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Viernes, 11 Febrero 2022 11:45

EXAMEN Y MEDITACIÓN SACERDOTAL

Carta a los sacerdotes del prefecto de la Congregación para el Clero

Jornada Mundial de Oración para la Santificación del Clero

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto completo de la carta dirigida alos sacerdotes por el cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero y por el secretario del dicasterio, monseñor Celso Morga Iruzubieta, arzobispo titular de Alba Marítima.*****

CARTA A LOS SACERDOTES

Queridos Sacerdotes:

En la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el 15 de junio de 2012, celebraremos, como de costumbre, la “Jornada Mundial de Oración para la Santificación del Clero”.

La expresión de la Escritura «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3), aunque vaya dirigida a todos los cristianos, se refiere e n modo particular a nosotros, los sacerdotes, que hemos aceptado no sólo la invitación a “santificarnos”, sino también a convertirnos en “ministros de santificación” para nuestros hermanos.

Esta “voluntad de Dios”, en nuestro caso, por decirlo así, se ha doblado y multiplicado al infinito, tanto que a ella podemos y debemos obedecer en cada acción ministerial que llevamos a cabo.

Este es nuestro estupendo destino: no podemos santificarnos sin trabajar para la santidad de nuestros hermanos, y no podemos trabajar para la santidad de nuestros hermanos sin que antes hayamos trabajado y trabajemos para nue stra santidad.

Al introducir a la Iglesia en el nuevo milenio, el Beato Juan Pablo II nos recordaba la normalidad de este “ideal de perfección”, que debe ofrecerse en seguida a todos: «Preguntar a un catecúmeno: “¿quieres recibir el bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle: “¿quieres ser santo?”» 1.

Ciertamente, en el día de nuestra Ordenación sacerdotal, esta misma pregunta bautismal resonó de nuevo en nuestro corazón, pidiendo una vez más nuestra respuesta personal; pero se nos ha confiado para que supiésemos dirigirla también a nuestros fieles, custodiando su belleza y preciosidad.

La conciencia de nuestros incumplimientos personales no contradice esta persuasión, como tampoco lo hacen las culpas de algunos que, a veces, han humillado el sacerdocio a los ojos del mundo.

A distancia de diez años —considerando que las noticias difundidas se agravan — debemos dejar que resuenen de nuevo en nue stro corazón, con mayor fuerza y urgencia, las palabras que Juan Pablo II nos dirigió el Jueves Santo del año 2002: «Además, en cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las peores

manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica. Mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación penosa, todos nosotros —conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina — estamos llamados a abrazar el

mysterium Crucis y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y renovado impulso de ese ideal de entrega total a Cristo que está en la base del ministerio sacerdotal»2.

Como ministros de la misericordia de Dios, sabemos, por tanto, que la búsqueda de la santidad siempre se puede retomar, a partir del arrepentimiento y el perdón. Pero a la vez sentimos la necesidad de pedirlo, cada sacerdote, en nombre de todos los sacerdotes y para todos los sacerdotes3.

Refuerza nuestra confianza la invitación que la propia Iglesia nos dirige a cruzar nuevamente el umbral de la Porta fidei, acompañando a todos nuestros fieles. Sabemos que este es el título de la Carta apostólica con la cual el Santo Padre Benedicto XVI convocó el Año de la Fe que comenzará el próximo 12 de octubre de 2012.

Una reflexión sobre las circunstancias de esta invitación nos puede ayudar.

Se sitúa en el 50° aniversario de la apertura del Concilio ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962) y en el 20° aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992). Además, para el mes de octubre de 2012, se ha convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre el tema de "La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana".

Se nos pedirá, pues, trabajar en profundidad sobre cada uno de estos “capítulos”:

– sobre el Concilio Vaticano II, a fin de que sea de nuevo acogido com o «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX»: “Una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza ”, “una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”4;

– sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, para que realmente se acoja y se utilice «como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como una regla segura para la enseñanza de la fe»5;

– sobre la preparación del próximo Sínodo de los Obispos, para que sea realmente «una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe »6.

Por ahora —como introducción a todo el trabajo— podemos meditar brevemente sobre esta indicación del Pontífice, en la cual todo converge: «Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la al egría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe».7

“Los hombres de cada generación”, “todos los pueblos de la tierra”, “nueva evangelización”: ante este horizonte tan universal, sobre todo nosotros, los sacerdotes, debemos preguntarnos cómo y dónde estas afirmaciones pueden unirse y consistir.

Podemos, pues, comenzar recordando que ya el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con un abrazo universal, reconociendo que “El hombre es «capaz» de Dios”8; pero lo hace eligiendo —como su primera cita— este texto del Concilio ecuménico Vaticano II: «La razón más alta (“eximia ratio”) de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor (“ex amore”), es conservado siempre por amor (“ex amore”); y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador . Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente » (“hanc intimam ac vitalem coniunctionem cum Deo”)9.

¿Cómo olvidar que, con el texto que acabamos de citar —precisamente en la riqueza de las formulaciones escogidas— los Padres conciliares querían dirigirse directamente a los ateos, afirmando la inmensa dignidad de la vocación, de la que se habían alejado como hombres? ¡Y lo hacían con las mismas palabras que sirven para describir la experiencia cristiana, en el culmen de su intensidad mística!

También la Carta apostólica Porta Fidei inicia afirmando que esta «introduce en la vida de comunión con Dios », lo que significa que nos permite adentrarnos directamente en el misterio central de la fe que debemos profesar: «Profesar la fe en la Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— equivale a creer en un solo Dios que es Amor» (ibídem, n. 1).

Todo esto debe resonar de modo especial en nuestro corazón y en nuestra inteligencia, para que seamos conscientes de cuál es hoy el drama más grave de nuestros tiempos.

Las naciones cristianizadas ya no sienten la tentación de ceder a un ateísmo genérico (como en el pasado), sino que corren el riesgo de ser víctimas de ese particular ateísmo que viene de haber olvidado la belleza y el calor de la Revelación Trinitaria.

Hoy son sobre todo los sacerdotes, en su adoración diaria y en su ministerio diario, quienes deben encauzarlo todo hacia la Comunión Trinitaria: sólo a partir de esta y adentrándose en esta, los fieles pueden descubrir verdaderamente el rostro del Hijo de Dios y su contemporaneidad, y pueden verdaderamente llegar al corazón de todo hombre y a la patria a la cual todos están llamados. Y sólo así los sacerdotes podemos ofrecer de nuevo a los hombres de hoy la dignidad del ser persona, el sentido de las relaciones humanas y de la vida social, y la finalidad de toda la creación.

“Creer en un solo Dios que es Amor”: no será realmente posible ninguna nueva evangelización si los cristianos no somos capaces d e sorprender y conmover nuevamente al mundo con el anuncio de la Naturaleza de Amor de Nuestro Dios, en las Tres Divinas Personas que la expresan y que nos hacen partícipes de su misma vida.

El mundo de hoy, con sus laceraciones cada vez más dolorosas y preocupantes, necesita al Dios-Trinidad, y anunciarlo es la tarea de la Iglesia.

La Iglesia, para poder desempeñar esta tarea, debe permanecer indisolublemente abrazada a Cristo y no dejar nunca que se le separe de Él: necesita santos que vivan “en el corazón de Jesús” y sean testigos felices del Amor Trinitario de Dios. ¡Y los Sacerdotes, para servir a la Iglesia y al mundo, necesitan ser santos!

Vaticano, 26 de marzo de 2012

Solemnidad de la Anunciación de la Santísima Virgen

NOTAS

1 Carta Apostólica Novo millennio ineunte, n. 31.

2 JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo del año 2002.

3 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Material para Confesores y

Directores espirituales, 9 de marzo de 2011, 14-18; 74-76; 110-116 (el sacerdote como penitente y discípulo espiritual).

4 Cf. Porta fidei, n. 5.

5 Cf. Ibídem, n. 11.

6 Ibídem, n. 4.

7 Ibídem, n. 7.

8 Sección Primera. Capítulo I.

9 Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica n. 27.

LECTURAS Y TEXTOS para profundizar o para celebraciones

LECTURAS BÍBLICAS

Del Evangelio de Juan: 15, 14-17

Del Evangelio de Lucas: 22, 14 - 27

Del Evangelio de Juan: 20, 19 - 23

De la Carta a los Hebreos: 5, 1 - 10

LECTURAS PATRÍSTICAS

S. JUAN CRISÓSTOMO, El sacerdocio, III, 4-5; 6.

ORÍGENES, Homilías sobre el Levítico, 7, 5.

LECTURAS DEL MAGISTERIO

Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.

JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 2001.

Benedicto XVI, Homilía del Jueves Santo, 13 de abril de 2006.

LECTURAS de los ESCRITOS de los SANTOS

SAN GREGORIO MAGNO: Diálogos, 4, 59.

SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo de la divina Providencia, cap. 116; cf. Sl 104, 15.

SANTA TERESA DE LISIEUX, Ms A 56r; LT 108; LT 122; LT 101; Pr n. 8.

BEATO CHARLES DE FOUCAULD, Écrits Spirituels, pp. 69-70.

SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ (EDITH STEIN), WS, 23.

 

ORACIÓN POR LA SANTA IGLESIA Y POR LOS SACERDOTES

 

Oh Jesús mío, te ruego por toda la Iglesia:

concédele el amor y la luz de tu Espíritu

y da poder a las palabras de los sacerdotes

para que los corazones endurecidos

se ablanden y vuelvan a ti, Señor.

Señor, danos sacerdotes santos;

Tú mismo consérvalos en la santidad.

Oh Divino y Sumo Sacerdote,

que el poder de tu misericordia

los acompañe en todas partes y los proteja

de las trampas y asechanzas del demonio,

que están siendo tendidas incesantemente para las almas de los sacerdotes.

Que el poder de tu misericordia,

oh Señor, destruya y haga fracasar

lo que pueda empañar la santidad de los sacerdotes,

ya que tú lo puedes todo.

Oh mi amadísimo Jesús,

te ruego por el triunfo de la Iglesia,

por la bendición para el Santo Padre y todo el clero,

por la gracia de la conversión de los pecadores empedernidos.

Te pido, Jesús, una bendición especial y luz

para los sacerdotes,

ante los cuales me confesaré durante toda mi vida.

(Santa Faustina Kowalska)

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida int erior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he

desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy

consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como

ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13)

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

Viernes, 11 Febrero 2022 11:44

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cab eza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13)

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

 ¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES

(MEDITACIONES  DE ANTONINO ORÁA, S.J. Y MÍAS: GONZALO) 

PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA:1966-2018

MUCHAS DE ESTAS MEDITACIONES ESTÁN TOMADAS DEL LIBRO DEL P. ANTONINO ORAA, S.J. titulado Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Editorial Razón y Fe, Madrid1960, excepto algunas que son mías o de otros autores Jesuitas.

INTRODUCCIÓN

CÓMO EMPEZAR A ORAR

Mi experiencia personal y pastoral, lo que he visto en mí mismo y en las personas a las que he acompañado en este camino de la oración, es que es muy personal, no hay reglas fijas en el   modo, pero sí en la intención; desde Él primer kilómetro, más que cualquier método,  hay que procurar que las actitudes de amar, orar y convertirse estén firmes y decididas y se luche desde Él primer día; lo repetiré siempre, estos tres verbos amar, orar y convertirse conjugan igual: quiero o estoy decidido a amar a Dios, en el   mismo momento quiero orar y quiero convertirme a Dios, vivir para Él ; quiero  orar, quiero convertirme; me canso de convertirme, me he cansado de orar y amar más a Dios.

       Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, del «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo, hay que leer al principio, se necesita y ayuda mucho la lectura, principalmente de la Palabra de Dios; es el camino ya señalado desde antiguo: lectio, meditatio, oratio, contemplatio; pero también pueden ayudar libros de santos, de orantes, libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprendas a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darla vueltas en el   corazón, a dejarte interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle y... lo que se te ocurra en relación con Él.

Y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia o por su Espíritu, el mejor director de meditaciones y oración, te dirá y sugerirá muchas cosas en deseos de amistad. Y te digo Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación; pero sí la lectura espiritual, porque teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo, junto a la Canción de Amor donde Él Padre nos dice todos su proyectos de amor a cada uno; estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.    Cuando vayas a la oración, entra dentro de ti: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y cierra la puerta, porque tu Padre está en lo más secreto” (Mt. 6, 6); no uses más de un párrafo cada vez; medita cada frase, cada palabra, cada pensamiento. La habitación más secreta que tiene el hombre es su propio interior, mente y corazón, hay que pasarlo todo desde la inteligencia al corazón. Lo oración es cuestión de amor, más que de entendimiento. No es para teólogos que quieren saber más, sino para personas que quieren amar más. Por su forma de ser, muchos son incapaces de entrar en esta habitación, o discurrir mucho, pero todos pueden amar.

       Intenta, para la oración personal, apartarte de otras personas; hasta físicamente; desde luego mentalmente. Esto no es quererlas mal. Lo hacemos muchas veces cuando queremos hablar con alguien sin que nadie nos moleste. Nos retiramos al desierto a orar y amar y dialogar con Dios; Dios es lo más importante en ese momento.

       Busca también un ambiente lo más sereno que puedas, sin ruidos, sin objetos que te distraigan. ¿No haces esto mismo si pretendes estudiar en serio? Dios es más importante que una asignatura.

       Intenta concentrarte. Concentrarse quiere decir dirigir toda tu atención hacia el centro de ti mismo, que es donde Dios está. Los primeros momentos de la oración son para esto. No perderás el tiempo si te concentras. Tendrás que cortar otros pensamientos. Hazlo con decisión y valentía. Tampoco asustarse si algunos días no se van. Pero tú a luchar para que sea sólo Dios, sólo Dios. Y entonces, hasta las distracciones no estorban; por eso no te impacientes. Ten en cuenta que la oración no puede arrancar con el motor frío. Y el motor está frío hasta que tú no seas plenamente consciente de la presencia en tu interior del Padre que te ama, de Jesús tu amigo, del Espíritu que quiere madurarte y enseñarte a orar.

       Después de una invocación al Espíritu Santo, o de alguna oración que te guste, empiezas leyendo el Evangelio, oyendo la Palabra. Es Dios el primero que inicia el diálogo; y las leyes de la oración, que son las leyes del diálogo, exigen que se respete este orden.

       Por lo tanto, primero leer y escuchar la Palabra,  luego meditarla y orarla, invocarla, pedir, suplicar y tomar alguna decisión; y si te distraes, no pasa nada, vuelves a donde estabas y  a seguir. Léela despacio; cuantas veces necesites para entender la Palabra de Dios y darte cuenta de su alcance. Párate y déjate impresionar por lo que te llama la atención y te gusta.
       Y finalmente, en toda oración, hay que responder a Dios. Responde como tú creas que debes responder. Y este orden no es fijo; lo pongo para que te des una idea; pero lo último a veces será lo primero. Y siempre un pequeño compromiso, propósito. No termines tu oración sin dar tu propia respuesta o hacer tuya alguna de las que ves escritas y te cuadran. No lo olvides: el evangelio, el libro es ayuda y sólo ayuda, pero él no ora. Eres tú quien ha de orar.

       Cuando quieras terminar tu oración puedes hacerlo recitando despacio alguna de las oraciones que sabes y que en ese momento te dé especial devoción: Padrenuestro, Ave María, Alma de Cristo... Aquí,con el tiempo, irás cambiando, quitando, añadiendo...

       Sé fiel a la duración que te has marcado para tu oración: un cuarto de hora como mínimo; luego, veinte, hasta llegar a los treinta. De ahí para adelante, lo que el Espíritu Santo te inspire. No los acortes por nada del mundo. El ideal, una hora; seguida, o media por la mañana y luego otra media hora por la tarde o noche. No andes mordisqueando el tiempo que dedicas a tratar con Dios.

       Sé fiel cada día a tu tiempo de oración. Oración diaria, pase lo que pase. Este es el compromiso más serio. Yo hice este propósito, y algún día me tocó hacer oración a las dos de la mañana cuando venía de cenar con las familias. Sólo así progresarás. Si un día haces y otro no, pierdes en un día lo que ganas en otro y siempre te encontrarás en el   mismo punto de inmadurez y con una insatisfacción constante dentro de ti. Y no avanzarás en el   amor a Dios que debe ser lo primero.

       Si logras cumplir este propósito, llegarás a ser una persona profunda y reflexiva. Nunca dejes la oración para cuando tengas tiempo, porque entonces muchos días no tendrás tiempo, porque te engañará el demonio, que teme a los hombres de oración, todos los santos que ha habido y habrá fueron hombres de oración, y luego han sido los que más han trabajado por Dios y los hermanos.

1ª MEDITACIÓN

LA ENCARNACIÓN DE JESÚS, HIJO DE DIOS Y DE MARÍA

 

 “Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

Y entrando, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. 

El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el   seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin. 

María respondió al ángel:¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.

Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel dejándola se fue” (Lc 1,26-38).

El ángel llevaba forma de palabra interior, que Dios pronunciaba en el   corazón de María. Y esta palabra era  Jesús.

       Por entonces, Jesús sólo había nacido del Padre antes de todos los siglos  en el   seno de la Santísima Trinidad. Pero aún no había nacido de mujer. Pero ya había sido soñado en el   seno trinitario como segundo proyecto de Salvación, ya que Adán había estropeado el primero. Y necesita el seno de una madre. Por eso llamaba al corazón de María, porque quería ser hombre, y pedía a una de nuestras mujeres la carne y la sangre de los hijos de Adán.

       Lo que decía esta palabra de Dios, por el ángel Gabriel, al corazón de María era más o menos esto: ¿Quieres realizar tu vida sin Jesús, o escoges realizarla por Cristo, con Él y en el ? Y si quieres realizar tu vida en Cristo, ¿aceptas no realizarte tú, sino que prefieres que Él se realice en ti? Dicho de otro modo, ¿aceptas que tu propia realización sea la realización de Él en ti? Y si escoges que Él se realice en ti, ¿quieres dejarte totalmente y darte totalmente? ¿Estás dispuesta a dejar sus planes y colaborar activamente a sus planes de salvación?

       María es la última de las doncellas de Israel. No pertenecía ni a la clase intelectual, ni a la clase sacerdotal, ni a la clase adinerada. María era de las personas que no contaban para engrandecer a su pueblo. Ella era mujer y virgen. Como mujer, lo único que podía hacer era concebir y dar a luz muchos hijos que aumentaran el número de israelitas. Pero como virgen perpetua que había decidido ser, no podría hacer esta aportación a su pueblo... Por eso podía ser mirada, y no sin razón, como un ser inútil para su nación, al no poder aportar nada para el engrandecimiento de su pueblo.

       Pero la gente quizá olvidaba que la mayor riqueza del pueblo no eran los hijos, sino la Palabra de Dios. El pueblo de Israel no debía estar formado únicamente de personas capaces de trabajar con sus manos en los campos, o hábiles y fuertes para manejar la espada, sino ante todo de corazones abiertos a la escucha de la Palabra de Dios. Y en este punto, María podía aportar mucho ciertamente a su pueblo. Ella era toda oídos a esta Palabra de Dios. Ella era el oído de la humanidad entera.

       Y ¿qué es lo que escuchaba?: Lo que Dios quería decir a todos y a cada uno de los hombres: no era sólo la carne y la sangre de una mujer lo que quería tomar el Verbo. Era también, y, sobre todo, tomar en el  la a toda la humanidad,  a todo lo humano que en realidad Dios quería salvar. Y para salvarlo pretendía unirse a cada hombre y que cada hombre se uniese libremente al Verbo de Dios para entrar a tomar parte en la misma vida divina por la gracia.

       Señor, tengo que ser consciente de que también a mí me hablas al corazón. Vivo tan superficialmente mi vida, que pocas veces me hallo en lo más profundo de mi yo, y por eso no te oigo. Pero cuando entro un poco dentro de mí, caigo en la cuenta de que me hablas y que tus palabras me hacen la misma proposición que a María. Tu presencia aquí, en la Eucaristía, me demuestra lo serio que te has tomado mi salvación. Quieres hacerla como amigo.

       Voy entendiendo, porque me lo dices Tú, que el núcleo del cristianismo está en si intento prevalecer yo o si quiero que Cristo prevalezca en mí; si intento vivir yo, o si quiero que Cristo viva en mí; si quiero realizarme yo sin Cristo, o si quiero realizarme en Cristo. He aquí la gran disyuntiva ante la cual me encuentro siempre.

       El día de mi bautismo opté por Cristo y dije que renunciaba a ser yo para que Cristo fuese en mí. Lo dije entonces, es cierto. Pero ¡qué fácilmente lo dije...! ¡Cuántas veces lo he desdicho...!

       Tu Palabra, sin embargo, me sigue acosando; en cada situación, en cada momento me interroga: ¿quieres ser a imagen de Adán, el hombre egoísta, autosuficiente, irresponsable... o quieres ser a imagen de Cristo, el hombre que ama, el hombre para los demás, el hombre dependiente del Padre...?

       Yo leo en tu apóstol Pablo, y lo creo, que Tú, oh Padre, nos has predestinado a reproducir la imagen de tu hijo Jesús, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29). Yo creo que Tú, Cristo Eucaristía eres la Canción de Amor hasta el extremo en la que el Padre me canta y me dice todo su proyecto con Amor de Espíritu Santo. Tú eres la Palabra en la que todos los días, desde Él Sagrario, la Santísima Trinidad me dice que ha soñado conmigo para una eternidad de gozo y roto este primer proyecto, ha sido enviado el Hijo con Amor de Espíritu Santo para recrear este proyecto de una forma admirable y permanente mediante el sacramento y misterio de la Eucaristía como memorial, comunión y presencia. Y pues es llamada tuya, oh Padre, yo quiero estar atento a ella, como tu sierva María. Y recibirla como Ella. Yo quiero tener profundidad suficiente, como ella, para oír tu palabra, vivir de ella y enriquecer a los demás con ella.

*****

“ENVIO DIOS AL ÁNGEL GABRIEL... A UNA VIRGEN  LLAMADA MARIA...ELLA SE PREGUNTABA QUÉ SALUDO ERA AQUEL”  (Lc 1, 29)

       María no se deja paralizar por el miedo. En el   miedo, por desgracia, se han ahogado muchas respuestas a las llamadas de Dios. Ella intenta penetrar qué es lo que la Palabra de Dios contiene para ella. Sin duda que toda Palabra de Dios contiene algo bueno para el hombre, porque Dios no dice palabras sin ton ni son, como nosotros. Dios, en todo lo que dice y hace, busca el bien del hombre.

       Cuando Dios habla al hombre, no es para aterrorizarle, sino para buscar su bien. Lo que ha de hacer el hombre es encontrar cuál es y dónde está el bien que Dios pretende hacerle al dirigirle su palabra. Esto es exactamente lo que hace María: discurrir sobre la significación de la Palabra de Dios.

      

¿Qué cosas pudo descubrir María con su reflexión?

 

       1. Que Dios ama, que Dios busca el bien del hombre. Este es, sin duda, el núcleo más íntimo y claro de su experiencia de Dios: “has hallado gracia a los ojos de Dios”, estás llena de gracia, Dios te mira con buenos ojos, y esa mirada de Dios es creadora y por eso te llena de dones.

Ella, la pequeña por su condición de mujer, la marginada por la ofrenda hecha de su virginidad, la sin relieve por sus condiciones sociales y culturales, ella era querida y amada por Dios. Dios se complacía en la entrega que de sí misma ella había hecho. Dios miraba con cariño lo que los demás miraban con indiferencia o con desprecio.
        

       2. Que Dios quería acudir a esta criatura vaciada de sí que era ella, para llenarla con su don. Y el don de Dios no es cualquier cosa; es ni más ni menos lo que Dios más ama, lo único que puede amar: el Hijo de las complacencias.

       Años más tarde escribirá el evangelista Juan: “tanto amó Dios al mundo que entregó su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el ”. Pero mucho antes de que lo escribiera Juan, lo ha experimentado María: Dios ha amado tanto a ella que le ha dado, a ella, la primera de todos, su propio Hijo. Y se lo ha dado, no ya formado, sino para que se formase de ella, para que, además de ser el hijo del Padre y de haber nacido de Dios, fuera hijo de ella y naciese de ella.

 

       3. Que esto es la salvación. Pero sólo el comienzo; porque el Hijo de Dios no viene sólo para Ella, sino que viene en busca de todos los hombres para llevarlos a la salvación. Y esta es tu razón de tu presencia en el   Sagrario, hasta el final de los tiempos, de tus fuerzas, de tu amor extremo.

Por eso, no es dado a ella en exclusiva, no. Es dado por ella y a través de ella al mundo, a la humanidad, a cada hombre, al que cree y al que no cree, al que quiere amar a los demás y al que se empeña en odiar, al que se siente satisfecho de sí mismo y al que siente hambre y sed de salvación, al egoísta, al adúltero, al ladrón, al atracador, al viejecito, al analfabeto, al  niño, a la viuda, al publicano, al enfermo.

       Tenía que ser así para que el nuevo hombre pudiese llamarse JESÚS. Porque Jesús quiere decir Dios Salvador. Y Dios, puesto a salvar, tendría que salvar todo lo que había perecido, que era sencillamente todo.

       Dios quería salvar en Jesús y por Jesús. Y por eso ese Jesús que estaba llamando a la puerta del corazón de María tendría que ser a través de ella, de todos y para todos. Y esta es la razón de su presencia ahora en el   Sagrario, cumpliendo el proyecto del Padre, que lo ha hecho su propio proyectos “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad… mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado… yo para eso he venido al mundo, para ser testigo de la Verdad”.

 
       4. Que este Jesús, que era de todos y para todos, no sería de nadie hasta que cada hombre no repitiera el mismo proceso obrado en María. Jesús llamaría el corazón de cada hombre, y pediría ser aceptado. Jesús se ofrecería a sí mismo como don. La Eucaristía es Cristo dándose, entregándose en amistad y amor y salvación a todos nosotros.

Y desde Él Sagrario, Jesús propondrá a cada hombre lo mismo que le estaba proponiendo a ella: que cada hombre renuncie a sí mismo para realizarse en Cristo, para que Cristo pudiera vivir en el : “el que me coma vivirá por mí”. Pero Jesús no se impondría a la fuerza a nadie. El es un don ofrecido. Él está aquí en el   Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente para todos los hombres. Para hacer realidad esta amistad, siempre sería necesaria una voluntad humana que le convirtiese en don aceptado. Pero cuando tú le entregues tus brazos, Él ya tenía los suyos abiertos.

       Cuantos recibieran a este Jesús nacerían como hombres nuevos, con una vida nueva. Con ellos se formaría la familia de hijos de Dios, hijos en el   Hijo, sobre todo, por el pan eucarístico: “yo soy el pan de vida, el que coma de es te pan vivirá eternamente”, es la nueva vida que nos trae por la Encarnación y se prolonga por la Eucaristía.

Y en medio de esta familia de hijos de Dios, ella, María, la hermosa nazarena, se encontraba con el papel de ser la iniciadora de este proceso... el primer eslabón de una cadena de encarnaciones que Jesús intentaba hacer en cada uno de los hombres. Por eso mismo, su llamada a vincularse con Jesús era el modelo de llamada a todo hombre. Y también su respuesta sería el modelo de respuesta de todo hombre a Jesús.


       5 María intuía que su papel en medio de este plan de salvación era la maternidad. Caía en la cuenta de que Dios la había preparado para ser madre por medio de la virginidad. Y como se trataba de obra de Dios, sería una maternidad innumerable, como la que Dios había prometido a Abraham. Ella tendría que quedar constituida “madre de todos los vivientes”, como otra Eva (Gen. 3, 20), su descendencia sería como las estrellas del cielo (Gen. 15, 5). Por eso, el cuerpo eucarístico de Cristo es el cuerpo y la sangre recibida de María. Tiene perfume y aroma mariano. Viene de María.

       Pero vivientes no significaba ya la vida recibida de Eva, sino la nueva vida que estaba llamando al seno de María. María discurría, desentrañaba el contenido de la Palabra que Dios le estaba dirigiendo. Caía también en la cuenta de que, si aceptaba, sería para seguir la suerte de Jesús. Eso era precisamente lo que en el   fondo decía la Palabra de Dios, eso era lo que significaba recibir a Jesús: recibir todo lo nuevo que Jesús traía al hombre.

       Oh, Maria, tú has abierto una nueva época en la historia de la humanidad. Tú, con tu reflexión profunda, nivel en el   cual se mueve tu vida, descubres que Dios te dice algo en los deseos que brotan en tu corazón. Tú descubres que tú eres pieza, al mismo tiempo necesaria, y libre, para que los planes de salvación sobre la humanidad vayan adelante. Tú descubres que tu grandeza está en renunciar a tus propios planes y en incorporarte a los planes de Dios. Tú has descubierto, la primera de todos, hasta qué punto Dios ama a los hombres, pues quiere entregarles su Hijo, «el  muy querido». Tú has descubierto que toda la humanidad está vinculada a ti, porque toda la humanidad está llamada a salvar con Jesús, redimir con Jesús. Tú te has percatado de tu puesto maternal para con esa humanidad, que todavía no se ha dado cuenta de que Dios la ama porque le entrega su hijo.

       Todas las llamadas de Dios son grandes, también la mía. Porque a mí también Dios me está pidiendo colaboración para salvar a todos los hombres. Porque a mí Dios me está señalando un puesto en la humanidad y me dice que sea el hermano de todos los hombres. Porque a mí Dios quiere entregarme su propio Hijo para que por medio de mi llegue a los demás. Porque por medio de ese Jesús, hecho carne en María y pan de Eucaristía en el   Sagrario, Dios quiere salvar y regenerar en Jesús todo lo malo que hay en mí y en el   mundo.

       Soy un inconsciente que sólo pienso en mí mismo, en divertirme y pasarlo bien, sin esfuerzo de virtud y caridad. Y como no reflexiono, no caigo en la cuenta de que el camino de mi propia realización y el camino de la realización de un mundo mejor, me lo está ofreciendo Dios, si de verdad quiero aceptar a Jesús y unir mi vida a la suya. María, ayúdame a dar profundidad a mi vida.

Que mi vida no sea el continuo mariposear de capricho en capricho, como acostumbro, sino que sea el resultado de una reflexión seria sobre la Palabra de Dios, que me llama, y de una opción libre y consciente que yo debo hacer ante esa Palabra que se me ha dirigido... Esa palabra que es Jesús mismo, el que está en el   Sagrario, esperando desde siempre mi respuesta. Para eso está ahí, con lo brazos abiertos para abrazarme y llenarme de su amor.

*****

“NO TENGAS MIEDO, MARIA”(Lc. 1, 29)

       Jesús llamaba al primer corazón humano para encarnarse en el . Y como nadie todavía tenía experiencia de Jesús hecho hombre, María se asustó. ¿Por qué se asustó? He aquí algunos posibles aspectos de su miedo y de todo miedo humano ante una llamada de Dios:


       1. María comenzó a comprender que aquí daba comienzo algo serio y decisivo para su vida. Su vida, y lo mismo cualquier otra vida, no era un juego para divertirse y tomárselo a broma, no. Ella se dio cuenta de que la Palabra de Dios iba a cambiar su existencia y también el rumbo de las cosas en el   mundo, aunque todavía ignoraba el cómo.

       Ante la presencia de algo que decide nuestra vida y la de los demás, cualquier persona de mediana responsabilidad se siente sobrecogida. Y María era una mujer ciertamente joven, pero de una responsabilidad sobrecogedora.


       2. Era una experiencia nueva y desconocida de Dios. Cuando Dios comienza a dejarse sentir cercano, esta misma cercanía de Dios produce en el   hombre un sentimiento de recelo ante la nueva experiencia hasta entonces desconocida. ¿Qué es esto que me está pasando?, ¿en dónde me estoy metiendo?, son preguntas que no cesa de hacerse el que ha recibido la experiencia de Dios.

       3. Mecanismo de defensa también. Este mecanismo actúa cuando la persona humana advierte que el campo de su vida, sobre el cual ella es dueña y señora con sus decisiones libres, ha sido invadido por alguien que, sin quitar la libertad, llama poderosamente hacia un rumbo determinado... Y la pobre persona humana se defiende diciendo estas o parecidas excusas: « y por qué a mí entre tantos ¿no había nadie más que yo?»

       4. Sentimiento de incapacidad: «Yo no valgo para eso, voy a hacerlo muy mal...». Sí; el hombre medianamente consciente sabe, o cree saber, qué es lo que puede realizar con éxito, y qué puede ser un fracaso. Instintivamente tiende a moverse dentro del círculo de sus posibilidades. Rehúye arriesgarse a hacer el ridículo, a hacerlo mal, a moverse en un terreno inseguro, cuyos recursos él no domina.

       5. Repugnancia a la desaparición del «yo». María tiene su propia personalidad con su sentido normal de estima y pervivencia. Se le pide que ese yo se realice no independientemente, sino en Jesús, que se abra hacia ese ser, todavía desconocido, que es Jesús, para que sea Jesús quien se realice en el  la. Vivir en otro y de otro, y que otro viva en mí.

       Señor, quiero hacer ante ti una lista de mis miedos. Porque soy de carne, y el miedo se agarra siempre al corazón humano. Me amo mucho a mí mismo y me prefiero muchas veces a tus planes. Casi puedo definir mi vida, más que, como una búsqueda del bien, una huida de lo que a mí me no me gusta o me cuesta y por eso me parece malo. Así es mi vida, Señor: huir y huir .por miedo...

       Me da miedo el que Tú te dirijas a mí y me pidas vivir con ciertas exigencias, exigencias que son, por otra parte, de lo más razonables. Por eso huyo de la reflexión y de encontrarme con tu palabra a nivel profundo. Por eso busco llenarme de cosas superficiales que me entretienen. En realidad, no las busco por lo que valen; las busco porque me ayudan a luir.

       Me da miedo el tomar una decisión que comprometa mi vida, porque sé que, si lo hago en serio, me corto la retirada; y el no tener retirada me da miedo. Me da miedo el vivir con totalidad esta actitud, porque se vive más cómodamente a medias tintas.

       Me da miedo la verdad y comprobar que mi vida en realidad es una vida llena de mediocridades. Y por otra parte, me da miedo que esa mediocridad pueda ser, y de hecho sea, la tónica de mi vida.

       Me da miedo entregar mi libertad. No quisiera yo perder la dirección de mi vida. Dejarla en tus manos, aunque sean manos de Padre, me da miedo, lo confieso.

       Me da miedo hacerlo mal, el que puedan reírse de mí. Yo mismo me avergüenzo de hacerlo mal ante mí mismo, porque en el   fondo me gusta autocomplacerme. Por eso pienso muchas veces que sería mejor no emprender nunca aquello de cuyo éxito no estoy totalmente seguro. Por eso pienso muchas veces que es preferible vivir mi medianía que intentar hacer lo heroico. Porque me da miedo hacer el ridículo...

       Me da miedo lo que pueda pasar en el   futuro: ¿me cansaré? ¿Perseveraré?

       Me da miedo vivir fiado de Ti. Sé que buscas mi bien, pero experimento el miedo del paracaidista que se arroja al vacío fiado solamente en su paracaídas: ¿funcionará? ¿Fallará? ¿Funcionarás Tú según mis egoísmos?

       Me da miedo el tener que renunciarme a mí mismo. Se vive tan bien haciendo lo que uno quiere. Me da miedo porque me parece que es aniquilarme y que así me estropeo. Y no me doy cuenta de que lo que de verdad me estropea soy yo mismo, mis caprichos, mis veleidades, mis concesiones.

       Me das miedo, Tú, Jesús Eucaristía, en tu presencia silenciosa, amándome hasta dar la vida, sin reconocimientos por parte de muchos por lo que moriste y permaneces ahí en silencio, sin imponerte y esperando ser conocido.

       Me das miedo cuando desde Él Sagrario me llamas y me invitas a seguirte con amor extremo hasta el fín;  cuando llamas a mi corazón. Sé que vienes por mi bien, pero sé que tu voz es sincera y me enfrenta con la necesidad de extirpar mi egoísmo, sobre el cual he montado mi vida. Es exactamente el miedo que tengo ante el cirujano. Estoy cierto de que él busca, con el bisturí en la mano, mi salud, pero yo le tiemblo.

       Me dan miedo el dolor y la humillación, y la obediencia, y las enfermedades, y la pobreza. Y así puedo continuar indefinidamente la lista de mis miedos... Soy en esencia un ser medroso: unas veces inhibido por el miedo, y otras veces impulsado por él. El miedo no me deja ser persona, me ha reducido a un perpetuo fugitivo.

       Tú, Señor, te acercas a mi como a María, y me repites: “No temas... el Señor está contigo”... Probablemente pienso que todo he de hacerlo yo solo. Por eso me entra el miedo. Quiero oír de Ti esa palabra una y otra vez: «No temas; Yo, el Señor, estoy contigo aquí tan cerca, en el   Sagrario, todos los días.

       Yo, que te amo, estoy contigo en todos los sagrarios de la tierra. Yo, que te llamo, estoy contigo para ayudarte. Yo, que te envío, estoy contigo. Yo, que sé lo que tú puedes, estoy contigo. Yo, que todo lo puedo, estoy contigo. No temas, puedes venir a estar conmigo siempre que quieres».

Jesús, repíteme una y otra vez estas palabras, porque no seré hombre libre hasta que no me libre de mis miedos, de mis complejos, de mis recelos, de mis pesimismos, de mis derrotismos, del desaliento que me producen mis fracasos... Que oiga muchas veces tu voz que me repite: «No temas, Yo estoy contigo!».


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“EL ESPIRITU SANTO VENDRÁ SOBRE TI”(Lc. 1, 35)

 
       Hay que volver a leer más despacio el capítulo del miedo. Cuando al hombre se le propone algo que supera sus fuerzas, algo que no sabe cómo hay que hacer... el hombre queda frenado hasta que sepa que la cosa va a resultar, o hasta que haya encontrado una solución a los puntos difíciles.

       María ha entendido lo que Dios le pide, pero no entiende cómo va a realizarse esta encarnación del Verbo de Dios en su vientre después que ella ha ofrecido a Dios su virginidad. Si ella la ha ofrecido es porque pensaba que Dios se lo pedía, y no puede pensar que Dios juegue con ella y ahora diga NO a lo que antes dijo que SI. «¿Seré madre sin ser virgen? No puede ser; Dios me ha pedido mi virginidad para algo... «¿Seré virgen sin ser madre?» Tampoco puede ser, porque lo que precisamente Dios me está pidiendo ahora es la maternidad. Si Dios pide mi virginidad y pide también mi maternidad, yo me encuentro sin salida; no sé qué hacer.» Volvamos al capítulo de los miedos y veamos si no hay razón para repetir: «esto es un lío... ¿por qué no dice Dios las cosas claras desde Él principio’? ¿Por qué tenía que pasarme esto a mi?..».

       María escapa de esta tenaza de miedo que intenta paralizarla, por la fe en Dios Todopoderoso. El Dios en el   cual ella creía era un Dios que había creado el cielo y la tierra. Un Dios que había separado la luz de las tinieblas, y el agua de la tierra seca.

       El Dios en el   cual creía ella era el Dios de Abraham, capaz de dar descendencia numerosa como las arenas del mar y las estrellas del cielo a un matrimonio de ancianos estériles.

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de Moisés. El Dios que enviaba al tartamudo a hablar con el Faraón para salvar a su pueblo. El Dios que separó las aguas del mar y permitió salir por lo seco a su pueblo. El Dios que condujo a su pueblo por el desierto... El Dios que dio tierra a los desheredados que no tenían tierra.

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de los profetas: el Dios que escogía hombres tímidos y que, después de hacerles experimentar quién era El, colocaba sus palabras en la boca de ellos y su valentía en el   corazón de ellos para que anunciaran con intrepidez el mensaje comunicado, y aguantaran impávidamente como una columna de bronce las críticas de los demás (Jer. 1).

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de Ana, madre de Samuel: “El Dios que da a la estéril siete hijos mientras la madre de muchos queda baldía... el Dios que da la muerte y la vida, que hunde hasta el abismo y saca de él... el Dios que levanta de la basura al pobre y le hace sentar con los príncipes de su pueblo.., el Dios ante el cual los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan...” (1 Sam. 2, 1-10).

       El Dios en el   cual creía María era el Dios de David, el Dios que había prometido al anciano rey que su dinastía permanecería firme siempre en el   trono de Israel (2 Sam. 7).
Y por si fuera poco, una nueva señal en la línea de las anteriores: Isabel, su pariente, la estéril, la anciana, ha concebido un hijo. Sí, también creía María en el   Dios de Isabel, el Dios que da la pobreza y la riqueza, la esterilidad y la fecundidad. ¿No podría ese Dios dar también la virginidad y la maternidad?

       El Dios en el   cual creía María no era como los dioses de los gentiles. Esos eran ídolos: “tienen boca y no hablan... tienen ojos y no ven.., tienen orejas y no oyen... tienen nariz y no huelen... tienen manos y no tocan... tienen pies y no andan... no tiene voz su garganta” (Sal. 115). Esos no son dioses: Las fuerzas humanas no son dioses... el poder humano no es Dios... “Nuestro Dios está en el   cielo y lo que quiere lo hace”. Este sí que es el Dios verdadero, el que es capaz de hacer lo que quiere y llevar adelante sus planes de salvación...

Y María podría seguir recitando el salmo que sin duda, tantas veces habría rezado con los demás en la sinagoga, pero cuyo sentido profundo iba comprendiendo ahora: “Israel confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. La casa de Aarón confía en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Los fieles del Señor confían en el   Señor, El es su auxilio y su escudo. Que el Señor os acreciente a vosotros y a vuestros hijos” (Sal. 115).

       La fe de María la ha llevado a una conclusión: PARA DIOS NO HAY NADA IMPOSIBLE. Era la misma conclusión a la que había llegado Abraham: “Es que hay algo imposible para Yahvé?” (Gen. 18, 14). Es la misa conclusión a que han de llegar los que tienen fe y quieren vivirla.

       Porque la llamada que Dios hace a María y la que hace a todo hombre no pueden realizarse con fuerzas humanas. De ser así, Dios llamaría a pocos, a los mejores. Dios tendría que hacer una selección muy rigurosa de sus colaboradores.

       Pero Dios, el Dios verdadero, no es así. Dios se ha manifestado a lo largo de la historia llamando al tartamudo, al tímido, al anciano, a la estéril, al hambriento. Porque las actuaciones de Dios son para desplegar la fortaleza de su brazo y dejar campo abierto a su poder. Quiero creer en ti Señor, como creyó María.

       Creo, como ella, que eres Tú el que me hablas. Creo que me llamas. Creo que quieres unirte a mí, que quieres vivir dentro de mí y que me admites a vivir en Ti y contigo. Creo que en esto está la salvación. Creo que en mi colaboración a tus planes está la salvación de los demás.        Que soy débil, que soy inútil, que tengo resistencias serias a tu voluntad, que soy un superficial, que rehúyo comprometerme, que no quiero quemar mis naves, que no valgo...etc, todo eso me lo sé de sobra. Para ello no necesito tener fe, porque lo experimento y palpo en cada momento.

       Pero precisamente porque soy así necesito la fe de María. Porque tengo que dar un salto que supera mis fuerzas, porque tengo que vivir en un plano donde no se ve ni se palpa nada; porque soy llamado para realizar algo que me parece incompatible, y lo es, con mi incapacidad.

María, quiero felicitarte con Isabel, por tu fe: “Bendita tú, que has creído”. Bendita tú, porque has tenido fe, porque has creído que Dios te hablaba. Bendita tú, porque has creído que te hablaba para hacerse hombre en ti. Bendita tú, porque pensabas que Dios te llamaba a salvar a los hombres. Bendita tú, porque no preguntaste nada más que lo necesario para saber lo que tenias que hacer. Bendita tú, porque no dudaste del poder de Dios. Sí, bendita y mil veces bendita tú.

A mí, que intento seguir torpemente tus pasos, ayúdame a superar mis desconfianzas, mis complejos, mis cobardías, mis reticencias, mis retraimientos. Y también ayúdame a superar mis suficiencias y la confianza en mis cualidades humanas y mi creencia de que soy algo y valgo para mucho. Señor, como tu sierva María, quiero poner mi inutilidad bajo tu poder para colaborar a tus planes de salvación en la medida y en el   puesto a que soy llamado por Ti.
***** *

“AQUÍ ESTA LA ESCLAVA DEL SEÑOR:HÁGASE EN MI SEGÚN TU PALABRA”(Lc. 1, 38)


       En el   corazón de María, donde había tenido lugar el diálogo profundo con Dios, se hizo la entrega a Dios. Y nadie se enteró. No hubo fotógrafos para tomar instantáneas de la ceremonia, ni grabaciones en directo para las emisoras, ni periodistas que lo diesen a la publicidad. Dios no hace obras sensacionales, pero sí hace obras maravillosas.

Una gota de agua es una maravilla, pero sólo cuando se mira con el microscopio. Una hoja de cualquier árbol es otra maravilla, pero luce menos que una bengala o un anuncio luminoso, que causan sensación. Nadie se enteró. Pero allí había comenzado a cambiar el mundo.

       ¿Qué había pasado? El Verbo era ya carne de nuestra carne y había comenzado su carrera humana partiendo desde Él punto cero, como todo ser humano que comienza esta carrera de la vida.

       Una mujer estaba haciendo expedito el camino al Verbo de Dios para que pudiera vivir con los hombres, sus hermanos. Una mujer le estaba dando manos de hombre para que pudiera trabajar y ganarse la vida como sus hermanos, y también para que pudiera abrazar a sus hermanos los hombres y tocar sus llagas y sus enfermedades.

       Una mujer le estaba dando ojos de hombre para que pudiera mirar las cosas que ven los hombres: los pájaros, las flores, el odio, al amor, los amigos y los enemigos. Una mujer le estaba proporcionando al Verbo de Dios unos labios para dar la paz, para decir palabras de ánimo, para llamar a los hombres a su seguimiento, para expulsar los demonios, para curar a los enfermos con sólo su palabra.

       Una mujer le estaba formando un corazón para compadecerse de la gente, para amar a las personas, para sacrificarse. Una mujer le estaba formando un cuerpo con el cual pudiera cansarse, y tener hambre, y sed, y morir, y resucitar por todos; un cuerpo que pudiera ser también pan que con nuestras manos pudiéramos llevar a la boca para recibir la vida de Dios.

       Una mujer estaba abriendo el camino para que en cada hombre, bueno o malo, culto o analfabeto, el Verbo de Dios pudiera vivir. Lo que por el bautismo iba a realizarse en cada hombre; lo que en la Eucaristía iba a realizarse en plenitud: “yo soy el pan de la vida, si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros… mi carne es verdadera comida… quien me come, vivirá en mí y yo en el ”, había comenzado a ser posible en una mujer. Y todo esto, en silencio, sin ruido, sin aspavientos. Porque los hombres nos movemos siempre a nivel de apariencias. Pero Dios se mueve siempre a nivel de corazones, a nivel de profundidad.
       La reflexión que ha hecho la Iglesia en el   Concilio Vaticano II destaca que María no se contentó con dejar actuar a Dios. Su actuación no consistió únicamente en dar permiso a Dios para atravesar su puerta, sino que ella hizo todo cuanto pudo para lograr que Dios entrase por ella.

       No permitió solamente que se hiciese en el  la la Palabra de Dios, sino que se brindó a realizarla ella misma. Porque la Palabra de Dios nunca se hace carne ella sola. Se hace carne solamente cuando han coincidido dos voluntades, la de Dios y la del hombre, para querer lo mismo, y cuando cada una de las voluntades ha aportado de su parte cuanto puede.

       Dios no es un ladrón que a la fuerza intenta arrebatarnos lo nuestro. Dios no se acerca al hombre para quitar nada, sino para enriquecer. Pero tampoco enriquece con su don, si el hombre no quiere positivamente recibirlo y está dispuesto a trabajar por recibirlo.

       Por eso, la colaboración activa indaga, pregunta, se interesa por los planes de Dios, intenta conocerlos. Pero no por curiosidad, sino para hacer lo que haya que hacer. La colaboración activa no se echa atrás ante lo imposible, no. Da el paso en la te hacia eso imposible.

La colaboración activa quiere positivamente lo que Dios quiere, se sacrifica voluntariamente lo que sea preciso. Esta colaboración activa es la línea que escoge María para actuar a lo largo de toda su vida. Para ella, el hágase equivale a un yo deseo que así haga la Palabra de Dios, me encantaría colaborar con la Palabra de Dios, ojala no sea yo obstáculo, haré lo que esté en mi mano para que así sea.

       Quiero creer, Señor, que todo acto hecho en Cristo por Él y en el  es salvador. Se nos escapa el dónde, el cuándo y el cómo, pero quiero creer que sirve para la salvación de mis hermanos. Por eso mi vida tiene un sentido, y cuanto hago tiene un sentido: JESÚS.

       Cuando el ángel se volvió al cielo, María siguió haciendo lo mismo de antes, pero lo hace ya en Cristo y por Cristo, y Jesús en el  la y por ella. De este modo se había convertido en corredentora que aportaba toda su actividad a los planes de salvación de Dios.

       No quiero, Señor, hacer o dejar de hacer porque hacen o no hacen los demás. Yo quiero hacer lo que debo. Yo quiero responder a mi llamada personal diciendo como María mi hágase: haré lo que mi Dios, en el   cual creo, espera de mí. Intentaré con todas mis fuerzas colaborar a los planes de salvación que Él me vaya revelando. Señor, voy entendiendo que decir un SI a tu Palabra es algo difícil, pero que de verdad me salva y salva a los demás.

Yo sé que cuando te digo un SI, nadie va a enterarse ni alabarme, nadie va a publicarlo, ni falta que hace. Pero estoy convencido que cuando hago eso, la historia realizada en María se repite en mí: soy puerta que se abre para que Tú entres al mundo de nuevo. Y si Tú entras de nuevo en el   mundo, siempre es con el mismo fin: «por nosotros los hombres y nuestra salvación». No sólo por mi salvación, sino también por la salvación de todos.

       María cambió el mundo, pero ella no lo vio. María fue la primera que comenzó a llevar a Dios en sus entrañas, pero ella siguió siendo la misma para los demás, no florecieron los rosales de la casa ni los que trabajaban en los campos vieron bajar el Misterio a su seno, ella tampoco, pero lo sintió. Pero ella había creído y el Verbo empezó a ser en su seno.

       Más tarde, Jesús trabajará y sudará por los hombres y nadie lo sabrá ni lo agradecerá. Dará voluntariamente su vida por todos, y los hombres seguirán sin enterarse. Estamos ante un misterio de fe, y yo, con mi impaciencia, quiero hacer cosas y cosas y constatar inmediatamente sus resultados.

Ella siempre creyó que su hijo era Hijo de Dios y permaneció junto a Él en la cruz, cuando todos le abandonaron, menos Juan que había celebrado la primera Eucaristía reclinando su cabeza sobre su pecho y había sentido todos los latidos de la divinidad, llena de Amor de Espíritu Santo a los hombres.

       Quiero creer, Señor, como María y hacerme esclavo de tu Palabra. Quiero decir que sí, como tú, María, porque ninguno de estos sí dados a Dios se pierden. Todos son salvadores, y hay que fiarse siempre de Dios, aunque nada externo cambie, aunque no sepamos cómo, ni cuándo, ni dónde Dios lo cumplirá, pero son salvadores, porque el Verbo de Dios se hace hombre por salvarnos en el   sí de sus hermanos.

2ª   MEDITACIÓN

LA VIRGEN  VISITA A SU PRIMA SANTA ISABEL

“En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.

¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!

Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia  como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.

María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa”(Lc 1,39-57).

Punto 1º. El viaje. Dice el evangelista: “En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá”.  ¿Por qué emprende María su viaje?

a). No ciertamente por diversión o curiosidad, ni por otro motivo que por caridad, que la mueve a ofrecer su ayuda a su prima en los últimos meses de su punto menos que milagroso embarazo.

Supone la alegría de Isabel al sentirse fecunda por singular bendición del Señor, y acaso ilustrada por el Señor entiende la íntima relación que va a mediar entre el Mesías, que en sus entrañas purísimas acaba de encarnar, y el hijo de su prima, destinado a ser el heraldo y Precursor que prepare los caminos del Señor. Aprendamos en esta conducta de María cómo no está reñida la santidad más alta con la cortesía y delicadeza más exquisitas. Y pongamos mucho estudio en gozarnos sinceramente del bien ajeno y prestarnos a ayudar a los demás, y anticiparnos a hacerlos las atenciones y saludos que la urbanidad y la caridad inspiran, sin sentirnos rebajados por tratar con delicadeza aun a los inferiores a nosotros.

María, la Madre de Dios, no se desdeña de ir, con largo y molesto viaje, a felicitar por su dicha a su prima y ofrecerla su valiosa ayuda en los más humildes menesteres. Y fue apresuradamente, cum festinatione, siguiendo pronta y dócilmente la inspiración del Espíritu Santo.

Meditemos: ¿Somos también nosotros prestos y diligentes en seguir las inspiraciones, o, por el contrario, tardos y perezosos? Pensémoslo, y quizá echaremos de ver que no pocas veces hemos sido de veras tardos en acudir al llamamiento de Dios. Y eso no solo cuando se trataba, como en el   caso de María, de cosas no obligatorias, sino de supererogación; más aún, en casos de obligación y mediando expreso mandato de Dios o de nuestros Superiores.


b) El viaje es de creer que no lo haría sola. Quizá le acompañó su esposo San José, que si, como piensan o conjeturan algunos exegetas, era el tiempo de Pascua en el    que emprendió este viaje María, iría a cumplir su deber de buen israelita. Y en tal caso fácil fuera que la acompañara San José hasta Jerusalén, continuando María su viaje hasta la casa de su prima.

¿Dónde habitaba Isabel? Dice San Lucas que en una “ciudad de Judá”; no faltan quienes afirman que ha de leerse en la “ciudad de Judá”. «Diez localidades—dice el P. Prat (1, 63) han reivindicado la gloria de haber mecido la cuna del Precursor; y el Evangelio, que se ciñe a mencionar una ciudad situada en las montañas de Judá, no nos ayuda gran cosa a decidirnos en la elección, porque toda la Judea, desde Bethel hasta Hebrón, es país montañoso. El lugar que tiene en su haber más seria tradición es el pueblo de Aïn-Karim, en el   macizo de los montes de Judá, a legua y media de Jerusalén.»


2) En casa de Isabel. Escena tierna y delicada, que ha inspirado a más de un gran artista. De qué manera más completa y delicada se realizó lo que el Ángel había predicho, al aparecerse a Zacarías: “El hijo de Isabel será lleno del Espíritu Santo desde Él seno de su madre”. Se valió para ello de la que había de ser canal único y universal de todas las gracias: quiere ir Jesús a aquella casa llevado por su Madre. Oculto misteriosamente en el   seno purísimo de María irradió su santificador efecto por María, y santa Isabel lo declaró en aquellas palabras: “en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno”. Cuán poderosa es la voz de María; una sola palabra de saludo vox salutationis basta a producir tan maravillosos efectos, como el santificar al niño y llenar del Espíritu Santo a la madre.

       Meditemos las palabras de María, para ver si en nosotros causan tan magníficos efectos. Por María, la “llena de gracia”, vienen hasta  nosotros las misericordias del Señor. Dormía Juan en el   seno de su madre, muerto a la vida de la gracia, engendrado en pecado, y el Señor, para prepararlo a los altos destinos a que le tenía señalado, lo santifica. Sublime lección; los heraldos del Señor han de vivir a Él unidos por la gracia, y esa gracia sólo les puede llegar por mediación de María, la medianera universal. Procuremos, pues, acercarnos a ella para lograr por su intercesión gracia tan singular; no lograremos por otro medio la santificación de nuestras almas.


3) “Bendita tu entre las mujeres”. Es la salutación de Isabel a María. Vemos cómo alcanzó también a Isabel la comunicación del Espíritu Santo, y se manifestó en el  la haciéndola prorrumpir en aquellas magníficas frases, tan llenas de altísimo sentido: “Tú eres la bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?”

Considera la alegría purísima que inundó el alma de Isabel y el gusto con que recibió la visita de su prima ¡ Y qué eficacia la de las palabras de salutación de María y qué raudal de gracias consiguen los que la saben recibir debidamente en su casa! Procuremos hacerlo nosotros, y a su visita nos sentiremos llenos de amor, llenes de luz, llenos del Espíritu Santo. Lección es también provechosa, que podemos aprender de María en este misterio, la de estimar en mucho los dones de Dios, pero no de suerte que de ellos nos engriamos, teniéndonos por más que los otros, sino de modo que nos sintamos, llenos de gratitud humilde, empujados a proclamarnos «esclavos» inútiles y a ofrecernos al servicio de los demás, por amor del Señor. Cuanto más favorecidos del Señor, más obligados de creer a hacer fructificar tan preciosos dones en obras de caridad fraterna.

Punto 2º: María canta el “magnificat”: Proclama mi alma las grandezas del Señor

1) Al leer el magnificat se echa de ver que es una explosión del alma enamorada que remonta como natural y necesariamente el vuelo hacia las alturas, donde mora su alma más que en la tierra. Fluyen en el  los recuerdos y reminiscencias, aun de palabras, del Antiguo Testamento, tan familiar a la Virgen, y se oye resonar el eco de la voz inspirada del Salmista y los Profetas. 

Canta con inspiración no menos sublime que delicada el inefable gozo en que rebosa su espíritu al considerar el inmenso poder de Dios, que con brazo poderoso libra a su pueblo, haciendo grandes cosas en María y derramando su misericordia de generación en generación. Y manifiesta tres sentimientos que embargan su alma: el de gratitud por las grandes cosas que en el  la ha hecho el Señor; el de admiración de la sabiduría y misericordia del que ensalza a los humildes y abaja a los poderosos; el de alegre confianza de que Dios va a cumplir sus promesas, enviando a su pueblo un libertador.


2) Pocas palabras de la Santísima Virgen se nos recuerdan en el   Santo Evangelio; pero cierto que las pocas que nos conserva son bien dignas de considerarse y están llenas de conceptos altísimos y de enseñanzas prácticas, que dan abundante materia de suaves y fecundas consideraciones.

Brotaron, sin duda, las palabras del «Magnificat» de los labios de María al influjo de la inspiración del Espíritu Santo, y así han de considerarse como llenas de celestial sabiduría más que de ciencia humana, por muy levantada que se suponga. Nadie como la Virgen María, la primera y la más favorecida entre los redimidos, podía cantar las excelencias de la obra redentora de Dios misericordioso.

Se ha llamado con razón al “magnificat” la oración de María, como el «Padre nuestro» se llama la oración dominical, la de Jesús. La Iglesia lo ha incluido en el   Oficio divino, de suerte que todos los sacerdotes han de repetirlo diariamente en el   rezo de las Vísperas, sin que se omita ni un solo día del año litúrgico. ¡Con cuánta devoción no hemos de procurar repetirlo  recordando cómo lo diría nuestra Madre Santísima!

3) Es el más importante de los cánticos de la Sagrada Escritura, incluyendo a los de Moisés, Débora, Ana, madre de Samuel; Ezequías, los tres jóvenes, etc. «Está, dice el P. Cornelio a Lapide, lleno de divino espíritu y exultación, de suerte que se diría compuesto y dictado por el Verbo, ya concebido y regocijado en el   seno de la Virgen».

Pueden en el  distinguirse tres partes: comprende la 1ª. los vv. 46-50, y en el  los agradece al Señor los beneficios que de Él ha recibido, sobre todo, el de haberla hecho Madre del Salvador; por lo que la llamarán todas las generaciones “bienaventurada”. En la 2ª. (51-53) alaba a Dios por los beneficios comunes concedidos antes de la venida de Cristo a todo el pueblo; alude principalmente a las victorias concedidas a Israel contra Faraón y los Cananeos. Vuelve en la 3ª. (54-55) al máximo beneficio de la Encarnación del Verbo, prometido a los Padres y a ella concedido.


4) Podemos estudiar en este cántico un modelo que imitar cuando en nuestra vida nos veamos en circunstancias en alguna manera similares a las de María en la Visitación. Favorecidos por Dios con beneficios más que ordinarios, al oírnos alabar de amigos o conocidos, hemos de elevar nuestra alma en vuelo de agradecido reconocimiento al Señor, entonando un «magnificat» regocijado y humilde de alabanza al dador de todo bien.

El tema del himno de gratitud de María es principalmente el beneficio de la redención, verdadera “obra grande” de Dios. Justo es que también nosotros apreciemos su grandeza magnífica, y sintiéndonos, como en realidad lo estamos, en el  incluidos y por él tan generosa y espléndidamente beneficiados, dejemos que el corazón se nos inflame en ardorosos anhelos de gratitud y fiel correspondencia


5) Notemos, por fin, cuán admirablemente se viene cumpliendo el “beatam me dicent”. Cuando María lo pronunció parecía algo, si no absurdo, inconcebible: una doncellita de pocos años, desposada con un pobre carpintero, en un pueblecillo ignoto de Galilea, ¿llegar a ser aclamada  por todas las generaciones? ¡Sólo Dios lo podía hacer y cuán espléndidamente lo ha hecho! Él sea bendito, que así quiere honrar a esa doncellita, su Madre y nuestra Madre.

Punto 3.° “MARÍA ESTUVO CON ISABEL CASI TRES MESES Y LUEGO VOLVIÓ A SU CASA”.

1) El Evangelista San Lucas dice en el   V. 56: “Y detúvose María con Isabel cosa de tres meses. Y se volvió a su casa”. Como ya antes, en la Anunciación, el Arcángel había dicho a Nuestra Señora: “Tu parienta Isabel en su vejez ha concebido también un hijo, y la que se llamaba estéril hoy cuenta ya el sexto mes” (v. 36); se deduce que María permaneció en casa de su prima hasta el nacimiento del Bautista.

Y cierto que si se había predicho que en la natividad de Juan “muchos se regocijarían” (14) sería la Santísima Virgen uno de esos muchos, y se regocijaría en gran manera con los santos esposos, padres del Precursor del Señor, y tornaría gustosa parte en los festejos con que celebrarían tan fausto suceso.

Aprendamos a gozarnos en las prosperidades y bienes de los demás, sobre todo, en los de nuestros parientes y amigos, evitando cuidadosamente la envidia que nos hace entristecer del bien ajeno y nos empuja a cercenarlo o enturbiarlo de algún modo.

No seamos mezquinos ni nos amarguemos necia e irracionalmente la vida buscándonos ocasiones de pesadumbre en lo que debiéramos hallar legítima causa de íntima alegría y gusto purísimo. Cuánto fomenta la caridad de familias y comunidades la amplitud de corazón, que hace tomar parte con sincero regocijo en las alegrías de los demás. Y, por el contrario, qué enemigo más funesto de la caridad es el pesar del bien ajeno manifestado en malas caras, palabras frías y retraimientos injustificados.

 
2) Lección también no poco aprovechable la que podemos aprender de la estancia de María en casa de su prima, la que se desprende naturalmente de la consideración del tiempo en que acompañó a Isabel. Era en los últimos meses  de su embarazo, cuando lo eran sin duda más necesarios los cuidados y ayuda de los demás. ¡Con qué solícita diligencia atendería la Santísima Virgen a su prima! ¡Cómo la ayudaría diligente a las faenas todas de la casa, cómo trabajaría! Gocémonos en ser útiles a los demás y no nos parezca indecoroso humillarnos a servir aun a los que nos son inferiores.

María, la Madre de Dios, sirviendo, y nosotros ¿andamos con reparos de dignidad cuando se trata de ejercitar con los demás oficios de caridad? No sea así; antes bien, por el contrario, sintámonos honrados al ejercitar por amor del Señor los más humildes oficios en provecho de los demás. Trabajo y caridad son fuentes ubérrimas de méritos, de alegría y de bienestar.


3) La Santísima Virgen nos dice en su cántico que la causa de su dicha fué “quia respexit humilitatem” (v.48), porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; y cómo que se diría que con los nuevos favores del Señor se siente más movida a abajarse y se goza en ejercitar los oficios de una esclava, no sólo con el Señor, sino también, por su amor con los demás.

Aprendamos nosotros, miserables pecadores, a abajarnos y buscar lo que de derecho nos corresponde, el último lugar. Y que no suceda que andemos hambreando solícitos preeminencias y alturas y nos desdeñemos de hacer nada que pueda parecer servicio y esclavitud. Hablemos ahora de todo esto con la Virgen y con su Hijo Jesucristo, encarnado por nuestro amor, que tanto se humillaron y abajaron hasta tomar la condición de esclavo y así nos salvó.

3ª  MEDITACIÓN

LA NATIVIDAD DE CRISTO NUESTRO SEÑOR SE MANIFIESTA A LOS PASTORES POR EL ÁNGEL: “Os ha nacido el Salvador”.

 

 “Había pastores en la misma región,  que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño. Y he aquí,  se les presentó un ángel del Señor,  y la gloria del Señor los rodeó de resplandor;  y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis;  porque he aquí os doy nuevas de gran gozo,  que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy,  en la ciudad de David,  un Salvador,  que es CRISTO el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales,  acostado en un pesebre. Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales,  que alababan a Dios,  y decían:  ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz,  buena voluntad para con los hombres!

Sucedió que cuando los ángeles su fueron de ellos al cielo,  los pastores se dijeron unos a otros: Pasemos,  pues,  hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido,  y que el Señor nos ha manifestado.Vinieron,  pues,  apresuradamente,  y hallaron a María y a José,  y al niño acostado en el   pesebre. Y al verlo,  dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño.

Y todos los que oyeron,  se maravillaron de lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas,  meditándolas en su corazón.

Y volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto,  como se les había dicho”.

 

Punto 1º “LOS PASTORES FUERON A ADORAR AL NIÑO Y LO ENCONTRARON EN EL   PESEBRE”

 

1º) El relato evangélico nos dice: “Estaban velando en aquellos contornos unos pastores, y haciendo centinela de noche sobre su grey. Cuando de improviso un ángel del Señor apareció junto a ellos, y les cercó con su resplandor una luz divina: lo cual les llenó de sumo temor. Díjoles entonces el ángel: no tenéis que temer, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo. Y es que hoy os ha nacido el Salvador”.


2º) Era costumbre en Palestina dejar los rebaños por la noche a la intemperie. No sabemos el tiempo del  Nacimiento: la Iglesia, desde tiempos remotos, lo celebra el 25 de diciembre. Aunque así fuese, el invierno en aquella región de ordinario no es tan frío que no puedan pasar la noche al raso los rebaños. Quedaban siempre en vela algunos pastores para vigilar y prevenir cualquier peligro de fieras o malhechores que pudieran sobrevenir.

       Velaban, pues, los pastores, preparándose así, con su diligencia en vigilar cumpliendo su deber, a recibir la merced que el cielo les hizo. Gran disposición es, si queremos merecer las gracias del Señor, el poner de nuestra parte gran cuidado en el   exacto cumplimiento de nuestra obligación y guardar solícitos lo que nos está encomendado. Vemos también en este hecho una muestra más de la predilección de Jesús por los pobres y despreciados; así eran los pastores, a quienes se tenía en Israel en poca estima, asimilándolos a los publicanos.

Puede también notarse en este hecho cómo suelen las gracias del Señor venir a veces cuando menos se espera, pues que es muy dueño de hacerlas cuando y a quien le place. Y al mismo tiempo cuánto gusta del recogimiento y el callar de ruidos mundanos, para dejar oír la VOZ del cielo; repetidas son las comunicaciones en el   silencio de la noche, del Señor o sus ángeles, que en la Sagrada Escritura se nos narran. Saquemos como consecuencia práctica el aficionamos al retiro y al silencio y aprovechemos para la oración y comunicación con el Señor las horas más libres de cuidados terrenos y de trato con las gentes.


2) Al aparecer el ángel quedaron los pastores circundados de celestial resplandor signo, en el   Antiguo Testamento de manifestaciones divinas, como se puede ver en el   Ex., 24, 17, en el   3 Reg., 8, 11, etc. No faltan exegetas que indican que el ángel que apareció a los pastores fue San Gabriel, el nuncio de la Encarnación. Su primera frase fue de aliento y confianza: “no tengáis miedo”.

Natural es en el   hombre el temor a lo extraordinario e insólito, sobre todo a lo sobrenatural; pero propio es del buen espíritu tranquilizar a las almas espirituales que proceden con recta intención en el   divino servicio: “No temáis!”. ¡Cómo se trocó el temor en gozo cuando oyeron la «buena nueva» que se les anunciaba. 

Ellos, como buenos israelitas, estaban instruidos de la venida del Mesías y esperaban de ella el remedio de todos sus males. Llenáronse, pues, de gozo y se prepararon a ir a ver lo que se les había anunciado.

“Os ha nacido... el Salvador”,díjoles el ángel; para vosotros viene al mundo y se ha hecho hombre; y viene como Salvador. Con  ese nombre se le llamó ya en el   Antiguo Testamento, por ejemplo, en la profecía de Isaías (19-20) “les enviará un Salvador y defensor que los libre”,  y en la Zacarías (9,9) “vendrá tu Rey, el Justo, el Salvador”. Cuánta es la bondad de Dios, que por nosotros y para nuestra salvación viene de los cielos a la tierra. Sepamos agradecerlo y sepamos aprovecharnos: acudiendo solícitos, como los pastores.

 

3) Dióles el ángel como señal distintiva para hallar al Salvador: “Hallaréis al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (v.12). La pobreza y humildad son los compañeros de Jesús desde su entrada en el   mundo, y no le han de abandonar hasta el fin de su vida. Grabemos bien en nuestra mente que no se le encuentra entre el lujo y el boato de los palacios de los nobles de la tierra, y no nos engañemos tratando de hallarlo donde no se encuentra.  ¡Pobres sus padres, pobre su cuna, pobres sus amigos y seguidores, más pobre aún su lecho de muerte! Algo tiene sin duda de difícil, de grande, de santo, la pobreza, cuando lecciones tan repetidas de ella quiere leernos el Divino Maestro: “Discite a me”.  Aprendamos!


4) “Al punto mismo se dejó ver con el ángel un ejército numeroso de la milicia celestial alabando a Dios y diciendo; Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (v.13-14), o a quienes Dios tiene buena voluntad, es decir, queridos de Dios, objeto de la divina benevolencia; tal es el significado propio de la palabra original del texto griego.

Admiremos el contraste magnífico entre las humillaciones de Jesús y las maravillas que en torno al portal se suceden. Nacido de pobre Madre, en mísera choza, reclinado en un pesebre; se encienden de luz los cielos y resuenan himnos de celeste música, y acuden solícitas a festejar al recién nacido las milicias angélicas.

Cántico sublime el que resuena en los aires sobre la cueva de Belén. Dos son los grandes fines de la venida del Salvador: la gloria de Dios en los cielos, y la paz a los hombres en la tierra. Van unidos armónicamente, con enlace necesario: si procuramos dar a Dios la gloria que se le debe, redunda a los hombres que a recibirla se disponen, la paz verdadera, que los hombres no nos pueden dar ni quitar. Por el contrario, si defraudamos a Dios la gloria que le debemos, no será sin quebranto  de nuestra paz y no hallaremos sólido descanso.

Trabajemos, pues, por la gloria de Dios, que El nos premiará con galardón cien doblado de dulzura más que humana, sólo conocida por quien ha tenido la dicha de saborearla.

 
Punto 2.° LOS PASTORES VAN A BELÉN: “VINIERON CON PRISA Y HALLARON A MARÍA Y A JOSÉ Y AL NIÑO PUESTO En el   PESEBRE”.

 
1) El texto sagrado nos dice: “Después que los ángeles volvieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el   pesebre”.

Lección práctica la que nos leen, con su admirable proceder, los pastores. Dóciles a la indicación del ángel, se disponen al instante a hacer las diligencias conducentes para hallar al Niño que se les ha anunciado, y a ello se animan mutuamente.¡Oh si nosotros no emperezáramos nunca en seguir con presteza las divinas inspiraciones los órdenes y exhortaciones de nuestros directores y superiores! ¡Cuántas veces, por el contrario, con negligencia estúpida, dejamos para más tarde lo que debiéramos hacer al instante!

“Y se animaban unos o otros”,lección bien práctica para nosotros. Cuántas veces, en vez de alentar a los demás a la práctica del bien con nuestras pláticas y consejos, los retardamos y aun desviarnos del buen camino con nuestras censuras y críticas, o con nuestras manifestaciones de desagrado o de poca estima. No sea así: temblemos de ser con nuestras obras o palabras piedra de escándalo y motivo de alejamiento del bien para los demás; antes bien, hagamos un particular estudio a este respecto y podremos alentar a los demás en la práctica del bien y ayudarles a cumplir con presteza y alegría lo que el Señor les pide. Qué ejercicio de tan fina caridad es éste y cuánto bien se puede hacer llenando de entusiasmo y aliento a los compañeros en el   servicio del Señor.

 

2) Y fueron con prisa: como ansiosos de ver lo que se les anunciara y esperanzados de hallar algo grande. Imitémosles: bien persuadidos debemos estar del bien grande que para nosotros se encierra en el   Sagrario, en el   seguir con fidelidad las divinas inspiraciones, en ser guardadores exactos de la vida a que el Señor tan amorosamente nos ha llamado.

Pues ¿cómo entonces tan fácilmente nos olvidamos  de que nos aguarda Jesús en el   Sagrario y no le visitamos: ¿nos hacemos sordos a sus llamamientos interiores y marchamas pesadamente por el camino de la virtud y vivimos como cansados de lo que tenemos sin estimar tan precioso tesoro? No sea así, corramos alegres a Jesús, sigamos gustosos sus llamamientos, vivamos vida de unión con Él y de santidad. Nuestra diligencia y solicitud tendrá premio análogo al que recibieron de la suya los pastores.


3) “Hallaron a María y a José y al Niño”. ¿Cuál no sería el asombro de San José al oír, en el   silencio de la noche, voces y ruido de tropel de gentes que se acercaban a la gruta? ¿Y cuál su admiración y extrañeza al oír que le preguntaban si había allí nacido aquella noche un Niño?      ¡Y cómo él y la Santísima Virgen alabarían al Señor al escuchar de labios de los pastorcitos lo que el ángel les había anunciado! Reflexionemos: ya empieza a recoger Jesús los frutos de su trabajo salvador; se esconde, se humilla, y el cielo le descubre y honra.

Entraron los pastores en la gruta y se postraron ante el Niño, adorándole reverentes y ofreciéndole, llenos de cariño, los pobres dones que en su escasez habían podido reunir. ¿Qué sentirían sus almas? Jesús no quiso, como pudiera, hablarles con palabras materiales; pero lo hizo sin duda y con eficacia maravillosa en el   fondo de sus almas, como se echó de ver muy pronto por los efectos que aquella visita produjo eii los pastores. Nunca nos acercamos con buena voluntad a Jesús que no recibamos de Él preciosos dones que enriquecen nuestras almas.

 

4) Hallaron al Niño con su Madre. No de otra suerte podemos hallar a Jesús que con María y por María. Por Ella se nos dio y por Ella seguirá dándose siempre: es la medianera de todas las gracias. Vayamos, pues, a Ella confiados y en el  la lo hallaremos todo. ¡Todo bien nos viene por María!

Sin duda que San José y la Santísima Virgen recibirían amablemente a los pastores y se entretendrían con ellos en du1císmos, coloquios ¡Cómo sentirían los buenos israelitas que se les encendían sus corazones en amor de su Salvador al soplo encendido de aquellos suavísimos coloquios! Agradecieron mucho los Santos Esposos los dones de aquellos primeros adoradores de Jesús y en pago puso la Virgen Santísima al Niño en brazos de aquellos devotos visitantes ¿Qué sentirían? ¿Qué harían? ¿Qué dirían? Que la devoción nos lo inspire. Pensémoslo y digámoslo en nuestro corazón poniéndonos en análogo trance.

Soñamos a veces y juzgamos como en realidad lo fueron, dichosos a los pastorcitos que merecieron ser llamados a Belén y gozar de las dulces pláticas de María y José y de los tiernos abrazos de Jesús. Soñamos.., y no sabemos apreciar la realidad magnífica que con tanto mayor regajo y facilidad se nos brinda a nosotros a diario Belén, casa de pan, que es el Sagrario! ¡Eucaristía, pan del cielo! Belén está lejos y tuvo su realidad hace dos mil años; pero la Eucaristía está en nuestros altares y es el mismo Cristo, vivo y ya resucitado, habiendo cumplido toda la misión que el Padre el confió. Procuremos visitar, hablar, agradecer este don, el más grande de Cristo en la tierra, su presencia eucarística en amistad permanente para todos los hombres. Procuremos amarla y visitarla debidamente y sin duda saldremos de ella como de Belén salieron los pastores: llenos de gozo y transformados en apóstoles de la buena nueva.


Punto 3º. “LOS PASTORES SE VOLVIERON DANDO GLORIA A DIOS POR LO QUE HABÍAN VISTO Y OÍDO”.

 

Dice San Lucas: “Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían.María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho”.

¡Cuan honda y santa impresión produjo en los pastores la visita a la gruta de Belén! En primer lugar, se certificaron de cuanto se les había dicho: lo vieron confirmado y su fe si robusteció, llenándoles de santo gozo. Y respondiendo generosos a la predilección del Señor, no se contentaron con el fruto íntimo que de ella habían logrado, sino que, llenos de entusiasta caridad, quisieron hacer a otros partícipes de su dicha y fueron anunciando en Belén lo que había acaecido; y con tal eficacia lo hicieron  que cuantos les oyeron se maravillaron.

¿Fueron nuevos adoradores al portal? No nos lo dice el santo evangelio, y es de creer que no. ¡Qué pena que no se aprovecharan mejor de la magnífica ocasión que de acercarse a Dios se les brindaba! ¡Cuántos hay que se maravillan de las cosas divinas, pero no pasan de ahí y no se deciden a acercarse a Dios, por la práctica integral de la vida cristiana! No seamos así; antes bien, convirtámonos en apóstoles del bien y procuremos dar a conocer a los demás la dicha que nosotros gozamos y sepamos aprovecharnos de lo bueno que vemos o sabemos de los demás. Podemos considerar que en Belén había cuatro clase de personas: Unos no se asomaron al portal, aunque oyeron lo que decían los pastores. Otros, acaso, entraron en el   portal como de paso, pero ni conocían al Niño ni a la Madre. Los pastores entraron y con viva fe adoraron al Niño, pero no se quedaron allí. La Santísima Virgen y San José estuvieron en el   portal asistiendo al Niño y sirviéndole con amor. Y ve representadas en estas clases a otras tantas maneras de relacionarse con el Señor.

Son los primeros, los que, embebidos en sus ocupaciones y negocios, no acuden a contemplar estos misterios por pereza y por acudir a otras cosas de su gusto. Los segundos, los que asisten a estos misterios con fe muerta, sin reparar ni ahondar lo que hay en el  los, y así ningún provecho sacan. A los pastores imitan los justos que a tiempo se dan a la oración y contemplación de estos misterios y de allí salen a cumplir sus obligaciones y predicar lo que han conocido, moviendo a otros. Finalmente, imitan a los santos esposos los que se dedican despacio algunos días a la contemplación de los divinos misterios, meditándolos en su corazón

4ª   MEDITACIÓN

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS… A LOS PASTORES: OS HA NACIDO UN SALVADOR. LOS PASTORES ADORARON… UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.

Había en las cercanías unos pastores que pasaban la noche a la intemperie para guardar su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor: la gloria del Señor los envolvió con su claridad y ellos se asustaron mucho.

Pero el ángel les dijo: No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que os producirá gran alegría a vosotros y a todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esta señal os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

 De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en el   cielo y paz en la tierra a Los hombres que Dios ama tanto. Al marcharse los ángeles al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vamos derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el   pesebre. Al verlo, dieron a conocer el mensaje que se les había comunicado sobre el niño; y todos los que le oyeron quedaron sorprendidos ante lo que les decían los pastores. María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído; todo como se lo habían dicho”(Lc 2, 6-20).

 

“NO HABÍA SITIO PARA ELLOS”(Lc. 2, 7)


       Jesús quiere encontrarse con los habitantes de Belén y con los habitantes de todo el mundo. Ha hecho en el   seno de su madre un largo camino precisamente porque quiere ser ciudadano de la ciudad de David.

       Pero si él quiere encontrarse con los de Belén, no es menos cierto que a los de Belén no les importa gran cosa este Jesús. Hasta ahora, Jesús se ha encontrado con personas que le han aceptado y se han comprometido con El: María, José, Isabel, Zacarías. Pero ahora va a surgir un nuevo tipo de respuesta: la de la despreocupación, la del que tiene tan lleno su tiempo, su corazón, su cabeza, sus intereses.., que no hay espacio para Jesús.

       Así eran los habitantes de Belén: no persiguieron a Jesús; no le expulsaron... Sólo esto: no había sitio para Él. Y no había sitio porque nadie hizo sitio. Y nadie hizo sitio porque a nadie le interesaba que hubiera sitio. Y a nadie le interesaba porque nadie valoraba, ni estimaba, ni conocía a Jesús... Jesús no merecía más que cualquier otra persona.

       Comienza la serie de los despreocupados religiosamente. No son perseguidores de Jesús. No le miran con malos ojos. No les duele su vecindad. Pero meterle dentro del corazón, como María y José, comprometerse con Él, hacer de Jesús el gran valor, el gran tesoro y perla preciosa por la que hay que venderlo todo y sacar del propio corazón los otros valores..., infravalorar otras cosas y realidades para valorar más a Jesús, ¡ah!, eso no.

       Las personas parecidas a las de Belén se excusan con facilidad, como ellas: No hay sitio, no hay tiempo, hay tanto en qué pensar, hay tanto que hacer. Y probablemente así es.     Pero es que, para ellos, Jesús es una cosa más de la lista y no precisamente de las primeras. Por eso hay tiempo para ver la televisión, pero no para hacer un rato de reflexión con Cristo. Hay tiempo para charlar y charlar sin tregua, y de cosas insustanciales, pero no lo hay para tener dos palabras de conversación con el Señor. Hay tiempo para leer tebeos y novelas, pero no lo hay para leer la Palabra de Dios. Hay tiempo para estudiar, para pasear, para esquiar, para hacer y ver deporte, para escuchar discos.

       Jesús y sus cosas: no es que las combatamos. Sencillamente no hay sitio. Porque en el   montaje que hemos hecho de nuestra vida no hemos dejado un sitio para él. Ya no se trata ni siquiera del mejor sitio, sino sencillamente de un pequeño espacio para El.

       Y el resultado es que, como aquellos de Belén, nos quedamos vacíos. Porque para nacer, Jesús no necesita ninguna casa, ni nada nuestro. El viene a hacernos un favor, y nosotros pensamos que nos lo pide y le decimos: «lo siento; no puedo esta vez. Estoy muy ocupado».

       Jesús nacerá por nosotros. Esto es cierto. Pero nacerá fuera de nosotros. Su nacimiento será noticia que oiremos a los demás. Pero no será la BUENA NOTICIA que escucharemos dentro de nosotros mismos, que nos llene de alegría, que nos cambie, que nos haga hombres nuevos.

       Y no nacerá en nosotros Jesús porque no tenía sitio para nacer, no le hemos dado la oportunidad de nacer. Que nazca en otros, que se comprometan otros con El: en eso no ponemos ninguna dificultad. Nosotros nos contentamos con ser espectadores de esta historia. Pero, por eso mismo, nos quedamos fuera de ella, y, ¡qué pena!, es la Historia de Salvación.
       Jesús, me da miedo pensar que pasas a mi lado, llamas a mi puerta y que yo te diga muy cortésmente que no hay sitio para Ti, o que no hay tiempo, porque tengo cosas más importantes que hacer. Me da miedo, pero me da la impresión de que es lo que he hecho muchas veces.

       Y, si soy un poco sincero y pretendo examinar lo que me llena, tengo que confesar que son vaciedades, cosas sin sustancia que me ocupan, pero no me satisfacen. Con esto ya reconozco, de entrada, que estoy vacío, por más que tenga la sensación de estar lleno y ocupado.

       Por otra parte, cuando intento darme o darte una respuesta a Ti, que me pides un lugar, un rato de lectura seria o de oración junto a Ti en el   Sagrario,  una Eucaristía, un sacrificio, me parece encontrar una respuesta satisfactoria: «no hay sitio». Y con esto pienso que quedo bien.

       Pero no. Tú sabes, y yo también sé, que no quedo tranquilo. No hay sitio porque yo lo he ocupado antes. No hay sitio porque tampoco estoy dispuesto a desocuparlo. No hay sitio porque pienso que doy más importancia a cosas y a otras personas que a Ti. En definitiva: no hay sitio, porque yo no quiero un sitio para Ti. A María y a José no les dieron un sitio para Ti, pero ellos te lo buscaron.

       Y el resultado de esta conducta mía es que nunca maduro. ¿Cómo voy a madurar si estoy haciendo todo lo posible para que Tú no nazcas en mí? ¿Cómo voy a madurar si quiero seguir llenándome de cosas que me vacían más aún.

La cueva de Belén era pobre, si; no había dentro nada. Porque estaba vacía, a ella te llevaron: para que la llenases Tú. Y las casas llenas, como nosotros, llenos de cosas en nuestro corazón, impedimos que entres dentro de nosotros, porque no cabes, y sin embargo, estamos vacíos, porque lo tenemos todo, pero no falta el Todo, que eres  Tú.  Jesús, quiero que me ayudes a vaciarme de mi orgullo, de mi ansia de sobresalir, de mi ansia de pasármelo bien, de mi egoísmo, de mi dureza y agresividad, de mi indolencia, de todo lo que Tú ves que ocupa en mí el puesto que deberías ocupar Tú.

       Caigo en la cuenta de que la gran oportunidad de las casas de Belén fue el que Tú pudiste nacer en el  las para la salvación de los hombres. Sus moradores rechazaron esta oportunidad... Jesús, yo no quiero perder la oportunidad que me estás ofreciendo de nacer y vivir n mí para la salvación mía y de los demás.

 

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“OS HA NACIDO UN SALVADOR”(Lc 2, 11)

Los habitantes de Belén tenían la casa demasiado llena. Los pastores de Belén no tenían ni casa. Los habitantes de Belén estaban dormidos. Los pastores de Belén estaban en vela. Por eso a ellos se les hace una llamada. En la llamada se les anuncia la venida del Salvador. Se les anuncia que Dios ama a los hombres. Y esto constituye la llamada al amor. Se les previene que no hay nada espectacular, que admitan al Salvador tal como es: niño y pobre. ¿Admitís la salvación y al Salvador que Dios envía? ¿Queréis sumaros a estos planes de salvación? Entonces, id a verle...

       Y aquellos pastores que, probablemente, no sabían leer ni escribir, supieron abrir el corazón. Ninguno se rió de su compañero porque creyó. Al contrario, se animaron, se ayudaron unos a otros a dar el paso de la fe y del compro- mismo con Jesús: “Vayamos y veamos lo que el Señor nos ha manifestado”.

       Tampoco lo dejaron para más tarde: “Se fueron a toda prisa. Y encontraron a María y a José y al niño”. Es decir: no sólo hicieron la constatación de que era verdad. Con estas palabras se sugiere tal vez que el encuentro tuvo lugar a nivel profundo. Y lo divulgaron. Un hallazgo tan importante no es para ser vivido en soledad. Una salvación que se descubre no es para ser aprovechada en exclusiva. También ellos querían colaborar en los planes de salvación de Dios. También ellos querían predicar el Evangelio.

       No debieron hacerlo mal, porque “todos los que les oían se maravillaban de lo que los pastores decían”. Y es que no puede hacerlo mal quien es testigo de una cosa, quien ha tenido experiencia de ella. No comieron perdices; pero sí vivieron felices. Su vida no estaba llena de protesta, ni de queja, ni de reivindicaciones. Su vida no estaba vacía de ideales ni de sentido. Su vida no era inútil. Se sentían amados por Dios, unidos a Jesús y salvadores con Él de la humanidad. Todo esto merecía ser vivido en alegría y en alabanzas. Por eso, “los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios”.

       También a mi se me pide hacer la experiencia de Jesús. No se me pide que sea más listo que los demás, o que tenga más cosas. Sí se me pide que crea en Jesús y que me desprenda de más cosas por El. Y cuando me haya desprendido, que compruebe si me siento más libre, más feliz o no.
       También a mi se me pide que encuentre en mi vida las actitudes profundas con que vivieron la suya María y José junto a Jesús. También a mi se me da la noticia del nacimiento del Salvador. También a mí se me pide que anime a los demás para ir a Jesús. ¿Qué hago yo? ¿Respondo con prisa, o encuentro mil pretextos para retrasar lo que de verdad me salvaría?
¿Qué hago yo? ¿Intento de verdad hacer la experiencia de Jesús en mi vida, o me contento con decir palabras vacías sobre lo que no he vivido? ¿Estoy haciendo una comedia en la vida, o estoy teniendo unas vivencias auténticas de Jesús? ¿Comunico la alegría del Evangelio, o sólo sé decir palabras y tonterías para llenar el tiempo y no tengo nada que comunicar? ¿La vida que vivo me llena de alegría, como quien se ha encontrado con Jesús, o estoy desilusionado, vacío y sólo sé quejarme?

       Como aquellos primeros cristianos, que eran los pastores de Belén, yo quisiera ser sencillo para creer, rápido para aceptar a Jesús, de ojos limpios para conocer las maravillas de Dios, de corazón puro para vivir en alabanza y acción de gracias, comunicativo de la Buena Noticia a los hombres...


       Quisiera no tener mí casa llena de estorbos..., estar en vela continuamente hacia las señales de Dios en mi vida.., y encontrarme a nivel profundo, como ell,js, con María, José y el niño...

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4. “UNOS MAGOS DE ORIENTE”


“Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle.

Al enterarse el rey Herodes se sobresaltó, y con él Jerusalén entera. Convocó a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el Mesías.

Ellos le contestaron: En Belén de Judá, porque así lo escribió el profeta: «Tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo Israel.» (Miq. 5, 1).

Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran cuándo había aparecido la estrella. Luego les envió a Belén, encargándoles: Averiguad exactamente qué hay de ese niño y, cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a rendirle homenaje.

Con este encargo del rey, se pusieron en camino. De pronto, la estrella que habían visto en Oriente comenzó a guiarlos hasta pararse encima de donde estaba el niño. Ver la estrella de nuevo les llenó de una alegría inmensa. Entraron en la casa y encontraron al niño con María, su madre. Cayeron de rodillas y le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron sus regalos: oro, incienso y mirra. Pero, cuando dormían, Dios les avisó en sueños que no regresaran a Herodes; por eso se marcharon a su país por otro camino” (Mt. 2, 1-12).

 

“¿DONDE ESTA ESE REY DE LOS JUDIOS QUE HA NACIDO?”(Mt. 2, 2)


       ¿Dónde está Jesús? ¿Cómo se acerca uno a Él? ¿Cómo se le conoce? ¿Cómo entablar una amistad profunda con El?... Estas o parecidas son las preguntas del que busca a Jesús. Los magos eran un modelo de buscadores de Jesús. Modelo porque no les importaba otra cosa en su viaje, sino encontrar a Jesús. Ellos no se habían puesto en camino para hacer turismo y conocer nuevas tierras, tampoco se habían desplazado para comerciar y hacer negocios. Nada importaba sino encontrar la persona de Jesús, que había nacido, ellos lo sabían, por ellos y para ellos. Esto suponía soportar días de viento cálido que les quemaba y les tentaba a retroceder.

       Pero ellos seguían adelante, porque buscaban a Jesús. Y también suponía días de oasis en los cuales se estaba magníficamente porque había de todo: agua, dátiles, buena temperatura. Era la misma tentación de antes, que quería cortar ahora con halagos el camino hacia Jesús. ¿Para qué seguir adelante? Pero ellos no habían salido para encontrar un oasis, sino para encontrar a Jesús. Necesitaban tener muy claro su objetivo para no dejarse engañar.

       Y después de las dificultades de la naturaleza y de todo tipo, las dificultades de las personas cómodas: «¡Qué locos sois! Lo tenéis todo asegurado y os lanzáis a la aventura de lo desconocido. Mejor haríais en disfrutar de vuestros tesoros en casa que caminar para entregárselos a un desconocido». Y luego las dificultades de las personas sin ideales, porque en la capital de los judíos nadie piensa y nadie busca lo que ellos buscan. A nadie interesa lo que les interesa a ellos. Preguntan ellos ¿dónde está? y nadie sabe ni quién es, ni si está.

       Herodes no lo sabe, sólo sabe asustarse ante la pregunta. Lo saben, en cambio, los escribas. Pero sólo saben repetirlo de memoria, porque lo único que han hecho en su vida es llenar de fórmulas su memoria. Pero se han tomado a la ligera la palabra de Dios: se han pensado que es una asignatura para adquirir cultura, pero no piensan que es algo que nos saca de nuestra instalación y nos pone en camino. Por otro lado no quieren compromisos con las autoridades reinantes. Ellos, sin embargo, los magos habían andado muchos kilómetros por la llamada de Dios: ellos, los escribas, no podían molestarse en acompañarles los últimos doce kilómetros.

       Y es que, al que no busca, todo se le vuelven dificultades, detenciones, miedo al ridículo, sospechas para no comenzar a buscar. Y al que busca también le sale al paso la dificultad de la aridez del desierto, de la suavidad de los oasis, del miedo al ridículo, de la apatía de los demás.

       Pero hay que tener la decisión de seguir buscando. Al que persiste en su decisión de buscar a Jesús todo terminará conduciéndole a El: el desierto árido, y el suave oasis, y también la mala intención de algunos y la apatía de los otros.

       Jesús, quiero que seas lo más importante en mi vida. Tan importante que convierta yo mi vida en una búsqueda de Ti. Me gustaría definir mi vida así: una búsqueda de Jesús.

Quiero buscarte cuando a mi alrededor nadie te busca.    

Quiero buscarte cuando se ríen de mí porque te busco. Y también cuando algunos tienen la intención de aniquilarte, yo quiero seguir buscándote para ofrecerte mis tesoros.

       Cuando hay por delante un desierto que requiere días y días de soledad, no quiero echarme hacia atrás en mi búsqueda. Cuando la vida es fácil y apacible como en un oasis, no quiero detenerme en el  la, que quiero continuar buscándote. Cuando veo las cosas con claridad porque la estrella brilla en mi cielo, y también cuando la estrella se oculta y me da la impresión de que he perdido la orientación y el sentido de lo que hago., en todas estas circunstancias quiero seguir buscándote a Ti, Jesús.

       Sé que quien te busca sin cesar, lo encuentra. Sé que al que te busca sinceramente, todo le lleva a Ti y nada ni nadie puede apartarle de Ti. Por eso quiero yo también correr la aventura de mi vida como buscador de Ti. Porque sé que al final terminaré encontrándote cara a cara, y te veré tal como eres, y no me arrepentiré de haberte buscado.

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“HEMOS VISTO SU ESTRELLA”(Mt. 2,2)

Las llamadas de Jesús son misteriosas: miles y miles de estrellas en el   cielo y sólo una es la de Jesús. Miles y miles de ojos que las observan y sólo quienes las escrutan con profundidad descubren la llamada. La voz de Jesús no es nada de espectacular. Cada día suceden multitud de cosas, pequeñas casi siempre. Gestos, signos, palabras, «bobadas», dirá en seguida alguno. Para un espectador superficial probablemente sí. Pero quien sabe leer esas pequeñeces en profundidad encuentra en el  las el mensaje de Jesús, que le llama. En el   cielo están las estrellas como un libro abierto ¿quién sabe leer ese libro?

       Nuestra atmósfera está también surcada de ondas de radio, televisión, móviles. Nos hablan, nos cantan, nos dicen sus cosas otros hombres, pero sólo cuando disponemos de un receptor y sintonizamos caemos en la cuenta de la riqueza de mensajes que contiene el silencio del espacio.

       También nuestra vida está traspasada de palabras de Jesús. Y decimos en tono de excusa: «yo no le oigo, a mí no me dice nada». Pero es que nuestro receptor está apagado. O, si le hemos encendido, hemos procurado sintonizar con cosas  entretenidas, cosas que nos distraen y nos ayudan a pasar el tiempo, pero que no nos llaman a emplearlo en algo serio, ni nos hacen ponernos en camino hacia un ideal, ni cambian nuestro «pasar la vida» por un «dar la vida».

       Es imprescindible en la vida haber visto la estrella de Jesús y haber escuchado su voz. De lo contrario, o nunca se pone uno en camino, o se marcha sin saber a dónde se va. No negaremos que muchos caminan y se agitan en la vida, pero en el   fondo no caminan hacia nada. Se mueven porque no pueden estar quietos, porque necesitan consumir energías, porque tienen que gastar de algún modo el tiempo que se les da, la vida que se les regala.

       Qué distinto el que ha visto su estrella y ha sentido su voz. Ese se ha puesto en camino no por afán de moverse, sino porque busca algo y sabe además lo que busca. Aunque se le oculte la estrella, ya sabe hacia dónde camina.

       Jesús, yo también he visto tu estrella. Desde que me bautizaron me he puesto en camino hacia Ti. Algunas veces esa estrella ha vuelto a aparecer en el   cielo de mi vida y me ha llenado de ilusión: mi primera comunión, mis temporadas de fervor cristiano.

       No, no puedo dudar que Tú me llamabas. Lo que pasa es que he sido siempre demasiado niño y me daba miedo caminar a oscuras; quería que tu estrella brillase siempre en mi cielo y que yo la viese. En el   fondo quizá sólo porque tu estrella me gustaba. Pero no caía en la cuenta de que tu estrella era una llamada a caminar precisamente en fe y en oscuridad.

       No caía en la cuenta de que me llamabas a no vivir de realidades sensibles y entretenidas, sino de realidades invisibles, esas realidades que, al principio, me resultaban aburridas sencillamente por mi falta de fe. No me daba cuenta de que a lo que me llamabas era a crecer en fe, en constancia, en fortaleza, en esperanza.

       Por eso quizá muchas veces me he desanimado en mi camino hacia Ti. Me he quedado parado porque la estrella se me ha escondido muchas veces. Me he vuelto hacia atrás aburrido y desalentado. Y, después de varios años de vida cristiana, tengo que confesar con vergüenza que lo único que he hecho ha sido andar y desandar el mismo camino, pero sin avanzar nada. Tristemente me encuentro en el   punto de partida, en el   kilómetro cero de mi fe.

       Jesús, no he avanzado nada. Pero me doy cuenta de que tengo que madurar. Y no madurará mi fe hasta que no me decida a caminar en oscuridad, a hacer lo que tengo que hacer sin ver tu estrella. Me doy cuenta de que no necesito verla, porque la he visto ya. Comprendo que lo que se me pide no es caminar viendo la estrella. Esto sería fácil y hasta gustoso. Lo que se me pide es caminar sin verla, pero después de haberla visto. Así debe ser el camino de mi fe, que te busca con constancia y fortaleza.

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“VENIMOS A ADORARLE”(Mt. 2,2)

¿Para qué buscar a Jesús? Adorar es un verbo que usamos demasiado poco hablando de Jesús y de Dios, cuando es lo único digno que podemos hacer ante ambos. Y, sin embargo, lo usamos demasiado para el amor humano. Solemos emplearlo para indicar que un amor humano ha ganado totalmente el corazón de una persona: De una madre decimos que adora a su hijo, de un enamorado decimos que adora a su amada... Porque adorar quiere decir más o menos eso: haber ganado el corazón de tal forma que todo lo demás puede perderse, pero no puede perderse lo que adoramos.

       Adorar quiere decir que en todo lo que hacemos estamos pensando en lo que adoramos, y lo hacemos por la persona que adoramos, y lo hacemos como un acto de adoración a ella.

       Adorar quiere decir que lo que adoramos ha ocupado el centro de nuestro ser, y que nuestras energías todas giran alrededor de ello.

       Adorar quiere decir que podemos sentir afecto hacia otras cosas, pero que ese afecto nunca puede desplazar al gran amor cuyo peso recae sobre lo que adoramos.

       Adorar quiere decir que uno ha hecho una opción total e irrompible por lo que adora y ni quiere ni puede volverse atrás.

       Adorar quiere decir entrega total de sí y, al mismo tiempo, dejarse invadir y poseer por lo que adora...

       Adorar quiere decir muchas cosas más. Por eso, adorar no es un acto para personas  inconscientes ni para adolescentes irresponsables, sino para personas que han madurado en el   amor serio y difícil.

       “Venimos a adorarle”. A esto nos llama nuestra estrella: a descubrir las insondables riquezas que hay en Jesús y convencernos de que en comparación de Él todo lo demás no vale, o vale muchísimo menos.

       “Venimos a adorarle” quiere decir que somos llamados a que Jesús llene de tal modo nuestro pensar y nuestra actividad que todo lo hagamos por Él y en el , y nada podamos hacer separados de Él.

       “Venimos a adorarle” equivale a decir que somos llamados a colocar a Jesús en el   centro de nuestra vida y vivirlo todo de cara a El.

       “Venimos a adorarle” es sentirse llamado a optar por Jesús y hacer esta opción de modo irrevocable.

       “Venimos a adorarle” es querer entregar los propios tesoros de uno y querer recibir a cambio los tesoros que el otro quiera darme.

       Adorar es la consecuencia final de la fe. No se busca a Jesús sólo para tener un amigo y no caminar solo por la vida. Ni para que me ayude con su palabra, su ejemplo, sus gracias y su fuerza. Ni para que me comprenda y me acepte. Ni para que me perdone. Todo esto es cierto, pero dejaría incompleta la respuesta a la llamada si no buscase yo en mi vida adorar a Jesús, centrarme en el , valorarle a Él, fundirme en el , hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

       San Pablo, que en un tiempo intentaba excluir de su vida a Jesús, y también de la vida de los demás, pues perseguía a los cristianos, se sintió llamado, como los magos, a ir a Jesús. Y se dio cuenta de que con Jesús no valen medianías: hay que llegar al final, que es la adoración. Esto escribe Pablo:

       “Yo antes estimaba muchas cosas y me esforzaba por obtenerlas o me gloriaba de haberlas conseguido.. Pero desde que conocí a Cristo, todas esas cosas dejaron de ser para mí una ganancia y se convirtieron en pérdida. Han perdido su valor para mí, y al lado de Jesucristo me parecen basura. Yo vivo mi vida intentando llegar a esa meta a la que Dios me llama, aunque confieso que todavía no lo he conseguido. Pero continúo mi carrera a ver si consigo alcanzar a Jesús” (Flp. 3, 7-14).

       Jesús, voy entendiendo un poco la gran riqueza que eres Tú. No sólo eres un hombre listo que mereces nuestra admiración. No sólo eres un hombre valiente que dijiste la verdad a todos. No sólo eres un «revolucionario» que intentaste cambiar el orden de cosas que el pecado y el egoísmo de los hombres habían implantado. No sólo eres un hombre bueno que amas y aceptas al hombre tal cual es.

       Eres todo esto. Pero me quedaría muy corto si no viera en Ti algo más. Si no viera en Ti la perla preciosa por la cual puedo vender tranquilamente todos mis valores, el tesoro por cuya adquisición puedo cambiar con alegría todo lo que tengo.

       Si después de todo esto, no estoy dispuesto a dejar mi honra por tu honra, es que aún no te he comprendido. Si no estoy dispuesto a dejar mi comodidad por Ti, es que aún no he conocido tu valor. Si no soy capaz de cambiar mi escala de valores y darte a Ti la primacía, es que vivo de palabrería hueca solamente. Si no soy capaz de renunciarme a mí para que Tú vivas en mí, es que aún, ante mis ojos, yo valgo más que Tú.

       Voy entendiendo que en mi vida lo importante, lo más importante, eres Tú. Que lo único que no puedo perder y lo único que he de ganar eres Tú. Que lo único digno de adoración eres Tú.

       Mientras tanto, veo con desilusión que me pasa como a Pablo antes de conocerte: camino y me afano por cosas que me parecen apreciables: mi prestigio, mi colocación, mi formación, mis estudios, mi tipo, mi figura ante los demás, mi seguridad económica, mis amistades humanas. ¿Llegará un día en que también, como Pablo, me dé cuenta que todo eso que estimo como ganancia puede ser una pérdida, porque me impide ganarte a Ti?

       ¿Llegará un día en que lo que yo estimo como pérdida, y el mundo que me rodea también, me dé cuenta de que puede resultar una ganancia? ¿Llegaré a persuadirme que no puedo ganarte a Ti, Señor, si no es dando a cambio algo? ¿Llegaré a ver que lo que doy es de menos valor que lo que se me da? ¿Seré capaz de hacer este cambio con gozo, sin amargura, sin complejo de empobrecimiento?

       Quisiera yo ser como los magos: hombres valientes que cargaron sus tesoros para cambiarlos por Ti, y que además de hacer esto, no les dio vergüenza confesarlo ante un mundo de descreídos; ante un mundo cuyo único valor era el poder político, el poder económico o el poder cultural.

       Así testificaron ellos el valor que Tú tienes, Jesús. Por Ti, ellos, los sabios, los poderosos, los influyentes, los que tenían su vida asegurada. lo tiene todo como basura y sólo les importas Tú. Y lo hacían como Tú dijiste, llenos de gozo, persuadidos de que ganaban.

       Jesús, ayúdame a conocerte y valorarte. Ayúdame a cambiar el puñadito de «mis valores» por el valor que Tú eres para mí.

*****

“ENCONTRARON AL NIÑO CON MARIA, SU MADRE”(Mt. 2, 11)


       Es evidente que un niño de poco tiempo no va a estar solo en casa. Forzosamente ha de estar con su madre. Pero si el relato de Mateo destaca la presencia de María, es porque esta presencia tiene, sin duda, un sentido en el   camino de la fe que estaban andando los magos. ¿Cuál puede ser este sentido o sentidos?


1) María estaba presente, no sólo asistiendo al encuentro, sino enseñando, ofreciendo y entregando su joya a los que venían buscándola. Ella no era avariciosa de este tesoro. Si de Dios lo había recibido ella, sabía que era para entregarlo a cuantos le buscaban. De este modo, María prestaba a la obra de la salvación su colaboración activa. Esa colaboración activa de la cual nos habla el Vaticano II como necesaria a la obra de la salvación: «La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús:

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde Él momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el   seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el   templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. Lc 2,4I-I)» (Cf. L. G. 56).


2) María, además, debió aparecer ante aquellos hombres incipientes en la fe como el modelo de la fe perfecta, el modelo de la persona que dio todo para ganar a Cristo. Vieron los magos que, antes que ellos, una mujer había renunciado a sus tesoros para ganar a Jesús, y esto les animó a abrir sus cofres y empobrecerse ellos también. Entendieron que sólo se gana a Jesús empobreciéndose.


3) María, por fin, es el símbolo de la Iglesia, es decir, de todo hombre que cree la Palabra de Dios y la acepta y quiere que esta palabra se realice en su corazón. Descubrieron aquellos hombres que el misterio obrado por obra del Espíritu en aquella mujer era, ni más ni menos, el misterio que Dios quería repetir en cada uno de ellos y en cada uno de los hombres que se acercan a Jesús. Por todo esto, y por mucho más, sin duda, la presencia de María fue decisiva en el   acto final de su aventura.

*****

“ABRIERON SUS COFRES Y LE OFRECIERON SUS REGALOS”(Mal. 2, 11)


Es lo mismo que había hecho María: empobrecerse regalando su libertad y su maternidad, que constituían para ella sus grandes valores como persona y como mujer.

Los magos, al ver a María, comprendieron lo que ella había hecho, y se empobrecieron también. Entregaron a Jesús lo que para sus conciudadanos constituían sus valores.

Postrados ante Jesús, que está en brazos de María, y empobrecidos hasta lo más hondo, intentan repetir a su propio nivel lo que María había dicho a nivel profundo: “Hágase en mí tu palabra”. Y esto les abrió para poder recibir el gran don de Dios en lo más profundo del ser.

Salieron de aquella casa sin oro, sin incienso y sin mirra. Pero llevaban en el   corazón la persona de Jesús, simbolizada por el oro, el incienso y la mirra. Aparentemente salían empobrecidos. Pero la realidad es que salían ricos, con la misma riqueza con que Dios había enriquecido a María.

Habían hecho el cambio afortunado en sus vidas. Ya podían volverse a casa. Pero no podían volver por el mismo camino.

*****

“SE FUERON A SU PAIS POR OTRO CAMINO”(Mat. 2, 12).

 

Jesús no nos saca de nuestro mundo. No quiere que nos desencarnemos de nuestra vida. Seguir a Jesús no es siempre romper con las circunstancias concretas de vida donde me ha tocado vivir, no. Precisamente, lo que quiere Jesús es que, una vez que le he conocido, vuelva a lo mismo, pero «por otro camino».

       Sí, hay que vivir la misma vida; hay que hacer los mismos deberes; pero por otro camino, de otro modo. Todo bajo la luz de este Jesús que nos acompaña siempre en lo más hondo de nuestro corazón. Todo bajo el signo de la alegría, de la entrega a los demás de lo que tenemos dentro, como María.

       Cuando llegaron a su tierra, la gente les vio llegar pobres y quizá pensaron que les había ido mal y que habían fracasado. Pero cuando les vieron alegres, se dieron cuenta de que venían ricos de verdad y que su tesoro nadie podía quitárselo. Vieron también las gentes que estos hombres a su vuelta no eran avariciosos de su tesoro. Al contrario, habían aprendido de María a entregar a los demás lo que Dios les había entregado a ellos.

       El relato no dice más. Pero no es aventurado suponer que la presencia en su país de estos creyentes, que fueron por un camino y volvieron por otro, sirvió para que muchos conocieran a Jesús a través de su testimonio, y para que muchos se dieran cuenta de que merecía la pena emprender el camino de la fe en Jesús y entregarle todos los tesoros.

       Oh María, yo sé que mi caminar hacia Jesús es repetir los pasos que diste tú hasta encontrarte con él. Sé que todo cristiano, si quiere serlo de verdad, tiene que repetir de un modo o de otro tus pasos. Sé que todos recibimos de Dios unas palabras como las que tú recibiste. En esas palabras se nos ofrece, si queremos, que Cristo viva en nosotros y de nosotros. Esta palabra nos produce miedo, como te produjo a ti, porque ese Jesús no se nos da hasta que no hemos entregado todos nuestros tesoros.

       Yo te estoy agradecido porque en mi caminar hacia Jesús te he encontrado a ti, que me estás enseñando cómo puedo lograr encarnar a Cristo en mí.

       Ayúdame a escuchar en profundidad la palabra de Dios. Ayúdame a creerla y valorarla. Ayúdame a realizarla y hacerla carne de mi carne.

       Y que este Jesús, nacido en mí, sea mi mayor riqueza, lo único que yo pueda entregar a los hombres como tú, la gran razón que imponga a mi vida otro camino, un nuevo estilo de vivirla.

       Que mi vida en Cristo sea para mí una fuente de alegría profunda, como lo fue para ti. Y que yo sepa comunicar esta alegría a los demás, como la comunicaste tú a cuantos se encontraban contigo.

       «El hombre no puede cambiarse a sí mismo. El hombre tampoco puede cambiar al hombre. Sólo la Palabra de Dios cambia al hombre, porque sólo ella es creadora.

       Y sólo quien la escucha y asimila en la oración es quien e transforma».

 

5ª  MEDITACION

LA CIRCUNCISIÓN DEL NIÑO JESÚS

 

“Cumplidos los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre JESÚS, el cual le había sido puesto por el ángel antes que fuese concebido”.

 

Punto 1º. CIRCUNCIDARON AL NIÑO JESÚS


1) Era la circuncisión un corte doloroso, que se hacía en el   cuerpo del niño o del adulto cuando quería ser adscrito entre los hijos de Abrahán y abrazar la ley mosaica. Fue instituida cuando hizo Dios a Abrahán la promesa de que serían en el  benditas las gentes todas y que de su progenie nacería el Salvador (Gen., 17, 10-14).

¿Cuál era su fin y su significado Dios bendijo a Abrahán y éste respondió fidelísimamente aun en las más duras pruebas: entre Dios y Abrahán había como un pacto sagrado, y símbolo de él fue la circuncisión. Era el signo sensible por el que se distinguía al israelita de los demás pueblos. El incircunciso era arrojado de la sinagoga, era gentil; como para nosotros el que no ha recibido el bautismo.  Y era el de «incircunciso», apelativo que se aplicaba como la máxima injuria.

¿Qué efectos producía? Significaba la futura gracia mesiánica, y era, como todas las ceremonias de la Ley antigua, «umbra futurorum», sombra de lo futuro (Heb. 9, 23; 10, 1).

Prefiguraba el bautismo que se llama circuncisión espiritual, y, como dice Santo Tomás, en el  la se confería la gracia, en cuanto era signo de la Pasión futura. Era solo señal de la fe justificante tu y por eso parece mejor decir que era sólo señal de la fe justificante (Summ., 3, q. (52, a. 6).


2) ¿Cómo circuncidaron a Jesús? No lo dice el Santo Evangelio, pero es de pensar que de modo análogo al que lo hacían con los demás niños. Probablemente en la misma gruta en que naciera, o en la casita en que después habitaron. La practicaría San José bendito, y la Santísima Virgen recogería ¡con qué devoción! la primera sangre que por nuestro amor quiso derramar Jesús.

       ¿Y por qué quiso someterse a tan dolorosa y deshonrosa ceremonia? Por nuestro amor y para nuestro ejemplo y aliento. Suelen considerar los autores ascéticos algunas razones que pudieron mover a Jesús a sujetarse a la circuncisión:

 

 a) Y es la primera la obediencia. Cierto que no estaba a ella obligado, pero era la circuncisión protesta de voluntaria sujeción a toda la Ley, y quiso el Señor declararnos cuán dispuesto estaba su ánimo a la más cumplida sujeción a cuanto fuera voluntad de su Padre: “factus obediens”, se hizo obediente.

Consideremos que si por nuestro amor y para nuestro ejemplo quiso tomar sobre sí tan pesada carga, ¿rehusaremos nosotros sujetarnos por el suyo a preceptos no pocas veces fáciles de cumplir? ¿Y alegaremos como excusa que no obligan gravemente? ¡Por eso el yugo de Jesús es suave! Bien será que lo llevemos con gusto y tengamos decidido empeño en o sacudirlo jamás.

 

b)  Otra razón que se puede considerar es el amor de Jesús a la humildad, a la que sólo se llega por la humillación sufrida en unión con Él. Era sin duda la circuncisión humillante, pues que suponía en quien a ella se sujetaba la necesidad de limpiarse de la mancha del pecado original.

Cristo nada tenía en Sí que pudiera ser mancha ni la más tenue, y, sin embargo, quiso signar su cuerpo con el sello de pecador. Y yo, pecador frecuente, pero hipócrita, que no quiero ser tenido por tal y protestando airado de que como a tal se me trate. Aprende a humillarte y no quieras aparecer ante los demás lo que en realidad no eres.


e) Por fin, le movió la caridad. Mi amor le movió a ser herido, a sufrir, a derramar su sangre preciosa. Cuán caro costó a Jesús, ya desde niño, nuestro amor: no le proporcionó honores, gloria, delicias, aplausos, sino deshonra, heridas, infamias, dolores. Él tenía sed de mostrarme su amor con obras, aun las más difíciles, que son las deshonras y el sufrimiento, y yo rehuyo el menor sacrificio, esquivo la más leve molestia, no sé llevar una insignificante humillación por amor por quien tanto me amó. ¡Vergüenza debiera darme tan indigna manera de proceder!

 

Punto 2° SE LE PUSO POR NOMBRE JESÚS COMO LO HABÍA LLAMADO EL ÁNGEL ANTES DE SU CONCEPCIÓN

 

 1) Era costumbre establecida que en la circuncisión se impusiera al Niño el nombre que había de llevar; y nota el Evangelista que así se cumplió en este caso y que al Niño se le dio el nombre de Jesús. Era el padre el que cumplía tal menester, y por eso, cuando el ángel apareció a San José para asegurarle en sus angustias por el embarazo de María, le dijo: “Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús; pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt., 1, 21).

Otra vez más aparece el contraste admirable de la humillación De Jesús y su exaltación por parte de su Padre. Cuando Él aparece como un hombre más y pecador, el Padre le confiere el nombre de Jesús, que significa Salvador. Y lo fue en realidad. ¿De qué nos salvó: «De nuestro pecado y del poder del demonio». Obra ingente, llevada a cabo por el modo más admirable y costoso, por lo que se hizo digno de que se le diera un nombre, que está sobre todo nombre y de tan maravillosa virtud, que al oírlo “se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (Phil., 2, 10).


2) Es, además, el de Jesús,  nombre maravilloso, a cuyo eco se efectúan prodigios los más estupendos. Al decir Pedro al cojo de la puerta Especiosa del templo, “en el   nombre de Jesús, levántate y camina” (Act. Ap., 3, 6), repentinamente quedó curado y echó a andar. Ya se lo había dicho el mismo Jesús a sus Apóstoles: “En mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si algo venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos y éstos se curarán”.

Fue ese nombre como el canto rodado con que David de un hondazo derribó al gigante Goliat; piedra pequeña en sí, pero poderosa para derribar el coloso del gentilismo. Por eso los Apóstoles lo emprendían y hacían todo “in nomine Iesu”, en el   nombre de Jesús (1 Cor., 10, 31, y Col., 3, 17). Tengámoslo muy presente y aprendamos a usar ese nombre como arma victoriosa de combate.


3) Y es también el de Jesús nombre de dulzura inefable. San Bernardo nos dice que «es para el oído cántico de dulzura, en la boca miel mirífica, en el   corazón néctar celestial» (Serm. 15 super cantic, ML. 183, 847) y en otra estrofa repite: «nada se canta más suave, nada se oye más placentero, nada se piensa más dulce. Díganlo la Magdalena y el buen ladrón». San Pablo no se cansa de repetirlo en sus cartas, en las que se lee hasta 343 veces, y a San Bernardo nada le sabía bien si no leía el nombre de Jesús.

Aficionémonos a él convencidos de su excelencia; recordemos la espléndida promesa del mismo Señor: “Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre so la concederá” (Jn 16,23). Y aprendamos de la liturgia de nuestra madre la Iglesia que todas las oraciones las terminad pidiendo al Padre por medio del Señor Jesús.

 
Punto 3.° ENTREGAN AL NIÑO A SU MADRE, LA CUAL TENÍA COMPASIÓN DE LA SANGRE QUE DE SU HIJO SALÍA.


No pierde ocasión San Ignacio de llevarnos a María e ir enseñando prácticamente al ejercitante en qué ha de poner su devoción a esta Señora.

1) No es difícil de entender el dolor de María al sentir los tristes quejidos de su tierno Hijo, que lloraba a impulsos del dolor, y su pena íntima al ver correr la sangre preciosa de Jesús. ¡Ah ! No permitiría ciertamente que cayera ni una gotita al suelo y fuese pisada por la gente, sino que con gran solicitud y cuidado la iría recogiendo en paños bien limpios para ello preparados y restañaría con cariñosa so licitud la cruel herida. ¿Cómo no? Si sabía lo que aquella sangre valía.

       De ella dice Santo Tomás en el   «Adoro te devote»: «Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere», que basta una gotita para salvar al mundo entero de toda iniquidad. Una gotita bastara para redimir no uno, sino mil mundo que hubiera necesitados de redención, y con redención sobreabundante, como que es sangre de Dios y por eso infinita en su valor.

Cómo la recogería María, íntimamente agradecida, sabiendo que por ella, antes que por ningún otro, se derramaba, y que en el  la como en ningún otro era de veras proficua y fecunda! Era la sangre que de su sangre purísima recibiera el Verbo. La tomaría, pues, la Santísima Virgen con reverencia suma, y después de adorarla, la ofrecería al Padre en oblación por el mundo entero.

Señor, acéptala en olor de suavidad y haz que para todos los hombres sea rocío benéfico y semilla fecunda que germine en frutos de vida cristiana. Señor. si es posible, aplácate con ese primer derramamiento de sangre y no exijas otro más cruel, que llegue hasta la muerte en horrendo suplicio, Aprendamos a estimar esta sangre, a procurar que en nosotros sea fecunda; agradezcamos a Jesús su sacrificio y procuremos complementar con el nuestro lo que hace falta para que se nos aplique con gran fruto de nuestras almas.


2) Hemos después de considerar la devoción regaladísima con que repetirían María y José el dulcísimo nombre de Jesús, conscientes de su significado y sintiendo en sus almas su maravillosa eficacia.

No era, ya lo hemos visto, nombre caprichosamente elegido, como no pocas veces sucede, aun en familias cristianas, sino traído del cielo y compendiosamente significativo de la razón de venir el Hijo de Dios a hacerse Hijo de María. Cuán suave era a sus labios aquel nombre regalado y cómo podía con toda verdad decir: “Oleum effusum nomen tuum … Es tu nombre para mí bálsamo derramado” (Cant. 1,2)

       Séalo también para nosotros y aprendamos a pronunciarlo de continuo para tener la dicha de que nuestros labios se sellen al morir con él.

       Hablemos con la Santísima Virgen y pidámosla que no enseñe a estimar el dulce nombre de Jesús y su precisísima sangre y a saber aprovecharnos de ellos. Y agradezcamos a Jesús las pruebas de amor y pidiéndole sea para nosotros siempre Jesús, Salvador.

6ª  MEDITACIÓN

LA VUELTA DE EGIPTO

 

Punto 1.°: “LEVÁNTASE Y TOMA EL NIÑO Y SU MADRE Y VA A LA TIERRA DE ISRAEL”

 

“Pero después de muerto Herodes, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. Entonces él se levantó, y tomó al niño y a su madre, y vino a tierra de Israel.

Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliese lo que fue dicho por los profetas, que habría de ser llamado nazareno”.

 
1) Vivía la Sagrada Familia tranquila en su destierro, querida de cuantos tuvieron la dicha de conocerlos y tratarlos; pero siempre dispuesta a cumplir los deseos de Dios. Pena grande era para ellos ver cómo se adoraba a todo menos al Dios verdadero, pues que habían los egipcios hecho dioses de los más viles objetos.

Confortábales, en cambio, la vista de los recuerdos no escasos que se conservaban aún en Egipto de la estancia de Jacob y sus descendientes, que dejaron vestigios imborrables de su fe. De ellos se serviría no pocas veces la Sagrada Familia para depositar con celo y prudencia semillas preciosas de santos pensamientos entre los compatriotas, que eran en aquellas tierras muy numerosos, y aun entre los gentiles.

En el   destierro rompió a hablar y echó a andar el Niño Jesús: con qué ilusión y regocijo de sus padres, que cifraban en el   todo su amor y dedicaban a su cuidado y servicio todas sus energías y trabajos. No faltan quienes insinúan que la estancia de Jesús en el   destierro de Egipto, en lugares no muy apartados de la Tebaida y la Nitria, donde nació al mundo la vida religiosa, iniciada en aquellos ejércitos de anacoretas que poblaron los desiertos de Egipto y Libia, fecundó aquellas regiones eriales, transformándolas en ubérrimo jardín de las más preciosas virtudes.


2) Hábíale dicho el ángel a José: “Estáte allí (en Egipto) hasta que yo te avise” (Mt 2, 13), y fieles a lo ordenado permanecieron en Egipto, sin afincar ni ligarse con compromisos que pudieran entorpecer en lo más mínimo la presta y total obediencia a las órdenes del Señor, a cualquier hora que se las comunicasen. Lección práctica, que nos enseña a vivir siempre en este nuestro destierro sin aferrarnos a él, ni ligarnos con ataduras difíciles de romper; sino siempre alerta, con las alas libres para emprender el vuelo cuando el Señor quiera llamarnos. Y para los religiosos, enseñanza de utilidad grande para que aprendan a no apegarse a la tierra y se dejen traer y llevar de la obediencia, sin oponer la más ligera resistencia.


3) También en esta ocasión dice el Santo Evangelio que el ángel del Señor “apareció en sueños a José en Egipto”. ¿Por qué de noche? Acaso para enseñarnos que el retiro, tan propio y fácil de noche, es disposición la más apta para el trato con Dios, que suele comunicarse en la soledad y apartamiento y no en el   bullicio y comercio con las gentes. Quizá también para que aprendiéramos de San José y la Virgen Santísima una lección en gran manera práctica y no jocas veces olvidada, sino despreciada. Y es que el Señor y los Superiores, que en la tierra hacen sus veces, son muy dueños de disponer a su voluntad de nosotros, cuando y como más les agrade.

Es la noche hora de descanso, al que tenemos sin duda derecho y que la obediencia nos concede gustosa; pero puede acaecer que durante el reposo se nos manifieste la voluntad de Dios, y hemos de estar prontos, si así nos lo exige, a interrumpir nuestro bien ganado y aun necesario sueño para hacer la voluntad de Dios. Buen modelo San José, como lo vimos y estudiamos ya en la meditación de la huída a Egipto.


4) Y dióle el ángel la razón que facilitaba su regreso a las tierras de Israel: “Porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño” (Mt., 2, 20). Dios había herido con horrible muerte al cruel y libidinoso Herodes. Josefo, en sus «Antiguedades», nos dice que murió el tirano con amarga muerte, con fiebre y fuertes dolores intestinales y suciedad y gota y podredumbre de algunos de sus miembros, que manaban gusanos. Era el año 750 de la fundación de Roma, en la primavera, poco antes de la Pascua, y tenía setenta años de edad.

       ¡Cómo burla Dios los planes, al parecer mejor urdidos, de sus enemigos y con qué facilidad rompe sus redes! Y cuán confiadamente debernos descansar en sus brazos si le somos fieles! El nos cuidará, El deshará las asechanzas de los que nos persiguen, El nos volverá sanos y salvos a nuestra patria después del destierro de esta vida, en la que más de un Herodes perseguirá al Niño, que por la gracia llevarnos en nuestras almas, procurando matarle. Bien se confirmaría San José bendito en su confianza en la divina Providencia con esta nueva muestra del solícito cuidado de Dios para con él. Dejémonos en manos de Dios, que buenas manos son, de Padre cariñoso y de Señor Todopoderoso.

 

Punto 2.°  “ENTONCES ÉL SE LEVANTÓ, Y TOMÓ AL NIÑO Y A SU MADRE, Y VINO A TIERRA DE ISRAEL”.

 

1) ¿Cuánto tiempo duró la estancia de la Sagrada Familia en Egipto? Con los datos que el Sagrado Evangelio nos da, no es fácil determinarlo exactamente. Por eso varían no poco las opiniones de los autores: acaso unos meses, tal vez más de un año, y no faltan quienes lo prolongan bastante más.

La muerte de Herodes ocurrió en la primavera del año 750 de Roma; el nacimiento de Jesús pudo acaecer hacia el año 748. Entre esas dos fechas tuvieron lugar la Purificación de María, la adoración de los Magos, la huida a Egipto y la vuelta a tierras de Israel. Son los datos concretos que tenemos para calcular la duración del destierro de la Sagrada Familia en Egipto. Lo que sí sabemos es que estaba dispuesta a permanecer todo el tiempo que el Señor dispusiera sin hacer nada por abreviarlo. Puede en este punto considerarse, pues es lección práctica y de frecuente aplicación, la presta y diligente obediencia de San José. No emperezó ni difirió la ejecución de lo que se le mandaba; y eso que bien pudiera haberse dicho: aguardemos a que amanezca y nos pondremos en camino. No lo hizo así, sino que al punto se levantó, dejándose regir del Señor en todo con plena entrega, como quien sabe que es lo mejor. Reflexionemos y aprendamos.


2) ¡Cómo sentirían no pocos de los moradores de la población en que pasó la Sagrada Familia su destierro su marcha, y cuán grato recuerdo dejaría en cuantos lograron la dicha de tratarla! ¿Sucede lo mismo con nosotros, o, por el contrario, de tal suerte procedemos que nos hacemos insufribles a los demás y todos suspiran por nuestra marcha?

       Sin duda que les sería a San José y a su Santísima Esposa de gusto la orden de vuelta a Israel; como, en cambio, no pudo menos de serles naturalmente desagradable la orden anterior de destierro; pero para ellos las simpatías y antipatías naturales no eran motivo de determinación, sino que tan pronta y cumplidamente obedecían en uno como en otro caso.

       No es ciertamente pecado sentir aficiones o aversiones naturales; pero lo sería hacer de ellas el móvil de nuestras determinaciones y no saber sujetarlas a lo que debe ser para nosotros la norma única de acción: la voluntad de Dios.


Punto 3.°  “Pero oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de Herodes su padre, tuvo temor de ir allá; pero avisado por revelación en sueños, se fue a la región de Galilea, y vino y habitó en la ciudad que se llama Nazaret”

 

1) Digna de admirarse la conducta del Santo Patriarca y lección práctica que podemos aprovechar.

En primer lugar, recibida la orden, púsose inmediatamente en marcha para tierras de Israel. Camino de Belén, quizá en Gaza, a una o dos jornadas del término que se había fijado, entendió José que en Jerusalén reinaba Arquelao, que heredara los defectos de su padre Herodes, en especial su crueldad y su injuria, y dudó prudentemente de si convendría en tales circunstancias ir a meterse en la boca del lobo, pues que estaba Belén tan próximo a Jerusalén, y era de temer que Arquelao tuviera presente la conducta de su padre en persecución de Jesús.

Por eso “temió ir allí”. Amaba tanto a Jesús, que le horrorizaba pensar que pudiera exponerse a perderle. ¿Y nosotros? ¿Lo tenemos también y cuidamos de que no nos suceda, o, por el contrario, neciamente confiados, cuando no criminalmente despreocupados, nos exponemos a ocasiones próximas de pecado y entregamos nuestro precioso tesoro en manos de sus más crueles enemigos? ¡Qué pena que en tan poco estimemos a Jesús y tan fácilmente nos le dejemos arrebatar!


2) Detenido por el temor del peligro, ¿qué hizo José? Acudir al recurso infalible de la oración, exponiendo en el  la al Señor sus dudas y pidiéndole solución de ellas. Y lejos de desagradar al Señor esta demora en la ejecución de sus órdenes, mostró su complacencia, acudiendo al instante a esclarecer la duda de San José. En efecto, tuvo nuevo aviso en sueños, y cambiando de itinerario, se dirigió a Nazaret, en Galilea, donde gobernaba Antipas. Conducta prudentísima la de José.

Cumplió lo que siglos atrás dijera en trance apurado Josafat: “No sabiendo lo que nos debemos hacer, no nos queda otro recurso que volver a Ti nuestros ojos” (2 Mac 20, 12); y como a El acudiera, bondadoso el Señor, dióle solución a su duda y modo de esquivar el peligro que le amenazaba, por medio de la revelación del ángel, demostrando que no le desagradaba el prudente retardo de San José. Que no nos pide Él que procedamos irracional e irreflexivamente a ejecutar lo que nos fuere ordenado, ni quita nada al mérito de la obediencia, ni desdora en lo más mínimo su excelencia, la humilde consulta o la sincera exposición en caso de duda o cuando se presentan razones que se juzga desvirtúan el mandato.

       San Ignacio, enseñando a sus hijos acerca del modo de proceder en casos tales, escribe: «Si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior y haciendo oración os pareciese en el   divino acatamiento convenir que se la representásedes a él, que no lo podáis hacer. Pero si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado, no solamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, pero aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» ( Carta de la Obediencia. MI. 1, 4, 669 sigs).

Pidamos al Patriarca san José que nos alcance  estimar a Jesús más que todo lo demás y evitar cualquier peligro de perderle. Y a la Santísima Virgen pidiéndole guarde en nuestras almas a Jesús.

7ª  MEDITACIÓN

 

EL NIÑO JESÚS ERA OBEDIENTE A SUS PADRES EN NAZARET

 

Preámbulo. La historia de la vida de Jesús en Nazaret es muy breve: obedecía a sus padres, iba creciendo en edad, sabiduría y gracia, y trabajaba, a lo que se cree, de carpintero.
Composición de lugar. Nazaret, escondida por una corona de montañas, como un nido, que apenas se ve hasta entrar en ellas. Elevada unos 273 metros sobre el Mediterráneo, y unos cien metros Sobre el valle de Esdrelón. Sus casas grises, cuadradas, de techos planos, apoyadas sólidamente en la re-a, se tienden en la vertiente oriental de dos colinas separadas por un barranco Fijémonos en una de esas casitas, Pobre, pequeña, pero limpia y alegre.

Petición: DEMANDAR LO QUE QUIERO: CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR QUE POR Mí SE HA HECHO HOMBRE PARA QUE AS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1.° Vida de obediencia

 

1) «Et erat subditus illis» (Lc 2, 51). Qué gran tesoro debe encerrarse en la obediencia, pues que Nuestro Djjo Redentor y Maestro vino del cielo a la tierra a explotarlo y tan de lleno se dió a ello, que su vida toda se pudo sintetizar en una palabra: «obedeció»; «exinanivit semetipsum factus obediens»(Phil., 2, 7) se anonadó hecho obediente. Bien merece que la estudiemos.

       Desde su entrada en el mundo se entregó a la obediencia, a la vista de los derechos soberanos de Dios, a la obediencia por adoración. y a la vista de los derechos de Dios violados por la rebeldía del hombre a la obediencia Por reparación: «Sicut enim per inobedientiam uniu hominis peccatores constituir sunt multi ita per unius obeditionem justi constituuuntur multi» (Rom., 5, 19); a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores así tambien por la obediencia de uno sólo serán muchos constituidos justos.

Cierto que no puede haber perfeción más auténtica que cumplir la voluntad de Dios, como que las cosas se perfeccionan con la asecución de su fin; ahora bien, el fin del hombre es «servir a Dios»: luego ahí está su perfección y sería necedad buscar en otra parte el secreto de la santidad Cuán hrrmosarnente lo declara Santa Teresa en su libro de las Fundaciones, c. 5: «Yo creo que como el demonio ve que no hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia pone tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien»(10).

Y esto se note bien, y verán claro que digo verdad. En lo que está  la suma perfección, claro está que no es en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad», etc. Y hace notar la Santa con insistencia las ventajas de la obediencia: a) seguridad grande interior; b) simplificación de la vida espiritual; c) bendición y protección divinas, que cuando se guarda la conciencia pura y se practica la obediencia, el Señor no permite jamás que el demonio nos engañe hasta el punto de perjudicar a nuestra alma; d) avance seguro en las vías del espíritu: «el aprovechamiento del alma no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho; y este amor se logra decidiéndose a obrar y sufrir, y haciéndolo cuando la ocasión se ofrece». Así, el mismo ejercicio de la oración deberá ceder el paso a los deberes señalados por la obediencia o al interés espiritual del prójimo.


2) Lo mismo pensaba San Ignacio, y de ahí el empeño en que sus hijos se señalen mucho en la obediencia y se «den todos a la entera obediencia» (R. 16 del Sum.). Qué dichosos seremos si así lo hacemos; para ello, estudiemos al divino modelo. ¿Quién obedecía? «Deus homínibus; Deus inquam cui angeli subditi sunt, cuí principatus et potestates obediunt, subditus erat... Disce homo, obedire, disce, terra, subdi; disce, pulvis obtemperare.» (San Bern., Hom. 1 sup. «Missus».) Dios a los hombres; Dios, a quien están sujetos los Angeles, los principados y potestades obedecen, estaba sujeto... Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte ; aprende, polvo, a abajarte. ¿Rehusaré obedecer?

¿A quiénes? A sus padres santísimos, ciertamente los más dignos; pero, al fin, criaturas, muy inferiores a Él en toda perfección. Veía en ellos a Dios, y al obedecer a San José decía con verdad: «Ego quae placita sunt ei (Patrii) facio semper» (Jn, 8, 29). Yo siempre hago las cosas que agradan a mi Padre.

Por mucho que pensemos que aventajamos a nuestros superiores, veanlos si no había más distancia de Jesús a los suyos. ¿Qué decir, pues, de mis rebeliones interiores, de mi juzgar mal de las acciones y aun intenciones de mis Superiores, de mi anteponer mi voluntad y juicio al suyo? Pronto las corregiríamos si nos esforzáramos, como nos manda nuestro Santo Padre, en reconocer en cualquiera Superior a Cristo Nuestro Señor, y reverenciar y obedecer a su Divina Majestad en él con toda devoción» (carta de la Obediencia), «y nos diéramos a la entera obediencia reconociendo al Superior, cualquier que sea, en lugar de Cristo Nuestro Señor y teniéndole interiormente reverenda y amor» (R. 31 S.).

¿En qué obedecía? En cuanto se le mandaba Niño, a las órdenes de su Madre, en recados y mandados que cumplen los criados, donde los hay. Mayor, en trabajos del taller de su padre. ¡Qué ocupaciones para un Dios! No consultaba, para obedecer, su gusto natural. ¿Y yo? ¿No me desdeño de obrar con espíritu de obediencia en algunas cosas menudas? Y cubro mi espíritu menguado de obediencia y mi deseo de independencia con el pretexto de no molestar a los Superiores. ¡Qué caudal de méritos atesoraremos si en todo procedemos regidos por la obediencia! Para el que tiene tal espíritu, nada es pequeño: el barro se desprecia, y quienes en él trabajan no se cuidan de desperdiciarlo, no así el oro, del que se guarda la más pequeña partícula; ¡el obediente trabaja en oro!

¿Cómo obedecía? Con suma perfección como si obedeciera a su Padre, cumpliendo la Regla que San Ignacio dió a sus hijos: «Seamos prestos a la voz del Superior como si de Cristo Nuestro Señor saliese, dejando por acabar cualquiera letra o cosa comenzada pongamos toda la intención en el Señor de todos, en que la Santa obediencia, cuanto a la ejecución y cuanto a la voluntad y cuanto al entendimiento Sea siempre en todo perfecta; haciendo con mucha presteza y gozo espiritual y perseverancia cuato nos será mandado, persuadiéndonos ser todo junsto y negando con obediencia ciega todo nuesro parecer y juicio contrario»

¿Y nosotros? ¿Murmuramos, censuramos, discutimos? ¿Procuramos no querer más que lo que el uperior quiere, o todo nuestro estudio es que el superior quiera lo que queremos, para después hacernos la ilusión de que obramos lo que Dios quiere?

¿Cuánto tiempo obedeció? ¡Hasta los treinta años! Y nosotros tal vez nos cansamos, y lo que en el Noviciado nos parecía gustoso se nos hace difícil; cuando debíamos ir creciendo en amor a esta virtud!

¿Por qué obedecía? Por amor de Dios y por nuestro amor; para enseñarnos la nobleza y el mérito de la obediencia cristiana, que ve en toda autoridad legítima la autoridad del mismo Dios. Pidamos a Jesús nos conceda aprender y practicar esta magnífica lección.

 

Punto 2.° Vida de aprovechamiento.

 

«Proficiebat sapientia et aetate et gratia apud Deum et homines» (Lc 2, 52). Como en edad, así crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.

1) Crecía en edad y se iba manifestando en su trato con los encantos todos propios de cada período de la vida; se mostraba cada vez más hombre, y mostraba mayor cordura y madurez. Y nosotros? ¿Somos eternos niños? ¿Tan irreflexivos, tan tornadizos, tan sin asiento ni formalidad como cuando teníamos pocos años? No sea así, sino que con la edad crezca nuestra cordura, sensatez, dominio, prudencia, etc., manifestaciones naturales del avance en edad.

2) ¿Cómo crecía en sabiduría? Distinguen los teólogos en el alma de Cristo triple sabiduría: la visión beatífica, la infusa y u adquirida; el progreso podía darse únicamente en la adquirida o experimental. Lo explica el Padre Suárez (In 3 p., q. 12, disp. 30, t. 2, p. 9): «Digo que el alma cte Cristo no tuvo desde el principio de su creación aquel conocimiento humano que consiste en la experiencia de las cosas, y que, por consiguiente, con el progreso del tiempo fue avanzando en ella; y que Cristo, no sólo en la experiencia de los sentidos, sino aun en el  entendimiento adquirió por medio de los sentidos algún nuevo conocimiento experimental u las especies para ello necesarias que no tuvo desde el principio; es conclusión verdadera y común sentencia de los teólogos.»

En la ciencia experimental adqujrida por Jesucristo tienen su explicación los movimientos de piedad de temor de disgusto, de tristeza y de alegría que sentía su corazón Otros explican el crecimiento diciendo que Jesús fué mostrando la ciencia que poseía paulatnamente; como decimos que crece el sol en resplandor del Oriente al mediodía porque se nos muestra más refulge aunque en sí tenga la misma claridad.

 
3) ¿Cómo crecía en gracia delante de Dios? No se puede admitir crecimiento interior de la gracia en el alma de Cristo; pues estuvo desde el primer instante lleno, con plenitud perfecta y omnímoda de ella, y sobreabundancia de méritos y santidad adelantaba sólo en cuanto en cada instante obraba actos de excelentísima virtud por lo cual Dios se complacía en la multitud y excelencia de tales acciones Que aunque no le hacían más santo ni podían acrecentar sus méritos, eran en sí suficientes para ello. (Knabenbauer in S. Lc.). Adelantaba en gracia ante los hombres porque según crecía en edad fué exhibiendo más y más aquellas virtudes dones y obras por las que niño y joven se hizo querido de todos y se atrajo el amor, benevolencia y alabanza de cuantos le Conocían.


4) ¿Y nosotros? Ha de ser el de Jesús modelo de nuestro crecimiento; jamás hemos de decir «basta», ni hemos de creernos suficientemente sabios o santos para poder decir: ¡alto! y cesar en el trabajo de avance Y por lo que toca al espíritu sucede a veces que por la edad, que apaga los bríos, o por otra causa, están ya las pasiones antes quizá violentas amortigudas y porque los superiores nos dejan en paz porque tenemos nuestro carril trazado y no hay tropiezo notable con los de dentro ni con los de fuera, tal vez porque conociéndonos mejor que nos conocemos nosotros, evitan ellos cun tu pudiera molestarnos; nos imaginamos falsamente que ya no hay más que pedir ni que hacer; y viene una circunstancia un poco extraordinaria una prueba un poco difícil, de las que trae consigo la vida religiosa, y lo echamos todo a rodar y aparece que nuestra virtud era aparente y nuestro aprovechamiento escaso.

Recordemos que tenemos obligación de andar siempre adelante en la vía del «divino servicio» (R. 22 Sum.). Jamás hemos de dejar el estudio de las ciencias sagradas y de Jesucristo.
Nuestro aprovechamiento en gracia ha de manifestarse:

a) En desarraigar defectos, primer trabajo que prepara el campo; hemos de procurar que nuestras faltas sean cada vez menos, menores en gravedad, menos repetidas y menos deliberadas.
b) Arraigar virtudes sólidas y perfectas, principalmente aquellas a que nos sentimos más inclinados o vemos sernos más necesarias.

c) Perfeccionar las obras ordinarias más y más, persuadidos de que en esto está nuestra santidad: en la perfección de la vida común. El martirio, los grandes sacrificios..., si vienen, es una vez en la vida, mientras que es incesante la marcha monótona de la vida común.

d) Unirnos cada vez más con Dios es la corona; si trabajamos en las tres primeras obras, esta unión por la perfecta caridad será fácil. Para nosotros lo cifra todo la R. 15 deI Sum.: «Todos nos animemos para no perder punto de perfección, que con la divina gracia podemos alcanzar en el cumplimiento de todas las Constituciones y modo nues»tro de proceder.» Examinemos seriamente iuestro avance...

Punto 3.° Vida de trabajo.


¿Nonne hic est faber, filius Mariace?... (Mc., 6, 3). ¿Nonne hic est fabri filius? (Mt., 13, 55). ¿No es éste el carpintero hijo de María?... ¿No es el hijo del carpintero? Eso se preguntaba la gente cuando salió Jesús a la predicación. De donde se deduce que ejercitó algún oficio manual. San Justino atestigua que en su tiempo (1l4-168) se mostraban aún arados hechos por el artesano de Nazaret. Treinta años de vida ocupada en trabado manual por nosotros y para nuestra enseñanza. ¡qué lecciones tan provechosas!


1) Sea la primera estima grande de los oficios humildes; no hay oficio deshonroso entre los discípulos de Jesús; todos quedaron dignificados con haberse el Señor ocupado en ellos. ¡Ni nos echemos a cavilar que nosotros valemos para mucho más! Bien está que si delante de Dios nos parece, y haciendo oración juzgamos convenir que lo representemos a los Superiores, lo hagamos así, pero dispuestos a quedarnos después tranquilos con lo que de nosotros dispongan, teniendo por tentación cualquier pensamiento contrario. ¿Para qué no servía Jesús? ¿Y en qué se ocupó treinta años? Persuadámonos de que Dios no nos necesita para grandes cosas, sino que nos quiere obedientes; y no podemos hacer cosa mayor.


2) La estima y aprovechamiento del tiempo; polilla terrible la ociosidad y mina riquísima el trabajo. Deber es del hombre el trabajar «homo nascitur ad laborem, et avis ad volatum» (Jn 5, 7). Nace el hombre para el trabajo y el ave para volar. A unos el trabajo material, a otros el intelectual, no menos penoso. Jesús quiso elegir para estos años el manual, y entre los manuales, uno de los más bajos. Así lo rehabilité que estaba vilipendiado elevándolo a grandeza increíble. Pero nos enseñó además a todos a aprovechar el tiempo. La pereza es gran enemiga de toda virtud.

Nuestra regla 44 nos dice que «el ocio, que es el origen de todos los males, no tenga en casa lugar ninguno en cuanto fuere posible». Franklin la comparaba a la herrumbre, que gasta más que el trabajo, añadiendo que tan difícil es tenerse en pie un perezoso como un saco vacío. Un capitán de navío repetía a sus tripulantes que el que nada hace, se halla siempre dispuesto a obrar la maldad, puesto que el perezoso no es más que un criminal de reserva. Amemos el trabajo y nos veremos libres do tentaciones y peligros sin cuento


3) A santificar el trabajo. Trabajemos como Jesús; estaba su trabajo en Nazaret:

a) Penetrado de vida interior, las manos se movían sudaba el rostro, se agitaban los músculos; Pero el corazón seguía recogido en Dios, unido a Él por continua oración.

b) Regulado por la obediencia, no hacía sino lo que le mandaban, porque se lo mandaban y como se lo mandaban,

c) Inspirado en el celo de la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Coloquios fervorosos con los tres santos moradores de Nazaret.

8ª  MEDITACIÓN

 

JESÚS PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO


Preámbulo. La historia la narra San Lucas en el cap. 2, vv. 40-52. El Santo Padre, en los Misterios [272], la propone así: CRISTO NUESTRO SEÑOR, EN EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN... Y QUEDÓ SN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PADRES; PASADOS LOS TRES DÍAS LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES; Y DEMANDÁNDOLE SUS PADRES DÓNDE HABÍA ESTADO, RESPONDIÓ: ¿NO SABÉIS QUE EN LAS COSAS QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?


 
Punto 1°.  Sube al templo con sus padres.


PRIMERO: CRISTO NUESTRO SEÑOR, DE EDAD DE DOCE AÑOS, ASCENDIÓ DE NAZARET A JERUSALÉN.


1) Dice el sagrado texto que «iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de la Pascua» (Lc, 2, 41). En el Exodo (Ex., 23, 14 y iguientes) se dice: «Tribus vicibus per singulos annos mihi festa celebrabitis Ter in anno apparebit omne masculinum tuum coram Domino Deo tuo.» Tres veces cada año me celebraréis fiesta... Tres veces al año se presentarán todos tus varones delante del Señor; y lo mismo se repite en el Deuteronomio (16, 16), enumerando cuáles son las fiestas: la de los ázimos, la de las semanas y la de los tabernáculos El hecho que vamos a meditar acaeció en la Pascua de los ázimos.

Las mujeres no estaban obligadas, pero las palabras del texto nos indican que la Santísima Virgen iba todos los años; enseñándonos a no contentarnos con lo obligatorio, sino a procurar fomentar algunas devociones bien elegidas y practicadas con constancia, que si no son la devoción, la procuran y la conservan. No las despreciemos por pequeñas, que tienen efectos muy estimables! No dice el texto si el Niño subía todos los años; de creer es que lo llevarían siempre sus padres. ¿Por qué lo nota este año el evangelista? Pues porque en él quiso darnos Jesús esta gran lección.


2) ¿Cómo harían el viaje? Sin duda que con espíritu de veras religioso. Era ordinario juntarse en caravana los de cada villa o región y marchar orando y cantando en común. Tenían para ello en los Salmos fórmulas litúrgicas muy apropiadas: así, el Salmo 121, «Laetatus sum in his quae dicte sunt mihi, in domo Domini, ibimus… Gran contento tuve cuando se me dijo: Iremos a la casa del Señor»; que expresa admirablemente los sentimientos de un peregrino israelita que camina hacia Jerusalén, la ciudad santa.


3) ¿Qué hicieron en Jerusalén? El primer acto solemne de la celebración de la Pascua era la comida del cordero pascual. La tarde del día 14 del mes de Nisán, después de la puesta del sol, se reunían en grupos de más de diez y menos de veinte y celebraban la cena pascual conforme al rito prescrito en la ley y conservado en la tradición. La mañana del día siguiente, 15 de Nisán, asistían al solemne oficio que se celebraba en el templo; oficiaban en él los sacerdotes y levitas, y se hacía con acompañamiento de instrumentos músicos y de canto; solía terminarse con la bendición del pueblo. Asistían también los peregrinos al sacrificio vespertino, y el segundo día a la fiesta de la oblación matutina, en la que se ofrecían al Señor las primicias de la cosecha de la cebada (Lev., 12, 10-14). Y cumplido este rito, parece que no les urgía la obligación de permanecer en la ciudad hasta el fin de las solemnidades. De hecho, muchos peregrinos se volvían a sus casas.


4) En el templo. Veamos cómo entrarían en él. Cómo estarían ¡Con qué recogimiento! ¡Qué devoción infundirían a cuantos los viesen y cómo alabarían a Dios las almas honradas y buenas que los contemplaban! «Sic luceat lux vestra» (Mt 5, 16). Así hemos de proceder nosotros en el templo, y, sobre todo, en el altar, de suerte que se edifiquen cuantos nos vean.

¿Qué hacía el Niño Jesús en el templo? Pues seguramente que cuatro cosas:

a) Adorar a su Eterno Padre y rendirle el culto de latría que le es debido.

b) Darle gracias por cuantos beneficios le había dispensado y también por los dispensados a su Madre y al resto de los hombres.

e) Reparar las ofensas con actos fervorosísimos de desagravio.

d) Pedir muchas gracias. ¡Qué raudal de gracias no atraería la plegaria del Niño Jesús sobre sus padres!


       Aprendamos a emplear el tiempo de nuestra oración y visitas al Santísimo: en esos cuatro puntos tenemos materia abundante para entretenemos fructuosamente. Sobre todo, ésos deben ser nuestros afectos al asistir a la Santa Misa o al celebrarla; pues que, como sabemos, es sacrificio:

 a) latréutico, porque se ofrece a Dios para reconocer su supremo dominio;

b) eucarístico, por ofrecerse en acción de gracias por los beneficios recibidos;

c) impetratorio, pues se ofrece a Dios para obtener, por los méritos de Jesucristo, nuevos beneficios;

d) propjciatorio, satisfactorio o expiatorio, para obtener perdón de pecados y remisión de la pena por ellos debida (Coin Trid. sess. 22, can. 3).


Punto 2.° Se queda Jesús en el templo.


«CRISTO QUEDÓ EN JERUSALÉN Y NO LO SUPIERON SUS PARIENTES»


1) ¿Cómo pudo suceder? San Lucas (Lc 2, 43) dice: «Acabados aquellos días, cuando ya se volvían, se quedó el Niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen». La gente que aquellos días acudía a Jerusalén era muchísima: Josefo (De beli. jud., 6, 424) menciona tres millones de peregrinos en una de estas fiestas; y en otro lugar afirma que se sacrificaron para la cena legal un año, en el templo, 256.500 corderos. Era, pues, fácil que en tal aglomeración se perdiera un niño. Además, pudieron muy bien pensar sus padres que Jesús estaba con algún grupo de los de Nazaret «illum esse in comitatu» (Lc 2, 44). Cosa tanto más obvia y natural cuanto que Jesús era muy querido de sus conocidos Cayeron en la cuenta al terminar la jornada del día, «iter diei», cuando, llegados los últimos grupos, se encontraron con que faltaba Jesús, y nadie sabía dar cuenta de Él.

 
2) ¿Cómo se ausenta Jesús de las almas? De dos maneras: la primera es sustrayendo del alma la gracia, lo cual sólo se verifica como castigo del pecado mortal; no está figurada en esta ausencia tan terrible castigo; ¡Dios nos envíe mil veces la muerte antes de caer en pecado mortal! La otra es cuando, sin quitarnos su gracia, nos priva del sentimiento de su presencia; está Dios en el alma y, sin embargo, no sentimos las dulzuras inefables de su presencia, sino, por el contrario soledad, tristeza, abandono, desaliento (Reg. 4 1317).


3) ¿Por qué se ausenta Jesús? Lo expone admirablemente San Ignacio en las reglas de discernimiento de espíritus y nos dice que unas veces la ausencia de Jesús, la desolación, es castigo de nuestra tibieza y negligencia en los ejercicios espirituales y en el servicio divino; otras, prueba de nuestra fidelidad y amor, que resplandecen sobre todo en las horas difíciles de la desolación; otras, por fin, lección provechosa que nos haga palpar que la consolación no es propiedad nuestra, sino don gratuito de Dios y así aprendamos humildad.


4) ¿Cómo hemos de buscar a Jesús? Como lo buscaron María y José: a) y, ante todo, «dolentes» (Lc 2, 44), doliéndonos de tales ausencias; que es cosa triste que el alma, entretenida en aficioncillas terrenas, no eche de menos a Jesús, si no es que llega hasta desear su ausencia, por temor a lo que puede y suele exigir cuando se apodera del alma. Penetremos los corazones de aquellos santos, esposos; qué noche aquélla más triste y más larga! Nada en ellos suplía la ausencia de Jesús.

Pero no se contentaron con llorar, sino que al instante b) «quaerebamus», se dieron a buscarlo. Así hemos de hacerlo nosotros, y si así lo hacemos, pronto encontraremos a Jesús;

c) «quaerebamus te», buscaban a Jesús. No su consuelo ni otra cosa alguna, sino a Jesús, en quien lo cifraban todo. No suceda que más que a Jesús nos busquemos a nosotros mismos; gran error sería, e insigne ingratitud, y prueba suele ser de que más buscamos nuestra consolación que a Dios, c) que fócilmente nos desanimemos y caigamos de áoinm.


Punto 3. «PASADOS LOS TRES DÍAS, LE HALLARON DISPUTANDO EN EL TEMPLO Y ASENTADO EN MEDIO DE LOS DOCTORES »EN LAS COSAS QUE SON DE MI PADRE ME CONVIENE ESTAR?» (Lc 2, 48).


1) «El factum est post triduum» (Lc 46), y al cabo de tres días le hallaron en el templo. Al tercer día de haber salido do la ciudad. Cuando advirtieron la desaparición habían caminado ya una jornada; necesitaban otra para volver a Jerusalén; al tercer día encontraron a Jesús (v. Schuster, «Historia Bíblica», Knabenbauer la Lc., p. 143). Es de creer que los padres de Jesús, apenas les fué dado hacerlo, muy de mañana se fueron al templo, persuadidos de que allí, más bien que en ningún otro lugar, estaría Jesús, si por su gusto se había quedado en Jerusalén. Tal vez emplearon bastante tiempo en encontrarlo, por ser el templo muy amplio.

Aprendamos dónde hemos de buscar a, Jesús cuando lo echemos de menos: no entre amigos y conocidos, no entre carne y sangre, ni entre regalos y vanidades, ni entre el bullicio y diversiones profanas, sino en el templo cte Dios, que es la casa de Dios; dentro del templo vivo de nuestro corazón, haciéndolo casa de oración y ocupándolo en ejercicios de santidad; no en parlerías inútiles ni en lecturas entretenidas o en amistades peligrosas.


2) ¿Dónde estaba Jesús, y qué hacía? Explicaban los doctores la ley al pueblo, los sábados, los días festivos y durante su octava; quizá ocurrió la ausencia de Jesús durante la octava de Pascua. Púsose Jesús entre la turba a escuchar la explicación, y como estaban autorizados los oyentes para preguntar y exponer sus dudas, lo hizo El de tal modo que llamó la atención de los maestros. Hiciéronle subir al estrado, pues cuando entraron sus padres «le hallaron... sentado en medio de los doctores, y ora les escuchaba, ora les preguntaba; y cuantos le oían quedaron pasmados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2, 46). No se nos dice de qué hablaba.


3) Consideremos el gozo de los santos esposos al encontrar a su divino Hijo; así nos gozaremos si como ellos le buscamos. La Santísima Virgen, al verle, exclamó: «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando». Nada hay en estas palabras de reproche; son una cariñosa interrogación, muy natural en quien ama como amaba María a Jesús; una sencilla expresión del dolor que sus corazones habían experimentado durante aquellos días de triste soledad. Hay también en ella una nota delicadísima de humildad y de deferencia y amor de María para con José en aquel «pater tuus et ego», tu padre y yo, nombra primero a José y le llama padre de Jesús. Nota el P. La Puente la brevedad y precisión con que habló la Santísima Virgen.


4) A la pregunta de su Madre respondió Jesús: «Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que Yo »debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?» . No contiene esta respuesta, dada a su Madre, nada de frialdad o indiferencia, y menos de reprensión o desaire, sino de instrucción, porque enseña que lo hecho ha sido realizado por determinación y misterio divino; de consuelo, porque les dice que no había motivo para dolerse y buscarle con tanta solicitud; de defensa, porque tácitamente niega haber dado causa para que ellos se doliesen y le buscaran con ansiedad; como si dijese: «no os di Yo causa de este dolor y rebusca, pues que nada hice por lo que debieseis buscarme con dolor; vosotros, por lo mucho que me amáis y por ignorar el misterio del asunto, fuisteis la causa» (Toledo).

Como dirigida a nosotros esta respuesta, nos incuIca los derechos infinitos de Dios sobre nosotros y sobre cuanto pensamos que nos pertenece; nos enseña que no hay consideración alguna que pueda no ya prevalecer contra un deseo de Dios, pero que ni merezca ponerse con Él en parangón. Enséñanos, además, a unir en nuestro corazón el amor a nuestros padres con una firme decisión de seguir la voluntad de Dios y una completa independencia de cuanto pueda impedírnoslo. Magnífica lección para quien se prepara a elegir estado (Vermeersch).

Pero no vayamos a creer que no tenga aplicación a quien ya ha hecho tal elección y se ha abrazado con el de perfección; tiénela y no poco frecuente, pues que si ol afecto sagrado a nuestros padres no ha sido parte para impedirnos seguir la voz de Dios, triste cosa sería que nos lo impidan en mil ocasiones afectillos desordenados a cosas, personas, ocupaciones, etc. Veamos si en más de una ocasión al «cur fecisti sic» tendríamos que callar avergonzados.

       Cuando nuestras pasiones o los hombres se empeñen en separarnos un ápice de la voluntad de Dios para esclavizarnos a la de sus enemigos, respondamos «in his quae Patris mei sunt oportet me esse!» ¡Sólo pertenezco a Dios, Él es mi Señor, a El sólo he de servir! Grabemos bien en nuestra mente esta verdad, y cuando se trate de la causa de Dios tomemos la resolución de cortar cualquier cosa por grata que nos sea. ¡Qué dichosos seremos si así lo hacemos!

 
NOTAS. 1) Era despreciado el trabajo manuah Aristóteles, el más grande de los filósofos gentiles, lo había proclamado indigno del hombre libre. Platón, Herodoto, Jenofonte, Cicerón y Séneca hablaban y pensaban del mismo modo. Los obreros no eran, mirados por los griegos como dignos del título de ciudadano. (v. Devivier «Curso de Apologética». P. AIlard. «Les esclaves chrétiens».)


2) Los discípulos de Jesucristo. Cuenta una vieja leyenda monástica que el abad Macario fué a visitar al gran Antonio, poblador del yermo, en su profunda y casi inaccesible soledad. Sentáronse ambos en cuclillas en el suelo, a la manera de los egipcios. Comenzaron a hablar y a trenzar esteras. Viendo Antonio la destreza, hija de la asiduidad, con que Macario tejía el palmito del desierto, le besó las manos, y exclamó: «hay una gran virtud en esas manos.» San Pablo estaba orgulloso de las suyas de tejedor, en las que puso callos la áspera lana de las cabras negras del monte Tauro, que ellas transformaban en la groserísima tela de los cilicios, que, por su aspereza, ha tomado casi exclusivamente sentido penitencial. Y se gloriaba de ganar su pan con su trabajo.

9ª  MEDITACIÓN

BAUTISMO DE CRISTO

 

CONTEMPLACIÓN SOBRE LA PARTIDA DE CRISTO NUESTRO SEÑOR DESDE NAZARET AL RÍO JORDÁN, Y CÓMO FUÉ BAUTIZADO.


Preámbulo. Narran la historia de este hecho los sinópticos Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21- 22): «Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser de él bautizado. Juan, empero, se resistía diciendo: Yo debo ser bautizado de Ti, y ¡Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús diciendo: Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. Y Juan, entonces, condescendió con El. Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los Cielos, y rió bajar al espíritu de Dios en forma de paloma y posar sobre Él. Y oyóse una voz del Cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia.»

 
Composición de lugar. Desde el siglo IV se señala corno lugar del bautismo de Jesús la ribera derecha del río a siete u ocho kilómetros del norte del mar Muerto (Prat). El cuarto Evangelio nombra dos localidades en las que bautizaba el Precursor: Betania, a tres jornadas de Nazaret (que no se ha de confundir con otra Betania del monte Olivete), y Ennón (fuentes), cerca de Salim, a una jornada de Nazaret, un poco más arriba de su desembocadura en el mar Muerto, Consérvase en este lugar una iglesia reconstruida el siglo pasado (Durand).


Petición. DEMANDAR CONOCIMIENTO INTERNO DEL SEÑOR, QUE POR MÍ SE HA HECHO HOMBRE, PARA QUE MÁS LE AME Y LE SIGA.


Punto 1°.  Se despide de su Madre Santísima.

 

No pierde San Ignacio ocasión de presentarnos a nuestra Madre, la Santísima Virgen, y de enseñarnos prácticamente el amor y la reverencia que la debemos. Es que tal amor nos es necesario para nuestra salvación y para nuestra santificación.

 
a) Podemos considerar en este misterio la conducta de la Santísima Virgen. Ilustrada por Jesús en aquellas sus íntimas comunicaciones de Nazaret y muy en los secretos de la economía de la redención, estaría esperando, y al mismo tiempo temiendo, la hora de la separación. Sabía que la labor mesiánica de Jesús pedía un campo más amplio que la casita de Nazaret. Y llegó el día; Jesús, con acento lleno de ternura, le dijo: ¡Madre, sabéis que he venido al mundo a establecer el reino de Dios, y para ello he de predicar la doctrina de salvación; lo quiere el Padre, y por Él tengo que dejaros!. La Santísima Virgen dijo, una vez más: «Fiat! ¡Hágase la voluntad de Dios! ¡Id, Hijo mío, a donde el Padre os llama! Con el corazón y con la oración seguiré unida a Vos y a vuestros trabajos.

Sacrificio grande el de la separación para Jesús y para María. ¡Se amaban tanto! ¡Vivían tan felices unidos! ¿Cómo lo aceptaron? ¡Con toda el alma! ¡Qué bendiciones no merecería del Cielo este sacrificio! ¡Asistamos a tan conmovedora escena...! María quedó asociada al apostolado de Jesús. Aprendamos a sacrificarnos.., y a decir «fiat» con toda el alma cuando Dios nos pida algo, por difícil que sea. A Jesús le costó muchísimo el ver sufrir a su Madre.


b) ¿Para qué quiso Jesús hacer este sacrificio? Para enseñarnos el desasimiento del corazón, aun de los amores más sagrados, que jamás nos han de impedir el hacer la voluntad de Dios. Magnífica lección en este punto de los ejercicios en que comenzamos ya a trabajar directamente en averiguar el modo concreto en que Dios quiere servirse de nosotros para que logremos la santidad. Sin esa libertad no la alcanzaremos, pues que es necesaria:

l.° Para lograr nuestra perfección, porque la desordenada afición de carne y sangre es obstáculo al amor y servicio de Dios.

2.° Es necesaria especialmente a los llamados a vocación apostólica, pues asegura al apóstol la libertad y la fuerza de acción; su vocación reclama y necesita todas sus fuerzas y todo su tiempo, su cuerpo y su alma, su inteligencia y su voluntad. ¡El primer paso en el seguimiento cÍe Cristo, cuando llama a estado de perfección, es el dejarlo todo...: casa, bienes, padres!


2) Va al Jordán. Parte a la conquista del Reino y marcha descalzo y solo. Quiere:
a) Autorizar el bautismo de Juan y disponer a los hombres a otro más eficaz que Él instituirá.
b) Santificar su ministerio iniciándolo con un acto heroico de humildad. Como los árboles, así los humildes tanto más profundizan sus raíces cuanto más alto edificio han de levantar. Nuestro Santo Padre nos repite con insistencia grande en las contemplaciones y aplicación de sentidos, que expone como pautas de dirección, quee hemos de guaidar siempre, que debemos para sacar provecho de tal vista o cosa.

No lo olvidemos. Abundante materia de reflexión nos brinda la despedida de Jesús y de su Madre. ¿Somos dóciles, prestos y diligentes en seguir los divinos llamamientos? ¿Hay en nuestros corazones algún amor que nos detenga en la marcha hacia Dios? ¿Estamos desasidos de todo..., padres, casa, hacienda, etc., y prontos a dejarlo todo si tal es la voluntad de Dios?


Punto 2.° El bautismo de Jesús.


SAN JUAN BAUTIZÓ A CRISTo NUESTRO SEÑOR, Y QUERIÉNDOSE EXCUSAR, REPUTÁNDOSE INDIGNO DE BAUTIZAR LO, DÍCELE CRISTO: HAZ ESTO POR LO PRESENTE, PORQUE ASÍ ES MENESTER QUE CUMPLAMOS TODA LA JUSTICIA.


1) «Tunc venit Jesus a Galilaea in Jordanem ad Joannem ut baptizaretur ab eo» (Mt 3, 13). Un día de invierno el carpintero de Nazaret, ignorado aún de todos, se presenta a orillas del Jordán, mezclado a la turba de penitentes que acudían atraídos por la vida santa y la predicación fervorosa del Precursor. Juan no conocía personalmente a su primo Jesús: «Et ego nesciebam eum» (Jn 1, 29); pero esperaba conocerle por la señal que el Señor le había indicado. Al acercarse Jesús mezclado con la turba de pecadores, haciéndose como uno de ellos, Juan, iluminado súbita y sobrenaturalmente, advertido por una voz interior le conoció, y lleno de asombro: «prohibebat eum, dicens; ego a te debeo baptizari sed tu venis ad me?» (Mt 3, 14); le disuadía diciendo: yo debo ser bautizado por ti, ¿y vienes Tú a mí?

Considera la humildad admirable de Jesús; había tomado forma de siervo y tomó también la de penitente, que de penitencia era el bautismo de Juan. Cómo despliega al viento su bandera; no olvides que con instancia y como gracia muy preciosa has pedido se le coneeda militar bajo ella en oprobios y humillaciones. Y procura que no sean palabras vacías tales súplicas.

       Juan, al reconocer a Jesús, sabiendo quién era, llenóse de asombro, reverencióle y humillóse a Él. ¡Cuántos bienes se siguen del conocimiento de Dios! ¡Y qué figura tan llena de encanto la del Bautista! ¡Jesús quiso honrarle; había por Jesús renunciado a todo y Jesús le quiere recompensar aun en la tierra!


2) «Respondens autem Jesus dixit: sine modo, sic enim decet nos implere omnem justitiam» (ib., 15). Déjame hacer ahora, que así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia. ¡Yo, humillándome; tú, obedeciendo! ¡Luego toda la santidad se compendia en humildad y obediencia! Aprendámoslo, que es lección difícil y necesaria: sujétate no sólo al mayor o al igual, sino aun al inferior... Como Jesús. Y eso no en acto de prescripción legal, como era la circuncisión, sino de piedad absolutamente libre, del que pudiera dispensarse sin dificultad ni desedificación de nadie. Para que aprendamos, y aunque sea para ello preciso empequeñecernos a los ojos de ciertas personas, no tengamos miedo de mostrarnos siempre sumisos y respetuosos a las menores recomendaciones de la Iglesia, escrupulosos cumplidores de las menores reglas del estado que hemos abrazado. No es rebajarnos, sino engrandecernos.

3) ¡Veamos a Jesús confundido con las turbas como uno de tantos pecadores! «Et baptizatus est a Joanne in Jordane» (Mc 1, 9). ¡Humildad portentosa! Con tan magnífico ejemplo inaugura Jesús su vida pública de apostolado.


Punto 3.° El milagro.


VINO EL ESPÍRITU SANTO Y LA VOZ DEL PADRE DESDE EL CIELO AFIRMANDO: ESTE ES MI HIJO AMADO, DEL CUAL ESTOY MUY SATISFECHO.


«Baptizatus autem Jesus confestim ascendit de aqua. Et  ecce aperti sunt coeli...» (Mt., 3, 16). Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua ie le abrieron los Cielos... Escena sublime de incomparable grandeza... ¡Cómo la contemplaría, lleno de devoción, el santo Precursor, que se confirmaría más y más en el fidelIsimo cumplimiento de la misión que Dios le había confiado y crecería en la estima de aquel que con tan humilde traza exterior se le presentaba, siendo como era el Hijo de Dios!

Magnífica aprobación de la divina Misión de Jesucristo y espléndida compensación de su solicitud en humillarse. Él se abaja a lo más profundo, al nivel de los pecadores. ¡Dios le ensalza a la sublimidad de Hijo Suyo! Siguiéronse al bautismo de Jesús, según el texto sagrado, tres cosas extraordinarias y maravillosas:

1) «Aperti sunt ei caeli.» Se le abrieron los Cielos. La llave que los abre para nosotros es la humildad; «humilibus dat gratiam» (Jac., 4, 6); da su gracia a los humildes y es la gracia semilla de gloria. Aspira al Cielo, ¡pero no olvides el camino! Este abrirse los Cielos fué, sin duda, visible a Jesucristo y al Bautista, como consta de San Juan: «Et ego vidi et testimonium perhibui quia hic est Fiiius Dei» (Jn 1, 34). Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que El es el Hijo de Dios.

¿Pero lo vieron los demás concurrentes? Sentencia es muy común de los Padres y Doctores la afirmativa; y el Padre Suárez, al exponerla, aduce la siguiente razón: «illa autem significatio sensibilis non erat Christo necessaria, sed nobis: ergo oportuit ut talis esset quae ab allis perciperetur»; tal manifestación sensible no era necesaria para Cristo, sino para nosotros; convino, pues, que fuese tal que la percibiesen los demás. Quiso ya Dios comenzar a manifestarnos a. su Hijo. Dichosos de nosotros, si, recibiendo agradecidos tal manifestación, sabemos aprovecharnos de ella: ahí está todo nuestro bien!


2) «Et vidit spiritum Dei descendentem sicut columbam et venientem super se» (Mt., 3, 16). Y vió bajar al Espíritu Santo en forma de paloma y posar sobre él. ¡Así honra Dios a quien se humilla! Procura con tu humillación tenerle propicio. No se ha de entender esta venida del Espíritu Santo sobre Jesucristo como si con ella recibiese su alma algún interno crecimiento de gracia y como si entonces fuese ungido del Espíritu Santo, puesto que desde el primer instante de su ser tenía toda plenitud, sino que fué una declaración y manifestación hecha a los demás de la presencia del Espíritu Santo en Cristo, o, como dice Suárez, no fué otra cosa que manifestar, con un nuevo signo sensible, el don del Espíritu Santo, que desde el principio de su concepción estaba en Cristo (Knabenbauer in Mt.).

Pidamos a ese Espíritu que baje a nosotros y nos llene de conocimiento y amor de Jesucristo, y de aliento grande para seguirle muy de cerca, respondiendo con presteza y diligencia a sus llamamientos.


3) «Et ecce voc de caelis, dicens: Hic est Filius meus dilectus, in quo mihi complacui» (Mt., 3, 17). Y oyóse una voz del Cielo que decía. Este es mi Hijo querido, en quien tengo puesta toda mi complacencia. Al que se humilla confundido entre los pecadores lo declara Hijo de Dios... ¿Quieres ser llamado por Dios hijo suyo? ¡Humíllate!, que Dios, «humilia respicit» (Ps., 137, 6), mira complacido a los humildes. Aprende a estimar al que has elegido para Capitán, a quien has jurado seguir; estudia sus ejemplos y sus grandezas para entusiasmarte con El y poner todo tu empeño en complacerle.

APLICACIÓN DE SENTIDOS SOBRE EL BAUTISMO DE JESUCRISTO

 

Punto 1º EL PRIMER PUNTO ES VER LAS PERSONAS CON LA VISTA IMAGINATIVA MEDITANDO Y CONTEMPLANDO EN PARTICULAR SUS CIRCUNSTANCIAS Y SACANDO ALGÚN PROVECHO DE LA VISTA.

 
Tres cosas indica San Ignacio que se han de practicar en la aplicación de cada sentido: ver, meditar y contemplar y sacar algún provecho


1) Ver,

Sigamos la narración evangelio supliendo lo que naturalmente se deja en ella entender. Veamos a Jesús, ya de edad de unos treinta años, el carpintero de Nazaret, y a María Santísima, su Madre, en su casita pobre, Pero limpia, Ventilada y alegre; qué encanto de vida! Se despiden, se bendicen mutuamente..., se abrazan, con qué amor y dignidad... Sus rostros, tristes pero resignados. ¡Cómo el Cielo bendice aquel sacrificio!

Jesús marcha solo..., Pobre..., descalzo, a buen paso..,, sin volver la vista a lo que deja, Modelo de apóstoles .., va a hacer la voluntad de su Padre, que le llama a la vida de Predicación y trato con los prójimos El camino es largo, pedregoso; escasos arbustos agitan sus raquíticas ramas; sólo las aves de rapiña y las bestias feroces turban el silencio de aquellas terribles soledades En medio de barrancos escarpados, la Naturaleza ha cavado grutas profundas; en ellas vivía retirado el santo Precursor… Al nordeste del desierto de Judá, el Jordán se lanza en el mar Muerto después de haber corrido sobre un lecho muy accidentado y descendiendo a partir de sus fuentes de una altura media de 700 metros El río, describe V. Guerin, se repliega sin cesar sobre sí mismo rodando sus turbias aguas unas veces sobre Un fondo fangoso, otras sobre un cauce erizado de rocas y sembrado de grandes bloques, entre los que se precipita hirviente. En gran parte de su curso, sus riberas, sinuosas, están pobladas de sauces, acacias, tamarindos, álamos y cañaverales. Así corre murmurador e impetuoso, entre orillas de perpetua verdura, que lo encuadran casi sin interrupción. En el fondo de esta maleza, a veces impenetrable, refugio de fieras, jabalíes y víboras, corre una zona bastante estrecha de tierra muy fértil. Cerca de Jericó había un vado: allí predicaba el Bautista y se bautizó Jesús (Bohnen, 5. J. (Vade-mecum des récits évangéliques).

Veamos a Jesús llegar a ese lugar y confundirse con las turbas penitentes de pecadores.., y acercarse a recibir el bautismo de penitencia. Era en noviembre, tres meses después de iniciada la predicación del Precursor. Después veamos a Juan resistiéndose, lleno de respetuosa confusión y reverencia.,. Cede..., ¡le bautiza!

Veamos cómo se abren los Cielos y el Espíritu Santo desciende en forma de paloma...
Meditar y contemplar. ¡Cuánta humildad! ¡Cómo se abaja! Va a emprender la vida de Apóstol; lo deja todo...: casa..., comodidades..., ¡Madre! Primer paso del apostolado, la renuncia total. Segundo, la humildad..., la obediencia... Así se abren los Cielos.., y la gracia desciende.., para fecundizar los trabajos...


3) Sacar algún provecho. ¿Me llama a mí Dios a vida apostólica? ¿Estoy dispuesto a seguir ese llamamiento? El primer paso..., dejarlo todo...; la disposición primera, la humildad... ¿Me ha llamado ya? ¿Vivo como el modelo?


Punto 2° OÍR CON EL OÍDO LO QUE HABLAN O PUEDEN HABLAR, Y REFLEXIONANDO EN MI MISMO, SACAR DE ELLO  ALGÚN PROVECHO

 
1) Oír. No poco nos dice el mismo Sagrado Evangelio.

Despedida. ¿Qué se dirían el Hijo y la MadrE? ¿Cómo Jesús expondría a María que era llegada la hora en que por disposición de su Padre celestial había de dejar aquel dulcísimo retiro para darse a la vida apostólica? ¿Y cómo la Santísima Virgen repetiría una vez más el «he aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 18). Qué palabras más tiernas de amor, de sumisión a la divina Voluntad .., de santa alegría y aliento, se dirían mutuamente ¿Cómo se despedirían?

Diálogo con San Juan. Quiere el Bautista disuadir a Jesús de su bautismo «Yo debo ser bautizado por Ti ¿Tú vienes a mí? (Mt 3, 14). Y Jesús le responde: «Déjame ahora hacer, Porque conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt., 3, 15).

Después la VOZ de lo alto: «Este es mi Hijo »amado, en el cual me complazco» (Ib.,

 

2) REFLECTIR PARA SACAR ALGÚN PROVECHO. Pidamos al Divino Capitán y a su Madre Santísima nos llenen de santo esfuerzo para renunciar a todo cuando se trate de seguir el llamamiento de Dios. ¡Que jamás pretendamos que allí venga Dios donde nosotros queremos, sino que nos determinemos a dejarlo todo para ir a DIOS! Que nos ilumine para que conozcamos más y más internamente al Señor, que por mí se ha hecho hombre, Que aprendamos a humillarnos para ser ensalzados y merecer ser llamados hijos de Dios.

 
Punto 3 «OLER Y GUSTAR... LA INFINITA SUAVIDAD Y DULZURA DE LA DIVINIDAD, DEL ANIMA Y DE SUS VIRTUDES Y DE TODO...; REFLICTIENDO EN SÍ MISMO Y SACANDO PROVECHO.

 
1) Qué delicioso aroma el que impreg la casita de Nazaret; qué suave fragancia la que despide la persona santísima de Jesús la de María, la del Bautisma ¡Aromas de] Cielo!
21 ¿Y yo? ¡Despido hedor de corrupción! cómo debe perfumarlo todo el cristiano que debe ser Christi bonus odor» (1 Cor., 2, 15); buen Olor de Cristo y cuánto más el Apóstol como otro Cristo, con su vida santa, con su porte modesto y recatado, con sus palabras de vida eterna, con sus obras.

 

Punto 4.° TOCAR CON EL TACTO, ASÍ COMO ABRAZAR Y BESAR LOS LUGARES DONDE LAS TALES PERSONAS PISAN..., SIEMPRE PROCURANDO SACAR PROVECHO DE ELLO.

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Entremos en el taller...; allí quedan los instrumentos de trabajo, los utensilios.., de que se sirvió Jesús durante los treinta años de su vida oculta... Si hubiésemos logrado que nos dieran alguno de esos objetos, ¡cómo los veneraríamos!, y nos parecería al besarlos sentir que de ellos fluía celestial dulzura. Con gran respeto y cariño, pidiendo permiso a nuestra Madre, hagámoslo..., y besemos aquel suelo, y aquellos objetos..., y la orla del manto de María y su mano maternal. Y dejemos que el alma se llene de suave jugo de devoción. Besemos las huellas que Jesús va dejando en su marcha hacia el Jordán: son tan preciosas las huellas del Apóstol!

NOTA. E1 P. Polanco, en su Directorio (Mi., ser. 2, p. 816, 77) dice: «Y avísese al que se ejercita que mayores señales de la voluntad de Dios se habían de exigir para permanecer en la vía común, que llamamos de los Mandamientos puesto que «Cristo dice que es difícil que entren en el Cielo los que poseen riquezas, que no para elegir el camino de los consejos, que el mismo Cristo, eterna sapiencia, aconseja, aunque no manda, porque es más seguro, indudablementc y más perfecto; por lo que más propenso debe estar (por su parte) a tomar el camino de los consejos que no el de los preceptos, si a Dios le agradare más aquel.»

10ª  MEDITACIÓN

 

LAS TENTACIONES DE JESÚS EN EL DESIERTO

Preámbulo. Cómo Jesús, lleno del Espíritu Santo, se fué del Jordán y el Espíritu le condujo al desierto, donde estuvo cuarenta días, siendo tentado por el diablo, sin comer nada y morando entre las fieras. Al cabo de los cuarenta días, sintiendo El hambre, se le acercó el tentador y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan.» Jesús le respondió «Está escrito: »No Vive el hombre de solo pan, sino de todo lo que Dios dispone» (Deut 8, 3). Luego le llevó el diablo a la ciudad santa y le subió al pináculo del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque está escrito: Te ha encomendado a sus ángeles para que te guarden y te han de llevar en sus manos para que tus pies no se lastimen contra ninguna piedra» (Salm 90, 11, 12). Jesus le contestó: «También está escrito: No tientes al Señor tu Dios» (Deut 6, 16). Hablándole Ilevado todavía el diablo a un monte elevado, le puso en un momento ante los ojos todos los reinos de la tierra con su gloria, y le dijo: «A Ti te voy a dar todo este poder con su gloria. Esta puesto en mis manos y se lo doy a quien quiero; conque si te postras delante de mí, todo será tuyo. Entonces le dijo Jesús: «Retírate, Satanás, porque está escrito: »Adora al Señor tu Dios. Tributa culto a Él sólo» (Deut., 6, 13). Agotadas todas las tentaciones, el diablo le dejó y se alejó de Él por algún tiempo. Entonces se le acercaron los ángeles y le servían» (Mt., 4, 1-11; Mc., 1, 12-13; Le., 4, 1-13).


2.° Composición del lugar. E1 desierto de Jericó, a unos diez kilómetros del Jordán, y en él una montaña rocosa de 1.200 pies de elevación, rodeada de colinas, de difícil acceso a los hombres. En su ladera se abren, a diferentes alturas, numerosas grutas o cuevas. Llámase la montaña de la cuarentena y está a unos veinticinco minutos de la fuente de Eliseo.

Punto 1.°  El desierto.


DESPUÉS DE HABERSE BAUTIZADO FUÉ AL DESIERTO, DONDE AYUNÓ CUARENTA DÍAS Y CUARENTA NOCHES.


1) ¡Qué lección para los Apóstoles! Había vivido treinta años retirado; para nada necesitaba de preparación, pero la necesitamos mucho nosotros. Se retiró, «tunc», en seguida del bautismo y de la prodigiosa manifestación celestial, lleno del Espíritu Santo; se retiró para huir el aplauso de las turbas, a gustar a solas del don celestial; para manifestarnos que los dones interiores son preferibles a las ceremonias exteriores...

«Et agebatur a Spiritu in desertum» (Lc 4, 1). Era conducido por el Espíritu al desierto; el Apóstol nos dice que «qui Spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei» (Rom., 8, 14); «los que son movidos por el Espiritu de Dios son hijos de Dios; en cambio los hijos de Adán o de este siglo son movidos en sus obras por ímpetu del espíritu malo, que es espíritu del demonio, o mundo, o carne, o espíritu propio, torcido e inclinado a su propio parecer y propia voluntad» (La Puente). 

Considera qué espíritu te rige y conduce en tus determinaciones y esfuérzate en atender las mociones del Espíritu Santo y segurlas fielmente, entregándote fielmente a ellas cn docilidad, sobre todo eneltrabajo de la eleccion oreforma en que te ocupas estos días.

 

2) ¿Adónde le condujo? Al desierto, a la soledad, alsilencio; no a Jerusalén o a otros poblados a conversar y tratar con las gentes El espíritu mundo huye la soledad; el de Dios, al contrario, «ducam eam in solitudine et loquar ad cor eius» (Os., 2, 14). Le llevaré a la soledad y hablaré a su corazón en él está el reino de Dios: «regnun Dei intra vos est» (Lc, 17, 21). Recordemos to grwr des bienes del retiro para la preparacjót del Ap(t01 al cual le es muy necesario; recuérdese a Moisés, a  los Profetas, al Bautista; y más cerca de nosotros a Santo Domingo, a San Francisco, a San Ignacio que buscaron y amaron la soledad para llenarse en ella del espíritu de Dios y poder así después comunicárselo a los demás. Ni se crea que tal reposo con Dios sea indolente y estéril; por el contrario, es viril esfuerzo para librarse de la corriente de las cosas vanas y para oír en el fondo del corazón, en vez de las voces inútiles o mentirosas de los hombres, la voz de Dios. Guárdalo pues, religiosamente, siquiera en el tiempo santo de Ejercicios y lograrás frutos suavísimos.

 
3) Vida de Jesús en el desierto.


a) «Erat cum bestiis» (Mc 1, 18); moraba con las bestias, alejado del consorcio de los hombres; solitario de cuerpo y de alma

b) Silencio absoluto; aficiónate a él y guárdalo durante tu retiro que tiene grandes utilidades y es el gran medio de aprender a hablar.

c) Oraba; toda su conversación era con el Cielo; entregaba día y noche a la oración sólo atentp  a Dios y a las cosas divinas: oraba por los Apóstoles, por los fieles, por los hombres. Tengo prisa de obrar, y, sin embargo, orar es más necesario y sufrir, más eficaz. Dios llama particularmente a la cooperación de su Redención a tres categorías de almas: apostólicas… suplicantes… víctimas. Preferimos la acción; nos gusta un poco menos la oración; nos horroriza el sufrimiento y la cruz. Y sin embargo…

d) Ayunaba y se maceraba. Quiso ayunar para que así corno la perdición del género humano comenzó por la gula, la salud comenzara por el ayuno, Y nos enseñó la mortificación de la carne, tan necesaria a los principiantes para satisfacer por los pecados, sujetar el cuerpo, reprimir los vicios y domar las pasiones; a los proficientes y perfectos, para regir los sentidos, disponer el corazón y el espíritu para la oración, meditación de las cosas santas y ejercicio del ministerio apostólico y para fecundar los trabajos apostólicos, logrando de Dios ubérrimas bendiciones.

Y fué el ayuno de Jesús prolijo, de cuarenta días; muy riguroso, sin comer ni beber nada: molesto a la carne, pues que al fin dice el Santo Evangelio que sintió hambre. ¿Para qué cuarenta días de retiro y ayuno? Extraña manera de disponerse al trabajo..., ¡debilitarse por el ayuno!, ¡agotarse en la oración! Lección magnífica; jamás me lanzaré con seguridad al ministerio apostólico sin haber intensificado antes la vida interior, y esto se logra más fácilmente en retiro. «Difficile est in turba videre Christum; solitudo quaedam necessaria est menti nostrae... Turba strepitum habet, visio ista secretum desiderat» (5. Aug., ML. 35, 1533. In Jo. Ev., tr. 17, e. 5, n. 11). Difícil es ver a Cristo entre la turba: es necesaria a nuestra mente cierta soledad... La turba causa estrépito; esta visión pide secreto. «Et ecce intus eras, et ego foris et ibi te quaerebam... Mecum eras et tecum non eram» (S. Aug. Confess., 10, 27. ML. 32, 795). Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba... Estabas conmigo y yo no estaba contigo.


Punto 2.° La tentación.


FUE TENTADO DEL ENEMIGO TRES VECEs: LLEGÁNDOSE A ÉL EL TENTADOR LE DICE: SI ERES HIJO DE DIOS DI QUE E5TAS PIEDRAS SE TORNEN EN PAN; ÉCHATE DE AQUÍ ABAJO; TODO ESTO QUE VES TE DARÉ SI POSTRADO EN TIERRA ME ADORARES.

 

Fue llevado al desierto para ser tentado…¡Jesús, tentado! ¡Un Dios tentado! «¿Es que el mundo podía ejercer algún atractivo sobre quien era a la vez Dios y hombre? Y si no, ¿dónde está el mérito de la victoria para un alma que no podía pecar?... Sin que pretendamos esclarecer el misterio, haremos notar, que la mayor dificultad viene de que concebimos ordinariamente la tentación de Jesús como semejante a las nuestras. No hay en nosotros solicitación al mal que no deje algún vestigio. Por rápido que sea el mal pensamiento, el primer movimiento del corazón es con frecuencia de adhesión a él. Nada semejante acaeció en Jesús porque no habiendo tomado los malos resabios de nuestra humanidad pervertida no pudo conocer esos deseos que en nosotros se despiertan sin nuestro consentimiento y que, con todo, son nuestros, porque en ellos hallamos o reminiscencias de pasadas faltas o la levadura de la concupiscencia original. Jesús no fué tentado sino exteriormenlte con imágenes o palabras que herían los sentidos, sin que jamás la seducción llegara al alma ni la manchara. Si el agua está exenta de toda impureza, la agitación más violenta no le quitará nada de su limpidez; si reposa en lecho fangoso, el menor movimiento la enturbia. En Jesús y en nosotros las mismas tormentas que conmueven nuestra naturaleza pecadora agitaron también pero sin alterar su pureza, al Hijo de María» (Pouard Vie de N. Seigneur 1, 144).


1) ¿Por qué quiso ser tentado? Vino Jesús a curarnos y salvarnos Es la tentación una de nuestras miserias, consecuencia del pecado Habitamos una tierra expuesta a la tentación como a la ignorancia, al dolor, a la muerte... Jesús quiso alentarnos con sus combates: «tentatum per omnia pro similitudine» (Heb., 4, 15); sabe compadecerse de nuestras miserias habiendo Voluntariamente experjmen tado todas las tentaciones y debilidades a excepción del pecado, por razón de la semejanza con nosotros. Quiso instruirnos enseñándonos que la tentación, por muy violenta que sea, no es el pecado y mostrándonos de dónde viene, cómo procede y cómo se resiste y vence. «Sufrió ser tentado el emperador para enseñar a luchar al soldado.» «Ad hoc enim pugnat imperator ut milites discant» (S. Aug., serm. 123, c. 2. ML. 38, 685). «El Señor de todo consiente ser tentado por el diablo para que todos aprendamos a»vencer en Él» (San Amb. in Lc. ML., 15, 1697). Y también, como escribe San Agustín: «para servirnos de mediador en el vencer las tentaciones, no sólo con su ayuda, sino también con el ejemplo. «Ut ad superandas tentationes, mediator esset, non solum per adjutorium, verum etiam per exemplum» (4 de Trin., 13, 17. ML. 42, 899).

Preparémonos, porque seremos tentados. ¿Por qué?

a) Porque somos carne y espíritu, naturaleza compuesta y «caro concupiscit adversus spirítum, sipiritus autem adversus carnem: haec enim sibi invicem adversantur» (Gal., 5, 17). Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne; como que son cosas entre sí opuestas. San Pablo se lamentaba de este combate (Rom., 8). ¿Me veré yo libre de él? ¿Me admiraré? ¿Me entristeceré? Recordemos el «Sufficit tibi gratia mea» (2 Cor. 12, 9). ¡Mi gracia te basta!

b) Porque somos por el bautismo y la confirmación hermanos y soldados de Jesucristo, asociados a su divina empresa, coherederos... «Si tamen compatimur» (Rom., 8, 17), con tal de que padezcamos con Él. Es a Jesucristo a quien el enemigo de natura humana persigue en nosotros.

c) Para ser fundados en humildad, que es la base de las otras virtudes, Dios nos quiere muy asentados en ella, y por eso permite a veces hasta la caída, como en San Pedro. Mucho hablan los ascetas del bien que podemos sacar de la tentación.

d) Para que aprendamos a gobernarnos a nosotros mismos «sunt tamen tentationes hominis saepe valde utiles, licet molestae sint et graves: quia in illis horno humiliatur, purgatur et eruditur» (Imitación de Cristo, 1, 13). Y son las tentaciones con frecuencia muy útiles al hombre, aunque sean molestas y graves, porque en ellas el hombre se humilla, se limpia y es instruido. Hermosamente, como suele, el Padre Rodríguez, en su Ejercicio de Perfeión, expone las utilidades de la tentación (P. 2, tr. 1).

       Y es la tentación necesaria en nuestro estado actual, pues que nuestra vida sobre la tierra es combate: «Militia est vita homnis super terram» (Job, 7, 1). «Accedens igitur ad servitutem Dei, praepara animam tuam ad tentationem» (Eccli., 2, 1). En entrando en el servicio de Dios..., prepara tu alma parn la tentación


2) ¿Cómo quiso ser tentado? Acercóse el tentador a Jesús y vio que estaba hambrieito y por ahí le acometió. Nos estudia, «y por donde nos halla .»más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarIos» (327-R 14.a de las de discernimjeito de la primera serie) Con tres ataques sucesivos se esforzó SatáI en penetrar hasta el alma de Jesús: sensualidad, presunción, codicia.

 
a) Tuvo hambre, no tenía a mano con qué satisfacerla: le insinuó «¡Si eres Hijo de Dios, que estas Piedras se conviertan en pan!» Jesús le respondió al punto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» «El primer asalto del maligno no es propiamente una tentación de gula. Había acabado el térmjno que fijara al ayuno y no es acto de sensua lidad, ni hay imperfección ninguna en querer aplacar el hambre cuando se siente uno torturado por ella y nada impone la obligación de la abstinencia. El desorden estaría en usar de un poder milagroso sin necesidad y movido por una sugetión excitada por la curiosidad o la malicia Hacer un milagro para mostrarse taumaturgo sería pura ostentacjón; obrarlo únicanentc para satisfacer una necesidad natural sería una muestra de desconfianza en Dios. En tal caso es preciso entregarse a la Providencia que proveerá a nuestras necesidades por medios insospechados. Tal es el sentido de la respuesta.

Los hebreos en el desierto reclamaban a grandes gritos el pan; Dios hizo llover sobre ellos el maná, que no esperaban para »mostrarte, dijo a Moisés (Deut., 8, 3), que el hombre uno vive sólo de pan, sino de cualquier cosa que Dios dispusiere. Doble fracaso para Satán. Esperaba aprovecharse del estado de inanición en que se hallaba Jesús después de su largo ayuno para inducirlo a hacer un milagro inútil y que no hacía al caso. Quedó defraudado. Quería saber si Jesús era el Hijo de Dios y tenía conciencia de serlo. Y nada averiguó; Jesús guardó su secreto» (Prat, Jesus-Christ., 1, 165).

Seremos también nosotros tentados por la excitación de los sentidos, que reclaman satisfacción «esuriit».. Satán y el mundo excitan con empeño la sensualidad para empujarnos a apacentarla en el placer. Estemos alerta, conozcámonos, pensemos que hay placeres harto más dignos del hombre; confiemos en Dios, que nos los hará gustar si sabemos renunciar a los sensuales.

 

b) No ceja el enemigo, sino que reanuda el combate: «Assumpsit eum» lo tomó y llevóle a la ciudad santa, y poniéndole en el pináculo del templo, le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo, porque está escrito que te ha encomendado a sus ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra» (Mateo, 4, 5-6). Humildad grande la de Jesús en dejarse llevar así del enemigo. Mostrándole desde el pináculo del templo la muchedumbre de gente que llenaba los atrios, sugirióle que hiciese ante ella alguna acción señalada . «Descender en manos de los ángeles, aparecer ante la gente con esa pompa celestial, ¿no equivalía a captarse la adoración y arrebatar los corazones? Satanás no concebía tentación más seductora para eI Salvador.

Vano artificio, porque Jesús no quería brillar a los ojos de la carne, sino a los del espíritu, y cautivar las almas con una gracia desconocida de los soberbios. Se contentó, pues, con responder: «También está escrito. No tentarás al Señor tu Dios» (Deut., 6, 16). Tentación frecuente y con la que alcanza el enemigo continuas victorias, la vanidad. Es el honor sombra dorada tras la que corren desalados los hombres. «Eritis sicut dii» (Gen 3, 5). Seréis como dioses, fué la primera tentación propuesta al hombre ¡Cómo seduce el ansia de ser más! Y también cuántas veces «tentamos» a Dios queriendo obtener resultados apetecibles por medios que a Dios no agradan; presunción harto frecuente es querer guardar el recogimiento del espíritu frecuentando mundo... Pensar que hacemos lo bastante con algunas prácticas devotas descuidando la vigiIancia de corazón y los sentidos. Leerlo y curiosearlo todo, y seguir firmes en la fe y limpios en la pureza ¡No nos engañemos!

 
e) «Todavía le subió el diablo a un monte muy encumbrado y mostróle todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y le dijo: Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares» (Mt., 4, 8-9). Pondera el Padre La Puente «la sed rabiosa que el demonio tiene de mi condenación pues todo el mundo, si fuera suyo, me lo diera porque yo haga un pecado mortal contra Dios... ¡Y cuan propio es del demonio, padre de la mentira, engañar a los hombres con falsas promesas de lo que ni es suyo ni lo puede dar a su voluntad!... ¡Y cuán grave es el pecado mortal especialmente de avaricia y ambición, pues no es otra cosa que postrado en tierra adorar a Satanás!

El Señor respodió «Vete de aquí, Satanás por que escrito está,  a tu Señor adorarás y a Él sólo servirás» (Ib., 10). Aprendamos a estimar en más que todo el mundo a nuestra alma y a despreciarlo todo por el servicio y adoración de Dios, considerando quc es envilecimiento irracioflal el dejarnos dominar por la codicja de bienes terrenos.


3) Magnífica y utilísjma lección la que quiso el Señor leernos en estas luchas con el enemigo. Es el Capitán a quien juramos seguir y vamos, movidos por ese ofrecimiento, estudiando su vida, investigando sus huellas para pisar sobre ellas y seguirle de cerca. Saquemos como enseñanzas prácticas:

a) No afligimos ni desconsolarnos al ser tentados, pensando que por ello nos quiera menos el Señor, no! Si Jesús fué tentado, ¿tendré yo a menos el serlo?

b) Acudir con gran confianza al Señor, por remedio y ayuda, diciéndole: «¡Rey mío!, pues sabéis qué es ser tentado, compadecete de mí y quitadme la tentación o dadme fuerzas para vencerla» (La Puente.)

e) Prevenirme para las tentaciones con oraciones y ayunos y procurar estar firme y trabajar poi hacer lo contrario de lo que el enemigo me insinúa

Punto 3° La victoria.

VINIERON LOS ÁNGELES Y LE SERVÍAN

 
1) «Entonces le dejó el demonio y vinieron los ángeles a servirle» (Mt 4, 11). Satán se retira; Jesús queda vencedor; como lo seré yo con Él y podré exclamar como el Apóstol: «Deo autem gratias, qui dedit nobis victoriam per Dominum Nostrum Jesum Christum» (1 Cor., 15, 57). Gracias a Dios, que nos concedió la victoria por Jesucristo Nuestro Señor. La recompensa será magnífica. Jesús cumple sus promesas, y si le seguimos en la pena, también le seguiremos en la gloria. «Reddet que homini iuxta opera sua» (Prov., 24, 12). «Reddet unicuicque, secundum opera eius» (Mt 16, 27). Dará a cada uno conforme a sus obras. «Bajaron los ángeles y le servían.» ¡Cómo se gozarían de la victoria de su Señor! Y con qué solicitud y alegría le prestarían sus servicios; bien ganado tenía aquel descanso y aquel refrigerio.

Recojamos el fruto del combate. Cuidado ha de ser de toda la vida el evitar, por nuestra parte, cuanto a la tentación puede llevarnos, vigilando para no ser sorprendidos: «omnibus dico, vigilate!»; lo digo a todos, ¡ vigilad! (Mt., 13, 37), apartándonos de las ocasiones que quien se pone en peligro caerá en él, y orando siempre sin desfallecer.

Pero no basta; es preciso que tomemos la ofensiva obrando contra las inclinaciones desordenadas, «HACIENDO CONTRA», como nos enseña San Ignacio, previniendo la tentación, haciendo uso de sus contrarios, fortificando el punto flaco, pues el mal espíritu estudia nuestras virtudes y defectos para atacarnos por donde nos ve más flacos; justo es que acudamos a su renwdio. Enséñanos también Jesús y es práctica de gran eficacia, a resistir immediatamente, no entrando en conversación con el enemigo, como lo hizo Eva con fatal resultado.


2) Pero otro fruto podemos sacar suavísimo de esta meditación, y es una gran confianza en la divina Providencia, que tanto cuidado tiene de su Hijo y de los que como Él luchamos en el desierto. Bendito sea Él, que con sus tentaciones nos moreció gracia para vencer las nuestras. Pidámosie que nunca nos falte y que jamás desconfiemos de ella ni busquemos neciamente ayudas humanas olvidando la divina.

Recordemos que los ángeles asisten invisiblemente a los que luchan para ayudarles; y cuando vencen se alegran con ellos y solemnizan nuestras victorias; y así tengo de amarlos, reverenciarlos y llamarlos a menudo en mi socorro.

Debemos, por fin, como dice el Padre La Puente, «tener paciencia y sufrimiento en las necesidades temporales, porque a su tiempo las remediará Dios Nuestro Señor, y tener confianza en las tentaciones, aunque se multipliquen y prolonguen, porque»a su tiempo hará Dios que cesen; pero no tengo de asegurarme, pues dice San Lucas que Satanás huyó «hasta otro tiempo» (L, 4, 13); de modo que

11ª  MEDITACIÓN

LLAMAMIENTO DE LOS APÓSTOLES

Preámbulo. E1 primer Preámbulo es la historia; será aquí cómo Jesús llamó a los Apóstoles para que le siguiesen de cerca, dejándolo todo. Estando el Bautista a orillas del Jordán, con dos de sus discípulos vió pasar a distancia a Jesús, y mirándole dijo: «He aquí el cordero de Dios»; al oírlo, Juan y Andrés se fueron tras de Jesús, quien, volviéndose a ellos, les dijo: «iQué buscáis? —Maestro, ¿dónde habitas? Venid y lo veréis.» Le acompañaron y pasaron con El lo que restaba del día y la noche siguiente. Andrés, al encontrarse con su hermano Simón, le dijo: «Hemos hallado al Mesías, al Cristo!», y le llevó a Jesús, que fijando su vista en él le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra.»

Al día siguiente encontró Jesús a Felipe, natural de Betsaida, patria de Andrés y Pedro, y dijole: ¡Sígueme! Más tarde, como estuvieran pescando en el mar de Galilea; llamó a Andrés y Pedro, y ellos al instante le siguieron, dejando sus redes. De modo análogo llamó a los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago. Y estando en su trabajo llamó a Mateo. No consta en el Evangelio el modo que usó para llamar a los otros Apóstoles.


Composición de lugar. La región próxima al Jordán y las orillas del lago de Calilea, donde reunió sus doce Apóstoles.


Punto 1.°—TRES VECES PARECE QUE SON LLAMADOS SAN PEDRO Y SAN ANDRÉS: 1º, A CIERTA NOTICIA; ESTO CONSTA POR SAN JUAN EN EL PRIMER CAPÍTULO; SECUNDARIAMENTE, A SEGUIR EN ALGUNA MANERA A CRISTO CON PROPÓSITO DE TORNAR A POSEER LO QUE HABÍAN DEJADO, COMO DICE SAN LUCAS EN EL CAPÍTULO QUINTO; TERCIAMENTE, PARA SEGUIR PARA SIEMPRE A CRISTO NUESTRO SEÑOR SAN MATEO EN EL CAPÍTULO CUARTO Y SAN MARCOS EN EL PRIMERO.

 
1) A cierta noticia. Para ello se vale del Bautista, que les muestre con su dedo a Jesús y les empuje hacia El, diciéndoles: «Ese es el cordero de Dios.» Ya antes, la víspera, les había hecho grandes ponderaciones que terminaron con aquella magnífica frase: «Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que Él es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34). ¡Cuántas veces se vale el Señor de nuestros Padres espirituales para llevarnos y empujarnos a Dios! ¡Si fuésemos siempre dóciles a sus enseñanzas y consejos, cuán fácilmente hallaríamos a Dios! Así les sucedió a Juan y Andrés, que apenas oyeron la indicación del Bautista se pusieron a seguir a Jesús. ¡Y cuán bueno es Jesús para los que de buena voluntad le siguen! Al punto se volvió a ellos y les dijo:
«¿Qué buscáis?» Respondieron ellos: «Rabbi (que quiere decir Maestro), ¿dónde habitas?» Díceles «Venid y lo veréis.» «Fueron, pues, y vieron dónde habitaba, y se quedaron con Él aquel día (Jo., 1, 38-39).

Con qué afabilidad, con qué llaneza trata a su seguidores. Y cuán satisfechos quedaron de aquellas horas de consolación. Andrés fué al punto a comunicar su dicha a su hermano Pedro, y logró conducirle a Jesús. ¡Cuán provechosa es una buena amistad! Jesús, al ver a Pedro, fijó los ojos en él; le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás (o Juan). Tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra» (Ib., 42). No comprendió entonces Simón toda la trascendencia del cambio de nombre que se le anunciaba ¿Y Juan? Nada dice en su Evangelio, pero sin duda que hablaría también de lo ocurrido a su hermano Santiago, y es de creer que le llevó a Jesús, pues que tan sabrosas le hubieron de parecer aquellas horas pasadas con el Maestro, que hizo constar concretamente que tan feliz cncuentro tuvo lugar «como a la hora décima» (Ib., 39), es decir, a las cuatro de la tarde. Cuánto hemos de apruciar los divinos regalos y cómo hemos de procurar aprovecharnos de ellos, no sólo para nosotros, para nuestro aprovechamiento espiritual, sino también para bien de los demás.


2) Secundariamente, a seguir en alguna manera a Cristo con propósito de tornar a poseer lo que habían dejado. Narra San Lucas que, después de haber predicado desde la nave de Pedro al numeroso concurso, «dijo Jesús a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Replicóle Simón. Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido; no obstante, sobre tu palabra echará la red. Y habiéndolo hecho, recogieron tan grande cantidad de peces que la red se rompía. Por lo que hicieron señas a los compañeros de la otra barca que viniesen y les ayudasen. Vinieron luego, y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen. Lo que viendo Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apiádate de mi, Señor, que soy un hombre pecador... Entonces Jesús dijo a Simón: No tienes que temer; de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc., 5, 4-11).

Diríase que suavemente el Señor, por experiencia de consolaciones y desolaciones, va preparando a sus elegidos para el paso decisivo. Sin Él habían trabajado toda la noche y no habían logrado pescar nada; horas de desolación; con Él, al primer lance se les cuajaron las redes; fué una consolación. Natural parece que su corazón se dispusiera a seguirle; y así lo hicieron.


3) Terciamente, para seguir para siempre a Cristo Nuestro Señor. San Mateo narra el llamamiento de Simón y Andrés: «Caminando un día Jesús por la ribera del mar de Galilea vió a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la redes en el mar (pues eran pescadores), y les dijo: seguidme a Mí, y Yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los dos, dejadas las redes, le siguieron.» Y la de Santiago Y Juan a continuación «Pasando más adelante vio a otros dos hermanos, Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano, componiendo sus redes en la barca con Zebedeo, su padre, y los llamó. Ellos también al apunto, dejadas las redes y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 18 Y sigs.).

Ya preparados por las experiencias pasadas siguieron dóciles el llamamiento divino, dejándolo todo por seguir a Jesucristo. Que nada nos impida seguir su divino llamamiento. Y no pensemos que por haberlo Ya seguido en cuanto al estado de vida y haber abrazado el de perfección cesa nuestra obligación de atender la voz de Jesucristo, que nos llama, pues que dentro de ese estado, si no la oímos Y seguimos, podrá suceder que vivamos harto imperfectamente.

Atendamos, pues, prestos y diligentes los continuos llamamientos de Nuestro Señor y dispongámonos para venir en perfección. Este segundo tiempo para hacer sana y buena elección, por experiencia de consolaciones Y desolaciones, parece que San Ignacio supone que es corriente en tiempo de ejercicios, cuando el ejercitante los hace debidamente.


Punto 2.°  LLAMÓ A FILIPO, COMO ESTÁ EN EL PRIMER CAPÍTULO DE SAN JUAN, Y A MATEO, COMO EL MISMO MATEO DICE EN EL NONO CAPÍTULO.


1) Cumplióse en ello el primer tiempo para hacer sana y buena elección, que «ES CUANDO DIOS NUESTRO SEÑOR ASÍ MUEVE Y ATRAE LA VOLUNTAD, QUE SIN DUBITAR NI PODER DUBITAR, LA TAL ÁNIMA DEVOTA SIGUE A LO QUE ES MOSTRADO»

Al día siguiente determinó Jesús encaminarse a Galilea, y encontró a Felipe, Y díjole: «Sígueme.» Era Felipe de Betsaida, patria de Andrés y de Pedro» (Jn 1, .1:1-44).
«Partido de aquí (de Cafarnaum), Jesús vio a un hombre sentado al banco, llamado Matero, y le dijo: Sígueme. Y él, levantándose luego, le siguió» (Mt 9, 9). Son ambas elecciones hechas en el primer tiempo. Es sin duda extraordinario  que nadie debe pretender se cumpla en él, aunque el Señor misericordiosamente lo haya en repetidas ocasiones usado. Tal fué la vocación de Pablo, y análogas parecen la de un San Luis, San Estanislao y otros favorecidos por el Señor.

Cuando Dios se comunica de ese modo, como dice San Ignacio, atrae la voluntad con fuerza irresistible. Claro que no priva al así llamado de la libertad, pero sí le alienta con eficacia admirable para realizar esforzado los más arduos sacrificios.

 
2) San Felipe quedó tan plenamente satisfecho de su encuentro con Jesús y tan convencido de que era el Mesías aquel a quien había seguido, que a la pregunta dudosa de Natanael respondió con segura Confianza: «¡Ven y ve!» y podrás juzgar por ti mismo; y logró llevar, al menos a otro, al Maestro.

De San Mateo nos dicen los sinópticos (Mt 9, 10- 17; Mc 2, 15-22; Lc 5, 29.39) que tan gustosamente siguió el divino llamamiento, que para festejar tan fausto acontecimiento dió un banquete, y en él tomaron parte, con Jesús, sus discípulos y muchos publicanos y pecadores porque le seguían muchos de ellos. Escandalizados hipócritamente los escribas y fariseos, decían a los discípulos de Jesús: «¡Vuestro Maestro come y bebe con publicanos y pecadores públicos!» Cosa para ellos, sepulcros blanqueados, verdaderamente intolerable Y como los discípulos, no sabiendo qué responder, acudieran a Jesús, Este les dijo: No son los sanos quienes necesitan de médico sino los enfermos. «Id, pues, a aprender lo que significa, más estimo la misericordia que el sacrificio» Porque los pecadores son, y no los justos, a quiene, a/le venido Yo a llamar a penitencia» (Mt., 9, 13).

También nosotros hemos sido llamados a la sublime vocación de apóstoles de Jesucristo, aunque no del modo maravilloso que lo fueron Felipe y Mateo. Como ellos, debemos estimar en mucho beneficio tan insigne y regocijarnos íntimamente de tal dicha y procurar que alcance a otros. La vocación es inestimable don del Señor, que trae consigo muchos y muy preciosos.

 

Punto 3.° LLAMÓ A LOS TRES APÓSTOLES, DE CUYA ESPECIAL VOCACIÓN NO HACE MENCIÓN EL EVANGELIO.


1) ¿Cómo fueron éstos llamados? No lo sabemos; nada nos dice de ello el Santo Evangelio; quizá lo fueron en el tercer tiempo de los que pone San Ignacio para hacer sana y buena elección, que es tranquilo, «CONSIDERANDO PARA QUÉ ES NACIDO EL HOMBRE, «ES A SABER, PARA ALABAR A DIOS NUESTRO SEÑoR Y SALVAR SU ÁNIMA, Y ESTO DESEANDO, ELIGE POR MEDIO UNA VIDA O ESTADO, DENTRO DE LOS LÍMITES DE LA IGLESIA, PARA QUE SEA AYUDADO EN SERVICIO DE SU SEÑOR Y SALVACIÓN DE SU ÁNIMA» [177]

Les pareció, después de ver, conocer y oír y tratar a Jesús, que en su seguimiento podrían lograr la perfección y asegurar así su salvación y trabajar por la de los demás; e invitados por Jesucristo, se decidieron a seguirle. No todos aceptaron la invitación que Jesús les hizo; tenemos de ello un ejemplo en el rico de que nos habla San Mateo (Mt 19, 16 y sigs). (Mc 10, 1; Le., 18, 18), a quien el Señor miró con cariño e invitó amorosamente con el «si vis perfectus esse», «si quieres ser perfecto, «vade, vende quae habes et da pauperibus et hebebis tkesaurum in caelo, et veni sequere me»; «anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven después y sígueme.» Y él, «abiit tristis: erat enim habens multas possessiones» (22), se retiró triste: y era que tenía muchas posesiones.


2) ¡Cuántos son los llamados por Dios! Pero qué pocos son los que siguen ese llamamiento a la vida perfecta. Ocasión propicia la que brindan los Ejercicios para disponerse a escuchar y seguir el divino llamamiento, muchos no llegan a oírlo porque no se disponen a ello. Otros lo escuchan, pero no lo atienden..., no se sienten con fuerza para dejarlo todo y seguir a Jesús. Y, sin embargo, es lo que mejor nos está, y es el único modo eficaz de salvarse y hallar en paz a Dios Nuestro Señor. Y qué pocos son los que proceden movidos sólo por el servicio de Dios Nuestro Señor de manera que el deseo de mejor poder servir Dios Nuestro Señor les mueva a tomar la cosa o dejarla.

De los por Jesús elegidos, Judas le fué traidor. Es de creer que cuando fué agregado al colegio apostólico no era indigno y que comenzó con buena intención a aprovecharse de la celestial doctrina y los divinos ejemplos del Maestro. Después, la codicia hizo presa en su corazón y le llevó paso a naso a la más triste caída y al más repugnante envilecimiento. Aprendamos a poner pronto remedio a las primeras manifestaciones de la pasión, que, consentida, se trocará en tirano que nos esolavice e induzca a lamentables caídas. De Judas dijo el Señor: «Más le valiera no haber nacjdo!» (Mt., 26, 24).

Coloquio pidiendo a la Santísima Virgen que «ME ALCANCE LA GRACIA DE SEGUIR A SU HIJO Y SEÑOR PARA QUE YO SEA RECIBIDO DEBAJO DE SU BANDERA...»

12ª  MEDITACIÓN

LLAMAMIENTO A LOS APÓSTOLES Y TAMBIÉN TRES COSAS QUE SE HAN DE CONSIDERAR


Punto 1.° LA PRIMERA, CÓMO LOS APÓSTOLES ERAN DE RUDA Y BAJA CONDICIÓN

 
1) De baja condición. Casi todos ellos eran pobres, aunque no se ha de creer que lo fueran de solemnidad; eran de la clase trabajadora, pero se ganaban la vida holgadamente con su trabajo, pues tenían redes y barca propia, a lo que se echa de ver del Evangelio. «El oficio que ejercían los cuatro grandes Apóstoles era bastante remunerador. Pedro y Andrés pudieron seguir a Jesús sin reducir a la necesidad a su familia; poseían una casita, una barca y redes de pescar; muchos marineros de nuestros tiempos no tienen tanto. Zebedeo, padre de Santiago y de Juan, gozaba de cierta comodidad, pues que tenía criados a su servicio, y su esposa Salomé era del número de las que ayuadaban al Salvador con su abnegación y sus recur»sos» (Prat, o. e., 1, 233).

De San Mateo sabemos que era recaudador de contribuciones, y parece que bastante rico. Nada sabemos ciertamente de los demás Apóstoles, pero algunos indicios permiten deducir que tampoco eran pobres de solemnidad, sino que vivían holgadamente de su trabajo. (Ricciotti, en su «Vita di Gesü Cristo», p. 370, número 314, describe muy viva y detalladamente la condición social y el grado de cultura de los Apóstoles: no eran pobres de solemnidad, ni analfabetos).


2) De ruda condición. Varios, antes de serlo de Cristo, habían sido discípulos de San Juan. ¿Lo fueron todos? Por lo menos, parece cierto que todos conocieron al Bautista y pudieron dar testimonio de su bautismo y predicación (v. Act., 1, 23). De la historia evangélica puede deducirse que el nivel medio de la cultura intelectual de los Apóstoles era bastante bajo, y su condición moral no muy refinada.

Aparecen, sí, de costumbres sencillas, trabajadores, temerosos de Dios, que esperaban y buscaban al Mesías, gozosos de haberle hallado, como lo demuestran Andrés anunciánselo a Pedro, y Felipe a Natana1. Pero al mismo tiempo ignorantes y tardos de inteligencia: tres años estuvieron con el Señor oyéndole de continuo, estudiando en su escuela y era la verdad, la luz del mundo, el Maestro por excelencia, sin que entendieran sus más claras explicaciones y pidiéndole: «edisere nobis parobolam istam», que les aclarase aquella parábola»; y haciendo exclamar al divino Maestro: «adhuc et vos sine intellectu estis?» (Mt,, 1, 16). ¿También Vosotros estáis aún con tan poco conocimiento(7, 3).

3) Eran además débiles y cobardes; en la tormenta, «timuerunt timore magno» (Mc 4, 40), temieron con gran temor. Cuando vieron al Señor ir hacia ellos sobre las aguas «turbati sunt, dicentes: Quia phantasrna est» (Mt., 14, 26), se conturbaron y dijeron: es un fantasma! Quiere el Señor ir a curar a Lázaro, y ellos se oponen por miedo de ser apedreados. Llegan las horas de la Pasión y huyen todos, y Pedro le niega. Y aun después de la Resurrección aparecen llenos de temor.

Interesados y deseosos de medros temporales «En esto llegaron a Cafarnaum Y estando ya en casa, «les preguntó ¿De qué íbais tratando en el carmino? Mas ellos callaban, y es que habían tenido en el camino una disputa entre si sobre quién de ellos era el mayor de todos» (Mc 9, 32 y sgs). Y análogas discusiones se suscitaron repetidas veces, como por ejemplo en el Cenácuto durante la última cena. No entendían la predicación de la Cruz y muerte de Jesucristo, sino que soñaban con un triunfo temporal y un reino terreno, y ambicionaban los primeros puestos en él, como lo demostraron los hijos del Zebedeo al valerse de la mediación de su madre para lograrlos (Mt 20, 17 y sigs.; Mc 10,32 y Lc, 18, 31).

Sin embargo nota es que ha de abonarse a su favor la fidelidad con que siguieron  a Jesús en ocasiones difíciles y que les mereció aquel elogio de Jesús: «Vos estis qui permansistis mecun, in tentationiibus meis» (Lc 22, 28).


4) ¿Por qué los eligió tales Jesús? La sabiduría de los hombres se revela en la elección de medios: los más aptos y perfectos para el fin que se pretende: la de Dios, como unida a la omnipotencia triunfa mostrando cómo llega a fines altísimos con medios al parecer los más desproporcionados. Así fue en la obra grande entre todas de la conversión del mundo; eligió para ella a unos pobres y cobardes, para que se viera que la obra era toda de Dios, y no se pudiera jamás gloriar el hombre como si a él se debiera. «Quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut confundat sapientes; et infirma mundi elegit Deus ut confundat fortia: et ignobilia mundi et contemptibilia elegit Deus, et ea quae non sunt, ut quae sunt destrueret; ut non giorietur omnis caro in conspectu eius» (1 Cor., 1, 27, 29). «Dios ha escogido a los necios, según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo para confundir a los fuertes y a las cosas viles y despreciables del mundo, y aquellas que eran nada, para destruir las que son al parecer más grandes, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento.»

Si queremos que Dios se sirva de nosotros para su obra, pensemos que de nuestra parte la gran preparación es la humildad y la dócil sujeción a su llamamiento e inspiraciones. Ni pensemos que somos o valemos algo por nuestros talentos, ciencia o dotes naturales, sino porque Dios nos ha elegido por instrumentos suyos.


Punto 2.° LA SEGUNDA, LA DIGNIDAD A LA CUAL FUERON TAN SUAVEMENTE LLAMADOS.


1) Desde el comienzo de su ministerio tenía Jesús discípulos; mas cuando llegó el momento de elegir de entre ellos los que habían de constituir la jerarquía y ser como padres y cabezas de la nueva familia que iba a establecer sobre la tierra, antes de proceder a la elección tan importante para el mundo y tan gloriosa para los elegidos, dice San Lucas que «se retiró a orar en un monte y pasó toda la noche haciendo oración a Dios. Así que fué de día llamó a sus discípulos y escogió doce de entre ellos, a los cuales dió el nombre de Apóstoles» (Lucas. 6, 12-131); es decir: enviados. Diríase que quiso Jesús subrayar la importancia del acto que iba a realizar; cierto que su oración era continua, pero si el evangelista quiso notar esta oración, particularmente prolongada durante toda una noche, fué para indicar que salía de lo ordinario. En ella invocó las luces y socorros de lo alto para los Apóstoles, a quienes iba a llamar, y para la Institución que iba a crear.

El P. Meschler señala en esta oración tres caracteres distintivos: fué en primer lugar extraordinaria, y que indicaba que iba a acontecer algo sumamente grave: la elección de los Apóstoles el poner la primera piedra de su Iglesia inmortal, la fundación de la jerarquía. Fué, en segundo lugar, extremadamente oportuna, para hacernos comprender cómo debemos poner a Dios en primer lugar en nuestras empresas, sobre todo, en las más importantes; con Dios hemos de iniciar su ejecución. En tercer lugar, estuvo esta oración penetrada de santo ardor y de entusiasta celo del reino de Dios.

En cambio, ¡con cuánta frecuencia van nuestras plegarias impregnadas de egoísmo que nos hace buscarnos a nosotros mismos; oraciones de niño que desea un juguete o algún mimito! Jesús no sueña sino con la gloria de Dios y la salvación de las almas (Christjanj Jésus-Christ 1, 281).


2) Y dice San Marcos (Mc 3, 14, 15) que les eligió «para tenerlos consigo y enviarlos a predicar, dándoles potestad de curar enfermedades y de expulsar demonios» Elección regalada, que llevó en sí el llamamiento a un estado excelentísimo de compañeros y partícipes de la vida, de la dignidad y de la potestad de Jesucristo.

Compañeros de la vida de Jesús. Convivían con Él, comían en su misma mesa, dormían bajo el mismo techo y hacían un género de vida en todo igual al de Jesús; eran sus inseparables. Como lo fueran durante los años de su vida oculta María y José. Por eso les llamó amigos y hermanos, porque como a tales les trató: «Vos autem dixi amicos: quia omnia quaecunque audivi a Patre meo, nota feci vobis» (Jn 15, 15). Mas a vosotros os he llamado amigos porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre. «Ite, nuntiate fratribus meis ut eant in Galileam» (Mt., 28, 10). Id, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea. «Vade autem ad fratres meos et dic eis: ascendo ad Patrem meum et Patrem vestrurn, Deum meum et Deum vestrum» (Jn 20, 17). Mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y tro Dios.

 Compañeros y partícipes de la dignidad de Jesús. A uno de ellos, Pedro, confirió el cargo augusto de ser su Vicario en la tierra, y para ello le adornó de los más amplios poderes; hizole fundamento firme e inconmovible de la Iglesia. También los demás son llamados piedras fundamentales, sillares de la Iglesia: «Superaedificati super fundamentum Apostolorum et Pro phetarum» (Eph., 2, 20), pero solamente lo son unidos a Pedro. A ellos encomendó la misión misma que Él recibiera del Padre: «sicut misit me Pater et ego mitto vos»; como me envió el Padre, así os envío Yo (Jo., 20, 21). Y les dió su autoridad: «Qui vos audit me audit: qui vos spernit me spernit» (Lc 10, 16); quien os oye, a Mí me oye; quien os desprecia, me desprecia a Mí.

Partícipes de la potestad de Jesús. Habiéndoles encargado de predicar su divina doctrina: «praedicate evangelium omni creaturae» (Mc 16, 15); predicad el Evangelio a todas las criaturas»; «docete omnes gentes» (Mt., 28, 19); enseñad a todas las gentes; impuso a los hombres la obligación de escucharles; «qui vero non crediderit condemnabitur» (Mc 16, 16); el que no os creyere será condenado. Dióles amplísima facultad de perdonar los pecados y abrir las puertas del cielo. Potestad de ofrecer el Santo Sacrificio, de ordenar a otros sacerdotes, de consagrar, guardar y distribuir su sacratísimo cuerpo, elevándolos así a la alteza de su propio ministerio de Maestro, Pastor y Sacerdote para reconciliación, santificpción y salvación del género humano.


3) Llamóles a altísima santidad, a una santidad dice el Padre Meschler, que en cierto modo es del mismo género que la suya, porque han de representar a nuestro divino Salvador, y le han de representar dignamente. A ellos, de un modo especial, les dijo: «Vos estis sal terrae; vos estis lux »mundi» (Mt., 5, 13-14). Sois sal de la tierra; sois luz del mundo; y les incumbe la obligación de presentarse como ministros de Dios (2 Cor., 6, 4) e imitadores de Cristo y ejemplo de los fieles (1 Cor., 1, 16).

Llamóles, finalmente, a la participación de sus trabajos y de su cruz. «Si me persecuti sunt et vos persequentur» (Jn 15, 20); si me han perseguido a Mí, también os han de perseguir a vosotros. «Calicem quidem meum bibetis» (Mt., 20. 22). ¡Mi cáliz sí que lo beberéis! Y todos tuvieron la dicha de sellar su vida con el martirio: aunque uno, Juan, no murió en él.

«Ciertamente, el apostolado es el destino más hermoso y excelso que puede caber a un hombre» (Meschler). Con cuánto agradecimiento hemos de recibirlo si somos llamados y con qué empeño hemos de evitar cuanto pueda estorbar en nosotros el oír o el seguir ese sublime llamamiento! Y si hemos tenido la dicha inmensa de escucharlo y seguirlo, con qué cuidadosa y agradecida solicitud hemos de procurar vivir como a tal dignidad corresponde.


Punto 3.° Los DONES Y GRACIAS POR LAS CUALES FUERON ELEVADOS SOBRE TODOS LOS PADRES DEL NUEVO Y VIEJO TESTAMENTO.


1) Con qué cariño y paciencia fué el Señor formando a sus Apóstoles! Don y gracia singular fué para ellos vivir con Jesús tres años, en los que fué formándojos y educándolos. «Exponer lo que Jesús hizo para la formación de sus Apóstoles, dice el P. Delbrel, S. J., es contar una gran parte de su historia, porque Jesús consagró a este ministerio gran parte de su vida. Para ponerse en disposición de ocuparse mucho de sus Apóstoles y para ponerlos y mantenerlos constantemente bajo su influencia, se sujetó a vivir con ellos y les hizo vivir con El» (Delbrel, Jésus, éducateur des apótres, p. 75).

Largamente expone Pillion (Fillion, o. e., 2, 238 y siguientes) la labor educativa de Jesús con sus Apóstoles; en ella se nos muestra como el más prudente, paciente y abnegado de los pedagogos. Desde que los agrupó en torno suyo se dedicó a esta labor, más de una vez ingrata, con celo infatigable. Y la realizó, en primer lugar, haciéndoles convivir siempre con Él: su porte distinguido, sus actitudes, su lenguaje y, con más razón aún, su perfección moral, le colocaban muy por encima de todos los hombres.

Con este modelo siempre ante los ojos aprendieron, sin duda, los Apóstoles a conocerle y estimarle y desear imitarle. Todo en Él respiraba humildad, modestia, pobreza, confianza en Dios, santidad la más perfecta, religiosidad la más sincera. Era el más apto Maestro; Él mismo lo indica al decirnos: «Aprended de Mí», venid a mi escuela, que soy «manso y humilde de corazón» y por eso bueno para enseñar.

Contribuyó también a la educación de los Apóstoles la vista de los milagros, que no pudieron menos de convencerles de que era el Mesías, el Hijo de Dios. ¿Cuánto no hubieron de gozar en aquella vida íntima con Jesús? Con razón les dijo El mismo: «En verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt.. 13, 17).

Otro agente poderoso de educación fué la palabra de Jesús, su predicación al pueblo y las ampliaciones que en particular les hacía en instrucciones de las que el Santo Evangelio nos conserva abundantes modelos. Recuérdese uno que vale por muchos: el hermosisimo sermón de la cena (Jn cc. 13-16). Pero el medio que empleó sin duda Jesús con más éxito para la educación de sus Apóstoles fué el amor, en verdad paternal, de que los rodeó. Formaban con El una familia muy unida, de la que Él era cabeza; llamábales amigos, hermanos, hijitos. Velaba con maternal solicitud por que nada les faltara y hasta se ocupaba de proporcionarles algunos días de reposo después de sus fatigas (Mc 6, 30-31). Cuán tierna es la expresión con que San Juan inicia la narración del lavatorio de los pies: «Cum dilexisset suos, qui erant in mundo, in finem dilexit eos» (Jn 13, 1). Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin; o, según otra traducción, quizá mejor, «los amó hasta con exceso».

No por esto dejó cuando lo juzgó necesario de corregir sus imperfecciones; pero sus reprensiones iban mezcladas con exquisita dulzura. Así fué edncándolos. ¡Qué don más precioso y qué lluvia de gracias no supone esta labor continua de tres anos!

 

2) Los dones extraordinarios que Jesús otorgó a sus Apóstoles pueden agruparse en la clásica división de gracias gratis datas y de gracia santificante. Dones gratuitos, «gratias gratis datas». Con qué abundancia se las concedió ya cuando los envió a predicar por las ciudades de Galilea poco después de su elección; les dijo: «Infirmos curate, mortuos suscitate, leprosos mundate, daemones ejicite: gratis accepistis gratis date» (Mt., 10, 8). Curad los enfermos, resucitad los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratuitamente. Y ellos mismos hubieron de admirarse en sus primeras salidas de los prodigios que por su medio obraba el Señor, pues le dijeron: «Domine, etiam daemonia subjiciuntur nobis in nomine tuo» (Lc 10, 17). Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos someten! ... Y Jesús les respondió: «Ecce dedi vobis potestatem calcandi super serpentes et scorpons et super omnen virtutem inimici:» et nihil vobis nocebitt» (Ib., 19). Bien veis que os he dado poder para pisar sobre las serpientes y los escorpiones y todo el poderío del enemigo sin que nada os haga daño.

Después de la Ascensión del Señor obran maravillas estupendas, mayores aún que las hechas por el mismo Señor; hablan lenguas nuevas; la sombra de Pedro sana a los enfermos; «hombres mortales parecen árbitros de la vida y de la muerte (Jenneseaux, 5. J., Exercices...) «Maiora florum fa»cient» (Jn 14, 12). «Linguis loquentur novis» (Marcos, 16. 17). «Ut veniente Petro, saltem umbra illius obumbraret quemquam illorum et liberarentur ab infirrnitatibus suis» (Act. Ap., 5, 15).

Dones de gracia santificante más estimables que los anteriores, pues que el don de hacer milagros no supone necesariamente la santidad de quien los hace, aunque ordinariamente suele ser manifestación o testimonio glorioso de ella. Y así fué en los Apóstoles, sobre todo después de la efusión del Espíritu Santo, que el día de Pentecostés les llenó de toda gracia y les confirmó en ella. Enriquecióles de cuantos dones requería el exacto cumplimiento de la excelsa misión que les había sido encomendada de Doctores, Pastores y Sacerdotes. San Pablo, lleno de admiración y respeto para los que le habían precedido en el apostolado, los llama «gloria de Jesucristo» (2 Cor., 8, 23).

¡Dios es admirable en sus Santos! Y sus tesoros no se han agotado ni se ha cerrado su mano. Seamos, pues, fieles a la divina vocación y no dudemos que por parte del Señor no ha de quedar el otorgarnos gracias abundantes que nos lleven a gran santidad. Decidámonos a caminar rectamente por la vía comenzada sin que nada nos haga desviar; imitemos a los Apóstoles, que tan fielmente correspondieron, fuera de Judas, y trabajemos como buenos soldados de Cristo, manteniéndonos, como ellos, en humildad; protestando que todo es de Dios; procurando que su gracia en nosotros no quede estéril, sino fructifique en abundancia; perseverando sin cansarnos, y dando, si es preciso, nuestra vida por Jesucristo. Así lo hicieron ellos.


Coloquios El Señor escoge tantas personas, Apóstoles, discípulos, etc., y los envía... ¿Seré yo uno de esos elegidos Apóstoles? ¡Dichoso de mí! Pero no olvidemos que los compañeros del Apóstol son los que lo fueron de Jesucristo, su modelo: pobreza, oprobios, humillación..., Y pidamos a la Santísima Virgen que nos alcance gracia para ser recibidos debajo de la bandera de Jesucristo.

13ª  TERCERA MEDITACIÓN

 

SERMÓN DEL MONTE, QUE ES DE LAS OCHO BIENAVENTURANZAS


NOTA. Elegidos sus Apóstoles, Jesús los propone, sin ambages, en magnífica sntesis, su programa; despliega al viento su bandera, y para que no puedan llamarse a engaño les presenta claramente los Capítulos Principales de su divina doctrina. Estudiándola se echa de ver una vez más el acierto con que San Ignacio ha ido preparando al ejercitante a eguir de cerca a Jesucristo y abrazarse con la perfección. Escuchando a Cristo en esta contemplación no podrá menos el que se ejercita de animarse a procurar la perfección en cualquier estado a que el Señor le llamare.
       Dedica San Mateo al Sermón de la montaña tres capítulos, 107 versículos; San Lucas, sólo 29 versículos; y es que, dirigiéndose a lectores griegos, omite cosas que le parecían menos interesantes, como, por ejemplo, la larga comparación que el Señor establece entre la santidad de la antigua ley y la perfección cristiana de la nueva, v. S. Mt., 5, 17-43; y la descripción de la hipocresía farisaica, Mt 6, 1-l8, y otros pasajes los refiere en otras partes de su narración, pues Jesús repitió en varias ocasiones algunos de sus preceptos particularmente significativos. Téngase en cuenta además que San Mateo suele a veces agrupar en un relato lo que Jesús proponía en varias ocasiones .

A guisa de exordio de las Bienaventuranzas, Jesús expone una regla de perfección ideal que incluye las condiciones esenciales con las que se puede obtener el derecho de ciudadanía en su reino y que deben practicar todos los candidatos al Reino de Dios, Mt., 5, 3-16. Indica a continuación en el cuerpo del discurso 5, 17, a 7, 23, cuáles son las obligaciones principales de sus súbditos al mismo tiempo que señala algunos de sus derechos Y en un elocuente epílogo, 7, 24-27, urge a sus oyentes a poner en práctica las reglas de conducta que acaba de trazarles (Fillion).

De este sermón ha escrito un protestante liberal, Reuss (Histoire évangélique, p. 191) «Contiene un tesoro inrrcomparable de sabiduría y de moral religiosa, y en todo tiempo ha sido considerado justamente como la perla entre todos los discursos consignados en nuestros evangelios. No hay en él línea ni palabra que no lleve el sello de la originalidad, de la verdad absoluta, de la concepción más sublime, del sentimiento más admirarrble; si en alguna parte la tradición, que nos ha conservado los recuerdos del paso de Jesús por la tierra, lleva consigo la certeza, la prueba de su fidelidad, es, sin duda, aquí; y puede afirmarse que no hay una sola sentencia que no haya venido a ser una máxima proverbial para todos los siglos sin haber perdido nada de su pureza y de su valor» (Lebreton).


Preámbulo. La historia es aquí cómo Jesús, después de elegidos sus doce Apóstoles, tras una noche de oración en el monte, bajó con ellos (Lc., 6, 17) y se paró cn un llano, rodeado de sus discípulos y de un gran gentío de toda la Judea y de Jerusalén y del país marítimo de Tiro y Sidón, que habían venido a oírle y a ser curados de sus dolencias.,.; y todo el mundo procuraba tocarle, porque salía de El una virtud que daba la salud a todos, «Mas viendo Jesús a todo este gentío, se subió a un monte donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca los adoctrinaba, diciendo: «Bienaoentnrados...(Mt 5, 1).


Composición de lugar. No se sabe ciertamente dónde pronunció el Señor este discurso. «Según una antigua tradición—dice el Padre A. Behoen, 5. J., la montaña de las Bienaventuranzas está situada en Korum-Hattin, entre el Tabor y Cafarnaúm, casi enfrente del Tiberíades y a dos horas del lago. Era fácilmente accesjble por todas partes, y Jesús predicaba en los alrededores. Natural era, pues, que la eligiese para hablar a una gran muchedumbre. Distínguese esta montaña por la forma particular de sus dos cumbres, que la han merecido el nombre de Korun-Hattin; es decir, los cuernos de Hattin, y por su elevación extiéndese entre las dos cumbres una planicie ligeramenf cóncava, que las une y puede dar cabida a un numeroso auditorio; de lo alto de este llano se goza de una perspectiva magnífica. Enfrente, las aguas pacíficas del lago de Genesaret cuya línea cortan algunas colinas; cierran, en el fondo, el horizonte las montañas de Djalan. A la derecha, hacia el Sur, una llanura baja, y más lejos, el Tabor, rodeado de montañas menos elevadas A la izquierda hacia el Norte, el gran Hermón coronado de nieve; por fin, al pie de la montaña de las Bienaventuranzas, campos llenos de verdura y de flores, lirios y anémonas» (Bohnen, o. c. p. 115).


Punto 1º. PRIMERO A SUS AMADOS DISCÍPULOS, APARTE HABLA DE LAS OCHO BEATITUDINES: BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU LOS MANSUETOS LOS MISERICORDES, LOS QUE LLORAN, LOS QUE PASAN HAMBRE Y SED POR LA JUSTICIA, LOS LIMPIOS DE CORAZÓN LOS PACÍFICOS Y LOS QUE PADECEN PERSECUCIONES

 
1) No es la mente de San Ignacio que el ejercitante recorra en su meditación las ocho bienaventuranzas; se necesitaría para hacerlo tiempo más largo que el señalado para un punto de un ejercicio de hora; pero sí da especial importancia a las bienaventuranzas dentro de la meditación del sermón de la montaña. Lo que dice que habla a sus amados discípulos (aparte) ha de entenderse porque a ellos principalmente se dirigió teniéndoles en primera fila, aunque oyesen también las turbas.

Han de considerarse las bienaventuranzas en conjunto, como parece indicarlo el texto mismo al citarlas compendiosamente en rápida enumeración; y así consideradas encierran sin duda un ejercicio magnífico de abnegación y una oposición diametral a las máximas del mundo. La humanidad anhela y busca, naturalmente, la felicidad; marcha tras la dicha; y Jesús, como respondiendo a esa necesidad, comienza su predicación por revelarnos el secreto de la felicidad y enseñarnos el camino de la dicha. Pero nos manifiesta que es diametralmente opuesto al que nos traza el mundo piensa éste que la dicha la proporcionan las riquezas, la honra, los placeres, el aplauso de los hombres; y el Divino Maestro llama bienaventurados a los pobres, a los humildes, a los mansos, a los perseguidos; su bandera empieza por la pobreza y acaba por la persecución.

 

2) Meditación fructuosa y fácil la de las bienaventuranzas; expónelas sencilla y devotamente el P. La Puente (p. 3., mcd. 11.), y, sobre todo, ¡qué estudió más suave y agradable el recordar cómo las practicó nuestro Divino Modelo y Maestro, que «coepit facere et docere» (Act. Ap., 1, 1); comenzó a hacer y a enseñar! Allí cerca tenía a los doce, no perdían palabra e iban, con asombro, viendo desplegarse al viento la bandera bajo la cual militaban, misericordiosamente llamados y elegidos por aquel Maestro que un día les había de decir: «Non vos me elegistis »sed ego elegí vos ut eatis et fructum afferatis» (Jn 15, 16); no me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí a vosotros.., para que marcháis y deis fruto. Y el fruto ha de ser: desprendimiento de todo lo terreno, mansedumbre y bondad, resignación en las pruebas y contradicciones, hambre y sed de justicia, misericordia con todos, limpieza absoluta de corazón, amor práctico a la paz, gozo de sufrir por la causa de Dios. ¡Programa magnífico realizado y vivido sobreabundantemente por Jesucristo, Rey eterno y Señor Universal!

 
3) Más con su vida que con sus palabras determinó el Divino Maestro el ideal del cristiano. Puso por obra las bienaventuranzas antes de predicarlas. Siendo rico, hízose pobre...; abrazóse con la pobreza en el pesebre, la guardé durante su vida de artesano, durante toda su vida de apostolado «las aves del cielo tienen sus nidos las zorras sus madrigueras, el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» la llevó a la cruz Consigo. No dió a esta pobreza el exterior de austeridad excepcional que tenía en San Juan Bautista; quiso tomarla vulgar y despreciada, taj cual los hombres comúnmente la sufren y la temen, a fin de que pudieran reconocerla en Él y en adelante amarla. A sí mismo se describió como «manso y humilde de corazón», excitando así la atenciór y ala imitación de sus discípulos sobre estas virtudes predilectas; es el cordero de Dios: es la oveja llevada al matadero sin que abra la boca; es el servidor de Jahvé que no apaga la mecha que humea ni rompe la caña quebrada. Es también la misericordia soberana que cura todas las enfermedades, que perdona todas las faltas y que gusta de repetir la frase del profeta: «Misericordia quiero y no sacrificio.» Es el príncipe de la paz, que pacifica todos los corazones y que con su sangre sellará la paz del mundo con Dios. Es la pureza misma, el Hijo de la Virgen, el que puede desafiar aun a sus enemigos a que le convenzan de pecado. Hambriento de justicia, podrá decir: «Mi manjar es hacer la voluntad del que me envió»; y viéndole vindicar en el templo el honor de Dios, dirán sus discípulos: «El celo de vuestra casa me devora». Y sobre todo esto, es el gran perseguido: desde su nacimiento, por Herodes durante su ministerio por los fariseos y el tetrarca; en el último día, por todos los poderes de la tierra, agentes del príncipe de este mundo. Y, sin embargo siendo com es pobre, herido perseguido, es bienaventurado como ningún hombre lo ha sido ni lo será jamás, porque posee, como ningún otro ser humano lo poseerá, el reino de Dios, la vista de Dios. Por eso, al promulgar las bienaventuranzas habla por experiencia» (Lebreten, o. e., 1, 193).


4) ¡Magnífico programa! Nos hemos ligado una y otra vez, con ofrecimientos generosos, a nuestro Capitán, el Sumo Capitán general de los buenos; hemos jurado seguirle de cerca; venimos pidiendo como favor extraordinario ser admitidos debajo de su bandera: ¡hela ahí!, ¡ésa, ésa! Con toda el alma hemos de reiterar una vez más nuestras ofertas, hemos de animarnos al seguimiento de nuestro Rey. No poco nos ayudará el considerar, primero, su ejemplo; después, el galardón que se nos promete, y, por el fin, el daño irreparable que nos ha de acarrear el volver la espalda a la bandera de Cristo para seguir la de Satanás, que tremola el mundo. Amenazas terribles fulminó el mansísimo Maestro, según San Lucas, en esta misma ocasión contra los secuaces del mundo: ¡Ay de vosotros, ricos, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis! ¡Ay de vosotros cuando los hombres os aplaudieren, que así lo hacían sus padres con los falsos profetas! (Lc 6, 24-26).

Veamos si nos disponemos a merecer los premios prometidos a los valientes seguidores de Cristo. Hay grados diversos: ¿en cuál me querrá el Señor? Por mi parte, he de estar pronto a abrazarme con el más levantado y vivir vida de Apóstol, en todo semejante a la de Jesús.


Punto 2.°: LOS EXHORTA PARA QUE USEN BIEN DE SUS TALENTOS. ASÍ VUESTRA LUZ ALUMBRE DELANTE DE LOS HOMBRES PARA QUE VEAN VUESTRAS SUENAS OBRAS Y GLORIFIQUEN A VUESTRO PADRE, EL CUAL ESTÁ EN LOS CIELOS.)


Oficios que encomienda a sus discípulos. A ellos somete la labor de continuar su trabajo de evangelización, que supone lo que en metáforas tan sencillas como expresivas les inculca reiteradamente declarándoles la grandeza de su cargo y la importancia suma de su misión para que, como dice S Ignacio usen bien de sus talentos.

Frases son las que el Señor dirigió a sus Apóstoles que, en cierto grado deben recibir como a ellos, dichas todos los cristianos pero que de un modo especial convienen a los Apóstoles y predicadores del Evangelio.

 
1) «Sois la sal de la tierra.» La sal sazona los alimentos insípidos y los preserva de corrupción,  nuestra palabra y de nuestro ejemplo de vida han de sacar nuestros prójimos sabor de cielo y aliento grande para conservarse en gracia, evitar el mal y hacer el bien; deber nuestro es sazonar las cosas de Dios para que las guste el mundo, que las tiene por insípidas y preservarse de la corrupción a la que tan violentamente inclinado está. Gracias a la sal de la santidad cristiana que sazona al género humano Dios no se asquea de él y lo tolera «Pero si la sal se hace insípida, ¿con qué se la volverá el sabor? Para nada sirve ya sino para ser arrojada y pisada por las gente» (Mt., 5, 13). Aludía aqui Jesús a cierta sal basta, mezclada con tierra, que los pobres de Palestina recogían a orillas del mar Muerto y que fácilmente se deterioraba y queda inútil. Si el Apóstol se viciara enseñando el error o viviendo mal; si el cristiano con las persecuciones y tentaciones viniere a perder el espíritu de Cristo que es la abnegación pasaría por él lo mismo; incapaz de mejorar a los demás se tornaría digno de desprecio no sólo para los creyentes pero aun para los incrédulos.

 
2) «Sois la luz del mundo» (Ib, 14). Jesús había de decirnos de sí mismo: «ego sum lux mundi, qui sequi me non ambulat in tenebris» (Jn 8, 12; Yo soy la luz del mundo;  el que me sigue no camina oscuras. A sus discípulos les dice: ¡Sois la luz de; mundo! «Sic luceat lu vestra coram hominibus ut videant opera vestra bona, et glorificent patrem vestrum qui in coelis est», (Mt., 6, 16), Brille así vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. «Ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa» (Ib., 15). Si el Apóstol es lo que debe ser, no podrá menos de irradiar luz de verdad y calor de santidad, que iluminarán las inteligencias y caldearán los corazones llevándolos al centro de la Vida: Cristo Jesús. San Pablo escribía a sus discípulos de Filipos que debían resplandecer como lumbreras del mundo, sin tacha, en medio de una nación depravada (2, 15).

Hemos de procurar, pues, cumpliendo el mandato de nuestro Divino Capitán, cultivar nuestros talentos y hacerlos servir, no a nuestro lucimiento y aplauso, sino a la edificación de nuestros prójimos, de suerte que al verlos glorifiquen a nuestro Padre celestial y se sientan atraídos a una vida de veras cristiana.


3) «Non potest abscondi civitas supra montem posita» (Mt 5, 14). No puede esconderse una ciudad puesta sobre un monte; y acaso Jesús al decirlo les señalaba a sus oyentes la ciudad de Safet, que se veía brillar a la izquierda, hacia el Norte, y se erguía a 800 metros de altura. Ha de ser el Apóstol, y a su modo, todo cristiano perfecto, como ciudad cTe refugio, por su caridad, que ofrezca a todos cordial acogida, que una los corazones en unidad de habitación, de bienes y de voluntades. Refugio también para los pobres pecadores que, arrepentidos, quieran escapar a los rigores de la justicia divina. Ha de ser también ciudad levantada hacia el cielo por su vida celestial, elevada sobre las cosas de la tierra; que no puede el Apóstol vivir en el abismo del pecado, ni aun en el llano de la vida común, sino que debe remontarse al monte de la perfección, que lo haga aparecer a los ojos de las gentes como puesto muy sobre el nivel de las cosas terrenas y en contacto con las celestiales.

Reflictamos sobre nosotros mismos y veamos cómo cumplimos la encomienda del Maestro. Hemos prometido tanto! Si no lo cumplimos, jamás nos capacitaremos para ser Apóstoles de Jesucristo.


Punto 3.°: SE MUESTRA NO TRANSGRESOR DE LA LEY, MAS CONSUMADOR  DECLARANDO EL PRECEPTO DE NO MATAR, NO FORNICAR, NO PERJUDICAR Y DE AMAR LOS ENE MIGOS (YO OS DIGO A VOSOTROS QUE AMÉIS A VUESTROS ENEMIGOS Y HAGÁIS BIEN A LOS QUE OS ABORRECEN)

 
Máximas de perfección de la vida cristiana conformes a la ley.


1) Presentado como en un esquema el ideal de la vida cristiana, pone el Señor de relieve su perfección extraordinaria sobre la ley mosaica y hace ver que sin destruirla la sublima y levanta «Tres graves defectos tenía la legislación mosaica. Ley política no menos que religiosa subordinaba el bien del individuo al bienestar de la sociedad, y las recompensas que prometía no robasaban en nada el horizonte terrestre. Miraba sobre todo el acto exterior como si fuera despreciable la disposición interior, hasta el punto de que se preguntaran los maestros si alcanzaba nunca a la intención. Finalmente se limitaba a los preceptos imperativos y los consejos de perfección »quedaban fuera de su perspectiva. La ley decía: «Haz esto, evita aquello»; y podía creerse haber cumplido perfectamente con ella cuando se habían ejecutado materialmente sus órdenes. El Evangelio es la transformación más bien que la continuación de la ley mosaica. Para sensibilizar este contraste elige Jesús cinco artículos en los que la superioridad de la ley nueva brilla con evidencia; soon las prescripciones relativas al homicidio, al adulterio, al perjurio, a la venganza, a la actitud para con el prójimo» (Prat, o. e., 1, 279).

Son las que indica el Santo Padre, y con sólo leer el pasaje evangélico se pone de manifiesto cómo Jesús no vino a desatar la ley, sino más bien a perfeccionarla y «se muestra no transgresor de la ley, mas consumador»


a) «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores. No matarás, y quien matare será condenado en juicio. Yo os digo: Quienquiera que tome Ojeriza a su hermano merecerá que el juez le condene y el que le llamare raca (estúpido) merecerá que le condene el concilio (el sanedrin).  Mas quien le llamare fatuo (nabal impío), será reo del fuego del  infierno» (Mt., 5, 21-22) .

b) «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más. Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón» (lb., 27, 18).

c) «También habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No jurarás en falso; antes bien, cumplirás los juramentos hechos al Señor. Yo os digo más: Que de ningún modo juréis ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es la peana de sus pies; ni por Jerusalén, por que es la ciudad del gran Rey; ni tampoco juráis por vuestra cabeza, pues no está en vuestra mano el hacer blanco o negro un solo cabello. Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no. Que lo que pasa de esto, de mal principio proviene» (Ib., 33-37).

d) «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis resistencia al agravio; antes, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, lárgale también la capa» (Ib., 38-40).

e) «Habéis oído que fué dicho: Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más: Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores. Que si no amáis sino a los que os aman, ¡qué premio habéis de tener? ¿No lo hacen así aun los publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué tiene eso de particu»lar? ¿Por ventura no hacen también eso los paganos?» (Mt., 43-47).

2) ¡Cuánta ventaja hace nuestra ley a la mosaica Y, sobre todo, a las vanísimas exterioridades de los escribas y fariseos por eso el Señor nos dice: «Nisi abundaverit iustitia vestra plus quam scribarum et pharisaeorum, non intrabitis in regnum caetorum» (Ib., 201. «Si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.»
Máxima es también de perfección cristiana la que nos inculca el aprecio y estima e las cosas más menudas! ¡Y cuán fundamental! «Qui argo solverit unum de mandatis istis minimis et docuerit sic homines, minimus vocabitur in regno caelorum» (Ib., 5, 19). Y así, el que violare uno de estos mandamientos por mínimos que parezcan, y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos. Vean la importancia que tienen aun los más pequeños preceptos del Señor y procuremos darsela aun a las cosas más menudas cuando se trata de regla o constitución o precepto de los superiores. Así mereceremos que se nos apliquen las palabras siguientes: «Pero el que los guardare y enseñare, ese será tenido por grande en el reino de los cielos» (Ib.) ¡ Seremos perfectos!

A la perfección general podemos aplicar la sublime máxima que aquí parece referir San Mateo a nuestra conducta con nuestros enemigos. «Estote vos ergo perfecti sicut Pater vester caelestis perfectus est» (Mt., 48). Sed, Pues, Vosotros perfectos así como vuestro Padre celestial es perfecto. Ideal el más levantado, propio de quien anhelo llevar con dignidad el sublime título de «Hijo de Dios»

14ª  MEDITACIÓN

LAS BODAS DE CANÁ

“Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en el  sus discípulos”.

 

Punto 1.°   FUÉ CONVIDADO CRISTO NUESTRO SEÑOR CON SUS DOCE DISCÍPULOS A LAS BODAS.

 

1) Era el año primero de la predicación de Jesús; habrían pasado como un par de meses desde que salieran de Nazaret, y se habían seguido el bautismo en el   Jordán, el ayuno y las tentaciones en el   desierto y la elección de algunos de sus Apóstoles, cuando con sus discípulos Andrés, Pedro, Juan y Felipe acudió invitado a una boda que se celebraba en Caná de Galilea.

       ¿Por qué quiso Jesús asistir a este banquete de bodas? En primer lugar, sin duda, para santificar el matrimonio, elevándolo a la altísima dignidad de sacramento, por el que se había de conceder a los desposados gracia para su santificación en el   cumplimiento integral de los deberes de su estado: para santificarse y criar hijos para el cielo. Quiso enseñarnos, además, que no reprende, sino, antes bien, aprueba y bendice las honestas recreaciones de sus servidores y amigos; y nos enseñó prácticamente el modo de habernos en el  las. Jesús quiere a sus seguidores alegres, ama y bendice las fiestas y expansiones de familia, sobre todo cuando se celebran en unión de caridad bajo la mirada protectora del que debe ser Rey de todo hogar cristiano.


2) Estaba también invitada María Santísima. Lo hace notar San Juan, sin duda para señalarnos el papel principalísimo que la Santísima Virgen desempeña en la economía sobrenatural y para instruirnos en la función de mediadora y Madre que Jesús la ha confiado. Grabémoslo bien dentro de nuestras almas. La Madre de Jesús es también Madre nuestra. No solamente porque de Ella nació Jesús, de quien recibimos nuestra vida sobrenatural; y así, dándonos a Jesús nos da la vida; ni tan sólo porque ha sido el instrumento y la condición sin la cual los misterios de Cristo no se realizaran, sino porque, identificados con Jesús y haciendo con El un todo indivisible, que es un solo cuerpo, omnes unum corpus in Christo (Rom., 12, 5), todos somos un solo cuerpo en Cristo; por tanto, al engendrar a Jesús nos engendró con Él y en el .

Tal es el misterio por excelencia, del designio, concebido por Dios desde toda la eternidad, pero revelado únicamente en el   Evangelio, de salvar a todos los hombres sin distinción de raza, identificándolos con su Hijo bien amado, en unidad de «cuerpo místico». Siendo esto así, María no ha podido dar a luz un Cristo incompleto o dividido; Madre de Cristo lo es de todo Cristo. ¿No es María Madre de Cristo? Luego es también Madre nuestra, escribe S.S. Pío X en su Encíclica AD DIEM ILLUM: Mater primogeniti, mater et ejus fratrum, la madre del primogénito debe de serlo también de sus hermanos; Mater capitis, mater membrorum ejus, la madre de la cabeza ha de serlo también de los miembros del cuerpo.


3) Su oficio de Madre y mediadora le hace interesarse en las necesidades todas de sus hijos. Su ternura, su vigilancia, su solicitud, son incansables y continuas, pues se extienden a todo cuanto a nuestra salvación se refiere. Diríase que quiso el Señor ponerlo una vez más de manifiesto en el   hecho que estamos meditando con un detalle que en el  ocurrió y consideraremos en el   punto siguiente.


Punto 2º “Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: No tienen vino. Jesús le responde: ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga”.

 

1) Dice el evangelista San Juan, que estaba presente en el   banquete: “Y como viniese a faltar el vino, dijo su Madre a Jesús”. Debía de ser familia modesta la que celebraba la fiesta, y fuera por falta de recursos o, como apuntan algunos exegetas, porque la asistencia de los discípulos de Jesús no esperados hizo que aumentara el consumo, el caso es que vino a faltar el vino.

       La Santísima Virgen, llena siempre de caridad y solícita previsión, quiso evitar a los esposos el sonrojo de quedar mal con los convidados y a todos el disgusto que produjera el ver interrumpida la honesta fiesta que celebraban por falta de elemento tan necesario en un banquete; y sin que nadie se lo pidiese, por propia iniciativa y movida por la ternura de su corazón maternal, acudió a su Hijo en demanda de remedio.

Y lo hizo de la manera más delicada y sencilla, como quien conocía bien a Jesús, con la escueta exposición de lo que ocurría. ¡Qué Madre tenemos! ¡Oh, si la conociésemos bien, y cómo nuestro corazón se llenaría de dulce ternura y de filial confianza y cómo viviríamos siempre en el  la confiados y siempre a Ella íntimamente unidos!


2) “No tienen vino”. Fórmula brevísima que encierra al mismo tiempo que la exposición del hecho un instante súplica de remedio. En voz baja, “in abscondito” (Mt., 6, 6), hace su plegaria. Aprendamos, en la sencillez de la oración de María, a evitar formulismos rebuscados y aprendamos también a orar por los demás: oración de caritativa intercesión, medio seguro de alcanzar lo que necesitamos.

A la indicación de María responde Jesús: “Mujer, ¿qué nos va a Mí y a Ti?” (4). Frase, al parecer, por la redacción de la Vulgata, un poco despegada y fría y aun casi dura; pero no es así. En primer lugar, la palabra “mujer” que las encabeza nada tenía en las lenguas orientales que no significase cariñoso respeto y honor. El hijo llamaba ordinariamente «madre» a la que le había engendrado; pero en circunstancias particulares podía llamarla «mujer» para mayor reverencia, y venía a tener un sentido equivalente a señora muy estimable.

Puede verse la palabra «mujer» usada en los griegos y orientales en la intimidad para designar a las personas más caras y dignas de respeto. Por lo que atañe a la frase “qué nos va a Ti y a Mí?”, se han propuesto varias interpretaciones muy aceptables. Era uno a modo de modismo hebreo, cuya significación había de deducirse más que de la frase misma, del, modo de pronunciarla y el gesto de quien la usaba.

Y prueba de que nada despectivo ni negativo encerraba, es que la Santísima Virgen entendió que Jesús se disponía a hacer lo que le había pedido, y en ese sentido instruyó a los criados. Sabe que su intercesión es eficaz, omnipotente, necesaria y que el Señor le ha concedido misericordiosamente la distribución de sus dones todos.

Grabemos profundamente en nuestras almas la excepcional importancia y la necesidad absoluta de la devoción a la Santísima Virgen para poder, no ya aprovechar en el   trabajo de la santificación, pero aun para poder vivir la vida de la gracia.

Al mismo tiempo ha de llenársenos el corazón de dulce confianza en la intercesión de tan bondadosa Madre, que se anticipa a nuestras súplicas, cuando nosotros procuramos, como buenos hijos, obsequiarla con nuestros pobres dones. Como lo hizo con los esposos de Caná, que habían tenido la atención de invitarla a su boda.

 

Punto 3.° “CONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO, Y MANIFESTÓ SU GLORIA, Y CREYERON EN EL   SUS DISCÍPULOS”.


1) Dice el evangelista San Juan que “Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua”.

Estaban allí seis hidrias de piedra destinadas para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres metretas. La metreta venía a contener unos 39 litros; por consiguiente, cada ánfora o hidria, de 78 a 117 litros, y en total, de 500 a 600 litros; servían para lavarse las manos antes de las comidas y para limpiar los vasos, botellas, etc.

“Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio  y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Podemos considerar en este hecho primeramente la docilidad de los criados en obedecer al mandato, al parecer arbitrario e inútil, de Jesús. Sin duda, que se debió esta dócil obediencia a la instrucción que previamente les diera la Santísima Virgen. ¡Cuán buena maestra es y cuán atentos debemos estar a sus inspiraciones y ejemplos para seguirlos! Así acertaremos y mereceremos ser premiados por Jesús con resultados maravillosos.

 

2) Admiremos después la omnipotencia de nuestro Rey y Maestro, para llenarnos más y más de estima de El, de confianza en su poder sin límites y de solicitud en seguir sus indicaciones. Resplandece también en este hecho la espléndida generosidad con que sabe Jesús pagar lo que por El se hace. Al obsequio de aquellos buenos esposos corresponde con el suyo y les ofrece cantidad de exquisito vino suficiente, no sólo para acudir a la necesidad del momento, sino aun para mucho más. Así es Dios con nosotros; por un pequeño sacrificio que por El nos imponemos, por un obsequio menguado que le ofrecernos, nos paga con gracias preciosas de valor inestimable y nos reserva galardón insospechado. Bien podemos animarnos o servirle con diligencia.


3) ¿Qué efectos produjo el milagro? El Evangelista nos dice: “Así, en Ganá de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con que manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en el ”. Fue el primer efecto la manifestación de su gloria, gloria que, como el mismo San Juan nos dice en el   capítulo anterior de su Evangelio, le corresponde como al “Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

En segundo lugar, sus discípulos que habían empezado a creer en el , se confirmaron y crecieron en esta fe, en la que había de ir robusteciéndose. Y es fruto que hemos de sacar también nosotros de la consideración de estos misterios, robustecer nuestra fe y creer firmemente en la divinidad de Jesucristo.

En su Santísima Madre produjo, sin duda, el milagro suavÍsimos efectos de alegría y gratitud a su Hijo, que tan bondadosamente había accedido a su súplica ¡Cuán poderosa es su intercesión! Procuremos acudir a ella en todas nuestras necesidades.

Grande fue también el efecto que el milagro causó, sin duda, en los comensales. Cuando el maestresala, maravillado de la exquisitez del vino que le presentaban, increpó al esposo, mostrando su extrañeza, es cierto que fué éste el maravillado. Y no es difícil entender lo que sentiría cuando, por la declaración de los sirvientes, vino a conocer la explicación del portentoso suceso ¡Cuánta sería su gratitud y cómo crecería su afecto a Jesucristo! Nada nos dice el Sagrado Evangelio del efecto que el hecho pudo producir en el   resto de los comensales.

Pidamos a la Santísima Virgen, que interceda por nosotros para que su Hijo nos conceda el vino del fervor y la devoción. Y digamos al Señor: “Vinum non habeo”, Señor, me falta el vino de la virtud; dámelo, te los pido por intercesión de tu Madre que todo lo puede por Ti.

15ª  MEDITACIÓN

NUESTRO SEÑOR SE APARECIÓ A SUS DISCÍPULOS CAMINANDO EN EL MAR

“Inmediatamente después Jesús obligó a sus discípulos a embarcarse e ir a esperarle al otro lado del lago, mientras que despedía a la gentes. Y despedidas éstas, se subió solo a orar en un monte, y entrada la noche, se mantuvo allí solo. Entre tanto, la barca estaba en medio del mar, batida reciamente de las olas, por tener el viento contrario. Cuando ya era la cuarta vela (al amanecer) de la noche, vino Jesús hacia ellos caminando sobre el mar. Y viéndole los discípulos caminar sobre el mar, se conturbaron y dijeron: Es un fantasma. Y llenos de miedo comenzaron a gritar. Al instante Jesús habló, diciendo: Cobrad ánimos, soy Yo, no tengáis miedo. Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia Ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús. Pero viendo la fuerza del viento se atemorizó; y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto, Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado? Y luego que subieron a la barca, calmó el viento. Mas los que dentro estaban, se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

       A continuación del sermón de la montaña pone San Ignacio, para el día nono, la aparición de Jesucristo sobre las aguas en medio de la tempestad. En los Misterios pone antes la contemplación de cómo el Señor, yendo en la barca dormido, se despertó al llamamiento de los Apóstoles y aplacó la tempestad. Ambas son muy aptas para confortar el corazón del ejercitante y llenarlo de confianza apostólica, tan necesaria para las luchas con el enemigo. El ideal de la perfección es muy levantado; las dificultades que contra su realización en la vida se levantan, muchas y terribles; si hubiéramos de trabajar solos, fácilmente se apoderaría de nosotros el desaliento y nos haría pusilánimes.

Y es gran daño la falta de confianza, aun en las situaciones más angustiosas, y peligro grande Él olvido práctico de que Dios es infinitamente bueno y poderoso, que quiere y puede socorrernos. Hemos, pues, de clamar confiados: “Domine, salva nos, perimus ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt., 8, 25).


Composición de lugar: Imaginarnos ver la montaña donde Jesús oraba y a sus pies el mar de Tiberíades, y en el  la barca con los doce Apóstoles: las olas encrespadas, el viento fuerte...


Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR EN EL   MONTE, HIZO QUE SUS DISCÍPULOS SE FUESEN A LA NAVECILLA, Y, DESPEDIDA LA TURBA, COMENZÓ A HACER ORACIÓN SOLO.


1) Acaeció lo que aquí se nos narra a continuación de la primera multiplicación de los panes: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, fueron milagrosamente alimentados por Jesús. “Visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este, sin duda, es el Profeta que ha de venir al mundo. Por lo cual, conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey, huyó Él solo otra vez al monte”(Jn., 6, 14-15).

¡Cómo huye el Señor de ser honrado y cómo nos enseña con las obras lo que nos predica de palabra! Los discípulos, halagados quizá por el clamor popular, soñaron en medros y honras temporales; y el Señor les hizo embarcar y salir a la mar, y se quedó El en tierra.

Preveía el Señor la tempestad que muy pronto se iba a desatar, y les hizo embarcar para que lucharan con ella y no pensaran que en el   seguimiento de Señor tan poderoso iba a ser todo felicidad, sino que vivieran dispuestos al sacrificio. Iba además a hacerles sentir que siempre velaba por ellos, sin que fuera necesaria su presencia corporal para tener muy presentes a los suyos y librarles de todo mal.


2) Él, mientras tanto, subió al monte a orar. Cuántas veces en el   Sagrado Evangelio se nos inculca la frecuencia con que el Señor oraba. Quiere leernos prácticamente la lección que después ha de exponernos teóricamente: la necesidad de la oración, sobre todo durante el ejercicio del apostolado, y al mismo tiempo el modo más perfecto de hacerla; se aparta de las gentes, sube al monte, ora de noche. Todo hombre, y en especial todo apóstol, debe tener continuo recurso a la oración y buscar en el  la la solución de sus dudas, el remedio de sus necesidades, el esfuerzo para el trabajo, la fecundidad de sus labores.


3) Sobre el misterio de esta tempestad dice el P. La Puente (Medit., p. 3a, m. 19, p. l.°): «La otra vez levantóse la tempestad estando Cristo en el   navío, pero durmiendo; esta vez estando ausente, para probar más la fe de los discípulos viendo más lejos a su Maestro. Y para significar que Cristo Nuestro Señor suele ausentarse de los suyos cuanto al socorro sensible de su gracia y dejarlos en grandes tribulaciones para probar su fidelidad. Y como van creciendo en la virtud, suelen crecer las pruebas con tal modo de ausencias por los innumerables bienes que resultan de ellas».

Punto 2.° LA NAVECILLA ERA COMBATIDA POR LAS ONDAS, CRISTO VIENE ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y LOS DISCÍPULOS PENSABAN QUE FUESE  FANTASMA.


1) Se apartaron los Apóstoles de Jesús quizá de mala gana, pues que San Marcos (Mc 6, 45) dice que “coegit discipulos suos ascendere navim…forzó a los discípulos a subir a la barca”; temían que sin Él pudiera sucederles cualquier contratiempo. Amábalos Jesús muy de veras y, sin embargo, y aun por eso mismo permitió que fueran probados.

La tempestad significa cierta ausencia de Jesús, al menos en cuanto al socorro sensible; pero no significa abandono. Bien veía el Señor desde Él monte lo que a sus Apóstoles sucedía, y velaba para que no naufragaran, y les daba vigor y fuerza para que perseveraran en su trabajo remando y no cedieran vencidos al furor del viento y la mar contrarios.

¿Por qué causas permite el Señor la tempestad? Cuando no somos nosotros los que en el  la nos metemos, como no fueron en esta ocasión los Apóstoles quienes se metieron por propia voluntad en el   mar, para hacernos ejercitar nuestro valor y fidelidad y al mismo tiempo para hacernos Sentir la necesidad de su ayuda.

Mientras todo va bien es fácil cumplir la obligación y es fácil también olvidarse de acudir en demanda del socorro de lo alto; pero es difícil en la tentación «no hacer, mudanzas»; es decir: permanecer fiel en el   cumplimiento de lo prometido, y más difícil aún «mudarse intensamente contra la misma desolación» esto es: crecer en la práctica de todo bien y esforzarse en hacer más de lo prometido. Es lo que hicieron los Apóstoles: “laborantes in meritando…remando con trabajo” (Mc 6, 48); y así merecieron el pronto socorro de lo alto.


2) Jesús, aunque ausente con el cuerpo, muy presente con su ayuda, seguía compasivo las vicisitudes de los suyos, cumpliendo el salmo (Ps. 90, 15) clamará a Mí y le oiré; con él estoy en la tribulación. Al ver que la tempestad arreciaba, lleno de solicitud acudió a su socorro: “A eso de la cuarta vela de la noche (a las tres de la mañana) vino hacia ellos caminando sobre el mar” (Mt., 14, 25). Confiemos siempre, por mucho que la tempestad arrecie; si nosotros somos fieles, El no nos abandonará. ¡Bien seguros podemos estar de ello!

Y ¿por qué acudió andando sobre las aguas? El Padre La Puente (1. e.) aduce dos causas: para mostrar su omnipotencia y hacer entender a sus Apóstoles que si después había de ser anegado por la tempestad de la Pasión, era por propia voluntad, no por impotencia para dominarla. Además, para sensibilizar la virtud de la oración, de la que sacan los justos esfuerzo para vencer la tempestad.


3) “Y viéndole caminar sobre las aguas, se con»turbaron y dijeron; ¡Es un fantasma! Y llenos de miedo comenzaron a gritar” (Ib., 26). Lo tomaron por fantasma y era realidad. Cuántas veces la pasión, el miedo u otra causa viciosa nos hacen temer o despreciar como fantasmas a Jesús y a sus inspiraciones.

Cierto que no faltan quienes toman por realidad cualquier fantasma, y, puerilmente crédulos o neciamente supersticiosos, quieren ver en todo apariciones del Señor y tomar por hablas y comunicaciones divinas lo que en realidad no es más que invención de su alborotada fantasía. Mal obran; pero no lo hacen mejor quienes a carga cerrada tienen por engaño todo lo que presenta algún carácter extraordinario, sin pararse a analizarlo o aguardar el dictamen de la Iglesia, y gritan «fantasma es!» a la vista de lo que es realidad dulcísima.

Hemos de ser en esto cautos y proceder con prudencia y con piedad, aplicando los criterios que la ascética y la mística nos enseñan para discernimiento de espíritus, y siendo siempre dóciles a las direcciones, no sólo a los mandatos, de la jerarquía católica.

Marchaba Jesús sobre las aguas como pudiera hacerlo por tierra firme: ¡es Dios! Le están sujetos los elementos todos. No hay cosa que de nosotros le pueda apartar. Con tal Capitán, ¿qué no hemos de esperar? Y ¿a qué no nos hemos de animar?

Punto 3.º DICIÉNDOLES CRISTO: “YO SOY, NO QUERÁIS TEMER”. SAN PEDRO, POR SU MANDAMIENTO,  VINO A EL ANDANDO SOBRE EL AGUA, Y COMENZÓ A HUNDIRSE, MAS CRISTO NUESTRO SEÑOR LO LIBRÓ Y LE REPRENDIÓ DE SU POCA FE, Y DESPUÉS, ENTRANDO EN LA NAVECILLA, CESÓ EL VIENTO.


1) “Al instante Jesús les habló, diciendo: Cobrad ánimo; soy Yo, no tengáis miedo” (Ib., 27). No soy fantasma, sino realidad dulcísima; SOY Jesús, a quien conocéis y habéis visto hacer milagros; ¿por qué teméis teniéndome a Mí?

¡Cuán grata sonó a los oídos de los amedrentados Apóstoles la voz conocida del Maestro en aquella hora angustiosa! Pues es el mismo, y, como entonces, si a Él vivimos unidos, y, sobre todo, si a Él recurrimos en las horas de tempestad, en medio del fragor de la tormenta sonará en el   fondo de nuestra alma su voz tranquilizadora: “¡ No temas, soy Yo!” Y estando Jesús con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

Pensemos que siempre, cualquiera que sea nuestra tribulación, por grande que sea nuestra angustia, Él nos ve, se interesa por nosotros, sabe el tiempo que debe durar para nuestro bien y el momento más oportuno para socorrernos; ¡confianza!, ¡ confianza! Nada puede hacernos más daño en las luchas de la vida que la desconfianza en Dios.

Jesús, visto de lejos, da miedo; su ley austera horroriza a la sensualidad; de cerca, cuando se le gusta, cuando se practica su ley, ¡se ve cuán suave es! ¡Y cómo alienta el oír entre el rigor de la tormenta el “Yo soy” de Jesucristo!


2) “Y Pedro respondió: Señor, si eres Tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. Y El le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, iba caminando sobre el agua para llegar a Jesús” (Mt., 14, 28-29). Pedro, lleno de fervoroso y entusiasta amor, se ofrece para la ardua tarea de pisar sobre el mar alborotado; quiere ir a Jesús sobre las aguas.

Ir a Jesús por encima de las ondas alborotadas del mar es trabajar por vencer en la lucha contra la tentación. El trabajo del propio vencimiento, la ruda labor de resistir el embate de la tentación, la lucha contra la concupiscencia, es marchar hacia Jesús sobre un mar tempestuoso.

Pensemos que Jesús, al ver nuestros buenos deseos y oír nuestras ardientes súplicas, nos dice: ¡Ven !  y nos da su gracia, y con ella lo podemos todo. Pedro, al oír el ven de Jesús se lanza, valiente, al mar y avanza sin hundirse, ¡gran milagro! que un miserable pescador pise en el   mar como en tierra firme, que un pobrecillo pecador, triunfe, esforzado, de los más fuertes enemigos y avance hacia Jesús en medio de furiosos ataques. “Pero viendo la fuerza del viento, se atemorizó, y empezando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!” (Mt., 30).

Apartó Pedro sus ojos de Jesús para fijarlos en las encrespadas ondas del mar, y sintió el rugir del viento y se vio envuelto en espuma, salpicado por las aguas, ¡y temió; su confianza no se apoyaba únicamente en la palabra divina...; se dejó dominar del temor humano y comenzó a hundirse.

Cuando esforzados por el divino llamamiento y pisando sobre dificultades marchamos hacia Dios, lo único temible es el acordarnos demasiado de nosotros mismos, y apartando los ojos de Dios, fijarlos en los trabajos que nos oprimen.

Afortunadamente, Pedro, en el   peligro, clamó, con angustiosa esperanza, a Jesús: “¡Señor, sálvame!” y al punto Jesús, extendiendo la mano, le cogió y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado?” (Ib., 31).

Aprendamos la lección; besemos la mano amorosa que nos sostiene para que no nos ahoguemos, y trabajemos por confiar siempre en Jesús, seguros de que quien en el   confía no será confundido.


3) “Y luego que subieron a la barca, calmó el viento” (Ib., 32). ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al tener en medio de ellos a su querido Maestro! ¡Y cuál su admiración al ver cómo los vientos y el mar se le sujetaban y le obedecían! Y con qué reverencia “los que dentro estaban se acercaron a El y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Tú el Hijo de Dios”.

Acertadamente, el Padre La Puente, al fin de esta meditación, nota algo que será útil al ejercitante tener muy presente en el   trabajo de las elecciones o reforma que viene haciendo estos días: «Finalmente, en todo este suceso descubrió Cristo Nuestro Señor el estilo que tiene cuando nos llama para religión o para grandes empresas; porque al principio facilita los trabajos para que sin temor nos arrojemos a ellos; pero poco después permite grandes borrascas y temores, no para desampararnos, sino para perfeccionarnos en las virtudes. Y, últimamente, nos da cumplida paz, con mayor alegría por las nuevas experiencias de lo mucho que podemos con su gracia...Tengámoslo en cuenta y no nos dejemos dominar por la desconfianza.

16ª  MEDITACIÓN

EL SEÑOR PREDICABA EN EL   TEMPLO

La historia es cómo Jesús predicaba en el   templo con aceptación tal, que, en frase de San Lucas (LC 19, 48), “le escuchaban las gentes con la boca abierta…omnis enim populus suspensus erat audiens illum”. Y al terminar su trabajo, a la caída de la tarde, como la afluencia de gentes por la Pascua en Jerusalén era grandísima, y por otra parte nadie le ofrecía hospedaje para pasar la noche, se retiraba a Betania, a casa de sus amigos.

 
Composición de lugar. El templo, que se alzaba en el   centro de una explanada; a él se subía por anchas y espaciosas escaleras. Causaban admiración al visitante el enlosado multicolor, y más aún las interminables filas de columnas corintias que cerraban los cuatro lados de la inmensa plataforma. El pórtico real, al Sur, con sus cuatro hileras de 162 columnas monolíticas, cuyo cuerpo apenas alcanzaban a poder abrazar tres hombres extendiendo sus brazos, parecía la más monumental de las basílicas. Era el techo de cedro, esculpido con prodigalidad de ornamentos de oro y plata (Prat). Predicaba Jesús en el   atrio de los gentiles, al que tenían acceso libre toda clase de gentes; no así a los más internos, reservados a los israelitas.

Punto 1.°  ESTABA CADA DÍA ENSEÑANDO EN EL   TEMPLO.


1) Ejercitaba su oficio de Maestro y luz del mundo predicando su divina doctrina; así aleccionaba a sus Apóstoles, que habían de ser sus sucesores en tan benéfico ministerio, y al mismo tiempo instruía al pueblo, que recibía con avidez sus enseñanzas. Las que propuso los postreros días de su predicación en el   templo, correspondientes al lunes, martes y miércoles de la última semana de su vida mortal, fueron muy variadas y circunstanciales, suscitadas por preguntas capciosas de sus enemigos o por sucesos particulares.


2) Lección objetiva de celo de la gloria de Dios fue la que nos leyó en su modo de proceder con los profanadores del templo.

Veámosle cómo llega al templo y la emprende contra los sacrílegos traficantes, empuja con su pie las mesas de los cambistas, echa por tierra las cajas apiladas de los vendedores de palomas, detiene a los que por cortar camino atraviesan los atrios con sus fardos. Nadie se atreve a resistirle, sus ojos centellean de santo celo; su rostro se reviste de sobrehumana autoridad; saben, además que el pueblo todo está a su favor.

Al fin justifica su proceder, y dirigiéndose a los principales culpables, los jefes de los sacerdotes, que favorecían la profanación del lugar santo, cuyo orden y decoro estaban encargados de asegurar, les dice: “No está escrito mi casa es casa de oración para todas las naciones, y vosotros la habéis convertido en caverna de ladrones?” (Mt 21, 12-13) (Mc 11, 15-17; Lc 19, 45-46).

Celo de la honra de Dios y de su templo santo, virtud muy propia del Apóstol, celo que no ha de trocarse en ira, pero que en ocasiones es preciso se arme de energía y haga frente a los enemigos de Dios y a los profanadores de su santuario. Respeto al templo, respeto a nuestro cuerpo, templo de Dios. Respeto al niño, templo del Espíritu Santo. Amor a la pureza, que conserva limpio ese templo.


3) De las múltiples enseñanzas de la predicación de Jesús en estos días destaquemos para nuestro provecho tan sólo dos de suma importancia: la que se refiere al «gran mandamiento», el mandamiento del amor, y la que se deduce del juicio final para vivir siempre alerta.

a) Habían intentado los saduceos sorprender a Jesús con preguntas capciosas acerca de la resurrección de los muertos, y como el Señor les respondiera contundente y victoriosamente, conviniéronse sus aliados los fariseos para intentar un nuevo ataque; para ello destacaron a un escriba, docto en la interpretación de la ley, que, acercándose a Jesús, le preguntó con ánimo de probarle: “Maestro, ¿cuál »es el mandamiento mayor de la ley? Jesús le contestó: Escucha Israel. El Señor vuestro Dios es un solo Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; éste es el mandamiento grande y primero” (Mc 12, 29-30).

¡Ama! Ese es el primer precepto cristiano que sintetiza todos los demás y que, cumplido, da perfecta solución a todas las obligaciones de la vida cristiana; ¡amar y obrar siempre y en todo por amor! ¡Qué consuelo para quien lo llega a comprender plenamente, y, sobre todo, para quien lo sabe practicar de continuo: que «ubi amatur non laboratur», cesa el trabajo donde empieza el amor, y si hay trabajo, se goza purísimamente en el .

¿Y cómo quiere ser amado Dios? Claramente nos lo dicen las palabras evangélicas; y cierto que bien merece quien para ser amado tiene títulos tan legítimos y tan apremiantes como nuestro Dios, soberanamente perfecto, fuente de todo bien, único capaz de hacernos felices, a quien todo lo debemos, de quien todo lo esperamos ser amado con todo nuestro ser. Si lo comprendemos, no estamos lejos del reino de Dios (Ib., 34), y si lo practicamos, estamos en pleno reino de Dios.

Pero se ha de notar lo que Jesús añade y tan encarecidamente nos ha de encomendar en el   sermón de la cena: No amamos a Dios si no amamos al prójimo.


b) El segundo precepto es muy semejante al primero, y puede decirse que forma con él uno solo. Ama a Dios y lo que es de Dios con un mismo amor. Los hombres son tus hermanos; Dios los ha adoptado por hijos. Es necesario amar al Padre en los hijos y amar a los hijos en el   Padre. No separemos lo que Dios ha unido. A Dios debemos lo que Él nos pide que demos a nuestros hermanos. A Él hemos de ir a ofrecérselo. Amor de equidad, de benevolencia, de hacer servicios, de conceder perdón. Todo cuanto indica la razón, todo lo que pide Él corazón. Tengo el deber de dar, cuanto tengo el derecho de esperar; debo amar como quiero ser amado. Mi prójimo es otro yo mismo. Tal es la regla que debo seguir cuando se trata de pensar del prójimo o de hablar de él, cuanto se trata de soportarlo, de justificarlo, de acudir a su ayuda. Tal es el gran precepto. Esta es la nueva ley» (Baudot, «Les Evangéliques», n. 239, 2). Materia digna de meditarse y campo fértil de cultivo constante de virtudes varias muy aceptas al Señor.


4) Lección también muy práctica y digna de estudiarse fue la que el Maestro expuso a sus discípulos acerca de la constante vigilancia en que debemos vivir para poder dar buena cuenta al Señor cuando venga a exigírnosla.

Había anunciado a sus Apóstoles que la justicia de Dios descargaría sobre Jerusalén y que de aquel su hermoso templo no quedaría piedra sobre piedra; que en aquellos días habían de sufrir mucho los moradores de la ciudad santa... Después expuso las circunstancias de su segunda venida a juzgar a los hombres todos; pero nada les indicó del tiempo en que hubiera de realizarse; antes, por el contrario, puso freno a su curiosidad, diciéndoles: “Pero cuándo será aquel día y hora, nadie lo sabe, ni aun los »ángeles de Dios, ni aun el Hijo, sino solamente el Padre” (Mt. 24, 36); y dedujo la consecuencia: “Velad, pues, ya que no sabéis a qué hora vendrá Nuestro Señor. Tened por cierto que si el amo de la casa »supiese a qué hora había de venir el ladrón, estaría velando y no dejaría minar la casa. Por eso vosotros estad siempre sobre aviso, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que menos penséis”(Ib., 42-44).

Y les propuso la parábola de las vírgenes fatuas y las prudentes y la de los talentos, y describió con trazos de grandeza magnífica la escena del juicio universal: el premio de los buenos y el castigo de los réprobos. Después de estos discursos, dijo a sus discípulos: “Sabéis que dentro de dos días tendrá lugar la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para ser crucificado” (Ib., 26, 1-2).

Meditemos procurando sacar provecho de estas magníficas enseñanzas del Maestro. Amemos a Dios sobre todas las cosas, sacrificándolas todas si Él nos lo pide, para seguirle pobres y obedientes, como pobre y obediente fue el Maestro. Amemos a nuestros prójimos como a hermanos nuestros, como a nosotros mismos, ¡en Dios, por Dios y para Dios! Vivamos siempre alerta, procurando hacer fructificar los talentos que de Dios hemos recibido, y dispuestos a todas horas a rendir cuentas de ellos y a merecer escuchar el “Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os tenía preparado desde la creación del mundo” (Mt., 25, 34).

Punto 2.° ACABADA LA PREDICACIÓN, PORQUE NO HABÍA QUIEN LO RECIBIESE EN JERUSALÉN, SE VOLVÍA A BETANIA.


1) ¡Cuán ingratos son los hombres! Después de un día de trabajo, empezado muy de mañana, pues que el Evangelista dice: “Y todo el pueblo acudía muy de madrugada al templo para oírle” (Lc 21, 38), al caer la tarde no encontraba quien le invitara a pasar la noche, y tenía que irse a Betania, a casa de su amigo Lázaro. En el  lo influía no menos que la ingratitud el miedo de los judíos, que perseguían a Jesús y a cuantos se le mostraban afectos.

¡Qué frecuente es en la vida del Apóstol cosechar ingratitud por parte de los que se llaman tal vez buenos amigos y persecución sañuda de los enemigos! Ya desde Él nacimiento, Jesús cumplió, el “in propria venit et sui eum non receperunt, vino a su casa y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Fueron compañeros constantes de su vida apostólica, no menos que la pobreza de no tener casa, ni cama, ni mesa, las persecuciones, las calumnias y los desprecios. ¡Aprendamos!

 
2) Cuántas veces en nuestros días las mismas causas producen idénticos efectos, y se ve a Jesús, al Jesús de nuestros sagrarios, al Jesús de la Santa Iglesia, de la jerarquía católica, despreciado, olvidado, esquivado de los suyos, de los católicos, de los por Él mimados y regalados, porque no aprecian sus preciosos dones o los estiman en tan poco que prefieren los pasatiempos y diversiones terrenos; y lo dejan solo y no socorren a sus ministros, ni se preocupan de ofrecer a Cristo una casa digna. Le aman muy poco; ¡temen ser tildados por sus enemigos de católicos! y tiene Jesús que retirarse a Betania.

Allí sí que se le recibía con amor y con gusto; bien lo sabía Él, y bien lo agradecía. Cuántas bendiciones traería sobre la casa de aquellos santos hermanos la frecuente presencia de Jesús en el  la ¡También ahora busca Jesús amigos que le reciban y no los encuentra! ¡Dichoso el que abre su puerta para que por ella entre el Maestro divino, que jamás viene con las manos vacías! Seamos de ese número de afortunados. Mentira parece que sean tan pocos, siendo tan grandes las bendiciones que Jesús derrama dondequiera que se les recibe con afecto y buena voluntad, aunque sea con gran pobreza.

Ofrezcamos al Señor nuestra humilde morada, prometiéndole escuchar con atención sus preciosas lecciones, para ir poniéndoles por obra el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como hijo de Dios, y visitemos con más frecuencia y  cuidado su presencia en el   Sagrario.

Debe el alma que se ejercita en la oración eucarística procurar alcanzar familiaridad con el Verbo eternal encarnado, acompañándole, oyéndole, sirviéndole, reverenciándole como a su Señor, hermano mayor y todo su bien.

17ª  MEDITACIÓN

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO.


Composición de lugar. El lado de allá del Jordán, a un día de camino de Betania, en el   paraje donde en otros tiempos bautizaba Juan, donde se retiró Jesús. Después, Betania, pueblecito situado a unos tres kilómetros de Jerusalén, asentado en la vertiente oriental del monte Olivete; y en ese pueblo, una casa rica en la que, durante sus estancias en Jerusalén, el Salvador se retiraba con frecuencia a pasar la noche. No lejos de ella, el sepulcro de piedra, cerrado con una losa redonda.

“Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo.  Las hermanas enviaron a decir a Jesús: Señor, el que tú amas, está enfermo. 

Al oír esto, Jesús dijo: Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.

Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el   lugar donde estaba.

Después dijo a sus discípulos: Volvamos a Judea. Los discípulos le dijeron: Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá? Jesús les respondió:
¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en el ". Después agregó: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo. Sus discípulos le dijeron: Señor, si duerme, se curará.

 Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo. Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: Vayamos también nosotros a morir con él.

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. 

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas. Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dijo: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: El Maestro está aquí y te llama. Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro.

Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el   mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. 

 María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: ¿Dónde lo pusieron? Le respondieron: Ven, Señor, y lo verás. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: ¡Cómo lo amaba!

Pero algunos decían: Este, que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: Quiten la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.

Después de decir esto, gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera! El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desátenlo para que pueda caminar.


Punto 1.° MARTA Y MARÍA HACEN SABER LA ENFERMEDAD DE LÁZARO A CRISTO NUESTRO SEÑOR, EL CUAL SE DETUVO POR DOS DÍAS PARA QUE EL MILAGRO FUESE MÁS EVIDENTE.


1) Enfermó de gravedad Lázaro, y sus hermanas enviaron a Jesús un aviso diciéndole únicamente: “el que amas está enfermo, Ecce quem amas infirmatur (Jn 11, 4). ¡Qué súplica tan hermosa y llena de sentido: «Señor, está enfermo el que amas, tu amigo!» Luego Jesús tiene amigos y predilectos. ¿Lo es tuyo? Por su parte no quedará... ¿Cómo tratamos a Jesús? ¿Cómo le correspondemos? «Infirmatur», está enfermo; él, en el   cuerpo, nosotros quizá en el   alma, bien sabemos cuáles son nuestras enfermedades.

       Modelo de oración es el de estas hermanas, exponen con brevedad y con llaneza al Señor la necesidad; saben que les ama y juzgan que la sola exposición de la necesidad es una súplica instante. Aprendamos a repetir: Señor, tu amigo está enfermo. Y Jesús parece que no hace caso, y responde: Esa enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que por medio de ella sea el Hijo de Dios glorificado (Ib.). ¿Era que no le amaba? El Evangelio, en el   versículo siguiente, dice: Jesús amaba a Marta, y a su hermana María, y a Lázaro (Ib., 5).

No lo olvidemos, que veces hay en que a pesar de nuestras súplicas las cosas parece que se tuercen y no vienen a medida de nuestros deseos; confiemos y recordemos que. lo primero es la gloria de Dios, y ésta no pocas veces se logra por caminos para nosotros extraviados.


2) Dos días después dice Jesús a sus discípulos: Vamos otra vez a la Judea. Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, y ¿quieres volver allí? (Ib., 8), le dicen admirados los Apóstoles. Y Jesús les respondió: Pues qué, ¿no son doce las horas del día? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; al contrario, quien anda de noche tropieza, porque no tiene luz (Ib., 9-10). Es idea por Jesús varias veces repetida casi en la misma forma (y. Jn 9, 4 y 12, 35-36).

Tratándose de trabajar por la gloria de Dios, mientras nos cobija su protección y caminamos a su luz, podemos marchar sin miedo a tropezar, y nuestro trabajo será fecundo; en cambio, quien anda de noche y en tinieblas, sin la luz de la fe y de la gracia, cae fácilmente; ahora marcho a esa luz; pronto llegará la ocasión en que diga: Esta es la hora y el »poder de las tinieblas (Lc 22, 53).


3) Anuncióles después la muerte de Lázaro y añadió: Y me alegro por vosotros de no haberme hallado allí, a fin de que creáis. Pero vamos a él (Jn 11, 15). No quiso sanarle, como lo hubiera hecho de estar presente, para poder resucitarle; y aguardó al cuarto día para que la muerte fuese más evidente y el milagro más patente. Y les dice que se alegra por ellos, porque iba a ser causa aquel retraso de aumento de fe y de caridad en los discípulos, resultando así de la prueba dolorosa a que sometió a sus amigos de Betania gran bien para sus discípulos.

No hace Jesús sufrir a los que ama por sólo el gusto de verlos padecer, sino por otros fines muy levantados de la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡No lo olvidemos!

Punto 2.° ANTES QUE LO RESUCITE PIDE A LA UNA Y A LA OTRA QUE CREAN, DICIENDO YO SOY RESURRECCIÓN Y VIDA; EL QUE CREE EN MI, AUNQUE SEA MUERTO, VIVIRÁ.

 
1) Púsose en camino, y cuando llegó a Betania halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba sepultado (Jn 17). Marta, luego que oyó que Jesús venía, le salió a recibir, y María se quedó en casa (ib., 20). Unámonos en espíritu a la comitiva de Jesús y escuchemos con devoto recogimiento el expresivo diálogo que con Marta tuvo, reflexionando para sacar de él provecho: Dijo, pues, Marta a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano (ib., 21).

Fe imperfecta, sin duda, pues que juzgaba necesaria la presencia de Jesús para que hiciera un milagro; cuánto más perfecta era la de centurión (Mt 8); pero expresión real de confianza en la amistad de Jesús. Y la frase del Señor: Y me alegro de no haberme hallado allí (15), parece significar que de haber estado en Betania Jesús, no hubiese muerto Lázaro. Y continuó Marta: “Bien que estoy persuadida de que ahora mismo te concederá Dios cualquier cosa que le pidieres” (ib., 22).

La queja amorosa de Marta es cierto que no contiene reproche para Jesús y que muestra que la prueba por que ha pasado no la ha hecho perder el amor y Ja confianza para con el Maestro; pero aunque su estima de Jesús es grande, su fe en la divinidad de Cristo, muy corta, y quiere el Señor, antes de hacer el milagro, excitar y perfeccionar la fe de aquellas buenas hermanas: “Dícele Jesús: Tu hermano resucitará. Le responde Marta: Bien sé que resucitará en »la resurrección, en el   último día. Díjole Jesús: Yo soy resurrección y vida; el que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y cualquiera que vive y cree en Mí, no morirá para siempre”.

Tienden las palabras de Jesús a corregir la imperfecta fe de Marta acerca de su persona: Yo soy resurrección y no necesito impetrar de otro el poder de resucitar; Yo soy la vida, autor y fuente de toda vida sobrenatural; quien en Mí cree, aunque corporalmente muera, vive espiritualmente y alcanzará a su tiempo la resurrección de su cuerpo; y cualquiera que vive aun en el   cuerpo y cree en Mí, no morirá para siempre, es decir, no morirá de muerte espiritual y eterna, sino que vivirá siempre en el   alma y alguna vez, bienaventurado, en su cuerpo resucitado.

¿De qué resurrección y de qué vida se trata aquí? Es cuestión no clara de decidir. Lo más conforme al contexto y al movimiento de ideas de todo el cuarto Evangelio parece entender las palabras de Jesucristo a la vez de la vida corporal y de la vida espiritual, pero con la subordinación de la vida eterna de las almas.

Y al preguntar Jesús a Marta: Crees tú esto? no se refería principalmente a la resurrección, sino a su prerrogativa propia y personal de dar la vida a los muertos y conservarla a los vivos. “Respondió Marta: ¡Oh Señor, sí que lo creo y que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo!”. Magnífica profesión de fe que nos recuerda la que brotara de labios del Apóstol San Pedro; da Marta a Jesús sus dos nombres mesiánicos, el Cristo y el que ha de venir.

Digamos también nosotros, llenos de fe y amor, al considerar las palabras de Jesús: Creo que eres el Hijo de Dios, Dios como el Padre, que todo lo puedes, resurrección y vida! ¡Se siempre resurrección y vida eterna para mí, Señor, y no permitas que de mí se apodere la muerte, antes bien, en ti y por ti viva eternamente!


2) “Dicho esto, Marta fuése y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: Está aquí el Maestro y te llama” (ib., 28). Encargóle Jesús que llamara a su hermana, quedándose mientras tanto a la entrada del lugar. Consideremos la caridad de Jesús y su fina amistad con aquellas hermanas; decidido, por el amor que las tenía, a resucitar a su hermano, quiere que esté presente también María, y la manda llamar.

María, que tan apasionadamente amaba al Señor, apenas lo oyó, se levantó de presto y fue donde estaba Jesús  y en viéndole se postró a sus pies y le dijo: “Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano” (ib., 23).

Ejercitó María tres virtudes muy excelentes: La primera, obediencia presta, puntual y amorosa, nacida de la grande estima que tenía de Cristo Nuestro Señor..., enseñándonos, al dejar a los que la acompañaban sin despedirse, la puntualidad con que hemos de acudir al llamamiento de Dios, sin hacer caso de todo lo que es carne y sangre.

La segunda virtud fue gran reverencia al Señor, porque en viéndole al punto se postró a sus pies... La tercera virtud fue mucha mayor fe que su hermana, con gran resignación, porque llena de amor y dolor, dijo: Señor, si estuvieras aquí no muriera mi hermano. A los pies de Jesús había pasado María, en silencio, horas suavísimas de consolaciones inefables; a los pies de Jesús, en la hora de la tribulación, abre sus labios con frase delicada, de amorosa queja. Y Jesús no la responde; pero lo que más es, se conmueve, se compadece.

A esta plegaria de María atribuye la Iglesia la resurrección de Lázaro, «por cuyas preces Cristo resucitó de la muerte a su hermanos Lázaro después de cuatro días muerto» (Orat. de Santa María Magdalena, 22 julio). Cuántas resurrecciones de almas se deben a la oración de las almas buenas, fieles amantes de Jesús.

 

Punto 3° LO RESUCITA DESPUÉS DE HABER LLORADO Y HECHO ORACIÓN, Y LA MANERA DE RESUCITARLO FUÉ MANDANDO “LÁZARO, VEN FUERA”.


1) “Jesús, al verla llorar y cómo lloraban los judíos que habían venido con ella, se conturbó lleno de emoción y dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? ¡Ven a verlo, Señor!, le dijeron. Jesús lloró, y los judíos decían: ¡Mirad cuánto le amaba! Mas algunos de ellos dijeron: Pues Este, que abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿no podría hacer que Lázaro no muriese?” (33-37).

       ¡Cuán de diversa manera se juzga de una misma acción! Aprendamos a no estimar en más de lo que valen los juicios de los hombres; ¡jamás podremos complacerlos a todos, pero siempre a Dios!

Todavía emocionado, acercóse Jesús al sepulcro, que era una cueva cerrada con una losa, y mandó quitarla; Marta quiso estorbarlo, y le dijo: “Señor, que ya hiede, pues hace ya cuatro días que está ahi! Díjole Jesús: No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?” No se asusta Jesús del hedor de nuestra corrupción, que para remediarlo viene a nosotros; pero quiere que lo pongamos al descubierto quitando la losa de la hipocresía y reconociendo ante el ministro de Dios, nuestra miseria. A la objeción de Marta responde Él Señor con un anuncio casi manifiesto de lo que va a hacer, y una invitación a prepararse al milagro por la fe.

 

2) “Quitaron, pues, la losa, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo. Padre, gracias te doy porque me has oído! Bien es verdad que Yo ya sabía que siempre me oyes; mas lo he dicho por razón de este pueblo, que está alrededor de Mí, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado” (ib., 41, 42).

Levantó sus ojos al cielo para indicarnos que de allí ha de venir nuestro remedio si, descubriendo nuestras miserias, sintiendo la hediondez de nuestros pecados, lo pedimos con humildad a Dios. No enseñó también en la corta oración jaculatoria que hizo, que si deseamos recibir nuevas mercedes de Dios hemos de comenzar por agradecer las ya recibidas. Además, todas sus obras las dirige a gloria de Dios para aumento de fe en los presentes, para salvación de todos.

Lo hacemos así nosotros, o nos mueven otros fines harto menos levantados? “Dicho esto, clamó con voz fuerte. ¡Lázaro, sal afuera! Y al instante el que había muerto salió fuera, ligado de pies y manos con fajas y tapado el rostro con su sudario. Díjoles Jesús: Desatadle y dejadle ir” (ib., 43, 44).  Cuán grande Capitán tenemos! ¿Qué hemos de temer yendo con El? Confiemos, sigámosle y jamás nos apartemos de Él; Él cuidará de nosotros.


3) Podemos también considerar la eficacia de la oración de los justos para alcanzar del Señor la resurrección a la vida de la gracia de los pecadores y animarnos así a orar sin descanso por la conversión del mundo.

Y pondera el Padre La Puente (parte 3.a, med. 41) cómo del mismo modo que Lázaró salió del sepulcro ligado con su mortaja, que le quitaron los Apóstoles, los pecadores suelen resucitar a la vida de la gracia atados con muchas reliquias y costumbres viciosas de la vida vieja que les dificultan el ejercicio de la virtud, de las cuales se van luego desatando con la ayuda de los confesores y directores espirituales.

 

4) ¿Y qué efecto produjo en los circunstantes maravilla tan extraordinaria? El evangelista solamente nos dice: “Con eso, muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y a Marta y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en el  ” (ib., 45). Pero no es difícil de entender el gozo purísimo que inundó las almas de aquellas dos santas hermanas, y cómo crecería, si posible era en el  las, el amor a Jesús, y cómo se le ofrecerían otra vez y le rogarían que tuviese por suya la casa de ellas y siguiese amándolas como las había amado, y entendería plenamente Marta las palabras que Jesús le dijo al prepararla para el milagro.

En los Apóstoles se lograría la predicción de Jesús, me alegro por vosotros, a fin de que creáis, y su fe se robustecería y con ella su estima y amor al Maestro. Creyeron también en el  muchos de los judíos que habían venido de Jerusalén a visitar a María y a Marta; pero “algunos de ellos se fueron a los fariseos y les contaron las: cosas que Jesús había hecho” (ib., 46).

¡Nunca faltan corazones mezquinos que convierten la triaca en ponzoña y sacan su propio daño y el propósito de causárselo a los que sólo anhelan su verdadero bien! ¡Consecuencia fue de este milagro el decretar el sanedrín la muerte de Jesús! (ib., 47-53).

¡Y qué modestia la de Jesús! No se jacta del milagro ni increpa a los incrédulos, sino que más bien huye las alabanzas y, cediendo al furor envidioso de sus enemigos, se oculta. “Por lo que Jesús ya no se dejaba ver en público entre los judíos, antes bien, se retira a un territorio vecino al desierto, en la ciudad llamada Efrén, donde moraba con sus discípulos” (ib., 54). Hasta que llegase la hora señalada por Dios, siempre atento a su beneplácito.

Meditemos y hablemos con Cristo pidiéndole aumento de fe, confianza y amor para esforzarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, y también que el Espíritu de Jesucristo nos rija, si alguna vez el Señor obra por nuestro medio grandes cosas.

18ª  MEDITACION


JESUS  ECHA DEL TEMPLO A LOS MERCADERES

Lo narra San Juan (2, 13-17): “Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el   Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: "Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará”.

 

Composición de lugar. Tenía el templo de Jerusalén tres atrios, uno más alto que otro: el de los gentiles, el de las mujeres y el de los israelitas. A los gentiles les estaba vedado, bajo pena de muerte, que se leía en grandes inscripciones, el acceso a los otros atrios. La escena que vamos a meditar se desarrolló en el   atrio de los gentiles, que medía 250 metros de largo por 150 de ancho. La explanada total del templo venía a tener unos 450 metros de largo por 300 de anchura.


Punto l.° ECHÓ FUERA DEL TEMPLO CON UN AZOTE HECHO DE CUERDAS A TODOS LOS QUE VENDÍAN.


1) Jesús quiso cumplir el precepto pascual, y desde Cafarnaúm subió a Jerusalén en peregrinación para la fiesta de los ázimos. La tarde del día 14 del mes de Nisán se verificaba la inmolación del cordero pascual; y tenía lugar en el   atrio interior del templo. Debía hacerla el padre de familia o el cabeza del grupo que se reunía para la cena legal. La sangre la recogían y daban al sacerdote, para que la esparciera ante el altar de los holocaustos. Después del sacrificio, en el   mismo templo, se arrancaba la piel del corderito y algunas partes interiores, y así preparado se lo llevaban los que habían de comerlo.

Llegado Jesús a Jerusalén, fue al templo: el atrio exterior o de los gentiles era un hervidero de bueyes, ovejas, palomas y mercaderes. Para comodidad de los fieles, se establecía en este atrio, cuyo acceso era permitido a todos, una especie de mercado, en el   que se vendían los animales que se habían de sacrificar. Ponían, además, en el  los cambistas sus mesas de cambio, para procurar a los que las necesitaran las monedas necesarias para la ofrenda del templo, que había de hacerse precisamente con el llamado «siclo del santuario»: no se admitía moneda extranjera, por llevar la imagen de los emperadores o de animales y no poderse por tal razón ingresar en el   tesoro del templo. Tal costumbre era un grave abuso; pues que, como afirma Josefo, no se permitía tal cosa en los primeros años.

Se presentó Jesús, en medio de aquel barullo, “tamquam potestatem habens”, revestido de potestad. Otras veces, sin duda, había presenciado aquellas escenas, pues todos los años subía con sus padres al templo; pero era ésta la primera vez que lo hacía iniciada su vida pública y en plan de Maestro, que, como dice San Marcos (1, 22), “su modo de enseñar era como de persona que tiene autoridad, no como los escribas”.

Para demostrarlo tomó unas cuerdas, hizo con ellas un azote, y, esgrimiéndolo, echó a todos los mercaderes del templo, juntamente con las ovejas y bueyes, diciendo: “No convirtáis la casa de mi Padre en mercado, Escrito está: mi casa, casa de oración será llamada por todas las gentes” (Is., 56, 7); y vosotros, al contrario, la habéis hecho cueva de ladrones” (Mc., 2, 17).


2) Quiso Cristo comenzar su vida pública ejercitando la virtud de la religión y en la casa de Dios, arrojando de ella a los que la profanaban con sus ventas. Haga lo mismo, por ejemplo de Cristo, el visitador, reformador y predicador apostólico. Ya a los doce años había declarado que: “in his quae Patris mei sunt oportet me esse, Yo debo emplearme en las cosas que tocan al servicio de mi Padre” (Lc., 2, 49).

¿Y quién dio a Jesús autoridad para hacer lo que hizo? El celo de la gloria de Dios, que inflamaba su pecho, debió resplandecer en su rostro, haciéndole despedir rayos de majestad que espantaron a aquellos viles mercaderes y los pusieron en huida. El texto dice que al verle sus discípulos recordaron la profecía del Salmo: “el celo de tu casa me devora” (Ps., 68, 10).


Punto 2.° TIRÓ POR EL SUELO LAS MESAS Y DINEROS DE LOS BANQUEROS QUE ESTABAN EN EL   TEMPLO


1) Cuánto desagrada al Señor la profanación del templo de Dios, que ni aun en su atrio quiere que se ejercite función, ni ministerio menos digno, aunque, como el de estos mercaderes, tenga alguna relación con el culto y sea como preparación necesaria para él. ¿Qué será lo que le desagraden otras profanaciones tan reñidas con el decoro y respeto debido al templo? ¿En vestidos, en palabras, en acciones? ¿Qué sentirá Jesús en sus sagrarios al ver lo que todos los días en nuestros templos tienen que ver y soportar? El corazón se oprime al pensarlo y teme no se levante el azote del Señor sobre pueblos que tan poco respetan al Santuario. Procuremos por cuantos medios estén a nuestro alcance se guarde mayor respeto al lugar santo y que sea el templo en verdad casa de oración, morada de recogimiento, incentivo de devoción y alabanza purísima al Dios tres veces Santo.


2) ¿Qué hacían en el   templo los banqueros? Procurar, como hemos dicho, a los que las necesitaban, las monedas precisas para la ofrenda, que había de hacerse con el llamado «siclo del santuario». El Señor “derramó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas” (Jn 2, 15). No se detuvo ante los ricos; para demostrarnos que no es aceptador de personas y enseñarnos a sobreponernos a toda consideración humana, cuando se juegan los intereses de la gloria de Dios.

De su celo de la gloria de Dios nacía en Jesús la fortaleza admirable con que se enfrentó a todos, sin que nadie se atreviese a resistirle. Sin duda que algo grande y sobrenatural vieron en el  . Claro que a Dios, ¿quién puede resistir’? Cuando El quiere hacer ostentación de su poder, no hay fuerza en la tierra que pueda hacerle frente.


3) Pero podemos hacer otra aplicación, que acaso más de una vez nos pueda ser útil, y servirnos para convertir en provecho lo que de otra suerte será acaso motivo de irritación y origen de enfado y aversión. No leemos en el   Evangelio que aquellos tan duramente tratados por el Señor reconocieran la razón con que les fustigaba y recibieran el castigo que se les aplicaba como merecida penitencia saludable de su culpa.

Antes bien, quedaron. a lo que se deduce de las frases que después pronunciaron, airados y con ganas de vengar en Jesús su ofensa. No así nosotros, cuando el Señor descargue sobre nosotros el látigo de su justicia, en una u otra forma; cuando flagele nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestra fama; recordémoslo, comprendamos que aquí en esta vida castiga siempre el Señor como Padre, para sanar, y alegrémonos; porque sólo así, en ocasiones, podrán ser expulsados de nuestra alma, convertida en establo de malas bestias, cuando concedemos demasiado a nuestro amor propio y queremos saciar las viciadas inclinaciones de nuestra concupiscencia, los inmundos animales que la profanan y envilecen: y quedará limpia para ser, en verdad, templo de Dios y casa de oración.

 

Punto 3° A LOS POBRES QUE VENDÍAN PALOMAS MANSAMENTE DIJO: QUITAD ESAS COSAS DE AQUÍ Y NO QUERÁIS HACER MI CASA UNA CASA DE MERCADERÍA.

 1) ¿Cuál fue la causa de la mayor suavidad de Jesús en el   expulsar del templo a los vendedores de palomas? Eran las palomas oblación principalmente de los pobres; además, animales que no estorbaban tanto al culto, como lo hacían los bueyes con sus mugidos y las ovejas con sus balidos; por fin, como estaban encerradas en cajas, no podía echarlas a latigazos, sino que las tenían que retirar sus vendedores; por eso les ordenó: “quitad eso de aquí”.

Suelen algunos considerar que este proceder mansamente, como dice San Ignacio, con los vendedores de palomas, nació de tratarse de cosa de pobres, los predilectos de Jesús. Indicándonos una vez más el amor que a los pobres tiene el Señor y la delicadeza con que los trata, ¡como a reyes!

Aprendamos a estimarlos, como los estimaba Cristo, y a tratarlos como Cristo los trataba. Y lo alcanzaremos ciertamente con facilidad, si recordamos los ejemplos de Jesús, y más aún si tenemos presentes aquellas regaladísimas palabras que el día del juicio ha de decir el Señor a los que ejercitaron la caridad con los pobres: “A Mí me lo hicisteis” (Mt., 25, 40). A Mí me disteis de comer y de beber y me vestisteis y me visitasteis, cuando a mis pobres socorristeis.


2) Parece deducirse de la narración evangélica que los vendedores de palomas obedecieron dóciles a la invitación de Jesús y se retiraron con su mercancía. ¿Y yo? ¡Cuántas veces oigo la voz del Señor, que me invita y me dice: quita ese afecto, retira esa cosa, deja ese amigo..., y no la sigo, sino que la desprecio! ¡Pobre de mí! Si el Señor se cansa, bien merezco el que me trate como a los animales trató, a latigazos, y que como a ellos me eche del templo.

No sea así en adelante, sino que presto y diligente en escuchar y seguir la insinuación divina, sea siempre dócil y retire del templo de mi alma cuanto en alguna manera desdiga del decoro de la casa de Dios. Pido perdón por mis faltas de respeto en el   templo, sobre todo, por las múltiples profanaciones del templo de mi cuerpo y gracia para siempre tratarlo como habitación de Dios.

19ª  MEDITACION

JESÚS ENVÍA A LOS APÓSTOLES A PREDICAR

Jesús envía a sus apóstoles a predicar el reino de Dios en Galilea dándoles consejos sapientísimos para que ejercitaran su misión con fruto.

Punto 1.° JESÚS LLAMA A SUS AMADOS DISCÍPULOS Y LES DA POTESTAD DE ECHAR LOS DEMONIOS DE LOS CUERPOS HUMANOS Y CURAR TODAS LA5 ENFERMEDADES.


1) San Lucas (8, 1) y San Mateo (9, 35) narra cómo iba el Señor, con sus Apóstoles, recorriendo las ciudades, villas y aldeas predicando su divina doctrina y haciendo notar a sus discípulos la miseria del pueblo, abandonado y desprovisto de quien atendiera a sus necesidades temporales y espirituales: “Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él” (Lc 8.1). “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 35-38).

       Mientras los escribas y doctores de la ley sobrecargaban al pueblo con tradiciones y preceptos humanos, poniéndole cargas intolerables (Lc 11, 46, y Mt 23, 4), Jesús predica el reino del amor, el reinado de Dios por el amor a Dios y al prójimo por encima de otras normas puramente humanas; así sucedía que ni marchaban ellos por el camino de la salvación, ni dejaban que marcharan los demás.

       Haciéndoselo notar Jesús a los suyos, pretendía, sin duda, excitar en el  los la misericordia y el celo, para que se ofreciesen a hacer lo que pudieran y en su corazón brotase un sentimiento análogo al que a Él le hacía dolerse contristado: “videns autem turbas, misertus est eis; quia erant vexati et jacentes sicut oves non habentes pastorem… y al ver aquellas gentes, se compadecía de ellas, porque estaban tendidas aquí y allá como ovejas sin pastor” (Mt., 9, 36).

       Pensemos que también en nuestros días, por mal de nuestros pecados, se repiten escenas semejantes y son muchas las naciones paganas, y aun en medio de las naciones cristianas, en las que el pueblo, hambriento de la divina doctrina, no tiene quien se la explique, por falta de sacerdotes o por falta de celo en los ministros del Señor. Que sintamos por ello dolor y pena, y, agradeciéndole la amorosa providencia con que a nosotros nos ha atendido y surtido tan abundantemente, pidámosle que envíe aptos ministros de su palabra que acudan a tan gran necesidad. Hoy es urgentísima esta necesidad en toda Europa y en el   mundo entero


2) De creer es que los Apóstoles, conmovidos, se ofrecieron a Jesús para ayudarle en su empresa. Quiere el Señor que por nuestra parte pongamos lo que en nuestra mano está para hacernos aptos instrumentos de su gloria y capacitamos, en lo posible, a coadyuvar en la magna obra de la salvación de las almas. Pudiera, quién lo duda, haber surtido a los Apóstoles de todo cuanto necesitaban para el desempeño de la misión altísima que les iba a encomendar al abandonar el mundo, de suerte tal que sin trabajo alguno de parte de ellos se encontraran apta y cumplidamente formados para cumplir a la perfección su oficio.

No lo hizo así, sino que, dotándoles, cierto es, espléndidamente de cuanto les era necesario, quiso que por su parte se llenaran primero de sincera compasión y ansias de apostolado, y que después trabajasen, se ensayaran en la predicación, buscaran a las gentes y fueran de pueblo en pueblo y de casa en casa ejercitando el ministerio que con su ejemplo les había El mismo enseñado previamente.

Tal es la economía del Señor también con nosotros; quiere que nos llenemos de celo, que nos ejercitemos, que hagamos por nuestra parte cuanto podamos para acertar y cumplir a la perfección nuestro cometido. Si así lo hacemos, El, por su parte, no falla y nos asiste y surte de cuanto podemos necesitar y nos asegura el éxito.

3) Para prepararlos inmediatamente y excitar en el  los el celo de la divina gloria, les dice: “la mies es mucha, mas los obreros pocos; rogad, pues, al, dueño de la mies que envíe a su mies operarios” (Mt., 9, 37-38), que os envíe a vosotros. En lo cual les muestra el deseo de Dios de la salvación de los hombres y les convida a penetrarse ellos mismos de idéntico anhelo y hacer por su parte lo que en su mano esté: que es rogar el Señor de quien depende la misión que envíe a su mies abandonada operarios que la trabajen, les elija a ellos si gusta para tal misión, y coseche abundantes frutos. No les dijo: «ofreceos», sino “rogad al Señor que envíe operarios”; porque de Dios es el enviar, no nuestro el entrometernos audaz e imprudentemente.

Quizá con estas frases del Señor se animaron los Apóstoles a hacer lo que les indicaba, y aun se ofrecieron ellos mismos a colaborar, y Jesús, aceptando sus sinceras oblaciones, les dio el encargo de misionar y los lanzó a aquel ensayo del apostolado para el que estaban elegidos, y en el   que más tarde habían de trabajar todos tan fructuosa y generosamente.

4) Envióles de dos en dos: para que se sirvieran de mutua ayuda y consuelo y defensa. No hay mucho que discutir para entender las ventajas que para el apóstol o misionero se siguen de tener en su labor quien le acompañe. Basta recordar que el mismo Jesús nos dice en el   Evangelio que “donde están dos juntos en su nombre, allí está El en medio de ellos” (Mt., 18, 20), y cosa es sabida que “dos hermanos que se ayudan mutuamente son como na ciudad muy fuerte” (Prov., 18, 19).

Y que es un compañero prudente, a más de consejero inapreciable, custodio eficacísimo que nos libra, con sola su presencia, de mil peligros a que solos nos veríamos expuestos de experimentar tentaciones y asaltos muchas veces difíciles de repeler contra el más precioso tesoro que en nuestra alma llevamos; la gracia, la pureza, Cristo. Tengamos, pues, por dicha grande Él lograr en nuestros trabajos apostólicos que nos acompañe siempre algún socio, y no dejemos de procurarlo con todas nuestras fuerzas.

5) Dióles el Señor potestad para lanzar los espíritus inmundos y curar toda especie de enfermedades y dolencias. Magnífico poder; no hay rey que a sus embajadores y enviados pueda surtir tan ricamente para el mejor desempeño de la misión que les encomienda. ¿Y por qué lo hizo así? «Para que no sucediera que nadie diera fe a unos hombres rudos e indoctos, sin galas ningunas de lenguaje e iletrados, que prometían el reino de los cielos; les da poder de curar los enfermos, limpiar a los leprosos, echar los demonios, para que pruebe la grandeza de los milagros, la verdad de lo prometido» (San Jerónimo).

Punto 2.°  LES ENSEÑA PRUDENCIA Y PACIENCIA: “MIRAD QUE OS ENVÍO A VOSOTROS COMO OVEJAS EN MEDIO DE LOBOS; POR TANTO, SED PRUDENTES COMO SERPIENTES Y SENCILLOS COMO PALOMAS”.

1) Expone San Mateo en este cap. 10 una larga instrucción del Señor a sus Apóstoles al enviarles a predicar el reino de Dios. Qué admirablemente encuadra con lo que de Jesús pudieron aprender prácticamente este precioso consejo. Jesús les había dicho: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt., 11, 29). Cualidad necesaria y sumamente útil en el   Maestro la mansedumbre; y al enviarlos a predicar les dice: “Os envío como ovejas”. Es animal la oveja manso por extremo y que diríase que no sabe alterarse ni airarse, pues que hasta a la muerte se deja conducir sin protesta, como había de ir el que gustó de llamarse “Cordero de Dios”, Jesús.

No les esconde Él peligro de la misión, antes se lo declara, con la comparación más apropiada para hacerlo presentir: “Os mando como a ovejas en medio de lobos”. ¿Puede haber paz ni seguridad para la oveja en medio de lobos? ¿Qué le espera? Lo que a los Apóstoles: persecución y muerte. Y, sin embargo, el Señor les dice se preparen con la mansedumbre. Era lo que en el   tiempo de convivencia con Jesús que llevaban habían podido ver; ¡cuán manso era Jesús, de modo especial con los pecadores, con los oprimidos, con los que sufrían! Lección magnífica para el apóstol, para el educador, para los sacerdotes, para los maestros, para los padres.

Pero no se ha de confundir la mansedumbre con la cobardía, ni la dulzura con la excesiva condescendencia. Cuando se juegan los intereses de Dios no se puede ceder; cuando se nos exige lo que no debemos dar, es preciso saber resistir. Si los derechos de Dios entran en juego, hay que saber exigir su respeto, cueste lo que costare; si la dulzura nos pone en peligro de prevaricación o puede interpretarse por nimia condescendencia para llevarla a algo que pueda interesar menos puramente el corazón, hay que evitarlo, cueste lo que costare, y trocar en amargura de vida lo que pudiera ser dulzura de muerte. Lo enseña así el Señor en las palabras siguientes:

2) “Sed prudentes como serpientes y simples como palomas”. Virtudes sumamente necesarias al apóstol; es, sin duda, su misión siempre difícil y no pocas veces aun peligrosa; y el peligro, que en ocasiones es aun material para el cuerpo, para a vida temporal, pues se le persigue y pone asechanzas, se le maltrata y priva de lo necesario para vivir; es con más frecuencia grande para la vida del alma, porque ha de convivir y tratar con gentes dadas a todo vicio y entregadas en manos del enemigo, que trabaja para contrarrestar y esterilizar la labor del enviado de Dios. Sed, pues, prudentes como serpientes.

Atacada la serpiente, ante todo guarda su cabeza, aunque haya para ello de exponer el cuerpo; así, el apóstol, el misionero, el sacerdote, y aun el católico que siente en su pecho la llama del celo de la salvación de las almas, ha de procurar en su actividad preservar ante todo incólume su vida espiritual, la vida del alma, la unión con Cristo, aunque sufra algún quebranto la material, la del cuerpo, la salud, el bienestar y aun la misma vida temporal. Prudencia exquisita que nos enseña a salvaguardar los sagrados intereses del espíritu y llevar siempre como axioma incuestionable que mi primera obligación es salvar el alma, no me suceda, que “mientras predico a otros sea yo reprobado” (1 Cor, 9, 27).

Claro que esta prudencia que Jesús recomienda a sus discípulos ha de ser muy otra de la de la carne, fundada en lucros y medros temporales, que nos lleva a contemporizar con los enemigos del bien y a buscar su aplauso para lograr bienestar material, tranquilidad aparente, satisfacciones groseras; sino otra muy distinta, toda celestial, que nos enseña a proceder de suerte que nadie pueda vituperar con razón nuestra conducta. Ha de guardarse muy en particular en la cautela en el   hablar, en evitar la precipitación en el   obrar y decidirse en el   trato con las gentes, y, sobre todo, con personas de otro sexo.

3) No ha de impedir la prudencia la sencillez ni ha de llevarnos a ser hipócritas y doblados. El buen discípulo de Jesucristo no tiene por qué solaparse ni ocultar nada, y puede desdoblar su alma a la vista de todos, sin que en el  lo haya cosa que pueda ocasionar consecuencia ninguna desagradable. Ni conviene que sea suspicaz y desconfiado, suponiendo en los demás segundas intenciones y falta de sinceridad, sino que ha de ser fácil en dar crédito a lo que otros afirman. Sencillo vale tanto como no doblado, que el ojo de su intención sea simple, solamente mirando a la gloria de Dios y la salvación de las almas. Y no menos que en la intención y en el   juzgar a los demás se ha de procurar la sencillez en el   hablar, no siendo doblados. A quien ha de predicar la verdad, sin duda que le es más necesaria esta cualidad, pues sin ella fácilmente vendría a engendrar en sus oyentes la desconfianza y el temor de ser engañados; mientras que, por el contrario, la sencillez y franqueza le dispondrá los oyentes a aceptar con gusto su predicación.

Punto 3.° “NO LLEVEIS ORO NI PLATA… LO QUE GRATIS HABEIS RECIBIDO, DADLO GRATIS… Y DECID: EL REINO DE DIOS ESTA CERCA”

 

1) “Gratis accepistis, gratis date; gratis habéis recibido, dar gratis”. Recibisteis tan preciosos dones gratuitamente; no os ensoberbezcáis de tenerlos, sino manteneos en humildad. No sois señores de lo que tenéis como lo fuerais de cosa que adquirieseis por vuestra industria y trabajo; y sería indecoroso vender lo que recibisteis gratis. Repugna al origen de las cosas espirituales la venta, pues que provienen de gratuita donación de Dios; por lo que muéstrase irreverente con Dios quien vende las cosas espirituales, haciendo que no sea gratuito aquello que Dios quiere conferir gratuitamente a los hombres.

Cumplieron a la letra los Apóstoles el mandato del Señor. Era después de la venida del Espíritu Santo; subían al templo San Pedro y San Juan, y al cojo que les pedía limosna en la puerta Especiosa pudo decirle San Pedro: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo: en el   nombre de Jesu»cristo Nazareno, levántate y camina”. Clara expresión del exacto cumplimiento del precepto que en su primera misión les diera el Maestro: ¡Y cuán prudente es! Apenas hay cosa que más esterilice la labor apostólica del sacerdote que la codicia y apego a los bienes terrenos; le corta las alas y le hace despreciable a las gentes. Es cosa que no disimulan los pueblos al ministro del Señor la manifestación de la codicia; cierto que a veces les lleva a pretender injustamente negar al sacerdote el derecho a vivir de su trabajo y exigir de él sacrificios que no tienen derecho a exigir; queriendo que renuncie aun a los que en toda justicia puede y, no pocas veces, debe reclamar.


2) La historia nos enseña cómo los grandes enviados del Señor han guardado siempre este consejo de la pobreza y el desinterés. Recuérdese a los profetas del Antiguo Testamento, de los que dice San Pablo, escribiendo a los Hebreos (11, 37-38), que “anduvieron girando de acá para allá cubiertos de pieles de oveja y de cabra, desamparados..., yendo perdidos por las soledades y recogiéndose en las cuevas y en las cavernas de la tierra”.

El gran Precursor del Señor vivía con suma pobreza; Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza; San Pablo dice de sí (2 Cor., 11, 27) que se había visto en toda suerte de “trabajos y miserias, en muchas vigilias y desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez” y sabemos que para comer había algunas veces de ganarse el pan con el trabajo de sus manos: “Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos”. (1 Cor., 4, 11-12). Y en tiempos más cercanos a nosotros basta recordar a los Santos Fundadores de las Ordenes apostólicas, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola; a los grandes misioneros Francisco Javier, Pedro Claver... El espíritu de pobreza es el que hace ver a los fieles que no busca el apóstol otra cosa que a Dios y a las almas: “Non quaero quae vestra sunt, sed vos… no busco vuestras cosas, sino a vosotros mismos”, vuestras almas (2 Cor., 12, 14). Nada como el espíritu de pobreza y de renuncia efectiva a todo lucro material da a la labor apostólica eficacia, extensión, independencia y santa libertad.

20ª  MEDITACION

JESÚS CALMA LA TEMPESTAD DEL MAR

“Al atardecer de ese mismo día, les dijo: Crucemos a la otra orilla. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua.  Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 

Lo despertaron y le dijeron: ¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos? Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ¡Silencio! ¡Cállate! El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe? Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?"

 

Punto 1.° ESTANDO CRISTO NUESTRO SEÑOR DURMIENDO, EN LA MAR HÍZOSE UNA GRAN TEMPESTAD.


1) Por lo que atañe al hecho en sí, notan los escritores que es bastante frecuente en el   mar de Tiberíades el que al caer de la tarde se levanten frescos y fuertes vientos del Hermón, que ocasionan tempestades violentísimas, muy suficientes para poner en serio peligro a las embarcaciones pequeñas. Pueden considerarse en este pasaje varias circunstancias. Y en primer lugar, cosa es que llama la atención el sueño de Jesús. Tres condiciones nota en el  en sus Meditaciones el P. La Puente (p. 3., med. 18), y es la primera que fue tomado después de largó trabajo. Bien ganado estaba después de la ruda faena del día, y natural parecía que se sintiese como necesitado de descanso. Así, nosotros hemos de procurar que no sea nuestro sueño de regalo y haraganería, sino bien ganado y para satisfacer la legítima necesidad.

En segundo lugar, lo tomó de paso; y por eso no se fué a dormir a lo profundo de la nave o a sitio donde nadie le viese ni pudiera molestarle, sino que se echó en popa, donde le encontrasen fácilmente cuantos le buscaran. El nuestro también hemos de procurar que sea con moderación y modestia, y tal que si preciso fuere no nos impida acudir al socorro de las necesidades urgentes de nuestros prójimos.

Por fin, que «aunque dormía el cuerpo, velaba su corazón, conociendo lo que pasaba como si estuviera despierto». Sería el ideal que fuese el nuestro mezclado de buenos sueños, que nos ayuden al despertar a entrar con facilidad en la oración y trato con Dios.


2) ¿Cuál es el misterio de este sueño? Consideran los ascetas que representa esta navecilla la Iglesia y también el alma. «Navis illa Ecclesiam figurabat» (San Agustín, serm. 3 in Evang. Mat.). Veces hay en que Jesús en el  las se hace el dormido y las olas de la tempestad se alzan furiosas, agitándola con violencia y amagando dar con ella en el   abismo: persecuciones, martirios, expulsiones, atropellos.., en la Iglesia; tristezas, tentaciones, desolaciones, amarguras... en el   alma.

Y, sin embargo, Jesús está en la nave. ¿Para qué permite el Señor tales borrascas? Pues para probar nuestra fe y avivar nuestra confianza, para fundarnos en humildad, purificarnos de vicios y provocarnos al ejercicio de la oración y al continuo recurso a Dios, del cual a veces nos olvidamos un poco cuando la tranquilidad y el bienestar se prolongan mucho. «El que entra en la mar aprende a orar». Aprendamos, pues, a sacar de las tribulaciones, públicas y privadas, los bienes que Dios con ellas pretende y no nos dejemos anegar de ellas.

Punto 2.° SUS DISCÍPULOS, ATEMORIZADOS, LO DESPERTARON, A LOS CUALES, POR LA POCA FE QUE TENÍAN, REPRENDE, DICIÉNDOLE5: POR QUÉ TEMEIS, APOCADOS DE FE?


1) Contrasta la serenidad de Jesús, tranquilamente dormido, en medio del fragor de la tempestad, con el ansia medrosa de los Apóstoles, titubeando de despertar al Maestro, al mismo tiempo que llenos de angustia, pues se veían a punto de perecer. La inminencia del peligro les infundió ánimo, y despertaron a Jesús, clamando: “Estamos perdidos, Señor; sálvanos ¿Es que nada te importa de nosotros?” Natural era el temor de los Apóstoles, pues que, a juicio de quienes las han experimentado, son las tempestades súbitas del Tiberíades más que suficientes para hacer zozobrar a una embarcación pesquera; pero es cierto que si hubieran tenido verdadero conocimiento del que con ellos iba, no hubieran dudado un momento en su plena seguridad. Pues no sea así en nosotros. Sabemos que en la navecilla de Pedro, en la Iglesia Santa, va siempre su divino Fundador y Esposo, que lo ha prometido, y puede y quiere cumplirlo: “Non praevalebunt…no prevalecerán” sus enemigos, llámense como se llamen y posean los medios de ataque que posean. Pasará la tormenta y la Iglesia de Cristo seguirá navegando hacia las costas del más allá.


2) Apliquémonos también la escena a nosotros mismos. ¡Cuántas veces es nuestra alma reflejo del Tiberíades! En el  la va Jesús, estamos en gracia: pero se hace el dormido y se desencadena la tempestad y soplan los vientos huracanados de las pasiones, nos azotan despiadadas las olas de la tentación, todo está a punto de naufragio; la fe se oscurece, la esperanza se desvanece, la caridad se enfría y crece la furia del combate y el enemigo redobla sus ataques y todo parece que está perdido.

¿Qué hacer? No otra cosa que la que hicieron los Apóstoles: despertar al Señor. Está en nuestra mano siempre, a veces es difícil, porque supone constancia, valor, vencimiento, y, en cambio, nada cuesta dejar los remos, cruzar los brazos y dejarse sorber del mar. No sea así. ¡Arriba el corazón! No hagas mudanza, esfuérzate contra el desaliento, y ora, y espera, y arrójate a los pies de Jesús, gritando: ¡Sálvame, que perezco, Señor! ¿No soy tuyo? ¿No me compraste con tu sangre? ¿Y me vas a dejar perderme? «Quid est dormit in te Christus? Oblitus es Christi, Excita ergo Christum recordare Christum! (Agust., 1. e.) ¿Qué significa el dormir en ti Cristo? Que te has olvidado de Cristo. Despierta a Cristo. ¡Acuérdate de Cristo!», no pienses que te abandonará; sería injuriarle. No merezcas que pueda el Señor decirte, como a los Apóstoles dijo: “Hombre de poca fe ¿por qué temes?” Señor, aunque el mundo se hunda y me arrastre en su rodar, aunque las ondas furiosas me aneguen en sus aguas, aunque todo parezca perdido, en Ti confío, y sé que no quedaré confundido.

3) Aprendamos cómo la tribulación hizo que los Apóstoles acudieran a Jesús. ¡Cuántas veces nos acaece cosa semejante, que es preciso que llame a nuestras puertas la adversidad, en una u otra forma, para que nos acordemos de acudir a Dios. Y qué pena que en no pocas ocasiones busquemos remedio o alivio a nuestros males en quienes no nos lo pueden proporcionar, sino a lo más engañoso y poco duradero, y nos olvidemos del recurso a la oración.

No lo olvidemos; antes bien, tengamos para nuestros apuros y necesidades fórmulas breves y brotadas del fondo del alma, encendidas y fervorosas, análogas al: ¡Señor, sálvanos! de los discípulos. Maestro mío, a Ti toca salvar mi alma, que es más tuya que mía: “Tuyo soy, salvame!” (Salmo 118, 94). “¡Levántate, oh Señor! ¿Por qué haces como que duermes?¡Levántate, y no nos abandones para siempre!” (Salm. 43, 24).


4) Y Jesús les dijo: “De qué teméis, hombres de poca fe?”.  ¡Con qué presteza se despertó el Señor y cómo acudió al instante al socorro de sus discípulos! Diríase que estaba aguardando a que le invocasen para auxiliarlos y remediar su angustia. Pero no lo hizo sin reprender primero su poca fe y falta de confianza en su omnipotencia. ¡Mentira parece que dudemos de Él sabiendo quién es y cómo nos ama! Su omnipotencia lo puede todo, su sabiduría todo lo sabe, su bondad está pronta a socorrernos y el amor que nos tiene es tan grande. ¿Y aún dudamos? ¡Qué mal le conocemos! Confiemos, pues, y dejémonos en sus manos.

Punto 3.° MANDÓ A LOS VIENTOS Y A LA MAR QUE CESASEN, Y ASÍ CESANDO SE HIZO TRANQUILA LA MAR, DE LO CUAL SE MARAVILLARON LOS HOMBRES DICIENDO: ¿QUIÉN ES ÉSTE, QUE HASTA  EL VIENTO Y LA MAR OBEDECEN?

1) Dice el texto sagrado que, despierto Jesús, y después de haber reprendido por su incredulidad a sus discípulos, “puesto en pie mandó a los vientos y al mar que se apaciguasen, y siguióse una gran bonanza. De lo cual, asombrados todos los que allí estaban, se decían: ¿Quién es Este a quien los vien»tos y el mar obedecen?” (Mt., 8, 26-27). Admiremos el poder de nuestro Rey, a quien obedecen las criaturas todas, y gocémonos de la gloria de nuestro Redentor; pero lloremos y confundámonos de nuestra escasa obediencia y mucha rebeldía. Obedecen los elementos y el hombre se rebela ¡No sea así! Ni nos sirva el poder de nuestro Rey de sola admiración, sino que engendre en nuestras almas filial confianza, que la necesitamos muy mucho. Nuestra miseria corporal y espiritual nos ha de hacer buscar el remedio en donde está, que es en Dios; que los hombres bien poco pueden ayudarnos.


2) Si queremos buscar razones para alentar nuestra confianza, las encontraremos abundantes y bien eficaces. En primer lugar, Dios quiere que en el   confiemos, porque nos ha creado, nos conoce, nos ama mucho y de verdad, vino en nuestra búsqueda para salvarnos. Santa Teresa del Niño Jesús escribía: «Jamás tendremos excesiva confianza en el   buen Dios, tan poderoso y tan misericordioso como es. Lo quiere Jesucristo, que nos dice lo que más de una vez dijo en vida a los pecadores convertidos: «Confide», confía. Sólo exige de nosotros esa confianza para salvarnos. ¡ Y cuántas veces se lo inculcó a su confidente, Santa Margarita María! Por eso nos dice ella: «Es el Sagrado Corazón de Jesús un tesoro infinito, del cual cuanto más se saca, más queda por sacar.» Y ha de ser nuestra confianza amorosa, filial, ilimitada y que excluya toda preocupación y por nada se amengüe.

 

3) El efecto que el milagro produjo en los discípulos fue de admiración, que les hizo exclamar: “Quién es este a quien hasta los vientos y el mar obedecen?” Si supiéramos admirar las obras de Dios en la creación, nos llenaríamos, sin duda, de admiración, pues que resplandece en el  las de tan admirable modo su omnipotencia; pero cegados por el engañoso resplandor de las cosas de la tierra, no somos capaces de contemplar la obra de Dios en la creación.

Pidamos a Jesús que jamás abandone la nave de nuestra alma y que sosiegue sus tempestades, así como las del mundo y de la Iglesia.

21ª MEDITACION


LA CONVERSIÓN DE LA MAGDALENA

San Ignacio, en esta meditación, supone ser una misma persona la pecadora que ungió los pies del Señor en casa de Simón y la Magdalena; sin embargo, en la Vulgata se recuerda la opinión contraria por un paréntesis añadido, que dice: «Sive Maria Magdalena soror Marthae fuisset sive alia: Ya fuese María Magdalena, la hermana de Marta, ya fuese otra», cuestión es debatida si las Marías fueron tres, o dos, o una.

“Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. 

Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!

Pero Jesús le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Di, Maestro, respondió él.  Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta.  Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Pienso que aquel a quien perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado bien.

Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies.  Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.

Después dijo a la mujer: Tus pecados te son perdonados.  Los invitados pensaron: ¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

Punto 1.° ENTRA LA MAGDALENA A DONDE ESTA CRISTO NUESTRO SEÑOR SENTADO A LA TABLA EN CASA DEL FARISEO, LA CUAL TRAÍA UN VASO DE ALABASTRO LLENO DE UN UNGÜENTO.


1) Piensa Riccioti (Vita di Gesu Cristo, n. 341) que el convite fue hecho, más que por cariño, para estudiar cómodamente de cerca a Jesús en la sinceridad que fomentan los vahos de un convite; de todos modos, a Jesús, convidado más a un examen que a un banquete, se le negaron los cumplidos reservados de ordinario a los invitados conspicuos, como el lavatorio de los pies a la entrada, el abrazo y beso del amo de la casa, el derramamiento de perfumes sobre la cabeza antes de sentarse a la mesa. Jesús notó la omisión de estas atenciones, pero nada dijo, y se sentó a la mesa con los demás. Estaba quizá terminándose el banquete, cuando entró en la casa en que se celebraba una mujer de la ciudad, que era pecadora.


2) Por lo que después en el   mismo Evangelio se nos narra de los hermanos de Betania, amigos de Jesús, había sido educada Magdalena, cuidadosamente por sus padres en la guarda de la Ley, y vivía tranquila con sus hermanos Lázaro y Marta. Después, no sabemos cómo se dejó enredar por las seducciones del mundo y cayó; y de tal suerte se entregó a la vida disoluta, que era el escándalo de Magdala, «la pecadora de la ciudad», y dice San Marcos que el Señor echó de ella «siete demonios». ¡Adónde nos lleva una pasión, sobre todo la del amor, cuando se desordena, y cómo el enemigo procura remachar las cadenas! ¿Cómo pudo bajar tanto la Magdalena?

Un autor moderno indica para explicarlo las siguientes causas:

a) Era mujer, dotada de sensibilidad exquisita, que no bien regida, lleva fácilmente al exceso.

b) Era joven, y estaba en la edad de la inexperiencia y del hervor de las pasiones y el ansia de libertad y placer.

c) Era rica y, por ende, fácilmente entregada a una vida de pasatiempos peligrosos y vanos y a una ociosidad aburrida, que empuja a entretenimientos fútiles.

d) Era presuntuosa e imprudente en dejar su casa y la compañía de sus hermanos, que, sin duda, la hubieran librado de mil peligros, y buscó amistades que la empujaron por el camino de la perdición (Millot).

Reflexionemos y saquemos el fruto práctico de velar sobre nuestra sensibilidad y ordenar nuestro amor; de huir la ociosidad y las malas compañías; de temerlo todo de nuestra debilidad y esperarlo todo de la ayuda grande en huir de las ocasiones y buscarnos la ayuda de la dirección espiritual y la santa amistad de compañeros elegidos.


3) ¿Cómo y por qué se convirtió? No lo dice el Evangelio; quizá oyó alguna predicación de Jesús; le vio tan lleno de poder sobrehumano, haciendo prodigios, y tan lleno al mismo tiempo de afabilísima misericordia, recibiendo benigno a los pecadores, que se conmovió profundamente y se entregó con toda su fogosa alma, tan por completo, que no se contentó con menos que con hacer que cuanto de instrumento de perdición y lazo del pecado le había servido, le sirviera para rendir homenaje de amor humilde y contrito al dulcísimo Jesús, conquistador victorioso de toda su alma.

¡Oh si lo acabásemos de entender! ¡Si nos persuadiéramos íntimamente de que es Jesús todo misericordia y perdón para quien contrito le busca, cómo nos arrojaríamos llenos de confianza a sus pies! ¿Qué esperamos? ¡Aprendamos de la Magdalena lección tan provechosa y estudiemos en tan espléndido modelo lo que debernos hacer y lo que podemos esperar!

Punto 2.° “ESTANDO DETRÁS DEL SEÑOR, CERCA DE SUS PIES, CON LÁGRIMAS LOS COMENZÓ A REGAR, Y CON LOS CABELLOS DE SU CABEZA LOS ENJUGABA, Y BESABA SUS PIES, Y CON UNGÜENTO LOS UNTABA”.


1) ¡Magnífico ejemplo de sincero arrepentimiento y reparación del pecado! Llamada por la gracia, siguió con presteza y decisión el llamamiento y trocó su amor perverso en amor penitente, que le inspiró y condujo a manifestaciones tan admirables como significativas. Cuán eficaz y cumplidamente expió sus extravíos. Su orgullo, con público acto de humildad rendida; ella, la que atraía con los encantos de su belleza a los hombres, sujetándolos a su seguimiento y rindiéndolos a sus caprichos, se postra arrodillada a los pies de Jesús ante un concurso conspicuo, en el   que no faltaría acaso alguno de sus rendidos amadores.

Aquellos ojos, que apacentara en liviandades y le sirvieran de incentivo de pecado, los hizo fuentes de lágrimas de contrición sincera, con que regó los pies del Divino Maestro. Sus cabellos, que fueran lazos de perdición, los convirtió en lienzo que enjugara los pies del Señor. Sus ricos perfumes, de aroma de mundana vanidad y enervante molicie, los hace materia de obsequio delicado al Maestro bueno, que con su santidad y bondad perfuma el mundo.


2) En verdad que amó mucho, y alentada por ese amor supo obrar maravillosamente. Bien reparó sus desórdenes, extravío y escándalos: nada quedó en el  la que pudiera parecer rastro de su mala vida. Pué su penitencia modelo digno de imitarse, pues que reunió las condiciones que la hacen perfecta.

En primer lugar, fue confiada; llena de respetuosa confianza, osó penetrar en la sala del banquete, repleta, sin duda, de lo más granado de la ciudad, sin temer ser rechazada de Jesús. Fué, además, pronta, pues que dice el sagrado texto que lo hizo «ut cognovit», apenas supo que el Señor estaba allí. Y fue de veras generosa, entregando cuanto tenía, y lo que más vale, entregándose a sí misma por completo, sin reservarse nada que pudiera después hacerla volver a los malos pasos antiguos.

Por eso fue también constante: siguió a Jesús hasta el Calvario, la hizo subir a la cumbre de la santidad. Tan sincera fue su conversión, tan ardiente su amor, que, purificada de todo en todo, se sublimó hasta merecer ser la compañera de la Virgen de las vírgenes en las horas difíciles de la Pasión; la fidelísima oyente de dulces pláticas de mística intimidad en la casa de Betania; de las primeras en recibir la visita de Jesús resucitado, y por El enviada a sus Apóstoles con el mensaje de la buena nueva del triunfo más glorioso de Jesús.


3) Bien podemos aprender, los que quizá la hemos imitado en el   extravío, el más apto camino de penitencia y el secreto de la perseverancia. Como Magdalena, entreguemos a Jesús cuanto tenemos, sacrifiquemos en su honor lo que ha sido tal vez instrumento de perversión y pecado; oigamos a los pies de Jesús sus palabras de perdón, de paz, de aliento; unámonos a María y busquemos en el  la el secreto de la fidelidad a Jesús. ¡Huir, orar, sufrir, amar! Ese es el camino seguro de perseverancia y avance en la santidad.

Punto 3.° COMO EL FARISEO ACUSASE A LA MAGDALENA, HABLA CRISTO EN DEFENSIÓN DE ELLA DICIENDO PERDÓNANSE A ELLA MUCHOS PECADOS PORQUE AMÓ MUCHO; Y DIJO A LA MUJER: TU FE TE HA HECHO SALVA, VETE EN PAZ.

 1) Dice el evangelista que al ver Simón a la Magdalena a los pies de Jesús, se decía: Si fuera Este profeta no se dejaría tocar de tal mujer, pues sabría que era pecadora. Y leyendo Jesús en el   alma de aquel hipócrita, y viendo quizá su gesto de desprecio, le dijo: “Simón, tengo algo que decirte. ¿Qué, Maestro? Había en cierta ocasión un acreedor que tenía dos deudores: debíale uno 500 denarios y 50 el otro, y como no tuviesen con qué pagar, les condonó la deuda a ambos. ¿Quién piensas de los dos que le amaría más y le estaría más agradecido? Me parece que el más favorecido. ¡Bien has juzgado! Ves esta mujer: entré en tu casa y no me diste agua para lavar los pies; en cambio, ésta me los bañó con sus lágrimas y me los enjugó con sus cabellos. No me besaste, y ésta, a su vez desde que entró no cesaba de besarme los pies. No ungiste con óleo mi cabeza, y ésta, por su parte, me ungió con bálsamo los pies. Por esto te digo se le perdonan los pecados a quien tenía muchos, porque amó mucho; pero a quien poco se perdona, poco ama. Y, volviéndose a la pecadora, le dijo: ¡Perdonados te son tus pecados! Y se decían los convidados: ¿Quién es Este que perdona los pecados? ¡Tu fe te ha salvado; vete en paz!”


2) ¡Qué bueno es Jesús y qué malos los hombres! El fariseo que convidara a Jesús, al ver entrar a aquella mujer, no sólo la juzgó mal, sino, lo que es peor aún, juzgó mal al mismo Jesús. Cierto que a quien serenamente examinara la conducta de aquella mujer se le ofrecerían razones sobradas para pensar que, arrepentida, procuraba compensar su culpa y lograr perdón; y los actos que realizaba no podían menos de parecerle manifestaciones de humilde penitencia. No los vio ni entendió así el hipócrita fariseo. Pero el Maestro salió a la defensa de la pecadora arrepentida. ¡Y cuán honrosa y delicadamente lo hizo!

En primer lugar, resplandece en este pasaje la sabiduría de Jesús en leer los más recónditos pensamientos del hombre. ¡Qué ajeno estaría el taimado fariseo de que leía Jesús en su mente como en libro abierto! Leía también en el   alma contrita de la Magdalena arrepentida, y, entre unos y otros pensamientos «ejercitó un juicio admirable justísimo y misericordiosísimo, aprobando los unos y condenando los otros, y todo para bien de ambas personas. Porque con soberana prudencia volvió por aquella mujer para honrarla, anteponiéndola al fariseo para curarle, dándole a entender que era profeta y que conocía quién era aquella mujer, pues le conocía los pensamientos».


3) Fueron, en verdad, admirables y dignas de estudio, para ser imitadas, las virtudes que ejercitó la Magdalena, y, en primer lugar, viva fe, con la que creyó que Jesús era Dios y tenía poder de perdonar los pecados: «illa quae sibi peccata a Christo remitti credidit. Christum non hominen tanturn, sed et Deum credidit», dice San Agustín (hom. 23, inter. 50); «la que creyó que podía Cristo perdonarle los pecados, creyó que Cristo no era sólo hombre, sino Dios»; y añade: «accesit ad Dominum immunda, ut rediret munda; accessit aegra, ut rediret sana; accessit confessa, ut rediret professa». «Acercóse al Señor manchada, para retirarse limpia; acercóse enferma, para retirarse sana; acercóse confesándose, y se retiró absuelta.»

Mostró, en segundo lugar, admirable religiosidad y devoción al besar y regar con sus lágrimas los pies del Señor. Además, dio muestras de gran sabiduría, con la que, no con palabras, sino con íntimos deseos y suspiros, demandaba perdón de sus delitos. Y, por fin, eficaz penitencia, que le logró lo que tanto deseaba y la hizo apartarse de los pies de Jesús plenamente justificada. Cómo sonaría en sus oídos aquel dulcísimo “¡vade in pace!” ¡vete en paz!” ¡Vete segura, alegre, feliz, tú, que hasta ahora, por la conciencia de tus pecados, estabas dolorida, triste, ansiosa, solícita, infeliz!

Mirémonos en ese espejo, y si anhelamos gozar de las sabrosas delicias de la paz de Dios, busquémosla por el camino que la Magdalena penitente nos enseña. Y postrémonos como ella, a los pies del Crucifijo, llorando nuestros pecados y suplicando a Jesús que quiera decirnos: Perdonados te son tus pecados, ¡ vete en paz!

22ª MEDITACION

 

CRISTO NUESTRO SEÑOR DIÓ A COMER A CINCO MIL HOMBRES


“Oyéndolo Jesús, se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado; y cuando la gente lo oyó, le siguió a pie desde las ciudades. Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos. Cuando anochecía, se acercaron a él sus discípulos, diciendo: El lugar es desierto, y la hora ya pasada; despide a la multitud, para que vayan por las aldeas y compren de comer. Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Y ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. El les dijo: Traédmelos acá. Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”.

Hallándose Jesús cerca de Cafarnaúm ocurrió el martirio de San Juan Bautista, y al enterarse se embarcó y se fué a la ribera oriental del lago de Genesaret, a un lugar desierto, a lo que se cree vecino de Betsaida-Julia, posesión del tetrarca Filipo. Las turbas, a pie, llegaron antes que El al punto donde desembarcó Jesús, y le esperaban ansiosas de oírle. Compadecióse el Señor y curó a muchos enfermos. Al caer la tarde, los Apóstoles le indicaron que convenía despedir a la muchedumbre para que se buscasen qué comer. Jesús les dijo: ¡Dadles vosotros de comer! Y después, mandando que se sentaran ordenadamente, hizo que les repartieran pan y pescado; y comieron hasta quedar satisfechos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.


Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, COMO YA SE HICIESE TARDE, RUEGAN A CRISTO QUE DESPIDA LA MULTITUD DE HOMBRES QUE CON ÉL ERAN.


1) Cuán grande debía de ser la afabilidad de Jesús y el encanto que su palabra producía en las turbas. Tan grande, que las muchedumbres se sentían arrebatadas por ellas y no acertaban a dejarle; por eso sus enemigos le llamaron a boca llena el seductor, “seductor ille” y afirmaban que “seducit turbas!” (Jo., 7, 12), embaucaba a las turbas.

Sucedió, pues, que hacia mediados o fines de marzo, vecina ya la Pascua, llegaron los Apóstoles de su misión apostólica, y casi al mismo tiempo se divulgaron las noticias de la trágica muerte dada por Herodes al Bautista. Asegura San Marcos que era tal la afluencia de gente a Jesús, “que ni aun tiempo de comer le dejaban” (6, 31). Tomó Jesús a sus Apóstoles y les dijo: “Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario y reposaos un poquito... Y embarcándose fueron a buscar un lugar desierto para estar allí solos; pero las turbas, al observarlo, acudieron por tierra a aquel sitio y llegaron antes que ellos”.

Quedó con esto frustrado el plan de retiro y soledad; pero no lo llevó a mal el Señor; antes, compadecido de la muchedumbre, que andaba como ovejas sin pastor, se puso a instruirlos en muchas cosas y a curar milagrosamente a los enfermos.

Lección digna de estudio. ¿Nos seduce a nosotros Jesús y su doctrina? ¿Nos dejamos arrastrar de ella hacia el seguimiento de Jesús? Oigamos al Apóstol, que nos dice: “Videte ne recusetis loquentem, mirad que no rechacéis al que os habla” (Heb., 12, 25,. Se olvidaban aquellas gentes hasta de lo más necesario, hasta de la comida, por oír al Maestro, y se internaban en la soledad, alejándose de todo poblado, y siguiéndole, nada echaban de menos. ¡Cuánto tenemos que aprender nosotros, que en tan poco tenemos la palabra de Dios!


2) Los Apóstoles se compadecieron de las turbas y propusieron a Jesús que las despidiera, pues que estaban en lugar desierto y era ya tarde. “Despáchales, a fin de que vayan a las alquerías y aldeas cercanas a comprar qué comer. Jesús les responde: Dadles vosotros de comer. Y dirigiéndose a Felipe, le pregunta: ¿Dónde compraremos pan para dar de comer a toda esta gente? Respóndele Felipe: Doscientos denarios --unas 176 pesetas--no alcanzarían para darles un bocado a cada uno. Preguntóles Jesús: ¿Cuántos panes tenéis? Respóndele Andrés: Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes y dos peces.”

¡Qué mezquina es la compasión de los hombres y de cuán poco nos puede servir en las ocasiones difíciles! Pueden, sí, lamentarse, compadecerse, quizá llorar con nosotros; pero en no pocas ocasiones, en las más grandes necesidades, no pueden más. ¡ Y cuántas veces no se prestan a facilitarnos ni lo que pueden! ¡Pobres de nosotros si ponemos nuestra confianza en ayudas humanas! “Maledictus homo qui confidit in homine…Maldito el hombre que pone su confianza en otro hombre”. (Jer. 17, 5). En cambio, quien confía en Dios no quedará confundido: “Benedictus vir qui confidit in Domino” (7).


3) Cosa es también que podemos aprender en esta escena una vez más lo pobremente que vivía Jesús y lo mal surtida que iba su recámara. Cinco panes de cebada y dos peces era todo el repuesto que en plena soledad tenían Jesús y sus discípulos. No se contentaba ciertamente Jesús con predicar de palabra, sino que lo hacía al mismo tiempo de obra; y el que clamaba “¡Bienaventurados los pobres!” ¡vivía como pobre! Veamos si no se nos puede a veces echar en cara que hablamos mejor que obramos.


Punto 2.° CRISTO NUESTRO SEÑOR MANDÓ QUE LE TRAJESEN PANES, Y MANDÓ QUE SE SENTASEN, Y BENDIJO, Y PARTIÓ, Y DIÓ A SUS DISCÍPULOS LOS PANES, Y LO DISCÍPULOS A LA MULTITUD.


1) Dice el Santo Evangelio que al ver Jesús a las turbas se movió a lástima (Mt., 14, 14); y con frase aún más significativa escribe San Marcos: “Enterneciéronsele con tal vista las entrañas: porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos en muchas cosas” (Mc., 6, 34). Los escribas y fariseos que debieran instruirlos y apacentar en el   espíritu a aquellas pobres gentes, no se cuidaban sino de minucias y exterioridades estériles y hacían que el pueblo viviese alejado de Dios.

Por eso, Jesús, compadecido, acudió, ante todo, al remedio de la máxima necesidad, y los instruía, “y les hablaba del reino de Dios y daba salud a los que carecían de ella” (Lc., 9, 11). ¡Cuán grande es la misericordia de Jesús para compadecerse de las miserias humanas y cuán eficaz para acudir a su remedio, si por nuestra parte nos disponemos a merecerlo!

Dispusiéronse aquellas muchedumbres, primero con su fervor y empeño en seguirle, aun tan lejos, y olvidando sus intereses materiales; con su constancia, perseverando todo el día, hasta que ya la tarde iba cayendo; con paciencia, sin tener siquiera qué comer. Y así merecieron que acudiese Jesús al socorro de sus necesidades; pero lo hizo con orden admirable, que nos indica cuáles han de ser nuestras más grandes preocupaciones y el orden que debemos guardar en el   procurar la satisfacción de nuestras necesidades.

Acudió, ante todo, a darles el manjar del alma, y les predicaba el reino de Dios, siguiendo en esto la pauta que Él mismo nos diera: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia., y todo lo demás se os dará pr añadidura” (Mt., 6, 33). Cuán plenamente se puso de manifiesto esta verdad en el   hecho que meditamos. Buscaron en Jesús aquellas gentes la celestial doctrina que enamoraba sus almas, y con ella les vino el remedio de las necesidades temporales: “Curó sus enfermos”, nos dice San Mateo (14, 14); “y daba salud a los que carecían de ella”, escribe San Lucas (9, 11); y después sació su hambre milagrosamente.

Así hemos de proceder en el   remedio de nuestras necesidades y en el   ejercicio de la caridad con las ajenas; ante todo, hemos de procurar la salud y el alimento del alma, conservando la gracia, frecuentando los sacramentos, sobre todo la Sagrada Eucaristía, instruyéndonos en la ciencia religiosa para nutrir nuestra inteligencia y practicando el bien para robustecer nuestra voluntad; después hemos también de procurar la salud y fortaleza corporal; y por fin las cosas materiales que nos pueden ser necesarias y aun útiles para la vida.


2) Pidió Jesús a los Apóstoles que le trajesen aquellos panes, pocos y pobres, de que podían disponer, y los escasos peces, y les ordenó que hicieran que la gente se sentara ordenadamente, “dividiéndolos en cuadrillas de ciento en ciento y de cincuenta en cincuenta” (Lc. 9, 40). Y así se sentaron en el   campo, cubierto de abundante hierba. ¿Qué quiso el Señor enseñarnos con estas disposiciones? En primer lugar, al pedir le trajeran los panes y peces de que disponían, nos mostró que si queremos merecer el auxilio extraordinario del Señor no hemos de cruzarnos de brazos, esperándolo todo de arriba, sino que por nuestra parte hemos de hacer lo posible y ofrecer con gusto lo que tengamos que sólo así mereceremos que después se nos otorgue lo que nos falta.

Máxima práctica ciertamente y de resultados maravillosos, que hemos de proceder de tal suerte como si pendiese todo de nuestra industria y trabajo, poniendo en prosecución de lo que anhelamos en actividad todas nuestras energías, y, hecho esto, dejar después el resultado en las manos de Dios.El disponer se sentaran en grupos fue, sin duda, para proceder con orden y facilitar la distribución de los milagrosos alimentos, y también para que se echase de ver más claramente la magnitud del prodigio.

Punto 3.° COMIERON Y HARTÁRONSE, Y SOBRARON DOCE ESPUERTAS.

 
1) Dice el texto sagrado que tomó Jesús los panes en sus divinas manos, y después de haber dado gracias a su Eterno Padre, levantando los ojos al cielo, los bendijo y partió y dio los panes a los discípulos, para que los distribuyesen a las gentes. Y todos comieron y se saciaron, lo dicen los cuatro evangelistas, y de lo que sobró recogieron doce canastas. El número de los que comieron, dice el antiguo alcabalero Mateo, fue de cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Que se juntase tal muchedumbre no es de extrañar si se tiene en cuenta que a formarla contribuyeron no sólo los habitantes del contorno, sino aun muchos peregrinos en viaje para Jerusalén, con motivo de la próxima fiesta de Pascua. Porque pasaba cerca de aquel lugar la importantísima «Via maris», vía del mar, que iba de Damasco al mar y unía el Asia con el Africa; un ramal de ella, dirigiéndose al Sur, pasaba por Jerusalén (G. Re, S. J., II S. Evangelio..., página 436).


2) Enseñanza práctica de esta escena puede ser la que deduce el P. La Puente al proponer esta meditación acerca de cómo deben los cristianos comer cristiana y religiosamente, guardando cuatro condiciones: «la l.a, con orden y concierto, sentándose cada uno en su lugar sin competencias, antes escogiendo el postrer lugar y el más humilde; la 2.a, levantando los ojos del alma al cielo y mirando que nos ve Dios, para guardar en todo la templanza, tan difícil a 1a veces en el   refrenar la gula; la 3., con ánimo agradecido y acción de gracias al Señor, que cuida de alimentarnos; la 4., precediendo la bendición con oración devota, procurando mezclarla también con la comida, para que de tal manera coma el cuerpo, que también coma algo el espíritu». Si así lo hacemos, regularemos acertadamente un acto no menos necesario que difícil.

 

3) El efecto del milagro en la muchedumbre fue, sin duda extraordinario, y bien lo muestra la conmoción que se siguió de entusiasmo. Y es que, en realidad, se patentiza en el  de modo tan sensible el divino poder de Jesús, que no puede menos de causar admiración hacia tan grande Rey y entusiasmo hacia tan benéfico Señor. Bien podemos seguirle con plena confianza de que con Él nada nos faltará de lo necesario para lograr la conquista del reino de la gloria, pues que tan amorosa providencia tiene de los que le siguen. Si buscamos primero y ante todo el reino de Dios y su justicia, lo demás Él se cuidará de que no nos falte. Y esto que tan sensiblemente se realizó en el   hecho que meditamos, sigue realizándose a través de los siglos no menos eficazmente, aunque de ordinario no tan portentosamente, en los individuos, en las comunidades y en las naciones. Tengámoslo muy en cuenta y aprendamos a confiar en nuestro Rey Eterno.

23ª MEDITACION

LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA INFRUCTUOSA


Pone esta parábola en claro que Dios aguarda con paciencia la conversión del pecador, pero que, cuando llega la hora del castigo, se muestra inexorable, si no se le aplaca con la penitencia. Tal pensamiento puede ayudarnos no poco a comenzar los Santos Ejercicios con vivo deseo de hacerlos fructuosamente y a dar frutos de santidad en nuestra vida personal.


HISTORIA: “Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves que hace tres años seguidos que vengo en busca de fruto a esta higuera y no lo hallo; córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar terreno en balde? Pero él respondió: Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si da fruto; cuando no, entonces la harás cortar” (Lc. 13. 6-9).


Petición. QUE NO SEA SORDO A SU LLAMAMIENTO, MAS PRESTO Y DILIGENTE PARA CUMPLIR SU SANTÍSIMA VOLUNTAD.

 
Punto 1º. Solicitud del Señor y del viñador por la higuera.


1) Échase de ver la solicitud del Señor por la higuera en que la tenía no en un terreno cualquiera, inculto, descuidado, donde no tuviera elementos de que nutrirse, sino en su misma viña, es decir, en tierra bien cuidada. En Palestina toda viña es un vergel, y se cuida mucho y se trabaja con sumo cuidado; con lo cual, los árboles en el  la plantados es natural que prosperen notablemente y produzcan abundantes frutos, como plantas escogidas. Por eso vino el Señor en busca de fruto; y sin duda de lejos pensó que había de hallarlo, pues estaba la higuera llena de hojas y de lozanía.

 

2) Varias interpretaciones pueden darse a este pasaje; pero para nuestro caso podemos ver representada en la higuera a nuestra alma, plantada en la Iglesia, “vinea electa” (Jer. 2, 21), viña escogida, y todavía dentro de esa viña en porción elegida, en una familia de veras cristiana; más aún, en vida religiosa o sacerdotal, vergel regalado de Dios.

Ha recibido cuidados y cultivos extraordinarios, medios de santificación abundantísimos, gracias tan repetidas y eficaces. Tiene, pues, Dios derecho a esperar de mí frutos suavísimos. ¿Los he dado? Al repasar mi vida, quizá me encuentro con que hay en el  la, como en la higuera, apariencias de vida, exterioridades, algunas devociones, alguna compostura, algo que me hace aparecer corno cristiano, como religioso; y en el   interior los frutos son nulos y nada sé de abnegación, de mortificación, de santidad. He sido tal vez un hipócrita.

No cuestan gran cosa ciertas exterioridades; pero no bastan para responder a lo que el Señor tiene derecho a esperar de nosotros.


3) Es la higuera infructuosa imagen del alma que abusa de la gracia. Como ella tenía en la viña elementos suficientes para, sabiéndolos aprovechar, rendir fruto abundante, tiene asi alma en la gracia cuanto necesita para su santificación. Procurónosla Jesús a precio de su sangre, y es de eficacia tan maravillosa, que con su socorro todo lo podemos, “sufficit tibi gratia mea” (2 Cor. 12, 9), te basta mi gracia, dijo el Señor a San Pablo, y, efectivamente, confortado con ella pudo clamar el Apóstol: “omnia possum… lo puedo todo” (Fil. 4, 13).

¿Qué no hizo en la Magdalena, en San Pablo, en San Agustín y en tantos otros que correspondieron decididamente a ella? Pues también a nosotros se nos ha dado, pero no hemos correspondido; hemos abusado de ella o hemos resistido, haciendo así que no rindiera en nosotros los frutos suavísimos que de suyo puede producir. Cierto que nuestra conducta ha sido bien reprochable y suficiente a causar hondo disgusto en nuestro Señor, como lo causó la esterilidad de la higuera en el   dueño de la viña.

 

4) ¿En qué está el abuso de la gracia? No en cierta debilidad, que nos hace ser a veces escasos en la correspondencia, descuidados en el   uso, poco solícitos en el   aprovechamiento; pero que después procuramos compensar con sincero arrepentimiento y firmes y repetidos propósitos; sino en no querernos aprovechar ni responder a la gracia que se nos concede. Contentos con evitar cuanto pudiera motivar censura o reprensión de nuestros superiores; recibiendo la gracia como quien recibe la lluvia con el paraguas abierto para no mojarse, dejándola caer en torno y quedando nosotros sin ella.


Punto 2.° Disgusto del Señor.

1) Mucho disgustó al Señor el no encontrar el fruto que buscaba. “Tres años seguidos que vengo a buscar fruto… y no lo hallo: Córtala, hazla astillas y ¿chala al fuego”. Y dictó sentencia dura, pero sin duda bien motivada: tres años de cuidados, en tierra buena, daban fundado motivo a la esperanza, y al verse ésta fallida, era causa más que suficiente para excitar el enojo del propietario.


2) Mucho es también lo que al Señor disgusta el abuso de Ja gracia, y severos los castigos con que la sanciona. El, tan suave y manso, tan fácil en perdonar, como nos lo demuestran hechos repetidos del Evangelio, Zaqueo, la Magdalena, la adúltera, Pedro, etc.,  se mostraba duro y severo contra los que no querían aprovecharse de la gracia. Recuérdense las terribles palabras pronunciadas contra las ciudades por Él evangelizadas, que no quisieron aprovecharse de su predicación: “Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida; que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tiro y Sidon serán menos rigurosamente tratadas en el   día del juicio que vosotras” (Mt., 11, 21 sigs.).


3) ¿Qué será de nosotros? Si las gracias que hemos recibido las hubieran recibido otras almas, ¿no habrían correspondido harto mejor que lo hemos hecho nosotros? Dios cuenta, pesa, mide...; temamos no se canse. ¿Se retirará cuando lo llamemos? No, ciertamente; mientras vivamos, si a El acudimos, bien seguros podemos estar de lograr su perdón y gracia.

Pero estemos alerta y apliquémonos lo que nos dice San Agustín (Serm. 88, 13, ML. 38, 546): «timeo Iesum transeuntem, temo el paso de Jesús». No ciertamente porque venga a castigarte sin remedio o te haya de rechazar, si a sus pies te postras, sino porque quizá es la última vez que para ti pasa, y si le dejas marchar, ya después no podrás detenerle. Ahora es tiempo. Jesús va a pasar,  aprovéchate!


Punto 3.° Intervención del viñador.

 
1) Aboga el viñador a favor de la higuera y logra sea suspendida la ejecución de la terrible sentencia. Tenía sin duda cariño a la higuera; acaso la había plantado él mismo y la vio crecer, prodigándola sus cuidados. Y se brinda a cultivarla con más solicitud aún haciendo con ella nuevas labores, encaminadas a lograr que rinda sazonados frutos.

Nada nos dice e texto evangélico de si el dueño de la viña accedió a la súplica; de creer es que si, y que merced a ello el viñador emprendió con ella una serie de trabajos que dieron por resultado una cosecha magnífica de sazonados frutos, que al ser presentados al dueño le colmaron de satisfacción.


2) Apliquemos a nuestro caso la parábola. Quizá hubo ocasión en que Dios cansado de nuestra ingratitud, y viendo que plantados en tan santa y fértil tierra, nos obstinábamos en no rendir fruto, dictó sentencia condenatoria contra nosotros. Y entonces nuestro abogado: “Advocatum habemus apud Patrem… tenemos abogado ante el Padre” (1 .Jo., 2, 1), intercedió solícito por nosotros.

Agradezcamos al Corazón amorosísimo de Jesús la bondad con que nos ha aguardado y nos brinda su perdón y la gracia. Ofreciéndonos a trabajar durante estos días y en toda nuestra vida,con empeño y solicitud, en responder pronta y generosamente a sus bondades. Pidamos a San José y a la Santísima Virgen que nos ayuden con su poderosa intercesión a hacer estos Ejercicios bien hechos.

24ª MEDITACION

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO

Composición de lugar: Imaginarnos a Jesús diciendo a sus oyentes la parábola. O al padre recibiendo en sus brazos al hijo pródigo.

 

Petición. Interno conocimiento de la misericordia del Señor para, llenos de confianza, echarnos en sus brazos.

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.  No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.  Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. 

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!  Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.   Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.  

Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.  Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.  Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.

Y su hijo mayor estaba en el   campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.  Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.  Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.  

El entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”. 

 

Materia dulcísima y muy copiosa de meditación nos brinda la misericordia divina; materia al mismo tiempo de suma utilidad; sin ella la consideración de nuestra miseria nos sumiría en la descoco fianza y la desesperación. Puede estudiarse en el   Santo Evangelio, en las palabras y en los hechos de Jesús; sólo vamos a exponer una página en la que nos descubrió algo de los tesoros insondables de misericordia para con los pecadores.

Se acercaban a Jesús, dice San Lucas (15,1) los publicanos y pecadores para oírle. Y murmuraban los fariseos y escribas, diciendo: “Mirad cómo se familiariza con los pecadores y come con ellos”. Entonces les propuso, una tras otra, tres bellísimas parábolas: la del pastor que corre tras la oveja descarriada, la de la mujer que busca solícita la dracma que se le perdiera y la del hijo pródigo. Bellísimas las tres; vamos a exponer solamente la última.


1. LA PARÁBOLA

 
Punto 1.°  La salida de la casa paterna.

“Un hombre tenía dos hijos, de los cuales el más joven dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y el padre repartió entre los dos la herencia” (Lc 15, 11-12). Según la ley (Deut 21, 17), al mayorazgo correspondía doble parte, de suerte que en nuestro caso tocaba al hijo menor un tercio de la herencia. El primogénito no entraba de ordinario en posesión de su parte hasta la muerte del padre; y era, en cambio, de uso corriente que cuando el segundo llegaba a edad competente para crearse un hogar se le diera su legítima para que a la sombra de su padre se hiciera hombre.

Detalles hay en la parábola que muestran a nuestro joven como hombre de corazón delicado y noble. ¿No sería el móvil primero de su resolución, a primera vista irrespetuosa y audaz, el deseo de trabajar y abrirse camino o labrarse un porvenir? A pensarlo da margen, en primer lugar, el que el padre no opusiera la menor dificultad a su demanda ni le hiciera reflexión alguna. Dificultad que notan varios exegetas sin ofrecer respuesta satisfactoria.

Además, y es otro argumento en pro de la probabilidad de esta afirmación, la petición no parece que la hizo el joven con el propósito, ya premeditado de darse a la vida rota pues que no decidió marcharse sino después de algún tiempo. “Et non post multos dies… y después no de muchos días” (Lc 15, 13); de suerte que pasaron días, siquiera no fuesen muchos.

Quizá en el  los inició sus negocios y le fue bien, lo cual, unido a su juventud y a la ansiada independencia de su padre, le hizo entrar en deseos de gozar. Y “recogidas todas sus cosas, se marchó a un país muy remoto”; otro indicio de que el joven tenía cierta delicadeza de corazón: no se decidió a entregarse a la vida libertina allí donde su padre vivía; le respetaba aún y le amaba, por eso se fue a región lejana, lo suficientemente apartada para vivir a sus anchas sin que su padre se enterara ni pudiera seguirle los pasos; “y allí malbaratá todo su caudal, viviendo lujuriosamente”; y aunque la frase puede significar «con despilfarro, con exuberancia de vida», pero se ha de entender deshonestamente, como con frase gráficamente clara lo puso de manifiesto su hermano.

Mientras tuvo dinero no le faltaron amigos que le ayudaron a gastarlo; cuando sus caudales se agotaron, se encontró solo en tan mala ocasión, que “después que lo gastó todo sobrevino una grande hambre en aquel país y comenzó a padecer necesidad” (Lc., 15, 14). Quizá acudiría en el  la a sus compañeros de disipación; pero o no quisieron o no tuvieron con qué ayudarle, y la necesidad llegó a extremos de que se moría de hambre, y para evitarlo pensó en ponerse a servir y ganar así siquiera un bocado de pan.

“De resultas púsose a servir a un amo de aquella tierra, el cual le envió a su granja a cuidar cerdos” (v. 15). Es preciso ponerse en las circunstancias de tiempo y oyentes en que Jesús hablaba para hacerse cargo de todo el envilecimiento que suponía tal ocupación; para los oyentes de Jesús era el cerdo un animal impuro; debió ser el del pobre joven un caso de tan extrema necesidad, que le hizo pasar por todo. Pero no se remedió con tal solución su necesidad, sino que su hambre se exacerbó, de suerte que “allí deseaba con ansia henchir su vientre de algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba” (v. 16).

Es ansia producida por el hambre extrema la de “henchir el vientre” de cualquier cosa; y no se las daban. ¿Puede concebirse miseria mayor? En verdad que el envilecimiento de este pobre muchacho fue horrible. Pero fué al mismo tiempo, saludable, porque le empujó a buscar en su necesidad el más eficaz y radical remedio: ¡ la vuelta a su casa y a su padre!


Punto 2.°  La vuelta a la casa paterna.

 
       Si todo le hubiera salido bien y su dinero no se hubiera agotado, cierto que para nada se hubiera acordado de su padre y hubiese continuado su vida de libertinaje; pero.., el hambre le hizo añorar la abundancia de su casa; ¡ la necesidad le abrió los ojos! “Y vuelto en sí, dijo: ¡Ay, cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo estoy pereciendo de hambre!” (v. 17).

Volvió en sí porque había andado muy fuera de sí, olvidado de todo lo bueno, y al volver en sí revivió en su interior la vida de su casa, casa dichosa en que la felicidad y abundancia redundaban hasta los últimos criados. Y del nostálgico recuerdo de tanta felicidad perdida y su comparación con tanta miseria actual brotó en su corazón un sentimiento dulcísimo y un deseo ardiente de reintegrarse a su hogar siquiera en grado de sirviente que en el   de hijo le parecía audacia inaceptable aun el pensarlo: “Me levantaré” (v. 18).

Lleno de “vergüenza y confusión” reconoce y confiesa que se ha hundido muy hondo en el   abismo de la miseria y concibe el anhelo de salir de tal abyección y levantarse, para emprender el camino de regreso a la casa paterna de la que en mal hora saliera. “E iré a mi padre y le diré: Pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy »digno de ser llamado hijo tuyo” (v. 18, 19).

¡Cuán crecido e intenso era el dolor que en su corazón sentía y cuán amargas al par que dulces, las lágrimas que a su fuerza brotaron de sus ojos! Su vileza le parecía tan grande y tan levantada la virtud y dignidad de su padre, que se juzgaba de veras indigno de ser llamado hijo de tal padre; pero, por otra parte, la felicidad de vivir bajo aquel techo querido y junto a aquel padre tan bueno le acuciaba a procurar ser admitido siquiera como siervo; “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19); gustoso ganaré el pan con el sudor de mi rostro con tal de que sea junto a ti.

“Con esta resolución se puso en camino para la casa de su padre” (v. 20). Quizá los pies se le pegaban al suelo por la debilidad tremenda, que le tenía sin fuerzas y a pique de desfallecer, y por el fantasma del temor a la noble dignidad de su padre, por él tan envilecida, que le parecía alzarse ante él como un muro que le impedía el acceso al hogar que abandonara.

Poco tiempo antes, no sabemos cuánto, pues el texto sagrado nada indica que defina los tiempos, marchaba por aquel mismo camino, en sentido inverso, lleno de juventud, pletórico de vida, con el bolsillo repleto de dinero y el corazón ansioso de placer. Le parecía dura la sujeción a su padre y volaba en busca de libertad.

¡Libertad! ¡Pobrecillo! ¡El mismo iba a echarse a sus pies el grillete de la esclavitud más vil al mendigar se le admitiera al servicio de un dueño mezquino que le destinó a guardar puercos! Buscando libertad dió en ser esclavo; primero, de sus pasiones; después, de su miseria.


Punto 3.° El recibimiento que le hace su padre.

 
Y marchaba lentamente. Mientras tanto, en su casa, desde que él marchara, no acertaba a vivir tranquilo su padre, y pasaba largas horas sentado en la azotea, avizorando el camino por el cual se alejara el hijo ingrato, pero querido.

“Estando todavía (el hijo) lejos, avistóle sn padre, y enterneciéronsele las entrañas, y corriendo a su encuentro...” (Lc., 15, 20), sus ojos cansados no acertaban a definir quién era el que en lontananza marchaba, pero el corazón le dio un vuelco y le dijo: ¡Es él!; para el padre, «él» era el hijo que le faltaba y esperaba. Y sin cuidarse a adecentarse en el   vestido, de suerte que llamó poderosamente la atención de los criados, que muy pronto salieron tras él intrigados, echó a correr al encuentro de su hijo. Y ahora pensad un poco lo que en la mente y el corazón del joven hubo de ocurrir; también él, al trasponer el horizonte, había divisado a lo lejos la casa paterna; bien la conocía; vio de pronto que por su puerta salía corriendo.., su padre.

Era la distancia aún mucha, y por más que lo procuraba, no acertaba a divisar definido el rostro de su padre. Los pies se le clavaron al suelo temiendo que, habiéndole conocido, salía a impedir que con su presencia le deshonrara; pero cuando, corriendo su padre, se acortó la distancia, entonces ya vio aquel rostro tan lleno de ternura, que el corazón se le ensanchó y, animado de indefinible júbilo, corrió también a él y corriendo se encontraron, y el hijo se postró de rodillas y el padre “le echó los brazos al cuello y le dio mil besos”.

Díjole el hijo: “Padre mío, yo he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (v. 21). Tapóle la boca su padre y así no osó continuar su súplica en la forma en que la preparara, pues juzgó sería ofenderle proponer a su padre le recibiera no más que como a siervo. “Mas el padre por respuesta, dijo a sus criados: Traed aquí luego el vestido más precioso que haya en casa y ponédselo, ponedle un anillo en el   dedo y calzadle las sandalias y traed un ternero cebado y matadle y comamos y celebremos un banquete. Pues que este hijo mío estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado” (v. 22-24). Y apoyado tiernamente en su padre llegó a su casa y se bañó, y se perfumó, y se vistió un vestido nuevo, y se puso el anillo. “Y con esto dieron principio al banquete”.

“Hallábase a la sazón el hijo mayor en el   campo. Y a la vuelta, estando ya cerca de su casa, oyó el concierto de música y baile. Y llamó a uno de sus criados y preguntóle qué venía a ser aquello. El cual le respondió: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado por haberle recibido en buena salud. Al oír esto, indignóse y no quería entrar” (24-26).

El criado corrió a avisar a su señor lo que ocurría, y dejando el padre la sala del convite “salió afuera y empezó a instarle con ruegos. Pero él le replicó diciendo. Es bueno que tantos años ha que te sirvo sin haberte jamás desobedecido en cosa alguna que me hayas mandado y nunca me has dado un cabrito para merendar con mis amigos. Y ahora que ha venido este hijo tuyo, el cual ha consumido su hacienda con meretrices, has hecho matar para él un becerro cebado. “Hijo mío, respondió el padre, tú siempre estás conmigo y todos los bienes míos son tuyos. Mas era muy justo el tener un banquete y regocijarnos por cuanto este tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y se ha hallado” (v. 28-32).

Así termina la narración evangélica; no dice si el hermano mayor entró en el   banquete; de creer es que sí. Y cierto que las palabras del padre al hijo mayor son de veras consoladoras para él: ¡Siempre estás conmigo! ¡Todo lo mío es tuyo!

II. LA REALIDAD: Dios y el pecador.

Punto 1.° El pecado.

Dios, el padre; sus hijos, los hombres; el mayor, el justo, pues Dios crió al hombre en justicia y santidad; el menor, el pecador. Los hijos, nosotros mismos, vivíamos dichosos en casa del padre; días felices de la primera Comunión, de la inocencia, del fervor y diligencia en el   servicio del Señor.

Un día, quizá cuando aún teníamos pocos años de edad, entramos en deseos de salir de la casa del padre: la tentación, un mal amigo, una novela, el despertar feroz de las pasiones, y lo que antes nos era grato y suave se trocó en ingrato e intolerable, y la vida de los hijos de Dios pareciónos tediosa... y nos fuimos! ¡Queríamos más libertad, queríamos vivir la vida, gozar! Dejamos a nuestros padres, a los que Dios puso para regimos; desoímos sus consejos, evitamos su trato y nos fuimos a una región muy apartada

¡Qué lejos de Dios se va el pecador! ¡Y allí derrochamos nuestra hacienda..., malbaratamos la gracia, vilipendiamos nuestra dignidad de hijos de Dios, renunciamos a nuestros derechos de herederos del cielo! Y no pocas veces dilapidamos aún nuestra hacienda natural y perdimos hasta la condición de racionales. Y llenos de hambre, comenzamos a mendigar de las criaturas, y nos hicimos siervos de ellas, y nos daban a comer manjar de bestias; pero no saciaba nuestra hambre.

Cuando el hombre, cansado del «suave» yugo de Dios y de su ley, busca la libertad, ¡qué amos se echa! Mirad...: pobre drogadicto… pobre borracho..., esclavo de una copa de licor o un vaso de vino, de una pastilla que le arranca de su casa, le arrastra por los suelos, le priva de la razón y le pone al nivel de las bestias. Pobre lujurioso..., esclavo de una mujerzuela..., que le aparta de sus más legítimos amores, le hace olvidar sus obligaciones más sagradas, le roba su hacienda y lo que más vale: su dignidad; le convierte en vil esclavo. Pobre codicioso, atado con cadenas, quizá de oro, pero terribles y envilecedoras... ¡Pobre... pecador! ¡Pobres de nosotros, recordémoslo! ¡Qué amos nos echamos cuando del servicio de Dios huimos! ¡Qué cadenas más duras remachamos cuando rompemos locamente los lazos suavísimos que a nuestro Dios nos unen...; hasta dónde nos envilecemos!


Punto 2.° La conversión.

 
¡Y Dios es tan padre! El paralelismo que puede establecerse entre la conducta del hijo pródigo y la del pecador en el   proceso de apartamiento y envilecimiento es no poco perfecto; pero no lo es tanto entre la marcha hacia la casa paterna del hijo arrepentido y la del pecador convertido. Puede Él hombre, por el abuso de la libertad, salir de la casa paterna y alejarse mucho de Dios y sujetarse a esclavitud oprobiosa y... darse la muerte al alma; pero no puede por solo su querer, sin la ayuda de la gracia, volver a recobrar los bienes perdidos.

Si el Señor hubiera querido representar en toda su maravillosa realidad el proceso de la economía de la gracia en la conversión del pecador, hubiera tenido que mudar la parábola en su segunda parte de un modo análogo al indicado en la de Ja oveja perdida.

El Padre no podía vivir sin su hijo, e inquiriendo dónde se hallaba, corrió en su busca, y hallándole en la alquería, sumido en aquella nauseabunda abyección, se acercó a él y con ruegos suavísimos comenzó a invitarle a que volviera a la casa paterna; y al principio, tan envilecido estaba, que no le atendía; después, aquellos acentos dulcísimos hicieron vibrar suavemente afectos adormecidos en su corazón, y con voz apagada dijo: «¡ Sí, quiero volver!», y al intentar incorporarse para echar a andar cayó desfallecido y clamó llorando: «¡Padre, quiero. sí..., pero no puedo!»

 Y el padre le dijo: «Hijo mío, tengo yo fuerzas para los dos! Y tomándolo lo cargó a hombros y comenzó el camino de vuelta; mas viéndolo tan débil que se le moría a chorros, le inyectó su misma sangre y con ella nuevo vigor y vida nueva..., y llegó a su casa, y lavado, y vestido, y adornado.., le ofreció un gran banquete y como manjar el más preciado: ¡su propia carne! Y pudo haber añadido aún más si quisiera retratar toda la felonía del pecador reincidente y todo el derroche de misericordia del Dios de nuestros amores.

Pocos días después, hastiado de la vida sosegada y pacífica de la casa paterna, aquel hijo desagradecido, añorando su antigua vida de crápula, reunió lo que pudo y se marchó otra vez muy lejos, a derrochar el nuevo caudal que se le había otorgado. Y su padre volvió a hacer diligencias para hacerle tornar, y volvió a perdonarle.

Y tercera vez huyó el hijo díscolo, con obstinación que pudiera parecer inexplicable... Cierto que si tal hubiera Jesucristo dicho a sus oyentes le hubieran éstos respondido: ¡ Eso es un cuento! ¡Eso es fantasía! ¡Ni ha habido ni puede haber hombre que así perdone! ¡Y llevaran razón; así no se porta, así no perdona sino Dios! “Cui proprium est misereri semper et parcere! ¡De quien es propio compadecerse siempre y perdonar!

Y es así que sumido el hombre en el   pecado y por él en la muerte a la vida de la gracia, no puede tornarse a la vida, no puede resucitarse: ni en lo físico, ni en lo espiritual; y para que se convierta es preciso que Dios vaya a buscarle.

Y en efecto: Dios, con la gracia preveniente, llama al corazón del pecador con dulzura y constancia admirables, no se desdeña de abajarse a los abismos más repugnantes de abyección. Llamadas de Dios son esos toques suavísimos, esas luces, esas angustias, ese vacío..., y llama por la voz de un amigo, por la predicación de un misionero, por la pluma de un escritor católico; y a veces, cuando no se le oye..., llama más fuerte por una muerte súbita, por una quiebra de fortuna, por una enfermedad, por la muerte de un ser querido..., y ¡cuántas veces le hacemos aguardar un día y otro día..., y persevera incansable!

Punto 3.°  El perdón.


Y cuando, al fin, el pecador se rinde, entonces todo es facilitarle la vuelta, reintegrarle en todos sus honores, volverle todos sus derechos.

Perdona Dios tan cumplidamente que es cosa que conmueve el recordarlo. Ya El mismo, en la parábola de la oveja perdida, al describir el regocijo del buen pastor que la encuentra, añade: “Os digo que a este modo habrá más fiesta en el   cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lc 15, 7). Y al cerrar la brevísima parábola de la dracma perdida y encontrada, dice: “Así os digo yo que harán los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia” (Ib., 10).

¿Y el banquete? ¡La Eucaristía! ¡La vestidura de la gracia..., el anillo de heredero; y así adornado puede sentarse al gran banquete en que le da su cuerpo y su sangre en manjar y bebida! No tiene Dios más que darnos. ¿Y dudaremos más aún de su misericordia? ¡Sería una locura y sería ofender al Señor! Pues todavía hay algo más extraordinario, y es que no limita el Señor su perdón a una o contadas veces, sino que lo extiende, sin cortapisas a todas las que el pecador, sinceramente arrepentido, vuelva a solicitar su absolución.

Y fue la vida de Jesús práctica repetida de lo que aquí nos enseña. Por eso le vemos rodeado frecuentemente de pecadores; ¡y cómo los buscaba, los recibía, los trataba, los defendía! Baste recordar a la Magdalena, a la adúltera, a la Samaritana, a Zaqueo, a Pedro.

Echándonos, como el hijo pródigo, a lo pies de su padre, a los pies de Cristo crucificado... y dejando que el corazón se nos llene de amor y confianza, démosle gracias y pidámosle perdón de nuestros pecados.

25ª  MEDITACIÓN

 

DEL PECADO Y CONVERSIÓN DE SAN PEDRO.


Composición de lugar. Ver a Pedro saliendo del atrio del Pontífice después que le miró Jesús.


Petición. Contrición sincera y eficaz propósito; grande ánimo para compensar con nuestro fervor, en adelante nuestros pecados e ingratitud pasada.


Punto 1.°  Causas de la caída.


Todos los Evangelistas narran el hecho: Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22; Jo. 18. Pueden reducirse a tres las causas que prepararon la caída:

 
1) La presunción. Sin la gracia nada podemos. Le avisa Jesús, y Pedro, con insistencia, se jacta de que no será como Jesús dice: “Non te negabo», ¡no te negaré!” (Mc., 14, 31). Mostró su presunción; a) en contradecir a Jesús; b) en anteponerse a los demás; “etsi omnes scandalizati fuerint in te… aunque todos se escandalicen (v. 29),...; c) en jactarse de su fortaleza: “etsi oportuerit, me simul commori tibi… aunque hubiese de morir contigo”. (v. 31), “Tecum paratus sum in carcerem et in mortem ire (Lc. 22, 33), estoy preparado para ir contigo a la cárcel y a la muerte”.

Cuánto daño nos hace; nos oculta: a) nuestra debilidad, y nos da la seguridad en nosotros mismos; de nadie necesitamos, todo lo podemos; b) la fuerza del enemigo; par el presuntuosos no hay enemigo temible;  c) la magnitud del peligro: para él no hay lugar peligroso ni ocasión temible...

2) La negligencia._Nace de la presunción; se reveló en San Pedro: a) en que se durmió en la oración, a pesar de advertirle el Señor que velase y orase para no ser vencido;  b) en que siguió a Jesús “a longe… de lejos (Lc 22, 54), «Bene sequebatur a longe, qui erat proxime iam negaturus. Neque enim negare potuisset si Christo proximius adhaesisset...Verdad que le seguía de lejos quien estaba próximo a negarle. Ni hubiese podido negar a Cristo si se hubiera adherido a El más de cerca…» (5. Ambr., Expos. Ev. sec. Le., 1, 10, n. 72. ML. 15, 1822).

3) La imprudencia. Manifestada, sobre todo, en no huir la ocasión, sino meterse en el  la.

Punto 2º.  Gravedad de la caída.

La ponen de manifiesto:

a) Las circunstancias que la precedieron:

1) Era el Apóstol que más beneficios recibiera.

2) Le había predicho su caída y el género de tentación.

3) El había protestado, con juramento, de su fidelidad.

b) Las circunstancias de la caída:

1) Pué pecado de apostasía al menos exteriormente.

2) Negó al que había confesado por «Hijo de Dios».

3) ¿Qué le movió a pecar? La pregunta de una criadita, no de un soldado o del juez.

4) ¿Cómo le negó? Con juramento reiterado.

5) ¿Cuándo le negó? Cuando Jesús sufría y era interrogado acerca de sus discípulos...

Punto 3.° Arrepentimiento de Pedro.


Modelo de arrepentimiento..., había negado tres veces a Jesús y continuaba Pedro entre sus enemigos...; el pródigo “volvió en sí” (Lc., 15, 17); pero Pedro no volvía en sí. “Et conversus Dominus respexit Petrum… y volviéndose el Señor miró a Pedro” (L 22, 61), quizá al pasar junto a él, cuando, terminado el Sanedrín, le bajaron del salón donde fuera juzgado a la planta baja...

Y la mirada de Jesús hizo recordar a Pedró las palabras de la cena: “Et egressus foras Petrus flevit amaresaliéndose fuera lloró amargamente…” (Ib., 62), y otro Evangelista dice que “coepit flere… comenzó a llorar” (Mc., 14, 72).

La conversión de Pedro fue: 1) Pronta, sin demora. 2) Sincera, cambió pór eompleto, desconfió y su humildad le hizo huir. 3) Eficaz, tomó medios para no caer, se retiró. 4) Completa, sin dejar rastro. 5) Constante, no volvió a caer.

       ¿Qué hizo Pedro? Del atrio del pontífice se fue al cenáculo a buscar a la Santísima Virgen, refugio de pecadores; a sus pies lloró, de sus labios escuchó palabras reconfortantes. «...Y adónde iría a consolarse sino a la Virgen, único refugio de pecadores, para darle cuenta de su tristeza y amargura? Así es que, animado con sus dulcísimas palabras, se encerró para llorar en una cueva con esperanza firme de alcanzar perdón.» (La Palma, 5. J., Historia de la Sagrada Pasión, e. 13.)


Punto 4.° Conducta del Señor.


¡Cuán llena de bondad!:


1) No le abandonó, sino que se “volvió a él”, fué a buscarle..., le brindó el perdón..., ¿con qué ojos le miró?

2) Se le apareció apenas resucitado... Reproduzcamos la escena del hijo pródigo...

3) Le confirmó en todos los privilegios.., sin exigirle más que una triple confesión de amor...

Meditemos viendo ¡cuán bueno es Jesús para los pecadores arrepentidos! Puede proponerse la conversión de San Ignacio, modelo de la nuestra. Fué:

1) Pronta y magnánima. Herido en Pamplona..., obró en el  la gracia por medio de la lectura de la vida de Nuestro Señor y las de los santos... Todo quería intentarlo... Hizo aquel esforzado ofrecimiento, al que tembló la casa... Puso por obra sus planes a pesar de la familia, amigos...; dificultad de la vida emprendida...; respetos humanos; dirían que dejaba la vida militar por temor de ser herido otra vez...

2) Perfecta. No a medias. Bien se echa de ver, por los Ejercicios..., aquella vergüenza y confusión... crecido e intenso dolor y lágrimas de mis pecados, etcétera..., afectos son que San Ignacio fué experimentando. Y cuán bien logró y vivió las tres peticiones de los coloquios del tercer ejercicio. La perfección de esta conversión se ve siguiendo la marcha de los Ejercicios..., retrato del alma de San Ignacio.

3) Constante, sin paradas, ni fatigas, ni decaimiento, sino creciendo hasta la muerte. Cómo pensaba en el   ¿qué he hecho?, ¿qué hago?, ¿qué he de hacer por Jesucristo?

26ª  MEDITACION

LA TRANSFIGURACIÓN DE CRISTO EN EL   TABOR

Composición de lugar. Un monte alto. No dice el texto cuál fuese. Muchos modernos ponen la escena en el   monte Hermón, cuya cumbre más alta se eleva a 1.759 metros sobre el nivel del mar Mediterráneo. Los antiguos más bien señalaban el Tabor, que mide 562 metros sobre el nivel del Mediterráneo, aunque por estar los valles de su pie más bajos que el nivel de ese mar, alcanza sobre ellos de 600 a 620 metros.

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadle. Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor. Entonces Jesús se acercó y los tocó, y dijo: Levantaos, y no temáis. Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo. Cuando descendieron del monte, Jesús les mandó, diciendo: No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos”.


Punto 1.° TOMANDO EN COMPAÑÍA CRISTO NUESTRO SEÑOR A SUS AMADOS DISCÍPULOS PEDRO, JACOBO Y JUAN, TRANSFIGURÓSE Y SU CARA RESPLANDECÍA COMO EL SOL Y SUS VESTIDURAS COMO LA NIEVE.


Materia sabrosa de meditar, que se presta a devotas y útiles aplicaciones.

1) Eligió el Señor a tres de sus discípulos. ¿Por qué? Por especial predilección más que por propios méritos adquiridos; muy dueño es el Señor de prodigar sus gracias como quiera y a quien quiera, sin que pueda el hombre por ello pedirle cuenta, ni tenga motivo alguno en qué fundar el más leve reparo. Allá cuando el Señor, al pagar a los operarios, comenzando por los últimos, les entregó su jornal entero, tapó la boca de los primeros, que se quejaban de que no se les diera más que a los últimos, diciendo: ¿No soy Yo dueño de disponer de lo mío a mi gusto? ¿O es que merece censura el que Yo sea generoso?

Generoso fue, en verdad, con estos tres Apóstoles, pero ¿no lo es también con nosotros? ¿Por qué yo he sido llamado al cristianismo, a la Religión, al sacerdocio, y otros no? Sin duda que por especial e inmerecida misericordia del Señor para conmigo ¡Sea Él bendito y cómo debemos agradecérselo, sobre todo si consideramos lo que lleva consigo tal predilección!


2) ¿Para qué los separó de los demás? Para llevarlos consigo. ¿Adónde? A un monte levantado. Así a nosotros nos eligió para que fuésemos suyos, ut essetis mei (Lev., 20, 24); para levantarnos a dignidad altísima, que lo es sin duda la cristiana, la religiosa, la sacerdotal; que supone una magnífica elevación. ¿Podremos penetrar, por mucho que lo pensemos la elevación sobre el nivel ordinario de la naturaleza humana, que lleva en sí la que nos hace lindar con lo divino, y por la que merecemos ser en verdad “hijos de Dios y herederos del cielo”.

¡Oh, si supiéramos apreciarlo y no abandonásemos jamás desconsiderada y neciamente alturas tan sublimes de la vida de la gracia, para bajar a sumergirnos en el   fangal del pecado, arrastrándonos, como los irracionales, por las simas que conducen al abismo infernal! Subamos hacia el cielo: vivamos siempre arriba, en alturas de luz y de bien.


3) Una vez en la altura transfiguróse a sus ojos Jesús y su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve. No tuvo para eso que mendigar auxilio ajeno; le bastó dejar que la gloria de su alma saliera un poco fuera e iluminase el cuerpo que la acompañaba algo así como sucede al pasar la corriente eléctrica por el filamento metálico.

Los discípulos, cansados quizá de la penosa subida al monte, se hallaban cargados de sueño, dice San Lucas (9, 32), y despertando vieron la gloria de Jesús (ib.)

 En cambio, Jesús, al llegar, se puso a orar, y mientras estaba orando se transfiguró. La oración de los justos transfigura y lleva a la unión con Dios, que ilumina nuestra mente y nos transforma, aun en el   exterior, haciendo que en el  la resplandezca la santidad; porque de tal manera procede Él justo, que su virtud irradia y es luz suavísima que encanta a cuantos lo ven y hace destacarse al que la practica como la nieve sobre la cumbre de los montes.

 
4) ¿Por qué se transfiguró Jesús? Para recordarnos el premio que nos tiene preparado si le somos fieles; para ello suele amorosamente dar a sentir de cuando en cuando a los que son fieles, como lo hizo aquí con los escogidos y más tarde con San Pablo, lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede comprender. Lo que sentido ha hecho decir a los Santos: ¡Qué vil me parece la tierra cuando miro al cielo! ¡Lo que esfuerza en la lucha y anima en el   combate, la eterna felicidad!

San León, Papa, en su sermón de la Transfiguración, dice: «En la cual transfiguración se pretendía principalmente arrancar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, y que no conturbase su fe la voluntaria humildad de la Pasión a aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida» (Brev. Rom., 6 de agosto).


Punto 2.° HABLABA CON MOISÉS Y ELÍAS.


1) El texto sagrado dice: “Y al mismo tiempo les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él” (Mt., 17, 3); y en el   lugar paralelo dice San Lucas: “y hablaban de su salida, la cual estaba para verificar en Jerusalén” (9, 31). Llama la atención que en medio de aquella manifestación de gloria, que tanto júbilo produjo en el   corazón de los Apóstoles, hablase Jesús de su Pasión y muerte. ¿Por qué así?

Para indicarnos cuán en el   alma la llevaba y cómo era verdad el ansia que expresara en aquella su frase: “Con un bautismo tengo de ser bautizado, y como vivo en apretura hasta que se consume!” (Lc. 12, 50). Nos ama tanto, que anhela nuestro bien sobre toda cosa, aunque no se pueda lograr sin tanto mal y tan dolorosa partida para Él. ¡Cómo nos ama! ¿Y nosotros? ¿Sabemos por Él padecer siquiera algo o rehuimos estudiada y cuidadosamente cuanto suponga sacrificio, contentos con palabras, quizá con oraciones fáciles o prácticas que nada cuestan? ¡Y decimos que le amamos! No nos engañemos; la prueba del amor son las obras, sobre todo, el sacrificio.

2) Quiso también enseñarnos que no hay camino para llegar a la transfiguración si no es el de la cruz, y que sin ella es ilusión pretender el triunfo de la gloria. Nos cuesta entenderlo. Había Jesús de explicárselo a los suyos “abriéndoles el sentido de las escrituras”, para hacerles ver que convenía que Cristo padeciese todo aquello para así resucitar y triunfar glorioso.

Aprendámoslo, pues, y no nos forjemos ilusiones vanísimas; no se puede llegar a la corona del premio sin previo combate de encarnizada lucha. Miremos al modelo de todo predestinado “sustinuit crucem”, llevó la cruz, y por ella triunfó. Si nosotros renunciamos a la cruz, no tenernos derecho a tenernos por discípulos de Cristo.

 

Punto 3.° DICIENDO SAN PEDRO QUE HICIESEN TRES TABERNÁCULOS, SONÓ UNA VOZ DEL CIELO QUE DECIA: ESTE ES MI HIJO AMADO, OÍDLE; LA CUAL VOZ, COMO SUS DISCÍPULOS LA OYESEN, DE TEMOR CAYERON SOBRE LAS CARAS, Y CRISTO NUESTRO SEÑOR TOCÓLES Y DÍJOLES: LEVANTAOS Y NO TENGÁIS TEMOR; A NINGUNO DIGÁIS ESTA VISIÓN HASTA QUE EL HIJO DEL HOMBRE RESUCITE.


1) ¡Cuán grata debía de ser aquella vista de Jesús, nos lo indican suficientemente las palabras de Pedro: “Señor, qué bien se está aquí!” ¿Qué será el cielo, si una gotita de él parece tan sabrosa? ¡Cómo hace despreciables las cosas todas de la tierra la contemplación del cielo!

Eran los Apóstoles muy aficionados a grandezas y preeminencias de la tierra, soñaban con medros temporales y bienandanzas materiales, y, sin embargo, a todas ellas renuncian, y con ellas a cuanto habían dejado allá abajo, a trueque de continuar en aquel elevado aislamiento, gozando únicamente de los encantos de Jesús.

¡Oh si le conociésemos! Si penetráramos un poco siquiera de lo que es en sí y lo que para nosotros tiene guardado. ¡Y cómo nos parecería nada y se nos haría fácil el dejarlo todo por estar con Él! Y, sin embargo, hambreamos de continuo las delicias mentidas de las cosas de acá abajo, y por maravilla sabemos en ratos de recogimiento y unión con Dios apreciar en algo las cosas de arriba, las del cielo. Qué pena que tan engañados vivamos y tan al revés de como debiéramos apreciemos las cosas.

Pidamos al Señor que nos abra los ojos y nos dé a gustar algo siquiera de lo que, si le somos fieles, nos espera, para que nos alentemos a merecerlo, por los pasos que Jesús lo ganó. Dice San Marcos que al decir Pedro lo que dijo “no sabía lo que se decía” (9, 5); tan arrebatado estaba de la dulzura de aquel espectáculo. Por gozarlo renunciaba gustoso a todo, hasta a una mísera chozuela en la que cobijarse, y se sentía con fuerzas para prescindir de todo lo de la tierra.


2) Hablaba aún Pedro, cuando he aquí que los “deslumbró una nube resplandeciente, que vino a envolverlos y al mismo instante resonó desde la nube una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo todas mis complacencias. A Él habéis de escuchar” (Mt 17, 5). Testimonio magnífico de Jesucristo y manifestación clara de la voluntad de Dios. Análogas palabras se habían oído cuando en el   bautismo se humilló Jesús, apareciendo en su exterior como pecador necesitado de ablución.

Y ha de notarse sobre todo la recomendación que el Padre nos hace: “¡Oídle!” Es la palabra de salvación, la palabra de Dios, ¿cómo no queremos oírle, si sus palabras son de vida eterna? ¡Oídle y obedecedle! Recibid con dócil sumisión su palabra, que es luz y guía y muestra con sabiduría divina el camino de salvación. Quien le oyere y pusiere en práctica lo que Él enseña se salvará; quien no le oyere, no puede hallar la vía del cielo. Escuchemos a Jesús, y tengamos por la mayor de las desgracias que no nos hable.

¡Habladme, Señor, habladme!, aunque sea para reprenderme, que bien lo merezco. Yo os prometo oíros con docilidad; prometo también oíros cuando me habléis por vuestro Vicario en la tierra, por vuestros representantes en la jerarquía católica, que palabra vuestra es, y a Vos oye quien a ellos escucha.


3) “Los Apóstoles, atemorizados, cayeron con el rostro en tierra: mas Jesús, lleno de bondad, les tocó y les dijo: ¡Alzaos, no tengáis miedo!”.

Propio es del buen espíritu «dar ánimo y fuerzas, inspiraciones, consolaciones, para que en el   bien obrar proceda adelante», a quienes, como los apóstoles, «van en el   servicio de dios nuestro señor de bien en mejor subiendo» tengámoslo en cuenta y no nos faltará ayuda del Maestro.

 

4) Por fin les encargó: “No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta tanto que el Hijo del hombre haya resucitado entre los muertos” (ib., 9). Supone el P. La Puente que lo hizo Jesús porque no fuese (esta gloria divulgada) ocasión de estorbar su Pasión y muerte». Fue, sin duda, lección de humildad escoger para su gloria lugar escondido y pocos testigos, y para su muerte, en cambio, lugar bien patente y testigos abundantísimos.

Quiso también acaso evitar la ocasión que, de narrar el hecho acaecido, podría haber de vanidad y presunción para los favorecidos; enseñándonos, y es lección práctica, que los favores y regalos del Señor a las almas, en la oración y en las íntimas comunicaciones del espíritu, han de conservarse calladas, sin andar voceándolas, ni tomar de ellas pie para jactamos, como si fuéramos o pudiéramos más que los no así favorecidos. Antes bien, han de servirnos para aliciente de humildad, persuadidos de que lo que somos lo somos por la gracia de Dios, y de estímulo para el trabajo, juzgándonos más obligados a él y procurando que no quede por nosotros infructuosa la gracia que de Dios hemos recibido.

Pidamos con humildad al Señor nos muestre su gloria y nos dé a gustar algo de lo que gustaron los Apóstoles en la transfiguración, no para engolosinamos con ello, sino para bajar después animados y dispuestos a trabajar y sufir por merecer tal premio.

27ª   MEDITACIÓN

LAMADA AL APOSTOLADO: “VENID CONMIGO Y OS HARÉ PESCADORES DE HOMBRES”

 

“Pasaba Jesús por la orilla del lago de Galilea cuando vio a Simón y su hermano Andrés que estaban echando la red, pues eran pescadores. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en la barca repasando las redes. Y enseguida los llamó. Ellos dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él” (Mc. 1, 16-20).


“PASABA POR LA ORILLA DEL LAGO” (Mc. 1, 16)

Jesús pasa junto a la vida de cada hombre. Jesús pasa junto a mí en cada situación y circunstancia. Tal vez yo no lo advierta. Para esto nació. Y desde que Jesús es Dios hecho hombre y está resucitado y está en el   Sagrario, está pasando junto a mí y buscándome. Para eso precisamente se ha hecho hombre y para eso está resucitado y para eso está aquí siempre en el   Sagrario, en amistad permanente, con los brazos abiertos: para estar al lado de cada hombre y ser viajero hasta la eternidad.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida es monótona como la de un pescador: echar la red y sacarla, ir y volver al trabajo, al colegio, ver todos los días las mismas caras. Y no es que la vida sea aburrida, pero aburre de verdad cuando no advertimos o admitimos que Jesús está al lado nuestro.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene sentido: pescar para comer y comer para pescar: esto es todo. Hay que hacer esto y lo otro, pero porque no hay más remedio. Nos preguntamos, sin embargo: ¿esto y lo otro valen para algo? Probablemente con ello no hacemos mal a nadie, pero la pregunta fundamental es ésta: “¿de que le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” ¿Hacemos el bien que tenemos que hacer?, ¿construimos un mundo nuevo?

       Como somos muchos los que no encontramos sentido a lo que hacemos,  como somos muchos los que queremos evadirnos de nuestra obligación porque no nos llena, porque no he encontramos sentido, por eso pasa Jesús a nuestro lado.

       Si Jesús no pasa junto al hombre, la vida no tiene relieve, tiene sentido, adquiere valor, dimensión de eternidad. No merece la pena que figure en la Historia que unos pescadores están pescando. Eso no es noticia. Eso no influye para nada ni en el   mundo, ni en la sociedad. Pero el hombre no soporta que lo que él hace no valga para nada. Y como lo que hace en realidad es muy poquito, por eso pasa Jesús a su lado, para hacerle ver que es eternidad y es infinito lo que puede hacer. Su vida es más que esta vida. Es eternidad.

       Jesús: Me pasa a mí como a estos pescadores. Todos los días hago las mismas cosas. Y no sólo hago las mismas cosas, sino que no puedo hacer otras cosas distintas. Tengo que convivir con las mismas personas, asistir a las mismas clases, hacer mis monótonos deberes, rezar mis oraciones que también me resultan monótonas. Sólo rompen mi monotonía la música de los últimos discos, los telefilmes aburridos de la TV, la salida del fin de semana.

       Detesto lo ordinario de todos los días. Y por eso te necesito, porque tengo que descubrir que bajo las apariencias vulgares y monótonas de mi vida Tú estás pasando junto a mí. Y pasas para llenarlo todo de sentido trascendente y eterno. De que he sido soñado por Dios para una eternidad. De que Cristo ha venido en mi búsqueda para abrirme las puertas de la eternidad. Y que la vida sólo tiene sentido cuando miro a Dios y la dirijo hacia Él. Y Jesús vino para decirme esto y pasa junto a mí para hacer valer todo lo que me parece que no vale, para dar relieve eterno a todo lo que me parece insignificante y pequeño. Y pasa no para arrancar al hombre de su vida, sino para hacérsela vivir en profundidad. Pasas para hacerme caer en la cuenta de que mi vida merece la pena de ser vivida, pero con más hondura, no tan maquinalmente como yo la vivo.

       Gracias, Jesús, por pasar junto a mi vida. Gracias por querer darle valor. Gracias por hacerte hombre para poder estar junto a la vida real y normal de todo hombre.

       Que yo sepa descubrir tu paso junto a mí, ese paso que ha de llenarme de alegría y de convencimiento de que lo que tengo que hacer es lo mejor que puedo hacer.

“VIO A SIMON Y A SU HERMANO ANDRES...VIO A SANTIAGO, HIJO DE ZEBEDEO, Y A SU HERMANO JUAN” (Mc. 1, 19)

Ellos no vieron a Jesús, y era porque le miraban con una mirada superficial. Jesús era para ellos uno de tantos como pasaban por la orilla del lago; era un curioso más que pasaba junto a ellos, pero que no tendría nada nuevo que decirles, ni mucho menos tendría una mano que echarles. Y era precisamente todo lo contrario.

       Pero Jesús sí les vio a ellos. Les vio hasta lo más profundo de su ser. Se dio cuenta de sus cualidades buenas y también se dio cuenta de sus defectos. Conoció su historia personal y familiar, advirtió pronto lo mucho y lo poco que podían hacer con Él y sin Él.

       Lo mismo me ha pasado a mí, Jesús. Cuántas veces has pasado a mi lado y yo no te he dado importancia. Eras para mí uno de tantos, Jesús. Estaba yo ciego. Menos mal que Tú me has mirado con una mirada bien distinta.

       Ahora caigo en la cuenta de que en mi vida no he sido yo el que me he fijado en Ti, sino que has sido Tú quien primero se ha fijado en mi. Y precisamente porque te has fijado en mí Tú primero, es por lo que yo he podido fijarme en Ti.

       Me has sondeado y conocido todos mis fallos... Te haces perfecta idea de que voy a volver a fallar otras tantas veces... Sabes que no soy precisamente el ideal de amigo y discípulo tuyo. Y con todo, quieres contar conmigo.

       Ahora entiendo por qué tratabas con publicanos y pecadores y por qué ellos se acercaban. Se sentían rechazados por los demás, pero queridos, muy queridos por Ti.

       Yo también me siento conocido y sondeado por Ti, pero también profundamente aceptado. Tal y como soy me amas. Tal y como soy te fijas en mí y me diriges tu palabra.

       En esa palabra tuya, Señor, yo tengo confianza. Ella es mi fuerza. Intentaré yo también no despreciar a nadie, porque al más pequeño y pobre, incluso al que a mí me parece malo, Tú también le miras con cariño... Tú también pasas junto a él.

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“LOS LLAMO...VENID CONMIGO” (Mc. 1,17)


Toda la iniciativa parte de Jesús. El tiene el poder de llamar. Sólo tiene éxito una empresa si Jesús llama a ella. No hay que autoescogerse, pero sí hay que escuchar en el   corazón la voz de Jesús, a ver si uno se siente llamado.

       ¿A qué llama Jesús? A ir con Él, este es el nuevo estilo de vida que Jesús introduce. Quizá no llama Jesús para hacer algo distinto de lo que se está haciendo; quizá sí... Pero lo que cambia de verdad la situación es que uno es llamado a hacerlo todo por Cristo, con Él y en el .

       La vida más trivial, vivida con Cristo, por El y en el  , deja de ser trivial. Aguantar la monotonía de un trabajo por Cristo, con Él y en el , deja de ser monótono. Con Cristo, por Él y en el , lo insustancial se llena de contenido, lo doloroso se llena de gozo, lo absurdo se llena de sentido.

       Y esto es lo que Jesús busca al pasar a mi lado: no cambiarme de ocupación, sino enseñarme a hacerla en profundidad. Que yo cambie de estilo: en vez de hacer las cosas girando siempre alrededor de mi yo y buscando lo que me agrada, hacerlo todo en unión con Jesús. Todo como si el Hijo de Dios se volviera a encarnar de nuevo y le hubiera tocado vivir mi vida.

Porque mi vida, tengo que reconocerlo, es digna de ser vivida por un hijo de Dios... y por eso es digna de ser vivida por Cristo, con Él y en el .

       No he caído en la cuenta de que mi vida es una continua Eucaristía que estoy celebrando sin interrupción con Jesús. Como la Eucaristía, tiene un punto de partida: pan y vino de lo más ordinario. Así es mi vida, Jesús, trenzada de cosas vulgares... Pero cuando tus manos toman el pan y el vino de los hombres, pan y vino dejan de ser cosas triviales ya, y se convierten en pan de vida y bebida de salvación. Tengo que caer en la cuenta de que la Eucaristía no es sólo una celebración semanal que realizo en el   templo, sino que ha de ser algo continuo, un estilo nuevo de vivir la vida por Cristo, con Él y en el .

       Jesús, Tú pasas junto a mi y me invitas a unirme a Ti. Y quiero unir mi vida a la tuya para que la vivamos los dos juntos. Quiero comulgar contigo, quiero hacer mejor mi comunión eucarística.

       Así quiero que Tú te realices en mí y yo en Ti: “el que me coma vivirá por mí”, vivirá tu vida. Así quiero también, en la medida en que yo puedo, ayudarte a salvar a todos los hombres. Porque vivir contigo es salvar, pero separados de Ti no podemos hacer absolutamente nada para la salvación ni propia ni ajena “Sin mi no podéis hacer nada”.

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“DEJARON LAS REDES...DEJARON A SU PADRE EN LA BARCA CON LOS JORNALEROS” (Mc. 1, 18).

        

No ha venido Jesús a destruir vida, ni carreras, ni familia, pero sí ha venido a hacer caer en la cuenta de que hay algo y alguien más importante por el cual merece la pena dejar la propia vida y la propia familia. Ése alguien es Él mismo. Y ese algo es la tarea que El ha venido a realizar: la salvación de todos los hombres.

       Él ha sido el primero que lo ha hecho. Dogma de nuestra fe: por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo. Por salvarnos y hacernos hijos de Dios dejó su seguridad celeste y se vino a nuestro mundo. Por salvarnos deja su familia de Nazaret y se lanza a los caminos inhóspitos de nuestra tierra. El que quiera asociarse a este Jesús en su caminar por este mundo, para ayudarle a realizar la salvación, tendrá que dejar muchas cosas agradables. Porque no se puede salvar a los demás ni salvarse uno a sí mismo desde la comodidad y la abundancia.

       La barca y la familia pueden ser el símbolo de las seguridades humanas con que todos contamos en la vida: dinero, patria, cultura, situación económica, habilidades y cualidades. No quiere destruirnos Jesús. Al contrario, quiere realizarnos como personas nuevas. Pero estas personas nuevas sólo serán nuevas cuando carezcan de egoísmo. Por eso Jesús quiere que dejemos todo egoísmo.    Dejar el egoísmo; Jesús, qué tarea tan difícil si no está Tú. Porque en todo momento me sorprendo buscando lo que me gusta. Quiero quedar bien ante los demás, quiero tener éxito en lo que hago, quiero que me den la razón, quiero pasarlo bien, quiero no tener que esforzarme, quiero que se haga lo que yo digo... quiero ser el centro de mi grupo... quiero tenerlo todo pronto. Todos estos «quiero» son la traducción en infinitas situaciones de un «me quiero».

Si, Jesús, me quiero, me busco, me halago de infinitas maneras. E incluso cuando me parece que quiero a los demás, si me analizo un poco profundamente, veo que mi cariño no es limpio, porque también entonces busco que me quieran y deseo de los demás algo para mí. Sé que el primer paso que tengo que dar para responder a tu llamada es dejar algo. No es que Tú necesites de ese algo. Es que necesito yo dejarlo para ser libre, para poder convertirme en instrumento de salvación en tus manos, Jesús.

       Pero soy un cobarde: Te siento pasar junto a mí... siento tu voz dentro de mí... siento la grandeza de la tarea a que me llamas... pero sigo sentado en mi barca echando remiendos a mis redes y lanzándolas una y otra vez al mar.     Jesús, hazme valiente y decidido. Ayúdame a arrancarme de todo lo que me ata a mi mismo. Hazme libre para seguirte a Ti y para servir a los demás. Que mi barca se quede sola meciéndose en el   mar, porque yo he encontrado a alguien a quien seguir...

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“LO SIGUIERON... SE MARCHARON CON ÉL”

       Seguir a Jesús es tomar la decisión de convivir con Jesús y compartir todo con Él. La vida de cada uno se comparte con Jesús y Jesús quiere compartir con cada uno la suya propia.

       Nadie tendrá dinero sólo para si en el   grupo de Jesús. Si hay que pasar hambre, todos la pasarán juntamente; y si hay algo que comer, lo que haya se repartirá entre todos. Los mismos amigos y los mismos enemigos para todos,  el triunfo y la persecución, la misma cruz y la misma gloria. Todo, bueno o malo, será de todos y para todos por igual.

       Seguir a Jesús es hacer de Él el centro de la vida y que Él sea lo más importante en el  la. Es tener a Jesús, entre las cosas que valen, como la que más vale. Por tanto, lo que nunca puede perderse, dejarse u olvidarse. Las demás cosas son menos importantes y pueden tenerse o perderse. Jesús está situado en el   centro de todos los intereses. Jesús está colocado en el   centro de la vida afectiva.

       Seguir a Jesús es no seguirse a sí mismo, es decir, no andar a la caza de satisfacciones propias, no contar con las reclamaciones que hace el propio egoísmo... Es no ser esclavo de la vanidad, no ser juguete de la comodidad, de la ambición... es no despersonalizarse dejándose llevar de lo que hacen los demás.

       Seguir a Jesús es estar dispuesto a todo lo que sea necesario para salvar a los demás; y por eso no decir nunca «basta», por cansado que uno esté o por costoso que sea un sacrificio. Es estar dispuesto, como Jesús, a amar hasta el fin.

       Seguir a Jesús es escuchar la palabra del Padre que nos llama hijos y que nos ama y nos envía a comunicar a los demás que Dios ama a todos. El que sigue a Jesús comunica este mensaje como Jesús, no con palabras, sino entregando su vida, o lo que de momento pueda, por los demás.

       Seguir a Jesús no es un juego que se juega para entretenerse cuando no hay otra cosa que hacer.

       Seguir a Jesús no es una afición como la pesca o coleccionar sellos, para los ratos de ocio.

       Seguir a Jesús es una profesión que ocupa las veinticuatro horas del día, es la responsabilidad más seria que tenemos.

       Todo esto es seguir a Jesús. Pero es mucho más. ¿Qué más? Sólo puede saberlo el que se coloca con el corazón disponible ante Jesús y escucha en su interior la voz del mismo Jesús, que le dice: «Vente conmigo». Jesús no obliga a nadie; pero invita a todos.

Jesús no fuerza a nadie; pero atrae poderosamente. Así atrajo a aquellos primeros seguidores. Se sintieron cautivados por El.

       Y si alguno no quiere seguirle, queda en libertad. Se quedará con su barca, sus redes y su negocio y su mundillo., pero también se quedará con su monotonía y su vacío y su vida gris.

       Jesús, yo quisiera ser valiente para seguirte. Escucho tu voz dentro de mí que me llama. Me siento atraído hacia Ti, pero me siento atado por tantas cosas.

       Creo que entiendo lo que es seguirte, pero me esfuerzo tan poco por colocarla en el   centro de mi vida. Pretendo seguirte, pero luego me convenzo de que no pasa de ser un deseo romántico, porque no soy capaz de dejar nada por Ti. Y sobre todo porque no soy capaz de quitarme yo del centro de mi vida para cederte el puesto a Ti.

       Quiero tomarme en serio esta llamada tuya... Quiero seguirte de verdad, no de apariencia y de palabra únicamente.

       Quiero compartir contigo mi vulgar vida y quiero que Tú compartas conmigo la tuya, que es salvadora de los hombres. No quiero tener miedo al deber, al sacrifico, al servicio a los demás.

Quiero tomarme con responsabilidad la tarea de salvar a todos los hombres. Todos ellos con sus problemas pesan sobre mí, como pesaban sobre Ti. Yo quiero compartir esa carga contigo, porque quiero ayudarte a salvarlos.

       Quiero luchar en serio contra mi egoísmo que me estorba para seguirte y para salvar.

       Quiero hacerlo todo esto libremente, como lo mejor que puedo hacer por mí y por los demás.

       Ayúdame, Jesús, porque ya ves que yo solo lo hago muy mal. Pero confío en Ti, que me sigues llamando y me das una responsabilidad en tu tarea, aunque ves que fallo tantas veces. No me desanimo y sigo adelante en este camino comenzado, a pesar de mis fallos y caídas.

 

28ª  MEDITACIÓN

LA MIES ES MUCHA

“Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el   pueblo.
Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.

Entonces llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia” Mc 9, 35-10,1).

 

“JESUS RECORRIA TODAS LAS CIUDADES Y ALDEAS”

Donde quiera que haya una persona hay alguien a quien salvar. Jesús quiere aproximarse a él, porque tiene algo que comunicarle y algo también que transformar en el ... Por eso Jesús se ha convertido en un Continuo anda- riego en busca de hombres que salvar... El no ha instalado una oficina a la cual puedan acudir cuantos deseen sus servicios, no... El se ha hecho hombre para recorrer todos los caminos de la vida por donde viven los hombres su vida, mala o buena, vulgar o extravagante. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas. Pero no se trataba de un recorrido turístico. Era un viaje misionero, y sigue siéndolo, porque Jesús recorre todavía nuestros caminos.

*****

“ENSEÑANDO EN SUS SINAGOGAS, PREDICANDO EL EVANGELIO DEL REINO Y CURANDO TODA CLASE DE ENFERMEDADES Y TODA CLASE DE ACHAQUES”

 
«Enseñar», «predicar», «curar», tres palabras que resumen la actividad salvadora de Jesús.

Enseñar no es imponerse a los demás por la fuerza, por la cultura, por el dinero... Es proponer la verdad con sencillez, sin superioridad de ninguna clase.

Enseñar no es entregar cualquier conocimiento a otro, sino enseñar lo más importante: la posibilidad y el modo de amar.

Enseñar no es echar rollos a diestro y siniestro, sino a diestro y siniestro hacer el bien: amar, soportar ayudar, animar, no amargarse por los defectos. Predicar es hacer propaganda de que ha llegado el Reino de Dios, de que todo hombre es mirado con cariño por Dios, de que todo hombre puede salvarse y tiene tantos derechos como otro cualquiera.

       Es proclamar que todo hombre puede vivir la vida de Dios precisamente porque el mismo Dios se acerca al hombre hecho un hombre de tantos, y porque ese Dios hecho hombre muere y está resucitado a favor del hombre... Curar es librar al hombre de las fuerzas del mal a que está sometido.

       El hombre está sometido a innumerables enfermedades fisiológicas, casi tantas como microbios pueden atacarle y como órganos cuyo funcionamiento puede fallar. También está sometido a otras tantas enfermedades psicológicas.

       En esta esfera se desenvuelven la medicina y psiquiatría humana, y Jesús deja a los médicos e investigadores que actúen en dicha esfera según sus conocimientos.

       Pero lo más profundo de la persona, allí donde Él hombre ama u odia: allí donde Él hombre toma o deja de tomar sus decisiones, acepta o rechaza; allí donde Él hombre tiene miedo, duda, tristeza o angustia; allí donde Él hombre no tiene esperanza, donde le falta la alegría; allí donde Él hombre tiene o pierde Él sentido de la vida y la brújula de su actuar; allí donde Él hombre se siente libre o esclavo de algo; allí está la esfera donde Jesús se ha reservado su actuación.

       Porque en ese núcleo de la persona el hombre es atacado también, y más ferozmente que por los microbios, por las fuerzas del mal. Esas fuerzas del mal, mucho más sutiles que los virus, van corroyendo el corazón del hombre y degradan a la persona: La fuerza del instinto que merma la libertad, la fuerza del miedo que ata; la fuerza del egoísmo que repliega a la persona sobre sí y le impide abrirse a los otros; la fuerza del dinero que difumina otros valores de la vida y esclaviza; la fuerza del placer que adormece al hombre y le incapacita para portarse como racional; la fuerza de la mentira que le hace vivir de apariencias y ficciones; la fuerza de la venganza que le incapacita para amar y perdonar.

       Este núcleo esencial de la persona, expuesto también a “toda clase de enfermedades y toda clase de achaques” es lo que Jesús, principalmente, ha venido a sanar. Por eso, Jesús quiere pasar por los caminos que recorre cada hombre y acercarse cariñosamente a él: para enseñarle, predicarle y curarle desde la raíz.

       Jesús, en tu continuo caminar por todos los caminos de nuestra tierra has llegado hasta mí y te has encontrado conmigo en mi YO más profundo. En mi interior me has enseñado quién eres Tú y quién es Dios, tu padre y mi padre. Me has anunciado que me ama el Padre y que me acepta como hijo y has puesto tu poder en movimiento para curarme.

       Sí, Jesús, cúrame Tú, porque nadie puede curarme de tanta enfermedad como roe mi corazón. Sólo Tú puedes hacerme libre del miedo, de la angustia, del dinero, del placer, del odio, del egoísmo, de la autosuficiencia, de la mentira. Sólo Tú puedes darme alegría, paz, sentido de la vida, capacidad de servicio, voluntad fuerte.

       Gracias, Jesús, por pasar a mi lado, por hacer que tu camino coincida con mi camino. Gracias por hacer que tu camino se cruce también con los caminos de todos los hombres.

       Gracias por ir a lo más profundo, allí donde está de verdad el mayor mal del hombre y por consiguiente donde puedes hacerle el mayor bien curándole y regenerándole.   Gracias por no actuar impositivamente, sino por enfrentar a cada hombre con su propia libertad. Gracias por proclamar con libertad tu Evangelio. Gracias por curar sin aprovecharte Tú del hombre.

       Aumenta mi fe en Ti, Jesús, para descubrir tu acción en lo más profundo de mi ser. Aumenta también mi deseo de entregarme a Ti para ser curado. para que contigo y en Ti pueda realizarme como persona, como amigo tuyo, como hermano de los hombres, como hijo del Padre. AMEN.

*****

“AL VER EL GENTIO LE DIO LASTIMA DE ELLOS, PORQUE ESTABAN DESHECHOS Y POR LOS SUELOS, COMO OVEJAS QUE NQ TIENEN PASTOR” (Mt. 9, 36)

 

El espectáculo que presentaba el mundo en tiempo de Jesús era lastimoso: “deshechos y por los suelos”, gente desanimada, sin ilusión, con hambre de justicia, su tanto de hambre de pan, y total hambre de verdad, sin cariño por parte de sus dirigentes.

       Los que tenían el poder político les explotaban para sus fines. Los escribas y fariseos que detentaban el poder religioso oprimían sus conciencias. pero nadie, absolutamente nadie, buscaba el bien del pueblo.

       “Ovejas sin pastor” es la expresión más exacta que podía emplear Jesús para indicar el estado lamentable de la gente. Porque, según la Sagrada Escritura, carecer de pastor era la mayor desgracia que podía acaecer al pueblo (Núm. 27, 17).


¿Qué es un rebaño sin pastor?


a) Es una muchedumbre sin unión. El pastor es quien da unión a unos seres incapaces de unirse por sí mismos.

b) Es una muchedumbre que no sabe buscar por sí misma lo que le hace bien. Oficio del pastor es llevar y traer al pasto, porque él sabe lo que conviene al rebaño, pero las ovejas no.
c) Es una presa codiciada por las fieras y los ladrones. El rebaño no sabe defenderse. Y además de no saber, es incapaz porque carece de armas que oponer a las de los enemigos.
Esta imagen de la humanidad del tiempo de Jesús es válida también para la humanidad actual.

 ¿Qué es el mundo actual?


a) Es una muchedumbre sin unión. Profundas divisiones separan a unos hombres de otros. Algunos sistemas sociales están incluso montados en la lucha a muerte para hacer desaparecer a los de la clase opuesta.

Divisiones causadas por las desigualdades económicas, divisiones provenientes de distintas concepciones del mundo, divisiones políticas, divisiones raciales, divisiones religiosas, divisiones, divisiones. Porque ésta es la realidad profunda y sangrante del mundo actual: Unos hombres divididos y enfrentados, sin nadie que dé unidad a esta humanidad. Divisiones a nivel familiar, divisiones a nivel social, divisiones a nivel internacional.

 

b) ¿Qué más? A este hombre, hambriento de felicidad

y de amor, le están engañando, juegan con su hambre de verdad para dársela a medias, juegan con su ansia de justicia para empujarle a la revancha. Todos le prometen mucho y a duras penas le dan unas migajas que sólo sirven para entretener el hambre.


c) Y quedan todavía los explotadores de la humanidad, los que manipulan a los demás, los que les incitan a consumir y a pasárselo bien, pero sin dar un sentido a la vida, los que intentan monopolizar la verdad, la razón, los que intentan influir en las decisiones de los demás con su propaganda alienante o con la moda esclavizante. Multitud de manipulados: jóvenes manipulados. niños manipulados, hombres convertidos en robots, lavados de cerebro que anulan la personalidad, propaganda esclavizante, imperio de la moda.

       Así era la humanidad en tiempos de Jesús, y así es ahora. Todavía está de actualidad la página de Ezequiel: “Profetiza contra los pastores de Israel y diles: ¡Ay de los pastores de Israel que se han apacentado a sí mismos! ¿No es al rebaño al que deben apacentar los pastores? Os tomabais la leche y os vestíais de la lana, degollabais los corderos cebados, pero no apacentabais el rebaño. No habéis robustecido a la res flaca, ni curado a la enferma, ni vendado a la que padecía fractura, ni devuelto a la descarriada, ni buscado a la perdida, sino que la habéis avasallado con violencia y crueldad.

       Así se han dispersado faltas de pastor y han venido a ser pasto de todas las fieras del campo. Se ha dispersado y ha errado mi ganado por todas las montañas y por toda la alta colina; por toda la superficie del país se ha dispersado mi grey sin que nadie cuide de ella, ni haya quien la busque.

Pastores, escuchad lo que dice Yahvé: Aquí vengo yo contra los pastores y reclamaré mi rebaño de su mano, y los privará de pastorear a mi rebaño, y no se apacentarán más los pastores a sí mismos, y les arrebataré mi ganado.

       Yo mismo cuidaré de mi rebaño y lo pasaré revista. Como un pastor pasa revista a su ganado cuando se halla en medio de su grey dispersa, así Yo pasaré revista a mis o vejas y las libraré de todos los lugares por donde se dispersaron en día de nubarrones y oscuridad. Yo las sacaré de entre los pueblos, las reuniré de los países, las introduciré en su suelo y las pastorearé sobre las montañas de Israel, en los valles y en todos los lugares habitados del país. En pastizales buenos las pastorearé... allí sestearán en cómodo redil y pacerán pingues pastos sobre las montañas de Israel.

       Buscaré la res perdida, y haré volver a la descarriada, y vendaré a la herida y robustecerá la enferma, y la gorda y la robusta las guardará como es debido” (Ez. 34).

       Jesús se siente llamado a dar cumplimiento a esta profecía de Ezequiel. Por eso siente lástima de la humanidad. Porque la humanidad está llena de mercenarios a quienes no importan las ovejas, porque abundan los ladrones que quieren medrar a costa de las ovejas. Pero ¿cuántos están dispuestos a matarse o a dejarse matar por el bien de los otros. Esto es característica exclusiva del auténtico pastor. Por eso Jesús se ha definido a sí mismo: “Yo soy el buen Pastor... El buen Pastor da la vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11).

Gracias, Jesús, porque amas de verdad a los hombres. Los demás dicen que se preocupan por los hombres..., pero en el   fondo no les interesa gran cosa de ellos... Les interesa su partido, sus ideas, su clase, su negocio, su seguridad... Por eso quizá defienden esto y lo otro, porque en el   fondo se están defendiendo a sí mismos.

       Tú, en cambio, amas desinteresadamente. Tú no buscas imponer nada. Tú buscas el bien. Y el bien de los hombres está en que conozcan que Tú buscas su bien y les amas.

       A mí me invitas a echar una mirada a mi alrededor. Vivo en un mundo profundamente egoísta, dominado por las apariencias y la mentira, por el dinero, por la explotación y la injusticia.

        Vivo rodeado de personas esclavizadas, vendidas al vicio, a la droga o al placer bajo múltiples formas.

       Vivo rodeado de personas que sufren de tantos modos.

        Vivo con personas que han luchado tanto y ya están cansadas de luchar... Vivo con personas que se proclaman libres, pero yo sé, y ellos también, que no son libres de verdad.

       A veces me vienen ganas de reaccionar con la ira, con la protesta violenta, con la amargura, e incluso con la violencia. Pero tu ejemplo me está diciendo que esas reacciones fáciles no son la reacción del amor, sino de un egoísmo herido e insatisfecho que patalea como un niño, precisamente porque es incapaz de comprometerse a un amor maduro y serio como el tuyo.

       Creo que tengo que amar a mi mundo como l amabas Tú. Creo que no puedo pasar mi vida en lástimas estériles, compromisos fáciles y sentimentales, sino en un compromiso total con los demás, como hiciste Tú, porque tengo que aprender a dar mi vida por quien sea.

       Jesús, no me dejes caer en la tentación de la queja sobre los demás. ¡Qué fácil echar la culpa a los otros... Puesto a buscar culpas soy un acusador estupendo que descubro culpables por doquier, y hasta las motas más pequeñas. Pero la culpa la tengo yo. Yo, que veo lo que pasa a mi lado y sigo pensando en comer bien y en vestir bien y en pasármelo bien. Yo, que no soy capaz de sacrificar nada mío, ni de comprometerme a nada serio por los demás. Jesús, que te compadeces de un mundo postrado, ten compasión de mí que sigo contemplándolo desde mi egoísmo. Que yo escuche tu llamada a cooperar contigo. que yo sea capaz de revestirme de un corazón como el tuyo con una actitud de amor sincero y sacrificado por el mundo.

*****

“LA MIES ES MUCHA Y LOS OBREROS SON POCOS” (Mt. 9, 37)

       Y es verdad. La mies es mucha, no sólo porque el mundo está lleno cada vez de más millones de personas con su dignidad, con sus derechos y con su vocación de ser hijos de Dios, sino también porque es mucho lo que hay que hacer en todos los órdenes.

       Hay que dar de comer a los que tienen hambre. Hay que curar a los enfermos. Hay que favorecer la convivencia humana. Hay que desterrar el analfabetismo. Hay que hacer consciente al hombre de su vocación, hay que llevarle el perdón de Dios, hay que anunciarle que Dios le ama y que es hermano de todos los hombres. Hay que presentarle el modelo de toda la humanidad que es Jesús. Hay que liberarle del dinero, del placer. Hay que cuidarle cuando es niño, orientarle cuando es joven, animarle cuando es adulto y ayudarle y comprenderle cuando es anciano. ¿No es verdad que la mies es mucha?

       Y por contraste, ¿cuántos se preocupan en serio de todas estas cosas? La mayoría de la humanidad, me refiero a los jóvenes, piensa en pasárselo lo mejor posible con el mínimo de esfuerzo. Otros, a ver cómo se capacitan para colocarse y asegurar «su vida». Pero ¿cuántos se toman en serio el dedicar su vida a los demás?

       Si por casualidad nos encontramos con algún joven que quiere consagrar a Dios y a los demás su vida, en vez de animarle, nos reímos de él y pretendemos quitar de su cabeza tales ideas. Le tachamos de iluso, de engañado, de idealista, de tonto. No sé si porque en el   fondo nos sentimos reprendidos por alguien que se ha tomado las cosas con más seriedad que nosotros. ¿No es verdad que los obreros son pocos?

       Jesús, tus palabras están ahí, como un reto a cualquiera que se las eche de sincero. El primer síntoma de mi insinceridad es querer eludirlas y acallarlas dentro demí.       Pero no puedo, no debo. Tú me estás gritando de mil modos que la mies sigue siendo mucha, que no porque yo tengo resueltas ya tantas cosas las tienen resueltas los demás, que no puedo perder y malgastarme la juventud en cosas sin sustancia. No, no puedo.

       Son pocos los que de verdad quieren trabajar. Eso es un obrero, no uno que mira cómo trabajan los otros, y él se dedica a criticar y a observar cómo sudan los demás. Así hacen los espectadores de fútbol por televisión: no arriman ni un dedo al balón. Yo confieso que eso mismo hago yo muchas veces: criticar de lo mal que lo hace este sacerdote, aquella religiosa, aquel militante. Eso es también lo que hacen los que van a las corridas de toros: gritan, vociferan, pero nadie baja a enfrentarse con el toro. Tampoco yo bajo al terreno de trabajo a echar una mano.

       Otra vez tu palabra me desinstala y me enfrenta con la realidad con la que yo quiero enfrentarme. Porque, eso si, para soñar despierto me las pinto de maravilla: mientras no valoro lo que hacen los demás, yo hago tal y tal cosa, pero lo hago todo en sueños, son puras imaginaciones mías.

        La realidad se queda mucho más pobre. Quizá porque me da vergüenza enfrentarme con tan pobre realidad, es por lo que me refugio en mi castillo imaginario de ilusión, que naturalmente se viene abajo al contacto con la realidad.

       No me dejes, Jesús, soñar despierto y vivir de ilusiones. No dejes que me contente con buenos deseos y buenos sentimientos.

29ª  MEDITACIÓN

EL JOVEN QUE NO TENIA UNA COSA


“Estaba Jesús poniéndose en camino cuando viene uno corriendo, se pone de rodillas ante él y le pregunta: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre. El joven replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde niño. Jesús entonces le miró con una mirada llena de cariño, y le dijo: Una cosa te falta: vete a vender todo lo que tienes y da el importe a los pobres, que tendrás un tesoro en el   cielo. Vuelve después aquí y sígueme.
Ante esta respuesta el otro puso mala cara y se marchó triste, porque tenía muchas posesiones. Jesús mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: Con qué dificultad van a entrar en el   Reino de Dios los que tienen mucho!

Los discípulos se quedaron espantados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: Hijos, ¡qué difícil es entrar en el   Reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el   Reino de Dios. Ellos más desorientados aún, comentaron: Entonces, ¿quién puede salvarse?

Jesús se les quedó mirando y les dice: Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

Pedro se puso a decirle: Pues, mira, nosotros ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo: Os lo aseguro: No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras por mí y por el Evangelio, que no reciba cien veces más ahora en el   tiempo presente: casas y hermanos y hermanas y madre e hijos y tierra, con persecuciones, y en el   mundo futuro la vida eterna. Y muchos primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros” (Mc. 10, 17-31).


“MAESTRO BUENO ¿QUE TENGO QUE HACER?”(Mc. 10, 17)


¿Qué tengo que hacer? esta es la pregunta de las personas que no están satisfechas con lo que hacen. Este muchacho era bueno, pero aún no estaba satisfecho; le parecía que se le pedía más, que lo que hacía era poco para él. Y lo cierto es que así era: hacía todavía muy poco en comparación de lo que podía hacer.

Por de pronto se preguntaba lo que todo joven tiene que preguntarse, por más que muchos no se pregunten nada: ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué puedo hacer además de lo que hago? ¿Qué esperan de mí los otros para hacer por ellos?, ¿Qué espera de mí Dios? Yo mismo, ¿estoy satisfecho con lo que hago? ¿no debería cambiar en esto y en esto? ¿no debería esforzarme más en...?

Fue a preguntárselo a Jesús precisamente porque Jesús era bueno. Ser bueno no es lo mismo que ser bonachón. Bonachón es el que condesciende con los caprichos de los demás. Jesús era bueno, y por serlo era también recto y sincero y contestaba la verdad. Por eso se acercó a Jesús el muchacho: quería conocer la verdad.

Jesús, en mi vida veo que corro un peligro, el peligro de no preguntar qué tengo que hacer, el peligro de contentarme con cualquier cosa que siempre será vulgar y mediocre. No me pregunto a mí mismo, y mucho menos te pregunto a Ti, ¿qué tengo que hacer?

No soporto que nadie me diga lo que tengo que hacer. Me parece que yo me lo sé ya muy bien. Y la verdad es que rehúyo preguntar, porque tengo miedo que me digan lo que no me gusta.

No pregunto, porque antes de preguntar ya me he dado yo mismo la respuesta. ¿Qué tengo que hacer? lo que hacen los demás, lo que se estila hoy, lo que veo en las pantallas, lo que oigo en las canciones. Eso es al menos lo que hago, como no tengo valor para hacer otra cosa e ir contra corriente.

Y si pregunto, desearía que me diesen la razón, que acallaran mis remordimientos diciéndome que esos deseos que tengo de hacer algo distinto son tonterías, que no me haga un idealista, que por qué tengo yo que ser santo.

Aquí me tienes, Jesús. Quisiera al menos en un momento de mi vida ser sincero y enfrentarme conmigo mismo. ¿De veras estoy contento con lo que hago? ¿De veras que los demás no esperan más de mí?, Y Tú, Señor, ¿no me dices que soy un inmaduro, un egoísta, y que tengo que hacer algo más?

Jesús, a Ti te lo pregunto porque eres sincero, y dices la verdad. ¿Qué tengo que hacer? 

 “TE FALTA UNA COSA” (Mc. 10, 21)

No parecía malo el muchacho. Todo lo contrario. Por lo visto era un modelo de hijo que no daba en casa ningún disgusto. Era un compañero ideal que no abusaba ni se aprovechaba de nadie. Era un joven casto y no esclavizado por el sexo. Era un chico sincero que no engañaba.

Pero le faltaba una cosa: en el   centro de su vida se había colocado él mismo. El tenía su fortuna y tenía su vida asegurada con ella. El ya tenía resuelto sus problemas, los de los demás ya le importaban muy poco. El tenía (así le parecía) asegurada su salvación, porque no hacía mal a nadie, pero nunca había pensado en el   bien que podía hacer; ni tampoco había pensado en compartir lo suyo con los otros.

A él, que tenía todo asegurado, le faltaba saber vivir en inseguridad. A él, que tenía muchos tesoros y cualidades, le faltaba aún el tesoro en el   cielo. Jesús le notó este fallo y se lo dijo ¿Cómo iba a callárselo después de que se lo preguntaba con tan buenas intenciones y precisamente porque era sincero? Y no sólo se lo dijo, le hizo caer en la cuenta de que era un fallo muy serio: “Te falta una cosa”: romper contigo mismo.

En el   fondo de todo lo que haces estás tú mismo. No buscas a Dios; tampoco buscas al prójimo. Eres bueno porque te gusta verte y que te vean bueno, por afán narcisista. Pero es preciso que cambies. Jesús hizo más: le sugirió un procedimiento radical para curar su egoísmo.

La terapia consistiría en no emplear medias tintas con su egoísmo. ¿Te gusta tener tus cosas y vives seguro con ellas?, ¿piensas mucho en ti y nada en los demás? Deja lo que tienes; sí, todo aquello en lo cual confías, dáselo a los pobres, comparte con los pobres no sólo tus riquezas, sino también su pobreza, hazte pobre como ellos, como éstos que me siguen, como yo mismo. Después vente a vivir conmigo la misma vida de inseguridad, de confianza en Dios, de preocupación de los demás.

Le había hecho una pregunta a Jesús, y Jesús contestaba con sinceridad. La respuesta de Jesús era una llamada a una vida muy distinta.

Señor Jesús, gracias porque eres sincero y no engañas... La publicidad que me aturde por todas partes me ofrece fórmulas mágicas para ser feliz: si uso tal prenda, si bebo tal bebida, si compro tal producto, si leo tal libro, o si voy a tal espectáculo... ¡Cómo me engañan! Lo que pretenden de mi de verdad es que yo siga siendo centro, más centro, de mí mismo.

Tú no eres así. Tú vas al fondo de la cuestión y me dices que tengo que salir de esa telaraña mágica que me he tejido y en cuyo centro me he colocado, que suelte seguridades humanas, que me empobrezca, que me haga servidor de los que son menos que yo, que me vaya contigo.

Y dices que esto es un requisito para encontrar un tesoro. O sea, que Tú no buscas mi empobrecimiento. Lo que Tú ves en mí es que todas mis riquezas y valores y seguridades en la realidad me empobrecen, me hacen un atado, un impedido, un necesitado, un incapaz. Y lo que Tú quieres de mí es hacerme libre. Por eso me invitas a ser libre. Me dices que lo que vale no son las cosas que esclavizan, sino el amor que libera a la persona de sus esclavitudes a las cosas.

Gracias, Señor, por tu palabra sincera. No ceses de decirme la verdad. No ceses de desengañarme de tantos engaños como me enredan. Sigue hablando, Jesús, porque sólo tu palabra me hace libre de verdad.

 “PUSO MALA CARA” (Mc. 7, 22)

¿Buscaba, sí o no, lo que le faltaba? Si lo buscaba, ¿por qué no lo tomó cuando se lo ofrecieron? Si no lo buscaba, ¿por qué lo preguntó?

       Junto a los muchos engaños de cosas de las cuales pensamos que nos harán ricos, sufrimos con frecuencia otro engaño: el de creernos que queremos de verdad ser libres, y el de pensar que deseamos sinceramente nuestro bien, y no es verdad; no tenemos una voluntad sincera y decidida. Nos hace ilusión creérnoslo.

El joven creía que quería hacer algo más. En el   fondo no quería; estaba muy bien como estaba. Sentía gusto en soñar con ser mejor. Le gustaba solamente. Confundía el gusto con el querer.

El que siente gusto por algo sueña con ello, imagina lo bien que lo va a pasar cuando lo tenga. Pero todo eso es puro sueño. Esa realidad sólo sucede en su imaginación. Pero ¿qué hace para que aquello suceda? Nada; sigue soñando. Es como el que sueña que le toque la lotería, pero nunca juega a ella. Como aquel a quien le gustaría saber música, pero nunca la estudia. Como aquel a quien le agrada aprobar todo a final de curso, pero no estudia. Todos estos no quieren; sueñan que quieren. Están engañados porque sienten gusto en soñar que ya tienen lo que sueñan.

Jesús nos despierta de ese sueño fácil en el   que caemos con frecuencia. Hace que nos bajemos a la realidad y nos enfrentemos con cosas positivas y reales que podemos hacer,  con medios reales que está en nuestras manos poner. Nos hace ver que sólo queremos de verdad cuando hacemos algo en la realidad.

Jesús nos baja del altiplano de los buenos deseos al que nos encaramamos huyendo de la realidad. «Si tengo buenos deseos...si tiene buena voluntad...» decimos para excusarnos y para excusar. Pero Jesús nos hace ver que no bastan los buenos deseos y la buena voluntad, que todos los que están en el   infierno han tenido eso que llamamos buen deseo y buena voluntad. Jesús quiere que comprobemos nuestros buenos deseos con algo que no falla: las obras.

¿Qué haces? ¿qué eres capaz de dejar o tomar por conseguir lo que quieres? Por eso Jesús coloca al joven, y con él nos coloca a todos ante una disyuntiva: No sueñes despierto. Pon en una parte todo lo que tienes, y en la otra todo aquello que sueñas. Y ahora intenta dejar en la realidad todo lo que tienes. Comprobarás entonces si lo que soñabas era un puro sueño, un puro deseo, un puro gusto, o si era de verdad algo querido y pretendido y por lo cual estabas dispuesto a luchar.

El joven le había pedido a Jesús que le dijera la verdad, y Jesús se la dijo desengañándole: era un soñador al que le gustaba ser perfecto, pero no quería de verdad ser perfecto. Vivía engañado, y Jesús le brindaba la oportunidad de salir de su engaño.

Jesús, qué bien haces en desengañarnos. Porque la verdad es que vivimos engañados. Nos creemos buenos, nos creemos sinceros y sólo es que tenemos deseos de sinceridad, pero no queremos que nadie nos diga la verdad. Nos creemos serviciales y sólo es que nos gustaría ayudar a los demás, pero no somos capaces de dar una hora de nuestro tiempo, o una «paga» del domingo, o una tarde de fiesta,  para hacer un favor a los otros. Nos creemos generosos, pero es porque nos gustaría vivir libres de las cosas, pero no somos capaces de empobrecernos y regalar nuestras cosas a nuestros hermanos, o a los compañeros, o a los pobres.

Tú nos has colocado en el   banco de pruebas para que examinemos si lo que hay en nuestro corazón son deseos y gustos, o son voliciones serias y profundas. Tú me haces ver que mi voluntad se mide por mi capacidad de renuncia, que mi querer es proporcional a mi capacidad de sacrificio, y que todo lo demás es soñar despierto, es vivir de sueños, de imaginaciones que me hago yo, de buenos deseos que siento en mi corazón, pero que nunca pasarán a la obra porque nunca me sacrifico en nada para realizarlos.

Señor, líbrame de soñar despierto. Desengáñame de mis buenos deseos que se me quedan sólo en buenos deseos. Ayúdame a romper este mundo de ilusión en el   cual vivo creyéndome que aspiro a ser mejor, a hacer un mundo mejor, a eliminar el mal existente o a hacer el bien, y en realidad lo único que me pasa es que estoy soñando, es que me gustaría hacer el bien y eliminar el mal, pero a la hora de la verdad no muevo ni un dedo para ello.

Comprendo ahora lo que Tú dijiste: “No basta decirme: ¡Señor, Señor!, para entrar en el   Reino de Dios. No, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del cielo. Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, si hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre! Y entonces Yo les diré: Nunca os he conocido. ¡Lejos de Mí, malvados!” (Mt. 7, 21-23).

Comprendo ahora por qué insistes en que no edifiquemos la vida sobre arena, sobre los buenos deseos, sino sobre realidades contantes y sonantes de obras: “Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca. Y todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos, embistieron contra la casa y se hundió. ¡Y qué hundimiento tan grande!” (Mt. 7, 24-27).

Señor, que mi vida, como la tuya, como la de los santos, esté fundada sobre obras serias y no sobre sueños baratos...

 “SE MARCHO TRISTE” (Mc. 7, 22)


Vino corriendo porque venía lleno de ilusión. Preguntó sinceramente. Pero se fue triste. Y es que se había desengañado de sí mismo, se había dado cuenta de que su vida sólo tenía fachada, que era una comedia; muy bonita, pero sólo eso: una comedia.

Probablemente este chasco de sí mismo fue lo que le produjo la tristeza que seguramente ya no le abandonaría más en la vida. No fue el chasco de verse con apariencias de bueno y fondo de egoísta, sino el chasco de verse con apariencia de quien quería, y encontrar que en el   fondo no quería que las cosas cambiasen porque no quería cambiarlas él.

Esta es la tristeza que acompaña a todos los que no tienen voluntad, a todos los que sólo saben soñar despiertos, a todos los que sólo tienen buenos deseos. Como sólo tienen apariencias de voluntad y la voluntad es lo exclusivo de las personas, se encuentran a sí mismos sólo con una máscara de personalidad, pero en el   fondo no se sienten personas. Sólo sienten el   vacío de la voluntad. Se sienten movidos, atraídos, atados; pero ellos no son capaces de moverse y de desatarse.

Por eso en el   fondo están siempre tristes. Esta tristeza es el síntoma más claro de que no están con Cristo, aunque aparentemente, mandamiento por mandamiento, no se les pueda coger en nada. Pero no aman. Y como no aman, no rompen su amor propio. Están excluidos del Reino de los Cielos. Pero son ellos mismos los que se han excluido. Al ser colocados en la alternativa de escogerse a sí mismos o escoger a Cristo, ellos se han escogido a sí mismos, con sus apariencias de buenos, con sus vacíos de bondad real y sus tristezas consiguientes... Jesús lo dice a continuación: “¡Qué difícil a un hombre así entrar en el   Reino”! (24-25).

Y es que el querer de verdad, el que el hombre sea capaz de adueñarse de sus fuerzas y movilizarlas en favor del Reino no es fácil. Si fuera fácil no tendría objeto el que Dios se haya hecho hombre. El tener una voluntad en activo, el no vivir de sueños, el no contentarse con lo justo, es don que ha de dar Dios. Pero si ha de darlo Dios, entonces...

Entonces hemos de disponemos a recibirlo. Porque una cosa es cierta desde que Dios se ha hecho hombre y se llama Jesús: que Dios quiere dar ese don. Jesús mismo es el don, imposible de conseguir por los hombres, pero que Dios ha hecho posible para ellos. Por eso es precisamente don.

Y en este don vienen todos los dones para el hombre: también el don de poder amar a Dios sobre todas las cosas, también el don de ser libres, también el don de amar a los demás y el don de estimarlo todo por basura en comparación de Cristo.

El amor de Jesús y sólo el amor de Jesús puede ser el motor que movilice al hombre. El amor de Jesús y el vivir con Cristo es lo único que puede vencer la falta de voluntad del hombre, lo único que puede sacarle de su inercia soporífera en la que el hombre se ilusiona creyendo que quiere y sólo sueña querer, piensa que se mueve y no se da cuenta de que le mueven.

Este amor era el que Jesús estaba ofreciendo al muchacho: “Ven y sígueme”. Este amor era el gran tesoro que Jesús quería cambiar por el raquítico tesoro que el muchacho tenía. Pero el joven no quiso, y se marchó triste, y se cerró a su salvación porque se cerró a la llamada de Jesús y a su amor.

Jesús, no puedo tomarme tus respuestas a mis preguntas como un juego, y mucho menos puedo tomarme como un juego tus llamadas. No son tus palabras como las de un compañero cuando me invita a dar una vuelta. Tus invitaciones son a aceptarte a Ti o rechazarte a Ti, a canjearte a Ti por lo que cada uno estima como su riqueza personal.

Esta es la vida: una continua alternativa en que tengo que escoger entre quedarme contigo o quedarme conmigo; en que puedo dejarme a mí o puedo dejarte a Ti. Lo piense o no lo piense, este es el fondo de mi vida: una continua opción. La suma de opciones pequeñas y parciales hace la opción profunda de mi vida. Y al final de la vida Tú le das a cada uno aquello que cada uno ha escogido según esa opción profunda.

¿Por qué me extraño de que ese joven comenzara a jugarse su destino eterno al comenzar a rechazarte a Ti? Tenía que ser así: cuando uno se ha tomado como norma de su vida a sí mismo y te ha eliminado a Ti, ya ha hecho su opción fundamental; ya ha escogido vivir sin Ti.

No doy suficiente importancia a estas que llamamos opciones pequeñas. Por eso he dicho que tengo el peligro de tomármelas como un juego. Pero veo que no puedo llamarlas pequeñas.

       ¿Cómo van a serlo si en cada momento me estoy jugando el quedarme contigo o sin Ti? Yo no le doy importancia, porque como la vida es una cadena de opciones, pienso que, por una que salga mal, no pasa nada. Pero no caigo en la cuenta de que precisamente porque la vida es una cadena de opciones, cada opción prepara la siguiente, influye en la que viene después para que ésta siga la misma línea que la anterior. Por todo esto no puedo tomar tus llamadas como un juego. No porque Tú no estés dispuesto a repetir tu llamada en cada instante de mi vida, sino porque es fácil que yo me encuentre en cada instante de mi vida con menor sensibilidad y disposición para aceptarlas.

Puede suceder que mis frecuentes rechazos de Ti, o mis mediocridades me vayan distanciando de Ti y me impidan escuchar y responder como debiera porque me voy endureciendo contra Ti.

Por eso te pido, Jesús, que no me tome yo tus palabras y tus llamadas como un juego.

 

 “NOSOTROS LO HEMOS DEJADO TODO Y TE HEMOS SEGUIDO” (Mc. 7, 28)


Cuando Pedro pronunció estas palabras no era precisamente un santo. No sé si lo dijo porque esperaba interesadamente algún premio. Pero aunque no lo esperase, desde luego no era todavía un santo. El Evangelio subraya por doquier su precipitación, su ambición, su presunción y también su cobardía.

Y a pesar de todo esto, Pedro había hecho una opción fundamental por Jesús en su vida. Jesús lo sabía. Pedro también lo sabía porque podía presentar las cosas que por Jesús había dejado. Cosas que Pedro llamaba TODO, porque de verdad era todo lo que él tenía entonces a mano.

Por eso el núcleo de la vida de Pedro estaba centrado en Jesús, aunque algunas zonas periféricas de él, que también se escapaban del dominio de su voluntad, podían constituir defectos. No importaba. La persona estaba por Cristo y había escogido a Cristo. Jesús era, no sólo en teoría, sino también en la práctica, lo más importante para Pedro. Aquel muchacho rico que se había marchado triste, exteriormente quizá no tenía tantos defectos como Pedro, pero había rehusado hacer una opción fundamental por Cristo. Pedro, aunque con defectos, la había hecho. Jesús valora esta situación de Pedro y sus discípulos (Pedro habla en nombre de ellos también y tampoco eran más santos que él).

Es precisamente la primera condición que Jesús propone al discípulo: que Jesús sea para el discípulo lo más importante. Sólo el que hace esta opción total por Jesús puede ir con El. Y el que no la hace, sencillamente, no es discípulo. Jesús quiere hacerles ver que esta opción no les empobrece; al contrario, les enriquece cien veces más. Les enriquece en esta vida, les enriquece en la otra vida, les enriquece incluso en la persecución. Dicho de otro modo: esto constituye la única riqueza, tanto de esta vida como de la otra, y esto constituye la causa de las persecuciones.

Pero esto es una potenciación de la persona; esto no es pérdida, sino ganancia al ciento por uno. Todo lo que se deja por Jesús, Jesús lo devuelve, pero lo devuelve no del mismo modo. Lo devuelve purificado de egoísmo, lo devuelve para que sea poseído en libertad, no en esclavitud; lo devuelve para que ayude a amar; lo devuelve para que produzca alegría de verdad. Esta purificación del egoísmo y esa conquista de la libertad producen dolor, pero terminan dando alegría.

Aquellos doce hombres, que han dejado todo lo que podría darles alegría, han encontrado con Jesús más alegría que el joven que no quiso dejar nada. Cien veces más. Pero no con lo mismo ni del mismo modo. Pero eso sí, la alegría era cien veces mayor.

Jesús, yo sé que no puedes hacer mi destrucción ni mi empobrecimiento. También sé que cuando Tú das, no das lo que dan otros.. Los demás dan regalos que dejan intacta la persona, no la enriquecen para nada. Tus regalos, en cambio, consisten en cambiar y enriquecer a la persona y dotarle de una alegría y felicidad que no puede encontrarse poseyendo muchas cosas.

Creo en tus palabras. Quiero dejarme a mi mismo, porque quiero que Tú seas en mí y sé que seré feliz y alegre con tu misma alegría y felicidad.

Sé que Tú eres fiel y que no fallas a los que lo dejan todo por Ti. Quiero vivir la alegría que Tú me das. Quiero vivir de la confianza en Ti.

30ª MEDITACIÓN

UN CIEGO QUE VIO MAS QUE LOS DEMÁS


“Llegaron a Jericó. Y al salir de la ciudad con sus discípulos y mucha gente, Bartimeo, el hijo de Timeo, un ciego, estaba sentado a la vera del camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Muchos le reñían para que callara, pero él gritaba más: Hijo de David, ten compasión de mí. Entonces Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: Animo, levántate, que te llama. El, tirando su manto, dio un brinco y se presentó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le contestó: Maestro, que vea. Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al momento recobró la vista; y le seguía por el camino” (Mc. 10, 46-52).

“AL ENTERARSE DE QUE ERA JESUS DE NAZARETH, SE PUSO A GRITAR” (Mc. 10, 47)


El pobre ciego vivía de lo que le daban. Y ¿qué le daban? Unas monedas o un mendrugo de pan.., y con eso podía ir subsistiendo. ¿Qué podrían hacer los demás? Detener su muerte, pero ninguno podía darle una vida y los ojos sanos que necesitaba para vivir... Por eso a cuantos pasaban a su lado les pedía ayuda.

Pero cuando se entera que es Jesús el que pasa es consciente de una cosa: que sólo Jesús puede darle lo que necesita para ser persona normal; y ante la magnitud de lo que espera recibir rompe la rutina de sus fórmulas que servían para pedir limosna a los demás que no eran Jesús.

No sólo emplea palabras nuevas para dirigirse a Jesús, sino que las grita. Y las grita no sólo porque le salen muy de dentro, sino también porque quiere que sus palabras no se pierdan entre el vocerío de la gente y puedan llegar a Jesús.

Sus voces molestaban a los demás. Y los demás, egoístas, al fin y al cabo, no se daban cuenta de que seguían a Jesús desde su egoísmo, porque querían seguirle sin molestia alguna. Por eso increpaban al ciego para que callara. Pero ¿cómo va a callar el pobre ciego cuando se trata de una cosa vital para él? A los demás no les interesa, pero para él es cuestión de vida o muerte. No callará, no. Gritará más fuerte. La oración es su gran fuerza. La oración es su gran oportunidad ante el paso que Jesús está haciendo junto a él.

Jesús, pensando sobre mi vida, la veo reflejada en la situación de este hombre ciego. Yo me encuentro sentado junto al camino. No entro, no puedo entrar en la corriente de la vida porque no veo, porque soy inconsciente, porque no tengo el sentido profundo y verdadero de las cosas.., O todavía peor, porque creo que veo y no soy sino un ciego que aspira a convertirse (tanta es mi presunción) en guía de ciegos...

Me creo rico, y en realidad no sé hacer otra cosa sino mendigar limosna a cuantos pasan a mi lado: que me den un poco de su tiempo, de su interés, de su cariño.., que se paren junto a mí, que me hagan caso, que me den mis caprichos, que hagan lo que yo quiero... A esto se reduce mi actividad: a llamar la atención de mis padres, de mis educadores o de mi grupo sobre mí...

Pero ellos no pueden sino echarme una limosna para prolongar un poco más mi sed y mi satisfacción. ¿Qué más van a hacer? ¡son tan pobres como yo! El mundo no es más que una multitud de mendigos que piden limosna a otra multitud de mendigos... Hoy no. Hoy no pasa junto a mí un cualquiera.

Tú, Jesús, eres distinto. Tú eres la única esperanza para mi ceguera y para que yo pueda salir de la orilla del camino e incorporarme a tu marcha. Mira, Jesús, me pasa como a aquel ciego. Me dicen que me calle, que no ore, que no moleste y que no me moleste.
Me lo dice mi egoísmo, al que le cuesta arrancarse de esta vida de mendicidad que llevo. Me lo dice mi comodidad, insistiéndome en que pierdo el tiempo. Me lo dicen los que me rodean, esos que son tan ciegos como yo y que pretenden que siga a tientas por la vida, sin saber a dónde ir, probando de todo, pero sin tener un rumbo fijo...

Me dicen que me calle, que no ore..., y yo sé que eso es condenarme a permanecer ciego y mendigo para siempre. Me dicen que me calle ante un mundo que está muy mal, que está tan ciego como yo y que yo tengo la obligación de salvar...

No, Jesús. Mi oración es mi fuerza. Mi oración me hace reconocer mi debilidad, pero pone en movimiento toda su fuerza para salvarme. Por eso, desde lo más hondo de mi ser, te digo: ‘Ten compasión de mi, Jesús, Hijo de David!

 “¡ANIMO, LEVANTATE!, QUE TE LLAMA” (Mc. 10, 49)


Jesús tiene un oído muy fino. No hay súplica salida del corazón del más pobre que no le llegue a su corazón también. El tiene un corazón muy sensible. Pero es preciso que el que ora ponga su corazón a gritar, que no se contente con una oración de labios. De este modo llegó al oído y al corazón de Jesús la súplica del ciego.

       Y Jesús le llamó... Llamada de última hora. Porque este ciego no ha convivido con Jesús, ni le ha visto hacer milagros. Sólo le conoce de oídas... No importa: Jesús le llama. Y esta llamada de Jesús le llena de ánimo. Jesús le ha oído y se ha fijado en el  para hacerle discípulo.
No hay ejemplo más claro de prontitud en todo el Evangelio: “Arrojó el manto, dio un brinco y vino donde Jesús”. Probablemente el manto era el único estorbo que impedía al pobre ciego acercarse a Jesús. No dudó en deshacerse de él. ¿Qué le importaba ya el manto si Jesús mismo le había llamado?

Tengo que repetirme muchas veces: «Jesús está pasando a mi lado: ¡Animo, levántate!, que te llama...» Y es verdad, Jesús. Tú estás cruzando continuamente tu camino con el mío. Tú cruzas tu camino con el camino de todos los hombres... Algunos prefieren no encontrarse contigo... ¡Pobres...!: se quedarán siempre ciegos... Yo sí; yo quiero que pases a mi lado. Yo quiero que me llames. Yo quiero responder con prontitud.., dejar de la mano todo lo que me entretiene y correr hacia Ti que me llamas.

Porque sé que tu llamada no es para hacerme daño. Al contrario: es para bien mío y para bien de los demás... Por eso quiero responder con prontitud y con alegrír tus llamadas.

 “MAESTRO, ¡QUE VEA!” (Mc. 10, 51)


       A tientas ha llegado el ciego ante Jesús. Jesús va a hacerle un examen a ver si conoce cuál es su verdadera necesidad: ¿Qué quieres que haga contigo? El ciego propiamente sólo tenía una desgracia: ser ciego. Y él se daba cuenta de ello. Por eso, ante la pregunta de Jesús, fue lo primero y lo único que dijo: «Maestro: sólo quiero una cosa, ver».

Esta es, Jesús, mi gran desgracia también: no veo, no me doy cuenta, soy un inconsciente... Estoy delante de Ti y sólo te conozco por fuera; no he entrado aún en el   misterio de tu persona. Oigo tus palabras, y hasta me las sé de memoria, pero no he penetrado en su verdad más profunda... Veo que eres bueno y cariñoso, pero no entiendo que yo debo hacer lo mismo... No comprendo aún por qué tengo que sacrificarme... No he captado aún el valor de la cruz... No valoro aún la oración, la Eucaristía, la renuncia a mí mismo, el servicio a los demás... Tantas y tantas cosas son las que no veo aún...

Esta es la señal de que estoy ciego, Señor. Pero providencialmente Tú estás a mi lado y me preguntas qué espero de Ti. De este modo Tú pones en mis propias manos la solución de mi caso. Porque cuando Tú me preguntas ¿qué quieres que haga contigo?, no es para que yo te pida el primer capricho o tontería que se me ocurra... No, Tú me lo preguntas para ver si yo me doy cuenta de cuál es la verdadera necesidad mía y para ver si de verdad quiero mi salvación, siendo capaz de pedirte lo que verdaderamente necesito...

Pues sí, Jesús. Quiero pedirte que pongas tus manos sobre mis ojos para que yo vea. Para que yo te vea a Ti, para que yo te conozca a Ti... para que conozca el sentido de mi vida.., para que conozca mi vocación.., para que me dé cuenta de las necesidades que hay a mi alrededor... para que aprecie la Eucaristía... para que valore el trabajo, la humildad, la sinceridad... Tantas y tantas cosas tengo que ver aún... Por eso, Jesús, sólo te pido unos ojos nuevos. ¡Maestro, que yo vea...!

 

 “RECOBRO LA VISTA Y LE SEGUIA POR EL CAMINO” (Mc. 10, 52)

Los días de Jesús estaban contados. Era la última subida que hacia Jesús a Jerusalén; porque Jesús tenía allí una cita con toda la humanidad y quería ser puntual a ella. En Jerusalén iba a entregarse por todos los hombres y deseaba que sus amigos le siguiesen en esta actitud de dar la vida por los demás.

Los apóstoles habían comprendido muy poco y le seguían con miedo. Además, intentaban retrasar cuanto podían la llegada a Jerudalèn; tanto que Jesús tenia que caminar delante como quien tira de ellos (Mc. 10,32)

Pero este ciego no sólo obtiene de Jesús un par de ojos corporales capaces de ver la luz. Lo más importante es que a este hombre se le ilumina el misterio de Jesús y como consecuencia, le  “le seguía por el camino”.

Le seguía no sólo materialmente, sino dispuesto a acompañarle hacia lo que iba Jesús. Si no fuera así quedaría sin explicación la palabra de Jesús: “tu fe te ha salvado”. La fe efectivamente le había ayudado a ver no sólo la luz del sol, sin también,, y sobre todo, le había puesto en camino de salvación. Y el camino de sanación era ir con Jesús, también y sobre todo, cuando Jesús iba a la muerte.

       Jesús, caigo en la cuenta que nadie puede entenderte, si primero no está totalmente abierto a Ti, como este ciego, y si Tú, además, no le iluminas con una luz especial.

Los hombres nos creemos que entendemos las cosas y que ya no necesitamos que nadie nos diga nada porque ya conocemos suficientemente tu Evangelio... ¡Qué yana pretensión...! Nos pasa como a tus discípulos: Ellos iban contigo y no habían entendido ni a qué iban, ni por qué. Ellos iban con miedo precisamente porque creían que iban a algo malo... Estaban ciegos... Estamos ciegos... Yo estoy ciego...

Este sería el primer paso para mi salvación: reconocer que estoy ciego, que de Ti y de tus cosas no entiendo nada.., que lo mejor que puedo hacer es pedirte que me cures... Porque Sólo si Tú me curas podré arrancarme de mi estado de mendicidad. Y, sobre todo, sólo si Tú me curas, yo podré ponerme en camino contigo para ver dónde, cómo y por qué tengo que dar mi vida como hiciste Tú.

Esto es lo que yo quiero: seguirte a Ti, aunque los demás no te sigan... comprenderte a Ti, aunque los demás no te comprendan... arrancarme de mi mundo de oscuridad y esclavitud, aunque los demás me griten de mil modos que permanezca en el ...
Por eso, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón te repito: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!

31ª  MEDITACION


LA CENA EN BETANIA (Mc 26).

“Y estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso,  vino a él una mujer, con un vaso de alabastro de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado a la mesa. Al ver esto, los discípulos se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio?  Porque esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. 

Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella”.

             Debía ser el sábado anterior a la Semana Santa, cuando dieron sus amigos a Jesús un banquete en Betania, en casa de Simón el leproso, así llamado, quizá, por haberlo sido antes de que le curara Jesús. Entre los invitados se hallaba Lázaro, y su hermana Marta servía; la otra hermana, María, quiso también contribuir a honrar a su querido Maestro, y durante el convite entró en la casa llevando un rico vaso de alabastro conteniendo una libra (unos 370 gramos) de ungüento de nardo de gran valor. Judas lo valuó en 300 dineros, es decir, unas 320 pesetas oro. Acercándose a Jesús le ungió con aquel precioso bálsamo la cabeza primero y después los pies. Y la casa se llenó del suave perfume. Judas murmuró diciendo: ¿A qué este derroche? Pudiera haberse vendido ese perfume en más de 300 denarios, y con ello socorrer a los pobres! Y no era que le importaran nada los pobres, sino que como administraba la pobre bolsa de Jesús y sus Apóstoles, de ella hurtaba cuanto podía.

Y Jesús, defendiendo a Magdalena, dijo: Dejadla que lo haga para prevenir la unción de mi sepultura: pues en lo que toca a los pobres, los tenéis siempre con vosotros; a Mí, en cambio, no me tenéis siempre.

Punto 1.° EL SEÑOR CENA EN CASA DE SIMÓN EL LEPROSO, JUNTAMENTE CON  LÁZARO.


1) Iba Jesús de Jericó hacia Jerusalén, y debió de ser el viernes por la tarde cuando llegó a Betania; pasó allí la noche, y al día siguiente le ofrecieron sus amigos una comida. ¿Por qué? Quizá Simón, denominado el leproso, había sido curado por Jesús, y por eso le estaba agradecido; o acaso el recuerdo de la resurrección de Lázaro vivía tan perenne en aquel pueblo, que la gente gustaba de mostrársele agradecida. Parece también deducirse del ministerio que en aquella casa ejercitaba Marta, que era Simón pariente, o, al menos, íntimo amigo de Lázaro.

       Veamos la humanidad y llaneza de Jesús, que no tenía inconveniente en aceptar estas muestras de agradecimiento y presidir banquetes familiares o de amigos. Así, se quiso hacer todo a todos para enseñarnos a ser con todos afables y corteses. Podemos también aprender a ser agradecidos; y cómo agrada a Jesús que le demostremos nuestro ánimo agradecido, aunque sea con manifestaciones al parecer no difíciles, pero aceptas, sobre todo por el afecto con que se hacen.

2) Observemos a Jesús con qué apostura, con qué parsimonia, con qué dominio de Sí procede. Cosa no fácil: porque lugar es de fácil desorden la mesa y difícil de regir ordenadamente y refrenar la gula. Asistía al banquete Lázaro, el amigo de Jesús; seguramente que estaría a Él próximo y procuraría atenderle, mostrándole siempre su amistad agradecida. Muestra era también de amistad y gratitud la que daba Marta, no desdeñándose de servir a Jesús, aun fuera de su casa, ella, señora, a lo que parece, de buena familia. Bien podemos aprender que en el   servicio y agasajo de Jesús no hay cosa deshonrosa, sino que son muy estimables los más bajos oficios cuando los inspiran el amor y la gratitud.

Punto 2.° DERRAMA MARÍA EL UNGÜENTO SOBRE LA CABEZA DE CRISTO.

1) Dicen los exegetas que el acto de María no era insólito; a los huéspedes insignes invitados a algún banquete se les ofrecían, después del lavatorio de manos y pies, exquisitos perfumes con los que se ungían. Y era esta fineza tanto más natural en María cuanto que la usaba para con el que había resucitado a su hermano, allí presente. Si bien es cierto que usó para hacerlo cantidad y calidad de esencia en verdad refinada; así la abundancia y riqueza de la ofrenda indicaban mejor la exuberancia del íntimo sentimiento de amor y gratitud (Ricciotti, o. c., n. 501).

       Y cierto que demostró Magdalena en esta ocasión amor ardiente y agradecimiento vivísimo al que resucitara su alma y el cuerpo de su hermano. Para Jesús todo le parecía poco, y así buscó un perfume escogido, finísimo y muy caro, hecho de la espiga de la flor del nardo, y en cantidad sobreabundante, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, de suerte que dice el evangelista “se llenó la sala de la fragancia del perfume”.

Más preciosa aún que la esencia que derramó era la caridad de María, que la empujaba a aquellas manifestaciones; por eso Jesús la recibió con agrado, no porque le gustaran olores, que pudieran parecer profanos, ni esencias, que eran muy ajenas a sus usos habituales, sino para enseñarnos que recibe con agrado el don cuando lo hace un corazón de veras amante, movido únicamente por la gratitud y el amor.


2) Aprendamos a dar a Jesús lo mejor que tengamos, no reservándonos nada; cuando de Él se trata nada debe parecernos demasiado rico, antes bien todo debemos tenerlo por mucho menos de lo que debemos.

El acto de María Magdalena perfumó la casa toda, y aún sigue perfumando la Iglesia toda con el encanto delicioso de su ejemplaridad. Así hemos también de procurar nosotros que nuestro proceder sea tal que siempre seamos, como quería el Apóstol lo fuesen sus discípulos, “bonus odor Christi”, buen olor de Cristo (2 Cor., 2, 15). Y no suceda, por nuestro ruin corazón, que sea para nosotros, como dice el Apóstol que fue para algunos su predicación, olor “mortífero, que les causa la muerte, sino olor vivificante que nos dé la vida” (Ib, 16). Es de veras grande Él influjo que en una comunidad, y aun en una ciudad, ejerce el suave efluvio de una vida santa. Sermón continuo de maravillosa eficacia que si las palabras conmueven, los ejemplos arrastran.

En verdad que puede decirse que el amor de María Magdalena fue amor apostólico por el benéfico influjo que sus obras de caridad finísima ejercieron en el   mundo todo; no se contentó con pasar las horas a los pies de Jesús arrobada al dulce encanto de sus palabras de vida, sino que siguió a Jesús hasta el Calvario y obró por Jesús cuanto supo y pudo.

Lección bien aprovechable que nos enseña dónde buscar el alma la fuerza de la acción, en la oración y sacar de ella fuerzas e iniciativas para la acción, que así será de veras eficaz, pues que es estéril cuando no va animada por el espíritu.


Punto 3.° MURMURA JUDAS DICIENDO: ¿PARA QUÉ ES ESTA PERDICIÓN DE UNGÚENTO? MAS ÉL EXCUSA OTRA VEZ A MAGDALENA DICIENDO: ¿POR QUÉ SOIS ENOJOSOS A ESTA MUJER, PUES QUE HA HECHO UNA BUENA OBRA CONMIGO?


1) Ruindad grande la de Judas en sacar veneno de tan hermosa acción. Así es el corazón del malvado, ruin y pequeño, dispuesto a envenenarlo todo; de la misma flor que saca la abeja miel dulcísima, saca el áspid veneno mortífero.

No seamos mezquinos, mal pensados y murmuradores, sino anchos de corazón y propensos a juzgar bien de los demás y saber edificarnos de su bien obrar y disimular, cuando no nos toque corregirles, sus defectos. Y lo que tiene el mal ejemplo, parece que los otros discípulos hicieron coro a Judas; pues la réplica de Jesús fue dirigida en plural: “sinite”, dejadla; y San Mateo escribe: “Viéndolo los discípulos se indignaron diciendo: ¿a qué este desperdicio?”

No parece, sin embargo, que fueron todos, porque San Marcos expresamente dice: “Erant autem quidam indigne ferentes...algunos había que lo llevaban a mal” (14, 4). Tengámoslo en cuenta, y evitemos ser piedra de escándalo, sembrando con nuestras palabras o acciones semillas de censura, de reprobación, de pecado.

 
2) Claro que de rechazo la censura caía sobre Jesús, que se prestaba sin oposición a que le rindieran tal homenaje. Por eso Jesús, al defender a María, dio también una razón que pudiera servir para justificar su conducta. Dijo, pues, a los que censuraban la conducta de María: “Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho, buena obra es. Porque a los pobres ocasión tendréis de socorrerles cuando queráis, que jamás faltarán entre vosotros, mas a Mí no siempre me tendréis”.

Obligación es la limosna; pero no lo es menos el honrar a Jesús. Y añadió: “Con su unción ha rendido anticipadamente a mi cuerpo honores fúnebres, lo que no le será dado hacer en el   día de mi crucifixión, ni en la mañana del domingo de mi resurrección, cuando me buscará en el   sepulcro. Muy lejos de ser un derroche inútil la unción de María Magdalena, es una obra de piedad profunda, que será alabada por todos los siglos, doquiera se predique el Evangelio”.


3) Lecciones prácticas se pueden sacar, no poco fructuosas, de este pasaje evangélico: una de la Magdalena, aprendiendo de ella a honrar a Jesús con todo lo más rico que tengamos y no teniendo por despilfarro lo que se emplee en esplendor del culto o en adorno del templo. Que no faltan, aun en nuestros días, quienes censuren, con apariencia de compasión hacia los pobres, los gastos, a veces suntuosos, que en iglesias, cálices u ornamentos se hacen. “Ut quid perditio haec” ¿a qué este derroche?” Y son los que ni entienden quién es Jesús y lo que Jesús merece, ni ven en los pobres a Jesús y no pocas veces ni saben socorrerlos, sino insultándolos, con bailes o espectáculos, que matan las almas, sin curar los cuerpos.

Socorramos, sí, con generosidad a los pobres; pero no nos olvidemos del que por nosotros se hizo pobre siendo inmensamente rico, y procurémosle toda la honra que nos sea posible.

 

4) Admiremos también y reverenciemos la benignidad amorosa de Jesús, que tan valientemente salió a la defensa de María y tan serenamente corrigió a sus detractores, enseñándoles la verdadera doctrina. ¡Cuánto agradece lo que con amor se hace por El y cómo lo recibe a título de servicio que sabe pagar con sobretasa magnífica! ¡Qué buen Señor tenemos! ¡Cómo quedaría la Magdalena al oír las bondadosas frases del Maestro! ¡Y cómo Judas al verse penetrado hasta lo más secreto del alma!

Pero su corazón metalizado, lejos de conmoverse, se endureció más y lo lanzó al fondo del precipicio. Viéndose defraudado en sus sueños de un reino mesiánico, en el   que pensara medrar a la sombra de Jesús; desengañado de que para aquel Maestro lo único que él estimaba, el vil metal, no tenía precio ninguno, se decidió a entrar en tratos con los enemigos de Jesús para perderle, sacando de su ruina la mayor utilidad posible; se fue a los príncipes de los sacerdotes para poner a Jesús en sus manos ¡Adónde puede llevar una pasión consentida!

Postrados a los pies de Jesús, unjámoslos con el bálsamo de la devoción de nuestros. corazones, rendidos a su amor. Démosle cuanto tenemos, ofrezcámosle el incienso de nuestra oración, la mirra de nuestra mortificación, el oro de nuestra caridad. Pidámosle su amor y esfuerzo para seguirle de cerca y confesarle ante el mundo entero.

32ª  MEDITACIÓN

EL DOMINGO DE RAMOS

Es meditación la de esta entrada triunfal de Cristo en Jerusalén muy apta para cerrar las de su vida apostólica. En el  las hemos ido siguiendo los pasos de nuestro Capitán para pisar sobre ellos en su seguimiento; lo hemos estudiado procurando llegar a tener interno conocimiento de Él para más amarle y seguirle, y si lo hemos hecho con diligencia, sin duda que brotarán de nuestro corazón afectos y de nuestros labios frases análogas a las que brotaron de los labios y corazones de las turbas que aclamaban a Jesús por Mesías el día de Ramos; pero hemos de procurar que no sean como las de aquellos desdichados, entusiasmo pasajero que se trueca en pocos días en desprecio y odio insano que convierte en denuestos a las alabanzas y en petición de muerte las aclamaciones jubilosas de triunfo.

Preámbulo.

La historia es que Jesús, el día siguiente de su visita a Betania, partió para Jerusalén, y habiendo llegado cerca de Betfagé (la villa de los higos verdes), frente al monte de los Olivos, se detuvo y envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea que está frente a vosotros, y al entrar en el  la hallaréis al paso un pollina atado, sobre el cual todavía no ha montado nadie; desatadlo y traédmelo, y si alguien os dice: ¿Qué estáis haciendo?, ¿por qué lo desatáis?, le contestaréis. El Señor lo necesita, y al punto os lo dejará traer acá”.

Y todo pasó como Jesús lo había predicho. Llenos de gozo, los Apóstoles tomaron el mejor de sus mantos y lo pusieron sobre el asno, y le hicieron sentar en el  a su Maestro. No sabían que así realizaban las palabras del profeta Zacarías (Zach., 9, 9): “Decid a la ciudad de Sión: Mira que viene a ti tu Rey dulce sentado sobre un pollino, sobre un pollino de una asna”.

Los peregrinos venidos a Betania para llegarse a Jerusalén participaban del regocijo de los Apóstoles; los unos tendían sus mantos multicolores ante el Señor; otros cubrían el camino de ramos arrancados a los olivos y palmeras que bordeaban el camino. Llegados a las alturas del monte Olivete, vieron alzarse ante ellos Jerusalén y su templo, resplandeciente a los fulgores del sol esplendoroso de Oriente.

Ante tan magnífico espectáculo creció el entusiasmo y estalló en clamores de triunfo: “¡Hosanna!, gritaban los Apóstoles y el pueblo: “Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” Detúvose Jesús a la vista de Jerusalén y lloró su ingratitud.

Los jubilosos clamores de la falda del Olivete llegaron hasta el templo, y de las casas y tiendas de campaña esparcidas en el   valle del Cedrón acudieron numerosos peregrinos congregados para la Pascua y se unieron al cortejo. Enteráronse de que era Jesús de Nazaret, el gran profeta, el hombre de los milagros, el que había resucitado a Lázaro, y quisieron tomar parte en el   regocijo universal, y agitando palmas marchaban delante en esta entrada triunfal. Y alababan a Dios grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “¡Hosánna al hijo de David ¡ Bendito el que viene como Señor! ¡El Rey de Israel! Paz en el   cielo’ Hosanna al Altisimo”.  Y se conmovió toda la ciudad preguntando “Quien es ése” Y la muchedumbre contestaba. “Es el profeta Jesús de Nazaret, de Galilea”

Habiendo entrado en el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curo. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacia y a los niños que estaban gritando en el   templo “Hosanna al Hijo de David” se irritaron y le dijeron: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús 1es contestó: Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste salir alabanzas?”

Composición de lugar.

El camino de Betania a Jerusalén. Betania, hoy llamado El-Azariyé, en memoria de Lázaro, es un pueblecito a 15 estadios, unos tres kilómetros, de Jerusalén, al otro lado del monte Olivete. Llamábase así este monte por estar plantado de olivos, situado al este de Jerusalén, separado de ella por el barranco o torrente Cedrón. Elevábase su cumbre a 818 metros sobre el nivel del mar, y era desde él la perspectiva muy bella; hacia la parte oriental se divisaba el mar Muerto, el valle del Jordán y las montañas de Moab; hacia el poniente los montes de Samaria, Jerusalén y Belén. En su vertiente oriental se asienta Betania, desde donde salió Jesús con los suyos para su entrada triunfal.


Punto 1.° EL SEÑOR ENVÍA  A POR ASNA Y SU  POLLINO, DICIENDO: DESATADLOS Y TRAÉDLOS, Y SI ALGUNO OS DIJERE ALGUNA COSA, DECID QUE EL SEÑOR LOS HA MENESTER Y LUEGO LOS DEJARÁ.

 
1) Sale Jesús de Betania para Jerusalén; se avecinan las horas de su Pasión, y diríase que quiere darnos a entender en esta entrada triunfal la alegría con que, por nuestro amor, va a padecer; alegría no ciertamente sensible y de la parte inferior, sino espiritual y de la parte superior. ¿Estamos nosotros así dispuestos a trabajar y sufrir por amor de quien tanto nos amó? ¡Cuántas veces la sola previsión de algún sufrimiento que en nuestra marcha en seguimiento de Jesucristo nos amaga encoge nuestros corazones de tal modo, que nos hace detener y quizá hasta abandonar la empresa comenzada! Pidamos esfuerzo y temple de alma para sufrir.

Quiso, además, dar una prueba palpable de que era el Mesías predicho por las profecías, brindando nueva ocasión de reconocerle a los que se obstinaban en cerrar los ojos a la luz de la evidencia con inexcusable malicia. Dios ofrece su gracia a todos, y muchos la desprecian; no así nosotros, sino que hemos de ser muy diligentes en aprovechar agradecidos los beneficios del Señor y cooperar solícitos y diligentes a su gracia.

Finalmente, dio también a sus enemigos una prueba más de que, aunque habían decretado más de una vez su muerte, no lograrían realizar sus designios mientras Él no les soltara las manos. Si somos fieles seguidores de Jesús, sus enemigos, que son los nuestros, nada podrán en nuestro mal hasta que Él no se lo permita.


2) Para preparar la entrada envía a dos de sus discípulos a que le traigan una asna con su pollino, sobre el que había de marchar montado, y les anuncia cuanto les había de acaecer. A sus ojos, todo está patente, y así nos muestra su divinidad. Tiene además en sus manos los corazones de los hombres, y así, el dueño de aquellos animales, al escuchar el deseo de Jesús, no opone la menor resistencia a que se cumpla.

¡Qué palabras tan dignas de consideración las que por sus Apóstoles les dirige!: “El Señor lo necesita” ¿Cómo oponernos, si es el Señor, y de su mano lo hemos recibido todo? Todo es suyo, y, sin embargo, ¿cuántas veces, olvidados prácticamente de ello, así usamos de las cosas, como si ningún derecho tuviese sobre ellas el Señor, y aun abusamos de sus mismos dones y beneficios para volvernos contra Él?

Bien podemos aprender de la fidelidad de los Apóstoles en ejecutar cuanto el Señor les indicara, y de la docilidad del dueño en ceder, sin oponer dificultad ni reparo alguno, sus cosas a la insinuación de la voluntad del Señor.

Nunca será demasiado el empeño que en los Ejercicios pongamos en perfeccionar nuestra solicitud por conocer la voluntad del Señor y nuestra docilidad en ponerla por obra hasta en sus menores detalles.

Si lo hacemos, ¡cuán bien nos sucederá! ¡Pidamos a Jesús que nos diga lo que de nosotros quiere, y estudiemos el modo en que podremos cooperar al triunfo de nuestro Capitán, al reconocimiento de sus derechos, a que reine!

 

Punto 2.° SUBIÓ SOBRE LA ASNILLA, CUBIERTA CON LAS VESTIDURAS DE LOS APÓSTOLES.


1) Todo sucedió como Jesús lo había predicho. y trajeron los Apóstoles a la asnilla y a su pollino, y colocaron sobre él sus capas, y subió en el  Jesús. Elegían el mejor de sus mantos para adornar la montura del Maestro, cooperando gustosos al esplendor de aquel triunfo. ¡Bien lo merecía quien por tantos títulos es Rey!

¡Es Rey y se contenta con tan poco! Su montura, un jumentillo; sus aparejos, los pobres mantos de sus discípulos; sus mesnadas, unos humildes artesanos y algunos peregrinos del pueblo; sus cortesanos, los Apóstoles. ¡Es que su reino no es de este mundo! Si lo fuera, tendría, sin duda, soldados que le acompañasen y cortesanos que, ricamente vestidos, le rodeasen, y espléndidos adornos y magníficos corceles en que cabalgar.

Así son los reyes de la tierra; hombres como los demás, necesitan de todo ese esplendor y boato postizo para destacarse. No así Jesús; ¡Rey de reyes y Señor universal, de nada necesita, pues es la misma grandeza! Cuanto su apariencia sea más modesta, será más clamoroso el triunfo.

 
2) Tres causas han asignado los expositores a esta entrada en Jerusalén en la forma en que Jesús la hizo:

1ª. el cumplimiento de las profecías;

2ª. el dejarnos un ejemplo de humildad y mansedumbre;

3ª. el afirmar claramente su realeza al modo predicho por los profetas al llegar su hora. Combina el evangelista en una misma cita a Isaías (62, 11) y Zacarías (9, 9). Estos dos pasajes predicen el   carácter humilde, benigno y, sobre todo, pacífico del Rey-Mesías, que no había de entrar en la ciudad con el fausto y aparato de los conquistadores terrenos, montado en un caballo o dromedario, sino que, por el contrario, entrará sentado sobre un pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo (Mt., 21, 5), en el   cual nadie ha montado hasta ahora (Mc., 11, 2).

       No quiere esto decir que sea el asno considerado por los orientales como una montura trivial; pero aun entre ellos no lo montan los guerreros. De que tal acto fuera cumplimiento de las profecías no se dieron cuenta por entonces los discípulos, pero cuando Jesús fue glorificado se acordaron de que esto había sido escrito acerca de Él y que ellos mismos lo cumplieron.

Veamos a nuestro Rey lleno de mansedumbre y dulzura. Va predicando y brindando paz, como lo indican las palabras que, según San Lucas (Lc., 19, 42), pronunció en ocasión de esta entrada en Jerusalén: “Quia si cognovisses et tu, et quidem in hac die tua, quae ad pacem tibi! ¡Si conocieses también tú, por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede atraerte la paz!”

Y Jerusalén no supo aprovecharse de aquel ofrecimiento: al menos nosotros aceptemos gustosos esa paz, preludio de la eterna felicidad que Jesús nos trae. Y veamos cuáles son los medios para lograrla: ¡mansedumbre, pobreza y humildad! Aprendámoslas de nuestro Rey y Maestro para lograr el premio que promete: “Discite... et invenietis requiem animabus vestris… y hallaremos el reposo para nuestras almas” (Mt., 11, 29).

Pero acaso se nos ocurra pensar ¿cómo Jesús, tan humilde, se deja honrar y admite las muestras de respeto y veneración de sus discípulos y seguidores? Es que se trataba de la gloria de Dios, no de la suya; y cuando de ella se trata y del triunfo de la verdad, sería falsa humildad huírla y rechazarla, y redundaría en olvido de los derechos de Dios y triunfo de sus enemigos.

Punto 3.° LE SALEN A RECIBIR TENDIENDO SOBRE EL CAMINO SUS VESTIDURAS Y LOS RAMOS DE LOS ÁRBOLES Y DICIENDO “SÁLVANOS, HIJO DE DAVID; BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR. SÁLVANOS EN LAS  ALTURAS”.

 
1) Montado Jesús, comenzó a caminar hacia Jerusalén; en pocos instantes, la caravana de peregrinos galileos se transformó en una solemne procesión de triunfo para el Mesías; muchos de entre la muchedumbre tendían sus capas por alfombras para que sobre ellas pisase Jesús; otros cortaban ramos de los árboles y los echaban también en el   camino y los agitaban al aire; y transportados de alegría todos, al acercarse a la ciudad comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas de que habían sido testigos, y decían: “Hossanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene como Señor, Rey de Israel! ¡Paz en el   cielo y gloria en las alturas!” (Mt., 21, 9, y Lc., 19, 38).

       ¡Hosanna!, que vale tanto como «Salve», era una exclamación consagrada por la costumbre en las procesiones; saludaban, pues, al Hijo de David, al Rey de Israel y al Mesías tan deseado. Impotentes los fariseos para prevenir y contener esta explosión popular, encontraban, al menos en el  la, la ventaja de hacer responsable a Jesús de aquel desorden: ¡Maestro, reprende a tus discípulos: “Si ellos se callan, responde Jesús, gritarán las piedras” (Lc 19, 40). Y la ciudad entera se conmovió, y se preguntaban: ¿Quién es Ese? Y los que acompañaban a Jesús respondían: Es Jesús, el Profeta de Nazaret, de Galilea.

Como es natural, al bullicio acudieron presurosos los niños, y llegado el cortejo al templo, cuando los demás callaban, los niños seguían clamando con entusiasmo a todo pulmón: “Hosanna al Hijo de David! Hosanna!” Es muy natural esta escena a la vida religiosa del niño. En las escuelas habían aprendido de memoria el Salmo de donde está tomado el Hosanna (117, 26). Habíaseles también enseñado a tremolar los ramos durante la fiesta de los Tabernáculos en cuanto se dejaba oír el Hosanna.

Estaban, pues, los niños en las horas de la entrada de Jesús en el   espíritu del ceremonial de la fiesta de los Tabernáculos más todavía que los adultos. En el   templo se le acercaron ciegos y cojos, y los curó. Los sacerdotes y doctores, viendo los prodigios que hacía y a los niños que estaban gritando, se irritaron y le dijeron a Jesús: “Oyes lo que dicen éstos? Jesús les contestó:  Sí. ¿Nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman hiciste brotar alabanzas?” (Mt 21, 14-16). “Los fariseos, pues, se dijeron unos a otros: Ya veis que nada adelantarnos; ved cómo todo el mundo se va en pos de El” (Jn. 12, 19).


2) Reflexionemos para sacar algún provecho de las enseñanzas que de este suceso se pueden deducir. Es el triunfo de nuestro Capitán, el Rey eternal cuya vida venimos contemplando, para «siguiéndole en la pena, también seguirle en la gloria».

Qué diferencia de esta gloria y este triunfo a la gloria y triunfos de los reyes temporales! Quiso, dice Lagrange, O. P. (El Evangelio de N. S. Jesucristo), «que su triunfo se hiciera con gloria tan modesta que no excitase sospechas en los romanos ni hubiese nada de ruidoso ni de revolucionario. Se ha hablado mucho de la nobleza de los asnos a los ojos de los orientales. Un romano pasando cerca, sobre un caballo bien enjaezado, el casco a la cabeza, la lanza en ristre, se habría sonreído con ganas de aquel cortejo grotesco: una mascarada, una caricatura de la subida al Capitolio. Jesús, Rey manso y humilde, aceptaba aquellos humildes homenajes; y aquellas buenas gentes hacían lo que podían. No está su reino en fastuosidades exteriores, sino en las almas, en la paz, en la tranquilidad, en la santidad».

Las gentes sencillas tendían sus mantos a los pies de Jesús; tú, ¿qué vas a poner? Tiende tu amor; tiende, para que sobre ello marche triunfalmente, tu Rey, lo que El mismo te ha pedido en estos días de Ejercicios.

Acabas de hacer tu elección, tu reforma; ponla a los pies divinos de Jesús pídele que pise triunfante sobre tus riquezas, que por Él quieres dejar; sobre tu voluntad, que por Él quieres sujetar a la obediencia; sobre tu sensualidad, que anhelas dominar para seguir casto al que es la misma pureza; sobre cuanto tienes, todo cuanto puedes, todo cuanto vales.    ¡Todo para Él; todo a Él rendido; todo a Él para siempre entregado!


3) Cuánta verdad la que encerraban los gritos y aclamaciones, acaso para muchos inconscientes, con que solemnizaba la muchedumbre la triunfal entrada de Jesús. ¡La paz queda hecha con el cielo! ¡El reino de la justicia, establecido! ¡ La libertad, devuelta a los cautivos! ¡Israel está en salvo! Tal es la labor de Jesús. Y los Apóstoles y discípulos contarían a las gentes las obras, predicación y milagros de Jesús llenos de entusiasmo legítimo.

Recuérdalos tú también; los has estudiado estos días de santo retiro, en los que has ido siguiendo paso a paso los caminos de tu Capitán: ¡es tu Rey, Hosanna! Si a Él te sujetas, bajo su cetro encontrarás la paz, el bienestar, la dicha, el camino seguro del cielo. ¡Dichoso tú si comenzaras de una vez a vivir como buen súbdito de tan buen Rey y a seguirle de cerca! ¡No hagas lo que aquellas turbas que con tanto entusiasmo aclamaban a Jesús en la hora del triunfo, y al caer de la tarde le dejaron sin ofrecerle un abrigo en que pasar la noche!

       Buena ocasión será ésta para renovar tu amor y amistad eterna y permanente con el Señor y ofrecerle tu corazón como morada perpetua de pan y amor.

33ª  MEDITACION

EL DISCURSO DE LA CENA

Es el adiós del corazón más delicado y sensible que ha existido, el de Jesús; es su testamento de amor. No se puede sujetar a una sinopsis de orden riguroso, pues es, más que discurso preparado, una efusión del alma, una charla amistosa, en la que el Corazón de Jesús se abre manifestando sus varios sentimientos; por eso se repite a veces y vuelve sobre las mismas ideas para inculcarlas más. Con amor y cuidado exquisitos nos ha transmitido esta bellísima página el Evangelista San Juan, que dedica a compendiar el discurso de Jesús cinco capítulos, del 13 al 17, en su no largo Evangelio.

Sirven de preámbulo los 30 primeros versículos del capítulo 13, en los que se nos narra el lavatorio de los pies y el anuncio de la traición de Judas hasta la salida de éste del Cenáculo (13, 1-30). Síguense unas frases que preludian las de despedida y la predicción de la caída de Pedro (31-38). En los capítulos 14, 15 y 16 se pueden distinguir a primera vista dos conjuntos principales: el primer discurso desarrollado en el   capítulo 14 y el segundo, más amplio, en los capítulos 15 y 16.

En el   primero la idea dominante es la de la próxima separación; de ella consuela Jesús a sus discípulos, dándoles razones de aliento y diciéndoles que más bien que entristecerse debieran alegrarse de su partida al Padre. Al terminar esta parte con la frase: “A fin de que conozca el mundo que yo amo a mi Padre y que cumplo lo que me ha mandado, levantaos y vámonos de aquí”, podemos imaginarnos, como lo hacen autores muy dignos de respeto, y prescindiendo de otras opiniones de lo que a estas palabras se siguió, que Jesús, al decirlas, se levantó de la mesa, sí, pero no salió aún para el huerto, sino que se entretuvo en el   mismo Cenáculo en sabrosa plática o en la misma sala de la Cena o en la terraza de la casa.

Dos partes principales se pueden considerar en la continuación del discurso: Primera: Con la comparación de la vid, desarrolla el tema de la caridad: unión de los discípulos con Jesús y entre ellos (15, 1-17); a la cual unión se opondrá la rabia del mundo incrédulo y perseguidor (15, 18 y 16, 4). En el   versículo 5 del capítulo 16 expresa Jesús la idea de su partida.

En la segunda parte consuela a sus discípulos con el anuncio de la venida del Espíritu Santo (16, 7-15) y de su propia vuelta (16-22) y con la promesa de que serán oídas las oraciones hechas en su nombre (22-27), y termina con palabras de aliento para la lucha que se avecina (32-33). El capítulo 17 contiene la que suele llamarse plegaria sacerdotal de Jesucristo, de una solemnidad y grandiosidad imponentes.

El objeto principal, y como tema de toda ella, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad. Jesús levantó sus ojos al cielo, como para indicar aun exteriormente el cambio de forma de su discurso. Se pueden distinguir en esta plegaria tres partes: Primera. Rogó por Sí mismo (17, 1-5). Segunda. Por sus discípulos presentes, que han de continuar su obra (6-19). Tercera. Por los que habían de creer en el  al escuchar la predicación de los Apóstoles. Cierra la oración un breve epílogo (24-26), que resume la plegaria.

Para la meditación destacaremos tres ideas:

Primera. Amor a Jesucristo.

Segunda. Amor mutuo de caridad fraterna.

Tercera. Oración sacerdotal, y procuraremos deducir    enseñanzas de utilidad práctica.

Pidamos la gracia para penetrar íntimamente las enseñanzas de Jesús y cumplir siempre con fidelidad sus recomendaciones.


Punto 1º  “MANETE IN DILECTIONE MEA…  PERMANECED EN MI AMOR” (Jn 15, 9).


1) Recomienda Jesús a sus Apóstoles el que permanezcan fieles en su amor, y les da para animarles a ello una razón muy eficaz: “Como el Padre me ha amado, Yo os he amado a vosotros” (v. 9). Realmente, si se piensa un poco, se echa pronto de ver la fuerza de esta razón para movernos a amar de veras a Jesucristo. Mi Padre, les dice, me amó a Mí, y este amor fue la razón de todos los bienes de que mi naturaleza humana se ve tan espléndidamente adornada, pues que sólo por amor la comunicó liberalmente el que sin previos méritos se uniese a la Persona Divina, unión de la que redundaron y redundan todos los bienes.

Pues bien: de análoga manera mi amor para con vosotros es tal, que no tiene cosa que se le puede comparar, sino el que me tiene mi Padre. Por ese amor Cristo los eligió, sin méritos previos, para que le siguieran, pruebas de ese amor se las ha dado abundantes en los años que con Él han convivido, educándoles, instruyéndoles, adornándoles de extraordinarias gracias y privilegios, preparándoles el gran premio de la vida eterna; en ese amor se les da todo, en el   tiempo y en la eternidad. Y como a ellos, a nosotros. Perseveremos en el .

¿Qué hacer para ello? Nos lo dice claramente el. mismo Jesús: “Si praecepta mea servaveritis, manebitis in dilectione meas sicut et ego Patris mei praecepta servavi, et maneo in ejus dilectione… Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; como Yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor” (v. 10).  Esa es la gran señal de amor, la guarda de los mandamientos.


2) ¿Cómo lograrla? Con nuestras solas fuerzas, de ningún modo; porque se lo acababa de decir el mismo Jesús: “Sine me nihil potestis facere… Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En cambio, unidos a Cristo vivimos su vida y damos frutos de vida eterna: “Quien está unido conmigo y Yo con él, ése da mucho fruto”. Unidos a la vid, que es Cristo, somos sarmientos llenos de vida, que damos frutos de santidad y amor. Y de ahí brota nueva unión con Cristo.

En el   v. 21 nos dice Jesús: “Quien ha recibido mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y e1que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré..., y vendremos a El y haremos mansión dentro de Él”. Deliciosa unión que nos hace templos de Dios vivo. Pero es aún poco para el amor de Cristo, y a quien en su amor permanece le proporciona medio de unirse con Él más apretadamente aún.

Escuchémosle: “Qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem, in me manet et ego in illo…Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí permanece y Yo en el ”. (Jn 6, 56). Y ésa sí que es unión íntima. Declarándola, San Cirilo de Alejandría escribe: «Dice aquí que estará en nosotros por participación natural. Porque como si pusiese uno al fuego dos pedazos juntos de cera y los derritiese, se haría una sola cosa de ambos, así por la participación del cuerpo de Cristo y de su preciosa sangre se une Él a nosotros y al mismo tiempo nosotros a Él... Y si no te dejas persuadir de mis palabras, presta fe al mismo Cristo, que clama: En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Porque el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el   último de los días. Oyes qué claramente te dice que si no comemos su carne y bebemos su sangre, no hemos de tener en nosotros, es decir, en nuestra propia carne, la vida eterna. Mas cierto que se considerará con derecho a la vida eterna la carne de la vida, es decir, del Unigénito.»


3) Meditemos, y si queremos vivir en esta unión, merced a la cual podremos producir frutos de vida eterna y sin la cual nada podemos conducente a la vida eterna, guardemos los mandamientos, estimemos la gracia sobre todo otro bien y recibamos el cuerpo santísimo de nuestro Jesús.

Esa unión producirá en nosotros frutos suavísimos; cierto que el más precioso es el vivir la vida de Cristo, que es vida eterna; pero, además, nos promete Jesús que “si permanecéis en Mí y mis palabras permanecieren en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os otorgará” (15, 7). De suerte que, además de permitirnos esta unión dar frutos de vida eterna, dará a nuestras oraciones una eficacia omnímoda.

Y la razón es clara, porque «el discípulo que pide unido a Cristo, nada podrá pedir sino lo que convenga a Cristo... Manendo quippe in Christo, quid velle possunt nisi quod convenit Christo?» (Aug. in Jo., tract. 81, n. 4. ML. 35, 1842).

Punto 2.° “HAEC MANDO VOBIS, UT DILIGATIS INVICEM… LO QUE OS MANDO ES QUE OS AMÉIS LOS UNOS A LOS OTROS” (Jn 15, 17).

 
1) Con no menos instancia que su amor quiso recomendarnos Jesucristo el amor mutuo de fraterna caridad. ¡Con qué frases tan significativas y con qué instancia tan repetida! Mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros, y que del modo que Yo os he amado, así también os améis recíprocamente”. Quiere Jesús que los que con Él forman una sola cosa, su cuerpo místico, permanezcan siempre, como parece natural en miembros de un mismo cuerpo, unidos entre sí con el más estrecho vínculo de la caridad; y así se lo manda. Pero ¿por qué llama nuevo a este precepto?

Ya en la ley mosaica (Lev 19, 18) se mandaba “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Así es; pero ese precepto era ya letra muerta y se había dado al olvido, o, al menos, se había entendido y practicado mal. El israelita sólo consideraba como prójimo a su conciudadano o connacional; pero de ninguna manera a los extranjeros y los gentiles; y era para él la ley norma meramente negativa, que le imponía el no hacer mal al prójimo, pero no le movía a practicar con él el bien. Así, pues, resultaba ya nuevo el precepto de Jesús.

Lo era también, además, porque Jesús le infundía un nuevo espíritu, le imprimía eficacia nueva y le proponía un nuevo ideal. El nuevo espíritu era el Espíritu de Cristo; el nuevo ideal, el ejemplo de Cristo. Ideal en verdad sublime, que eleva el amor mutuo a alturas insospechadas para los antiguos.

Jesús nos amó, dice Santo Tomás, «gratuite, efficaciter et recte», gratuita, eficaz y rectamente. Modelo acabadísimo del amor que previene, que colma de beneficios, sin cansarse por olvidos y desprecios, que se olvida de sí mismo y se entrega hasta morir en medio de tormentos horribles por nuestro amor, por nuestra vida, por nuestra eterna salvación; ésa es la meta. Imposible de alcanzar sin la gracia, que el mismo Jesús infunde en nuestras almas, que es para nosotros nueva vida, la vida de Cristo.

Él crea en nosotros un corazón nuevo, como el suyo, de suerte tal que podrá el gran Apóstol Pablo escribir a los fieles de Filipo que les ama con el corazón de Cristo. Y del modo en que Cristo ama en cada uno de nosotros lo que su generosidad nos ha dado, así sus discípulos amarán en sus hermanos a Cristo en el  los escondido, mereciendo de tal suerte encontrar un día cara a cara a Cristo glorioso. Esta es la gran novedad del precepto del amor.

Novedad es también, aunque derivada de lo que hemos dicho, el que el motivo de amar al prójimo es el amor mismo de Dios; sin el cual no puede la caridad ser sincera ni verse libre de otros motivos meramente humanos que la desnaturalizan, ni durable y digna de premio eterno.


2) Mandamiento distintivo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (13, 35). Quiere Nuestro Señor que nuestra caridad no sea meramente interna, sino que, obrando del corazón inflamado en el   amor de Cristo y vivificado por el Espíritu de Cristo, se muestre en obras que todos vean y admiren. Y fue así en realidad; los paganos de África, cuenta Tertuliano, que al ver la sociedad cristiana naciente, llenos de admiración exclamaban: «Vide, inquiunt, ut invicem se diligant: ipsi enim invicem oderunt: et ut pro alterutro mori sint parati: ipsi enim ad occidendum, alterutrum paratiores erant…Mira, se decía, cómo se aman mutuamente: mientrar ellos se odian mutuamente; y cómo están dispuestos a morir los unos por los otros; mientras  ellos están más dispuestos a darse la muerte» (Apol., 39. ML. 1, 471).

Era que los primeros cristianos, por el Señor y sus Apóstoles educados, tan acabadamente entendieron y tan admirablemente practicaron este precepto, que pudo de ellos escribirse en los Hechos de los Apóstoles (4, 32) que “eran un solo corazón y un alma sola”; y se llamaban “hermanos”, y sus reuniones de comunión eucarística eran «ágapes», es decir, «amor». Así maravillaron al mundo gentil, sembrado todo él de odio infernal.

Exponiendo San Agustín este pasaje de los Hechos, escribe: «Otros dones míos los poseen también, como vosotros los no míos, no solamente la naturaleza, la vida, el sentido, la razón y aquella salud que es patrimonio común de los hombres y las bestias, sino aun el don de lenguas, los sacramentos, las profecías, la ciencia, la fe, el dar sus cosas a los pobres, y el entregar su cuerpo a las llamas; pero, porque no tienen la caridad, suenan como campanadas, nada son, de nada les aprovecha cuanto tienen. Así que, no en estos dones míos, aunque buenos, que pueden tener aun los que no son mis discípulos, sino en esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tengáis mutuo amor» (In Jn Ev., tr. 65, 3. ML. 35, 1.809).

Reflexionemos: tiembla uno al mirar en torno y ver sólo ingentes ruinas, producidas por el odio; al constatar con inmensa pena que aun en individuos y familias y sociedades que se llaman cristianas falta la caridad: ¡no tienen derecho a tan precioso título! ¡O tenemos caridad, o no tenemos derecho a llamarnos cristianos! ¡Pensémoslo y saquemos las consecuencias!


3) “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 12). ¿Por qué lo llama Jesús suyo? Quizá porque le es más amado, o mejor, porque compendia y encierra en sí todos los demás, que no pueden quebrantarse sin quebrantar éste, y quedan bien garantizados en su exacta guarda, con sólo que se cumpla fielmente el precepto del amor fraterno: “Plenitudo enim legis est dilectio”…la plenitud de la ley es el amor: qui enim diligit proximum legem implevit,  quien ama al prójimo tiene ya cumplida la ley” dice San Pablo (Rom., 13, 10), (Ib., 8). Y es así, porque el amor del prójimo supone el amor de Dios, y no puede existir sin él. Como a su vez el amor de Dios exige e impone el amor del prójimo; así nos lo dice San Juan en su primera Epístola (4, 20).

San Pablo, penetrado de esta doctrina, compendia la perfección de la caridad en la imitación de Cristo, “como yo os he amado”, y de Jesucristo entero: “acogeos los unos a los otros, como Cristo os ha acogido para gloria de Dios” (Heb., 15, 7). “Caminad en el   amor, como Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo a Dios por nosotros, en oblación y hostia de suave fragancia” (Efe. 5, 2). La caridad mutua debe animar toda vuestra vida, como la de Cristo para con nosotros: “Esposos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella” (Ib., 2, 5).

La moral cristiana no es una realización de un ideal abstracto, ni la sumisión a una ley impersonal o a un axioma eterno, sino que es amor de una persona, la de Cristo, y empeño de copiar y reproducir con toda perfección sus sentimientos y sus acciones. ¡La imitación de Cristo!, ¡el formar en nosotros a Cristo!

Y la cumbre y la prueba más resplandeciente y grande del amor es dar la vida por el amado: “¡Que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos!” (Jn 15, 13). A ejemplo de Cristo, deben estar sus discípulos prontos a dar su vida por el prójimo. Y tal sería la más genuina prueba de legítimo cristianismo.

Punto 3.° LA ORACIÓN SACERDOTAL (Jn 17, 1-26).


1) Así se suele llamar a este capítulo de San Juan, que constituye la última parte del discurso de la Cena. Y es que revisten sus palabras una fuerza y grandiosidad extraordinarias; y se diría que Cristo se transforma de Maestro en Intercesor, y de Profeta en Gran Sacerdote. La idea principal, que impregna toda la oración, es el obtener para los suyos, para su Iglesia, la unidad.  

Comienza la oración con un gesto exterior expresivo de oración: “levantando sus ojos al cielo”.Ayuda no poco a mejor comprender el sentido y la marcha de esta oración el recordar lo que en el   segundo versículo se nos dice, que a Cristo ha dado el Padre poder de vivificar a todo el género humano: “Haec est autem vita aeterna, ut cognoscant te, solum verum Deurn, et quem misisti Jesum Christum…la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo” (v3).

Y este conocimiento es fruto de triple predicación: la de Cristo, que manifestó y clarificado volverá a manifestar el nombre del Padre a sus Apóstoles (v.6); la de los Apóstoles, que, enseñados por Cristo e ilustrados por el Espíritu Santo, manifestarán a la Iglesia el nombre y dignidad del Padre y del Hijo; y la de la Iglesia, que, vivificada maravillosamente por el Espíritu de Cristo, por su ministerio apostólico, manifestará al mundo la dignidad estupenda del Padre y del Hijo.


2) De ahí las tres partes de la oración, íntimamente vinculadas entre sí. Pide, en primer lugar, Cristo para Sí la claridad de cuerpo glorificado: “Te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encargaste; ahora glorifícame, Padre mío, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve en Ti, antes que el mundo existiera” (v.5).

Jesús ha dado gloria al Padre sobre la tierra, con su predicación, sus milagros, su obediencia: su misión va a terminar en la Pasión, que considera como cumplida, pues se ha ofrecido ya como víctima. Esta Pasión va a oscurecer su gloria más que ninguna otra cosa.

En retorno, pide Jesús el ser glorificado por su Padre y reasumir la gloria que tenía junto a su Padre antes de la creación del mundo. Esta glorificación será la del Verbo encarnado resucitado y será cumplida cuando su humanidad se verá asociada a la gloria eterna de su divinidad, en la unidad de persona.

Pide después Jesús para los Apóstoles y sus sucesores (6-20) el espíritu de fortaleza, de paz, de santidad y de verdad, con el que sean constantes en la fe y en la confesión del Padre y del Hijo, vencedores del mundo y de su espíritu, unidos fuertemente entre sí, ilustrados y robustecidos con el carisma de la verdad. Para obtener de Dios esta especial protección alega Jesús tres motivos: porque son tuyos: del Padre y míos, pues me los diste Tú (v. 9); porque me han glorificado (10), y porque van a quedar solos en el   mundo (11-13).

Ora Jesús, en tercer lugar, por la Iglesia universal, y pide que sean todos uno. ¿Con qué unidad? En primer lugar, mística y sobrenatural: “que también ellos sean uno en nosotros”. Y qué quiera decir este en nosotros, se explica a continuación: Yo estoy en el  los, y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad. Y aún se explica más cómo está Cristo en nosotros: Yo les he dado la claridad que me diste a Mi, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros (v.22).

Se trata de la unidad admirable, que se ha de lograr mediante la comunión del Espíritu vivificante por los multiformes dones de la gracia. Aunque primordialmente se refiera a esta unidad mística, con Cristo de cabeza; pero también se trata de la unidad externa, social y jerárquica, pues que Cristo ora no sólo por los Apóstoles, sino también “por los que han de creer en Mí por medio de su predicación” (v. 20).

Al comenzar su discurso Jesús dijo a sus Apóstoles: “Cuando Yo me fuere y os preparare el lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros” (v.14, 3). Y al terminar el mismo discurso dice a su Padre: “Yo deseo que aquellos que Tú me has dado estén conmigo allí mismo donde Yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado” (v.17, 24). Esta gloria que están llamados a gozar es la eterna del Verbo, la que su Padre le ha dado en prenda de su eterno amor.

Cuánto debe ser nuestro agradecimiento a un tan buen Señor y Maestro, que ha pedido para sus discípulos lo mejor que se puede desear. Y cómo debe animarnos a ser fieles al Rey cuyo seguimiento hemos jurado, el ver cómo se preocupa de sus soldados y les proporciona cuanto se necesita para luchar y vencer.

Pidamos al Señor la perseverancia en su santo amor, que nos haga unirnos más íntimamente cada día con El. Pidámosle también la caridad fraterna, por la que vivamos unidos con nuestros hermanos. Y la victoria en las luchas con el mundo, para lograr la eterna palma.

34ª  MEDITACIÓN

LA ÚLTIMA CENA

Viene a ser esta meditación como un preámbulo a las de la Pasión; hemos, pues, de entrar en el  la con el alma llena de ansias de aprovecharse. «Ha de entrar el alma en esta consideración mirándose a sí como causa de tanto dolor, ignominia y tormento, y que todo el bien que tiene y el haber sido prevenida y librada del mal es por aquellos merecimientos. “Et quia cum lacrimis et clamore valido orans exauditus est pro sua reverentia… y porque orando cn lágrimas y con clamor válido ha sido escuchado por su gran reverencia” (Hbr 5 7). Allí tenía el Señor presentes nuestros pecados e ingratitudes» (P. González Dávila, 1. e.; Direct., c. 35, 3).

 
NOTA.—En la historia propone San Ignacio como materia de meditación: 1), la ida de Betania a Jerusalén y la cena pascual; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía; 4), el sermón de después de la Cena; pero en los Misterios a los que se refiere, para la distribución de la materia en puntos, sólo propone: 1), la cena; 2), el lavatorio; 3), la Eucaristía. Nos atenemos a esta distribución, dejando la materia del discurso de después de la cena para una meditación complementaria.


Punto 1.° COMIÓ EL CORDERO PASCUAL CON SUS DOCE APÓSTOLES, A LOS CUALES LES PREDIJO SU MUERTE: EN VERDAD OS DIGO QUE UNO DE VOSOTROS ME HA DE VENDER.

 
1) El jueves por la mañana, los Apóstoles dijeron a Jesús: “Dónde quieres que te dispongamos la cena de la Pascua? El Señor lo encargó a Pedro y Juan, diciéndoles: Id a la ciudad, encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua, seguidle a. donde fuere y decid al dueño: El Maestro os envía a decir: ¿dónde está la sala en que he de celebrar la cena de la Pascua con mis discípulos? Y él os mostrará una pieza de comer grande y bien amueblada; preparadnos allí lo necesario” (Mc 14, 12 y sigs.). Y todo se hizo así. La Señal que el Señor les di, encontraréis un hombre con un cántaro, no se prestaba a titubeos, pues eran las mujeres las que de ordinario, al caer de la tarde, cumplían ese menester.

El dueño del cenáculo debía ser un discípulo conocido de Jesús, como lo indica San Mateo (Mt, 26, 18); según él, Jesús dijo a Pedro y Juan: “Id a la ciudad en casa de tal persona y dadle»este recado: El Maestro...”

 
2) Cuando atardeció, Jesús se puso a la mesa con los doce. Jesús sabía que le había llegado la hora de partir de este mundo para el Padre, y en el   amor que tuvo a los suyos que estaban en este mundo permaneció hasta el fin (Jn 13, 1), y agotó para mostrarlo todos los medios. Y les dijo: “¡En gran manera he deseado celebrar con vosotros esta Pascua antes de padecer! Porque os aseguro que no la comeré más hasta que la Pascua tenga su cumplimiento en el   reino de Dios. Y tomando la copa y dando gracias, dijo: Tomadla y participad de ella; os digo Yo que ya no he de beber más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el   reino de mi Padre” (Lc 22, 15 y sigs., Mt 26, 29).

¡Nuestro amor le hacía desear llegara la hora del sacrificio! Comió con sus discípulos el cordero pascual guardando el rito prescrito por la ley, con ceremonias tan claramente prefigurativas del gran sacrificio que Él iba a ofrecer.

Cómo se conmovería Jesús, el verdadero Cordero de Dios, que borra los pecados del mundo; y cómo se ofrecería una vez más al Padre para sustituir aquellas figuras con la terrible y Sublime realidad.


3) Y en momentos tan solemnes, en los que Jesús tan claramente aludía a su partida, se suscitó entre los Apóstoles una disputa sobre quién de ellos sería reputado el mayor (Lc 22, 24). Pero Jesús les dijo: Los reyes de las naciones se tratan con imperio... No habéis de ser así vosotros; antes bien, el mayor de entre Vosotros pórtese como el menor, y el que tiene la precedencia, como el sirviente. Y se lo enseñó prácticamente con el ejemplo lavándoles los pies.


4) San Ignacio, alterando un poco el orden, pone el anuncio de la traición de Judas antes del lavatorio. Y mientras, sentados a la mesa comían, Jesús les dijo lleno de emoción: en verdad, en verdad os digo: uno de vosotros, que está comiendo conmigo, me ha de hacer traición (Jn 13, 22 sigs.). Los Apóstoles comenzaron a mirarse unos a otros, sin saber de quién hablaba, y se preguntaban quién sería el que iba a hacer tal cosa. Extremadamente entristecidos, empezaron a decirle uno por uno: ¿Seré tal vez yo, Señor? El les contestó: Uno de los doce que lleva conmigo la mano al plato. El Hijo del hombre se va, como está escrito acerca de El; pero ¡ay del hombre por quien va a ser traicionado el Hijo del hombre! Hubiera sido mejor para él no haber nacido. Judas, el que lo había de traicionar, le preguntó también: ¿Seré tal vez yo, Maestro? Tú lo has dicho, le contestó, pero de suerte que no lo oyeron los demás.


5) Reflexionando en mí mismo, procurar sacar algún provecho. Jesús va por mi amor a la Pasión; su corazón se siente oprimido, y, sin embargo, quiere cumplir exactamente la ley. Fácil es cumplir la ley, guardar la regla en tiempo de fervor o tranquilidad; no lo es tanto, sino que a veces resulta de verdad difícil guardarla con fidelidad en días de tribulación, cuando el alma, conturbada por el mal que sobre ella se cierne, angustiada, se llena de pavor.

Consideremos el alto ejemplo de nuestro Maestro y Capitán; hemos jurado seguirle pisando sobre las huellas que en el   camino de la santidad nos va marcando; no lo olvidemos ni, cobardes, seamos infieles a lo prometido; pensemos que padecemos con Él para, siguiéndole en la pena, seguirle también en ‘a gloria. Su palabra no falla, y su ayuda jamás se nos niega.

¡Cómo contristó a Jesús la traición de Judas! Uno de los doce predilectos, escogidos para compañeros suyos inseparables; para vivir bajo el mismo techo, comer a la misma mesa y del mismo pan; para testigos de las maravillas sin cuento que iba obrando; para oyentes privilegiados de su divina predicación y de especiales coloquios; para continuar su obra; dotados espléndidamente; tratados como amigos, más aún, como hermanos. ¡Todo lo olvida, todo se le trueca en ponzoña y sólo sueña en traicionar a quien sólo le había hecho bien y al que era dechado perfecto de toda bondad! Tanto puede en un alma la pasión cuando de ella se adueña; al principio, no difícil de dominar; fomentada, se trueca en tirano que la esclaviza y la reduce a extremos inconcebibles de vileza y degeneración.

¡Vivamos alerta! No despreciemos a la pasión, cuando comienza a manifestarse, por insignificante; temámosla por lo que, descuidada, puede llegar a ser.


Punto 2.° LAVÓ LOS PIES DE LOS DISCÍPULOS, Jo., 13.


1) Como viese apenado Jesús que sus discípulos disputaban sobre quién de ellos era reputado el mayor, quiso darles una nueva lección práctica y bien inteligible, de la humildad, que tantas veces les había predicado y recomendado. Y sabiendo que su Padre lo había puesto todo en sus manos, consciente de sus prerrogativas divinas, de su origen y de sus destinos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la mesa y dejó su manto; y cogiendo una toalla, se ciñó con ella como un criado con un mandil, echó agua en un lebrillo de cobre, que nunca faltaba en el   mobiliario de toda casa oriental, y se dispuso a lavar los pies a sus discípulos.

La actitud de los convidados, reclinados en sofás o divanes bajos, con los pies descalzos y tendidos hacia fuera, facilitaba mucho la operación. “Se inclinó, pues, a los pies de Pedro, pero éste, incorporándose, le dijo: Señor, ¿Tú me vas a lavar los pies?” San Agustín se pregunta: «,Qué significan estas palabras «tú» y a mí»? Piden ser meditadas más bien que explicadas, de modo que la lengua sea impotente a expresar lo poco que el espíritu habrá podido comprender de su verdadera significación.

Jesús le respondió: Ahora todavía no comprendes lo que hago; ya lo comprenderás más adelante. Al terminar el lavatorio se lo iba a explicar el mismo Jesús. Pedro, obstinado, insta: No me has de lavar Tú los pies jamás. Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.

¿Qué significa la amenaza? ¿Excluirle del apostolado o aun de la amistad de Jesús? Los más de los expositores, sobre todo antiguos, se inclinan a lo último. Jesús hizo de la obediencia de Pedro condición esencial de su amistad; tanto empeño tenía en dejarnos tan hermoso ejemplo que imitar.

 

 2) Quiere San Ignacio que consideremos cómo Jesús lavó los pies de los discípulos, hasta los de Judas; y es en verdad escena ternísima. Llevaba esta espina en el   corazón, como lo manifestó al responder a Pedro, que le decía: Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. El que se ha lavado ya no ha menester lavarse, porque está todo limpio; vosotros también estáis limpios, aunque no todos. Que como sabía quién era el que le había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios. Y, sin embargo, se arrodilla a los pies de Judas y se los lava, y quizá le diría alguna palabra amorosa, sin que el desdichado se conmoviera lo más mínimo.


3) Después que les hubo lavado los pies tomó otra vez su vestido y, puesto de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis también vosotros lavaros los pies uno al otro. Porque ejemplo os he dado para que lo que Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros también... Y añadió: Si comprendéis estas cosas, seréis bienaventurados como las practiquéis.

¡Magnífica lección de humildad! Cuando el Maestro así se abaja, ¿qué oficio podrá parecer al discípulo despreciable e indigno de sus dotes? En servicio de Dios y por amor de nuestros hermanos, todos los oficios han de parecernos honrosos y ningún puesto vil. ¡Qué fruto de humildad sacaba de esta humillación de Jesucristo el devotísimo San Francisco de Borja! De él escribe el P. Jerónimo de Portillo «que así a los de casa como a los de fuera cada día confunde con su gran humildad, porque estando en una plática vino a propósito que dijo que había muchos años que su habitación era en el   infierno a los pies de Judas, y que este Jueves Santo le echaron del lugar; viendo a Cristo Nuestro Señor arrodillado a los pies de Judas, dijo que no merecía él estar donde Cristo estuvo y que ahora estaba sin lugar y así quería estar los días que viviese, si el Señor quisiese» (MHSI. Litt. quadrim., 3, 386).


4) Puede también considerarse este acto como una muestra de amor regaladísimo de Jesús a sus Apóstoles, pues que servicio es tan humilde e íntimo, que no lo hace por amor sino una madre con su hijo o una esposa con su esposo; en verdad que si siempre amó a los suyos, al fin de su vida quiso extremar las muestras de ese amor; los amó como a cosa suya, como a sí mismo, y aun más, pues que por su amor se entregó a sí mismo; los amó con amor constante; los amó sin tasa y los amó con amor purísimo ordenado al fin último. Ese es el modelo de nuestro amor fraterno; ¡felices si lo copiamos con fidelidad!


5) Algunos suelen considerar el lavatorio como preparación inmediata para recibir la Sagrada Eucaristía; y así nos enseña la pureza suma con que hemos de procurar acercarnos a ella. Los Apóstoles estaban limpios, “Et vos mundi estis sed non omnes… vosotros estáis limpios, pero no todos”, y todavía quiso lavarles los pies, para declararnos la conveniencia de limpiarlos aun del polvillo de los pecados veniales al recibir este augusto sacramento. Limpieza, humildad, caridad, son disposición admirable para la Sagrada Comunión.

Punto 3.° INSTITYÓ EL SACRATÍSIMO SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA, EN GRANDÍSIMA SEÑAL DE SU AMOR, DICIENDO TOMAD Y COMED. ACABADA LA CENA, JUDAS SE SALE A VENDER A CRISTO NUESTRO SEÑOR.


1) Nueva y más regalada prueba de amor la que el Señor nos dio al instituir la Sagrada Eucaristía. Con qué sublime sencillez narran el hecho los tres sinópticos y el Apóstol San Pablo en su carta primera a los Corintios (11, 23-25). Terminada la cena pascual, tomó Jesús en sus manos uno de los panes ázimos, no se usaban otros aquellos días; y levantando sus ojos al cielo, dando gracias, lo bendijo; admirándose los Apóstoles, porque no era al fin de la comida, sino al principio cuando se bendecían los alimentos.

Partió Jesús el pan en tantos fragmentos cuantos eran los convidados y lo distribuyó diciendo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que se da por vosotros. Después, tomando una copa llena de vino, con un poco de agua, porque no era costumbre beberlo puro, realizó ritos análogos a los que con el pan guardara y lo presentó a sus discípulos, diciendo: Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados.

Los once Apóstoles presentes bebieron sucesivamente del cáliz, y el Señor añadió: Haced esto en memoria de Mí. Y quedó instituido el Sacramento del amor. Los Apóstoles, tiempo hacía preparados para este gran misterio, no dieron muestras de la menor sorpresa. Un año antes, en la sinagoga de Cafarnaúm, les había Jesús prometido darles su carne en manjar y en bebida su sangre.

Más aún: les había dicho y repetido en todas las formas que si no comían su carne y no bebían su sangre no tendrían en el  los la vida. Y cuando la mayor parte de sus discípulos, escandalizados por esta afirmación tan desconcertante, se marcharon unos tras otros, Pedro, en nombre de sus colegas, hizo su profesión de fe. Ahora que veían realizada la promesa del Salvador, creían más que nunca, con toda su alma, en su veracidad, en su poder y en su Amor.

¿Comulgó Jesús? El Evangelista no lo dice, y más bien parece sugerir lo contrario; sin embargo, los Padres y Doctores, casi con unanimidad, lo afirman, y parece que con razón, porque, ¿no es natural que Cristo, en la celebración de la primera Misa, quisiera servir de ejemplo y modelo a sus nuevos sacerdotes, puesto que les mandaba hacer lo que a El habían visto hacer? La comunión es el complemento de la consumación del sacrificio, y se puede decir que forma parte integrante. (S. Tomás, 3, 81, 1.)

Este acto de Jesucristo se presta a consideraciones muy regaladas y a conclusiones muy provechosas. En el  resplandece, como medita el Padre La Puente, la sabiduría divina, que inventó medio tan maravilloso y tan suave de comunicarse a los hombres y quedarse con ellos. Era para ello acuciada por el amor de Jesús a los hombres “Sic Deus dilexit mundum. . . tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito”; bien podemos decir que más aún lo amó el Hijo, pues que se dio a sí mismo de modo tan regalado. Y hubo de intervenir la omnipotencia, pues sólo ella podía realizar la serie de prodigios que en la Eucaristía se verifican. Entró en juego también el celo encendido de Jesús, que halló medio tan eficaz de aplicarnos el fruto de la Sagrada Pasión.


3) ¿Cómo recibirían los Apóstoles la Sagrada Comunión? Sin duda que Jesús, que tanto les amaba, ilustraría sus inteligencias para que penetraran algo del acto que realizaban. Con qué reverencia y amor la recibirían, y cómo no le diría Pedro, como en ocasión de la pesca milagrosa, recede a me, apártate de mí, sino más bien: ¿adónde vamos a ir, «quo ibimus», si a Ti te dejamos? ¿Comulgó la Santísima Virgen? Parece probable que sí, pues estando, como se cree, en el   Cenáculo, natural era que Jesús le proporcionara ese innegable consuelo. Cierto que los años que después de la la Ascensión del Señor vivió en la tierra comulgaría a diario, siendo en esto, como en todo, dechado de perfección y modelo acabado para aquellos primeros cristianos encomendados a su maternal tutela y solícito cariño.

Dulce materia de meditación la que ofrece el acto de recibir nuestra Madre Santísima la Sagrada Comunión; materia al mismo tiempo práctica, pues que podemos aprender de María el secreto de las fervientes comuniones que nos llevan a hacer de este divino Sacramento de amor el centro de nuestra vida espiritual; todo para la Eucaristía y la Eucaristía para todo; nuestra vida ha de ser de preparación o acción de gracias de la Sagrada Comunión, y en el  la hemos de buscar cuanto necesitamos para vivir una vida santa. Materia es fecunda y abundante, sobre todo si consideramos que en aquel acto instituyó también el Señor el Santo Sacrificio de la Misa y que a continuación confirió a los Apóstoles la dignidad y el orden sacerdotal.


4) Suelen no pocos autores considerar la pena hondísima del Corazón de Jesús al ser recibido sacrílegamente por Judas. Pero, ¿es cierto que comulgara el Apóstol traidor? Del Evangelio no se puede deducir expresamente; de ahí la variedad de opiniones. Hoy la más común es la negativa. «La única razón de suponer que Judas salió después de la institución de la Sagrada Eucaristía es que San Lucas, después de la consagración del vino, añade: “Verumtamen ecce manus tradentis me mecum est in mensa Con todo, he aquí que la »mano del que me hace traición está conmigo en la mesa” (Lc., 22, 21). Pero los otros Evangelistas ponen estas palabras antes de la institución de la Eucaristía, y todo el mundo (aun el Padre Knabenbauer) está acorde en que San Lucas, en la narración de la Cena, a la que no había asistido, no sigue estrictamente el orden de los hechos» (Prat o.c. p283).

35ª  MEDITACIÓN

SALE DESDE LA CENA PARA IR AL HUERTO

“Entonces les dice Jesús: Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro intervino y le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré. Jesús le dijo: «Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.

Dícele Pedro: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré. Y lo mismo dijeron también todos los discípulos. Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.

Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.»Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.

Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?  Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.

Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.

Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras”. 

  

Preámbulo: Lo primero es demandar lo que quiero, lo cual es propio de demandar en la pasión dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. Pedimos afecto de compasión de muy subida caridad, de amor de pura benevolencia. Pero no olvidemos que no se pide una impresión superficial, fácil de lograr sobre todo en caracteres un poco afectuosos, al ver los horribles tormentos exteriores e interiores que Jesús sufrió en las horas de la Pasión, sino un sentimiento íntimo, profundo y fecundo que nos lleve a obrar; que no valdría gran cosa la compasión si nos dejase prácticamente como antes y fuera estéril para hacernos mejores.

 

Punto 1.° PRIMERO: EL SEÑOR, ACABADA LA CENA Y CANTADO EL HIMNO, SE FUÉ AL MONTE OLIVETE CON SUS DISCÍPULOS, LLENOS DE MIEDO; Y DEJANDO LOS OCHO EN GETSEMANÍ, DICIENDO: SENTAOS AQUÍ HASTA QUE VAYA ALLÍ A ORAR

 

1) El himno a que se refiere San Mateo (Mt., 26, 30), “Hymno dicto”, era el llamado Hallel, y lo componían los Salmos 112 a 1.17 de la Vulgata; de ellos los dos primeros se recitaban o cantaban al comenzar la Cena pascual, y los cuatro últimos al fin de ella.

Fiel cumplidor Jesús de la ley y buenas tradiciones, guardó ésta, aun en circunstancias tan tristes para El. Serían de las diez a las doce de la noche cuando salió Jesús del Cenáculo, bajó la barranca de Tyropeón y salió de la ciudad por la puerta de la Fontana; tomó después la dirección Norte, y dejando a la derecha las célebres sepulturas bautizadas con ilustres nombres, hubo de atravesar el Cedrón.

Casi todo el año puede atravesarse a pie enjuto, pues que sólo en tiempo de las lluvias invernales arrastra fangosas aguas; encajado profundamente entre el monte Olivete y la colina del templo, el sol no llega a su fondo sino bastante tiempo después de levantarse. Cedrón significa en hebreo negro, y piensan muchos que debe tal nombre al color oscuro de sus aguas o a la penumbra que lo envuelve a la mañana y a la puesta del sol.

Iban los discípulos llenos de miedo, conturbados por las predicciones del Señor, por el anuncio de que en el   peligro le iban a abandonar, por la aseveración de la caída de Pedro, por las armas de que les había indicado debían proveerse y que ellos entendieron eran armas materiales, cuando Jesús les hablaba, sin duda, de armas para el combate espiritual. Todo esto les había llenado de tristeza. Contribuía también a aumentarla el ver a su Maestro visiblemente triste.

 

2) Llegaron a Getsemaní, que significa lagar de aceite, porque, sin duda, había allí uno tallado en la roca en el   que se molía la aceituna de los numerosos olivos allí cultivados. Era, según se cree, el huerto de alguno de los discípulos. y amigos de Jesús y lugar al que tenía costumbre de retirarse para pasar la noche cuando se le hacía ya tarde para ir de Jerusalén a casa de sus amigos de Betania.

A la entrada del huerto dejó a ocho de sus Apóstoles, diciendo: “Sedete, hic, donec vadam illuc et orem…  sentaos aquí mientras Yo voy más allá y hago oración” (Mt., 26, 36). Y nada les dijo de que orasen también ellos, como se lo encargó en seguida a los otros. ¿Sería que no estaban aún los ochos industriados en el   recurso de la oración?

Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan; eran los tres que en el   Tabor habían admirado los resplandores de la transfiguración y a quienes, en medio de aquella explosión de gloria y alegría había revelado, “excessum quem completurus erat in Jerusalem… la muerte que había de sufrir en Jerusalén” (Lc 9, 31),, preparándolos así para que no se escandalizasen de los abatimientos de la Pasión. Y les hizo testigos de la más profunda de cuantas humillaciones había de sufrir.

¡Cómo se esconde la divinidad! El Hijo de Dios mendigando el consuelo de sus Apóstoles, abriéndoles su corazón, como amigos del alma, y revelándoles lo que de otra suerte no hubiéramos siquiera sospechado: que su alma sentía tristeza de muerte; “tristis est anima mea usque ad mortem… mi alma está triste hasta la muerte” (Mc,, 14, 34). Pero aun de este pequeño alivio se quiso privar, y dejando a los tres, recomendándoles: permaneced aquí y orad conmigo (Mt., 26, 38), orad para que no os venza la tentación (Lc., 22, 40), se arrancó de ellos a la distancia de un tiro de piedra (Ib., 41).


3) Antes, al salir del Cenáculo, había tenido otra despedida más tierna y más costosa: la de su Madre. ¡Dulce materia de contemplación y de utilísimas reflexiones, fáciles de hacer para quien ama un poco y ha tenido en horas angustiosas que apartarse de seres queridos! Todo lo hacía Jesús para que conozca el mundo que Yo amo a mi Padre y que cumplo con lo que me ha mandado (Jn 14, 31). Esa es la prueba legítima del amor.

Reflexionemos para sacar algún provecho. Jesús por mí..., y yo, ¿qué hago por El? Mucho le he prometido, algo es; pero no es difícil prometer en ejercicios; más difícil es cumplir lo prometido; y eso aun en días de lucha y en medio de sacrificios. Vayamos templando nuestra alma para lograrlo en esta tercera semana.

 

Punto 2.° ACOMPAÑADO DE SAN PEDRO, SANTIAGO Y SAN JUAN, ORÓ TRE5 VECES EL SEÑOR, DICIENDO: PADRE, SI SE PUEDE HACER, PASE DE Mí ESTE CÁLIZ; CON TODO, NO SE HAGA MI VOLUNTAD, SINO LA TUYA; Y ESTANDO EN AGONÍA ORABA MÁS PROLIJAMENTE.

 
1) Apartóse haciéndose fuerza de sus tres Apóstoles predilectos para orar a solas a su Padre. Y postrándose, con el rostro en tierra, procidit in faciem suam (Mt 26, 39), oró diciendo: Abba! (padre). Todo te es posible; aleja de Mí este cáliz, pero no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú... (Mc 14, 36). ¡Padre mío!, si es posible, que se aleje de Mí este cáliz; pero que no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú (Mt 26, 39). ¡Padre!, si es de tu agrado, aleja de Mí este cáliz; no obstante, no se haga »mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Misterio profundo; ese mismo Señor había dicho: Baptismo autem habeo baptizari et quomodo coarctor usque dum perficiatur! Tengo de ser bautizado con un bautismo (de sangre); ¡y cómo traigo en prensa el corazón mientras no lo veo cumplido!” (Lc, 12, 50). 

El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se hizo a nosotros semejante en todo per omnia, a excepción del pecado (Heb., 4, 15). Y así como de niño pequeñuelo fue creciendo, y quiso sufrir la sed y el hambre, sentir la fatiga y experimentar necesidad de dormir, y se regocijó en la resurrección de Lázaro, y lloró sobre Jerusalén, del mismo modo ante la inminencia de la Pasión sintió despertarse en el  la angustia que en todo corazón humano precede al sacrificio y que le hace pensar cuál será el fruto, cuáles las consecuencias de su sufrimiento.

Es, sin embargo, para nosotros un misterio cómo pudo hacer presa el dolor moral, la tristeza, el desaliento en su alma, elevada desde Él primer instante de su concepción a la visión beatífica... El doble efecto natural de la gloria celeste, en quien contempla a Dios cara a cara, debe ser espiritualizar el cuerpo y beatificar el alma.

Dios suspende Él primer efecto durante la vida terrestre de Cristo para permitirle cumplir su misión redentora; suspende momentáneamente el segundo para permitir a su amor sufrir en su alma lo que jamás hombre alguno habrá sufrido.


2) Luego volvió a donde quedaron sus tres Apóstoles, y como los hallara dormidos, dijo a Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar conmigo una sola hora? Velad orando para que no caigáis en la tentación; el espíritu a la verdad está pronto, pero la carne es flaca (Mc., 14, 37-38).

Poco hacía que Pedro, prefiriéndose a los demás, se jactaba de que con Cristo estaba pronto a ir a la cárcel y a la muerte; y Jesús le dice, como para hacerle caer en la cuenta de su necia presunción: ¿Te dices pronto a morir conmigo y no has sido para velar conmigo en la oración una hora?

Tomó, separándose de sus discípulos, a orar por segunda vez, diciendo las mismas palabras; Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que Yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt., 26, 42). Y pasada en oración otra hora, volvió otra vez a sus discípulos y los hade nuevo dormidos, pues tenían los ojos muy cargados, y como no supieran qué responderle (Mc., 14, 40), dejándolos dormir se fue a orar por tercera vez, diciendo aún las mismas palabras. Vino por tercera vez a los discípulos y les dijo: Dormid ahora y descansad; he aquí que llegó ya la hora; el Hijo del hombre va luego a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y vamos; ya llega aquel que me ha de entregar (Mt 26, 45-46).

 

3) Magnífico ejemplo el que nos da nuestro Maestro del modo de prepararnos para las horas del combate: ¡ la oración! En el  la encontraremos si no lo que a veces inconsideradamente pedimos, con seguridad el esfuerzo necesario para triunfar en la lucha.

¡Cuántas veces acudimos, sí, a la oración, pero sólo para suplicar al Señor que aleje de nosotros el dolor y la tribulación, sin acordarnos de añadir el que no se haga mi voluntad, sino la tuya; y no pensamos que tal vez lo mejor para nosotros es que venga la tentación, para con ella ejercitar nuestra virtud, avanzar en el   camino de la perfección y hacer méritos de vida eterna! No lo olvidemos y sea nuestra oración eco de la de nuestro Capitán.

Hemos también de aprender la constancia en el   orar y que el mérito de la oración no está en que sea de conceptos exquisitos y de suavidad regalada, sino en que sea humilde, perseverante, resignada y unida a la de Jesucristo: ¡velad y orad conmigo!

Los Apóstoles se durmieron: ¡cuántas veces en nuestra vida espiritual las grandes caídas y defecciones se han seguido a prolongados descuidos en la oración y el recurso a Dios! Hagamos firmísimos propósitos de no dejar por nada nuestra oración y acudir a ella en todas nuestras necesidades.

 

Punto 3.° VINO EN TANTO TEMOR, QUE DECÍA: TRISTE ESTÁ MI ÁNIMA HASTA LA MUERTE; Y SUDÓ SANGRE TAN COPIOSA, QUE DICE SAN LUCAS: SU SUDOR ERA COMO GOTAS DE SANGRE QUE CORRÍAN EN TIERRA; LO CUAL YA SUPONE LAS VESTIDURAS ESTAR LLENAS DE SANGRE.

 

1) Fue tan honda la tristeza de Jesús, que, según El mismo nos dijo, era suficiente a causarle la muerte; bien se vio en los efectos. Nunca aparece Nuestro Señor más hombre. Diríase que no puede llevar su pena a solas y abre su corazón a sus discípulos y pide a su Padre que si es posible se la alivie, apartando de sus labios cáliz de tan horrible amargura.

La violencia que para sobrellevarla hubo de hacerse fue tan grande, que escribe el Evangelista San Lucas: Vínole un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo (Lc 22, 44). Comentando estas palabras, dice el P. Lagrange, O. P.: «Sea cual fuese la naturaleza de este fenómeno, atestigua un sufrimiento cruel, una angustia extrema del alma que pone al cuerpo en un estado de agotamiento. La naturaleza humana de Jesús aparece aquí con toda su capacidad de sufrir, pero también es cierto que en ninguna otra parte se muestra más claramente que El se dio, se entregó por nosotros con plena voluntad; y lejos de que esta debilidad de la naturaleza asumida por el Verbo de Dios escandalice a los fieles, en el   recuerdo de su agonía es donde las más grandes almas han sido heridas del amor de su corazón.»

El mismo Evangelista indica bastante a las claras que fué la vehemencia del dolor y angustia interior las que motivaron este sudor sanguíneo. ¡Todo por nuestro amor, para lavarnos con su sangre! (Apoc., 1, 5).


2) ¿Qué sufrió? Los Evangelistas, para expresarlo, multiplican las palabras: factus in agonia (Lc 22, 43). Tristis est anima mea (Mt 23, 38). Coepit contristari et moestus esse (Mt., 26, 37). Coepit pavere et taedere (Mc., 14, 33). Agonía, tristeza, miedo, tedio...


a) Miedo, temor natural de la muerte, lo sienten los hombres todos, y quiso sentirlo Jesús; veía cómo se le acercaba con el cortejo horrible de sufrimientos acerbísimos, que la hacían verdaderamente temible, y se estremeció.

También nos asaltará a nosotros; no nos dejemos amilanar por él, sino antes bien con ánimo esforzado repitamos, haciéndonos si es preciso violencia, el acto de aceptación de la muerte, indulgenciado por S. S. Pío X con indulgencia plenaria para la hora de la muerte: «Señor, Dios mío, ya desde ahora acepto resignado y gustoso, como venida de tu mano, cualquier género de muerte que te sirvieres enviarme, con »todas sus angustias, penas y dolores.»


b) Asco, náusea, tedio hubo de causárselo, y muy angustioso, el verse Él, pureza infinita y santidad esencial, como anegado en las iniquidades y pecados de todo el mundo; veíase ante la justicia divina como vestido con la hopa de criminal tomando sobre sí las maldades de todos nosotros: “Posuit in eo inquitates omnium nostrum… Sobre El puso todas nuestras iniquidades (Is., 53, 6): ignominias de Sodoma y Gomorra, de Nínive y de Babilonia; de todas las grandes ciudades, verdaderas sentinas de todas las disoluciones y de todos los desórdenes; infamias de todos los cultos, de todas las deidades del paganismo, de sus fiestas, de sus ceremonias, orgías monstruosas de lujuria y degradación vilísima; corrupción refinada de la civilización pasada y venidera; corrupción cínica y bestial de los pueblos bárbaros y salvajes; desórdenes e impurezas de todas clases; desvaríos del orgullo y la ambición; persecuciones de la irreligión y la impiedad; robos, asesinatos, perjurios, apostasías, blasfemias, cismas, herejías; las injusticias mismas y los crímenes que se iban a perpetrar en su Pasión; en una palabra: las villanías todas, todas las torpezas con que la raza caída de Adán se ha manchado y se manchará en la sucesión de los siglos están allí, ante Él, como otros tantos testigos que le acusan, que le oprimen, que le anonadan, que piden su muerte» (Leroy, «Jésus-Christi», ann. 1910).

Mis pecados causaron esa lastimosa impresión a Jesús Contrición vehementísima hemos de pedir y espíritu encendido de reparación, ¡horror a toda mancha, amor a la pureza! “Doluit pro peccatis omnium. Qui dolor in Christo excessit omnem dolorem cuiuslibet contriti; tum quia ex maiori sapientia et caritate processit ex quibus dolor contritionis augetur, tum quia pro omnibus peccatis simul doluit, secundum illud (Is., 53, 4). «Vere dolores nosotros ipse tulit» (D. Thom., 3, 46, 6). Dolióse por los pecados de todos. El cual dolor en Cristo excedió a todo dolor de cualquier otro contrito, ya porque procedió de mayor sabiduría y caridad, ya porque se dolió por todos los pecados juntos, conforme a lo que dijo Isaías (53, 4). En verdad que tomó El nuestros dolores.


c) Tristeza hondísima, desaliento íntimo, producido por la visión de la ingrata correspondencia de los más de sus redimidos. Una madre, lamentándose con un sacerdote de la monstruosa ingratitud de sus hijos, le decía con desgarrador acento: « Nadie puede comprender lo que el corazón de una madre puede sufrir por sus hijos!» Jesús, lamentándose en coloquio ternísimo con Santa Margarita María de la falta de correspondencia e ingratitud de los hombres, la dijo: «Lo que me es mucho más sensible de todo cuanto sufrí en mi Pasión; de suerte tal, que si ellos me correspondieran con algo de amor, estimaría Yo en poco cuanto he hecho por ellos y querría, si fuera posible, hacer aún más...» Y de los sufrimientos del Huerto le declaró: «En el   Huerto fue donde sufrí interiormente más que en todo el resto de mi Pasión, viéndome, en total abandono del cielo y de la tierra, cargado de todos los pecados de los hombres. Comparecí ante la santidad de Dios, que sin mirar mi inocencia, me trituró en su furor, haciéndome apurar el cáliz que contenía toda la hiel y amargura de su justa indignación y como si hubiese olvidado el nombre de Padre para sacrificarme a su justa cólera. No hay criatura alguna que pueda comprender la intensidad de los tormentos que entonces sufrí (Vie et oeuvrcs de S .Marg. Mar.», cd. de Mgr. Cauthe).

 

3) Procuremos tomar parte en los sufrimientos de Jesús, como Él mismo se lo pidió a Santa Margarita María, y esforcémonos con mucha fuerza en entristecernos y llorar; consideremos cómo se esconde la divinidad, acaso en ninguna otra ocasión tanto como en ésta, y al pensar que todo eso lo sufre por mí, preguntémonos: y yo, ¿qué he de hacer por Él? Causa fue también que contribuyó a las amarguras interiores de Jesús el recuerdo de los sufrimientos de su Madre Santísima ¡la amaba tanto!

Hemos visto quizá, en la elección o en la reforma, que Dios exige de nosotros algún sacrificio costoso, y la sensualidad se rebela, se altera, nos presenta el porvenir difícil, la vida triste...; no nos dejemos vencer de la tentación, insistamos en la oración, en nuestros generosos ofrecimientos, y repitamos, al menos resignados, el «fiat» que Jesús repetía en Sus angustias del Huerto. ¡Hágase tu voluntad y no la mía! ¡La carne se estremece. Pero el espíritu está pronto!

36ª  MEDITACIÓN

 

DESDE EL HUERTO HASTA LA CASA DE ANÁS INCLUSIVE, Y LA MAÑANA, DE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, INCLUSIVE

 

“Viene entonces donde los discípulos y les dice: Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que le iba a entregar les había dado esta señal: Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: ¡Salve, Rabbí!, y le dio un beso. Jesús le dijo: Amigo, ¡a lo que estás aquí!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. En esto, uno de los que estaban con Jesús echó mano a su espada, la sacó e, hiriendo al siervo del Sumo Sacerdote, le llevó la oreja. Dícele entonces Jesús: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán”.

 

Preámbulo. Petición. DEMANDAR LO QUE QUIERO; LO CUAL ES PROPIO DE DEMANDAR EN LA PASIÓN: DOLOR CON CRISTO DOLOROSO, QUEBRANTO CON CRISTO QUEBRANTADO, LÁGRIMAS Y PENA INTERNA DE TANTA PENA QUE CRISTO PASÓ POR MÍ.


Punto 1.° EL SEÑOR SE DEJA BESAR DE JUDAS Y PRENDER COMO LADRÓN, A LOS CUALES DIJO: COMO A LADRÓN ME HABÉIS SALIDO A PRENDER CON PALOS Y ARMAS, CUANDO CADA DÍA ESTABA CON VOSOTROS EN EL   TEMPLO ENSEÑANDO Y NO ME PRENDISTEIS. Y DICIENDO: A QUIÉN BUSCÁIS?, CAYERON EN TIERRA LOS ENEMIGOS.


1) Levantóse Jesús confortado de la oración, y acercándose a sus discípulos les dijo: Levantaos y vamos, que el que me va a entregar se acerca. Y cuando todavía estaba hablando llegó Judas, y llegándose a El le besó, diciendo: ¡Salve, Maestro! Jesús le dijo: Amigo! ¿A qué has venido? Judas, ¿con un beso vendes al Hijo del hombre? Pena hondísima la del Corazón de Jesús, dechado de delicadeza; aquel beso hubo de causarle repugnancia mayor que las asquerosas salivas de sus enemigos.

Consideremos la blandura con que trató el Señor a Judas y cómo le indica que le son patentes sus designios; pero que está pronto a volverle a recibir como amigo. ¡Inútil! Aquel corazón obstinado no se conmueve.

¡Qué horrible ejemplo! Judas fue uno de los doce privilegiados, compañero de Pedro, de Juan... qui connumeratus est in nobis et sortitus est sortem ministerii huius  el cual fué de nuestro número y había sido llamado a las funciones de nuestro ministerio, como dijo San Pedro (Act. Ap., 1, 17). Uno de aquellos a quienes, datum est nosse misteria regni caelorum (Mt., 13, 11), se les concedió penetrar en los misterios del reino de los cielos. Tal vez hizo milagros cuando fue enviado a predicar; fue algún tiempo fervoroso. Sin embargo, un año antes de su muerte anunció Jesús en Cafarnaúm la traición: “Nonne ego vos duodecim elegi? El ex vobis unus diabolus est» (Jn 16, 11). ¿No os elegí Yo a doce? Y de vosotros uno es diablo; puede entenderse será diablo o traidor.

La caída no fue repentina; comenzó acaso por una afición desordenada de codicia, que le llevó a hurtar, fur erat (Jn 12, 6); era ladrón. No digamos: ¡por ahí nada temo!, que otros más fervorosos han ido cayendo, y a veces por los pasos que parecían más descabellados. Esa afición endureció el corazón de Judas, para no conmoverse con los avisos y delicadezas de Jesús en el   lavatorio y en este recibimiento.

Le hizo doblado y falso, mostrando el interés que no sentía por los pobres; preguntando a Jesús en la Cena: ¿Soy yo, Maestro? (Mt., 26, 25) y en el   Huerto. Y por fin; le endureció de suerte que nada pudo conmoverle y le llevó a la horrible traición, fríamente preparada, y a la más desastrosa muerte. ¡Temamos!


2) Lección es también provechosa la que podemos deducir para prepararnos a recoger como fruto de nuestros trabajos ingratitud de parte de los hombres. “Venía con Judas un pelotón formado por soldados romanos, conducidos por un tribuno que los sanedritas lograron del Pretor para asegurar el golpe de mano, de oficiales de la policía del templo y también de ancianos y príncipes de los sacerdotes; iban armados de espadas y de garrotes y llevaban a prevención hachones encendidos y linternas. El traidor los había instruido para que procediesen con cautela y no se les fuese de entre las manos, y como señal para que no le confundieran con otro les había dado la de que Jesús era aquel a quien el  besase. Sin embargo, dada la señal, nadie se movió, y entonces Jesús les preguntó: ¿A quién buscáis? A Jesús de Nazaret —respondieron—; y al decirles Jesús: ¡Yo soy!, retrocedieron todos, y con ellos Judas, que se les había juntado, y cayeron por tierra. De nuevo, pues, les preguntó: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús de Nazaret. Os he dicho, respondió Jesús,que soy Yo. Y si es a Mí a quien buscáis, ¡dejad a éstos que se marchen! A fin de que se cumpliera la palabra que había dicho: «Yo no he perdido a ninguno de los que me diste” (Jn 18, 4 y sigs.).

Manifestación magnífica del poder de nuestro Capitán; sólo una palabra suya bastó para dar en tierra con todos sus enemigos; si Él no les permitiera levantarse, allí quedaran sin poderle hacer daño el más pequeño. «Quid judicaturus faciet, qui judicandus hoc fecit? Quid regnaturus poterit, qui moriturus haec potuit ¿Qué hará cuando juzgue quien hizo esto al ser juzgado? ¿Qué no podrá cuando reine quien tanto pudo cuando iba a morir? ?» (S. Aug. in Jn tr. 112, n. 3 ML. 35, 131).

Manifestación magnífica también de que si pudieron poner en el  sus manos, fue únicamente porque El se lo consintió y cuando El lo permitió; “Oblatus es quia ipse voluit” (Is., 53, 7). «Ille enim quando voluit detentus est, quando voluit occisus est. Fué preso cuando El quiso; cuando quiso fué muerto» (S. Aug., tract. 28 in Jo., n. 1. ML. 25, 1622). Y San Ambrosio nos dice: «Cum legimus teneri Jesum, caveamus ne putemus eum teneri invitum et quasi infirmum (Exp. Ev. sec. Lc. 1, 10. ML. 35, 1821). Cuando leemos que fué Jesús detenido, guardémonos de pensar que fué preso contra su voluntad y como si fuera débil.

3) ¡Nuestro amor le movió a dejarse prender! Reflexionemos y pensemos si nos está bien alardear y jactamos de no sufrir ligaduras o si más bien, esclavos del amor de Cristo, no hemos de gozarnos en sujetarnos por Él.

Dolióle a Jesús que le trataran como le trataban, y se lo dijo: ¡Como a ladrón habéis; venido a prenderme armados de espadas y palos! Estando todos los chas entre vosotros enseñando en el   templo no me prendisteis; pero ha llegado vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lc 22, 52-53). ¿Y pretenderemos que se nos guarden consideraciones y se nos trate con honra? ¡Qué significaban nuestros ofrecimientos y oblaciones del Reino, nuestras peticiones de dos banderas..., que tantas y tantas veces hemos ido repitiendo! ¡ Digámoslas y hagámoslas algo más que con los labios!

 

Punto 2.° SAN PEDRO HIRIÓ A UN SIERVO DEL PONTÍFICE, AL CUAL EL MANSUETO SÉÑOR DICE: TORNA TU ESPADA EN SU LUGAR, Y SANÓ LA HERIDA DEL SIERVO.

1) “Viendo lo que iba a pasar, los que estaban cerca de Él dijeron: Señor, ¿arremetemos a cuchillo? Y antes de que Jesús tuviese tiempo de responderles, Pedro, tirando de espada, arremetió contra Maleo, siervo del Sumo Sacerdote, y de una cuchillada le cortó la oreja derecha. Jesús dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina, porque el que a espada mata, a espada muere. ¿O crees que no puedo recurrir a mi Padre y pondrá al momento a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas ¿cómo se cumplirán las Escrituras, según las cuales conviene que suceda así? (Mt., 26, 52-53). Y tocando la oreja del herido lo curó” (Lc 22, 51).

Con razón San Ignacio aplica a nuestro Maestro, en esta ocasión, el calificativo de mansueto; que mansedumbre grande supone su modo de proceder. No acababa de comprender Pedro lo que pasaba, ni comprendía aún cómo Jesús iba de plena voluntad al sacrificio sin pretender en manera alguna evitarlo; y dióselo a entender claramente en sus palabras. Después curó a su enemigo. ¡Cómo practica lo que nos enseña: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os hacen mal. La divinidad se oculta, refrena su omnipotencia; pero deja que se desborde su misericordia.


2) Lección provechosa para sus discípulos; sus armas de combate son el ejercicio de la virtud. «El discípulo de Jesús, para resistir a todo espíritu de venganza, se inspira en las verdades de su fe. Se acuerda de los designios de Dios sobre él; tiene siempre presente en su corazón el fin último para el que ha sido creado; estima el valor de las almas y la virtud redentora del sufrimiento. Por eso le es fácil renunciar a su defensa y no permitirse devolver mal por mal» (Baudot, «Les Evangéliques», 275-2).

Díjole además otras palabras a Pedro, que son muy dignas de consideración: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿he de dejar Yo de beberle? (Jn18, 11). El gran anhelo de Jesús era hacer la voluntad de su Padre, como ha de serlo nuestro, y hemos de quitar de nuestro paso a cuantos de una o de otra manera quieran impedirnos su cumplimiento.


3) “En fin: la cohorte de soldados, el tribuno y los ministros de los judíos prendieron a Jesús y le ataron” (Jn 18, 12). Todos los discípulos le abandonaron y huyeron (Mc., 14, 50). Cosa admirable, los prodigios de la caída de Judas, y los suyos, y la curación de Maleo; parece que en nada impresionan a aquellos desdichados sayones, sino que se diría que los encendieron más y más en rabiosa ira. Lanzáronse sobre Jesús, le derribaron en tierra, le golpearon y le ataron cruelísimamente.

Y se vio Jesús quebrantado, fuertemente ligado y abandonado de todos sus amigos, y comenzaron aquellas series de humillaciones y dolores que habían de culminar en la crucifixión, ¡en el   Calvario! ¡Cuánto sufre! ¡Cómo se oculta la divinidad! ¡Y todo por mí! ¿Y yo? ¿No le he abandonado más de una vez y con harta mayor culpa que los Apóstoles? ¿Le volveré a dejar después de tantos juramentos de fidelidad, de tantos propósitos, de haber visto tan c]ara su voluntad, tan patente su amor? Dios no lo quiera.

Punto 3.°—DESAMPARADO DE SUS DISCÍPULOS, ES LLEVADO A ANÁS, A DONDE SAN PEDRO, QUE LE HABÍA SEGUIDO DESDE LEJOS, LO NEGÓ UNA VEZ, Y A CRISTO LE FUÉ DADA UNA BOFETADA, DICIÉNDOLE: ¿ASÏ RESPONDES AL PONTÍFICE?

 
1) De allí le condujeron, primeramente, a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, que era Pontífice aquel año (Jn 18, 13). Del huerto a casa de Anás anduvo el Señor, en sentido contrario, el camino que dos o tres horas antes anduviera A lo largo del valle de Cedrón, hasta la puerta más próxima a la piscina de Siloé después subieron la escarpada calle que conducía al palacio común de Anás y Caifás, sobre la altura que ahora se llama colina de Sión. Nueve años fué Sumo Sacerdote Aná, y lo fueron después cinco de sus hijos, y su yerno, Caifás, lo tenía todo... menos la estima de las gentes honradas.

Coloca San Ignacio la primera negación de San Pedro en casa de Anás, y no sin visos de probabilidad si seguimos el relato de San Juan; en el   capítulo 18, versículo 13 y siguientes, cuenta este evangelista la entrada de Pedro en casa del Pontífice merced a los buenos oficios de otro discípulo en el  la conocido; y a la entrada es interrogado por la portera, y niega a Jesús. A continuación (y. 19 y sigs.) pone el diálogo de Jesús con Anás y la bofetada. Parece que Anás y Caifás ocupaban dos habitaciones de un mismo palacio, y así los otros evangelistas narran como en compendio las tres negaciones como acaecidas en casa de Caifás. Meditaremos las negaciones juntas en el   siguiente ejercicio.


2) Veamos con qué cuidado de que no se les fuera de las manos condujeron aquellos esbirros crueles a Jesús, denostándole, tirando de los cordeles con que le llevaban fuertemente amarrado, dándole empellones.

Y llegaron a casa de Anás, que, aunque depuesto, era el que manejaba al Sumo Sacerdote, Caifás, y el jefe del partido sacerdotal, que maquinaba la muerte de Jesús; comenzó Anás a preguntarle acerca de sus discípulos y de la doctrina que predicaba. Jesús nada le dijo acerca de sus discípulos, sino que a la cuestión de su doctrina le respondió: “Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo; siempre he enseñado en la Sinagoga y en el   templo, a donde concurren todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Qué me preguntas a Mí? Pregunta a los que han oído lo que Yo les he enseñado, pues ésos saben cuáles »cosas haya dicho Yo” (Jn 18 y 19 y sigs.).

Sapientísima respuesta, que no dejaba lugar a réplica; pero al oírla, uno de los ministros asistentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes Tú al Pontífice? Díjole Jesús: Si Yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres? (Jn 22, 23).


3) Pueden admirarse en este paso, en primer lugar, el dominio y libertad de espíritu de Jesús en su respuesta a la capciosa pregunta de Anás; su gran prudencia al referirse al testimonio de sus oyentes, y su caridad de no querer decir cosa de sus discípulos, que tan mal se habían portado con El.

Cualidades difíciles de guardar en las palabras. En lo que toca a la bofetada, es de considerar que fue dolorosa, como dada por un sayón encendido en ira; afrentosa en sumo grado a los ojos de los orientales, por eso la ley multaba con 200 dineros valor variable; era la moneda del tributo al César como una peseta y con 400 si se daba con el revés de la mano; el Señor, para indicar a sus discípulos que debían estar preparados a sufrir las mayores deshonras, díjoles que presentaran la mejilla izquierda a quien les hiriera en la derecha (Mt 5, 39; Lc 6, 29). Fue, además, injusta y con aprobación de todos los presentes. Pues si así tratan al Maestro, ¿pretenderá el discípulo que le traten de otra manera?

Jesús juzgó deber protestar de la injusticia del ultraje que se le hacía, por no conceder, con su silencio, que tenía razón quien le acusaba de haber faltado al respeto debido al sacerdote; enseñándonos así que es lícito defenderse dentro de los justos límites y, en ocasiones, conveniente.

 

Coloquio. No nos cansemos de repetir los ofrecimientos y peticiones ya hechos, y afirmémonos en el  los para que cuando llegue la ocasión nos mantengamos, con la ayuda divina, fieles a ellos.

37ª  MEDITACIÓN

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE ANÁS HASTA CASA DE CAIFÁS


Preámbulo. La historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Composición de lugar: la gran sala del Sanedrín, donde se celebró el juicio, y la historia, cómo de casa de Anás lo trasladaron a la de Caifás, Sumo Pontífice de aquel año; allí fue negado por San Pedro, condenado a muerte por el Sanedrín y burlado y escarnecido vilmente durante la noche.

 

Punto 1.° LO LLEVAN ATADO DESDE CASA DE ANÁS A CASA DE CAIFÁS, A DONDE SAN PEDRO LO NEGÓ DOS VECES, Y MIRADO DEL SEÑOR SALIENDO FUERA, LLORÓ AMARGAMENTE.

 
1) Fue motivo de amargura grande para el Corazón de Jesús la negación de Pedro, el más privilegiado de sus Apóstoles. Pedro, después de la prisión del Señor y dispersión de sus discípulos, comenzó a seguir a Jesús de lejos (Lc 22, 54) acompañado de otro discípulo que piensan muchos era San Juan; llegaron al palacio, y el otro discípulo, que era conocido del Pontífice, entró en el   atrio. Petrus autem stabat ad ostium, foris… pero Pedro hubo de quedarse en la puerta, fuera (Jn 18, 15-16). Por eso el otro discípulo salió a la puerta y habló a la portera y franqueó a Pedro la entrada.

       Ya dentro, como hiciera frío, se acercó a la lumbre, y sentándose con los sirvientes se calentaba y observaba para ver el fin. Y como una de las criadas le viera sentado al fuego, fijando en el  los ojos, dijo: “También éste andaba con Aquél (Lc., 22, 56). Mujer, no le conozco», protestó Pedro, ni entiendo siquiera lo que dices. Y se salió y cantó el gallo. Otra sirviente, probablemente la portera, le vió: Vidit eum alia ancilla (Mt., 26, 71), y dijo a los presentes: Ese estaba con Jesús Nazareno. Y volvió a negarlo Pedro con juramento: Yo no conozco a ese hombre. Poco tiempo después los que allí estaban, acercándose a Pedro, le decían: En verdad, tú estabas con El, porque no puedes negar que eres galileo; se te conoce en la pronunciación. Y uno de ellos le dijo: Si te ví yo en el   huerto con El. Entonces se puso a jurar y echarse maldiciones sobre que no conocía a tal hombre. Y poco después cantó el gallo. Terminado el juicio, bajaron a Jesús de la sala donde se había reunido el Sanedrín al patio inferior y pasó por el sitio donde estaba Pedro calentándose; sin duda que al ver aparecer al Nazareno todos se fijarían en el , y Él, volviéndose, miró a Pedro: Conversus Dominus respexit Petrum” (Lc., 22, 61). Y aquella mirada de dulcísimo reproche se clavó como un dardo en el   corazón de Pedro, que, “conmovido profundamente, se salió afuera y lloró amargamente», y comenzó a llorar”, porque había de seguir llorando su pecado toda la vida.

 

2) Lección magnífica, de la que podemos recoger sabrosos frutos. Pedro, a pesar del aviso del Señor y de sus protestas reiteradas de fidelidad, cayó, y cayó lamentablemente. Y nosotros, después de tantas luces, de tantas inspiraciones y manifestación tan clara de la voluntad del Señor; después de tantos propósitos, y peticiones y ofrecimientos al parecer tan sinceros, ¿volveremos a caer? ¿Seremos fieles al Señor o traidores?

Si, como Pedro, somos presuntuosos y confiamos más en nuestro pasajero fervor que en el   auxilio de la gracia; si, como Pedro, nos dormimos en la oración en vez de vigilar y perseverar en el  la; si, como Pedro, seguimos de lejos al Señor y nos metemos en la ocasión y en el   trato con los enemigos de Jesús ¡como Pedro caeremos! Ya sabemos el remedio y el modo de perseverar; sólo queda que lo pongamos por obra. Pero si tenemos la desgracia inmensa de imitar a Pedro en la caída, procuremos seguirle también en los pasos de su admirable y duradera conversión. ¡Y no olvidemos la bondad de nuestro Jesús!


Punto 2.° ESTUVO JESÚS TODA AQUELLA NOCHE ATADO.


1) No dice más San Ignacio; pero harto es para considerarlo y conmovernos profundamente al ver al Señor de la Majestad, al omnipotente, cuyas manos todo lo pueden, todo lo han hecho, todo lo conservan y sostienen, atado y como reducido a la impotencia más absoluta. El abuso de nuestra libertad es causa de nuestros pecados e iniquidades y roba su gloria a Dios; para compensarlo, dejóse Jesús atar.

¡Por mi amor, Jesús atado! ¿Y yo? ¿Me ata el amor de Jesús para contenerme siempre dentro de la sujeción más exacta a cuanto es mandato de Dios o de sus representantes? ¡Cuántas veces me han parecido intolerables las ligaduras del deber o del amor a Jesús, que me impedían satisfacer las ansias de mentida libertad de mi inteligencia, de mi corazón, de mis sentidos! ¡Cuántas veces no eran las ligaduras del amor a Jesucristo las que me impedían obrar el mal, sino lazos vilísimos de amor a las criaturas los que me estorbaban el obrar el bien que debía y me arrastraban, vil esclavo, a abusos degradantes de mi libertad! ¡No así en adelante, Señor! Yo quiero hoy apretar más y más los vínculos de mi unión con Vos, para que nadie sea fuerte para romperlos; ¡ni la misma muerte!


2) Aunque no lo indica San Ignacio, puede aquí considerarse el simulado juicio que aquella noche se vio en el   Supremo Tribunal judío. Era el Sanedrín, convocado por Caifás, un Tribunal constituido por 71 miembros. Príncipes de los sacerdotes, doctores de la ley y ancianos jefes de las familias principales.

Por aquel tiempo consta que eran los más de ellos fariseos, celadores ridículos de la letra de la ley, sepulcros blanqueados, amigos de exterioridades, o saduceos, scépticos y epicúreos, que no admitían la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna; era facción de mucho arraigo en la raza sacerdotal, y parece que a ella pertenecían Anás y Caifás. ¡En tales manos estaba la causa de Jesús!

Reuniéronse, pues, en concilio y adujeron falsos testigos que acusaran al Señor. ¿Cuál no sería la pureza y santidad de su vida, que ni aun así pudieron probarle nada que fundara sentencia de condenación? ¡Tan santo Capitán tenemos! Entonces, airado, Caifás, puesto en pie, conjuró en nombre de Dios vivo, a Jesús para que dijese si era el Cristo, el Hijo de Dios! Tú lo has dicho; ¡lo soy! Y Yo os digo que algún día veréis al hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios (Mt 26, 63) y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62).

Al oírlo el hipócrita Caifás, como si acabara de oír una horrenda blasfemia, rasgó sus vestiduras, exclamando Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de testigos? acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? A lo que ellos respondieron diciendo: ¡Reo es de muerte! (Mt 1. c., 65-66). ¡Jesús condenado a muerte por blasfemo! Digno de muerte, sí, porque había cargado con nuestras iniquidades, ¡y eran tan enormes!

 

Punto 3.° ALLENDE DESTO, LOS QUE LO TENÍAN PRESO SE BURLABAN DE EL, Y LE HERÍAN, Y LE CUBRÍAN LA CARA, Y LE DABAN DE BOFETADAS, Y LE PREGUNTABAN: PROFETÍZANOS QUIÉN ES EL QUE TE HIRIÓ Y SEMEJANTES COSAS BLASFEMABAN CONTRA EL.


1) Los latinos proclamaban «res sacra reus», el reo, cosa sagrada; pero para los judíos, el condenado a muerte, y más aún el blasfemo, era objeto de burla y ludibrio público. Y, según as perversas doctrinas de la Sinagoga, estaba prohibido compadecerse de él. Así se explica la tristísima escena que a continuación del «reus est mortis» (reo de muerte), en el   Sanedrín pronunciado, se desarrolló.

Los evangelistas nos dicen que los asistentes, los esbirros que le tenían preso y quizá los mismos gravísimos sanedritas, desfogando el odio, largo tiempo, reprimido, comenzaron a escupirle al rostro y darle puñadas; otros le daban sopapos en el   rostro, y los corchetes que le tenían preso se burlaban de Él y le golpeaban.

Y le vendaron los ojos y le daban bofetadas, diciendo: Cristo, profetízanos, adivina, quién es el que te ha herido? Y le decían blasfemando, otras muchas cosas. Así pasó la noche: ¡noche de veras triste!


2) Además de atado, como lo veíamos en el   punto anterior, estuvo Jesús toda aquella noche entregado a la chusma que se reuniera para su prisión por los sanedritas, que, terminado el juicio, se retiraron a descansar; y siendo objeto de los más inicuos insultos y de las bromas más pesadas y deshonrosas.

¿Qué no haría y diría aquella turba soez de soldados y ministriles, sin freno alguno, antes con el aliciente del ejemplo que los mismos jueces les dieran al escupir y golpear ellos mismos a Jesús? Pena hondísima causa el pensarlo; ¡qué sería el sufrirlo! Escupíanle al rostro; en todo el mundo se ha tenido, y tiene, tal vilísimo insulto como insufrible; y en el   pueblo israelita era la afrenta mayor que a otro se podía hacer. «Es la expresión del más profundo desprecio, el arma de la pasión más grosera, de la rabia impotente, de la más vil venganza. Sólo el pensamiento de ver esta santísima faz afeada con tan abominable suciedad subleva el alma y hace enrojecer de indignación las mejil1as (Huonder, «La noche de la Pasión», 43).

¡Cada vez que pecas escupes a tu Dios! Le vendaron los ojos para herirle más a salvo. Pensaban que no les veía! Locura parecida la del pecador, que se pone a sí mismo la venda, ¡olvidando que Dios está presente y lo ve todo! Le herían con bofetadas y golpes, y le decían: Averigua, ¿quién es el que te hirió? Cuán bien ofrecerá su mejilla al que le hiere; y lo que nos había enseñado: Si te hieren en un carrillo ofrece el otro (Mt., 5, 39). Y le decían palabras afrentosas. Y Jesús callaba; qué dulzura!, ¡ qué paciencia!, ¡ qué magnanimidad!

Consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece y esforcémonos en dolernos, contristarnos y llorar; lágrimas bien empleadas las que la compasión arranque de nuestros ojos. Consideremos cómo la divinidad se esconde; en verdad que sólo la fe nos la puede descubrir; tanto se oculta. Podría destruir a sus enemigos, y, lejos de hacerlo, les deja triunfar y aparece impotente y vencido ante ellos, triunfadores e insultantes.

Y cómo deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente; ¡misterio insondable! Adoremos esa divinidad oculta, y al considerar cómo todo esto padece por mis pecados, por mi amor, etc., pensemos ¡qué debo yo hacer y padecer por El! Y, si tenemos un poco de corazón, no podremos menos de prorrumpir en agradecidos afectos y generosas ofertas.


3) Muy de mañana, reunidos de nuevo en concilio los Sumos Sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Consejo, llamaron a Jesús y le preguntaron si Tú eres Cristo, dínoslo. Y les respondió: Si os lo dijere no me creeréis, y si Yo os hiciere alguna pregunta no me responderéis ni me dejaréis ir. Pero después de lo que veis ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios. Dijeron todos: Luego, Tú eres el Hijo de Dios? Respondióles Él: Así es que Yo soy como vosotros decís. Y replicaron ellos: Qué necesitamos ya buscar otros testigos, cuando nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca? (Lc 22, 66 y sigs.). Y levantándose luego todo aquel congreso, le condujeron atado y le entregaron al presidente, Poncio Pilato.

La ley prohibía dictar sentencia de muerte puesto ya el sol, y, según las costumbres judías, una condena de muerte no podía decidirse en una sola sesión, sino que exigía segundo juicio, que debía celebrarse el día siguiente. No quisieron los hipócritas jueces de Jesús faltar a la letra de la ley, y de pura fórmula se reunieron a hacer un simulacro de nuevo juicio.

Unámonos  a Cristo en su dolor por nuestros pecados por los cuales fue condenado y sintamos en nuestros cuerpo todas sus heridas y salivazos y azotes e injurias.


NOTAS.1) Caifás fué nombrado Sumo Sacerdote por Valerio Grato, el mismo que destituyó arbitrariamente a Anás el año 18 de nuestra Era; y fué depuesto el año 36 por Vitelio, al mismo tiempo que Pilato. Es un misterio cómo pudo mantenerse tanto tiempo, siendo así que sus tres predecesores no duraron sino un año cada uno, y cinco sucesores inmediatos apenas más.

 

2) Se han señalado en el   proceso de Jesús al menos veintisiete irregularidades, de las que una sola fuera suficiente para anular un juicio. Para pronunciar sentencia debían estar los jueces en ayunas, no podían dictarla sino después de madura reflexión, y si era capital debían diferirla para el día siguiente; prohibía además la ley al Sanedrín tener sesión de noche y antes del sacrificio matutino . Si se quiere estudiar la horrible injusticia del proceso de Jesús, puede verse la obra de los hermanos Lérnann, judíos convertidos, «Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus Christ», par les Abbés Lémann. París, Poussielgue, 1876. Y la de Giovanni Rosadi, «I1 processo di Gesü», Firenze, G. e. Sansoni, editore, 1904. Ilustra la primera admirablemente la iniquidad del proceso de Jesús, a la luz del Derecho hebraico, en el   que demuestran una pericia excepcional. La segunda obra pone de relieve la misma iniquidad, principalmente a la luz del Derecho romano, y lo hace con copiosa erudición, que nada deja que desear. Nótese que aunque Rosadi admite que Jesucristo es Hombre-Dios, habla después con muy escasa crítica de los racionalistas y sienta afirmaciones peregrinas. Es con todo verdad que pone en plena evidencia que la injusticia cometida con Jesús Nazareno «fué la más grande y la más memor

38ª  MEDITACIÓN

JESÚS ANTE PILATO

 

Punto 1.° LO LLEVA TODA LA MULTITUD DE LOS JUDÍOS A PILATO Y DELANTE DE ÉL LE ACUSAN, DICIENDO: A ÉSTE HABEMOS HALLADO QUE ECHABA A PERDER NUESTRO PUEBLO Y VEDABA PAGAR TRIBUTO A CÉSAR.

 
1) A poco de amanecido se reunieron por segunda vez los sanedritas, y confirmada formulariamente la sentencia que dictaran en la sesión nocturna, tomaron al reo para conducirlo, temprano todavía, al Tribunal civil del Pretor romano.

Los romanos eran madrugadores y abrían pronto sus Tribunales, para cerrarlos hacia el mediodía y dedicar el resto de la jornada al descanso, a la mesa y a las diversiones. Era procurador de Judea Poncio Pilato, nombrado el año 26 por Tiberio y destituIdo el 36 por el legado de Siria, Vitelio, a causa de haber hecho asesinar cruelmente a un grupo inofensivo de samaritanos (Prat).

Para que la sentencia del Sanedrín tuviera validez ejecutiva tenía que ser confirmada por el Pretor romano, que desde la ocupación romana era el único que en Palestina tenía el «ius gladii» (derecho de condenar a muerte).


2) Veamós a Jesús atado, rodeado de los soldados y ministros que le prendieron, y acompañado por los sanedritas todos, atravesando gran parte de la ciudad, cuyas calles, aunque era temprano, estarían atestadas de gente por la enorme afluencia de forasteros a Jerusalén en aquellos días de Pascua. ¡Qué vergüenza! Pocos días antes había paseado aquellas mismas calles en muy distinta forma.

Pilato, enterado ya, sin duda, de lo que acontecía, aunque era temprano, recibió al cortejo, deseando terminar pronto asunto tan enojoso para un día en que tenía que prestar toda su atención al orden de la ciudad. Los sanedritas, escrupulosos guardadores de las fáciles exterioridades de la ley, no quisieron entrar en el   Pretorio, casa de un gentil, por no contaminarse y poder comer la pascua.

Salió, pues, Pilato a ellos y les preguntó: Qué acusación presentáis contra este hombre? Ellos respondieron: Si no fuese un malhechor no te lo traeríamos aquí. Pilato les dijo: Llevadlo, pues, y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le respondieron: Nosotros no podemos ajusticiar a nadie. Con lo que vino a cumplirse lo que Jesús dijo, indicando el género de muerte de que había de morir (Jn 18, 28 y sigs.).

Comenzaron entonces a acusarle, diciendo: Hemos hallado a este hombre fomentando el desorden en nuestra nación, prohibiendo pagar el tributo al César y diciendo que El es el Mesías Rey.


3) ¡Cómo ciega la pasión! Pregunta natural y obligada la que Pilato les hizo, que obligación tiene todo juez de estudiar la causa antes de dictar en el  la sentencia; y, sin embargo, se sienten ofendidos los sanedritas; buscaban, como dice San León, que fuese mero ejecutor de la cruel sentencia dictada por ellos y no árbitro de la causa, «executorem sae vitae. non arbitrum causae». Para eso, para hacerle fuerza, se trasladó el Sanedrín entero..., y offerebant vinctum... ut non auderet Pilatus absolvere», y se lo presentaban atado para que no se atreviese Pilato a soltarlo.

Pronto conoció Pilato que allí no había sino envidia de la clase sacerdotal: Sciebat enim quod per invidiam tradidissent eum, dice San Mateo (Mt., 27, 16) porque sabía bien que se lo habían entregado por envidia. Pasión tremenda que causa estragos muy lamentables, y, por otra parte, muy general aun entre gente que se precia de espiritual. «La envidia y los celos engendran aversión, atizan, el funesto incendio de un aborrecimiento implacable, hácenle a uno duro, rígido, y matan todo sentimiento de nobleza y de justicia. Acuden a cualquier medio, aun al más vil y bajo, con tal que les sirva para dañar a su competidor y acabar con él» (Huonder, 6. e., 53).

Es, por otra parte, tan vil, que nadie se resigna a confesarla, sino que estudiadamente se
procura hacerla pasar disimulada bajo el pabellón de alguna virtud; así estos hipócritas acusadores de Jesús la paliaron en el   tribunal religioso, con velo de celo de la gloria de Dios, y le acusaron de blasfemo; en el   tribunal civil, con el del respeto a la autoridad del César; y, ciertamente, ni la gloria de Dios les preocupaba gran cosa, ni tenían para el César más que odio reprimido e impotente desprecio.

¡Es un malhechor! dicen ahora; poco antes decían: ¡Es un blasfemo! Así se deja tratar por nuestro amor Jesús; dejábase tratar de seductor, «ad solatium servorum suorurn, quando dicuntur se»ductores» (S. Agust., in Ps. 63, y. 7), para consuelo de sus siervos cuando son llamados seductores. Dispongámonos a llevar por amor de quien así nos ama cualquier desprecio de que podamos ser objeto.

 

Punto 2.° DESPUÉ5 DE HABELLO PILATO UNA VEZ Y OTRA EXAMINADO, PILATO DICE: «YO NO HALLO CULPA NINGUNA.

 
1) De las acusaciones que contra Jesús presentaron, recogió Pilato una, la que más le interesó: que se hacía rey, y tomando consigo a Jesús entró en. el Pretorio, y le preguntó: “¿Eres Tú el Rey de los »judíos? Jesús le respondió: Dices tú eso de ti mismo o te lo han dicho de Mí otros? Replicóle Pilato: Qué, ¿acaso soy yo judío? Tu nación y los Pontífices te han. entregado a mí. ¿Qué has hecho Tú? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, claro está que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Replicóle a esto Pilato: Con que Tú eres Rey? Respondió Jesús: Así es como dices; Yo soy Rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo; para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 33ss)

Veamos a nuestro divino Maestro instruyendo tan solícitamente al Pretor romano. Lección magnífica la que le leyó; si hubiera sabido aprovecharla, cuán dichoso hubiera sido; pero no hizo de ella aprecio. Nosotros hemos de aprovecharla, que a nosotros, no menos que a Pilato, va dirigida. Pensaba Pilato en un reino temporal que pudiera oponerse al del emperador romano, y por eso comenzó por explicarle la naturaleza de su Reino.

Mi Reino no es de este mundo, no es terreno ni temporal, porque trae su origen del cielo, de donde bajé a juntarle con mi predicación por medio de la fe; a rescatarle del poder de sus enemigos con mi muerte; a santificarle con los Sacramentos; a lavarle con mi sangre; a hermosearle con mi gracia y darle vida con mi espíritu. No es de este mundo mi Reino, porque no consiste en bienes de este mundo, sino que por el desprecio de ellos se camina a la vida y Salud eterna» (La Palm., «Hist. de la S. Pasión», e. 17).

 No viene a quitar reinos temporales quien viene a darnos el eterno. «Non eripit mortalia, qui regna dat caelestia… No temas, pues, que me oponga a tu emperador; quiso defenderme en el   huerto uno de mis discípulos y se lo impedí; no está mi fuerza en las armas ni pretendo conquistas terrenas. Mi Reino es de las almas, y a santificarlas y llevarlas al cielo, Reino eterno, he venido a la tierra; mi Reino se establece sin estrépito de armas y comba»tes materiales; vine Yo a fundarlo en la tierra, y mi táctica ha sido la pobreza, la humillación, ¡ la persecución !  Y pudiera haberle añadido: ¡Si vieras que voy a tomar por trono la Cruz en que dentro de poco me vas a clavar!


2) Rey es Jesús, y por títulos variados y bien legítimos; lo sabemos, lo hemos proclamado, nos hemos declarado súbditos fieles de tal Rey y hemos prometido señalarnos en todo servicio de este Rey eterno y Señor universal. Pero notemos que si su Reino no es de este mundo, sus súbditos tampoco lo pueden ser: luego no siguen sus máximas, no aman lo que El ama, no ponen en contentarle todo su estudio y su temor en disgustarle ¡desprecian sus bienes y sólo buscan los eternos! ¿Soy yo de ésos? Mi conducta me lo dirá; triste sería ofrecerse al servicio de este Rey y gloriarse de ser su súbdito, al mismo tiempo que con las obras desmentimos nuestras palabras y demostramos ser esclavos del mundo.

Díjole, además, Jesús que había venido al mundo a dar testimonio de la verdad. Antes había dicho: soy el camino, la verdad, la vida (Jn 14, 16). El primer hombre fue creado en la verdad; pero esa verdad que bañaba a la naturaleza humana se trocó por el pecado y caída de Adán en espesas tinieblas. Vino Jesús a disipar las tinieblas y hacer resplandecer la verdad. Dios es la luz y verdad; la segunda Persona, encarnando, encarnó la verdad, y al incorporarse a sus elegidos, los incorpora a la verdad. Es la verdad viático de las almas en este mundo, y la Iglesia es su depositaria. La verdad de Jesús, que nos distribuye la Iglesia, nos guía hacia la bienaventuranza... Sólo el que sigue a Jesús no camina entre tinieblas…Qui sequitur me non ambulat in tenebris (Jn 8, 12). Todo aquel que pertenece a la verdad escucha mi voz (Jn 18, 37). ¿Y quién escucha la voz de Jesús? Los Apóstoles, las almas rectas y puras. ¿Quién no la escucha? Los fariseos, los que, enseñoreados por la pasión, llámese ambición, codicia, lujuria, etc., están decididos a violar la ley de Dios (Jo., 8, 47) (Chometon, S. J., «Le Christ vie et humire»).


3) Pilato dijo a Jesús: «Qué es la verdad?» Y sin aguardar respuesta se fué... ¡Desdichado! Frente a frente de la Verdad, le vuelve las espaldas. No así nosotros, sino que postrados a los pies de nuestro Jesús, digámosle: ¡Habla, Señor, que Tú tienes palabras de vida eterna, y quien a ti te escucha, de Dios es; y quien a ti te sigue, camino va de vida eterna; y quien a tu luz camina, seguro está de llegar a buen término!

Hecha su pregunta a Jesús, sin aguardar respuesta, salió segunda vez a los judíos y les dijo: Yo ningún delito hallo en este hombre (Jn 18, 38). La consecuencia natural de tal premisa era: luego le pongo en libertad y garantizo su incolumidad. En vez de hacerlo así, comienza la falsa política del ceder y querer satisfacer a todos, y de claudicación en claudicación llega a la caída definitiva de condenar a muerte al mismo a quien proclama inocente.

¡Terrible y temerosa lección para tanto Pilato, cobarde y contemporizador!
Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos seguían acusándole, pero Jesús nada respondió. Por lo que Pilato le dijo: ¿No oyes de cuántas cosas te acusan? Pero El a nada contestó de cuanto le dijo; por manera que el presidente quedó en extremo maravillado (Mt., 27, 12). Silencio sublime y bien difícil de guardar cuando nos acusan y vilipendian siendo inocentes y con plena conciencia de serlo; si no tenemos muy mortificado el amor a la honra y a la vida, si tememos la deshonra y la muerte, no lo sabremos guardar.


Punto 3° LE FUÉ PREFERIDO BARRABÁS, LADRÓN: DIERON VOCES TODOS DICIENDO: «NO DEJES A ESTE, SINO A BARRABÁS


1) Sólo San Lucas (23, 9 y sigs.) narra el episodio del envío de Jesús a Herodes; por eso quizá San Ignacio, siguiendo a los otros evangelistas, le antepuso en la contemplación la escena tristísima del parangón con Barrabás.

Después de declarar Pilato: “Yo ningún delito hallo en este hombre, continuó: Mas ya que tenéis la costumbre de que os suelte un reo por la Pascua, ¿queréis que os ponga en libertad al Rey de los judíos? Entonces todos ellos volvieron a gritar: No a Ese, sino a Barrabás. Es de saber que este Barrabás era un ladrón” (JN 18, 38 y sigs.).


Era costumbre del pueblo judío dar libertad a uno de los presos para que pudiera celebrar la Pascua, fiesta conmemorativa de la libertad de la cautividad de Egipto. Los romanos la habían respetado, y parece indicar San Marcos que la turba se la recordó a Pilato: Et cum ascendisset turba, coepit rogare sicut semper faciebat illis (Mc., 15, 8). Pues como el pueblo acudiese a esta sazón a pedirle el indulto que siempre les otorgaba, les puso en el   trance de elegir a uno de dos: a Jesús o a Barrabás.

¡Qué alternativa! ¡Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el dechado de toda perfección, el más hermoso entre los hijos de los hombres, que había pasado haciendo bien, practicando la virtud, enseñando la verdad, curando los enfermos, resucitando los muertos, perdonando los pecados! ¡Cuántos de los allí reunidos le debían algún beneficio! ¡Ni uno solo podía echarle en cara, no ya ofensa alguna, pero ni falta la más pequeña! Y lo comparan con Barrabás, ladrón famoso, que había cometido un homicidio (Mc 15, 7; Act. Ap., 3, 14), tomando parte en una sedición y estaba condenado a muerte; al que nada debían y de quien podían temer mucho. Eligió, sin duda, Pilato el más detestable de los malhechores encarcelados para forzarles a la elección de Jesús.


2) El pueblo, que cinco días antes aclamaba a Jesús por Mesías, hubo de quedar perplejo al oír la propuesta; pero mezclándose en su masa los sacerdotes y escribas y fariseos, comenzaron a soliviantarlo, y quizá les proporcionó tiempo para lograrlo un incidente que colocan en este lugar algunos historiadores de la Pasión, como De Lai, Schuster, etc., como parece insinuarlo San Mateo.

Llególe a Pilato un recado de su mujer, que le enviaba a decir:  “Nihil tibi et justo illi, no te mezcles en la causa de ese sujeto, porque son muchas las congojas que hoy he padecido en sueños por su causa” (Mt., 27, 19). Lograron entre tanto conmover al pueblo, que, respondiendo a la pregunta repetida de Pilato: “A quién de los dos queréis que os suelte?, comenzó a gritar: A Barrabás! Replicóles Pilato: Pues ¿qué he de hacer de Jesús, llamado Cristo? Dicen todos: Sea crucificado” (Ib., 21-22). «¡ Oh furia phreneticorum! Occidatur qui suscitat mortuos et dimittatur qui occidit vivos…Oh furia de locos! ¡ A muerte el que resucita los muertos y en libertad el que mata a los vivos! (S. Aug., tract. 116 in Jo).

Puede considerarse esta elección desastrada del pueblo judío, primeramente, como expresión de la justicia divina; ante Dios aparecía en aquel momento su Unigénito cargado con mayor culpa y, por tanto, deudor de mayor pena que el mismo Barrabás... ¡Sobre Él había puesto los pecados de todo el mundo!

Fue, en segundo lugar, expresión eficaz del amor de Dios para con nosotros. Porque, en realidad, ¿qué nos hubiera aprovechado que Barrabás sufriese la muerte y quedara Jesús libre? «Muera mi Hijo, clamó el Padre celestial, y sean, en cambio, salvos los pecadores, en Barrabás representados.» Por eso la Iglesia, agradecida, canta: Para redimir al esclavo entregaste a la muerte a tu Hijo. Oh admirable dignación de tu bondad para con nosotros! ¡ Oh inapreciable prueba de tu amor!


3) ¡Cuánto no hubo de sentir el nobilísimo Corazón de Jesús esta afrenta de su pueblo, de aquellos que de Él sólo habían recibido beneficios y de los que sólo debía esperar gratitud!         ¡Cuán errados son los juicios de los hombres y cuán poderosa la pasión de la envidia! De modo análogo a los judíos procedemos nosotros cuando pecamos; la tentación es una propuesta; ¿a quién prefieres, a Cristo o a Barrabás; a Dios o a la criatura: la honra de Dios o la tuya; el amor de Cristo o el de...? Poned lo que sabéis, ¡y a veces es más vil que Barrabás! Y cuando vacilamos ponemos en parangón a Cristo con Barrabás; y cuando cedemos y consentimos lo posponemos para ir con Barrabás. ¡Cuántas veces lo hemos hecho así! ¡Lloremos! Y saquemos de esta contemplación, además, esfuerzo y consuelo para cuando nos veamos despreciados, y olvidados, y pospuestos a otros que valen menos que nosotros; ¡ y tal vez por los que más nos deben!

Coloquios. Magnífica ocasión para agradecer a Cristo su ofrenda de amor para nuestra redención y pidiendo ser admitido entre sus seguidores en el   oprobio para imitarle.

 

NOTAS. 1) Era Pilato, en frase de Agripa, que ciertamente no le quería bien, un hombre de carácter inflexible y de arrogancia salvaje. Se le acusaba de venal, rapaz, violento y déspota; de crueldades inútiles, de asesinatos sin formación de proceso..., pero pasaba por administrador activo, emprendedor, muy capaz de mantener el orden; y estas cualidades, en concepto de Tiberio, compensaban muchos vicios. De que fuera brutal y cabezudo no ha de deducirse que estuviera dotado de verdadera energía; los caracteres más violentos son a veces los más tímidos, afectan la brutalidad para disimular su debilidad y se esfuerzan por inspirar a los demás el terror que ellos experimentan (Prat, o. e.).

2) En Palestina, como en todas las provincias anejas al Imperio, el «ius gladii», derecho de condenar a muerte, pertenecía exclusivamente al gobernador romano. Los judíos no lo ignoraban y los sanedritas lo reconocían expresamente. El asesinato de San Esteban no será sino una ejecución tumultuaria, algo así como un linchamiento en unas horas de revuelta; y el martirio de Santiago el Menor había de costar al gran Sacerdote, que para autorizarlo se aprovechó de un interregno, una severa reprensión y el ser destituido de su cargo (Prat. o. c., 2, 263).

3) Quizá impresionó a Pilato la acusación de que Jesús quisiera hacerse rey por haberse difundido por el Imperio la noticia de que gentes salidas de Judea se habían de apoderar del sumo poder. Tácito escribe: «Pluribus persuasio, inerat, antiquis sacerdotum libris conti»neri, eo ipso tempore fore ut valesceret Oriens, profee»tique Judaea rerum potirentur» (1, 6, 13; Histor.). Estaban muchos persuadidos de que en los libros viejos de los sacerdotes estaba escrito que había de suceder por aquel tiempo que prevaleciese el Oriente, y gente salida de Judea se apoderase del poder. Casi con las mismas palabras escribe Suetonio: «Percrebuerat,in Oriente toto, vetus et constans opinio, esse in fatis ut eo tempore Judaea profeeti rerum potirentur» (In Vespas, 4). Confirma esta tradición Virgilio en su Egloga cuarta, «Sicelides musaeB. Y puede recordarse también la profecía de la célebre sibila de Cumas, que trae Cicerón (1, 2, de divinatione) (Card. de Lai, «La Passion de N. Seigneur», p. 119, 1).

39ª  MEDITACIÓN


2. CONTEMPLACION DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE PILATO HASTA LA DE HERODES (Lc 23, 6-12).


Preámbulo. Será la historia: como en el   curso de la acusación oyese Pilato hablar de Galilea, preguntó si era el acusado galileo, y como le dijeran que sí, para desentenderse del enojoso asunto envió a Jesús, atado, a Herodes. Recibióle éste muy alegre, y preguntándole muchas cosas, Jesús no le respondió una palabra, por lo cual Herodes, enojado, lo devolvió a Pilato, no sin haberle vestido antes, como a necio, con una vestidura blanca, como traduce la Vulgata, o resplandeciente, como parece indicar el original.

 

Composición de lugar: será ver el camino del Pretorio al palacio de Herodes y el palacio del tetrarca de Galilea. El camino es corto, atravesando el valle del Tyropeón, y a poca distancia del ángulo sudoeste del templo se alzaba el palacio antiguo de los príncipes Asmoneos, descendientes de los gloriosos Macabeos. En el  podemos ver una amplia y espléndidamente adornada sala, donde Él fastuoso y afeminado Herodes recibió a Jesús.


Punto 1.° PILAT0 ENVIÓ A JESÚS, GALILEO, A HERODES, TETRARCA DE GALILEA.


1) Proclamada la inocencia de Jesús por Pilato, en vez de ponerlo, como debía en todo derecho, en libertad, para no indisponerse con los sacerdotes y ancianos, se decidió a enviárselo a Herodes, a pesar de que sabían bien quién era el tetrarca y lo que pudiera resultar de tal entrega. Quizá buscaba, además de desentenderse de un asunto enojoso, halagar al tetrarca, con quien estaba enemistado desde que hizo acuchillar en el   templo, y sin formación de causa, a unos galileos; ofrecíasele buena ocasión, pues al transferir el proceso al Tribunal de Herodes reconocía públicamen- te su autoridad regional.

Comentando esta iniquidad, hace el Padre Huonder una reflexión de actualidad perenne: «Cuando se trata de ir contra la Iglesia y el Cristianismo, vuelven a unirse para ello aun los hermanos que antes estaban enemistados; y de la noche a la mañana se hacen alianzas entre partidos distanciados en política y religión, más aún de como lo estaban el romano gobernador y Herodes... Muy extrañas coaliciones se han llegado a hacer entre »las extremas derechas y las extremas izquierdas contra la Iglesia (Huonder, «La noche de la Pasión, 59, III).


2) Y la causa de Jesús se va a ver en el   Tribunal de un hombre sensual, cruel y vanidoso; del verdugo del santo Precursor; del «raposo» artero y cobarde, cuya característica era la astucia y que lo sacrificaba todo a sus pasiones libidinosas. Para que nosotros, sus seguidores, estemos prontos a recibir trato semejante y nos consolemos al vernos inicuamente juzgados por jueces indignos. Ignominia grande fue para Jesús atravesar las calles atado y custodiado como un criminal peligroso, hecho objeto de curiosidad, de desprecio y aun de ludibrio, porque los sacerdotes y ancianos, que no debieron recibir bien esta decisión de Pilato, descargaban su mal humor en Jesús.


3) Podemos considerar este acto de Pilato como su primer tropiezo en la serie de prevaricaciones que iban a llevarle al horrendo crimen de la crucifixión del Hijo de Dios y sacar como consecuencia a dónde nos puede llevar una concesión indebida, la cobardía de no ponernos desde Él principio decididamente de parte de la justicia y la inocencia; la debilidad en ceder a las exigencias, siquiera sean levemente pecaminosas, de nuestras pasiones. Preciso es que desde Él principio hagamos rostro: «prin»cipiis obsta! » De otra suerte será nuestra ruina segura.

 

Punto 2.° HERODES, CURIOSO, LE PREGUNTÓ LARGAMENTE, Y ÉL NINGUNA COSA LE RESPONDÍA, AUNQUE LOS ESCRIBAS Y SACERDOTES LE ACUSABAN CONSTANTEMENTE.


1) Era Herodes Antipas hijo de Herodes el Grande, el mismo que había dado muerte a San Juan Bautista porque le reprochaba su unión incestuosa con Herodías, esposa de su hermano Herodes Filipo. Algún tiempo después del martirio de Juan, como oyera Herodes narrar los prodigios de Jesucristo, pensó que era el Bautista resucitado: “Hic est Joannes Baptista; ipse surrexit a mortuis, et ideo virtutes operantur in eo… Este es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso resplandece tanto en el  la virtud de hacer milagros (Mt., 14, 2); y movido de curiosidad, o dudando de la verdad, deseaba ver a Jesús, como dice San Lucas (Lc 9, 9): Quaerebat videre eum», y buscaba el modo de verle. Parece que después intentó matar a Jesús, pues algunos judíos dijeron al Maestro: “Exiet vacte hinc; quia Herodes vult te accidere» Sal de aquí y retírate, porque Herodes quiere matarte” (Lc., 13, 31).

 
2) Cuando recibió el aviso previo que, sin duda, le envió Pilato anunciándole que enviaba a su palacio a Jesús para que juzgase la causa, se sintió halagado y se holgó sobre manera de ver a Jesús, porque hacía mucho tiempo que deseaba verle por las muchas cosas que había oído de Él y porque con esta ocasión esperaba verle hacer algún milagro.

Recibióle, pues, bien, y le hizo multitud de preguntas, y le pidió que hiciera algún milagro, indicándole que, como tenía en sus manos su causa, le pondría en libertad y aun le otorgaría honores y riquezas si quería complacerle; y Jesús, que había respondido al gentil Pilato, no respondió palabra a Herodes, ni hizo rogado milagros el que tan estupendos los había hecho aun sin pedírselo, como en Naín y en otras ocasiones. ¿Por qué calló?

Han dicho algunos que por respeto a la ley, pues estaba Antipas excomulgado. Pero aun dado que la prohibición de participar en los sacrificios, que por su adulterio pesaba sobre Herodes, equivaliera a la excomunión, llamada Nidoni (separación), todavía tal prohibición no incluía la de no podérsele dirigir la palabra, sino que ordenaba que no se hablara con. él a distancia menor de cuatro codos. Señalan como causa principal del silencio algunos expositores modernos la vida licenciosa de Herodes. No habla el Señor a las almas deshonestas; por eso ellas viven regocijadas en sus carnalidades, sin sentir muchas veces remordimiento alguno. Sin embargo, Jesús habló, en detenido coloquio, con la Samaritana; no rechazó a la adúltera y defendió a Magdalena (De Lai, o. c.).


3) La causa principal del silencio de Jesús hay que buscarla en la impía pretensión de Herodes de que Jesús rebajase su divino poder al nivel de un charlatán y prestidigitador. ¡Terrible castigo para el alma el silencio de Dios! Pobre del pecador a quien se lo impone; es casi prenuncio de eterna condenación. Digámosle al Señor, con el Profeta: “No enmudezcas, Señor, no sea que enmudeciendo Tú me asemeje a los que van camino del abismo” (Ps., 27, 1). Procuremos con empeño grande conservar nuestro corazón puro, no se nos vaya manchando y encarnizando de suerte que nos convierta en aquel «animalis homo», hombre animal, para quien no hay más vida que la de los sentidos y que no percibe, ea quae sunt Spiritus Dei (1 Cor., 2, 14), las cosas del Espíritu de Dios. Ni pretendamos en nuestro trato y conversación con Dios otra cosa que su gloria y nuestro provecho espiritual.

Entonces sí merecemos que Dios nos hable, y serán para nosotros sus palabras de vida eterna, luz vivificante para nuestra inteligencia que dirija todos nuestros pasos; alimento para nuestra alma, más dulce que la miel; fuego que vivifique nuestra voluntad y la esfuerce para el bien. Entre tanto, los príncipes de los sacerdotes y los escribas persistían obstinadamente en acusarle (Lc 23, 10). Le acumularían todo cuanto pudiera hacerle odioso a Herodes. Y Jesús callaba: ni el halago ni las amenazas le hicieron hablar. ¡Magnífica lección, difícil en ocasiones de practicar, pues con facilidad nos mueve a hablar el deseo de ser tenidos y estimados en algo o el temor de que se nos tenga por lo que no somos!


Punto 3.° HERODES LO DESPRECIÓ CON SU EJÉRCITO VISTIÉNDOLE CON UNA VESTE BLANCA.


1) Mas Herodes, dice San Lucas, con todos los de su séquito, le despreció; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato (Lc 23, 11). Pilato se admiró del silencio de Jesús, y, en cambio, Herodes la calificó de necedad. Al verse, a su juicio, despreciado por Jesús, pensó, sin duda, cómo castigarle, y no encontró castigo más doloroso y afrentoso que el tratarle como a necio. Y cierto que es cosa difícil de llevar para el hombre semejante afrenta, y que pasa más fácilmente por otras al parecer más costosas o, al menos, ciertamente más dolorosas. Para Jesús, Maestro por excelencia, que usaba de ese nombre con tanta frecuencia y era así llamado, no sólo por sus discípulos, sino aun por las gentes, hubo de ser afrenta muy dolorosa el ser públicamente calificado de fatuo y er paseado por las calles de Jerusalén con vestidura de irrisión. Y Herodes le despreció con toda su gente canalla vil mercenaria de tracios, galos y germanos...


2) Con cuánta frecuencia, en la sucesión de los siglos, se repite en la Iglesia de Cristo y en sus ministros la escena del palacio de Herodes. Procuran poner en ridículo a la Iglesia ante el pueblo acusándola de enemiga de la ciencia y autora de la ignorancia atacando sus dogmas como opuestos a la razón y presentando sus enseñanzas desfiguradas para hacerlas parecer necedades increíbles. «Herodes y sus cortesanos hacen burla de lo que no conocen, pues no ven sino la imagen de Cristo desfigurada y falsa, según se la presenta el espíritu mundano de ellos, ajeno a todo concepto sobrenatural. Así está Cristo en la Eucaristía: Millares de personas le desprecian porque le ven cubierto con la blanca vestidura de la sagrada hostia...; se burlan de lo que ignoran» (Huonder). ¡Y cuántas veces, si no en grado tan extremo, al menos en modo bien lamentable, la pasión en sus variadas formas de codicia, de sensualidad, de soberbia, de ira, etc., nos ha hecho tener por necedad la misma sabiduría y por objeto de escarnio lo que debiera serlo del más profundo respeto!


3) Mucho, sin duda, hubo de sufrir Jesús en este paso, si no materialmente en el   cuerpo, espiritual y moralmente en el   alma; cómo se escondió su divinidad! Y todo esto lo padecía por mí; ¿qué será justo que yo haga por Él? Mucho le he prometido, ¿se lo cumpliré? Decíale en la tercera manera de humildad que «por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro Señor quiero y elijo mí pobreza con Cristo pobre que riqueza; oprobios con Cristo lleno de ellos que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fué tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo».

¡Bien está! pero, ¿lo he cumplido? quizá en toda mi vida no se me ha presentado ocasión de sufrir tal afrenta por Cristo y la voy pasando lleno de magníficos y... estériles deseos. porque, y no es caso raro, después de una de estas oblaciones, cuando en la vida ordinaria se me ha presentado una ocasión de sufrir alguna humillación, acaso pequeñísima y más que real subjetiva, por el mal éxito de alguna de mis empresas, por una preterición inesperada e inmerecida, por una palabrilla hiriente, la he esquivado estudiadamente.

Pues grabemos bien en el   alma la imagen de nuestro Capitán y Maestro vestido de escarnio y tratado como necio en el   tribunal de Herodes, y pensemos si es bien unirnos a El vistiendo ínfulas de doctores y haciendo ostentación de saber! ¡Si con esta medicina no se cura nuestra soberbia, es en verdad incurable! «Haec medicina tanta est, quanta non potest cogitari. Nam quae superbia Sanari potest, si humilitate Filii Dei non sanatur?» (S. Aug., de Agone christiano, c. 11. ML. 40, 297).

40ª  MEDITACIÓN

 

EL CUARTO DÍA, A LA MEDIANOCHE, DE HERODES A PILATO,

 

HACIENDO Y CONTEMPLANDO HASTA LA MITAD DÉ LOS MISTERIOS DE LA MISMA CASA DE PILATO, Y DESPUÉS, EN EL   EJERCICIÓ DE LA MAÑANA, LOS OTROS MISTERIOS QUE QUEDARON DE LA MISMA CASA, Y LAS REPETICIONES, Y LOS SENTIDOS, COMO ESTÁ DICHO.


En la contemplación correspondiente a este día, en los «MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO» se incluyen los tres puntos siguientes: 1) Herodes lo torna a enviar a Pilato, por lo cual son hechos amigos, que antes estaban enemigos. 2) Flagelación, coronación y burlas. 3) Ecce-homo... La dividiremos, como nos indica San Ignacio, en dos contemplaciones.


lª. CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE CASA DE HERODES HASTA LA DE PILATO.


1º Preámbulo. La historia será cómo Herodes, creyéndose burlado por Jesús, lo despreció, y vestido a guisa de fatuo lo devolvió a Pilato. El cual, después de ponerlo en parangón con Barrabás, proclamando una vez más que no encontraba en el   nada digno de pena de muerte, ordenó que Jesús fuese azotado, y lo fué cruelísimamente.

 
Composición de lugar. El camino del palacio de Herodes al de Pilato y el lugar del pretorio donde fue azotado Jesús. Opinan algunos que fue del foro del pretorio, a la vista de la muchedumbre; después lo metieron adentro los soldados.


Punto 1.° HERODES LO TORNA A ENVIAR A PILATO, POR LO CUAL SON HECHOS AMIGOS, QUE ANTES ESTABAN ENEMIGOS.


1) Nos dice San Lucas que Herodes, con todos los de su séquito, despreció a Jesús; y para burlarse de Él le hizo vestir de una ropa blanca y le volvió a enviar a Pilato. Con lo cual se hicieron amigos aquel mismo día Herodes y Pilato, que antes estaban entre sí enemistados.
Desconocemos las causas de la enemistad de Pilato con Herodes; insinúan algunos que quizá fué el degüello de galileos ordenado por Pilato cuando se hallaban ofreciendo sacrificios. Cierto que no faltaban frecuentes ocasiones de encuentros y que la reconciliación no sería duradera. Se aunaron contra Cristo: principes convenerunt in unum adversus Dominum, et adversus Christum eius (Ps. 2, 2). El, de suyo les brindaba la verdadera paz y amistad, que donde va no sabe predicar otra cosa que la caridad, y su reino es reino de paz. No supieron aprovecharse de tan buena ocasión.


2) Consideremos la grande afrenta de Cristo al volver a correr las calles de Jerusalén en día tan solemne y de afluencia tan grande de gente y acompañémosle en tan penosas jornadas; es ya con éste el quinto paso de Jesús por las calles desde que fué prendido en el   huerto: de Getsemaní a Anás, de Anás a Caifás, de allí a Pilato, luego a Herodes, y ahora vuelve a desandar la última caminata.

De creer es que los príncipes de los sacerdotes y ancianos aprovecharían la ocasión para ir sembrando suspicacias y acusaciones contra Jesús y excitar así contra El las turbas. Y su labor iba haciendo efecto y engrosaba el grupo de los que se unían en sus gritos y denuestos a los enemigos de Jesús, creciendo la afrenta y escarnio del bondadosísimo Señor. Es nuestro Capitán a quien hemos jurado seguir en la pena para después seguirle en la gloria.

Locura es para el mundo la suma sabiduría de Dios, y, en cambio, es necedad para Dios la sabiduría de este mundo, como nos dice el Apóstol: Sapientia enim huius mundi, stultitia est apud Deum (1 Cor., 3, 19); por eso, como el mismo Apóstol nos enseña: Si quis videtur inter vos sapiens esse in hoc saeculo stultus fiat, ut sit sapiens (Ib., 18). Si alguno se tiene por sabio en este mundo entre vosotros, hágase como necio para ser verdaderamente sabio.

¡Decidámonos en la elección, y viendo cómo tratan a Cristo, aprendamos lo que reserva a cuantos siguen el   estandarte de Cristo! Llenos de amor y de estima ofrezcamos nuestros homenajes de respeto a Cristo y afiancémonos en nuestro amor hacia El, hacia su doctrina y su vida. Hemos jurado vestirnos de su librea; ¡hela ahí! ¡ es de escarnio, de necedad, de irrisión!


3) Recibió Pilato a Jesús con desagrado, y habiendo reunido a los Sumos Sacerdotes y a los magistrados y al pueblo, les dijo: “Me trajisteis a este hombre como a alborotador del pueblo, y he aquí que, habiéndolo yo interrogado en vuestra presencia, ningún delito he hallado en el   de los que le acusáis. Pero Herodes tampoco, puesto que os remití a él, y por lo hecho se ve que no le juzgó digno de muerte. Por tanto, después de castigado lo dejaré libre” (Lc 23, 13 y sigs).

Vuelve a proclamar la inocencia de Jesús, y en vez de ponerle, como era justo, en libertad, procede antes a castigarle. ¿Por qué? Por arbitrariedad y falsa política de contemporización, con la que quiere complacer a todos; cosa imposible. Y acude al arbitrio, a su juicio, infalible, de poner a Jesús en parangón con Barrabás, y como le fallara tal recurso, dama Pilato: “Qué haré de Este a quien llamáis Rey de los judíos? Y ellos gritaron: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Qué mal ha hecho? ¡Yo nada he hallado en el   que merezca la muerte! Por eso, después de castigarlo, lo pondré en libertad”. Tercera vez proclamó Pilato la inocencia de Jesús, persistiendo en su propósito de ponerle en libertad, como debía, pero castigándole antes para ver si lograba así acallar a sus enemigos; pero, lejos de lograrlo, ellos insistían a grandes gritos pidiendo que fuera crucificado; y sus gritos eran cada vez más violentos.


Punto 2.° LA FLAGELACIÓN.


1) Persistiendo Pilato en su deseo de contentar a todos, pensó satisfacer a los judíos y lograr la libertad de Jesús por medio de la flagelación, y ordenó que fuese azotado. Era propiamente castigo romano, aunque se habla de él en la Sagrada Escritura principalmente como castigo de pecados carnales, p. e., Lev., 19, 20; pero se aplicaba, “ita dumtaxat ut quadragenarium numerum non excedant ne foede laceratus ante oculos tuos abeat frater tuus” (Deut., 25, 3), de suerte que no excedieran los golpes de cuarenta, no sea que tu hermano aparezca a tu vista feamente lacerado. Los fariseos, por escrúpulo hipócrita y temor de faltar a la ley, los habían reducido a treinta y nueve (2 Cor. 11, 24-25); y según cuenta Josefo, si el azote tenía tres ramales, no se daban sino trece golpes. Además, antes de aplicarlo se examinaba si era el paciente capaz de soportarlo.

Al Señor se le aplicó a la manera romana, pues romano era el juez y soldados romanos los verdugos, y sabemos bien que entre los romanos se aplicaba este tormento del modo más despiadado y sin limitación de número. Los Evangelistas son sobrios en extremo al hablar de este suplicio; como que casi se limitan a expresar su nombre: “Jesum autem flagellatum tradidit eis ut crucifigeretur” (Mt., 27, 26), y les entregó para que lo crucificaran a Jesús azotado; San Marcos, et tradidit Jesum flagelis caesum, ut crucifigeretur (Mc., 15, 15), y a Jesús después de haberlo hecho azotar, se lo entregó para que fuese cruéificado; y San Júan, «Tunc ergo apprehendit Pilatus Jesum, et flagellavit» (Jn 19, 1), Tomó entonces Pilato a Jesús y lo hizo azotar. Hemos, pues, de reconstruir la escena por lo que la historia romana nos dice.

2) Usaban los romanos como instrumentos, con los esclavos, ordinariamente el flagellum y el flagrum. Era el flagrum un haz o látigo de cuerdas, correas bastante gruesas o cadenas armadas con frecuencia de espinas o huesecillos y terminadas con bolas metálicas; Juvenal (5, 172) lo llama durum, duro), y su efecto lo designan los autores latinos con palabras que significan golpear, batir con fuerza, romper. Más horrible aún era el flagellum; así lo califica Horacio de (1 Sat., 3, 119) horrible; era más doloroso y sus heridas se expresan con palabras que significan acción de cortar, rasgar, perforar. Era instrumento formado de correas más delgadas y penetrantes; con facilidad penetraba en las carnes y las rasgaba al ser retirado bruscamente.


3) Que fuese desonroso y humillante se puede deducir de tres circunstancias que en el  concurrían (Groenings, S. J.): a) Entre los romanos, la flagelación, cuando no se practicaba con varas, sino con látigos u otros más horribles instrumentos, era castigo empleado ordinariamente sólo con esclavos, pues la ley Porcia y la Sempronia exigían que no fuesen azotados sino en casos extremos, y entonces con varas, los ciudadanos romanos. Aplicaron, pues, a Jesús suplicio de esclavos, y cosa sabida es que en aquellos tiempos era el esclavo un algo intermedio entre el hombre y la bestia. Y se lo aplicaron a Jesús aun en lo humano de sangre real y declarado reiteradamente inocente.


b) Se ejecutó públicamente, siendo por eso grande su vergüenza; y fue, por añadidura, durante la flagelación, el blanco de las más soeces afrentas .por parte de la soldadesca.

e) La mayor confusión de Jesús vino de que, a la usanza romana, lo despojaron de sus vestiduras; afrenta que ya habían anunciado los profetas como terrible; y Salm. 21, 18-43, 16, etc.

4) Que fuese doloroso, se deduce de recordar el modo brutal como lo aplicaban los romanos (De Lai). Hay que leer y meditar los procesos auténticos de los mártires, las historias de los gladiadores y las narraciones de Tácito, Cicerón y otros autores paganos. La ley romana dejaba el número de azotes al arbitrio del juez o del verdugo. Llama Cicerón a este suplicio «media mors», media muerte, porque era no raro el caso de que en el  o poco después muriese el reo; pues se aplicaba con tal crueldad, que los espectadores, horrorizados, se retiraban al ver quedar al descubierto las venas y los huesos, arrancada a golpes violentos en pedazos la carne. Eusebio, hablando de los mártires de Esmirna, escribe: «Todos los asistentes se asustaron de ver la carne de los mártires desgarrada en parte hasta las venas, en modo que los huesos quedaban al descubierto y se podían ver hasta las entrañas.» Y Cicerón, en las Verrinas (2-54, 5), hablando de la flagelación de Servilio caballero romano, escribe: «Seis lictores, muy fuertes y ejercitados en este infame ministerio, le golpearon horriblemente con vergas. Bien pronto el jefe de los lictores, Sextio, volteó su haz y descargólo sobre los ojos de la víctima con violencia horrible. El paciente, con la boca y los ojos inundados de sangre, cayó »a los pies del verdugo, quien no cesó de desgarrarle los costados. Después de tan bárbara ejecu»ción fué trasladado como muerto y al poco rato falleció»; y Suetonio, Calígula, 26; Tito Livio, 28-16.

 

5) Pues bien: esta gente fué la que azotó a Jesús de la manera más cruel y despiadada. Santa Brígida, en sus Revelaciones (4, 70), escribe: «Jubentç »lictore, Jesus seipsum vestibus exuit, columnam »sponte amplactens, recte ligatur et flagellis acul»eatis, infixis aculeis et retractis; non evellendo sed »sulcando totum corpus eius laceratur.» Mandándoselo el lictor, se despoja a Jesús de sus vestidos y abraza espontáneamente la columna; le atan bien, y con flagelos armados de púas metálicas van lacerando todo su cuerpo, no con picaduras, sino con surcos, clavándole las púas y arrancándoselas. Y fueron para Jesús más dolorosos los azotes:

a) Porque su cuerpo era más noble y delicado, como formado en las purísimas entrañas de María, de su sangre preciosa por el Espíritu Santo perfectísimo, y así más sensible.
b) Pilato ordenó una flagelación cruel para conseguir su objeto de excitar la conmiseración de los crueles enemigos de Jesús.

c) Además, Dios le veía cubierto con los pecados de todo el mundo, y la justicia divina vengó en el  todas nuestras iniquidades: «attritus est propter scelera nostra» (Is., 53, 5, et 1 Pet., 2, 24).

 

¿Por qué quiso sufrir tan acerbo tormento?

a) Para satisfacer por nuestros pecados, sobre todo los de impureza, compensando con el dolor de su carne el placer de la nuestra; con su desnudez, los pecados cometidos y ocasionados con trajes indecorosos y desnudeces provocativas de modas infames.

b) Para darnos a entender el odio que Dios tiene al vicio de la impureza. Dígalo si no el diluvio...; el fuego de la Pentápolis; Onam, muerto repentinamente; veintidós mil israelitas pasados a cuchillo porque pecaron con las moabitas (Groenings 173).

c) Para darnos a entender la terribilidad de los castigos que después de su resurrección tendrán que padecer los cuerpos de los condenados por este pecado.

d) Para ser el consuelo de los santos mártires y el dechado de los confesores y penitentes.

e) Reflectir en mí mismo y procurar sacar algún provecho de ello. Si tanto hizo Jesús por mi amor, si tanto me amó, ¿qué he de hacer yo por El y cómo he de amarle? ¿Me parecerá dura y difícil cualquier cosa que me pida? Si soy de Jesús, ya sé lo que el Apóstol me dice: Qui sunt Christi, carnem suam crucifixerunt, cum vitiis et concupiscentiis, (Gal., 5, 24). Los que son de Cristo, tienen crucificada su carne con los vicios y pasiones.

Pongámonos a los pies de este Señor, junto a la columna; besemos la tierra, bañada, bañada con tan preciosa sangre. Tomemos aquellos azotes, teñidos en sangre de Nuestro Redentor, y pongámoslos sobre nuestro corazón suplicándole que sane las llagas de nuestras aficiones desordenadas y nos llague con su divino amor. (P, La Puente.)

¡Pilato hizo azotar al Hijo de Dios! Así se le trata cuando no se le conoce. Y Jesús lo sufrió pensando en nosotros, en mí; diría a su Padre: ¡Gustoso sufro por ellos para que vuelvan a ser vuestros hijos y Vos seáis su Padre! ¡Llenémonos de saludable temor y confianza sin límites! Después de tal muestra de amor, ¿qué no debemos esperar para el tiempo y para la eternidad? Marquemos con la sangre de Cristo cuanto queramos salvar de eterna ruina. Si la sangre del cordero libró a los primog& nitos de los israelitas, ¿qué no hará la sangre de Cristo? Hagamos también con Jesús llagado oficio de buen samaritano, ¡curémosle! Derramemos aceite de compasión en sus llagas. ¡Digámosle una palabra de cariño! Alma mía, ¿cómo lograr esto? Tú eres la tierra regada con tan precioso riego; rinde frutos de salvación y consolarás a Jesús en sus sufrimientos. Valor para renunciar a cuanto pueda apartarme de Cristo, para sujetar mi carne al dolor, para cercenar las satisfacciones de los sentidos. ¡Corazón por corazón! ¡Sangre por sangre! ¡Vida por vida!


Coloquios. Uno con la Santísima Virgen, que sin duda estuvo presente o muy cerca al lugar de la flagelación... ¡Cuánto sufriría! «Fac me tecum, pie flere!...» Otro al Hijo, compadeciendo, agradeciendo, pidiendo, ofreciendo... Otro al Padre pidiendo, por la preciosísima sangre. de Jesús, lo que sentimos más necesitar.


NOTAS.—1) La columna de la flagelación se venera en Roma, en la iglesia de Santa Práxedes; es una especie de mojón de 70 centímetros de alto y de un diámetro de 45 centímetros en la base; es de mármol negro, con vetas blancas y tiene señales de haber llevado un anillo o argolla.

2) En cuanto al número de azotes, no hay que hacer gran caso de revelaciones particulares. La Emmerich dice que duró la flagelación tres cuartos de hora; la V. Agreda, que Jesús recibió 5.115 azotes; otros, como Eck, cuentan 5.375, ó 5.460 (Lanspergio) una santa reclusa; según Ludolfo, llegaron a 5.490. La flagelación era realmente el horrendo pre»ludio de la muerte)) (Huonder).

41ª  MEDITACIÓN

LA CORONACIÓN DE ESPINAS. EL ECCE HOMO

 

Preámbulo. La historia es aquí cómo “terminada la flagelación, y habiéndose vestido Jesús, los soldados le llevaron al patio, le despojaron de sus vestiduras, echaron sobre sus hombros un andrajo de púrpura, tejieron una corona de espinas y se la ciñeron, y poniéndole en las manos una caña, le hicieron sentar y comenzaron a desfilar ante El, burlándose y diciéndole: “¡ Salve, Rey de los judíos! Y le daban bofetadas, y le escupían, y tomando la caña le golpeaban con ella la cabeza. Pilato, al verle, se conmovió, y tomándole le presentó al pueblo, diciendo: Ecce homo! Y el pueblo respondió gritando: ¡ Crucifícale !  Pilato les dijo: Llevadle y crucificadle vosotros, porque yo no hallo en el   ninguna culpa. Los judíos le contestaron: Nosotros tenemos una lay, y según ella debe morir, porque se hace Hijo de Dios. Al oír esto Pilato se asustó más; entró nuevamente en el   Pretorio y dijo a Jesús: De dónde eres Tú? Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo: No me contestas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Jesús le contestó:«No tendrías poder sobre Mí si no se te hubiese dado de arriba. Por eso e1 que me entregó a ti es reo de mayor delito. Después de esto Pilato se interesaba más por soltarlo”.

 

Punto 1.°  CORONACIÓN DE ESPINAS.

 

1) La soldadesca vil, como la pasada noche la chusma de servidores de los sacerdotes, tomaron a Jesús por objeto de ludibrio y no contentos con la horrible flagelación siguieron mofándose de Él y llenándole de escarnios. Después de la flagelación, milites autem duxerunt eum in atrium. praetorii (Mc., 15, 16), los soldados le llevaron entonces al patio del Pretorio. Y tuvo lugar la escena tan dolorosamente conmovedora, dice Fillion, de la coronación de espinas, de la que San Mateo y San Marcos nos han conservado una relación bastante completa, y que San Juan sólo menciona en breves palabras; tuvo, en verdad, un carácter diabólico. (Mt., 27, 27-30; Mc., 15, 16-19; Jo., 19, 2-3.) Diríase, nota San Juan Crisóstomo, que el infierno todo se había desencadenado contra el Hijo de Dios para acrecentar el número y la acerbidad de los tormentos más exquisitos. ¡Era su hora!

Ocurrióseles, pues que habían oído que se hacía pasar por rey, parodiar su coronación, y para ello convocaron toda la cohorte; claro que no se ha de tomar a la letra el «totam cohortem» de San Mateo y San Marcos, pero aun así se reunieron muchos. Y comenzaron la fiesta; algunos asistían como meros espectadores o curiosos a aquel espectáculo deshonroso e infamante. Le despojaron nuevamente de sus vestiduras con dolor, pues estaba hecho una llaga viva, y afrenta; echaron sobre sus hombros desnudos un andrajo de púrpura, y tejiendo una corona de espinas la pusieron sobre su cabeza.


2) Le desnudaron! «Durante la Sagrada Pasión, Nuestro Señor dispuso las cosas de suerte que cada nuevo sufrimiento llamase nuestra atención sobre alguna falta de las cometidas por nosotros, excitándonos a llorarlas todas. Y sabía bien en aquel santo viernes de la Pasión cuántos pecados se habían de cometer a causa de los vestidos y desnudeces, modas y afeites..., que habían de convertirse en instrumento de lujuria y vanidad al servicio de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de la vista y de la soberbia de la vida.»

Le echaron sobre los hombros una clámide vieja de púrpura; sería algún harapo irrisorio que dijera bien con el concepto que aquella canalla tenía del reino de Cristo. ¡Después tejieron una corona con algún junco o vara flexible, armada con agudas espinas, y con ella, a guisa de diadema, orlaron la frente y la cabeza de Jesús! ¡Qué horrible tormento; penetraron las espinas en parte tan delicada y sensible, con dolor acerbísimo para el Señor, y corrió la sangre, enturbiando sus ojos, surcando su rostro, empapando sus cabellos! Las espinas que se conservan son grandes y fuertes, suficientes a herir muy honda y dolorosamente. «Y pusiéronle en »la mano derecha una caña, y con la rodilla hinchada en tierra, le escarnecían, diciendo: Dios te salve, Rey de los judíos. ¡Y escupiéndole, tomaban »la caña y le herían en la cabeza!» (Mt., 27, 29-30). Así parodian sacrílegamente, en el   Pretorio, la entronización real del Mesías. Y ese Señor así burlado es aquel a cuyo nombre se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos. (Phil., 2, 10). «He »entregado mi cuerpo a los que me golpeaban, no he »vuelto mi rostro a los que me escupían en el » (Is., 50, 6). Lo había ya anunciado Jesús a sus discípulos: “Tradetur gentibus... et illudetur; flageliabitur, et conspuetur (Lc 18, 32)…Será entregado a los gentiles... y burlado, azotado y escupido. ¡Y el Señor callaba y sufría paciente por mí! ¡Cómo se oculta la divinidad!

 
3) ¿Por qué quiso el Señor padecer este horrible tormento? ¡Por mí! Por mis pensamientos vanísimos... y, sobre todo, por los pensamientos poco castos, espinas agudísimas que se clavan en el   corazón de nuestro amor, Jesús. Cuando tales pensamientos nos asalten, pensemos que el aceptarlos es añadir nuevas espinas a la corona del Salvador, y a buen seguro que los rechazaremos. Si algunas hemos clavado ya, procuremos con amor, con actos de reparación, con celo apostólico, resarcirlas, evitando nuevas heridas.

¡ Penetremos en el   Corazón de Cristo mientras que le vemos sufrir exteriormente; veamos qué siente, de los que le atormentan y de nosotros mismos! ¡Compasión, amor intenso, deseo vivísimo de traerlos a buen camino, de perdonarlos! ... ¡Amor!


4) Esta escena burlesca del Pretorio se reproduce en la historia y en nuestros días. ¡ Cómo se hace rnofa y escarnio del Pontificado y de sus derechos y títulos, que son calumniados y arrastrados por el fango! ¿No proceden muchas veces como la soldadesca romana muchos de nuestros escritores, periodistas, profesores, que escupen blasfemias horrendas, insultos soeces al rostro de Jesús? ¡Blasfeman de Dios, hacen irrisión de sus dogmas! Pero, ¿qué más, si hasta en nuestros templos, no pocas veces, en vez de alabarle, se injuria al Señor y parecen las reverencias de algunos cristianos la irrisoria genuflexión de los sayones de Cristo? La genuflexión ante el Santísimo en nuestros templos es, sin duda, una de las más expresivas y hermosas costumbres de la Iglesia Católica y de la piedad de los fieles, sobre todo cuando en este acatamiento «al postrarse el cuerpo se postran igualmente el corazón y el alma con fe y amor delante de Cristo, escondido en el   tabernáculo. Ave, Rex! ¡Yo te saludo, Rey mío y Salvador mío, aunque parezcas pequeño, cubierto con la clámide pobre de las especies sacramentales; yo te adoro como a mi Señor y mi Dios y doblo mis rodillas como tu fiel vasallo! Mas ¿qué viene a ser esta señal de acatamiento cuando falta la fe viva, y con ella el espíritu de devoción? Una caricatura, un homenaje de burla, aunque tal vez inconsciente» (Huonder, «La noche de la Pasión»).


Punto 2.° ECCE HOMO!


1) ¡Cómo quedó Jesús! ¡Míralo! ¡ Deshecho por los azotes, aparecen por la amplia abertura de la clámide sus carnes acardenaladas, sangrantes, laceradas; su rostro, afeado por las salivas inmundas y la sangre que corría de su frente taladrada; su cabeza, coronada de espinas; en sus manos, una caña por cetro; cubierto a medias su cuerpo por un andrajo repugnante que quería simular un manto de irrisoria grandeza! Al verlo, Pilato se conmovió; parecía un leproso; “no hay en el   hermosura, ni buen parecer ni atractivo que nos le haga amable; despreciado, el postrero de los hombres, y sabe de enfermedades” (Is., 53, 2 y sigs.). Juzgó el Pretor romano, por el efecto que en sí había sentido que con sólo verlo la muchedumbre se daría por contenta y consentiría en su libertad. “Tomóle, pues y sacóle fuera, y presentándole al pueblo, clamó: Ecce horno! ¡Ved aquí al hombre!” (Jn 19, 4). Pareciéndole que aun los más encarnizados enemigos de Jesús se darían por satisfechos con el castigo que se le había aplicado; pero se engañaba.

Apenas los sacerdotes y los servidores del Sanedrín lo vieron, comenzaron a gritar con todas sus fuerzas: ¡Crucifícaló! ¡Crucifícalo! (Ib., 6). No esperaba Pilato esta contestación del pueblo, y quedó sorprendido, espantado y lleno de indignación al ver que había obtenido todo lo contrario de lo que su política mezquina de oportunismo esperaba. El tigre ha lamido la sangre, y esto no hace sino excitar más la sed de ella (Huonder). Cómo se repite la escena y cómo se reitera a través de los siglos el grito nefando de «¡Crucifícalo; no queremos que reine!»


2) “Ecce homo!” En boca de Pilato, esa frase significa: ¡mirad ese hombre que se llama Rey, Mesías e Hijo de Dios tan castigado y desfigurado que apenas parece hombre; compadeceos y contentaos con los castigos que ha recibido! Mirémosle y preguntémosle: Señor ¿por qué te humillas tanto que vienes a ser tenido por gusano y no hombre y por afrenta del linaje humano? La soberbia con que yo pretendí ser más que hombre igualándome con Dios, es causa de que Tú te hayas humillado tanto; porque tan abominable soberbia pedía medicina de tan admirable humildad (La Puente).


3) “Ecce homo!” En cuanto dicho por el Divino Espíritu quiere significar mirad este hombre que aunque parece sólo hombre, y hombre tan envilecido, es más que hombre, porque es Hijo de Dios vivo, Mesías prometido en la ley, cabeza de los hombres y de los ángeles, Redentor del humano linaje y único remediador de todas sus miserias, cuya caridad fué tan grande que ha tomado esta figura tan dolorosa por sólo amor a los hombres, para pagar las deudas de sus pecados y librarles de las penas eternas que merecían por ellos. ¡Cuántas gracias debemos darles y cómo debemos servirle!


4) El pueblo le rechaza; tú, ¡póstrate, a sus, pies y mírale! ¡Mira ese hombre! ¡Al posarse en el  la mirada del Padre perdona mis faltas; ese hombre me ha amado como nadie! ¡Me ha revelado los abismos de bondad de su corazón y los de malicia del mío! Sus heridas curan mis males; sus lágrimas consuelan mis dolores; sus oprobios son causa de mi gloria; su muerte me dará la vida. Su vista me recuerda con dulzura infinita mis faltas. ¡He aquí al que viene a salvarme y al que vendrá a juzgarme! ¡Ahora le contemplo humillado; día vendrá en que le vea en todo el esplendor de su soberanía universal y eterna! Digamos a Dios: ¡He ahí al que me enviáis; he ahí al que me ha hecho esperar en vuestra misericordia! ¡El me da seguridad de que aceptaréis, benigno, mis plegarias! ¡Por lo que El sufre, escuchadme! ¡Salvadme!

 

Punto 3.° DIÁLOGO DE PILATO CON JESÚS.

 
1) Ejecutada la coronación, “salió Pilato de nuevo afuera y díjoles: He aquí que os lo saco fuera para que reconozcáis que yo no hallo en el   delito ninguno... Luego que los Pontífices y sus ministros le vieron, alzaron el grito, diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Díceles Pilato: Tomadle allá vosotros y crucificadle, que yo no hallo en el   crimen. Respondiéronle los judíos: Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó esta acusa»ción se llenó más de temor. Y volviendo a entrar en el   Pretorio, dijo a Jesús: ¿De dónde eres Tú? Mas Jesús no le respondió palabra.. Por lo que Pilato le dice: ¿A mí no me hablas? ¿Pues no sabes, que está en mi mano el crucificarte y en mi mano está el soltarte? Respondió Jesús: No tendrías poder alguno sobre Mí si no te fuera dado de arriba. Por tanto, quien a ti me ha entregado es reo de pecado más grave. Desde aquel punto Pilato buscaba cómo librarle.

Pero los judíos daban voces diciendo: Si sueltas a Ese, no eres amigo del César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra el César. Pilato, oyendo estas palabras, sacó a Jesús fuera y sentóse en su tribunal; en el   lugar dicho en griego litóstrotos y en hebreo gabbata. Era entonces el día de la preparación o el viernes de Pascua, cerca de la hora sexta (mediodía), Y dijo a los judíos: ¡Aquí tenéis a vuestro Rey! Ellos, empero, gritaban: Quita, quítale de en me»dio, crucifícale. Díceles Pilato: ¿A vuestro Rey tengo yo de crucificar? Respondieron los Pontífices: No tenemos rey, sino a César” (Jn 19, 4-15). Obstinación espantosa la de los enemigos de Jesús: hasta qué punto puede llevarnos una pasión si en vez de combatirla desde el principio, la fomentamos.


2) Tal grandeza resplandecía en Jesús en medio de su humillación, que Pilato, en vez de despreciar, como parecía natural, la idea de que aquel reo fuera Hijo de Dios, se dejó impresionar por ella y quiso inquirir, según sus falsas ideas, lo que pudiera haber de cierto en aquella acusación, y preguntó a Jesús: “De dónde eres Tú? Jesús calló. ¿Para qué iba a hablar si no le había de entender? El padre no habla de su Hijo sino a los que están dispuestos a seguirle; el Hijo no habla de su Padre sino a los que desean conocerle para amarle y sujetarse a Él. No era ése el estado de alma de Pilato; por eso el Señor calló, no aprovechando la magnífica ocasión que para defenderse se le brindaba; ¡nuestro amor le empujaba al sacrificio, y nada quiere hacer por apartar de su camino la Cruz!


3) Pilato, ofendido, le amenaza con su poder; y Jesús entonces habla para frenar la necia soberbia del magistrado romano con una lección política cristiana. Calló para su defensa; habló para volver por el honor de Dios. El poder de que te jactas no es tuyo, sino de Dios, fuente de todo poder. Idea sublime que esfuerza el alma a sufrir como de la mano de Dios, lo que no levantando los ojos parece insufrible por venir de quien viene. No lo olvidemos: Dios en su providencia, que escribe derecho con renglones torcidos, se vale para sus altos fines de las miras mezquinas y rastreras de los poderes arbitrarios del mundo. Todo terminará con la victoria de Dios; claro que no lograda en el   término perentorio que nosotros le señalamos. No tendrían poder alguno sobre nosotros si. no se les diese de arriba. ¿Para qué se les da? Acaso para crucificamos...; siempre para la gloria de Dios.

Indicóle Jesús que mayor pecado que el suyo, de Pilato, era el de Judas, que le entregó a los sacerdotes, y el de Caifás, que le entregó a los romanos: ellos obraban por malicia; ¡ Pilato, por cobardía!


4) Díjoles después Pilato a los judíos, corno tentando el último recurso para lograr la libertad de Jesús: «Ecce rex vester.» ¡He aquí vuestro rey!, ¡ y lo tomaron como un insulto y protestaron de que no querían otro rey que el César! ¡Qué ceguedad, qué horrible desgracia, rechazar el reino suavísimo de Cristo, su yugo ligero y la liviana carga de su ley para echarse encima la esclavitud durísima del emperador romano; ellos la quisieron y ellos la hubieron de sufrir!

No así nosotros, sino que al «ecce rex vester» respondamos: ¡Sí, Ese es nuestro Rey!, por mil derechos legítimos y además por elección nuestra voluntaria; ¡ y aprovechemos la ocasión para reiterar a Jesús las oblaciones de mayor estima y momento de la meditación del Reino, protestando de que no estamos de ellas arrepentidos, sino cada día más firmes y constantes en el  las, y que cuanto más vil, despreciado y abandonado le vemos por nuestro amor, más y más le amamos y con más decisión reiteramos nuestros juramentos de fidelidad! El nos ayude a cumplirlos, ya que nos ha animado a ofrecerlos.

42ª  MEDITACIÓN

DE LOS MISTERIOS HECHOS DESDE LA CASA DE PILATO HASTA LA CRUZ, INCLUSIVE.

 

Preámbulo. La historia es aquí cómo, cediendo al fin Pilato a las instancias de los Sacerdotes, sentóse en Su tribunal, y firmó la Sentencia de muerte de Jesús, diciendo: “Soy inocente de la sangre de este justo”. Y respondió todo el pueblo: “Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces Pilato les entregó a Jesús para que fuese crucificado. Los soldados, después que se hubieron burlado de Él, le quitaron el manto de grana, y le pusieron sus vestidos, y le sacaron afuera para crucificarle. Jesús, cargado con la cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo dicen Gólgota. Cuando le llevaron se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, obligándole a que llevase la cruz de Jesús. Seguíale gran muchedumbre de pueblo y de mujeres, las cuales se condolían de Él; pero Jesús, vuelto a ellas, les dijo:  ¡Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos! ¡Mirad que van a venir días en que se dirá: dichosas las estériles, y los vientres que no criaron, y los pechos que no amamantaron! Empezarán a decir a los montes: ¡caed sobre nosotros! y a los collados: ¡ocultadnos! porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?» Eran conducidos con El también para ser ajusticiados otros dos criminales. Cuando llegaron, pues, al lugar llamado Calvario, le dieron a beber vino aromatizado con mirra; pero habiéndolo gustado, no quiso beber. Allí le crucificaron”.


Composición de lugar: el Pretorio, el camino del Calvario y el Calvario; el trayecto a recorrer era de unos 500 a 600 metros; como 1.300 pasos. Era el Calvario una colina próxima a la ciudad: era costumbre de los romanos ejecutar a los malhechores fuera, pero cerca de la ciudad.

 

Punto 1.° PILATO, SENTADO COMO JUEZ, LES SOMETIÓ A JESÚS PARA QUE LE CRUCIFICASEN DESPUÉS QUE LOS JUDÍOS LO HABÍAN NEGADO POR REY DICIENDO: «NO TENEMOS REY, SINO CÉSAR.


1) ¡La falsa política de concesiones injustas y de seos de complacer a todos llevó a Pilato de claudicación en claudicación hasta la horrible caída de la condenación de Jesús! Pilato, oyendo a los judíos, que daban voces gritando: «Si sueltas a Ese, no eres amigo de César, puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra César», sacó a Jesús afuera y sentóse en su Tribunal, en el   lugar dicho en griego litóstrotos : en hebreo gabbata, para pronunciar ante todo el pueblo, desde lo alto de su Tribunal, la sentencia de condenación. Y el que había proclamado varias veces la inocencia de Jesús e ideado para ponerle en libertad varios expedientes, a su parecer eficaces, pero en realidad inútiles, sin que haya siquiera formulariamente enunciado que había encontrado la menor causa de condenación, dicta contra El sentencia de muerte, y no de una muerte cualquiera, sino de cruz la más ignominiosa, reservada para los grandes criminales y para los esclavos. Sentado en su Tribunal, volviéndose al reo pronunció la fórmula ritual: «Ibis ad crucem ! » ¡Irás a la cruz! Después, dirigiéndose al centurión encargado de ejecutar la sentencia, añadió: «1, miles, expedi crucem!» ¡Ve, soldado, prepara la cruz! Y quedó Jesús entregado a los verdugos para que le crucificasen.


2) Antes de dictar la sentencia de muerte, Pilato se había lavado las manos en público, protestando: Soy inocente de la sangre de este justo; allá os lo veáis vosotros. A lo cual respondió todo el pueblo: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! (Mt., 27, 24-25). Este simbólico lavatorio, que se hacía para declararse uno inocente del delito de sangre, era ya costumbre entre los judíos antiguos (Deut., 21, 6; Salm. 25, 6) y uso común en otros pueblos. ¡Si bastara lavarse las manos para, al mismo tiempo, lavarse la conciencia! Pero delante de Dios de nada sirve tener limpias las manos, si está el interior lleno de dolo y malicia. No nos paguemos de exterioridades y procuremos, sobre todo al celebrar el Santo Sacrificio, que el lavarnos las manos sea señal exterior de gran limpieza interior.


3) ¡Qué horrible grito el de aquella turba seducida por los malos sacerdotes y los ancianos; caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! ¡Desdichados! Cayó, en verdad, corno estigma de reprobación la sangre preciosísima del Redentor, «cujus una stilla salvum facere totum mundum, quit, ab omni scelere», de la que una gotita basta a salvar todo el mundo de todo crimen. ¡Y para los judíos ha sido signo de maldición! Pidamos con instante humildad que caiga sobre nosotros como rocío fecundante sobre reseca tierra, como lluvia redentora, y su eficacia maravillosa germine en frutos sazonados de virtud y santidad. ¡La sangre de Cristo, indignamente recibida, es, como nos dice el Apóstol (1 ad Cor., 11, 29), condenación! ¡ Pero bien recibida, es incorporación a Cristo, y vida divina, y vida eterna!

 

Punto 2.° LLEVABA LA CRUZ A CUESTAS, Y NO PUDIÉNDOLA LLEVAR FUE CONSTREÑIDO SIMÓN CIRINENSE PARA QUE LA LLEVASE DETRÁS DE JESÚS.


1) Condenado a muerte y entregado a los verdugos, le quitaron la clámide de púrpura, y habiéndole puesto otra vez sus propios vestidos, le sacaron a crucificar. Fue de nuevo causa de vergüenza grandísima y de no pequeño dolor el acto de arrancarle la clámide, dejándole desnudo a los ojos de aquella turba soez, y abriéndole nuevamente las heridas, que comenzaban a secarse.

¡Le cargaron con la cruz! Deshonra: «servitutis extremum summumque supplicium», por ser él extremo y sumo suplicio que a los esclavos se aplicaba; y al mismo tiempo dolorosa: «crudelissimum tererrimumque supplicium», porque era en verdad cruelísimo y horroroso suplicio (Cicerón, in Verrem, II, 5, 66, 169). Para mayor deshonra diéronle como compañeros de tormento a dos ladrones condenados a muerte de cruz.

 
2) ¿Cómo recibiría Jesús el hasta entonces infame madero en que había de ser clavado? «Abrazóla el Señor (la cruz) de buena gana, viendo y considerando las maravillas que había de obrar por medio de ella, y tomó en el  la sobre sus hombros la carga de nuestros pecados, que sólo El la pudiera llevar; y levantó en alto el cetro de su imperio, como dijo Isaías (9, 6): Factus est principatus super humerum eius (Is., 9, 6); su reino y su imperio se cargó sobre sus hombros (La Palma).

Y salió llevando su cruz hacia el Calvario, que en hebreo se llama Gólgota. Bien quisiéramos saber paso a paso el camino que Jesús siguió del Pretorio al Calvario, pero los sagrados autores no lo señalan. La piedad de los fieles, en el   devotísimo ejercicio del «Via-Crucis» ha señalado tres caídas, el encuentro con su Madre Santísima y el de la Verónica, de los que nada se nos dice en el   texto sagrado; pero sin duda que se puede meditar píamente en tan delicadas escenas para no pequeño fruto de nuestras almas. El Santo Padre sólo nos presenta en este punto la escena del Cirineo, narrada por los tres sinópticos.


3) Veámosle salir del Pretorio cargando a cuestas su cruz; delante va un heraldo o soldado llevando escrita en una tablilla la causa de la condenación de Jesús: «Jesús Nazarenus, rex iudaeorum», ¡Jesús Nazareno, Rey de los judíos! Y a pesar de la airada protesta de los enemigos de Jesús, Pilato, dando pruebas de una firmeza de voluntad que hasta entonces en el   proceso no había demostrado, mantuvo irreformable su primera decisión. Era la cruz tan pesada y estaban tan quebrantadas las fuerzas del Señor, que muy pronto echaron de ver los verdugos que no podría llegar, cargado con ella, hasta el lugar de la ejecución. Quizá al principio, viéndole flaquear, quisieron, crueles, estimular la que juzgaban flojedad del reo con injurias y golpes... mientras la turba le arrojaba oarro y piedras. Las costumbres orientales concedían tal derecho al populacho, y las prescripciones rabínicas imponían como un deber y un mérito el molestar despiadademente al condenado con insultos e inmundicias (De Lai).

Al salir de la ciudad se encontraron con un hombre que volvía de su trabajo del campo; era natural de Cirene, llamado Simón, padre de Alejandro, y Rufo. Cita San Marcos los nombres de los hijos del Cirineo como de conocidos en Roma, para cuyos cristianos escribió su Evangelio; a Rufo lo cita también con elogio al fin de su epístola a los romanos San Pablo: “Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su madre, que también lo es mía” (Rom., 16, 13) en el   amor. Simón cargó, según perece, a disgusto con la cruz, siguiendo a Jesús; ¡pero cuál no es la eficacia maravillosa del leño santo que aun así llevado le sirvió, a lo que se cree, de salud eterna!

Poco después de ser aliviado del peso de la cruz se encontró Jesús a su paso con un grupo de mujeres que se deshacían en lágrimas y se daban golpes de pecho como si asistieran a los funerales de algún íntimo. Y Jesús, mirándolas compasivo, les advierte que su dolor han de enderezarlo a otro objeto mucho más digno de llorarse, pues su muerte ha de salvar al mundo: “Mujeres de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras, por vuestros hijos! Mirad que van a venir días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles y los vientres que »no criaron y los pechos que no amamantaron! Empezarán entonces a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! y a los collados: ¡Ocultadnos!, porque si en el   árbol verde se hace esto, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23, 27-31). La profecía se había de cumplir cuarenta años más tarde, y algunas de las mujeres presentes serían testigos y víctimas de la gran cólera que estalló sobre Jerusalén.


4) Ese es el Capitán a quien juramos seguir; ése es el modelo de todos los predestinados; como Él, todos hemos de llevar nuestra cruz. Si Él no fuera adelante, el camino sería intransitable; pero al correrlo el primero nos deja sus huellas, «sanguínea et calefacientia» sangrientas y calentadoras; y pisando sobre ellas marchan sus fieles seguidores con esfuerzo sobrehumano. « ¡Ay de los que llevando la cruz no siguen a Cristo!, dice San Bernardo;  ¡cuán dura les ha de ser su cruz!» Pensamientos fecundos los que la «Imitación de Cristo» (1. 2.°, c. 12) nos sugiere y dignos de atenta consideración.

Reflictamos y consideremos lo que Cristo Nuestro Señor padece en todos estos pasos, y con mucha fuerza esforcémonos en doler, tristar y llorar. Consideremos cómo se esconde la divinidad; ése al parecer criminal, cargado de infamante cruz, que no pudiendo soportar su peso cae bajo ella una y otra vez, es Dios. ¡Dios de veras escondido! ¡Y todo eso lo padece por mí, por mis pecados! ¿Qué debó yo hacer y padecer por El? Ya me lo ha indicado El mismo en la elección o reforma. ¿Quedará en el   papel o en meras palabras? No lo permitáis, Señor, y pues tan buenos deseos me habéis dado, otorgad- me gracia abundante para ponerlos por obra.


Punto 3.° LO CRUCIFICARON EN MEDIO DE DOS LADRONES, PONIENDO ESTE TÍTULO: «JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS.»

 
1) Llegan al Calvario y proceden a la ejecución de la sentencia. Veamos a Jesús fatigado del camino y, sobre todo, agotado por el derramamiento de sangre y los tormentos que habían precedido. Costumbre era humanitaria dar a los que iban a ser ajusticiados alguna bebida narcótica que, embotando en algo su sensibilidad, les hiciera menos doloroso el suplicio. San Marcos (Mc., 15, 23) nos dice que brindaron a Jesús «myrrhatum vinum.», vino mirrado; y San Mateo (Mt., 27, 34), que le dieron «vinum cum felie mixtum», vino mezclado con hiel. (La palabra hiel de la Vulgata traduce otra hebrea que significa «cosa amarga».)

2) No es cosa averiguada si la crucifixión se hizo con la cruz derribada en el   suelo o con ella enhiesta. A juicio del Cardenal De Lai, en su obra «La Pasión de Nuestro Señor», cuando la crucifixión se ejecutaba con cruces ya de antemano fijadas, se usaba el método de hacerles «subir» a ellas a los condenados; pero cuando, corno sucedió con Jesús, llevaba el reo su cruz, es inverosímil que se hiciese la crucifixión en otra forma que obligando al reo a acostarse sobre el instrumento de suplicio. Tal es el sentir común de los más de los historiadores de la Pasión. Reproduzcamos la dolorosa escena: tendida la cruz en el   suelo, y después de haber despojado a Jesús de sus vestiduras, le ordenaron que se acostase sobre ella y extendiera sus brazos y sus pies. Obedece el mansísimo Jesús: ya estaba de Él predicho que sería llevado al suplicio como oveja al matadero, sin que abriese sus labios (Is., 53, 7).

¡Y cómo se cumplía! Ofrece sus manos, y los verdugos, martillando fieramente sobre ellas, las fijan al duro leño; después hacen lo mismo con los pies. ¡Sufrimiento horrible! Con razón escribe San Agustín: «Illa morte pejus nihil fuit inter genera mortium... »extremum et pessimum genus mortis» (In Jn tr. 36, 4 ML. 35, 1665), entre los varios géneros de muerte ninguna peor que aquélla..., el último y pésimo género de muerte. «Altérase por completo la circulación de la sangre, que no pudiendo seguir su libre curso a las extremidades afluía a la cabeza y al corazón y provocaba así sufrimientos peores que la muerte misma; muy pronto devoraban al condenado una fiebre ardiente y una sed inextinguible... Ulpiano. la llama por eso el peor de los castigos posibles» (De Lai, o. c.). Añádase a la horrible acerbidad del dolor la vilísima infamia del deshonor, que marcaba con sello imborrable el nombre del ajusticiado y el de su familia.


3) ¡Y Jesús lo sufrió todo por mí! Levantaron la cruz con dolor violentísimo para Jesús y la colocaron en el   hoyo preparado; ¡cómo se estremeció, a impulsos del brutal sacudimiento, el cuerpo delicadísimo de Nuestro Salvador! ¡Mírale; ya está levantado sobre la tierra en disposición de cumplir el «si exaltatus fuero... omnia traham ad meipsum!» (Jn 12, 32), ¡todo lo traeré hacia Mí!

Por lo menos, mi buen Jesús, mi corazón sí que lo atraes a Ti. ¡Ahí lo tienes, que no te lo vuelva yo a quitar! ¡No; antes mil veces la muerte! Fija ya la cruz del Salvador, a sus lados se levantan muy pronto las de los dos ladrones, el uno a su derecha, el otro a su izquierda; El en medio. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: ¡Y fué puesto en la clase de malhechores (Mc 15, 28) y reputado por el más vil de ellos!


4) Encima de su cabeza iba, fijo a la cruz, su título de Rey de los judíos. ¡ Rey es, y Rey eterno! Su trono, una cruz; su corona, de espinas, y, sin embargo, Rey verdadero, cuyo Reino no tiene fin; Rey de las almas. Ninguno tan amado ni tan odiado; como que su amor divide a la Humanidad entera en dos grandes porciones: los que le aman..., los predestinados; los que no le aman..., ¡los precitos! En nuestras manos la elección. Dichosos de nosotros que hemos conocido a tal Rey, y más dichosos si le seguimos de cerca; así lo hemos jurado, y lejos de arrepentimos de nuestro juramento al ver a dónde nos lleva, nos confirmamos en el  y lo reiteramos con toda el alma; protestando que tanto más le amamos cuanto más humillado y deshecho por nuestro amor le vemos.

En todos estos misterios de la Santa Pasión es materia devotísima de meditar la parte que tomó en el  los nuestra Madre la Santísima Virgen. Ella fue siguiendo paso a paso los de su Hijo, a Él, unida por la compasión, con Él quedó, ¡ aunque sin clavos y sin cruz material, bien crucificada! Pidámosla que nos permita acompañarla, mezclar nuestras lágrimas con las suyas y sentir la fuerza del dolor como Ella lo sintió.

Coloquios. Con Cristo crucificado un coloquio de compasión, de amor, de petición de ofrecimiento: Alma de Cristo, Cuerpo de Cristo, Sangre…

43ª  MEDITACIÓN

DE LOS MISTERIOS HECHOS EN LA CRUZ.


Preámbulo  La historia, cómo crucificado Jesús pronunció siete palabras, que nos conservan los evangelistas. A su muerte siguiéronse ciertos sucesos extraordinarios: oscurecióse el sol, quebráronse las piedras, abriéronse los sepulcros, el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Estando Jesús crucificado, sus enemigos se acercaban blasfemando de Él y diciendo: ¡ Tú eres el que destruye el templo de Dios; baja de la cruz! Los soldados se repartieron sus vestidos. Y después de muerto, al ser herido con la lanza su costado, brotó agua y sangre.

 

Com posición de lugar: el Calvario, y en el  las tres cruces; nuestra Madre querida.

 

Punto 1.° HABLÓ SIETE PALABRAS EN LA CRUZ: ROGÓ POR LOS QUE LE CRUCIFICABAN; PERDONÓ AL LADRÓN; ENCOMENDÓ A SAN JUAN A SU MADRE, Y A LA MADRE A SAN JUAN; DIJO EN ALTA VOZ: «SITIO», Y DIÉRONLE HIEL Y VINAGRE; DIJO QUE ERA DESAMPARADO; DIJO «ACABADO ES»; DIJO: «PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.»


NOTA.—Resume Nuestro Santo Padre en esta contemplación materia abundantísima; sólo este primer punto puede, sin duda, proporcionarla para varios ejercicios. Claro que no se ha de pretender en cada una de las palabras agotar las reflexiones que de ella se pueden deducir, sino que ha de dirigirse la meditación al fin de esta semana y al fruto concreto que el ejercitante desea alcanzar en estos ejercicios, prescindiendo por ahora de cuanto, aunque santamente, pueda apartarle de lo que busca. Expondremos o apuntaremos materia abundante; cada uno ha de prescindir de la que no cuadre aptamente para hallar lo que desea.
Son las siete palabras el testamento de Nuestro Padre, dictado en su lecho de muerte, durante las tres horas de mortal agonía que en la cruz hubo de sufrir. ¡Con qué solicitud cariñosa las hemos de recibir y guardar!

 

PRIMERA PALABRA. «Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt» (Le., 23, 34). Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen.

 San Ignacio indica que Jesús pronunció esta palabra mientras los soldados le crucificaban; y así parece indicarlo la frase misma que usa San Lucas. El P. Silva Castro, Mercedario, en su «Historia evangélica de Jesús» (289), escribe: «El momento en que se levantaba la cruz con el reo enclavado era emocionante. Se produjo un gran silencio, en medio del cual resuenan y son oídas con admiración las palabras de Jesús pidiendo perdón y misericordia. La fuerza del dolor, que en aquellos instantes hubo de ser intensísimo, arrancó de los labios y el pecho de Jesús un grito, como nos acaece al sentir una punzada aguda de dolor que no podemos refrenar, un ¡ ay! o una exclamación; y en este grito manifestó lo que más en lo íntimo tenía: ¡misericordia, compasión, amor!


1) Como abogado defiende la causa de sus enemigos y alega en su favor el único argumento posible: «¡No saben lo que hacen!» Había después de recordárselo el Apóstol San Pedro; «Ahora, hermanos, yo bien sé que hicisteis por ignorancia lo que »hicisteis, como también vuestros jefes» (Act. Ap., 3, 17). Y San Pablo, escribiendo a los Corintios (1 Cor., 2, 8), les dice: «Sabiduría de Dios... que ninguno de los »príncipes de este siglo han entendido; que si la hu»biesen entendido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.»

No comprendían los judíos toda la enormidad de su culpa; pero esa ignorancia de los sacerdotes y sanedritas era gravemente culpable en cuanto que era fruto de su resistencia a la gracia y de la ceguera voluntaria por haber obstinadamente cerrado sus ojos a la luz y no les absolvía de su gravísimo pecado, aunque disminuía la voluntariedad.

Consideremos esta inmensa misericordia del Señor, que en el   momento mismo en que le crucifican intercede en súplica de perdón no sólo para los ejecutores materiales de la crucifixión, soldados gentiles que no penetraban la maldad de lo que hacían, sino aun para los malvados sanedritas, verdaderos autores de aquel crimen y para cuantos pecadores habían de renovarlo en la sucesión de los siglos Y pensemos si puede creerse que niegue el perdón a quien contrito se lo pide. Pensarlo sería ofender gravísimamente a Nuestro Señor.

 
2) Otra lección no menos útil quiso leernos el Señor en esta palabra. Habíanos mandado perdonar a nuestros enemigos y volverles bien por mal. Precepto difícil; pues no hay en nosotros pasión más violenta y difícil de dominar que la ira, que se enciende al insulto y nos empuja a la venganza con fuerza avasalladora. Lo sabía nuestro Capitán; por eso no se contenta con el mandato sino que nos da el ejemplo; ni nos dice: ¡marchad!, sino ¡venid! Va El delante señalándonos el camino y acompañándonos en su recorrido Hemos jurado seguirle...;  ¡perdonemos!, y si no, dejemos de rezar el «Padre nuestro», pues firmamos nuestra sentencia le condenación.

 

SEGUNDA PALABRA. «Amen dico tibi: hodie mecum »eris in paradiso» (Lc 23, 43). En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el   paraíso.


1) San Lucas escribe: «Y uno de los ladrones que estaban crucificados blasfemaba, contra Jesús, di»ciendo. Si Tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros. Mas el otro le reprendía diciendo: Cómo, ¿ni aun tú temes a Dios estando como estás en el   mismo suplicio? Y nosotros, a la verdad, estamos en el  justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero Este ningún mal ha hecho. Decía después a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le dijo: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el   paraíso» (Ib., 39-43).


Nueva muestra de la misericordia sin límites de Jesús, que debemos estudiar para ir llenándonos de confianza, que la necesitamos mucho. Mofábanse de Jesús los transeúntes, y moviendo la cabeza, le decían: «¡ Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas sálvate a Ti mismo ba»jando de la cruz!» Burlábanse de Él, hablando entre sí, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos y doctores, y se decían: «Salvó a otros y no se puede salvar a sí mismo. Ha confiado en Dios; que le salve ahora si le ama, pues ha dicho: ¡Soy el Hijo de Dios!» Y al oírlo, los mismos soldados que montaban la guardia se mofaban de Él diciendo: «Si eres el Rey de los judíos, sálvate a Ti mismo» (Ib., 37). Como ellos hablaba, insultante, uno de los compañeros de suplicio.


2) El otro más reflexivo, había ido observando lleno de admiración el proceder de Jesús: le había oído hablar en el camino del Calvario; le vio sufrir con tanta grandeza, le escuchó interceder por sus verdugos, llamar a Dios su Padre con plena confianza, y conmovido hasta lo más íntimo de su alma, la abrió a la gracia, que fue en el  la luz vivísima que disipd las densas tinieblas del error y la ignorancia y la hizo ver la suma verdad, la grandeza de Jesús y su propia vileza; fue llama de fuego purificador que fundió la escoria vil de su vida pecadora y trocó su corazón en ascua encendida de caridad perfecta.

En medio de aquel estrépito infernal de blasfemias e insultos oyóse el eco suavísimo del ladrón penitente, que, trocado en Apóstol, increpó a su extraviado compañero, intentando reducirlo a penitencia: «¿No temes a Dios, tú, que sufres el mismo suplicio?» Confesó después en público su iniquidad y declaróse malhechor insigne, pues afirmó que justamente se le aplicaba el supremo castigo de los más envilecidos criminales. Y proclamó, valiente, la completa inocencia de Jesús.

Después, volviéndose a Jesús, con humilde acento de contrición perfecta le dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» . ¡Qué transformación más admirable la obrada por la gracia en aquel corazón! ¿Qué ha visto que así le haya podido iluminar? Con los ojos del cuerpo ve a un compañero de suplicio, por las trazas juzgado por más criminal que él, deshecho en el   cuerpo, vencido por sus enemigos, que se gozan en su victoria y le desafían, al parecer impotente para defenderse y salvarse; con los ojos del alma iluminados por la gracia, ve que aquel crucificado es el Salvador, Rey de un reino de más allá de la muerte, de poder infinito, de santidad sublime.

Y su corazón se conmueve íntimamente, se rompe de dolor y se enciende en amor; el pródigo pedía a su padre que lo recibiese en su casa siquiera fuese como criado; este nuevo pródigo no se juzga digno de ser recibido en la casa paterna; ¡ se tiene por dichoso con que el Rey eterno no le olvide! Jesús no le hizo aguardar un instante, sino que, mirándole como miró a Pedro, le dijo: «En verdad te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso!» ¡Me pides que me acuerde de Ti; ¿cómo no?, si te voy a tener presente! Así es nuestro .Jesús, pronto en escuchar, fácil en perdonar, espléndido en galardonar.


3) ¿Qué sentiría el buen ladrón al oír las palabras de Jesús? Caerían en su alma sedienta como refrigerante rocío. No pidió al Señor que le librara de la cruz: ¡ si de ella le había venido toda su dicha! Si, afortunado en sus rapiñas, hubiese amontonado riquezas burlando la justicia humana, al fin hubiera caído en manos de la justicia divina para ser castigado.

Dios le cortó su carrera de crímenes para echarlo en una cárcel y colgarlo en una cruz; pero ésta fué para él gran misericordia, comienzo de su felicidad eterna. Sin duda que al oír la dulce promesa de Jesús parecióle al buen ladrón su cruz lecho de flores y sólo anhelaba que lo fuese de espinas para compensar en algo la enorme deuda de sus iniquidades.

¡Con qué ojos miraría a aquel nuevo hijo la Santísima Virgen; con ojos de misericordia! Por su mano corrieron las gracias que fueron a santificar aquella alma pecadora; y al ver que la sangre de Jesús fructificaba ya, y que a costa de tantos dolores nacían los hijos de la gracia, sin duda que sus entrañas maternales se conmoverían con dulcísima suavidad.

Y ¿qué sentiría San Juan? El discípulo amado que había sentido latir el Corazón de Cristo, que había recibido la noche anterior su primera comunión y sido ordenado de sacerdote, ¿qué hubo de hacer al oír a un moribundo que clamaba a Jesús? Su alma sacerdotal se estremeció, sin duda, y del pie de la Cruz del Redentor acudió solícito a la del buen ladrón: ¡y le ayudaría a bien morir! Y cosa es que espanta: al otro lado, a igual distancia de Jesús, muere otro ladrón..., y muere sin acudir a Jesús.


TERCERA PALABRA. «Dicit matri suae: Mulier, ecce filius tuus. Deinde dicit discipulo: ecce mater tua» (Jn 19, 26-27). Dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu Madre.


1) Narra San Juan que estaban al pie de la Cruz de Jesús, su Madre, María Magdalena, María de Cleofás, parienta de María Santísima; otras mujeres y el discípulo a quien Jesús amaba. Viendo, pues, Jesús a su Madre y a su discípulo predilecto, que estaban presentes, dijo a su Madre: Mujer, ahí está tu hijo; luego dijo al discípulo: Ahí está tu Madre, y desde este momento el discípulo la aceptó como suya.

Dos lecciones nos explica el Señor en esta palabra: una, de piedad filial; otra, de amor a los hombres.


2) Jesús amó siempre a su Madre con amor de veras filial y cuidó de que nada le faltase; pero llegaba el momento en que, para cumplir su oficio de Redentor, había de apartarse de Ella, y buscó quien hiciera sus veces, cuidándose de que no quedara abandonada; el precioso encargo se lo dio a su fidelísimo Apóstol Juan. La Vulgata traduce por la palabra «mujer» lo que en el   original más bien significa «Señora digna de especial respeto y amor», sin que tenga nada de lo que de despego o sequedad pueda significar en nuestra lengua la voz «mujer». Piedad filial y delicadeza ternísima significa en Jesús esta palabra; su Madre era para El algo tan querido, que nada se lo podía hacer olvidar. ¿Por qué eligió a Juan para esta encomienda? Porque le fué fiel, porque le amaba muy de veras, porque era virgen, y el Maestro, virgen a su Madre, la Virgen, ¡no quiso encomendarla sino a su discípulo virgen! ¡Cultivemos con exquisito cuidado esa delicada virtud que nos prepara a ser hijos de tan Pura Madre! ¡Hijo de María y poco casto no puede ser!


3) Otra significación podemos considerar en estas palabras que nos ponen de manifiesto el amor que Jesús nos tiene. En el  las declaró Jesús la maternidad universal de María: es Madre de los predestinados, y los predestinados son sus hijos. Jesús, que no hace las cosas a medias al hacer a María Madre de los predestinados, pone en el  la cuanto se necesita para cumplir adecuada y perfectamente las obligaciones todas que tal cargo supone. De ella, pues, recibimos el ser; de ella cuanto necesitamos para que ese ser llegue al pleno desarrollo; lo que se logrará únicamente en la gloria. Luego por María recibimos toda gracia y por ella la gloria. Ella bien cumple su oficio de Madre.

¿Y nosotros? Al hacernos hijos de María pone Jesús en todo predestinado lo que un buen hijo debe tener para con su madre: ¡ un amor especial y único, una ternura, una confianza, una entrega que no tienen calificativo más expresivo que el de filiales! ¿Lo  sentimos? Tenemos el sello de los predestinados. ¿No? Lloremos, pidamos, instemos hasta lograrlo.

Juan cumplió perfectamente el encargo de Jesús; y fué siempre para María hijo sumiso, obediente, cariñoso y solícito. A ella se dedicó, en su casa la tuvo, fue su capellán diligente.    

¡Imitémosle! No pretendemos restringir la maternidad de María a los predestinados; título es que a la Santísima Virgen otorgan la piedad y la Teología católica el de «Madre de todos los hombres» y el de «Madre de los pecadores».

 

CUARTA PALABRA. «Deus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?» (Mt., 27, 46). ¡ Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?

 
1) Las tres primeras palabras fueron pronunciadas por Jesús, con breve intervalo, a poco de ser crucificado: «hora quasi sexta», alrededor del mediodía. Entre la tercera y la cuarta hubo un largo silencio, de cerca de tres horas, hecho más solemne por la oscuridad y horror de las tinieblas que cubrieron la tierra. Las cuatro postreras palabras se pronunciaron «circa horam nonam», hacia las tres. y encierran ideas y afectos íntimos de Jesús, y nos lo presentan como recogiéndose en su interior y escondiendo sus fuerzas, atención e intención en lo más íntimo del alma, para ponerla, lleno de amor filial, en manos de su Padre.

«Hacia las tres de la tarde hablase hecho relativo silencio en el   Calvario. Los curiosos, hastiados de aquel espectáculo de muerte, se alejaban poco a poco; las gentes ocupadas corrían a sus negocios; los soldados romanos, apoyados en sus lanzas o tendidos perezosamente en el   suelo, aguardaban el desenlace. De pronto, dominando los ruidos lejanos de la gran villa, rasgó los aires un grito: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis a bandonado? Eh, Eh, lamma sabachtani?» (Prat).

Cuando oyeron esto algunos de los circunstantes, decían: «¡Mirad, está llamando a Elías!» Pudieron entenderlo por la semejanza del sonido o quizá por una equivocación voluntaria que les daba pie para hacer un chiste. Jesús se limitaba a repetir amorosamente la queja del Salmista (21, 1). ¡Los grandes desamparos de Jesús! ¡Cuán horrible debió ser el sufrimiento interior revelado por estas palabras!


2) ¿Qué abandono fue? Cinco maneras de unión con la divinidad podemos considerar en Jesucristo: a) Natural y eterna de la persona del Padre con la del Hijo, en esencia: «Yo y el Padre somos una misma cosa.» Ego et Pater unum sumus (Jn 10, 30).

b) De la naturaleza divina con la humana hipostáticamente.

c) De gracia, de la que estuvo siempre lleno...

d) De gloria, por la visión beatífica; porque el alma de Cristo vio a Dios claramente desde el instante de su concepción.

e) Unión de protección, a la que aludía cuando dijo: «El que me envió está conmigo, y no me dejó solo.» Et qui misit me, mecum est, et non reliquit me solum (Jn, 8, 29).

Ninguna de las cuatro primeras le faltó, ni pudo faltarle: el abandono se refiere únicamente a la quinta, que se interrumpió por breve tiempo para que el Hijo de Dios pudiese padecer para la redención del género humano.

 
3) ¿Qué motivó este abandono? El que Jesucristo, inocencia y santidad infinita, quiso cargar con los pecados e iniquidades del mundo entero para satisfacer por ellos; y eso motivó el que se viera como abandonado: «longe a salute mea verba delictorum meorum» (Ps. 21, 2), el grito de mis pecados aleja de mí la salud. Esos delitos no pueden menos de oponerse a mi salud..., y es preciso que padezca y muera si he de pagarlos...

De la misma causa del abandono, que fueron los pecados, puede deducirse su intensidad y amargura horrible; es el pecado abandono y deserción de Dios, y quiso Jesucristo castigarlo en sí con abandono y alejamiento de Dios..., y este abandono causó tal acerbidad en su alma, que la hizo clamar, gemir, rugir.., como indica el texto hebreo. No fue la de Jesús claro está, frase de queja o rebeldía, sino amorosa plegaria y manifestación de lo que de otra suerte ni sospechar pudiéramos, pues le veíamos sufrir tanto sin exhalar una queja. Y nosotros, ¿sentimos la ausencia de Dios? ¡Qué horror no tener a Dios y vivir tranquilo! Otras ausencias hay también que debemos sentir y procurar remediar: las de la desolación. Si gustáramos a Dios!


4) ¡ En cambio, somos quizá de los que cuando el dolor, la tribulación, la adversidad nos visita de cualquiera forma, pensamos que Dios nos tiene olvidados, que nos abandona y no nos recatamos de decirlo! ¡ Qué aberración! Acaso nunca está Dios más cerca de nosotros; como nunca es el padre más padre que cuando hace llorar a su hijo...

QUINTA PALABRA «Postea, sciens Jesus quia omnia consummata sunt, ut consunmaretur scriptura, dixit; Sitio» (Jn, 19, 28). Después, sabiendo Jesús que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dijo: ¡Tengo sed!


A punto de morir, cuando ya todo tocaba a su término, para que se cumpliera lo que el Sa1mo 68, 22, dice: y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre, clamó: ¡Tengo sed! Había allí un vaso de vinagre, y fue un soldado corriendo a empapar una esponja en el   vinagre, y asegurándola en una caña, se la acercó a la boca para que chupase. La Virgen Santísima, que al pie de la cruz estaba, cómo anhelaría aliviar la sed de Jesús; y no pudo ofrecerle una gota de agua; y hubo de ver cómo los soldados le ofrecían vinagre.


1) ¿Qué sed sufría Jesús?

a) Natural, violentísima dicen que es uno de los tormentos más intolerables de los crucificados. ¡Había perdido Jesús tanta sangre en el   Huerto, en la flagelación, en la crucifixión; llevaba tantas horas seguidas de sufrir sin el menor alivio!

b) Sed de hacer la voluntad de su Padre: fue el anhelo constante de su vida toda.

c) Sed de padecer más por nuestro amor...

d) Sed de nuestra salvación, sed de almas: «Sitit sitire» (San Agustín), tiene sed de que la tengamos de Él: «Sitis mea salus vestra», mi sed es vuestra salvación; y este grito se viene repitiendo por la voz de su Vicario y de sus Ministros.


2) Y le dieron vinagre. ¿He sido yo más caritativo con Jesucristo? Tiene sed de mi alma; ¡cuántas veces se la he dado yo, avinagrada por el pecado, por la sensualidad, por la pasión que la domina, por la ira, por la envidia, por la lujuria! ¡Ahora, Jesús mío, que está limpia por la penitencia y la caridad que me han logrado cumplido perdón, ahora te la ofrezco como gotita de rocío refrigerante! ¡Pero no basta! El mundo no oye la voz de Cristo: diríase que su «Sitio» resuena en un desierto; ¡tan poco caso le hace la sociedad moderna!

¡Cuántos los que no conocen a Cristo! ¡Cuántos los que sólo conocen su nombre para blasfemar de. El! ¡Cuántos los que, a pesar de conocerle, no quieren refrigerar su sed, sino que le dan vinagre! Al considerar la sed de Jesús y la ingratitud de los hombres se nos ha de inflamar el alma en anhelos vivísimos de apostolado. Este «sitio» espoleó sin duda a Pablo, a Javier y a tantos Apóstoles.

SEXTA PALABRA. «Cum  ergo accepisset Jesus acetum dixit: consummatum est» (Jn 19, 30). Jesús, habiendo gustado el vinagre, dijo: Todo está cumplido.


Había dado ya término a la gran obra de la Redención: cumplidas las profecías, Cristo podía decir con toda verdad al Padre: «opus consummavi, quod dedisti mihi» (Jo., 17, 4). He acabado la obra cuya ejecución me encomendaste. Dulce palabra que llena el corazón de gozo y da derecho a decir: «in reliquo reposita est mihi corona iustitiae» (2 Tim.,, 4, 8), ya no me queda sino recibir la corona merecida y bien ganada.


1) ¡Con cuánta verdad pudo decir Jesús que todo estaba cumplido!

a) Cumplidas las profecías todas, ¡tantas!, ¡tan menudas!; desde el nacimiento de Madre Virgen, en Belén; ida al templo, adoración de los Magos, huida a Egipto, etc., hasta su Pasión y muerte y traición de Judas, condenación por los gentiles, flagelación, vinagre. ¡Todo cumplido!

b) Cumplidos los fines de su venida al mundo: «enseñar» con palabras y con ejemplos, luz del mundo, «via et veritas, manifestavi nomen tuum. hominibus» (Jn 17, 6), revelé tu nombre a los hombres, tenía palabras de vida eterna, «redimir», restaurar, el orden destruido rehacer la obra.

c) Terminados sus dolores, quiso realizar su obra por el dolor...; así abrió las puertas del cielo, allanó el camino, nos mostró cómo andarlo, nos brinda su ayuda... Venció a sus enemigos, queda Satán ligado, quebrantada su cabeza, encadenado a la cruz. Vencido el mundo, «confidite, ego vici mundum» (Jn 18, 33), con sus tres concupiscencias: sensualidad, codicia soberbia; lo venció con sus dolores: pobreza, humillación. «Varón de dolores», «no tiene dónde reclinar su cabeza»; «se humilló hecho obediente» Is., 53, 3; Mt., 8, 20; Philip., 2, 7). Abierto el cielo... De veras que terminó su obra cumplidamente!


2) ¿Y nosotros? Cuando lleguemos al fin de nuestra jornada ¿podremos decir «consumniatum est»? Para ello es menester que cumplamos nuestros deberes, y lo primero que se necesita es saberlos.

a) Instruirnos; nuestro primer deber es «saber a Cristo», conocer su doctrina, escuchar sus enseñanzas. En lecturas, estudiss, sermones, ejercicios, etcétera.

b) Obrar lo que Dios nos manda, lo que Dios nos aconseja..., lo que Dios nos inspira... No únicamente lo que a nosotros nos parece... Copiar a Cristo...; ¡ ese es nuestro gran trabajo!

c) Padecer; sólo la paciencia, «opus perfectum habet» (Jac., 1, 4), perfecciona la obra. Con nuestros sufrimientos copiamos a Cristo y complementamos su Pasión, «adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24). Si lo hacemos podremos con humilde confianza decir que hemos cumplido nuestra tarea.

 

SÉPTIMA PALABRA. «Et clamans voce magna Jesus ait: Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23, 46). Y dando un grito dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
1) Las primeras palabras que de Jesús nos conservan los Santos Evangelios son: «in his quae Patris mei sunt oportet me esse» (Lc 2, 49); ¡conviene emplearme en las cosas de servicio de mi Padre!; las últimas: «in manus tuas commendo spiritum meum». Cuán admirable y naturalmente se enlazan. Fue, sin duda, milagroso este grito de Jesús, pues agotado como estaba, naturalmente, no hubiera podido darlo. ¡Con cuán entera confianza podía poner en manos de su Padre aquella alma por Dios criada y siempre dedicada única y exclusivamente al servicio y gloria de Dios! Y ¡cuán a la letra se cumplió lo que había Jesús predicho: «ego pono animam meam... nemo tollit eam a me» (Jn 10, 17-18). Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla... ¡Con qué agrado la recibiría el Padre! ¡Qué dulce es morir para el justo! No es otra cosa que poner el alma en las manos de su Padre; es volver a la casa paterna después de haber peregrinado por el desierto.


2) ¿Y nosotros? ¿Podremos con la misma confianza poner nuestra alma en manos del Padre celestial? ¡Cierto que sí, a menos que en el  la haya algo que no pueda ponerse en tan santas manos! Mira y considera; ahora es tiempo de quitar de ella cuanto no pueda ponerse en las divinas manos. «Encierra esta frase todo lo que puede comunicar fortaleza y refrigerio a un alma moribunda: fe, esperanza y caridad. Padre, dulce palabra de una fe llena de confianza que en esta última hora conserva su más entera significación: «Yo voy al Padre»... «En tus manos..,»; «en las manos del Omnipotente que me crió, en las manos del que es la misma sabiduría, que dispone todas las cosas con suavidad y fortaleza; en las manos del amor, dispuestas a recibir a la paloma que vuelve al arca de la salvación, encomiendo, con la más »absoluta confianza y seguridad, mi espíritu, el alma inmortal, que salió de Él y vuelve a Él, y no puede hallar descanso sino en Él.» (Huonder, «La noche de la Pasión», n. 113).

Punto 2.°—EL SOL FUÉ OSCURECIDO; LAS PIEDRAS QUEBRADAS; LAS SEPULTURAS, ABIERTAS; EL VELO DEL TEMPLO, PARTIDO EN DOS PARTES DE ARRIBA ABAJO.

Reúne aquí San Ignacio varios prodigios que acompañaron a la muerte de Jesús:


1) Cubrieron la tierra desde casi la hora de sexta hasta la de nona, es decir, de las doce a las tres de la tarde, densas tinieblas (Mt 27, 45; Mc 15, 33; Le., 23, 44). No puede aducirse explicación natural de tal fenómeno, pues que in eclipse de sol es imposible que se produzca en fase de luna llena, como era el día en que fue Jesús crucificado; ni era tampoco posible que durara tres horas. Diríase que quiso el cielo tender una velo de fúnebre oscuridad sobre el cuerpo desnudo de Jesús.


2) Las piedras, quebradas. San Mateo (27, 51-52) nos dice que la tierra tembló, y las piedras se partieron, y las tumbas se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. «Vese aún hoy en la roca del Calvario una hendidura que se abre a la izquierda del lugar, donde una tradición constante indica que fue crucificado el Señor: ancha de 25 centímetros, larga de unos 1,70 metros, que penetra hasta por debajo de la roca. La hendidura es maravillosa, pues corre perpendicular a la dirección de las vetas de modo tan extraordinario, que más de un incrédulo a su vista ha tenido que confesar el prodigio.» (De Lai, o. c.).

Los concurrentes al Calvario, al sentir temblar bajo sus pies la tierra se llenaron de temor y se volvían a la ciudad hiriéndose los pechos (Lc 23, 48). Y el centurión y los soldados que guardaban a Jesús, visto el terremoto y las cosas que sucedían, se llenaron de gran temor y clamaban: verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mt., 27, 54).

Puso el colmo la aparición de los muertos. Escribe San Mateo (Ib., 52-53) que a la muerte del Señor «los sepulcros se abrieron y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Jesús, vinieron a. la ciudad santa y se aparecieron a muchos». Parece que la resurrección fué después de la de Jesucristo, que es «primitiae dormientium.» (1 Cor., 15, 20), «primo genitus ex mortuis» (Col., 1, 18), «primo genitus mortuorum» (Apoc., 1, 5), el primogénito de los muertos y las primicias de la resurrección, y quiso asociarse algunos justos a su vida gloriosa para hacer más creíble su propia resurrección. Si estos privilegiados habían de morir nuevamente o si hubieran recobrado su vida ordinaria con riesgo de perder la bienaventuranza que tenían ya asegurada, su suerte nada tuviera de envidiable.

 No hay duda de que el día de la Ascensión escoltaron al vencedor de la muerte en su triunfal entrada en el   descanso de la gloria. Y pues fueron reconocidos por muchos, es evidente que su muerte no podía datar de larga fecha; sería yana conjetura aventurar nombres, San José, San Juan Bautista, el buen ladrón... (Prat., o. e.).


3) El velo del templo, partido en dos partes de arriba abajo. Era el gran velo precioso, de tres colores: jacinto, púrpura y escarlata; cerraba el acceso del «Santo de los Santos», separándolo del Santo».

¡Cuál no sería la impresión de la turba y los sacerdotes, que estaban en aquella hora en el   templo ofreciendo el sacrificio vespertino, en el que el sacerdote hacía, en el «Santo», la ofrenda de los perfumes y encendía la lámpara sagrada, al ver que se rasgaba de pronto el gran velo y quedaba patente el «Santo de los Santos», inviolable sagrario que jamás había podido escudriñar el pueblo de Israel y donde Él mismo gran sacerdote no podía penetrar sino una vez al año! (Bohnen, o. e.).

Diríase que comenzó a manifestarse sensiblemente el poder de la cruz y que a Jesús, en el  la entronizado, rendía la naturaleza homenaje; ¡y muerto reina vivo! Comienza la glorificación de Jesús cuando llega al colmo su humillación. ¡Cuán grande Capitán tenemos! Si hemos de triunfar con El es preciso seguirle primero en la pena.

 

Punto 3.°. BLASFÉMANLE DICIENDO: TU ERES EL QUE DESTRUYES EL TEMPLO DE DIOS; BAJA DE LA CRUZ; FUERON DIVIDIDAS SUS VESTIDURAS; HERIDO CON LA LANZA SU COSTADO, MANÓ AGUA Y SANGRE.


1) ¡Cosa increíble! Parece que, naturalmente, un reo, en sus últimas horas, sólo excita conmiseración y piedad y todos son a endulzarle, en lo posible tan angustiosos momentos; y, sin embargo, no fue así con Jesús, sino que, acercándose a la cruz, sus enemigos le insultaban y decían palabras de escarnio, de desafío, de irrisión ¡ Si eres hijó de Dios, baja!, y creeremos en ti. A otros ha salvado y a sí mismo no puede valerse. ¡Capaz de destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días..., baja de la cruz!

¡Cómo esos insultos a la divinidad de Jesucristo y a su poder se vienen repitiendo a través de los siglos; hoy, como hace dos mil años, pasan ante la cruz de Jesús sus enemigos escarneciéndole! ¡Y El calla, y El sufre y parece vencido! ¡Desciende cTe la cruz! ¡Sal de ese tabernáculo! ¡ Y Jesús calla!

También a los que por su amor se han clavado en la cruz de Cristo se les grita: «desciende de la cruz!» Ea, líbrate de esa indigna y dura cadena de los votos, «que como garfios te tienen sujeto a una vida malograda para el mundo... Y, por desgracia, no todos resisten a tales insinuaciones. «Quidam pro modica calumnia descendunt de cruce patientiae, alli de cruce macerationis carnis et poetitentiae (Ludolfus).

En cambio, así como el Salvador se mantuvo firme en la cruz por amor a nosotros, las almas que le son fieles perseveran por amor a Cristo en la cruz del sacrificio que libremente han escogido. Quidam novitius parisiensis matri suae volenti eum de religione extrahere, sic legitur respondisse: Christus propter Matrem suam non descendit de cruce, sic nec ego propter te deseram crucem poenitentiae» (Ludolfus). (Huonder, o. c., n. 100.)

¿Y nosotros? Nuestras pasiones, nuestra sensualidad, nuestra soberbia, nos gritan imperiosamente: ¡baja, no te mortifiques, no te prives, no te humilles! ... ¿Qué hacemos?


2) Fueron divididas sus vestiduras. Se repartieron conforme a costumbre sus vestiduras. Es hecho que mencionan los cuatro evangelistas. San Juan, que es quien con más detalles narra el hecho, nos dice: «Entre tanto los soldados, habiendo crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos de que hicieron cuatro partes, una para cada soldado y la túnica. La cual era sin costura y de un solo tejido de arriba abajo. Por lo que dijeron entre sí: no la dividamos, mas echemos suertes para ver de quién será. Con lo que se cumplió la escritura, que dice: «Partieron entre sí mis vestidos y sortearon mi túnica» (Salm. 21., 19). «Y esto es lo que hicieron los soldados (Jn 19, 23-24).

¿Y nosotros? Fue la pobreza virtud muy predilecta de nuestro Capitán: pobre naçió, pobre vivió y más pobre quiso morir. Sus vestidos eran, sin duda, en sí de escaso valor, pues que Jesús vestía como pobre; pero si hubieran sabido apreciarlos los soldados, ¡ qué tesoros tenían en el  los! ¡Vestidos de Jesús! ¡Hechos por su Madre Santísima! De ellos dice Hounder (o. e., 89, 2): «Estos vestidos del Señor, según se tiene por tradición con gran fundamento, fueron rescatados por las santas mujeres y Nicodemo, cual precioso recuerdo, y se conservan como valiosa herencia en la cristiandad.»

¡Con qué gusto los hubiéramos adquirido nosotros! Los vestidos materiales no está en nuestra mano el lograrlos; pero... aquellos otros de que nos exhorta San Pablo a vestirnos: «sed induimini Do»minum Iesum Christum» (Rom., 13, 14), mucho más preciosos por ser mucho más íntimos y propios de Cristo, sin duda que podemos y debemos adquirirlos y revestirnos de las virtudes que constituían la vestidura espléndida de nuestro Modelo Divino; ¡la pobreza, la mortificación, la humildad! ¡Oh!, qué hermoso fuera que de tal suerte en nosotros resplan. decieran que al vernos todos clamaran admirados y edificados: ¡ parece otro Cristo!


3) Herido con la lanza su costado, manó agua y sangre. Narra el hecho únicamente el Evangelista San Juan (Jo., 19, 31 y sigs.): «Como era día de preparación o viernes, para que los cuerpos no quedasen en la cruz el sábado, que era aquel sábado muy solemne, suplicaron los judíos a Pilato que se les quebrasen las piernas a los crucificados y los quitasen de allí. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas del primero y del otro que había sido crucificado con él. Mas al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le abrió el costado, y al instante salió sangre y agua. Y quien lo vió es el que lo asegura, y su testimonio es verdadero. Y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis. Pues estas cosas sucedieron en cumplimiento de la Escritura: «no le quebraréis ni un hueso» (Ex., :12, 46. Núms. 9, 12). Y del otro lugar de la Escritura, que dice «Dirigirán sus ojos hacia Aquel a quien traspasaron» (Zac, 12, 10).

¡Dulce escena, llena de suavísimas enseñanzas. Urgíales a los judíos hacer desaparecer de la vista de la ciudad el macabro espectáculo de los tres ajusticiados, y por eso quisieron acelerar su muerte para darles sepultura. Jesús había ya muerto cuando a Él se acercaron a quebrantarle las piernas: todo estaba predicho y prefigurado en la comida del cordero pascual. ¡ Y abrieron su costado!

Del costado del primer Adán, dormido, sacó el Señor a Eva; del costado del segundo Adán, muerto en la cruz, nació la Iglesia. Brotó, dice el Evangelista, sangre y agua, misteriosa si no milagrosamente. ¿Qué nos quiso el Señor significar con ello? Los Santos Padres San Agustín, San Juan Crisóstomo y San Cirio de Alejandría ven en esa agua una figura del bautismo, y en la sangre, la de la Eucaristía; por el primero somos incorporados al cuerpo místico de Jesús, la Iglesia, y se nos infunde la gracia; por la Eucaristía se nos da el alimento que er nosotros ha de conservar y desarrollar esa vida. ¡Quiso también dejarnos abierto el camino para que penetráramos los secretos de su Corazón! Dice el P. Ponlevoy que al ser abierto el costado de Cristo quedó patente como un libro para que lo estudiemos; como un tesoro, para que lo explotemos; como una puerta, para que por ella entremos y hagamos del Corazón de Jesús nuestra morada en la vida y en. la muerte. ¡Dichosos nosotros si sabemos aprovecharnos de él!

Coloquios. Se pueden hacer tres coloquios: uno a la Santísima Virgen nuestra Madre, que tanta parte tomó en estos misterios, suplicándola, por sus dolores santísimos, nos conceda llorar con ella piadosamente, compadecemos de Cristo crucificado, embriagarnos de amor a la Cruz y vivir y morir crucificados con Cristo. Otro a Jesucristo pidiéndole, por su sangre preciosa, fuerza para cumplir lo que le hemos prometido, vistiéndonos de su librea y militando bajo su bandera. Otro al Padre.

NOTA

—Disiente en esta contemplación la Vulgata del Autógrafo: guarda la Vulgata al proponer los puntos el orden histórico, y pone: 1) las blasfemias y división de lós vestidos; 2) las siete palabras 3) los milagros que se siguieron a la muerte de Jesús. El Autógrafo guarda el- orden expuesto. ¿Por qué alteró San Ignacio el orden? El P. Hummelauer indica que puede señalarse la siguiente razón: «El primer punto incluye, en las siete palabras, actos de realeza de Jesucristo, colocado en el   trono de la cruz y así se enlaza íntimamente con la contemplación precedente. Y a su vez el segundo y tercer puntos ponen junto al trono de Cristo dos campamentos y dos banderas enemigas…

46ª  MEDITACIÓN

LAS LECCIONES DEL CRUCIFIJO


Propondremos, en primer lugar, una contemplación de Cristo crucificado, considerando las lecciones que desde esa cátedra sublime nos lee nuestro Divino Maestro: es, en verdad, la Cruz «cathedra docentis». San Felipe Benicio, a punto de morir, pedía « su libro»... Era el Crucifijo. San Buenaventura, a la pregunta instante de Santo Tomás, que deseaba saber de dónde sacaba el seráfíco doctor su ciencia sublime, respondía mostrando el Crucifijo: Es el «gran libro», y Jesús el gran Maestro.


Composición de lugar. Ver el Calvario y en el  a Cristo crucificado, y postrados a sus pies decirle: «Loquere, Domine, quia audit servus tuus» 11 Reg., 3, 9), habla, Señor porque tu siervo escucha.

 

Petición. Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí.

 
Punto 1.° EL CRUCIFIJO NOS ENSEÑA A SUFRIR.

 
1) Todo en Jesús crucificado nos dice sufrimiento, y lo primero que parece que quiere enseñarnos es a sufrir. Vino a redimirnos y eligió como medio para hacerlo el dolor; ¡bendito dolor de Cristo!, que fue para nosotros mina riquísima de perdón y gracia.
Al mirar al Crucifijo hemos de oír a nuestro Jesús, que nos dice: ¡Mira cómo te he amado! ¿Podría hacer algo más para demostrártelo? Y el corazón se nos inflamará en anhelos vivísimos de pagar amor con amor y corresponder agradecidos a quien tanto nos amó.

El. P Bernardo Vaughan, S. J., contó en uno de sus sermones que un joven disoluto, estando en el   frente de guerra herido de muerte, desesperado, gritaba que quería poner fin a su vida, y volviéndose frenético a unos amigos que le prestaban auxilio, con acento dramático les preguntó: «Cuando yo muera, ¿derramaréis una lágrima por mí? ¡Seguramente que todos me olvidaréis! Entonces un joven oficial católico que le asistía solícito mostróle un pequeño crucifijo y le dijo: ¡Mira, amigo mío: un hombre que es al mismo tiempo Dios y que ha derramado por tu amor no una lágrima, sino toda su sangre! El moribundo fija su vista en el   Santo Cristo, lo toma, cierra los ojos y de pronto dice: «¡ Quiero besarlo!» Y después de estampar en el  un beso férvido, intensísimo, exclama: «¡ Oh dulce amigo!» Y muere. ¡ Dulce amigo, modelo de amistad!

Quiso mostrarnos su amor sufriendo; correspondencia natural el procurar nosotros sufrir por su amor ¡Cuán pocos son los que así aman a Jesús! ¡Cuántos los que ponen su amor en afectos, en ofrecimientos, en palabras; pero cuando se enfrentan con la cruz y el sufrimiento, se sienten desfallecer y no tienen valor para sufrir por quien por ellos tanto sufrió! «Tiene Jesús muchos amadores de su Reino celestial, pero pocos que lleven su Cruz; muchos que desean la consolación, pero pocos que sufran la tribulación. Encuentra muchos »compañeros para la mesa, pero pocos para la abstinencia. . . » (Imit. de Cristo., 2, 11.)


2) Quiso redimirnos sufriendo por la Cruz; si queremos aprovecharnos de la redención es preciso que lo hagamos por el sufrimiento. «Adimpleo ea quae desunt passionum Christi» (Colos., 1, 24); estoy cumpliendo en mi carne lo que resta que padecer a Cristo, decía San Pablo a los Colosenses. Y esto lo escribía encadenado y padeciendo en Roma.

«La Pasión y muerte de Cristo fue suficientísima y sobreabundante y nada le falta que satisfacer. Pero además de esa Pasión, que en su carne o en sí mismo padeció, debe sufrir otras en sus miembros, es decir, en sus fieles, y especialmente en sus ministros; no ciertamente para con ellas lograr nuevos méritos, sino para que se apliquen los méritos de su Pasión y muerte. Tales son las pasiones que San Pablo, como miembro y ministro, suplió por su parte; a saber: los trabajos y tribulaciones abundantes que el apóstol toleró para congregar y perfeccionar la Iglesia y así aplicar a los fieles los méritos de la muerte de Cristo» (Ceuleman, h. 1).

 
3) Es nuestro Maestro y vino a enseñarnos el «camino», «ego sum via» (Jn 14, 6); no hay otro por el que marchar a nuestro fin. ¡Ni posibilidad de lograrlo sin cruz! ¡Cómo nos engañamos cuando soñamos en una vida humanamente feliz pensando que por rezar un poco más, con sosiego y bienestar, somos ya perfectos! ¡Con qué facilidad nos engañamos pensando que la santidad está en la práctica tranquila de una vida más o menos rectamente ordenada, sin tropiezos, sin dificultades, sin dolores, sin cruz!

No fue esa la de Jesús: «tota vita Christi, crux fuit et martyrium et tu tibi quaeris requiem et gaudium?» (Imit. Christi, 2, 12). Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio, ¿y buscas para ti descanso y gozo? ¡ Pensémoslo!, y saquemos la consecuencia de que únicamente cuando llevamos nuestra cruz seguimos a Cristo. Es la primera condición que él mismo señaló a quien deseara seguirle: «¡ tome su cruz ! » Por eso San Agustín nos dice: «Si putas te non habere
tribulationes, nondum coepisti esse christianus» (Enarr. in Ps. 55, n. 4. ML. 37, 649). No has comenzado aún a ser cristiano si piensas que no tienes tribulación alguna.


Punto 2.° NOS ENSEÑA A ORAR.


Oración suavísima la de la Sagrada Pasión. Fué favorita de los Santos; díganlo si no un San Bernardo, un San Francisco de Asís, un San Ignacio: debiera ser el «ordinarius animae cibus», manjar ordinario de nuestras almas, ya que es oración:

a) Fácil, porque la Sagrada Pasión debiéramos saberla de memoria y sernos muy familiar. Y así, nuestras facultades entrarían en ella sin esfuerzo alguno de la memoria, del entendimiento ni de la voluntad.

b) Devota; está tan impregnada de devoción, amor, ternura..., que la voluntad se siente natural y suavemente movida a afectos los más tiernos y eficaces de amor, de compasión, de admiración, de gratitud, de aliento, de dolor, de celo... Ha de ser meditación sumamente afectiva, y al mismo tiempo, eminentemente activa y práctica.

e) Fructuosa; no puede menos de serlo, porque en las horas de su Pasión nos dio el Señor ejemplos más vivos y patentes de todas las virtudes, sobre todo de las más arduas y difíciles. Cómo practicó las oblaciones de mayor estima y momento que por su amor hemos hecho en la contemplación del Reino y en la de banderas, y qué ocasión más propicia nos brinda esta contemplación de Jesús crucificado para afirmarnos en el  las y reiterarlas con toda el alma!

c) Tiene, además, esta oración la ventaja de ser muy poco expuesta a ilusiones, como quizá lo son otras más especulativas y propicias a dejar volar la fantasía. Esta es tan opuesta a cuanto supone regalo de la carne, y tan contraria a toda nuestra natural inclinación, que parece que empuja como natural y necesariamente al sacrificio, a la pobreza, a la humillación, a ¡ copiar el divino modelo crucificado!

Debe, pues, ser para nosotros materia frecuente de contemplación, que nos hará cobrar afición a este santo ejercicio de la oración. ¡Dichosos de nosotros si logramos tal afición, en verdad salvadora!


Punto 3.° NOS ENSEÑA A SER APÓSTOLES.


No se puede mirar al Crucifijo sin sentir el alma inflamada en deseos de la propia Salvación y de la salvación del mundo entero.

1) Nos enseña lo que valen las almas. Jesús está en la cruz por mi amor, por salvar mi alma...;    ¡tanto vale mi alma! ¿La estimas en lo que vale? ¿Lo sacrificas todo a su salvación? Jesús así lo hizo. ¡Alma, todo eso vales!, no te tengas por menos. Cuando trates de venderla, exige lo que vale; cuando quieras comprarla, ¡no regatees nada! ¡Dalo todo! Todo es poco en comparación de lo que dio Cristo Nuestro Señor.


2) Nos enseña cómo se conquistan las almas. Cierto que por la oración, por la palabra, por  el ejemplo de la vida; pero, principalmente, por el sufrimiento. Su vida toda fue apostolado. Su oración y retiro, de treinta años, y su oración, no interrumpida... Su palabra, de luz y de fuego, raudal de enseñanzas y de esfuerzo... Su vida, tan humana y tan santa; ¡ vida de humilde artesano, vida de pobre misionero, vida de Maestro ideal! Pero fué, sobre todo, apostolado y redención su Pasión y muerte: ¡tan llena de sublimes ejemplos, de enseñanzas magníficas, de ejercicio de todas las virtudes, de sufrimientos, de amor!


3) Aprendámoslo; reflictamos; a todos, en mayor o menor escala, nos urge la obligación misionera. Nadie puede desentenderse de la labor de apostolado, que ha de comenzarse por sí mismo y por los más allegados, pero que debe extenderse cuanto se pueda a amigos, a conocidos, a extraños, a todos los que necesiten conocer y amar a Cristo para lograr su fin, para salvar las almas. Y medio eficaz como ninguno: ¡el sufrimiento, la cruz!

Punto 4.° NOS ENSEÑA A CONFIAR.


Es, sin duda, fruto muy natural de la consideración de Cristo crucificado la confianza en Dios, que tan necesaria nos es para ser algo en la vida espiritual. Confía, nos dice Jesús desde la cruz; ¿qué te voy a negar si me doy a Ti tan entera y tan costosamente? «Qui dedit quod plus est, nempe Unigeniti sui sanguinem, dabit et gloriam aeternam, quae minus est sine dubio» (Direct., 35, 7, citando a San Agustín). Quien nos di lo que más es, es decir, la sangre de su Unigénito, darános también la gloria eterna, que sin duda es menos.

¿Qué tememos ¿Es que queremos crucificar otra vez a Jesús? Pues aunque así fuera, oigamos lo que a los mismos que le crucificaban deseaba Jesucristo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34). ¿Es que nuestros crímenes son enormes, nuestra vida muy pecadora? Miremos cómo trata al ladrón penitente. Aprendamos a confiar. Si nos ha dado hasta a su misma Madre. Teniéndola por nuestra, ¿qué vamos a temer? Sería el desconfiar locura insigne, necedad incalificable. ¡La mayor injuria que á Dios pudiéramos hacer!


Punto 5.° NOS ENSEÑA A MORIR.


1) Dulce compañero de las horas de dolor, pero, sobre todo, de la hora suprema de la muerte, el Santo Crucifijo. Quien ha sabido en vida mirarlo, quien ha sabido estudiarlo, quien ha sabido usarlo, quien ha sabido besarlo, en aquella hora lo tendrá como amigo poderoso que le aliente y conforte. Jesús, muriendo, nos redimió. Si unimos a la suya nuestra muerte, será también un sacrificio santo, acepto a los ojos de Dios y de gran mérito para nosotros; mirando a1 Crucifijo el moribundo convierte su lecho en ara; su cuerpo y alma, en hostia; su voluntad, unida a la de Jesús, en sacerdote.

Reproduce la muerte de Cristo; es otro Cristo. Que si es para nosotros Cristo vida, debe ser también ganancia eterna en la muerte «mihi vivere Christus est, et mori lucrum» (Philip., 1, 21). Porque mi muerte así recibida glorificará a Cristo y me proporcionará la gloria eterna en su bienaventurada compañía.


2) El Santo Crucifijo me enseña, si lo sé estudiar, a morir:

a) Porque Dios lo quiere, diciendo del fondo del alma «non mea voluntas, sed tua fiat» (Le., 22, 42). Hágase no mi voluntad, sino la tuya. Y si es siempre muy acepta a Dios la conformidad de nuestra voluntad con la suya, lo es, sin duda, más aún en trances difíciles, como el de la muerte; y si esa conformidad hace una vida santa, hace también con la misma razón nuestra muerte santa.

b) A morir como Dios quiere, cosa difícil, sobre todo cuando la enfermedad es dolorosa y las amarguras y acerbidades grandes. Un «fiat» resignado es en tales horas más grato a Dios que mil «Te Deum» de agradecimiento en las horas de alegría y felicidad.

c) A morir donde y cuando Dios quiere...; si en la cruz, ¡bendito sea! Él sabe cuál es el camino más recto, y quizá está más cerca de la gloria la horca que el lecho. Aprendamos de Jesucristo crucificado a morir. El sea nuestro modelo y nuestro compañero. Ahora estamos a tiempo de lograrlo, usando con piedad y amor ese bendito instrumento de toda santidad. Meditemos despacio todo este misterio de amor y pidamos  a Jesucristo crucificado  su ayuda para poner en práctica las lecciones que nos ha leído.

47ª  MEDITACIÓN

OTRAS LECCIONES DE LA PASIÓN DE JESUCRISTO

El P. Luis de la Palma, en su «Práctica y breve declaración del camino espiritual.. . », reduce los padecimientos de la Sagrada Pasión a cuatro cabezas «Lo primero a la pobreza y falta de las cosas necesarias. Lo segundo, al desamparo de los hoMbres, y particularmente de los amigos. Lo tercero, a las deshonras e injurias. Lo cuarto, a los dolores del cuerpo.» Vamos a proponer brevemente estos cuatro puntos siguiéndole.

Punto 1 .°   LA POBREZA.

1) En verdad que siempre amó Jesucristo a la pobreza como a madre y se abrazó con ella estrechamente desde su nacimiento; pero diríase que con los años creció el amor, y al fin de su vida dió pruebas más palmarias y fehacientes de él. Ni tuvo cama donde morir ni un lienzo con que cubrir su desnudez, ni en su sed un poco de agua, sino hiel y vinagre. Y diciendo San Pablo que la suma pobreza es tener con qué cubrir el cuerpo y con qué sustentarse, sin buscar otra cosa fuera de esto (1 Tim., 6, 8); el Señor, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Cor., 8, 9) pasó más adelante, porque ni tuvo con qué cubrirse ni con qué apagar su sed... Y fue enterrado en sepultura ajena y con mortaja dada de limosna; y le despojaron de sus pobres vestidos; ni pudo dejárselos a quien deseara, sino que se los repartieron los soldados. ¡Qué ejemplo! ¡Y cómo se presta a reflexiones prácticas de actualidad perenne!

Punto 2º  DESAMPARO DE LOS HOMBRES.

1) Fue tan grande, que se cumplió el «Considerabam ad dexteram et videbam, et non erat qui cognosceret me» (Ps., 141, 5). «Pensativo miraba si se »ponía alguno a mi derecha (para defenderme), pero nadie dió a entender que me conociese»; y el «Longe fecisti notos meos a me, posuerunt me abaminationem sibi» (Ps., 87, 9). «Alejaste de mí mis conocidos; miráronme como objeto de su abominación.» Y fué esto tanto más costoso cuanto que había sido estimado y aclamado como santo, reverenciado como profeta, oído como gran maestro y predicador, seguido de todo el concurso del pueblo, en el   templo, en las sinagogas, en la ciudad, en el   desierto, en el   mar y en la tierra; engrandecido por sus milagros tantos y tan ilustres, querido y amado por los continuos beneficios que recibían de El; todo esto se trocó súbitamente en desconocimiento, en desprecio, en infamia, en odio y aborrecimiento...


2) Sus naturales le procuraron la muerte con suma injusticia, y los gentiles romanos se la dieron con suma crueldad. Los sacerdotes y letrados y los príncipes excitaron al pueblo, que hasta después de crucificado le injuriaba. Los suyos le abandonaron; de sus doce Apóstoles, uno le vendió; otro, el elegido para vicario suyo, le negó tres veces; los demás le desampararon, dejándole en poder de sus enemigos. Sola su Madre jamás le dejó y le acompañó en su afrenta como pudo; pero su presencia le acrecentaba el dolor. ¿Y nosotros? Reflictamos y veamos si le hemos sido siempre fieles o si, por el contrario, no pocas veces le hemos también abandonado.


Punto 3°  SUS DESHONRAS.

1) ¡Fueron tantas! Hace, sin duda, crecer la enormidad de estas deshonras el considerar que era verdadero Dios, digno de todo honor, y que, en cuanto hombre, era de nobilísimo corazón y había alcanzado gran reputación y estima entre los hombres. Y le prendieron como a un ladrón (Mt., 26, 55), y le pasearon por las calles maniatado como un malhechor y lo crucificaron entre ladrones de suerte que se cumplió lo que de Él estaba escrito: «Et cum sceleratis reputatus est» (Is., 53, 12), ha sido confundido con los facinerosos.

2) Circunstancias fueron que hicieron crecer su deshonra:

a) La calidad de las personas que se las hicieron, pues eran los pontífices y sacerdotes, los magistrados y los jueces; ellos fueron los que, reunidos en concilio, le declararon blasfemo y alborotador y le condenaron por digno de muerte; y todo el pueblo se la pidió al presidente con violencia popular para que se la diese; y los verdugos fueron lo más soez de los soldados gentiles; y sus discípulos le vendieron, le negaron, le abandonaron; cosas todas que agravan la deshonra.


b) Creció también por parte de los delitos que le acumularon, que fueron muchos y gravísimos; blasfemo contra Dios, traidor a los reyes, embustero y alborotador, hechicero y encantador, etc.
c) Y, sobre todo, llegó al colmo por las cosas que hicieron con Él. Le prendieron de noche, y en un campo, como a ladrón; le llevaron atado y con afrenta por las calles; le abofetearon, le escupieron á1 rostro, le mesaron las barbas y cabellos, le vistieron con vestiduras de escarnio, le azotaron como a esclavo, le coronaron por rey de burlas, le crucificaron como a insigne malhechor, y aun después de crucificado le siguieron injuriando y denostando. En verdad que se vió saturado de oprobios (Thren., 3, 30) y como el último desecho de los hombres (Is., 53, 3).


Punto 4.°. SUS DOLORES.

1) Los dolores de su cuerpo fueron tantos, que se pudo decir en lo físico de su cuerpo lo que de su pueblo corrompido se dijera en lo moral: «de la planta de los pies al vértice de su cabeza no hay en Él   parte sana» (Is., 1, 6), y que todo estaba hecho una haga, como leproso, sin haberle quedado color ni hermosura, ni vista o figura por donde fuera conocido (Is., 53, 4). Sus pies y sus manos, perforados por clavos; sus piernas, pecho y espaldas, deshechos por azotes cruelísimos; su rostro, acardenalado por los golpes, manchado por asquerosas salivas, por la sangre, por el polvo; su frente, perforada por agudas espinas. Sufrió, además, sed horrible, y lo que más fue, desconsuelo interior hondísimo.


2) «Y no solamente en lo que padeció, sino también en las causas y modo de padecer se descubría claramente que era más que hombre el que así: padecía. La causa por que padeció fué por la justicia, y por la verdad, y por volver por la honra de Dios, que era su Padre, y por cumplir con el precepto que le tenía puesto, y por el bien público de todos los hombres presentes, pasados y venideros; dejándose despojar de la hacienda y de la amistad de los hombres, de la fama y de la honra, de la salud y de la vida por no perder un punto de caridad y de su obediencia; dejándonos ilustrísimo ejemplo para menospreciar todas las cosas que se llaman prósperas y acometer las adversas y terribles que hubiere en este mundo cuando se atraviese el mayor servicio y gloria de Dios Nuestro Señor, que es todo el fruto que debemos sacar dé esta meditación, trayendo siempre delante de los ojos a este Señor, que estando con tan extremada pobreza, desamparado de sus amigos, rodeado de sus enemigos, deshonrado, y abatido, y con tan graves dolores y tormentos, no se rindió, ni mostró flaqueza, ni perdió un punto de su decoro y majestad, antes extendió animosamente los brazos, haciendo demostración de las fuerzas dé Dios sustentando el peso de aquella cruz, que sólo El pudiera sustentarla» (La Palma, 1. c.).

 

Coloquios. Ferventísimos de gratitud y de ofrecimiento: reiterando a nuestro amorosísimo Capitán las oblaciones que en los ejercicios pasados le hemos hecho, para grabar más fuertemente en el   alma del ejercitante la idea del amor de Jesucristo, mostrado de modo tan palpable con tantos y tan acerbos sufrimientos; consideración que no puede menos de facilitar el logro del fruto de la tercera semana, produciendo profunda compasion y ansia de corresponder con amor y sacrificios a tanto amor.

48ª  MEDITACIÓN

CÓMO NOS PREPARAREMOS A RESUCITAR CON CRISTO

Composición de lugar. El sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo y la casa de la Santísima Petición. Que yo sepa morir con Cristo para merecer resucitar con Él.

 

Punto 1.° ¿CÓMO QUEDÓ EL CUERPO DE JESUCRISTO?

 

a) Oculto, escondido, olvidado e ignorado. Así debemos ansiar vivir nosotros, de suerte que pasemos inadvertidos a todos y de todos ignorados. De suerte que con verdad pueda de nosotros decirse: «Mortui enim estis, et vita vestra est abscondita cum Christo in Deo. Cum Christus apparuerit, vita vestra, tune et vos apparebitis cum ipso in gloria» (Colos., 3, 3-4). Muertos estáis ya y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando empero aparezca Jesucristo, que es nuestra vida, entonces apareceréis también vosotros con Él gloriosos.»

b) Cadáver que se dejaba llevar y traer como quiera y tratar de cualquier manera. Así hemos de procurar nosotros disponemos para obedecer la voz de Dios, dóciles siempre a las órdenes de la obediencia.
c) Unidos con la divinidad e incorruptible. Procuremos también nosotros mantenernos siempre unidos a nuestro Dios y libres de toda corrupción de pecado.

d) Pronto a resucitar por propia virtud de la divinidad. Nuestra disposición no ha de ser de inercia, sino de prontitud para cualquier cosa de la gloria de Dios. Persuadidos de que todo lo podemos con la gracia de Dios. Meditemos.


Punto 2.° CÓMO QUEDARON LA SANTÍSIMO VIRGEN Y LAS SANTAS MUJERES.


a) La Santísima Virgen, llena de fe y confortada con la esperanza de la resurrección. Su fe nunca vaciló ni dejó de brillar vivísima; por eso en el   tenebrario, durante el triduo de Semana Santa, se apagan todas las velas menos la llamada «María»; en todos se apagó la fe menos en la Santísima Virgen. Quedó afligida, pero resignada; y se mantuvo en constante oración y trato con Dios.

b) Las santas mujeres observaron cuanto se hacía con el cuerpo sacratísimo de Jesús en el   descendimiento y cómo quedaba en el   sepulcro, y deseando hacer algo más por Él, compraron aromas y ungüentos para ungirle en cuanto pasara el sábado. Es decir, obraron lo que pudieron, según la luz que tenían, aunque ésta, por su culpa, era escasa. También nosotros hemos de obrar siempre conforme a lo que el Señor nos inspire, y procurar disponemos bien para recibir sus inspiraciones y que nuestra luz sea mucha...

 

Punto 3.° CÓMO QUEDARON LOS ENEMIGOS DEL SEÑOR.

 

Al parecer triunfantes, todo les había salido a la medida de sus deseos; y, sin embargo, quedaron llenos de más inquietud y zozobra que antes. Así quedamos cuando, haciendo nuestra voluntad contra la de Dios, logramos algo que apetecemos y, al parecer, triunfamos; y sucede que allí donde soñábamos hallar nuestra felicidad y descanso, sólo encontramos zozobra e inquietud.

Fueron a Pilato y le dijeron: «Seductor ille dixit »adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Mt. 27, 63). Recordamos que aquel engañador dijo cuando todavía estaba vivo: después de tres días resucitaréB. Y tomaron mil precauciones para evitar la resurrección de Jesucristo. ¡Todo para mayor gloria del Señor y para más evidente testimonio de la resurrección! Cómo sabe el Señor servirse de las trazas de sus enemigos para sus fines y deshacer sus mejor combinados planes como telas de araña.

49ª MEDITACIÓN

CÓMO CRISTO NUESTRO SEÑOR APARECIÓ A NUESTRA SEÑORA

PRIMER PREÁMBULO ES LA HISTORIA, QUE ES AQUÍ CÓMO DESPUÉS QUE CRISTO EXPIRÓ EN LA CRUZ Y EL CUERPO QUEDÓ SEPARADO DEL ÁNIMA Y
CON ÉL SIEMPRE UNIDA LA DIVINIDAD, LA ÁNIMA BEATA
DESCENDIÓ AL INFIERNO, ASIMISMO UNIDA CON LA DIVINIDAD, DE DONDE SACANDO A LAS ÁNIMAS JUSTAS Y VINIENDO AL SEPULCRO Y RESUCITADO, APARECIÓ A SU BENDITA MADRE EN CUERPO Y ÁNIMA.


COMPOSICIÓN DE LUGAR. QUE SERÁ AQUÍ VER LA DISPOSICIÓN DEL SANTO SEPULCRO Y EL LUGAR O CASA DE NUESTRA SEÑORA, MIRANDO LAS PARTES DE ELLA EN PARTICULAR, ASIMISMO LA CÁMARA, ORATORIO, ETC.

 

PETICIÓN: DEMANDAR LO QUE QUIERO, Y SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO

 

Punto 1.° DESCIENDE ÉL ALMA DE JESUCRISTO AL LIMBO DE LOS JUSTOS


1) La espera. Quedó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo unido a la divinidad, como vimos, muerto en la cruz; poco después fuEconducido al sepulcro. Y en tanto, ¿qué fuEdel alma? Unida a la divinidad descendió al limbo de los justos y lo trocó en paraíso, colmando la esperanza de los que allí suspiraban por é.

El limbo de los justos, llamado también seno de Abrahám, era el lugar donde estaban retenidas las almas de los justos del Antiguo Testamento que habían muerto sin tener que satisfacer ninguna pena por sus pecados o que la habían ya cumplido, pero que no podían entrar en el   cielo hasta la muerte del Señor. Tenían la seguridad absoluta de que un día habían de gozar de la visión de Dios, y esta firmísima esperanza les inundaba de gozo, aunque mezclado con el ardiente anhelo de que llegara por fin el día de su perfecta felicidad; por eso su estado era el de una bienaventuranza relativa, con exclusión de penas y dolores, pero muy distante de aquella alegría inefable que inundó sus almas al aparecérseles el Señor después de consumado el sacrificio redentor del Calvario.

A nuestro modo de entender, vivían las almas de los Santos en el   limbo en continuo anhelo de la llegada del Salvador; su esperanza les había confortado en vida, - u deseo les había salvado, su llegada colmaría su felicidad. Allí estarían... el justo Abel, simpática figura de candorosa inocencia Allí nuestros primeros padres, que tanto habían llorado su pecado y que habían en medio de la horrenda tempestad que con su prevaricación desencadenaran, visto como arco iris de esperanza confortadora la tenue luz de la promesa dé un Redentor futuro. Y llegaban nuevas almas...; cada uno traía alguna noticia. Vieron llegar un día a un nobilísimo varón de inteligente mirada y de viriles rasgos...era Daniel. ¿Sabes algo de El? Para todos «El» era... el deseado. Sí, sí; oídme: Lloraba yo un día, triste, en el   destierro, a orillas de un río que no era el de mi tierra, y mi alma se inflamaba en deseos ardientes de salvación. De pronto se me apareció Gabriel, el arcángel nuncio de la redención... «Vengo a consolarte, me dijo. Dios, compadecido de tus deseos, te manda a decir: Cuenta setenta semanas de años, y en medio de la septuagésima se efectuará la obra de liberación que tanto anhelas.De esto hace ya bastantes años; quedan, pues, poco más de sesenta semanas» (Dan., 9, 21 y sigs.).

Corrieron los años, y un día vieron entrar un alma blanca; había cruzado el pantano del mundo larguísimos años, y, sin embargo, sus alas eran de una blancura de armiño. Y era su aspecto tan gozoso, que al punto todos se agruparon en torno suyo, esperando alguna buena noticia. «iLe has »visto? Habla!» «Sí; le he visto y si viérais ¡ qué »hermoso es! » Yo era tan anciano que no podía vivir, y, sin embargo, el espíritu me decía: «Antes »de morir lo verás.» Y esa esperanza era mi vida. Cierto día el corazón me dió un salto; subía las gradas del templo un varón hermosísimo, llevando en una jaulita el par de tórtolas de la purificación; su aspecto respiraba dignidad, afabilidad, santidad a su lado, y por él amparada, subía una doncellita; oh. aué encanto! Dios no la podía hacer más suavemente hermosa y más dignamente perfecta; robaba los ojos, se llevaba los corazones, pero los elevaba; en sus brazos portaba un niñito: jamás se ha visto rosal más bello en el   que se abra castillo más encantador. ¡Dios mío! ¡ Es El! El. Corrí a su encuentro, tendí mis brazos y aquella bendita doncella se dignó poner en el  los al que en los suyos llevaba. Después.., no vi nada; lágrimas más dulces que la miel nublaban mis ojos; mi pecho latía, mi alma quería volar; por fin, mis labios, trémulos, hablaron: « Ahora, sí, Señor; ahora, sí que »te puedes llevar a tu siervo, pues que, cumplida tu promesa, mis ojos han visto a tu Salvador! Luz para la revelación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel.» José y María lloraban conmigo. Mis labios se posaron en los pies de aquel pequeñuelo; ¡era el Mesías! ¡Ya está en la tierra; ha comenzado su obra redentora!

Pocos días después entraba en el   limbo otra alma cándida...; era una Santa viejecita que participara de la dicha de Simeón. Las semanas iban pasando; apenas quedaba una... Comenzaba la septuagésima cuando se notó movimiento inusitado en el   limbo...; los ángeles del Señor preparaban mansión especial para un alma a punto de llegar... ¡Qué hermosura! ¿Será El? Y todos, embelesados, contemplaban al recién llegado; y el recién llegado callaba y aun trataba de esconderse. ¿Quién es? « ¡Ah, dijo Simeón, es el que acompañaba en su subida al templo al Mesías y »a su Madre.» Era San José. Su alma destacaba entre todas por su singular hermosura; era algo extraordinario que movía a alabar a Dios. «Y El?», le preguntaron. «Hace unos instantes, les respondió, que recibí de sus labios el beso de despedida; en sus brazos me sostenía y en su pecho se reclinaba mi cabeza; me costaba mucho dejarle, pero era su voluntad. Pronto, me dijo, muy pronto, nos volveremos a juntar para siempre; dentro de unos días saldré a predicar mi doctrina, a fundar mi Iglesia, a terminar la obra de la Redención; pronto libraré la última y decisiva batalla, y con mi muerte destruiré la muerte, y por la cruz llegaré al triunfo.» ¡Muerte! ¡Cruz! «Sí, es verdad, clamó Isaías: siglos hace que lo escribí por El inspirado.» «Y yo...», repitió el Rey Profeta.

Pasaron unos meses, y entró triunfante, envuelta en el   rojo manto de su sangre vertida por Cristo y por la castidad, un alma grande; al verla salió a abrazarla José y la saludó: « ¡ Salve, Juan ! » «El Precursor», repitieron todos. «Sí, hermanos míos, el Precursor; unos días hace que señalándole con el dedo a las turbas que me rodeaban les decía: «¡ Ahí le tenéis!; Ese es el Cordero de Dios, Ese es el que quita el pecado del mundo. Y El, humilde, se confundía con los pecadores que de mis manos recibían el bautismo de penitencia, y el cielo se abría, y una voz clamaba:. «Ese es mi Hijo muy amado, y en quien tengo todas mis complacencias.» «Y a su voz las muchedumbres, embelesadas, le siguen, y los sordos oyen, y los tullidos recobran movimiento, y los ciegos ven, y los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. Pronto, muy pronto, le tendremos entre nosotros, aquí. ¡Hosanna al Hijo de David!»

Diríase que aquellos meses pasaron más lentos: pero, al fin, las semanas de Daniel se cumplieron: el tremendo sacrificio se ofreció en el   Gólgota; un viernes a la tarde, en vez de crepúsculo, lució en todo su fulgor el sol de la gloria: ¡Cristo!


2 El premio. Y Cristo penetró triunfador en el limbo, y convirtió en realidad la esperanza, y comenzó a cumplir lo que al llamar a los suyos a su seguimiento les prometiera: que si le seguían en la pena le seguirían también en la gloria; y, en efecto, todos los allí reunidos habían seguido a su Capitán General en la conquista del Reino, con Él habían luchado como buenos, y así habían merecido el premio. ¡Cuán bueno es el Señor y cuán bien cumple sus promesas! ¿Qué pensarían todos aquellos fieles soldados de las penas que para llegar a la victoria habían tenido que sufrir? Si posible fuera en medio de tanta dicha sentir alguna pena, cierto que la tuvieran de no haber hecho aún algo más; ni uno solo sentiría el más mínimo pesar por las oblaciones de mayor estima y momento que en su vida había hecho y por la práctica de hacer contra la sensualidad y el amor carnal y mundano, y el militar siempre bajo la bandera de Cristo en suma pobreza, en oprobios, en humillación. Pensémoslo, que ahora estamos a tiempo de actuarnos en esta preciosa vida de imitación de- Cristo!

Es también muy de considerar en este punto el gozo del alma de Jesucristo al ver el fruto precioso de su sangre, derramada a tanta costa, en aquellas almas por ella redimidas. Y cómo la divinidad se parece y muestra tan magníficamente, y el oficio de consolar que trae Jesucristo Nuestro Señor. En verdad que en el   limbo lo ejerce con plenitud,. llenando aquellas almas del más sólido y perdurable consuelo que se puede imaginar. ¡Qué gran Capitán tenemos y cuán buen amigo es Cristo! ¡Oh si lo comprendiéramos y nos entregáramos del todo a El y procuráramos ligarnos con El en amistad íntima que nos hiciera gozarnos intensamente de tanta gloria y gozo de tan buen amigo!

 

Punto 2.° LA RESURRECCIÓN


1) El hecho. Pasaron las horas necesarias para que se cumplieran las profecías, y llegó la de la resurrección. Veamos aquella lucidísima procesión del alma de Cristo acompañada de las de todos los santos del Antiguo Testamento. Salen del limbo y llegan al sepulcro; cómo al ver el cuerpo bendito de Jesús tan destrozado y conservando las huellas horribles de los tormentos de la Pasión, echaron de ver lo que la Redención le había costado y se lo agradecieron con íntimo amor.

Vieron siglos antes los Profetas lo que había de sufrir el Redentor y lo anunciaron clarísimamente: ¡Prisión, llagas, azotes, golpes, escarnios, cruz, lanzada! ... ¡Todo se había cumplido al pie de la letra! ¡Varón de dolores..., gusano, que no hombre!... ¡Pero todo ha pasado, y por tan áspero camino ha llegado a un término de felicidad y gloria admirables! De pronto el alma de Jesús volvió a unirse con su cuerpo y a animarlo; ¡ qué transformación tan sorprendente! ¿Cómo déscribirla? Imposible a nuestra torpe lengua. exponer tan maravillosa mudanza.

El devotísimo Padre Fray Luis de Granada (Oración y meditación», c. 26, med. 2.a) escribe: «Pues en esta hora tan dichosa entró aquella ánima tan gloriosa en su santo cuerpo; ¿y qué tal, si piensas, le paró? No se puede esto explicar con palabras; mas por un ejemplo se podrá entender algo de lo que es. Acaece algunas veces estar una nube muy oscura y tenebrosa hacia la parte del poniente, y si cuando el sol se quiere ya poner la toma delante y la hiere y embiste con sus rayos suele pararla tan hermosa, tan arrebolada y tan dorada, que parece el mismo sol. Pues así aquella ánima gloriosa, después que embistió en el   santo cuerpo y entró en él, todas sus tinieblas convirtió en luz y todas sus fealdades en hermosura, y del cuerpo más afeado de los cuerpos hizo el más hermoso de todos ellos. De esta manera resucita el Señor del sepulcro, todo ya perfectamente glorioso, como primogénito de los muertos y figura de nuestra resurrección.» Así glorificó aquella carne preciosa que tanto había sufrido. Los santos Evangelistas no nos describen el   hecho de la resurrección.

San Mateo escribe: «Avanzada ya la noche del sábado, al amanecer del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a visitar el sepulcro. A este tiempo se sintió un grau terremoto, porque bajó del cielo un ángel del Señor y llegándose al sepulcro removió la piedra y sentóse encima. Su semblante, como el relámpago, y era su vestidura como la nieve» (Mt. 28, 1 y sigs).

Quedó el cuerpo dotado de las excelencias y condiciones de los cuerpos gloriosos: impasible, sutil, ágil, luminoso. ¡Al contemplarlo, las almas de los santos sintiéronse inundadas de júbilo santo, de consuelo inefable! ¡Cómo consuela! ¡Qué buen amigo es!


2) Sus causas. Aduce Santo Tomás (3,1 q. 53, a. 1) cinco razones por las que convenía que Cristo Nuestro Señor resucitara, y son dignas de consideración.

a) Es la primera, «ad commendationem divinae iustitiae, ad quam pertinet exaltare illos qui se propter Deum humiliant, secundum illud (Lc 1, 52). Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles. Quia igitur Christus propter caritatem et obedientiam Dei se humiliavit usque ad mortem crucis, oportebat quod exaltaretur a Deo usque ad gloriosam resurrectionem...» Para recomendación de la justicia divina, de la cual es propio ensalzar a los que por Dios se humillan conforme a aquello de San Lucas (1, 52): Depuso a los poderosos de su solio y ensalzó a los humildes. Y pues Cristo por caridad y obediencia a Dios se humilló hasta la muerte de cruz, convenía que fuese ensalzado por Dios hasta la gloriosa resurrección; esa es la razón ijue apunta San Pablo en su epístola a los Filipenses (2, 8-9) y a los Efesios (4, 9). Y era justo que fuese la compensación en el   orden mismo en que fué la humillación, y pues ésta se manifestó en los dolores y muerte del cuerpo, parecía conveniente que el mismo cuerpo fuese glorificado y revestido de nueva vida.

Reflictamos para sacar algún provecho pensando que si queremos llegar a tan magnífico triunfo no hay otro camino que el que nos señala Nuestro Señor.

 

b) «Secundo, ad fidel nostrae instructionem, quia per eius resurrectionem confirmata est fides nostra circa divinitatem Christi.» Para instrucción de nuestra fe, porque por su resurrección fué confirmada nuestra fe acerca de la divinidad de Jesucristo (v. Suárez, ed. Vives, t. 19, p. 770). Es la resurrección de Jesucristo útil y aun necesaria para confirmar nuestra fe. Porque supuesta la predicción de Jesucristo, era sencillamente necesario para la verdad de nuestra fe que Cristo cumpliese lo que prometiera.

Y en este sentido se puede entender el texto de San Pablo, 1 Cor., 15, 14, “Si Christus non resurrexit, inanis est praedicatio nostra, inanis est et fides vestra»; «si Cristo no resucitó yana es nues»tra predicación y yana es también vuestra fe». Puesto que, aunque en absoluto, aun cuando Cristo no hubiera resucitado, pudiese haberse dado en nosotros verdadera fe y útil para la salvación, sin embargo, supuesto lo que enseña la fe cristiana, si Cristo no hubiera resucitado, tal fe sería yana, pues sería falsa. Y así lo explica San Pablo, añadiendo:«invenimur autem et falsi testes Dei», somos convencidos de testigos falsos respecto de Dios (Ib., 15). Y del mismo modo se ha de entender lo que añade: «Si Christus non resurrexit yana est fides vestra. Adhuc enim estis in peccatis vestris.» Si Cristo no resucitó, yana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestro pecado (1 Cor., 15, 17). La razón es, pues, que la fe falsa no puede ser principio y fundamento de la verdadera santidad.

Además, en la resurrección se manifestó la divinidad TAN MILAGROSAMENTE que así se confirma en gran manera la fe. Por eso nuestro Divino Maestro presentó durante su vida la resurrección como señal especial de su divinidad diciendo a los judíos: “Solvite templum hoc et in tribus diebus edificabo illud” (Jn 2, 19). Destruid este templo, y Yo en tres días lo levantaré; y hablaba del templo de su cuerpo» .

Y en otra ocasión, como los judíos le pidieran un milagro que confirmara su divinidad, les dijo: «Generatio prava et adultera signum quaerit et signum non dabitur ei, nisi signum Jonae Prophetae» (Mt., 12, 39). Esta generación, mala y adúltera, pide un prodigio; pero no se le dará sino el prodigio de Jonás profeta. Y fue la resurrección de Cristo demostración de su divinidad, ya porque se resucitó a sí mismo, conforme a su frase: «y en tres días lo levantaré», ya también porque el mismo Cristo, así como decía que era Dios, así predijo su resurrección; con ella probó la verdad de ambas aserciones.

Otro argumento aduce Santo Tomás que prueba también que fue la resurrección para confirmar nuestra fe. Si Cristo, muerto en cruz, no hubiera resucitado, los hombres se avergonzaran de creer en un crucificado, que para los judíos es escándalo y para los gentiles necedad (1 Cor., 1, 23). Pero la resurrección quitó a los creyentes el rubor y el miedo, porque «con la gloria de la resurrección sepultó la deshonra de la muerte».

Y el éxito mismo confirmó esta verdad; porque habiendo el Señor hecho hasta su Pasión muchos milagros en confirmación de la verdad que predicaba, creyeron pocos; pero después, como predicasen sus discípulos la resurrección, en un solo día creyeron varios miles. Pué, por consiguiente, la resurrección eficacísimo medio de persuadir y conservar la fe. Por eso fue tema tan frecuente de la predicación de los Apóstoles, y por eso el Señor quiso dejar el hecho tan palmariamente demostrado. De la resurrección encontramos once menciones explícitas en los Hechos de los Apóstoles: tres en la primera epístola de San Pedro y dieciocho, por lo menos, en las de San Pablo.

 

c) «Tertio ad sublevationem nostrae spei, quia dum videmus Christum resurgere qui est caput nostrum, speramus et nos resurrecturos.» Unde dicitur 1 Cor., 15, 12: «Si Christus praedicatur quod resurrexit a mortuis, quomodo quidqam dicun in vobis, quoniom resurrectio mortuorum non est?» Y Job., 19, 25, dicitur: «Scio, scilicet per certitudinem fidei, quod redemplor meus, id est Christus, vivit, a mortuis resurgens: et ideo in novissimo die de terra surrecturus sum: reposita est haec spes mea in sinu meo.» En tercer lugar, para levantar nuestra esperanza; porque cuando vemos que Cristo resucita, siendo nuestra cabeza, esperamos que hemos de resucitar también nosotros; por lo que se dice en la primera a los Corintios, 15, 12: «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo dicen entre vosotros algunos que no hay resurrección de los muertos?», y en Job, 19, 25, se dice: «Sé, por la certidumbre de la fe, que mi Redentor, que es Cristo, vive, resucitado de entre los muertos, y por eso el día último he de resucitar de la tierra; guardada tengo en mi seno esta esperanza.»

Se suscitaron entre los corintios algunas dudas acerca de nuestra resurrección; decían algunos que Jesucristo había resucitado por su dignidad, excepcionalmente, pero que nuestra resurrección sólo había de entenderse en lo espiritual, por el bautismo Y salióles San Pablo al encuentro; para él, negar nuestra resurrección corporal es negar la de Jesucristo, pues la una es corolario de la otra y hay que admitir o rechazar las dos. Debemos resucitar en Cristo y por Cristo; El es la causa ejemplar y meritoria de nuestra resurrección. Por el bautismo somos injertados en Cristo y comenzamos a vivir su vida, a participar de sus privilegios y de sus destinos; como el ramo injertado en el   tronco participa de su savia, así adquirimos derecho a la resurrección gloriosa.

Como causa meritoria, Jesucristo vino a reparar la ruina ocasionada por el pecado de Adán; y como ésta podía resumirse en la privación de la justicia original y la pérdida de la inmortalidad, debía su triunfo extenderse no menos a la muerte que al pecado. «Porque así como por un hombre vino la muerte, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos» (1 Cor., 15, 21).

San Gregorio, 14 Moral, c. 27 (e. 55, 68. ML. 75, 1075), escribe: «Sui capitis gloriam sequuntur membra. Redemptor ergo noster suscepit mortem ne mori timeremus; ostendit resurrectionem ut nos resurgere posse confidamus. Unde et eamdem mor»tem non plus quam triduanam esse voluit, ne si in »illo amplius differretur, in nobis omni modo desperaretur.» «Los miembros siguen la gloria de su cabeza. Por eso nuestro Redentor recibió la muerte, para que no temiésemos el morir; y nos mostró la resurrección para que confiemos que también nos»otros podemos resucitar. Por lo que no quiso que la misma muerte fuese de más de tres días, para que no fuera que si en el   se difiriese más tiempo, en »nosotros se perdiese la esperanza.»


d) «Quarto ad informationem vitae fidelium, secundum illud, Rom., 6, 4: «Quomodo Christus resurrexit a mortuis per gloriam Patris, ita et nos in novitate vitae ambulemus, et mfra: Christus resurgens ex mortuis iam non moritur; ita et vos existimate vos mortuos quidem esse peccato, viventes autem Deo.» «Para informar la vida de los fieles, conforme a lo que se dice a los Rom., 6, 4: como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida; y más abajo: Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir; así, vosotros, teneos por muertos al pecado y vivos a Dios

El cuerpo de Jesucristo resucitado se revistió de las cuatro dotes sobrenaturales que, según el Apóstol, han de recibir los cuerpos resucitados de los bienaventurados, además de su perfección natural. En la primera a los Cor., 15, 42, y siguientes, dice: «Seminatur in corruptione, surget in incorruptione; seminatur in ignobilitate, surget in gloria; seminatur in infirmate, surget in virtute; seminatur corpus animale, surget corpus spiritale.» «El cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de corrupción y resucitará incorruptible:impasibilidad;es puesto en la tierra todo disforme, y resucitará glorioso: claridad; es puesto en la tierra privado de movimiento, y resucitará lleno de vigor: agilidad; es puesto en la tierra como un cuerpo animal, y resucitará como un cuerpo todo espiritual: sutileza

Resucitó Jesús impasible, es decir, inmortal y exento de todo influjo nocivo. No se dice en el   Evangelio que después de la resurrección se manifestara el don de la claridad; más bien parece que la cohibió. Es la agilidad, la facilidad de movimiento local con celeridad y sin impedimento, cómo Cristo, después de su resurrección, aparecía y desaparecía instantáneamente (Lc 24, 31; Jo., 20, 19). Esta cualidad la adquiere el cuerpo en cuanto se sujeta al alma como motor; piensan, no obstante, los teólogos que no es la agilidad cualidad meramente pasiva del cuerpo, que recibe facilísimamente movimiento del alma, sino también especial movilidad en el   mismo cuerpo.

La sutileza o espiritualidad, según Santo Tomás, consiste en que, por una parte, cesan las acciones animales, como la nutrición, la generación, etc., y, por otra, el cuerpo sirve perfectamente al alma para todas sus operaciones. Suárez y otros piensan que en virtud de esta dote puede Él cuerpo estar simultáneamente con otro cuerpo en el   mismo lugar, penetrándolo, como Cristo se presentó a los Apóstoles cerradas, las puertas (Jo., 20, 19 y 26).
Estas dotes hemos de procurar que, en cierto modo, adornen nuestra resurrección espiritual, de tal suerte que en adelante seamos:

1) Impasibles e inmortales, es decir, que no volvamos a morir por el pecado ni nos dejemos impresionar de los afectos e inclinaciones torcidas que antes afectaban a nuestra alma, enfermándola, debilitándola y disponiéndola a la muerte.

2) La claridad hemos de procurarla por el buen ejemplo, que ilumine e ilustre a cuantos nos rodean y les pongan de manifiesto las virtudes de nuestra alma santificada.

3) La agilidad, en la prontitud en responder a las inspiraciones de Dios, a las órdenes de la obediencia, a los dictados de la caridad y aun a las manifestaciones del gusto de nuestros hermanos.

4) La sutileza en el   vencer los obstáculos que a nuestro paso se opongan y la espiritualidad en nuestro gusto por todo cuanto a la vida espiritual se refiera. ¡Reflexionemos sobre nosotros mismos para sacar algún provecho, procurando vivir vida nueva!

 
c) «Quinto, ad complementum nostrae salutis, quia sicut per hoc quod mala sustinuit humiliatus est moriendo, ut nos liberaret a malis; ita glorificatus est resurgendo, ut nos promoveret ad bona, secundum illud Rom., 4, 25: «Traditus est propter delicta nostra, et resurrexit propter iustificationem nostram.» Quinto, para complemento de nuestra salvación; porque así como sufrió males, se humilló muriendo para librarnos de los males, así fu glorificado, resucitado para proporcionarnos los bienes, conforme a aquello de los Rom., 4, 25, el cual fu entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.

Esta razón, dice el P. Suárez, 1. e., casi coincide con las dos anteriores, es decir, que Cristo resucitó para complemento de nuestra salud, no sólo para librarnos de los males, sino también para llenarnos de bienes. Porque aun cuando muriendo nos mereció ambas cosas, sin embargo, resucitando nos abrió el camino para lograr esto y nos mostró el ejemplar y término de nuestra exaltación.


3) Su excelencia. Fué la resurrección el gran triunfo de Jesucristo.

a) Triunfó de la muerte. Bien comprobada quedó y manifestada a todos la muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Atroces tormentos, crucifixión, lanzada. Si no hubiera estado ya bien muerto lo hubiera matado el embalsamamiento, con cien libras (32,700 kilogramos) de una mixtura de mirra y áloes. Los mismos enemigos sellaron el sepulcro y se hicieron cargo de él. Resucitó: Jesús venció a la muerte; por eso el ángel decía a las Santas Mujeres: «Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Quid quaeritis viventem cum mortuis?» (Lc 24, 5). La muerte es consecuencia del pecado; por su muerte, Jesús borró el pecado y venció la muerte, quitándole su carácter de eternidad y haciéndola un estado de transición. «Mortem moriendo dextruxit et vitam resurgendo reparavit.» Muriendo destruyó la muerte, y resucitando restauró la vida. Entablaron admirable duelo la vida y la muerte, y sucedió que el Rey de la vida, muerto, reina vivo. Con El venceremos también de la muerte, que no será para nosotros sino cambio de una vida caduca por otra inmortal.


b) Triunfó de sus enemigos. Al parecer, salieron ellos con sus perversos intentos; le prendieron, le condenaron, y después de insultos incalificables, de tormentos dolorosísimos, de afrentas deshonrosas, lograron ponerle en cruz y darle muerte. Cantaron victoria, jactándose de ella, proclamando la impotencia de Jesús. Para más asegurar su triunfo, sellaron el sepulcro, lo rodearon de guardias escogidos por ellos mismos. Humanamente hablando, la historia de Jesús había acabado en el   sepulcro nuevo del jardín próximo al Calvario y terminaba con la victoria completa e incontestable de sus enemigos sobre aquel a quien calificaban de «impostor» (Mt., 27, 63). Los mismos amigos de Jesús lo hubieron de creer así, pues llenos de pavor se ocultaban, sin atreverse a aparecer en público.

¡Y al amanecer del domingo, Jesucristo resucita! Y las precauciones de sus enemigos, descartando toda posibilidad de fraude, hacen evidente la verdad de tan sublime hecho. El Señor deshizo como telas de araña las maquinaciones de sus enemigos. Ni los mismos enemigos de Cristo creyeron lo que propalaron, puesto que de creerlo les hubiera sido muy fácil proceder contra los discípulos, pues que era cosa castigada severísimamente por los romanos la violación de una sepultura. ¡Cuán gran Señor tenemos y cuán poco hemos de temer a nuestros enemigos, que lo más que pueden es matar nuestro cuerpo, nunca nuestra alma!

 
c) Triunfó de sus amigos. ¡ No creían en Él, y con qué tenacidad se resistieron a creer la resurrección de Jesús! Se la había anunciado claramente; tan claramente, que sus mismos enemigos decían a Pilato: «Seductor ille dixit, adhuc vivens: post tres dies resurgam» (Ib.). Aquel seductor, cuando todavía vivía, dijo: Después de tres días resucitaré. Veían cumplido al pie de la letra cuanto de su Pasión les predijera, y, sin embargo, después del aviso de los ángeles por medio de las mujeres y del de Jesús mismo por María Magdalena... «non crediderunt (Mt., 16, 11); et visa sunt ante illos sicut deliramentum verba ista, et non crediderunt illis» (Lc 24, 11). Lo tuvieron como un desvarío y no las creyeron. Echáselo en cara el Señor, reprochándoles su incredulidad y dureza de corazón (Mc., 16, 14). ¿Y qué decir de un Santo Tomás? ¡Y Jesús, a fuerza de paciencia y prodigando bondad..., los venció! ¡Y cuán cumplidamente! Quedaron tan íntimamente convencidos, que fué el tema predilecto de su predicación apostólica la resurrección, y se llamaron con razón «testes resurrectionis», testigos de la resurrección (Act. Ap., 1, 21).

Punto 3.° SE APARECE A SU MADRE

 

Es esta contemplación una de las muestras del amor firmísimo de San Ignacio a la Santísima Virgen, y enséñanos en el  la un criterio aptísimo para ir creciendo en el   conocimiento y estima de esta celestial Señora; lo que de puramente bueno y excelente concedió a otros Santos, entiéndase que lo concedió también el Señor, y con ventaja a su Madre. Diríase que San Ignacio, al exponer los puntos de esta contemplación, se distrajo, pues siendo corno es tan exacto en el   indicar los puntos, aquí enuncia el primero y no pone segundo ni tercero. Má aún: lo que escribe es una nota o aclaración, pero no una exposición del misterio que se ha de meditar.


«1º. PRIMERO, APARECIÓ A LA VIRGEN MARÍA, LO CUAL AUNQUE NO SE DIGA EN LA ESCRITURA, SE TIENE POR DICHO EN DECIR QUE APARECIÓ A TANTOS OTROS; PORQUE LA ESCRITURA SUPONE QUE TENEMOS ENTENDIMIENTO, COMO ESTÁ ESCRITO: ¿TAMBIÉN VOSOTROS ESTÁIS SIN ENTENDIMIENTO?]»

 

1) Dos razones hay que ponen de manifiesto el que la Santísima Virgen fu favorecida con la primera aparición de su Hijo resucitado:

a) Es la primera el amor filial de Jesús para con ella. La amaba tanto cuanto no nos podemos imaginar; por consiguiente, en el   Corazón de Jesús hacía más fuerza este amor que el amor a todo el resto de los hombres. Si, pues, fué consolando como amigo a sus amigos, ¿cómo no había de consolar antes y más cumplidamente, como Hijo, a su Madre? Lo contrario sería inconcebible. El amor a su Madre hizo, sin duda, que Jesús acelerara tanto el instante de su resurrección que apenas pudiera decirse que quedaban cumplidas las profecías; cuando casi era de noche, en la madrugada del domingo, se alzó glorioso del sepulcro. 

Que se apareciera en primer lugar a su Santísima Madre, dice el P. Suárez que se ha de creer, sin duda, «absque dubio credendum» (in 3, q. 55, disp. 49, sect. 1, n. 2). Y Santa Teresa. «Relaciones», XV, 4.)
(2) «Mater Dei est: ergo quidquid ulli sanctorum concessum st privflegii hoc lila prae omnibus obtinet.» (Pío XI, Encici«Lux veritatis», 1931.) A. A. S., 1931, p. 513.


b) La segunda razón, no menos poderosa, es que nadie como la Santísima Virgen se había asociado a los dolores de la Pasión de Jesucristo; justo era, en consecuencia, que a todos fuera preferida en el   reparto del botín de la victoria. Ni es razón que pueda fundar la negación de este hecho el que los Evangelistas nada digan de él, pues que de tal criterio tendría que deducirse que jamás se dejó ver de su Madre en los cuarenta días que sobre la tierra permaneció hasta su subida a los cielos, porque ningún Evangelista menciona en el  los aparición ninguna a su Madre. ¡ Lo cual es una enormidad pensarlo, tratándose de un Hijo como Jesús y de una Madre que tanto sufriera por El!


2) La aparición. Terminada la sepultura de Jesús, bajó del Calvario María, llevándose acaso la corona de espinas, acompañada de San Juan y las piadosas mujeres, y se retiró al cenáculo.¡ Cuán lentas pasaron aquellas horas desde la tarde del viernes al amanecer del domingo! En oración altísima, llena de dolor, recordaba las escenas que había presenciado, las palabras últimas de su Hijo, la agonía; ¡le veía muerto en la cruz primero y después en sus brazos! ... Pero, llena de esperanza firmísima, recordaba también las palabras del mismo Salvador anunciando su resurrección al tercer día, y la esperanza la confortaba. ¡Pasó el sábado, y alboreaba la mañana del domingo, cuando, inundando su habitación de torrentes de luz ultraterrena, se presentó su Hijo!

Con santa unción escribe el devotísimo Padre Fr. Luis de Granada (o. e., 26, med. 3.a): «En medio de estos clamores y lágrimas resplandece súbitamente aquella pobre casita con lumbre del cielo, y ofrécese a los ojos de la Madre el Hijo resucitado y glorioso. No sale tan hermoso el lucero de la mañana, no resplandece tan claro el sol del mediodía, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor; al que vio penar entre ladrones, véle acompañada de ángeles y Santos; al que la recomendaba desde la cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro; al que tuvo muerto en sus brazos, véle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le deja; abrázale y pídele que no se le vaya; entonces, enmudecida de dolor, no sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar.. .» «Verdaderamente, tan grande fué esta alegría, que no pudiera su corazón sufrir la fuerza de ella si por especial milagro de Dios no fuera para ello confortada. ¡ Oh Virgen bienaventurada, bástate sólo este bien! ¡Bástate que tu Hijo sea vivo y que le tengas delante, y le veas antes que mueras, para que no tengas más que desear! ¡Oh Señor, y cómo sabes consolar a los que padecen por Ti! No parece ya grande aquella primera pena en comparación de esta alegría. Si así has de consolar a los que por Ti padecen, bienaventuradas y dichosas sus pasiones pues así han de ser remuneradas.»

«María contempla, escribe el P. Huonder, (La mañana de la glorificación, p. 99) con sus limpios y expresivos ojos a su Hijo y no se cansa de mirarle más y más, apacentando su espíritu en aquella hermosura»glorificada, en aquella persona augusta, regiamente noble, pulcra, virginal, juvenil, hermosa, vestida de un ropaje celestial de resplandeciente y nívea blancura que le cae airosamente en suaves y finos pliegues.

La cabeza, que en la cruz estaba tan fatigada y hundida en el   pecho, ahora se alza con majestad y gracia. El cabello, allá desmadejado, lleno de sangre cuajada y descompuesto, ahora, ordenado en sedosas guedejas, ciñe su rostro, de hermosura in»comparable, y graciosamente pende por las espaldas. Su frente, sombreada de espinas, ahora resplandece limpia y hermosa, bañada por el sol de la divina claridad y luz indeficiente. Sus ojos, quebrados y eclipsados por la muerte, brillan ahora y lucen como el mismo cielo, rebosantes de dicha y felicidad. Sus manos, taladradas por los clavos, caídas y sin vida cuando al pie de la cruz yacía El en los brazos maternales, ahora, rutilantes de celestial belleza, las tiene cogidas y enlazadas con las de su Madre, tierna y amorosamente.

Sólo ha quedado una señal de los tormentos pasados: ¡ las cinco llagas! Pero con su color de púrpura resplandecen a manera de rosas en sus manos y pies, y de encendido rubí en su costado.»


3) Puédese también considerar que acompañaron en esta ocasión, cual lucidísimo cortejo, a Jesús las almas todas de los justos por Él sacados del limbo. ¡Y cómo se gozaban al contemplar a aquella Santísima Señora, su Reina, de la que muchas habían escrito tan delicados y sublimes conceptos! A la que tantas de aquellas preclaras mujeres del Antiguo Testamento habían prefigurado como esbozos, en los que el Señor se gozaba en preludiar lo que en María había de realizar plena y cumplidamente. Judit, Ester, Rebeca, Abigail, Susana, Lía, Débora, etc.; la una excelente por su pureza, las otras por su fortaleza, por su fecundidad, por su hermosura, por su prudencia, por su mansedumbre..., pálidos bosquejos de las sobrehumanas excelencias de María.

¡Cómo la admirarían reverentes y entonarían en su loor himnos de júbilo y ponderación! A ella, con toda verdad, debía aplicársele lo que a Judit dijeron los sacerdotes y el pueblo, agradecidos y entusiasmados de la obra que esforzada por Dios realizara: «Tu gloria Ierusalem, tu laetitia Israel, tu honorificentia populi nostri» (Jud., 15, 10). Tú, la gloria do Jerusalén; tú, la alegría cíe Israel; tú, el ornamento de nuestro pueblo.

¿Estaría allí San José? ¿No sería uno de aquellos santos cuyos cuerpos habían resucitado? ¡ Y cómo se gozarían los Santos Esposos con su Hijo! ¡ La Trinidad terrestre! Los santos moradores de Nazaret! ¡Cuán bien practica Jesús el oficio de consolar que trae!

Meditemos y  asociémonos a tanta dicha de nuestro Capitán y de nuestra Madre; felicitémosles y entonemos a María el «Regina caeli laetare!» ¡Alégrate, Reino del cielo! Aprendamos el camino de llegar al triunfo y animémonos a cualquier sacrificio en vista del premio que nos merece. «Non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitur in nobis», (Rom., 8, 18). A la verdad, yo estoy persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros.

 

Terminemos con un coloquio a la Santísima Virgen, dándole el parabién de tanta dicha y pidiéndole nos haga partícipes de ella. Otro a Jesucristo felicitándole del gloriosísimo triunfo de la resurrección y del gozo inefable que hubo de experimentar en la visita a su Madre, gozándonos de tanta gloria y gozo y pidiéndole no se olvide de nosotros, pobrecillos!

 

NOTA.—No es fácil de establecer el orden de las apariciones del Señor el día de la Resurrección y el número de ellas durante los cuarenta días que corrieron de la Resurrección a la Ascensión.

50ª  MEDITACIÓN

DE LA SEGUNDA APARACIÒN: A LAS SANTAS MUJERES

Preámbulo La historia será aquí cómo el primer día de la semana, muy temprano, las Santas Mujeres fueron al sepulcro, con los perfumes que habían preparado, habiendo salido ya el sol (Lc 24, 1). E iban diciendo entre sí: ¿Y quién nos va a remover la losa de la entrada del sepulcro? Pero al verlo observaron que la losa había sido removida y estaba a un lado, y habiendo entrado en el   sepulcro, no hallaron el cuerpo de Jesús, que había resucitado al amanecer; pero vieron a un joven sentado a la derecha, con un vestido blanco, que les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado; ¿para qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucitado; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo, cuando estaba en Galilea, acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores, y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis,     como ya os lo  dicho.»

       María estaba junto al sepulcro, a la parte de afuera, llorando, y cuando se inclinase hacia el sepulcro, vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno a la cabecera y el otro a los pies, en el   lugar en que había estado colocado el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron : «Mujer, ¿por qué lloras?» Y ella contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto», y al decir esto miró hacia atrás y vio a Jesús, que estaba allí, pero no supo que era Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Ella, pensando que era el guarda del jardín, le dijo: Señor, si lo has llevado tú, dime dónde lo pusiste y yo lo iré a coger. Jesús le dijo: ¡María!, y ella, volviéndose: «raboni!», que quiere decir ¡Maestro mío!, y se echó a sus pies y se abrazó a ellos. Jesús le dijo: Déjame, porque todavía no he subido al Padre. Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre; a mi Dios y vuestro Dios. Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciendo: He visto al Señor y me ha dicho esto y esto.

Petición. SERÁ AQUÍ PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

Punto 1.° VAN MUY DE MAÑANA MARÍA MAGDALENA, JACOBE y SALOMÉ AL MONUMENTO, DICIENDO: ¿QUIÉN NOS ALZARÁ LA PIEDRA DE LA PUERTA DEL MONUMENTO?]

1) Cuando el viernes, José de Arimatea y Nicodemus ungieron el cuerpo del Señor para sepultarlo, dice el sagrado texto que las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea, observaron el sepulcro y la manera con que había sido depositado el cuerpo de Jesús. Y al volverse hicieron provisión de aromas y bálsamos...» (J.c., 2J, 55-56). Amaban a Jesús y todo les parecía poco para honrar le; querían por eso obsequiarle con algo suyo. Eran, además, fieles cumplidoras de la ley, y por eso nada hicieron el sábado, día de gran fiesta y completo reposo.

       Habían seguido a Jesus en su predicación por Galilea y habían acudido a su servicio, proveyéndole de lo necesario como nos lo indican San Mateo (2, 55) y San Marcos (15, II): algunas de ellas tenían sus hijos en el   apostolado y estaban emparentadas con María Santísima o unidas a ella por la amistad. Amaban mucho a Jesús y le estimaban en gran manera; su fe era escasa, pero su buena voluntad, grande, y por ello merecieron recompensa.


2) Amanecía apenas y ya ellas iban camino del sepulcro; hablaban de lo que llenaba sus corazones, y llevaban ya un rato de camino cuando se les ocurrió una dificultad: eran todas débiles mujeres y la piedra que cerraba la entrada del sepulcro pesada y difícil de remover. Sin embargo, no se volvieron atrás. Sin duda que al Señor fue muy grata la solicitud de estas buenas mujeres, aunque fuera todavía su amor tan imperfecto y su fe tan corta.


3) Reflexionemos  para sacar algún provecho, y lo será no pequeño el decidirnos a hacer lo que en nuestra mano está, confiados de que el Señor hará el resto y removerá la piedra que estorba quizá la realización de nuestros santos designios; procuremos merecerlo con buenas obras y amor a Jesucristo.


Punto 2.° SEGUNDO: VEN LA PIEDRA ALZADA Y AL ÁNGEL QUE DICE: A JESÚS NAZARENO BUSCÁIS; YA ES RESUCITADO; NO ESTÁ AQUÍ.

 
1) Quizá cuando iban camino del sepulcro, sucedió lo que narra San Mateo (Mt., 28, 2 y sigs.): «A este tiempo se sintió un gran terremoto...» No se asustaron las Santas Mujeres, sino que prosiguieron su camino; al llegar vieron con sorpresa que la gran piedra estaba removida y el sepulcro abierto. Y se encontraron con el Ángel, que dirigiéndose a ellas, les dijo: No queráis temer; ¿buscáis a Jesús Nazareno, crucificado? Ya ha resucitado; no está aquí; venid y ved el lugar donde lo habían puesto (Mc., 16, 6). Propio es del ángel bueno punzar y morder las conciencias a los malos y, por el contrario, «DAR ÁNIMO Y FUERZAS, CONSOLACIONES, LÁGRIMAS, INSPIRACIONES Y QUIETUD, FACILITANDO Y QUITANDO TODOS IMPEDIMENTOS, PARÁ QUE EN EL   BIEN OBRAR PROCEDA ADELANTE» a los buenos. Así se hubo este úngel, aterrorizando y derribando por tierra a los guardas del sepulcro, y alentando a las piadosas mujeres, y al mismo tiempo preparándolas a la visita del Señor. Jesús no quiso aparecérseles porque su fe era muy imperfecta, pero hizo que el ángel las invitase a ver por sus mismos ojos señales que, naturalmente, las prepararon a creer: «Venid y ved el lugar donde le habían puesto. Recordad lo que os dijo estando todavía en Galilea:
conviene que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores y crucificado, y que al tercer día resucite. Ellas, en efecto, se acordaron de las palabras de Jesús
» (Lc 24, -7). Sin duda que con tal vista y tal recuerdo se dispusieron para recibir la visita, de Jesús.


2) Hace aquí notar el P. La Puente (p. 5, m. 3) «el nuevo renombre que el ángel da a Cristo Nuestro Señor llamándole Jesús Nazareno crucificado, como quien sabía la condición de nuestro buen Jesús, que es preciarse de sus desprecios y honrarse de haber sido crucificado por nosotros. ¡Oh dulce Jesús Nazareno y crucificado, porque en la cruz brotaste las flores de tus virtudes y los frutos de nuestra santificación, de las cuales gozas en tu gloriosa resurrección!    

 ¡Oh quién te buscase con tanto fervor que no se preciase de saber otra cosa que a Cristo y ese crucificado! (1 Cor., 2, 2). ¡Oh ángel benditísimo, venid en mi ayuda, fortalecedme con estas flores, fortificadme con estos frutos, porque estoy enfermo de amor (Cant., 2, 5), deseando ver a Jesús Nazareno, que fue por mí crucificado! »


3) Reflexionemos sobre nosotros mismos y pensemos que no pocas veces nos hace indignos de la visita del Señor nuestra escasa fe. ¡Qué pena que seamos tan tardos en creer, tan fríos en amar, tan tibios en obrar, que nos afecten y muevan tanto las cosas terrenas y temporales y tan poco las celestiales y eternas! Por eso sucede que nos interesan mucho los asuntos y negocios materiales y estudiamos con afán y entendemos con facilidad las empresas terrenas; y, en cambio, diríase que son para nosotros cosas de escaso interés las que se refieren a la vida eterna y ciencias abstrusas, de poco menos que imposible adquisición las del espíritu. Qué pena que sepan tan poco de Cristo no sólo los analfabetos, sino aun los que se llaman sabios y alardean de maestros! ¡Qué poca solicitud mostramos por honrar a Jesucristo! ¡Por eso no merecemos la visita y consolación de Dios¡ Animémonos, si queremos merecerla, a trabajar lo que podamos.

Punto 3° APARECIÓ A MARÍA, LA CUAL SE QUEDÓ CERCA DEL SEPULCRO DESPUÉS DE IDAS LAS OTRAS.

1) San Juan describe de manera admirable, y diríase que como si la hubiera presenciado, la aparición de Jesús a María Magdalena en su capítulo 20. El domingo, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, fu María Magdalena al sepulcro; iba con las otras Santas Mujeres. Al llegar «vio quitada del sepulcro la piedra. No juzgó que pudiera haber resucitado Jesús, y, sorprendida, pensando que habían violado el sepulcro y robado el cuerpo del Señor, echó a correr y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Los dos Apóstoles, queriendo cerciorarse del hecho, encamináronse al sepulcro.

María Magdalena volvió también, y cuando se retiraron otra vez a casa los discípulos, quedó ella cerca del monumento llorando. Con lágrimas, pues, en los ojos se inclinó a mirar el sepulcro. Y vio a dos ángeles vestidos de blanco sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde estuvo colocado el cuerpo de Jesús. Dijéronle ellos: Mujer, ¿por qué lloras? Respondióles: Porque se han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Dicho esto, volviéndose hacia atrás, vio a Jesús en pie, amas no conocía que fuese Jesús. Dícele Jesús: «Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, su poniendo que sería el hortelano, le dice: Señor, si tú le has quitado, dime dónde le pusiste y yo me lo llevaré.

¡Verdaderamente que no sabía lo que se decía; su amor la hacía delirar; llama señor al hortelano, supone que es quien se ha llevado el cuerpo de Jesús y piensa que bastará su petición para moverle a entregar lo que había hurtado! Su fe era nula, pero su amor muy grande, y conmovió al Corazón de Jesús. Dícele Jesús: ¡María!»; se lo dijo, sin duda, con aquel tono de voz que tantas veces escuchara en Betania, y sonó en sus oídos como un toque de gloria que la cambió súbitamente del más desconsolado dolor a la más deliciosa alegría. Volvióse ella y le dijo: « ¡Maestro mío!», y, arrojándose a sus pies, se abrazó a ellos y los besó con efusión de inefable júbilo, ¡y no quería desasirse de aquellos pies divinos, pensando que se le iba Jesús y no volvería a verle! Dícele Jesús: Cesa de tocarme, porque no he subido todavía a mi Padre; mas anda, ve a mis hermanos y diles de mi parte: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» El texto de la Vulgata traduce: «no quieras tocarme»; pero el significado del original es más bien: «deja de abrazar mis pies ahora, pues tendrás aún ocasión de hacerlo otras veces, que todavía no ha llegado la hora de irme al cielo.»

Y, efectivamente, poco después se le aparece a ella y a las demás piadosas mujeres, que, acercándose, besaron sus pies y le adoraron (Mt., 28, 9). «Fué, pues, María Magdalena a dar parte a los discípulos, diciéndoles: He visto al Señor y me ha encargado que os diga esto.»

2) Meditemos: Que mucho tenemos que aprender de esta santa mujer. ¡Qué fervor, qué solicitud, qué constancia, qué amor, sobre todo, qué amor, que con nada se quietaba sino con el mismo Jesús; imitémosla y mereceremos ser consolados, escuchando en el fondo de nuestras almas la voz suavísima de nuestro Maestro!

Es también digna de consideración la ternura del encargo para los Apóstoles; les llama sus hermanos; ¡no se muestra ofendido con ellos a pesar de la cobardía con que le habían abandonado y de la poca fe, que les mantenía obstinadanente incrédulos! Así es de bueno nuestro Señor y tan fácilmente olvida nuestras infidelidades. ¡Confiemos!

Coloquio—Pidiendo al Señor que nos llene de la santa alegría que infundió en el alma de la Magdalena, para llenarnos al mismo tiempo de vigor y aliento para cumplir con fidelidad invencible los juramentos y promesas que le tenemos hecho.

51ª  MEDITACIÓN

APARICIÓN A LAS SANTAS MUJERES

Preámbulo. La historia la cuenta San Mateo, c. 28. Recibido por las piadosas mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas, el encargo de los ángeles de comunicar a los discípulos la resurrección del Señor, ellas salieron al instante del sepulcro con miedo y con gozo grande, y fueron corriendo a dar la nueva a los discípulos. Cuando he aquí que Jesús les sale al encuentro, diciendo: ¡ Dios os guarde!, y acercándose ellas, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dice: No temáis; íd, avisad a mis hermanos para que vayan a Galilea, que allí me verán.»


Composición de lugar. Ver a las Santas Mujeres saliendo del Cenáculo aún de noche, cuando se iniciaba el alba, llevando abundantes aromas con que ungir a Jesús. El camino, atravesando la ciudad, el jardín o huerto y el sepulcro.

Petición. PEDIR GRACIA PARA ME ALEGRAR Y GOZAR INTENSAMENTE DE TANTA GLORIA Y GOZO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.

1) Llegadas las Santas Mujeres al sepulcro, lo hallaron abierto, y, penetrando en él, se encontraron con un joven «sentado a la derecha, con un vestido blanco; llenándose ellas de miedo y estando con el rostro inclinado hacia el suelo, él les dijo: No os asustéis; ya sé que buscáis a Jesús Nazareno el crucificado; ¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí porque ha resucita»do; aquí está el lugar en que lo habían sepultado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea acerca del Hijo del hombre, que había de caer en manos de los pecadores y que había de ser crucificado y de resucitar al tercer día. Id, pues, en seguida a decir a los discípulos y a Pedro: Ha resucitado y os precede a Galilea, allí lo veréis, como ya os ha dicho. Ellas se acordaron de aquellas palabras y salieron del sepulcro huyendo, porque estaban fuera de sí, presas de pavor, y no hablaban con nadie por la impresión que tenían, y con gran temor y alegría fueron a llevar la noticia»a los discípulos» (Carlos Silva Castro, Historia evan- gélica de Jesús, e. X, 229).

2) Hace notar San Ignacio, con palabras de Sán Mateo, 28, 8, «que las Marías salieron con temor y gozo grande». Causóles sin duda no pequeño temor el hallar el sepulcro vacío, su puerta abierta, un joven vestido de blanco pero, en cambio, llenólas de gozo el anuncio de la resurrección de Jesucristo. El P. La Puente (parte 5, med. 3, p. 4) escribe que el ángel causó «grande temór en malos y buenos, aunque en diferente manera, porque a los soldados, como malos, postró en tierra, dejándolos sin sentido, para que no gozasen de tanto bien; pero a las devotas mujeres consoló, diciéndoles: ¡ No queráis temer vosotras! Como quien dice: estos guardas temían, porque son malos; vosotras no temáis ni os acongojéis, porque vengo a daros buenas nuevas de la resurrección del Señor a quien buscáis». Ese es el oficio de los buenos ángeles consolar y tranquilizar a las almas buenas, que buscan con sincero amor a Jesús.


3) La consolación no fu desde el principio plena; quizá porque la fe de estas mujeres era muy imperfecta y las hacía menos dignas de recibir la visita de Jesucristo. Por eso Jesús, antes de mostrárseles para agradecerles la solicitud con que habían patentizado su cariño, las preparó para la visita del Ángel, quien les refrescó el recuerdo de la predicación de Jesús, que tantas veces les había predicho lo que acababa de suceder. Ellas, instruidas por el Ángel, «se acordaron» de las palabras del Señor, y, excitada así su fe adormecida, se dispusieron para recibir con fruto la visita de Jesús resucitado.

4) Aprendamos a preparar nuestra alma a las visitas y comunicaciones del Señor por la fe; si la tuviéramos viva, ¡cuán otras serían nuestras relaciones con el Señor, quizá no poco rutinarias y formularias, porque nuestra fe languidece! ¡Si creyéramos!, ¡si viviéramos vida de fe! en nuestro trato con Dios por la oración; en nuestro trato con Jesús en la Eucaristía, cuán fervorosa sería nuestra meditación, cuán gustosas y frecuentes nuestras visitas al Santísimo, cuán fructuosas y regaladas nuestras Comuniones! ¡Cómo el Señor se nos comunicaría! Procurémoslo recordando lo que nos tiene dicho en la Sagrada Escritura, recibiendo como palabras de Ángeles las de nuestros Directores espirituales, pidiendo aumento de f e, viviendo de ella.

Consideremos también la solicitud con que las devotas mujeres ejecutaron la orden del Angel y se dispusieron a comunicar sus palabras a los Apóstoles, anunciándoles la resurrección. Demostrando en ello su docilidad y buena voluntad y disponiéndose a recibir el don de Dios.


Punto 2.° CRIST0 NUESTRO SEÑOR SE LES APARECIÓ EN  EL CAMINO, DICIÉNDOLES: DIOS OS SALVE Y ELLAS LLEGARON Y PUSIERONSE A SUS PIES Y ADORÁRONLO.


Cuan bueno es el Señor para con los suyos y qué generosidad paga lo que por El se hace. Cierto que estas devotas mujeres habían mostrado con obras su buen deseo de honrar a Jesús; le amaban, y el amor las excitaba a hacer cuanto podían por su Maestro. Y Jesús se lo agradecía: «Y es, dice el P. La Puente (1. c., m. 5, p. 1), motivo de gran consuelo ver la bondad de Cristo Nuestro Señor, por la cual no repara en nuestras imperfecciones, cuando con sana y fervorosa intención deseamos agradarle, como sucedió a estas mujeres, las cuales, con falta de fe fueron a ungirle, pero con entrañable deseo de servirle; y, mirando a esta intención, quiere consolarlas. Oh, qué contentas y alegres quedaron con su visita, y por cuán bien empleados dieron los trabajos pasados!»

Si como ellas somos solícitos en el   servicio del Señor, pronto sentiremos los benéficos y consoladores efectos de su bondad; pero no tenemos derecho a esperar los regalos de la divina consolación si somos tibios y negligentes en el   divino servicio, que regalos son ésos que Él reserva para los diligentes.


2) ¿Cómo se les apareció? «No se les presenta luego junto al sepulcro, porque estaban todavía muy turbadas y poco dispuestas para verle, y así las dispone con aparición de ángeles. Reciben entonces la noticia de que Jesús vive; en el   camino hablan, llenas de gozo y confianza, de lo que les ha pasado en el   sepulcro, recuerdan las predicaciones del Maestro acerca de su resurrección y confían que pronto lo van a ver» (Huonder, 5. J., «La mañana de la glorificación», n. 45).

Y, efectivamente, Jesús les sale al encuentro diciendo Avete! ¡Dios os guarde! Y las tranquiliza y llena de paz, añadiendo: «¡ No temáis!» ¡Cuán lleno de majestad y hermosura se les presentó el Señor! ¿Qué pasaría en sus almas? Se vieron sin duda inundadas de gozo purísimo y de paz ultraterrena: que las palabras de Jesús no eran de estéril, aunque buen deseo, sino de real eficacia y obradoras de lo que significaban, quedaron, pues, llenas de Dios y de santa paz. ¡Por cuán bien pagados darían todas sus afanes y solicitudes pasadas en el   servicio de Jesús! Pensaban ungir con aromas y bálsamos materiales el cuerpo de su Maestro y Él unge sus almas con esencias celestiales que las llenan de alegre devoción y las dejan embalsamadas con su gracia. ¡Oh, si el Señor la derramara abundantemente en nuestras almas! ¡Pidámoselo!


3) Animadas con tan cariñoso saludo y llenas de impetuoso fervor y encendido afecto, se arrojaron a los pies de Jesús, y, abrazándolos con amor, los besaron respetuosamente, y con gran devoción le adoraron. Jesús, complacido, les dejó hacer y recibió con muestras de gratitud el amoroso homenaje. Con palabras nada respondieron al saludo de Jesús, pero bien manifestaron con sus obras su agradecimiento y su cumplida correspondencia. ¡Qué efectos tan divinos va causando con su presencia en las almas queridas nuestro Redentor resucitado, y cómo va repartiendo el botín de la victoria entre los fieles soldados que le siguieron en la pena! Trae, en verdad, oficio de consolador y lo practica de la manera más delicada y perfecta. Consolada quedó su Madre Santísima; María Magdalena lo fue con una sola palabra, y las Santas Mujeres quedaron plenamente satisfechas y rebosantes de júbilo. ¡A los pies de Jesús es donde se encuentra la verdadera dicha; ¿La encuentro yo? ¿En la comunión, en el   sagrario? ¿Por qué no? ¡Será que sólo se arrodilla mi cuerpo y permanece erguida mi alma por mi poca fe, por mi tibio amor, por mi gran soberbia! ¡ No sea así; si yo sé postrarme a los pies de Jesús y adorarle, allí hallaré la paz!


Punto 3.°—JESÚS LES DICE: NO TEMÁIS; ID Y DECID A MIS HERMANOS QUE VAYAN A GALILEA, PORQUE ALLÍ ME VERÁN.

 
1) Dulces palabras las de Jesús, que haciendo su oficio de «consolador» alienta a las mujeres con el suavísimo «¡No temáis!» ¡ Cómo confortaría sus almas conturbadas! Acertadamente nota el P. Huonder «La mañana de la glorificación», p. 139, c: «Siempre había el Maestro alentado antes a la confianza y ahora procura de antemano, con especial empeño, alejar cualquier miedo y timidez que pudiera provenir de su inopinada aparición. Que por esto repite tantas veces su amable: Nolite timere. Esta palabra, que es el tono fundamental de la ascética verdadera y suave, trae, pues, su origen del Salvador mismo. Aun hoy día muchas veces en las piadosas mujeres falta el espíritu de la confianza, en cuyo lugar se ha introducido una gran propensión a oprimir el alma con angustias, temores y escrúpulos. La culpa suelen tenerla los confesores y directores de almas, que usan muy escasamente al afable Avete y el benigno y alentador Nolite timere.»

Es tan fundamental en la vida espiritual echar del corazón el infundado miedo y asentarlo en la filial confianza con Dios, que sin este previo paso no se puede dar otro que nos haga avanzar de veras en el   camino de la santidad. Cuán hermosamente lo sintió y lo expresó Santa Teresa del Niño Jesús! Pidamos, pues, al Señor que nos diga «Nolite timere» y reflexionando veamos si hasta ahora queda en nuestro corazón clavada esa espina tan punzante de la desconfianza; si así es, trabajemos por arráncarla y aprendamos a decir el «Padrenuestro» algo más que con los labios. A un padre únicamente le puede temer un hijo díscolo que no quiere entregarse a los llamamientos de su amor.

 
2) Dióles después una encomienda para los Apóstoles, y también en el  la resplandece la bondad de corazón de nuestro Divino Maestro. ¡Llama sus «hermanos» a los que tan mal se habían portado con Él! Todo lo olvida; sólo desea que le amemos corno a hermano. Sólo quiere consolarnos y prepararnos iara que gocemos de Él en paz.

Considera el P. La Puente (p. - 5, med. 5, p. 3) que de esta orden de Jesús «la causa fue porque aquel lugar de Judea estaba muy inquieto y turbado y ellos estaban allí llenos de turbación y miedo Y así, para que gozasen de su presencia más a su gusto, les mandó ir a Galilea, donde habría más quietud. Dándonos a entender que, aunque de paso, nos visita Dios en medio de los tráfagos y turbaciones del mundo ; pero gusta que busquemos lugar quieto donde podamos verle despacio y conversar con Él en la oración y contemplación.»

 Tengámoslo en cuenta y no busquemos en otras causas la razón de la poca comunicación que con nuestras almas tiene el Señor. Es difícil, si no imposible, hallarlo en medio del bullicio de las gentes, descuidando el recogimiento exterior e interior, disposición la más eficaz para hallar en paz a Dios. Procuremos con empeño el retiro, compatible con las ocupaciones que la obediencia nos encomienda, y estemos seguros que allí veremos a Jesucristo, como les acaeció a los Apóstoles en Galilea. Y por lograrlo bien se puede hacer cualquier sacrificio.

52ª MEDITACIÓN

DE LA CUARTA APARICIÓN A SAN PEDRO.

Preámbulo. La historia de la aparición a San Pedro; los Evangelistas no dan detalle ninguno que permita situarla definitivamente; para San Ignacio ocurrió cuando, avisados por las mujeres los Apóstoles de que el sepulcro estaba vacío, corrieron a él San Pedro y San Juan; llegó el primero Juan, pero no penetró, sino aguardó a que entrara Pedro. Y, pensando San Pedro en estas cosas, las que veía en el sepulcro, se le apareció Cristo, y por eso los Apóstoles decían: 2.° Preámbulo.—Composición viendo el lugar, será aquí ver el sepulcro donde Él Señor fuera «Verdaderamente, el Señor ha resucitado y aparecido a Simón.»


Punto 1.° OÍDO DE LAS MUJERES QUE CRISTO ERA RESUCITADO, FUÉ DE PRESTO SAN PEDRO AL MONUMENTO.


Narra el Evangelista San Juan, en el   cap. 20, y. 2 y siguientes, que cuando María Magdalena «vio quitada del sepulcro la piedra, echó a correr, y fue a estar con Simón Pedro y con aquel otro discípulo amado de Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han puesto. Con esta nueva salió Pedro y el dicho discípulo y encamináronse al sepulcro. Corrían ambos a la »par, mas este otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Y habiéndose inclinado, vio los lienzos en el   suelo, pero no entró.»

1) Los demás Apóstoles, al oír el aviso de las mujeres, lo tuvieron como desvarío y sueños, y no lo creyeron. «Et visa sunt ante illos, sicut deliramentum verba ista» (Lc 24, 11). No así San Pedro y San Juan, sino que al instante se decidieron a poner los medios que en su mano estaban para cerciorarse de la veracidad de lo que María Magdalena les anunciaba. Prudentísimo proceder, que debemos imitar en casos análogos, evitando dos extremos igualmente peligrosos e irracionales: el ser nimiamente crédulos de afirmaciones extraordinarias de favores espirituales y el ser cerradamente incrédulos, rechazando obstinadamente cuanto en esta materia se nos diga.


2) Salieron corriendo: tal era el deseo que sentían de enterarse por sí de lo ocurrido; amaban mucho a Jesús, y el amor les ponía alas. San Juan, como más joven y ágil, llegó el primero. Si estaban, como se cree, en el   Cenáculo, un cuarto de hora les bastaría para llegar al sepulcro de Jesús. Llegado Juan el primero, habiéndose inclinado, con natural curiosidad vio los lienzos en el   suelo, pero no entró por deferencia a su compañero, cuya dignidad respetaba, a pesar de saber su caída. Lección práctica de respeto al superior, en quien nos hemos de acostumbrar a ver, no al hombre sujeto a errores y miserias, Sino a Dios Nuestro Señor, de quien recibe la autoridad, al que representa y a quien en el  obedecemos.

3) El P. La Puente (p. 5., m. 6, p. 2) nos hace considerar en estos dos discípulos «figuradas las virtudes principales con que hemos de buscar a Cristo Nuestro Señor, que son fe y caridad; la fe descubre las verdades y entra, como San Pedro, primero en el   sepulcro, y luego entra el amor, come entró San Juan, y con esta entrada se aumenta y fortifica la fe y se perfecciona el conocimiento de ella. Y también son figuradas las dos vidas, la activa y contemplativa, que nos llevan a Cristo; la activa entra primero, disponiendo, y luego la contemplativa, poseyendo y gozando. ¡Oh amantísimo Jesús, esclarece mi fe y enciende mi caridad para que, pospuesto todo temor humano, te busque y encuentre adondequiera que pueda hallarte ¡ Perfeccióname con los ejercicios de la vida activa en todo género de virtud, para que suba a los ejercicios de la vida contemplativa, y por medio, de ellos entre en lo escondido de tu rostro (Salm. 30, 21) para verte y gozar de la belleza y hermosura que tienes en tu gloria».

Punto 2.° ENTRANDO EN EL   MONUMENTO VIÓ SOLOS LOS PAÑOS CON QUE FIJÉ CUBIERTO EL CUERPO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR Y NO OTRA COSA.


1) Entró San Pedro en el   sepulcro y vio los lienzos que envolvieron el cuerpo del Señor, y separado y plegado el sudario que cubriera su cabeza. A los Apóstoles no se les apareció ningún Ángel; no lo necesitaban, pues les bastaba el aviso de las mujeres y su propio discurso para convencerse de que el cuerpo de Jesucristo no había sido robado. ¿Cómo pensar que se entretuvieran los ladrones en plegar tan cuidadosamente los lienzos y. el sudario? De robarlo, natural parecía que lo llevasen tal como estaba, si eran amigos, y si enemigos, que se cuidaran muy poco de plegar los lienzos. ¿Creyeron San Pedro y San Juan? Así parece…

 2) El discípulo amado escribe: «Entonces el otro discípulo, que había llegado primero al. sepulcro, entró también y vio y creyó. Porque aún no había entendido lo de la Escritura que Jesús debía resu citar de entre los muertos». ¿Qué es lo que creyó? Según San Agustín, «credidit quod dixerat mulier, eum de monumento, esse sublatum», creyó lo que había dicho la mujer, que había sido llevado del monumento; pero más probable es que creyó en la resurrección de Jesucristo. Porque la palabra «creyó, puesta sin aditamento en este Evangelio, se acostumbra a poner indicando la fe en algún misterio revelado y se usa así otras dos veces en este mismo capítulo (vv. 25 y 29). Además de que si quería indicar únicamente que creyó en que había sido robado el cuerpo, no había para qué añadir tantas cosas, como que los lienzos estaban en el   suelo y el sudario plegado aparte, que él mismo entró y vió todo esto, y entonces creyó. Sin duda que quiso indicar que por lo que vió creyó en la resurrección de Jesucristo (c. Ceuleman).


3) ¿Se apareció Jesús a San Juan? No faltan autores que lo afirman, y si la devoción nos mueve a ello, podemos considerarlo. Cierto es que Jesús ama- ha con predilección a Juan, y bien se lo mostró permitiéndole reclinarse en su pecho en las horas tristes de la última cena, y entregándole, como en sagrado y preciosísimo depósito, a su misma Madre, para que con ella hiciera oficios de buen hijo.

 
Punto 3. PENSANDO SAN PEDRO EN ESTAS COSAS SE LE APARECIÓ CRISTO, Y POR ESO LOS AIÓSTOLES DECÍAN: «VERDADERAMENTE EL SEÑOR HA RESUCITADO Y APARECIDO A PEDRO».

 
1) San Lucas (c. 24, y. 12) escribe: «San Pedro, no obstante, fue corriendo al sepulcro y asomándose a él vio la, mortaja sola allí en el   suelo y se volvió, admirando para consigo el Suceso.» ¿Qué pensaría el buen Apóstol? Con qué dulce ansiedad fomentaría la idea de que Jesús, aquel Jesús tan bueno para él, y a quien tan villanamente había negado, viviera otra vez; y soñaba.., como el hijo pródigo, en lo que debía decirle cuando de nuevo le viera. El recuerdo de su bondad y el de las dulces palabras de alentadora esperanza, que de labios de María Santísima había escuchado, le llenaban el corazón de confianza vivificante.

¡Si fuera verdad! ¡ Si pudiera volver a ver vivo al que tanto le amó! ¡Si pudiera arrodillarse y llorar a sus pies! ¡ Si de sus labios recibiera la seguridad del perdón! Con tales sentimientos entró en la cámara sepulcral. Vedie besar con amor el sudario plegado e inundar con sus lágrimas la piedra del sepulcro vacío.


2) Y de pronto se le apareció Jesús. La devoción ha de inspirarnos para reconstruir la escena del encuentro de Jesús, resucitado, con Pedro, arrepentido. ¿No sería la del encuentro del hijo pródigo con su padre? Echaríase Pedro a sus pies, inundado en lágrimas amargas, sí, pero al mismo tiempo dulcísimas, confesando su culpa y demandando perdón; y Jesús, que veía el fondo de aquel corazón tan sinceramente contrito y tan enteramente enamorado, le diría lo que tantas veces repitió: ¡Confide!, confía; noli timere!, ¡no temas!, ¡mi paz llene tu alma! Y sentiría Pedro una vez más cuán bueno es Jesús para los que le aman; cuán piadoso para los que le buscan; cuán dulce para los que le hallan y gozan de su amor y de su presencia.

De los pies de Jesús o de sus brazos se apartó Pedro confortado y dispuesto a confirmar en su fe vacilante a sus compañeros de apostolado. Y lo logró, pues cuando de retorno en el   cenáculo, los discípulos de Emaús narraban la aparición del Maestro, los Apóstoles les dijeron: «¡Sí, lo sabemos: ha resuci»tado y se ha aparecido a Simón Pedro!»


3) Reflexionemos y aprendamos una vez más lo bueno que es Jesús para quienes, arrepentidos, le buscan, aun después de los mayores extravíos; y llenémonos de dulce esperanza y. procuremos inspirársela a los pobres pecadores para que se entreguen a Jesús. Veamos cuán bien cumple su oficio de consolador...


Coloquio. A Jesús resucitado, pidiéndole nos otorgue cumplido perdón de nuestras iniquidades y consuelo íntimo... Que llene nuestras almas de su paz dulcísima, que, nos aliente, al fiel cumplimiento de cuanto le tenemos prometido.

53ª  MEDITACIÓN

SE APARECIÓ A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Preámbulo. La historia será aquí cómo el día mismo de la resurrección se dirigían dos discípulos a un pueblo llamado Emaús; podrían ser las ocho o nueve de la mañana. Uno de ellos se llamaba Cleofás; ignoramos el nombre del otro; algunos expositores han pensado que era quizá el mismo San Lucas, pero no hay razón para afirmarlo. Antes de salir habían oído contar la aparición de los ángeles a las piadosas mujeres, y la ida de San Pedro y San Juan al sepulcro, pero no sabían nada de la aparición a la Magdalena, ni de la de San Pedro. Iban tristes, hablando de lo que ocurría aquellos días en Jerusalén. Unióse a ellos Jesús, tomó parte en su conversación, les reprendió su incredulidad y les mostró la necesidad de que el Mesías sufriera, para entrar así en su gloria. Iban encantados; llegaron a su casa, y como Jesús hiciera ademán de seguir adelante, ellos, con instantes súplicas, le forzaron a detenerse. Sentóse con ellos a la mesa, y al partir el pan le conocieron; pero súbitamente desapareció de su vista. Ellos, llenos de, gozo y dejándolo todo, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron a los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, y como narrasen lo que habían visto, los Apóstoles les dijeron: «Sí, ha resucitado y se »ha aparecido a Simón.»


Composición de lugar. Será aquí ver el camino de Jerusalén a Emaús, situado a unas dos horas y media de camino. Según San Lucas (24, 13), distaba sesenta estadios de Jerusalén; el estadio equivale a 185 metros; luego la distancia total era de 11.100 metros. Después, la casa de campo de los discípulos.


Punto 1.° PRIMER0 SE APARECE A LOS DISCÍPULOS QUE IBAN A EMAÚS HABLANDO DE CRISTO.


Narra el Evangelista San Lucas (c. 24, VV. 1 y siguientes) que «en este mismo día dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de sesenta estadios. Y así conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido. Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús, juntándose con ellos, caminaba en su compañía. Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen.»


1) Iban a recrearse porque estaban tristes por la impresión de lo acaecido aquellos días. Su fe era muy escasa e imperfecta; su esperanza, débil, y su caridad, poco fervorosa. Quizá pensaban que eran ilusiones todos sus pensamientos y esperanzas pasadas, y en vez de buscar el remedio a sus tristezas en el   recurso a Dios por la oración, lo buscaban en cosas terrenas; querían olvidar lo que les preocupaba, y volver a la vida y ocupaciones que acaso habían dejado antes para seguir de cerca a Jesús.

Qué equivocado va quien busca remedio a sus penas saliendo de Jerusalén, que quiere decir visión de paz, dejando la compañía de los discípulos de Cristo, para buscar algún alivio corporal y algún regalo de la carne en medio de deudos o personas del mundo.
Reflexionemos sobre nosotros mismos, para ver si en más de una ocasión no hemos buscado consuelo en las cosas o entretenimientos de la tierra, en vez de irlo a buscar a los pies del Sagrario o de nuestro Padre espiritual.


2) Y Jesús; llenó dé bondad, se les hace encontradizo ¿Por qué? Porque su corazón es compasivo y le empuja a correr tras la oveja perdida que huye del redil, para volverla a él. Y no puede ver tristes a los suyos sin compadecerse y sentirse movido a consolarlos.
Por su parte, se hicieron ellos merecedores de ser consolados por ir dos juntos y hablando de cosas espirituales, que «ubi sunt duo vel tres congregati in nomine meo, ibi sum in medio eorum» (Mt., 18, 20), donde dos o tres se hallen congregados en mi nombre, allí me hallo Yo en medio de ellos. Unióse a ellos Jesús, y les dijo: «Qué conversación es ésa »que caminando lleváis entre los dos y por qué »estáis tristes?» Uno de ellos, llamado Cleofás, respondiendo, le dijo: «Tú sólo eres tan extranjero »en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en el  la »estos días?» Replicó El: ¿Qué?» Lo de Jesús Nazareno—respondieron—, el cual fué un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo. Y cómo los príncipes de los»sacerdotes y nuestros jefes le entregaron para que fuese condenado a muerte, y le han crucificado. Mas nosotros esperábamos que El era el que había de redimir a Israel, y, no obstante, después de todo esto, he ahí que estamos ya en el   tercer día después que acaecieron dichas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de entre nosotros nos han sobresaltado, porque antes de ser de día fueron al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo habérseles aparecido unos ángeles, los cuales les habían asegurado que está vivo. Con eso algunos de los nuestros han ido al sepulcro, y hallado ser cierto lo que las mujeres dije»ron; pero a Jesús no le han encontrado» (Lc 24, 17 y sigs.).


3) Jesús escuchaba, y tan preocupados iban que no le conocieron; su poca fe les cegaba los ojos. Para ellos el Mesías había de ser un gran conquistador que restaurara el reino temporal de Israel, y no entendían que el reino del Mesías pudiera establecerse por la cruz y el sufrimiento, sino que al ver morir de tal manera a quien soñaran ser el restaurador, perdieron toda esperanza, «nos autem esperábamos», ¡ya no esperamos!


4) ¡Cuántos hay que proceden como estos discípulos en tiempo de desolación! Se forman y fin»gen un hermoso plan de vida, un idilio, un sueño dorado en que todo está previsto y en su punto, pero sin cruz ninguna. Mas de repente aparece la cruz, cruz interior: desconsuelo, cobardía, sequedad, tentaciones... Cruz exterior: choque con los superiores o con los hermanos, fracasos, desengaños, enfermedades, persecuciones, etc. No estaba uno reparado para esto, y se deja llevar y arrastrar por estas mpresiones y sentimientos; pierde Él humor, el gusto, la confianza; comienza a sutilizar y discutir las disposiciones divinas y admitir dudas contra la fe... Estas almas desoladas miran, echan de menos algo, todo lo valoran sólo a la luz de su propio sentimiento y afecto desequilibrado. Muchas de ellas son infieles a su vocación; dejan, a lo menos con el pensamiento, la ciudad santa de Jerusalén y la compañía de sus hermanos.., y se van a Emaús, a otro sitio, en busca de consuelo» (Huonder) (O. e., VI, XI, 4). No lo hagamos así nosotros, sino estimemos la cruz como la herencia preciosa de los fieles amadores de Jesús.


Punto 2.° LOS REPRENDE, MOSTRANDO POR LAS ESCRITURAS QUE CRISTO HABÍA DE MORIR Y RESUCITAR “¡OH NECIOS Y TARDOS DE CORAZÓN PARA CREER TODO LO QUE HAN HABLADO LOS PROFETAS! ¿NO ERA NECESARIO QUE CRISTO PADECIESE Y ASÍ ENTRASE EN SU GLORIA?”

1) «Entonces les dijo El. Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron ya los Profetas! Pues qué, ¿por Ventura no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria? Y empezando por Moisés y discurriendo por todos los Profetas, les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de El» (Lc 25-27).

Primero, con exquisito tacto y suavidad les hizo abrir sus almas para que pusieran de manifiesto su enfermedad y así poderla curar. Les echa en cara, después, el no haber comprendido, a pesar de su predicación reiterada, el misterio de la cruz, ¡y, sin embargo, era necesario que Cristo padeciese y muriese! Y al tiempo mismo que les reprende les instruye, con tal eficacia, que aquellas mentes se esclarecen y aquellos corazones se caldean. ¡Cómo cambian las cosas cuando Jesús se comunica a las almas! «Todo el tiempo que los discípulos anduvieron solos, cuán turbado estaba su corazón, cuán sin tino ni concierto eran sus pláticas. Pero así que llega Jesús y comienza a hablar, todo cambia, todo es luz y claridad, todo vuelve a estar en orden y armonía. Así su»cede en la meditación y oración; sin Jesús, todo es oscuridad, sequedad y miseria; con Jesús viene la alegría, el fervor, la ilustración, el gozo. ¡ Cuán »frecuentemente se experimenta esto ! » (Huonder) (O. e., p. 175).


2) Les dijo que «era necesario que Jesús padeciese, y así entrase en su gloria. Y, sin embargo, Jesús, como Hijo natural del Padre Eterno, tenía derecho a la gloria. ¿Y pretenderemos nosotros lograrla sin el menor esfuerzo, sin imponernos trabajo alguno, esquivando estudiadamente la cruz? Ilusión sería que pudiera llevarnos a un funesto desenlace. Tengámoslo en cuenta y no dudemos en abrazarnos con la cruz si queremos gozar del triunfo, que únicamente siguiendo a nuestro Rey eterno en la pena podremos participar de las delicias de su resurrección. Aprendámoslo bien y no olvidemos nunca las oblaciones que a nuestro Capitán hicimos de seguirle de cerca, muy cTe cerca, en el   camino de la cruz, que con su ejemplo nos quiso mostrar en toda su vida.


3) Mucho nos ayudará a entender esta sublime doctrina, tan ignorada por el mundo y tan difícil de comprender, lo que Jesús nos enseña en sus palabras a los discípulos de Emaús: ellas encendían el corazón de aquellos discípulos y encenderán los nuestros en santos deseos y en resoluciones muy aceptas al Señor si las consideramos con frecuencia. En el   divino libro tenemos un tesoro que hemos de procurar con empeño explotar, para nosotros mismos y para bien de nuestros oyentes en la sagrada predicación.

Punto 3.  POR RUEGO DE ELLOS SE DETIENE ALLÍ Y ESTUVO CON ELLOS HASTA QUE, EN COMULGÁNDOLOS, DESAPARECIÓ; Y ELLOS, TORNANDO, DIJERON A LOS DISCÍPULOS CÓMO LO HABÍAN CONOCIDO EN LA COMUNIÓN.


1) Sin duda que se les hizo muy breve la jornada, sabrosamente entretenidos en escuchar de labios del misterioso peregrino la sabia exposición de la divina doctrina. Y al llegar a Emaús y apartarse del camino real para tomar el que a su casa conducía, Jesús hizo ademán de separarse de ellos para seguir adelante, y les hubiera en realidad dejado si los discípulos, encantados del suave trato de aquel su compañero de viaje, no le hubiesen forzado con reiteradas instancias a quedarse con ellos: «Et coegerunt illum dicentes; mane nobiscum quoniam advesperascit et inclinata est iam dies» (Lc 29). Le detuvieron por fuerza diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y va ya el día de caída». ¡Y el Señor se dejó convencer!

¡Cuán bella y breve oración! ¡Mane nobiscum! ¡ Quédate con nosotros! Sobre todo para cuando parece que quiere ocultársenos por la tribulación, hemos de instarle para que no se nos esconda, y cuando después de la Sagrada Comunión le tenemos en nuestro pecho, hemos de suplicarle que no permita que nos apartemos de Él. El Señor se dejó convencer «et intravit cum illis». Y entró con ellos. Gusta el Señor de estarse con nosotros, pero quiere que se lo pidamos, y no se disgusta, sino que, al contrario, le agrada que para ello le hagamos dulce violencia. No nos cansemos, pues, de instarle, que es negocio de suma importancia el que Jesús permanezca con nosotros y nos va en el  lo no menos que la salud eterna.


2) «Y sentándose con ellos a la mesa tomó el pan y lo bendijo, y habiéndolo partido, se lo dio. Con lo cual se les abrieron los ojos y conociéronle, y al punto se les quitó de delante de los ojos» (Lc 30 y 31). Considera el Padre La Puente tres causas por las que Cristo quiso manifestarse a estos discípulos estando a la mesa con ellos:

 

a) La primera, para manifestarnos cuánto le agrada la hospitalidad y caridad.

b) La segunda, para mostrar que es más poderoso el ejemplo que la palabra para darse a conocer: en el   camino les mostró la dulzura y sabiduría de sus palabras; en la mesa, la gravedad y modestia con que solía tomar el pan de sus manos, la devoción con que lo bendecía y daba gracias al Padre por ello, y la caridad con que lo repartía entre ellos; y con la vista de estas virtudes se les abrieron los ojos del alma para conocerle.

e) La tercera fue para significar la eficacia del Santísimo Sacramento para alumbrar el alma. «De estas tres causas tengo de sacar deseos grandes de ejercitar las tres cosas dichas; esto es, obras de misericordia, y dar buen ejemplo a otros, y frecuentar la Comunión, suplicando a este Maestro del cielo me ayude para ejercitarlas de manera que mis ojos se abran para conocerle y servirle como merece». El Santo Padre supone que Jesucristo dió la Comunión a los discípulos de Emaús; así lo creían muchos autores ascéticos de los siglos XVI y XVII; hoy, sin embargo, lós más de los exegetas lo niegan.


3) El gozo que la súbita y rápida aparición del Señor les produjo fue tan vivo que inmediatamente, sin terminar su comida, dejándolo todo, volvieron de prisa a Jerusalén; ansiaban dar la buena noticia a los Apóstoles, y se decían por el camino: «No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 32). ¡Cómo llena el corazón la visita de Jesús! ¡Y cómo en un instante lo trueca todo en gozo, paz y tranquilidad! ¡Él nos lo haga gustar! ¡Y nos esfuerce para volver a Jerusalén, visión de paz!

 

Coloquio. A Jesucristo resucitado pidiéndole que grabe profundamente en nuestras almas el sentimiento de la necesidad de la cruz para llegar al triunfo, y así nos esfuerce a ser fieles a lo que le tenemos prometido, y que jamás suceda que huyamos cobardes la tribulación buscando la tranquilidad fuera de Jesús.

54ª  MEDITACIÓN

DE LA SEXTA APARICIÓN A LOS APÓSTOLES, MENOS SANTO TOMÁS

 (Lc 24, 33-41, y Jn 20, 19-29).


Preámbulo. La historia Será aquí cómo la tarde del día mismo de la Resurrección, estando los Apóstoles reunidos en el   cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les presentó súbitamente Jesús, diciendo: ¡La paz sea con vosotros! Ellos, atónitos y llenos de temor, pensaban ver un fantasma, y Jesús les dijo: Por qué os turbáis y dejáis que la desconfianza se apodere »de vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, soy el mismo. Tocadme y persuadíos de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que los tengo Yo. Los discípulos se llenaron de alegría, pero no acababan de creer. Pidióles Jesús algo de comer. Después dióles el Espíritu Santo y la facultad de perdonar los pecados.


Composición de lugar, el cenáculo, y en el  una sala grande, bien adornada. Era ya de noche y habían terminado de cenar.

 
Punto 1.°  Los DISCÍPULOS ESTABAN CONGREGADOS POR EL MIEDO DE LOS JUDIOS  EXCEPTO SANTO TOMÁS.


1) Aparecen ya, el domingo de Resurrección, los Apóstoles «congregados»; quizá el mismo sábado la Santísima Virgen, por medio de San Juan y de San Pedro, reunió a los Apóstoles dispersos el día de la Pasión, y llenos de miedo, y los congregó en el   cenáculo. Veámoslos en aquella sala de tan dulces recuerdos, la del lavatorio, la de la Eucaristía y el sermón sublime de la última cena. Estaban llenos de temor. ¿Qué temían? Sin duda que los judíos quisieran acabar con ellos, como lo habían hecho con su Maestro; quizá se enteraron del rumor esparcido aquel mismo día por el Sanedrín, de que sus discípulos habían robado el cuerpo de Jesús, y por ello temían ser perseguidos. Además de que los Apóstoles, hasta la venida del Espíritu Santo, se muestran en el   Santo Evangelio poco valientes. Tenían, pues, cerradas las puertas y ventanas.


2) Ya de noche, llegaron los discípulos de Emaús y narraron lo que les había acontecido. De San Marcos (16, 12-13) se deduce que los Apóstoles no les dieron crédito: Después de esto se apareció bajo otro aspecto a dos de ellos, que iban de camino a una casa de campo. Los que, viniendo luego, trajeron a los demás la nueva; pero ni tampoco los creyeron. Se mostraron los Apóstoles de veras reacios a creer, haciendo así que para nosotros quedara más sólidamente demostrada la verdad del hecho de la Resurrección. Con los Apóstoles estaría, seguramente, la Santísima Virgen, que con sus fervorosas oraciones y súplicas les alcanzó de su Hijo lo que, por su poca fidelidad en el   seguimiento de Jesucristo y su incredulidad cerrada, no merecían.


3) Difirió el Señor todo el día la aparición a los Apóstoles. ¿Por qué? Tres razones aduce el Padre La Puente: a) como castigo a la incredulidad de muchos de ellos; b) para ejercicio de virtud de los más queridos; c) para enseñarnos a no desmayar ni perder la esperanza cuando tarda en socorrernos más de lo que nosotros pensábamos que había de tardar. Hemos, pues, de conservarnos en paciencia y así confiados aguardar la visita del Señor.


Punto 2.° SE LES APARECIÓ ESTANDO LAS PUERTAS CERRADAS, Y ESTANDO EN MEDIO DE ELLOS DICE: «PAZ CON VOSOTROS.»


1) Entró de repente, como un rayo de sol en un aposento oscuro, inundándolo de súbito de luz y alegría, Sin que precediese ruido alguno que indicase que se aproximaba. La primera impresión de los reunidos en el   cenáculo fu de estupor y de miedo; por eso acudió al instante Jesús a serenarlos con palabras suavísimas. Quiso presentárseles de esta manera para demostrar a sus discípulos que su cuerpo estaba glorificado, y por el dote de la »sutilidad podía penetrar por donde quisiera sin »estorbo alguno» (P. La Puente).

Como puedes penetrar en las almas, Señor, penetra en la mía, cerrada en demasía a tus inspiraciones y llamamientos, y llénala de Ti sin que puedan en el  la introducirse enemigos que estorben tu presencia en mí. Yo, para lograrlo, procuraré tener siempre muy bien cerradas las puertas de mis sentidos.

2) Y les dijo: «Pax vobis!» (Lc 24, 36). ¡Paz a vosotros! Era su saludo y es el gran don de Jesucristo: El es nuestra paz, ipse est pax nostra» (Ephes., 2, 14). Entró en el   mundo anunciando la paz, «pax homini bus» (Lc 2, 14). Se despidió dejándola como supremo regalo y testamento: «Pacem relinquo vobis, pacem meam do vobis» (Jn 14, 27). ¡Señor, danos tu paz!, que excede toda dulzura y suavidad terrena, que tan fáciles y llevaderos hace los trabajos, que dulcifica las amarguras y serena las tempestades y cura las heridas y nos tranquiliza y sosiega en tu amor. ¡Tu paz sabrosa sobre todo sabor terreno! ¿Por qué la perdemos? Por no saber buscarla donde está: por no querer guardarla cuando la tenemos; por no apreciarla en lo que vale. La buscamos en las criaturas, y está en Dios; la exponemos al ataque de enemigos que ansían robárnosla; la vendemos por un placer vil, por una afición torcida, ¡ por tan poca cosa! ¡ Si supiéramos lo que en el  la tenemos!

3) «Ego sum! Nolite timere» (Lc, 24, 36). ¡Yo soy! ¡Fuera temores! Dulce palabra. Jesús es el consolador, es el Maestro, es el Salvador, es el hermano: viene ejercitando su oficio, y allí donde entra, todo lo llena de paz y de alegría. ¡Oh si supiéramos lo que en Jesús tenemos, cómo echaríamos de nuestro corazón todo temor, seguros y confiados en la protección del Omnipotente! Nos ama tanto! ¡Es tan poderoso! El niño, en brazos de su madre, a nadie teme; y nosotros, estando en Jesús, .,vamos a tener miedo? ¿A quién? ¿Es que puede haber quien contra Jesús pueda algo? ¡Jesús mío, yo nada soy, nada valgo, nada puedo; pero contigo lo puedo todo
y a nadie temo! Hemos de grabar bien en nuestras almas este sentimiento de íntima confianza en Jesús, y procurar por todos los medios tenerle siempre con nosotros.


4) Como todavía no se tranquilizasen, lleno de humanísima afabilidad y queriendo dejarles plenamente convencidos de la verdad de su presencia, les dijo: Pensáis que soy un fantasma, y no es así; soy el mismo que con vosotros vivió tres años, y por vuestro amor murió tres días hace; mirad »mis manos y mis pies, perforados al ser enclava»dos en la cruz; ved y tocad; que el espíritu no tie»ne carne y huesos, como veis que los tengo Yo.

¡Cuán bueno es el Señor para con los suyos y cómo no perdona medio de serenarlos y confirmarlos en la fe! Los discípulos se llenaron de alegría viendo al Señor; pero como no acababan de creer, fluctuando entre el temor y el gozo, les dijo: «Tenéis algo que comer?» Ellos le presentaron un trozo, de pescado asado y un panal de miel, y lo comió delante de ellos, y tomando los restos se los dio. Y les dijo: «Estas son las cosas que os dije cuando estaba con vosotros: que había de cumplirse todo lo que estaba escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de Mí.» Entonces les abrió el entendimiento para que entendiesen las Escrituras. Y les dijo: «Así estaba escrito y así era necesario que el Cristo padeciese y que resucitase de entre los muertos el tercer día» (Lc 24, 41 y sigs.).

Verdaderamente que Jesús se porta como amigo y consuela a los suyos como un amigo suele consolar a otro. ¡ Así es de afable, así es de bueno! ¡Aprendámoslo y procuremos que nuestro corazón se persuada íntimamente de ello y sepamos vivir vida de amistad con Jesús, correspondiendo, solícitos, a sus finezas!


Punto 3.° DALE5 EL ESPÍRITU SANTO, DICIÉNDOLES: «RECIBID EL ESPÍRITU SANTO; A AQUELLOS QUE PERDONÉIS LOS PECADOS, LES SERÁN PERDONADOS.»


1) Solemne escena la que se siguió: el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia y confirió a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados. «Y les dijo otra vez: Paz a vosotros! Como el Padre me envió, os envío a vosotros», y diciendo esto sopló sobre ellos, diciéndoles: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn, 20, 21-23). Los consuelos que Jesús prodiga a sus discípulos quiere que les sirvan para alentarse a trabajar en la labor de la salvación de las almas. A eso había venido Él al mundo. Su labor quedaba hecha; a sus Apóstoles y enviados toca ir recogiendo el fruto de la siembra y aplicar a las almas la virtud vivificante de la Pasión de Cristo. Quizá eligió Jesús este día para instituir el Sacramento de la Penitencia, para revelar a los pecadores que la conversión es una resurrección y que no hay fiesta más dulce que celebrar. La absolución del sacerdote revive en el   alma reconciliada las alegrías de la fiesta de Pascua. (Baudot, «Les Evangeliques».)


2) Cumplió el Señor lo que tiempo hacía les había prometido (Mt 18, 18) de darles poder de atar y desatar, es decir, de perdonar los pecados; y lo hizo con palabras en verdad tan claras y expresivas que no dejan lugar a duda: «Haec Verba certiora sunt quam omnia regum edicta et diplomata» (S. Agustín). Son estas palabras más ciertas que todos los edictos y diplomas de los reyes. Y quiso usar para hacerlo cierta especie de rito sacramental, dirigiendo el aliento hacia ellos para significar sensiblemente la colación invisible del Espíritu Santo, y tal vez, como lo indican varios Santos Padres, que el Espíritu Santo procedía de Él.

Poder admirable el otorgado al sacerdote: «Ni a los Angeles ni a los Arcángeles ha dado Dios este poder, pues no se les ha dicho: «A quien perdonareis los pecados...» Es verdad que también las potestades de la tierra tienen autoridad para atar, pero solamente los cuerpos; mas este poder de atar que tiene el sacerdote se extiende a las almas, y sus efectos llegan hasta el cielo; pues lo que el sacerdote hace en la tierra lo confirma Dios allá arriba; y allí sanciona el Señor la sentencia del siervo. ¿Qué poder hay mayor que éste? Toda facultad de juzgar la ha entregado el Padre a su »Hijo, y yo veo aquí transmitidos a los sacerdotes todos los poderes del Hijo» (S. Crisóstomo, «De sacerdotio», 1. 3, 5).


3) ¡Con qué fidelidad y cuidado hemos de procurar los sacerdotes administrar tan estupendo. pocler! Y pues que con tanta liberalidad y largueza nos lo ha otorgado, cómo debemos trabajar por no tenerlo inactivo, sino empeñarnos en que se beneficien de él lo más posible los fieles. Además, en su administración hemos de tener entrañas de misericordia y solicitud industriosa para difundir por el mundo los raudales de gracia que de este sacramento brotan. Qué frutos tan sabrosos de la gloria de Dios y salvación de las almas podemos cosechar en el   santo Sacramento de la Penitencia! ¡Y cuántos consuelos derrama en las almas atribuladas! ¡Bendito sea el Señor, que tan fácil es en perdonar; démosle mil gracias por ello y pidámosle su gracia para aprovecharnos debidamente de su bondad sin límites!

Coloquio. Con Jesús, gozándonos de su triunfo y rogándole que sea para nosotros manantial de perdón y de santa paz.

55ª  MEDITACIÓN

LA SÉPTIMA APARICIÓN A LOS APÓSTOLES CON SANTO TOMÁS (Jn 20, 24-29).


Preámbulo. La historia será aquí cómo Tomás no estaba con los discípulos cuando se les apareció el Señor, y cuando llegó se lo contaron; mas él no creyó y decía: “Si no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto por ellas mi dedo y mi mano en su costado, no creeré”. Y, obstinado, no quería creer. Ocho días después estando todos reunidos, se les volvió a aparecer Jesús, diciéndoles: «¡Paz a vosotros ! » Y dirigiéndose a Tomás, le dijo: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.» Tomás, echándose a sus pies, le dijo. «Señor mío y Dios mío!» Y Jesús: «Has  creído porque me has visto. ¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!» (J 20, 25 y 27-29).


Punto 1.° SANTO TOMÁS, INCRÉDULO PORQUE ERA AUSENTE DE LA APARICIÓN PRECEDENTE, DICE: «SI NO LO VIERE, NO CREERÉ».


1) De cuántos bienes nos privamos al dejar la comunidad de nuestros hermanos: sea la parroquia, la familia cristiana o la Comunidad religiosa. Dios mira especialmente complacido toda comunidad cristiana. ¿Cómo no, si en medio de ella está Cristo? El lo dijo: «Donde estén dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y Cristo no viene con las manos vacías, sino que ahora, como cuando vivía en el   mundo, de Él brota virtud maravillosa y pasa haciendo bien. Cuántas gracias debemos a la Comunidad, que no hubiéramos recibido aislados de ella, y cómo debemos amarla y vivir a ella unidos y no dejarla, sino con el cuerpo, cuando la necesidad o la obediencia nos lo imponga; dejando siempre nuestro corazón en el  la para reintegrarnos gozosos a ella en cuanto nos sea posible. Si Santo Tomás hubiera estado con los suyos, gozara, como ellos, de la alegría suavísima de la visita de Jesús. Se ausentó y perdió tal dicha.


2) Cosa es que admira la obstinación del Apóstol en su negativa a creer lo que sus compañeros le contaban: muy creíble es que la misma Santísima Virgen se lo afirmaría, pero él no daba su brazo a torcer. Dice San Juan: Tomás, uno de los doce..., no estaba con ellos cuando vino Jesús. Dijéronle después los otros discípulos: «Hemos visto al Señor.» Mas él les respondió: «Si yo no veo en sus manos la hendidura de los clavos y no meto mi dedo en el   agujero que en el  las hicieron, y mi mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 24-25).

Consideremos lo desatentado de la conducta de Tomás. Primero, en negar crédito a tantos y tan graves testigos de vista. Después, en poner condiciones tan atrevidas y aun humillantes para el Señor, para creer. ¡Presunción incalificable la que supone el exigir que se le permita meter sus dedos y su mano en las llagas abiertas por los clavos y la lanza!

A juicio de Tomás, sus compañeros eran en demasía crédulos y habían tomado por realidad lo que no era más que un fantasma de su imaginación exaltada. Cuántos imitadores ha tenido en la sucesión de los siglos que han venido repitiendo el «nisi videro... non credam!», ¡ si no veo, no creeré! Conducta irracional; exigencia que sólo puede nacer de una soberbia estúpida.

¿Hemos de aplicar a la vida sobrenatural y a los dogmas de la fe un criterio absurdo, que en las ciencias naturales y en la vida corriente sólo a un loco se le ocurriría utilizar? Con él la vida de familia, de sociedad, de comercio, de mutuas relaciones de amistad y caballerosidad sería imposible. Temamos no se nos infiltre este espíritu soberbio de hipercrítica, que nos empuje a pedir razón y demostración palpable de todo; y procuremos, por el contrario, gran docilidad de juicio a las enseñanzas de los que Dios ha puesto para guiamos.


3) Pué esta conducta de Tomás escandalosa para sus compañeros, como puede serlo la nuestra y causar no poco daño en almas tiernas aun en la virtud; y le expuso a daño grandísimo. Porque, claro está que no tenía Jesús obligación ninguna de acceder a la atrevida demanda del Apóstol incrédulo. Y era, por el contrario, de temer que prescindiese de él, pues que tan poco asequible se mostraba a entregársele. Sólo la benignidad inagotable de Jesús pudo remediar daño tan grande como el que a Tomás amenazaba.


Punto 2.° SE LES APARECE JESÚS DESDE AHÍ A OCHO DÍAS, ESTANDO CERRADAS LAS PUERTAS, Y DICE A SANTO TOMÁS: METE AQUÍ TU DEDO Y VE LA VERDAD, Y NO QUIERAS SER INCRÉDULO, SINO FIEL.

 
1) Ocho días difirió el Señor la visita, tal vez para castigar la terca obstinación de Tomás. Y claro que por él sufrieron también sus compañeros; en la comunidad, las faltas de los tibios causan daños muy sensibles, y deja a veces el Señor, por ellos, de favorecer a todos con gracias extraordinarias. Hemos de temer ser por nuestra mala correspondencia y frialdad en el   servicio del Señor causa de que se vea privada la familia o comunidad en que vivimos de los regalos de Jesús. Y, al contrario, las buenas obras de los fervorosos, ¡ cuántas bendiciones atraen de lo alto! No lo olvidemos y procuremos con todo empeño ser para todos fuente de bendición y dicha! La intercesión de María y la compañía de sus colegas de apostolado le valieron a Tomás la visita de Jesús.

 

2) Estaban reunidos los Apóstoles cuando se les apareció; no quiso hacerlo sólo a Tomás por dos causas principales: primera, para que habiendo sido público el pecado, lo reparase el Apóstol incrédulo ante sus compañeros, y como los había escandalizado con su obstinada incredulidad, los edificase con su humilde y fervorosa profesión de fe, y trocase así en legítimo gozo la pena que les había ocasionado con su pecado. Además, quiso dar a entender a Tomás que a sus compañeros debía en no pequeña parte la dicha de que se le apareciese el Señor; cosa que no hubiera logrado si, como lo hiciera antes, se apartara de ellos. Estimemos la vida de comunidad y agradezcamos al Señor mil gracias que se nos otorgan por ella.


3) El Señor, al entrar en el   cenáculo, ante todo se dirigió a la comunidad y la saludó con su acostumbrado: «Pax vobis!» ¡ Paz a vosotros! ¡Cuál no sería el gozo de los Apóstoles al oír aquella voz tan conocida y amada, y cómo surtiría el saludo de Jesús efectos admirables en aquellos corazones! ¡Pidámosle que nos dé su paz! Dirigióse después a Tomás, como el buen pastor que corre tras la oveja descarriada. El salió a buscar al incrédulo para reducirlo al redil. ¡Y con qué caridad y suavidad ló hizo! «Después dice a Tomás. Mete aquí tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel».

La terca obstinación de Tomás bien merecía siquiera unas palabras de dura reprensión; pero el bondadosísimo Jesús sólo le hace un reproche lleno de caridad: «No quieras ser incrédulo!» Y en cambio, como accediendo a su desconsiderada pretensión, le invita a que realice la prueba que exigía para quedar plenamente convencido de la verdad de la resurrección.

Lección en verdad práctica para los que tienen oficio de corregir u obligación de educar. ¡Cuán apto modo de lograr magníficos efectos es la tranquila exposición de la verdad y la suave admonición tempiada por el cariño, que hace al defectuoso ver su falta y, al mismo tiempo, el modo de enmendarla! Así se logra que el reprendido, en vez de airarse rebelde, se someta agradecido y salga de la reprensión con nuevos motivos de amor y sin dejo de amargura.


Punto 3.° SANTO TOMÁS CREYÓ, DICIENDO: «¡ SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!» AL CUAL DICE CRISTO: BIENAVENTURADOS SON LOS QUE NO VIERON Y CREYERON.»


1) Grande fué la falta de Tomás, pero magnífica su reparación. «Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). ¿Tocó las llagas Tomás y metió su mano por el costado abierto de Jesús?’ No lo dice el texto sagrado; cierto que ya no lo necesitaba, pues estaba convencido; acaso Jesús, con dulce violencia le forzó a hacerlo para mayor comprobación del hecho de su gloriosa resurrección y provecho nuestro. «Plus nobis Thomae infidelitas ad fidem quam fides credentium discipulorum profuit quia dum ille ad fidem palpando reducitur, nostra mens omni dubitatione postposita in fide solidatur.» (5. Greg. Hom. 26 in Evang.) (N. 7. ML, 76, 1201). Más nos aprovechó a nosotros para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes; porque al ser reducido él a la fe tocando, nuestra mente, echada fuera toda duda, se afirma en la fe.


2) Lleno de fe, de amor y de pena, arrojóse el Apóstol a los pies del Maestro, y del fondo del alma, ilustrada por el Espíritu Santo, lanzó aquel grito sublime que repetimos sin cansarnos los adoradores del Dios escondido en la Hostia santa: «Señor y Dios mío!» Perdóname, Señor! ¡Quiero en adelante ser todo tuyo, reparar mi pecado con una f e doblemente fervorosa y activa. Este es el suspice de un corazón fuerte, de un corazón extraviado, pero vuelto a recobrarse enteramente, que en lo sucesivo responderá con entera satisfacción a todas las pruebas, dispuesto a toda clase de luchas y sacrificios.

Tomás es ya todo del Señor; será uno de los más fervorosos Apóstoles del mundo, que extenderá el Evangelio amplísimamente como un Pablo. Aquel «eamus et moriamur cum eo» tendrá en el  mismo su perfecto cumplimiento. Como »la caída de Pedro, así también la incredulidad de Tomás se ha trocado en copiosa bendición, gracia a la caridad del Maestro, que aquí también»ha dado maravillosa muestra de lo que debe ser la prudencia, la moderación, la bondad y el conoci»miento del corazón humano de un verdadero padre espiritual.


3) Nadie hasta entonces había llamado a Jesús: «¡ Señor mío y Dios mío!» Ciertamente puede decirse a Tomás, en esta ocasión, lo que a Pedro dijera Jesús en Cafarnaún: «Bienaventurado eres, porque »no fue la carne y la sangre los que te revelaron lo »que dices, sino mi Padre que está en los cielos.» Es un desahogo del corazón inflamado súbitamente de amor y ansioso de mostrar su reconocimiento a quien tanto debe.

 «Es una declaración de la íntima experiencia sobrenatural. La resurrección causó a Tomás el efecto más principal, que es llegar al contacto con la divinidad. Experimentó íntimamente este contacto y el alma se encendió, como si le acercaran una brasa de fuego, y se exhaló toda en un acto de amor. Las palabras declararon lo que el alma sentía con más perfección. Cuando los afectos interiores son muy poderosos, las palabras siempre son cortas. «Señor mío!», acto de entrega total de sí mismo, reparación de tantas negaciones y resistencias pasadas. « ¡Dios mío!», acto de unión con la fuente de la vida sobrenatural. Tomás es ya un »hombre nuevo en Cristo, Señor y Dios» (Casano»vas) (o. e., 4a s., d. 4.°).


4) «Díjole Jesús: «Porque me viste, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (v. 29). El Señor no alaba la confesión de Tomás como alabara la de Pedro, y da de ello por razón el Padre La Puente, «porque había sido tardo en creer y porque no tomasen otros ocasión de este ejemplo para pedir otro tanto, queriendo prueba de sentidos para creer los misterios de Dios».

Dos caminos hay para llegar a la fe: uno, viendo, y otro, sin ver. ¿Puede llamarse cosa de fe lo que se ha visto? San Agustín, que dijo: «Fides est credere quod non vides», da la solución con estas palabras: «Aliud Thomas vidit et palpavit corpore et aliud credidit corde... Hominem namque seu humanitatem vidit et tetigit, et Deum seu deitatem (quae in praesenti videri non potest credidit. Dicendo enim «Dominus meus», humanam naturam, cui daturn est totius creaturae dominium; dicendo «Deus meus», »divinam, quae omnia condidit, confessus est et unum eumdem, Deum et Dominum». (Tract. 121 in Joan).

«Una cosa vió y palpó con el cuerpo Tomás, y otra creyó con el corazón... Porque vio y tocó al Hombre o la Humanidad, y creyó en Dios o en la Divinidad que al presente no se puede ver. Pues diciendo «Señor mío» confesó la naturaleza humana, a la que se ha dado el dominio de toda criatura, y diciendo «Dios mío», la divina, que todo lo creó y a uno mismo por Dios y Señor.»


5) Finalmente, notemos la alabanza que nos tributa a los que sin necesidad, de ver hemos, por la misericordia de Dios, creído. Nos gustaría, claro está, verle, tocarle, adorarle, besarle; pero mayor mérito es creer en el   firmemente y adorarle con rendimiento. Seremos, en verdad, bienaventurados si recibimos con docilidad las enseñanzas todas de la fe y nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, que inspira a la Jerarquía eclesiástica.

56ª  MEDITACIÓN

LAS LLAGAS DE JESUCRISTO.

Quiso nuestro Cristo y amorosísimo Redentor conservar, después de su resurrección, las llagas de los pies, de las manos y del costado. ¿Para qué? Podemos considerar algunas razones.

       A) Como señales visibles y testimonio fehaciente e irrecusable de lo terrible del combate que hubo de sostener para llevar a cabo el proyecto del Padre y la empresa que tomara a su cargo. Mucho le costó nuestra redención, mucho hubo de sufrir para darla cima... Pues que tanto le costó, mucho debe de valer y en mucho la hemos de estimar.

       B) Como perpetua señal del amor que nos tiene y excitador continuo de su misericordia para con nosotros. Si obras son amores, mucho nos amó quien por nuestro bien tanto sufrió. Y cierto que entrañas de misericordia son las que así se compadecieron de nuestra miseria: “Llagado por nuestros delitos (Is., 53 5).

       C) Como trofeos de su victoria, pues resplandecerán trocadas de fealdad en hermosura, como estrellas luminosas por toda la eternidad y será su vista para los bienaventurados objeto de regalada visión, que les hará clamar, llenos de agradecimiento y amor: “Digno es el cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor y la gloria, y la bendición”. (Ap 5, 12). Con qué legítimo orgullo muestran los soldados las cicatrices del combate y las heridas sufridas por la patria! En el Concilio de Nicea, el emperador Constantino besaba, lleno de respetuosa admiración, las cicatrices que ostentaban los obispos que habían sufrido martirio por la fe.

Para utilidad nuestra, pues Jesucristo las muestra al Padre para aplacar su indignación y lograrnos gracias sin cuento:   “siempre vivo para interceder por nosotros” (Heb., 7, 25),  y son sus llagas otras tantas bocas que claman “ofreciendo plegarias y súplicas con grande clamor y lágrimas fue oído por su reverencia o dignidad”. Y podrá decir al mostrar sus llagas: «tanto sufrimiento no fue inútil». Podemos, además, dentro de ellas, descansar de los trabajos de nuestro prolongado destierro; pues que son un oasis en este desierto y un faro en la noche de esta vida terrena. Por fin, y ya inútilmente, los condenados “verán al que traspasaron” (Jn., 19, 37).

       D) Podemos seguir preguntándonos: Y ¿para qué mostró el Señor sus llagas a los Apóstoles? Pretendió con ello Jesús:

       a) Robustecer la fe de sus discípulos, quitándoles toda duda y dejándoles bien probado que había resucitado con la misma carne que antes tenía “Soy yo”: Quiso también patentizar “Nolite timere”; “no tengáis miedo” que recordando vuestra cobardía que os hizo abandonarme, haya dejado de amaros. ¡No! Mirad estas llagas testigo de mi amor, y al verlas llenaos de confianza.

       a) Para alentarlos al sacrificio. Bien merecía que hicieran algo por Él, que tanto había hecho por ellos; y así se animaran a corresponder con sacrificio a tan doloroso sacrificio. A gran precio les había comprado aquella paz y salvación que les brindaba como supremo don; justo era que la estimasen y guardasen a costa de cualquier trabajo, Y les anunció que habían de ser perseguidos, maltratados, muertos... por aquel mundo que primero le odió y persiguió a Él, pero al que había vencido: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 10, 33).

       F) ¿Qué otro provecho debemos sacar de contemplar las  llagas de Jesucristo?

       a) Primero, dolor sincero al considerar que nuestros pecados fueron los que las abrieron; y son también los que las renuevan, renovando en cierto modo la Pasión.

       b) Después, grande amor y gratitud para con quien asi nos amó; lo contrario sería ingratitud incalificable.

       c) Confianza sin límites: esas llagas son fiadoras de nuestra salvación; voces que sin tregua claman por nosotros, asilo donde acogernos, refugio seguro en vida y en muerte: «no encontré mayor remedio a mis males que las llagas de Cristo». (San Agustín)

       d) Aliento y estímulo para la imitación generosa de Jesucristo y para sufrir algo por Él y con Él. Se lamentaba San Pedro de Verona por haber sido injustamente acusado y castigado; se le apareció Jesús, y mostrándole sus llagas, le dijo: «¡No era Yo inocente? Y, sin embargo, por ti... »

       Con Cristo que tanto nos quiso y sufrió por nosotros, el mismo Cristo que está aquí ahora presente en el Sagrario, y que tanto nos ama y espera nuestro diálogo de amor, oremos y dialoguemos y discutamos con Él esta emoción que hemos sentido y sentimos al meditar este pasaje evangélico; digámosle con santo Tomás de Aquino en el himno «Adorote devote...»:

       « No veo las llagas como las vio Tomás,
       pero confieso que eres mi Dios;

       haz que yo crea más y más en Ti,
       que en Ti espere; que te ame».

       Digamos todos con san Pablo: “ Llevo en mi cuerpo las llagas de Cristo... no quiero saber más que de mi Cristo, y éste, crucificado... vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí...”

57ª  MEDITACIÓN

LA OCTAVA APARICIÓN (Jn 21, 1 s.).

Preámbulo. La historia nárrala deliciosamente San Juan en el   último capítulo de su Evangelio. Después de esto se apareció Jesús otra vez en la ribera del lago Tiberíades, y se apareció de este modo: estaban juntos Simón Pedro y Tomás y Natanael, os hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos, y dijo Simón: «Yo voy a pescar»; ellos le dijeron: «Nosotros vamos también contigo». Pero en toda la noche no pescaron nada. Al amanecer se presentó Jesús en la ribera, sin que le conocieran, y les preguntó: «Muchachos, ¿tenéis algo que comer?» «¡No!», contestaron. Echad la red a la derecha,, y hallaréis.» La echaron y se cuajó de peces, tanto que no podían sacarla. Entonces, el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: «¡Es el Señor! » Al oírlo Pedro, púsose la túnica, pues estaba desceñido, y se lanzó al agua. Los demás discípulos vinieron en la barca, pues no se hallaban lejos de la orilla sino a unos cien metros (200 codos), y trajeron la red con los peces. Cuando saltaron a tierra se encontraron preparadas brasas encendidas y asándose en el  las un pez, y al lado pan. Jesús les dijo: «Traed acá algunos peces de los que habéis pescado ahora.» Simón Pedro subió a la barca y trajo a la tierra la red llena, con 153 peces grandes, no rompiéndose la red, a pesar de ser tantos. Díceles Jesús: «¡Vamos, almorzad!», y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «Quién eres?», sabiendo bien que era el Señor. Jesús se acercó, y cogiendo el pan se lo dio y lo mismo el pescado. Y después encomendó su rebaño a San Pedro, habiéndole primero examinado tres veces de la caridad.


Composición de lugar: El lago de Tiberíades se extiende en una longitud de 21 kilómetros de Norte a Sur; su mayor anchura es de 12 kilómetros. Sus bordes al Este son escarpados; al Oeste el paisaje es tan variado como risueño; las colinas, que unas veces bañan sus pies en las aguas del lago, otras se apartan de la ribera, formando pequeños contrafuertes y encantadoras llanuras, una de las cuales, la del centro, se llamaba Genesar. En estas llanuras, a lo largo del lago, estaba Cafarnaún, y más al interior, Corozaín y Betsaida, patria de los Apóstoles Pedro, Andrés y Felipe.

 

Punto 1.° JESÚS APARECE A SIETE DE SUS DISCÍPULOS QUE ESTABAN PESCANDO, LOS CUALES POR TODA LA NOCHE NO HABÍAN TOMADO NADA, Y EXTENDIENDO LA RED POR SU MANDAMIENTO, NO PODÍAN SACARLA POR LA MUCHEDUMBRE DE PECES.


1) Encontramos a los Apóstoles en Galilea, obedientes a lo que Jesús les había ordenado; y entonices les cumplió Él lo prometido de que «allí le verían», «ibi me videbunt» (Mt 28, 10).

 

a) «Hallábanse juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael (Bartolomé), el cuál era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar. Respóndenle ellos: Vamos también nosotros contigo. Fueron, pues, y entraron en la barca, y aquella noche no cogieron nada».

Digna de considerarse es la unión de ánimos en que vivían los Apóstoles: bastó que Pedro indicase su intención de Salir a pescar aquella noche para que todos sus compañeros se ofrecieran a ir con él. ¡Qué hermosa es la unión de corazones y la afabilidad, que nos mueve a contentar a los demás y nos enseña a sacrificar nuestros gustos al gusto ajeno! Y, en cambio, cuán contrario a la caridad y desagradable al Señor el espíritu de contradicción y el desabrimiento en el   trato. Pena grande que por no considerarlo sean tantos los hogares y comunidades amargados por la intemperancia desabrida de alguno de sus miembros. ¡Si Supiéramos ceder! ¡Si gozáramos en agradar a todos! ¡Cuánto bien haríamos!

 
b) Demuéstranos también este hecho la pobreza de los Apóstoles. Durante la vida pública de Jesús, Él había provisto a sus necesidades, pero después tenían que dedicarse a su oficio para lograr el sustento necesario; por eso San Pedro salía a pescar de noche, no para recrearse, sino para ganar el pan.


e) «Y aquella noche no cogieron nada.» ¡Les faltaba Jesús! ¡Cuánto le echarían de menos y cómo recordarían la pesca milagrosa! Hemos de aprender que «neque qui plantat est aliquid neque qui rigat» (1 Cor., 3, 7), ni el que planta vale cosa ni el que riega, si Dios no le da el incremento. Pobres de nosotros si trabajamos sin Jesús; nuestros trabajos serán vanos. Si no es su espíritu el que nos guía, anima y sostiene, sufriremos sin mérito. ¡El es la vid, nosotros los sarmientos; unidos a El damos fruto de vida eterna; sin El nada podemos; sólo somos aptos para el fuego! Hemos de trabajar por su amor, con El unidos y en el   apoyados. Y no, como no pocas veces jo hacemos, por propia voluntad, sin consultar con el Señor ni buscar la dirección de nuestros superiores, muy fiados en nosotros mismos y buscando nuestra estima y aplauso.


2) «Venida la mañana se apareció Jesús en la »ribera», sin duda en forma para ellos extraña, pues que no le conocieron, y usando tono de voz desusado, «los discípulos no conocieron que fuera Él» (Lc 4). «Y Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis algo que comer? Respondiéronle: No. Díceles Él: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis. Echáron»la, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces» (Ib., vv. 5 y 6).

Estaba tan cerca Jesús y no le conocían; les hablaba y no caían en la cuenta de que fuera El. Cuántas veces tenemos muy cerca a Jesús y no nos percatamos de ello, y pensamos quizá que está muy lejos, porque las cosas no salen a medida de nuestros deseos. Al oír la pregunta del que desde la orilla les hablaba, pensaron que era algún otro pescador curioso o alguno que querría comprarles el pescado ó pedirles algo para comer. Y le respondieron secamente, ¡no! Insistió entonces el desconocido, y ellos al punto accedieron a lo que les indicaba.

¡Cuán bueno es Jesús! No le sufrió su corazón ver aquel fracaso de sus Apóstoles y quiso acudir a remediarlo, y lo hizo de esta manera tan delicada y eficaz. ¡Cuántas veces llega al alma y pide algo, no tanto por lo que hemos de darle, cuanto por lo que desea El darnos!


3) Digno es también de considerarse el proceder de los Apóstoles: cansados y decepcionados, después de una noche de estériles trabajos, volverían ansiosos de descansar y poco dispuestos a entretenerse inútilmente; y, sin embargo, atienden al que desde la orilla les habla y ejecutan dócilmente su indicación, demostrando así carácter tranquilo, dominio de sí mismos y deseo de agradar a los demás. Sin duda que durante toda una noche de tentativas infructuosas habrían echado la red a derecha e izquierda y por todos lados. Virtud gratísima, fruto precioso de la caridad y fomento de unión de la vida común es la afabilidad, que nos hace ceder fácilmente a los gustos de los demás y evitar rozamientos que determinen choques y encuentros que quebrantan la armonía de la paz y rompen la concordia de los ánimos. Pidámosla al Señor y nos hará gratos a los hombres y a Dios.


Punto 2.°—POR ESTE MILAGRO SAN JUAN LO CONOCIÓ Y DIJO A SAN PEDRO: ES EL SEÑOR, EL CUAL SE ECHÓ EN LA MAR Y VINO A CRISTO.


1) A todos hubo de sorprender el milagro, repetición del de tiempos atrás realizado por Jesús en el   mismo lago y probablemente en la misma barca de San Pedro; pero el primero que conoció que su autor era el Maestro fué el discípulo amado, San Juan. ¿Por qué así? Sin duda, porque el amor aguza la vista; pero, y es razón que apuntan varios exegetas, también porque era virgen, y a los limpios de corazón se les llama bienaventurados, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). «Entonces el discípulo aquel que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Lc y. 7). «Dominus est!»

Suena esta palabra tan inesperada, tan de repente, tan amable y dulce... Después de una noche lóbrega y fría, tras un largo trabajo pesado y estéril, sale el sol de la gracia e inunda el alma de luz, de fervor y júbilo deleitoso. Dominus est! ¡Oh palabra regalada y hermosa! Esta palabra debemos repetir siempre que el alma se siente conturbada. Cuando vengan tentaciones o pruebas interiores y órdenes desagradables, digamos: Dominus est! La meditación sale fatigosa, seca, sin verse cosa alguna, como en noche cerrada; mas al fin en el   coloquio brota un rayo de luz y de gracia. Dominus est! Así pasa en los Ejercicios cuando llego a entender y conocer algo mejor que como antes lo veía y recibo consolación y gozo, Dominus est! Evidentemente, allí estaba mirando y desde allí me ayudaba» (Huonder, o. c., n. 81, 3).


2) Pedro, al oírlo, se lanza al mar, a pesar de que estaba a poca distancia de la orilla. Era que se juzgaba obligado más que ninguno a mostrar, por cuantos medios estuvieran a su alcance, la adhesión y amor al Maestro. ¡Le debe tanto, le ha perdonado tanto! A un pescador, como lo era Pedro, ¿qué puede atraerle tan vivamente como un lance afortunado, en el   que cobra gran cantidad de peces? Y, sin embargo, todo lo dejó el Apóstol por reunirse cuanto antes con Jesús; para él no había ya dicha en el   mundo como la de estar con el Señor, y por lograrla lo dejaba todo y pasaba por cualquier dificultad. Hubo de ser a Jesucristo muy grata esta amorosa solicitud de Pedro, y por eso le recibiría muy afablemente en la orilla, al verle postrarse a sus pies chorreando agua.

3) Y a nosotros, ¿se nos va el corazón así hacia el Señor? Al ver la espadaña de una iglesia lejana, al pasar frente a un templo, hemos de oír el «Dominus est!» y enviar un saludo, al menos espiritual, si no podemos hacerlo real, al prisionero de amor de nuestros tabernáculos: ¡es el Señor! Está con nosotros, tan cerca, a veces bajo el mismo techo, y no nos acordamos de que está allí o no le conocemos. Ven muchos autores en esta escena representados, en San Pedro y San Juan, los dos tipos de vida activa y contemplativa. Las almas contemplativas son más rápidas en el   conocimiento del Señor; pero el amor de las almas activas es más obrador. «En la Iglesia de Cristo pasará siempre lo mismo. Los «privilegiados» reconocerán al Señor antes que el patrón de la barca, o, mejor dicho, Jesús mismo les hará sus confidencias; pero habrán de decírselo todo a Pedro; a él le corresponde «la acción». Estos »privilegiados tienen nombres varios, desde Juliana de Lieja hasta Bernardita de Lourdes, pasando por Margarita María de Paray» (Durand, Saint Jean).


4) Los demás discípulos vinieron en la barca., tirando la red llena de peces pues no estaban lejos de tierra sino como unos doscientos codos). Considera el P. Casanovas (o. c., 4. sem., día 5.°, 1.a cont.) en la barca de Pedro la imagen de la Iglesia; hay en el  la iluminados como Juan y esforzados como Pedro, y otros, anónimos para los hombres, que Dios los tiene bien conocidos; sin ellos la barca no llegaría a tierra, ni se lograría el fruto de la pesca.

«Hay en la barca de la Iglesia guías vigilantes y corazones arriesgados para los momentos difíciles; pero hay además una multitud desconocida que, con oración y acción anónima, empuja la barca hacia el puerto. Es la comunión de los Santos, real aunque no sea visible a los ojos de los hombres.» No lo olvidemos y procuremos ayudar siempre por cuantos medios podamos la obra de Dios, aunque nos parezca nuestra labor anónima y no recojamos aplausos de los hombres.

Punto 3.°—LES DIO A COMER PARTE DE UN PEZ ASADO Y ENCOMENDÓ LAS OVEJAS A SAN PEDRO, PRIMERO EXAMINADO TRES VECES DE LA CARIDAD, Y LE DICE: «APACIENTA MIS OVEJAS.»


1) «Al saltar en tierra, vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan» (L. c. 9). Les había preparado Jesús el almuerzo. Así es de bueno para con los suyos. Si nosotros le somos fieles, El cuidará de acudir, no sólo a nuestra necesidad, sino aun a nuestro regalo. Quiso también que contribuyesen el  los con el fruto de su trabajo. «Jesús les dijo: Traed acá de los peces que acabáis de coger. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y en medio de ser tantos, no se rompió la red» (Lc v.11). ¡Magnífica redada! Cuando Jesús ayuda, el éxito es sorprendente y se logra en un momento lo que en el   largo trabajo de toda una noche no se consiguiera. Y les admiró sobre manera a los Apóstoles que, siendo tantos y tan grandes los peces, la red no se había roto. Curiosas son las ingeniosas explicaciones que algunos Santos Padres y exegetas dan de la significación de la cifra 153 expresada por San Juan; pero acaso no pretendió el escritor sagrado sino darnos una prueba más de que estaba presente el hecho, y se le quedó grabada por lo extraordinario. Como encontró también digno de admiración el que no se rompiese la red.


2) «Díceles Jesús: «Vamos, almorzad. Y ninguno de los que estaban comiendo osaba preguntarle: «Quién eres Tú?», sabiendo que era el Señor. Acércase, pues, Jesús ‘y toma el pan y se lo distribuye, y lo mismo hace del pez» (Jn 21, 10 y 11). Recreémonos devota y tiernamente en presenciar aquella escena tan encantadora: sentados a la orilla del mar, en una mañana deliciosa del mes de abril, los Apóstoles, llenos de respetuosa alegría, van recibiendo de manos de Jesús el pan y el pescado por Él amorosamente preparado. Qué bien les sabría viniendo de aquellas manos queridas y después de una noche de rudo trabajo!

Y Jesús, como padre cariñoso rodeado de sus hijos, se gozaría al verlos felices. Cómo ejerce su oficio de consolador y cómo la divinidad, que tan escondida se ocultaba en la Pasión, parece y se muestra ahora tan miraculosamente! No faltan quienes indiquen que en esta ocasión, como en otras de su vida mortal, el pan y los peces se multiplicaban milagrosamente en las manos de Jesús. Y no se atrevían a preguntarle quién era, sabiendo que era Jesús. Todos estaban íntimamente persuadidos de que era el Maestro: se gozaban en el  lo; pero al mismo tiempo, como sobrecogidos de respeto, no osaban hablar. Además, temían que si mostraban que le habían conocido no fuera a desaparecer.

«Algunos Padres y expositores no tienen reparo en admitir que tuvo algo de eucarístico (este ágape).» «Piscis assus, Christus passus», dice San Agustín (Tract. 123, in Jo., n. 2) (ML. 35, 1966). Según Kraus, en su Real-Enzyklopüdie, 1, 437, «el simbolismo del pez se apoya en esta escena... Piensan algunos que debemos mirar siempre en este Sacramento su inmensa y singular grandeza; y, sin embargo, lo que principalmente se nos dice de él, y como esencial, es: Dominus est! Es real y verdade»ramente el Señor quien viene; pero viene con gran »sencillez y llaneza, y viene para alegrarnos. Venite, prandete» (Huonder, o. e., p. 262).


3) Terminada la comida, siguióse la trascendental escena de la institución del primado de la Iglesia católica y colación a San Pedro. Habíale el Señor prometido a Simón, cuando le cambió su nombre en el   de Pedro, que sobre él edificaría su Iglesia y le daría a él las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 17-19), y eligió esta ocasión para cumplírselo. Pero quiso que precediera una triple confesión de amor para reparar la triple negación y para indicarnos que la primera cualidad del buen superior ha de ser el amor. ¿Cómo no? «Si la creación »brotó del poder divino, la Iglesia, madre de los es»cogidos, salió de la caridac1 divina. Toda la Redención procede de esta caridad. Porque Dios amó afablemente al mundo, le dio a su Hijo único. Por »la caridad, llevada hasta la muerte de cruz, nos rescató Jesucristo. Por caridad también, llevada hasta los mayores sacrificios, la Iglesia, su esposa, 1e engendrará a los elegidos. Queriendo, pues, edificar su Iglesia sobre Pedro, debía asentarla sobre la caridad. Por eso le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? Pedro respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis »corderos» (Jn 21, 15). (Chometon, S. J., Le Christ vie et lumire.) Cuan sincera y fructuosa fue la conversión de Pedro; en la última cena se jactaba anteponiéndose a los demás: «Aunque ellos te abandonen, yo no!» (Mt., 26-33); ahora, en cambio, puesto en ocasión de alarde parecido, lo rehuye humilde y a nadie se antepone; pero afirma su amor. «Segunda vez le dice: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Respóndele: Sí, Señor; Tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis corderos.» Escena solemne que tendría a todos suspensos e intrigados. «Dícele tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se contristó de que por tercera vez le preguntase si le amaba, y así respondió: Señor, Tú lo sabes todo: Tú conoces que yo te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejas» (Ib., 16, 17). La triple pregunta le recordó la triple negación y las lágrimas asomaron a sus ojos: se contristó temiendo no fueran sus protestas tan vanas como las de la noche de la cena. Cierto que eran por su parte bien sinceras, y con la ayuda de Dios habían de quedar bien cumplidas. Satisfecho Jesús, le entregó todo su rebaño: los corderos y las ovejas; hízole «pastor universal de su rebaño, no solamente de los fieles ordinarios, significados por los corderos, sino también de los que son padres espirituales de los otros, figurados por las ovejas, como son los confesores, predicadores, maestros y todos los demás prelados inferiores de la Iglesia, para que toda ella fuese un rebaño y un pastor» (La Puente, p. 5., med. 13, p. 1.0, n. 4).

Y ha de apacentarlas con tres suertes de pastos. «Apaciéntalas con el espíritu, orando por ellos; con la lengua, enseñándolas, y con la obra, dándolas buen ejemplo» (San Bern., serm. 2 de Resurr.). «Apaciéntalas con doctrina, con sacramentos y con ejemplos de buena vida, ayudándolas con todas las obras de misericordia, así espirituales como corporales, apacentando no sólo en espíritu, sino, a sus tiempos, el cuerpo» (La Puente, 1. c.).

Reflexionemos agradeciendo a Nuestro Señor la solicitud que muestra por nosotros y prometiendo responder humildes y diligentes a ella. Fomentemos el amor y sumisión al Vicario de Jesucristo; veamos en el  al supremo Pastor y entreguémonos dóciles a su dirección y consejo; y sea nuestra mayor gloria vivir a Él íntimamente unidos en todo.


4) Consideremos finalmente la magnífica promesa que Jesús hizo a Pedro: «De verdad, de verdad te digo que cuando eras más mozo tú te ceñías e ibas donde querías, pero cuando te hagas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieres. Esto dijo, significando la muerte con que había de glorificar a Dios» (Lc vv. 18 y 19). Premio el más grande que a sus trabajos y amor podrá concederle su Maestro: dar la vida por El. Sin duda que el alma del Apóstol se sintió inundada en santo júbilo al pensar que se le otorgaba la inmensa dicha de sellar con su sangre su declaración de amor; ahora sí que podía repetir Pedro el «contigo estoy dispuesto a ir a la muerte» (Lc 22, 33). Y, como buen pastor, imitando al Modelo, darla su sangre por sus ovejas (Jn 10, 11).

«El será el »primer Papa mártir y muchos le seguirán en la dignidad y en el   martirio por amor a Cristo. Es muy significativo el que anduviera tan unida la concesión de la dignidad altísima con la predicción de la muerte de cruz» (Huonder, o. e., n. 91, b).

Coloquio.  Pidiendo a Jesucristo bendiga nuestros trabajos..., nos haga gustar su presencia... y nos otorgue un amor filial y sumisión rendida a su Vicario en la tierra.

58ª  MEDITACIÓN

DE LA NOVENA APARICIÓN.

Preámbulo. La historia. La cuenta San Mateo (28, 16-29): «Los once discípulos partiéronse a Galilea al monte que Jesús les había señalado, y viéndole allí le adoraron, si bien algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Dada me es toda potestad en el   cielo y en la tierra. Id por todo el mundo, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a observar todos los preceptos que os he dado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mc., 16, 16).

Composición de lugar.

La escena tuvo lugar en un monte de Galilea, que podemos suponer fuera el Tabor. Está situado a 10 kilómetros al Este de Nazaret, en el   extremo Nordeste de la llanura de Esdrelón; elévase 235 etros sobre Nazaret y 562 sobre el Mediterráneo y 770 sobre el lago de Genesaret. La explanada de la cumbre mide de Este a Oeste unos 800 metros y de Norte a Sur unos 400 metros. El panorama que desde él se descubre es espléndido (Schuster-Holzammer, «Historia Bíblica», 2, 205).

Punto 1.° LOS DISCÍPULOS, POR MANDATO DEL SEÑOR, VAN AL MONTE TABOR.


1) La víspera de la Pasión habíales dicho Jesús a los Apóstoles: «Postquam resurrexero, praecedam vos in Galilaeam» (Mt., 26, 32). En resucitando, Yo iré delante de vosotros a Galilea. Y después de su resurrección, el Ángel que la anunció a las piadosas mujeres les añadió: «Et cito euntes, dicite discipulis eius quia surrexit. et ecce praecedit vos in Galilaeam. ibi eum videbitis; ecce praedixi vobis» (Mt., »28, 7). Y ahora id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; y he aquí que va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, ya os lo provengo de antemano.» Cumplieron los Apóstoles lo que se les mandaba y Jesús lo que prometiera.

No consta cuándo les designó la montaña en que habían de verle; pero sí que «los once discípulos partieron para Galilea al monte que Jesús les había señalado» (Ib., 16).
Era para los Apóstoles aquella región de Galilea tierra de dulces recuerdos; en el  la habían nacido, en el  la fueron llamados al Apostolado por Jesucristo, en el  la habían vivido con su Maestro gran parte de los años de su vida apostólica, oyendo u divina doctrina, admirando su conducta y los milagros que tan caritativamente hacía. Sus corazones, impresionados con tales memorias, estaban’ aptamente dispuestos para aprovecharse de la visita de Jesús resucitado.


2) Según puede deducirse de la narración evangélica, en esta ocasión se reunieron, con los once, otros muchos discípulos, según San Pablo (1 Cor., 15, 6), más de 500; convocados por el aviso de los Apóstoles, que llenos de caridad querían que gozasen sus compañeros de la dicha que ellos experimentaban al recibir la visita del Señor. Enseñándonos así a no ser mezquinamente egoístas, queriendo reservarnos las gracias y favores de Dios y pareciéndonos que en algo se disminuyen o desprestigian cuando se conceden también a otros. Aprendamos a tener corazón ancho y a procurar que’ de lo bueno gocen cuantos más podamos.

3) Y los dirigió Jesús a un monte, mostrando una vez más que para gozar de sus favores es menester que nos aislemos del mundo y que levantemos nuestro corazón y nuestros anhelos sobre las cosas terrenas para poder gozar de las celestiales y divinas. No se logra ver a Dios entre el bullicio del mundo y el trato de las gentes. ¡Cuán generosamente les cumplió Jesucristo su promesa de que se dejaría ver de ellos en Galilea! Ya lo hemos visto en la contemplación anterior y lo tenemos confirmado en ésta. Si nosotros somos dóciles en seguir los mandatos de Dios, El será espléndido en cumplirnos sus promesas y se nos manifestará.

«Y allí al verle le adoraron, si bien algunos tuvieron sus dudas»(Mt., 28, 17). No faltan autores que proponen esta lectura: «y allí le vieron y le adoraron los que antes habían dudado». Así Silva Castro, «Historia Evangélica de Jesús), y Levesque, «Nos quatre Evangiles»; y es traducción aceptada por el Padre Lagrange, O. P. Si no se acepta esta lectura, puede suponerse que los que dudaron aún no eran seguramente de los once, sino algunos de los discípulos del montón.


Punto 2.°—CRISTO SE LES APARECE Y DICE: DADA ME ES TODA POTESTAD EN CIELO Y EN TIERRA.

 
1) Escena sublime, llena de majestuosa grandeza: «Entonces Jesús, acercándose, les habló en estos términos: A Mí se me ha dado toda potestad en el   cielo y en la tierra» (Ib., 18). Proclamación solemne del poder augusto en virtud del cual los podía enviar a la gigante empresa que a continuación les expone y adornarlos para darle cima de las prerrogativas y facultades más altas que a un legado se pueden conceder. Va a enviar a los Apóstoles a difundir por todo el mundo su reino, dándoles potestad para predicar su Evangelio a toda criatura, y les muestra primero sus poderes para que conste con qué autoridad tan legítima los envía como a legados suyos.


2) Claro está que Jesús, en cuanto Dios, tiene todos los poderes; pero en esta ocasión habla como hombre. Y como hombre, como redentor, que terminada la obra de la redención y vencido el príncipe de este mundo, queda triunfador, tiene pleno derecho a congregar a todos en su reino y hacerles súbditos suyos. Como este reino mesiánico se incoa en la tierra y se consuma y perfecciona en el   cielo, la regia potestad de Jesucristo abarca el cielo y la tierra. De ese poder, concedido a Jesús por haberse humillado hasta la muerte de cruz, habla San Pablo a los Filipenses (2, 9 y 10), y dice que por él había Dios de ensalzarle de tal suerte que a su nombre se doblase toda rodilla y quedasen sujetas a su dominio todas las cosas criadas.

«En varias de sus epístolas San Pablo acumula las expresiones para ensayar el describir la gloria y el poder de que Dios Padre ha revestido a su hijo muy amado después de su resurrección, y traza espléndidos cuadros. Así, por ejemplo, al principio de la Epístola a los Colosenses (1, 15-19), donde escribe: El cual  (Jesucristo) es la imagen del Dios invisible, engendrado ante toda criatura, pues por Él fueron criadas «todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, ora sean tronos, ora dominaciones, ora principados, ora potestades; todas las cosas fueron criadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él es ante todas las cosas y todas subsisten en Él  . Él es la cabeza del cuerpo de la, Iglesia. Él, que es el principio, primogénito de entre los muertos para que Él tenga el primado en todas las cosas. Porque en Él   quiso Dios que habitase toda plenitud y por Él quiso reconciliar todas las cosas consigo».

Admirable es esta amplificación, y »con todo no es más expresiva que las palabras en »apariencia tan sencillas. «Toda potestad me ha sido dada en los cielos y en la tierra», que hacen a Nuestro Señor Jesucristo igual a Dios mismo, que le atribuyen poderes universales, tanto sobre los ángeles como sobre los hombres y toda la naturaleza.Y nótese bien que no se trata aquí de la autoridad que Cristo posee en cuanto Hijo de Dios, que ésta no le ha sido dada, sino de una autoridad nueva que le han merecido sus humillaciones y sufrimientos» (Fillion, «Vie de N. S. 1. Ch.», y. 3, pp. 543-544).

 

3) En virtud de esta potestad tiene Jesús la autoridad plena doctrinal, pues es el Maestro único a quien todos tienen obligación de escuchar y la Verdad que todos tienen que creer, sujetándole su inteligencia. Tiene autoridad de jurisdicción porque Jesús es el Pastor de todas las almas, supremo legislador que ha de regirlas y juez último ante el que han de rendir cuenta rigurosa de las acciones todas de su vida. Tiene,. por fin, autoridad de santificación porque es Jesús el Sacerdote eterno y la Víctima eterna, fuente de la gracia para todo el reino de Dios, y sin su ayuda nadie es capaz de hacer cosa de provecho para la vida eterna.


4) Y ¿por qué quiso proclamar Jesús con palabras tan rotundas su ilimitado poder? No ciertamente para yana ostentación, sino para probar su legítimo derecho a fundar la obra divina del Apostolado. «El Apostolado ha de presentarse al mundo como una fuerza superior a todas las fuerzas humanas para conquistarlo y sobrenaturalizarlo. Ha de vencer todos los terrores del infierno. Ha de menospreciar el dolor y la muerte; mejor dicho, ha de mirar estas cosas tan espantosas como un ideal, porque son medios para implantar el reino de Dios. Ha de marchar con un alma libre y magnánima que no piense sino en la gloria de Dios. Todo esto supone una fuerza divina, una autoridad también divina. El Apostolado ha de tener plena conciencia de esta autoridad y de esta fuerza. ¿Cómo tenerla? Para ese fin ha convocado Jesús esta reunión de todo su ejército para darles la certeza y la conciencia de que Dios les comunica sus dones» (Casanovas, o. e., IX, 216).

Quiso dejar a sus Apóstoles plenamente convencidos del legítimo poder con que les confería la investidura de su sublime cargo. Gocémonos en reconocer en Jesucristo ese sobrehumano poder, en respetarlo y en sujetarnos siempre rendida, dócil y cumplidamente a Él; doblemos gustosamente humildes nuestra rodilla ante ese nuestro Capitán y Rey y preciémonos de ser súbditos suyos y de vestir siempre su honrosa librea.

Punto 3.° LOS ENVIÓ POR TODO EL MUNDO A PREDICAR  DICIENDO: ID Y ENSEÑAD A TODAS LAS GENTES BAUTIZÁNDOLAS EN NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.

 
1) «Id, pues, e instruid a todas las naciones y predicad el Evangelio a toda criatura; bautizandolas en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolos a observar todas las cosas que Yo os he mandado; los que crean y se hagan bautizar se salvarán, pero los que no crean se condenarán» (Mt., 28, 19-20 y Mc., 16, 15).

Su dominio universal da derecho a Jesús a que se le sujete el mundo entero; a procurarlo envía a sus Apóstoles y en el  los delega, al fundar su Iglesia, este poder. Confíales la triple misión de enseñar, de bautizar y de hacer observar la ley:

a) «Enseñad a todas las gentes» para así conducirlas a la fe, que es el principio de la salvación. Y los Apóstoles, instruidos por su Maestro y divinamente ilustrados por el Espíritu Santo, el día de Pentecostés se repartieron la tierra para cumplir el mandato de Jesucristo; y la Iglesia, en la sucesión de los siglos, fiel a la orden de su Divino fundador y esposo, ha tenido por obligación suya sacratísima el enviar hasta los últimos confines de la tierra a sus misioneros para que predicasen el   santo Evangelio y trajesen las gentes a la profesión de la fe cristiana.

Bondad inmensa la de Jesús, que no. envía a sus ministros a vengar su muerte, sino a procurar que esa muerte preciosa fructifique en la salvación del mundo entero, al cual todo sinceramente desea participar la felicidad del reino por El conquistado. Y no es éste un consejo, sino un mandato formal. «Por este divino mandato de misión universal queda »obligada solemne y oficialmente la Iglesia de Cristo al apostolado de todo el orbe. La misión es el deber »más sagrado que le incumbe, en el   que no es lícito parar ni descansar hasta que se hayan salvado todas las almas y se haya llevado al aprisco del divino Pastor la última oveja» (Huonder, o. c., p. 291).

Y por cumplir ese mandato legiones nutridas de misioneros de uno y otro sexo lo dejan todo; patria, hogar, familia, para lanzarse, a través de dificultades sin cuento, a lejanas tierras, en las que les aguardan peligros mil, privaciones sin cuento y no pocas veces la muerte más cruel.

b) «Conferidles el bautismo en el   nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», es el sello de la fe y la puerta de entrada en el   reino de Dios. Sacramento por el que se nos aplica el precio divino de nuestro rescate, y libertados de la esclavitud del enemigo quedamos hechos hijos de Dios y herederos del cielo, comenzando a vivir nueva vida; por él se nos confiere la primera gracia y somos incorporados a la Santa Iglesia.

«Aquí tenemos el fundamento de todo el ministerio sacerdotal de administrar la gracia sobrenatural y santificar las almas. Para este fin Jesús dio a los Apóstoles las llaves del reino de los cielos, con la facultad de atar y desatar en la tierra lo que en el   cielo ha de continuar atado o desatado. La doctrina va enderezada a la santificación. Quien predica siembra; el que santifica recoge» (Casanovas, o. c., pp. 219-220).

c) Enseñadles a guardar mi ley, toda entera, sin lo cual el bautismo y la fe de nada les servirían. Les confiere en estas palabras la misión pastoral o de jurisdicción por la que han de dirigir y gobernar a todos los demás miembros del cuerpo, procurando la exacta guarda de la ley suavísima por Cristo promulgada y ayudándoles a tender a la santidad por el cumplimiento de todos los preceptos. Y añade Él Señor una promesa y una amenaza que al tiempo mismo que nos anima al exacto cumplimiento de la ley nos declara terminantemente que la fe es obligatoria; pero una fe acompañada de buenas obras, única que nos merece la salvación eterna. «Quien creyere y fuere bautizado se salvará, pero el que no creyere será condenado» (Mc16).


2) Para alentarles al cumplimiento de la difícil empresa que les encomendaba les promete, en primer lugar, su asistencia: «Y estad ciertos que Yo»estaré continuamente con vosotros hasta la consu»mación de los siglos» (Mt 28, 20). «Yo, Dios y Señor, que tengo toda potestad en el   cielo y en »la tierra, estaré con mi auxilio eficaz mientras regís y enseñáis a la Iglesia, a vosotros y a vuestros sucesores, siempre, sin interrupción alguna, hasta el fin del mundo» (Ceuleman in h. 1.). En esta asistencia no interrumpida y eficaz de Dios está el secreto de la santidad, de la indefectibilidad, de la infalibilidad de la Santa Iglesia, y merced a ella ha salido triunfante de todos los ataques y puede desafiar tranquila las vicisitudes de los tiempos.
Además los adornó de gracias singulares. «Los que creyeren harán estos milagros: en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes, y si bebieren alguna cosa mortal, no les dañará, pondrán las manos sobre los enfermos y sanarán» (Mc 16, 17-18).

Y en su predicación por el mundo sintieron los Apóstoles la eficacia de esta promesa y la asistencia no interrumpida del Señor, que iba realizando maravillas sin cuento para extender y arraigar la fe. Por eso el mismo San Marcos pudo cerrar su Evangelio con estas palabras: «Y sus discípulos fueron y predicaron en todas partes, cooperando el Señor y confirmando su doctrina con los milagros que la acompañaban» (Ib., 20). Asentada la fe, no es ya necesaria Ja manifestación extraordinaria de esa asistencia especial de Dios a sus fieles; pero, como dice el Padre La Puente, citando a San Gregorio, «tienen los predicadores, sacerdotes y confesores facultad para obrar estas señales espiritualmente en las almas de los fieles, porque echan los demonios cuando los absuelven y libran de sus pecados; hablan en nuevas lenguas cuando con el espíritu de Cristo y con lenguaje del cielo les predican la doctrina de la verdad; quitan las serpientes cuando echan de ellos las enemistades y rencores y las astucias de Satanás; beben el   veneno sin que les dañe cuando conversan con los malos y oyen sus maldades sin que se les pegue mal alguno; ponen las manos sobre los enfermos y sanan cuando con sus amonestaciones y ejemplos esfuerzan a los flacos en la virtud» (P. 5,a, med. 14, p. 50).

59ª  MEDITACIÓN

DE LA ASCENSIÓN DE CRISTO NUESTRO SEÑOR.


Preámbulo. La historia será aquí cómo el Señor, pasados cuarenta días después de su Resurrección, se apareció a sus Apóstoles y tuvo con ellos un banquete de despedida, en el   que les dio razones por las que debían alegrarse de su partida. Después les mandó que se reuniesen en la cumbre del Olivete, y allí, después de bendecirles, se elevó a los cielos. Los Apóstoles seguían con avidez su Ascensión hasta que una nube blanca le ocultó a sus ojos. Ellos quedaron con la vista fija en el   cielo, hasta que se les aparecieron dos personajes vestidos de blanco, los cuales les dijeron: «Varones galileos, por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que os dejó, subiendo al cielo, ha de venir de la misma manera que le visteis subir.» Y haciendo una adoración, bajaron y se reunieron en el   Cenáculo en torno de María, Madre de Jesús.

Composición de lugar: será aquí ver el Cenáculo y el monte Olivete. Extiéndese el monte Olivete al Este de Jerusalén, en una extensión de unos tres kilómetros y medio; tiene tres cumbres: la primera, al Norte, se eleva unos 830 metros sobre el Mediterráneo; la segunda, unos 820, y la tercera, que está frente al templo, 818 metros; domina el Mona, sobre el que está construido el templo, alzándose sobre él unos 76 metros. Esta cumbre, de bastante anchura, es la que comúnmente se llama «Monte Olivete»; la separa del templo el torrente Cedrón. (A. Bohnen, S. J.)

Punto 1.° DESPUÉS QUE POR ESPACIO DE CUARENTA DÍAS APARECIÓ A LOS APÓSTOLES, MANDÓLES QUE EN JERUSALÉN ESPERASEN EL   ESPÍRITU SANTO PRO METIDO.

1) Manifestóse el Señor después de su Resurrección a sus Apóstoles repetidas veces, dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el   espacio de cuarenta días y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios (Act. Ap., 1, 3). El reino de Dios significa aquí la economía de la Nueva Ley; llámase así aptamente porque por ella reina Dios invisiblemente en las almas y visiblemente en la Iglesia de Cristo; y en este sentido se usa siempre en el   libro de los Hechos de los Apóstoles esta palabra, fuera de una vez (14, 21), en la que significa el reino de los cielos. En aquellos días acabó de descubrir a sus Apóstoles los misterios y secretos concernientes a los sacramentos, al Santo Sacrificio y modos del culto divino, de los cuales muchos se conservan ahora por tradición.


2) Pasados cuarenta días aparecióseles por última vez y quiso tener con ellos un banquete de despedida (Act. Ap., 1, 4). ¿Cómo se portaría con sus queridos Apóstoles en aquellas últimas horas de estancia visible en la tierra? Podemos meditar, como dichas en esta ocasión, algunas consideraciones que Jesús propuso a sus Apóstoles en la última cena:

a) «Non turbetur cor vestrum» (J 14, 1). No se turbe vuestro corazón con la pena de mi despedida. «Creditis in Deum et in me credite» (Ib.), creéis en Dios, pues creed también en MI y confiad. «In domo Patris mei mansiones multae sunt» (Ib., 2). «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones», no sólo para Mí, sino también para vosotros; si así no fuese os lo hubiera dicho, pero en verdad las hay y por eso voy a preparar el lugar para vosotros:
«quia vado parare vobis locum» (Ib.). «Y cuando habré ido y os habré preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo para que donde Yo estoy estéis también vosotros» (v. 3). Vendré a buscaros a cada uno a la hora de vuestra muerte para llevaros conmigo al cielo; no os entristezcáis, pues, de mi marcha, porque ha de ser provechosa para vosotros.
       b) Además, «non relinquam vos orphanos» (Ib 18). No os dejaré huérfanos y desamparados, porque, como os tengo dicho, «ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi» (Mt., 28, 30). Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos. Se quedará Jesús con asistencia especialísima en su Iglesia y en la Eucaristía, para consolarnos en su ausencia, para esforzarnos en la empresa que nos tiene encargada y en el   trabajo de nuestra santificación; para avivarnos en la ejecución de lo que nos ha mandado.

e) Por otra parte, «si diligeritis me gauderetis utique, quia vado ad Patrem, quia Pater maior me est» (Jo., 14, 28). Si me amaseis os alegraríais ciertamente de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que Yo. Os alegraríais en vez de entristeceros, porque es cosa buena para Mí el recibir de mi Padre, mayor que Yo, en cuanto soy hombre, el galardón merecido y ganado con mis trabajos y muerte. Cierto que, para quien ama, es motivo de consuelo el triunfó del amado.

d) Y por fin, otro motivo de consuelo es el que os conviene que Yo me vaya poque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Querríais tenerme siempre con vosotros, como protector en las persecuciones que os aguardan: y en esto os parecéis al niño, que quiere estar siempre junto a su madre, o al pollito, que teme alejarse demasiado del ala de la gallina; os gozáis de vivir en sociedad humana y sensible conmigo, y os descargáis en Mi de todo cuidado, de toda previsión, de todo temor. Pero creed en mi corazón paternal, que os ama, y en mi mirada, que alcanza mucho más lejos que la vuestra y conoce toda verdad.

El niño que no quiere alejarse de las faldas de su madre, de su ternura y de sus caricias, jamás llegará a ser hombre perfecto; sus cualidades de hombre quedarán en germen, sin desarrollarse. Jamás tendrá iniciativa, decisión, alientos de jefe, ni aun siquiera de jefe de familia. Es precisó que salga como el pájaro, fuera del nido, y, mirando al espacio, tenga confianza en sus alas y en Dios. Es inútil a vuestra virilidad espiritual que Yo me vaya. La desaparición de mi presencia sensible o pondrá mejor en contacto con mi divinidad suprasensible, ensanchará vuestro corazón, lo hará más sobrenatural y, por consiguiente, más capaz de los dones de mi Espíritu. Con ellos correréis por el mundo entero. Y más tarde enseñaréis a las almas que las pruebas que nos privan de las pequeñas dichas humanas son una condición para hacerlas más sobrenaturales y aptas para recibir los dones del Espíritu Santo (A. Chometon, S. J., O. c., pp. 437-438).


3) Después les mandó que no partiesen de Jerusalén, sino que esperasen el   cumplimiento de la promesa del Padre, «la cual, dijo, oísteis de mi boca; y es que Juan bautizó con el agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en el   Espíritu Santo dentro de pocos días (Act. Ap., 1, 4-5). Recordóles así que habían de permanecer en retiro, preparándose a recibir el Espíritu Santo, que El les había de enviar.

Consideremos con qué atención e interés escucharían los Apóstoles estas palabras de su querido Maestro, sabiendo que eran las últimas que les dirigía. Algunos, sin embargo, soñaban aun entonces con grandezas humanas, y preguntaron a Jesús: «Si será éste el tiempo en que has de restituir el reino de Israel? A lo cual respondió Jesús: No os toca a vosotros el conocer los tiempos y momentos que tiene el Padre reservados a su poder; recibiréis, sí, la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta el cabo del mundo» (Act. Ap., 1, 6-8).

Punto 2.°  SACÓLOS AL MONTE OLIVETE Y EN PRESENCIA DE ELLOS FUÉ ELEVADO, Y UNA NUBE LE HIZO DESAPARECER DE LOS OJOS DE ELLOS.


1) Terminada la comida, levantóse Jesús y condujo a sus discípulos en dirección a Betania, hasta la cumbre del monte Olivete, sitio bien conocido, pues que en el  no pocas veces les había predicado. Una vez allí, los bendijo, y usaría ya el Señor como signo de bendición la señal de la Cruz. ¡Que hace dos mil años que las bendiciones del Señor vienen en forma de cruz! ¡Cuánto nos cuesta entenderlo! Fue para sus Apóstoles la bendición de Jesús raudal de dicha y fortaleza; pero al mismo tiempo lo fue de continuos trabajos y persecuciones coronadas para todos ellos, siquiera Juan no muriese en el  con el martirio.


2) Despidióse Jesús en particular de su Santísima Madre; y ¡cómo sentiría vehementes anhelos de asociarla a su triunfo y llevársela consigo al cielo! No lo hizo por nosotros, pues que quiso dejarla aún en la tierra para que sirviera a la recién nacida iglesia católica de Madre, Maestra y refugio.

Quiso, además, que los cristianos primeros, y por ellos todos los que habíamos de serlo en la sucesión de los siglos, aprendieran lo que en María tenían y acudieran a Ella como a medianera universal y depositaria de los tesoros todos del cielo. Así como durante el día, mientras el sol está sobre el horizonte, la luna desaparece o sólo se ve como una mancha blanquecina sin resplandor; pero puesto el sol, y merced a los rayos que de él nos refleja, aparece tan bella en las noches de su plenitud, de la misma manera, mientras el «sol de justicia», Cristo Jesús, estuvo visible en la tierra, María Santísima quedó como oscurecida y a Jesús acudían los Apóstoles en sus dudas y necesidades; pero ido a los cielos el Señor comenzó a lucir en todo su esplendor la Virgen Nuestra Señora y aprendieron los primeros cristianos a estimarla y a recurrir a Ella en toda necesidad. Mientras en el   mundo estamos caminamos, como de noche, «donec dies elucescat» (1 Pet., 1, 19), hasta que amanezca el día de la eternidad; y no tenemos otra luz que la reflejada por la luna, esto es, toda gracia que sale de Jesús llega a nosotros reflejada en María: Jesús, la fuente única; María, el único acueducto.


3) «Y se fué elevando a vista de ellos por los aires, hasta que una nube le encubrió a sus ojos» (Act. Ap., 1, 9). Espectáculo sublime el de Jesús subiendo por su propia virtud, y tan arrebatador, que los Apóstoles no acertaban a separar sus ojos de Él. Quizá, para mayor esplendor de tan magnífico triunfo, asoció Jesús a su cortejo a los Santos que habían resucitado en Jerusalén según nos dice San Mateo (27,53).

Rasguemos esa nube y sigamos al Señor en su triunfante entrada en los cielos. Nos la describe el Salmista; adelantándose al cortejo que a Jesús acompaña, un grupo de Ángeles llamando a las puertas del cielo, clama: «Levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la eternidad!, y entrará el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso el Señor poderoso de la batalla...». Y abiertas de par en par las puertas de la gloria, hasta entonces cerradas para el hombre, entró triunfante Jesucristo.

Y avanzó hasta el Padre para recibir de su mano el galardón bien merecido. «Díjole el Padre: «Siéntate a mi diestra, mientras que Yo pongo a tus enemigos por tarima de tus pies» (Ps. 109, 1). Luego que hubo tomado posesión de su bien ganado trono, Jesucristo fue presentando a su Padre a sus fieles servidores, y otorgándoles la parte del botín que según sus méritos les correspondía. Veamos a un San José, a un San Juan Bautista y a tantos otros fidelísimos servidores; le habían seguido en la pena y ahora le seguían en la gloria.


4) También preparó nuestras sillas: «vado parare vobis locum»; mirémoslas y procuremos «ut inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia» (Liturgia) (Dom. 4 p. Pent., Oración de la Misa), que entre el vaivén de las cosas mundanas nuestros corazones se mantengan fijos donde están los verdaderos gozos. Allí nos tiene preparado el Señor, «quod oculus non vidit, nec auris audivit, nec in cor hominis ascendit, quae praeparavit Deus iis qui diligunt illum» (1. Cor., 2, 9), «ni el ojo vió, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman». «Ibi vacabimus et videbimus, videbimus et arnabimus, amabimus et laudabimus: ecce quod erit in fine sine fine» (D. Aug., De civit. Dei., 1, 22, c. 30, n. 5) (ML. 41, 304).

 

Punto 3.° MIRANDO ELLOS AL CIELO LES DICEN LOS ÁNGELES: VARONES GALILEOS, ¿QUÉ ESTÁIS MIRANDO AL CIELO? ESTE JESÚS, EL CUAL ES LLEVADO DE VUESTROS OJOS AL CIELO, ASÍ VENDRÁ COMO LE VISTEIS IR EN EL   CIELO.

1) El espectáculo de la Ascensión de Jesús era tan arrebatador, que los Apóstoles y discípulos no acertaban a apartar sus ojos de Él: ni se cansaban de mirarlo. ¡Qué será el cielo! ¡Qué será ver en el  la hermosura del cuerpo glorificado de Jesús! Con cuánta razón clamaba San Ignacio: ¡Cuán sórdida hallo la tierra después de mirar al cielo! Así es, y si nos acontece que las cosas de la tierra nos encantan es porque miramos mucho a ellas y muy poco o nada al cielo. ¡Cuán pocos son los que levantan sus ojos de la tierra! «Siéntense los discípulos penetrados de Santos deseos de Seguir al divino Maestro y quedarse allá con Él. ¿Qué les importa la »tierra si Él ya no está con ellos? Es preciso que vengan Ángeles y arranquen su mirada del cielo y la encaminen a la tierra. Lo que les dicen no es en son de reproche, no les reprenden el   deseo de contemplar a Jesús, sino avísanles que se recojan dentro de sí mismos y se resuelvan a ocuparse en la vida activa. Los Ángeles les mueven a un amor »práctico» (Huonder, o. c., n. 114, 2).


2) Las consolaciones no nos han de Servir para quedarnos engolosinados en el  las, sino para excitarnos al trabajo y hacerlas fructificar en obras de santidad. El ideal es saber juntar la oración con la acción, de suerte que la oración nos temple para la acción y la acción vaya tan empapada en vida sobrenatural que no nos impida la entrada en la oración y trato con Dios.
Es de considerar también el recuerdo de la venida última de Jesús como juez de vivos y muertos. El recuerdo de aquel día puede en no pocas ocasiones alentar el corazón del Apóstol a perseverar en sus trabajos esperando la recompensa y remitiendo al juicio infalible de Dios la rectificación de apreciaciones torcidas y censuras inicuas que los hombres aplican con frecuencia a sus mejor intencionadas obras.


3) «Y habiéndole adorado, regresaron a Jerusalén con gran júbilo» (Le., 24, 52). Las causas del gran gozo de los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, siendo así que antes no podían vivir sin la presencia de Jesús, han de buscarse en el   aumento de fe, esperanza y caridad que sus almas habían experimentado con la Resurrección, apariciones y consejos de su divino Maestro. Rabiase visto confirmada su fe al ver cumplidas tan exactamente las cosas todas que Jesús les había predicho, y tras las horas terriblemente dolorosas de la Pasión, vinieron las dulcemente gratas de la Resurrección, coronadas con la triunfante Ascensión. La esperanza del cumplimiento de cuanto el Señor Jes había prometido y de la venida del Espíritu Santo los llenaba de santo gozo. Y, sobre todo, el grande amor a su Maestro les hacía gozarse en su gloria como en triunfo propio.


4) «Después de esto se volvieron a Jerusalén..., y entrados en la ciudad, subiéronse a una habitación alta..., y animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres y con María Madre de Jesús...» (Act. Ap., 1, 12-14). Cumpliendo lo que el Señor les ordenara: Yo voy a enviaros el que mi Padre os ha prometido (por mi boca); entretanto, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fortaleza de lo alto» (Lc 21, 49). Reuniéronse en el   Cenáculo en torno a María para preparar con el retiro de diez días a la venida del Espíritu Santo. Magnífica preparación para recibir los dones del cielo la empleada por los Apóstoles, que debemos nosotros imitar si queremos hacernos dignos de lograrlos; retiro, oración, caridad y unión con María, perseverando sin interrupción hasta que el Señor quiera oírnos.

Coloquios. Con nuestra Madre Santísima, pidiéndola que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos y después de este destierro nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Que ore a su Hijo para que nos envíe el Espíritu Santo. Con Jesús, felicitándole por su triunfo grandísimo, renovándole las oblaciones de mayor estima y momento que le tenemos hechas y pidiéndole nos esfuerce a su fiel cumplimiento con su ayuda y con la firme esperanza del galardón que nos tiene preparado.

60ª MEDITACIÓN

PENTECOSTÉS: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

¿QUÉ DEBEMOS HACER PARA TENER LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS?

       QUERIDOS HERMANOS: ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles reunidos con María? Primero pedir con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó, y luego, esperar que el Padre responda, esperar siempre en oración. Se preguntaba S. Buenaventura: ¿Sobre quién viene el Espíritu Santo? Y contestaba con su acostumbrada concisión: “Viene donde es amado, donde es invitado, donde es esperado”.

       1.- ¿Qué significa decir ¡Ven! a alguien que ya hemos recibido en el Bautismo, Confirmación?; decir “ven” a quien tenemos presente dentro de nosotros? Santo Tomás de Aquino nos da una explicación teológica de las nuevas <venidas> del Espíritu Santo en nosotros. Observa, ante todo, que el Espíritu Santo viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Textualmente: «Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia. Cuando uno, impulsado por un amor ardiente se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida».

       Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús, al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

       ¿Qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha, como Él nos encomendó. Y luego esperarlo, reunidos con María y la Iglesia en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica, como lo estamos haciendo ahora, para pedir y experimentar su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora. Hay que estar dispuestos también a vaciarse para que Él nos llene, porque nos amamos mucho a nosotros mismos, nos tenemos un cariño muy grande y nos damos un culto idolátrico, de la  mañana a la noche, a veces estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni Dios en nuestro corazón. Digo ni Dios, porque suena más fuerte, como a blasfemia. Y así nos impresiona más y podemos despertar de esta rutina idolátrica.

       2.- Hermanos, somos simples criaturas, solo Dios es Dios. Qué grande vivir en la Santísima Trinidad que me habita, quiero que me habite y quiero vaciarme para eso hasta las raíces más profundas de mi ser, para llenarlo todo de divinidad, de amor, de diálogo, de verdad y de vida, pero de verdad, no sólo de palabra: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a olvidadme enteramente de mí, para establecerme en Vos tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviera en la eternidad;  que nada pueda turbar ni paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable! sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro Amor.

       ¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de mi Dios, venid sobre mí para que en mi alma se realice una como encarnación del Verbo; que yo sea para Él una humanidad supletoria en la que Él renueve todo su misterio de Amor» (Beata Isabel de la Trinidad).

       3.- Lo que el Espíritu toca, el Espíritu cambia, decían los padres griegos. El que clama al Espíritu: Ven, visita, llena… le da la llave de su casa para que el Espíritu entre, cambie, ordene, lleve la dirección de su vida. No podemos con la voz de la Iglesia decir: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y luego en voz baja añadir: pero no me pidas que cambie mucho, porque es una contradicción, la eterna contradicción o lucha de lo que somos: carne y espíritu, naturaleza y gracia, hombre viejo y hombre nuevo. Si viene el Espíritu Santo ordena nuestro amor, la gracia mete en mí ese amor del mismo Dios Trinitario, yo no puedo amar sino como Dios se ama y ama a los hombres y Dios se ama como primero y absoluto por ser quien es, por sí mismo, y yo solo puedo amar así si Él me lo comunica y mora en mí;  entonces Dios será lo primero y lo absoluto. Por eso,  esto ni lo entiendo ni puedo ni sé de qué va si Él no me lo da por su Espíritu, y para esto tengo que estar dispuesto a vaciarme  de mí mismo, de mi amor propio y de los criterios, sentimientos y comportamientos motivados por mi yo en contra del Espíritu de mi Dios.

       Guiados por el Espíritu de Cristo hay que seguir sus mociones y pisar sus mismas huellas, adorando al Padre en obediencia total, guiados por su Espíritu, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, hasta la muerte del propio yo, del amor propio, del amor que me tengo a mí mismo y esto cuesta, cuesta sangre y es para toda la vida. Los sacramentos son eficaces, la gracia, la Eucaristía, Cristo; pero tengo que estar dispuesto a ser bautizado con el fuego del amor  que Dios me comunica.

       4.- El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, por la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios, y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué son? Preferirme a mí mismo más que a Dios. Y como esto cuesta y yo solo no puedo, necesito de Él siempre para levantarme, para seguir avanzando, amando, porque quiero amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser. Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes. Pero si no quiero que Él sea de verdad lo primero, si mis labios profesan y predican: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; pero luego no estoy en esta línea, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, ni de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios,  porque, para vivir como vivo, me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive. Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu de Dios, de la fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo.

       Queridos hermanos: necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo, necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces, necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir, y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque cada uno de nosotros seremos una humanidad prestada a Cristo, para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

       5.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta Unción para quedar curada, de este fuego para perder los miedos, de este fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu Santo. Dice San Hilario: «Gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei»: La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios. 

       Vamos a invocarle al Espíritu Santo; nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros hermanos, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros; la única forma de conocer al Espíritu Santo, a Dios, es si permanece en nosotros, en nuestro corazón, esto es, amándole; esta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, por su mismo Espíritu.

       Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, es decir, no se trata de salvarse o no; ni de que no hayan entrado en la verdad y en la salvación, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana o apostolado; “recibir el Espíritu Santo” para el Apóstol, se trata de plenitud, de verdad completa, de estar centrado en el corazón del cristianismo, en el mismo Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el “bautismo del Espíritu Santo”. 

       6.- En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas y los una a todos el amor; es el Espíritu  el que va a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, papá Dios. “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: “Mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo”. El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los Apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los Apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad» que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, en noticia amorosa, en llama de amor viva, como dice S. Juan de la Cruz.

¡Gracias, Espíritu Santo!

       Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del Veni Creator: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo.

«Gracias, Espíritu Creador,

porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.

Gracias porque eres para nosotros el consolador,

el don supremo del Padre, el agua viva,

el fuego, el amor y la unción espiritual.

Gracias por los infinitos dones y carismas que,

como dedo poderoso de Dios,

has distribuido entre los hombres;

tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.

Gracias por las palabras de fuego

que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas,

los pastores, los misioneros y los orantes.

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar

en nuestras mentes, por su amor, que has infundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo.

Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha,

por habernos ayudado a vencer al enemigo,

o a volver a levantarnos tras la derrota.

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal.

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar:¡Abba!»   ( R. Cantalamessa).

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

PRIMERA LECTURA: Hch 2, 1-11

       Pentecostés es una de las tres fiestas que reúnen en Jerusalén una gran multitud de peregrinos. Llegaban de todo el  territorio nacional, pero también de la Diáspora, o sea, de las numerosas regiones del Imperio Romano donde se establecieron comunidades judías. Se dividen en judíos de origen y en prosélitos. Los prosélitos son paganos convertidos al judaísmo. En la mañana del día de Pentecostés, Jesús cumple la promesa que hizo a sus discípulos. Estos, de acuerdo con el mandato del Maestro, permanecieron en Jerusalén y, en espera del acontecimiento prometido, se reúnen para orar largamente.

       Hay fenómenos externos: ruido, llamas de fuego, pero los más importantes son los internos: “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. La diferencia de lenguas divide a los hombres y simboliza la incomprensión entre los hombres o, al menos, las dificultades para entenderse. El don de lenguas el día de Pentecostés significa que todos los pueblos son capaces de encontrarse y de comprenderse por encima de sus diferencias, en el nivel superior de la caridad en Cristo: “…y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería…pero cada uno los oía hablar en su propio idioma”. 

SEGUNDA LECTURA: 1Cor 12, 3b-7. 12-13

       La obra fundamental del Espíritu Santo es hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios, fundado en el amor, que se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo  Espíritu, para formar un solo  cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

       El Espíritu Santo hace de todos los creyentes un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, comenzada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los Apóstoles, porque el lenguaje del amor es comprendido por todos los hombres: “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común… Todos los miembros, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, y así es también Cristo”.

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN: 20, 19-23

       QUERIDOS HERMANOS: Dice el Señor a los Apóstoles: “Muchas cosas me quedan por deciros todavía, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga el Espíritu Santo, el espíritu de la verdad, Él os llevará hasta la verdad completa”.

       1.- Estamos celebrando Pentecostés. Pentecostés es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y María reunidos en oración. Lo primero que tenemos que preguntar en estos tiempos de mucha ignorancia religiosa: Y ¿quién es el Espíritu Santo? ¿Por qué según Cristo es tan importante? 

       El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad,  Dios con el Padre y el Hijo. Y por tanto, infinito eterno e inmenso como ellos. Se le llama también Espíritu de Dios, Consolador o Paráclito, Don,  fuego de Dios. Y sobre todo se le llama dulce huésped divino de nuestras almas, porque realmente las habita cuando estamos en gracia, aunque nosotros no lo advirtamos. Este Espíritu Divino tiene con nosotros los cristianos unas relaciones muy especiales. Son muchas y muy importantes. Entre las principales podemos colocar sin duda las que Jesús mismo nos dice en el Evangelio: Él nos tiene que llevar “hasta la verdad completa”, es decir, a la experiencia de Dios para vivir “en espíritu y verdad” el Evangelio entero y completo, la vida de gracia en plenitud y la amistad con Dios hasta la experiencia de sentirnos amados por Él. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia, sino que llega a la voluntad, al corazón, a la vivencia. Porque todos sabemos que Cristo y su Evangelio no se comprenden hasta que  no se viven. 

       El Espíritu Santo tiene, por tanto, esta misión: guiar y llevar a todos los hombres hasta la verdad completa. Porque hay hombres que no saben nada de Jesucristo, de Hijo de Dios, hecho hombre, que, muriendo en una cruz, nos redimió de nuestros pecados y nos abrió el camino de la Alianza y la amistad con Dios. Hay muchos hombres que no saben del cielo, de la vida más allá de esta vida, de que Dios nos ama y nos ha dado, porque nos ama, la vida para compartirla eternamente en su misma esencia y felicidad trinitaria. No saben de los sacramentos, de la Eucaristía, de la Iglesia como único camino de salvación. Y hay otros muchos, que, como los Apóstoles, sabemos muchas verdades religiosas, pero no las vivimos, porque nos falta la experiencia, el amor para tocarlas y sentirlas con el corazón. Eso se llama verdad completa. Y para eso hay que llegar a la santidad, y para eso hay que subir por la oración y conversión permanente, y para todo esto, el único guía es el Espíritu Santo.

       Ciertamente vivir el cristianismo completo, con todas sus exigencias, es algo que cuesta mucho. Por eso precisamente Jesús nos quiere enviar al Espíritu Santo, para que ilumine nuestra inteligencia y fortalezca nuestra debilidad, que es tan grande como la de los Apóstoles antes de recibirle.  Porque el Espíritu Santo es la fortaleza y la fuerza de Dios; es la potencia de Dios que, invocada en los sacramentos, nos trae a Cristo en la Eucaristía y en los demás sacramentos;  y Él es quien nos tiene que ayudar en esta labor tan dura, que en definitiva no es otra cosa que ser santos. 

       2.- “Me voy y vuelvo a vosotros”,  les había dicho el Señor resucitado antes de subir a los cielos en la Ascensión, porque en Pentecostés vino el mismo Cristo; de hecho Pedro y todos empezaron solo a hablar de Él; pero vino hecho fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; no vino hecho carne ni palabra, sino espíritu y experiencia de amor, vino a sus corazones directamente sin limitaciones de palabra, carne, ideas, realidades limitadas y finitas; porque lo importante de Cristo no era su exterior, ni sus milagros, lo importante de Cristo estaba en su interior, en su Espíritu, en su Divinidad y ésa se pudo expresar mejor de corazón a corazón que por palabras o hechos finitos y limitados.

       El mismo Cristo les había dicho muchas veces: “Me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”; “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto triste, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya”.

       3.- LOS APÓSTOLES

       Habían escuchado a Cristo y su Evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las “puertas cerradas por miedo a los judíos”; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive. ¿Y qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por ellos para que le recibieran?;  ¿Por qué dijo y deseó Cristo esta venida para ellos y para todos los cristianos? Porque nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros; recordad lo que preguntó San Pablo a los cristianos bautizados de Corinto: Si habían recibido el Espíritu Santo. Y ya os he explicado a todos la necesidad de recibirlo: porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, hasta que la fe, el evangelio no se hace fuego de amor, no es enseñado por el Espíritu Santo en nuestro espíritu, Cristo es mera letra o verdad pero no se hace fuego, Espíritu, llama de amor viva, llama ardiente de experiencia de Dios.

       Y lo vemos hoy en las Lecturas de la misa: hasta que no viene el Espíritu Santo, los Apóstoles, que han oído el evangelio entero y  completo a Cristo, que han visto todos sus hechos salvadores, que le han visto incluso resucitado, que han celebrado la Pascua en Él resucitado, hasta que no viene hecho fuego de Espíritu Santo no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden el lenguaje de amor del Espíritu Santo, aún siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y es la Iglesia  completa, la verdad completa del cristianismo.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos. Es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir, lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo.  Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje de la cabeza al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe, que en el fondo no se sabe porque no se vive, sino lo que se vive porque se sabe por el Espíritu Santo, por el amor, porque uno lo siente y lo experimenta.

       Y el camino para esta venida del Espíritu Santo es la oración. Los Apóstoles permanecieron reunidos en oración en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús. Aquí está otra maravilla: la dulce Nazarena. Simplemente constatar su presencia en el momento fundante de la Iglesia. Nada se dice de su entusiasmo al recibir al Espíritu Santo. Lógico. Ella lo había recibido ya mucho antes.

       4.- Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística. Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para toda la Iglesia, lo necesita la Iglesia.

       Cristo nos dijo: “Le conoceréis porque permanece en vosotros,” esta es la forma perfecta de conocer a Dios, a Cristo, de distinguir Padre, Hijo y Espíritu Santo, que no sea todo lo mismo, que sean distintos los misterios y las realidades teológicas y litúrgicas y los amores y los pasajes de espíritu y todo y sólo por la venida, todos nosotros del Espíritu Santo, por la nueva vivencia de Pentecostés. ¡Señor, enviamos tu Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de sus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor; envía tu Espíritu y todo será creado de nuevo, será visto de forma distinta, será vivido en plenitud!

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

LA IGLESIA ACTUAL Y SIEMPRE NECESITA SANTOS

LA IGLESIA  ACTUAL Y SIEMPRE NECESITA SANTOS, SANTIDAD, EXPERIENCIA DE DIOS. EXPERIENCIA DE LO QUE ES Y PREDICA Y DEBE COMUNICAR

«El cristiano del siglo futuro será un místico, o no será cristiano»

(K. Rahner)

¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos!

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

INTRODUCCIÓN

  El título completo del libro tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

  Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.   

  Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

  Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

  Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

  Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

  Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

  La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

  Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

   Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

  Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual.

  Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales»[1].

 Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la prudencia y mediocridad del mundo y de la carne; consecuentemente, esta reconversión personal, sin apoyos doctrinales o ejemplos externos, se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde sólo  Dios amado personalmente sobre todas las cosas, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

  Me cuesta escribir este libro también,  porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales; pero siento algo en mi que me empuja a hacerlo por amor a Cristo y a su Iglesia; alguien  me empuja a ser profeta, y no me gusta,  porque sé que decir cosas desagradables, ser profeta, aunque sea  en el nombre del Señor, sin que se me trabe la lengua, lleva consigo incomprensiones, críticas, sufrimientos; tengo experiencia.

  Y me cuesta finalmente hacerlo porque se que todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tenga de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo, no es el que uno aprendió en teología, sino el que uno vive, especialmente, desde la relación personal con Él por la oración.

  Así que, a pesar de esto y  no ignorándolo, hablaré, porque esto es lo que veo y siento dentro de mí, y lo veo porque es lo que me critico y trato de superar en mí vida personal; es lo que quiero convertir en mí mismo, el primero, y luego, si puedo, como lo sufro y experimento en mi, ayudar y dar un poco de luz y ánimo a mis hermanos, todos los bautizados, especialmente a mis hermanos sacerdotes, ungidos por el Santo Espíritu en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo,  que hemos de conocer, amar, vivir, predicar y celebrar.

  Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia nuestra, actual, incluso para los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

OTRA INTRODUCCIÓN DE UNO DE MIS LIBROS

  La Iglesia y el mundo siempre los ha necesitado y el Señor lo dijo muchas veces: “Quien quiera ser discípulo mío…Sed santos, como vuestro Padre celetial es santo…etc….”, pero ahora más que en otros tiempos debido al materialismo, ateismo e increencia reinante en vidas, medios, radios y televisiones.

  Por eso, el título completo de este libro, en un mundo ateo y secularizado, tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón gravados sería: LA  IGLESIA NECESITA OBISPOS Y SACERDOTES SANTOS  CON EXPERIENCIA DE LO QUE SON, PREDICAN Y CELEBRAN; pero por brevedad he puesto el que está porque en mi vida sacerdotal y en mis ratos de oración  con Cristo Eucaristía he descubierto que el más necesita esta santidad soy yo, para vivir unido a Cristo, en su ser y existir sacerdotal. Y para eso he comprobado por la palabra del Señor y por mi propia vida sacerdotal que el mejor camino es la oración personal y diaria y eucarística. Y en este sentido y con esta intención quiero publicar este libro.

La iglesia, desde su origen junto a Jesús: “sin mí no podéis hacer nada; yo soy la vid, vosotros, los sarmientos…”, siempre los ha necesitado, pero ahora más por las circunstancias actuales.

Y también necesitamos madres santas, madres sacerdotales, que siembren la fe y cultiven la vocación sacerdotal rezando con sus hijos desde el seno materno como los años 1940- 80 que yo viví como seminarista y párroco en España. En aquells años en todas las diócesis  iglesias llenas diariamente en la misa y sagrarios visitados a todas horas desde la mañana y claro, seminarios a tope.

La Iglesia necesita en estos tiempos santidad porque Cristo así la quiso e instituyó y así fueron los primeros apóstoles, obispos y sacerdotes y cristianos, unidos a Cristo, elegidos por Él para ser prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal en las humanidades  de otros hombres. Y por esto el título que he puesto a  este libro: LA IGLESIA NECESITA SACERDOTES SANTOS.

PRIMERA PARTE

LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

 

1.-LA  IGLESIA NECESITA OBISPOS Y SACERDOTES SANTOS

La Iglesia actual y de todos los tiempos, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros, por ser prolongación de Cristo necesita santidad, unión de vida y amor con Cristo; la iglesia es santa y apostólica, necesita santidad de vida y amor a Dios, necesita siempre experiencia de lo que cree y predica y celebra y esta experiencia viene solo por la oración y santidad de vida.

  Esto mismo te lo puedo expresar de otra forma expresiones y palabras que repetimos en momentos oportunos, pero que luego no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de los medios pastorales sino de los misms pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema fundamentalmente de formas o modos de catequesis sino de catequistas: la catequesis es el catequista.

El problema del apostolado de la Iglesia es y será siempre esencialmentalmente problema de apóstoles formados e identificados con Cristo en santidad y unidad de su ser y existir sacerdotal  junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”.  El estar con Él primero y luego ser enviado es condición fundamental y esencial para ser su apóstol y representante y hacer apostolado  conforme al Corazón de sacerdital de Cristo, es decir, el estar con Él, la oración será prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y a su caridad pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para que siga salvando a los hermanos y para eso debo identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.    

  Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo para que Él pueda prolongar en mí y por mí su salvación; y esto todos los días de mi vida por la gracia y carácter sacerdotal del bautismo pero sobre todo, por mi identificación con Él por el Orden sacerdotal.

  Y para eso necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su mismo amor porque yo no sé amar así, yo no tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; para eso necesito pedírselo todos los días y trabajarlo todos los días, tratar de conocerlo en profundidad y en verdad; necesito hablar, revisar, encontrarme con É y todo esto se hace principalmente por la oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios y a los demás. Son las consecuencias del pecado original. Y la santidad es eso, es la unión total de amor con Dios de todo bautizado que en mí sacerdote  es la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo.

  Y al vaciarme de mí mismo para llenarme solo de Él viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me voy vaciando de todo mi «yo» y todo lo mío que le impedía llenarme.

Desgraciadamente no somos conscientes de esto, de que mi “yo” y mis pecados es lo impide la experiencia de Cristo y su evangelio en mí, la experiencia de Dios en nosotros, porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios ni la vida de Cristo ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme a mí mismo más que a Dios y a todos los hermanos. De esta forma no dejo a Dios que sea Dios y Señor de mi persona y facultades; el dios de mi vida soy «yo» y me busco y me doy culto de la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios, sin ser consciente de ello por no tener ratos de oración y encuentros sinceros con Él, esos ratos de oración que siempre se convierten automáticamente en ratos de amor a Dios sobre mí mismo sobre todas las cosas por la  oración-conversión-

  Por eso donde digo oración-experiencia de Dios quiero poner y decir igualmente oración-conversión-santidad de vida, de unión con Dios,de humildad-andar en verdad, de vida espiritual, “verdad completa”, esto es, verdad completa de vida y conversión total de Cristo en mí por Amor de Espíritu Santo, que así fue como los Apóstoles se identificaron y experimentaron a Cristo por la presencia del Espíritu Santo estando en oración y que ante, a pesar de verlo y tratarlo no lo habían logrado. Bueno, en Pentecosté estando con María, la madre de Jesús lo consiguieron porque la devoción verdadera a María es también una ayuda muy importante en este camino de la experienca de la fe, de la vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas, con experiencia de lo que somos, predicamos y vivimos, como Ella mismo lo tuvo.

  Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad, más santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia, desde su conocimiento y amor sentido y experimentado en y por la oración, por el encuentro diario y afectivo con Cristo, sobre todo, en el Sagrario. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, sobre todo de los sacerdotes y consagrados, incluso por los no creyentes. De hecho a cuántos cristianos y sacerdotes vemos en la iglesia haciendo oración, sobre todo, ante el Sagrario.

  La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente nos valore, se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas “viendo cómo se aman” y amen a Dios y a los hermanos “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal el que da vida de su Espíritu Santo a los sacerdotes y nos hace canal ancho de la mism para los hermanos.

  Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro porque exige en todos nosotros, en mí, el primero, mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos y oscuridades de lo natural por las virtudes auténticas y verdaderas y sobrenaturales de fe, esperanza y amor purificados que nos unen directamente con Dios y es duro también porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que exige esta reconversión y santidad permanente y fomentada siempre por los santos pastores de turno en la Iglesia sino de toda una vida vivida en amor y conversión permanentes por medio de la oración-conversión diaria.

   Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los Seminarios y Casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones consagradas al Señor el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, que se inicia ya en la tierra  y para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, siendo modelo el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que se realiza únicamente por el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en un Pentecostés permanente de oración con María, la madre, como los Apóstoles, para que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”.

  Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios no es cuestión de una operación rápida por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado o a nivel personal, convivencias, una tanda de ejercicios espirituales, reuniones espirituales o pastorales; todo esto ayuda, pueden ayudar, pero para esto primero hay que reconocerse enfermo con el cáncer del pecado original del yo que desde que uno nace en el seno materno se ama a sí mismo más que a Dios y a la misma madre, no digamos a los hombres, hay que ser conscientes de esto y luego tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Hay que reconocer que actualmente la iglesia y en general los sacerdotes actualmente estamos instalados en la mediocridad, en la falta de santidad y de  tensión a la perfección espiritual y a la unión total con Dios.

  Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos.

  Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo que debe durar toda la vida, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la mediocridad del mundo y de la carne.

Consecuentemente esta reconversión personal sin apoyos doctrinales o ejemplos externos se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde Dios amado personalmente sobre todas las cosas todos los días, y para eso necesitamos la oración o encuentro personal y revisión diaria de nuestras vidas mediante la meditación de la vida de Cristo en el evangelio y lo que te ayude, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa Benedicto a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

  Me cuesta escribir este libro porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales y porque sé que en esta materia de la santidad todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tiene personalmente de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo cada uno no es el que uno aprendió en teología sino el que cada uno vive por la relación personal y diaria con Él por la oración y la eucaristía diaria que cuesta y a veces se abandonan y entonces no se avanza en la unión, santidad y experiencia de amistad personal con Él. Y si esta falla, sin no hay santidad no podemos santificar con abundancia porque es canal de la gracia se ha estrechado. Porque aunque uno sea obispo o tenga doctorado en Teología, como no sea hombre santo por la oración y conversión, no tendrá experiencia de Cristo porque nadie puede dar lo que no tiene aunque lo tenga estudiado o deba predicarlo celebrarlo.

  Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia de Cristo, Iglesia nuestra, mediante nuestra santidad de vida y experiencia de Cristo incluso los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

2.- “CREO EN LA IGLESIA QUE  ES UNA, SANTA....”

   La Iglesia tiene que ser santa por voluntad de Cristo. Constato por ejemplo que la Iglesia, actualmente  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad en vida personal y apostólica, experiencia de lo que somos y predicamos; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta vida según el Espíritu, vida espiritual, Espíritu Santo, faltan santos, falta experiencia de Dios no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

  Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo” porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica sino encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único para esto es la oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa de Jesús.

  Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

  A esta Iglesia actual le falta la belleza y atractivo de la santidad, el de los santos, porque se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo humano, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

  Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o de nosotros, sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, puesto que para esto vino y se encarnó teniendo más cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

  Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

  Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

  En la Iglesia actual, con los ordenadores, móviles, facebook, tuwwiter… etc… está todo muy bien establecido y reglamentado en general; no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos que los vivan y los cumplan, falta experiencia personal de la gracia y del misterio que realizamos; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural que realizamos por los sacramento pero se realiza a través de los canales de la gracia de Dios que somos nosotros los sacerdotes y de esto se habla y nos preocupamos poco.

  Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar a otros por misión y encargo esta experiencia de Dios, la santidad, la unión con Dios, el gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

  «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[2]».

  Nos falta experiencia de Dios, experiencia de lo que predicamos y celebramos, tenemos teología pero nos falta mística de lo que sabemos y creemos, por eso  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido.

Los sacerdote tenemos que ser «notarios» espirituales y místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque con vivencia espiritual y personal podemos certificar la verdad de lo que creemos, predicamos y celebramos, la verdad de Dios y sus misterios que tanto necesita este mundo y nuestras parroquias, la verdad de la Eucaristía que celebramos, de su presencia permanente de Amor a todos los hombres en el Sagrario o en la misa que debe ser  «centro y cúlmen de la vida cristiana», de nuestras vidas y de la vida de nuestras parroquias, como dice el Vaticano II.

  Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta santidad, conversión, la muerte del yo, subir con esfuerzo diario y permanente por el camino de la oración-conversión que nos vacie de nosotros mismos y nos llene de Cristo, que nos haga humildes como Él, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos para seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

  Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificados con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

  En Zenit del 14-9-2010 encuentro estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

  A la Iglesia actual nos falta el triángulo oración-conversión personal- amor a Dios sobre todas las cosas, esto es amar, orar y convertirse para andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

  Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla repetidas veces en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos y al dejar la conversión hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración como encuentro con Dios y así no podemos tener experiencia de Dios, de su amor ni hacer apostolado auténtico porque el canal de gracia que somos nosotros se ha obstruido porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas.

No podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos, mejores parroquias, mejores títulos.

Esta es la causa que impide que Dios entre en nosotros y le sintamos porque para sentir el abrazo y amor de Dios que nos dice el Señor: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él; y esto supone, como he dicho, conversión: negarse a sí mismo para llenarse de Dios.

  Y al decir conversión lógicamente estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna». Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de queres amar más a Dios y convertirse a Él.

  A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como un poco secular, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[3]».

 Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, a la santidad, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración y trato de amor todos los días con Jesús,

sobre todo, en el Sagrario, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo.

Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos y celebramos. Y para eso aconsejo el sacramento de la confesión frecuente con propósito permanente de superación y conversión, sobre todo en esta etapa primera que dura años, según el grado de nuestra generosidad y constancia.

  Tristemente hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios; yo lo noto en mí mismo, por eso insisto tanto y la describo abundantemente y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos en nuestras vidas al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, y no tenemos todos los días y a la hora determinada el encuentro de amistad con Él porque nos aburre Cristo y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos sobre todo de sus ideas y evangelio pero no de la persona de Cristo Jesús, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres y todo esto porque nos falta contacto personal, relación de amistad; y todo lo sustuimos con el conocimiento teológico o catequista, ordinariamente frío.

  Para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él y hacernos felices? 

Si no me ven junto al Sagrario, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar de oración eucarística a mi gente, al mundo, de amistad gozosa con Cristo Eucaristía,  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...Y nada de decir que no tengo tiempo, es que nos falta fe y amor, porque para los facebot, tuiwiter, wasadde y otras cosas… sí que lo tenemos, pero para Dios, para Cristo Eucaristía… no tengo tiempo, qué pena, no tenemos es fe viva y amor personal y verdadero para hacerlo.

3. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

EL MISMO JUAN PABLO II lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla en alguna de sus partes ahora en este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero y lo he constatado, qué poco se habla de santidad, de oración…También como sacerdote asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado.

En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mi juventud, qué poco se habla del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, del amor a Cristo y de Cristo que tenemos que dar y tener para darlo, para hacer sus acciones y vivir su amor.

  Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración y unión personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado de Cristo, es puro trabajo profesional  porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

  Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

  El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él, sin experiencia de la misma fe  es como si no existiese, porque no se puede creer y sentir hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

  Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio. El Hijo, viendo al Padre entristecido porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

  La Voluntad, el Amor del Padre fue al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta ciertemente para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y cuando se llega ahí por la oración es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria de la que empiezo a disfrutar en la tierra. Porque si esto no se llega a sentir es como si Dios no existiera, que es lo que les pasa a muchos hombres y mujeres en este mundo, donde los políticos han quitado a Dios para ser ellos los dioses y los que digan lo que está bien o mal y robar y demás porque ellos son los dioses.

  Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios en el cielo y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, todos los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino del «que muero porque no muero».

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno todos los días al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

  Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe no creída, la desilusión de los trabajos apostólicos percibidos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica a la fe vivida, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo conocimiento, gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

  La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión y desde luego poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en la humanidad prestada en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

  El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona que debe ser  y existir «in persona Christi», Cristo Camino,  Verdad y  Vida encarnado en todo sacerdote.

  Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado. Todo esto lo ha expuesto mejor el Papa S. Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”.

4.- LA ORACIÓN, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO CRISTIANO EN “NOVO MILLENNIO INEUNTE.

Por eso qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, ya canonizado cuando publico la tercera edición de este libro, en esta Carta Apostólica, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo» sino que nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado y para eso la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración; por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y para conseguir esta santidad de vida, la oración...la oración diaria y a hora fija,  caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana, esto es, hecha y realizada en Cristo y con Cristo.

Qué pena tengo pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, Sínodos y reuniones pastorales sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia y dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar luego lo aprendido escuchandole al Señor como los discípulos en Palestina.

Si yo consigo que una persona ore y se ponga en relación directa con Cristo mediante la oración-meditación-contemplación, he conseguido el fín de todo apostolado, el encuentro personal con Dios, al que luego trataré de llevar todos los demás hermanos con los que me encuentre y sea enviado y lo haré directamente sin acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero sin entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. Cuánto mejor sería llevar las almas hasta el final, enseñarles y hacerles orar y encontrar a Cristo personalmente y desde ahí recorrer el camino de la fe, de la santificación y del aposolado con los demás.

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración primero meditativa y luego contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta” resulta que quien está totalmente unido a Dios es el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol y el que más y mejor puede ayudar a los hermanos en este camino y todo porque se ha encontrado con Cristo por la oración diaria: “sin mí no podéis hacer nada”.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa lo que más le interesa es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado quiere subrayar y recalcar como lo primero y fundamental la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado y para eso la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Cristo, que asi lo hizo en su vida. Por eso el Papa nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Es que no comprendo qué apostolado pueda hacer aquel sacerdote que no hace oración y tenga trato diario con el Señor, encuentro afectivo y efectivo para el “opus operantis” que debemos preparar para llevar las almas a Dios. No sé cómo podrá entusiasmar a sus feligreses con el Señor un sacerdote que le aburre la oración, que no tiene trato de amistad con Él, eso es oración según santa Teresa, “trato de amistad estando muchasa veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”. Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

<<Un nuevo dinamismo>>

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.

1. Y EMPECEMOS A DECIRLO  CON HUMILDAD, QUE ES «ANDAR EN VERDAD»

   Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

  Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único es la oración, oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario, y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

  Le falta belleza y atractivo, el de la santidad, el de los santos, a esta Iglesia actual que se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo natural, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

  Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo; pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente, sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, que para esto vino y se encarnó, teniendo cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

  Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

  Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

  En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

  Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar, por misión y encargo, a otros a esta experiencia de Dios, a la santidad, unión con Dios, gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

  «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[4]».

  No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

  Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

  Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identicazos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

  Encuentro el 14-9-10 en Zenit estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

  A la Iglesia actual le falta oración-conversión personal y humildad, andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

  Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos, y al dejar la conversión, hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración, y al dejar la oración, no podemos tener experiencia de Dios ni hacer apostolado auténtico porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas y no podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor; en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche, y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos; de esta forma, impedimos que Dios entre en nosotros  para que podamos sentirlo, ya que el Hijo de Dios encarnado nos lo dijo bien claro: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; pero a Dios hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él.

  Y lógicamente al decir conversión, también estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna», en la que hay que seguir. Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de amar más a Dios y convertirse totalmente a Él.

  A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como sospechoso, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[5]».

 Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva,  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración convertida a Dios, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros, y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo. Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos.

  Hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

  Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...

2. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

A). Muy claro y alto lo dijo Mons. Rouco Varela[6]:

«III. Un programa pastoral para la esperanza. Permítanme recordar algún aspecto de tales prioridades: «La floración de santos ha sido siempre la mejor respuesta de la Iglesia a los tiempos difíciles». En esta afirmación notable se centra la llamada que el Plan Pastoral pone a la cabeza de sus prioridades cuando invita al encuentro renovado con el Misterio de Cristo. Porque, en efecto, si «la santidad ha de ser la perspectiva de nuestro camino pastoral y el fundamento de toda programación», es precisamente porque ser santos no consiste en otra cosa que en la transformación de nuestras vidas a imagen de Cristo y en virtud de la fuerza de su Espíritu. El cultivo de la vida interior, en la escuela de los grandes maestros de nuestra tradición mística española, es el medio imprescindible para el camino de la santidad en el que nuestras iglesias se hallan, gracias a Dios, cada vez más seriamente empeñadas.

  Naturalmente, si no hay Dios, no hay santidad; sin la presencia del Dios vivo en medio de la existencia humana, la palabra «santidad», resultaría poco más que un vocablo anticuado o carente de sentido. La transformación de la vida en Cristo es nada más y nada menos que la divinización de nuestro ser, otorgada por el Espíritu del Redentor. Esa es la vocación a la que está llamado cada ser humano: la comunión de vida con el mismo Dios, el Santo.

  De ahí que --según nos pide el Plan Pastoral en un párrafo que merece la pena citar-- sea «preciso poner a Dios como centro de nuestro anuncio y de toda la pastoral; hablar de Dios no como de un aspecto o tema de la fe, sino como el objeto central, el principio y el fin de toda la creación, el sentido, fundamento, plenitud y felicidad del hombre. Hoy no son suficientes los signos de solidaridad; son necesarias las palabras que desvelen a la humanidad el rostro del Dios único y verdadero.

Hay que volver a hablar de Dios con lenguaje fresco y vital. Hemos de anunciar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunidad de amor, que nos invita a su amistad; que por Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, nos ha redimido y nos da la posibilidad de ser hijos de Dios por la donación del Espíritu Santo; que a través de la Iglesia y de los sacramentos nos comunica la vida divina, que es la gracia, anticipo de la vida y la felicidad eterna, a la que estamos llamados».

  «Anunciando sin descanso el amor eterno de Dios por cada persona, la Iglesia presta a la Humanidad el mayor de los servicios. Algunos dirán que se trata de una tarea absolutamente trasnochada e inútil; no faltará incluso algún católico que, desorientado por los cantos de sirena del modo de vida inmanentista, considere secundaria la referencia a Dios y a la Vida eterna para la existencia en este mundo.

Sin embargo, no sólo la experiencia creyente, sino también la mera experiencia histórica pone hoy de manifiesto que las viejas ideologías agnósticas y ateas son absolutamente incapaces de dar lo que prometen; es más, la historia del siglo XX ha dejado en evidencia sus consecuencias reales. Prometieron liberación y acabar con los desfavorecidos…

  El programa pastoral señalado en nuestro Plan pastoral es, por tanto, un programa de esperanza. El programa de la santidad, de la unión con Dios, es el programa del futuro».

  B). El mismo Juan Pablo II también lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla, en alguna de sus partes, al final de este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero; y, como sacerdote, asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado. En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mis juventud, del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, pero de la de Cristo, no la mía o la tuya,  para hacer esas acciones.

  Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado, es puro profesionalismo porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

  Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

  El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible; y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él sin experiencia de la misma fe, es como si no existiese, porque no se puede comprender, hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

  Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio, para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida. El Hijo, viendo al Padre entristecido, porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

  La Voluntad, el Amor del Padre fue, al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama, y me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria.

  Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino de «que muero porque no muero».

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

  Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe, la desilusión de los trabajos apostólicos, que percibimos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica, a la fe experimentada, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

  La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión, y, desde luego, poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca, en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en su humanidad prestada, en el Cristo encarnado en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

  El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona, «in persona Christi», a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida.

  Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado.  

  C). El Cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia, igualmente lo ha predicado recientemente en una bella meditación en esta misma línea con el título «Conversión y misión» durante el encuentro internacional de sacerdotes en la conclusión del Año Sacerdotal, 19 junio 2010; paso a transcribir algunos párrafos:

Al comenzar la meditación, dice:

«Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo».

(Pongo los números tal cual los hallé en la revista, pero las negrillas son de mi parte)

3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote.

4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse «en su casa» en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.

  En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad?

6. ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.

  D). El Capítulo General de los Oblatos de María Inmaculada. No quiero terminar estos testimonios sin  exponer la celebración de un Capítulo General de los Oblatos de María Inmaculada sobre la necesidad de la conversión personal e institucional en la Iglesia actual; me parece muy oportuno por su verdad y acierto, y me gustaría que muchas Órdenes, Congregaciones de religiosos/as, Institutos de Consagrados/as, muchos Consejos Nacionales y Diocesanos, parroquiales y todos nosotros, párrocos y sacerdotes, tuviéramos presentes y diéramos prioridad a la oración y conversión, al programar cada inicio de curso el programa pastoral con catequistas y laicos comprometidos.

  ROMA, miércoles, 8 septiembre 2010 (ZENIT.org).- Del 8 de septiembre al 8 de octubre se está celebrando en Roma el capítulo general de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada sobre el tema de la conversión.

  La asamblea reúne a 89 religiosos de todo el mundo para vivir lo que sus Constituciones y Reglas llaman: «un tiempo privilegiado de reflexión y conversión comunitarias.   Juntos, y unidos a la Iglesia, discernimos la voluntad de Dios en las necesidades urgentes de nuestro tiempo y le damos gracias por la obra de salvación que lleva a cabo por medio de nosotros».

  Al terminar sus doce años de servicio como superior general, el padre Wilhelm Steckling, undécimo sucesor de san Eugenio de Mazenod, en su informe al Capítulo general, ha recordado a toda la Congregación la centralidad de este importante momento en la historia de la Familia oblata.
       «El tema de nuestro Capítulo, sorprendentemente, no es la misión, sino la conversión», asegura. El capítulo, como han acordado los religiosos tiene este objetivo: «Centrados en la persona de Jesucristo, la fuente de nuestra misión, nos comprometemos a una conversión profunda y comunitaria».

  El proceso de preparación del capítulo ha estado guiado por el lema: «Conversión: un nuevo corazón - un nuevo espíritu - una nueva misión». 

E). Un convertido, gran conocedor y apologeta de la iglesia, Vittorio Messori, así lo manifiesta en uno de sus últimos libros.

  En su libro POR QUÉ CREO, una vida para dar razón de la fe, Madrid 2009,  este autor católico italiano, gran apologeta, muy leído en el mundo entero, en diálogo con Andrea Tornielli, expresa su pensamiento sobre la Iglesia y su conversión personal al catolicismo.

  En las últimas páginas del mismo, precisamente con las dos últimas preguntas que le hace su amigo Andrea y con las que termina el libro, encuentro estas palabras suyas que transcribo a continuación:

-- ¿Qué crees que necesita más la Iglesia de hoy?  :

  «Lo que más ha necesitado y más necesitará la Iglesia de siempre: preservar una fe segura y sólida, que es su verdadero y único patrimonio del que se derivan la oración y una santidad que ejerza la caridad <total>...»

  «Es lo que ocurre también hoy, como ha sucedido en todo tiempo. Pero la característica que verdaderamente me parece peligrosa de la crisis actual es que no es crisis de estructuras por renovar, sino de fe por reencontrar y por solidificar. Todo consiste, ya lo hemos dicho, en volver a aceptar —sin síes condicionales ni peros— el Catecismo, síntesis de Escritura y Tradición sobre lo que podemos y debemos creer».

  «La cuestión no es cómo organizar o reorganizar la estructura, sino ser conscientes de que esta estructura forma parte inescindible del proyecto divino de la Encarnación. Y sin embargo no es otra cosa que el envoltorio provisional del Misterio de Cristo. El problema de los problemas no es preservar por medio de <aggiornamenti> y de restauraciones, la <concha>, sino vigilar que no se vacíe de la <perla>. No sucederá, no podrá suceder, pero si se apagase la fe, si se empañase la <spes contra spem>, si viniera a menos la creencia tenaz y plena en el «escándalo y locura» de la muerte y resurrección de Jesús, llegarían sin duda el colapso y la irrelevancia. Y del detritus (descomposición) de la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» surgiría una institución filantrópica, una organización de voluntariado, un ente social, un movimiento sindical; y así todo. Cosas respetables, obviamente, pero a las que debería aplicarse la implacable sentencia de Jesús: “Si la sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? Para nada sirve más que para ser arrojada fuera y pisoteada por los hombres”.

—Hemos llegado al final. ¿Con qué palabras, con qué mensaje querrías cerrar este coloquio nuestro que ha recorrido toda tu existencia?

—Discursos como éstos, lo sabes bien, no se pueden concluir, sólo se pueden interrumpir. Pero si no tuviera más remedio que contestar a tu pregunta, la contestaría con cuatro versículos del sexto capítulo del Evangelio de Juan, que me parece que resumen el balance de una vida de pecador, pero dedicada a la búsqueda de la fe y de sus razones:

  “Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y no iban ya con él. Entonces Jesús dijo a los doce:<¿Es que también vosotros queréis marcharos?> Le respondió Simón Pedro: <Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios>»[7].

F.) FRANZ HENGSBACH, obispo alemán de Essen, lo dijo maravillosa y proféticamente hace treinta y seis años 

  Había yo terminado este libro que estás leyendo y lo había enviado a Edibesa para que lo imprimiera y publicara. Providencialmente, al día siguiente, para mi lectura espiritual, escogí un libro de mi biblioteca que estaba como perdido entre  revistas y demás de hace más de veinte años. La razón era que necesitaba espacio, tiré las revistas que estaban pasadas ya de tiempo y temas, cojo el libro, empiezo a leer y, ¡qué sorpresa y providencia del Santo Espíritu! me encuentro con ideas expuestas ya hace treinta y seis años y actualísimas para los tiempos actuales y coincidentes con las expuestas aquí, en mi libro,. Por eso, no puedo resistir el gozo de exponerlas. Porque es un argumento y autoridad más a favor de lo que estoy diciendo.

  El libro se titula UN NUEVO COMIENZO,  Pláticas sobre la oración y la Eucaristía, Patmos, Madrid 1977.  Se trata de las conferencias y homilías cuaresmales, que Franz Hengsbach, obispo de Essen predicó en el año1974  sobre el tema «La renovación  por la Oración», precisamente tema central de mi libro, y en el 1975 sobre «La Sagrada Eucaristía», supercoincidente tambien. (Todo lo que va en negrillas al citar sus palabras es obra mía, no del autor alemán; lo hago para resaltar sus afirmaciones).

  Dice el obispo Franz Hengsbach en la presentación alemana de su libro: «La oración constituye, con los sacramentos, el comienzo poderoso que Cristo nos ofrece; con la Santa Eucaristía nos ha donado la fuente de la nueva vida. Así que —explica el obispo alemán— ambas temáticas se complementan». Con lenguaje sencillo y directo, el obispo alemán habla de verdades centrales de la fe cristiana e invita a incorporarlas en la propia vida.

  «Hemos venido desde la Iglesia de Munich, la iglesia madre de nuestro obispado. Desde hace mil cien años alberga la tumba de un santo, el obispo San Alfredo, el fundador de la comunidad cristiana y la ciudad de Essen. Si hubiéramos continuado nuestro peregrinaje una hora más hacia el sur, hubiéramos llegado a la tumba de otro santo, el obispo San Ludgerio.

  ¿Nos damos cuenta del significado de vivir en una región con la tumba de dos santos? ¿No hay ya en nuestro tiempo sitio para santos? ¿No tienen sentido ya, para la grandeza humana, e] heroísmo, la fe y el amor? Nuestro tiempo sufre un déficit de humanidad y un déficit de santos. Es la consecuencia de hallarse inmerso en un mundo de máquinas, planificaciones y ordenadores. La humanidad es objeto de elaboradas investigaciones, de análisis sociológicos y de pruebas psicológicas. La individualidad del hombre se ve amenazada por el número de una ficha, puede desaparecer tras los asientos de un banco de datos.

  Cuanto más amenazados de desaparición están la humanidad y el hombre, más aumenta la inhumanidad, la violencia, la brutalidad. Mientras se desprecia el espíritu de santidad, se ensalzan, por el contrario, toda clase de maldades y desvergüenzas.

  ¿Qué va a ser de los hombres? Esta pregunta se nos repite una y otra vez, sin evasivas. ¿Y qué va a ser de la Fe?

¿No habrá en este mundo, totalmente deshumanizado y planificado, lugar para que el Espíritu de Dios alcance y conmueva al hombre? ¿Se han acabado los santos porque los hombres están más convencidos de sus logros, sus planificaciones y programas, que de ser criaturas de Dios? ¿No es ya verdad lo que decían las Tablas de la Ley, que bajaron del monte Sinaí: “¡ Yo soy el Señor, tu Dios!”?

  « PERO ESTO TIENE CONSECUENCIAS. Hoy se habla demasiado frecuentemente de reformas y modificaciones. Apenas queda un elemento de la vida, desde la escuela hasta las leyes penales, del que no se soliciten reformas. Pues más importante y fundamental que la reforma de la comunidad y las leyes es la reforma espiritual del hombre, que consiste en la renovación del espíritu y el alma. Esto significa, para nosotros los cristianos, en primer lugar, una <renovación personal>. La oración es meditación. Es dirigir a Dios el pensamiento desde el punto de vista del hombre y descubrir con ello el amor de Dios y su misericordia. Así nos hacemos conscientes de nuestras faltas, pero no para que ellas nos separen de Dios, sino para que nos sintamos atraídos hacia El.

  Con la oración conseguimos una visión nueva de nuestras propias culpas. Dios viene a nuestro encuentro, nos toma del brazo y nos dirige hacia el banquete en su casa. Nuestra peregrinación es un símbolo de nuestros primeros esfuerzos para conseguir la oración y el arrepentimiento.

  Con esto llegamos a la segunda petición que quería haceros sentir: la renovación de nuestras oraciones. Con la oración aprende el hombre que no está solo, que hay alguien con quien puede hablar y que le ama. En la oración se abre el hombre al amor de Dios y se confía a El. Con ella obtiene el hombre la medida justa de su comportamiento con sus semejantes. Porque Dios ama al que ama a sus semejantes. ¿Cómo podríamos amar a nuestros semejantes sin el amor de Dios?

  Con la oración obtenemos también la medida del comportamiento correcto en nuestras tareas diarias, en nuestros trabajos y el valor de nuestras preocupaciones. De Dios proviene todo. Él lo sabe todo y Él lo hace todo. Pero esto no es para que podamos cruzarnos de brazos, sino para que sepamos que no podemos conseguir nada solos. Sabemos que aquellos que aman a Dios alcanzan el bien. Sabemos que, verdaderamente, no debemos temer nada, porque la oración hace florecer una vida santa. Por tanto, no nos quejemos, demos fama al Año Santo, consiguiendo que en él oren los hombres, las mujeres, las familias, los sacerdotes y las iglesias.

  Un camino especialmente valioso para llegar a la oración ha sido siempre el de los ejercicios o retiros espirituales. A todos se nos invita a ellos. Ahora habla mucho la medicina de descansos de recuperación y los médicos recomiendan curas de primavera. ¿No sería también lógico que nos sometiéramos a una cura de renovación espiritual, por medio de los retiros?

  Y aún nos queda una tercera cosa. Renovémonos por medio de la penitencia. Es una palabra que parece pasada de moda. ¿Quién va a vencerse a sí mismo? ¿Quién quiere sacrificarse? ¿Quién va a renunciar a algo que desea? ¿No vive la mayoría bajo la ley de poseerlo todo, verlo todo, probarlo todo y disfrutar de todo?

  Nosotros queremos salvar la libertad humana, nuestra propia libertad, con esta renuncia. Por medio de la abstinencia, el ayuno y la limosna. ¡De nuevo palabras antiguas! Pero que tienen eterna vigencia, porque demuestran que el hombre puede liberarse a sí mismo, puede examinar su conciencia y retornar a Dios por la penitencia y la oracion, por el autosacrificio y la renuncia.

«RENOVACIÓN POR LA CONVERSIÓN Y PENITENCIA “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Juan 10, 10). En cualquier momento puede renovarnos su espíritu. Cada renovación es, por tanto, la fuerza del nuevo comienzo que ha traído Cristo. Esta renovación se produce porque nos despojamos de todo lo que es viejo y de todo lo que nos esclaviza. La renovación es una conversión. La conversión, en el lenguaje de la Biblia, se llama penitencia.

  Verdaderamente, todo el proceso de la vida es una renovación continua. Cada oración, cada encuentro con Cristo, en sus sacramentos, es una conversión. Pero, junto a estas renovaciones continuas, existen también tiempos especiales de renovación. ¿Qué es lo que debe renovarse con nuestra conversión? Debemos renovarnos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Debe renovarse la Iglesia y nuestra comunidad con Cristo en ella. Debe renovarse también el mundo en que vivimos, la sociedad, todas las relaciones de la vida y el trabajo. Porque no estamos aquí para nosotros solos, sino para ser la luz y la levadura del mundo»

  «EL CORAZÓN RENOVADO. Jesucristo, para renovar el mundo, no ha comenzado por crear nuevas estructuras, ni por cambiar las proporciones externas. No ha buscado sucesos espectaculares que saltaran de inmediato a los ojos del mundo. Ha buscado que se le abriera en obediencia incondicional y que pudiera utilizarlo para humanización de Dios... No dependemos de nuestros propios conceptos, nuestros derechos, nuestras esperanzas e inquietudes. Sólo debemos dejarnos guiar y poner oídos a aquello que Dios quiere de nosotros personalmente.

  <El corazón renovado es la piedra angular de la Iglesia renovada>. Tampoco esta regla general tiene excepciones. Todos los movimientos con los que verdaderamente se renueva la Iglesia se fundan en conversiones aisladas; primero, de individualidades, y luego, de la sociedad; primero, el recomienzo aislado, y luego, el de toda la comunidad. Es como una creación de la fuente siempre nueva del Evangelio.

  Los santos como Francisco de Asís, Catalina de Siena e Ignacio de Loyola no se dedicaron a hacer planes sobre las medidas a tomar y las estructuras que era necesario renovar para modernizar y hacer funcional la Iglesia. Simplemente tomaron en serio el Evangelio. Con ello obtuvieron tan actual claridad y vida, que hicieron decir de ellos: así se puede vivir, así se debe vivir, esto es lo que Jesús predicaba.

  Naturalmente, de ello se derivaron también modificaciones externas. También se crearon estructuras y planificaciones, y organizaciones. Pero el comienzo es siempre la vida, el corazón, el compromiso de sumisión incondicional. También se renovará la Iglesia si la amamos con un corazón renovado».

  «III EL MUNDO RENOVADO. La Iglesia no es el objetivo final. “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Juan 3, 16). Rara vez ha habido una generación que se haya podido dar más cuenta que la nuestra, de la necesidad de renovación del mundo.

  «...para activar al mundo. Cuando Jesús quiso realizar la gran maravilla de la multiplicación del pan, asustó a sus discípulos diciéndoles: “Dadles vosotros de comer” (Marcos 6, 37). No tenían nada con qué alimentar a tantos millares. Pero cuando un muchacho le llevó un par de panes y peces, quedó con ellos satisfecha la multitud.

  La humanidad clama hoy por una renovación total y completa de los hombres, de la Iglesia y del mundo. El Señor también nos habló hoy a nosotros, a sus discípulos. Nosotros debemos conseguir la nueva vida. ¿Cómo podremos lograrlo? Sólo podemos ofrecer nuestro débil corazón y nuestras escasas fuerzas.

  Pero cuando con fe incondicional pongamos al servicio del Señor este corazón y nuestro esfuerzo, puede hoy mismo renovarse el tiempo. Los hombres pueden oír ya el eco de sus palabras: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5). ¡Su Gracia sea con todos nosotros!

PARTE PRIMERA

LA EXPERIENCIA DEDIOS

1. LA EXPERIENCIA DE DIOS

  Lo primero que quiero decir es qué entiendo yo por Experiencia de Dios. Desde luego nada del Oriente, ni de respiraciones ni posturas ni cantos o danzas especiales. Mi comprensión es la de la Tradición, la de nuestros místicos, la que hemos meditado todos, desde los Apóstoles hasta hoy, desde san Juan, san Pablo, Padres de la Iglesia, sobre todo, Oriental, hasta pasar a Catalina de Siena, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Teresita, Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Madre Teresa de Calcuta, Hermana Trinidad de la Santa Iglesia, bueno, ésta todavía no ha muerto y no está canonizada, pero a pocos santos he visto yo hablar de y con experiencia de Dios, como a esta hija de la Iglesia. Estos son los que yo más o menos he estudiado. Por otra parte, por si alguno quiere profundizar más en este tema, lo tengo ampliamente estudiado en mi libro titulado precisamente LA EXPERIENCIA DE DIOS (Edibesa, Madrid 2007).

  Yo quiero hablar de este tema de la Experiencia de Dios, porque estoy convencido de la necesidad de la misma en  el mundo y en el hombre actual. Quiero decir que en otros tiempos bastaba  la piedad popular o la fe heredada, para ser buen cristiano o sacerdote, porque el ambiente creyente te ayudaba y te sostenía; pero hoy día han desaparecido todos estos apoyos; por tanto, si mi fe y vida personal cristiana o apostólica depende de que los demás me ayuden o no; de que el Obispo o los hermanos sacerdotes me valoren o no; de que la Iglesia esté llena de fieles o no; de que mis apostolados tengan éxito, sean reconocidos o no; de que los mismos creyentes o feligreses me valoren o no... al fallar estos apoyos,  me vendré abajo, estaré triste y no tendré el gozo del Señor para comunicarlo, para que la gente crea en Él y le siga, por no tener una relación personal intensa con Cristo y depender sólo o principalmente de Él.

  Hoy el gozo de fe, el gozo de creer en la Eucaristía, de ser cristiano o sacerdote, el fuego apostólico, la caridad pastoral, el deseo de dar a conocer y amar a Jesucristo, vivo, vivo y resucitado, amigo y confidente del alma, depende de mi relación personal y gozosa con Dios, con Cristo, con mi Dios Trino y Uno; depende, y ésta es la afirmación fundamental de este libro y la razón de que lo escriba, de mi Experiencia de Dios, sin necesidad de otros apoyos que antes tenía; y aquí está la afirmación principal: el camino único para esta experiencia personal con Dios, con Cristo vivo y resucitado, especialmente en la Eucaristía, es el camino de la oración; pero no inicial o meditativa, sino de una oración ya afectiva, unitiva, esto es, que haya subido hasta el monte Tabor, hasta la experiencia mística, por la oración contemplativa, después de larga y profunda purificación, que me vacíe totalmente de mi yo y mis cosas, y al sentirme lleno de Dios, de Cristo, poder decir con San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo...todo lo puedo en aquel que me conforta”.

  A mí me parece que a la Iglesia actual le falta experiencia de Dios, experiencia mística, experiencia de lo que predica, celebra, catequiza...  tanto en su parte alta: Cardenales, Obispos, Sacerdotes y en religiosos y religiosas, especialmente de «clausura», que son como los profesionales de la experiencia de Dios, de la oración contemplativa, como en la parte más baja: simples bautizados, catequistas, cooperadores, padres y madres cristianos...

  No estoy hablando de la fe creída, porque en la Iglesia actual hay muchos y buenos creyentes, teólogos y pastoralistas. Estoy hablando de experiencia de la fe, de la experiencia de Cristo resucitado, de haber subido un poco más alto por el  monte de la oración contemplativa hasta ver, oír y sentir a Dios en la altura del Tabor y poder decir: ¡Dios existe y me ama, me siento amado! pero de verdad, desde dentro, desde no poder reprimirlo, porque no soy el que fabrica estos sentimientos, me vienen dados por Dios mismo.

  Y esta falta de experiencia mística, de gozo en Dios, de certeza en la Verdad, de certeza en Jesucristo vivo y resucitado hasta poder decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado; cesó todo y dejéme mi cuidado entre las azucenas olvidado...» porque uno ya no puede ni sabe vivir sin Él, sin sentir este amor, pero de verdad, no de palabra o imaginación, como los que van al Oriente a buscar esta experiencia, esta carencia viene por la falta de oración personal, de trato de amistad afectiva y diaria con Él.

  Yo observo, pregunto y veo, después de cincuenta y tantos años de sacerdocio, que la mayor parte de los sacerdotes y de los anteriormente mencionados, no hacemos por gusto o por necesidad o por obligación, la oración personal diaria; no somos constantes y asiduos, como un deber y trabajo, al trato personal de amistad con Cristo «estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama»;  con Jesucristo que existe y nos ama de verdad y está en el Sagrario, pero no de palabra, sino de verdad, y nos espera todos los días con los brazos abiertos en amistad permanentemente ofrecida.

  Y tú me dirás ahora, querido hermano: si a ti te aburre personalmente Cristo, ¿cómo vas a entusiasmar a la gente cuando hables de Él? ¿con qué convencimiento y fuego dirás que es tu gozo y amor? si te cansa el estar y hablar con Él, y no tienes relación personal de amistad con Él, ni te ven junto al Sagrario, ¿cómo podrás decir que Él está allí y es Dios y la Hermosura y la Canción de Amor del Padre a los hombres? cuando te oigan hablar de Él, dirán para sus adentros: «eso no se lo cree ni él mismo»; con esa fe que no se vive y experimenta ¿cómo van a aumentar sus visitadores y amigos y adoradores y creyentes si a ti no te ven adorarlo ni visitarlo... ? Hablarás con teología, con ideas aprendidas pero sin fuego, sin entusiasmo, porque hablarás de una realidad aprendida, pero no amada y vivida; hablarás como un profesor, un profesional, pero no como un amigo, un testigo, uno que lo ve y lo siente y es feliz por Él y con Él  y que vive lo que predica, celebra o hace apostólicamente.

  Como consecuencia de no tener este trato de amistad con Él, no sólo no somos apóstoles según el corazón de Cristo, porque no le tratamos personalmente y no tenemos sus mismos sentimientos a los que estamos llamados a vivir en razón de nuestra identidad sacerdotal con Él; sino que hemos dejado también de ser discípulos humildes, necesitados siempre de su presencia, ayuda, ejemplo; algo muy frecuente en nuestras vidas sacerdotales, una vez que salimos del seminario o de los centros de formación.

  Al llegar a las parroquias o campos de apostolado, nos han y nos hemos convertido automáticamente en maestros, que, al desarrollar esta misión, olvidamos que tenemos que seguir siendo discípulos humildes toda la vida en relación con Cristo, Único sacerdote del Altísimo; discípulos humildes y obedientes que hemos de escucharle todos los días para aprenderlo todo de Él en el trato personal con Él, cómo ser y vivir su sacerdocio único,  convirtiéndonos así también en sus mejores seguidores, pisando sus mismas huellas, con sus mismos sentimientos en relación al Padre y a los hombres: “si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo tome su cruz y me siga”.

  Hemos olvidado nuestra condición de discípulos y  aprendices y seguidores de su vida y evangelio, que pisan o tratan de pisar todos los día humildemente sus mismas huellas de adoración y obediencia al Padre, poniendo toda nuestra vida de rodillas ante Él por una obediencia victimal en la propia santificación y salvación de las almas; en definitiva, que le dejamos a Dios ser Dios de nosotros y de toda nuestra vida, y nosotros, por la adoración y obediencia hasta la muerte del yo, nos convertimos en verdaderas criaturas e hijos suyos por identificación con el Hijo amado, hijos en el Hijo, por la unión de vida y santidad.

  Nunca debemos olvidar nuestra condición de discípulos, toda la vida somos discípulos, y para eso es absolutamente necesaria la oración personal, pero no como mera lectura o meditación que llega al conocimiento de Dios, sino que todo tiene que llegar hasta el corazón, al amor personal a Cristo.

  Si no tenemos relación personal con Cristo por el encuentro diario de amor, llegaremos así a perder nuestra condición de «discípulos», de alumnos permanentes de discipulado y seguimiento de Cristo en la obediencia total al Padre hasta dar la vida matando al «yo» que nos domina, y es dueño de nuestra persona y actividad y deseos y proyectos durante toda la vida.

  Nuestro yo se ha convertido en el dios que adoramos, ídolo al que servimos y damos culto de la mañana a la noche, también en la parte alta de la Iglesia. Lo veo, lo olfateo, lo descubro en nombramientos, ascensos, grupos de presión y demás.

  Tenemos un poco olvidado en estos tiempos y se practica poco  “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga... el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío...”. “El negarse a sí mismo” es condición indispensable para ser discípulo de un Cristo que llevó las cruces de todos, que “siendo Dios se rebajó y tomó la condición de esclavo...”.

  Y termino esta idea repitiendo que se ha perdido esa condición de discípulo y de pisar sus mismas huellas por no escucharle en la oración personal; no basta la oración litúrgica, es necesaria la relación personal, la oración personal que entra en el corazón de los ritos y apostolado, y vive todo lo que el sacerdote predica, celebra y hace; sin el Espíritu de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, porque se hacen  sin identificarnos con el ser y existir de Cristo Único Sacerdote, al que hemos prestado nuestra humanidad, y ese fuego, experiencia,  Espíritu de Cristo, se recibe en la oración: “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlo a predicar”.  Es más, aunque le vieron resucitado, Jesús les dijo: “Os conviene que  yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... cuando venga, Él os llevará a la verdad completa”.

2. RESUMIENDO:

  No llegamos a la experiencia mística de Dios, porque no hacemos oración, y no hacemos oración contemplativa, unitiva, porque esto supone transformación en Cristo; y esta transformación, preguntádselo a san Juan de la Cruz, que es lo principal por lo que escribió sus libros, supone y exige la muerte de nuestro yo, exige  mortificación y purificación y esto es doloroso, terriblemente doloroso en etapas un poco elevadas; y por eso dejamos la oración; esta es la razón última por la que abandonamos la oración personal: porque ésta nos va exigiendo la muerte de nuestros sentidos y pecados y proyectos y formas egoístas de vivir, porque Dios nos quiere poseer totalmente con su amor, y estamos tan llenos de nosotros mismos, de nuestros deseos y ambiciones y amor propio que no cabe «ni Dios»,  y esto ni el mismo Dios lo puede hacer, con todo su poder infinito, si nosotros, libremente, no le permitimos hacerlo; lo que ocurre es que, al hacerlo Dios y no nosotros, como estábamos acostumbrados en la primera purificación y oración, a que era más nuestra que de Dios, y por eso tenían aún muchas imperfecciones, resulta que el alma cree que ha perdido la fe y el amor, porque no los siente como antes, no hace ella la oración y la purgación, las va haciendo Dios directamente y nos va vaciando de nosotros mismos, de nuestras ideas y afectos egoístas, al mismo tiempo que se nos da directamente por unión de amor que a la vez que nos da vivencia y calor nos purifica.

  Entonces, y a medida que vayamos permitiendo a Dios obrar su purga y purificación en nosotros, va entrando Dios en nuestra vida y amor, y lo vamos sintiendo, y gozando y experimentando;  pero una cosa es cortar las ramas de mi yo, del pecado original, del cariño que me tengo a mí mismo que siempre me estoy buscando, y otra cosa es cuando Dios  toma las riendas de esta purificación, porque nosotros no podemos ni sabemos hacerlo en estas alturas de la oración contemplativa en que Dios quiere sumergirnos; tiene que ser su Amor, su Amor Personal de Dios Uno y Trino, Espíritu Santo por el amor loco y apasionado que nos tiene, el que se dispone a quitar las raíces del yo, de nuestros defectos, y entramos en las noches pasivas de la fe y del amor de san Juan de la Cruz, y acompañamos a Cristo en el Getsemaní de nuestra pasión y muerte de las raíces de nuestro yo, porque uno siente como si Dios le hubiera abandonado porque no lo siente como antes, porque siente con y en Cristo como si estuviera abandonado del mismo Dios, como a Cristo le «abandonó la divinidad» para que pudiera sufrir y redimirnos de nuestros pecados:“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.

  Pasadas estas limpiezas y purificaciones y muertes de las raíces del yo, consecuencia del pecado original, viene la experiencia mística, la oración contemplativa, la unión total con Dios en cuanto es posible en esta vida, viene el éxtasis, el salir de nosotros mismos para vivir en Dios, pero con toda mi vida poseída y llena de mis Tres:

«Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.         

Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido;

que andando enamorada,

me hice perdidiza, y fui ganada».   

3.  LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXPERIENCIA DE LA GRACIA

  K. Rahner, gran teólogo del siglo XX, expresa muy bien esta necesidad:    

  « ¿Hemos tenido alguna vez y de veras la experiencia de la gracia? No nos referimos a cualquier sentimiento piadoso, a una elevación religiosa de día de fiesta o a una dulce consolación, sino a la experiencia de la gracia precisamente; a la visitación del Espíritu del Dios Trinitario, la cual se hizo realidad en Cristo, por su encarnación y muerte en cruz. ¿Pero es que se puede tener experiencia de la gracia en esta vida? Afirmarlo ¿no sería destruir la fe, la nube claroscura que nos cubre mientras peregrinamos por la vida? Los místicos, sin embargo, nos dicen --y estarían dispuestos a testificar con su vida la verdad de su afirmación-- que ellos han tenido experiencia de Dios y, por tanto, de la gracia. Pero el conocimiento experimental de Dios en la mística es una cosa oscura y misteriosa de la que no se puede hablar cuando no se ha tenido, y de la que no se hablará si se tiene. Nuestra pregunta, por tanto, no puede ser contestada sencillamente a priori. ¿Habrá tal vez grados en la experiencia de la gracia y serán accesibles los más bajos incluso para nosotros?”[8].

  Por eso, para que no haya dudas de qué experiencia trato, he puesto el calificativo de mística, para que quede claro que no la podemos hacer nosotros, sino obra gratuita del Dios Amor Trinitario, y que nosotros la sufrimos «de mi alma en el más profundo centro», somos teópatas. Y el camino para esta experiencia es la oración, la oración y la oración. Y no hay otro. Así lo afirma San Juan de la Cruz y todos nuestros místicos, los de la Iglesia de todos los tiempos.

  Dice a este respecto el Santo Doctor: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado»; «Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en sí mismo a ella... porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza»[9]

  Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario. Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”, palabras estas de la Sagrada Escritura, que tienen una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

  Dios nos ha creado por amor y para el amor, ésta es la única realidad que puede llenar al hombre y no puede ser sustituida por el consumismo de las cosas, incluso de amor llamado sexo, porque estamos llamados a la experiencia del Amor Divino.

  Los documentos últimos de la Iglesia nos hablan continuamente de la necesidad de esta experiencia. Quiero subrayar que trato de este tema con gusto, ilusión e interés, porque nunca he visto en los documentos oficiales de la Iglesia hablar  tanto y con tanta claridad y desparpajo de la necesidad de esta experiencia de Dios para la vida cristiana y sacerdotal, para el apostolado auténtico y eficaz, para el gozo de ser y existir sacerdotal.

  ¡Qué lástima que esta realidad tan maravillosa y necesaria  no se cultive como debiera y es absolutamente necesaria en nuestros Seminarios, y siga ignorada muchas veces en nuestras programaciones y reuniones apostólicas y sacerdotales!

La oración contemplativa en San Juan de la Cruz  no es contemplación separada de la vida, ni puramente intelectual ni fabricada por manos humanas; la contemplación pasiva de San Juan de la Cruz es obra de Dios en el alma y está hecha de la misma vida de Dios metida en la misma vida y ser del orante, en la inteligencia y la voluntad, en la misma sustancia del alma, como el Santo gusta repetir, sentida y vivida y experimentada, y desde esa experiencia y vida, comprendida, gozada y sumergida en la misma esencia divina por su gracia participada en plenitud por la contemplación purificadora que Dios mismo obra en el alma.

Por eso, únicamente lo que viene dado de Dios, y al modo de Dios, sólo lo que es pura gracia, «sobrenatural», puede definitivamente, en verdad, conectar al creyente con Dios. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo de Dios, y según Dios, se irá imponiendo. Contemplación que, por vivencia teologal, será expresión y signo calificadísimo de la relación interpersonal, definición existencial de la comunión del hombre con Dios, y no tanto, y desde luego no antes, de una forma oracional concreta, porque ya la oración no depende del sujeto, sino de Dios que le ilumina según su proyecto de amor. Sobre esta base y estructura teologal se asienta la palabra sanjuanista sobre la oración contemplación. Y sobre ella están escritas las páginas que siguen, que es la última parte de mi última lección como despedida de Profesor de Espiritualidad en el Seminario:

«Voy a iniciar un poco esta lectura del Cántico espiritual y Llama de amor viva, pero os invito a que la continuemos luego en nuestros ratos de oración y lectura espiritual. Sería el mejor fruto de esta lección que tan atentamente habéis escuchado, sobre todo, en estos tiempos de ateismo y secularismo, en que tanto la necesitamos, como expongo más ampliamente en mi libro LA EXPERIENCIA DE DIOS, meta  y cumbre de la vida y apostolado cristianos (Edibesa, Madrid 2006).

Karl Rahner, con voz profética, nos dijo: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios... porque vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológica escritas por cristianos se habla de la «muerte de Dios». Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo y aún a conciencia del descrédito de la palabra «mística» - que bien entendida no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo sino que se identifica con ella- cabría decir que el cristiano del futuro o será un místico es decir, una persona que ha experimentado algo o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y publica, ni en un ambiente religiosos generalizado, previos a la experiencia y a la decisión propia... Por la gracia, sin quedar enredado en la jungla de nuestra dialéctica, se nos da a conocer como «tal» por una absoluta manifestación de que quiere ser, y es, nuestro Dios. »[10] .

Qué necesidad tenemos, tiene el mundo entero, de la experiencia de Dios. Este mundo ateo, materialista y vacío de lo trascendente. Es el mejor apostolado, la mejor gracia que podemos comunicarle. De esto hablo ampliamente en un artículo que ha publicado la Revista Teológica Sacerdotal Surge, de la Universidad de Vitoria, en su último número mayo-junio 2006: RETOS DEL SACERDOTE MODERNO, que a su vez es un resumen de una parte de mi libro ya publicado: SACERDOS I, Tentaciones y retos del Sacerdote actual,  (Edibesa, 2ª edic. Madrid 2009).

Cuando uno siente que Dios existe y es Verdad, que Cristo existe y es Verdad, que su Amor-Espíritu Santo existe y es verdad y esto se siente y se experimenta como Él lo siente y a veces lo vemos expresado en el evangelio de San Juan: “ Como el Padre me ama a mí, así os he amado yo; permaneced en mi amor”; “Yo en ellos y tú en mí, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mi”; fijaos bien, nos ama el Padre con el mismo amor de Espíritu Santo que ama al Hijo, y nos lo da por participación, por gracia, por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, porque nosotros no podemos ni sabemos fabricar estas luces de contemplación de amor, de experiencias y sentimientos y amores infinitos y nos sentimos amados por el Padre en el Hijo, porque por la oración-conversión-transformación nos vamos identificando con Él hasta el punto de que el Padre no ve diferencia entre el Hijo Amado y los hijos, porque estamos llenos de la misma luz del Verbo, en el que el Padre ha puesto todas su complacencias.

Cuando la simple criatura se ve y se siente amada y preferida singular y eternamente por Dios, más amada por Él que por uno mismo, --me ama más que yo me amo y me puedo amar y me ha querido crear para amarme así y para que lo ame así igualmente-- y esto es verdad y lo siento y no es pura teoría, es carne de mi carne y me amará así ahora y siempre, --qué confianza, qué seguridad, qué gozo, Dios mío, penetra todo mi ser y lo domina y lo eleva y lo consume...-- recibiendo en mi alma el beso de su mismo Amor eterno e infinito, que es su Espíritu Santo, recibido por su gracia, pronunciando mi propio nombre en su Palabra llena de Amor de su mismo Espíritu, Palabra pronunciada luego en carne humana…en carnes humanas…

Dice San Juan de la Cruz: el Padre, desde toda la eternidad, no ha tenido tiempo más que para pronunciar una sola Palabra y en ella nos lo dijo todo, y la pronunció en silencio, es decir, en oración, en diálogo de amor sin ruido, contemplándose en su infinito Ser por sí mismo en Verdad y Vida infinita, y así debe ser escuchada, en el silencio de la oración, en la misma Palabra del Padre pronunciada llena de amor para todos nosotros.

Cuando Dios personalmente pronuncia para ti esta misma Palabra llena de luz y hermosura y verdad y belleza en la oración personal, de tú a tú,  en un TÚ, persona divina, «inmenso Padre», trascendentemente cercano, «divinamente» comunicativo, y en un yo que, porque naciendo de este TÚ y avanzando en creciente dinamismo hacia Él, se percibe, padece y goza, como una «pretensión» infinita incolmable de Dios, el diálogo se ha hecho Trinidad, la amistad se ha hecho beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, la intimidad se ha fundido en esencia divina, en el Ser Infinito del Dios Trino y Uno.

«Si el hombre busca a Dios, más le busca su Amado a él», repite San Juan de la Cruz. Entre personas anda el juego: Dios y el hombre, en mutua gravitación amorosa, llenan todo el escenario de la experiencia de Dios sanjuanista. Quisiera que cada uno de los creyentes, pudiera decir a Dios, al Cristo vivo y resucitado de nuestras Eucaristías y Sagrarios, como Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis propios ojos”( Job 42, 5); o con palabras del Místico Doctor: «Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche; aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche». 

La oración contemplativa personal, comunitaria o litúrgica, siempre nos hace entrar, como los exploradores enviados por Moisés, en la tierra prometida para volver cargados de los frutos que Dios nos ha preparado, y  el explorador contemplativo,  que ha visto y sentido todo esto, pero de verdad, no sólo por teología, o de oídas o teóricamente, sino por la experiencia del Dios vivo, vuelve siempre de esa oración cargado de gozo, de dones de santidad y de deseos de volver; pero con los hermanos. He ahí  la esencia del cristianismo.

He aquí la clave del apostolado sacerdotal o del sacerdote verdaderamente apostólico, de la verdadera experiencia de Dios en la oración personal o litúrgica, el final de la oración sanjuanista, hasta el punto de que todos los cristianos, al escuchar la Palabra, celebrar los misterios, vivir la vida de gracia y de las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, puedan decir del misterio de Dios como los paisanos de la samaritana: “Ya no creemos por lo que tú nos dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo” (Jn 4, 42).

Cuando uno lee el Cántico y Llama de amor viva de san Juan de la Cruz, uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco el final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Oigamos al Místico Doctor hablarnos de la unión  y transformación total, substancial en Dios:

  «Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma?» (CB 39, 3-6).

Y cuando el alma llega a estas alturas y siente todo esto, con amor y experiencia viva de Dios, puede exclamar con San Juan de la Cruz: «No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré de que no te tardarás si yo te espero. ¿Con qué dilaciones esperas…?

Míos son los cielos y mía la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre.

Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón» (Dichos 1, 26-27).

Y como la experiencia de Dios es inefable, San Juan de la Cruz la expresa en palabras poéticas llenas de símbolos, que iluminan el misterio, pero no abarcándolo y circunscribiéndolo, sino dejándose abrazar por él. La experiencia de Dios es vivir el abrazo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre  en el mismo Amor Trinitario de Espíritu Santo:

 Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

4. LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE CREER EN CRISTO EUCARISTÍA: CORPUS CHRISTI

  ¡Qué gozo ser católico, tener fe, celebrar el Corpus Christi, creer en Jesucristo Eucaristía! ¡Qué gozo haberme encontrado con Él, saber que no estoy solo, que Él me acompaña, que mi vida tiene  sentido! ¡Qué gozo saber que Alguien me ama, que si existo, es que Dios me ama, y en el Corpus Christi, en el Hijo Eucaristía, me ama hasta el extremo; hasta el extremo del tiempo, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas, hasta el extremo de dar la vida por mí, hasta el extremo de ser Dios y, por amor, hacerse hombre, y venir en mi búsqueda, para abrirme las puertas de la amistad y amor de mi Dios Trino y Uno! ¡Qué gozo saber que se ha quedado para siempre conmigo en cada Sagrario de la tierra, con los brazos abiertos, en amistad permanentemente ofrecida!

  ¡Cómo no amarlo, adorarlo y comerlo! ¡ cómo no besarlo y abrazarlo y llevarlo sobre los hombros por calles y plazas, gritando y cantando, proclamando que Dios existe y nos ama, que la vida tiene sentido y es un privilegio existir, porque ya no moriremos nunca; que nuestra vida es más que esta vida y que este tiempo y este espacio; que soy eternidad, porque el Hijo de Dios me lo ha ganado con su muerte y resurrección, que hace presente en la Eucaristía, “de una vez para siempre”, donde me dice: “yo soy el pan de la vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente”!

  ¡Cómo no proclamarlo y gritarlo cuando todo esto se  sabe por la fe, pero, sobre todo, se puede gustar y saborear ya aquí abajo, y empieza el cielo en la tierra, y se viven ratos de eternidad, en encuentros de amistad y oración junto al Sagrario, donde el Padre permanentemente me está diciendo su Palabra de Amor en el Hijo, encarnado, primero en carne, luego, en el pan consagrado, por la potencia de Amor, que es su Espíritu Santo!

  Jesucristo en el Sagrario está siempre en  Eucaristía, intercesión y oblación perenne  al Padre por sus hermanos, los hombres, en «música callada»; me está cantando, “revelando” la canción de Amor “extremo”,  del Padre al hombre por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la que me dice: no te olvido, te amo, te ofrezco mi vida y amistad permanente y quiero hacerte partícipe de mi misma vida y sentimientos: “yo doy la vida por vosotros... a vosotros no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha revelado el Padre, os lo he dado a conocer”.

  Cristo Eucaristía ¡qué gozo haberte conocido por la fe, sobre todo, por la fe viva y experimentada en la oración personal y litúrgica, no meramente creída o celebrada! ¡Qué gozo haberme encontrado contigo por la oración personal y eucarística: «que no es otra cosa oración... sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Parece como si la santa hubiera hecho esta definición mirando al sagrario.

  Por eso, qué necesidad absoluta tiene la Iglesia de todos los tiempos de tener, especialmente en los seminarios y noviciados y casas de formación,  montañeros que hayan subido hasta la cumbre del Tabor eucarístico, y puedan enseñar, no sólo teórica, sino vivencialmente, este camino; estamos necesitados de exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la vivencia eucarística y puedan volver cargados de frutos, para enseñar la ruta, dejando otros caminos que no llegan hasta el corazón del pan o de los ritos sagrados, hasta las personas divinas, a pesar de muchos movimientos y dinámicas.

  El único camino es la oración permanente que nos lleva a la conversión o comunión permanente con la vida y sentimientos de Cristo; hay que vaciarse, porque estamos muy llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nosotros; lo tenemos todo, pero nos falta el Todo, que es Cristo.

  Sobre la necesidad de oración permanente leo este texto de K. Rahner, teólogo tenido por muy contestatario: «Es evidente que no existe ningún mandamiento de Dios ni de la Iglesia que nos mande orar precisamente al levantarnos, al acostarnos o antes de comer. Quien, aun sin esas prácticas, está dado a la oración, puede tranquilamente prescindir de ellas con plena libertad cristiana. ¿Pero estará realmente entregado a la oración, será capaz de orar realmente ante Dios en los grandes momentos decisivos de la vida, aquel para quien la oración sólo es el producto de una disposición de ánimo momentánea, o sólo lo <litúrgico> del culto comunitario, y no se ha fijado previamente sus propios tiempos de oración, a los que se obliga a sí mismo con plena libertad? Es curioso: se consideran como llenas de sentido las más complicadas técnicas del yoga, y se rechazan como pasadas de moda las antiguas formas de orar y meditar cristianas[11]».

  Señor, por qué me amas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto... ¿qué puede darte el hombre que Tú no tengas? No lo entiendo, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo... Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo...”.

  ¡Gracias, Padre, por tu amor extremo en el Hijo encarnado y eucarístico «por obra del Espíritu Santo!

  ¡Jesucristo, Eucaristía perfecta, nosotros creemos en Ti, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios!

5. LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE SER  

    SACERDOTE

  En el Año Sacerdotal que se prolongó hasta el 11 de junio de 2010, celebé gozosamente con mis compañeros de curso, ingresados en el seminario menor de Plasencia en octubre del 1948, nuestras bodas de oro sacerdotales, mis cincuenta años de sacerdote de Cristo.

  Y precisamente las celebramos el 11 de junio, día en que concluyó el Año Sacerdotal proclamado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150 aniversario de la muerte (dies natalis) de San Juan María Vianney.

  Ese día, cincuenta años atrás, en la Catedral placentina, fuimos consagrados sacerdotes todos los del curso por nuestro queridísimo obispo Juan Pedro Zarranz y Pueyo.
       Uno de esos días, en mi oración, hablando con Cristo, Sacerdote Único del Altísimo, le hice la siguiente pregunta: «Jesucristo, Eucaristía perfecta y Sacerdote Único del Altísimo, confidente y amigo del alma, nosotros te decimos todos los días lo que tú eres para nosotros; y veo que te agrada, porque nos lo demuestras con afectos y gozos que nos comunicas en ratos de oración, en el trabajo apostólico, sobre todo, en la santa misa; yo, ahora, en nombre de todos los sacerdotes, especialmente de mis condiscípulos, que este año hacemos las bodas de oro, te pregunto a Ti: ¿qué soy yo, qué somos nosotros, los sacerdotes para Ti?».

  Y así sentí su respuesta: «Vosotros, los sacerdotes, sois mi corazón y mi vida, mi amor y mi entrega total al Padre y a mis hermanos, los hombres; querido sacerdote, tú eres todo mi ser y existir en el tiempo, tú eres mi adoración y alabanza al Padre y puente eterno en mí de salvación, de la gracia y vida divina para nuestros hermanos, los hombres; tú eres mis manos y mis pies; tú eres mi vida y mi palabra, mi amor y mi ser y existir encarnado en tu humanidad prestada».
       «Tú, querido sacerdote, eres y vives --seguía experimentando en la oración— mi sacerdocio encarnado y hecho vida en ti, en todos vosotros, en la humanidad y vida que me habéis entregado, en las manos y el corazón que me prestáis desde el día de vuestra ordenación, y por eso, sin ti, no puedo dar gloria al Padre ni salvar a los hombres en la realización histórica y actual de Salvación; sin vosotros, sacerdotes, no sé ni quiero ni puedo vivir, porque os he amado eternamente, os he elegido y sois presencia sacramental de mi persona y vida; os lo dije en la larga oración de despedida y ordenación sacerdotal de la Última Cena, llena de pasión de amor que luego se derramará en sacrificio: “... en aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.., yo soy la vid, vosotros, los sarmientos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer... En verdad, en verdad os digo que quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe a quien me ha enviado; “Haced esto en memoria mía”.

  «Te he soñado en el seno del Padre y te besé con un beso de Amor de Espíritu Santo, el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre; y el día 11 de junio del 1960, fuiste ungido y consagrado sacerdos in aeternum, porque fuiste injertado en el Único Sacerdote del Altísimo por la potencia de Amor del Espíritu Santo. Para eso te elegí y te llamé por tu nombre y te preferí entre millones de hombres que existirán; te necesito para ser feliz y hacer feliz al Padre, al Dios Trino y Uno, que te eligió entre millones de seres; eres un privilegiado; eres un cheque de salvación eterna para los hombres firmado con mi sangre en que te concedo todo lo que pides porque lo haces «in persona Christi» “in laudem gloriae eius” (Trinitatis).

  Sin tu humanidad prestada, amado sacerdote, yo no podría consagrar, ni perdonar ni bautizar... contigo y en ti quiero ejercer ante el Padre eternamente la alabanza de su gloria, serás mi sacerdote eternamente para la salvación de los hombres, lo seguirás ejerciendo como adoración y alabanza y glorificación eternamente en el cielo junto a mí “Cordero degollado ante el trono de Dios...”, eternamente intercediendo por ellos , como lo hacen ya los que os han precedido, cuyos nombres están para siempre inscritos con fuego del Dios Amor, Abrazo y Beso eterno de Dios Tri-Unidad, Amor de Espíritu Santo: «Tu es sacerdos in aeternum».
«Queridos sacerdotes, os necesito. El Sacerdote Único del Altísimo os necesita»; así lo escucho con gozo en la asamblea santa reunida en torno a mí: «Tú necesitas mis manos, mi cansancio que a otros descansen, amor que quiera seguir amando».

6. ¡QUÉ BELLEZA TAN GRANDE SER Y EXISTIR EN CRISTO, ÚNICO SACERDOTE DEL ALTÍSIMO!

  Queridos amigos:

  ¡Qué gozo ser sacerdote de Cristo! ¡Qué gozo saber que el Padre  nos soñó y nos creó para ser sacerdotes “in laudem gloriae eius”, para  alabanza de su gloria, en el Hijo amado y encarnado, Sacerdote Único del Altísimo, para una eternidad de felicidad pontifical con Él, como puentes entre el cielo y  la tierra, para llevar los dones y la gracia de Dios a los hombres y  llevar el amor y agradecimiento de los hombres hasta Dios,  en el mismo ser y existir sacerdotal del Hijo ya triunfante y glorioso, “Cordero degollado ante el trono de Dios”!

  ¡Qué gozo ser prolongación en el tiempo y en la eternidad, ante el trono del Padre, aclamado por los ancianos y los santos, del Hijo que, viendo al Padre entristecido por el pecado de Adán que nos impedía ser hijos y herederos de su misma felicidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”; y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos los hombres las puertas de la eternidad y felicidad con Dios, y fue consagrado y ungido  Sacerdote del Altísimo “por obra del Espíritu Santo” en el seno de María, Madre sacerdotal de Cristo, y nos escogió a nosotros para vivir y existir y actuar siempre en Él y como Él, para hacernos en Él y con Él canales de gracia y salvación para los hombres y de amistad y amor divino por ese mismo Beso y Abrazo de Espíritu Santo en la Trinidad Divina!

  ¡Que gozo más grande haber sido elegido, preferido entre millones de hombres para ser y existir en Él, porque Él pronunció mi nombre con amor divino de Espíritu Santo y en el día de mi ordenación sacerdotal me besó, me ungió, me consagró con su mismo Espíritu, Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y me unió y me identificó con su ser y existir sacerdotal por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, y se encarnó en mí y yo le presté mi humanidad para que siguiera amando, perdonando, consagrando, ya que Él resucitado y celeste, está fuera ya del tiempo y del espacio y necesita la humanidad supletoria de otros hombres para seguir salvando a nuestros hermanos, los hombres! El sacerdote es otro Cristo.

  ¡Qué gozo ser otro Cristo, presencia sacramental de Cristo, prolongación de su ser y existir sacerdotal, poseer su «exousia», poder actuar «in persona Christi», ser prolongación sacramental de su Salvación!

  Soy otro Cristo, sí, es verdad, humanidad prestada, corazón y vida prestada para siempre, pies y manos prestadas eternamente, también en el cielo, y lo quiero ser y me esforzaré de tal forma ya en la tierra, que el Padre no encuentre diferencias entre el Hijo y los hijos, entre el Hijo Sacerdote y los hijos sacerdotes.

  Quiero ser, como Él, un cheque de salvación eterna para mis hermanos los hombres firmado por el Padre en el mismo y Único Sacerdote, nacido de mi hermosa nazarena, Virgen bella, madre sacerdotal, María, Cristo Jesús, que rompió el cheque de la deuda que teníamos contraída desde nuestros primeros padres.

  En el sacramento del Orden, por la unción de Amor del Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos une a Jesucristo,  Único Sacerdote del Altísimo,  identificándonos en su mismo ser y existir sacerdotal, hasta tal punto que el Padre acepta nuestro sacrificio eucarístico, como realmente es, esto es, ofrecido por su Sacerdote Único identificado con los hijos sacerdotes y elegidos sacerdotes por el mismo Padre, que se siente complacido totalmente por este sacrificio porque no ve diferencias entre Cristo y los otros «cristos» que le han prestado su humanidad para que sea Él quien pueda seguir salvando, ya que es el único sacerdote, el único pontífice, con el cual nos identificamos, el único puente entre lo humano y lo divino, por donde nos vienen todos los bienes de la Salvación a los hombres, y por donde suben todas nuestras súplicas y alabanzas al Padre.

7. LA EXPERIENCIA DE TENER JUNTO A MÍ, COMO JUAN, A MARÍA, VIRGEN BELLA Y MADRE SACERDOTAL

  Escribí hace tiempo: Estamos en el AÑO SACERDOTAL,  estamos a punto de comenzar el mes de María, mayo, y en este mes  de junio haré mis BODAS DE ORO SACERDOTALES; pues bien, esta mañana, en mi oración personal me he atrevido a dirigir esta pregunta a MARÍA, MUJER, VIRGEN Y MADRE SACERDOTAL: MARÍA ¿QUÉ SOMOS NOSOTROS, LOS SACERDOTES, PARA TI?

  Es que lo ordinario, en mi ratos de conversación con Ella, es que le pida cosas o le dé gracias por las recibidas o le diga cosas bellas, porque es linda y hermosa y se lo expresemos llenos de amor con palabras propias o con oraciones ya hechas; esta mañana no le he dicho lo que nosotros, los sacerdotes, pensamos de ella, sino que he sido un poco curioso y atrevido, y quiero saber lo que Ella piensa de nosotros. Me atreví a preguntarle, teniendo presente AÑO SACERDOTAL, BODAS DE ORO SACERDOTALES, ¿qué somos nosotros, sacerdotes, para Ti, María, hermosa nazarena, Virgen bella, Madre sacerdotal, Madre del alma?

¡María, Hermosa Nazarena, Virgen Bella,

               Madre Sacerdotal, Madre del alma¡

               Cuánto te quiero, cuánto nos quieres!

  Y Ella nos dice a todos:

 -- por encargo del Hijo desde la cruz: “he ahí a tu madre, he ahí a tu hijo”, vosotros sois              testamento de entrega y de amor y de sangre de mi Hijo;

--vosotros, sacerdotes, en Juan y por voluntad expresada de mi Hijo, sois mis hijos predilectos de amor y sangre y lágrimas y entrega de vida de madre por todos en el Hijo; 

--yo soy vuestra madre y vosotros sois mis hijos predilectos, tú eres mi hijo predilecto «no sin designio divino» (Vaticano II) por voluntad del Padre en el Hijo;

-- tú eres mi hijo sacerdote, tu eres mi hijo del alma, porque te identificas con mi Hijo en su ser y existir sacerdotal; no veo diferencia sacerdotal entre ti y Él, sois idénticos sacerdotalmente, Él eres tú, tú eres Él, por eso te amo igual que a Él, porque Él es el Hijo de Dios encarnado y tú eres el hijo en el Hijo hasta tal punto identificado sacerdotalmente ante el Padre y ante mí, su madre, que no veo diferencia, sois idénticos sacerdotalmente, porque le amo a Él en ti y a ti en Él;

-- tú eres mi Hijo Jesús sacerdote, te quiero, te quiero, bésame, ven a mis brazos y estréchame, abrázame y siente mis pechos maternales de Virgen, Mujer y Madre Sacerdotal, con toda confianza, con la misma confianza y ternura del Hijo, porque eres hijo en el Hijo por proyecto del Padre y por voluntad y deseo testamentario y lleno de amor extremo del Hijo en la cruz;

-- tú eres el encargo más gozoso y profundo y eterno que he recibido del Hijo, eres su testamento, su última voluntad, que cumplo con todo amor hasta dar la vida por ti si fuera necesario, si tú lo necesitas, como lo hice entonces, porque morí no muriendo, no pudiendo morir por ayudar a los sacerdotes recién ordenados, muriendo y viéndolo y sufriéndolo todo en el Hijo Sacerdote y Víctima por toda la Iglesia, especialmente por los nuevos sacerdotes de todos los tiempos.

-- Sacerdotes de mi hijo Jesús, soy eternamente madre vuestra sacerdotal por voluntad de mi Hijo; y os quiero y me preocupo eternamente como madre sacerdotal de cada uno, y os espero a todos en el cielo, porque el “hijo de la perdición” no existe más entre los llamados, ya que fue único para siempre.

  Esto es lo que me dijo la Virgen. Te lo comunico para que participes de este gozo sacerdotal.

¡Gracias, María, Madre Sacerdotal y Sacerdote de Cristo!

¡SALVE, MARÍA,

HERMOSA NAZARENA,

VIRGEN BELLA,

MADRE SACERDOTAL!

MADRE DEL ALMA!

¡CUÁNTO TE QUEREMOS!

¡CUÁNTO NOS QUIERES!

¡GRACIAS POR HABERNOS DADO A TU HIJO, SACERDOTE     ÚNICO DEL ALTÍSIMO!

¡GRACIAS POR HABERNOS AYUDADO A SER Y EXISTIR SACERDOTALMENTE EN ÉL!

¡Y GRACIAS TAMBIÉN, POR QUERER SER NUESTRA MADRE SACERDOTAL!

¡NUESTRA MADRE Y MODELO!

¡GRACIAS!

8. EL RETO O LA NECESIDAD MÁS APREMIANTE  DE LA IGLESIA SERÁ SIEMPRE EL RETO O PROBLEMA DE EXPERIENCIA DE DIOS, DE EXPERIENCIA MÍSTICA;

Y EL PROBLEMA O CAMINO DE LA EXPERIENCIA DE DIOS, SERÁ SIEMPRE CAMINO DE ORACIÓN; SIN ORACIÓN, NO HAY EXPERIENCIA DE DIOS, ORACIÓN MÍSTICA;

Y EL ÚNICO CAMINO O ESCALA  PARA LLEGAR A LA EXPERIENCIA DE DIOS, A LA ORACIÓN MÍSTICA, SERÁ SIEMPRE EL CAMINO DE LA  CONVERSIÓN, PURIFICACIÓN, NEGACIÓN.

  Podéis preguntárselo a todos los santos; ellos recorrieron este camino; unos más y otros, menos; por eso, no todos tuvieron la misma profundidad y gozo de esta experiencias; pero eso, sí, la tuvieron tanto contemplativos como activos, incluso la madre Teresa, que solo la citan para hablar de los pobres, pero ella se atreve a recomendar la oración, incluso a los mismos obispos.  

  Para esto, sobre todo, escribió san Juan de la Cruz todas sus obras: los tres libros de la Subida del Monte Carmelo y los dos de la Noche, para que no se despistasen las almas que Dios quería llevar hasta esta unión de amor, pero no encontraban directores por falta de experiencia del camino; y el Cántico y  Llama de amor viva, para entusiasmarlas con las alturas y belleza de esta unión, experiencia o contemplación de Dios.

  Es ella, la experiencia de Dios, la que indica la verdad de nuestra oración, de nuestra fe, de nuestra vida, de nuestro apostolado; todo depende de nuestro encuentro de amor con Dios; y para que éste exista, me tengo que vaciar de mí mismo por estos encuentros de amor por la oración, para que me llene Dios, es decir, me tengo que convertir totalmente a Dios: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Entendida así la oración, orar, amar y convertirse se conjugan igual. Si me canso de orar, me canso de amar y convertirme. Si quiero amar, quiero orar y convertirme más a Dios.

  Y la relación es evidente: si uno no hace oración, porque le aburre y le cansa, no sé cómo podrá entusiasmar a la gente con Él, cómo va a hablar y entusiasmar con la oración a su gente; y si no hay oración, no hay santidad auténtica y profunda en la parroquia, en las congregaciones, en las organizaciones eclesiales. Y esto es lo que yo veo mucho en la Iglesia actual, tanto arriba como abajo. Sí; si predicamos a Cristo, hablamos de Él, nos movemos y hacemos liturgias, pero no como testigos o experiencia de la Persona o Palabra que hablamos o celebramos o comulgamos, y eso se nota; sino como buenos profesionales, sabios teólogos o liturgos, pero sin la necesaria experiencia de Dios, de lo que predicamos, celebramos o hacemos.

  Pienso que había que salir del Seminario iniciados en esta experiencia de lo que aprendemos en teología o practicamos en liturgia. Luego será muy difícil. Para esto necesitamos unos superiores y sacerdotes y directores espirituales que hayan subido por la montaña de la oración hasta el Tabor, porque nadie da lo que no tiene; no podemos hacer vivir lo que nosotros no vivimos; podemos dar las ideas, pero no la vivencia de ellas, si no la tenemos por la oración; y para esto necesitamos Obispos que se enteren de qué va esto, y elijan a las personas aptas para esta misión; porque si ellos mismos no tienen esta experiencia,  los eligen según otras categorías; y así será el apostolado y la Iglesia que hagamos.

  El Seminario es la presencia de Cristo que más hay que cuidar en la tierra, porque de allí han de salir “Jesús llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. De nuestros Seminarios salen los futuros Papa, Cardenales, Obispos y pastores de la Iglesia y cada uno construye la Iglesia según la vivencia que tiene de Cristo, no según la teología que aprendió, sino con la teología que vive en su corazón; la que no se vive, termina olvidándose; nos pasa a todos.

  Y estas son las ideas o vivencias o realidades que quisiera transmitir en este libro; por eso son muchos los títulos que me gustaría haber puesto; te lo explico un poco con este artículo que leí hace años:

 «El P. Lesser es un sacerdote diocesano inglés, bien conocido entre los lectores católicos de la India. Nacido en la India de padres ingleses, hizo su carrera eclesiástica en Inglaterra. Ordenado sacerdote optó por una diócesis de la India, y desde hace varios años trabaja como misionero en el estado de Rajasthan.

Hace pocos años dictó una serie de conferencias en la BBC de Londres, sobre famosos líderes religiosos de la India. El P. Lesser ofrece en un artículo reciente, los resultados de una encuesta de los obispos de la India, cuyo fin era investigar y descubrir la razón por la que un buen número de católicos han abandonado la Iglesia Católica para unirse a grupos Pentecostales. La razón más convincente parece ser la falta de experiencia de Dios en la Iglesia Católica.

El P. Lesser se pregunta: ¿Cómo pueden tener nuestros católicos una profunda experiencia de Dios si no la reciben de sus sacerdotes? Y con lógica contundente sigue interrogándose: ¿Cómo pueden los sacerdotes ofrecer a sus fieles una experiencia de Dios, si ellos mismos no la poseen? ¿Y cómo pueden poseerla sin una intensa unión con Dios en la oración?

El P. Lesser da una respuesta clara y perentoria. Los sacerdotes de hoy no han sido formados en el Seminario en una atmósfera de oración. No han aprendido a orar, no han entendido la necesidad de la oración. Para probar su tesis el P. Lesser cita un artículo que leyó en una revista inglesa, referente a los franciscanos de Gran Bretaña. Los franciscanos ingleses iban perdiendo por defección un buen número de sus sacerdotes. Contrataron a un psicólogo profesional para investigar las causas. No encontraron respuestas satisfactorias en la psicología.

Fuera del contexto de la investigación, un seminarista hizo una observación casual a propósito de que en los siete años de su formación en el Seminario no había oído ni una sola plática o conferencia sobre la oración. Casi todos los presentes confirmaron que lo mismo les había ocurrido a ellos. El autor del artículo visitó conventos y consultó a muchos sacerdotes, y llegó a la conclusión de que la experiencia del joven franciscano era una experiencia muy extendida entre los sacerdotes de diversas tradiciones.

El P. Lesser examina de nuevo la cuestión: ¿No nos está ocurriendo algo semejante en la India? Los formadores en Seminarios menores, reciben con frecuencia de sus obispos esta admonición: Dad a vuestros estudiantes una buena formación espiritual, pues si no la reciben en el Seminario menor, no la van a recibir en el Seminario mayor.

A continuación relata la revelación que le hizo un profesor de uno de los más prestigiosos Seminarios de la India. Se lamentaba el sabio y devoto sacerdote de que durante el reciente campeonato mundial de cricket (en la India el cricket despierta un entusiasmo rayando la locura) los seminaristas estaban pegados a la televisión con notable detrimento de los estudios. Esto sin contar el daño para la vida y actividad espiritual.

A los seminaristas se les deja que campen por sus respetos en su formación espiritual, cuando no reciben ninguna clase de incentivos o estímulos de los formadores, y por otra parte están expuestos a muchas tentaciones e invitaciones al mal desde el mundo fuera del Seminario.

El P. Lesser entra en un detallado programa de sólida formación espiritual en nuestros Seminarios, y hace responsables a los profesores y formadores de hacer un estricto seguimiento o acompañamiento espiritual a sus jóvenes.

El P. Lesser concluye el artículo: Todo seminarista, al entrar en el Seminario, desea ser un buen sacerdote. ¿Pero puede uno ser un buen sacerdote si no es un hombre que hace oración, si no es santo, si no es un hombre de Dios?

Hay muchos sacerdotes, dice el autor del artículo, que son eruditos, muchos están sumergidos en trabajo social o en otras actividades apostólicas, pero son pocos los sacerdotes que pueden comunicar una experiencia de Dios porque ellos no son hombres de oración, hombres de Dios.

¡El Padre Lesser ha dado en el clavo!»

  (Gujerat, octubre 1996, nº 578, pág 3-4).

Jesús es Palabra Eterna del Padre, Diálogo Eterno de Amor Personal de Espíritu Santo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que se dicen y aman y se hacen Padre e Hijo; “Y la Palabra se hizo  carne”  en María por obra de ese mismo Amor de Espíritu Santo, y mientras “María meditaba todas estas cosas en su corazón”, la Palabra “fue revelada”, “se hizo” Canción de Amor en la que el Padre nos canta a todos los hombres todo su proyecto de Amor; pronunciada «en silencio de amor», debe ser escuchada «en silencio de amor», en «música callada» de amor,  en oración contemplativa.  

9. EMPECEMOS: EL PROBLEMA O EL CAMINO DE LA EXPERIENCIA DE DIOS, SERÁ SIEMPRE PROBLEMA DE ORACIÓN; SIN ORACIÓN, NO HAY EXPERIENCIA DE DIOS, NI ORACIÓN MÍSTICA, NI CERTEZA Y VERDAD EXPERIMENTADA DE DIOS

  Perdonadme que repita que el problema de la Iglesia es y será siempre problema de la experiencia de Dios, de la experiencia mística, de experiencia de lo que cree y predica y celebra, esto es, de unión con Dios, de santidad, de identidad con el ser y existir sacerdotal de Cristo que hemos recibido en el Sacramento del Orden o en el santo Bautismo, de experiencia de lo que predicamos, celebramos y administramos.

  Dios es Dios, y tenemos que dejarle que Dios sea Dios, y nosotros, simples criaturas; que sea Dios de nuestra vida y en la Iglesia; y nosotros, criaturas, siempre criaturas; y para eso, todo hay que ponerse y ponerlo  todo de rodillas ante Él, nosotros y nuestra vida, deseos, ambiciones, porque así es la única forma de que nos pueda amar como Dios infinito con su mismo  Amor de Espíritu Santo, Amor personal con el que nos soñó y nos creó en el Hijo, en la Palabra-Canción de Amor, para una eternidad de felicidad en su mismo Amor Trinitario, Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.  Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,  y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron... La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre...Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”.

  El Padre nos envió al Hijo, como Sacerdote Único y Salvador, al que tenemos nosotros, los sacerdotes le prestamos nuestra humanidad, identificándonos totalmente con su mismo ser y existir sacerdotal, para que Él pueda seguir predicando, perdonando, bautizando y salvando a todos los hombres, por nuestra vida, sentimientos y humanidad prestada.

  Jesucristo Sacerdote Único del Altísimo es la Única Palabra y Proyecto de Amor que el Padre ha pronunciado, es la Canción de Amor extremo  del Padre y del Hijo a los hombres: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”, vida eterna que empieza aquí abajo por el bautismo, por la que nos llamamos y hacemos hijos en el Hijo, y nos “revela” toda su esencia de Amor y Felicidad infinita.

  Y esta Palabra, dice san Juan de la Cruz, la pronunció el Padre en el «silencio» de Amor Personal de Espíritu Santo, y en silencio de amor y en «música callada» de oración personal –oración contemplativa- debe ser escuchada para sentirla y experimentarla.

  No puedo estar veinte, treinta, cuarenta, cincuenta   años orando, predicando, diciendo que Cristo está vivo, o celebrando a Cristo Resucitado y su misterio de amor en la Eucaristía, y, sin embargo, para mí sigue muerto, y se reduce a pura idea o teología estudiada, pero no vivida, y no tener experiencia de Cristo, de su evangelio, de su amor loco y apasionado, de un Cristo vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía que celebro y comulgo y celebro, y no saber-saborear-  personalmente su amor y relación de amistad en tantos años.

  Si es así, algo falla en mi vida; si es así, ciertamente me salvaré, con la fe creída y profesada, pero algo falla, si después de tanto años, no puedo decir personalmente lo que Cristo es para mí, qué me dice o revela, cómo es Cristo para mí,  y cómo es su Amor y Gozo, después de cientos y miles de comuniones, de miles de días de tratar con Él, por lo menos, externa y oficialmente, porque mis misas son válidas; algo falta en mi vida, porque Él vino para ser nuestro amigo y confidente, para eso está en el Sagrario con los brazos abiertos en amistad permanente, algo falla en mí si no llego a tener experiencia de Él, de su presencia, su abrazo, su emoción, no oír que te dice: te amo, estás salvado, después de tantos años de trato y relación personal con Él; o verme así en un apuro, si alguien me pregunta: Y tú, después de treinta o cuarenta años de estar junto a Él y predicarle, no puedes decirme cómo es, cómo te ama, qué te dice, qué sientes, qué te dice en la misa,  al comulgarlo, al tocarlo, al estar ratos hablando con Él... algo falla, si no puedo expresar todo esto.   

Y donde pongo que el problema de la Iglesia es y será siempre problema de experiencia de Dios, se puede poner igualmente... es problema de oración, de conversión, de santidad, de unión con Dios, de vida espiritual, de vida según el Espíritu, de vida evangélica, de vivir en perfección las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad...

  Pregúntenselo a san Pablo, san Juan, san Pedro... y a todos los verdaderos apóstoles de Cristo que han existido y existirán. No basta el «todo vale» y el puro profesionalismo, lo ha dicho muy claro el Señor: “vosotros sois los sarmientos... sin mí no podéis hacer nada”.

  Cristo repitió varias veces a los Apóstoles que necesitaban recibir al Espíritu Santo para llegar a la  “Verdad completa”, esto es, a la “Verdad” que es Él, pero “completa”, llena de Amor, de Espíritu Santo vivido.  

  Jesucristo es la Palabra de Amor del Padre en la que con Amor de Espíritu Santo nos dice todo su Proyecto, su Idea Única y Total de Amor y Salvación para nosotros, pero “completa”, esto es, con fuego vivencia de Amor de Espíritu Santo, que al sentirla en el corazón, los Apóstoles no pudieron contener ese amor vivencial y les hizo abrir las puertas y quitar lo cerrojos. El Espíritu Santo les llevó a la “Verdad completa”, porque es la misma Verdad, el mismo Cristo Resucitado, pero no hecho evangelio o palabras, sino hecho fuego, evangelio experimentado y palabra quemante, que no pueden contener y tienen que comunicarla en «llama de amor viva».

  Y ¿cómo lo recibieron?: “Estaban todos en el cenáculo reunidos en oración con María, la madre de Jesús”; Jesús quiso que viniera en ese momento, cuando estaban “en oración”, para indicarnos que así hay que prepararse para recibirlo, y “con María” como la primera vez que vino sobre ella; ahora Cristo resucitado viene sobre toda la Iglesia, y no viene hecho tiempo y espacio, como vino al seno de María, hecho carne, sino hecho fuego y llama de Amor Viva, Amor de su Espíritu Santo, Amor invisible para los ojos carnales y solo viviente y experimentado entonces y siempre sobre las almas en oración contemplativa, unitiva, transformante por el fuego de Pentecostés.

  Hasta que no vino sobre los Apóstoles esta vivencia  hecha llama de Amor viva, aunque lo habían visto resucitado y habían celebrado la Eucaristía con Él, no abrieron los cerrojos  y las puertas.

10. SIN ORACIÓN VERDADERA, NO HAY SANTIDAD AUTÉNTICA O EXPERIENCIA DE DIOS O IDENTIDAD CON EL SER Y EXISTIR SACERDOTAL DE CRISTO

  “Sin mí no podéis hacer nada”. Y nuevamente aquí habría que añadir algunos títulos o palabras, porque yo no me refiero a la oración primera, «de principiantes», sino de «aprovechados», a la oración afectiva o contemplativa, es decir, a la oración unitiva que aspira a la identificación total con Cristo: “yo soy la vid, vosotros los sarmientos”, identidad con su ser y existir sacerdotal, identidad del santo Bautismo, cuya vivencia a muchas almas, por ejemplo, a la Beata Isabel de la Trinidad la llevó a las cumbres de la mística trinitaria, a la identificación de todo cristiano con su misma vida y sentimientos, de la participación de la gracia, de la misma vida trinitaria comunicada por el Espíritu Santo en el santo bautismo.

  El sacramento del Orden lleva al sacerdote a prestar a Cristo su humanidad para que Él siga predicando, salvando, bautizando, consagrando...; para vivir esto hay que llegar a una oración un poco elevada, que ha mortificado ya parte de los sentidos y que no es pura reflexión, sino amor y experiencia de Dios que por el amor contemplativo aspira a la unión de vida y sentimientos con Cristo y por eso mismo rechaza todo pecado, que no quiere convivir con el pecado; aunque sea venial, que lo rechaza y se esfuerza por descubrirlo oculto en el examen diario de mañana y noche,  y pide perdón en la confesión frecuente y oración diaria; uno tiene o ha llegado a la oración afectiva cuando uno empieza a sentir gozo  y presencia de Dios en la oración, no le cansa, no le aburre, no le cuesta tanto trabajo, como al principio, siente el gozo de la presencia y ayuda del Señor.

  Si vas a san Juan de la Cruz o a santa Teresa o a nuestros muchos santos y místicos lo encontrarás muy bien explicado. Mejor que en otros libros actuales sobre oración que todo lo hacen consistir en imaginaciones o posturas y respiraciones especiales. Pero no veo que hablen mucho de conversión. Yo no niego nada. Pero leyendo a los que tuvieron experiencia de Dios, las noches purgativas son absolutamente necesarias.

  Es más, san Juan de la Cruz empieza a hablarnos de oración, de meditación o de la oración discursiva, y él no dice nada o casi nada de cómo es o hay que hacerla y sólo se preocupa y habla de negaciones de sentidos, inteligencia, memoria, voluntad, de purificaciones y noches de la oración contemplativa o unitiva o transformativa o pasiva.

  Resumen: cada uno de nosotros ama a Cristo y trabaja y predica y hace apostolado según el concepto que tiene de Iglesia, de evangelio y de Cristo; y cada uno conoce o tiene el concepto de Cristo, Iglesia y Evangelio según la vivencia que tiene de Cristo; y cada uno tiene la vivencia de Cristo que recibe en su oración personal; y según esta experiencia de Cristo, tiene el sentido de Iglesia y trabaja y hace apostolado y predica con más o menos fuego y unión de amor, no según lo que estudió en teología, porque estas verdades teológicas, si no se viven, terminan olvidándose, porque se quedaron sólo en el entendimiento y no llegaron al corazón, a la vivencia.    

  La teología, como el evangelio, sólo se comprenden cuando se viven; mejor, no se comprenden completamente, hasta que no se viven; desgraciadamente, si esto no fuera verdad, todos los teólogos serían o debieran ser santos y místicos; y  la única forma que conozco de vivir y experimentar y sentir y gozar y decir Dios existe y es verdad y me ama y me siento verdaderamente amado por Él, es la oración personal, pero un poco elevada, no basta la mera meditación.

  Es lo que veo tanto en maestros como discípulos de la oración personal. Ni siquiera la oración litúrgica es experiencia por sí sola, aunque es el fundamento, porque si no hay relación y encuentro personal, «aunque diga misa», todo se queda en el altar o en el evangeliario, porque no entro dentro del corazón del misterio celebrado y de los ritos por medio de mi diálogo personal con Cristo.

11. EL ÚNICO CAMINO PARA LLEGAR HASTA  LA EXPERIENCIA DE DIOS ES LA ORACIÓN-CONVERSIÓN-AMOR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS.

  TODA ORACIÓN VERDADERA LLEVA A LA CONVERSIÓN. La oración auténtica lleva a convertirse mirando solo a Dios, prefiriéndole a todas las cosas, para abrazarse y unirse a Él en matrimonio de amor eterno, amándole sobre todas las cosas y prefiriéndole a todas las cosas.

  Ahí es donde Cristo prueba la sinceridad de nuestro amor, amándole sobre nosotros mismos, sobre nuestros éxitos y puestos, y esforzándonos por vivir su misma vida y sentimientos, pisando sus mismas huellas de obediencia al Padre y humildad, cumpliendo en todo la voluntad del Padre.

  Y es que nosotros no podemos llegar a fabricar este amor a Dios sobre todas las cosas, este no buscarnos a nosotros mismos, es decir, amar a Dios como Él se ama, con su mismo Amor de Espíritu Santo; nuestro amor es egoísta, desde el pecado original, nos buscamos a nosotros mismos antes que a Dios, nos amamos a nosotros mismos sobre todas las cosas, porque desde el seno de nuestra madre, por el pecado original, nos buscamos y nos queremos más que a Dios; este amor total y gratuito sin buscarme a mí mismo incluso en la cosas de Dios, es divino, es el Amor del Espíritu Santo, sólo Dios puede fabricarlo en la oración con el barro de mis facultades limitadas, porque es el amor infinito con que Dios se ama y nos ama; Dios nos ama gratuitamente ¿qué podemos darle nosotros a Dios que no tenga? nos ama para hacernos felices con su misma felicidad y esa es infinita y yo no puedo ni se amar infinitamente porque no soy Dios y Dios quiere que ame así y me ha destinado a amar y ser feliz eternamente amando así y eso empieza aquí abajo por la oración contemplativa.

  Muchas veces le digo: Señor, dame tu amor para que yo pueda amar así --(de ahí viene el éxtasis de los místicos, porque al sentir ese amor salen de sí mismo para amar en Dios y como Dios)--, comunícame por contemplación, por amor contemplativo, ese Amor de Espíritu Santo con que Tú nos amas, porque yo no sé fabricar ese amor, no puedo hacerlo, soy finito y humano, aunque te ame con todo mi corazón, yo no sé amar sin buscarme a mí mismo, me busco más  que a todos y en todo, comunícame ese amar gratuitamente,–agapé-, por hacer feliz al hermano, no –amor erótico--, que se busca siempre a sí mismo.

  Yo no sé amar así. Por eso, Señor, envíame tu Espíritu de Amor, para que yo ame como Tú nos amas. Para este amar sobre el propio ego, sobre todas las cosas, necesito la conversión, pero no para un rato, o para un día, o para cincuenta años, sino toda la vida. Y para esto tenemos que llegar a una oración más elevada, que nos convierte o transforma totalmente en Dios por la gracia en cuanto es posible y Dios ha proyectado sobre cada uno; hay que llegar a la oración pasiva, al amor pasivo, que no sé hacer o fabricar, sino que lo hace y fabrica Dios en mí por participación de su vida y amor divino, por la oración contemplativa, unitiva y transformativa.

  Yo sólo tengo que aceptarla y sufrirla, porque como oración unitiva y transformativa, esa llama de Amor de Espíritu Santo tiene que quemar primero en mí todos mis defectos de memoria, entendimiento y voluntad egoístas hasta sus raíces; yo tengo que ser sufriente, patógeno de esta acción purificatoria de las raíces de mi yo y mis sentidos y defectos por el amor transformativo de mi Dios, para luego, una vez quemadas y a ese ritmo, ir sintiendo ese Amor, ese mismo Amor de Dios que me ama purificándome y luego abrazándome, besándome y uniéndome-santificándome-transformándome en Vida y Amor Trinitario.

  Y claro, para esto, hay que convertirse mucho, totalmente, porque si estoy lleno de mí mismo, no cabe Dios en mí, lo echo fuera, no lo dejo entrar y llenarme todo, totalmente. Yo siento y experimento a Dios en la medida en que me he vaciado de mi mismo.

  Y para  eso, como he dicho y diré siempre, primero tengo yo que echar fuera mi propios amores  y afectos que estén sobre o contra Dios, el buscarme a mí mismo en mis sentidos, placeres, soberbia, orgullo, envidia, críticas, ídolos de dinero, puestos, honores... y luego, cuando yo ya haya hecho todo lo que debía y podía con la ayuda ordinaria de Dios, viene Dios directamente en mi ayuda por su Espíritu Santo, Llama de Amor Viva, por el camino de la oración pasiva y contemplativa y remata la obra. Qué bien lo describe san Juan de la Cruz  en sus libros al explicar sus poesías de Llama de amor viva y la Noche:

«¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva

acaba ya si quieres,                          

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado

que a vida eterna sabe                        

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida has trocado.»

«¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado».

  Pero ¡anda! que no hay que sufrir durante años y años hasta llegar a las raíces del yo, hasta vencer las tensiones permanentes del pecado original que dura toda la vida, aunque esta mortificación primera se siente más; luego, la conversión es permanente, pero más suave, una vez que el yo ha sido crucificado con pruebas internas, externas, calumnias, celotipias, segundos puestos... así que muchos se echan para atrás y no hay conversión ni oración total, quedándose en zonas más bajas del culto al yo, aunque toda la vida recen los salmos, o mediten el evangelio o hablen o escriban de oración... se nota a la legua quién tiene experiencia de oración, de Dios.

  A mí me parece que a la Iglesia, y no sólo en su parte baja, sino arriba, en la alta, le falta parte de esta purgación y mortificación permanente y, por eso mismo, falta experiencia de Dios; no encuentro muchos sacerdotes y obispos en esta dinámica de oración-conversión, de mortificación permanente del yo. Y lo peor de todo esto es que somos nosotros los maestros de la oración-conversión, los que hemos de llevar a otros por este camino, por voluntad de Dios y vocación sacerdotal.

  Ya he dicho muchas veces que la Iglesia necesita de exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios, y vuelvan cargados de frutos para alegrarnos y enseñarnos el camino. Es que si no  se ha recorrido, no se sabe; si no hemos subido con Pedro, Santiago y Juan a la cumbre del Tabor, no podemos contemplar a Cristo transfigurado y decir: qué bien se está aquí. Lo peor es cuando esto ocurre en los seminarios o en los noviciados o casas de Formación, donde han de ser enseñados los seminaristas o novicios en este camino, y los directores no lo han recorrido. Así estamos. Cómo se nota. Es que es una excepción hoy día encontrar formadores entendidos en este camino de la santidad, de la experiencia de Dios, de la conversión total a Cristo. Y no lo digo por decirlo; lo digo con mucha pena y años de ver y examinar...

  En este sentido podría citar infinidad de textos de san Juan de la Cruz, de santa Teresa, santa Catalina de Siena Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa del Niño Jesús, Sor Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld, donde hablan de la necesidad de la oración-conversión permanente para tener esta experiencia. Y no sólo entre los santos canonizados; tengo el consuelo, Dios sea bendito, bendecido, porque me ha dado el consuelo de encontrar entre mis feligreses y feligresas, verdaderos místicos, verdaderas místicas. Algunos de ellos me han enseñado bellezas de este camino. Podría citarlos. Pero me voy a conformar con citar a la Madre Teresa de Calcuta, que se singularizó por su amor a los pobres más pobres, y cuyo centenario de nacimiento estamos celebrando desde el 26 de agosto del 2010.

Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente:

 Hablando de la necesidad de la oración la madre Teresa se atreve a hablar, de esta manera tan atrevida, incluso a los Obispos:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración... Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor» 

«Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí».

(JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales, Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, pág. 78-9)

12. AMOR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS, ORACIÓN YCONVERSIÓN, SE CONJUGAN IGUAL Y EL ORDEN NO ALTERA EL PRODUCTO

  Lo repetiré muchas veces en mi vida, en mis libros y conversaciones. Para mí, el único camino para mantenerse en forma sacerdotalmente, para vivir y hacer vivir la fe y el amor a Dios, para llegar al gozo de la fe, del apostolado y de la vida sacerdotal o cristiana, es la auténtica y verdadera oración que es siempre encuentro de vida y amor con Cristo; si no hay conversión a Él de toda mi vida, si me canso, si dejo la conversión, es que he dejado la oración, aunque aparentemente tenga el tiempo señalado o el libro sobre mis manos; y esto que digo vale para todo creyente, todo cristiano, todo bautizado, y si menciono especialmente a los sacerdotes es por mi condición sacerdotal, porque lo he vivido como sacerdote, y porque quiero corregirme y aconsejar con amor para que otros puedan corregirse con la ayuda de la gracia.

  Y esa ayuda, lo repetiré mil veces, viene fundamentalmente por la relación personal con Cristo, por la oración personal que me lleva a la conversión personal de todo mi ser y existir en Cristo, que me lleva a vivir lo que soy, mi identidad con el Único y Eterno Sacerdote.

  Esto me ha obligado a poner cómo ha sido mi evolución en la oración, cómo hago mi oración, aunque alguno pueda pensar que es autocomplacencia. Lo hago única y exclusivamente, exponiendo también mis errores y pecados, para aconsejar y ayudar en este camino que considero esencial para la vida cristiana y sacerdotal.

12. 1. Y lo primero y principal, que quiero decir en este aspecto, es aconsejar la conveniencia de tener una escalera con escalones hechos y seguros para subir a la unión de amor con Dios, que eso es oración; quiero aconsejar, desde el primer momento, la conveniencia, para mí necesidad, de tener una ruta marcada para todos los días cuando voy a la oración, para no despistarme o depender de que tenga más o menos ideas, gusto, ganas; un  camino fijo y fijado de ayudas para el camino, ayudas de invocaciones y oraciones, como de lecturas de evangelio, libros, himnos... etc, y  terminar siempre con la revisión-conversión de vida en tres o cuatro puntos principales, para recorrerlo todos los días hacia el encuentro de amor con Dios, que ha de durar toda la vida.

  Si deseo y pretendo amar a Dios sobre todas las cosas, tengo que luchar todos los días para preferir la voluntad y el amor de Dios sobre esas cosas, especialmente las apetencias y deseos de mi yo que se busca siempre a sí mismo incluso en las cosas de Dios; y esta tensión permanente hacia Dios sobre mi amor propio me lleva a la conversión permanente de mi yo; y todo esto lo voy viendo y meditando y descubriendo todos los días en la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», y que por lo tanto es para todos los días, es permanente,  porque la oración permanente es la que tiene que alimentar el amor permanente a Dios sobre todas las cosas, lo cual me exige la conversión permanente a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre el cansancio o la falta de tiempo o de ganas en hacer la oración: debo dejar a Dios ser Dios y yo ser siempre criatura suya, que me pongo y pongo toda mi vida de rodillas ante Él.

  Por eso, y siempre en línea de consejo, invito a que se empiece la oración personal con alguna invocación al Espíritu Santo, a Cristo, a la Virgen; lo correcto sería la Invocación al Espíritu Santo, aunque no se entienda bien esto para un principiante porque “ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”, pero necesitamos de su gracia y de sus dones, sobre todo, de sus dones de inteligencia y sabiduría, de gustar y saborear las verdades que meditamos, para que nos vaya llevando a la “verdad completa” de Dios, del evangelio, de la fe, del cristianismo. Él es el verdadero director espiritual de la Iglesia por deseos de Cristo Resucitado.

  Entre esas oraciones iniciales y preparatorias hay que escoger algunas que nos gusten y nos pongan en relación  con Jesucristo Eucaristía y la Virgen Madre, que es el mejor camino de encuentro con Cristo “porque meditaba todas estas cosas en su corazón”, ayudas imprescindibles para hacer oración «que no es otra cosa sino trato de amistad, estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».  

  Como he dicho, estas oraciones nos sirven a modo de mojones fijos de nuestra oración personal, por los cuales hay que pasar todos los días, parándonos, meditándolas, dialogando con el Señor, con la Virgen, porque no se trata de rezarlas simplemente o decirlas seguidas y se acabó, sino añadiendo nuestras propias reflexiones, oraciones, peticiones y vivencias hasta llegar poco a poco, si queremos, a hacerlas originales.

  La ventaja de estas oraciones o mojones o escaleras fijas para subir hasta Dios todos los días es que, cuando uno se pierda o se despiste o se salga de ruta por distracciones, incluso distracciones santas que surgen en el diálogo con Dios, el orante pueda volver a coger el camino de su oración, del encuentro personal con Cristo y la Virgen.     

  Por mi experiencia en este camino, ya que he iniciado a muchas personas en la oración, como luego  te diré, es necesario no dejarlo cada día a lo que salga, a la improvisación, a lo que Dios te inspire o a ti se te ocurra o descubras cada día, porque muchas veces no se te ocurrirá nada, o no te sentirás inspirado, o tendrás otras preocupaciones o te despistarás, perderás la pista,  y esto te dará la sensación de estar perdiendo el tiempo, esto despista, aburre, y hace que no sea atractiva la oración.

Por otra parte, no tengo que dejar la oración para cuando tenga inspiración, o me guste o tenga algo que decir o pedir, porque muchos días no tendré nada que decir o no se me ocurrirá nada que meditar o no sabré cómo hacerla o qué decir a Dios. Y menos he de dejar la oración de todos los días para cuando tenga tiempo, porque entonces no lo tendré y terminaré abandonándola.

La oración hay que concebirla como un trabajo, una obligación, y por lo tanto costoso,  que tengo para con Dios y para conmigo mismo y mis hermanos, los hombres, si quiero santificarme y santificar a los demás; pero no difícil, porque no sepa lo que tengo que hacer.

La oración es un trabajo, como el estudiar si quiero aprobar el curso; el más importante que tengo que hacer para progresar en mi vida espiritual, me guste o no me guste; y si mi trabajo va a ser verdaderamente sacerdotal, es absolutamente necesario en mi vida de sacerdote, seminarista o simple cristiano para poder hablar a los hombres de Dios con verdadera experiencia de lo que predico y celebro, para que Dios pueda comunicarme sus pensamientos y deseos de salvación sobre los hombres, su proyecto y sentimientos y gracias y dones y ganas de trabajar y el modo de hacerlo perfecto: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. El estar con Él es condición indispensable para poder identificarse con su ser y existir sacerdotal, con su vida y sentimientos.  

Repito: es muy conveniente tener un esquema fijo, una espina dorsal que luego tendrás que ir rellenando de meditación, reflexiones o sentimientos o peticiones o manifestación de penas o alegrías o de lo que sea, pero que sepas cómo hay que empezar y continuar, cuando lo que estabas meditando se acabe o se vaya o te olvides o vengan otros pensamientos que te despisten, que incluso pueden ser peticiones o deseos o pensamientos sanos y santificadores; pero se acabaron y ahora qué; con estos mojones  sabrás siempre volver a donde estabas y coger nuevamente el camino.

13.  LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA SERÁ SIEMPRE  LA POBREZA ESPIRITUAL Y MÍSTICA, DE VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU DE CRISTO

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y Sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes deben ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar la Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

14. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXIGENCIA DE CREACIÓN, RECREACIÓN, BAUTISMO, ORDEN SACERDOTAL Y APOSTOLADO EN EL ESPÍRITU DE CRISTO

  Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo ( Adv. Haer. 4, 20,7).

 Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero). Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado y he sido creado para amar en Dios.

Me parece que en estos tiempos se insiste poco en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres, que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos: la Experiencia del Dios vivo y verdadero, Uno y Trino:

  «La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El «quaerere Deum» y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo» (BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60).

He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, de cierto desencanto de la fe, de los creyentes teóricos, la mayor necesidad y a la vez la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; por otra parte y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que se ha quedado sin Dios, sin experiencia de Amor; que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios.

Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos y los vecinos no existen, porque no existe Dios Amor en este mundo, lleno de sexo, pero falto de la experiencia de un Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor” y fuente del amor verdadero.

Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida. Y no basta saberlo, hay que vivirlo.

Y esto lo tenemos poco en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Pentecostés, como existió en la Iglesia apostólica y de los Padres de la Iglesia, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia de Dios a este mundo secularizado; ¡qué homilías y sermones más maravillosos sobre el Espíritu Santo y la experiencia de Dios en los primeros siglos de la Iglesia!

Olvidamos, por el bajo nivel de fe de nuestros cristianos actuales, que, por el sacramento del bautismo hemos sido injertados en Cristo resucitado, en su vida y gozo y sentimientos, de los que participamos por la vida de gracia, la misma vida de Dios.

El Vaticano II nos dirá que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a la unión de amor con Dios, a la unión transformadora en Dios, a la visión de Dios, a la felicidad eterna en Dios Trino y Uno. Y para hacer a todos los hombres partícipes de esta gracia y experiencia eterna de Dios que empieza aquí abajo, existe el sacerdocio; los sacerdotes somos presencias sacramentales de Cristo, prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal, o si quieres, los sacerdotes prestan a Cristo su humanidad, su palabra, sus manos, sus sentimientos, su amor, para que Cristo puede seguir cumpliendo el proyecto del Padre, la salvación eterna, llevarlos a todos a la visión intuitiva y eterna en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y esto, si llega a realizarse, se siente y se experimenta. Claramente en los santos. Pero es que todos estamos llamados a esta identidad de vida y sentimientos con Cristo, Único Sacerdote del Altísimo.

Como consecuencia, las ovejas tienen derecho, por proyecto del Padre y del Hijo, y los sacerdotes tenemos la obligación por el Sacramento del Orden, de tener y sentir y vivir los mismos sentimientos de Cristo, o dejar que Cristo los viva en nosotros y a través de nosotros, que es lo mismo.

Las ovejas de Cristo, los bautizados, tienen derecho a exigirnos esta santidad, esta vivencia, esta experiencia de Cristo en nosotros, en razón, tanto de creación por el Padre, como de recreación por el Hijo: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”;  y nosotros tenemos el deber, la misión y la obligación, por el sacramento del Orden, que nos hace ser y existir en Cristo, a tener sus mismos sentimientos, esto es, a vivir en Cristo, a  tener experiencia de lo que somos y existimos, de nuestra identidad en Cristo, de sentir los gozos y vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo... me alegro hasta en mis debilidades, porque así habite en mi la fuerza de Cristo... todo lo puedo en aquel que me llena con su mismo fuerza...”.

Esta misma obligación aparece muchas veces en el evangelio, en los mandatos y recomendaciones de la predicación de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... como los sarmientos están unidos a la vid, así vosotros en mí... sin mí no podéis hacer nada”.

Sin mí no podéis ni debéis hacer nada; y para esto, para no convertirnos en unos profesionales de lo sagrado, necesitamos, por mandato e institución sacerdotal en Cristo, tener experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, necesitamos la experiencia de Cristo en nosotros o nosotros en Cristo para saber, saborear, gustar, comprender, porque no se comprende hasta que no se vive, necesitamos la vivencia de lo que hacemos, predicamos o celebramos.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes…etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según san Juan de la Cruz.

Pregunto a los cristianos bautizados en Cristo: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó? ¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo?.

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero manifestarte que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». 

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, san Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al «sentido», esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios.

Al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino que ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo, necesita tu experiencia, la vivencia de tus sentimientos, necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste. Y este Espíritu es tu experiencia de amor, tu mismo amor sentido y vivido en nosotros, es experiencia de Pentecostés, como en los Apóstoles.

15. BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL

  Repito y lo hago por tratarse del camino más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, qué es lo que te dice a ti y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos.

Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

  Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

  Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que empiezan por meses y luego pueden durar años y años, según el proyecto de Dios y la generosidad del hombre, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

   La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Y cuando el alma haya sido purificada por esta llama de amor viva de la contemplación, que, a la vez que calienta de amor, la quema todo su amor propio, de todos sus apegos y tendencias al yo personal,  pasando ya totalmente a Dios: “vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi... para mi la vida es Cristo...”, envuelta en esta profunda oscuridad y noche de fe y amor, pero más cierta y segura y feliz que todos los razonamientos y amores humanos del yo,  la criatura, transcendida y «extasiada» y unida o salida de sí misma en Dios,   llegará  al abrazo y a la unión total transformada en el Amado y diciendo y alabando la noche de fe y amor y purificación y purgación y mortificación : «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».En relación con esta evolución y purificación de la fe, quiero poner una página de un autor muy querido por mí desde mis estudios en Roma; el trabajo es reciente y el autor es  Jean Galot:

  «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de Mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

  Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

  María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

  Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

  Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

  Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

  ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? Hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

  Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

  El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”. Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

  En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

¡Ven, Espíritu Santo,te necesitamos,

te necesitaesta Iglesia nuestra!

 

SEGUNDA PARTE

LA EXPERIENCIA DE DIOS, NOTA ORIGINAL Y CONSTITUTIVA DE LA IGLESIA

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, que me santifica, que me transforma en vida y amor trinitarios.

1.  SIN PENTECOSTÉS, NO HAY IGLESIA

Cristo quiso que la Iglesia fuese constituida desde Pentecostés, desde la experiencia de Dios por el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el cual nos sumergen por la potencia de Amor del Espíritu Santo: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí... Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa... Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”.

  Cuando los Apóstoles experimentaron las palabras y los hechos salvadores de Cristo por su Espíritu, por el mismo Cristo, pero no hecho gestos y palabras externas como hasta entonces, sino hecho Espíritu Santo, Fuego de Dios y Llama de Amor viva de Cristo resucitado, al experimentarlo a Cristo completo y total en su corazón, no pudieron contenerlo, y quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y Pedro echó un sermón que le salía del corazón, de la vivencia de lo que creía y experimentaba en su corazón, lleno del fuego de amor de Espíritu Santo que simbolizaban las llamas sobre sus cabezas:

  “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? ...cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.» Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» «¡Están llenos de mosto!»  Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios:  Derramaré mi Espíritu sobre toda carne,  y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu...  Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. «Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis...A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y  para  todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.» Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: «Salvaos de esta generación perversa.» Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas”.

2.  “OS CONVIENE QUE YO ME VAYA... CUANDO VENGA EL ESPÍRITU SANTO, ÉL OS LLEVARÁ A LA VERDAD COMPLETA” 

La Iglesia es proyecto de la Santísima Trinidad; proyecto del Padre que nos soñó y creó para una  vida eterna de Amor y Felicidad Trinitaria por el envío de Cristo histórico y encarnado, Cristo muerto y resucitado, enviando desde el gozo y la gloria del Padre, “sentado a la derecha... cordero de Dios degollado ante el trono de Dios”, descendiendo hecho Fuego y Llama de Amor viva, Amor de  Espíritu  Santo, Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en que se abrazan y besan, y en el que, desde Pentecostés, quieren sumergirnos a todos los bautizados hechos hijos en el Hijo, por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

  La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, en Pentecostés eterno y permanente, es y será siempre:

  A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…” 

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:: “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

  Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, en el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el que nos han querido sumergir y bautizar y llenar, Espíritu Santo, esta memoria, siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la Iglesia y en el mundo se convierte en

B) «MEMORIAL DE LA IGLESIA», que la constituye y hace presente, a la vez que con su fuerza creadora hace presente, especialmente en los sacramentos, todos por obra del Espíritu Santo, los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opus Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía, y en el ser y existir de la Iglesia.

C) Este memorial hace presente la EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE de la vida nueva y apostólica, conseguida por la muerte y resurrección de Cristo y comunicada por el fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

D) Y esa EXPERIENCIA DE DIOS es “VERDAD COMPLETA” del misterio completo y total de Cristo, a saber, de Cristo no solo conocido en la mente, sino hallado y experimentado y amado en el corazón de la Iglesia y sus bautizados con la experiencia de lo que cree, vive, predica y celebra.

E) La experiencia de Dios se convierte en FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

  Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

  La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

  Qué texto más impresionante. Perdonadme que lo repita. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y cúlmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad maravillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

  Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

  Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

  En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vio triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre. Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

3. LOS APÓSTOLES FUERON TRANSFORMADOS EN PENTECOSTÉS EN LLAMAS ARDIENTES DEL AMOR APOSTÓLICO POR LA EXPERIENCIA DEL ESPÍRITU SANTO, PROMETIDO POR CRISTO

  Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿Por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

  Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

  Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación: Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

  Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

  Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

  Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta Apostólicade Juan Pablo II  Novo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

  Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.

  En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

  Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

  «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[12]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[13].

  Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[14].

  Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

  Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:

«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[15].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[16].

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

  Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en». De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, abrazo y beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

«El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. 

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.

Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor»[17].

4. EL MISMO ESPÍRITU SANTO DE PENTECOSTÉS VINO TAMBIÉN SOBRE PABLO Y TODOS LOS VERDADEROS APÓSTOLES QUE HAN EXISTIDO Y EXISTIRÁN 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

  Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas. La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

TERCERA PARTE

«EL CRISTIANO DEL SIGLO FUTURO SERÁ UN MÍSTICO O NO SERÁ CRISTIANO».

EXIGENCIAS DE EXPERIENCIA DE DIOS  EN LA IGLESIA ACTUAL

  K, Rahner lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida, que cito repetidamente en este libro: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

  Y añado otro testimonio claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística»[18].

1. ¡VEN, ESPÍRITU SANTO, TE NECESITAMOS!

  ¡Te necesita tu iglesia para ser y existir auténtica, y para vencer los desencantos y decepciones de una fe puramente conceptual y profesional.

  Necesitamos la Experiencia de Dios, necesitamos la experiencia espiritual, del Espíritu Santo, de la oración mística con María la madre de Jesús, para que llegue un nuevo Pentecostés a la Iglesia actual, para superar tantos miedos y cerrojos, tanto desencanto de la fe por parte de muchos cristianos y algunos sacerdotes y consagrados, faltos de ilusión por el Cristo más hermoso y bello del mundo, el Hijo Divino, la Hermosura reflejada “revelada” por el Padre más Bella de cuanto existe. Pero hay que tocarlo, como la hemorroisa, como la Magdalena, como la cananea, como Juan y Pablo, como tantas y tantos <notarios> y místicos y testigos que han existido y existirán. Así es como se cura esta enfermedad, esta ausencia: «Sácame de aquesta vida, mi Dios y dame la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es tan entero, que muerto porque no muero».

  Es que sin Pentecostés, sin el Espíritu de Cristo, sin Evangelio experimentado, sin Cristo vivido, no podemos hacer las acciones de Cristo con su mismo amor y sentimientos; eso sólo se puede hacer identificados por unión de amor con Él,  desde la fe vivida, sentida, experimentada en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo, desde haber recibido y vivido la palabra o el evangelio o los hechos de Cristo con y por su mismo Espíritu, que eso les pasó a los Apóstoles en Pentecostés; habían visto a Cristo resucitado, incluso celebrado la comida eucarística con Él, pero siguieron con las puertas cerradas y los cerrojos echados. Cuando recibieron el Espíritu Santo, como el Señor se lo había recomendado repetidas veces, aunque ellos no lo comprendían, y precisamente “en oración con María la madre de Jesús”, sólo entonces comprendieron y recibieron plena y totalmente, “la verdad completa”, eso es, al mismo Cristo, pero como Verdad sentida, identificada, Verdad que no se queda sólo en la mente sino que llegó al corazón y los quemó, porque era Amor Personal de Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que fueron sumergidos; lee a Juan, a Pablo, Pedro...;no era sólo Cristo puro concepto, idea, teología, palabra, o liturgias o gestos externos, sino  el mismo Cristo hecho fuego y llama de amor viva de su Espíritu, y entonces no pudieron contenerse, y abrieron las puertas y cerrojos y predicaron como testigos, como lo hizo Pedro en aquel momento en que había llegado por la experiencia a la “verdad completa”, Verdad de Cristo y Fuego de Espíritu Santo,  y todos dieron la vida por Él, sin huir y sin miedos, como no lo hicieron antes de Pentecostés.

  Por eso siempre deben estar unidas estas realidades: Cristo Resucitado, Espíritu Santo, Pentecostés, oración con María la madre de Jesús y recibir  lenguas de fuego que queman el corazón y la palabra y los gestos de los Apóstoles y de los cristianos de todos los tiempos.

  Y esta falta de vivencia, de experiencia de oración no meramente meditativa, sino contemplativa, de unión transformativa en Dios, se nota en la vida de la Iglesia, en la vida de sacerdotes o bautizados, porque es grande la diferencia en la forma de hablar o celebrar o vivir o actuar de un testigo, a la de un profesor o profesional de lo sagrado. No es que esta carencia haga inútiles nuestras oraciones, acciones, apostolados, predicaciones, no,  lo que ocurre es que no se hacen plenamente «in persona Christi”, no tienen toda la eficacia de quien nos dijo: “sin mí no podéis hacer nada”, no podemos hacerlo como Pedro, después de la vivencia de Cristo, pero hecho llama de amor viva en su corazón; entonces comprendió a Cristo entero y completo..

  Yo creo, me parece a mí, que hablamos mucho y celebramos mucho y muy bien externamente, pero nos falta experiencia de lo que predicamos, de la Eucaristía que celebramos; así que todo se queda en el Evangeliario o en el altar; nos quedamos fuera, en la puerta, en el exterior, sin entrar en el interior y el corazón de los ritos y palabras y misterios que celebramos, no sentimos el gozo de Cristo que nos salva, ni su agonía a veces, ni el perfume ni el aroma de María que está junto a su hijo en la cruz, no sentimos su aliento jadeante y luego su gozo de Cristo glorioso y resucitado, de Cristo vivo, vivo, no muerto; es que muchos no se han enterado, porque no lo sienten, que Cristo está vivo, vivo y resucitado en el pan consagrado, y así nos quedamos sin entrar y abrazarnos con el Cristo resucitado que se nos aparece en cada Eucaristía, no llegamos a la “verdad completa”, esto es, a sentir por su Espíritu a Cristo que, por medio de nuestra humanidad prestada, celebra y predica y hace presente «como memorial» toda su vida y misterio total y completo, para nuestro entendimiento, comprensión y vivencia.

  Nos falta humildad en la Iglesia de hoy, en obispos y sacerdotes, para reconocerlo, para reconocer que nos buscamos más a nosotros mismos que a Dios, incluso en sus obras, y por eso nos encontramos solos en los misterios, sin Cristo, sin su presencia y amor. Llevo siglos sin oír hablar de esta virtud, de la virtud de la humildad y eso que Jesús dijo “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, no dijo aprended de mí a hacer milagros. . Yo creo que la mayor parte de los cristianos no saben ni en qué consiste. Y la necesitamos tanto si nos consideramos simples criaturas, si le queremos dejar a Dios que sea Dios: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando  por uno de tantos... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2,6ss).

  Y al amarnos y buscarnos más a nosotros mismo que a Dios, nos falta su amor y vivencia, y nos falta convencimiento, certeza de lo que predicamos o hacemos, nos falta enamoramiento, éxtasis-salir de nosotros mismos hasta sumergirnos en Él-, nos falta gozo,  amor sin límites, nos falta el corazón y espiritualidad, vida en y según y con el Espíritu de Cristo, tanto personalmente en nuestras vidas como en nuestras acciones. Sí, creemos; creemos en Cristo Eucaristía, creemos en nuestro sacerdocio, creemos y amamos a nuestra Madre Sacerdotal, María, pero nos falta la experiencia y el gozo de lo que creemos, la vivencia de nuestro sacerdocio, de nuestra identificación con Cristo, el gozo de ser sacerdote; o el gozo de tener una Madre Sacerdotal, la Hermosa Nazarena, Virgen Bella, María. Te lo explico.

2.  NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA IGLESIA ACTUAL

  La exposición de este tema, sobre la experiencia mística de Dios, está motivada también, porque ésta es la razón primera y última de nuestra existencia humana; todos hemos sido creados para esta unión y transformación de amor plena en Dios Trino y Uno. Si existo es que Dios me ama y me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo en su misma esencia trinitaria. Si existo es que Dios me ama y quiere que yo le ame y me una a Él eternamente en su misma felicidad.

  Quisiera ahora desarrollar este tema de la urgencia o necesidad de la experiencia de Dios en el  hombre y en la Iglesia actual desde los diversos campos que ofrece y nosotros vivimos en el mundo presente.

2. 1 NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE LA EXISTENCIA Y SENTIDO DE LA VIDA HUMANA 

  Ésta es la razón de mi ser y existir como hombre. No tienes que buscar razones de la existencia de Dios: existes, luego eres amado, dirá otro autor. Si el hombre pierde esta búsqueda del Dios que le ama y le da la existencia, no se encuentra a sí mismo. Si existo, es que soy amado por Dios. He sido creado por su amor para la amistad eterna con Él. Y ésta es la causa del vacío existencial actual de la humanidad, porque el hombre se ha quedado sin Dios, sin amor, porque el hombre quiere llenarse de todo, y quiere llenar sus casas, a sus hijos de todo, y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta Amor, nos falta el Todo, que es Dios.

Y nosotros no podemos saciarnos con migajas de criaturas, estamos hechos para la hartura de la divinidad, que es amor infinito y, porque es amor infinito, es la felicidad infinita: “Dios es amor… en esto consiste el Amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1 Jn 3, 8-10).

  Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser y amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es y subsiste, piensa desde toda la eternidad en crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él y por Él y como Él.

  El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su ser Amor en sí mismo, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen esencialmente igual a sí mismo que es Hijo de su contemplación de su ser infinito Amor, que el Hijo recibe del Padre, haciéndole Padre al aceptar esencialmente ser Hijo en el mismo Amor dado y aceptado y retornado de nuevo al Padre, que es Espíritu Santo, infinito y eterno como el Padre y el Hijo.

  Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo.

  Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo acto infinito de Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo.

  El Padre, por su fuego de amor divino --Espíritu Santo--, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, por la misma potencia infinita de su Amor, que es el mismo Santo Espíritu, que sin el Hijo no sería Padre, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz —Espíritu Santo— el Padre y el Hijo por el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas en una misma vida, en un mismo Amor esencial infinito, con que el Padre se dice totalmente en su Palabra, en su Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor al Padre.

  Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo (Jn 13, 3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor, como dice San Juan de la Cruz. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17,5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13).

  Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, criaturas pascuales, pasados del mundo al Padre en la última y definitiva Alianza en el Hijo, Jesús de Nazaret, que ya está totalmente Verbalizado en el cielo, a la derecha del Padre, totalmente hijo en el Hijo, igual al Padre por la potencia del Espíritu Santo.

  Y Dios, que es Amor, quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita hermosura trinitaria y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de Ser y Felicidad y Amor.

  Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oración- conversión –transfiguración-- unión transformante. El Padre, lleno de amor, ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana.

   El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que por la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra”

 (Ef 1,3.10).

  Dice K. Rahner: «Desde ahí podríamos comprender qué especie de pasión secreta vive en los verdaderos hombres del espíritu y en los santos. Ellos quieren hacer esta experiencia. Se les ha dado saborear el espíritu. Mientras que la mayoría de los hombres consideran estas experiencias como desagradables, interrupciones no del todo evitables de la verdadera vida normal, en la que el espíritu es tan sólo el condimento y el adorno de otra vida, pero no lo sustantivo y buscado por sí mismo, los hombres de espíritu y los santos han gustado el espíritu puro.

En cierta manera, ellos beben el espíritu sin mezcla, y no sólo gozan de él como de un condimento de la existencia terrena. De ahí su extraña vida, su pobreza, su anhelo de humildad, su anhelo de morir, su estar dispuestos a padecer, su secreto anhelo de martirio. Saben que el hombre, en cuanto espíritu  --en la existencia real y no sólo en la especulación—, debe vivir en realidad en el límite entre Dios y el mundo, entre el tiempo y la eternidad; y tratan de cerciorarse continuamente de que ellos lo hacen realmente, de que el espíritu no es en ellos sólo un medio del estilo humano de vivir”[19].

  Esta misma realidad del deseo de Dios,  pero desde el mismo ser natural del hombre, que es espíritu finito, lo expresaba muy bien un teólogo español, Juan Alfaro: «El hombre lleva impresa en lo más profundo de sí mismo una radical antinomia: es espíritu finito… Porque es espíritu, el hombre está abierto hacia el horizonte ilimitado del ser; es capaz de trascender todo lo finito y de trascenderse a sí mismo, porque se siente internamente atraído hacia un más allá sin frontera.

  En su actividad libre el hombre no puede sustraerse a la atracción de un valor absoluto; el horizonte de lo absoluto se le impone a priori. Tampoco puede sustraerse a la aspiración innata a la propia plenitud; esta orientación radical de la voluntad humana es también apriórica.      

  El entendimiento humano no puede alcanzar su plena quietud (encontrando la solución definitiva al problema radical del ser, problema que él mismo descubre) sino en la intuición del infinito, del ser fontal en sí mismo; mientras no llega a esta intuición, se encuentra en la necesidad interna de buscar indefinidamente una respuesta ulterior a su deseo espontáneo e incoercible de conocer.

  La aspiración fundamental de la voluntad humana hacia un valor real absoluto no puede saciarse plenamente sino en la posesión inmediata del bien infinito. La apertura hacia el infinito en sí mismo, como término absolutamente último y absolutamente posible, constituye la orientación más profunda del hombre; en ella se revela el hombre como «capax Dei, imago Dei»… Porque es espíritu finito, no puede el hombre llegar por sí mismo al infinito; Dios trasciende la capacidad dinámica de la criatura intelectual.

  Esta es la gran paradoja del hombre; es finito en su estructura óntica y está orientado hacia el infinito, como término absoluto de su interna finalidad; es limitado en la potencia activa de su dinamismo e ilimitado en la aspiración íntima, que regula ese mismo dinamismo; no puede saciarse plenamente sino en el infinito y no puede por sí mismo llegar al infinito; solamente puede tener conciencia de sí mismo bajo la atracción interna de un absoluto, que no puede alcanzar; no puede autoposeerse en el ejercicio de su libertad sino tendiendo a un trascendente, que está más allá»[20].

  San Agustín describe, en lenta ascensión, cómo se va sintiendo cada vez más dominado por este descubrimiento. El autor empieza por entrar estremecido en las honduras de su espíritu, «en las vastas salas de la memoria, donde están los tesoros de imágenes sin número que los sentidos han traído de todas las cosas posibles»: todo lo que pertenece al mundo, sea material o espiritual, tiene allí su lugar.

Pero el espíritu sabe también de Dios, y así parece también que Dios tenga su sitio en el espíritu; San Agustín reúne las razones para que la «vida bienaventurada» en Dios esté identificada con el más hondo «recuerdo», y la verdad de la vida humana sea inseparable de la verdad absoluta. Sin embargo, el espíritu no considera la verdad eterna como su propia luz: «Tú estás elevado por encima de toda mutación. Nunca Te pude encontrar, para conocerte, sino en Ti, por encima de mí... Oh Verdad, estás presente en todo y para todos los que te piden consejo, y contestas a la vez todas las diversas preguntas. Contestas claramente, pero no todos pueden oír claramente. Todos Te preguntan para oír el consejo que quieren oír, pero no siempre oyen lo que quieren. Tu mejor servidor es el que no pretende tanto oír lo que quiere cuanto querer lo que oye de Ti »[21].

«Con esto se inicia el tema que ya no se interrumpirá. La luz del espíritu humano es una luz que escucha, una luz en diálogo: “No era éste la luz, sino para atestiguar de la luz” (1Jn 1,8).

  «El hombre vive su espiritualidad en su incontenible aspiración al infinito; vive su propia finitud en la ausencia de ese mismo infinito, que no puede ni alcanzar ni dejar de esperar; la más íntima vivencia humana es simultáneamente anhelo-ausencia del infinito.

La existencia del hombre encierra una tensión dramática entre una aspiración ilimitada (expresión de su espiritualidad) y una impotencia de realizarla (expresión de su finitud creatural); esta tensión viviente corresponde a la antinomia óntica radical del hombre, como espíritu finito.

  Esta su radical antinomia constituye precisamente la apertura del hombre a la gracia. Porque es espíritu, el hombre es capaz del infinito en sí mismo y solamente puede alcanzar su perfección absolutamente última en la visión de Dios; la intuición del infinito corresponde a su más íntima aspiración. Así se manifiesta la inmanencia de lo sobrenatural.

  Aquí se revelan simultáneamente la grandeza y la impotencia del hombre: su grandeza, porque el hombre solamente puede alcanzar la plenitud de su ser en la unión inmediata con el infinito; su impotencia, porque solamente puede llegar a su propia plenitud, como gracia. La plenitud del hombre no puede consistir sino en su unión inmediata con un infinito personal. El hombre no puede llegar a su perfección absolutamente última, sino en una unión inmediata con Dios como de persona a persona, es decir, en la relación “yo-tú”. Éste es el primer aspecto de la relación entre persona y gracia».[22]

  En este aspecto es muy interesante el estudio de R. Guardini sobre la estructura personal del acto de fe: «Este encuentro no es una pura esperanza; por  la fe entra ya actualmente el hombre en comunión personal con Dios en la vivencia de una relación de persona a persona con Él; la experiencia fundamental de la fe es una misteriosa presencia y cercanía de Dios, que internamente atrae hacia la unión inmediata con Él. La fe incluye una adhesión  intelectual a un mensaje: pero incluye sobre todo una relación viviente del  hombre a Dios, como de persona a persona»[23].

  La donación personal de Dios al hombre se consuma en la gloria, cuando Dios le manifiesta cara a cara el secreto íntimo de su ser personal. Imaginarse la visión de Dios como si fuera solamente la contemplación de un objeto infinito o la intuición de una esencia ilimitada, sería despojarla de su más auténtico significado.

  La visión es ante todo el encuentro personal inmediato con el Dios vivo por amor: en ella coinciden la autorrevelación plena de Dios, la revelación plena de su personalidad y su plena donación personal al hombre. Dios abre al hombre el «Sancta Sanctorum» de su vida personal y le introduce en el proceso viviente del misterio trinitario, que está constituido por las relaciones personales y subsistentes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es una revelación, que es simultáneamente participación vital en la vida personal divina.     

  La plenitud definitiva de la persona creada se realiza en la participación en el misterio de la personalidad divina mediante una relación personal inmediata a las divinas personas en el proceso vital de sus mutuas relaciones subsistentes. Las facultades espirituales humanas alcanzan una quietud absoluta y viviente en su contacto inmediato con el infinito.

  La visión de Dios, plenitud de la gracia, comporta como su efecto propio una plenitud divinizante y supercreatural de la persona como persona, es decir, como autoposesión-autodonación. Es preciso admitir que la consumación de la gracia tiene lugar de parte de Dios y de parte del hombre en la línea de lo personal; incluye una plena donación personal de Dios y una plena autoposesión-autodonación del hombre, que es la elevación suprema posible de su personalidad.[24]

2. 2. NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS  DESDE LA INCREENCIA DEL MUNDO ACTUAL

  Si es verdad, como dijo K. Rahner, que «el cristiano del siglo futuro será un místico o no será», la urgencia de educar en la oración y de orar concretamente con experiencia normal del creyente que escucha la Revelación de Dios y dialoga con Él, se sitúa entre las tareas más importantes del futuro de la Iglesia.

  Hace ya tiempo que el final del cristianismo convencional está urgiendo un cristianismo convencido. Crecer en la identidad de la vida cristiana conlleva un contacto cotidiano con el Dios vivo, prolongar y profundizar en la oración las riquezas de la gracias del bautismo y de la confirmación y el flujo vital de la Eucaristía para permanecer en Cristo, vivir y encarnar el evangelio, dejarse habitar y guiar por el espíritu.

  Pablo VI dijo con palabras certeras que «la Iglesia es una comunidad de orantes y su tarea principal es la de enseñar a orar».

Y un gran liturgo: «Ha nacido una convicción profunda: hay que orar, para ser cristiano. Una convicción que en algunas páginas se convierte en un doble reto. Uno dirigido a los teólogos, para que traten y pongan en el lugar que les corresponde en la teología dogmática a la oración cristiana. El otro, dirigido a los pastoralistas, para que pongan de relieve en esta teología práctica la importancia que tiene la plegaría cristiana y den relieve a la iniciación y al acompañamiento de los cristianos en los caminos de la comunión con Dios»[25]

 Juan Pablo II, en laNovoMillennio Ineunte ha desarrollado este tema de una forma clara, profunda y completa. Las circunstancias actuales del mundo y de la Iglesia están gritando como los discípulos al Señor: “Queremos ver a Jesús...Enséñanos a orar”.

Por eso, para nosotros, no hay duda alguna de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la  condición humana que es la experiencia de Dios.

  El fenómeno de la increencia, en sus manifestaciones diversas de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para qué vivo, por qué vivo…o por parte de muchos bautizados, alejados o no de la Iglesia,  como desencanto o desilusión o decepción de la fe puramente creída,  ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios.

  «El sueco Wilfrid Stinissen considera este vacío interior como una «neurosis fundamental» del hombre actual, que tiene su origen en la falta de comunicación con Dios. Según Stinissen, se trata de «una neurosis profunda, que resulta de la pérdida de contacto, por parte del hombre, con el nivel trascendente de su ser y que se precipita en un abismo de absurdo y soledad». A este nivel, la psicología no tiene ningún poder.

  Ninguna escuela psicológica puede curar esa neurosis originada por el hecho de que la persona se encuentra fuera de su ser auténtico. Por ello, son cada vez más los que comienzan a sospechar que, sofocada o reprimida la vida interior, el hombre contemporáneo podrá lograr que su existencia sea más agradable en un aspecto u otro, pero su problema más hondo quedará sin resolver»[26].

  Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral que nos impida acercar a Cristo y su experiencia salvadora a este hombre moderno.

  «En el curso de la historia social, el ateísmo se ha aproximado de manera especial al nuevo tipo del hombre técnico. Se está formando la opinión de que todo puede «hacerse»; por todas partes las cosas «marchan sin Dios»; más aún, se dice que el verdadero autodesarrollo del hombre y sus conquistas más elevadas sólo se harán realidad una vez que se haya eliminado el obstáculo de las vinculaciones y ataduras transcendentes.

Esto coloca, sin duda alguna, al cristianismo ante una difícil prueba; pero, a la vez, produce un esclarecimiento de la posición religiosa en su conjunto.

Una vez desaparecidos todos los obstáculos externos derivados de autoridades e instituciones condicionadas por el cristianismo, y una vez que ciertos sistemas políticos gigantescos se han hecho dueños de todo el poder, han apartado de sí toda responsabilidad frente a una instancia superior y se disponen a configurar la existencia entera desde un punto de vista puramente mundano; se verá así que el hombre puede existir realmente sin Dios. Este es el experimento más terrible que jamás se ha emprendido.

Las víctimas que han costado hasta ahora y la brutalidad y las infamias con que ha atentado contra el ser humano, representan algo negativo, que no se compensa con ningún progreso científico-técnico y social. Además de esto, la psicología ha demostrado que todo impulso psicológico auténtico, que no encuentra satisfacción, hace enfermar.

De esta manera se verá qué resultados tendrá al final la destrucción del más hondo impulso de la humanidad, y no olvidemos que el experimento no ha pasado de sus comienzos»[27].

  Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin algunas apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios por la palabra de los verdaderos testigos, pasando de una fe heredada a una fe personal, a ser creyentes de cuerpo entero, convencidos por experiencia personal de lo que creemos, predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás.

  Para esto es necesaria la experiencia de Dios en el sacerdote moderno, éste es su reto, y que a veces no se tiene, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, porque el ambiente era fundamentalmente cristiano, y también porque ahora no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

  Este ambiente nos obliga a ser creyentes enteros, apoyados solamente en Cristo, algo imprescindible en todas las épocas, pero más en esta sociedad actual de laicismo ateo. Sin esta vivencia de Dios, sin esta experiencia mística, la acción pastoral no llega a crear comunión mística con el Hijo de Dios encarnado en Jesús.

Sin experiencia, se predica una doctrina sobre Cristo, se transmiten ideas y conceptos de un sistema, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con Él. De esta forma la presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas y explicadas, que realmente vividas.

Falta en no pocos cristianos, también sacerdotes, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como persona, amistad y trato personal con alguien a quien no se ve con los ojos de la carne ni se puede comprender desde la sola razón, pero que la fe, si se le busca con más hondura, no se cansa de descubrir, adentrándose en un nuevo modo de conocer y amar a una persona divina,  que existe y que está en el centro del propio vivir y en la que uno encuentra el sentido del propio vivir, del hombre y del mundo.

  En nuestra teología y en nuestras predicaciones hay verdades, pero falta el encuentro con las personas de esas verdades; en nuestra liturgia hay ritos y ceremonias hermosas, pero falta a veces el encuentro con las personas divinas que realizan y están presentes en las acciones mistéricas, no llegamos a veces al encuentro con el Cristo que se ofrece, se inmola y nos dice en cada acción litúrgica:, “acordaos de mí”,  pero no le encontramos presente, no hay memorial de encuentro personal y actual con el Cristo  que celebra sus misterios; y por tanto, no nos acordamos de Él.      Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo  y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, internet, películas y muchos libros y novelas… laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los «mass media», en los cenáculos académicos, en las tertulias de la tarde en las teles, en las reuniones de pseudofilósofos.      

  Y para terminar esta línea sobre la opacidad de Dios  en el mundo actual, escribe Lucién Marie, citando a Leon Bloy.  «Es notable que, en una época en la que la información y la técnica se han convertido en la hechicera del mundo, no se encuentre un individuo que dé a los hombres noticia de su Creador. Éste está ausente de las ciudades, del campo... está ausente de las leyes, de la ciencia, de las artes, de la política, de la educación, de las costumbres. Está ausente incluso de la vida religiosa en el sentido de que los que todavía quieren ser sus amigos más íntimos, parece no tener ningún deseo de su presencia»[28].

  Martín Buber describe así el mundo actual: «oscurecimiento de la luz del cielo, eclipse de Dios, eso es, de hecho, lo característico de la hora del mundo en que vivimos»[29].  Este mundo secularizado, con políticas que solo buscan el «bienestar material» y hacia el cual dirigen la cultura, la educación y las leyes que hacen y construyen al hombre, ha dado y seguirá dando este hombre vacío, sin sentido y sin capacidad de introspección y de silencio interior para descubrir su tesoro, un hombre sin Dios, sin sentimientos, sin alma, sin vivencias de nada, necesitado, por tanto, de la experiencia fundante del Absoluto, a quien busca con loco frenesí sin  saberlo, porque las migajas de criaturas no pueden saciar el hambre de Absoluto que tiene todo hombre metido en sus entrañas, humano y divino... un hombre de la «muerte y silencio de Dios», en la oscuridad del ser y existir, en un mundo que a nivel global está metido en la noche del hombre y de la vida, solo le puede salvar la experiencia de ese Ser Infinito que ha metido dentro del hombre este hambre, que sólo puede ser saciada por la hartura de la Divinidad y que lo explica y lo integra todo en el Único existente fundante.

  Estamos dotados de la presencia de Dios, pero no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla. “Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón” (Rm 10, 8); “Dios no está lejos de cada uno de nosotros” (Hch 17, 27). Pero con frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre ha disipado su sustancia (Lc 15, 13), vive fuera de sí, separado de su raíz, es decir, de sí mismo, volcado sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres.

El encuentro con Dios, «del a1ma, en el más profundo centro», supone una existencia que camina hacia ese centro, supone, pues, una persona que vive su vida como propia, que no se reduce a identificarse con las modas vigentes o con las decisiones que otros toman por ella.

Dice a este respecto Martín Velasco: «Dios no aparece a una mirada cualquiera. No aparece, por ejemplo, a la mirada dispersa del hombre distraído, a la persona perdida en el divertimiento, disipada en el olvido sistemático de sí misma. El encuentro con Dios «del alma en el más profundo centro», supone un existencia que camina hacia ese centro, que supera la identificación de sí misma con las funciones que ejerce, las posesiones que acumula y la acciones que realiza… Dios no aparece tampoco a una mirada anónima como la que caracteriza al hombre masificado… Tampoco a una mirada superficial… sin llegar al por qué radical del asombro… San Juan de la Cruz ha insistido en que para llegar a la contemplación, a la unión en Dios, el hombre debe abandonar el espíritu de posesión y adoptar el espíritu de pobreza y desasimiento»[30].

Teilhard de Chardin resumía su propio proceso en una página admirable:

 «Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que ilumina superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida… ¿Qué ciencia podrá nunca revelar al hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de voluntad y de amor de que está hecha la vida? Sin duda no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno a nosotros el que ha desencadenado esta corriente... El hombre, dice la Escritura, no puede añadir una sola pulgada a su talla. Y todavía menos puede aumentar en una sola unidad el ritmo fundamental que regula la maduración de su espíritu y de su corazón»[31].

2.  3. NECESIDAD Y URGENCIA DE EXPERIENCIA DE DIOS DESDE EL MISMO SER Y EXISTIR ECLESIAL Y SACERDOTAL: EXPERIENCIA DE LO QUE SOMOS, PREDICAMOS Y CELEBRAMOS

  La exposición de este tema también está motivada por la urgencia y necesidad del mismo, dado el ambiente de ateísmo práctico, que inunda la vida, y el peligro de desánimo en los sacerdotes, que nos obliga a tener experiencia de lo que somos, vivimos, predicamos y celebramos, como ha dicho abiertamente el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI.: «Como aquellos peregrinos de hace dos mil años (queremos ver a Jesús), los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver».

  He expuesto este tema largamente en mis libros SACERDOS I y II: Tentaciones y retos del sacerdote actual[32] (Edibesa, 2ª edición, Madrid 2007), que paso a exponer brevemente.

  Estas tentaciones y los retos que plantean nos piden a todos los cristianos, especialmente a los sacerdotes, una fuerte experiencia de Dios, como fundamento de toda nuestra vida pastoral, poniendo la santidad «como la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral», y recordándonos que «hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral».

  Quiero hablar de estos retos o tentaciones o urgencias o necesidades de la iglesia y del sacerdote actual en este mundo que se ha quedado sin Dios, sin sentido de la vida, no sabe de donde viene y a dónde va, puro nihilismo existencial; un mundo que en Adán no le deja a Dios, sino que la criatura se ha querido convertir en Dios, y decir lo que es bueno y es malo, y se ha quedado desnudo, triste, vacío, expulsado del paraíso y de la amistad de hablar todas las tardes con Dios.

  Debido a la situación del mundo actual con la Iglesia y el sacerdote, surgen unas realidades que se presentan como   retos o tentaciones a la Iglesia y a los sacerdotes actuales; es que no sé cuál debiera ser la palabra más adecuada; porque depende de cómo se considere lo que el sacerdote tiene que hacer en determinadas circunstancias, cómo tiene que reaccionar y actuar, y desde dónde.

  Si hablo de realidades que están dentro de mí, como algunas de las que voy a decir, puedo considerarlas tentaciones, que debo superar. Reto parece más bien algo externo, distinto a mí; sería considerar determinados objetivos, que están fuera o dentro de mí, pero son distintos a mi «yo» y son como un desafío que se presentan en mi camino y debo superarlos, en una carrera de obstáculos y dificultades, como en una carrera deportiva de vallas. Si estas realidades se encuentran dentro del sujeto, no sólo son retos, sino tentaciones que sentimos y debemos luchar por superarlas.

No debemos pensar que algunos de estos problemas o tentaciones actuales, como las he titulado, sean debidos a que el sacerdote de hoy esté mejor o peor formado que el de ayer, ni tampoco que sea menos virtuoso o menos luchador.

Lo que quiere expresar el título es que el sacerdote de hoy vive en un momento histórico, en el que cuesta vivir o se viven con mayor dificultad algunas partes tanto de su ser, como de su existir y actuar sacerdotal, por motivos ambientales y sociales del momento, que interpelan, incluso rechazan, la misma realidad sacerdotal, así como comportamientos morales antes valorados, incluso verdades y doctrinas del Evangelio, en otros tiempos admitidos sin discusión; son estas circunstancias constituidas por el relativismo absoluto, el secularismo dominante, el laicismo ateo, el rechazo de todo mandamiento u obligación moral, la pérdida de la castidad cristiana como virtud, el erotismo circundante, relaciones prematrimoniales, separaciones, divorcios expréss, abortos, eutanasia, uniones homosexuales, violencia del género, que es sencillamente un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: crímenes de esposos que matan a sus esposas, a veces con sus hijos y viceversa. ¡Vamos, ni los animales! En muchas cosas estamos ya por debajo de los animales.

Todo esto induce al sacerdote a pensar que vive en un mundo extraño; a no encontrar su sitio en el mundo, en la Iglesia y en sí mismo, originándole desazón interna, inseguridades interiores y exteriores y decepción respecto a lo que es y a lo que hace y  tiene que predicar; en definitiva, que este no es el mundo que conoció en su niñez y juventud, al cual fue enviado y para el cual quiso ser sacerdote. Se siente extranjero en su propio país.

Está claro, pues, que el mundo actual nos presenta unos retos. Es esencial captarlos para poder hacer labor pastoral eficaz, sin equivocarnos. No basta trabajar, tratar al enfermo, hay que hacerlo acertadamente. Porque si no lo hacemos así, puede ocurrir que estemos tratando al enfermo, a nuestra parroquia enferma, a nuestro mundo enfermo, pero lo estemos haciendo mal, porque le estamos curando el mal de ojos, por ejemplo, y lo que tiene es cáncer de pulmón, que le está agotando y no le deja respirar o el corazón está infartado y débil.

Así que nuestro trabajo pastoral muchas veces, amén de agotador, resulta ineficaz: primero, por el ambiente que nos rodea y lo invade y lo domina todo; y segundo, porque estamos tratando al enfermo de un mal, que no es el verdadero y fundamental, sino tal vez efecto externo de un mal más profundo, que es el verdadero causante de la enfermedad. Y entonces, al no ver mejoría en el enfermo, quiero decir, no ver vida y hechos cristianos, ver que no cambia y no da testimonio con criterios y hechos evangélicos, nos desilusionamos y nos descorazonamos y viene el cansancio espiritual y pastoral, la rutina y la parálisis y la muerte pastoral de la parroquia.

Ante estas tentaciones y crisis, hay sacerdotes que se secularizan mental o espiritualmente, incluso realmente; otros ceden y abandonan la tarea encomendada por el sacramento del Orden sacerdotal, sustituyéndolas por otras más cercanas a una ONG que al carisma específico recibido; algunos las arrastran durante su vida, con pérdida de fuerza apostólica, verdaderamente eficaz y santificadora; otros viven un sacerdocio profesional de acciones de Cristo, pero sin el espíritu de Cristo; y la mayoría trata de superarlas con la mirada puesta en el Señor, haciendo lo que pueden, y lo que no pueden, tratan de comprarlo hecho, mediante la oración confiada y humilde y la paciencia, otro nombre de la esperanza típicamente cristiana, trabajando y esperando siempre en el Señor; pero verdaderamente en el Señor, no como otras veces, que decíamos esto, pero en el fondo confiábamos en lo nuestro y si esto no era como lo teníamos programado, perdíamos toda esperanza en el apostolado.

Ante esta crisis de ateísmo y secularismo circundante, la mirada principal se dirige espontáneamente a los Seminarios, donde tienen que formarse los futuros sacerdotes. Por falta de orientación y espiritualidad seria y verdadera a veces, en la que no fueron formados, entre otras causas, por carecer de formadores apropiados o de obispos que se preocupen como deben de lo más importante de la diócesis que es su Seminario, corremos el riesgo, en los tiempos en que estamos y próximos que vienen, de que venga una nueva oleada de secularizaciones en sacerdotes, especialmente jóvenes, porque no fueron formados en la vida según el Espíritu, en la oración y la vida de experiencia de Cristo para estos tiempos tan duros y difíciles de ateísmo, del «silencio y de la muerte de Dios».

Tiempos difíciles también para la vivencia del celibato sacerdotal, porque ni se cree en Dios ni en el sacerdocio ni en la posibilidad de un amor total y exclusivo a Dios, esponsal, parte positiva del amor célibe, que como parte negativa, es una tensión permanente hacia el amor perfecto y gratuito, como el de Cristo sacerdote, que no exigió jamás en su trato con la mujer, amor de esposa, esto es, recompensa de carne o cuerpo o materia. Muchas veces no se tiene la debida preocupación por la personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral de los formadores. Y las consecuencias podemos sufrirlas, porque el evangelio sigue siendo verdad eterna: “Sin mí no podéis hacer nada”.

Resulta paradójico que siendo habitual esta situación en el sacerdote moderno, sin embargo no hablemos casi nunca de ellas en nuestras reuniones pastorales y nos limitemos a programar acciones y más acciones externas sin entrar dentro del corazón de las mismas, del espíritu y motor apostólico, que es el amor total y exclusivo a Cristo, y del camino para conseguirlo, que es la oración permanente que nos lleve al amor permanente por la conversión permanente, toda la vida, hasta el encuentro definitivo. Así que seguimos igual y no avanzamos o avanzamos poco. ¡Pero cuántas y cuántas reuniones donde lo único que nos preocupa y de lo que hablamos es de acciones pastorales y jamás del espíritu de esas acciones, que es el Espíritu de Cristo! Y sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo, aunque estén programadas por nuestro Obispo o por el Papa.

Finalmente hay otra razón más poderosa y difícil que nos impide ver esta situación: y es que cada uno pensamos de las realidades apostólicas según el concepto de Iglesia que tenemos y queremos llevar a efecto en nuestra parroquia y en nuestra vida; pero cada uno tiene el concepto de Iglesia, según el concepto de Cristo y Evangelio que tiene; y como la teología ya la hemos olvidado, resulta que cada uno tiene el concepto de Jesucristo y su Evangelio según su vivencia personal; total que ya puede ser uno cardenal, obispo o simple párroco, cada uno termina teniendo el concepto de apostolado según su vivencia de Cristo y Evangelio y como esto es según su oración y santidad personal, total, que cada uno hace la pastoral que vive en Cristo y si no vive, pues hay acciones pero no de Cristo, porque nos falta su Espíritu, su Amor, que es Espíritu de Dios; no hay verdadera «encarnación» de su evangelio en nuestra vida pastoral, porque nos falta la potencia de su Espíritu, el Espíritu Santo, que obró su Encarnación en el seno de María. Y a veces vivimos y pensamos poco y oramos menos, por eso al enfermo, a la Iglesia, al mundo, cada uno lo ve desde su punto de vista, quiero decir, desde su vivencia personal de Cristo. Así que programas no faltan, pero...

Por eso, el sacerdote actual necesita experiencia de lo que predica y celebra, y esto sólo es posible por la oración personal, como repetiré hasta la saciedad. Necesitamos vivencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, necesitamos comulgar con su misma vida, con sus mismos sentimientos; necesitamos ver a Cristo para tener la luz del camino, de la verdad y de la vida cristiana. Y la vivencia de esto sólo es posible mediante la oración personal, la conversión permanente a Dios, el amar y tratar de amar a Dios sobre todas las cosas, por la oración-encuentro de amor: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Pidamos al Señor Jesucristo que nos envíe su Espíritu, que visite nuestras mentes, para que acertemos a ver las tentaciones y los males de nuestra sociedad, los retos de nuestro sacerdocio y apostolado y renueve los deseos de curarlos “en Espíritu y Verdad”, esto es, en fuego de Espíritu Santo y en la Verdad del Verbo de Dios; de trabajar “según el Espíritu”, pero el Espíritu Santo, no según el espíritu en letra minúscula, que es el nuestro, y encienda nuestros corazones, pobres corazones, que, por culpa de esos trombos de nuestras arterias debilitadas e infartadas a veces de vivencia de Cristo, de Espíritu de Fuego de Dios, de fe, esperanza y amor sobrenatural, no son capaces de llevar fuego divino al corazón propio y al de nuestros feligreses; pidámosle al Señor que nos envíe todos los días su Espíritu Santo de Luz y de Fuego, en los ratos de Eucaristía y oración personal, para que nos renueve en el amor y encienda en nosotros el deseo de curarnos y curar a todos, venciendo esas tentaciones con ilusión de misacantano, de sacerdote enamorado de Cristo y su misión.

Hay que invocar en estos tiempos continuamente al Espíritu Santo: Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, necesitamos que renueves en tu Iglesia y en nosotros la experiencia de Pentecostés en unos apóstoles que, aunque habían visto a Cristo resucitado, no tenían tu fuego, tu llama de amor viva para predicarlo y dar la vida por Él; necesitamos la potencia de Amor del Espíritu Santo que nos ungió sacramentalmente y nos hizo sacerdotes de Cristo, porque Él es la memoria el memorial que hace presentes, sobre todo en la Eucaristía, los dichos y hechos salvadores de Cristo, presencializándolos, para que, haciéndolos presentes y morando siempre en nosotros, sea «in labore, requies; in aestu, temperies; in fletu, solatium»: descanso en el trabajo, aire fresco en el calor del estío y desierto mundano y pasional, consuelo en nuestras penas. Sólo Él es el verdadero médico de nuestros males y de los del mundo: «lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium; flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium...»: lava lo sucio, riega lo seco y árido, sana lo enfermo; doblega el ánimo rígido y erguido, calienta el corazón frío de amor, endereza lo que se ha desviado.

2. 4 NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS PARA SUPERAR  LA CULTURA DE LA «MUERTE DE DIOS» Y DE LA «POSMODERNIDAD»

Con la «muerte de Dios» en el modernismo y postmodernismo, con su ateísmo materialista, ideológico y existencial, por el laicismo reinante que confunde laico con laicismo ateo, el sacerdote se ha quedado sin sitio, sin rol, sin trabajo ni oficio, sin papel y necesita su experiencia personal de Dios, la relación de amistad personal con Él, porque no tiene apoyos externos, sino enemigos permanentes.

Si Dios no existe, para qué sacerdotes; para qué personas que nos hablen en su nombre y nos impongan normas de vida y mandamientos que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Por eso el sacerdote necesita experiencia personal de lo que es y predica y celebra porque el ambiente y el mundo no ayudan como antes, que todos eran mayoritariamente cristianos. Ahora no tiene apoyos. Tiene que tener conciencia de su identidad y ser testigo de lo que predica. Necesita vivencia de Dios y esto sólo es posible por la oración personal.

Esta es una de las primeras y principales causas por las que el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes ni de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie de posibles faltas o pecados.

El proceso, sin embargo, es el inverso: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, el hombre es el que dice lo que está bien o está mal, tratando de justificarse y no tener que dar cuenta a nadie de su vida; Dios no existe, porque no me interesa que existan sus órdenes y mandamientos; haga lo que haga nadie me puede señalar con el dedo acusador; a los que delinquen, no les interesa que existan la policía ni los jueces ni la cárcel.

  Así que tenemos la tentación de cambiar el evangelio, olvidar la misión por la que me impusieron las manos y olvidar mi rol sacerdotal y la tarea de ser mediador y puente entre Dios, eterno y trascendente, y los hombres. Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes para este hombre y mundo actual, convertir la Iglesia en una ONG humanitaria. Sin embargo Cristo lo dijo bien claro: “En verdad en verdad os digo: Vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros: Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 26-27); “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”.

Y de esta pérdida del poder social de la Iglesia, por estos motivos de interés material, pasamos ahora a enumerar otros motivos de contenido intelectual. Si Dios no existe, para qué sacerdotes que nos hablen en nombre de Él y nos impongan normas de comportamiento que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Por esta causa también, el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes y de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie; aunque a mí me gusta decirlo al revés: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, tratando de justificarse y no tener que dar a nadie cuenta de su vida; Dios no existe, no existe juicio e infierno, y así podemos vivir tranquilos, no sé si también morir tranquilos, porque mi experiencia en algunos casos ha sido contraria.

No creyendo, me evito complicaciones y que me señalen con el dedo; así no hay que obedecer los mandatos de Dios, ni siquiera cumplir con lo que llamábamos ley natural; ahora cada uno hace lo que le apetece y la sociedad se lo autoriza, bajo el pretexto de libertad y políticamente «correcto». Éste es el grito y la consigna de los jóvenes actuales, en general: «Yo hago lo que me apetece». Y eso es libertad y autonomía y dominio de mi persona y mis territorios. Y si Dios se opone, no quiero Dios, ni Iglesia, ni curas.

En esta situación, el sacerdote no sabe qué ofrecerle, y corre el peligro de acomodarse a los valores intramundanos, renunciando a la esencia de su trabajo pastoral de eternidad, de vida más allá de esta vida, de trascendencia, de encuentro eterno con Dios, sustituyéndolo por trabajos culturales, sociales, caritativos... para ser así valorado por el pueblo.

Es el peligro de convertir la Iglesia en una ONG caritativa, social y humanitaria, para ser valorados por la gente, que, al no valorar la fe y tal vez no tener la verdadera, porque a nosotros nos da miedo predicarla y se hace uno antipático si predica el evangelio auténtico y exigente, a Cristo que me exige dejarlo todo por seguirlo, que termina en una cruz, por predicar lo que predicaba, ocurre que por todo esto, la gente no tiene o no vive la fe verdadera y el sacerdote tiene a veces la impresión de vivir en un país extranjero, como si no estuviéramos ya realmente en un país de misión.

Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes. Cristo lo dijo bien claro: “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Si la Iglesia, si los curas no hablan más claro de un Dios personal, de la vida con Él que es eternidad y vida más allá de esta vida; si la Iglesia no dice abiertamente para qué existe, para qué la instituyó Cristo, pregunto: ¿dónde queda el proyecto del Padre sobre el hombre? Ésta no es la Iglesia de Cristo.

El desarrollo de la técnica y del consumismo ha metido dentro de nosotros una forma de pensar y actuar que mira sólo al rendimiento, a la productividad, a la eficacia, especialmente eficacia gratificante para el individuo; no interesa nada lo que mi acción pueda ser en relación con la realización integral y completa del hombre, del sentido último de mi vida; además sólo me interesa el presente, lo otro, el final del hombre, de la existencia, es algo que no puedo saber y por eso no me interesa. El hombre moderno se encoge de hombros sobre el sentido de su vida: ¿de dónde vengo, a dónde voy, para qué existo? Ante cualquier planteamiento sobre el destino del mundo, sobre la relación con Dios, el hombre moderno no entiende, no responde, porque eso no tiene utilidad inmediata y práctica, pragmática.

Mientras tanto, la vida se va vaciando de su verdadero contenido interior, trascendente. El hombre moderno se queda sin metas ni referencias. Los valores humanos son sustituidos por los intereses superficiales de cada cual. A la información televisiva se le llama cultura. El cine es la biblioteca actual y salón de lectura permanente. En los medios te citan más películas que libros. La religión ha pasado de ser interior y determinante del hombre y su destino, a ser puro dato cultural. De hecho ni los mismos sacramentos como el bautismo, la confirmación o la Eucaristía son compromisos de vida.

Los resultados son deplorables. El hombre moderno es cada vez más indiferente a lo verdaderamente importante de su vida, a lo trascendente. No le interesan los grandes temas de su existencia: ¿por qué existe, para qué existe, cual es el sentido último de su existencia? No tiene por tanto certezas firmes y convicciones profundas. Poco a poco se va convirtiendo en un ser trivial y ligero, cargado de tópicos televisivos, incapaz de pensar e interiorizar sobre sí mismo y su vida. Sólo le interesa lo presente; y de lo presente, sólo lo que agrada, lo que se puede ver y tocar, lo placentero, lo que le da placer al consumirlo, el consumismo, sacarle jugo a la vida.

Para eso ha quitado todas las prohibiciones y vallas; es bueno lo que le gusta, y malo lo que le disgusta. Eso es todo. Y no hay objetivos superiores, ni valores espirituales ni morales, ni personales ni familiares, ni célibes ni matrimoniales. Y si al asumir ciertos cargos públicos se compromete con ellos, es pura palabrería, como vemos en la mayoría de los políticos del mundo, porque falta el convencimiento superior, la razón superior, el valor Dios, para cumplirlos. Porque si aún con el valor Dios cuesta a veces, qué será sin Él. Hoy, el valor supremo es pasarlo bien en la vida, sea como sea; y no hay mayor valor que éste ni nada ni nadie más importante. Y si para esto tengo que romper mi matrimonio y perder o hacer sufrir a mis hijos, no me importa, me voy con la que me place.

Esta situación de la sociedad es el motivo de que parte del clero se sienta tentado de abandonar su ministerio propiamente sacerdotal, los apostolados propiamente religiosos, su dimensión de relación con Dios y salvación trascendente, que nos relacionan y nos unen directamente con Dios y sustituirlos por actividades paralelas. O de hacer lo sagrado de la forma menos comprometida y más agradable a la feligresía: nada de predicar las partes exigentes del Evangelio, para que la gente entienda y lo pase bien en la Iglesia todo es un juego, como ahora se enseña a los niños en las escuelas y en la tele, todo se aprende con juegos, nada de pensar y reflexionar, todo es imagen: celebraciones comunitarias de la penitencia, nada de privadas que son más antipáticas y me da reparos; misas donde se lean artículos de periódico en lugar de la Palabra de Dios, ofrendas y más ofrendas explicadas y simbolizadas y hechas de “mimos”, a los que se le da más importancia que a la consagración de la misa...

Lo que diga la Liturgia, la gloria y el honor de Dios no importa, se da por supuesto; lo importante es que la gente no se aburra y se lo pase bien. Así que se lo pasan bien pero no dan gloria a Dios ni se santifican y siempre están igual y peor, hasta que dejan todo.

Es lo mismo que pasa con los grupos apostólicos de jóvenes y adultos; empiezas a ser <comprensivo> con ellos, empiezas a rebajar las exigencias y termina desapareciendo el grupo, porque ha perdido la razón de estar reunidos en nombre de Cristo, ya que ha sido previamente abandonado por el grupo en sus exigencias personales y evangélicas; y como ya no estamos “reunidos dos o más en su nombre” se acabó el grupo cristiano, no nos queremos y nos aburrimos, porque fueron perdiendo las fuerzas para reunirse, amarse y perdonarse. Dejaron de estar “dos o más reunidos en mi nombre”.

Por eso, hoy, en las mismas actividades apostólicas con niños, jóvenes, Confirmación, matrimonios... muchas veces no se ora en sus reuniones ni se habla de Cristo, de castidad, de gracia, ni de conversión, ni de salvación o condenación, ni de Eucaristía; en Confirmación, según los catequistas, todo esto es muy elevado, o no engancha con la juventud; así que hay que hablar de relaciones chicos-chicas, marginación, la pobreza en el mundo, ecología; y Cristo no interesa. Sé de chicos que dijeron no creer en Cristo, la catequista en persona me lo dijo, y fueron confirmados.

Los retiros espirituales y acampadas de oración de antes se sustituyen por <camping> o campamentos ecológicos, de defensa de la naturaleza, campamentos naturales, nada de sobrenaturales o para lo sobrenatural, todo es defensa del medio ambiente, de los animales, de las plantas... convivencias puramente festivas de mimos y teatros, donde la Eucaristía diaria no aparece, la oración y el silencio es sustituido por otras actividades o representaciones, y así todo lo demás; y en definitiva todo esto, simplemente por la terrible dificultad que encuentra hoy en la sociedad la penetración del Evangelio y la vida de gracia y santificación, el cumplimiento de los mandamientos. Queremos un Cristianismo que se pueda “consumir”, consumista, que me agrade; nada de predicar lo que Cristo predicó: agrade o no agrade a la comodidad o el instinto.

Los valores esenciales de la religión cristiana han perdido su fuerza en razón del consumismo, naturalismo y materialismo reinantes, seguidos con fervor religioso por parte de una sociedad que va descristianizándose y ante los cuales, el sacerdote, que no tenga vivencia personal de Dios, de la gracia, de la Eucaristía, de Cristo, se encuentra solo y desamparado.

Hoy, el sacerdote se encuentra «insignificante», porque no tiene el apoyo ni es valorado por esta misma sociedad, que antes creía y necesitaba de su ministerio tanto social como religioso; como consecuencia, esto hace que haya cogido desprevenido a muchos sacerdotes, que vivían de una fe heredada de sus padres y apoyada en sus gentes, pueblo, formadores; si de esta fe heredada, no llegaron a una personal y directa en Cristo, por medio de una vivencia “en Espíritu y Verdad” en el ejercicio de su oración personal y participación eucarística, porque se quedó en ritual, y no llegaron a la “verdad completa” de los Apóstoles en Pentecostés, y de tantos sacerdotes santos y santas actuales, canonizados o no, estos sacerdotes van a sufrir y lo van a pasar mal, si no vuelven a la oración personal como los Apóstoles.

Ellos se reunieron “con Maria, la madre de Jesús”, y su Hijo resucitado le envió el Espíritu Santo prometido; Cristo les había dicho: “Me voy y vuelvo a vosotros”, pero volvió hecho amor ardiente; volvió el mismo Cristo Resucitado pero hecho fuego de Espíritu Santo, que es su Espíritu de Amor ardiente y eterno al Padre y del Padre al Hijo; volvió hecho llama de amor viva y lo sintieron y lo vivieron y ya lo comprendieron todo y entendieron lo que Cristo les había predicado hasta entonces, pero cada uno lo entendía a su modo; ahora lo entendieron todos igual y al mismo Cristo, porque no fueron sus ojos o su inteligencia las que comprendieron o le vieron, sino su corazón, le conocieron por Amor de Espíritu Santo, y el amor conoce fundiéndose en una realidad en llamas con el objeto amado, como las madres a los hijos... y desaparecieron los miedos y las dudas para siempre, porque su fe y su amor no se apoyaba ni en los milagros ni en lo visto y oído, en lo que tenían dentro del alma por la vivencia y experiencia directa y personal de la persona amada. Ésta es la razón definitiva del amor célibe, del celibato. No compartir el corazón esponsal con nadie.

Sin ser conscientes, muchos cristianos y sacerdotes, para creer y vivir la fe y vida cristiana, para vivir el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos antes más en el ambiente cristiano, en que todos creían, en que todos recibían los sacramentos y respetaban al cura y no había dudas ni problemas sobre la fe y el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos más en esto que en la propia vivencia personal; no la necesitábamos, nos bastaba ver el fruto del apostolado, la fe de la gente.

Cuando esto desaparece, el que no tenga fe personalmente adquirida y vivencial de su ser sacerdotal en Cristo, al no haber pasado de una fe heredada o apoyada principalmente en estos motivos humanos o puramente teológicos, a una fe personal y experiencia de Dios, por las noches de fe, esperanza y amor sobrenaturales, con que Dios somete a los suyos para prepararlos para este encuentro, como podemos ver en la vida de todos los que han llegado a esta fe vivencial en Dios, resulta que el sacerdote moderno se encuentra sin apoyos externos y como los internos tampoco los tiene, se encuentra solo, desorientado, con dudas sobre su ser y existir sacerdotal, por carencia de vivencia personal de lo que predica y celebra, acentuado, como repito, por la falta también de respuesta y apoyo humano y moral de la gente que le escuchaba o valoraba en el ejercicio natural de su ministerio. Si todo el exterior falla, si los demás le ignoran, le “ningunean”, si él no tiene vivencia de fe personal y no tiene vida de oración verdadera, encuentra una dificultad muy grande para explicarse a sí mismo su sacerdocio, su existencia sacerdotal y su ministerio, y corre el peligro de sustituir el sacerdocio de Cristo, por otros sacerdocios, quizás más valorados por la gente no bien formadas cristianamente.

En relación con todo esto que estoy diciendo y unido a ello, nos encontramos además y particularmente con el mundo joven y su libertad sexual sin relación ninguna a norma o moral cristiana. Y con estos jóvenes tenemos que trabajar, y a estos confirmamos y estos jóvenes se casan en la iglesia, aunque dudo que sea por la Iglesia, en Cristo.

Sobre este ambiente no cristiano, que hoy nos invade a todos, especialmente a la juventud, he leído:

«Hay que añadir que esta exuberancia de vida instintiva —el triunfo del «pathos» sobre el «logos»— lleva también consigo el gusto por la sensación. En la medida en que disminuye la capacidad de pensar, aumenta la necesidad de verlo todo y de tocarlo todo y de probarlo todo. Los modernos medios de expresión audiovisual están incapacitando a las nuevas generaciones para tener ideas abstractas y, en consecuencia, para pensar.

El gusto por la sensación que caracteriza a la juventud de hoy, prisionera por otra parte de una sociedad que saca partido excitando la instintividad del hombre, significa un debilitamiento de las defensas naturales del hombre.

Los jóvenes de nuestro tiempo son especialmente débiles en materia de castidad. El hecho de que las nuevas generaciones vivan la sexualidad como algo «in-significante» o como pura «diversión» tiene secuelas muy serias. Lo estamos viendo todos los días.

A la extrema libertad de movimientos de que goza, por la dejación de los padres, la gente joven, se añade el hecho de que vive sumergida en un mundo que en que el erotismo, a través de los modernos medios de difusión, es un instrumento económicamente rentable.

Y otro detalle que hay que tener muy presente a la hora de calibrar las consecuencias de esta explotación de los sentidos: se está diluyendo el concepto de obligación moral. Al  principio general de que tengo que hacer algo por obligación, me guste o no me guste, las nuevas generaciones responden: lo hago si me apetece y no lo hago si no me apetece. Así de claro. La obligación moral brilla por su ausencia. En definitiva, «anomía» a «troche y moche»[33].

2. 5. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS PARA SUPERAR LA APARENTE INEFICACIA DEL TRABAJO PASTORAL

Va unido a lo anterior. Y lo primero que quiero decir es que, en el pasado, había sacerdotes en crisis, eran crisis personales, pero no había una crisis del sacerdocio en cuanto tal. Hoy hemos pasado de la crisis del sacerdote a la crisis del sacerdocio. Hemos pasado de la crisis personal a la crisis de la institución sacerdotal, en parte debido también al poco éxito, respuesta o atracción que suscita en el mundo actual.

  En España, hasta hace pocos años, el sacerdote era mediador entre Dios y los hombres, y en doble aspecto: social y religioso, esto es, el sacerdote era valedor no sólo ante Dios y la Iglesia, sino ante la sociedad y los poderes públicos. Todavía recuerdo haber ido a Organismos nacionales de Madrid para conseguir dineros y realizaciones para mis pueblos… Ahora a ningún sacerdote se le ocurre tal cosa.

  Ahora no hay ningún sacerdote a quien se le ocurra ir a Madrid o a la Autonomía ni a la capital de provincia ni siquiera a su Ayuntamiento, si es ciudad importante, para resolver nada de este tipo: primero, porque ya hay otras instituciones políticas que lo hacen; segundo, porque no sólo no es aceptado, sino ignorado y ridiculizado y mal visto. Es más, es que es «ninguneado» hasta en cometidos propiamente religiosos; pensad en fiestas religiosas que se han paganizado; procesiones de Semana Santa, que ya son más acontecimientos «culturales» que religiosos, como así se les denomina; muchas fiestas patronales, donde ya manda y organiza más el Ayuntamiento o la cofradía que el párroco... ¡lo que tienen que sufrir y tragar algunos sacerdotes! ¡Más de lo que quieren y debieran!

  Qué contraste con aquellos tiempos, porque yo llegué a conocer a algún sacerdote, que era el verdadero alcalde del pueblo en lo divino y humano. Y hasta cerraban salones y prohibían fiestas profanas y las religiosas había que celebrarlas como Dios manda y no se entraba en su iglesia sin velos o en mangas cortas... No lo hice nunca. Pero lo presencié.

Porque muchas fiestas, que empezaron y fueron durante años y siglos estrictamente religiosas y cristianas, hoy han pasado a ser «fiestas de interés turístico», sencillamente laicas, de interés autonómico o nacional, puramente folklóricas, por orden y decreto del Ayuntamiento o de la Junta, y así, con toda naturalidad las describen los medios, que muchas veces, al hacerlo, se olvidan de la parroquia y no mencionan ni al cura ni lo religioso.

Pues bien, toda esa influencia social del sacerdote ha desaparecido, en la mayoría de los casos, para bien; en otros, como el enumerado últimamente, para mal; quedamos reducidos al papel de una ONG, que sirve al sentimiento religioso vago y generalizado, donde lo específicamente cristiano no aparece ni se celebra, aunque se trate de los misterios más exclusivamente nuestros, pero que, al no haber ya una fe popular y ambiental sana, se las considera puramente sociales o culturales; se han paganizado y olvidado su origen religioso, tanto en Semana Santa, como en otras fiestas patronales de los pueblos que tienen por objeto celebrar estos misterios.

De esta forma, el sacerdocio cristiano y lo que representa ha perdido su contenido, su rol, su misión, su autoridad pertinente. Y ahora son más importantes los cohetes y las verbenas que se organizan o el pregonero de turno o el cantante que viene para amenizar las fiestas, que tuvieron un origen típicamente cristiano, pero que ahora no aparece y ha quedado reducida a lo profano, a fiesta «cultural» o de «interés turístico».

Estos modos y maneras anteriores, a veces no estrictamente sacerdotales ni apostólicos, hicieron, sin embargo, que el sacerdocio y gremio clerical se sintiese valorado por el pueblo y por nuestras mismas familias, porque les daba poder humano y divino ante las gentes, aumentaban las vocaciones en las familias, y era interesante para muchos de nosotros, que nos sentíamos protagonistas en medio del pueblo y de los nuestros. Ahora, en cambio, no lo somos muchas veces ni en lo nuestro. Por eso también han descendido las vocaciones y no son valoradas por los padres y madres cristianas. El sacerdocio ha perdido poder y estima.

No digamos nada si a todo esto añadimos las ayudas económicas que prestábamos en tiempos de hambre o necesidades y me estoy refiriendo hasta los años setenta y tantos... «la Ayuda Social Americana»... Entre mis libros aparecen a veces esos «vales», que utilizábamos para poner los alimentos que dábamos a una familia, y que como eran tipo ficha, yo los empleaba para anotar las ideas de la homilía pertinente. La sociedad ya no recurre a nosotros para esos problemas. Siempre debió ser así, porque no era lo nuestro. Pero fue. Y ahora con las bodas civiles y algún intento de primera comunión civil no recurren a nosotros ni para lo nuestro. Ya no somos imprescindibles para un pueblo que no cree.

Y repetiré una y mil veces que yo no me he ordenado sacerdote, mejor, no me impusieron las manos para hacer obras de caridad, ni dar de comer ni hacer hospitales, ni asilos, ni repartir pan o medicinas; si hay que hacerlo, lo hago, pero no es eso para lo que me ordenaron ni me impusieron las manos. Debo trabajar para que nadie pase hambre, pero no es lo mío sacerdotal; debo preocuparme de que el hermano necesitado tenga ayuda, alguien cuide a los enfermos, pero yo no fui ordenado sacerdote para eso; lo fui esencialmente para la Eucaristía, la Palabra, la Guía del Pueblo de Dios, y si en ocasiones hay que organizar acciones caritativas y echar una mano, lo hago, pero no es la misión propia para la que Dios me llamó al sacerdocio.

Hay que tener mucho cuidado con desviaciones de los ministerios propiamente sacerdotales, que llevan directamente a Dios y lo sobrenatural, sustituyéndolos por otros servicios a veces más apreciados por las mismas gentes religiosas y no religiosas, por necesitarlos materialmente y que hacen que muchos curas seamos valorados, pero no por lo propiamente sacerdotal, sino por otras dimensiones, que, a veces, abarcan la mayor parte de nuestro apostolado.

El cura no es el asistente social del pueblo, empeñado en problemas puramente humanos y temporales de nuestra gente, con detrimento y olvido de la misión ministerial de la Palabra y Eucaristía y Salvación eterna y trascendente. Repito: hay que luchar por mandato de Cristo para que se hagan, y si hay que hacerlos, porque otros, que deben hacerlos, no los hacen, lo hacemos; pero no es mi cometido ministerial; y para eso, nada mejor que repasar la Oración que reza el Obispo para ordenarme sacerdote, que analizaré en otro libro, y que marcó todo mi ser y existir sacerdotal.

Mi misión es procurar de palabra y de acción que la caridad llegue a todos, pero la Caridad de Cristo, el amor de Cristo, el que lo conozcan y le sigamos, y desde ahí, todo lo demás. El corazón de mi mensaje será siempre Cristo, la filiación divina, la gracia y salvación eterna y trascendente para la cual vino y se encarnó; también curó enfermos, dio de comer a los hambrientos, pero no se encarnó para esto, no dio de comer a todos ni todos los días, ni la dimensión puramente humana fue la razón de su venida, sino aceptar y asumir todo lo humano para hacerlo divino, trascendente, hacernos hijos amados del Padre, y desde ahí y por eso, ayudar a los hombres en todo, pero mirando siempre lo trascendente y eterno y definitivo. ¿Cómo salvar al hombre si no lo redimo de su ignorancia y pobreza sobrenatural? Ese es el origen y el fin de mi sacerdocio, porque es Cristo. Y para eso, oración, oración personal, trato diario de amistad con Cristo, especialmente en el Sagrario.

5. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA PERSONAL DE DIOS EN EL SACERDOTE ACTUAL ANTE LAS IGLESIAS VACÍAS DE CREYENTES Y LLENAS DE TURISTAS,

Porque si no llegó a la fe personal, por la relación de amistad personal con Cristo por la oración, al perder este apoyo, y ver la iglesia vacía, algunos se quedan sin fuerzas para seguir con ánimo y luchar contra el ambiente. Como consecuencia aparece el desánimo, la tristeza y desconfianza en el sacerdote ante las iglesias vacías y celebraciones diezmadas; los templos permanecen abiertos para visitas turísticas y sólo se llenan en conciertos corales o artísticos, en actos «oficiales», profanos muchas veces; es cuando vemos juventud, porque en las celebraciones religiosas, la mayor parte de los participantes son personas mayores. El sacerdote que preside ordinariamente también es entrado en años.

  Por otra parte, lo que no se ve en la tele, no existe; y Dios y la Iglesia no aparecen en los medios de comunicación intencionadamente. Es más: lo que dice la tele es verdad: «lo ha dicho la televisión»; con el poder de la imagen, todos los días, los que suben a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc... predican y convencen a las gentes, sin el mínimo sentido crítico, de todo lo contrario al evangelio, y los llevan como una riada o vendaval a las separaciones y divorcios, a los divorcios exprés, a la uniones homosexuales, porque eso es lo que sale en la tele y en las películas; y eso tiene más fuerza que la predicación del cura; y eso si los sacerdotes y los obispos se atreven a condenar con constancia los errores y pecados de sus gentes. De esta forma la Iglesia se ha quedado sin poder moral, porque ahora son los políticos los que deciden lo que está bien y lo que está mal, mejor dicho, «lo políticamente correcto».

Lo que no se anuncia en la tele, radio y periódicos, no existe. Aunque sea el mejor y más eficaz. Pregúntenselo a las empresas y a las gentes. Ahora bien, la Iglesia no sale en la tele, no se anuncia, no predica su doctrina en los medios, luego no existe; no se habla de ella y del evangelio en la calle y con los amigos; total, que el cristianismo, la moral católica, la familia cristiana, el evangelio, los valores cristianos, el matrimonio con amor exclusivo y para siempre no existen»[34].

  Ante un mundo ateo, instituciones ateas, consumismo y materialismo ateo, «cabría decir que el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano». Este texto de K. Rahner, tan repetido en documentos actuales, voy a transcribirlo con mayor integridad:  

   «Para tener el valor de mantener una relación inmediata con el Dios indecible en el sentido de esa sobria espiritualidad, y también para tener el valor de aceptar esa manifestación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia, se necesita evidentemente algo más que una toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana.

            Se necesita una mistagogia o iniciación a la experiencia religiosa que muchos estiman no poder encontrar en sí mismos; una mistagogia de tal especie que uno mismo pueda llegar a ser su propio mistagogo... Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo, y aun a conciencia del descrédito de la palabra «mística» —que, bien entendida, no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo, sino que se identifica con ella—, cabría decir que el cristiano del futuro o será un «místico», es decir, una persona que ha «experimentado» algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales”[35].

  El sacerdote y todo hombre pueden tener muchas y variadas presencias o experiencias de Dios, pero la experiencia de Dios no está bien tratada en los estudios de los Seminarios y Universidades, es considerada excepcional, propia  de élites, para grupos selectos de personas religiosas, sin tener en cuenta las palabras del Papa en la NMI: «Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas»[36].

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre repetiré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

Si no estamos a solas con Él todos los días, --eso es la oración personal--, nos faltará la fe y el amor verdaderos para hacerle presente en palabras y acciones ante los hombres, nuestros hermanos; nuestro apostolado se mantendrá a niveles muy bajos de amor y eficacia salvífica, porque ya lo dijo el Señor: “sin mí no podéis hacer nada…”.

En los místicos siempre hubo unidad entre oración y vida.  Para Juan de la Cruz, la oración conduce a la vida y amor al hermano e inflama en el servicio apostólico. Entre tantos textos que nos recuerdan el profundo sentido apostólico de Juan de la Cruz, cuando el cristiano que vive la perfecta vida en Cristo lo imita en el amor del prójimo, nos place citar aquel Dictamen o Enseñanza espiritual, n° 10, de Eliseo de los Mártires, que nos ofrece una enseñanza y una imagen viva de Juan convertido en fuente de agua también para los demás.

Decía «que es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor. Porque, cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y es tanto el fervor y fuerza de su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solo al cielo, procuran con ansias y celestiales efectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto este de la perfecta oración y contemplación»

La pedagogía de los santos del Carmelo ofrece un camino de interiorización enraizado en la experiencia cristiana, basado en el misterio de la presencia de Dios en nosotros y en el crecimiento en la vida teologal y en el amor a la Iglesia y los hermanos. Ambos parten de Cristo y en Él encuentran al maestro de la oración, al mediador de la comunión con Dios que abre la oración a la comunión perfecta en la Trinidad y orienta hacia el servicio eclesial. Muchos contemplativos son verdaderos apóstoles y patrono de apostolados concretos[37].

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar «in persona Christi». Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice.

Me gustaría no tener que hablar así, ni tener que decir estas cosas, porque me supone incomprensión y reacciones dolorosas hacia mi persona; sé muy bien las reacciones desagradables que suscita en algunos hermanos, especialmente en algunos ambientes apostólicos; lo acepto con paz , pero esto es lo que veo y observo en algunos sectores de la Iglesia,  especialmente de la Iglesia de arriba, cabeza del Cuerpo Místico, desde donde la sangre santificadora tiene que llegar a los fieles y a todo el cuerpo, desde el Corazón de Cristo, a través de Obispos o sacerdotes, sacramentos de su presencia y canales de su gracia.

Y donde pongo sacerdote, pongo,  igualmente y con la misma fuerza y verdad, a todo cristiano, a todo creyente que quiera conocer, amar y seguir a Cristo, sea catequista, madre o padre cristiano, colaboradores apostólicos, que, al no tener una unión fuerte y personal de sentimientos y amor y vida con Cristo, esta sangre redentora no llegará en plenitud o con la plenitud necesaria al resto de los miembros del cuerpo de la Iglesia, de la parroquia, de la familia, de los catequizandos, porque las arterias están obstruidas por los criterios y programas y acciones puramente profesionales y por imperfecciones personales, incluso a veces infartadas las venas y los sarmientos, porque el corazón no vive ni vibra de amor, por falta de oración vivencial con la fuente que mana y corre, que es Jesucristo vivo y resucitado, Jesucristo Eucaristía: «qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche».

Queridos hermanos, queridos apóstoles de Cristo, hay que purificar la fe, los criterios, los sentidos, la mente y el corazón por la purificación de la noche de los sentidos y del espíritu por medio de la oración permanente que nos lleve a la conversión permanente, esto es, a la vivencia de la unción permanente en Cristo, para lo cual necesitamos hacer todos los días oración, vivir la Eucaristía, no sólo creer y celebrarla; desde Pentecostés, tiene que ser todo a partir de una fe purificada, sin criterios ni sentidos humanos, por la acción y el fuego de la oración contemplativa. Por cierto que esta poesía de San Juan de la Cruz, citada anteriormente, está dedicada a la Santísima Trinidad, a la vida trinitaria, cuyo manantial para nosotros, los hombres, el Doctor Místico lo pone en la Eucaristía.

Y ya, sin quererlo, he dicho donde está y encuentro el camino para esta experiencia viva, encendida, apasionada, infundida, impactada por Dios en el alma; el manantial y la fuente y el corazón de esta experiencia está en la oración personal en sus grados medios y más elevados de contemplación y de unión, realizada por Dios directamente en el alma, especialmente en la oración eucarística; es que teniendo allí la fuente, teniendo al Señor allí esperándonos como a la samaritana en el brocal del pozo del sagrario, no comprendo que no se le busque allí para encontrarle, para hablarle, para pedirle,  preguntarle y amarle.

Hay que subir por la montaña de la oración para verle a Cristo transfigurado en la cumbre del Tabor; para ser testigos ante los hermanos, --que tanto lo necesitan en estos tiempos de increencia--, de que Cristo está vivo y resucitado y llena tu vida de sacerdote, catequista, madre o padre cristiano; de que el cristianismo no es un sistema de verdades o valores sino una persona viva que llena de Luz y Verdad mi vida, --para qué vivo, y por qué y a dónde voy--, con el cual podemos hablar y dialogar y amar y sentirnos amados, porque para esa alma Cristo está realmente vivo y el sepulcro quedó vacío para siempre; y este Cristo vivo y resucitado es verdad, existe y es verdad, y llena mi vida y está en el Sagrario, en la Eucaristía  y me gusta estar con Él por lo que me dice y ama, y noto que su contacto me llena de vida y de amor y de amistad eterna conmigo y con todos los hombres. Es que si no lo encuentro en la Eucaristía, en el Sagrario, sólo en la predicación o acción, porque hablo de Él, en el fondo es pura teoría, un sistema de valores, pero en mi corazón está muerto, no ha resucitado, porque no lo encuentro vivo allí donde realmente está.

Hay que llegar a esta vivencia para que la religión no se convierta en una filosofía o un programa meramente ético, sino en una persona que murió por los que amaba y vino a nuestro encuentro, para que todos tengamos su misma vida, amor y felicidad; para eso vino y se encarnó y murió y resucitó y permanece en sacramento permanente de amistad que es la Eucaristía como misa, comunión y presencia, para ser amigo nuestro, para llevar a todos los hombres a la amistad con nuestro adorado Dios Trino y Uno, que éste fue el proyecto primero del Padre, recuperado de forma admirable por Él, puesto que para esto nos soñó el Padre y para esto fuimos creados, según sus mismas palabras: “Vosotros en mí, yo en vosotros, para que todos sean consumados en la unidad… el Padre os ama…” o con San Juan:  “Dios es amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su hijo como propiciación de nuestros pecados…”.

En una palabra, que todos nosotros, los cristianos, pero, sobre todo, los sacerdotes, estamos llamados, desde la unción y el mandato de Cristo, a ser testigos de esto que hacemos y predicamos,  y de esta forma, cuando queramos predicar a los hermanos estas verdades de Cristo y su Evangelio, nos  saldrán quemantes y convincentes. De otra forma, saldrán sí, ciertamente, pero no  quemarán ni contagiarán entusiasmo.

Necesitamos exploradores, testigos de la tierra prometida, de la amistad y la felicidad con Dios como sentido último y definitivo de la vida, testigos de que el pan eucarístico está lleno de Cristo que llena: “si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… yo soy el pan de vida… si alguno viene a mi no pasará más hambre…” y, por eso, le visitas todos los días y has puesto tu tienda a la sombra del sagrario y allí permaneces atado por el amor y no necesitas más que a Él; es más, sienten hambre de amar como Él, de tener sus mismos sentimientos, su misma vida y por eso no pueden pasar el día sin acercarse a su banquete y comerle de amor. Y éste debe ser el trabajo apostólico más importante, permanente y diario, que no acabará sino en el cielo. Hay que hacerlo todos los días, no cuando tengamos tiempo, porque Dios tuvo todo el tiempo por y para nosotros.

Necesitamos predicadores, que no sólo predican, sino que son testigos de lo que dicen, como los exploradores que mandó Moisés a la tierra prometida, y que vinieron cargados de los frutos que habían visto y palpado y comido. Éstas son las almas de oración profunda y permanente. Así convencieron a sus hermanos israelitas a caminar y sufrir y luchar hasta conquistar la tierra prometida.

Cuando se llega a esta experiencia, uno reconoce que ahí está la Verdad y la Vida; y lo único que lamenta es no haberlo hecho antes. Mirad cómo se expresa San Agustín en sus Confesiones, en este texto que viene el día de su fiesta, en la Liturgia de las Horas:

«¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y ví con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y  podrás comerme. Y no me transformarás en sustancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí.

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti»[38].

6. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA Y FE PERSONAL DE DIOS ANTE LA INSUFICIENCIA DE UNA FE HEREDADA Y FALTA DE APOYOS

¿Habéis pensado por qué muchos millones de españoles se han alejado de la Iglesia en estos tiempos modernos? Por muchas razones ciertamente. Pero para mí, una de las más importantes es que la Iglesia no tiene ese poder económico, esa influencia social, esa posibilidad de hablar con los jefes de la economía o incluso influir en su nombramiento, como tenía antes; y al no tenerlo, ya no les interesa una Iglesia pobre, sin poder; y se han ido, se han alejado, pero no de la fe, en el fondo no la tenían, sino de la “insignificancia” de lo religioso, que antes tanto significaba en lo humano, social y económico.

Ahora la gente va a otros sitios, a otros centros de poder social y político, de poder económico, que eso en el fondo es la política, y eso está hoy acaparado por el poder político y económico, que son los que acaparan también los medios de comunicación, los que suben todos los días a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc...        Consecuencia: que antes, mucha gente, sin ser nosotros conscientes ni ellos, iban al sacerdote, a la Iglesia más por lo que podían conseguir de ella y por medio de ella, que por Cristo y por potenciar su fe y su vida en Él; como ahora la parroquia no tiene ese poder influyente en lo económico y social, porque se lo ha llevado todo la política, pues allí va la gente, demostrándose así que muchos de nuestros feligreses venían a la parroquia más por las ventajas materiales y de enchufes que pudieran conseguir, que por la fe y la necesidad de vivir la vida cristiana, la vida de gracia y amor a Dios. He dicho muchos, pero no todos, porque ahora tenemos un resto de Yahvé más cristiano que aquellos.

¿Que esto no es verdad? ¿Que a ti no te parece que esta sea una de las causas principales del entusiasmo religioso de otros tiempos y de la ausencia actual de muchos bautizados en nuestras iglesias? Hagamos una prueba: Imagínate por un momento que la Iglesia volviera a tener aquel poder de antes; ya verías cómo empezaban a llenarse otra vez nuestros templos, a saludar, visitar y simpatizar con el párroco para pedirle favores, enchufes, colocaciones de los hijos... y no como ahora, que te has esforzado en hacer una boda que te venía en vacaciones, o un bautizo en días no designados... etc. y, al día siguiente, ni te saludan.

Es muy importante reflexionar y meditar sobre esto, sobre los deseos materiales de ahora y de siempre del hombre, sobre la tentación del demonio al mismo Cristo: “haz que estas piedras se conviertan en pan”, del deseo y tentación permanente del hombre de querer reducirlo todo, hasta lo sagrado y religioso, a éxito y poder temporal.

«Es que mi hija murió, es que Dios no me solucionó el problema que le encomendé, es que mi padre se separó, es que mi hijo está enfermo o no aprueba la oposición o no encuentra trabajo...» y le echan la culpa a Dios y muchos se han alejado de la Iglesia y de la fe por estos motivos también; y por esto, mucha gente ha dejado de rezar y creer y venir a la iglesia, porque ellos sólo quieren un Dios que les favorezca y esté a su disposición, que convierta las piedras en pan, en éxitos temporales, como San Judas, en algunos templos, que es más visitado que el mismo Cristo en el sagrario. ¿Por qué San Judas y algunos santos tienen tanto éxito y son tan visitados? ¿Por qué su ejemplo y su culto y veneración le ayuda a los devotos a ser mejores cristianos, cumplir mejor los mandamientos de Dios, a ser apóstoles de Cristo? ¡Ni hablar! Con todo mi respeto, pero con toda verdad, porque le van a salir bien todos sus asuntos materiales, es decir, por el egoísmo innato, que nos arrastra a todos y a algunos les lleva a la superstición.

Ésta es una de las razones por las que los políticos no quieren que la Iglesia tenga ni poder moral, social, ni caritativo... por eso la silencian totalmente en los medios y la persiguen y quieren suplantarla y considerarla como una ONG más, y para matrimonios y bautizos y primeras comuniones ya están las civiles de algunos ayuntamientos y para caridad, que siempre ha sido nota importante y especifica de la Iglesia, ahora está la Cruz Roja y las ONG.

Y no digamos otra faceta más de los medios de comunicación, que nos ridiculizan a cada paso y te ponen como modelo muchas veces de servicios sociales y humanos a las ONG de turno, verdaderos negocios a veces, como está escrito y demostrado, y silencian en los mismos lugares de pobreza o cataclismos a nuestras Misiones, la obra religiosa, caritativa y social y humana y divina más impresionante del mundo, con hombres y mujeres religiosos entregados de por vida a estar con los más pobres y necesitados, sin recompensa económica y humana y social de ningún tipo; verdadera presencia de Cristo entre los más pobres de los pobres.

Menos mal que, a veces, hasta los periodistas ateos, como uno que recuerdo ahora, y que así se declaró por la televisión, manifestó su asombro, en un reportaje de calamidades de un país africano, por lo que hacían los misioneros y misioneras y cómo morían allí después de 40 y 50 años de vivir olvidados, sin haber vuelto a la patria.

Tenemos que reconocer con tristeza y verdad, que hasta hace unos años, no todos los españoles iban por Cristo a la Iglesia; no recibían los sacramentos desde la fe, no se acercaban a Dios por ser Dios, sino por los beneficios que podían recibir de Él o de su Iglesia y de sus sacerdotes. Cosa que ahora no ocurre, porque el que no tiene fe, abiertamente lo dice y no va y nadie le dice nada ni se lo echa en cara, porque son muchos, son millones, no como antes, que iba todo el pueblo.

En cuanto la Iglesia perdió este poder, miles de jóvenes y matrimonios se han ido a donde están las ganancias posibles. Y ésta es una de las razones principales por las que no vienen ya a nuestras iglesias ni llenan nuestros templos y las misas están más vacías y se han hecho ateos. Un Dios que no les hace más ricos, sanos, poderosos... no les sirve. Además, «yo hago lo que me apetece», éste es su lema y su grito de libertad, mejor dicho, su grito de acción y vida en todo; decir Dios, es decir, mandamientos: el sexto, el noveno y el primero y todos los demás... es obedecer; solución: no creo, soy ateo y no tengo que obedecer ni dar cuentas a nadie. El ateísmo no es como el de nuestros tiempos jóvenes; discutíamos con los estudiantes con razones filosóficas y nosotros argüíamos con las “vías de Santo Tomás”. Ahora ni un sólo argumento filosófico o científico, ahora no se piensa ni estudia en los libros; ahora se «vive» sólo el tiempo presente y lo más cómoda y placenteramente posible: «yo hago lo que me apetece»: regla suprema de vida y de moral. Y Dios no me apetece porque entonces no puedo hacer lo que me apetece y en el horizonte veo sus mandamientos.

Y repito: si la Iglesia volviera a tener poder social, económico y hasta político como entonces, que nunca debió tenerlo ni dejarse seducir por ellos, como en otros tiempos los tuvieron hasta los Papas, en épocas determinadas de la Historia; repito, que, como ahora pudiéramos otra vez colocar y enchufar a la gente como antes ante los poderes económicos, sociales, y necesitasen de los informes de los sacerdotes para muchas profesiones y colocaciones y puestos de trabajo como en aquellos tiempos ¡cuántos informes me tocó hacer para enchufar a la gente! Repito e insisto en decir y afirmar que las Iglesias otra vez volverían a estar llenas. Haced la prueba mentalmente. Y fijaos en situaciones de iglesia parecidas a la nuestra de hace años, en países de América Latina, África, Oceanía... el mismo poder de los muljaindines musulmanes... es lo mismo de la Iglesia de siglos atrás, cuando tuvo estos poderes, y los Papas eran reyes.

Y esto mismo, pero de otra forma, es lo que en el fondo está presente en la vida y apostolado de algunos sacerdotes, que al no tener un amor, una experiencia personal de Cristo y de la eternidad que Cristo nos ganó, sentida y vivida y experimentada personalmente, viven mirando más lo humano que lo divino que nos trajo, más lo presente que la salvación eterna, por la cual se encarnó; se valora más lo humano que lo divino, lo puramente material que lo espiritual, porque esto es lo que más valora, aprecia y busca la gente. Y si el sacerdote no está apercibido y no vive lo trascendente, se queda sin el sentido de su sacerdocio, de los valores eternos, sin la exclusividad de cielo y del Dios que nos espera, como valor supremo de la vida y existencia humana. Y no sólo en los de abajo, sino quizás en escalas más altas al mero párroco. Sobre todo en teólogos de la liberación y de la modernidad. Mucho laicismo, trabajo del hombre para el hombre, porque eso es lo que la gente busca.

CUARTA  PARTE

RETOS MÁS IMPORTANTES QUE SE   PRESENTAN A LA IGLESIA Y A LOS SACERDOTES  EN EL MUNDO ACTUAL

Estos son algunos de los retos más importantes que se le presentan al sacerdote en el mundo actual.

1. PRIMER RETO: LOS TIEMPOS ACTUALES EXIGEN DE NOSOTROS SACERDOTES UNA FE  VIVENCIAL EN CRISTO, PORQUE NO BASTA EL AMOR HEREDADO Y ORDINARIO; HOY  NECESITAMOS UN AMOR EXTRAORDINARIO Y PERSONAL A CRISTO VIVO Y RESUCITADO, NO  PURAMENTE CONCEPTO O IDEA TEOLÓGÍCA

  Hoy no basta tener un amor ordinario a Cristo, hoy el sacerdote necesita un amor extraordinario, y ese amor solo se encuentra en la oración personal, especialmente eucarística, junto al Sagrario; y desde esta experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado luego puede hablar y predicarle como testigo convencido y viviente de lo que dice y celebra en la Eucaristía, no desde la teología o una fe que no se ha convertido en vida y vivencia por el encuentro de relación y amistad personal de la oración contemplativa:

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche. 

Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras
porque es de noche. 

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche. 

(de noche: por la fe)

Todos percibimos, aunque sea de manera muy genérica, que algo está cambiando profundamente en la conciencia religiosa de nuestra sociedad; en el mundo cristiano español hay separaciones, divorcios, abortos, eutanasia, uniones homosexuales, violencia del género, que es un eufemismo de los políticos actuales para no llamar a las cosas por su nombre, como es el matar un esposo a su esposa o viceversa, y más grave, matar a la esposa y madre con los hijos, y cosa inaudita, matar la esposa y madre a sus hijos juntamente con su esposo...

Lógicamente si esto ha cambiado en lo más profundo del hombre, también se tambalean otras convicciones íntimas de ese mismo hombre, que antes decíamos que era «naturaliter christianus», cristiano por naturaleza; pero como ahora no se respeta ni la ley natural, ni los lazos y vínculos y compromisos naturales, ni el amor natural, ni la verdad natural, tampoco se respeta lo más natural que existe, que es Dios, Dios creador del mundo, de los astros, de la vida y de la razón y el sentido del hombre sobre la tierra.

Dios no existe, ha dejado de existir «naturalmente» en el corazón del hombre, en la familia, en la educación de los padres, en la Escuela, en la Universidad; ahora sólo puede existir «sobrenaturalmente», «milagrosamente», es decir, al margen de lo natural, sin el apoyo de la educación, de la escuela, de la formación humana, incluso de la familia, la cosa más natural, donde ya no se habla de Cristo ni de religión.

Si la escuela no da religión, si la familia no educa en la fe y la educación humana en la escuela es deficiente, la Iglesia debe suplirlas, debe cambiar sus catequesis, sus exigencias, su preparación para los sacramentos, porque de esta forma no son recibidos con las condiciones que Cristo quiso al instituirlos y la Iglesia debe exigirlas para administrar los sacramentos de bautizos, primera comunión, bodas... ¿Qué pasa entonces? Pues lo que pasa, muchos disgustos pastorales, porque vemos que estos sacramentos de Cristo se dan muchas veces sin la fe debida a Cristo y necesaria para su eficacia. Así que muchas veces la parroquia es un supermercado más de la ciudad, pero de artículos religiosos.

Y lamento tener que empezar diciendo que seguimos celebrando Sínodos y reuniones pastorales y arciprestales con un concepto rancio y anticuado de apostolado, sin dar primacía a la gracia, al “sin mí no podéis hacer nada”, suponiendo en los bautizados la fe cristiana que precisamente hay que transmitir. Páginas y más páginas, libros enteros, conferenciantes teólogos que hablan como si todo dependiera de nosotros, de nuestras actividades y organigramas y poco o nada de la espiritualidad del apostolado.

Dice Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, al tratar de decirnos cómo debemos trabajar y orientar la renovación pastoral en el tercer milenio, para que no se ponga en puras programaciones de actividades pastorales, como seguimos haciendo, sino en la primacía de nuestra unión con Cristo, en la primacía de la espiritualidad de nuestras acciones, el buscar directamente a Cristo, la fe, la vida de amor a Dios en nuestras actividades, pero no de una forma «transversal», sino directa y fundamentalmente, como inicio, camino y final de todo apostolado:

«Primacía de la gracia

38. En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración».

Tenemos que orar personalmente, incluso en la oración litúrgica, entrando así en el corazón de los ritos y misterios celebrados, no sólo litúrgicamente, y encontrar en ellos a Cristo vivo y celebrante, puesto que es el que los realiza y al que presto mi humanidad, mis manos y mis labios para que pueda realizarlos en «memorial eterno» dentro del espacio y del tiempo.

Hemos de exigir la fe personal en Cristo a nuestros feligreses, a no ser que queramos seguir bautizando, confirmando, casando... sin necesidad de la fe en Cristo a quien no conocen ni siguen nuestros «sacramentandos»; sin catequesis para sembrar o potenciar o convertirlos a la fe en Cristo; sin confirmar a nuestra juventud en la fe, casando en la iglesia, pero no por la Iglesia o en Cristo, como muchos novios que ni creen ni lo tienen presente a la hora de unirse en matrimonio, que no es sacramento además, porque no es amor exclusivo y para toda la vida, sino hasta que dure, y a veces no dura ni el viaje de novios. Conozco casos. Los canonistas te dicen que esos matrimonios son nulos. No es honrado ser testigos de ese sacramento en esas condiciones.

¿Cuántos sacerdotes piensan que dar el bautismo a niños en la fe de sus padres, que positivamente dicen y manifiestan no creer ni rezar, les ayudará luego a rezar y recibir una educación cristiana a estos niños bautizados en estas condiciones? Cuando te encuentras con casos parecidos, ¿cuántas veces tienes que cambiar la liturgia del bautismo sobre la marcha, porque sientes vergüenza para decir que los padres son testigos de la fe, se comprometen a educar en la fe cristiana a sus hijos y ellos son pareja de hecho, no están casados, están “arrejuntaos” que decíamos antes o han dicho no a Dios casándose en el Ayuntamiento y ahora dicen sí a Dios pidiendo el bautismo que damos a los hijos pero apoyándonos en la fe de los padres? ¿Y cómo van a creerse los niños de Primera Comunión que Jesucristo es Hijo de Dios y Señor y está en el pan consagrado, cuando sus padres no comulgan nunca ni les han visto de rodillas nunca en la iglesia, ni van a misa los domingos, ni han rezado con ellos en casa y sólo aparecen por la iglesia el día de su Primera Comunión? ¿Para qué sirven los cursillos prematrimoniales para chicos que confiesan no creer en Cristo, viven al margen de la Iglesia, incluso votan contra ella y la critican continuamente y que lógicamente se casarán “en la”, pero no “por la Iglesia” porque es un marco muy bonito para la ceremonia y las fotos del recuerdo? ¿Cuántos enfermos rechazan la Comunión, al sacerdote y la Unción y luego algunos sacerdotes, por sistema, para quedar bien con la familia y demás, les meten en el cielo en la homilía, sin contar con Dios, el único que salva o condena?

Si sigue, como actualmente, sin el apoyo natural de los padres, la Iglesia lo tiene muy difícil para educar en la fe a estos niños, para los cuales sus padres son como dios, son los que más los quieren y aman y se fían de ellos, como si fueran el Dios verdadero. Muchos padres modernos ni creen, ni rezan ni van a misa ni les hablan de Dios a sus hijos ni sus hijos les ven de rodillas nunca ante Dios, aunque pidan bautismos, comuniones y demás para sus hijos; uds. me dirán...

Todo esto que he dicho ahora, no lo he dicho porque quiera analizar la pastoral de los sacramentos y sus dificultades; no, no es lo que pretendo ni lo que me interesa ahora. Lo que me interesa ahora es decir que todo esto puede influir muy negativamente en la fe y en la vida espiritual no sólo de los que reciben así los sacramentos, sino de los mismos sacerdotes que puedan administrarlos de esta forma. Y lo que decía el Vaticano II, de que la vida litúrgica tenía que ser fuente y cima de toda la vida cristiana, se convierte en un cáncer de la vida espiritual de los sacerdotes, si no se atreven a administrarlos como Dios quiere y la Liturgia y la Teología y la Moral mandan. Y puede matar su sacerdocio, no digamos su alegría y gozo sacerdotal.

¡Cuánta mentira! ¡Qué paradoja, que todos nos estamos tragando sin meter mano en el problema y estamos bautizando y dando comuniones y confirmando sin hacer más cristianos, más jóvenes confirmados en una fe que algunos públicamente dicen no tener y le confirmamos en el Espíritu Santo, a quien no conocen ni han oído hablar de Él, porque en muchas catequesis de Confirmación ni se habla de Él, porque sería un tema muy elevado para los chicos y se aburren! Confirmarse en una fe que no estamos convencidos de que la tengan, bautizar en la fe de unos padres que no la tienen, casarse en Cristo en quien no creen ni quieren comprometerse en un amor exclusivo y para siempre como el de Cristo.

¿Dónde está la exigencia absolutamente necesaria de la fe en Cristo para poder recibir los sacramentos? ¿Por qué no tenemos en cuenta lo que exige la teología y la moral católica y está definido dogmáticamente para recibir los sacramentos? Si yo no lo hago así, por no tener disgustos y problemas, estoy negando a Jesucristo, no creo que Dios sea lo primero y absoluto, que exija ser adorado y que yo me ponga de rodillas ante su Persona y mandatos, no valoro la fe y la gracia del Señor, estoy demostrándome que mi fe no es sincera, porque no estoy dispuesto a defenderla contra indiferentes, ignorantes conscientes o enemigos de la misma.

Lo he dicho y predicado muchas veces: la gente de ahora es buena; vienen los novios al cursillo prematrimonial, son buena gente, pero no tienen ni idea del evangelio, de las parábolas, de Cristo ni de su doctrina ni de sus enseñanzas, ni saben ni rezar, te preguntan qué es eso de la Inmaculada, sencillamente porque ya no se lo enseñan de niños ni en casa, ni en la escuela y a veces... con ciertos modos de preparar a los sacramentos, ni en las catequesis.

Antes veíamos claro que el hombre era «naturalmente cristiano», porque, aunque no fuera a misa, el ambiente lo protegía, las costumbres eran cristianas, el ambiente era cristiano y la familia era cristiana. Ahora, el niño y el joven y el adulto no tienen apoyos, y esto es lo que quiero decir también en relación con el sacerdote, ha perdido el apoyo de los padres que piden sacramentos; ha perdido el apoyo del ambiente cristiano, de las costumbres cristianas... por tanto, tiene un reto: tiene que pasar de una fe heredada o social o popular o comunitaria a una fe personal, vivida y elaborada desde sólo Dios, sin apoyos de personas, individuos y teología y moral, que ya no se viven.

Todo este reto se convierte automáticamente en una tentación, que le llevaría a secularizar los sacramentos y luego su espiritualidad personal y luego su mismo ser y actuar sacerdotal, al dar los sacramentos sin las disposiciones exigidas por Cristo, para no sufrir y complicar su existencia y su relación con los padres o jóvenes «ateos», en la petición o recepción de los sacramentos.

Por otra parte, ahora también, el fenómeno de la increencia, en sus diversas manifestaciones de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para que vivo, por qué vivo... ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios, que tiene como denominador común que Dios no me tiene que decir lo que está bien o mal moralmente sino que son los votos, con lo que decidimos lo bueno y lo malo, mejor dicho, «lo correcto» en las circunstancias actuales: de ahí, el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales, son buenas porque lo dice el hombre; lo que haya dicho Dios no cuenta, no existe para nosotros. Ha bastado que un partido tenga un puñado de votos más para que esto sea la verdad y aquello, falso. No se busca el bien o la perfección de la persona, sin imponer mis intereses, imponiendo mi opinión y mis apetencias instintivas.

Como consecuencia de esta cultura de la increencia, cada uno decide lo que está bien y lo que está mal y que ordinariamente es lo que le apetece: «yo hago lo que me apetece», es la frase que más se repite en la calle y en la televisión; esto ha dado origen a unos comportamientos colectivos que tienen como denominador común, la no necesidad de Dios, acostumbrándonos a vivir en la caducidad del tiempo y de las cosas, sin trascendencia y eternidad, sin otra mirada superior de criterios y de vida, que es la del Dios infinito, que nos creó por amor y nos ha llamado a compartir su misma felicidad para la que fuimos creados, empeñándose el hombre por acomodarse a esta finitud, que nos llena de las migajas de las cosas finitas, -consumismo-, y nos priva de la hartura y de la plenitud de Dios, lo cual, por otra parte, está produciendo más vacíos, depresiones, suicidios, crímenes... que nunca, porque queremos suplir nuestros deseos de lo infinito, con cosas y más cosas, y llenamos nuestras casas de todo, y a nuestros hijos les damos y les llenamos de todo, y ahora resulta que les falta todo, porque les falta todo, que es Dios. Dios no cuenta para nada a la hora de orientar o motivar la vida humana y diaria. Esta es una herencia más del marxismo, del paraíso en la tierra, para lo cual ha evolucionado de una filosofía atea, no hay más cielo que lo presente, a un pragmatismo real utilitarista y consumista, y ha pasado de la ideología, que no arrastraba, a la estrategia utilitarista y consumista atea, sin Dios, para mantenerse en el poder.

Y como esto da votos, le han imitado hasta los partidos de raíces cristianas. Por eso, ahora, todos los partidos políticos, unos más que otros, van buscando los votos de la mayoría, y como la mayoría nunca será exigente, no establecen leyes que exijan para conseguir esos valores humanos que no se pueden conseguir de otra forma, ni eduquen hacia lo superior, hacia la cumbre de lo perfecto humanamente que siempre será con esfuerzo y abnegación; no, ahora todo debe ser fácil, dulce, placentero, sencillo; la vida, la enseñanza, un juego. Lo exigente se llama no práctico. Citaré una vez más a José M. Lahidalga:

«La gente joven acusa una cierta <flojera> personal: la abnegación a la baja. Vamos a terminar nuestro boceto. Y no queremos hacerlo sin ofrecer a nuestros lectores un pequeño comentario sobre una actitud personal que observamos en nuestros jóvenes y que nos llama poderosamente la atención. Nos referimos a esa especial <flojera> que acusa, en general, la gente joven cuando tiene que habérsela con las dificultades de la vida. Quizá una consecuencia del hedonismo que les rodea en las sociedades opulentas. Lo tienen todo y les cuesta privarse de algo que les apetece. Lo quieren tener, y ya.Al instante. No saben esperar y dar tiempo al tiempo.

Los que somos mayores, muy mayores, y hemos pasado por situaciones de pobreza y escasez, tendemos a calificar de <blandos> a estos jóvenes de ahora. Pensamos: no tienen el <espíritu de sacrificio> que se nos inculcó a nosotros. No aguantan nada. Se derrumban enseguida. Tiran la toalla.

Los creyentes, fieles al Evangelio, hemos hecho nuestra, por lo menos en teoría, una actitud fundamental, que es algo más que una actitud religiosa. Pensamos que vale también en el mundo secularizado en que vivimos. La convivencia, por ejemplo, en pareja o en familia, no es posible sin una buena dosis de abnegación o negación de sí mismo. Pensar en los otros y querer ayudarles, si no hay esa actitud humana, que no tiene por qué tener una motivación religiosa, es un deseo vano.

Esta palabra —abnegación— tiene hoy mala prensa. Sobre todo en las nuevas generaciones. Se piensa que es lo contrario a la autoestima o al amor a sí mismo o a la realización personal a tope. Se piensa que es como tener que renunciar a algo que nos gusta. Una especie de amputación de la persona. El Diccionario de la Lengua nos da una pista nada despreciable para no sacar las cosas de quicio. «Abnegación: sentimiento altruista que mueve al sacrificio de los propios afectos o intereses en servicio de Dios o para el bien del prójimo>.

Lo que sí podemos afirmar es que el mundo, nuestro mundo, está en crisis. Y en este mundo en crisis la juventud, nuestra juventud, está ejerciendo un papel importante. No vamos a decir, una vez más, que el sintagma <crisis es una polisemia. Ya lo hemos glosado muchas veces, y aquí mismo. Comporta un doble significado. Hay una crisis-peligro (cambio a peor) y una crisis-oportunidad (cambio a mejor). Y la gente joven está participando, y, activamente, en la doble vertiente del cambio. Lo hemos podido comprobar respecto de la realidad humana del matrimonio. Ya están sugeridos los cambios. Conocemos los dos aspectos de la crisis. Los lectores ya están al tanto de <lo que va de ayer a hoy>. Nuestros jóvenes están poniendo en peligro algunos valores sustanciales en la visión humana y cristiana de la vida. Lo dicho en nuestra colaboración anterior. Y esto hay que denunciarlo sin complejos[39]».

El concepto sobre el hombre, la vida, el matrimonio, la sociedad es ateo, sin Dios, sin religión, sin racionalidad completa, y, desde luego, sin trascendencia. Por eso se lo ponen muy difícil al evangelio, porque tenemos que luchar contra unas actitudes y comportamientos pragmáticos más que contra un pensamiento filosófico o racional sobre el hombre y la sociedad, caracterizado por un estilo de vida consumista superficial, de disfrute inmediato, de sólo lo presente, el futuro no importa, de trivialidad no comprometida en nada y menos religioso, de alergia al estudio, a la reflexión, a la filosofía de las cosas y, lógicamente, a la mirada trascendente de la vida, a las preguntas últimas que nos trae el evangelio de Cristo.

Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo, y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, Internet, películas y muchos libros y novelas... laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los «mass media», en los cenáculos académicos, en las reuniones de pseudofilósofos. en las tertulias de la tarde en las teles, verdadera droga para muchas mujeres y jubilados que permanecen en casa.

Y este aire y ambiente es lo que respiran a bocanadas llenas nuestros feligreses, contra el cual los párrocos, los catequistas, los padres de familia se las ven y se las desean para educar en la verdad, en la constancia, en la renuncia, en el amor, en la verdad del hombre y del matrimonio a sus hijos, y no digamos en la fe, desprestigiada públicamente y desaparecida de la educación. ¿Cómo educar en la fe cristiana a estos jóvenes del botellón, de las relaciones prematrimoniales, de la píldora abortiva, del aborto a los dieciocho años, del alcohol y la droga, del «yo hago lo que me apetece»

Así es cómo la increencia, desde la vida y desde la práctica, ha llegado hasta nuestros templos y acciones sagradas, que corren el peligro de no ser acciones de Cristo, de no ser sacramentales y santificadoras, porque ni dan gloria a Dios ni santifican a los que las celebran, porque a veces se realizan en la increencia, sin fe en el mismo Cristo y en los misterios que celebramos, consagrando más bien esa increencia en muchos bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y bodas que no deben hacerse, si tenemos presente a Cristo y su evangelio: “Tú crees en mí”; “Si alguno quiere ser discípulo mío, —yo no obligo, yo no te fuerzo a ser de los míos, pero si tú lo quieres ser—niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Conocer a Cristo, seguir y cumplir sus mandamientos, celebrar su Eucaristía, es imprescindible, a no ser que nos acostumbremos a dar sacramentos sin Cristo, a confirmar en la fe sin fe en Cristo... Y como “Jesús es el mismo ayer, y hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos, pues muchos comen pero no comulgan con el Señor; muchos son bautizados pero no son convertidos, porque no tienen ni viven en condiciones para desarrollar esa fe, amor y esperanza, virtudes sobrenaturales que nos unen a Cristo y muchos se casan en la Iglesia, porque es muy bonito el marco para las fotos y demás, pero no se casan en el Señor.

Es el consumismo que ha llegado a la Iglesia. El consumismo religioso, el “tomar y llevar” de las tiendas; la parroquia es una tienda más, que me vende y barato, un producto que no me exige fe, ni práctica religiosa ni vida cristiana ni conversión ni me cuesta ningún cambio en mi vida, ni me exige creer y practicar el evangelio. Eso está bien para llenar el tiempo de algunas homilías pero nada más. Porque luego no se exige nada de eso en la vida del cristiano.

2 SEGUNDO RETO: HOY, PARA NO CAER EN UNA PASTORAL PROFESIONAL Y SECULARIZANTE, SE NECESITA UNA FE PROFÉTICA, PERSONAL Y VIVENCIAL EN EL SACERDOTE.

Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no viene o se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral, que nos impida acercar al Cristo verdadero a este hombre moderno.

La tentación descrita anteriormente no puede rebajar nuestra acción pastoral al nivel de lo que le gusta al hombre actual, rebajando igualmente la moral, la teología y la liturgia, reduciéndolas a meros conceptos, necesarios para aprobar en el Seminario, predicar luego, pero no para exigirlo en la práctica, porque nadie nos lleva el control de esto. Cristo sí lo lleva, porque “Él es el camino, la verdad y la vida” y no quiere esta pastoral o liturgia donde Él no es camino de la Verdad y por tanto no puede ser vida para los que reciben así los sacramentos, que de esa forma no santifican ni llevan al encuentro personal y salvador con Él.

En los tiempos actuales ateos y rebajados moralmente, para no caer en una pastoral mediocre, es necesaria la fe y la experiencia de Dios en los sacerdotes; este es su reto, y que a veces no se entiende, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, y también porque ahora, no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

El ambiente de la sociedad actual nos obliga a ser creyentes cabales y enteros, apoyados solamente en Cristo, sin ayuda a veces de catequistas convencidos, tan necesarios siempre, y sin padres verdaderamente creyentes y religiosos, imprescindibles en todas las épocas, sino laicos y ateos, que no apoyan, es más, pueden contradecir con su comportamiento, falto de fe y práctica religiosa cristiana, lo que nosotros enseñamos y debemos exigir en nombre de la verdad de la fe y celebramos en la misma liturgia de los sacramentos, que tenemos que cambiar sobre la marcha, sobre todo el bautismo, porque cinco veces le dice la Iglesia que deben responsabilizarse y dar testimonio de la fe cristiana y los padres o no están casados o lo están por lo civil o nunca les hemos visto celebrar el domingo con la comunidad.

Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios, a ser creyentes de cuerpo entero, que convencidos por experiencia personal de lo que predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo, de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás. Y como esto cuesta, no esperes mucha ayuda de hermanos sacerdotes para esta pastoral.

La acción pastoral actual, la Liturgia, las catequesis, actualmente, muchas veces, no nos llevan a un encuentro con las personas divinas, sólo a conocimientos y verdades. Mucha teología y poco encuentro personal. Se predica una doctrina sobre Cristo, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con él. La presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas, que realmente vividas. Falta en no pocos cristianos, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como alguien a quien se busca conocer con más hondura, al que no se cansa uno de descubrir, del que se recibe continuamente miradas y toques de amor, alguien que está en el centro del propio vivir y sin el que uno se derrumbaría y caería en el sinsentido de una vida absurda.

Para que nuestro trabajo pastoral pueda ser comunicación viva de la salvación de Dios, sería necesario, a mi juicio, un cambio de rumbo fundamental, para lo cual se requiere que, en el origen de nuestra acción evangelizadora, ha de estar Cristo, pero no simplemente como fundador o legislador, sino vivo y resucitado, como está en la Eucaristía, en la Palabra, en la Asamblea, como Espíritu que da vida, como sembrador de lo Absoluto, como camino actual, que lleva al Padre.

Antes, un cristiano, aunque no tuviera una fe personal viva, la fe social le mantenía. Hoy, como esa fe ha desaparecido, nos obliga a pasar de una fe heredada a una fe experimentada personalmente en Cristo. Si no es así, no tendremos convencimiento, ni fuerzas, ni deseos, ni constancia para comunicarla a los demás.

Necesitamos una pastoral con interioridad, hecha en Espíritu Santo. Y para eso, nuestra vinculación mística con Cristo. Necesitamos fe personal apoyada directamente en Dios, que se haga viva caridad apostólica, operante por el Espíritu Santo; una fe, que haya hecho la experiencia de ese camino, desde fe heredada hasta fe personal y experimentada por la Oración y Eucaristía; que haya recorrido, en general, desde oración discursiva, pasando por la afectiva, hasta oración de unión con Dios contemplativa, como explico en otra parte de mi libro; una fe, que, en los sacramentos y en la Eucaristía, haya pasado de hacer los ritos, a celebrar con Cristo y comulgar con Cristo “en Espíritu y Verdad”.

Se acabaron las formas y las apariencias externas, los moldes, que antes bastaban. Hoy estos no son suficientes para ser predicadores o catequistas de la fe; hoy hay que ser testigos de la fe; hoy no se puede hablar de oración, de vida espiritual sin ser un montañero experimentado de la oración y de la experiencia de Dios, para luego enseñar el camino recorrido en tu oración personal hasta llegar a la cima del encuentro personal con Cristo, hasta poder decir: Dios existe y me ama, Cristo ha resucitado y vive y me ama, lo siento y experimento, y ha bajado y está aquí en el pan consagrado y me salva, como lo hicieron y siguen haciendo madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Isabel de la Trinidad, Teresita, Teresa, Juan de la Cruz y tantos y tantos y algunas personas de nuestras parroquias, que tienen experiencia del Dios vivo, en largos ratos de intimidad y oración personal y eucarística y que tanto bien les hace y está haciendo a la comunidad luego con su presencia y en reuniones.

Hoy, las circunstancias hacen imprescindible la experiencia del Dios vivo, precisamente porque el pueblo cristiano la ha perdido con la lluvia ácida del consumismo, hasta el punto de que debemos hacer extensible a todos los creyentes el pensamiento y las palabras de Karl Rhaner: «el cristiano del mañana será un místico, o no será, “no será cristiano». Y esto vale y con mayor razón para nosotros, sacerdotes.

Cuando yo estudiaba en el Seminario, los enemigos de la religión eran filósofos y la mayor parte de las objeciones y dificultades eran metafísicas, venían de la gente intelectual; ahora no hay dificultades metafísicas, nadie te pone razones abstractas para rechazar la religión, ahora es el consumismo, la reducción del hombre al instinto el que se encarga de la ley natural y sobrenatural y se carga lo divino.

No hay leyes, conductas ni mandamientos que guardar, cada uno puede hacer lo que le plazca: «Yo hago lo que me apetece» es hoy, en general, el principio regulador de la vida humana: por eso no hay matrimonio fiel, familia estable, sexo masculino o femenino, amor y defensa de la vida como algo sagrado e intocable, ni yo me comprometo toda la vida en el matrimonio, no; sino que yo me caso hasta que me canse, y por si no fuera suficiente ya la ley anterior del divorcio o parejas de hecho, ahora se aprueba el divorcio de fin de semana, de viaje de novios, el divorcio exprés... o las uniones homosexuales, que harán esquizofrénicos a los hijos sin padre o sin madre, sobre todo sin madre, sin tener la ternura y la experiencia de una madre... Y cuando te lleguen estos niños y niñas con dos padres o con dos madres, ahora tú transmíteles la fe, bautiza, da la primera comunión a estos niños, a esta generación... tendrán que cambiar antes los Rituales de Bautismo, Confirmación...

El consumismo se ha cargado la metafísica y la ley natural, los valores humanos morales, éticos, religiosos. La ley suprema, el dios de la vida a quien se sirve, es el consumismo. Y cuando no solo una cosa, sino incluso una persona humana no valga para consumir, no aporte placer o utilidad, la matamos, aunque sea vida humana; y para no llamarlo por su nombre, este crimen lo regulamos por leyes y lo legitimamos para salvar al que más puede y así tenemos abortos, eutanasias, manipulación de embriones de vida humana y todo lo que venga y que no tiene todavía nombre...

Así hemos convertido la vida humana y el mundo en una fábrica de producir y consumir. Y hemos matado el amor, la gratuidad, el deber, la renuncia, el sacrificio, la fidelidad, el amor... todo es hasta que me convenga.

Y si una madre es capaz de matar a su propio hijo y todos los demás lo consentimos y aprobamos con nuestros votos, hemos matado entre nosotros el amor, la vida humana, porque no esperemos que una madre que mata a su hijo va a cuidar luego de su padre anciano o enfermo, para eso está la eutanasia física o social, aunque se les llame centros de recogida; y menos esperemos que ame al vecino o al de enfrente o que perdone, como Cristo nos enseña en el evangelio... estamos incapacitados ya para amar en plenitud, como Cristo quiere, y por tanto, para ser felices en plenitud.

Así que nos queremos menos todos, estamos todos más tristes, los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos más tristes, tenemos menos confianza en amigos y en la gente. ¿Existen hoy vecinos..., amigos... amor de madre?

Al desaparecer Cristo y su verdad sobre el hombre, sobre el matrimonio, sobre la sociedad, ha desaparecido el modelo obligado del amor extremo, obedeciendo al Padre, hasta dar la vida. Ha desaparecido la moral auténtica, porque ha desaparecido antes la relación y la referencia a Dios de nuestro obrar; desaparece la religión, la religación y el deseo de unión y perfección en Dios. Y no me vengáis con casos particulares, yo hablo de la mayoría, yo estoy hablando de la sociedad en general.

Esta falta de fe, de experiencia de Dios y de vinculación mística con Cristo, en el sacerdote, favorecetodo un estilo de trabajo pastoral marcado predominantemente por lo exterior, por la actividad, la planificación y la organización, con una clara minusvaloración de lo contemplativo, de lo interior, de vida según el Espíritu, de «atención a lo interior y estarse amando al Amado». Estarse amando al Amado en la oración o en la Pastoral o en la Liturgia bien celebrada algunos sacerdotes lo consideran poco práctico, poco pastoral. Por eso, de estos temas, jamás se habla en las reuniones de arciprestazgo o pastorales; queda por si algún conferenciante de turno viene de paso. Se trabaja intensamente buscando un cierto tipo de eficacia y rendimiento pastoral, pero se trabaja como si no existiera el misterio.

«Y esto lo podemos ver en los diversos campos. En la evangelización, predomina hoy en la Iglesia una concepción excesivamente doctrinal. El cristianismo es un sistema de verdades, no una persona. Para muchos, lo decisivo parece ser propagar el mensaje y la doctrina de Jesucristo. Naturalmente, esta manera de entender las cosas, crea todo un estilo de acción pastoral.

Se busca, antes que nada, medios eficaces y de poder, que aseguren la propagación del mensaje cristiano frente a otras ideologías y corrientes de opinión; se promueven estructuras y se organizan acciones que permitan una transmisión eficaz del pensamiento cristiano; existe verdadera preocupación por hacer crecer el número y la capacidad pastoral de laicos comprometidos (catequistas, monitores, profesores de religión...). Todo ello es, sin duda, necesario, pues evangelizar implica también anunciar un mensaje. Pero se olvida algo esencial: el Evangelio no es solo ni sobre todo una doctrina, sino la persona de Jesucristo y la experiencia de salvación que en él se nos ofrece. Por eso, para evangelizar es necesario hacer presente en la historia de los pueblos, en la convivencia de las gentes, en el corazón de las personas, la experiencia salvadora, liberadora, iluminadora, esperanzadora que nace de Jesucristo.

Por todo ello, no basta cultivar la adhesión doctrinal a Jesucristo. El acto catequético, la predicación y la misma teología, cuando se configuran al estilo de cualquier otra exposición doctrinal, corren el riesgo de convertirse en palabras, a veces hermosas y brillantes, que pueden satisfacer la inteligencia, pero que no alimentan el espíritu ni comunican la presencia salvadora de Dios. Y, sin embargo, el hombre de hoy está necesitado de que alguien le ayude a descubrir esa presencia de Dios latente en lo hondo de su corazón.

Lo mismo se ha de decir de la pastoral litúrgica. Con frecuencia, las celebraciones aparecen escoradas hacia el discurso racional, la efusión sentimental o la exteriorización ritual, con un claro déficit de experiencia interior. Se hacen esfuerzos importantes por devolver a la liturgia su lugar central en la vida de la comunidad cristiana, pero falta muchas veces una interiorización del misterio salvador que se celebra y una personalización de la Palabra que se proclama. Se canta y se ora con los labios, pero el corazón está con frecuencia demasiado ausente»[40].

3. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS POR LA SECULARIZACIÓN DE LA FE EN UNA MALA (CIVIL-SOCIAL) ADMINISTRACION DE LOS SACRAMENTOS

La secularización es el resultado de un proceso histórico que señala una vigorosa toma de conciencia de la autonomía del hombre y de los valores terrenos sin necesidad de relacionarlos con Dios: cultura, arte, moral, política...

El hombre se ha convertido en el centro del mundo, quitándole a Dios. El hombre moderno ha vuelto a comer del árbol del bien y del mal, como Adán, y ya no tiene en cuenta en mirar a Dios para saber lo que está bien o mal, es él quien dicta la moral, lo que hay que hacer o rechazar como bueno y como malo. El cosmos y la naturaleza ya no son principios orientadores; el hombre ha sometido al cosmos y a la naturaleza y las domina. Y de esta forma el hombre es el creador de la ciencia, de la moral, de las leyes. El hombre es el sentido y la explicación de este mundo en evolución permanente. La naturaleza gira en torno al hombre y está a su servicio.

Por eso, el hombre ya no busca el encuentro con el Absoluto en la contemplación de la naturaleza. Hoy muchos jóvenes y adultos no saben mirar la naturaleza como obra salida de las manos del Creador y no saben cantar con San Juan de la Cruz:

1.      ¿A dónde te escondiste,

  Amado, y me dejaste con gemido?

  Como el ciervo huiste,

  habiéndome herido;

  salí tras ti clamando, y eras ido.

2.      Pastores los que fuerdes

  allá por las majadas al otero,

  si por ventura vierdes

  aquel que yo más quiero,

  decidle que adolezco, peno y muero.

3.      Buscando mis amores

  iré por esos montes y riberas;

  ni cogeré las flores

  ni temeré las fieras,

  y pasaré los fuertes y fronteras.

4.      ¡Oh bosques y espesuras

  plantadas por la mano del Amado!,

  ¡oh prado de verduras

  de flores esmaltado!,

  decid si por vosotros ha pasado.

5.      Mil gracias derramando

  pasó por estos sotos con presura

  y, yéndoles mirando,

  con sola su figura

  vestidos los dejó de hermosura.

Y desde esta exaltación de los valores profanos y antropocéntricos, desligados de toda relación a Dios y a la naturaleza y a los valores humanos naturales, es corto el camino que nos conduce a la desvalorización de la Salvación Eterna y Divina. No hay más salvación que la humana y terrena. El hombre no necesita de la religión, ni de Cristo ni de su gracia ni de Dios. Como se ve fácilmente, toda esta manera de pensar y de actuar crea interrogantes a la esencia del cristianismo, a la naturaleza de la misión de la Iglesia y al significado y finalidad del sacerdocio ministerial.

En un mundo así secularizado, lógicamente el trabajo y la función del sacerdote no es comprendida; para muchos es algo inútil y superado, propio de otras épocas de ignorancia, o a lo sumo, es un profesional del culto para un resto de creyentes mayores y jubilados de la vida real, que aún permanece, o simplemente un agente social de ciertos servicios sociales, pero nada más, y sin relevancia de ningún tipo. Debe prestar ese servicio siempre que se lo pidan y sin necesidad de fe o de haber vivido o no dentro de la comunidad cristiana, sin saber cómo vive o ha vivido o muerto, cosas que ya ni se preguntan por el mismo sacerdote. Se trata de bautismo, de bodas, te lo traen muerto, tú lo entierras, aunque haya sido un perseguidor de todo lo cristiano o haya manifestado públicamente ser no creyente. Lo puedes enterrar y rezar por él, pero no hacerle una homilía que le metas en el cielo. Se puede hablar de muchas más cosas de la vida resucitada. 

Esto hace que el sacerdote y lo que hace se considere insignificante, porque la gente no lo pide o celebra en relación o referencia a Dios ni a la fe, sencillamente, porque no creen ni se le exige la fe; de esta forma, el sacerdote, acomplejado ante su trabajo, desea a veces otros trabajos complementarios, que le den la sensación de ser útil y valorado por trabajar como los demás.

Por razón de esta secularización, el trabajo pastoral es martirial, porque supone mucha valentía ser testigo claro y valiente de la fe en Cristo, y lleva consigo muchos sufrimientos e incomprensiones por parte incluso de los mismos creyentes. Quiero decir más llanamente: el apostolado hecho con fe y desde la fe supone hoy recibir muchas bofetadas, necesarias todas desde una administración correcta y santificadora de la gracia de la Predicación y de los Sacramentos.

Por eso, el apostolado, medio de santificación para el sacerdote, realizado debidamente y desde la caridad pastoral, se ha vuelto hoy sumamente peligroso, una verdadera trampa, un verdadero peligro, una verdadera tentación, que puede llevar consigo la autodestrucción de su identidad sacerdotal, desde una administración no profética de los dones de Dios. Hoy no se trata de que un sacerdote sea más profeta que otro, hoy todos debemos ser profetas y testigos, esto es, mártires y testigos de la fe.

Me explico: viene uno a pedirte un sacramento; tú estás convencido de que no debes dárselo, porque para algo sabes Liturgia y Teología y sabes que sin fe y las debidas condiciones no se debe conceder. Por presiones ambientales, por miedo a ser profeta incomprendido, a defender la gloria y el honor debidos a Dios, por miedo a incomprensiones y críticas... celebras el sacramento. Aparentemente no pasa nada; desde luego, externamente, no se nota nada, la gente ha quedado agradecida y no “como otros sacerdotes que...”; por otra parte Dios está mudo, no porque no hable claro por los evangelios y la doctrina de la Iglesia, o porque la teología y la moral católica no hablen con claridad sobre las condiciones de ser discípulo de Cristo o de recibir los sacramentos, sino porque no hay mayor sordo, que el que no quiere oír.

Es tan violento a veces celebrar los sacramentos en estas condiciones, que, como los Rituales están hechos desde la fe y para creyentes, sobre la marcha, en la administración del bautismo, por ejemplo, hay que suprimir o modificar algunas preguntas y oraciones en la celebración, porque resultan violentas o suenan a mofa para estos padres concretos, que no tienen fe o no la viven como es obligado, incluso, públicamente.

Pero hay sacerdotes tan <comprensivos>, por no decir otro calificativo, que sería el correcto, que cambian hasta la misma naturaleza del sacramento que están administrando, teniendo que cambiar su misma teología, y hasta su misma liturgia que está hecha desde una concepción correcta teológica y litúrgicamente del sacramento, del misterio que se está celebrando.

Pues bien, con esta forma de dar los sacramentos ni damos gloria a Dios ni santificamos a los hombres ni hacemos Iglesia ni realizamos la misión que se nos ha encomendado ni nos santificamos en nuestro sacerdocio y apostolado, como nos pide el Vaticano II, por la caridad pastoral. Se olvida hoy la forma de hacer cristianos en los primeros y en todos los tiempos: “Id por el mundo entero y predicad el evangelio: los crean que sean bautizados y entren a formar parte de la Iglesia”; así no hacemos Iglesia; nadie se va agregando; es más, de esta forma estamos destruyendo el concepto y la realidad de comunidad, y estamos perdiendo la fe viva y verdadera en Dios y sus misterios y las iglesias cada vez más vacías, porque a estos hermanos y a estos sacramentados no les volvemos a ver más por la iglesia. A otros, sí, a los que recibieron o pidieron los sacramentos como la Iglesia quiere y nos manda. Y estos son los que quedan y nos acompañan en la comunidad.

Sin embargo, Dios existe, y aunque no le escuchemos, Él lo ve todo, y ve que preferimos nuestra honra a la suya, y como Dios es Dios, y no puede dejar de serlo, no puede menos de ser Verdad y Vida; ¿y qué pasa? Pues que te alejas de Él actuando de esta forma y a la vez autodestruyes tu sacerdocio y a la verdadera Iglesia de Cristo.

El itinerario es el siguiente: no has valorado el sacramento, presencia viva de Cristo y de su gracia; la gente se da cuenta también de que esto no tiene valor porque lo vendes a ningún precio de fe y de estima por el Señor; si lo haces así, como consecuencia, no tendrá valor a la larga para ti y, de esta forma va entrando dentro de ti el microbio que destruye tu fe y amor personal a Cristo, el cáncer de pulmón que poco a poco te dejará sin aire ni respiración de fe y amor verdadero y personal al Cristo presente y que actúa en los sacramentos; así, sin tú quererlo y darte cuenta, al dar los sacramentos y la gracia y los dones de Dios sin valorarlos, poco a poco entra dentro de tu corazón el convencimiento de que no tiene valor en sí lo que haces: tu ministerio, tu sacerdocio no vale nada; Dios no vale nada... es la crisis de fe, de sacerdocio, de apostolado verdadero y auténtico...

Pero no hemos terminado. Ahora todos, de una forma u otra, pertenecemos a un arciprestazgo, a una unidad pastoral y programamos conjuntamente... ¿qué pasa? Como cada uno piensa según vive, salen estos y otros temas, hay discusiones, ¿qué hacemos? Pobre Iglesia de Cristo...

Te has preferido a Dios y esto, hecho con continuidad, produce crisis de identidad sacerdotal. No valoramos lo que administramos; no valemos, por tanto, tampoco nada los administradores, porque lo que administramos no tiene ningún valor para la gente ni tampoco para nosotros mismos, se puede dar por nada, sin fe, porque la gente no se disguste.

De esta forma tu sacerdocio termina no valiendo nada para ti. Esta es la causa de la secularización exterior y total del sacerdote que deja el sacerdocio, pero también de la secularización interior del sacerdote que puede llevar hasta el abandono de su santificación, del gozo sacerdotal, de la búsqueda, mirando a Dios por encima de toda otra mirada, la verdadera eficacia apostólica.

No, si los sacramentos se dan, pero luego nos quejamos de que la gente no viene a la Iglesia ni aumentan los grupos de postcomunión o confirmación; no hay grupo de adultos que quieran cultivar la fe y el amor a Dios... para qué van a venir y molestarse, si las cosas de la Iglesia se las dan igualmente; es más, incluso para gente sin formación y poca fe como la de ahora, estos sacerdotes son buenos, trabajadores y sobre todo, “muy comprensivos”. Y así un sacerdote puede llegar a perder su identidad sacerdotal. Las consecuencias y el resultado son crisis de fe desde una mala administración de lo sagrado. Rutina y cansancio en una caridad pastoral mal realizada, porque no se realiza en el amor y en la fe en Cristo, sino en nuestra comodidad y falta de compromiso: “Los Apóstoles predicaban la palabra de Dios, y los que creían se bautizaban y entraban a formar parte de la comunidad”.

4. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE MI VIDA DE PÁRROCO, EN CONTINUA RELACIÓN CON ESTOS PROBLEMAS.

Esto mismo, desde otros niveles, lo veo descrito así por J.A. Pagola:

«Todo lo que venimos diciendo favorece el desarrollo y sostenimiento de la mediocridad espiritual como fenómeno generalizado. Esta mediocridad no se debe sólo a la debilidad, la impotencia o la infidelidad de cada individuo, sino que se debe también, y sobre todo, al clima general que creamos entre todos en el interior de la Iglesia, por una forma empobrecida de entender y de vivir el hecho religioso.

Muchos cristianos, observantes fieles y practicantes piadosos, no llegarán a sospechar nunca la experiencia salvadora que podría significar para ellos una comunión más vital con el Dios de Jesucristo.

Este clima generalizado de mediocridad espiritual produce como primera consecuencia una especie de bloqueo de la acción evangelizadora. A la Iglesia concreta de cada lugar se le hace difícil ahondar en la fidelidad a su misión. Solo una experiencia nueva del Espíritu de Cristo resucitado presente en ella la podría hacer menos dependiente de un pasado poco evangélico, menos sujeta a las presiones mundanas del presente...

Ante esta mediocridad y falta de vigor espiritual, uno no puede evitar la sensación de que en todo esto se oculta una larvada infidelidad. Una infidelidad de contornos poco precisos, que no es fácil decir exactamente en qué consiste, que no procede siempre de las intenciones y de las actuaciones concretas de quienes se desgastan en el trabajo pastoral, pero que está ahí en la raíz de todo, impidiendo la expansión de la verdadera evangelización. Esto no es la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con Jesús y que quedaron sacudidos por la presencia transformadora del Resucitado. Aquí falta Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, acogido en el fondo de los corazones.

La falta de una experiencia mística de la salvación cristiana trae consigo el riesgo de desfigurar y pervertir la acción pastoral. La evangelización no brota del corazón, como irradiación o prolongación de lo que vive el evangelizador. Es fácil, entonces, que el trabajo pastoral se convierta en una actividad más entre otras, incluso a veces más absorbentes por ser más vinculantes para uno.

Pero, sobre todo, cuando falta la experiencia mística de Jesucristo, pronto aparecen los signos que la delatan: el trabajo pastoral se convierte fácilmente en actividad profesional; la evangelización es propaganda religiosa ideologizada desde la izquierda o desde la derecha; la liturgia, en ritualismo vacío de espíritu; la acción caritativa, en servicio social o filantrópico. Pero hay más. No es fácil vivir en el mundo sin ser del mundo.

Ser fiel al evangelio sin caer prisionero de lo que se piensa, se siente y se vive en medio de la sociedad. Una pastoral, espiritualmente débil, fácilmente se deja arrastrar por «el mundo». Quien no se inspira en Jesucristo, termina copiando de los hombres. Cuántos esfuerzos de renovación, «aggiornamento» y adaptación han terminado en una pastoral que era más «de este mundo» que «de Dios».

En esta misma línea, es fácil observar cómo nobles esfuerzos de acción pastoral terminan, a veces, sometidos a una ideología de un signo u otro, que prevalece sobre lo esencial de la fe. Cuando falta unión mística con Cristo es fácil el riesgo de sentirse más vinculado a ciertas ideologías de la época que a la misma fe. Brota entonces la ambigüedad e, incluso, el escepticismo y la incredulidad sobre la fuerza transformadora del evangelio»[41].

Y qué pasa si el sacerdote se niega a administrar los sacramentos de esta forma. Pues primero: que Dios existe, que Cristo existe, al menos para el sacerdote y para los verdaderos creyentes y parroquianos; segundo: que los sacramentos son algo importante y, para recibirlos, no basta pedirlos sino que hay que prepararse y tener condiciones particulares de fe, esperanza y amor cristianos; tercero: que la gente se entera de que el sacerdote valora lo que hace y a lo que ha entregado su vida, negándose a dar los misterios de Dios a ningún precio; y de esta forma, esta pastoral, si se hace con prudencia, hace bien a Dios, a la Iglesia, al cura, a la feligresía y al pueblo, a la verdad y moral católica. Y cuarto, y esto es lo más importante: esto da gloria a Dios, hace Iglesia y nos santifica y salva a todos, y manifiesta que Cristo existe y es verdad, y es verdad todo lo que dijo e hizo.

Para explicar un poco más esta dificultad, bastante generalizada hoy en la Iglesia, teníamos que meditar un poco en el evangelio, cuando Pedro, ante la pregunta de Cristo, de qué dice la gente de Él, Pedro, en nombre de todos los Apóstoles, responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Afirma la Mesianidad y la Divinidad de Jesús. Esta profesión de fe es la esencia de todo cristianismo. Sin esta fe en la divinidad y medianidad de Jesús no hay catolicismo. Esta es la puerta para entrar en la fe de la Iglesia Católica.

Afirmar que Cristo es Dios significa estar dispuesto a poner de rodillas toda nuestra vida delante de Él y todo cuanto soy; significa vivir para Él, esforzarse porque Él sea lo absoluto de mi vida. Así lo entiende el católico verdadero. Todos los bautizados en Cristo han hecho esta profesión de fe y entrega. Para esto hay que luchar, orar, convertirse todos los días. Esto es lo que significa vivir la fe.

Este Evangelio desarrolla dos aspectos: primero la Mesianidad: “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado”; luego la Divinidad: “y resucitar al tercer día”. Pedro, que en el Evangelio anterior no había tenido dificultad en confesar ambos aspectos, ahora le cuesta trabajo comprender el sufrimiento de Cristo. Y Pedro se opone a este camino porque Él no sabe que ese es el camino que el Padre le ha trazado a Jesús. Y Jesús adora al Padre y quiere cumplir totalmente su voluntad aunque le lleve por la pasión y la muerte hasta la resurrección. Jesús quiere obedecer, entregando su vida al Padre, para la salvación de los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida. Y Jesús le llama Satanás a Pedro. A quien hace poco le había bendecido ahora le maldice.

¿Por qué esta reacción tan fuerte y distinta de Jesús en relación con Pedro? Porque Jesús quiere obedecer al Padre hasta dar la vida, adorando su voluntad, antes que a los                         hombres, incluso ante la incomprensión de Pedro y los Apóstoles; y Pedro, con su deseo de alejarle de ese sufrimiento, del que él no sabe la razón, trata de desviar a Jesús del camino de la voluntad del Padre, a quien Él adora con amor extremo. Aprendamos esta lección todos los sacerdotes, tan necesaria en estos tiempos tan martiriales de fe y de sangre derramada.

5. LA EXPERIENCIA DE DIOS DESAPARECE SI ADMINISTRAMOS BAUTIZOS CIVILES, PRIMERAS COMUNIONES CIVILES Y  BODAS CIVILES DENTRO DE NUESTRAS IGLESIAS

Porque se dan como si Dios no existiera en los sacramentos. Es un peligro inmenso para los sacerdotes, para su vivencia de fe. Y lo peor y lo trágico de todos estos sacramentos, a los que yo me atrevo a llamar civiles, no es lo que supone de imitación o mofa de los católicos, porque se den en el Ayuntamiento por el Alcalde o los Concejales; lo peor de todo y el reto que se nos plantea a los sacerdotes católicos es que se celebren, no en el Ayuntamiento, que ya es triste, sino en nuestras propias iglesias, como ya he dicho anteriormente, y nosotros seamos los oficiantes.

Porque vamos a ver: ¿qué es lo que se requiere para recibir los sacramentos católicos? Fe, lo primero fe, y en algunos, además de creer en Jesucristo, estar en gracia y estar dispuestos a vivir según el Evangelio.

Los Apóstoles encontraron un mundo más difícil que el nuestro. ¿Qué hicieron? ¿Cambiaron el evangelio? ¿Qué hicieron en la primitiva Iglesia, qué exigían los Apóstoles para entrar en la comunidad cristiana? “Los Apóstoles predicaban la palabra de Dios, y los que creían se bautizaban y entraban a formar parte de la comunidad”. ¿Qué fueron los catecumenados de los primeros siglos, para qué y en qué consistían aquellas catequesis mistagógicas, qué pasos tenían que dar y por qué habían establecido esos pasos para recibir los sacramentos, especialmente la Eucaristía? Eran los pasos necesarios de formación y vivencia de la fe para recibir los sacramentos con verdad y dignidad, para gloria y alabanza de Dios, en la que pocas veces se piensa y siente, y para la santificación de los creyentes en Cristo.

Este es el segundo o tercero, bueno, este es otro reto que tenemos en el momento actual: la cristiana, la necesaria, la correcta administración de los sacramentos, de la gracia y los dones de Cristo.

Paradójicamente, para no necesitar de estas exigencias, junto a la increencia religiosa cristiana, se está produciendo en la sociedad actual el fenómeno sustitutorio de los <nuevos cultos>, esto es, el consumismo religioso, un supermercado de cultos, sacramentos, religiones y dioses. Y lo cristiano para muchos es una más.

Cuando parecía que el hombre moderno había secularizado la cultura, resulta que el consumismo religioso actual ofrece al hombre moderno una carta muy surtida de toda clase de sectas, ritos, religiones, cultos diabólicos, magias, amuletos, tarot, espiritismo, supersticiones y cosas peores si hablamos de sectas satánicas, ocultismo, magia negra..., etc.

Y es que está claro que el hombre no puede vivir sin Dios, sin religión, y cuando este sentimiento religioso no se orienta correctamente, cae en la idolatría de las cosas, en el consumismo, que quiere sustituir a Dios por los objetos, y hace así dios a los adivinos, videntes, horóscopos, como advertía ya Chesterton con su proverbial causticidad: <Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo>.

Y es que cuando Dios deja de ser nuestro fin, nuestra vida, nuestra razón de ser y existir y amar..., nuestra seguridad y razón de vivir y la felicidad la queremos poner en las cosas presentes. Ante el reto de las falsas religiones, ante el reto de los sacramentos civiles, es la hora de la verdadera religión, de la verdadera experiencia de Dios, de sacerdotes que tengan experiencia de lo que predican y celebran, de la verdadera experiencia cristiana en nuestros feligreses, madres y esposos cristianos, al menos, para que nos sirvan de orientación y apoyo.

Porque si no hay experiencia, si celebras años y años la misa, la comunión, y no has sentido nada... si crees en el Cristo del Sagrario y no le saludas ni te pasas un rato ante Él todos los días, no digo tanto rato como ante la tele o tu ordenador..., si te aburre Cristo o su evangelio no te dice nada y así lo demuestras con tu forma de comportarte ante Él... mira que yo soy sacerdote desde hace 50 años... a mí no me vengas con cuentos..., si te aburre Cristo, tú no puedes entusiasmar a la gente con Él, ni con su Eucaristía, misterios, verdades... ¿como vas a entusiasmar a la gente con Cristo, querido hermano sacerdote, si a ti te aburre?

Es la hora de la autenticidad, de ser verdaderamente santos, místicos, convertidos, la hora de vivir en conversión permanente a Él, de ser testigo del Invisible, del Misterio del Dios verdadero.

Ante estos hechos modernos, el reto y la urgencia pastoral no es la reacción violenta, sino «firmiter in re, suaviter in modo»; es la hora no de rechazos bruscos y posturas reaccionarias, sino de exponer con calma y paciencia en cada petición de un sacramento una verdadera catequesis sobre él y sus condiciones para que ellos mismos juzguen si creen en Cristo, en la Iglesia, si viven o están dispuestos a vivir el evangelio

Por nuestra parte, es la hora de una mayor purificación de nuestra fe y apostolado; es la hora de la fe viva y trabajada mediante una oración de conversión y de Eucaristía permanentes; es la hora de la verdad, de la mística verdadera, de la experiencia de Dios, de la fe y el culto experimentado y vivido, de la oración que pasó por la meditación y la oración afectiva, por lo menos, en que ya se siente el primer gozo y experiencia de Dios, y mejor si avanzamos a la unión con Dios en la oración contemplativa, donde ya no te deja pensar y discurrir el Señor, porque estás en el Tabor y sólo puedes decir: qué bien se está aquí: son los sacerdotes de la oración diaria, aunque en temporadas cueste; la hago porque Dios es Dios, la hago, sienta o no sienta, porque quiero amarle sobre todas las cosas, también sobre mi egoísmo de sentir o no sentir; a estos nadie ni nada les tumba ni les asusta, ni el pecado ni la misma muerte porque han llegado a la experiencia del cielo en la tierra, que es Dios, y Él está dentro de ti.

Sin esta experiencia, sin esta vivencia, con sólo ideas y teologías, en que la religión se convirtió simplemente en un sistema más de verdades, como aquellos sistemas de ideas abstractas de filosofía, que estudiábamos en nuestros años de seminario, es muy difícil, por no decir imposible, que el agua viva, el Dios vivo llegue a los que nos escuchan, porque la vida de Dios se comunica, a través de nosotros, a los hermanos, al modo de los sarmientos: “yo soy la vida y vosotros, los sarmientos... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto... sin mí no podéis hacer nada...”.

Los Apóstoles fueron sarmientos muy distintos antes y después de Pentecostés; y era el mismo Cristo, incluso le vieron resucitado y le tocaron, pero permanecieron con las puertas cerradas, “por miedo a los judíos”; era el mismo evangelio, el mismo Cristo, ya resucitado, creían las mismas verdades, pero no se atrevían a predicarlo “por miedo a los judíos”. ¡Por miedo a los judíos! Con qué humildad, con qué sinceridad lo expresan los evangelios para que nosotros aprendamos. Y eran los Apóstoles de Cristo, nuestros padres en la fe. De seguro que más de uno me criticará por hablar así. Pero no me importa, aunque sufra por ello. Quiero seguir el modo evangélico, decir la verdad, aunque duela. Pero vamos a lo que estamos diciendo. ¿Por qué cambiaron radicalmente los Apóstoles con la venida del Espíritu Santo? Ya lo he dicho y lo repetiré muchas veces en mi vida. Porque fue Pentecostés, porque vino el Espíritu Santo, que es el mismo Cristo, pero hecho fuego y llama de amor viva, Espíritu de Amor del Dios Trino y Uno, y lo sintieron en amor vivo por dentro, en su mismo espíritu, y al sentirlo así, lo comprendieron todo porque lo experimentaron, y ya no pudieron permanecer por más tiempo en silencio, abrieron los cerrojos y las puertas para que todos les escuchasen y todos, aun siendo de diversas lenguas, los entendieron, porque hablaban el lenguaje del Amor del Dios que es Amor, pero desde la experiencia, no desde el puro conocimiento o teoría.

Cristo ha de pasar en nosotros de ser teología y concepto verdadero a ser llama de amor viva en nuestro corazón, como en los Apóstoles. Pero es necesario un Pentecostés. Y para que haya Pentecostés “los apóstoles estaban reunidos en oración con María, la madre de Jesús”. Sólo por la oración llegamos a Pentecostés, a tener experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado.

Por eso, la Iglesia siempre ha tenido y ha necesitado en todos los siglos, santos y místicos que tanto bien nos han hecho a todos. Y este reto es el que nos pide la carta Apostólica de Juan Pablo II NMI, para mí no suficientemente estudiada y asimilada por la Iglesia, especialmente los que tienen que dirigir por los diversos aspectos de la vida pastoral: el primer apostolado de la Iglesia, el primero y fundamental, la santidad; y para ser santos, el camino es la oración, la oración y la oración que nos lleva a la conversión permanente hasta la Unión con Dios. En Cristo conocido y amado en la oración, radica todo mi apostolado, si quiero hacerlo con Cristo y desde Cristo como sarmiento suyo. No todas mis acciones son verdaderamente apostólicas, para que lo sean, necesito la vida, la savia de Cristo, porque soy sarmiento suyo: “Y ni el que planta ni el que riega... sino el que da el incremento, Cristo”. «Oh Dios mío, quién te buscara con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean» (S. Juan de la Cruz).

¡Señor, que te busquemos siempre de verdad, en todo y sobre todas las cosas y circunstancias!

6. OTRO RETO: EL SACERDOTE MODERNO, EN UN MUNDO CON MÁS SEXO Y MENOS AMOR, TIENE MAYORES DIFICULTADES DE FE Y SEGUIMIENTO TOTAL A CRISTO.

Aquí meteríamos también todas las tentaciones provenientes de la condición celibataria del sacerdote en un mundo lleno de sensualismo. Ahora, no se concibe una amistad pura, sólo por afecto limpio; ahora, desde la juventud, todo es y está orientado al sexo; la tele, las películas, la vida misma actual de chicos y chicas, en simples encuentros primeros o semanales, termina en el sexo indiscriminado, por puro pasatiempo. Y el sacerdote es célibe, lo cual no es solamente que no puede tener relaciones sexuales con una mujer, que es lo que todo el mundo entiende por el celibato, sino que no puede tener amor y ayuda de esposa, de amar a una mujer con amor total de esposa, porque ese amor el célibe lo tiene y consagra a Dios, sólo a Dios, y por Él y desde Él puede amar a todos.

Y esto obliga a mayor soledad que antes; por una parte, por el peligro ambiental; y por otra, por el peligro personal de la virtud de la castidad, hoy incluso poco valorada y públicamente pisoteada y ridiculizada; sobre todo, porque se ha entronizado el sexo por el sexo y sin amor. Con todo lo cual, nuestro instinto, nuestra carne, que todos tenemos, como los mismos santos, algunos de los cuales fueron peores que nosotros en esta materia antes de convertirse y llegar al amor total de Cristo, nuestros instintos, repito, se sienten más incentivados hacia lo carnal, que impide este amor total a Cristo sobre todas las cosas, incluso sobre el amor conyugal y de entrega a una esposa, a una mujer.

Y que conste ya desde este momento, que jamás defenderemos el celibato ni queremos ser célibes porque el matrimonio sea más imperfecto, no; léase el Vaticano II; de esto los Padres del Concilio tuvieron mucho cuidado cuando hablaron del celibato, ya que antes de hablar de él en el Presbyterorum ordinis habían hablado y defendido el matrimonio, como camino de santidad, y la llamada de todos los hombres, sea cual sea su estado, a la santidad.

Por eso esta tentación de ser célibes en un mundo con más sexo y menos amor se convierte para nosotros automáticamente en un reto, en un camino de santidad, que aceptamos al ser sacerdotes, donde puede haber o no haber fallos, pueden existir más o menos, ¡nunca escándalo público! ¡Dios lo quiera y lo consiga! porque lo quiere y nos ha llamado a amarle, a amarnos en totalidad y gratuidad sin recompensa de instinto. Este es nuestro reto: tender siempre al amor total a Cristo y por Cristo, con amor total y gratuito, sin recompensa de sentidos, a los hermanos y hermanas.

Al sustituirse el amor por el sexo, se le complica la vida al sacerdote celibatario, porque la gente tiene esa mentalidad y no va a hacer una excepción con el cura. Así que tenemos que tener más cuidado, sobre todo, con el Internet que lo facilita a todas horas y fácilmente, sin complicaciones. Antes, el sacerdote podía tener más compañías femeninas, hoy es más peligroso por los motivos aducidos. En consecuencia, el sacerdote se encuentra más solo afectivamente, máxime cuando ya la hermana o la sobrina ya no quieren vivir en el pueblo o necesitan trabajar.

Si tiene una <canónica> relativamente joven, la gente desconfía; si la tienes mayor, debes tú cuidar de ella; si no la tienes, de no ser un manitas, la cosa no marcha bien en la cocina o en la limpieza del piso y te toca comer todos los días de latas y conservas y precocinados. Tampoco la economía de un cura da para una buena asistenta. Hoy hay muchos que no lo consiguen, quedándose solos y aislados en la casa parroquial, fría y melancólica. Tampoco se encuentran fácilmente, digo que sean aptas y apropiadas. La propia familia te deja solo: ya no hay sobrinas, ni tías solteras, quedan sólo las madres....

Por otra parte se han hecho tentativas de vida en común entre sacerdotes, y la cosa no resulta fácil: diferencias de gustos, costumbres, egoísmos, amor propio, mentalidades diversas. De todas formas nosotros no somos religiosos. Y a los religiosos la vida comunitaria tampoco les resulta fácil. Porque viven juntos, pero a veces separados, no comunitariamente. En tiempos pasados, el sacerdote siempre encontró abundante y más que suficiente compañía en sus feligreses. El ambiente y las circunstancias eran distintas. Pero el hombre será siempre hombre y la mujer, mujer. Si de niño o joven el sacerdote no tuvo rostros femeninos de amor célibe que le amaran gratuitamente, sin nada de sexo, como son sus padres, sus hermanas y amigas de infancia o juventud, le va a ser más costoso este camino del amor célibe, que en definitiva es amar con totalidad de amor a Dios y con esa gratuidad de amor de Dios a los hermanos. Esta es la parte positiva del celibato. La negativa es huir de lo carnal, es amar gratuitamente a la mujer o al hombre sin recompensas de carne.

Dice J. LAPLACE:

<En efecto, es peligroso presentar tan de prisa la cumbre de todo amor. Dios es el Amor, pero es invisible, y, como de todo lo que es invisible, corremos el riesgo de que la imaginación nos haga de Él la idea que nosotros queremos. El amor no es verdadero sino cuando es palpable. A menudo he sentido ganas de decir a tal o cual joven que sueña con la donación total: ¿Quieres darte a Dios? Tienes tal potencia de imaginación que, incluso a los seres que te rodean, empleas años enteros en descubrirlos como en realidad son, aunque estén en tu presencia en carne y hueso para hacerse recordar de ti. Con mucha más razón si pretendes amar a Dios, a quien no ves. Crearás de él una idea que no tendrá nada de común con la realidad. Hay que tomar al pie de la letra la frase de San Juan: «Aquel que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»[42].

Para ser exactos, aún hay que decir: ¿cómo amará a sus semejantes quien no ha aprendido, siendo amado él mismo, lo que es amar? Ésta es una etapa frecuentemente pasada en silencio. Decís a ese muchacho replegado sobre sí mismo: Date a los demás. Pero, ¿qué sentido tiene para él esta invitación? Él se reparte con buena voluntad en obras generosas, se inquieta por saber si hace el bien como es debido, se esfuerza en imitar a éste o a aquél. Pero el amor sigue siéndole ajeno. No puede amar sino en la medida en que ha sido amado y en que ha sido alguien bajo la mirada de otro.

Por tanto, hay que partir de la experiencia que cada cual hace del amor desde su primera juventud. Estamos marcados por ella hasta en las profundidades de nuestro ser. Déle un padre y una madre, se podría decir en muchas ocasiones a tal o cual director espiritual impotente para inspirar a su dirigido el sentido de la oración o de la donación de sí. El desbloqueo de los problemas afectivos permitiría la apertura a una vida espiritual y a la comunicación con los demás.

Para que el sacerdote no vea el amor a Dios y a los demás como un puro sueño, debe apoyarse en esta experiencia que todo ser, desde su juventud, hace del amor con que es amado. El contacto prolongado con las vidas sacerdotales —como con las otras, de seguro— pone ante esta evidencia: muchas dificultades de la edad madura tienen sus raíces en infancias mal aceptadas o mal conocidas. Incluso existen expresiones de generosidad apostólica que corresponden, si se las mira más de cerca, a esfuerzos inconscientes por huir de una infancia que avergüenza. Este o aquel muchacho, admirado de todos por su abnegación, hubo de darse cuenta un día de que, en su proyecto de vida sacerdotal, trataba de huir de unos padres que no le amaban. Tales situaciones no son tan raras. Algunas caídas de la edad madura se explican por estas carencias de amor.

Hay que volver a estos humildes comienzos —si fuera verdad que en la obra de Dios hay estadios inferiores o desdeñables—. Estamos implicados en una historia —la nuestra— en la que todo permanece. El amor dado es primeramente un amor recibido. El hombre debe ser reconocido antes de darse él mismo. Movimiento en dos tiempos, que sólo cesa al cesar la vida. Así aprendemos el amor y nos convertimos en centro de relaciones.

Pero, ¿y si esta inmersión en mis raíces me hace comprobar que el amor no ha tenido para mí un rostro humano? ¿Qué puedo hacer, entonces? Por lo menos, no escapar a esta objetivación de mí mismo y reconocer en mí esa necesidad fundamental que todos tenemos de ser amados.

El amor evangélico siempre tiene este rostro humano, y a través de este mismos rostro es como el hombre conoce el amor de Dios>.

Por eso la base de relación con la mujer, que es muy importante para la vida personal y pastoral del sacerdote, depende en su parte principal del concepto y vivencia que el sacerdote tenga del celibato. Qué mujeres más santas y trabajadoras y ejemplares y entregadas a Cristo he encontrado y sigo encontrando en mi vida. Verdaderas mujeres cristianas, llenas del Espíritu de Cristo, de Espíritu Santo. Estas mujeres saben amar y ayudar y darse gratuitamente desde la vivencia de su amor a Dios, sin pensar ni complicarte la vida.

Pero junto a estas, ya sabemos todo cuál es el denominador común de la mujer y del hombre, máxime en estos tiempos, donde para los mismos jóvenes de ambos sexos el erotismo es puro divertimiento, mientras que a nosotros nos va la vida en ello.

Todos sabemos cómo aman la mujer y el hombre, siempre van buscando algo de recompensa, de carne. Estamos hechos así instintivamente. San Pablo: “carne y espíritu, deseo lo que es mejor pero hago lo que no quiero, el cuerpo lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne”. Es el pecado original. No asustarse. No taparse los ojos ni ignorarlo: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias: quiere decir que estamos bien constituidos por Dios; ahora ni hundirse en la soledad o en la tristeza. A luchar se ha dicho hasta que el espíritu venza a la carne. Y mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada. Y Dios siempre nos perdona. Pero la carne seguirá pidiendo su ración cada día hasta que sea vencida; en unos, desde el principio, o porque no se enteraron o prometieron amar a Dios con todo su corazón y sus fuerzas o sus circunstancias personales les fueron más favorables: hermanas, amigas de infancia inocentes, buenos amigos; otros tendrán que luchar más, pero todos vencerán. Siempre luchando. Y todos llegaremos a ser santos, a estar unidos a Dios totalmente. Y de esto tenemos muchos ejemplos en la Iglesia. De los canonizados y no canonizados. Y algunos canonizados no fueron siempre ejemplares.

Con estas mujeres, verdaderas cristianas, no tienes complicaciones, ni la misma feligresía lo ve mal, pero con otras... hay que tener mucho cuidado, máxime si tú mismo sientes tentaciones de complicarte la vida, a no vivir en plenitud la promesa hecha en tu ordenación de amar a Dios sobre todas las cosas, en este caso, sobre todas las mujeres.

Las que más nos pueden complicar son las <gatimansas >de turno, que nunca faltan, sobre todo, si el mismo sacerdote inconscientemente, por puro instinto natural, las va buscando. Y hoy ya la edad y otras cosas no importan, porque ya no hay peligro de tener hijos con los medios que existen. Y con los instintos de la carne no se puede jugar; hay que tener control absoluto, absoluto y total cuidado y unirse a Cristo sacerdote y víctima en la Eucaristía diaria en su cruz y sangre derramada por amor total a Dios y a los hermanos, con donación y entrega absoluta; es el momento del <nunca, nada, con nadie> que explico a mis alumnos del Seminario. Somos así. Es el instinto, me da lo mismo de comer, de beber o de lo que sea, siempre pide su ración egoísta, para él solo, sin pensar en el hombre completo y en sus deseos de amor total a Dios y a los hermanos, bueno, en este caso más especialmente a las hermanas.

La maduración de la castidad en general, como parte de la vida cristiana, es fruto del amor a Cristo y de su gracia. Mucha oración ante el Sagrario, mucha Eucaristía y mucha devoción a la Madre Inmaculada. Todo esto era natural antes en una familia y ambiente cristianos. Por eso las jóvenes de nuestro tiempo eran castas. Si alguna quedaba embarazada se casaba en privado. Las diversiones y demás eran totalmente distintas a las de ahora. Hoy, hasta la familia, los hermanos, pueden complicar la cosa por su manera de pensar o vivir.

Hasta hace poco la gente aceptaba sin más dificultades que el sexo era para el matrimonio y para fundar una familia. Sin embargo la revolución sexual de los años ochenta, alimentada por la política, con deseos de ganarse los votos de los jóvenes, propugnó la liberación sexual total desde los dieciséis años con la difusión de los anticonceptivos y preservativos, afirmando el derecho al placer como un derecho personal propio sin intromisiones ajenas, consideradas intromisiones ajenas. En consecuencia el sexo se ha convertido en algo cada vez más trivializado y comercializado, y desde luego, nada de pecado. Puro consumismo. Usar y tirar. Pero claro, para el cura, sobre todo joven, esto es una complicación más, una dificultad mayor a superar.

Esta soledad exaspera y agiganta más el problema del celibato propiamente dicho. Máxime, cuando la castidad se ha hecho hoy más difícil para todos, no sólo para el sacerdote, por el ambiente pansensual y erótico que lo envuelve todo en las diversas expresiones de la vida moderna, sino porque pocos jóvenes la guardan conforme a la mentalidad de la Iglesia, ya que la consideran un bien personal y, por tanto, pueden disfrutar de él cuando quieran y como quieran; y así se enseña y practica en muchos programas y películas y pornografía de televisión, y así lo enseñan en las aulas públicas y privadas, y ya se encargan los psicólogos de turno, por dinero y popularidad, de pregonarlo y el Gran Hermano de plasmarlo en la pantalla.

Los adolescentes y los jóvenes son ilustrados en esta materia sin la más mínima referencia moral en los Colegios y Universidades; los jóvenes ya no la guardan, por la institucionalización de las relaciones prematrimoniales, desde los dieciséis años; y solo lo que preocupa a los padres y a los educadores de la sociedad es la prevención del sida y hasta las madres colocan a sus hijas los preservativos pertinentes en los bolsos para los fines de semana en el botellón o para las excursiones o veraneos juntos de chicos y chicas y novios y ahora gays y lesbianas.

Menudo lío. Y conozco sacerdotes que han dejado de organizar acampadas y fines de semana parroquiales por este motivo. Y tú predica ahora la castidad: sinceramente: ¿cuánto tiempo que no predicamos esta virtud cristiana? ¿Por qué no lo hacemos?

Y al celibato en concreto, hoy y siempre, le llueven dificultades desde todos los campos: teológico, pastoral, social, individual, psicológico, ambiental... Es problema de amor, divino para sublimarlo; humano, para complicarlo. Todos conocemos su problemática y sus leyes. Primera: los sacerdotes, todos los sacerdotes, desde los altos a los más bajos, desde los más fervorosos a los menos, desde los más místicos hasta los más apocados, todos estamos bien constituidos; así que nadie se engañe: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, y a mayores estímulos sexuales, ahora potenciados con Internet, películas, Tele y demás, mayores y más reacciones sexuales, bueno si uno es normal y está bien constituido, repito. Y mientras todo vaya en esta dirección, vaya... lo peor es que vengan otras tentaciones más perversas. Ya hay que tener mucho cuidado con lo que tenemos o te encuentras sin buscarlo, pero si encima lo buscas... Por amor a Dios, por amor a la Iglesia, por el escándalo que quita la fe a nuestros feligreses, esto jamás, jamás, jamás. Cuidado con los niños, cuidado con otras tendencias más perversas...

Dios quiso el sexo, nos creó sexualizados y es un bien de la naturaleza y Dios quiere que la forma natural de vivirlo sea el matrimonio. Cristo fue verdadero hombre, hombre completo, pero no quiso casarse, el Padre no le señaló el matrimonio como camino para cumplir su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Si Cristo hubiera visto en esto la voluntad de su Padre, nos lo habría predicado. Y sus sacerdotes podríamos seguir sus pasos.

Pero el ser célibe, por voluntad y amor total al Padre, no impidió que Cristo amara tiernamente a sus amigos y amigas, como no tienen reparo en expresarlo los evangelios; es más, se dejó querer hasta formas de ser abrazado, besado y bañado de lágrimas en los pies... que nosotros y máxime, en aquel tiempo y con aquel concepto de mujer, nos extraña, pero apasiona.¡Qué maravilloso eres, Cristo, qué libre y qué dueño y señor de tus sentimientos!

Por eso, me disgusta, pero no me ha impresionado absolutamente nada que en estos tiempos de tan poca fe y respeto a las personas, hayan hecho algunas películas blasfemas en este sentido. Le quisieron mucho las mujeres y no sé si todas desde el principio le quisieron bien en este aspecto, pero Él con su palabras, gestos y vida las cambió a todas, incluso a las prostitutas, a las adúlteras, a las mujeres de mala vida, con las que hablaba y se relacionaba, y de lo que le acusaron los escribas y fariseos, cosa que ellos, para no mancharse, no podían hacer.

El sacerdote tiene que amar así a la mujer, como Cristo, con amor célibe y casto. La virtud de la castidad es una virtud típicamente cristiana; en otros tiempos era virtud ordinaria para niños, jóvenes y adultos, por el mero hecho de estar bautizados y estar llamados a vivir la vocación cristiana en plenitud.; ahora, por las actuales circunstancias, pocos la viven y parece como si esto solo fuera para sacerdotes y religiosos y los que se preparan para serlo, porque el resto, desde niños, son educados en sentido contrario. Así que los sacerdotes, pero sobre todo, los seminaristas, se quedan solos en esta lucha. Y los seminaristas lo tienen más difícil, por ellos, por el ambiente y por las mismas chicas que le consideran objeto de conquista apreciable, en los mismos centros de bachillerato, donde ellos tienen que ir, porque algunos seminarios no lo tienen.

En el Colegio Español de Roma, nos echaron un día la película de Pasolini <El Evangelio según San Mateo>. Y no olvidaré en la vida la escena de Cristo mirando con mirada de amor y misericordia a la adúltera y de la adúltera agradecida y sorprendida ante tanto amor de aquel hombre que la miraba y la amaba de forma distinta a todos los hombres que había conocido. Ningún hombre le había mirado hasta entonces con tanto amor y con tanto deseo de quererla. Aquella mujer adultera no volvió a pecar. No sé si volvería a vivir con su marido; a lo mejor formó parte de las seguidoras de Cristo ¡Santa adúltera! Enséñame a mi a mirar y amar a Cristo como tú le amaste! ¡Cristo, enséñame a mirar y amar a la mujer como Tú!

Ahora otra mujer: la samaritana, la de los cinco maridos. No sé qué tendría Cristo que las enamoraba. Era una forma distinta de mirar, de hablar, de amar. Yo se lo pido todos los días y sigo aprendiendo. Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados. Los afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor. Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea: “los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna...” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros pozos de aguas que no sacian plenamente. Todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacian. Yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de esta agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y, como mis amigos y antepasados, tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor, tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y la felicidad que da. Déjame, Señor, que esta tarde, cansado del camino de la vida, lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme sólo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Sin Tí todo me falta. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti. <Sólo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta>.

Y para terminar, otra mujer. Esta dice el Evangelio expresamente que quería tocarle. Casi pecado. Sobre ella tengo escrito: Hemorroísa divina, creyente, decidida, enséñame a tocar a Cristo con fe y esperanza. (Comentario del Evangelio de Mateo 9, 20-26)

¡Hemorroísa divina, creyente, decidida y valiente, enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera creer y confiar como tú en Jesús, para tener esa capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu presencia con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra Enséñame a dialogar con Cristo, a comulgarlo y recibirlo. Reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con fe en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza!

“Dijéronle los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse. El les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt 19, 11-12).

La Bibliade Jerusalén dice textualmente en el Evangelio según San Lucas, capítulo 8: «Mujeres que acompañaban a Jesús»: “A continuación iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes”.

Termino con Lucas, en capítulo 7: “Le invitó un fariseo a él, y entrando en su casa, se puso a la mesa. Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, sabiendo que estaba a la mesa en la casa del fariseo y con un pomo de alabastro de ungüento se puso detrás de Él, junto a sus pies, llorando y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza y besaba sus pies y los ungía con el ungüento. Viendo lo cual, el fariseo que le había invitado dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, porque era una pecadora. Tomando Jesús la palabra, le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte. El dijo: Maestro, habla. Un prestamista tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, se lo condonó a ambos. ¿Quién, pues, le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Supongo que aquel a quien condonó más. Díjole: Bien has respondido, “Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, y ésta ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”.

¿Qué dirían nuestros feligreses si vieran que alguna mujer tuviera gestos como estos con nosotros en un convite de bodas? Pues que estábamos liados... Pues Cristo no lo estuvo. Y lo que quiero decir también con todos estos pasajes evangélicos es que el celibato no nos impide el amor, el afecto a la mujer; y que hasta llegar al pecado, hay mucho camino o ninguno, si uno ha hecho en serio esta promesa y lucha por mantenerla y no escoge jamás este camino para tratar con la mujer; todo depende de nuestra intención; precisamente porque sabemos que a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, y no hay que dejarse engañar ni por los sentidos, ni por el maligno ni por nadie; en esta materia, nuestro propósito: “nunca, nada, con nadie ...

Desde luego, qué maravilloso eres Cristo, qué valiente, qué manera de amar y dejarte amar; yo también quiero amar y amarte así: qué hombre más libre eres, Señor, hasta del pecado, claro. Ayúdame a amar y ser amado así. Cristo es la única razón de mi celibato; quiero rezar siempre: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y gloria, por los siglos de los siglos. Amen”.

6. 1   NECESIDAD DE LA ORACIÓN PERSONAL PERMANENTE PARA VIVIR EL CELIBATO CON CRISTO Y COMO CRISTO, SACERDOTE Y VÍCTIMA DE AMOR TOTAL AL PADRE Y A LOS HOMBRES, SUS HERMANOS.

Lo primero que hay que decir es que el celibato es amar gratuitamente a los hombres, en donación total, sin egoísmo carnal.

El celibato, en positivo, es un reto de querer amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma y con todo mi ser sacerdotal, que me compromete y obliga al amor total y exclusivo y gratuito sin afecto carnal que sería el aspecto negativo, la cara negativa de la plenitud de ese amor. Por lo tanto, el amor célibe es esencial y vivencialmente positivo, por Él y por el reino de los cielos. Es escatológico, es “el esjatón”, el final inaugurado en el tiempo, es lo último hecho presente: el cielo nuevo, la tierra nueva, el amor eterno a Dios y a los hermanos iniciado en el camino hacia la eternidad, es el “serán como ángeles”.

Hay documentos de la Iglesia muy claros hoy sobre la naturaleza y finalidad del celibato. Virgen o Célibe no consiste en no casarse o en mantenerse como un solterón, solterona, no; célibe es una forma específica y experiencial de amar a Dios sobre todas las personas y cosas, es no tener amor y actitudes y comportamientos y compromisos de esposo o esposa sino con Dios, incluso aunque en miS relaciones con otras personas de mi parroquia, en concreto mujeres, no tenga relaciones carnales. Repito, el amor célibe es primariamente virginal, sin amores y actitudes esponsales con criaturas y consecuentemente o como vivencia connatural es casto total de cuerpo, que sería el reverso negativo de este amor total y plenamente gratuito de recompensa afectiva corporal.

Por lo tanto, si mi mentalidad es que el celibato ha sido el precio que he tenido que pagar para ser sacerdote, como no exista el deseo de transformarme en Cristo Sacerdote, esas razones quedan inundadas por el sensualismo actual del ambiente que no protege tanto como antes, aunque con esa mentalidad ahora y siempre será muy difícil vivir el celibato, y como consecuencia, nos será muy difícil ser célibes de corazón por el reino de Dios. Si el sacerdote piensa así, le parecerá excesivo el precio.

Para algunos el celibato tendría que ser opcional. Y fue opcional, pero incluido en la opción sacerdotal, que me obliga a identificarme o tratar de identificarme todos los días en lo que celebro, la Eucaristía, la Acción de gracias al Padre por todos los beneficios que me han venido por la vida nueva y resucitada que hace el Señor presente sobre el altar y de la cual participo y con la cual comulgo, y que mete en mi alma y cuerpo la “sangre derramada” y las llagas de Cristo, que da su vida en amor total al Padre y virginal a los hermanos, con entrega gratuita, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida. Con ese amor y con esa vida comulgo en el momento central de mi sacerdocio y del cristianismo, de mi seguimiento personal e identificación sacerdotal y victimal con Cristo: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo”; “El que me come vivirá por mí”. Para este amor, para este sacrificio agradable a Dios, para esta vivencia, lo he dicho millones de veces y lo repetiré todas las que pueda y sean necesarias, la oración, la oración, la oración permanente que me lleva al amor permanente y a la conversión permanente. Mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, porque el amor de Dios cura todas las heridas y limpia mi corazón de toda mancha sin dejar rastro. No me gusta escuchar en las confesiones: me acuso de los pecados de mi vida pasada, porque es como desconfiar de la misericordia de Dios. Y si es por el dolor de la ofensa, ya no queda ni rastro de la herida.

Tengo que ser humilde, aceptar que necesito de su gracia y aceptar con sacrificio de mis instintos su ayuda, que me lleva a veces a identificarme con Cristo crucificado en su cuerpo y sangre derramada. Y pido a mis hermanos y hermanas y a toda la asamblea cristiana que me contempla en mi vida diaria: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso».

Repito: el sacerdocio celibatario es una vocación que me llama a amar a Cristo sobre todas las personas, incluido mi propio yo, mis propias inclinaciones egoístas. Y vivir esta lucha es vida celibataria, realizar mi vocación al sacerdocio, a la santidad. No es primero querer ser sacerdote y luego célibe, por exigencias del sacerdocio, sino todo unido; no es una renuncia al amor sino una invitación del Señor a amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, para poder sentirme amado totalmente por Cristo Sacerdote, en mi vocación sacerdotal, en la llamada que me hizo a vivir su ser y existir sacerdotal.

6. 2. LA EXPERIENCIA DE DIOS TE AYUDA A VIVIR ESTE AMOR CÉLIBE EN DONACIÓN TOTAL Y SIN EGOÍSMOS EN UN MUNDO QUE NO SABE AMAR ASÍ, NI VALORA LA CASTIDAD, NI CREE EN EL DIOS, POR QUIEN LO VIVES.

Vivir el celibato en un mundo así, a veces es esquizofrénico, y continuamente chocante, porque las instituciones, el matrimonio, las costumbres sexuales han cambiado tanto, bueno, la mentalidad del mundo actual, en general, ha cambiado tanto en los veinte últimos años, que te parece vivir en otro planeta, en otro mundo; tu pisas la misma tierra de antes, tienes relaciones con los niños, los jóvenes y los adultos de ahora por tu dimensión pastoral, y te das cuenta que esos niños y jóvenes y adultos no son los que tú conociste cuando eras como ellos, ni los que conociste cuando decidiste ser sacerdote y cuando empezaste tu labor parroquial y pastoral.

Así que si hablas con ellos entras en continuas discusiones porque no piensas ni puedes pensar desde el evangelio como ellos y nunca tienes un rato largo de diálogo en el que no tenga que discutir por no estar de acuerdo con lo que dicen o viven. Además, no hace falta que hables con ellos, viendo lo que hacen públicamente; antes los hubieran llevado a la cárcel por escándalo público. Pero eso ya no existe, el escándalo evangélico. Es otro mundo, otra mentalidad, otros matrimonios, otros hombres de otro planeta mental y existencial.

Es decir, que te toca ahora vivir en esta tierra atea, sin Dios, pero tú no piensas, desde tu vida de sesenta o setenta años y desde el evangelio en otras realidades, en otras formas que has visto de vivir el matrimonio, la familia, la juventud... quieres pisar otras calles, otros caminos; por otra parte te encuentras con que la televisión jamás piensa, ni por equivocación, lo que tú piensas y vives; ahí no existe ni primero ni sexto ni noveno mandamiento, sino que se exalta y bendice todo lo contrario. En razón del instinto siempre hubo dificultades en esta materia, porque al no saber amar así la mujer, aunque tú estés preparado y luches, su repuesta siempre va en ese sentido, si no ha aprendido a amarte como tu madre o hermana. Pero es que ahora eso ni se concibe, porque nada más conocer un joven a una chica, ya están pensando en la cama.

Como consecuencia de todo esto, en esta materia del celibato y lo digo claro desde el principio, ni ayudas de tipo psicológico ni terapias ni grupo ni pastillas... todas las ayudas tienen que ser cristianas, espirituales, de vida según el Espíritu Santo; estoy hablando de casos ordinarios, de lo normal; mucha oración ante el Sagrario, mucha victimación en la misa, mucha cruz y sangre derramada, mucho sacrificio de todo, devoción tierna a la Virgen, ser humilde, confesarse siempre y mucha dirección espiritual, si tienes la suerte de tener junto a ti un amigo o un hombre de Dios; no tratar jamás de sustituir el Espíritu de Dios por el de los hombres; ni sustituir el Espíritu Santo por psicólogos; en caso de enfermedad, lo que sea necesario, ir al médico y a los medios curativos humanos; pero ninguna solución puramente humana sino tratar de cumplir lo prometido, amando a Dios sobre todas las cosas y para eso, lo mismo de siempre: oración, oración, oración permanente, y un buen director espiritual, un buen psicólogo de la gracia, de los caminos del espíritu, y mucha humildad, aceptación de sí mismo, sin jamás hundirse y desanimarse, sabiendo que se trata de debilidad y no de malicia, pero que pueden destruir nuestra vida sacerdotal, y si son determinados fallos, podemos causar daños y escándalos irreparables; eso, jamás, jamás.

Como en lo negativo se trata de mortificar la carne, es un reto continuo, y para eso mucha constancia ascética y mucha paciencia, mucha paciencia y poca soberbia para aceptarnos como somos, pobres y necesitados continuamente de la gracia de Dios y sobre todo, como he dicho, vida de oración y conversión permanente, fundamento de toda la vida cristiana, que no hay que dejar nunca, y lo dicho, mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, absolutamente nada, siempre que me levante, siempre que no me instale y permanezca en el pecado, siempre que diga: perdón, Dios, es la última vez.

Mi soberbia es el mayor peligro; porque yo quisiera ser totalmente limpio de todo, ofrecerle a Dios mi alma y mi cuerpo limpios, más que nada, para no sentirme humillado, más que por su gloria, y ahí está mi soberbia; sin embargo, debo pensar que Dios también me acepta así, porque me lo ha dicho mil veces por su Hijo, me acepta luchando, «simul justus y peccator», en lucha permanente, siempre levantándome, porque eso indica que le quiero amar sobre todas las cosas y la gracia de Dios terminará venciendo en mí, como en San Pablo:

“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.

Descubro, pues, esta ley; en queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

Así, pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” (Rom 7, 14-25).

A mí me parece que se puede interpretar perfectamente mirando los problemas de la carne en relación con la sexualidad. Así piensan algunos autores. Y lo que siente Pablo y lo que dice es para todos los cristianos. Y es Palabra revelada, verdadera. En concreto la Biblia de Jerusalén pone una nota que dice: «7.24 Lit. “del cuerpo de esta muerte”.- El cuerpo con los miembros que lo componen Rom 12,4; 1Co 12, 12-14s, es decir, el hombre en su realidad sensible, 1Co, 3;2, Co 10, 10 y sexual, Rom 4,19; 1 Co 6,16; 7, 4; Ef 5,28, interesa a Pablo en cuanto campo de la vida moral y religiosa».

Otro autor: “La perturbación de la armonía del individuo por el pecado aparece de la manera más palpable en el terrible desconcierto interno del hombre. Con palabras realmente impresionantes, San Pablo nos describe (Rom 7) este efecto del pecado, sobre el trasfondo de la impotencia de la ley del Antiguo Testamento. No cabe duda de que el Apóstol, en este capítulo, piensa en el hombre irredento que no sabe nada de la salvación en Cristo. El grito de desesperación, que escuchamos en el v. 24, con su ardiente súplica de un redentor, y la subsiguiente observación de que yo “por mí solo” (e.d. sin la gracia) no encuentro el equilibrio interior: muestra claramente que San Agustín y Lutero estaban equivocados, al considerar estas palabras como la descripción de la existencia cristiana. Es verdad que la impresionante y la clara perspectiva del estado efectivo del hombre pre-cristiano se describe desde el punto de vista de las luces proporcionadas por el Cristianismo; sin que San Pablo afirme por eso que dicho individuo tenga ya conciencia clara de la miseria y gravedad de su situación. Ni tampoco el empleo de la primera persona del singular significa que la descripción del Apóstol se refiera a sus propias experiencias, y. g. a algún doloroso “pecado” personal cometido en su juventud. Sino que el <yo> es realmente una forma retórica, que expresa una verdad universal en forma de enunciado personal. Pero, indudablemente, no es pura retórica. La propia experiencia y la observación de la vida resuenan en el fondo de esta frase, y hacen que estas estremecedoras palabras sean plenamente inteligibles para todos. Además, sería difícil decir que San Pablo se traslada aquí sencillamente al alma del primer hombre, por más que la manera de expresarse en los vv. 9-11 muestre muchas resonancias con la historia bíblica del paraíso, y no excluya que el recuerdo de dicho relato haya influido en la forma de la expresión. De todos modos, “la miseria de toda la humanidad” ha conmovido aquí al Apóstol”[43].

Quiero terminar este apartado con el ejemplo de vida y doctrina de San Pablo, sincero como pocos; mira su historia; tiene un problema, que hasta parece que pudiera ser de alguna lacra del cuerpo: “Por tres veces le he pedido a Dios que me libre de este estímulo de Satanás...”; “tres veces” quiere decir que lo lleva muchísimo tiempo, que está cansado y desesperado. Como respuesta a su petición: “te basta mi gracia” y San Pablo sigue luchando; cuando Dios quiere y nosotros cooperamos, podremos decir con el Apóstol, que siente ya la gracia y la ayuda de Dios, hecha victoria: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”; “libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: me alegro en mis debilidades porque así hago habitar en mi la fuerza de Cristo”; y luego, cuando la gracia de Dios termina venciendo totalmente, dirá: “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi”.

 ¡Fantástico Pablo!

7. CONCLUSIONES: MEDIOS Y AYUDAS CONCRETAS PARA RESPONDER A ESTAS URGENCIAS Y RETOS.

A.-    Oración personal, diaria y fija, en hora y tiempo.

B.-    Oración personal, diaria y fija, en hora y tiempo, que me lleve todos los días a la lucha y conversión permanente y me haga sentir necesidad permanente de Dios, de su perdón y gracia.

C.-    Profunda devoción eucarística y mirada suplicante a María, que nos ayuden a vivir la espiritualidad-identidad de lo que somos sacramentalmente: “Sin mí no podéis hacer nada”.

1. Esto debe ser siempre el fundamento de nuestro ser y existir sacerdotal. Sin acomodarnos al mundo, porque no somos del mundo, ni seglares católicos. Propósito: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”; mil veces caído, mil veces levantado, en cualquier materia, y no me desanimo, porque Dios es mi padre y siempre me perdona; ese es su «castigo», que, como nuestro Dios es “Dios Amor”, su esencia es amar y si deja de amar, deja de existir, nuestro Dios, según San Juan no puede dejar de amar; así que siempre nos perdona y de verdad; pero me confesaré humildemente siempre ante Él, sin desanimarme, pasaré un rato largo pidiéndole perdón y fuerzas e iré luego al mismo sacerdote, si puedo; muchos santos fueron más pecadores que yo, pero no me apoyaré en esto jamás; y de la lujuria, lucha diaria y humilde, mirando al Señor en el Sagrario que te dice:“Ni se miente entre vosotros”, “si tus pies... si tu mano... si tu ojo... son objeto de escándalo... arráncatelo, más te vale...” . Y desde luego todos los días pidiendo y consagrándote a la Virgen Inmaculada: «Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial princesa, Virgen sagrada María, te consagro en este día alma, vida y corazón, mírame con compasión, no me dejes, Madre mía».

No olvidar que soy sacerdote de Cristo en medio del mundo, pero sin ser del mundo. A cada vocación y estado, una espiritualidad concreta. No como en tiempos pasados, que nos querían hacer a todos religiosos. O como ahora, en algunos sitios, que nos quieren confundir con los seglares bautizados. Somos sacerdotes de Cristo y en Cristo. Estamos en el mundo pero sin ser del mundo.

Una espiritualidad entendida así pone orden a los diversos ministerios y aclara su importancia, encontrando su razón de ser, en definitiva, en los valores del Reino de Dios, donde Dios sea lo primero y absoluto en mi vida, todos los demás, hermanos, y hacer una mesa del Pan y la Palabra muy grande, muy grande y apostólica

2. « imita lo que conmemoras...»

La liturgia de la ordenación de los presbíteros contiene una antigua oración que acompaña la entrega del cáliz y la patena al neopresbítero y que termina con estas hermosas palabras, ya mencionadas anteriormente, que resumen toda la espiritualidad sacerdotal:

«Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor».

Dios quiera que estas palabras resuenen siempre en la vida de sus presbíteros como eco de la liturgia de la ordenación. La Iglesia nos pide en esta oración que seamos conscientes de lo que celebramos en ese momento para vivirlo luego durante toda la vida. Vive durante toda la vida lo que un día celebraste en tu ordenación.

El momento celebrativo de la ordenación se convierte para los presbíteros en el momento fontal de su espiritualidad y de su ministerio por la unción del Espíritu Santo, que les configura a Cristo y a su misión salvadora, para construir el pueblo santo de Dios para la consumación de la Historia de la Salvación.

La ordenación es ya el inicio de la misión; y la misión no es más que prolongar durante toda la vida la unión gozosa que el Señor dispuso, por manos del Obispo, en la ordenación presbiteral. El nuevo Ritual de Ordenación es un precioso instrumento que la Iglesia pone en nuestras manos no sólo para celebrar dignamente este sacramento sino también para meditar y aclamar el insondable misterio de amor que Dios realizó en nuestra vida por la ordenación presbiteral.

Aquí se fundamenta su espiritualidad, su grandeza y, a la vez, pequeñez, el todo y la nada del ser y existir sacerdotal, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a San Agustín, que yo vi y leí muchas veces, sin entenderlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo Jaraíz de la Vera, cuando aún era monaguillo, y que más tarde pude traducirlas siendo seminarista:

  “O sacerdos, tu qui es?

  Non es a te, quia de nihilo.

  Non es ad te, quia mediator ad Deum.

  Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

  Non es tuus, quia servus omnium.

  No es tu, quia Deus es.

  Quid ergo es?

  Nihil et omnia, o sacerdos.

  ¡Oh sacerdote ¿quién eres tú?

  No existes desde ti, porque vienes de la nada.

  No llevas hacia ti, porque eres mediador hacia Dios.

  No vives para ti, porque eres esposo de la Iglesia.

  No eres posesión tuya, porque eres siervo de todos.

  No eres tú, porque representas a Dios

  ¿Qué eres, por tanto?

  Nada y todo, oh sacerdote.

8. TODO ESTO LO HA DICHO MEJOR JUAN PABLO II EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE, POCO CONOCIDA Y MEDITADA EN SÍNODOS Y REUNIONES APOSTÓLICAS,  Y MENOS PRACTICADA

La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

<<Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.


[1]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009, pag 360

[2]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[3]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[4]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[5]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[6]Cfr. Discurso del Cardenal Antonio María Rouco en la sesión inaugural de la LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (22—11-2004)

[7]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009,  pags 360-362.

[8] K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA III, Madrid 1968, p 103.

[9]CB 39, 4.

[10]K. RAHNER, La experiencia del Dios incomprensible, Escritos de Teología VII, Madrid 1967, pág 25

[11]K.RAHNER, Escritos de Teología VII, La actual espiritualidad de la Iglesia, Madrid 1996, pag 20

[12]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[13]  VATICANO II, L G, n. 59.

[14]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[15]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[16]Ibi. pág. 723

[17]R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

[18]PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995.

[19]K. RAHNER, Escritos de Teología III, Madrid 1968, p 105.

[20]JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA,  Persona y gracia, págs 345-346.

[21]SAN AGUSTÍN, Confesiones, libro X, 25-26.

[22]Cfr ROMANO GUARDINI, El problema de Dios en el hombre actual, pág.126 ss.

[23]Cfr. ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 43

[24]Cfr JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA, Persona y gracia, Madrid 1973, p347-369.

[25]JESÚS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 7-8.

[26] Cfr.  J. MARTIN VELASCO, La Experiencia Cristianade Dios, Madrid 1995, p 149 ss.

[27]ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 22-23.

[28]LUCIEN MARIE, L`experience de Dieu, Actualité du message de Saint Jean de la Croix. Parìs, 1968

[29]MARTIN BUBER, Eclipse de Dios, Buenos Aires,1997, pág 124.

[30]MARTÍN VELASCO, Ibidem, pág 29-30.

[31]TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino, Madrid 1972, pp. 54-55.

[32]Cfr GONZALO APARICIO, SACERDOS I-II, 2ª edic. Edibesa, Madrid 2007.

[33]JOSÉ M. LAHIDALGA, La gente joven, algunos de sus rasgos fundamentales, SURGE, mayo-junio 2005

[34]Cfr GONZALO APARICIO, Tentaciones del Sacerdote actual, SURGE, mayo-junio 2006, pp. 190-218

[35]K. RAHNER, Espiritualidad antigua y actual,  Escritos de Teología VII, Madrid 1967, p. 25.     

[36]Novo millennio ineunte, 32

[37]JESUS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 207-210.

[38]SAN AGUSTÍN, Confesones: Libros 7, 10. 18; 10, 27: CSEL 33, 157-163. 255.

[39]JOSÉ M. LAHIDALGA, La gente joven, algunos de sus rasgos fundamentales, SURGE,  mayo-junio 2005, pag 25.6.

[40]JOSÉ A. PAGOLA, Experiencia de Dios y Evangelización, San Sebastián 1998

[41]JOSÉ A. PAGOLA, Experiencia de Dios y evangelización, San Sebastián 1998, pp.22-32.

[42]J. LAPLACE, El sacerdote, hacia una nueva manera de vivir. Herder Barcelona, 1971, p.90

[43]MAX  MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966, pp. 404

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

AYUDA-BASE

DE

EJERCICIOS ESPIRITUALES

(Como indica su nombre, son ayudas, meditaciones y temas que pueden añadirse a cualquiera de los Ejercicios Espirituales o Ayudas que el Director quiera dar)

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES MÍOS Y EN LOS RETIROS COMO EN TODO EL MATERIAL QUE OFREZCO EN ESTE SENTIDO NO QUIERE DECIR QUE HAY QUE DARLOS TAL CUAL SINO QUE DOY MATERIA ABUNDANTE PARA QUE CADA UNO, SEGÚN CIRCUNSTANCIAS Y DEMÁS, ELIJA Y ELABORE EL MATERIAL DE RETIROS Y EJERCICIOS CONFORME A LAS PERSONAS Y DEMÁS CIRCUNSTANCIAS QUE SE DEN CUANDO TENGA QUE DARLOS.

TAMBIÉN QUIERO DECIR QUE EN ALGUNOS EJERCICIOS PONGO TEMAS DE OTROS AUTORES PERO LA MAYOR PARTE SON TEMAS MÍOS ELABORADOS PARA EJERCICIOS ESPIRITUALES. 

PRIMERA MEDITACIÓN

PRIMERA MEDITACIÓN A) «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

El encuentro con el Padre

Para muchos hombres, incluso para un buen número de cristianos, ¿no es cierto que el Padre celestial sigue siendo un desconocido? Los que creen en Dios casi nunca han encontrado en Él a un Padre. Acatan al Soberano Señor que todo lo gobierna. Pero están muy lejos de considerar esta soberanía esencialmente animada por un amor paternal.

El término “Dios” suscita en el espíritu de muchos de ellos la idea de un ser inmenso y temible, de alguien al que no pueden imaginar que se le dé el nombre de padre. Y mucho menos aún pueden suponer que en ese ser todopoderoso pueda haber toda la ternura de un corazón paternal, ni que se deba intentar vivir en su intimidad.

Entre el Padre celestial y sus hijos de la tierra, la distancia parece tan enorme que la definiríamos corno infranqueable. ¡Cuántas veces hay casi un abismo de incomprensión! Para muchos, el Padre del cielo sigue siendo tan sólo un extraño rodeado de riquezas inimaginables, un ser indefinido y lejano del que sólo saben que gobierna el mundo; para algunos aparece como un maestro inflexible que exige justicia, llegando a veces hasta la crueldad.

Sin embargo, bajo esta ignorancia y esta incomprensión, tantas veces descaradamente hostil, sigue existiendo, secreta pero real, una excepcional posibilidad de conocimiento y de comprensión. Esta posibilidad existe porque el Padre ha querido expresamente hacerse conocer y hacerse conocer corno tal, en su amor paternal. Él se nos ha revelado a través de su Hijo, y la simple lectura del Evangelio hace ver inmediatamente hasta qué punto Cristo tenía la preocupación de hablar del Padre, de hacer converger hacia Él la atención de sus discípulos, como hacia la clave de toda su doctrina y de su obra.

Jesús no dejaba de predicar al Padre, de explicar cómo todas las cosas venían de Él y todo volvía a Él. Los apóstoles, sin embargo, tenían la impresión de que este padre se les seguía ocultando, y que les faltaba algo; les faltaba haberlo visto. En el momento en que el Maestro iba a partir, después de la última Cena, Felipe expresa este sentimiento: “Señor —le pide a Jesús—, muéstranos al Padre, y eso nos basta” Jn 14,8).

Cristo había elogiado con tanta frecuencia al Padre que los discípulos deseaban verlo; solamente así sus instrucciones quedarían completadas y su mensaje de salvación captado en su totalidad. Pero, ¿no era desorbitada esta petición? ¿No equivalía a reclamar la visión de lo que había de más profundo en Dios? Esperaríamos que el Maestro respondiese dándola por no oída, o recordándoles que es imposible ver a Dios, que el Padre es alguien que no se muestra a los ojos de los seres terrestres.

Eso sería lo que nuestra sabiduría humana hubiese respondido rápidamente a la demanda de Felipe, pero la respuesta de Jesús es otra. Lejos de juzgarla exagerada e imposible de satisfacer, la petición de Felipe ya ha sido satisfecha: “Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre”.

Felipe había estado viendo al Padre sin darse cuenta de que lo veía. Los discípulos habían asistido en primera fila a la revelación de su corazón paternal sin darse perfecta cuenta de ello. Habían estado totalmente envueltos, por así decirlo, por una manifestación del Padre celestial, la más impresionante de todas, y casi no lo habían reconocido. ¿No es ésa la situación de muchos hombres de hoy? Están rodeados por todas partes de las manifestaciones de la bondad de Dios y no las reconocen en absoluto. En el fondo de sus corazones, como le sucedía a Felipe, existe este deseo de que el Padre se les descubra y de que Dios se les haga más cercano. Y no se dan cuenta de que ese deseo les ha sido concedido ya, que basta solamente con tomar conciencia de ello.

Basta con mirar al Cristo del Evangelio para ver, detrás de todos sus actos y todos sus gestos, a través de todos sus discursos, cómo se dibuja la figura del Padre. El Padre ha venido a nosotros en su Hijo; no se trata precisamente de ir a su encuentro, sino de ver cómo ha venido Él a encontrarse con nosotros.

Cristo nos ha traído la presencia del Padre. Y es importante señalar que ahora nosotros encontramos esa presencia no sólo en las páginas del Evangelio, sino en el fondo mismo de nuestra alma: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Es ahí donde realmente quiere habitar Cristo y el Padre con él.

Mediante la gracia, el interior del corazón humano está penetrado por la presencia del Padre; incluso a aquellos que rehúsan la amistad divina y que no poseen la gracia santificante, les son concedidas otras gracias que tienden a introducir esta presencia. El Padre se encuentra, pues, muy cerca de nosotros, bien porque habita constantemente en nuestra intimidad o bien porque se está ofreciendo incesantemente al amor de quienes lo rechazan. Es él quien ha recorrido la distancia que nos separaba y la ha recorrido en su totalidad. Él está mucho más implicado en nuestra existencia de lo que podemos suponer; cuando nosotros lo creemos lejano, severo o incluso cruel, su presencia está allí, inmediata y ferviente, para desmentir la falsa opinión que tenemos de Él.

¿No deberíamos decir ahora, con respecto a nuestras relaciones con el Padre celestial —más todavía que a las relaciones de un niño con su padre—, que no hay ni puede haber otro ser más capaz de ser penetrado por nosotros en las profundidades de su persona, dado que Él se adentró tan profundamente en la intimidad de la nuestra? Por eso nos volvemos con confianza a las páginas de la Sagrada Escritura, para descubrir en ellas su corazón paternal. Desde dentro, el mismo Padre nos guía en esta búsqueda. En los textos revelados encontramos a esta persona familiar que vive en nosotros, en un reencuentro cada vez más asombroso. Una persona tan admirablemente cercana y accesible y, a la vez, grandiosa en su divina forma de ser Padre.

         Cristo, centro de nuestro pensamiento y de nuestra vida

Cuando san Pablo, cuya vida interior transcurría en constante familiaridad con Cristo, contemplaba la obra de la redención, no detenía nunca su pensamiento en la persona de Jesús. Y mientras contemplaba esta obra de redención, cuyos frutos veía multiplicarse en su experiencia apostólica, se llenaba de entusiasmo y su agradecimiento se elevaba más allá de Cristo mismo, hasta llegar a Dios Padre.

         Sin embargo, a los ojos del apóstol, el amor que Cristo había manifestado a la humanidad era la mayor de todas las maravillas. Desde el deslumbramiento de su encuentro en el camino de Damasco, Pablo había quedado fascinado por la persona de Jesucristo. Cristo se había situado como Señor en el centro de su existencia y en el centro de cualquier otra concepción suya del mundo. Así las fórmulas “en Cristo”, “en Jesucristo”, “en Cristo nuestro Señor”, brotan frecuentemente de su pluma para expresar la perspectiva fundamental de su pensamiento y de su vida. El gran apóstol vivía en Cristo, hasta el punto que le parecía que su propia vida se perdía para dejar lugar en él a la vida de Cristo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga2,20). Creía y experimentaba en la fe que Cristo dirigía y animaba todo su ardor interior, que en cierto modo Él estaba en la fuente de todas sus acciones vitales. Y lo que reconocía principalmente en el Cristo que habitaba espiritualmente en él, era su amor, aquel amor cuya benevolencia había experimentado en el momento de su primer encuentro.

         Por esto es por lo que, después de haber afirmado “es Cristo quien vive en mí”, añade, como para completar su pensamiento: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,21). El amor que Cristo había demostrado en su sacrificio del Calvario lo concibe san Pablo como algo dirigido a él personalmente; para él ésta era la verdad que iluminaba todas las demás y que afectaba a lo más profundo de su ser, y así uno siente brotar la emoción en sus palabras: “se entregó a sí mismo por mí”.

Quizás, si hubiese querido dejarse llevar más lejos por esta emoción y describir más detalladamente lo que le sugería el pensamiento de este amor dramático de Cristo con respecto a su situación personal, habría podido escribir que el amor del Señor Jesús había pagado un precio de sangre para poder hacer un apóstol de un perseguidor de cristianos. Cristo entregado a la muerte era el precio de su salvación y de su vocación presente. Así podemos comprender que san Pablo considerase toda su existencia pendiente de este amor, toda su vida interior fundamentada sobre él.

         Este amor no se limitaba a un hecho pasado, al drama del Calvario en el que se había manifestado en toda su amplitud. Para san Pablo este amor sigue siendo actual y no cesará jamás de estar presente, porque desde el momento en que tuvo lugar el drama de la pasión y de la resurrección fue un logro definitivo para los hombres.

El apóstol se sabía acompañado en todas partes por este amor, con la certidumbre de que por esa parte no habría jamás un desfallecimiento, ni una infidelidad. Este amor oponía una barrera infranqueable a todas las fuerzas adversas que hubiesen podido infundirle temor; era un seguro contra todos los peligros. “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada...?; como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37).

Cristo había amado a los hombres durante su vida terrena con un amor no del dominio de la carne, sino del espíritu; y toda la fuerza de este amor persiste por encima de todas las tempestades de la existencia humana, hasta el cumplimiento final de nuestros destinos.

San Pablo quiere comunicar a sus fieles esta calurosa convicción de que la alegría y la protección de este amor no les faltará jamás. En este amor se apoya su esperanza, y es con este amor del Salvador con el que quiere afirmar la confianza de todos.

         El amor de Cristo es, por tanto, la realidad central que anima la vida de san Pablo, que lo empuja a la acción: para él es la realidad que se debe conocer por encima de todo y que se sitúa por encima de cualquier sabiduría humana.

Por Cristo al Padre

Ninguna otra cosa es tan llamativa como el hecho de atribuir al amor de Cristo este lugar central en el pensamiento y en la vida del mensaje cristiano. Así es como san Pablo intenta constantemente encontrarse con Dios Padre a través del Hijo. De forma tan espontánea y tan esencial, que su espíritu se concentra sobre aquella persona que ama a Jesús, reconoce en ella el designio del amor todopoderoso del Padre, y en seguida se eleva hasta Éste. Esta actitud fundamental se encuentra en cada uno de los textos que hemos mencionado.

Cuando afirma que ya no es él mismo quien vive, sino que es Cristo quien vive en él, san Pablo señala a este Cristo como “el Hijo de Dios” que lo ha amado y que se ha entregado a la muerte por él; y deja sobreentender que es el amor de un Hijo y que hemos de descubrir en ello la acción y el amor del Padre. Y acaba de expresar este pensamiento identificando el don de Cristo con la gracia de Dios. No admitir que toda nuestra salvación ha sido conseguida únicamente por el amor de Cristo cuando se sacrificó por nosotros sería “tener por inútil la gracia de Dios” (Ga 2,21). Por esta “gracia de Dios” el apóstol entiende algo más amplio que lo que nosotros llamarnos hoy gracia. Es el favor que el Padre nos  otorgó al danos a su Hijo. Que el amor de Cristo sea la gracia de Dios significa que el don de Jesús en su sacrificio es un don concedido por el Padre. La perspectiva de este origen primero del don de Cristo y su  salvación estaba siempre presente en pensamiento de Pablo, como en el de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Para Pablo, en el Cristo que recorre los caminos de Palestina predicando como en el que muere en la cruz está el amor del Padre en el Hijo entregado a su envío y redención que “proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo” (2 Co 5, 18).

Por tanto, es el Padre quien, ofendido por el pecado del hombre, ha tornado la iniciativa de la reconciliación. Los admirables resultados de la redención proceden de él, y es a él a quien debemos, en principio, toda la transformación de un universo que gemía bajo el peso del pecado en un universo salvado y santificado.

San Pablo habría podido contentarse con mencionar el amor de Cristo, con mostrar cómo su muerte había cambiado todas las cosas en el mundo, Pero no lo hace así: desde el momento en que evoca esta renovación del mundo, su pensamiento se vuelve al Padre y siente la necesidad de decir que todo procede de él. Cristo ha actuado con una maravillosa generosidad, puesto que ha ciado su vida por todos; pero en él estaba actuando el Padre. A quien hemos de ver en Cristo es al Padre que se reconcilia con la humanidad, al Padre que ofrece su perdón y deja de imputar a los hombres sus delitos: “en Cristo estaba Dios, reconciliándose con el mundo”.

         No se puede, por tanto, entender a Cristo, ni todo lo que él hace, si no es viendo en él la presencia del Padre, la acción del Padre. Sería un tremendo error ver exclusivamente el amor que Cristo ha demostrado tenernos como si eso fuese lo primero, como si el Padre no fuese su fuente principal. ¡Qué visión más equivocada tendríamos si quisiésemos oponer este amor ardiente de Cristo a los hombres a una actitud fría, distante o incluso hostil del Padre con respecto a ellos!

Evidentemente, los hombres eran pecadores a los ojos del Padre; pero precisamente el Padre no quiso mirarlos sino a través de Cristo, con una mirada que realizaba la reconciliación y que borraba los pecados. Y hay algo más que esta mirada: en Cristo, según expresión de san Pablo, Dios está presente y Dios actúa. En Él, el Padre completa su obra.

Así pues el amor que Cristo nos ha tenido es la prueba y la manifestación del amor que nos tiene el Padre. Estos dos amores nos llegan al mismo tiempo, de tal manera que no forman más que un único amor. A aquella pregunta, “Quién nos separará del amor de Cristo?”, el apóstol responde: “Estoy seguro que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rorn 8,38-39).

El amor de Cristo es, pues, el amor de Dios en Cristo Jesús; es decir que cuando Cristo nos ama, es el amor del Padre el que recibimos. Porque el amor del Padre a los hombres se ha revelado en el amor de Cristo, se ha condensado en él y ha tomado en él su forma definitiva. Así, el entusiasmo que suscita en san Pablo la certeza de que nada en el mundo podrá separarlo de este Cristo que lo ama, era un entusiasmo todavía más profundo y más sólido, porque, en definitiva, estaba apoyado en la convicción de no poder ser separado del amor del Padre.

zón del Padre mismo se le estaba entregando con toda la omnipotencia de su amor: El Padre se había donado en su Hijo y este don era algo irrepetible y sin posible vuelta atrás.

Por eso, cuando en su predicación san Pablo no quería “saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co 2,1), tenía clara conciencia de enseñar con ella lo que había de más profundo en el corazón del Padre; aquello que él llamaba “el misterio de Dios” (Íbid.) Este misterio es el designio concebido por Dios con vistas a la salvación de los hombres.

Cuando nosotros empleamos hoy el término misterio, nos referimos a la verdad revelada, verdad que sobrepasa nuestra inteligencia si ésta se queda en sí misma. Por “misterio de Dios” san Pablo entiende algo más que una verdad que deba ser creída: es todo un plan de acción elaborado por Dios. Este plan surgió en el secreto de su corazón paternal. Desde mucho tiempo atrás tenía la intención de presentar ante los hombres a Cristo, con su obra de redención en la cruz, pero esta intención seguía oculta; el misterio había sido “mantenido en secreto durante los siglos eternos” (Rom 16,25).

El Padre no desveló su intención más que en el momento en que se realizaba. En Cristo se estaba dispensando este poder del Padre que, por fin, cumplía su sueño, su más decidida voluntad. En Cristo, y más concretamente en Cristo crucificado, estaba contenido todo el “misterio de Dios”. En él, el Padre había revelado y realizado su plan. Por eso, cuando san Pablo presenta a todos sus oyentes a Cristo crucificado se da cuenta de que no solamente les anuncia el “misterio de Dios”, sino que este misterio se sigue realizando a través de su predicación. El Padre, que había actuado a través de Cristo, seguía actuando todavía a través del apóstol que les hablaba de Cristo.

San Pablo hablaba de aquello que era más querido para el Padre, de aquella realidad de Cristo en la que había puesto toda su sabiduría, todo su poder. Por eso, esta sabiduría divina y este poder divino se manifiestan en la predicación con resultados extraordinarios. En sus palabras, Dios está presente con su “misterio”, al mismo tiempo que lo está Cristo.

Y puesto que él reconocía que todas las maravillas de la obra redentora procedían en primer lugar del Padre, es al Padre a quien san Pablo dirige su adoración: “Doblo mis rodillas ante el Padre” (Ef3, 14). Y es al Padre a quien pide para sus fieles la gracia de poder conocer el amor de Cristo. Si la riqueza de Cristo es insondable es, precisamente, porque está encerrada en el “misterio” que el Padre había estado guardando durante tanto tiempo para los hombres.

Si el amor de Cristo sobrepasa todo conocimiento, es porque ese amor llega tan lejos como la sabiduría del Padre, una sabiduría que es “multiforme”, con mil aspectos, y está llena de descubrimientos sorprendentes. Si Cristo nos ha amado en tan gran medida, según una medida colmada, es porque Él poseía la plenitud de la vida divina del Padre.

Era el Padre quien conservaba todos los secretos de Cristo, y era a Él a quien se debía rogar para conocerlos. Solamente el Padre puede abrir a los hombres los tesoros del corazón de Cristo, porque estos tesoros pertenecían antes a su corazón de Padre. En la oración que san Pablo dirige al Padre para que haga a los cristianos capaces de conocer el amor de Cristo, amor que sobrepasa todo conocimiento, no es dificil reconocer un eco de la declaración hecha por Jesús: “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,22). Para poder penetrar en la persona de Jesús, y para
alcanzar la amplitud de su amor, es preciso remontarse al Padre. Como responsable y dirigente de todo el plan de salvación, el Padre se encuentra en el origen del amor de Cristo hacia nosotros: contemplando y admirando este amol; hemos de reconocer en él la obra de su bondad paternal. Para mirar a Cristo hay que elevar los ojos hacia el Padre; para alabar y dar gracias a Cristo como es debido, es preciso dirigir la alabanza y la acción de gracias hacia el Padre.

Y remontándose en cada momento desde Cristo al Padre, san Pablo sabía ya que estaba respondiendo al deseo formal de Cristo mismo. Porque Cristo había atribuido continuamente al Padre el honor de todo lo que él hacía, de sus milagros y de su doctrina; declaraba deberlo todo a él, y se refería a él no solamente como a aquel que había tornado la iniciativa de la obra redentora, sino también corno aquel que la dirigía y la cumplía en el presente.

Sabemos con qué viveza reprendió al joven que quiso ver en su persona una bondad tal que superaba la de Yahvéh: “Maestro bueno”, le había dicho aquel muchacho, con la idea de haber descubierto a un maestro en el cual la bondad sobrepasaba a la del autor de los mandamientos. Ésa es la expresión que Jesús corrige de inmediato: “Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-18). Cristo no quería que se separase su bondad de la del Padre, ni que se prefiriese el uno al otro. Eso hubiera sido uiia ofensa al Padre, del cual proviene toda bondad.

San Pablo había comprendido profundamente esta verdad, y no imitó nunca la actitud de aquel muchacho. Más entusiasta aún que el joven rico frente al amor de Cristo, nunca osó oponer la bondad de Jesús a la de Dios, ni quiso aferrarse a la persona de Cristo corno si él fuese a defenderlo frente a un Dios severo. En el amor de Cristo está el amor del Padre que el apóstol buscó siempre. En el amor que Jesús demostró en su vida terrena por el sacrificio de la cruz, vislumbraba una intención de amor que se había forjado en la eternidad divina, el “misterio” en el que se había concentrado la sabiduría del Padre.

Si nosotros quisiésemos seguir ese camino trazado por san Pablo, la bondad del maestro del Evangelio se nos revelaría con su auténtico rostro, como una expresión de la bondad eterna del Padre. Es al corazón del Padre donde debemos ir si querernos llegar al fondo del corazón de Cristo.

EL “MISTERIO” DEL AMOR PATERNO

¿Qué es exactamente este ‘misterio de Dios”, ese designio establecido por la voluntad del Padre que Cristo nos ha revelado? En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que se remontan muy lejos en el pasado: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10).

Uno advierte hasta qué punto subraya san Pablo, en el entusiasmo de su agradecimiento, los dos aspectos esenciales de la obra de nuestra salvación: todo viene del Padre y todo se concentra en Cristo. El Padre está en el origen y Cristo está en el centro. Pero si Cristo está en el centro de todo es por el hecho de que todo el plan de salvación ha salido de un corazón paternal. En este corazón paternal, cuya intención fundamental intuye el apóstol, se encuentra la explicación de todo.

Todo el destino del mundo está dirigido por esta voluntad capital del Padre: Él quiso tenernos como hijos en Jesucristo. Desde toda la eternidad su amor se había volcado sobre su Hijo, este Hijo que san Pablo llama aquí, de una forma sugerente, “el Amado” (más exactamente, y para conservar el matiz del verbo griego en pasado, “aquel que ha sido perfectamente amado”).

Para poder comprender mejor cuál sería la fuerza de este amor, es preciso recordar que el Padre eterno no existe si no es como Padre, que toda su persona consiste en ser Padre. Un padre humano ha sido persona antes de convertirse en padre; en un momento determinado su paternidad viene a añadirse a su calidad de ser humano y a enriquecer su personalidad. El hombre tiene desde el principio un corazón humano, antes de tener un corazón paternal. En su madurez, en su edad adulta, es cuando asume las funciones de padre y adquiere cierta disposición de ánimo para serlo.

Por el contrario, en el seno de la Trinidad el Padre es Padre desde su origen: desde siempre ha sido Padre y se diferencia de la persona del Hijo precisamente por su condición de Padre. Es íntegramente Padre, con la plenitud infinita de la paternidad; no tiene más personalidad que ésa y su corazón no ha existido nunca sino como corazón paterno.

De este modo, Él se vuelca en el Hijo para amarlo, en un impulso que compromete totalmente toda su persona. El Padre no quiere ser otra cosa que mirada hacia su Hijo, don para su Hijo, unión con Su Hijo. Este amor, no lo olvidemos, es tan fuerte y prodigioso, tan absoluto en el don, que, al fundirse con el amor recíproco del Hijo, origina la persona del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y es precisamente en el amor hacia su Hijo donde el Padre ha querido colocar, insertar, su amor hacia los hombres.

Su primera idea, su primer designio, ha sido hacer extensiva en nosotros la paternidad que ya ejercía con respecto al Verbo, su Hijo Único. Ha querido que, viviendo la vida de su Hijo, revestidos de Él y transformados en Él, nosotros seamos también hijos suyos. Él, que no era otra cosa que un Padre en intimidad con su Hijo, ha querido también, con respecto a nosotros, ser esencialmente Padre. Ha querido que su amor hacia nosotros no fuese más que el único amor eterno que dedica a su Hijo.

Por lo tanto, toda la densidad y toda la energía de este amor se han volcado sobre los hombres. El impulso que arrebata la profundidad de su corazón paternal nos ha envuelto en su fervor. Esta mirada de complacencia y de éxtasis que se dedica a la persona del Verbo, se dirigió a una humanidad inmensa, a una humanidad que Él ya contemplaba desde el principio reunida en Cristo.

En un instante nos convertimos en objeto de un amor infinitamente rico, lleno de solicitud y de generosidad, lleno de fuerza y de ternura. Desde el momento en que, cara a cara con su Hijo, el Padre hizo surgir esta imagen de la humanidad reunida en Cristo, se unió a nosotros para siempre en su corazón paterno, y ya no pudo apartar de los hombres la mirada que dirige a su Hijo. No podía habernos hecho entrar más profundamente en su pensamiento y en su corazón. No podía, de otra forma, confiarnos un valor más grande a sus ojos, sino mirándonos únicamente a través de su Hijo tan querido.

Los primeros cristianos habían comprendido qué gran privilegio se les había concedido al por diçigirse a Dios como Padre, y con ese entusiasmo podían gritar: ¡Abba, Padre, papá!” (cf Ga 4,6; Rom 8,15) ¡Cómo no evocar este primer entusiasmo que, incluso antes de la existencia (le los primeros cristianos, había acompañado la perspectiva de filiación divina prometida a los hombres! Era un entusiasmo divino por encima (le ninguna otra cosa.

No podemos ni imaginar ni describir con lenguaje humano alguno, ni con imágenes terrestres, aquel primer grito que se añadió a la riqueza de la vida trinitaria, con un desbordamiento de alegría divina hacia su exterior, el grito del Padre que exclamó: “¡Hijos míos!, ¡hijos míos en mi Hijo!”.

El Padre fue, en efecto, el primero en regocijarse, en exultar con esta nueva paternidad que quiso suscitar, y la alegría de los primeros cristianos no era más que un eco que, en su vibrar, constituía una tímida respuesta a la intención primordial del Padre de ser Padre nuestro.

Ante esta mirada paternal completamente nueva, que contemplaba a los hombres en Cristo, la humanidad no formaba un todo uniforme, como si el amor del Padre se hubiese dirigido simplemente a los hombres en general. Es cierto que esa mirada abarcaba toda la historia del mundo y toda la obra de salvación, pero se detenía también sobre cada uno de los hombre en particular: San Pablo nos dice que con esa mirada primordial el Padre “nos eligió”.

Su amor se dirigía a cada uno de nosotros personalmente; se posaba, en cierto modo, sobre cada hombre queriendo hacer de él, individualmente, un hijo suyo. Y esa elección no quiere decir que el Padre tomase a algunos excluyendo a otros, porque esta elección afectaba a todos los hombres. Significa que el Padre tiene en cuenta a cada uno con sus características personales y quiere a cada uno con un amor especial, distinto del amor que profesa a los otros. Su corazón paternal se da desde ese momento a cada uno con una predilección concreta, que se adapta a las diferentes individualidades que Él querrá crear. Cada uno es elegido por Él como si estuviera solo, con el mismo interés amoroso que si no hubiera estado rodeado de toda una multitud de compañeros. Y, en cada caso, esa elección procedía de las profundidades de un amor insondable.

Además, hemos de tener en cuenta que esta elección es totalmente gratuita y que se dirige a cada uno, no en virtud de sus méritos futuros, sino solamente por pura generosidad del Padre. El Padre no debía nada a nadie; Él era el autor de todo, que hacía surgir ante sus ojos la imagen de una humanidad todavía inexistente.

San Pablo ¡ insiste en el hecho de que el Padre estableció su grandioso proyecto a su gusto, según su libre voluntad. No tomó inspiración fuera de sí mismo y su decisión dependió exclusivamente de Él. Así resulta todavía más impresionante su resolución de hacer de nosotros hijos suyos, ligándose definitivamente a los hombres con un amor paterno irrevocable.

Cuando decimos “a su gusto” tratándose de un ser soberano, estamos sobreentendiendo una libertad que podría limitarse a un juego, o abandonarse a fantasías a costa de otros sin hacerse el menor daño a sí mismo. En su soberanía absoluta, el Padre no pudo utilizar su poder como un juego; en su libre intención, comprometió su corazón paternal. Hizo consistir “su gusto” en una total predilección, en la complacencia que quería derramar sobre sus criaturas adjudicándoles la cualidad de hijos. Su omnipotencia quiso concretarla exclusivamente en su amo..

Y es Él, dándose a sí mismo, el motivo de ese amor extremo. Porque es Él quien ha querido elegimos “en Cristo”. Una elección que se haría teniendo en cuenta, en cada persona humana, el valor que el Padre, al crearla, habría de reconocer en todo ser humano por el hecho de su dignidad de persona. Pero una elección que cada vez reconoce a Cristo recibe de Él un valor infinitamente superior. El Padre elige a cada uno como elegiría a Cristo, su Hijo único. ¿No es maravilloso pensar que el Padre, al mirarnos, quiera ver en nosotros a su Hijo, y que sea de esa misma manera corno nos sigue mirando desde el principio, mucho antes de nuestra existencia, y que será así como nos seguirá contemplando siempre? Hemos sido escogidos y seguimos siendo escogidos de nuevo y en cada instante por esta mirada paternal que, voluntariamente, nos asocia a Cristo.

Ésta es la razón por la cual la elección inicial y definitiva se traduce, en una abundancia de bienes, esa abundancia cuya inmensidad quiere expresar san Pablo con una acumulación de expresiones cada vez más ricas. Si el Padre nos ha prodigado su gracia y nosotros hemos sido colmados de su riqueza, es porque Cristo, en el que ahora nos contempla, justifica toda su generosidad.

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.

La prioridad absoluta del don del Padre

Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

PRIMERA MEDITACIÓN B) «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.

La prioridad absoluta del don del Padre

Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA….

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

PRIMERA MEDITACIÓN C)

Para la meditación Si existo, es que Dios me ama

El don de la Iglesia

De la misma manera que constituyó a María como imagen de su corazón paternal, el Padre ha querido imprimir profundamente la marca de su paternidad en la Iglesia. Ha querido que la Iglesia se nos presente como una madre. Para que sus hijos gozasen de un ambiente que sea la traducción humana de la atmósfera que crean los padres en un hogam; ha decidido que la vida cristiana no se desenvolviese simplemente en almas individualmente aisladas, sino en una comunidad, y que esta comunidad implicase un auténtico ambiente materno. Así, el don de la Iglesia a los hombres aparece como una manifestación característica de un amor paternal que desea expresarse en formas concretas.
La Iglesia ha sido reconocida como una madre desde los primeros siglos del cristianismo, porque se veía en ella la gestadora de la fe en las almas. De hecho, esta comunicación de la fe es parte de la comunicación, más abundante, de la vida de la gracia. Por los Sacramentos, y sobre todo por el Bautismo, la Iglesia hace surgir y desarrollar la vida divina en las almas. En el momento del bautismo, especialmente, toma la figura de quien da nacimiento al nuevo cristiano. Y, en consecuencia, tiene el encargo de fomentar, por todos los medios, esta vida que ha transmitido: encargo maternal que cumple poniendo a disposición de los fieles, además de los sacramentos, un vastísimo conjunto de elementos que ayudan a la santificación y permiten un florecimiento espiritual: la proclamación de la verdad por el magisterio y el esclarecimiento progresivo de esta verdad, a través de todo un trabajo de investigaciones y de precisión realizado por la Teología. Trabajo que constituye un auténtico patrimonio de la Iglesia; el gobierno jerárquico de leyes y de instituciones y un cuadro viviente de orientación de las actividades; la distribución de tesoros de gracias por la solidaridad comunitaria y el ejercicio de una misión educadora por medio de la cual la Iglesia se preocupa de elevar el nivel espiritual y moral de los pueblos y de la humanidad entera. La Iglesia desempeña verdaderamente un papel de madre, que consiste en hacer brotar la vida de la gracia, en protegerla, en favorecer y guiar su desarrollo.

Si el término de función maternal es el que mejor expresa la misión de la Iglesia, es porque la Iglesia ha siclo formada por el Padre a su propia imagen, como María, para representar ante los hombres su paternidad. Muy a menudo corremos el peligro de olvidarlo y admiramos la providencia maternal de la Iglesia sin pensar que es una efusión del corazón del Padre, que su cualidad de madre es una afirmación de esta pa-ternidad divina, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef3, 15).
En la Iglesia misma hay muchas manifestaciones particulares de su actividad que llevan más especialmente el sello de la paternidad celeste que desea imprimirse en ella. Es sabido que una de las características esenciales del gobierno de la Iglesia es su aspecto paternal. Su jerarquía está establecida por medio de un sistema de administración, es verdad, pero sin que esta tarea pueda ser únicamente tratada como labor administrativa realizada por funcionarios: debe llevar el sello de la solicitud paternal. La autoridad de los que tienen un puesto de gobierno es la de los pastores; quiere eso decir que tienen por misión conducir un rebaño cuyas ovejas aman y conocen. Así sucede con el Papa, que ostenta el hermoso título de Pastor de todos los fieles. Los amplísimos poderes con que ha sido investido, si hubieran sido conferidos a una sociedad puramente humana entrañarían grandes peligros de absolutismo, tiranía y arbitrariedad; pero, precisamente porque están incluidos en una misión pastoral y paternal de orden superioi se realizan en un espíritu diametralmente opuesto al de un tirano caprichoso. Es el suyo el espíritu de un poder muy amplio que emplea todos sus recursos al servicio de aquéllos por los que existe, y que traduce sim fuerza en una benevolencia fundamental. Es una imagen asombrosa de la autoriclad del Padre celestial, cuya omnipotencia hubiera podido afianzarse por mecho de una soberanía tiránica, pero que ha escogido, por el contrario, concentrarse en un amor más benevolente. / Así sucede también con todos aquellos que han recibido alguna par- t Íticipación en el cargo pastoral del supremo Pontífice, y que no deben usar de los poderes con que están revestidos si no es para dejar traslucir la paternidad divina de la cual son mensajeros. Por eso, los sacerdotes no son sólo los representantes de Cristo en la tierra, sino también los representantes del Padre. Especialmente cuando dan la abso-\ lución al fiel que viene a confesar sus pecados, tienen un gesto cminentemente paternal: el de una misericordia que acoge, perdona y cura. Cuando se inclinan sobre todas las angustias humanas, dirigiéndose a su encuentro para intentar socorrerlas, ¿no representan ante los hombres al Padre celestial continuamente inclinado sobre ellos? La cura de las almas que pastorean les exige mostrar en la medida posible, en su comportamiento personal, la solicitud activa y generosa del Padre respecto a sus hijos. Su apostolado debe ejercitarse, pues, bajo el signo del amor paternal.

Además, que así es como Cristo había entendido su propia misión de Pastoi Ha querido ser Buen Pastor, como el Padre había sido ya anunciado que era el Pastor del pueblo judío (Ez 34). Y su amor era una réplica del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Un 15,9). También se oye resonar en las palabras de Jesús la nota de un afecto paternal: es el afecto que nos dirige de parte del Padre: “Hijos míos”, les dice a sus discípulos (Mc 10,24). “iÁnimo, hija!”, le dice a la mujer atemorizada y temblorosa que se presenta a Él después de haber tocado su manto y obtenido su curación (Mt 9,22). En el mismo tono se dirige al paralítico cuando quiere otorgarle la remisión de los pecados: “jÁnimo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt9,2).Juntas van la acción yla palabra del Padre, que perdona. ¡Cómo se revela esta solicitud paternal en el cuidado que pone Cristo en velar sobre sus discípulos con toda suerte de atenciones! Aunque vive en extrema pobreza y sencillez, no deja que le falte nada al grupo de SUS fieles y provee a todas sus necesidades como lo haría un padre o una madre. En el momento de la Pasión, los discípulos podrán confesar que así fue realmente durante la vida pública de SLI Maestro (Lc 22,35-36).

Incluso con los que se le resisten ejerce este afecto paternal, que Cristo expresa de modo tan conmovedor increpando a la ciudad santa: “Uerusalén,Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23, 37). En este apóstrofe grandioso e íntimo a la vez, ¿no se deja ver el deseo del Padre de realizar la unidad de sus hijos en torno a Sí, que se traduce en toda su vivacidad, con un profundo respeto a las libertades que no se quiere forzar, ni siquiera con una ternura demasiado acaparadora?

Continuadora de Cristo, la Iglesia se sitúa directamente en la prolongación de este cuidado paternal de congregar en la unidad a los hijos del Padre, ‘corno la gallina recoge a sus pollos bajo las alas”. Lo que Jesús había intentado hacer, en nombre del Padre, por la reunión del pueblo elegido, la Iglesia se ha encargado de realizarlo progresivamente en todos los pueblos y en todos los hombres. Por ella, el Padre extiende las alas de su protección paternal sobre la humanidad, fusionándola con el calor de su amor.

Como testigos de este amor, hay que citar, además de todos aquéllos que han siclo nombrados pastores del alma, a los innumerables realizadores de la obra educadora de la Iglesia. Hemos estereotipado la misión educadora encomendada a la Iglesia, que corresponde también a un papel maternal. A ella consagran sus vidas un gran número de hombres y mujeres, todos aquellos que se dedican a la formación cristiana de la juventud. La primera nobleza de esta vocación consiste en la semejanza que tiene con la paternidad misma de Dios. Estos hombres y mujeres deben ser considerados, ante todo, como un don del Padre a  la humanidad, un don profundamente paternal. Por el hecho de su actividad, asumen una paternidad o maternidad de orden moral y espiritual. En ellos y por ellos el Padre celestial modela el espíritu, el corazón
y el carácter de sus hijos, los abre a una vida divina más ancha y espaciosa afincándolos en ella sólidamente, y graba en ellos los principios de una conducta moral que responda a su condición de hijos de Dios. ¡Grandeza de los educadores y educadoras, a quienes el Padre ha confiado sus propias responsabilidades paternales y a los que desea prestar su propio rostro de Padre, de una bondad firme, activa e incansable!

Ésta es también la paternidad que se revela en todos aquellos que, en la Iglesia, se dedican a consolar las miserias humanas. La Iglesia jamás ha carecido de miembros que lleven su mensaje de caridad evangélica a los pobres, a los enfermos y a todos aquellos que sufren o tienen necesidad de socorro. En la abigarrada multiplicidad de obras en las que se organiza esta ayuda al prójimo, en la generosidad de estas existencias humanas cuyas energías íntegras se consagran a aligerar las cargas de los demás, tenemos que reconocer al Padre de los cielos, continuamente inclinado sobre los hombres, prodigándoles su simpatía misericordiosa. Cuando un enfermo admira a la religiosa que lo atiende con entrega maternal, es el corazón del Padre lo que encuentra en ella. El leproso que llama “mano de Dios” a la mano de la hermana misionera que cura sus llagas, ha rozado esta verdad. ¡Cuántos hombres rebeldes a la religión han llegado a convencerse de la existencia de Dios porque han sido testigos de la entrega totalmente sacrificada de una religiosa! Su intuición es exacta, pues es verdaderamente a Dios a quien descubren en esta maravillosa generosidad e, incluso, lo que hay de más profundo en Dios: un corazón paternal. En esta entrega descubren, al mismo tiempo, a la Iglesia con su verdadero rostro: el rostro de una madre llena de bondad.sobre todo, que vayamos a sacar siempre más del abismo de su amor, que tornemos cada vez con mayor avidez lo que nos ha dado. Quiere cine los hombres tomen de nuevo y sin cesar en el acto del sacrificio, por medio de los sacerdotes, a ese Hijo suyo cuyos brazos Él mismo extendió sobre la cruz. El Padre que había aspirado a darnos a su Hijo como prenda decisiva de su afecto paternal, ambiciona hacer pasar este don más plenamente a la humanidad. Pretende agrandar su generosidad en cada una de nuestras eucaristías de la tierra, ser más totalmente nuestro dándonos como propio una vez más a su Hijo.

Si la Eucaristía, en su aspecto de sacrificio, constituye el don primordial del Padre, implica igualmente este don en la comunión y en la presencia real. En la comunión, bajo su aspecto de alimento distribuido a los fieles, se manifiesta la solicitud del Padre que se preocupa de sustentar la vida del alma en sus hijos. Porque es al padre de familia a quien incumbe normalmente la tarea (le alimentar a los suyos. Es él quien da el pan a sus hijos. Al enseñarnos a orar al Padre, Cristo nos hace decir: “Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy” (Mt 6,11). Y cuando anunció la institución de la Eucaristía, después (le haber tenido el detalle paternal de saciar de pan a las multitudes que le escuchaban, no dejó de declarar que el pan eucarístico sería dado por el Padre celestial, directamente por Él, mientras el maná del desierto había sido dado por medio (le Moisés. A los judíos que pedían un prodigio comparable al maná, Cristo responde que el Padre va a realizar un prodigio superior, pues es el verdadero pan que va a ser repartido a los hombres, el que alimenta la vida espiritual: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” Un 6,32-33). Por el pan eucarístico, Cristo promete comunicar la vida del Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí” (Iii 6,57).

Así pues, es el Padre quien alimenta; más aún, alimenta con su propia vida, transmitida por su Hijo. El que primero distribuye la comunión es, por tanto, el Padre: (le Él, inclinado sobre cada fiel, desciende el pan del cielo, el Cuerpo del Señor depositado sobre cada comulgante. En este instante, de lo más profundo de Sí mismo, el Padre nos entrega su vida divina. De este don del Padre es de donde saca el fiel las fuerzas necesarias para no desfallecer en el camino, para llevar una vida cristiana digna de su calidad de hijo.

Don paternal; paternal también la presencia real de Cristo, prolongada indefinidamente en nuestros tabernáculos. Si Cristo vino a nosotros en virtud (le la voluntad del Padre la vez primera, permanece entre nosotros bajo las apariencias de pan por esta misma voluntad. El Padre ha querido que guardásemos para siempre a su Hijo encarnado y que la presencia con la que Cristo había regocijado a los primeros discípu los siga envolviéndonos, presidiendo nuestra vida.

Con esto, el Padre acaba y realiza plenamente lo que había inaugurado en el Antiguo Testamento, cuando dio a los judíos en prenda de su alianza la presencia divina. Esta presencia perpetua en el Templo de Jerusalén era considerada por el pueblo elegido como la realidad central del culto. Era el privilegio más extraordinario que este pueblo podía poseer: la presencia concreta, en este enclave terrestre, de un Dios tan elevado y tan poderoso. El Padre, para dar continuidad a esta presencia especial (le que gozaba el templo, quiso una presencia divina que fuese dada de manera más substancial por la presencia corporal del Verbo Encarnado, y que se multiplicase en innumerables lugares. En el centro de cada iglesia reina esta presencia eucarística, de tal manera que el que allí entra se siente siempre acogido por alguien. La capilla más modesta en que se conserve el Santísimo Sacramento encierra una presencia divina incomparablemente superior a la que contenía el único templo de Jerusalén. Es el Padre quien ha multiplicado su amor y perpetúa el don de su Hijo. Por eso el tabernáculo de nuestras iglesias debe ser tenido como señal de su acogida paternal.

SEGUNDA MEDITACIÓN A)

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

SEGUNDA MEDITACIÓN B)

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)       

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

         Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

         S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

        La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

         Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

         Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).       

El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

         <Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

         En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

         Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

         El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

         El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

         «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

         Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

         Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

         ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte          Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 

el cielo que me tienes prometido,   clavado en una cruz y escarnecido, 
ni me mueve el infierno tan temido               muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

para dejar por eso de ofenderte.                     muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,    No me tienes que dar porque te quiera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,      pues aunque lo que espero no esperara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.        lo mismo que te quiero te quisiera.

 

RESURRECCIÒN:

         QUERIDAS HERMANITAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque es la tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

         Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.

         Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

         1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

         Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

         2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

         San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

         Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

         3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

         -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.      

         4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

LA ORACIÓN DESANTA BRÍGIDA

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a ti,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

 

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[1].

Este es el Cristo que adoramos en el Sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación.

SEGUNDA MEDITACIÓN C)

ESTA MEDITACIÓN ESTÁ MUY BIEN PARA CUANDO HABLE DEL PECADO, EN LA TERCERA MEDITACIÓN DE LOS EJERCICIOS, PORQUE TRATA DEL PECADO DEL HIJO PRÓDIGO:

El perdón concedido a los pecadores

En el perdón concedido a los pecadores se revela la generosidad sin límites del corazón del Padre. Cuando considerarnos la reacción delPadre ante el pecado de Adán y Eva, advertirnos lo que tenía de sublime y de incomprensible: a los que osaron, en cierta manera, parangonarse con Él, despreciando su mandato y deseando ser como Dios, el Padre no duda en prometerles una dignidad más alta de la que poseían, dándoles a u propio Hijo para establecerlos con Él como hijos suyos. El Padre ama más a los que lo han herido con su pecado. Les da todavía más. Y esta magnanimidad, desplegada donde no se esperaba más que castigo y venganza, da prueba de una bondad que sobrepasa todas las normas de la bondad humana, de una benevolencia de profundidades infinitas. ¿Por qué ha querido con afecto paternal más profundo y apremiante a los que se habían rebelado contra Él? No hay que buscar jus- tificación alguna, sino tan sólo adorar el misterio.

Este misterio tan reconfortante se reproduce en las relaciones del Padre con cada pecador en particular. Frente a nuestras faltas individuales, existe un drama redentor que renueva el que se produjo en respuesta al pecado de Adán. Así se comprende que el Padre, inquebrantablemente fiel en su amor y decidido a no retirar jamás el don que ha hecho de su corazón, adopte ante cada hombre la actitud que ha adoptado globalmente con la humanidad entera en el momento en que resolvió salvarla del l)ecadO, De modo que el Padre testimonia aún mayor amor a cada pecador; lejos de responder a las ofensas actuales con la venganza, no hace sino abrir de par en par su corazón para acoger a los culpables cuando manifiestan pruebas de arrepentimiento.
Felizmente poseernos, para comprender bien esta actitud del Padre, una descripción hecha por el mismo Jesús. En la más bella de las parábolas, la del hijo pródigo, nos ha descrito —con palabras sumamente sencillas, pero extremadamente sugestivas— la verdad más misteriosa y conmovedora de todas: la efusión de amor paternal calurosamente ofrecida al pecador arrepentido. En los trazos de esta historia, exteriormente trivial, nos hace ver el fondo del corazón del Padre.

Ya en el principio de la historia nos damos cuenta del significado exacto del pecado. El pecado no se nos describe como la rebelión de un esclavo contra su señor, sino como el ultraje de un hijo que quiere abandonar a su padre y liberarse de su tutela paterna. Cristo nos da con ello una preciosa indicación: el pecado debe ser considerado siempre como una falta cometida en las relaciones de un hijo con su padre. Y eso es lo que causa su gravedad, su carácter trágico; porque una ofensa hecha a un padre es mucho más grave que un ultraje dirigido contra un amo. El verdadero sentido del pecado no se calibra con exactitucl sinE en el contexto de un amor filial que ha sido traicionado.

La petición del hijo menor expresa bien este renegar del amor filial: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15,12). Es como si dijese a su padre: “Lo que me interesa no es tu afecto paterna! ni tu compañía, sino tu fortuna. Dame mi parte y me marcho”. Ésa es la verdadera intención que supone el pecado: reclama el derecho de ser dueño absoluto de los bienes que Dios otorga, de poseer- los y utilizarlos a su capricho, con plena independencia. El pecado se comete siempre por hacer uso de ciertos bienes que vienen del Padre celestial, bienes que ha creado para ponerlos a nuestra disposición. El pecador se apodera de estos bienes y en vez de usarlos conforme a la voluntad del Padre, y en su casa, se sirve de ellos según su propia fantasía, lejos de la casa paterna. Y vuelve así contra el Creador, contra el Padre, lo que había recibido de Él: los bienes de este mundo que sustrae con su avidez; su cuerpo, del que abusa con la sensualidad; su alma, a la que avasalla con su egoísmo y orgullo. El pecado lleva consigo, pues, la triste ingratitud de oponerse a su bienhechor con el uso de los beneficios de que ha sido colmado.

A la petición del hijo pequeño no da el padre respuesta alguna. Este silencio no impide que haya sentido vivamente la injuria hecha a su cariño. Pues ningún padre podría escuchar sin un gemido a su hijo pidiéndole una parte de su fortuna para alejarse definitivamente de su afecto. Pero aquí el Padre quiere ser generoso y oculta su pena, reprimiéndola en el secreto de su corazón. ¿Qué sabernos de todo lo que oculta el silencio de! Padre celestial ante los pecados del mundo? Por cada transgresión, el Padre es alcanzado en su corazón paternal. Pero nada se deja traslucir. Nada nos ha revelado el Padre de cómo siente nuestras ingratitudes y faltas de delicadeza. Se calla obstinadamente sobre lo que pasa entonces en su corazón paternal; ignoramos hasta dónde penetra la ofensa. Sólo el sacrificio de Cristo sobre la cruz nos permite entrever que 110 se trata de un rasguño superficial y que la ofensa se ha sentido vivamente. Con gran delicadeza, el Padre celestial no revela su dolor cuando sus hijos menores quieren llevarse la parte de fortuna que les corresponde. Cuando nos enseña la gravedad de nuestros pecados, lo hace poniéndose en nuestro punto de vista; se olvida de Sí mismo para no ver más que el daño que nos hacemos a nosotros mismos con nuestras faltas y los peligros a que 0S exponemos. Nuestro bien es lo único que persigue y, sin decirnos hasta qué punto ha sido decepcionado o herido por nuestra actitud, nos advierte de las peligrosas consecuencias que nos amenazan si persistimos en nuestros errores

Cristo añade en la parábola que el padre procedió al reparto reclamado por su hijo menor. ¿No resulta admirable esta generosidad que, de hecho, va a permitir a un joven desaprensivo dilapidar toda su fortuna? Si tenía interés en el bien real de su hijo, ¿no hubiera debido el padre rehusar su demanda, protegiéndolo contra él mismo y ahorrándole todos los sinsabores de una aventura cuyo desgraciado final se podía prever? Satisfacer este capricho de su hijo, ¿no era hacerle un flaco favor? La realidad es que la conducta del padre se justifica por la intención de no restringir la libertad del hijo. Lo que desea es el cariño de su hijo, y un afecto humano no se obtiene por la fuerza. El padre quiere en su casa a un hijo, HO a un esclavo. Si actualmente su hijo no quiere darle libremente su amor, él no quiere hacer violencia ni presionar este amor, y prefiere dejarlo en libertad, esperando que un día esta libertad lo devolverá a él.

Ésta es la conducta del Padre celestial. No rehusa entregar a los hombres los bienes de la tierra cuando quieren abusar, ni los obliga a permanecer con Él, en su amistad, si desean separarse de ella. El Padre dota a los hombres de su libertad y la respeta profundamente, porque desea por parte de ellos un afecto y una adhesión que no sean de encargo. Les deja la posibilidad de optar entre la amistad y la separación, esperando que, incluso si escogiesen momentaneamente marcharse, al final volverán y le profesarán un amor espontáneo. Su honor de Padre consiste en no estar rodeado de esclavos, sino de hijos que quieren permanecer con Él libremente. Ya hemos notado qué gran prueba de verdadero amor es este respeto a la libertad humana. Por nuestro bien, el Padre se expone voluntariamente a un riesgo: el riesgo de ser abandonado, despreciado en su amor y verse pospuesto por sus hijos a los deleznables placeres terrenos.

El hijo menor no deja de aprovechar la libertad y la fortuna que le han sido concedidas. En pocas palabras, con una descripción rápida, Cristo esboza la degradación a que conduce el pecado. El joven había partido, con la bolsa bien repleta, prometiéndose toda suerte de placeres. La realidad le guarda muy pronto una cruel desilusión. Se ve conclenado a aceptar el oficio que para un judío debía ser el más abyecto: el de guardar cerdos; y llega a tal grado de miseria que ansía coi er el alimento de estos animales. Así, el pecado no cumple las promesas con las que en un principio atrae, y en vez de colmar los deseos que ha atizado, no hace más qLIe engañar su hambre y acentuarla. Aclemás, clespoja de sus bienes al que se ha dejado seducir, lo arrastra a una profunda angustia, engendra la vergüenza y el hastío. Cuando se había creído gustar la embriaguez de la libertad, se cae en una envilecedora esclavitud.

El hijo pródigo, que de ello tuvo amarga experiencia, compara su situación con la que gozan los servidores de su padre. Comienza a darse cuenta de la felicidad, de la libertad y cJe la abundancia que poseía en la casa de su padre, ventajas que no había estimado en su justo valor hasta el momento presente. “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, yyo me estoy muriendo de hambre . En esta comprobación, ¡qué elogio encontramos del bienestar espiritual que el Padre prodiga a los que permanecen junto a Él! Es el bienestar de aquellos que viven en su amistad y en una abundancia que satisface al alma. Nadie mejor que los santos pueden atestiguar esta abundancia de gracias y favores que mantienen al alma en disposiciones cJe iaz y gozo gratificantes. Cristianos de vida aparentemente ordinaria pueden dar fe de que no se está en ninguna parte mejor que en la amistad del Padre celestial. Y cuando pierde esta situación, el pecador cae en la cuenta de su valor.

Aquí se ceba un drama interior que es el drama efectivo de tantos hombres en este mundo: el drama de aquellos a quienes la experiencia ha mostrado lo triste, vacío y degradante que es el pecado, y que sólo la vida en armonía con el Padre celestial puede satisfacer y colmar un corazón humano. Pero todavía queda la valentía de volver. Falta un esfuerzo cuya dificultad se exagera con frecuencia. El hijo menor de
que nos habla la parábola se decide a dar el paso decisivo. Al haberlo  perdido todo, comprende que no le queda más que ofrecer su humildad y eso es lo ciue se propone presentar a su padre, ya que cuenta con volver a su casa a título de servidor: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátarne como a uno de tus servidores”.
 Su camino de retorno debió de estar jalonado de incertidumbre. ¿Qué recibimiento le iban a hacer? Si hubiéramos tenido que acabar nosotros la narración comenzada por Cristo, e imaginar el desenlace de la parábola, seguramente lo habríamos descrito de distinta manera ¿No  habríamos tenido buen cuidado de mostrar en Dios alJuez que hace reconocer a uno su equivocación con la evidencia de su luz divina, que reprueba el mal y lo sanciona? Y en caso de atenernos a la reacción que hubiera tenido un padre humano con ocasión de la vuelta de su hijo perdido, ¿no habríamos equilibrado la bondad con una sabia pruden cia? El padre habría podido recibir a su hijo pequeño con benevolen cia, pero haciéndole comprender, a la vez, la pena que le había producU. do su conducta. Para que no pudiera olvidar la lección recibida y no se sintiera tentado de volver a las andadas, el padre habría podido dife
nr su perdón definitivo, tener al hijo durante algún tiempo en casa a su servicio antes de devolverle todos sus privilegios de hijo. Así, el mu- chacho habría dado prueba de que su arrepentimiento era sincero y de que estaba realmente decidido a cambiar la conducta. Y se habría ganado el perdón demostrando que se comportaba como un buen hijo.

El desenlace que Cristo pone ante nuestros ojos sobrepasa todo lo imaginable. En lugar de esperar que su hijo venga a él para pedirle perdón por la ofensa cometida, es el padre quien corre a su encuentro, completamente conmovido de la miseria de su hijo. Cuando su hijo pequeño pronuncia la fi-ase que había preparado de antemano para este momento difícil, lo interrumpe y no precisamente para hacerle reproches. No desea que se prolongue la conversación sobre un pasado que avergüenza a su hijo; y mientras éste acaba de llarnarse indigno de llevar todavía el título de hijo, él quiere rehabilitarlo al punto en esta dignidad: ordena que se le traiga el mejor vestido, el anillo y el calzado que caracterizaban a los dueños de una casa. Al momento hace desaparecer los harapos y otras reliquias de su degeneración y le restituye sus privilegios de hijo. Todavía no es bastante: organiza un festín de lo más solemne, ya que hace inmolar el ternero cebado, siendo así que en los banquetes ordinarios se contentaban con un cabrito o un cordero. El padre está radiante de gozo, de un gozo tal que anhela comunicarlo a todos. Todos deben festejarlo. No hay más que una idea en su cabeza: “Mi hijo, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Releyendo la descripción de esta maravi-llosa acogida, ¿qué otra cosa se puede ver en ella más que bondad, la bonciad de un corazón paterno? Si hubiéramos tenido que ser los locutores de esta acogida, habríamos impuesto, corno restricciones a tanta generosidad, límites de justicia y prudencia. Cristo nos muestra que el Padre supera todas nuestras estrecheces y que es puro Amor cuando recibe a su hijo pródigo.

Esta acogida de pura bondad paternal es la que se repite continuamente en las relaciones de Dios con los hombres. La parábola del hijo pródigo se cumple cada vez que un pecador se arrepiente de sus culpas. El Padre socorre sin cesar a su hijo arrepentido, pues aguardaba con impaciencia el instante del arrepentimiento. Se prohíbe a Sí mismo forzar la puerta de un corazón; pero cuando un corazón se le abre libremente con buena disposición se apresura a penetrar en él, movido por su inmenso cariño. Hace desaparecer sin tardanza la angustia y la vergüenza producidas por el pecado y reintegra al arrepentido todos sus privilegios de hijo, lo hace gozar desde el primer momento de la amistad divina más completa. Antes de perdonar no impone un tiempo de prueba en el que se debería demostrar una buena conducta y fidelidad a las resoluciones tomadas: desde que el pecador tiene voluntad de cambiar de vida y de renunciar al pecado, obtiene un perdón total.

El perdón es definitivo. Y como vemos por la parábola, el Padre celestial no tiene ningún deseo de volver sobre los hechos del pasado, 1 de insistir sobre ellos o refrescarlos para hacer subir a la superficie la vergüenza que los acompañaba. El Padre es el primero en querer enterrar para siempre el recuerdo de las faltas que perdona: esas faltas están verdaderamente borradas. Sería una sinrazón representar al Padre celestial como si tuviese en depósito todos los pecados que hemos cometido en nuestra vida para hacernos ver su horror en el momento en que comparezcamos ante Él a la hora de la muerte. Si así fuera, su perdón no sería completo. Precisamente el Padre ha querido suprimir toda la angustia y la vergiienza de nuestros pecados; no será Él, pues, quien quiera reavivarlos. Las ofensas que ya hemos lamentado y cuyo perdón hemos suplicado, están definitivamente perdidas en el abismo de su corazón paternal. Y si debe subsistir un recuerdo de ellas, no puede ser más que aquel que nos mueva a acción de gracias por la reconciliación concedida y, por consiguiente, no de vergüenza y disgusto, sino de gozo y liberación.

Al restituir una verdadera inocencia y una profunda pureza en un alma que se había mancillado, el Padre devuelve a su hijo instantáneamente todo su afecto paternal y se propone obrar en lo sucesivo como si nada hubiera pasado. Lejos de dirigirle un reproche en su presencia, no tiene más que una idea al hallar al hijo pródigo:el gozo paterno de haber recuperado vivo al que había estado muerto para Él.
         Este gozo es inmenso, como manifiesta el banquete del ternero cebado. Cristo ha subrayado expresamente la alegría que se suscita en torno al pecador: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7). El cuadro dejúbilo del padre del hijo pródigo, como el del pastor que encuentra la oveja perdida, es de los más impresionantes. Más todavía que la restitución de la inocencia al culpable de ayer, este júbilo parece una maravilla. La aventura que normalmente hubiera debido desembocar en amargas consecuencias, concluye en un regocijo general: el del Padre y el del cielo entero; gozo que se comunica al hijo perdonado. ¿No es un privilegio asombroso el que se le ha concedido al pecador arrepentido: poder causar al Padre celestial este gozo tan intenso? Cuanto más gravemente había sido sentida su ofensa por el Padre, tanto más desbordante se hace la dicha que entraña su retorno. Cuando el penitente recibe la absolución del sacerdote, sabe que no tiene que temer un rostro severo de Dios ni que vaya a incurrir en reproches. Sabe que no es acogido más qtie por un amor paternal y lleno de gozo. Él mismo lo siente, y la felicidad que experimenta no es sino el destello, en su alma, del gozo de todo el cielo y del gozo del corazón de un Padre.

La acogida de nuestras oraciones Una de las funciones específicamente paternas consiste en la acogida de nuestras peticiones. Cristo nos ha recomendado que dirijamos al Padre las oraciones de súplica, asegurándonos que serán escuchadas. Y ha insistido sobre el hecho de que esta acogida es propia de un corazón paternal: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7-11).

Con esto, Cristo responde a un temor que inquieta muy a menudo a los hombres en sus relaciones con Dios. Los hombres son muy prontos a dudar de la eficacia de sus oraciones. Vacilan en hacer peticiones porque temen que resulten inútiles. E incluso experimentan con facilidad una desconfianza respecto a Dios, como si la audacia por la que le dirigen una petición se expusiera a ser castigada con la realización del suceso contrario al que piden, por el mal opuesto precisamente al bien que ellos desean. Si hubiera que analizar las secretas implicaciones de esta desconfianza, encontraríamos un resto del viejo sentimiento de que Dios está celoso de su poder y no permite a los hombres que se entrometan en su gobierno con peticiones; que tiene envidia de la felicidad de los hombres, de lo que ellos tienen o desearían tener, y que, por consiguiente, para abajarlos, está dispuesto a contradecir sus aspiraciones.

¿Y nos vamos a admirar de que Cristo reaccione tan vivamente contra esta desconfianza humana, tan injuriosa contra la bondad del Padre? Hace observar que atribuimos al Padre celestial disposiciones que no se encontrarían en ningún padre humano, por malo que sea. Y añade, tomando como ejemplo la bondad de un padre humano, que la generosidad del Padre celestial es incomparablemente superior. Las palabras empleadas por Jesús a propósito de padres humanos: “por malos que seáis” (o, según la traducción más común, “siendo malos”), no deben hacernos pensar que Cristo tenga una idea mezquina del hombre o de la paternidad humana. San Juan Crisóstomo escribe a propósito de esta expresión: “No lo decía con intención de difamar a la naturaleza humana, ni declarar malo al género humano, sino que, en comparación de su bondad, llama mala incluso a la ternura paternal. ¡Tan grande es el exceso de su amor por los hombres!” (ui Mat. PL. 57. 313, citado por Lagrange, S. Mattliiew, p. 149). En efecto, lo que Cristo ha querido juzgar aquí no es la bondad paternal humana, sino únicamente el amor del Padre celestial, amor cuya infinita superioridad sobre toda bondad humana ha querido recordar.

Aunque, a decir verdad, no es a la bondad de un padre humano a la que expresamente se le llama mala o perversa, ni siquiera en comparación con la bondad divina. Cristo dice “por malos que seáis”, para poner el ejemplo más desfavorable: el de un hombre perverso. Un malvado no dará a sti hijo una piedra en lugar de un pan. Tendrá la suficiente bondad paternal, por muy malo que sea, para dar a su hijo las buenas cosas que reclama.

 Entonces, si hay este mínimo de bondad en un hombre malo, ¡cuál no será la bondad de Aquel que no puede tener en Sí ni mal ni maldad!, ¡qué nivel alcanzará esta bondad en un Padre que no es más que Amor! Si la generosidad del Padre de los cielos en la concesión de las peticiones sobrepasa con mucho toda bondad humana, tenemos que hacer notar ciue no resulta simplemente de un sentimiento de benevolencia y de indulgencia paternal, sino que tiene su raíz en la disposición más fundamental adoptada por el Padre en el drama de la Redención. Un padre humano puede satisfacer la petición de su hijo por un reflejo, por un gesto instintivo de bondad. En el caso del Padre celestial, la respuesta a nuestras peticiones proviene siempre de la decisión irrevocable que ha tomado respecto a los hombres pecadores al procurarles la salvación.

Todas las liberalidades divinas han procedido de la liberalidad primordial que nos ha merecido nuestro Salvador. Tenemos que recordar la expresión de san Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él, graciosamente, todas las cosas?” (Rom 8, 32). Del don de Cristo se siguen infaliblemente todos los otros favores. Por eso,Jesús declara a us discípulos que todo lo que ellos pidan al Padre en su nombre les será concedido; y concedido en su nombre: “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Iii 16,23; cfr. 15,16).

Cuando los cristianos le dirigen una súplica, el Padre oye en su voz la voz de su Hijo Único, irresistible para Él. Y cuando concede el favor pedido, renueva en cierta manera el don de su Hijo, pues su generosidad de cada instante no es diferente de aquélla con la que nos envió a Cristo. Nosotros participamos, pues, del poder que Cristo ejerce sobre el corazón del Padre. Muchas veces apenas nos atrevemos a creer que, mediante nuestras súplicas, somos realmente capaces de ejercer una influencia sobre la acción del Padre en el mundo y en nuestras vidas.

Esta verdad nos parece excesiva, pues con dificultad acomodamos nuestro pensamiento al exceso divino de este amor paternal. Nos parece exorbitante que el Todopoderoso se someta realmente a uno de nuestros deseos y nos deje intervenir eficazmente en el gobierno de los acontecimientos terrestres, gobierno que le pertenece corno propio. El Padre del cielo no teme darnos este poder extraordinario, ni mucho menos soporta que pongamos en duda ese don que nos ha sido concedido. Corno es Todopoderoso, tiene la suprema libertad de satisfacer nuestros menores deseos y de dejarnos intervenir en su acción aquí abajo. Y como nos ama, nos ha dado un auténtico poder sobre su corazón paternal. Ha decidido que no se resistiría ante nuestras peticiones filiales, y no tiene más que un deseo: que usemos abundantemente de este maravilloso poder que nos ha sido definitivamente concedido.
         Advirtamos que si el Padre pone tanta diligencia en escuchar nuestras oraciones es porque Él es el primero en querer darnos lo que le pedimos. Mucho antes de que le formulemos nuestra petición ya ha pensado en nuestras necesidades, en nuestras preocupaciones y deseos, y aspira a colmarlos. Su deseo es, incluso, más ferviente que el nuestro. El Padre busca inundarnos con sus liberalidades. Si escucha nuestras peticiones es en función del principio general que ha adoptado en sus relaciones con nosotros; principio del respeto a nuestra libertad.

El Padre no quiere coaccionar a los hombres para que reciban sus dones. Prefiere solicitar nuestra libre colaboración, de tal modo que estos dones sean bien acogidos y empleados y, también, para que se establezca entre nosotros y el Padre un trato de confianza filial. Nuestra labor es expresarnos con espontaneidad, exponer al Padre celestial el objeto cte nuestros deseos e instancias. Nuestra labor es participar así, humildemente, pero con toda la dignidad de hijos, en el gobierno de nuestra vida y del mundo, en la forma en que el Padre nos invita.

Cuando una de nuestras peticiones llega al Padre topa, pues, con un deseo todavía más ardiente por su parte de dispensarnos ese bien. ll Padre es siempre nuestro aliado; jamás un adversario al que haya que convencer. Y sabemos por las declaraciones de Cristo que no debemos temer importunar al Padre, ni por la audacia de nuestras pretensiones ni por la insistencia testaruda de nuestras oraciones. Jesús nos ha recomendado esta audacia y perseverancia; lejos de disgustar al Padre celestial, le son agradables y concurren a un otorgamiento más liberal. Basta releer la parábola del amigo importuno para ver cómo nos ha siclo aconsejado importunar al Padre con la promesa de triunfar por esta misma importunidad. El Padre desea que se llame a la puerta de su corazón paternal para que esta puerta pueda abrirse.

Si tenemos dificultad en creer en este inmenso poder que se nos ha concedido sobre el corazón del Padre, todavía nos cuesta más creer que, en cualquier caso, nuestras peticiones son escuchadas. Nos parece evidente, según nuestra experiencia y los hechos palpables y verificabIes, que ciertas peticiones reciben satisfacción, mientras que otras no tienen el final que se esperaba. Sucede también que encontramos en nuestro camino lo contrario de lo que habíamos pedido. ¿No es temerario, en estas condiciones, afirmar que toda petición es escuchada?
Sin embargo, éste es el principio enérgicamente afirmado por Cristo: “Pedid, y se os ciará.., porque el que pide, recibe”. Ningún límite está previsto.

La fe nos obliga, pues, a sostener que ni una sola de nuestras peticiones se quedará sin efecto. Pero es posible que este efecto, que se produce en todos los casos, no se pueda captar por la experiencia, y que tampoco sea el bien sobre el que se ha hecho concreta, expresamente, nuestra oración. Cristo nos asegura que el Padre de los cielos no deja de dar buenas cosas a los que se las piden. No da, por consiguiente, más que cosas buenas. Nosotros, por el contrario, estamos expuestos, a consecuencia de las debilidades e imprevisiones de nuestra sabiduría humana, a reclamar cosas que ni son buenas ni útiles para nosotros ni para otros, o que, incluso, son positivamente peligrosas o malas.

Lo mismo que un padre de familia no satisface una petición de su hijo si sabe que su efecto será perjudicial, el Padre del cielo no está dispuesto a peijudicarnos concediéndonos deseos insensatos. Nos protege contra nosotros mismos y ésa es también una señal de su boncIad. Cuando no recibimos exactamente lo que habíamos pedido, tenemos que creer que es una manifestación de amor del Padre celestial, y persuadirnos de que nos ha escuchado de otra manera, concediéndonos un bien mejoi Él, que conoce a fondo nuestras aspiraciones, sabe colmarlas en lo que tienen de más esencial, incluso cuando están imperfectamente formuladas. Cuando su paternal bondad le impide tomar al pie de la letra una de nuestras peticiones, responde teniendo en cuenta la intención profunda que en ella se expresaba y nos satisface en esa línea. Así, iuinca nos es rehusada una “cosa buena”; en este campo no hay límites a la concesión de nuestras oraciones.

Es también significativa la razón que da Cristo de este asentimiento, el fin último que persigue el Padre. “Pedid —decía Jesús—y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” U 16,24). Lo declaraba en el momento en que, por sus sufrimientos, iba a merecer para sus discípu¡los el gozo definitivo. Este gozo que estaba orientado a dar la Redención, quiere consumarlo el Padre y llevarlo a cabo, aceptando las sú plicas de sus hijos. Su felicidad paternal consiste en distribuir el gozo a manos llenas.

TERCERA MEDITACIÓN A)

LA MUERTE DE CRISTO Y LA NUESTRA

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión (le su existencia. En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las etapas de su cumplimiento. Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (HcIi 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.

Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Iii 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.               

Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amarnos al Padre que nos lo da.Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial dejesús es en la mirada que tiene sobre su muerte.

No es una mirada triste y ¡ deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonai Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jo 13,1). Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jo 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! (Jo 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amárais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jo 14,28). A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí.

 Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprencleríamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para ftstaurar definitivamentey cot1sLIma uestra intimidad filial con El

Finalmente, esta perspectiva iilial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre tío 17,11).Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.
Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.

LA VIDA CRISTIANA DEBE SER UNA VIDA FILIAL DE CARIÑO Y CONFIANZA EN EL PADRE, COMO LA DE CRISTO, EL HIJO AMADO Y CONFIADO TOTALMENTE EN EL AMOR DEL PADRE ETERNO

La vida filial


La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre. En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimarnente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo.

San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (lJn 3,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es, por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: ‘Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (lJn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.

Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conclucta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la caridad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: ‘Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley corno una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.

Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.

Cristo no ha dejarlo de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se dé la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).

Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así:
la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

          Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —seiin el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, el uto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre ,uecle dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenemos (llC notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa I)ilra nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitacla simpatía que nos profesa y para premiar” lo que ha visto en lo secreto? Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su vercIad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nues¡ tra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia 1ara permitirnos una conducta reprensible. En lugar de disctitir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.

Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el priicip1o tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estamos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (ui 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim. Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tornar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad deben acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísirno favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde la profundidades del corazón.
       ¡ En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse única¡ mente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusivamente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre ¡ (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.

Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga ‘Señoi; Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 721). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23). Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento in o hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones ItI lormalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripiones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mtndamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. I)escaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” (Jo 17,9).

La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.

Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir. Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (un 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, corno un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.
Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, como el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea verdaderamente tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continLiamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él. Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre.

“Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra mora- cia está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él. Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor. Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jo 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor, que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.

Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía es- ¡ condidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (rol 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en / este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su ¡ corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él.

Reconocimiento y confianza La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones. Intre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos ti entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardeel de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los I)eneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20). De hecho, si consideramos el transcurso de nuesIra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro cIes- tino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.

Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquéllos a los que había hecho bien, y apreció las gracia dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón. Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo
R’ atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal.
Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo. La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. ¡Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza fiha!. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16). Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar cii nosotros.

Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que nos dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros. Mientras una desconfianza puede herirnos profrmndamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más. Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.

En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.
Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que no sea la persona amada. Es un desprendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el cue se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien hemos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos uniremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro.
          Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.

Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia.

 Por este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mirada terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas. Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa.

           Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando experimentamos el abismo de ini- seria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuesa mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.

Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía sanJuan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio 1...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temol; porque el temor mira al castigo; quien terne no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jo 4, 16-18).

El tránsito al más allá no se nos debe aparecei; pues, con trazos temibies. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos como Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, des- de que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito de su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porclue va a alcanzar la cima del amor.

De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios 1jasaclos, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y de la suprema confianza en la hora postrera, pasaremos a un reconocimiento más intenso todavía, más definitivo, cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir.

EL TEMA DE LA ORACIÓN

CUARTA MEDITACION A)

         QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS: con verdadera devoción y encendido afecto he venido hasta vosotras por invitación de vuestra madre y superiora,  mía también, me encanta obedecerla, aunque sea a distancia, hermanita del alma, Matilde Santos, para retirarme con todas vosotras al desierto de la oración, en estos Ejercicios Espirituales, con nuestro amigo y esposo vuestro, Jesucristo Eucaristía, Hijo de Dios, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de adoración, obediencia y alabanza al Padre.

         ¡Jesucristo, Tú estás ahí,  Tú estas vivo y vivo y resucitado, Tú eres mi Dios y mi Amor, si no me encuentro personalmente contigo, cómo me pueden llenar tus  verdades, cómo cumpliré tus mandatos de amor a Dios y a los hermanos, si no me encuentro contigo personalmente, con tu mirada, siempre, cada día y momento, al empezar el día, cómo quererte y enamorarme y sentir tu abrazo y tu cuerpo y tu respirar en mí. Y saber que todo esto es verdad, y que lo tengo tan cerca...

«Jesucristo ¡Eucaristía divina! ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

OTRA INTRODUCCIÓN

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración  sino trato de amistad con Cristo estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje,  a recorrer este camino, especialmente en estos  kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo que nos dice a todos “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y  trabajo vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas y sequedades y de no sentir nada, en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir con Cristo en silencio pruebas y humillaciones. 

Porque en este camino hay que estar dispuesto a morir al propio yo y sus apetencias, a los cargos y honores: si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo…y  como todos nos buscamos, porque el yo, el amor propio hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta humildad, sudor y lágrimas, pues a callar y ofrecerlo al Señor, para seguir avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, eso se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno.

El Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan a las raíces del yo, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente, aceptando, sufriendo el que te quite hasta la piel del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia… los pecado llamado capitales «por ser cabeza de otros muchos», la mortificación y conversión ordinaria y normal donde todos tenemos que actuar directamente. .

Y lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas  de las pasivas, y quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, identificado con nuestro ser y existir,  metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, cuando creemos que lo estamos haciendo en Dios y por Dios. Lo tengo muy aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo, hay que convertirse en todo y del todo a Dios, y eso que no he llegado muy alto, sin manifiestos ni hechos singulares, paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, en soledad a veces, sintiese o no sintiese, y con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior, nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración o conversión según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé. Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo. Y nada más; esta es mi intención; con esta experiencia de pruebas y gozos quiero comunicar mi experiencia de fe y vida cristiana, a todos mis hermanos, a los que quieran leerla, desde la oración personal. 

INTRODUCCIÓN

En unos de mis libros, comienzo así:

Y quiero decir que el cielo empieza en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios vive y se manifiesta como Amor de Abba, papá del cielo, en Canción de Amor revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con Amor de Espíritu Santo: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. Y al sentirse uno habitado por la misma Trinidad en revelación de amor y ternura y belleza infinitas, pero de verdad, no de palabra, uno vive el cielo en la tierra y desea morirse para estar en plenitud de vida y gozo y unión con los Tres, el gozo de creer, de sentirse amado, pero de verdad, no de pura palabra o poesía:

«Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora…» (Beata Isabel de la Trinidad)

«Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el amado,

cesó todo y dejeme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado. (San Juan de la Cruz)

« INTRODUCCIÓN»

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración eucarísica? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

Ciertamente, todo se lo debo a la oración, pero a la oración eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca, teniéndolo aquí con los brazos abiertos para abrazarnos en amistad permanente, me parece un feo no venir a estar con Él y hablarle de amor y de amistad. Admito la oración en la habitación, contemplando la naturaleza, danzando y otras cosas, como se hace en estos y en todos los tiempos, y está bien, pero para mí la presencia de Cristo en el Sagrario es la presencia de amor y entrega mayor que existe en el mundo.

Por eso, en el primer libro que escribí y que tenéis entre vosotros, saltándome todas las reglas de las poblaciones, añado en este sentido:

«LA MEJOR ESCUELADE ORACIÓN: LA EUCARISTÍA

EL MEJOR MAESTRO: JESÚS EUCARISTÍA

EL MEJOR LIBRO DE ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA, TODA UNA BIBLIOTECA: JESUCRISTO EUCARISTÍA COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA DE AMISTAD SIEMPRE OFRECIDA

¡QUÉ POCO SE VISITA ESTA BIBLIOTECA!

¡QUÉ POCO SE ABRE ESTE LIBRO!

¡QUÉ POCO SE DIALOGA CON ESTE MAESTRO Y AMIGO!

¡SI LO VISITÁSEMOS Y ABRIÉRAMOS DE VERDAD!

AQUÍ TIENES UNA AYUDA.

SEGUNDA PARTE

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

2.1. Orar es dialogar, encuentro de amistad con Dios: Santa Teresa… que no es otra cosa… Y para esto, hablar y dialogar como la SAMARITANA, MEDITACIÓN sobre este pasaje; o encuentro de deseo y amor, sin palabras: HEMORROÍSA: pasaje.

2, 2. Orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, como la hemorroísa, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡Si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor...! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt 23, 8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

          En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fin, sin quedarnos en las técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fin y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fin donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

2. 3. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

Y para aclarar este título, voy a comentar la lectura de la Liturgia de las Horas que hemos leído y meditado hace pocos días, en la fiesta de santa Teresa de Jesús, porque aclara mucho sobre este camino de oración:

Del Libro de su vida, de santa Teresa de Jesús, virgen

(Cap. 8, 1-4)

Necesidad de la oración

No sin causa he ponderado tanto este tiempo de m vida, que bien veo no dará a nadie gusto ver cosa tan ruin, que cierto querría me aborreciesen los que esto leyesen de ver un alma tan pertinaz e ingrata con quien tantas mercedes le ha hecho; y quisiera tener licencia para decir las muchas veces que en este tiempo falté a Dios.

Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas. Y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros, sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años.

Con todo, veo claro la gran misericordia que el Señor hizo conmigo, ya que había de tratar en el mundo, que tuviese ánimo para tener oración; digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición al rey, y saber que lo sabe, y nunca se le quitar de delante; porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios.

Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses —y creo alguna vez año— que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender. Porque va todo lo que escribo dicho con toda verdad, trato ahora esto.

Mas acuérdaseme poco de estos días buenos, y ansi debían ser pocos y muchos de los ruines. Ratos grandes de oración pocos días se pasaban sin tenerlos, si no era estar muy mala y muy ocupada. Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios; procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen, y suplicábalo al Señor; hablaba muchas veces en él.

Ansí que, si no fue el año que tengo dicho, en veintiocho años que ha que comencé oración, más de los dieciocho pasé esta batalla y contienda de tratar con Dios y con el mundo. Los demás, que ahora me quedan por decir, mudose la causa de la guerra, aunque no ha sido pequeña; mas, con estar, a lo que pienso, en servicio de Dios y con conocimiento de la vanidad que es el mundo, todo ha sido suave, como diré después.

Pues para lo que he tanto contado esto es, como he ya dicho, para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud; lo otro para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester, y cómo, si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras que ponga el demonio, en fin tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí.

Cf. Lc 21, 36

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Y ahora continuamos nosotros: si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dioses origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generosoe infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde,la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo trascendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fin, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y trascendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemosempezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el Sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo Sagrario, mejor dicho, que Cristo en el Sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los Sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el Sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el Sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del Sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

2. 4.  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración

(Mi experiencia personal con D. Eutimio)

         El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con S. Pablo: “Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4, 3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíritu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El Sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras: desde su presencia humilde y silenciosa en el Sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”, desde su presencia testimonial en todos los Sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8).

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fin, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fin siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[3].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi...”. Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Ti, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

PREGUNTAS:

1. ¿Al entrar en una iglesia o capilla, espontáneamente mi primera mirada y amor es para Cristo en el Sagrario? ¿Tengo esta costumbre ya adquirida?

2. ¿Hago la genuflexión, tengo bien cuidado el sagrario y no paso ante Cristo Eucaristía o hablo en la Iglesia sin darlo importancia?

3. ¿ La Eucaristía es para mí «centro y culmen de mi vida», como dice el Vaticano II?

SEGUNDA MEDITACIÓN

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN PROVOCADA Y EXIGIDA POR LA ORACIÓN. VAMOS A HACERLO EN NEGATIVO, CONVERTIRNOS DE ACTITUDES Y ACCIONES QUE HEMOS DE DEJAR PARA IR A LA UNIÓN CON DIOS; Y LO HAREMOS TAMBIÉN EN POSITIVO, PORQUE EN LA VIDA RELIGIOSA Y DE COMUNIDAD, COMO EN TODAS LAS VIDAS Y PERSONAS, HAY QUE CONVERTIRSE CADA DÍA MÁS Y MEJOR AL AMOR DE DIOS Y LOS HERMANOS.

CONVERSIÓN: RESPUESTA AL PROYECTO Y AMOR DE DIOS CREADOR


         Llegamos, por fin, a la reflexión central de tos Ejercicios. En ella nos abre Dios su mente y su corazón para decirnos cómo piensa El del amor, y cómo ama. Si hacemos lo que nos va a enseñar, habremos regenerado nuestro amor consagrado, y, por lo mismo, habremos dado la respuesta decisiva al proyecto de Dios sobre nosotras, que es vivir la imagen y semejanza que tenemos con El. Y desde aquí podremos emprender, con la fuerza de Dios, el proceso de nuestra transformación, porque habremos dado el puntillazo definitivo a nuestro egoísmo, arrancando de raíz el propio «yo».

Si no escuchamos a Dios ni nos pasamos a su mente y modo de amar, nuestra vida será inútil como buscadoras de Dios, experimentaremos el fracaso al quedar estancadas en el camino de la santidad, enredadas en nuestros propios desórdenes y criterios, y no llegaremos a conocer a Dios aunque estemos en el Monasterio. No experimentaremos el precioso y dilatado camino del amor, y, por lo mismo, de la infinitud de Dios, que Dios mismo nos abre al enseñarnos cómo ama El, y quiere que amemos nosotras, por lógica. Porque este camino se aprende amando, y a Dios se le conoce amando. Porque Dios es amor. Dios sólo transita por el dilatado camino del amor, por eso sólo se le encuentra amando.

Recordemos que el primer fundamento de estos Ejercicios es el de ahondar vivencialmente en nuestras raíces —que son amor, porque son Dios mismo—, donde se construye nuestra consagración como buscadoras de Dios. Pues de esto se trata en esta meditación, de cimentarnos en lo que somos para vivirlo valientemente. Digo valientemente, porque nos va a costar mucho hacerlo, pero es imprescindible que lo hagamos, porque, sin ello, no podremos tener una vinculación total y auténtica con el Dios que buscamos por vocación. Podremos engañarnos con fervores sin trascendencia, pasajeros, pero nunca podremos entrar de lleno en relación con Dios, es decir, en un encuentro vital con El de forma estable y real. Sí, nunca podremos santificarnos sin llegar con nuestro amor más allá de lo que pide la naturaleza:
donde marca la gracia.

Nos lo dice Jesús revelándonos su mente acerca del amor: «Sabéis que se dijo a los antiguos: “No matarás” y “el que matare será reo de juicio”. Pero yo os digo que el que se enoje con su hermano será reo de juicio; el que llame “cretino” a su hermano será reo del Sanedrín y el que le llame “necio” será reo de la gehenna de fuego. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda> (Mt 5,21-24).

¿Está exagerando aquí Jesús? Pues, ¿cómo va a tener la misma culpabilidad matar a un hermano que enojarse con él? Y el que le llame «cretino» o «imbécil», ¿va a merecer un juicio tan severo como era el del Sanedrín? Y si le llama «necio» o «renegado», ¿será reo de la gehenna de fuego? ¿Exagera Jesús? ¡No, hermanas, no! ¡No exagera! Despojémonos de la mentalidad del Antiguo Testamento que no nos revela la plenitud de Dios, y entenderemos a Cristo. Pasémonos y entremos de lleno en la mente y raíz del ser de Dios y veremos que Jesús sólo nos está revelando el corazón de Dios, la exigencia primordial de su mentalidad divina. Dejemos que nos pase el Espíritu del reino de las tinieblas al de su luz maravillosa y pensaremos, actuaremos y hablaremos como lo hicieron los apóstoles desde que recibieron el Espíritu.

San Juan nos dice: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas» (1 Jn 2,9). Vayamos tomando nota, hermanas, que creemos que seguimos a Cristo de cerca, y quizá estemos todavía bajo el dominio de las tinieblas (Col 1,13). Tomemos nota de lo que sigue diciéndonos San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a Los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte». Y coincidiendo con lo que Jesús nos ha dicho antes, añade: «Todo el que odia a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino posee vida eterna en sí mismo» (1 Jn 3,14-15).

¿No tiene relación este texto con el de Mt 25,3 1-46? En él, Cristo nos dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros, porque tuve hambre [...] sed [...] y me disteis de comer, de beber [...] etc. En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos [...] a mí me lo hicisteis».

Aquí se habla de vida eterna, que es la herencia de los que atendieron a Jesús en sus necesidades materiales o morales: «enfermo y me visitasteis...» Siendo esto así, ¿no podemos decir que «enojarse» con el hermano, llamarle «necio», o «renegado» es enojarse con Cristo mismo, porque «cuanto hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis»? Tremendo misterio del amor de Dios con sus criaturas hechas a su imagen y semejanza.

Es lo mismo que dijo Jesús a Saulo cuando éste perseguía a muerte a los cristianos: «Saulo, Saulo —le dijo—, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Tremendo misterio que sólo se llega a entender por el ancho camino del amor. ¿Quién podrá conocer las profundidades del amor divino? ¿Quién puede conocer a Dios? San Juan nos responde: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). No, no conoceremos a Dios si no amamos con un amor verdadero, «no de palabra ni con la boca, sino con obras y según verdad» (1 Jn 3,18).

Así, como nos enseña Jesús: «Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». ¡Oh, Palabras de eternidad que escucharemos cuando estemos pasando a ella! Si hemos cerrado nuestras entrañas al hermano o hermana que necesitaba nuestra ayuda, nuestra comprensión o perdón, no es extraño que Dios no quiera nuestra ofrenda. Es que le hemos ofendido a El. Sí, hermanas, no estamos en clara amistad con Dios si no lo estamos con el hermano. Más claro no nos puede hablar Dios.

Estamos en el momento, pues, de regenerarnos íntegramente. ¡Ojalá pudiera explicar la incidencia tan profunda que tienen los textos que hemos leído en nuestra necesaria regeneración y transformación! Esta meditación ha de ser el revulsivo que nos haga reconocer nuestra equivocación en la práctica del amor, y, por lo mismo, del conocimiento de Dios, si queremos retornar a la santidad de nuestro origen que nos pide nuestra vocación concepcionista. Porque lo que nos exige aquí el Señor es que comencemos a vivir la imagen regenerada de nuestra semejanza con Dios, amor, vida, gracia y perdón para todos. Digo imagen regenerada.

Y porque tenía que estar continuamente perdonándonos, instituyó, por su Hijo, el Sacramento del perdón. Dios sabía que desde el pecado original nuestra relación fraterna tendría que estar presidida por una actitud constante de perdón, ya que nuestra naturaleza desordenada estaría constantemente produciendo desórdenes, mientras no la tuviéramos sometida a la ley del Espíritu, expresándose la mayoría de las veces en la convivencia fraterna; por eso Jesús nos revela la raíz de su modo de amar diciéndonos que «si al presentar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s).

En esta perícopa Jesús nos dice claramente que valora más el amor que nuestra ofrenda, más el perdón a la hermana que nuestra alabanza, más el restablecimiento de la amistad que nuestra oración o sacrificio. Y nos está impulsando con ella a vivir la necesaria y constante actitud de comprensión y acogida de la hermana o hermanos, para establecer la vinculación con Dios, porque sólo el perdón es el que puede abrir la vía del amor al hermano y estrechar la vinculación perfecta con Dios al contactar con sus mismos sentimientos, su modo de ser y de amar.

Aunque me repita, hermanas, preguntémonos: ¿no sería falsa nuestra vinculación con Dios si la tenemos rota con los hermanos? ¿No sería falsa si no está purificado nuestro corazón de la carga del mal que supone no haber sabido perdonar de corazón a la hermana? En esta situación, Dios no puede recibir nuestra ofrenda si el rencor colapsa nuestra vinculación con Dios. Pues lo que «hacemos a uno de sus humildes hermanos se lo hacemos a El». Si Dios proclama que cada hermano o hermana es sacramento vivo de su presencia entre nosotros, ¿no deberíamos tratarnos como vasos sagrados que contienen a Dios? Vasos de tanto valor como supone la Sangre de Cristo derramada por cada uno de ellos. Con esta Sangre preciosa Jesús nos vinculó de nuevo con el Padre. Gracia tenemos para que ahora nosotras, imitándole, nos vinculemos con los hermanos con el amor y el perdón, hasta dar la vida por ellos. Es el modo de que el Padre nos asuma en el perdón otorgado a nosotras en su Hijo.

Y no nos dejemos engañar, hermanas. Dios es muy íntegro. Para que El pueda estar en nuestro corazón y desde él construir nuestra vida monástica, que tiene como meta la unión con él y transformación de nuestro ser en el suyo, hemos de asumir, con todas sus consecuencias, este nuevo modo de amarnos Dios; si no, la regeneración íntima y profunda de nuestra mente, de nuestra voluntad y de nuestro amor no sería lo íntegra y pura que debe ser para establecer el contacto sincero con la divinidad, con su amor y santidad.

Mientras mantengamos alguna actitud de rencor, estamos del lado de Satán, que es el muro que nos impide pasar al lado de Cristo, única Fuerza que puede renovar en nuestro interior la armonía, la paz y el amor original de nuestra creación sin pecado. Si no liberamos nuestro corazón del resentimiento o rencor, ¿no vemos claro, hermanas, que le hacemos difícil a Dios el contacto y vinculación perfecta con nosotras, pues que no asumimos el itinerario por El marcado, que es, repito, el único que nos regenera? Mantener el resentimiento, con plena voluntad, en nuestro corazón es dar el adiós al desarrollo de nuestra vida espiritual. Nunca conseguirá su plenitud.  Habremos fracasado en lo esencial de nuestra vocación.

Cuanto hemos dicho lo resumía Abba Nilo con estas sencillas palabras llenas de sabiduría: «Todo lo que hagas como venganza contra tu hermano que te ha herido, aparecerá al punto en tu corazón a la hora de orar». ¡Cómo no, silo que hacemos al hermano, a Cristo se lo hacemos! (Mt 25,31-46). ¿Cómo establecer la vinculación con El si nos hemos opuesto a El? Además, la venganza ha oscurecido nuestro interior y manchado nuestro corazón. ¿Cómo establecer la unión con el que es Amor y Santidad? Mientras no asumamos su espíritu, será inútil el intento de vinculación con El en la oración.

Recordemos la enseñanza del Maestro: «Deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete antes a reconciliarte con tu hermano E...] después, presenta tu ofrenda». ¿Cuándo entraremos en esta mente de Dios? Si no hay vinculación con el hermano, con la hermana, no puede haberla con Dios. Jesús nos está revelando el secreto, de nuestro avance en la oración, de nuestra configuración con El. ¿Lo aceptamos? Si no lo aceptamos con una creencia práctica, estamos rechazando al Espíritu Santo, divino santificador, que es Amor e impulsa al amor y al perdón, no al rencor.

Entendámoslo, hermanas. Nosotras somos objeto constante de perdón por parte de Dios, porque continuamente pecamos. Si El ve que no perdonamos, ¿cómo va El a unir su espíritu con el nuestro, su amistad con nuestro corazón tan alejado del suyo? Se lo hacemos imposible. Quizá sea ésta la raíz por la que no avancemos notoriamente en la santidad. Quizá sea por esto por lo que no transmitamos a Dios y su paz en nuestro comportamiento. Quizá sea por esto por lo que nos falte la alegría del espíritu. Quizá sea por esto por lo que no tengamos fervor, y, por supuesto, oración. No estamos interesándonos en cumplir su Palabra. Y esto es muy grave para quien debe vivir de ella.

Recordémosla ahora con atención. Recordémosla hablándonos del perdón de las injurias nuevamente. Dejemos que haga resonancia en nuestro corazón la parábola del siervo despiadado que no quiso perdonar a su compañero la pequeña deuda que con él tenía, sino que lo ahogaba exigiéndosela y aunque éste le rogaba arrojado a sus pies que tuviese paciencia con él, que se lo pagaría, le metió en la cárcel.

 Recordemos cómo el señor al enterarse le dijo: «Siervo malvado, te he perdonado toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte apiadado de tu compañero, como yo me apiadé de ti? Y el señor, irritado, lo entregó a los torturadores, hasta que pagase toda la deuda. Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,21-35). ¡Terrible amonestación de un Dios Padre todo bondad, que se muestra duro con los que tratan mal a los hermanos!

Tomemos conciencia honda de esta parábola. Valoremos a Dios y su Palabra para que cambiemos en nuestra conducta con los hermanos y hermanas, con todos. ¿No vernos aquí claramente cómo el Padre quiere que seamos como El, a su imagen y semejanza, y no como el siervo despiadado, de duro corazón? El quiere que nos comprendamos, que nos amemos, que nos perdonemos con amplio corazón. Y lo hace también buscando nuestro bien, porque el rencor, el resentimiento, son semilla del espíritu del mal y productores de turbación, como dije antes, de desorden y falta de paz. Y así nos hacemos daño, mucho daño.

Porque la consecuencia es la lejanía de Dios, y la que nos refiere Jesús: «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano». ¡Qué fracaso en nuestra vida espiritual, hermanas! Porque el Evangelio es la Verdad de Dios, revelación pura de su Ser, no pura metáfora. Por tanto, aquí tenemos aclarada nuestra situación con Dios. Por este pasaje y, según nuestra conciencia esté respecto del perdón, sabemos cómo está Dios con nosotras. Él es amor y perdón, ciertamente, pero nos vuelve a decir que nos perdonará como perdonemos (Mt 6,12).

 “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará las vuestras” (Mt 6,14s). ¡Hermanas, Jesús nos avisa, nos preparamos aquí el juicio! En nuestras manos lo deja, porque será su Palabra la que nos juzgue (Jn 12,48), esa divina Palabra de la que El dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará» (Mt 24,35); esa Palabra que nos ha hablado de amor y perdón al hermano, no de resentimiento y rencor.

Y ya sabemos, además, qué contraria es esta situación que deja anidar en el propio corazón la falta de amor, a la que nos exige nuestra espiritualidad concepcionista para alcanzar la pacificación interna y la limpieza de corazón evocadora de la paz y santidad del Paraíso. Limpieza de corazón que nos recuerda Jesús al decirnos: «Si tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo será oscuridad» (Mt 6,22s). Pues así es aquí. Si dejamos que se establezca en nuestro interior el resentimiento, nuestra alma estará en tinieblas, expuesta a vivir en una situación constante de pecado, porque el resentimiento nos impulsará a ver mal en todo lo que haga la persona a la que no hemos perdonado de corazón, viciando por ello nuestro amor o voluntad y nuestro entendimiento hacia ella, haciéndonos caer en el error del juicio del que tanto nos advirtió Jesús (Mt 7,1-5). «Hipócrita! Quita primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para quitar la paja del ojo de tu hermano». ¡Quitemos, sí, nuestro resentimiento hacia la persona que nos ha ofendido, que ésa puede ser la viga que Jesús nos dice, y luego veremos claro, y que hay luz donde creíamos que había tinieblas en la hermana o hermano!

La siguiente parábola de corte humano nos lo aclara aún más. Escuchemos: «Un hombre perdió su capa y sospechaba del hijo de su vecino. Por eso se puso a observarlo. Efectivamente, su forma de caminar era la típica de un ladrón de capas. Las palabras que decía no podían ser más que de un ladrón de capas. Sus gestos y movimientos eran ios propios de un ladrón de capas. Pero, inesperadamente, entrando un día en casa, aquel hombre encontró su capa. Cuando al día siguiente volvió a ver al hijo de su vecino, ni su forma de caminar, ni su mirada, ni sus gestos le parecieron los de un ladrón de capas» (Agenda Vida religiosa, año 1995).

Oh, hermanas! Qué razón tiene el Señor cuando nos advierte: «Si tu ojo estuviere enfermo todo tu cuerpo será oscuridad». Sí, si nuestro corazón no perdona, nuestra interioridad estará en tinieblas, fría nuestra relación con Dios al quedar destruida nuestra vida de amor.

Porque con la desconfianza hacia la hermana o hermano a los que no hemos perdonado de corazón, habríamos colapsado la posición de conciliación que nos exige Jesús para poder «presentarle nuestra ofrenda». ¿Cómo nos la y a recibir El si el rencor fomenta la oposición, no la colaboración la enemistad, no el amor hacia la hermana o hermano que El no manda amar? ¿Cómo vamos a tener oración, intimidad co Dios, si no cumplimos su Palabra, que nos manda perdonarnos ¿Cómo?

Sí se cumplirá en cambio la suya que nos dice: «Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras». Con rencor o posición de defensa contra alguna hermana, ¿nos atreveríamos a tener oración? Inútil.
Porque nuestra interioridad estará en tinieblas, repito, desequilibrada la vida espiritual al enfriársenos el fervor; y debilitada la vida de la gracia, cobraría fuerza el pecado, y estas fuerzas negativas nos dominarían más y más cerrándonos la posibilidad de vincularnos con Dios, de tener íntima vida de oración con el Dios que nos ha «elegido».

Jesús nos lo recuerda: no podremos vincularnos íntimamente con Dios mientras «algún hermano tenga algo contra ti». No podremos. No. Y lo tendrá mientras no le demostremos un perdón completo, como perdona Dios, que restablezca la confianza y el amor, de modo que volvamos a contar con él como antes de la ofensa. Es lo que quiere Jesús: ¿Que nos costará? Sí, y mucho. Pero mucho más le costó morir a El para que lo hagamos, pues gracia y fuerza nos da para que obremos como nos enseñó. Por tanto, si no lo hacemos, arrastraremos nuestra propia frustración y desconcierto, nuestra desvinculación de los sentimientos y amor de Dios, de su amistad.

En cambio, si perdonamos a imagen y semejanza de Dios, sentiremos el gozo del Espíritu en el alma; sentiremos regenerado nuestro amor y, consecuentemente, sentiremos cómo crece Dios y la fuerza del bien en nuestro interior. Estamos dando respuesta al proyecto creador de Dios, a su modo de amarnos. Incluso nos sentiremos en armonía con toda la creación más fácilmente, porque habremos establecido en nuestro corazón la paz paradisíaca.

Esta purificación y ordenamiento de nuestro ser, que nos viene por el perdón evangélico, o ejercicio puro del amor, será el colirio para nuestros ojos que decíamos el primer día de Ejercicios, el cual nos hará caer en la cuenta de que no toda la culpa, cuando se nos ha ofendido, ha estado en el prójimo. No. Sino también en nosotros mismos. Aunque sólo sea por el hecho de no haberle amado como debiéramos, procurando llenarle de beneficios, como nuestro Padre celestial, «que hace salir el sol sobre justos e injustos y hace llover sobre buenos y malos» (Mt 5,45). Amando así, como Dios, adelantándonos a la ofensa con nuestros beneficios, ¡cuántas ofensas habríamos impedido!

Reflexionemos, reflexionemos sobre el corazón mismo del cristianismo y de nuestra consagración monástica que es el amor. Reflexionemos y veremos cuán obligadas estamos al amor y al perdón, y cuántas veces hemos fallado en ello para ser hijas de nuestro «Padre que está en el cielo», que no quiere que nos conformemos con perdones esporádicos y olvido de la ofensa recibida, sino que tengamos, además, actitud constante de perdón y de servicio, de ayuda a los hermanos. Así es la ley evangélica, aunque en la ofensa toda la culpa haya estado en el otro. Escuchemos el texto completo:

«Sabéis que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo que no resistáis al mal, antes a quien te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra y al que te quiera llevar a juicio para quitarte la túnica déjale también el manto; al que te obligare a ir con él una milla vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda al que desea que le prestes algo. Sabéis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per— siguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos [...] Porque si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No hacen eso los gentiles? Vosotros pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,38-48).

Grabemos fuertemente en el corazón esta enseñanza de nuestro divino Maestro, con firmeza. Porque aquí tenemos expuesto notoriamente el avance de la mente regeneradora del Evangelio hacia el amor perfecto, hacia la santidad. El Antiguo Testamento con su ley «ojo por ojo y diente por diente» nos muestra una mente ofuscada, enredada en el pecado, encorvada ante el peso negativo del mal; en cambio, la nueva ley que brota del «pero yo os digo» evangélico abre paso a una mente regenerada, a la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, que se rige, como el Padre, por el amor, por la actitud benevolente de perdón y comprensión que es la expresión más patente y fuerte del amor. ¡Como que es la esencia del Evangelio! Se dice que es lo más duro, pero es que es el retorno más auténtico a nuestras raíces sobrenaturales, que conforman nuestra existencia con el Dios que nos dio a luz. Es, por tanto, desde donde empezamos a regenerarnos. Lo demás cuesta y cuenta menos. Esto en cambio, cuesta, porque nos hace bajar al fondo de nuestro «yo», de nuestro egoísmo, para darle muerte.

Y es lo que tenemos que vivir los que profesamos seguir a Cristo muy de cerca en su vida y enseñanzas. Gran confusión será para nosotros cuando nos presentemos ante El cara a cara, si en lugar de presentar en el rostro de nuestra alma perdón, comprensión amor, entrega a nuestros hermanos, como El nos enseñó, El ve resentimientos, dureza, juicios, incomprensión. ¿Qué nos dirá el Señor? Contestémonos nosotras a la luz de la divina Palabra que hemos acabado de oír. Reflexionemos... y demos a nuestra vida el giro o cambio que necesita para vivir la imagen y semejanza de Dios que emerge del perdón del Padre a la humanidad, que es lo que tenemos que vivir ahora para ser hijas de nuestro Padre, para sintonizar con su corazón, para echar fuera del nuestro el pecado, herencia del pecado original que nos impulsa al rencor y demás males morales contra los demás. Hagámoslo, y habremos dejado en su lugar el amor, que excluye el pecado.

Para ayudarnos a regenerar así nuestra mente y corazón vamos a arrancar el mal desde ahora mismo. Otras reflexiones o pláticas se ordenan para ofrecernos materia para la meditación y consiguientes propósitos que ordenen nuestro comportamiento. Esta plática exige más. Nos pide, para haberla aprovechado muy bien, que salgamos de aquí con el corazón limpio de todo resentimiento y decididamente orientadas a vivir la actitud constante de perdón, por la gracia del Sacramento de la reconciliación, que facilita nuestra transformación o cambio al espíritu de Dios. Al espíritu que nos ha exigido Jesús al decirnos: «Si al llevar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda y vete a reconciliar con tu hermano ». Sólo si hacemos esto podremos continuar nuestros Ejercicios con provecho. De esta plática, vivida, va a depender el éxito espiritual de los Ejercicios.

Porque, si no conseguimos ahora mismo el paso al espíritu de Dios liberando nuestro corazón de todo resentimiento, no nos recibirá El la ofrenda, es decir, nuestro deseo de vinculación con El, de transformación en El. No nos la recibirá porque no podrá darnos la gracia para conseguirla si nos acercamos al Sacramento del perdón sin presentarle un corazón dispuesto, desatado del rencor, con propósito firme de regirse en adelante por la ley del amor y del perdón, a semejanza del Padre.

Vamos, pues, a disponernos a ello —y esto nos sirve de preparación para la confesión que hemos de hacer— recordando ahora, delante de Jesús Sacramentado, todo el proceso de nuestra vida desde nuestra infancia. Recordemos, despacio, a todas las personas que hicimos sufrir y que nos han hecho sufrir; a todas las que hicimos algún mal y nos lo hicieron, sea cual fuere.

Recordemos, como dice San Ignacio, acontecimientos, lugares, personas, que creemos negativos para nuestra vida y dejaron resentimiento en nuestro interior. Recordémoslos para perdonarlos: rechazos, incomprensiones, experiencias negativas, injurias, engaños, traiciones, calumnias, soledad, efectos de la prepotencia, etc. Todo, recordémoslo ante Jesús Sacramentado para echar de nosotras todos esos recuerdos remansados en nuestra mente haciendo pasar sobre ellos el borrador del amor y del perdón que Jesús y el Padre nos piden. Ellos quieren que acojamos en nuestro corazón y en nuestra mente, en su lugar, su espíritu reconciliador, su espíritu de amor. Es lo único que nos importa en nuestra vida, y lo más importante para construir nuestra comunidad en la paz y el amor. Pues, si no perdonamos de corazón a los que nos hicieron o hacen el mal, anidará en nuestro interior el espíritu de venganza, de autodefensa, y veremos agravios donde no los hay, propio de un corazón y una mente no sanados, no purificados. Recordemos para ayudarnos... «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

¿Cómo no vamos a perdonar, hermanas, si ponemos delante de nuestros ojos todo el mal que hemos hecho y estamos haciendo a los hermanos o hermanas? En esto es en lo que vamos a detenernos ahora. No sólo en perdonar de corazón a quienes nos han ofendido durante toda nuestra vida para expulsar de nuestro corazón el rencor, sino en tomar conciencia clara de que somos objeto de perdón [por parte] de tantas personas a quienes hemos agraviado o actualmente estamos ofendiendo, aun quizá en mayor intensidad de lo que a nosotras nos han ofendido según hemos mencionado arriba: incomprensiones, rechazos, injurias, falta de amor, etc., etc.

Examinemos delante del Señor las actitudes que mantenemos con cada una de las hermanas. ¿Las tratamos a todas igual? ¿Las acogemos a todas igual? ¿Las disculpamos a todas igual...? «Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». Que el recuerdo de esta divina Palabra nos ayude a perdonar a unos y amar a todos.

Un modo eficaz de ayudarnos a llevar a la práctica este perdón que Jesús nos pide y de mejorar nuestro comportamiento con las personas que tratamos fríamente es recordar los beneficios o favores que estas personas nos han hecho. Además de los servicios prestados diariamente, ¿no se debe a ellas nuestra madurez personal y espiritual? Reflexionemos sus virtudes ante el Señor, El las conoce, aunque para nosotras pasen desapercibidas.

 Arrojemos de nuestra mente y de nuestro corazón todo lo negativo, para que en su lugar entren las fuerzas positivas del amor. Es lo único que nos importa. Lo demás..., aun los acontecimientos negativos, nada son y para nada valen. Para nada, sino de obstáculo para entrar en el espíritu y vida de amor de Dios, que esto sí que nos interesa y vale.

Por tanto, mirando a Cristo en el Sagrario, vayamos ofreciéndoles el perdón a unas, y a otras el amor. Vayamos abrazándolas una a una con ci amor que Jesús nos pide y que el Padre nos manifiesta perdonando al administrador infiel, al hijo pródigo, y como nos perdona a cada una de nosotras día tras día, momento tras momento.

Y hagámoslo como Jesús perdonó a los que lo mataban... totalmente, universalmente, disculpando, amando, orando, restableciendo por completo la confianza y el amor, volviendo a contar con ellas en nuestros proyectos comunitarios y aun personales, como nos enseña el Señor; con prudencia en algunos casos, teniendo en cuenta su ineptitud en unas o desacertados consejos en otras, que volverían a producir los mismos daños en nosotras, pero con un amor que restablezca la confianza y el amor hacia ellas, repito, como si nos hubiesen hecho mucho bien y ninguna ofensa.

Hoy es el día de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación para unir perdones. El que Dios nos ofrece perdonando nuestros pecados, y el que nosotras ofrecemos a Dios, perdonando a todas las personas que nos han ofendido. Y cuando nos confesemos, hagamos la intención de que la misma absolución del Sacerdote que nos perdona en nombre de Dios acoja también nuestro perdón a los demás, para que tenga más eficacia, y así salgamos del confesionario transformadas con la fuerza de la gracia sacramental.

Si no podemos confesar hoy, unamos al perdón que ya hemos ofrecido a cuantas personas nos han ofendido el deseo de que este perdón nuestro se una a la primera absolución sacramental que recibamos. Digámoselo así al Padre, a Jesús y al divino Santificador, con toda el alma. La persona que perdona porque agradece a Dios su perdón, y a quien le ha agraviado los beneficios que también ha recibido de ella, está visitada por la gracia de Dios.

A este respecto, quiero recordaros la llamada que nos hizo Jesús el primer día de Ejercicios. Nos dijo: «Mira que estoy a tu puerta llamando, si me abres —si perdonamos echando de nosotras el rencor— entraré en tu casa, y cenaré contigo y tú conmigo». Es decir, se establecerá nuestra vinculación con Dios, amistosa, la amistad original, y como a esposas verdaderas nos dirá: «Te sentaré conmigo en mi trono, como yo, que vencí también y me he sentado en el trono de mi Padre».
Sí, hermanas, Jesús venció. Y venció porque perdonó.

Con este ejemplo y este premio, ¿quién no perdonará a quien le haya ofendido? ¡Duras de corazón seremos e indignas de Dios si no lo hacemos generosamente! ¡Con todo el corazón, con toda el alma! Jesús sabe que esto es nuestra felicidad, por eso desea tanto que lo hagamos. Es porque nos desea. Porque desea estrechar nuestra vinculación y unión con El. Y nos está mostrando el camino. No le despreciemos, que eso sería nuestra destrucción. Hagamos un breve silencio y... respondámosle... ¡Dios nos habita!

Y, suponiendo que nos hemos rendido a tan soberano amor perdonando totalmente a todas las personas que nos hayan herido, celebrémoslo con gozo dando gracias al Señor por su misericordia, por la gracia que nos ha dado para hacerlo. Digamos en el interior del alma: «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24), porque hemos convertido el mal que teníamos en el corazón en bien. Hemos recuperado nuestro amor y la vinculación que teníamos con nuestras raíces, y la gracia de Dios nos habita.

De este modo hemos garantizado el fruto de los Ejercicios. Hemos cumplido la primera condición que nos ha puesto el Señor para establecer la vinculación transformadora, íntegra, con El y con el hermano, y podremos ya «ofrecerle nuestra ofrenda». Hoy podremos entender también el heroísmo de nuestra Madre Santa Beatriz, que perdonó de corazón a quien intentó matarla. Así se llega a la santidad, hermanas, no de otro modo.

Demos gracias a Dios, y pidámosle por intercesión de nuestra Madre Inmaculada y de nuestro Padre San José, de santa Teresa Jornet que nos ayuden a mantener la actitud constante de perdón para perdonar siempre, «hasta setenta veces siete» (Mt 18,22).

Recordamos una vez más, y así terminamos: «Si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s). Que así nos haga el Señor humildes, humildes de corazón por la gloria de su Nombre, para que aprendamos a perdonar, y a pedir perdón a quien ofendamos. Que así sea. Amén.

OTRA MEDITACIÓN

III
PRESENCIA DEL DESORDEN EN NUESTRA VIDA

(Esta meditación no está corregida ni aumentada, sino tal cual fue dada)

 
Esta mañana reflexionábamos la sublimidad de nuestras raíces, de las que brota nuestra vocación como hijas de Dios, que - es transmitir con nuestro comportamiento la imagen y semejanza de Dios, la santidad, y su amor, con los que El marcó nuestro  espíritu infundido por El mismo al crearnos.

Esta tarde estudiaremos los movimientos, reacciones y tendencia desordenadas que anidan en nuestro interior para ordenarlas, pues son la fuerza negativa que nos empuja a los pecados personales.

No vamos a tratar directamente de la existencia del pecado. Eso ya lo sabemos. Ni tampoco trataremos de la tentación que provoco el pecado original, causa de la degeneracion del hombre. Porque la tenemos descrita en el capítulo de la Conversión en la  subida al Monte de la Concepción.

Teniendo, pues, muy en cuenta la gracia que se nos dio en nuestra creación, vamos a tratar del mal que nos hizo el pecado, de los efectos que causó en Adán y causan en nosotras los personales, para que, conociéndolos, los aborrezcamos y trabajemos por soltarnos de ellos, a fin de retornar eficazmente a Dios, Principio de nuestra existencia, vinculándonos a las fuerzas positivas que recibimos de El.
El primer efecto, origen de otros, que causó el pecado en Adán es el mismo que siguen causando en nosotros los pecados personales:


1º.Desordenó en Adán, y desordena en nosotras, el ser que Dios nos dio a su imagen y semejanza.

2.° Cegó el entendimiento a Adán, y nos lo ciega a nosotras para conocer a Dios.

3º.Desvinculé de Dios a Adán (Gén 3,24), y nos desvincula a nosotras, haciéndonos perder su gracia y amistad, su conocimiento y amor.

4.° Introdujo a Adán en el reino de la mentira, que es Satán, y nos introduce a nosotras a medida de la vida pecaminosa que llevemos.


Consecuentemente puso a Adán en rebelión contra Dios, y nos pone a nosotras contra nuestra vocación a la santidad. Contra la elección divina a ser posesión de Dios. Que es contra su amor y ternura divina hacia nosotras. Sí, hermanas, nuestras faltas consentidas, nuestras infidelidades nos hacen vivir en constante rechazo del Dios que nos constituyó seres vivientes (Dt 32,5-18) y que nos ha llamado a la santidad en la vida monástica. Porque ellas nos impiden el acercamiento a Dios, ciegan nuestro entendimiento para conocer la hermosura de la gracia santificante, su valor, y debilitan nuestra voluntad para desear a Dios, para amarle sobre todas las cosas, y así nace en nosotras la falta de vida espiritual, nuestro fracaso.

Esta carga del mal destructora de nuestro ser espiritual persiste en nosotras a pesar del bautismo. Persiste. Y reclama nuestro esfuerzo para descargarnos de ella. La gracia para hacerlo la tenemos, porque quien libró a nuestra Madre Inmaculada del pecado original nos libra a nosotras de caer en los personales. Nos lo dice San Pablo: «Antes estabais vosotros alejados de Dios y erais enemigos suyos por la mentalidad que engendraban vuestras malas acciones, ahora, en cambio, gracias a la muerte de Cristo [...] Dios os ha reconciliado para haceros santos y sin reproche en su presencia» (Col 1,21s).

¡Cuánto debe pesar en nuestra conciencia esta Palabra de Dios! ¡Cuánto! Para ordenarnos, aunque nuestro «yo» desordenado nos enfríe el fervor. ¡Cuánto! Para volver al verdadero amor y conocimiento de Dios, al verdadero fervor, apartándonos del mal. Hemos de cambiar, sí, de modo de pensar, del que nos transmite el pecado. Hemos de seguir el modo de pensar de Cristo, seguir sus enseñanzas, porque Cristo es el que llena nuestra vida del sentido de Dios y regenera nuestro ser, enfervoriza nuestro corazón. Sólo Cristo, su fuerza redentora, puede desatarnos del pecado y llevarnos a la santidad.

Recordemos cómo nos ha amado el Padre, qué ha hecho para que retornemos a El. Entregó a su Hijo a la muerte para borrar las huellas de nuestro pecado y para que seamos santas. Porque su amor es eterno. Y aunque nos apartamos de El, no fue suficiente el pecado para cambiar su designio de amor sobre nosotras. No, hermanas, no lo cambió, no. El Padre nos amó y «nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo» (Ef 1,4) y este amor y el deseo de que seamos conforme a la imagen de su Hijo (Rom 8,29) jamás tendrá fin. «Nos predestiné a ser sus hijos por amor» (Ef 1,5) y esta predestinación jamás tendrá fin, «porque su misericordia y su amor no tienen fin» (Sal 135).

Este conocimiento de Dios, esta revelación de su ser y de su amor divino, de su fidelidad, ha de disipar el desconocimiento en el que nos dejó el pecado; ha de ordenar en nosotras lo que desordenó el pecado; ha de vincularnos estrechamente con el Autor de nuestra existencia: Dios; ha de hacernos pasar definitiva y eficazmente a su reino de santidad. Porque para esto «nos ha sacado el Padre del dominio de las tinieblas [Satán, el pecado] y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1,12s), para que seamos santas. Creerlo eficazmente es la respuesta adecuada a su designio de salvación. Creerlo sin comprometernos seriamente en la santidad es dejarnos arrastrar por una fe mediocre que debilita nuestras fuerzas de correspondencia al amor eterno, inacabable, benigno de Dios.

Hermanas, hemos de tomarnos estas revelaciones divinas muy en serio, y para esto vivir. Hora es de que lo hagamos. No tenemos derecho a pecar. Nuestra vida es de Dios, y para Dios hade ser. Su bondad inefable, su eterno deseo de que volvamos a El por una vida de consagración total, ha de ser atendido íntegramente, como El lo hizo, que entregó a su Hijo a la muerte para que retornemos a ser como El nos hizo, seres vinculados a El, a su espíritu de santidad, abismados en sus divinas perfecciones, llenos de amor hacia El, no hacia la vacuidad de lo terreno.

En esto hemos de emplear nuestro tiempo y esfuerzo, en entregar nuestras vidas al Séñor íntegramente, no en andar enredadas en el propio desorden y egoísmo. Porque el conocimiento que ya tenemos de Dios no es para que perdamos el tiempo, sino ¡ para que renovemos nuestra mente y nuestro corazón hasta llevarlos ala más pura vivencia del amor perfecto, que es donde nos espera El. Ahí, ahí, en la contemplación de su amor eterno, que disipará el enfriamiento del nuestro, impulsándonos a llevarlo a su máxima potencia, como es la transformación de todo nuestro ser en el suyo, es donde nos espera El, para hacernos amor como l El es, santidad como El es.

No habría que reflexionar más para desvinculamos definitivamente del desorden que nos atenaza interiormente. Porque el amor eterno de Dios hacia nosotras y lo que ha hecho para que retornemos a El es la razón más poderosa para potenciar la conducción de nuestro amor hacia El, hacia la santidad exclusivamente.
Pero porque somos «de dura cerviz» (Dt 9,13), o tenemos encallecido el corazón y teniendo ojos no vemos y teniendo oídos no oímos (Mc 8,17s), vamos a considerar otro efecto que causa el pecado en nosotras, a ver si así se nos abren los ojos para ver el mal funesto que nos hacemos cuando nos enredamos en él.

Antes hemos visto cómo el pecado desordena el ser que Dios nos dio; ciega nuestro entendimiento para conocerle y amarle; lo desvincula de El; nos introduce en el reino de Satanás y, lógicamente, nos pone en rebelión contra Dios. ¿Resultado? ¡La destrucción de nuestro ser! ¡Carne inmunda!, nos dice la Palabra de Dios (Ez 4,14). Y Jesús añade: «Sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia [...] llenos de hipocresía y de iniquidad» (Mt 23,27s).

Sí, hermanas, el pecado, cualquiera que sea, es muerte. Veámoslo, si no. Cuando se enciende nuestra soberbia, nuestro egoísmo, ¿qué producimos?: «Impureza, enemistades, disputas, celos, iras, divisiones, envidias, rivalidades», etc. (Gál 5,19-21). ¿No es esto muerte, destrucción del ser que Dios nos dio y, por lo mismo, no nos convertimos en sepulcros de nosotras mismas? ¿Verdad que cuando pecamos quedamos ciegas, incapacitadas para disfrutar con clara conciencia de que somos imagen de Dios? Es que hemos matado esa imagen de Dios en nosotras. ¡Oh, cómo desconocemos la gravedad intrínseca del pecado! Entregarnos a él es desconocerle. Sí. Entregarnos a él es desconocer la fuerza del mal que nos ciega, que debilita las fuerzas del bien que Dios nos dio, dejándonos convertidas en cadáveres, sin vida divina.

¡Hermanas, el pecado nunca ve el mal donde está! ¿Es bueno el adulterio, el aborto, el crimen? Pues nuestra sociedad lo justifica. ¿No nos pasa eso mismo a nosotras cuando justificamos o nos conformamos con nuestra vida mediocre?
Sí, hermanas, sí, nuestras apetencias desordenadas, nuestra inercia por la santidad contaminan nuestro corazón y transmitimos mediocridad, falta de fervor, inercia. ¡Qué gran mal! Y no lo vemos. No vemos que estamos vaciándonos de Dios, y vaciando a las que nos rodean.

¿Más claro, hermanas? Dios es vida y santidad, y somos vida y santidad para los demás vinculándonos a El, pero somos muerte y transmitimos muerte si nos vinculamos al desorden, al mal, a la tibieza. Dios es amor, pero desgajadas de El somos egoísmo, rencor, venganza, destrucción. Dios es la Verdad, pero nos convertimos en mentira siempre que nos vinculamos a Satanás, al pecado. Y sabiéndolo, ¿cómo no nos despegamos de ese lastre de muerte? ¿Cómo no odiamos el pecado? ¿Es que preferimos vivir vinculadas al reino de Satanás, que es el de la soberbia, el del egoísmo, el de la prepotencia, el del mal? ¿Cómo no huimos de la mediocridad? Recordemos la primera reflexión: «Conozco tu conducta [...] puesto que eres tibio [...] voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3,15s) ¿Cómo no preferimos que nos diga: «Al vencedor le daré el sentarse conmigo en mi trono, igual que yo, que he vencido, me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3,21s)?

Renovemos, renovemos nuestra mente y nuestro corazón, hermanas. Dejemos el mal, y entremos en la fuerza del bien, en la de la santidad, en la de Cristo, odiando y alejándonos de todo lo que apague el fervor primero de nuestra entrega al Señor. Retornemos a su amor, al amor primero, cuando dejando todo atrás le seguimos. No nos dejemos ahora manipular por el mal. Vinculémonos fuertemente a la vida del espíritu, no a la de la carne, que nos ciega para no ver su mal. No a la de nuestros deseos desordenados. De estos, sintámonos extrañas. De Dios, del espíritu y de la santidad sintámonos amigas, muy amigas.

Y, hermanas, hagámoslo ya desde este momento, en el que hemos descubierto más hondamente que hemos nacido de Dios para la santidad, y ahora pertenecemos a Cristo, no al pecado, ¿por qué permanecer en él? Nos lo dice San Pablo: «Quien está en Cristo [y nosotras estamos por nuestra consagración, hermanas] es una criatura nueva, lo viejo ya pasó, y apareció lo nuevo» (2 Cor 5,17). ¿Qué nos impide vivirlo? ¿El pecado? Pasémonos ya con la fuerza de la gracia, con el corazón, con la mente y con el deseo, a lo nuevo. Aborrezcamos el pecado. Démosle la espalda. Desliguémonos de él y vinculémonos con Dios, «que nos reconcilió con El por medio de Cristo, su Hijo, no imputándonos nuestros pecados» (2 Cor 5,18s), sino perdonándonos para que seamos criaturas nuevas, para que seamos suyas, para que vivamos en el espíritu, no en el pecado, en el amor, no en el egoísmo. Porque, nos insiste San Pedro: «Hemos sido regenerados, no de semilla viciada, sino incorruptible, la palabra viva y eterna de Dios» (1 Pe 1,22s). Pues si hemos sido regeneradas, hermanas, si la fuerza redentora que preservó a la Virgen del pecado original, repito, nos preserva a nosotras de caer en los personales, ¡entremos ya de una vez para siempre en la fuerza de la santidad, en la regeneración de la mente y del amor! ¡Dejemos el pecado que nos destruye y hagamos crecer en nosotras la virtud, la santidad, la humildad, el amor!

¿Cómo? Seamos inteligentes. Ya lo hemos dicho, hermanas. Si en nuestra mente damos cabida al pecado, contaminamos el corazón, y, consecuentemente, nuestras obras serán malas. Un ejemplo. Si pensamos mal de una persona, estos pensamientos han contaminado nuestro corazón y, consecuentemente, hablaremos mal de ella, obraremos mal con ella. En cambio, si nos esforzamos en desterrar de nuestra mente los juicios o pensamientos contra esa persona, nuestro corazón quedará purificado y obraremos bien con ella. Es que ha vencido Dios en nuestra mente y en nuestro corazón. Así en las demás virtudes enfrentadas al pecado. Y también nos iremos desatando del pecado cuantos más actos contrarios a él hagamos.

Porque, hermanas, la virtud crece con la virtud, el vicio con el vicio. La tibieza genera tibieza, el fervor, más encendido fervor. El amor crece amando, en cambio muere saciando egoísmos. La disipación debilita el espíritu, el recogimiento interior lo fortalece. El dominio propio construye, los gustos y apetencias desordenadas nos destruyen. Poca oración nos aboca al pecado, en cambio la vida interior debilita nuestra afición al mal. Si luchamos contra el pecado, éste irá perdiendo fuerza en nosotras y quedaremos libres de su esclavitud. Si nos esforzamos en practicar la virtud, su fuerza irá dominando nuestro espíritu, y llegaremos a encontrar deleite en practicarla.

Entenderemos y experimentaremos los beneficios que comporra una vida en el espíritu, una vida vinculada a las profundidades de Dios, a nuestras raíces santas. Nadaremos en su amor, en su paz, en la alegría del espíritu, en la armonía, serenidad, equilibrio y plenitud de nuestro ser, y el deleite y dones del Espíritu Santo serán la paga a los esfuerzos que hayamos hecho por vivir en Dios, no en el pecado.

Hermanas, pasémonos ya al bando contrario del «yo» desordenado y nos encontraremos en el ámbito del «yo» de Dios, en el de la santidad, en el del amor. Habremos ensanchado nuestro amor, amando, y agotado nuestro egoísmo cercenándolo. Desde aquí veremos las cosas con la luz de Dios y nos situaremos en la verdad.

Y veremos claramente que cuando nos turbamos porque las cosas no nos salen como pensamos, o porque no encontramos comprensión o apoyo en nuestros criterios, es porque el mal está en nuestro egoísmo no satisfecho, no en las demás personas. Lo mismo cuando no aceptamos la obediencia, la humillación, cuando no nos sentimos correspondidas en el amor fraterno, si perdemos la paz, si nos amargamos, veremos con claridad que la culpa está en nuestra soberbia no satisfecha.

¡Basta ya, hermanas, de vivir destruyéndonos! ¡Basta ya! Si no encontramos comprensión, o si las cosas no nos salen como queremos, no escuchemos el propio egoísmo, aquietémoslo, correspondamos con amor y tendremos paz, interiormente quedaremos más satisfechas que si se hubiese cumplido nuestro plan o si hubiésemos encontrado la acogida deseada, porque se crece amando, se vive en Dios renunciándonos. Nos construiremos, donándonos.

¿No nos enseñó así Cristo? ¿Encontró El amor en los hombres para morir por ellos? ¿Qué encontró de alentador en nosotras para elegimos? ¿Lo hizo porque lo merecíamos, o porque nos amó? ¡Esta, hermanas, es nuestra razón de vivir, de amar! ¡Cristo! En la Cruz aprendemos que el manantial del amor es el sacrificio; que el ámbito de la paz es la renuncia.

¿Por qué no actuamos así? ¿Por qué, si podemos? El mismo Señor nos lo dice: «El pecado está a las puertas de tu casa. Su acoso es contra ti, mas tú puedes vencerlo» (Gén 4,7). ¿Es que, como Caín, preferimos vivir malhumoradas, amargadas, insatisfechas, estancadas en el mal, por no renunciar al mundo de nuestros deseos desordenados, de nuestro egoísmo?

Hermanas, estamos haciendo los Ejercicios para renovarnos, para purificar nuestra mente y nuestro corazón, sacarlos del pecado, de la mentira, y establecerlos en la realidad más honda de nuestras raíces. Porque «Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino sagrada» (1 Tes 4,7). Por ello, vuelve a decirnos San Pablo, que nos consideremos muertos al pecado —pues no le pertenecemos—, y sí «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11), pues «la herencia del pecado es la muerte, y la paga de la santidad, del puro amor, es una vida en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 6,22s). «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcamos a nuestras concupiscencias» (Rom 6,12).

No, hermanas, el pecado no, la virtud, sí. Porque, ¿qué frutos lográbamos con los pecados? Aquéllos de que ahora, después de que conocemos a Dios, nos avergonzamos, porque su fin es la muerte (Rom 6,21). Terminemos de una vez para siempre con el mundo de nuestros deseos desordenados, y pongamos en su lugar deseos de Dios. Terminemos con el mundo de nuestras justificaciones y vinculémonos a la justificación divina. Sí, hermanas, porque cuando nos justificamos del mal que hacemos estamos defendiendo el pecado, el mal que anida en nosotras, no estamos viviendo la gracia divina, estamos maltratándola. Experiencia de ello tenemos cada una de nosotras de que, cuando la conciencia nos acusa de lo que se nos imputa, nuestro mismo pecado sale en defensa propia, aun violentamente. Cuando esto hacemos, ¿estamos en el ámbito de Dios o de Satanás?

Recordemos el episodio de Génesis 3,12-13. Allí todo son disculpas, justificaciones. Adán culpa a Eva del pecado cometido, Eva a la serpiente. Es su conciencia de culpabilidad, su mismo pecado el que sale en defensa propia. ¿Nos construye esto? ¿Por qué actuar así? Los santos no buscan justificaciones a sus errores por pequeños que sean, sino reconocimiento de la culpa, conversión. ¿Por qué? Porque ya sólo son recintos abiertos a Dios, al amor, a la santidad. Y aunque se les imputen culpas no cometidas quedan en la paz, su descanso y justificación es Dios. Se han desatado del pecado y Dios domina su mente y su corazón.

Miremos, hermanas, si la raíz del mal está en la defensa de nuestro pecado, porque, mientras lo defendamos, defendamos nuestro egoísmo o soberbia, etc., etc., nunca nos desataremos de él. Nunca. Nos dominará. Y habremos cerrado la puerta a la santidad. Habremos fracasado. Permaneceremos estancadas en el mal,
en el error, en la mentira. Nunca tendremos paz y alegría interior. No reine, pues, el pecado en nosotras.

No, hermanas. No reinen nuestras concupiscencias nuestro egoísmo, sino el amor, la virtud. Ya veis. Es como una orden que nos intima San Pablo. Una orden que pudiéramos cumplir. Y ya lo creo que la podemos cumplir, porque «Dios nos ha elegido para ser santas en su presencia, por amor» (Ef. 1,4). Y esta elección jamás tendrá fin, y la gracia para llegar a la santidad jamás se agotará. Sólo falta que cooperemos con ella. Por tanto, mantenernos en el pecado o pasarnos a una vida de virtud es ya una opción por nuestra parte.

Sí, hermanas, es una elección vincularnos a la santidad o mantenernos en una vida mediocre: estrecharnos con nuestra raíz santa, con Dios, mediante una vida de fervor, o alejarnos de El por la inercia. Es una opción personal; que libres nos hizo Dios para elegir. Y libre y responsablemente hemos de elegir el modo de vivir nuestra realidad monástica. Partiendo de que tenemos vocación, todas nosotras ingresamos en el Monasterio impulsadas por la gracia divina de elección que nos comprometía a una forma de vida concreta, a la que respondimos libremente.

Si esta divina elección no nos aparta de vivir nuestros caprichos y tendencias inmortificadas, preguntémonos: ¿hemos elegido responsable- mente las exigencias de nuestra vocación como Dios se merece? Si no hemos ¿optado libre y enérgicamente por la santidad, implícitamente hemos optado por vivir en la mediocridad, que es el fracaso de nuestra vida monástica. Y así, ¿servirá para algo nuestra estancia en el Monasterio? Continuaremos toda nuestra vida con los mismos vicios y desorden que teníamos antes de ingresar en el Monasterio, y la gracia de elección quedará frustrada, y con ella nosotras.

Y de nada nos servirá buscar justificaciones a nuestra falta de oración, a nuestras desobediencias, a nuestra soberbia, a la ausencia de humildad, a nuestro escaso amor fraterno, a nuestra carencia de mansedumbre y vida interior, de nada nos servirá, porque la realidad que permanece en nosotras con fuerza, por encima de nuestras justificaciones, es la elección que Dios ha hecho de nosotras a una vida de santidad que pesará sobre nuestra conciencia de entrega libre y responsable a ella.

Por ello, repito, mantenernos en la tibieza no es ya una consecuencia de la carga negativa que inoculó en nuestro ser el pecado original, sino una elección. Una cooperación constante, consciente y responsable contra la elección de Dios. Pues que el muro que nos separa de la virtud está ya por tierra. Lo derribó Cristo. Su gracia ha desbloqueado nuestra capacidad de abrirnos a Dios, a la santidad. Sólo nos queda elegir entre quedarnos en el desorden o pasarnos al ejercicio de la virtud, a la vivencia responsable de nuestras obligaciones monásticas, que siempre es vivencia del amor con toda la renuncia que esto supone, a donde nos llama la voz del Amado, su elección divina, su gracia.

Pensémoslo, hermanas, que para esto son estos días de gracia. Si elegimos seguir como estamos, en la mediocridad, nuestro «yo» desordenado tomará el control de nuestros actos, y esto constituirá nuestro fracaso espiritual. Lo hemos repetido varias veces, mantenernos frías en el ejercicio de las virtudes es la destrucción de nuestra vida espiritual y monástica. Optar por la santidad con la renuncia a nuestras concupiscencias y deseos desordenados que esto supone nos conducirá al ordenamiento de nuestro ser, a vivir nuestra imagen y semejanza de Dios. Y el premio será la paz, será nuestra deificación, nuestra íntima vivencia de Dios, nuestra plenitud espiritual y personal.

Decidamos ya nuestra conversión radical por una elección firme hacia la santidad. No pretendamos tener a un mismo tiempo en nuestro corazón a Jesucristo y los deseos y aficiones de este mundo. No lo pretendamos porque es imposible, o Jesucristo o los apegos y aficiones de este mundo. Hagamos elección, y quedémonos con una cosa. Sólo una. Las dos, no. Así de claro. Como lo hicieron los santos. Ellos tuvieron que enfrentarse con su realidad desordenada, con sus tendencias pecaminosas, con las mismas dificultades que nosotras, pero lucharon en su opción por Cristo y, con la gracia divina, vencieron, orientaron las fuerzas de sus pasiones hacia Dios, y llegaron a amarle con pasión, sobre toda afición.

Es la consecuencia de haber conocido a Cristo y de haber sido elegidas por El. San Pablo nos lo recuerda: «No entreguéis vues¡ tros miembros como arma de injusticia al pecado, sino entregaos vosotros a Dios como resucitados de entre los muertos y vuestros miembros como armas de justicia a Dios, pues el pecado no tendrá dominio sobre vosotros» (Rom 6,13s). ¡Qué esperanza, hermanas! No tendrá dominio sobre nosotras, si hemos elegido con integridad de corazón a Dios. ¿Por qué no vivimos ya así? ¿Qué nos falta? ¿Qué nos detiene? Necias seremos si no hacemos una elección decidida, firme, por la santidad, por el regreso al Dios que nos dio a luz, y que nos amó hasta entregarse a la muerte de Cruz.

Hagámosla. Dios lo desea, lo espera. Nuestra Madre Inmaculada ya cuenta con ello. La Iglesia lo necesita para acercar a Dios a esta humanidad que está de espaldas a su amor y gracia divina. ¡Qué responsabilidad, hermanas! ¡Hagámoslo como lo hizo nuestra Madre Santa Beatriz, con su entereza y radicalidad, y comencemos hoy a ser santas! Que así sea. Y que la protección de nuestra Madre Inmaculada, de nuestro Padre San José, nos conforten en la subida al Monte santo de la Concepción. Así sea.

VÍSPERAS: LA PRIMERA ORACIÓN EUCARÍSTICA QUE ESCRIBÍ EN MI CUADERNO DE PASTAS GRISES

Texto de Juan Pablo II en la NMI:

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico hace ya casi cincuenta años, porque me ordené en junio del 1960 y, si Dios quiere, haré mis bodas de oro sacerdotales en junio del 2010.

La escribí en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos, que, junto al Breviario, me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere--. Y ahora te la voy a exponer tal y como la tengo escrita:        

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste. ¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Última Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con Él  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

DESDE LA ORACIÓN PERMANENTE CONVERTIRSE AL AMOR  DE CRISTO PERMANENTE ENTRE LAS HERMANITAS Y ANCIANOS.

En esta meditación vamos a tratar de examinar y purificar nuestro amor en lo que tiene de ajeno al de Dios, para reforzar nuestra propia identidad espiritual nacida del Amor que nos dio a luz, y ordenarlo en nuestras relaciones comunitarias. Hemos estado hablando constantemente del amor como se habla de la propia vida, porque vida y amor se unen, pero en esta plática vamos a concretarlo en la vivencia del amor fraterno, el peculiar de la vida comunitaria y religiosa. Nuestra Congregación es fundamentalmente una Comunidad del amor de Dios y de su santidad. La Comunidad de la nueva creación que deja a un lado el propio egoísmo, fruto del viejo pecado, para «acoger» con amor limpio a cuantas Hermanas Dios congregue en nuestra Comunidad evangélica y apostólica en servicio de los ancianos. Esto bien vivido origina amor, comunión.

Por ello vamos a cimentar nuestro amor en la única razón de amar, en Dios. San Juan nos dice: «En cuanto a nosotros, amémonos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Esta es la razón, que Dios nos ama a cada una de nosotras. En cada una y en todas reside el amor eterno de Dios. De aquí que la vida de caridad fraterna es una de las realidades más vivas y eficaces para conseguir la intimidad con Dios. El amor a las Hermanitas, porque Él las ama, nos lleva a Dios, manifiesta a Dios y nos hace participarle. En cambio, la falta de caridad con las Hermanas nos aleja de Dios, hiere a Dios y nos hace ajenas a Dios. No lo expresamos.

Amando como el Padre y Cristo nos amó, sabremos vencer y sobrenaturalizar todas las dificultades que se nos presenten en el ejercicio del amor fraterno. Y tanto más puro y perfecto será el amor a las Hermanitas, cuanto más intenso sea el que tenemos a Dios. Porque no basta amarnos cuando mostramos lo que somos, imagen y semejanza de Dios en nuestra conducta, sino cuando aparecen en nuestro comportamiento las propias debilidades. El Padre y Cristo nos amaron siendo nosotros pecadores, nos dice San Pablo; por ello hemos de amar a los que nos hacen bien y a los que nos hacen mal. Hemos de amar a todos, porque, repito, Dios nos amó primero a nosotras y a esas personas que nos cuesta amar.

Para alcanzar la altura de este amor, de ese amor suyo que amó y oró por los que le mataban, es necesario e imprescindible tener muy apagado el egoísmo, el amor propio, que es cuando alcanzamos la altura del amor de Dios, para que en nuestra interioridad esté dando vida este amor divino a la armonía y bondad, a la «acogida» fraterna que mencionan nuestros Estatutos.

Si esto lo procuramos como hemos reflexionado en las pasadas meditaciones, entonces sí podremos amar en ocasiones difíciles, porque nuestro corazón estará en paz, transformado, lleno de Dios. Y en lugar de sentir debilidad, sentiremos fortaleza, seguridad de que lo que nos rodea está sometido a la fuerza de Dios, que es Amor.

Así le sucedió a Jesús en la Cruz que no sintió enojo ni cobardía ante tanto mal como le rodeaba, sino que como era más potente la paz y el amor de que estaba lleno su corazón, el amor afloró sereno, firme, en el momento cumbre del dolor fisico y moral, alcanzando la cumbre máxima del amor: amar, orar, disculpar y perdonar a los que le mataban.

Avivar, pues, el amor de Dios en nuestro corazón es la clave para mantener vivo el amor fraterno. Y lo avivaremos, hermanas, actualizando en cada momento su presencia, el recuerdo del perdón de Dios, de su amor y acogida siempre que pecamos, de ese amor benigno, lleno de ternura hacia nosotras, que nos hace confiar en El, descansar en El, «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2), como descansó Jesús durante su vida mortal en el Padre. Porque esta vivencia y recuerdo del amor de Dios dará forma, al fin, a nuestro amor fraterno.

Si avivamos la fe en el amor de Dios constantemente, nos será más fácil creer en el amor de los hermanos. Si recordamos serenamente cuánto nos amó, será más fácil amar a los hermanos. Si vivimos la presencia cercana y amistosa del amor de Dios, sabremos mantener la amistad con las hermanas, teniéndolas a todas por amigas como El nos tiene por amigas, lo dice Jesús, y lo recordamos el primer día de Ejercicios.

¡Qué armonía, qué paz o paraíso reinaría en el Monasterio!
Es lo que se desprende de la vida, de la persona de Jesús, y de sus obras; ellas nos descubren esta armonía, la paz y el amor constante, fuerte, sincero y generoso del Señor, entregado a los hombres para revelarnos con todo su Ser y Hacer cómo era el amor del Padre a sus criaturas.

Y nos lo supo expresar aun en el abandono de los suyos, en la traición e incomprensión de su pueblo; siempre, siempre y en todo momento amó Jesús. Porque sabía que el amor del Padre no perece, ¡porque es Dios!

Hermanas, me entretengo en esto porque es muy importante. No dudemos que la experiencia del amor que tengamos del Padre y de Jesús será la fuerza y el impulso de nuestro amor fraterno y el que le dé perennidad, como personas que viven de Dios y para Dios, para amar con El y como El.

San Pablo nos concreta este amor de caridad con los hermanos y su valor en el capítulo 13 de su primera carta a los Corintios. Dice: «Aunque hablara las lenguas de los ángeles, aunque tuviese el don de profecía, aunque tuviese tanta fe que trasladara montañas, y aunque distribuyese mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13,1-3).

Y preguntamos, ¿pero es que no es caridad tener el lenguaje de los ángeles, su altura?, ¿es que no es un don divino la profecía?, ¿es que se puede trasladar montañas si no es por una fe animada por la caridad?, ¿es que se pueden distribuir todos los bienes propios entre los pobres según la enseñanza evangélica y no tener caridad?, ¿es que puede haber ascesis tan comprometida como representa entregar nuestro cuerpo a las llamas, sin caridad?

Se puede, hermanas, se puede. Porque todo lo enumerado arriba no es Dios, y la verdadera caridad es Dios. Todo lo de arriba, incluso adquirir conocimientos de Dios para más conocerle, se puede hacer por otros fines no teologales, y entonces no serviría de nada. Podría ser filantropía el hecho de repartir los bienes a los pobres, fanatismo o masoquismo entregar el cuerpo a las llamas. Pero, en cambio, todas estas cosas son caridad si están impulsadas por una vivencia fuerte de Dios, y nuestro amor y caridad sean de Dios mismo, sea El la fuerza que impulse nuestra vida y nuestro hacer.

Entonces es cuando nuestro ser y hacer tendrán las características de la caridad: será paciente, amable, no envidiosa, no jactanciosa, no se engreirá; será decorosa, no buscará su interés, no se irritará; no tomará en cuenta el mal; no se alegrará de la injusticia, se alegrará con la verdad. Todo lo excusaremos. Todo lo creeremos. Todo lo esperaremos. Todo lo soportaremos (1 Cor 13,4-7).

Como veis, hermanas, aquí se habla de virtudes, de santidad, más que de hacer. Porque la caridad es Dios, y sólo tendremos caridad cuando estemos transformadas en Dios; es entonces cuando nuestra caridad tendrá las características de la verdadera caridad. Tendrá destellos de Dios, destellos de eternidad, porque fulgurará en ella la potencia permanente de un amor que es más fuerte que nuestra debilidad humana.

Porque, repito, la vitaliza, la penetra Dios que es Amor. Su amor es el que da valor a cada una de las características de esta letanía de la caridad, es el que da aguante, virtud, bondad, humildad, ternura, paciencia, entrega a los demás. Y, hermanas, si todo esto no lo tenemos en nuestro ser y hacer, seremos nada, nada ante Dios. Porque no tendremos a Dios en nuestro corazón, en nuestra vida.
Por ello, para ayudarnos, vamos a reflexionar brevemente la praxis de cada una de las características de la caridad:

1. La caridad es paciente

Sabe aguantar pacientemente las injurias, comprendiendo que debe dar más amor, más comprensión a quien le injuria; deseando con ello devolverle la paz que ha perdido quien ie está molestando quizá sin conciencia plena de lo que está haciendo y de que está siendo víctima de la fuerza del pecado, o instrumento de Dios para nuestro crecimiento espiritual.

A este respecto nos dice Amma Sinclética: «,Por qué odiar al hombre que te entristeció? No es él quien cometió la injusticia sino el diablo; odia la enfermedad, pero no el enfermo». Y San Pedro añade: «No devolváis mal por mal ni injuria por injuria; sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición» (1 Pe 3,9).

Sabe también escuchar serena, pacientemente, sin prisas, aunque no tenga tiempo. Sabe que, en ese momento en el que ie solicitan su tiempo, es Dios quien se lo pide en los hermanos y hermanas. Lo más importante, por ello, es escuchar, porque sabe que es estar con Dios. Escuchar tratando de entrar dentro de los sentimientos de la persona, como entraría Cristo, con atención y humildad, con amor, hasta hacer propios los problemas o preocupaciones de la hermana. Sabe aceptarla tal cual es, con un corazón dilatado, hasta encontrar gusto en escucharla, ci mismo que podría tener en escuchar a Dios, sintonizando con el gusto que la hermana o hermano tiene en hablar.

La caridad sabe descubrir por ello en las personas que importunan a quien necesita nuestra ayuda, nuestra ternura, nuestra comprensión, y sabe ayudar si piden ayuda, sin quejamos de sus inoportunidades, sin quedarnos en sus impertinencias, recordando la exhortación de San Juan: «Quien viendo a su hermano en la necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios? Amémonos con obras y verdad, no de palabra ni de lengua» (1 Jn 3,17s).

2. La caridad es amable

         La amabilidad como actitud nace de un amor apasionado por Dios; por ello sabe atender con amor las impertinencias de quien sufre. Sabe acompañar la soledad de una anciana o de una enferma angustiada, de alguien que está solo. Sabe darle atención, seguridad, protección, cariño, comprensión, bondad, descanso, amistad. Sabe compartir los bienes espirituales y materiales con ella, despojándose de lo que tiene como nos dice el Señor.

Escuchemos el siguiente hecho desconcertante a los ojos del mundo, pero lógico evangélicamente, que nos enseña a vivir el milagro del amor: «Un día el anciano Besarión habiendo llegado a un pueblo, vio en la plaza un pobre muerto desnudo, se quitó el manto y lo cubrió. Más adelante se encontró con otro pobre desnudo; lleno de generosidad le dio la túnica y cuando éste se alejó vestido, el anciano se acurrucó desnudo cubriéndose con las manos. Pasó por ahí un magistrado que conocía al anciano y le preguntó: ¿Quién te ha despojado? El anciano alargando el libro de los Evangelios que siempre llevaba consigo dijo: ¡Este me ha despojado!».

Así, hermanas, ama la caridad, siempre amable, así vive el Evangelio, colocando los intereses de los demás por encima de los propios, sin esperar recompensa, como hizo Cristo con nosotros, aunque El nos asegura la bienaventuranza de la caridad en su aspecto amable diciéndonos: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido, en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1).


3. La caridad no es envidiosa

         Sabe celebrar los triunfos de los demás como si fueran propios, porque sintoniza de corazón con los sentimientos de alegría del que triunfa en sus proyectos. Porque está llena de Dios no puede entristecerse de las ventajas de ios demás en estima, honores, inteligencia, ni porque las vea mejores en virtud; al contrario, se alegra de ello. Sabe descubrir presencias de la bondad de Dios en las actitudes o valores de los demás, y alegrarse de ello. Sabe también ceder el paso a quien está más dotada, sirviéndolas, si preciso fuese, de pedestal para que brillen sus cualidades. Sabe preocuparse y procurar más amor a las demás que para una misma. Sabe «sentir» a los demás, «amarlos», como dice San Pablo: «Reír con el que ríe, llorar con el que llora» (Rom 12,15).

4. La caridad no es jactanciosa

Sabe que nada de lo que tiene es suyo, ni subsiste por ella misma sino por quien la sustenta: «Si te engríes, piensa que tú no sustentas la raíz, sino la raíz a ti» (Rom 11,18). Por elio mantiene constantemente una actitud sincera de humildad ante Dios y ante los hombres, alimentándola en su interior con el recuerdo de los propios pecados y fragilidad humana e intelectual. Sabe que es ciega en las cosas espirituales, que no puede enseñar a otros el conocimiento de Dios, si él no le enseña, por eso no pretende señalar el camino a nadie, ni alardear de saberlo. Sabe que su voz en las cosas de Dios ha de ser su comportamiento silencioso, fiel, bondadoso, humilde, antes que su palabra, porque el arrogante nunca sabrá hablar de Dios con acierto, pues nadie posee la cátedra de la sabiduría de Dios para colocar- se por encima de ellos, sino el humilde. Nos lo dice el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos» (Lc 10,21).

5. La caridad no busca el propio interés

Porque quien está convencida de que su vida física y espiritual es fruto de la gracia divina no puede plantearse sus relaciones fraternas desde el interés. Por ello sabe aceptar a las personas tal cual son, sin cambiarlas al propio modo de ser, sin servirse de las hermanas ni de los acontecimientos para el propio egoísmo.

Porque eso sería amar su propio reflejo, su bienestar, sin tener en cuenta a las demás. Sabe que en la propia renuncia encontrará la paz para la convivencia. Sabe que la caridad no atrapa, sino que sirve y libera al que ama. Ama para darse, no para buscar sus gustos y sus intereses. No domina afectos, rinde el suyo sin esperar recompensa. Sabe que ha de anteponer el interés de los demás al suyo.

6. La caridad no toma en cuenta el mal

Sino que perdona la ofensa recibida con todo el corazón y la disculpa, no escuchando propias razones sino la razón del amor; la de llevar siempre en el corazón la presencia del amor de Dios que manda excusar siempre el mal, «perdonar hasta setenta veces siete» (Mt 18,21s).

Por ello la caridad no hunde al ofensor, sino que, como el Padre al hijo pródigo, lo levanta hasta su corazón con amor, porque sabe que todos cabemos en el corazón amoroso de Dios, ofensor y ofendido. Y sabe que debe borrar de la mente la ofensa recibida y recordar los beneficios recibidos de la persona que le ofendió, y recuperar la confianza con ella.

Sabe que Dios ha podido permitir la ofensa para que practique la virtud. Escuchemos este ejemplo: «El Abad del monje Libertino, enfurecido, un día echó mano de una banqueta y le golpeó con ella en la cara y en la cabeza dejándole cubierto de cardenales y contusiones. A los que le preguntaban qué le había sucedido les respondía Libertino: “Ayer, por culpa de mis pecados mi cabeza tropezó con una banqueta, y miren cómo estoy”». ¡Que no se nos olvide este testimonio impresionante de que la caridad no tiene en cuenta el mal!

No tiene en cuenta el mal la caridad porque sabe también que muchas veces el ofendido se puede convertir en ofensor. No perdamos por ello la alegría que nos reporta no tomar en cuenta el mal, convirtiendo en amor y paz nuestras relaciones humanas.

7. La caridad no se irrita

Sabe que el amor vale más que dar satisfacción a la ira, y que los conflictos nacen por falta de amor. Y sabe que el amor es mayor que la injuria recibida, y no puede ahogar lo que vale, el amor, por lo que no vale, la ira. Sabe la caridad que el mal no se cura devolviendo mal, sino amando. Y sabe que más nos curamos del mal que nos han infligido amando, que dando paso al resentimiento.

Por difícil que se nos presente el ejercicio de la caridad ante las grandes contradicciones, nadie puede impedirnos amar, nadie manifestar lo que somos: amor, porque el bien está por encima del mal, el «ser» por encima del «hacer». Hermanas, tomemos las riendas de la razón, y hagamos del amor el impulso de nuestra vida, dando e1 valor que tiene la caridad sobre la malaventurada ira. Escuchemos a Abba Agathón: «Nunca me dormí con un agravio contra alguien, y en la medida que podía, no dejé jamás a nadie dormirse con un agravio contra mí».

 Esto es caridad y mansedumbre, hermanas. Esto es tener un alma buena y haber logrado un temperamento disciplinado, por haberse cimentado en Dios. Abba Poimén corrobora lo dicho con este consejo: «La maldad no suprime de ningún modo a la maldad. Si alguien te hace mal, hazle bien, a fin de suprimir la maldad por tu buena acción. Si el alma se separa de quien discute, ci espíritu de Dios viene sobre ella». Y el Sirácida nos dice: «La boca amable multiplica las afabilidades» (Sir 6,5) porque «la caridad no se irrita».

8. La caridad todo lo excusa

         Incluso lo que más nos duele: la falta de amor y comprensión en los momentos difíciles de la vida. Lo excusa porque sabe que Dios puede permitirlo para purificar nuestra falta de amor con los demás. Para que lo descubra, y descubra asimismo que la fuente de la alegría es Dios, que reside en nuestro interior, y es capaz, si nos volvemos a El, de convertir nuestra tristeza en gozo (Jn 16,20), nuestra debilidad en fuerza. Descubre, en fin, que la fuente del amor y de la felicidad, y ci sentido de su vida está dentro de una misma.

Todo lo excusa, porque sabe que nuestra paz no consiste en lo que ocurre a nuestro alrededor, sino en lo que ocurre en nuestro interior. «De dónde vienen las luchas y ios litigios entre vosotros? No provienen acaso de vuestras pasiones que luchan en vuestro interior?» (Sant 4,1). Por eso la caridad nos enseña a quitar importancia a las contrariedades y conflictos para establecernos en la paz, en el amor, que es ci que hace que incluso no los veamos, o silos vemos, sepamos excusarlos. Así nos convertimos en transmisores del amor, de la paz y de la gracia de Dios.

9 La caridad no se alegra de la injusticia


         Porque sabe que los verdaderos logros del amor se alcanzan tratando con ecuanimidad a los hermanos. No se alegra de la injusticia que sería privar de pequeños y grandes detalles de amor y humanidad, de comprensión, de cercanía y amistad a quien tenemos a nuestro lado, aunque no simpaticemos con él, con ella.

Esto es fundamental para hacer justicia en el ámbito de las relaciones fraternales. No se alegra de la injusticia la caridad, sino que goza con la verdad que emana de un amor sin egoísmo con todos, no sólo en el entorno, sino en el ámbito mundial.

Otras muchas cosas se podrían decir de la caridad, que todo lo soporta, que ama sin medida a las hermanas sin utilizarlas para propias satisfacciones e intereses. Se podría decir que el ejercicio del amor nos cambia, nos transforma, nos santifica; y cambia y transforma nuestro entorno, y hace que veamos a los que nos rodean con los ojos de Dios.

Dejémonos, pues, elevar por el amor, no arrastrar por el egoísmo que nos carga de pecado y tira de nuestra vida hacia abajo, hacia el mal. No nos inclinemos a ver dificultades en la práctica del amor. No lo veamos inalcanzable, porque ya sabemos que éste reside en la entraña ms profunda de nuestro ser por estar creadas a imagen de Dios, por tener vida de Dios, gracia divina.

No nos asuste el riesgo de creer en la bondad del hermano, en el bien. No nos asuste amar, agarrándonos a nuestras seguridades, apoyándonos en el erróneo adagio castellano: «Piensa mal y acertarás». No, hermanas, esto es un error pagano que haría crecer nuestra inseguridad, nuestra falta de concordia, de paz, y nos dejaría vacías de amor, vacías de Dios.

         Busquemos nuestra seguridad donde está, en Dios, en el amor, en la caridad, en su fuerza, en la alegría y la paz que ella aporta, porque «la caridad es Dios» (1 Jn 4,8). Y tengamos muy presente que si no sabemos olvidarnos de nosotras mismas no sabremos amar, no sabremos ser cauce del amor de Dios hacia las hermanas, ni sembraremos confianza entre ellas porque el egoísmo es nuestro peor enemigo.

         Hermanas, de una vez para siempre porque nos conviene, antepongamos en todo momento el bien, la paz, el descanso, el amor a las hermanas en el ejercicio de la caridad; antepongámoslo al nuestro.

¡Qué felices seríamos unas y otras! ¡Amemos de verdad en las situaciones difíciles de la convivencia fraterna, que es cuando lo necesitan las hermanas, además del gran desarrollo espiritual que nos aporta haciéndonos crecer en la energía divina, en el amor, en la fe, donde quedará sanado todo nuestro ser, nuestra voluntad, nuestra mente, nuestra sensibilidad, por la energía santificante y depuradora de la caridad, que nos convertirá en un solo ser con Dios por la unión de amor, y un solo sentir con las hermanas!

Esto es grandioso, pero así quiere Dios que nos amemos. Es grandioso, pero posible desde el momento que nos olvidemos de nosotras mismas, porque es la consecuencia de la fuerza creadora o poso divino que Dios dejó en nuestro corazón al crearnos, que llegará a su plenitud si le dejamos desarrollarlo a fuerza de amor.

Es grandioso, sí, y posible, como la resurrección. Pero debe preceder la muerte o aniquilamiento de la fuerza del pecado, en nosotras, que tenemos la vida gloriosa de Dios, el amor.

El Espíritu divino, hoy, en estos Ejercicios, nos reclama para que hagamos elección firme por el amor, dando puntillazos de muerte a nuestro yo cuando nos impulse a herir a la hermana o desconfiar de ella. De lo contrario viviremos la angustia del fracaso, del malestar espiritual, si damos paso en estas situaciones al egoísmo. Si tuviéramos presentes nuestros propios pecados, tendríamos medio camino andado.

         Abba Pior nos enseña, con su ejemplo, a vivir con los ojos puestos en los propios fallos, no en ios de ios demás para poner en peligro el amor. Él, para evitar este peligro, se puso a la espalda una bolsa llena de arena, y puso también un poquito de arena en el bolsillo delantero de su vestido. Así, experimentaba ci peso de sus pecados atrás en la espalda, y exculpaba los pocos pecados del hermano que llevaba delante. ¡Maravillosa sabiduría, guardiana de la paz y amor fraterno!

         Vivamos así, y nos costará menos acoger, comprender, amar a las hermanas, y no nos atreveremos a tratarlas con dureza, con egoísmo. Podríamos decir: aunque nos parezca que lo merecen. Ni juzgaríamos. No nos atreveríamos a juzgar ni siquiera las reacciones fuertes de nadie, porque el recuerdo de nuestros pecados nos quitaría la fuerza para hacerlo. Esto construye la comunidad, hermanas, lo contrario la destruye y, en lugar de ser común unidad, pasaríamos a convertirnos en común división, y así andaríamos desasosegadas, desorientadas, desilusionadas.

         Comprensión, pues, comprensión, mucha caridad y respeto con todas. Juicios contra ninguna. Respeto a su opinión, aunque nos parezca que carece de valor; no importa, a no ser que esté claramente deformada, porque esto formaría una comunidad desorientada.

         Amma Sinclética decía: «Si vivimos en comunidad, no debemos buscar lo que es nuestro, ni seguir nuestra opinión personal». Y Abba Poimén decía: «La vida en común tiene necesidad de tres prácticas: una la humildad, otra la obediencia y la tercera el amor, y poner manos a la obra». Y añadía: «No podrás cumplir con la obra propia de la comunidad a no ser que quites todo deseo de éxito, de egoísmo; quien permanece en la comunidad debe ver a todos los hermanos como uno solo, y cuidar su boca y sus ojos. Así descansará sin preocupación».

         Y así, hermanas, seremos «la comunidad del amor de Dios —la comunidad arrebatada por el espíritu de caridad divina—, la comunidad que se acoge —incondicionalmente— sin escogerse, la comunidad que vive unida para mejor transmitir a Dios —sus perfecciones, su unidad Trinitaria, su caridad—, la comunidad unida para la alabanza, unida para el trabajo, unida en los problemas, unida entre sí.

La comunidad que progresa en la observancia común, en el estilo de vida propio, sin rivalidades, porque cada Monja es tenida en cuenta como miembro vivo, con sus posibilidades, sus limitaciones de cultura, edad, salud. La comunidad de la armonía, de la dulzura, de la paz. En fin, la comunidad de hermanitas, la comunidad comprensiva —la comunidad con calor de familia espiritual—, siempre joven en el espíritu y en la caridad. Como dicen nuestros Estatutos, que no falte a la caridad al reprender una inobservancia, porque es mayor falta de observancia la falta de caridad, que está sobre toda observancia» (Estatutos 93,1-9). Primero habríamos de preguntar por qué esa falta de observancia.

Hermanas, estoy hablando para Monjas aptas para la convivencia fraterna, como dicen nuestras Constituciones. Aquí reside la obligación del discernimiento de vocaciones, para asegurar la paz comunitaria.

Y terminamos, hermanas, porque se nos va el tiempo, con la exhortación de San Pablo: «Como elegidas de Dios, santas y amadas, revistámonos de un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo [donde siempre hay un “sitio” para acoger al que no es acogido por los demás]; sobrellevándoos, perdonándoos mutuamente, del mismo modo que el Señor nos perdonó. Así también nosotros debemos perdonamos. Pero ante todo revistámonos de caridad que es el lazo de la perfección» (Col 3,12-15).

Parece que aquí a San Pablo todavía se le antoja poco sobrellevarnos, perdonamos, tener un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo, aún le parece poco y todavía nos dice que nos revistamos de la caridad, que es el lazo de la perfección. Parece que quiere decirnos, una vez más, lo que hemos venido reflexionando. Que nos revistamos del amor de Dios, de Dios mismo, porque es Dios quien nos puede unir de verdad con todas las características que menciona San Pablo, sólo su amor divino, que es el que tiene fuerza para superar todas las dificultades que puede haber en una convivencia fraterna, y entender que esas dificultades son las que nos ayudan a formar  nuestra espiritualidad y crecer en virtudes.

Por eso llenémonos de Dios, revistámonos de Dios, del amor que es el lazo de la perfección. Pidámosle que nos muestre las gracias y belleza de su rostro divino, que las grabe en nuestro corazón para que podamos revelar en nuestro comportamiento su bondad, la ternura, la entrega, el amor y el perdón de su corazón, con toda verdad y humildad.

Igualmente, continúa San Pablo: «La paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados». Reinará como consecuencia del amor. Sí, hermanas, porque, «si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, el que no ama a su hermano que ve no puede amar a Dios al que no ve; éste es el mandamiento recibido de él, el que ame a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20s).

Pensemos esto despacio, hermanas, muy despacio. Que el amor sea nuestra primera fuerza en la comunidad, que el amor sea más grande que todas las dificultades en la convivencia fraterna. Que sea nuestra delicia vivirlo. Porque el amor es Dios.

Que María, nuestra Madre y Madre del Amor Hermoso nos ayude a vivir el amor de Dios revertido en las Hermanas. Que nuestro Padre San José interceda ante el Señor, para que nos alcance la gracia de vivir nuestra gran vocación al amor fraterno monástico, con la entrega, sacrificio y eficacia con la que él vivió su amor a Jesús y a María. Que nuestra Madre Santa Teresa Jornet, víctima que fue también del amor, nos ayude a vivirlo. Así sea.

OTRA MEDITACIÓN DE LA MAÑANA O TARDE

(COMO COMPLEMENTO DE LA FE, PONGO A LA NECESIDAD DE DIALOGAR, HABLAR CON CRISTO, QUE NO ES OTRA COSA LA ORACIÓN, Y PONGO A LA SAMARITANA COMO MODELO CON DOS O TRES PREGUNTAS)

1. 3. Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe y del amor

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

Analicemos el diálogo de Cristo con la Samaritana:

Jesucristo llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, donde está el pozo de Jacob. Allí fatigado del camino se sentó junto al pozo, en el borde, pues no tenía brocal. En este marco se va a encontrar con esta mujer, conocida ya para siempre como la Samaritana, símbolo de la humanidad pecadora que tiene sed de Dios pero hay algo más impresionante: Dios tiene sed de ella. Y allí espera Jesús, Dios esperando al hombre.

“Tenía que pasar por Samaria”(v. 4). No era obligatorio geográficamente había tres caminos y dos de ellos no pasaban por Samaria. Ese “tenía” en fuerza de su Amor y de su misión salvadora. Iba en busca de aquella mujer. Está fatigado y cansado. Una vez más, el telón de fondo, como en Caná,  Jesús y la Samaritana representan el diálogo del alma con Cristo Eucaristía. Junto al pozo de Jacob, este pozo del agua material simboliza el pozo, el surtidor del Agua Viva que es el Corazón Eucarístico del Señor, el pozo de aguas infinitas de amor y perdón y misericordia que es el Corazón del Señor, donde está el Agua Viva.

“Era alrededor de la hora sexta”(v. 6). Son estos detalles propios de San Juan. Dirá lo mismo en la Pasión, cuando Pilato saca a Jesús y lo presenta para luego enviarlo a la Cruz, dice también, “era la hora sexta” (Jn 19, 14).

Y así llega una mujer de Samaria a sacar agua. Estaría despreocupada, vendría quizás canturreando, y se encuentra allí con Jesús. Él la está esperando, y aquí también se cumple lo que decía Jesús a Natanael “antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera yo te vi” (Jn 1, 48). Ella no pensaba en Jesús, pero Jesús ya pensaba en ella.

Ella simplemente viene a buscar agua. No es consciente de que Jesús la espera. Como nos pasa tantas veces a nosotros, que vivimos inconscientes de cómo está pesando sobre nosotros el Amor de Jesús, no lo pensamos siquiera. A veces nos enredamos en nuestras preocupaciones o nos sumamos a esa gente que «va a lo suyo».

Vio a aquel hombre judío, cansado, pero nunca se atrevería ella a dirigirle la palabra, ni a ofrecerle agua. Eso no lo haría jamás. En el pozo, mirándole a un lado, coge la cuerda, baja el cántaro hasta el fondo, eran unos treinta metros de profundidad, y lo saca sin ofrecerlo.

Jesús rompe el silencio con aquella expresión impresionante: “Dame de beber”: DIOS se muestra necesitado del hombre; ¡Dame de beber! Es la humildad de Jesús. Es Él, el que es Dios, quien pide un favor a una mujer samaritana. Su bondad y mansedumbre están en esta frase. ¿Cómo se puede decir de una manera tan sencilla? ¿Cómo se puede abrir un corazón así?

Muchas veces se abren más los corazones pidiendo un favor que haciendo un favor, pero nos cuesta pedir un favor, mostrándose uno necesitado. Muchas veces no llegamos a hacer cosas por no pedir un favor, por no abajarnos a eso. Hermanas, imitemos al Señor, no tengamos miedo a mostrarnos limitados, necesitados de los demás, Jesús nos da ejemplo de humildad y verdad.

“Dame de beber!”Es el deseo humilde de Dios que se muestra necesitado del amor del hombre, Tengo sed, dame de beber, es sed de Dios, es sed de dar el Amor de Dios, su mismo Amor, su Espíritu Santo (cf. Jn 7, 39). Con ese amor Dios nos ama y tiene sed del amor de su Criatura y por eso permanece en cada Sagrario de la tierra, con amor extremo y ofrecido, con los brazos abiertos hasta el final de los tiempos. Y no le daremos ese amor, y no pasaremos ratos de amor junto al Sagrario en diálogo de amistad y confianza, en el Sagrario donde Cristo nos muestra su sed de los hombres, de sus criaturas salvadas con sangre de amor y entrega total.

El Sagrario es Dios con sed de amor de sus criaturas de todos los hombres.  Dios tiene sed de ti, de tu amor, como del amor y salvación de la samaritana. Desea que le ames, que le digas: Cristo Eucaristía te amo, te  amo, te amo, sólo eso, aunque seamos pecadores. Estando en el Sagrario, sin decir palabra, nos está diciendo a voces sus deseos de amor: Tengo sed de ti. Tiene sed de tu amor y de tu bien, de tu amistad y salvación. Quiere hacerte feliz, como a la samaritana; hacerte feliz, más allá del agua material, de los bienes terrenos: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… Está hablando el redentor, el Hijo de Dios que ha venido en nuestra búsqueda, que viene en busca de aquella mujer y le expresa su sed interior, aquella que aparece también en la cruz, cuando Jesús grita: Tengo sed, sed que se expresa de una manera gráfica en el Corazón traspasado por la lanza.

Querida hermanita de los pobres, Dios está necesitado de tu amor, es el pobre más pobre y abandonado en todos los Sagrarios de la tierra, Él se ha querido quedar ahí, por realmente, no es metáfora, o poesía, Cristo ha querido necesitar de nuestro amor para ser totalmente feliz, así lo ha deseado y no lo será si tú no le das lo que él tanto desea y espera.  Dios tiene sed de tu amor. Sed de tu Amor Personal. Esto nos resulta incomprensible, pero es verdad, es verdadero, porque nos ama con amor de amistad, dice Santo Tomás de Aquino, y el Señor busca nuestra correspondencia de amor (cf. S.Th. 1, q. 20, a. 2, ad2m), por eso se encarnó y murió en la cruz y san Pablo lo descubrió y vivió: Para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este, crucificado... todo lo considero basura comparado…

El Señor busca nuestra redamación, es decir, nuestra correspondencia de Amor. El amor de amistad es amor mutuo. Al amarme como amigo, no puede no desear que yo le ame: Y por eso tiene sed de mi amor y esto es difícil de entender para nosotros.

Nosotros no queremos o no somos capaces de comprenderlo, porque si comprendiéramos cuánto desea Dios que le amemos no ahorraríamos ningún esfuerzo por saciar esa sed, la sed de Dios. Cómo el Dios infinito va a necesitar de mi amor, de una simple criatura. Pues sí, porque él ha querido necesitar de tu amor, y Él lo tiene todo menos tu amor si tu no se lo das. Y ese amor de Dios es el único que no hace felices, el único, porque el hombre está hecho de tal manera por Dios que no puede saciarse con migajas de criaturas, sino sólo con la hartura de la divinidad. Preguntárselo a todos los que han llegado a sentirlo, a todos los cristianos que llegaron a este amor, a todos los santos, místicos, religiosos o simples cristianos.

¿Me das de beber?Es admirable. Jesús se acerca fatigándose, a través de la vida y pasión, a ese lugar de Samaría, buscando a fe de aquella mujer. Y ante esta propuesta, ella, reacciona desde su nivel humano: “cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber que soy una mujer samaritana?” (v. 9). Él está en un nivel más alto, y nosotros en otro más bajo y no comprendemos; pero la fe es la que no ayuda a superar todos los obstáculos mediante el amor, porque la fe es creer que Dios nos ama y no ha creado por amor amor y para vivir en eterno amor. De ahí el sentido de la vida religiosa, de los votos de amor y por amor. Quiere elevarnos, pero no respondemos todavía y Él no nos abandona, sino que es constante y acaba por elevarnos.

En un diálogo no se trata de convencer al otro, ni de obligarle a que acepte, ni de enmendar lo que plantea. Jesús va dejando caer los temas poco a poco. La iluminación raras veces es instantánea, suele ser lenta, pero es necesaria a constancia de esa presentación. Jesús es también modelo en esto.

Si ella comprendiera que es Hijo de Dios entonces su asombro sería absoluto ¿Cómo tu que siendo Dios me pides de beber a mí que soy un pecador? Este es el asombro ante la Misericordia de Dios. El amor misericordioso que ha venido no a condenar sino a salvar y ahí está el fondo de toda la vida cristiana. Dios que me pide a mí que me fije en Él, con esa actitud de humildad, siendo Dios habla con nosotros, nos pide favores, eso es lo que nos admira a nosotros.

Jesús le responde: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ¡Dame de beber! Tú le pedirías y Él te daría un Agua Viva” (v. 10). Le está indicando que su sed es sed de dar el Agua Viva, pero tiene que conocer el don de Dios. Si lo conocieras tú lo pedirías. Y El empieza a elevar la conversación, el contenido, el diálogo muy alto, sencillamente elevado. Viene a decirle tú me consideras un buen judío, si conocieras el don de Dios y quién te pide de beber.

Ese don de Dios es Él, Canción de Amor en la que el Padre no canta todo su proyecto de amor sobre el hombre, hecho luego carne triturada por amor y pan de Eucaristía: el don de Dios es su Hijo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo...” (Jn 3, 16). Lo había dicho en el diálogo con Nicodemo: .

Esa agua viva más adelante será el Espíritu Santo.

Cuando diga “si alguno tiene sed que venga a mí y beba, de su seno brotarán torrentes de Agua Viva” (Jn 7, 38), ...hasta el conocimiento de su Don.

“Si conocieras el don de Dios...” (v. 10), tú le pedirías? ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que en el fondo tú tienes deseos de esa agua. Lo que falta es concretar ese deseo, saber que es deseo del Agua Viva.

Muchas veces nosotros sentimos una inquietud pero no sabemos cuál es el objeto. Cuando un niño se siente mal no sabe que le falta agua, que lo que tiene es sed. Su madre sí, conoce la necesidad y enseña al niño a saciar su sed. En la juventud existe ese deseo del que habla San Agustín: “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1, 1). Pero no sabe localizar que lo que le falta es ese Don de Dios, si lo conociera, lo apetecería conscientemente.

La gran misión de la Iglesia es hacer este bien a la gente: darle a conocer de tal manera ese Corazón de Cristo, que entienda que lo que tenía dentro y lo que le inquietaba: la necesidad que tenía de Él. Debemos presentarlo así, como esa satisfacción de una necesidad interior. Entonces, la pedirán.

“El que beba de este agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna”(y. 14). La Palabra aceptada se hace vida, una vida que desemboca en la Vida Eterna, “salta” hasta esta. El que la acoge ahora vive de la eternidad y le va acercando, elevando a la eternidad.

“Si conocieras...”:es el deseo del corazón del hombre, que está inquieto buscando al que muchas veces no conoce: a Dios que se hace don para él.

Entonces le dice: “dame de ese agua para que no tenga más sed ni tenga que venir aquí a sacarla” (y. 15). ¿Qué había entendido? Quizás no mucho. No creamos que siempre tengamos que entender todo. Suele ser así, primero un concepto imperfecto, uno se familiariza y luego las cosas van matizando y van quedando más claras. Algo ha captado, de hecho ella le pide: “dame de esa agua”. Al menos entiende que lo que le ofrecen es mejor que lo que tiene.

Jesús se la va a dar, ya la ha pedido, la va a satisfacer. Pero no imaginemos nunca que los dones de Dios sean automáticos. No pensemos que si en la oración pido un corazón puro al salir ya tengo que haberlo obtenido. La petición en general no es nunca un seguro para los vagos.

El que quiere salud debe ir al médico. Puede pedirla a Dios, pero después debe procurar los medios ordinarios. Dios atenderá su petición por medio de estos. Por ejemplo, iluminando al médico. Sería un error pedirla de manera milagrosa. El Señor suele respetar el curso de las cosas, eso requiere un proceso.

Ella le dice: “dame de esa agua” (v. 15). Petición que se atiende pero requiere un proceso. No es simplemente que le da ya esa agua, Jesús la prepara, no la da d repente; el camino es la oración, la oración, pasar todos los días a dialogar con este mismo Cristo sediento de nuestra amistad en el Sagrario; el camino es la oración, solo la oración, yo no conozco otro camino.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quienconfesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que vive en amor  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme solo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

EMPIEZO EVOCANDO EL TABOR, PARA DEMOSTRAR QUE NO SE TRATA DE VER FÍSICAMENTE AL SEÑOR SINO ESPIRITUALMENTE COMO LOS APÓSTOLS CON MARÍA EN PENTECOSTÉS:

El TABOR


“Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén.        Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle. Y, cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc 9, 28-36).


         En esta experiencia de gracia del Tabor, los discípulos escogidos por Jesús, sienten la seducción del más bello entre los hijos de los hombres, escuchan la voz del Padre que les pide seguir al Hijo y se sienten envueltos por la nube del Espíritu.
Elijo el episodio del Tabor como el pórtico de entrada a todas las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales, porque aquí es donde la voz del Padre ha revelado al Hijo y porque aquí es donde Jesús ha vivido con sus discípulos una experiencia que los prepara y capacita para comprender más tarde la verdad de la pasión y el camino que les llevará a la cruz y a la resurrección.

         Ellos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos. Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con ellos y para que se sientan y se realicen en el Hijo, como los hijos predilectos del Padre, llamados al desierto de la oración (interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación), a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con ellos. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de experiencia de gracia, donde vamos a transformarnos haciéndonos los verdaderos discípulos de Jesús.

         Quiero comenzar contemplando esta historia evangélica, actualizándola, para que también aquí y ahora, la palabra de Dios, sea creadora de una experiencia religiosa. La composición de lugar de un episodio bíblico nos ayuda, ya que con ella cada uno se hace a sí mismo parte del misterio que vamos a contemplar. Es oír lo que Jesucristo nos dice, en nuestra propia situación existencial; es ver lo que él quiere realizar hoy en nosotros y mediante esta experiencia religiosa que produce en nosotros “lo que se escribió para enseñanza y consuelo nuestro” (Rom 15, 4). Es aprender a ser testigos de Cristo y a elaborar nuestra propia respuesta dentro del tiempo en que nos toca vivir y con los medios históricos que tenemos a nuestra disposición. Comenzamos nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, la palabra de Dios sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida.

         Pero es especialmente en san Lucas donde se halla una teología extraordinaria del hoy salvífico. El tiempo presente es el hoy de que disponemos para salvarnos, para ser felices. El tercer evangelio lo usa con frecuencia relacionándolo con Jesús. Así los ángeles dicen a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (2, 11). Jesús se aplica la profecía de Isaías: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (4, 21). Las gentes proclaman asombradas ante los milagros del Señor: “Hoy hemos visto cosas admirables” (5, 26). A Pedro le dice Jesús: “Hoy no cantará el gallo antes que me hayas negado” (24, 34), y al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23, 43). De este modo los evangelistas expresan su convicción profunda de que Jesús es contemporáneo de todos los hombres. Ahora sigue llamando, hablando y salvando a los que desde siempre ama.
El mismo Dios que se ha revelado a través de una serie de sucesos pasados, continúa revelándose en el presente. Esta actualidad de la palabra de Dios la hace la guía normativa más eficaz de la experiencia religiosa cristiana.

Actualicemos esta escena evangélica

         Veamos y escuchemos. Ver y oír es un díptico frecuente en la Biblia para hablar de las realidades celestes. Miremos a Jesús “con sus vestidos resplandecientes”, tan blancos que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo (Mc 9, 3).

         Sintámonos elegidos, arrancados del ambiente en el que vivimos y llamados a subir con él al monte santo. Otros se han quedado en Darburiye —así se llama el pueblo que está en la falda de la montaña donde han permanecido los demás apóstoles y los discípulos— y, que es el símbolo del lugar habitual de la vida, con las preocupaciones cotidianas y quizá envueltos en la rutina.

         “Dijo Yahvé a Moisés: prepárate... sube, al amanecer, al monte Sinaí. Allí, en la cumbre del monte, te presentarás a mí. Descendió Yahvé, en forma de nube, y se puso allí junto a él” (Ex 34, 2.5).

         Nosotros nos encontramos allá abajo, en la rutina. “Prepárate. Sube”. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Pero nosotros hemos de subir.

         Llegamos cansados a este retiro. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “«Si quieres, puedes seguirme...Si alguno se quiere venir conmigo... Estoy a la puerta y llamo... «Si alguien me abre». Es el dulce huésped del alma.

         El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

         La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.   Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: “tomar la cruz, negarse a sí mismos”. Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

         Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oyeron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

         Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

         Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu santo descendió sobre ellos.

         La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

         Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte en nuestro mundo. Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. Y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

         Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino7.

         La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

PERO A PESAR DE HABERLE VISTO Y HABLADO DE LA MUERTE Y PASIÓN, CUANDO LLEGA, TODOS LE DEJAN Y PEDRO LE NIEGA, SÓLO JUAN PEMANECE, EL MÍSTICO.

AHORA PONGO PENTECOSTÉS

LA IGLESIA HA NACIDO DE LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS, ha nacido de la experiencia del amor de Dios, “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”.

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia. No hay experiencia de Dios,  nota esencial y constitutiva  de la Iglesia y de su misión

La Iglesiaes proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

         La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

         A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:“Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

         Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

         Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

         La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

         Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

         Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

         Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

         En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.          Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido

         Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

         Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

         Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

         Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

         Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

         Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta PastoralNovo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

         Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.        

         En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

         Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

         «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[4]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[5].

         Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[6].

         Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

         Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[7].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[8].

5. 3. Este mismo Espíritu Santo de Pentecostés, Espíritu de Cristo resucitado, vino también sobre Pablo y todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

         Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todoslos días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

VISPERAS: UNIDOS POR ELLAS A LA LITURGIA DEL CIELO

Pero para todo esto, para enseñar este camino, para formar  y poder dirigir en este camino de experiencia de Dios, hay que recorrerlo primero

         Preguntádselo a cualquier santo, quiero decir, a todos los santos. Y como hemos hablado de atender a los necesitados, preguntarle a Madre Teresa de Calcuta de donde sacaba ella y su Congregación la fuerza para atender a los pobres: «He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta, Sal Terrae  2002, p. 91). Me gustaría que esta advertencia de la Madre Teresa de Calcuta la tuvieran muy presentes todos los obispos del mundo cuando han de elegir superiores y formadores de sus seminarios y que esto estuviera presente en todas las escuelas y noviciados y pedagogías de formación sacerdotal o apostólica.

         En nombre vuestro, se lo he preguntado a santa Teresa de Jesús, a san Juan de la Cruz, que son maestros en esta materia... y más recientemente a la Beata sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia... etc., porque son infinidad, y todos me han dicho lo mismo, porque lo han recorrido y experimentado; todos los santos de la Iglesia afirman que  este camino es la oración, la oración, sobre todo, la oración eucarística; pero no una oración primera e iniciática u oración en primeros pasos y grados, que está muy bien, pero que nos permite vivir todavía con defectos e imperfecciones graves; me refiero a la meditación, a la llamada «oración mental». Para la experiencia de Dios y sus misterios, hay que subir un poquito más arriba, hay que purificarse y dejarse purificar más por la «lejía fuerte» del amor de Dios, por lo menos hasta la oración afectiva; y si el Señor quiere y nosotros colaboramos, hasta la oración infusa, porque la infunde Dios en nosotros, no la fabricamos con nuestras reflexiones o ideas; hasta la oración pasiva, hasta ver los resplandores del Tabor.

         Para llegar a esta oración hay que sacrificarse un poco más; convertirnos más a la voluntad de Dios y cumplir más perfectamente sus mandamientos; vaciarnos de nosotros mismos para que habite Dios en plenitud: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; hay que esforzarse por no quedarse en el llano de la mediocridad, como el resto de los Apóstoles y subir por la montaña de la oración, con conversión permanente, como Pedro, Santiago y Juan; los que se quedaron en el llano, no vieron a Cristo transfigurado.

         La culpa de que no lleguemos a esta experiencia y la oración se haga rutinaria y nos canse y a veces nos aburra y la dejemos, es la falta de conversión permanente, es que no queremos vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras idolatrías; y entonces no cabe Dios en nosotros, aunque siempre está deseándolo y para eso nos soñó en su seno trinitario desde toda la eternidad, y roto este primer proyecto de amor, envió a su Hijo que vino en nuestra búsqueda para encontrarnos; para eso es la Eucaristía y su presencia permanente eucarística:  para abrirnos las puertas del cielo, de la Trinidad en la tierra por su presencia en el Sagrario.  Estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe «ni Dios». Parece blasfemo, pero es la verdad.

         Ahí, en el Sagrario,  está Cristo Eucaristía, el Verbo de Dios, Jesucristo, en Eucaristía y ofrenda permanente, en obediencia total, adorando al Padre, con amor extremo a Dios y a los hombres, hasta dar la vida. Es una presencia dinámica y permanente del sacrificio, de la misa ofrecida, no meramente estática. Fíjate, hermano sacerdote, la cantidad de belleza y misterios de vida que nos está enseñando el Señor con sola su presencia, sin decir palabra, en «música callada», que diría san Juan de la Cruz.

         El Sagrario, el pasar ratos largos junto al Sagrario, «estando (o hablando) con el que nos ama», no es una presencia piadosa, una devoción particular más, para almas piadositas y devotas, poco «comprometidas», y apostólica, o algo parecido; no; es una presencia única y totalmente centrada en el corazón apostólico de la Iglesia, dinámica y activa, absolutamente necesaria y esencial para todo sacerdote, para todos los que quieran vivir y emplear su vida al estilo de Cristo, buen pastor; para todos los sacerdotes verdaderos y no puramente profesionales, adoradores de Dios Trino y Uno “ en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor  y Verdad revelada del Hijo, en obediencia total al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

Así lo está cumpliendo allí el mismo Cristo en presencia «memorial», el Único Sacerdote  del Altísimo, con el cual tiene que identificarse en su ser y existir todo sacerdote, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, si es que quiere ser sacerdote de Cristo, y no de sí mismo; si es que, aunque no lo viva, sabe por lo menos de qué va el sacerdocio católico.

Para saber esto, basta estudiar un poco de teología. El vivirlo, ya es otra cosa; por lo menos a mi me cuesta a veces. Y es lo de siempre: hay verdades, realidades que no se comprenden hasta que no se viven, aunque tenga uno un doctorado en teología. Y si no se viven, terminan por olvidarse en su sentido propio y espíritu, y las vivimos según la carne. La eucaristía es la fuente del sacerdocio y del amor  y apostolado auténtico, no meramente oficial.

         Toda la vida de un párroco se define desde el primer día de estar en la parroquia, por su comportamiento con el Sagrario, con Cristo Eucaristía. ¡Es el Señor! No un trasto más de la Iglesia o un recuerdo o una imagen. Si no lo valoras y lo amas, si te aburre Él en persona, no sé cómo se pueda entusiasmar luego a los hombres, niños y jóvenes con Él.

         Mirando al Sagrario se demuestra la profundidad de la fe; si uno cree que es Dios, Cristo mismo en persona, “por quien todas las cosas han sido hechas”, y único Salvador del mundo, quien mora en él.

         Mirando al Sagrario se demuestra el concepto que cada sacerdote tiene de apostolado; y el concepto que tiene de apostolado es el concepto que tenga de Iglesia; y el concepto de Iglesia, es el concepto y o la vivencia que tenga de Cristo, y el concepto de Cristo es su vivencia de Eucaristía por la oración personal, lo que vea y experimente en sus ratos de oración eucarística y Plegaria Eucarística: «que es centro y culmen de toda la vida de la iglesia... fuente de toda vida apostólica y meta de todo apostolado» (Vaticano II).

         Sin vivencia de Eucaristía por relación personal oracional, sin ratos largos de sagrario para llevar las almas de los fieles hasta allí, poco valen a veces tantos organigramas y dinámicas y acciones que llamamos apostolado, que muchas veces no llegan hasta la persona misma de Cristo, sino que nos pasamos toda la vida hablando de verdades, aunque sean verdades, y no llegamos hasta las personas divinas, hasta su persona, hasta Cristo en persona, y por eso, muchas de nuestras dinámicas y apostolados no pasan de la puerta de las reuniones, donde las hemos tenido, porque les falta el alma, el encuentro personal, el Espíritu de Cristo, nos falta experiencia personal de amistad con Cristo vivo, pero vivo, no recuerdo, que eso es la oración eucarística, el diálogo permanente con Jesús en el Sagrario, porque la oración es y debe ser «el alma de todo apostolado», que así se titulaba un libro muy leído en los seminarios en los tiempos de en mi juventud.

         Sin pasar ratos ante el Sagrario, querido hermano sacerdote, no sé cómo podremos entusiasmar a la gente con Él, y convencer a la gente de Él, que siempre está esperándonos con los brazos abiertos. El mejor apostolado y predicación es el ejemplo de la propia vida. Por eso, el sacerdote no puede faltar a esta cita diaria de fe y amor.

         Es que para eso se quedó precisamente en el pan eucarístico: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. No le defraudes. Una simple mirada y se entrega por nada ¡Está tan deseoso de nuestra amistad, de nuestra salvación, de la salvación de todos nuestros feligreses! No olvidemos que para eso se encarnó; para venir en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad y amistad que empieza aquí abjo. Te ama tanto; ama tanto al Padre y su proyecto de amor a los hombres;  te necesita tanto a ti, querido hermano sacerdote, para seguir predicando y salvando.

Nuestra vida es más que esta vida; hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios. Y a Él le duelen tanto los hombres, su salvación eterna, que por eso se quedó tan cerca de nosotros. Es lo único que le importa en el Sagrario; es el deseo y el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Y allí sigue Él entregando su vida por todos los hombres.

Si creemos en la eternidad, en lo definitivo, en lo que vale un alma, y nos preocupa más que todo lo que sea del tiempo, tenemos que ser almas de Sagrario. Porque somos en Él y por El sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades, las de nuestros feligreses, de ese siempre, siempre, siempre para el que el Padre nos soñó y nos espera.

         Sin esta experiencia eucarística, no puede haber experiencia de Dios, ni auténtico  sacerdocio de Cristo en nosotros y por nosotros, ni verdadero apostolado de almas, ni amor de Cristo a los hombres, porque es Él el que nos lo tiene que dar, ni lógicamente, verdadero y sincero amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado en persona, no mero recuerdo o idea o palabra que predicar.

         Todos los cristianos, por el santo bautismo, hemos sido llamados a la santidad, a la unión plena y transformativa con Dios. En Cristo Eucaristía es donde está Dios Padre esperándonos para mostrarnos su rostro lleno de Fuego de su mismo Espíritu Santo, para revelarnos y cantarnos su Canción de Amor Personal a cada uno de nosotros personalmente en su Palabra o Verbo o Revelación del Hijo, en el que nos lo expresa todo y nos está cantando desde toda la eternidad su sinfonía de Amor Personal, escrita en pentagramas de matices y notas personales de vida, belleza y armonía trinitaria, que se escuchan en  «música callada» de oración silenciosa de «quietud», sin palabras, especialmente en oración eucarística, donde nos está diciendo y expresando todo el amor de un Dios infinito que lo tiene todo, buscando el amor de sus criaturas que no pueden darle nada que no tenga, porque dejaría de ser Dios, y tanto amor sin mover los labios, sólo con su presencia de amor, esperando una simple mirada de fe por parte nuestra para entregarse totalmente. Está tan deseoso, porque está tan olvidado, a veces hasta de los suyos, de los que le predican y dicen que le han entregado toda su vida...  como si fuera un trasto más de la Iglesia.

         Muchas veces, en mi oración junto al Sagrario, oigo al Señor que me dice: Pero ¡cómo me tienen tan olvidado algunos sacerdotes! ¡si estoy aquí para decirles lo que le amo!  estoy aquí para amar y no vienen a verme y pasan de largo y luego se atreven a hablar de mí... pero si ése no soy yo... es que llevo años  (y aquí puedes poner los que quieras, 10, 20, 30, 40, 50... años) y no se ha parado ni una sola vez para decirme: Te quiero, Cristo. Gracias.

         Cuando les veo venir hacia la iglesia, después de tanta soledad humana, porque cerráis en exceso mi presencia en las iglesias, y vienen para celebrar la misa conmigo, me alegro y nada más abrir la puerta de la iglesia, abro mis brazos para abrazar a mi sacerdote, y qué decepción, pasa de largo y ni me saluda y me quedo con los brazos abiertos.

         Y celebra la misa; y ni una palabra personal de amor, de comunión con mis sentimientos, y fíjate que, al celebrarla y hacerla presente, digo a través de vosotros: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, y algunos sacerdotes no se acuerdan de mí, de mis emociones y entrega, de mi ilusión por abriros las puertas de la eternidad con nosotros en Trinidad.

         Es más, Gonzalo, algunos entran  y salen sin saludarme y se portan y hablan como si estuvieran en la calle, como si en el Sagrario no estuviera yo esperándole en amistad permanente y ofrecida.

         Menos mal que en algunas parroquias encuentro compañía, amor, ternura, entrega... qué gozo tengo de haberme quedado con mis hermanos los hombres para llevarlos al encuentro con el Padre. Y como soy el mismo en todos los Sagrarios, la soledad de algunos queda suplida y millones de veces superada por las compañías de otros.

         Y mira que  con poco me conformo. Porque yo no necesito de nada. Yo soy Dios. Pero me da pena no llenaros de mi gozo. Para eso me quedé en el Sagrario. Y por nada, con una simple mirada de fe o de amor, no digamos con algún rato de oración, me entrego del todo.

         Díselo a mis sacerdotes. Les sigo esperando. Les amo, porque les amo con el mismo Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con amor eterno de Espíritu Santo». 

         Todos los santos fueron eucarísticos, hombres de oración eucarística. Ni uno solo que no pasara largos ratos junto a Él en el Sagrario. Preguntádselo a los que viven esta experiencia, a los que con san Juan de la Cruz, adoraron la Trinidad en el pan eucarístico: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche», por la fe. Y al contemplarla, no solo meditarla, llegan a decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

         Para eso escribo este libro; para hablar  claro del sacerdocio y de su relación esencial con Cristo Eucaristía por la oración personal permanente que se mantiene viva y nos lleva a la experiencia permanente de lo que somos, celebramos y predicamos, de nuestro ser y existir en Cristo Único Sacerdote del Altísimo.

         Y hablo claro de su amor eucarístico, del amor de Cristo en el Sagrario a cada hombre hasta el final de los tiempos. Yo soy testigo de todo lo escrito. Lo digo con toda humildad, que es decirlo, con toda verdad. Por si pudiera ayudar un poco en este sentido, en esta amistad con el «Amor de los amores». Porque en mi vida cristiana y sacerdotal todo se lo debo a la oración, quiero decir, a Cristo conocido y amado en la oración eucarística, mirando al Sagrario.

         Me gustaría que todos mis hermanos los sacerdotes pudiéramos  llegar al Tabor, para esto hemos sido llamados, ungidos y consagrados por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, para «contemplar» al Hijo amado en el que me complazco, para poder decir con san Pablo y san Juan y tantos y tantas vivientes: “Para mí la vida es Cristo...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.        

COMPLEMENTOS:

OTRA ORACIÓN DE LA MAÑANA O TARDE

Jesús, antes de marcharse, instituyó como misterio total de su vida y misión la Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conseguir por su vida, rematada con la pasión, muerte y resurrección. 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

         Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

         A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

         A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

         Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

         El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

         Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

         Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

         Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

         Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

         La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

         Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

         Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

         Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

         En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

TERCERA PARTE

LA ESPIRITUALIDAD DELA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

         Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

         Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

         Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

         Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

         Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

          Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

         La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

         Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre                                                                         

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me

pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

         Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

         Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

         Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

         ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:

 “Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

MEDITACIÓN: MAGNIFICAT

 

ESPIRITUALIDAD MARIANA DESDE EL MAGNIFICAT

(Meditación de un autor, no elaborada por mí, ni corregida ni aumentada)

1. «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc1,46s).

Aquí vemos, hermanas, una de las actitudes esenciales d María, libre de pecado, que nos enseña mucho, pues es la acti tud testificadora de la Verdad, en la que estaba sumergida la San tísima Virgen. Adán pecó y originó el pecado en la humanidad: la rebelión contra Dios, por querer ser como Dios, sugestionado por el que es la mentira y la soberbia esencialmente. María, en cambio, en el momento de su mayor exaltación: Madre de Dios, sólo sabe proclamar la grandeza del Señor, glorificar al que es ci Autor de todas las obras grandes. Vemos, pues, a María, glorificando a Dios porque se ve salvada por El. Adán glorificó la mentira al aceptar la propuesta del padre de la mentira, Satán, y se alejó del ámbito de Dios. El pecado siempre es negación de la Verdad, Dios, y reafirmación de la mentira, Satán.

María se proclama criatura de Dios, necesitada de El, vinculada a El, por eso se regocija en Dios, su Salvador. Lo contrario a Adán, que no acepta el designio de su Creador sobre El, se separa de Dios al querer, engañado por Satán, glorificarse a sí mismo, llegando a ser como Dios. Dos caminos opuestos al alcance de toda criatura: el de la Verdad, que nos hace humildes reconociendo que sin Dios nada somos y nada podemos; y el de la mentira, que nos hace creer lo que no somos y lo que no podemos sin Dios, creyendo tocar el cielo con las manos, cuanto más alejados estamos de Dios, al situarnos en la mentira.

La enseñanza para nosotras, concepcionistas, es la de asimilar en nuestro espíritu la actitud humilde y glorificadora de María, nuestra Madre, que nos hace sentirnos salvadas por Dios, deudoras de Dios en todo lo que somos y hacemos. No trabajar por adquirir esta actitud de María es quedarnos situadas en la esencia del pecado original, que nos saca de la verdad y de la glorificación que debemos a nuestro Dios Creador y Padre, y, por lo mismo, nos sitúa en la actitud de Adán, engendradora del pecado, y nos hace pecar, revelarnos contra Dios y su designio creador sobre nosotras.

Y en este camino, hermanas, siempre que pecamos estamos frustrándonos, porque estamos activando la fuerza del pecado original que heredamos de Adán, haciendo crecer en nuestro interior su actitud pecadora que destruye el ser o vida divina que recibimos de Dios, generadora de paz y felicidad, de santidad.
Cuando luchamos por liberarnos del pecado, estamos luchando por adquirir la actitud esencial de María, actitud que, por ser la de la libre de pecado, es la actitud libre de error; actitud de humildad, llamamos nosotras, porque está cargada de la verdad de Dios, que hace que le glorifique por su grandeza y santidad. Actitud propia del ser creado por Dios a su imagen y semejanza representado perfectamente por María, nuestra Madre Inmaculada.

Tenemos, por tanto, en María la auténtica actitud del que lucha contra la semilla de Satán, que es la mentira, el error, el pecado, la muerte, que todo esto trae consigo la propia glorificación. Por ello, cuando descubramos en nosotras dones del Señor, cuando a causa de las capacidades recibidas de El hagamos cosas relevantes o bien hechas, jamás busquemos las propias alabanzas, que sería caer en las trampas de Satanás, sino glorifiquemos con toda el alma al Señor, como María, sin que nos quede capacidad para el engrandecimiento propio, sino que todo nuestro ser proclame la grandeza del Señor; y, si no podemos ocultar esos dones de Dios después de haberlo procurado, regocijémonos en Dios nuestro Salvador, pues todo es de El y todo debe volver a El.

Y así hagamos que se cumpla en nosotras con toda fidelidad lo que canta el salmo: «No a nosotros, Yahvé, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 1 13b,1) porque sólo de El es cuanto contiene la tierra, y los bienes que recibimos de El son. Por tanto, como María, devolvamos a Dios lo que es de Dios: todo nuestro ser rendido glorificándole sólo a El. Pidamos a María este espíritu glorificador de Dios.

2. «Porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava»


Estremece a María que Dios haya puesto sus ojos en ella. Él, el Sadday, el Omnipotente, ha mirado su pequeñez y le ha hecho Madre del «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 35). Ante este inefable misterio ella se percibe como es, pequeña, muy pequeña y todo su ser se convierte en alabanza al Poderoso que ha mirado su pequeñez. En cambio, Adán en el Paraíso, por no decir el pecado, prescinde del que le ha creado y busca su propia grandeza. El pecado desoye siempre a Dios y sigue la voz de la propia soberbia autosuficiencia que le dice: «Serás como Dios» (Gén 3,5).

         Buscamos ser más, o no someternos a Dios cuando pecamos. María, la que no conoce la senda del pecado, en la grandeza de la mater nidad divina que Dios le ha dado, se asombra de que Dios haya hecho eso con ella. Se asombra de la elección divina, y no encuentra más explicación que la de que Dios ha mirado su pequeñez, la pequeñez de su esclavita.

Como digo arriba, ésta es la senda del no pecado, el asombro agradecido, confiado, de entrega constante y amorosa que inclina todo su ser ante el proyecto de Dios, Señor soberano de todo lo creado, Autor de todo lo bueno.
Asombro nacido de la conciencia de su realidad humana. Elia veía con claridad que sin Dios no hubiera sido nada, porque todo lo había recibido de El. Esta es la grandeza de María: proclamar a viva voz que todo lo había hecho Dios porque había mirado la pequeñez de su esclava, su nada vuelta hacia su Creador y Señor.

Es lo que le faltó a Adán. Adán fue creado por Dios también sin pecado, pero él, desoyendo la voz de la Verdad —Dios, que le había hablado—, escuchó y creyó la voz de la mentira —Satán—, y se metió por la senda del pecado. Su actitud fue de rebelión contra Dios porque no reconoció su pequeñez, sino que en la ocasión que se le presentó buscó su grandeza, en la que encontró su propia ruina, que es el fruto de entrar por la senda de la mentira, del pecado, de la independencia de Dios, de la soberbia. En definitiva, es la actitud de autoafirmación en lo que somos cuando nos apartamos de Dios: nada, pecado.

La actitud de todo ser humano creado a imagen y semejanza de Dios es la de María. Es la que nos conduce a Dios y a su felicidad. Es la actitud por antonomasia que debemos imitar en María las Concepcionistas. Actitud de asombro por haber sido elegidas por Dios, creadas y predestinadas por Dios (Rom 8,30), amadas por Dios con amor de predilección, electivo. Actitud de asombro de que Dios siga amándonos a pesar de nuestros pecados. Actitud de asombro de que Dios mire, siga mirando nuestra pequeñez para concedernos nuevas gracias de misericordia, de amor y perdón. Conciencia de que todo lo que somos y recibimos es del Creador, no nuestro, y de que, si queremos o pretendemos ignorar nuestra nada y pequeñez, nunca cantaremos la grandeza de Dios en lo que somos y hacemos, sino la grandeza de nuestra miseria y debilidad que terminará siempre en la propia frustración, en el propio pecado, diría en el ridículo.

Porque no hay persona que caiga más en el ridículo que la que se alaba a sí misma. Está fuera de sitio, fuera de la virtud. En cambio, está en la virtud y muy cerca de la verdadera conversión quien reconoce la propia pequeñez, pues será iluminada por el Señor para ver con claridad su mediocridad y la belleza de la santidad, para seguirla, para acoger con humilde corazón el proyecto creador y vocacional de Dios confiando en su gracia para vivirlo.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que nos alcance del Señor esta actitud de autenticidad que rezuma verdad, que rezuma a Dios, porque es la verdad y es poner las cosas en su sitio. ¡El grande es sólo Dios! María en la plenitud de su santidad lo sabía, lo vivía, y así lo proclama. Si ella es grande, es porque Dios la ha hecho grande. Es la actitud, vuelvo a repetir, de la libre del pecado, la actitud del humilde, y, por lo tanto, libre de error.

Pues así hemos de ser para ser hijas suyas. No nos será difícil, pues, además de pequeñas en la virtud, somos pecadoras. Asombrémonos con María de nuestra elección, que no merecemos. Y aceptemos con ella lo que Dios ha hecho con nosotras; y, con María, entonemos con agradecimiento un cántico de amor y de alabanza al Creador, porque se ha dignado poner sus ojos en nuestra pequeñez y elegimos para El.

3. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Omnipotente, es santo su nombre»

María sigue proclamando su vinculación agradecida al Todopoderoso, por el que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Adán, en cambio, buscó su bienaventuranza, su felicidad en la materia, gustando, disfrutando de ella. «Comió del fruto prohibido» (Gén 3,17), y la tierra, la materia, se volvió contra él, porque había desobedecido al Creador de ella. María, aunque contrariada en sus deseos de pasar desapercibida en el pueblo de Israel, encontró su gozo en la aceptación del designio de Dios sobre ella, y allí encontró su bienaventuranza. En la santidad, en el rendimiento de su voluntad, no en la posesión de cosas, sino en la renuncia de su voluntad, encontró su gozo, y con alegría se entregó íntegra al cumplimiento del divino designio, experimentando y cantando su plenitud en ello.

María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones, no por lo que ella haría en el futuro sino por lo que Dios había hecho en su favor, el Omnipotente, el Santo. Y se gozó en su Nombre santo. Se gozó en Dios, no en lo que ya era ella: Madre de Dios. Se perdió en Dios, no en su grandeza maternal. Se olvidó de sí y entonó un canto de glorificación a la divina voluntad.

Recordemos que el Magníficat lo cantó María después de que le dijo su prima Isabel que era bienaventurada porque había creído que se cumplirían las cosas que se le habían dicho de parte del Señor, y María, recogiendo de labios de Santa Isabel esta profecía, cuyo autor era el Espíritu Santo, responde que si la llamarán bienaventurada las generaciones es por el Omnipotente, por lo que El se ha dignado hacer en ella. No sabe salir de Dios María, ni las alabanzas la pueden sacar. Ella queda vacía de sí misma y llena de Dios.

Las alabanzas no caben en ella porque el Verbo de Dios ocupaba todo su ser, y éste es su gozo: Dios y sus cosas, el Omnipotente que las ha hecho, y, a pesar de las alabanzas de Isabel, María deja las cosas en su sitio. Dios es Dios. Su nombre es santo, es el Omnipotente, es el que Es. Y ella es su sierva, su esclava, entregada con amor a su designio divino, con humildad y gozo infinito.

Esta ha de ser nuestra respuesta o actitud ante el designio de Dios sobre cada una de nosotras. Nos ha elegido para El, no porque seamos mejores que las demás, sino porque su nombre es santo, misericordioso. Porque nos ha amado con predilección sin nosotras merecerlo.

Nuestra respuesta ha de ser entregarnos con gozo al cumplimiento de sus designios sobre nosotras, con corazón humilde, proclamando su obra salvadora, redentora, a favor nuestro, sin quedarnos en nosotras, sino sólo en Dios. Viviendo desprendidas de la materia, no sujetas a las cosas, sino sólo en la cosas de Dios, y en Dios mismo, como María.

Vacías de la vanagloria, llenas sólo de Dios, en humildad, reconociendo que sólo Dios es santo, y nosotras quedándonos en nuestro sitio, sólo siervas de Dios, esclavas suyas en el desarrollo interno y externo de nuestra vocación. Reconociendo que todo lo que hay en nosotras es obra de la misericordia y omnipotencia de Dios, quedaremos vacías de nosotras mismas y con el corazón abierto a la obra santificadora del Espíritu.

Muy importante interiorizar este reconocimiento, que hagamos oración sobre ello, porque nuestro ser responde poco o casi nada al Ser divino; por eiio, ha tenido que desplegar Dios su amor, su omnipotencia y su misericordia para atraernos hacia El, día a día. Reconociendo así nuestra pequeñez, nuestra nada, agradecidas nos gozamos, como María, nuestra Madre, en Dios nuestro Salvador. Y nos sentiremos deudoras de El, porque ¡ha hecho tantas cosas a favor nuestro, nuestro Dios y Señor!

4. «Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo; dispersó a los de corazón altanero»

María, nuestra Madre, recuerda la historia de su pueblo, testigo de las misericordias del Señor cuando ha caminado por las sendas de Dios. Nosotras recordamos hoy a Adán, al Adán de hoy, que se desliga de Dios, gloriándose de sus descubrimientos, de sus conquistas, de sus riquezas, de sus honores. Esto es el pecado, abocado a la ruina. En un momento pueden venir abajo sus conquistas, sus riquezas. No está en las cosas la seguridad, sino sólo en Dios que prolonga su estabilidad, su misericordia con los que le temen amorosamente, con los que reconocen lo que Dios es: ¡Todo!; el hombre: ¡nada! Pero el pecado piensa así, equivocadamente. Porque fuera de Dios sólo existe el error.

María, o el no pecado, desde su permanencia en Dios, contempla cómo Dios va llenando las generaciones de su gracia y sabiduría, de su inteligencia, en los que le aman y en los que no le aman, aunque ellos no lo entiendan, porque su misericordia y amor son eternos. Pero más en los que le aman y reconocen su poder y bondad. A éstos los llena de su sabiduría divina, les abre la inteligencia para más conocerle experimentalmente y en toda la creación. Les llena de su gracia, los acoge en su corazón. Todo esto lo contempla María desde su pequeñez, desde su humildad, que le acerca más íntimamente a Dios y al conocimiento de sus designios. Y se gloría de la potencia de su brazo con los que le aman.

Y contempla también cómo la potencia del Omnipotente se complace en lo pequeño, en el humilde, porque se complace en la verdad, no en la falsedad de la arrogancia humana, que terminará bajo la fuerza de su brazo poderoso, que arroja o dispersa a los de corazón altanero lejos de su ámbito de santidad.

María es la pequeña, la que canta su dependencia humilde con el Dios misericordioso que llena de gloria su alma. Así debemos cantar las concepcionistas y vivir nuestra dependencia de Dios, haciéndonos pequeñas frente a quien se quiera hacer grande; siendo humildes ante la prepotencia que tengamos a nuestro alrededor, y gloriándonos de nuestra pequeñez porque sólo Dios es grande, repito, reconociendo vitalmente con las obras esta realidad divina, porque es en lo que se complace Dios, ya que es la verdad, y es lo que nos acerca a El, no la soberbia, no el orgullo, no la envidia de los que hacen grandes cosas, de quien tenga más cosas, sino la vivencia de la esencia de nuestro ser, que es la pequeñez, y es la que nos acerca al Esencial, al Dios misericordioso.

5. «Derribó a los potentados de sus tronos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías»

Continúa María cantando la historia de su Pueblo y las consecuencias que trajo para el mismo su arrogancia y soberbia. Fue la historia también de Adán que arrodilló su corazón ante Satán en el paraíso, ya que «al llegar a ser como Dios» sería dueño de todo. Adoró la mentira, que era el mismo Satán. Es lo que adora el hombre de hoy al adorar el poder y la ambición.

María, desde su corazón humilde, adora la fidelidad de Yahvé con ios humildes que se sacian de sus bienes. María es la pobre de Yahvé que se gloría de no tener nada para recibirlo todo de la fidelidad y del amor de Dios que abre sus tesoros a los humildes. Expresa aquí María su actitud real de despojo de todo lo que no sea Dios, despojo afectivo y efectivo de los bienes materiales y espirituales.

Entendemos, hermanas, que este despojo espiritual, esta experiencia gozosa de sentirse pequeña, muy pequeña ante Dios, vacía, muy vacía de deseos ante Dios para llenarse de su fidelidad y amor, es una reverberación de la existencia de Dios en ella, de su Ser divino en la criatura que no abriga más deseos que los deseos de su Dios, que se gloría en ser pequeña para Ilenarse de la grandeza de su Dios. Más aún, que se goza en ser pequeña, para necesitar de su Dios, de la fidelidad de su Dios, de su amor y lealtad, de su bondad con los humildes de corazón.

En este canto, María nos abre su alma llena de la luz de Dios, llena de Dios mismo, y deja que Dios mismo se haga canto en su boca para decirnos que a los pobres, a los humildes los colma de bienes y despide a los ricos con las manos vacías. Llena de su Ser divino a los humildes que reconocen y cantan la grandeza del que es Eternidad, Autor y Creador de todo lo bueno, Bien infinito que tiende a comunicarse, a darse a los que abren su corazón vacío de cosas a la liberalidad amorosa y divina de su Dios, que se gozan de poseer sólo a Dios. En cambio, deja vacíos de su trascendencia divina a los que están llenos de ambiciones terrenas, encadenado su corazón a las riquezas de la tierra.

Esta revelación del Ser divino, como criatura, sólo la pudo cantar la Unica que fue libre del pecado, sin experiencia de desorden, no atrapada por el mal. Que sólo tuvo experiencia de Dios, de su santidad, de la forma de existencia de Dios, o modo de ser. Que fue muy cercana a Dios y a su modo de pensar, al ser ella purísima, espiritual, santísima, fiel, establecida en la Verdad, en la Inmutabilidad, en Dios eternidad, y por ello siempre fue llevada por el espíritu de Dios. Y la cantó para nosotras para que pensemos como Dios piensa, y para que amemos lo que Dios ama: la humildad y a los humildes, la pobreza y a los despojados, a los que están vacíos de vicios, pero llenos de virtudes, llenos de Dios.

Nosotras entendemos poco de estas grandezas divinas, pero podemos contemplarlas, adorarlas y amarlas, como María, desde nuestra pequeñez, y cantarlas como ella, deseando vivir en Dios y de Dios. No desear tener ningún deseo, para que seamos llenas de los deseos de Dios. Desear estar muy vacías de las cosas terrenas para que nos llene Dios de su amor deseable, fiel, eterno, inefable.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que así como ella supo tan perfectamente ocupar su puesto y supo vivir pequeña ante Dios, porque lo era de verdad, así a nosotras nos alcance del Señor vivir pequeñas en su presencia, humildes delante de los demás. Que nos enseñe a no prosternamos ante las cosas, ante la ambición y grandezas humanas. Que nos enseñe a no adorar la mentira de Satán y las apariencias falsas de santidad. Que, en fin, nos llene de su espíritu empapado, rebosante de Dios, para que nos convirtamos en un canto de amor a Dios que lo revele, como ella lo hizo.

6. «Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había anunciado a nuestros padres a favor de Abrahán y su linaje por ios siglos» (Lc 1,54s)

María canta, por fin, la gloria de la fidelidad de Dios, la gloria de estar cerca de su Dios por su misericordia que se acuerda de lo anunciado a Abraham, de la palabra dada a los que creen y esperan en El. Por el contrario, Adán creyó a Satán más que a Dios y a su fidelidad con El. Se apegó a lo efímero, y el premio fue su destrucción espiritual y moral, y aun material; su incredulidad le alejó de Dios y le metió en el pecado, en el reino de las tinieblas.

         María, en cambio, sabiendo que el Esencial es invisible, ajeno a poseer nada, esperó despojada sólo en Dios, y el premio fue ser acogida por El. Así lo entendió ella en su maternidad divina. Canta que había engendrado a Dios contemplando en ello la acogida de Dios a su pueblo, según le prometió a Abraham. Y en su pueblo se sintió acogida ella también. Así lo canta: «Acogió a Israel, su siervo». Y, como consecuencia de esta fidelidad de Dios, María se veía hecha Madre del Altísimo, y esta misericordia del Señor desborda su alma de gozo y de paz.

Tan profunda fue su fe, su amor, su culto a la fidelidad de Dios, que entonó mayor grandeza para su pequeñez —ser acogida por la fidelidad de Dios— que ser elegida por El para las grandes cosas que había hecho en ella. Estimó mayor grandeza ser acreedora de la misericordia de Dios que de su propia grandeza maternal. Se sintió más acogida de Dios por ser descendiente de Abraham, a quien acoge la fidelidad de Yahvé, que por los méritos de su fiel esclava. En una palabra, hermanas, María, nuestra Madre, lo que canta en su Magníficat es su pequeñez, el esencial despojo de sí misma, ante la obra grandiosa que Dios ha hecho a favor de su pueblo, aunque haya sido ella, como hija de Abraham, la elegida donde Dios ha demostrado su fidelidad a las promesas hechas a Israel.

Como vemos, hermanas, María sólo sabe moverse en Dios, no sabe salir de Dios. Le es imposible. Porque antes había salido de sí misma. ¿Qué nos dice a nosotras, concepcionistas, hijas suyas, hijas de este espíritu íntegramente libre del pecado, despojado del mal, que manifiesta claramente la imagen y semejanza de Dios? Nos dice, resumiendo todos estos días de Ejercicios espirituales concepcionistas, que, asumiendo nuestra realidad ante Dios, es decir reconociéndonos nada en su presencia convencidamente y, consecuentemente vaciando de nuestra realidad humana toda la soberbia y desorden que tenernos, apareceremos ante Dios pequeñas y seremos acogidas por El con entrañas de misericordia, análogamente a como fue acogida nuestra Madre Inmaculada. Y si nos hacemos y aparecemos pequeñas también ante nuestras Hermanas, si somos humildes, viviremos sin duda la imagen y semejanza de Dios, porque cimentaremos nuestra vida en la verdad.

Cimentaremos en la verdad, si somos humildes, los compromisos de nuestra consagración monástica, nuestros votos de obediencia, castidad y pobreza o despojo concepcionista; nuestra clausura o búsqueda de Dios; nuestra oración nuestra alabanza divina. Haciéndonos pequeñas, humildes, cimentaremos en la autenticidad nuestra mortificación y vida d penitencia; nuestro amor a Dios y nuestro amor fraterno; cimentaremos en la verdad nuestra fe y la vivencia de nuestro propio carisma.

En cambio, si no nos hacemos humildes, si no nos establecernos en la verdad, la soberbia o espíritu desordenado de Adán, atravesará nuestro ser haciéndonos desear grandezas, ambiciones. Nos hará prescindir de Dios en muchas ocasiones de nuestras ocupaciones. Desoyendo su voz de santidad, nos hará buscar en las cosas la propia satisfacción y felicidad; nos hará orgullosas gloriándonos de nuestras capacidades o de las propias obras de nuestras manos. Nos hará prosternar, no ante la grandeza de Dios, sino ante los triunfos que nos puede ofrecer la propia honra buscando fama y aplausos humanos en nuestro obrar. Nos hará creer más en la eficacia de las cosas y del propio esfuerzo que en la fidelidad y amor de Dios que da su gracia a los humildes para llevarlas a cabo. Nos hará insensibles al amor de las hermanas, a sus necesidades, a su modo de ser.

Por tanto, hermanas, además de los propósitos que hayamos hecho en estos Ejercicios, saquemos fundamentalmente el de reconocer nuestra pequeñez delante de Dios y de las hermanas, admitiendo humildemente que conozcan nuestra pequeñez, que cuesta más, gloriándonos de ello, para agradar más a Dios; aceptando con paz que se conozcan asimismo nuestros errores y fallos, y que nos los digan en corrección fraterna, para que lo que resplandezca en nuestra vida sea todo y sólo obra de Dios a imitación de nuestra Madre Inmaculada, y seamos así más fácilmente imagen santa de Dios quitando el desorden de nuestra vida.

Verdaderamente, hermanas, que fue la soberbia la causa del pecado, porque aquí tenemos a María. Ella misma se hace un retrato en su Magníficat y lo cimienta en la verdad, que no sé por qué la llamamos humildad. Su nombre verdadero es reconocimiento de la verdad, que nos lleva al conocimiento de Dios, Causa de todo lo bello y bueno que existe. Quien tiene esta virtud de reconocimiento de la verdad canta como María su pequeñez y sólo sabe gloriarse en Dios su Salvador y Señor. Esta es María, la conocedora de Dios y de sus deudas con Dios, cuyo Nombre es santo.

Si la imitamos, comportándonos como somos, muy pequeñas delante de Dios y de las hermanas, habremos dado el puntillazo mortal a nuestro egoísmo y a nuestro deseo de salirnos de la verdad buscando ser algo o alguien delante de los demás. Nos habremos liberado de lo falso y de la mentira, de todo lo que no es estar en Dios, y con ello habremos conseguido nuestra mayor grandeza, la grandeza a que nos lleva el desarrollo de nuestras raíces: la santidad, y, en consecuencia, ser agradables a los ojos de Dios. Habremos conseguido que nos mire y nos acoja como a María, nuestra Madre, y así seremos de verdad fecundas para la Iglesia, porque Dios podrá hacer cosas grandes desde nuestra pequeñez.

Si no empezamos por aquí, estamos fuera de sitio, habremos perdido el tiempo y fracasado en nuestra vocación concepcionista. Tenemos que situarnos en la verdad, y mirarnos desde Dios, y vernos como somos: nada, insignificantes, pequeñas ante .l, y así tendremos la fuerza de Dios, porque estaremos en El al estar en la verdad. Ciertamente no os puedo desear ni me puedo desear mayor bien que la grandeza de hacernos pequeñas, porque así lo sintamos y deseemos; será prueba de que hemos captado la verdad de Dios.

Es una gran iluminación, sin duda, lo que os estoy y me estoy deseando: la gran iluminación de situarnos en la verdad, en Dios, de donde nos sacó el pecado. Podemos rechazar esta verdad, pero el mal lo palparemos nosotras aquí y en la eternidad. Situémonos en la luz, en la verdad; será el mejor broche de oro que pongamos a estos Ejercicios y a nuestra vida. Lo repito tantas veces porque necesitamos a fondo quitar el lastre de la soberbia que nos atenaza y nos aleja de Dios.

No podremos de otro modo ser concepcionistas, porque precisamente es la espiritualidad que exige vivir lo que estamos reflexionando, que está llamada a vivir la pureza de la sin pecado ¡María! Que es decir estar con ella en Dios, sin querer movernos fuera de Dios porque entendamos que es el supremo valor en nuestra vida, por el que debemos luchar para conseguirlo. Que lleguemos a entender con todo nuestro ser, como María, que Dios es Dios, y nosotras sólo somos sus criaturas, pequeñas criaturas suyas que reciben de El el «ser» y el «hacer».

Que así nos conceda nuestra Madre sentirnos pequeñas ante las demás, y como ella las sirvamos con todo nuestro ser, como nuestra ocupación preferida, así como ella lo hizo con su prima Santa Isabel, para que, en todo momento, proclamemos con júbilo y autenticidad el gozo de sentirnos inmersas en Dios nuestro Salvador, único bien deseable sobre todas las cosas.

Hermanas, ojalá sea éste el fruto de estos Ejercicios: salir de  ellos afianzadas fuertemente en la virtud de la humildad, porque por aquí empezaremos a desandar el camino del desorden, del pecado, de la ruptura con Dios, y nos remontaremos hacia la cumbre de la santidad, hacia la cima del Monte santo de la Concepción, que para eso somos hijas suyas y ella nos tiene por tales. Que nuestra gloria sea parecernos a ella, como lo fue la de nuestra Madre Santa Beatriz, y por alcanzarlo dejó toda la vacuidad del mundo y honra.

Termino recomendándonos, una vez más, el reconocimiento de nuestra pequeñez, y que nos preguntemos cada vez que seamos soberbias en nuestra mente, en nuestro corazón y comportamiento: ¿Cómo nos mirará Dios? ¿Podrá poner El sus ojos en nosotras con agrado?, ¿cómo nos mirará nuestra Madre Inmaculada? ¿Con pena? ¡Qué fracaso de vida! ¡Oh, si lo supiéramos...!

Vamos, pues, a situarnos en nuestro sitio siendo pequeñas, humildes, para que Dios sea grande en nosotras y nos acoja en su misericordia, y su fidelidad nos santifique, nos haga conformes a la imagen de su Hijo, seamos imagen y semejanza de Dios, muy unidas a nuestras raíces: Padre, Hijo y Espíritu Santo, para su gloria. Amén.
 

MARÍA DELEGADA POR EL PADRE COMO MADRE DE LA HUMANIDAD

El don de María

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad cii comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —deiiiasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió dariios una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es coiiio nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, Liii testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre. Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que iios ha ofrecido el Padre. En su rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.
Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como cii uno maternal. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. Eii efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos pateriiidad y maternidad. El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.

Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es como si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran esconclidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo ciue este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.
Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan como gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

r Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia, Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15). Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos:

“iHijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Go 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada. Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel supenor, tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del
Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papel de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso. El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atractiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que coima el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecicio como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina. Él, ciue poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal.
Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de ciar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad. Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos. Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque
siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Ella es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.

Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante. Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Ella, por tanto, nos ha dacio a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.
              La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad dei Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano. Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor iel Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad.  

En la madre dolorosa que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor paternal que ha llegado hasta el fin. No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María tina indulgencia, una bondad y una mise- rico rdia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese crite1 rio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bon dad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus - relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hom- bre puchera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.

Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de lajusticia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual. El Padre actúa con cada uno de nosotros corno con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María, lleno de dulzura y suavidad. 
Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene! de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de sulacogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía. Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros. Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidacles del corazón del Padre. La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre.

SANTA MISA:

HOMILÍA: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA O  POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR A JESÚS EUCARISTÍA           

LA EUCARISTÍA COMOPRESENCIA

         Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

Estáte, Señor, conmigo,siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.                                                           

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la comunidad (parroquia) y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque es de noche para los sentidos, esto es, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica con luz y seguridad de Cristo mismo que nos dijo ESTO ES MI CUEPO, ESTA ES MI SANGRE, y Él es Dios, y realiza lo que dice, como resucitó a muertos y calmó tempestades.

El sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. (Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa). El sagrario para la parroquia, para la comunidad, es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

Así lo expresa San Juan de la Cruz:

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas, cuando llegar verdaderamente a esta experiencia del cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en el pan consagrado,  desean de verdad morir para estar ya plenamente con Él, esa es la prueba, lo hacen y lo dicen porque han llegado por la experiencia a sentirlo y vencer el miedo natural que todos tenemos a la muerte: «Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta vida,

mi Dios y dáme la muerte,

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte,

mira que peno por verte

y mi mal es ta entero,

que muero porque no muero».

Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que pasar muchos ratos con el Señor, en fe seca primero, luego purificarse mucho de pecados e imperfecciones, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad.

Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

         Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en ti

         Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti.

         Tú eres el Hijo de Dios.

MISA

HOMILÍA: LA EUCARISTÍA COMO MISA

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. También entre vosotras, queridas hermanitas, estoy sorprendido de las horas de oración. Vuestra Madre fue contemplativa. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

MISA: HOMILÍA DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.


[1] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[4]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[5]  VATICANO II, L G, n. 59.

[6]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[7]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[8]Ibi. pág. 723

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES

PARA LAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS  DE POLA DE SIERO (ASTURIAS) (2001)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.PLASENCIA1966-2018

(VSTV) EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA LAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS  DE POLA DE SIERO (ASTURIAS) (2001)

6,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

1ª MEDITACIÓN

         QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS DE POLA DE SIERO: con verdadera devoción y encendido afecto he venido hasta vosotras por invitación de vuestra madre y superiora,  mía también, me encanta obedecerla, aunque sea a distancia, hermanita del alma, Matilde Santos, para retirarme con todas vosotras al desierto de la oración, en estos Ejercicios Espirituales, con nuestro amigo y esposo vuestro, Jesucristo Eucaristía, Hijo de Dios, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de adoración, obediencia y alabanza al Padre.

          Y como Él está aquí ahora presente, con los brazos abiertos, en amistad permanente todos los días, me parece una falta de educación y cortesía no empezar saludándolo. Espero que todas vosotras ya lo hayáis hecho, como siempre que entráis en cualquier capilla o iglesia, espontáneamente, la primera mirada, el primer beso debe ser siempre para Él, Amor de los amores, esposo del alma, Hermosura y Belleza y Palabra de Dios. Haced este propósito, para que se inicie un diálogo personal que se potenciará en la oración, porque a veces podemos entrar, rezar y decir misa, y salimos como entramos, sin encuentro personal con Cristo personalmente, aunque sí comunitario o litúrgico o celebrando incluso la misa. Es aquello que nos decían en nuestros seminarios o casas de formación al empezar la oración: hagamos un acto de fe y amor en la presencia de Cristo Eucaristía.

         Y ya pregunto y me pregunto: ¿Verdaderamente mi primera mirada y saludo es para Él cuando entro en la capilla o en cualquier iglesia? ¿No es Él verdaderamente mi único esposo y me he consagrado a Él de por vida, para siempre? ¿Es que ha bajado mi fervor, mi amor, es que se ha hecho rutinario? Es que nosotros, los sacerdotes, pasamos muchas veces ante el Sagrario como si fuera un trasto más de la Iglesia ¿Si a mí como sacerdote, el sagrario me aburre o no me dice nada, si no me ven junto al sagrario mis feligreses o mis ancianos, cómo entusiasmar a los demás Cristo o amar como Cristo, si no le amo a Él personalmente o soy delicado con Él cómo serlo y ver su rostro en los hermanos? ¿cómo decir y predicar que ahí vivo y resucitado el Cristo del Evangelio, el que acariciaba a los niños, miraba con amor a los jóvenes, dejaba que le tocara la hemorroisa o le besara los pies y se los enjugara con sus lágrimas la adúltera, ¡qué atrevido y libre y apasionado de amor humano y divino eres, Cristo, sobre todo para aquellos tiempos, fijaos ahora en lo poco que significa la mujer musulmana, qué grande y libre y maravilloso eres, Señor, Dios presente en un trozo de pan y amándome con amor extremo hasta el fin de los tiempos, qué maravilloso poder vivir mi vida, mi vida de religiosa, de esposa virgen con amor total a Ti, que eso significa virginidad o celibato, no meramente ser puro de cuerpo, qué gozo vivir mi vida religiosa con entusiasmo, en cercanía de amor y con amor y por amor a Ti.

         Decía la Madre Teresa de Calcuta, que para ver el rostro de Cristo en los hermanos, en los pobres o en los ancianos, primero tengo que ver y estar y hablar personalmente con el Señor en la oración, en el Sagrario, porque teniéndole tan cerca, el mejor modo de encontrarlo, hablar con Él es el Sagrario, más que mi habitación o la naturaleza, aunque allí también está Dios, pero... aquí está real y verdaderamente presente.

         Así que para Él sea siempre nuestra primera mirada de fe, amor y esperanza. En su presencia y en su encuentro de amor empezamos estos Ejercicios, este desierto de oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», dice santa Teresa. Parece que la santa hizo esta definición de oración mirando al Sagrario.

         De esta forma, si uno va conociendo a Cristo por la oración, termina conociéndole y enamorándose de amor con Él, porque aquí está vivo, lleno de Belleza y Hermosura infinita, en abrazo permanente de amor y amistad. Sentir esto, no digo simplemente creerlo o saberlo teóricamente por teología, es dulzura y miel en los labios, en el corazón, en el alma. Es el cielo anticipado en la tierra porque el cielo es Dios y Él está aquí, en mi vida y en mi corazón.

         Por favor, que Cristo está vivo, vivo, y resucitado, que yo no hablo de un Cristo que existió y nos amó y murió, que no está muerto, que ha resucitado y está vivo, que no está distante ni lejano, que se le puede tocar y amar y hablar y besar,  que es persona, no sólo evangelio, palabra, o virtudes, o valores en los que creo ciertamente. Es que de Cristo persona se habla poco, poco de las Personas divinas, el Padre bueno todo amor, no digamos del Espíritu Santo, que al no tener semejanzas humanas, no tener rostro humano, ni siquiera hemos oído hablar de Él, como dijeron a Pablo aquellos cristianos de Corinto. Cristo es una persona viva y presente en si misma, y lo será para cada uno de nosotros en la medida que yo avance por el camino de la oración, del encuentro personal con Él, no meramente litúrgico o comunitario.

         El cristianismo es una persona, es Jesucristo, es el Amor de Dios encarnado en una humanidad como la nuestra, que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puerta de la eternidad, de la amistad y de la felicidad del nuestro Dios Trino y Una. El Sagrario es la morada de la Trinidad en la tierra, mejor, es la Canción de Amor en la que el Padre nos dice su Palabra, en la que, como dice S. Juan de la Cruz, nos ha dicho todo, y fue pronunciada en silencio, y en el silencio de la oración contemplativa debe ser escuchada: “en el principio sólo existía la Palabra y la Palabra era Dios, es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo...” Jesucristo es la Palabra, la Canción de Amor cantada por el Padre a todos los hombres, en la que nos canta su proyecto de Amor eterno, de felicidad infinita y trinitaria, es el proyecto de Amor del Padre realizado por el Hijo con Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que eternamente el Hijo, aceptando la voluntad y el amor del Padre, le hace Padre de Amor para Él y para todos los hombres, y por su mismo Espíritu Personal de Amor, que es Espíritu Santo, beso y abrazo de la Trinidad, por ese mismo Espíritu, que habita en nosotros y nos alimenta y potencia el pan de la Eucaristía, nos sumergimos ya en la tierra en la misma felicidad y gozo trinitario: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a sumergirme enteramente en Vos, tranquila y segura, como si mi alma ya estuviera en la eternidad, que nada pueda...»

         Es que para mí, para todo cristiano, máxime consagrado personalmente a El por amor, todo tiene que empezar  ahí, en Cristo Eucaristía, centro y culmen de toda la vida de la Iglesia, como nos dice el Vaticano II; Misterio total de  Cristo, Hijo de Dios encarnado por amor extremo, primero en carne humana, y luego en un trozo de pan, que ha venido en mi búsqueda para manifestarme y realizar la prueba máxima de amor dando la vida por mí, para buscarme y abrirme la puerta de la amistad y felicidad trinitaria y sumergirme en el Gozo eterno, para siempre, para siempre de mi Dios Trinidad. Eternidad que ya he empezado en la tierra si yo lo descubro en este pan por el trato personal de amor, por la oración personal, de la que os hablaré largamente, porque yo todo, todo, se lo debo a la oración personal, no meramente litúrgica, especialmente a la oración eucarística, porque si celebrando misa no entro dentro del corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no pasa a mi vida, a mi corazón, a mi experiencia de gozo.

         ¡Jesucristo, Tú estás ahí,  Tú estas vivo y vivo y resucitado, Tú eres mi Dios y mi Amor, si no me encuentro personalmente contigo, cómo me pueden llenar tus  verdades, cómo cumpliré tus mandatos de amor a Dios y a los hermanos, si no me encuentro contigo personalmente, con tu mirada, siempre, cada día y momento, al empezar el día, cómo quererte y enamorarme y sentir tu abrazo y tu cuerpo y tu respirar en mí. Y saber que todo esto es verdad, y que lo tengo tan cerca...

         «Jesucristo ¡Eucaristía divina! ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

En unos de mis libros, comienzo así:

« INTRODUCCIÓN»

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración eucarísica? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

Ciertamente, todo se lo debo a la oración, pero a la oración eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca, teniéndolo aquí con los brazos abiertos para abrazarnos en amistad permanente, me parece un feo no venir a estar con Él y hablarle de amor y de amistad. Admito la oración en la habitación, contemplando la naturaleza, danzando y otras cosas, como se hace en estos y en todos los tiempos, y está bien, pero para mí la presencia de Cristo en el Sagrario es la presencia de amor y entrega mayor que existe en el mundo.

Por eso, en el primer libro que escribí y que tenéis entre vosotros, saltándome todas las reglas de las poblaciones, añado en este sentido:

«LA MEJOR ESCUELADE ORACIÓN: LA EUCARISTÍA

EL MEJOR MAESTRO: JESÚS EUCARISTÍA

EL MEJOR LIBRO DE ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA, TODA UNA BIBLIOTECA: JESUCRISTO EUCARISTÍA COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA DE AMISTAD SIEMPRE OFRECIDA

¡QUÉ POCO SE VISITA ESTA BIBLIOTECA!

¡QUÉ POCO SE ABRE ESTE LIBRO!

¡QUÉ POCO SE DIALOGA CON ESTE MAESTRO Y AMIGO!

¡SI LO VISITÁSEMOS Y ABRIÉRAMOS DE VERDAD!

AQUÍ TIENES UNA AYUDA.

PRIMERA PARTE

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

PARA EMPEZAR O EN LA ESCUELA PRIMARIA DE LA EUCARISTÍA

1. 1. Necesidad absoluta de la fe para el encuentro eucarístico

         Queridos hermanos, me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice,  «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».  Al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  «el que nos ama» y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los Sagrarios de la tierra. El Sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso,«la Iglesia, apelando a su derecho de esposa», se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7, 4). El Sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” ; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el Sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva esta agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche».

 (S. Juan de la Cruz)

El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

         La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta El, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

         Este camino hay que recorrerlo siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe, llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor más por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las  maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminando hasta contemplarla y poseerla.

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cr 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María, que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo desde el amor extremo de Dios al hombre.

Toda la Noche del espíritu, para S. Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con su criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina, que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por su limitación en ver y comprender cómo Dios ve su propio Ser y Verdad;  a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que razonando, por vía de amor más que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que «dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes» (cfr 2 Cr 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable,  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...[1]

San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios de Dios y de la fe, que nosotros creemos desde la Teología o celebramos en la liturgia. Para S. Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva, que hiere de mi alma en el más profundo centro...» no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: "Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: <Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy>. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez 3, 1-3).

(Contar mi caso de fe personal, en la visita que el P. Eutimio me mandó hacer)

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro, ESTOS EJERCICIOS ESPIRITUALES quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, vida religiosa o consagrada, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleado, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer.

No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fin de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres.

Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

         Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier Sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración...etc, en este libro.

         Brevemente y de otra forma y para que nadie se moleste, lo hago en referencia a mi persona como sacerdote: ¿de qué vale que diga misa si no entro en relación personal con Cristo en la celebración, de qué vale que sepa toda la teología si no la experimento de rodillas, por la oración, de qué vale ser y existir en Cristo sacerdote, si no lo siento por la relación personal, la oración personal es absolutamente necesaria para que la fe heredada, teológica, rutinaria pase a la experiencia de Dios, necesito la oración personal para tener experiencia de lo que soy, predico y celebro.

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(Como complemento de esta meditación entregar la hemorroisa y preguntar sobre la presencia: trasto, los brazos abiertos de Cristo, Señor y no tú)

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Ti, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

PREGUNTAS:

1. ¿Al entrar en una iglesia o capilla, espontáneamente mi primera mirada y amor es para Cristo en el Sagrario? ¿Tengo esta costumbre ya adquirida?

2. ¿Hago la genuflexión, tengo bien cuidado el sagrario y no paso ante Cristo Eucaristía o hablo en la Iglesia sin darlo importancia?

3. ¿ La Eucaristía es para mí «centro y culmen de mi vida», como dice el Vaticano II?

LAUDES: Breve comentario de la Lectura Breve: empezar el día, mi vida cristiana, todo empieza en la Resurrección de Cristo, todo se apoya en ella, mi vida es eternidad de gloria con Él: San Pablo: Kerigma.

También leer alguna idea de la meditación anterior que no fuera meditada.

MISA: Homilía sobre la presencia de Jesucristo en el Sagrario

LA EUCARISTÍA COMOPRESENCIA

         Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

Estáte, Señor, conmigo, siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.                                                           

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la comunidad (parroquia) y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque es de noche para los sentidos, esto es, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica con luz y seguridad de Cristo mismo que nos dijo ESTO ES MI CUEPO, ESTA ES MI SANGRE, y Él es Dios, y realiza lo que dice, como resucitó a muertos y calmó tempestades.

El sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. (Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa). El sagrario para la parroquia, para la comunidad, es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

Así lo expresa San Juan de la Cruz:

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)                                                                  

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas, cuando llegar verdaderamente a esta experiencia del cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en el pan consagrado,  desean de verdad morir para estar ya plenamente con Él, esa es la prueba, lo hacen y lo dicen porque han llegado por la experiencia a sentirlo y vencer el miedo natural que todos tenemos a la muerte:

«Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta vida,

mi Dios y dáme la muerte,

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte,

mira que peno por verte

y mi mal es ta entero,

que muero porque no muero».

Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que pasar muchos ratos con el Señor, en fe seca primero, luego purificarse mucho de pecados e imperfecciones, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad.

Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

         Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en ti

         Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti.

         Tú eres el Hijo de Dios.

10, 30: SEGUNDA MEDITACIÓN DE LA MAÑANA

VAMOS A HABLAR DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA LLEGAR A LA AMISTAD CON CRISTO:

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE PARA ENCONTRARNOS CON CRISTO EUCARISTIA, AHORA AFIRMAMOS QUE LA FE SÓLO SE RECIBE, SE CULTIVA Y SE DESARROLLA POR LA ORACIÓN: TODOS LOS MÍSTICOS: SANTA TERESA: QUE NO ES OTRA COSA ORACIÓN... SAN JUAN DE LA CRUZ: OH NOCHE QUE GUIASTE...

INTRODUCCIÓN

         El título completo del libro (no está publicado, está precisamente en imprenta, así que sois lo primeros en conocerlo) tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

         Y esta Iglesia somos cada uno de nosotros. Quiero decir, que no basta decir la Iglesia necesita santidad, sino que esta santidad la necesita cada miembro de la Iglesia, esta santidad debe empezar ya en cada uno de nosotros. Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente.

         El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y la congregación religiosa no son los estatutos, sino los religiosos, y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal. 

         Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

         Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

         Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

         Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

         Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

          Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual.

         Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales»[2].

         Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la prudencia y mediocridad del mundo y de la carne; consecuentemente, esta reconversión personal, sin apoyos doctrinales o ejemplos externos, se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde sólo  Dios amado personalmente sobre todas las cosas, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

         Me cuesta escribir este libro también,  porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales; pero siento algo en mi que me empuja a hacerlo por amor a Cristo y a su Iglesia; alguien  me empuja a ser profeta, y no me gusta,  porque sé que decir cosas desagradables, ser profeta, aunque sea  en el nombre del Señor, sin que se me trabe la lengua, lleva consigo incomprensiones, críticas, sufrimientos; tengo experiencia.

         Y me cuesta finalmente hacerlo porque se que todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tenga de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo, no es el que uno aprendió en teología, sino el que uno vive, especialmente, desde la relación personal con Él por la oración.

         Así que, a pesar de esto y  no ignorándolo, hablaré, porque esto es lo que veo y siento dentro de mí, y lo veo porque es lo que me critico y trato de superar en mí vida personal; es lo que quiero convertir en mí mismo, el primero, y luego, si puedo, como lo sufro y experimento en mi, ayudar y dar un poco de luz y ánimo a mis hermanos, todos los bautizados, especialmente a mis hermanos sacerdotes, ungidos por el Santo Espíritu en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo,  que hemos de conocer, amar, vivir, predicar y celebrar.

         Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia nuestra, actual, incluso para los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

1. Y EMPECEMOS A DECIRLO  CON HUMILDAD, QUE ES «ANDAR EN VERDAD», PARA BIEN DE LA SANTA IGLESIA

          Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único es la oración, oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario, y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

         Le falta belleza y atractivo, el de la santidad, el de los santos, a esta Iglesia actual que se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo natural, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

         Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo; pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente, sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, que para esto vino y se encarnó, teniendo cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

         Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar, por misión y encargo, a otros a esta experiencia de Dios, a la santidad, unión con Dios, gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[3]».

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identicazos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

         Encuentro el 14-9-10 en Zenit estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

         A la Iglesia actual le falta oración-conversión personal y humildad, andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

         Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos, y al dejar la conversión, hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración, y al dejar la oración, no podemos tener experiencia de Dios ni hacer apostolado auténtico porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas y no podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor; en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche, y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos; de esta forma, impedimos que Dios entre en nosotros  para que podamos sentirlo, ya que el Hijo de Dios encarnado nos lo dijo bien claro: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; pero a Dios hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él.

         Y lógicamente al decir conversión, también estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna», en la que hay que seguir. Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de amar más a Dios y convertirse totalmente a Él.

         A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como sospechoso, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[4]».

         Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva,  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración convertida a Dios, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros, y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo. Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...

                   

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2. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

A). Muy claro y alto lo dijo Mons. Rouco Varela:

         B). El mismo Juan Pablo II también lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla, en alguna de sus partes, al final de este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero; y, como sacerdote, asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado. En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mis juventud, del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, pero de la de Cristo, no la mía o la tuya,  para hacer esas acciones.

         Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado, es puro profesionalismo porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

         Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

         El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible; y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él sin experiencia de la misma fe, es como si no existiese, porque no se puede comprender, hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

         Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio, para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida. El Hijo, viendo al Padre entristecido, porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

         La Voluntad, el Amor del Padre fue, al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama, y me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria.

         Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino de «que muero porque no muero».

         Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

         Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe, la desilusión de los trabajos apostólicos, que percibimos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica, a la fe experimentada, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

         La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión, y, desde luego, poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca, en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en su humanidad prestada, en el Cristo encarnado en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

         El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona, «in persona Christi», a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida.

         Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado.  

8. TODO ESTO LO HA DICHO MEJOR JUAN PABLO II EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE, POCO CONOCIDA Y MEDITADA EN SÍNODOS Y REUNIONES APOSTÓLICAS,  Y MENOS PRACTICADA

La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

<<Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos sguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8)

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.

4, 30: MEDITACIÓN DE LA TARDE

AÑADO y tomado del libro LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

D) Pero para todo esto, para enseñar este camino, para formar  y poder dirigir en este camino de experiencia de Dios, hay que recorrerlo primero

         Preguntádselo a cualquier santo, quiero decir, a todos los santos. Y como hemos hablado de atender a los necesitados, preguntarle a Madre Teresa de Calcuta de donde sacaba ella y su Congregación la fuerza para atender a los pobres: «He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta, Sal Terrae  2002, p. 91). Me gustaría que esta advertencia de la Madre Teresa de Calcuta la tuvieran muy presentes todos los obispos del mundo cuando han de elegir superiores y formadores de sus seminarios y que esto estuviera presente en todas las escuelas y noviciados y pedagogías de formación sacerdotal o apostólica.

         En nombre vuestro, se lo he preguntado a santa Teresa de Jesús, a san Juan de la Cruz, que son maestros en esta materia... y más recientemente a la Beata sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia... etc., porque son infinidad, y todos me han dicho lo mismo, porque lo han recorrido y experimentado; todos los santos de la Iglesia afirman que  este camino es la oración, la oración, sobre todo, la oración eucarística; pero no una oración primera e iniciática u oración en primeros pasos y grados, que está muy bien, pero que nos permite vivir todavía con defectos e imperfecciones graves; me refiero a la meditación, a la llamada «oración mental». Para la experiencia de Dios y sus misterios, hay que subir un poquito más arriba, hay que purificarse y dejarse purificar más por la «lejía fuerte» del amor de Dios, por lo menos hasta la oración afectiva; y si el Señor quiere y nosotros colaboramos, hasta la oración infusa, porque la infunde Dios en nosotros, no la fabricamos con nuestras reflexiones o ideas; hasta la oración pasiva, hasta ver los resplandores del Tabor.

         Para llegar a esta oración hay que sacrificarse un poco más; convertirnos más a la voluntad de Dios y cumplir más perfectamente sus mandamientos; vaciarnos de nosotros mismos para que habite Dios en plenitud: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; hay que esforzarse por no quedarse en el llano de la mediocridad, como el resto de los Apóstoles y subir por la montaña de la oración, con conversión permanente, como Pedro, Santiago y Juan; los que se quedaron en el llano, no vieron a Cristo transfigurado.

         La culpa de que no lleguemos a esta experiencia y la oración se haga rutinaria y nos canse y a veces nos aburra y la dejemos, es la falta de conversión permanente, es que no queremos vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras idolatrías; y entonces no cabe Dios en nosotros, aunque siempre está deseándolo y para eso nos soñó en su seno trinitario desde toda la eternidad, y roto este primer proyecto de amor, envió a su Hijo que vino en nuestra búsqueda para encontrarnos; para eso es la Eucaristía y su presencia permanente eucarística:  para abrirnos las puertas del cielo, de la Trinidad en la tierra por su presencia en el Sagrario.  Estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe «ni Dios». Parece blasfemo, pero es la verdad.

         Ahí, en el Sagrario,  está Cristo Eucaristía, el Verbo de Dios, Jesucristo, en Eucaristía y ofrenda permanente, en obediencia total, adorando al Padre, con amor extremo a Dios y a los hombres, hasta dar la vida. Es una presencia dinámica y permanente del sacrificio, de la misa ofrecida, no meramente estática. Fíjate, hermano sacerdote, la cantidad de belleza y misterios de vida que nos está enseñando el Señor con sola su presencia, sin decir palabra, en «música callada», que diría san Juan de la Cruz.

         El Sagrario, el pasar ratos largos junto al Sagrario, «estando (o hablando) con el que nos ama», no es una presencia piadosa, una devoción particular más, para almas piadositas y devotas, poco «comprometidas», y apostólica, o algo parecido; no; es una presencia única y totalmente centrada en el corazón apostólico de la Iglesia, dinámica y activa, absolutamente necesaria y esencial para todo sacerdote, para todos los que quieran vivir y emplear su vida al estilo de Cristo, buen pastor; para todos los sacerdotes verdaderos y no puramente profesionales, adoradores de Dios Trino y Uno “ en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor  y Verdad revelada del Hijo, en obediencia total al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

Así lo está cumpliendo allí el mismo Cristo en presencia «memorial», el Único Sacerdote  del Altísimo, con el cual tiene que identificarse en su ser y existir todo sacerdote, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, si es que quiere ser sacerdote de Cristo, y no de sí mismo; si es que, aunque no lo viva, sabe por lo menos de qué va el sacerdocio católico.

Para saber esto, basta estudiar un poco de teología. El vivirlo, ya es otra cosa; por lo menos a mi me cuesta a veces. Y es lo de siempre: hay verdades, realidades que no se comprenden hasta que no se viven, aunque tenga uno un doctorado en teología. Y si no se viven, terminan por olvidarse en su sentido propio y espíritu, y las vivimos según la carne. La eucaristía es la fuente del sacerdocio y del amor  y apostolado auténtico, no meramente oficial.

         Toda la vida de un párroco se define desde el primer día de estar en la parroquia, por su comportamiento con el Sagrario, con Cristo Eucaristía. ¡Es el Señor! No un trasto más de la Iglesia o un recuerdo o una imagen. Si no lo valoras y lo amas, si te aburre Él en persona, no sé cómo se pueda entusiasmar luego a los hombres, niños y jóvenes con Él.

         Mirando al Sagrario se demuestra la profundidad de la fe; si uno cree que es Dios, Cristo mismo en persona, “por quien todas las cosas han sido hechas”, y único Salvador del mundo, quien mora en él.

         Mirando al Sagrario se demuestra el concepto que cada sacerdote tiene de apostolado; y el concepto que tiene de apostolado es el concepto que tenga de Iglesia; y el concepto de Iglesia, es el concepto y o la vivencia que tenga de Cristo, y el concepto de Cristo es su vivencia de Eucaristía por la oración personal, lo que vea y experimente en sus ratos de oración eucarística y Plegaria Eucarística: «que es centro y culmen de toda la vida de la iglesia... fuente de toda vida apostólica y meta de todo apostolado» (Vaticano II).

         Sin vivencia de Eucaristía por relación personal oracional, sin ratos largos de sagrario para llevar las almas de los fieles hasta allí, poco valen a veces tantos organigramas y dinámicas y acciones que llamamos apostolado, que muchas veces no llegan hasta la persona misma de Cristo, sino que nos pasamos toda la vida hablando de verdades, aunque sean verdades, y no llegamos hasta las personas divinas, hasta su persona, hasta Cristo en persona, y por eso, muchas de nuestras dinámicas y apostolados no pasan de la puerta de las reuniones, donde las hemos tenido, porque les falta el alma, el encuentro personal, el Espíritu de Cristo, nos falta experiencia personal de amistad con Cristo vivo, pero vivo, no recuerdo, que eso es la oración eucarística, el diálogo permanente con Jesús en el Sagrario, porque la oración es y debe ser «el alma de todo apostolado», que así se titulaba un libro muy leído en los seminarios en los tiempos de en mi juventud.

         Sin pasar ratos ante el Sagrario, querido hermano sacerdote, no sé cómo podremos entusiasmar a la gente con Él, y convencer a la gente de Él, que siempre está esperándonos con los brazos abiertos. El mejor apostolado y predicación es el ejemplo de la propia vida. Por eso, el sacerdote no puede faltar a esta cita diaria de fe y amor.

         Es que para eso se quedó precisamente en el pan eucarístico: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. No le defraudes. Una simple mirada y se entrega por nada ¡Está tan deseoso de nuestra amistad, de nuestra salvación, de la salvación de todos nuestros feligreses! No olvidemos que para eso se encarnó; para venir en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad y amistad que empieza aquí abjo. Te ama tanto; ama tanto al Padre y su proyecto de amor a los hombres;  te necesita tanto a ti, querido hermano sacerdote, para seguir predicando y salvando.

Nuestra vida es más que esta vida; hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios. Y a Él le duelen tanto los hombres, su salvación eterna, que por eso se quedó tan cerca de nosotros. Es lo único que le importa en el Sagrario; es el deseo y el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Y allí sigue Él entregando su vida por todos los hombres.

Si creemos en la eternidad, en lo definitivo, en lo que vale un alma, y nos preocupa más que todo lo que sea del tiempo, tenemos que ser almas de Sagrario. Porque somos en Él y por El sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades, las de nuestros feligreses, de ese siempre, siempre, siempre para el que el Padre nos soñó y nos espera.

         Sin esta experiencia eucarística, no puede haber experiencia de Dios, ni auténtico  sacerdocio de Cristo en nosotros y por nosotros, ni verdadero apostolado de almas, ni amor de Cristo a los hombres, porque es Él el que nos lo tiene que dar, ni lógicamente, verdadero y sincero amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado en persona, no mero recuerdo o idea o palabra que predicar.

         Todos los cristianos, por el santo bautismo, hemos sido llamados a la santidad, a la unión plena y transformativa con Dios. En Cristo Eucaristía es donde está Dios Padre esperándonos para mostrarnos su rostro lleno de Fuego de su mismo Espíritu Santo, para revelarnos y cantarnos su Canción de Amor Personal a cada uno de nosotros personalmente en su Palabra o Verbo o Revelación del Hijo, en el que nos lo expresa todo y nos está cantando desde toda la eternidad su sinfonía de Amor Personal, escrita en pentagramas de matices y notas personales de vida, belleza y armonía trinitaria, que se escuchan en  «música callada» de oración silenciosa de «quietud», sin palabras, especialmente en oración eucarística, donde nos está diciendo y expresando todo el amor de un Dios infinito que lo tiene todo, buscando el amor de sus criaturas que no pueden darle nada que no tenga, porque dejaría de ser Dios, y tanto amor sin mover los labios, sólo con su presencia de amor, esperando una simple mirada de fe por parte nuestra para entregarse totalmente. Está tan deseoso, porque está tan olvidado, a veces hasta de los suyos, de los que le predican y dicen que le han entregado toda su vida...  como si fuera un trasto más de la Iglesia.

         Muchas veces, en mi oración junto al Sagrario, oigo al Señor que me dice: Pero ¡cómo me tienen tan olvidado algunos sacerdotes! ¡si estoy aquí para decirles lo que le amo!  estoy aquí para amar y no vienen a verme y pasan de largo y luego se atreven a hablar de mí... pero si ése no soy yo... es que llevo años  (y aquí puedes poner los que quieras, 10, 20, 30, 40, 50... años) y no se ha parado ni una sola vez para decirme: Te quiero, Cristo. Gracias.

         Cuando les veo venir hacia la iglesia, después de tanta soledad humana, porque cerráis en exceso mi presencia en las iglesias, y vienen para celebrar la misa conmigo, me alegro y nada más abrir la puerta de la iglesia, abro mis brazos para abrazar a mi sacerdote, y qué decepción, pasa de largo y ni me saluda y me quedo con los brazos abiertos.

         Y celebra la misa; y ni una palabra personal de amor, de comunión con mis sentimientos, y fíjate que, al celebrarla y hacerla presente, digo a través de vosotros: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, y algunos sacerdotes no se acuerdan de mí, de mis emociones y entrega, de mi ilusión por abriros las puertas de la eternidad con nosotros en Trinidad.

         Es más, Gonzalo, algunos entran  y salen sin saludarme y se portan y hablan como si estuvieran en la calle, como si en el Sagrario no estuviera yo esperándole en amistad permanente y ofrecida.

         Menos mal que en algunas parroquias encuentro compañía, amor, ternura, entrega... qué gozo tengo de haberme quedado con mis hermanos los hombres para llevarlos al encuentro con el Padre. Y como soy el mismo en todos los Sagrarios, la soledad de algunos queda suplida y millones de veces superada por las compañías de otros.

         Y mira que  con poco me conformo. Porque yo no necesito de nada. Yo soy Dios. Pero me da pena no llenaros de mi gozo. Para eso me quedé en el Sagrario. Y por nada, con una simple mirada de fe o de amor, no digamos con algún rato de oración, me entrego del todo.

         Díselo a mis sacerdotes. Les sigo esperando. Les amo, porque les amo con el mismo Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con amor eterno de Espíritu Santo». 

         Todos los santos fueron eucarísticos, hombres de oración eucarística. Ni uno solo que no pasara largos ratos junto a Él en el Sagrario. Preguntádselo a los que viven esta experiencia, a los que con san Juan de la Cruz, adoraron la Trinidad en el pan eucarístico: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche», por la fe. Y al contemplarla, no solo meditarla, llegan a decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

         Para eso escribo este libro; para hablar  claro del sacerdocio y de su relación esencial con Cristo Eucaristía por la oración personal permanente que se mantiene viva y nos lleva a la experiencia permanente de lo que somos, celebramos y predicamos, de nuestro ser y existir en Cristo Único Sacerdote del Altísimo.

         Y hablo claro de su amor eucarístico, del amor de Cristo en el Sagrario a cada hombre hasta el final de los tiempos. Yo soy testigo de todo lo escrito. Lo digo con toda humildad, que es decirlo, con toda verdad. Por si pudiera ayudar un poco en este sentido, en esta amistad con el «Amor de los amores». Porque en mi vida cristiana y sacerdotal todo se lo debo a la oración, quiero decir, a Cristo conocido y amado en la oración eucarística, mirando al Sagrario.

         Me gustaría que todos mis hermanos los sacerdotes pudiéramos  llegar al Tabor, para esto hemos sido llamados, ungidos y consagrados por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, para «contemplar» al Hijo amado en el que me complazco, para poder decir con san Pablo y san Juan y tantos y tantas vivientes: “Para mí la vida es Cristo...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.        

2. IMPORTANCIA ESENCIAL DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

         Lo acabo de decir. Todo, en mi vida cristiana y sacerdotal, se lo debo a la oración eucarística.  Ya sé que muchos, al leerlo, me habéis corregido automáticamente: no a la oración, sino a Jesús Eucaristía. Sin embargo, yo sigo opinando y expresándome de la misma manera: Yo todo se lo debo a la oración que Cristo Eucaristía me inspira y realiza desde el Sagrario, porque de nada me vale a mí Cristo presente y esperándome en todos los Sagrarios de la tierra, como toda la salvación y la gracia y amor de Dios, si no me encuentro con Él y su amor y salvación a través de la oración personal. A los ratos de amistad «estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», con Jesús Eucaristía en el Sagrario.

         Te lo explico y por partes; todo se lo debo a la oración personal, al trato y encuentro de amistad, a la oración de unión personal; ya sé que la Eucaristía como misa es «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia... meta a la que debe caminar toda la vida de la Iglesia y fuente de donde brota toda su vitalidad», pero de poco me serviría a mí todo este misterio si no entro dentro de él y de los ritos y acciones litúrgicas para encontrarme con Dios Trino y Uno que viene a mí para salvarme y unirme a su vida y felicidad; y esto, como me dice el mismo Concilio Vaticano II, tiene que ser por una participación «plena, consciente y activa...exterior e interior...fructífera....», total, por la oración personal con la cual entro dentro del corazón del misterio que celebro.

Todos sabemos que la liturgia sagrada hace presente el misterio de Dios «ex opere operato»; por eso, aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos de Cristo por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

         Ahora bien, si no hay encuentro personal con Dios que irrumpe en el tiempo y en el espacio,  el misterio sube al cielo y se celebra y queda sobre el altar «ex opere operato», pero no entra en mi corazón, porque eso tiene que ser «ex opere operantis», esto sólo puede ser por mi fe y amor personal que entra en el corazón del rito, por mi relación de amor y de unión personal que se abre y acoge el misterio, esto es, por la oración personal.

         Estoy tan convencido de esto, por mi vida y la experiencia personal y de la Iglesia, que  a veces le digo al Señor: quítame la teología, los afectos, los conocimientos de Ti, hasta la misma fe, pero no me quites la oración personal, mi trato de amistad contigo, porque si soy perseverante en él, aunque haya bajado hasta el abismo del pecado, volveré a subir hasta la cumbre de la santidad.

         Por el contrario, aunque esté en la cumbre del monte Tabor, si dejo y abandono la oración personal, no sé hasta donde pueda bajar, hasta perder la fe, al menos la fe viva y, desde luego, la experiencia de Dios. La historia así lo demuestra en negativo y en positivo, por aquí les vinieron todas las gracias a los santos que ha habido y habrá; y dejar la oración, es el comienzo de muchas deserciones cristianas y sacerdotales. Ni un solo santo que no fuera hombre de oración; luego los habrá más o menos activos, caritativos, de una línea u otra, según los carismas, pero todos, hombres de oración.

         Y esta oración personal siempre la he hecho junto al Sagrario, porque empecé así desde monaguillo, continué en el Seminario, y en mi primer destino pastoral en un pueblo de la Vera, como coadjutor primero, y luego como párroco en Robledillo de la Vera, todas las mañanas, bien temprano, mi oración personal y litúrgica, la hice junto al Sagrario. Nunca en la habitación o en la naturaleza, o mirando al cielo; lo respeto todo, pero teniendo tan cerca al Señor en amistad permanentemente ofrecida en cada Sagrario de la tierra, me sale espontáneo el diálogo, como ejercicio de fe y amor personal, sólo con mirarle.

         Y la verdad es que me dice tantas cosas desde esa presencia «silenciosa», «música callada», en armonía llena de amor, en Canción de Amor cantada eternamente por el Padre con Amor del Espíritu Santo para que todos los hombres la oigamos en concierto de Amor extremo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el cual nos introducen a todos los hombres que quieran oír esta Canción llena de la armonía de Amor del mismo Espíritu del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que lo acepta haciéndolo Padre de Amor en su Hijo.

         Teniéndolo tan cerca.... pudiendo escuchar esta sinfonía de amor Uno y Trinitario,  la verdad es que no comprendo hacer la oración, tener un diálogo de amor con nuestro Dios Trinidad en otro lugar, o no pasar largos ratos todos los días con Él.

         Ahí el Verbo de Dios, la Palabra llena de Amor de Espíritu Santo pronunciada, revelada por el Padre a todos los hombres; es música callada, brazos tendidos de amor... me parece desprecio no abrirle los míos, no quedarme escuchando su Canción de amor personal que me canta a mí personalmente, porque soñó conmigo desde toda la eternidad, desde toda la eternidad vino en mi búsqueda para encontrarse conmigo y abrirme las puertas del cielo ya en la tierra, las puertas de la visión contemplativa, llena de amor, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ha venido en mi búsqueda y ahora, en este Sagrario y momento, es el encuentro soñado y preparado por Él; no puedo despreciarlo, minusvalorarlo, trivializarlo, olvidarlo.

         Las puertas del Sagrario son las puertas del cielo, de la eternidad, porque  el cielo es Dios, y Dios trino y uno está en el Sagrario por el Padre que me dice que me quiere con su Palabra, revelada y hecha en carne de Amor por obra del Espíritu Santo, en el primer Sagrario de la tierra, que es el seno de María, Madre Sacerdotal desde la Encarnación, y luego, un poco de pan en la Noche Santa de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio católico.

         Cierto que sí, que no es fácil ver y escuchar esta Canción de Amor de Dios desde el principio, que no es llegar y pegar, pero para eso está la fe, la fe verdadera sin buscar apoyos sentimentales de ningún tipo al comienzo, sino sólo fe, música callada que para escucharla  hay que afinar mucho el oído, limpiar bien los ojos mediante una conversión sincera que ha de empezar desde ese momento: ¿Pero ahí está Dios? ¿Está Cristo resucitado? ¿Por qué no buscarlo mejor en el evangelio donde escucho más claramente su palabra? ¿Pero ahí está vivo, vivo y resucitado el Cristo de la Magdalena, del ladrón arrepentido, del centurión, de la samaritana, de la mujer que sufría flujos de sangre que con sólo tocarle quedó curada?

         Pues sí, ahí está y yo, con toda la Iglesia, doy fe de su presencia, y la amo, y la busco y me ha seducido, y ya no puedo vivir sin ella; pero ya te digo la principal dificultad para verlo y sentirlo: los pecados; los pecados son una muralla para verlo. Por eso desde el primer momento, si quieres tener experiencia de su amor: conversión, conversión, conversión, seas cardenal, obispo, sacerdote, religioso/a, bautizado: “Los limpios de corazón verán a Dios”. Y los tenemos muy sucios y opacos con nuestro yo personal cuando empezamos este camino que es fundamentalmente camino de amor de conversión. Amo y creo en la medida que me convierto a Cristo y en Cristo.

         La oración personal es esencialmente cuestión de conversión. Si me convierto, si me convierto en amor eucarístico, como el suyo, hasta dar la vida por Dios y los hermanos, hago oración más profunda cada día porque al vaciarme de mí mismo, va entrando Dios. Pero, aunque diga misa, aunque me pase todo el día celebrando liturgias o haciendo oración en su presencia, si no me convierto, si no me convierto en amor silencioso y eucarístico como Él, obediente al Padre hasta dar la vida, adorándole “en espíritu y verdad”, con amor extremo hasta dar la vida vaciándome de mí mismo, para que pueda entrar dentro de mi y hacerme así templo y Sagrario de Dios Trino y Uno, no es posible la oración eucarística, verdaderamente eucarística, que tiene matices y tonos distintos a la simplemente oración «mental».   Si no me convierto en Eucaristía, eucaristizando mi vida, no cabe Dios dentro de mí. No es blasfemia. Es una verdad teológica. Estoy tan lleno de mi mismo que no cabe el amor, los criterios, las actitudes, los sentimientos y la vida de Cristo, auque le coma eucarísticamente, pero no hay comunión verdadera, no le dejo que Él viva en mí: “El que me coma, vivirá por mí”. Después de larga purificación, haré mi primera comunión eucarística, verdaderamente eucarística.    Y esto y todo en la vida espiritual se hace por el amor personal, por la amistad personal, por el encuentro y diálogo personal, esto es, por la oración personal.

         Este libro es totalmente original en lo que digo y expongo porque  es de cosecha propia; pero no es original en el sentido de que sea la primera vez que lo expongo; no, así no es original, porque  muchas de estas  reflexiones las tengo escritas y expresadas en otros libros míos.La mayor originalidad es que aquí las digo en orden, siguiendo el camino de la oración personal eucarística, al menos como yo la he vivido, vivo y la voy descubriendo, teniendo siempre en cuenta que hay tantos caminos como caminantes. Y los respeto. Yo aquí expongo el mío, por si puede servir de ayuda a algún hermano sacerdote o seminarista. Por eso no dogmatizo.

         Expongo y con fuerza, porque es, no mi historia, sino mi vida, mi propia vida cristiana y sacerdotal, y ésa me la sé muy bien, porque para vivirla ha sido necesario muchas veces derramar sangre al tener que matar ese yo que tengo tan metido, al que doy culto, si me descuido, incluso cuando estoy dando culto a Dios.

         Está tan pegado a mi mismo ser y vivir, que hay que pasar por una verdadera muerte  mística, para matarlo. Y estoy tan experimentado en esto, que no me fío nunca de haberlo matado del todo, porque muchas veces, cuando lo creía ya muerto del todo, lo encuentro riéndose y haciendo mofa de mi diabólicamente; por eso, que no me fío de que esté totalmente muerto este pecado original, este amarme y buscarme y darme culto a mí mismo, verdadera idolatría, sacerdocio innato y natural en todo ser viviente... no me fío de que esté totalmente muerto, hasta media hora después de haber muerto para este mundo y estar ya en la presencia de mis Tres, a quienes adoro y amor con todo mi corazón.

   Las puertas del Sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el Sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el Sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el Sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El Sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero.

Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos. Así lo expresa en esta cancion trinitaria y eucarística, aunque ordinariamente sólo citamos la parte última de su poesía, que es la eucarística, la presencia eucarística. Por eso, antes de llegar a esta parte última eucarística, voy a citar la primera, la trinitaria y advierto que «de noche» para San Juan de la Cruz, significa, por la fe, sin ver con los sentidos o el entendimiento:

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche

 Aquella eterna fonte está ascondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

Sé que no puede ser cosa tan bella

y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

[Bien sé que tres en sola una agua viva residen, y una de otra se deriva,aunque es de noche].

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.                 

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a

oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.

(Es por la fe, a oscura al entendimiento, como se conoce y entra en este misterio)

 Para san Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito. Por eso hay que ir hacia Dios «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el Sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestras soberbia, envidia, ira, lujuria, sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el Sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios.” Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y san Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los Sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de Sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin Él: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste? » (C.9)

¡Señor, pues me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!VÍSPERAS

SEGUNDO DÍA

6,30 ORACIÓN DE LA MAÑANA

(HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, HABLEMOS AHORA Y DIGAMOS ALGO SOBRE QUÉ Y CÓMO ES LA ORACIÓN EUCARÍSTICA)

3. LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ES «TRATAR DE AMISTAD» CON JESÚS EUCARISTÍA

         Y este trato de amistad con Jesús Eucaristía lo hacemos por la oración personal, llamada «mental» durante siglos, para diferenciarla de la oración vocal o puramente externa, sin encuentro de amor.

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos (que) nos ama» (V 8, 5). Parece como si la Santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo de todos los hombres. De esta forma, Jesucristo, presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario, en la mejor escuela.

         Tratando muchas veces a solas con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos, con amor extremo, dándose; pero sin imponerse. Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de fe y amistad con Cristo, de aprendizaje y práctica del evangelio, de unión y experiencia de Dios, de perdón y ayuda permanente, de vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. Y de esta forma, esta escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte y nos transforma en llamas de amor viva y apostólica. La presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado para nuestras parroquias, para nuestros hogares, catequesis, trabajo, matrimonio y vida ordinaria.

         Pues bien, de esto se trata en este libro, que quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, vida cristiana, liturgia, apostolado...etc. Quiere ser una reflexión sencilla de vida eucarística, de vida de amistad con Jesús Eucaristía, de descubrimiento de su presencia amiga en cada Sagrario de la tierra, desde donde continuamente nos está diciendo:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “Ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Vosotros sois mis amigos”, “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”, “Yo doy la vida por mis amigos”.

         Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencia sacerdotal de almas, grupos parroquiales de hombres, mujeres, matrimonios, grupos de oración... etc.

         Repito: este camino tiene sus particularidades y singularidades. La mayor, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero, si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad externa de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con Él, que poco a poco nos irá descubriendo su rostro, sobre todo en nuestro corazón, donde por el amor le iremos sintiendo más cerca, y nos irá uniendo con Él, tocándole, hasta llegar a fundirnos con Él en una sola realidad en llamas.

         La fe  es la luz de Dios, el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Si Dios nos lo comunica, esto nos supera totalmente en el modo y en el contenido. Y san Juan de la Cruz nos dirá que por eso precisamente, porque nos excede y es la misma luz de Dios, nos deslumbra y nos parece no ver. Y es por exceso de luz, que supera a nuestros sentidos y razón.

         Por eso, al principio, en estas visitas, por estos diálogos, hay que tener paciencia, mientras nuestros sentidos y razón se van adecuando y disponiendo en silencio de sentidos, sin ver ni sentir gran cosa, para dialogar, conocer, y llegar a la unión de amor con el Señor Jesucristo, presente y vivo en el Sagrario,  por ciencia de amor, por noticia amorosa, por fe que se va llenando de ese amor del que está lleno Jesucristo Eucaristía, donde está por amor extremo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor, hasta el extremo de los tiempos. Esta fe del que quiere unirse a la persona amada, sin ver mucho todavía, hay que pedirla y cultivarla todos los días, especialmente al principio, en que hay que empezar a pasar de una fe heredada, que todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia personal, que nos meta en el diálogo y amistad personal con Jesucristo Eucaristía. Y juntamente con esta fe, desde el primer kilómetro de este camino o trato de amistad, hay que poner la conversión, conversión que debe durar toda la vida; y para mí, que esta es la causa principal de que se deje toda oración verdadera.

Este libro quiere ser una ayuda para amar más a Jesucristo Eucaristía. Lo he escrito pensando en todos los  católicos que tienen este privilegio de poder visitar al Señor sacramentado todos los días o con mucha frecuencia. Jesús está en todos los Sagrarios de la tierra como confidente y amigo, en presencia permanente de amor y amistad, siempre ofrecida, pero nunca impuesta.

         Me gustaría que todos los creyentes, especialmente niños y jóvenes, pasaran todos los días un rato a los pies del maestro y amigo. Y esto es muy fácil: vas andando por la calle, te encuentras una iglesia abierta, y te dices: ahí dentro está Jesús en el Sagrario; voy a entrar un rato a contarle mis cosas, mis penas y alegrías, a rezar por los problemas de mis hijos y familia… Y entras, y ya está. No te digo nada si expresamente sales de casa con este propósito: qué gozada. Lo puse muy claro en la primera página de uno de mis libros; decía así: la mejor escuela de oración: la Eucaristía; el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; el mejor libro de oración y vida cristiana, toda una biblioteca: Jesucristo Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad siempre ofrecida. ¡Qué poco se visita esta biblioteca! ¡Qué poco se abre este libro! ¡Qué poco se dialoga con este maestro y amigo! ¡Si lo visitásemos y escuchásemos con más frecuencia...! Aquí tienes una ayuda.

         Porque el Sagrario es la mejor escuela, el mejor libro, el mejor maestro y el mejor amigo, el mejor gimnasio y el mejor ejercicio para ser feliz, para aprender a amar a Dios y a los hombres, para aprender a sufrir, para tener ayuda y consuelo permanente. Es que todo lo que nos dice el evangelio y la fe es verdad; es verdad que Jesucristo está vivo y resucitado y vive por amor a nosotros en el Sagrario, es verdad que allí le encuentran las almas despiertas y llenas de fe, es Él, y está ahí tan cerca, en el Sagrario, el mismo Cristo de Palestina y del cielo, el que acariciaba a los niños, perdonaba a los pecadores, hablaba con las prostitutas, tocaba a los leprosos, arrastraba a las masas emocionadas…

         El libro que tienes en tus manos es fruto de estos ratos de oración junto al Sagrario, y lo escribo como prueba y testimonio de amistad y agradecimiento al Señor, sacramentado por nuestro amor; y también para ayuda de los que quieran dialogar y tratar de amistad con Él. De Cristo Eucaristía lo he aprendido todo y quiero seguir escuchándole y amándole toda mi vida.

         Para conocer y amar más a Jesús Eucaristía sólo se necesita un poco de fe y de amor, o si queréis, como hablo a  personas ya creyentes, sólo se necesita amar, más simple, querer amar al Señor.

         El que quiere amar a Jesús va a visitarle en el Sagrario, porque ciertamente está en más sitios, como dice el Vaticano II, pero ahí es donde está más real y verdadero, todo entero, con todo su evangelio y salvación, vivo, vivo y resucitado, el Viviente, Alfa y Omega de todo para todos, la Hermosura y la Palabra del Padre para nosotros, en la que el Padre Dios, lleno de Amor Personal y esencial a Él, nos dice en «música callada», en «silencio sonoro» su canción de Amor Personal a los hombres, y nos da todo su Ser por participación de Amor y nos dice la canción de amor más hermosa que ha existido en el mundo, cantada desde el Padre por el Hijo encarnado por la potencia de Amor Personal del Espíritu Santo, su esencia y abrazo infinito de felicidad y de gozo eterno, que quiere ya empezar a compartirlo en la tierra con todos nosotros. Si el cielo es Dios, el Sagrario es el cielo de Dios en la Tierra, porque allí por el Hijo habita toda la Trinidad Santísima.

         El creyente que va a visitar al Amigo que siempre está en casa, ya le está amando con esta expresión de fe personal, simplemente con su presencia en el banco de la iglesia; su presencia ante el Sagrario indica que con su mirada, con su oración, cree, ama y espera en Él, y más tarde o temprano, irá pasando de una fe heredada, más o menos seca, a una fe personal que terminará en experiencia viva del Amado.  Precisamente ésta es la orientación que he querido dar a este libro: invitar a todos los católicos a visitarlo e indicar un poco este camino de oración eucarística, de diálogo y amistad con Jesús en el Sagrario, especialmente en los primeros kilómetros, que hay que andarlos un poco en fe seca, a oscuras de luz y sentimientos, sin sentir ni oír nada o casi gran cosa, sólo barruntándolo por la fe.

         Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro fueron escritas mirando al Sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así fueran también leídas, meditadas y oradas: a los pies del Maestro, como María en Betania.

         Esto para mí es importantísimo, casi determinante. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza y vitalidad. Pensad que muchas  de estas reflexiones fueron escritas hace más de cuarenta años en un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado, ­«contemplata aliis tradere» (predicar a los demás lo que se ha contemplado en la oración; hablar con Dios antes de hablar a los hombres de Dios). Me lo llevaba para anotar lo que el Señor me inspiraba: ideas, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías.

         Este método lo he seguido hasta el día de hoy. Yo hago siempre la oración, todas las mañanas, muy temprano, a solas en la iglesia, mientras la mayor parte de mis feligreses duermen. Hago la oración personal mirando a Jesús en el Sagrario, porque me resulta más cómodo y lógico bajar a donde está Él para hablar y dialogar con Él, porque en el Sagrario y desde el Sagrario me enseña muchas cosas, porque, estando tan cerca, le escucho mejor y me instruye, corrige y me llena de sus sentimientos y aptitudes eucarísticas; ante el  Señor en el Sagrario, me sale espontáneo el diálogo con Él, y teniéndolo tan a mano y entregado y esperándome siempre, no me gusta hacer la oración en ningún otro sitio, porque Él es el Amigo, que siempre está en casa,  que siempre me está esperando.

         Para eso se quedó. Y no quiero defraudarle. Termino: este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía, para el trato de amistad con Él en el Sagrario. Si os sirve para esto, ¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!

SEGUNDA PARTE

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

EN LA ESCUELA SECUNDARIA DE LA EUCARISTÍA.

 

2, 1. Orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡Si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor...! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt 23, 8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

          En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[5].

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fin, sin quedarnos en las técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fin y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fin donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

2. 2. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dioses origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generosoe infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde,la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo trascendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fin, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y trascendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemosempezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

         «Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el Sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo Sagrario, mejor dicho, que Cristo en el Sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los Sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el Sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el Sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del Sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

2. 3.- Orar es también meditar

La oración cristiana tiene un itinerario  más o menos recorrido por todos, pero desde el principio siempre será amar, querer amar más, buscar amor, aunque no se sienta ni seamos conscientes de ello. Y para eso el primer paso ordinariamente podrá ser lectura de amor, sobre la cual meditamos, y luego oramos y amamos y dialogamos con el Señor. La finalidad de todo siempre será el amor, lo demás serán medios, caminos, ayudas.

Cuando yo leo el evangelio, los dichos y hechos de Jesús, yo me dejo interpelar por ellos, los medito e interiorizo, para terminar siempre hablando, dialogando sobre estos dichos y hechos de Jesús con Él mismo. Y ese amor, como somos pecadores, se manifestará desde el principio en la conversión de nuestros criterios, afectos y acciones, que deberán conformarse a  los de Cristo. Aquí me juego mi amistad con Cristo, mi oración, mi unión, mi santidad.

Otras veces puedo leer y meditar lo que otros han orado sobre estos dichos y hechos de Jesús. Te voy a poner un ejemplo con esta oración de Santa Brígida, que a mí me gusta y me ayuda a interiorizar y comprender todo el amor de Cristo en su pasión y muerte y me obliga a corresponderle.

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a ti,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[6].

Este es el Cristo que adoramos en el Sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al Sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el Sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo. Y todo esto nos lo quiere enseñar y comunicar. Y nosotros, si queremos ser sus amigos, tenemos que empezar a escucharlo, dialogarlo y vivirlo en nuestra propia vida. Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciéndonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmentepara los que le adoran en este misterio.

LAUDES:

4. LA PRIMERA ORACIÓN EUCARÍSTICA QUE ESCRIBÍ EN MI CUADERNO DE PASTAS GRISES

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico hace ya casi cincuenta años, porque me ordené en junio del 1960 y, si Dios quiere, haré mis bodas de oro sacerdotales en junio del 2010.

La escribí en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos, que, junto al Breviario, me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere--. Y ahora te la voy a exponer tal y como la tengo escrita:        

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste. ¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Última Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con Él  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

(COMPRUEBO QUE PIENSO SIEMPRE IGUAL, EN TODOS LOS LIBROS, UNAS VECES PONGO PRIMERO LA FE, OTRAS LA ORACIÓN, PARA EL ENCUENTRO CON CRISTO PORQUE LAS DOS ESTÁS UNIDAS, SON ENCUENTRO CON CRISTO DE FE POR LA ORACIÓN)

5. NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE VIVA PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO  

         Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que santa Teresa

(COMO COMPLEMENTO DE LA FE, PONGO A LA NECESIDAD DE DIALOGAR, HABLAR CON CRISTO, QUE NO ES OTRA COSA, Y PONGO A LA SAMARITANA COMO MODELO CON DOS O TRES PREGUNTAS)

1. 3. Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe y del amor

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quienconfesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que vive en amor  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme solo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

(DARLES POR ESCRITO Y BREVE CON PREGUNTAS LO DE LA SAMARITANA PARA QUE MEDITEN; YO LO DOY AMPLIO EN LA MEDITACIÓN, A ELLAS, UN RESUMEN Y PREGUNTAS QUE MEDITAMOS EN COMÚN SOBRE LA FE, EL DIÁLOGO-ORACIÓN CON CRISTO…)

MISA:

HOMILÍA DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

10,30 MEDITACIÓN DE LA MAÑANA:

LA CUMBRE DELA ORACIÓN: CAMINOS: LA SAMARITANA, EL TABOR Y PENTECOSTÉS

EMPIEZO EVOCANDO EL TABOR, PARA DEMOSTRAR QUE NO SE TRATA DE VER FÍSICAMENTE, SINO ESPIRITUALMENTE: PENTECOSTÉS:

El TABOR


“Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén.        Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle. Y, cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc 9, 28-36).


         En esta experiencia de gracia del Tabor, los discípulos escogidos por Jesús, sienten la seducción del más bello entre los hijos de los hombres, escuchan la voz del Padre que les pide seguir al Hijo y se sienten envueltos por la nube del Espíritu.
Elijo el episodio del Tabor como el pórtico de entrada a todas las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales, porque aquí es donde la voz del Padre ha revelado al Hijo y porque aquí es donde Jesús ha vivido con sus discípulos una experiencia que los prepara y capacita para comprender más tarde la verdad de la pasión y el camino que les llevará a la cruz y a la resurrección.

         Ellos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos. Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con ellos y para que se sientan y se realicen en el Hijo, como los hijos predilectos del Padre, llamados al desierto de la oración (interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación), a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con ellos. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de experiencia de gracia, donde vamos a transformarnos haciéndonos los verdaderos discípulos de Jesús.

         Quiero comenzar contemplando esta historia evangélica, actualizándola, para que también aquí y ahora, la palabra de Dios, sea creadora de una experiencia religiosa. La composición de lugar de un episodio bíblico nos ayuda, ya que con ella cada uno se hace a sí mismo parte del misterio que vamos a contemplar. Es oír lo que Jesucristo nos dice, en nuestra propia situación existencial; es ver lo que él quiere realizar hoy en nosotros y mediante esta experiencia religiosa que produce en nosotros “lo que se escribió para enseñanza y consuelo nuestro” (Rom 15, 4). Es aprender a ser testigos de Cristo y a elaborar nuestra propia respuesta dentro del tiempo en que nos toca vivir y con los medios históricos que tenemos a nuestra disposición. Comenzamos nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, la palabra de Dios sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida.

         Pero es especialmente en san Lucas donde se halla una teología extraordinaria del hoy salvífico. El tiempo presente es el hoy de que disponemos para salvarnos, para ser felices. El tercer evangelio lo usa con frecuencia relacionándolo con Jesús. Así los ángeles dicen a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (2, 11). Jesús se aplica la profecía de Isaías: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (4, 21). Las gentes proclaman asombradas ante los milagros del Señor: “Hoy hemos visto cosas admirables” (5, 26). A Pedro le dice Jesús: “Hoy no cantará el gallo antes que me hayas negado” (24, 34), y al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23, 43). De este modo los evangelistas expresan su convicción profunda de que Jesús es contemporáneo de todos los hombres. Ahora sigue llamando, hablando y salvando a los que desde siempre ama.
El mismo Dios que se ha revelado a través de una serie de sucesos pasados, continúa revelándose en el presente. Esta actualidad de la palabra de Dios la hace la guía normativa más eficaz de la experiencia religiosa cristiana.

Actualicemos esta escena evangélica


         Veamos y escuchemos. Ver y oír es un díptico frecuente en la Biblia para hablar de las realidades celestes. Miremos a Jesús “con sus vestidos resplandecientes”, tan blancos que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo (Mc 9, 3).

         Sintámonos elegidos, arrancados del ambiente en el que vivimos y llamados a subir con él al monte santo. Otros se han quedado en Darburiye —así se llama el pueblo que está en la falda de la montaña donde han permanecido los demás apóstoles y los discípulos— y, que es el símbolo del lugar habitual de la vida, con las preocupaciones cotidianas y quizá envueltos en la rutina.

         “Dijo Yahvé a Moisés: prepárate... sube, al amanecer, al monte Sinaí. Allí, en la cumbre del monte, te presentarás a mí. Descendió Yahvé, en forma de nube, y se puso allí junto a él” (Ex 34, 2.5).

         Nosotros nos encontramos allá abajo, en la rutina. “Prepárate. Sube”. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Pero nosotros hemos de subir.

         Llegamos cansados a este retiro. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “«Si quieres, puedes seguirme...Si alguno se quiere venir conmigo... Estoy a la puerta y llamo... «Si alguien me abre». Es el dulce huésped del alma.

         El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

         La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.

         Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: “tomar la cruz, negarse a sí mismos”. Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

         Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oyeron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

         Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

         Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu santo descendió sobre ellos.

         La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

         Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte en nuestro mundo.
         Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. Y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

         Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino7.

         La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

PERO A PESAR DE HABERLE VISTO Y HABLADO DE LA MUERTE Y PASIÓN, CUANDO LLEGA, TODOS LE DEJAN Y PEDRO LE NIEGA, SÓLO JUAN PEMANECE, EL MÍSTICO.

AHORA PONGO PENTECOSTÉS

LA IGLESIAHANACIDO DE LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS, ha nacido de la experiencia del amor de Dios, “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”.

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia. No hay experiencia de Dios,  nota esencial y constitutiva  de la Iglesia y de su misión

La Iglesiaes proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

         La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

         A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:“Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

         Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

         Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

         La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

         Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

         Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

         Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

         En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.          Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido

         Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

         Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

         Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

         Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

         Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

         Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta PastoralNovo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

         Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.

         En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

         Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

         «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu. En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito. Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[7]

Dice el Vaticano II:«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[8].

         Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[9].

         Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

         Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[10].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[11].

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

         Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en».

De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor.

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto. Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor[12].

5. 3. Este mismo Espíritu Santo de Pentecostés, Espíritu de Cristo resucitado, vino también sobre Pablo y todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

         Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todoslos días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

4,30 MEDITACIÓN DE LA TARDE

MEDITACIÓN: «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «O felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.        

Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad:   “ En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

Sigue San Juan: “ y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7 ) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo.

         Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la  Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder.... cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría. Todo lo que El sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es cómo entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor del Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios...” En el principio, no existía nada, solo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad...en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en si, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo actor infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino-Espíritu - Santo, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, que sin el Hijo no sería Padre, por la misma potencia infinita de Amor, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz el Padre, el Hijo y el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo amor y esencia infinita, con que el Padre se dice totalmente en Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo(Jn13,3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza.

Él que es Amor quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oraciónB  conversiónB  unión Btransfiguración transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana en hijo adoptado, elevado y amado.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado».

« Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en El transformada, aspira en sí mismo a ella...»

« Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C B 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “ a su imagen y semejanza», palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “ Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

A otra alma mística, santa Angela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: «¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

2. RESUMIENDO:

         No llegamos a la experiencia mística de Dios, porque no hacemos oración, y no hacemos oración contemplativa, unitiva, porque esto supone transformación en Cristo; y esta transformación, preguntádselo a san Juan de la Cruz, que es lo principal por lo que escribió sus libros, supone y exige la muerte de nuestro yo, exige  mortificación y purificación y esto es doloroso, terriblemente doloroso en etapas un poco elevadas; y por eso dejamos la oración; esta es la razón última por la que abandonamos la oración personal: porque ésta nos va exigiendo la muerte de nuestros sentidos y pecados y proyectos y formas egoístas de vivir, porque Dios nos quiere poseer totalmente con su amor, y estamos tan llenos de nosotros mismos, de nuestros deseos y ambiciones y amor propio que no cabe «ni Dios»,  y esto ni el mismo Dios lo puede hacer, con todo su poder infinito, si nosotros, libremente, no le permitimos hacerlo; lo que ocurre es que, al hacerlo Dios y no nosotros, como estábamos acostumbrados en la primera purificación y oración, a que era más nuestra que de Dios, y por eso tenían aún muchas imperfecciones, resulta que el alma cree que ha perdido la fe y el amor, porque no los siente como antes, no hace ella la oración y la purgación, las va haciendo Dios directamente y nos va vaciando de nosotros mismos, de nuestras ideas y afectos egoístas, al mismo tiempo que se nos da directamente por unión de amor que a la vez que nos da vivencia y calor nos purifica.

         Entonces, y a medida que vayamos permitiendo a Dios obrar su purga y purificación en nosotros, va entrando Dios en nuestra vida y amor, y lo vamos sintiendo, y gozando y experimentando;  pero una cosa es cortar las ramas de mi yo, del pecado original, del cariño que me tengo a mí mismo que siempre me estoy buscando, y otra cosa es cuando Dios  toma las riendas de esta purificación, porque nosotros no podemos ni sabemos hacerlo en estas alturas de la oración contemplativa en que Dios quiere sumergirnos; tiene que ser su Amor, su Amor Personal de Dios Uno y Trino, Espíritu Santo por el amor loco y apasionado que nos tiene, el que se dispone a quitar las raíces del yo, de nuestros defectos, y entramos en las noches pasivas de la fe y del amor de san Juan de la Cruz, y acompañamos a Cristo en el Getsemaní de nuestra pasión y muerte de las raíces de nuestro yo, porque uno siente como si Dios le hubiera abandonado porque no lo siente como antes, porque siente con y en Cristo como si estuviera abandonado del mismo Dios, como a Cristo le «abandonó la divinidad» para que pudiera sufrir y redimirnos de nuestros pecados:“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.

         Pasadas estas limpiezas y purificaciones y muertes de las raíces del yo, consecuencia del pecado original, viene la experiencia mística, la oración contemplativa, la unión total con Dios en cuanto es posible en esta vida, viene el éxtasis, el salir de nosotros mismos para vivir en Dios, pero con toda mi vida poseída y llena de mis Tres:

«Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.         

Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido;

que andando enamorada,

me hice perdidiza, y fui ganada».   

14. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXIGENCIA DE CREACIÓN, RECREACIÓN, BAUTISMO, ORDEN SACERDOTAL Y APOSTOLADO EN EL ESPÍRITU DE CRISTO

         Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo ( Adv. Haer. 4, 20,7).

 Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero). Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado y he sido creado para amar en Dios.

Me parece que en estos tiempos se insiste poco en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres, que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos: la Experiencia del Dios vivo y verdadero, Uno y Trino:

         «La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El «quaerere Deum» y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo» (BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60).

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He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, de cierto desencanto de la fe, de los creyentes teóricos, la mayor necesidad y a la vez la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; por otra parte y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que se ha quedado sin Dios, sin experiencia de Amor; que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios.

Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos y los vecinos no existen, porque no existe Dios Amor en este mundo, lleno de sexo, pero falto de la experiencia de un Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor” y fuente del amor verdadero.

Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida. Y no basta saberlo, hay que vivirlo.

Y esto lo tenemos poco en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Pentecostés, como existió en la Iglesia apostólica y de los Padres de la Iglesia, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia de Dios a este mundo secularizado; ¡qué homilías y sermones más maravillosos sobre el Espíritu Santo y la experiencia de Dios en los primeros siglos de la Iglesia! Olvidamos, por el bajo nivel de fe de nuestros cristianos actuales, que, por el sacramento del bautismo hemos sido injertados en Cristo resucitado, en su vida y gozo y sentimientos, de los que participamos por la vida de gracia, la misma vida de Dios.

El Vaticano II nos dirá que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a la unión de amor con Dios, a la unión transformadora en Dios, a la visión de Dios, a la felicidad eterna en Dios Trino y Uno. Y para hacer a todos los hombres partícipes de esta gracia y experiencia eterna de Dios que empieza aquí abajo, existe el sacerdocio; los sacerdotes somos presencias sacramentales de Cristo, prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal, o si quieres, los sacerdotes prestan a Cristo su humanidad, su palabra, sus manos, sus sentimientos, su amor, para que Cristo puede seguir cumpliendo el proyecto del Padre, la salvación eterna, llevarlos a todos a la visión intuitiva y eterna en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y esto, si llega a realizarse, se siente y se experimenta. Claramente en los santos. Pero es que todos estamos llamados a esta identidad de vida y sentimientos con Cristo, Único Sacerdote del Altísimo.

Como consecuencia, las ovejas tienen derecho, por proyecto del Padre y del Hijo, y los sacerdotes tenemos la obligación por el Sacramento del Orden, de tener y sentir y vivir los mismos sentimientos de Cristo, o dejar que Cristo los viva en nosotros y a través de nosotros, que es lo mismo.

Las ovejas de Cristo, los bautizados, tienen derecho a exigirnos esta santidad, esta vivencia, esta experiencia de Cristo en nosotros, en razón, tanto de creación por el Padre, como de recreación por el Hijo: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”;  y nosotros tenemos el deber, la misión y la obligación, por el sacramento del Orden, que nos hace ser y existir en Cristo, a tener sus mismos sentimientos, esto es, a vivir en Cristo, a  tener experiencia de lo que somos y existimos, de nuestra identidad en Cristo, de sentir los gozos y vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo... me alegro hasta en mis debilidades, porque así habite en mi la fuerza de Cristo... todo lo puedo en aquel que me llena con su mismo fuerza...”.

Esta misma obligación aparece muchas veces en el evangelio, en los mandatos y recomendaciones de la predicación de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... como los sarmientos están unidos a la vid, así vosotros en mí... sin mí no podéis hacer nada”. Sin mí no podéis ni debéis hacer nada; y para esto, para no convertirnos en unos profesionales de lo sagrado, necesitamos, por mandato e institución sacerdotal en Cristo, tener experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, necesitamos la experiencia de Cristo en nosotros o nosotros en Cristo para saber, saborear, gustar, comprender, porque no se comprende hasta que no se vive, necesitamos la vivencia de lo que hacemos, predicamos o celebramos.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes…etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según san Juan de la Cruz.

Pregunto a los cristianos bautizados en Cristo: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó? ¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo?.

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero manifestarte que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». 

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, san Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al «sentido», esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios.

Al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino que ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo, necesita tu experiencia, la vivencia de tus sentimientos, necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste. Y este Espíritu es tu experiencia de amor, tu mismo amor sentido y vivido en nosotros, es experiencia de Pentecostés, como en los Apóstoles.

Termino con esta oración de la Beata Isabel de la Trinidad que rezo y medito e interiorizo todas las mañanas en mi oración y que ella compuso de una tacada y sin correcciones el día de su profesión religiosa como Carmelita:        

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Oh Díos mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierta en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñada para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz ¡Oh amado astro mío! fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

Y vos, oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

Oh mis Tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a Vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en Vosotros, hasta que vaya a contemplaros en vuestra Luz, en el abismo de vuestras grandezas.

(Sor Isabel de la Santísima Trinidad, 21 noviembre 1904).

VÍSPERAS:

DÍA TERCERO

6, 30: 1ª ORACIÓN DE LA MAÑANA

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él. 

Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

 El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

LAUDES: LA ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA

MISA:

HOMILÍA: LA EUCARISTÍA COMO MISA

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

         Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

10,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

Jesús, antes de marcharse, instituyó como misterio total de su vida y misión la Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conseguir por su vida, rematada con la pasión, muerte y resurrección. 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL:

 Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

         Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

         A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

         A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

         Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

         El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

         Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

         Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

         Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

         Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

         La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

         Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

         Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

         Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

         En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

TERCERA PARTE

LA ESPIRITUALIDAD DELA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

 

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

         Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

         Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.      Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

         Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

         Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”  Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras,  humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

         La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

         Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre                                                                                                      

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “… es Cristo quien vive en mí...”

         Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia,todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

         Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:      

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

4, 30 ORACIÓN DE LA TARDE

DOS RESÚMENES DEL ITINERARIO DE LA VIDA DE ORACIÓN; ESTE PRIMERO, TOMADO DEL ÚLTIMO LIBRO LA IGLESIA NECESITA SANTOS. EL SEGUNDO, MÁS LARGO, ES EL DE LA EUCARISTÍA....

15. BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL

         Repito y lo hago por tratarse del camino más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, qué es lo que te dice a ti y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos.

Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que empiezan por meses y luego pueden durar años y años, según el proyecto de Dios y la generosidad del hombre, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Y cuando el alma haya sido purificada por esta llama de amor viva de la contemplación, que, a la vez que calienta de amor, la quema todo su amor propio, de todos sus apegos y tendencias al yo personal,  pasando ya totalmente a Dios: “vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi... para mi la vida es Cristo...”, envuelta en esta profunda oscuridad y noche de fe y amor, pero más cierta y segura y feliz que todos los razonamientos y amores humanos del yo,  la criatura, transcendida y «extasiada» y unida o salida de sí misma en Dios,   llegará  al abrazo y a la unión total transformada en el Amado y diciendo y alabando la noche de fe y amor y purificación y purgación y mortificación : «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

En relación con esta evolución y purificación de la fe, quiero poner una página de un autor muy querido por mí desde mis estudios en Roma; el trabajo es reciente y el autor es  Jean Galot:

    «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de Mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

         Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

         María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

         Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

         Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

         Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

         ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? Hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

         Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

         El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”.

         Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

         En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

 

¡Ven, Espíritu Santo,

te necesitamos, te necesita

esta Iglesia nuestra!

 

2. 9.  Breve itinerario de oración eucarística

         Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia...   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

         «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del Sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ( no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del Sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...”.

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fin, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión». 

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

2. 10. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 25)

Esto mismo que acabo de decir, pero con otras palabras, es lo que podemos encontrar en este pasaje evangélico:

“Por aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30).

Jesús,  movido de ternura y compasión hacia sus discípulos y hacia los que quieran seguirle, en todos los tiempos, nos invita a venir a él, a dialogar y encontrarse con su persona y su palabra, que nos llenan de paz y sentido, de seguridad, de certezas definitivas:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados...”  Nos lo dice hoy y ahora mismo  este mismo Cristo, que  está cerca de nosotros aquí, en el Sagrario y desde ahí nos repite estas mismas palabras de Palestina. Está tratando de consolar y de ayudar a los discípulos, que se han quedado un poco perplejos por la exigencias del reino, del seguimiento...y sin embargo, nada más decir estas palabras de consuelo, no les dice, os quito esto o aquello o no es tanto como os suponéis... sino que añade, reafirmándose: “Cargad con mi yugo....” y ¿cuál es ese yugo?              “ aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

           Esto es lo que vengo diciendo repetidas veces en este libro: sin conversión no hay amistad ni discipulado ni seguimiento del Señor. Y por ese camino nos tienen que venir todas las gracias sobrenaturales, todos los conocimientos y amores a Dios y a su Hijo.“Nadie conoce al Padre sino el Hijo...” La fe no son verdades ni ritos ni ceremonias, la fe fundamentalmente es creer y aceptar a una persona y esa persona es Jesucristo. El cristianismo es fundamentalmente una persona, Jesucristo, y éste, crucificado. Somos seguidores de un crucificado

“En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierde por mi, la encontrará” (Mt 16,21-25).

Quisiera resaltar que el pobre Pedro, que quiso decirle al Señor, que no se preocupase, que eso no pasaría, recibió una de las palabras más duras del evangelio(Satanás! Y es que para Cristo, como para todos los santos, la voluntad del Padre está por encima de todo y  nadie le apartará de este camino, que les lleva a la unión suprema con Él,  aunque sea un camino lleno de sufrimientos y de cruz y dolor. A veces, este convencimiento, les hace decir a los santos ciertas frases, que suenan a puro dolorismo, de buscar el dolor por el dolor. ¡jamás las interpretéis así! No quieren el dolor por el dolor sino que están tan convencidos de que han de abrazarse con el crucificado para identificarse con Él, que identifican unión con Cristo y sufrimiento, cristianismo y dolor.

         Creer en una persona, en Jesucristo, quiere decir, aceptar su persona, su amistad, porque nos fiamos de ella y tendemos a hacernos una cosa con ella por el amor, aunque nos cueste sacrificios. Lo que se cree, en el fondo, no son verdades, ideas ni siquiera tan elevadas como el cielo, la gracia, la vida eterna, el pecado....sino que se  cree y  se fía uno de esta persona y esto es la mejor forma de amarla y honrarla.  Si fuera lo primero saber verdades, la religión sería cuestión de inteligencia y los sabios serían los preferidos en el reino. Pero bien claramente dice Jesús que no es así, que es cuestión de fiarse, de amar y confiar en su persona y, por tanto, el cristianismo es cuestión de amor, porque es cuestión de amistad. Arreglados van los que quieran encontrarse con Cristo única o principalmente por el entendimiento o las ideas o la misma teología. Jesucristo, la eucaristía, el misterio cristiano es cuestión de amor, la teología va detrás de la fe y debe ser siempre sierva respetuosa, humilde, arrodillada, sobre todo, cuando no comprenda.

Pregunten a los santos, que son los que verdaderamente han conocido a Cristo y  su evangelio y en Él encontraron el tesoro de su vida, por el cual lo dejaron todo; pregunten modernamente a Santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, a Teresa de Calcuta y tantos santos «ignorantes»de la teología especulativa, que viven aún  en este mundo. Todo lo aprendieron por la oración y  la amistad con Cristo Eucaristía. Entonces es cuando entran los deseos de estudiar y leer teología, mucha teología, como Teresa de Jesús.

 Por eso, Jesús anima a todos a que le busquen así, porque es la mejor y más completa forma de encontrarle: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. Y para que no quede ningún resquicio, por donde pueda escaparse el sentido que Él quiere dar a estas palabras suyas ni vengan luego los sabios con interpretaciones manipuladas,  añade:“Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Da gracias al Padre por manifestarse a los sencillos, porque el mensaje y la palabra de Cristo sobre el reino, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, la fraternidad que Dios quiere entre todos los hombres, la verdadera justicia, la paz de la humanidad no se comprende totalmente por vía de inteligencia e ideas humanas sino por revelación de amor, que Dios concede a la gente sencilla y se niega a los sabios autosuficientes.

Los que están más vacíos de sí mismos, “los pobres en el espíritu”, los que no se fían de sí mismos son los que se abren a Dios, a su revelación en Cristo y a los mismos hermanos con mayor facilidad. Porque la fe-confianza en Dios es la que nos da acceso a este conocimiento superior de Dios, en el que sólo nos puede introducir el Hijo, que es su Palabra pronunciada con Amor-Espíritu Santo para nosotros. La verdadera teología siempre se estudiará de rodillas, es decir, dando  preferencia a la fe y al amor, pisando sus huellas, siempre será  arrodillada.

         La fe cristiana es una clase especial de conocimiento porque es Asabiduría amorosa@ según S. Juan de la Cruz. Hay una base objetiva de contenido intelectual, pero que no se comprende si no se vive, si no se ama, si el Espíritu Santo no nos lleva hasta la verdad completa. Mucho sabían los discípulos sobre Cristo, incluso lo vieron resucitado, pero hasta que no vino el Espíritu Santo, no llegaron a la verdad completa, porque entonces fue cuando no solo conocieron sino que vivieron en su corazón al Señor y dieron la vida por Él. Por el Cristo simplemente conocido por la teología o una fe teórica, pocos están dispuestos a dar la vida. Buena será la teología, pero siempre llena de amor.

Fijaos qué cambio en S. Tomás de Aquino al final de su vida. Quería quemar todo lo que había escrito. Es que la teología completa, la verdad completa, como afirma el Señor, en el evangelio, pasa por el amor, por el Espíritu Santo. Preguntádselo a los mismos Apóstoles: han visto al Señor resucitado, le han tocado y siguen con miedo; desaparece el Señor, no le ven con los ojos de la carne, pero sí con los ojos del amor, porque viene el Señor a su corazón hecho fuego de Espíritu Santo y abren los cerrojos y las puertas y predican abiertamente y dan la vida por Él. San Juan de la Cruz habla de «sabiduría amorosa», «noticia amorosa», «llama de amor viva», y «aunque a V. R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan » (Prólogo C, 4).

Acabo de leer un libro de F. X. Durrwel, que termina así: «He dicho que el misterio pascual desborda por todos lados y es imposible en pocas líneas hacer una síntesis. Sin embargo, existe una palabra capaz por sí sola de enlazar toda la gavilla:  «Lo que las inmensidades no pueden encerrar, se deja contener en lo que hay de más pequeño. Tal es exactamente el sello de los divino». San Juan nos ha proporcionado la palabra a la medida de lo inconmensurable: “Dios es amor” (Jn 4,16). El infinito no es sino Amor... Tanto para el conocimiento como para la santidad de vida “el amor es el vínculo de la perfección” (Col 3,14): he ahí el nombre de la síntesis.

Se sabe así que hay un conocimiento mucho más elevado que la ciencia teológica: “Quiero mostraros un camino mejor”, dice San Pablo (1Cor 12,31), el del amor; que conoce por comunión. La teología es sólo una aproximación; únicamente el Espíritu de amor Aintroduce en la verdad total@ (Jn 16,13). Jesús es la morada de Dios entre los hombres: el misterio encarnado. Para conocer, es necesario vivir en esa morada. Jesús es la morada y es, al mismo tiempo, la puerta de entrada: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9). El Espíritu Santo es la llave. En la hora de la Pascua de Jesús, se ha dado vuelta a la llave de amor, y se ha abierto, ancha, la puerta; es invita a conocer amando»[13].

Creer, en definitiva, es aceptar por amor la persona de Jesucristo, reconocer al Dios de Jesucristo, optar por su evangelio, seguirle, aceptando su estilo de vida y de compromisos porque le creemos  vivo, vivo y resucitado. Y por eso Jesús se ofrece y presenta en este evangelio como el único camino, que nos puede llevar al Padre, porque es el Hijo: “Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera reveler”.

 Y si a pesar de esta reflexión evangélica, que acabo de hacer, alguno siguiera un poco asustado con todo lo dicho anteriormente sobre la conversión total y renuncia al yo que el Señor exige, quisiera con esta reflexión, que pongo a continuación,  demostrar que este es el plan de Dios al crearnos y que para esto hemos sido redimidos. Quiero animar a todos a entregarse confiadamente a Dios, que nos ama infinitamente y por eso nos purifica de todo lo que no es Él, para llenarnos plenamente de su amor. De esta forma quiero ayudar un poco a comprender el amor primero, infinito e inabarcable de Dios, que es último y eterno y definitivo. Para que nadie se eche para atrás y  superemos la muerte del yo, martirizados por el fuego abrasador del amor infinito de Dios, que quiere llevarnos a su mismo fuego de amor trinitario, pero que antes debe quemar todas nuestras impurezas, limitaciones e imperfecciones, frutos del pecado original, que nos inclina al amor propio, por encima del amor absoluto y primero a Dios.

COMPLEMENTO DE ESTOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

LA ORACIÓN MÍSTICA: SAN JUAN DE LA CRUZ

 

1.  MI ÚLTIMA LECCIÓN DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

         Con santa Teresa hemos hablado de la oración mental, de la oración personal en su etapa meditativa, discursiva, etapas iniciáticas y primeras. Con san Juan de la Cruz quiero hablar ahora de la oración contemplativa, unitiva, que es la oración propiamente de unión y transformación en Cristo. Son las etapas místicas, esto es, quiero hablar de la experiencia de Dios en San Juan de la Cruz, porque para mí, como profesor de Teología Espiritual, es la verdadera experiencia de Dios posible en este mundo por la gracia y las virtudes teologales.

         Hablar de experiencia de Dios en San Juan de la Cruz es hablar de la contemplación infusa, «medio adecuado» para llegar a ella según el Doctor Místico,  y hacia la cual  mira y se dirige el Santo desde la primera página de sus escritos; y hablar de la contemplación en San Juan de la Cruz es hablar de la oración personal, de la que el santo es maestro insuperable con Santa Teresa de Jesús, sobre todo, en las etapas más elevadas de la  unión y transformación en Dios, por la experiencia de la Santísima Trinidad en lo más profundo del alma. 

Quiero añadir en este aspecto que hablar de oración en San Juan de la Cruz es hablar de «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa», «ciencia infusa», «luz divina e influencia de Dios en el alma» «oración unitiva o transformativa», «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que es la contemplación infusa o pasiva, por la que Dios se comunica al orante y el alma llega a la «unión perfecta con Dios»...

Para san Juan de la Cruz estos conceptos y realidades están tan unidos y entrelazados que no pueden separarse, a no ser que queramos tratar de cada uno específicamente. De todos ellos hablaremos, aunque brevemente. Y digo brevemente, con toda verdad y humildad, como lo pueden confirmar mis alumnos del último curso, Antonio María, Ismael y Félix, que profundizaron en esta materia y me ayudaron a rematar algunos puntos, y sobre todo, porque la contemplación y noche pasiva de espíritu en San Juan de la Cruz fueron los temas elegidos por mí para mis estudios universitarios en Teología.

Me alegra muchísimo terminar hoy mi última lección de Teología Espiritual con el mismo tema con que lo inicié en la Universidad  de Roma. Gloria y alabanza sean dadas a la Santísima Trinidad, que, por medio de mi Seminario, realidad tan querida y orada por mí, y en su representación, por los que rigen su marcha, Sr. Obispo, Superiores y Sr. Director del Instituto Teológico, han hecho posible mi despedida como profesor con esta última lección, con el tema de la transformación en Dios, por medio de la oración contemplativa, dictándola en el lugar más amado, mi seminario; ante las personas más valoradas y queridas por mí, los seminaristas y los sacerdotes de Cristo; y ante una representación de hermanos de la parroquia, especialmente de San Pedro, a los que con dedicación total he entregado mi vida hecha oración o mi oración hecha vida, en el nombre de mi Dios y Señor, Jesucristo, por el que fui llamado al sacerdocio, a la amistad total que siento vivamente en ratos de oración y de liturgia sagrada, y a quien con todo amor  reconozco que por la oración, el Señor me ha seducido y conquistado, y quiero serlo todo para Él como Él primero fue y es todo para nosotros; Dios, oración, sacerdotes, seminario, parroquia, he aquí las realidades más queridas por mí, siempre en y desde ese orden de amor, de verdad y de gozo.

Termino esta introducción añadiendo que, al tratar hoy estos temas como profesor de Teología Espiritual, quisiera hacerlo lleno del fuego de mi maestro san Juan de la Cruz, que a la vez que escribe profunda y encendidamente de estos temas de la oración y de la unión con Dios, como ningún otro lo ha hecho, al menos para mí, lo hace también lleno de deseos de contagiar su pasión por Dios en la oración contemplativa, único y esencial medio para la unión de amor, animando a todos, no sólo a sus hermanos y hermanas Carmelitas, a recorrer este camino que nos lleva a la unión y amor total de Dios, para la cual todos fuimos soñados en consejo Trinitario y creados por el amor de Dios Padre en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo,  que hace exclamar al santo: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (CB 39, 7).

Por eso, ésta introducción a la oración contemplativa en san Juan de la Cruz es una lección de Teología Espiritual, de Mística Teología, que diría el Santo, diferenciándola de la Teología escolástica; y quiere ser al mismo tiempo también una invitación a todos, a pedir a Dios y desear recorrer esta vía de la oración, que nos hace llegar al término de la fe y de la vida cristiana, a la meta y final de la oración, que es la experiencia cristiana del Dios vivo, fundamento, camino y meta de la vida y del apostolado cristiano que es llevar las almas hasta el encuentro con Dios vivo, sin quedarse en las acciones o en zonas intermedias sin tensión hasta el fin de la gracia y de las virtudes sobrenaturales. 

La experiencia de Dios se realiza por la oración contemplativa, donde llegamos a sentir su vida, su amor, su respiración dentro de nosotros, que es sabor dulce de amor en los labios y néctar en la garganta del beso de Amor en el Espíritu Santo, para el que fuimos soñados, contemplados y amados en la mente divina; y en consejo trinitario fuimos amados y preferidos y creados, tú has sido amado, yo he sido preferido, y Dios pronunció mi nombre, tu nombre, mi vida es más que esta vida, tú has sido creado para ser eternidad de felicidad en Dios, y a esta contemplación divina del diálogo eterno de belleza, hermosura, felicidad y amor entre los Tres, es a este eterno amanecer de la luz y esplendor trinitario, a donde Dios quiere llevarnos, y el alma se introduce por la oración contemplativa. 

2. BREVE DESCRIPCIÓN DE LAS ETAPAS DE ORACIÓN EN  SAN JUAN DE LA CRUZ

San Juan de la Cruz, contemplativo por gracia y por voluntad propia —llamada y respuesta—, centra la vida teologal, la conecta únicamente, como maestro, a la oración-contemplación. Por supuesto, no con sentido exclusivo.

Contemplación como comunión de amor interpersonal, definiendo la vida, y no una actividad, por relevante que sea, del creyente; como concentración amorosa, envolvente, «recogimiento vivo» en el Dios que, antes, más y mejor se ha centrado gratuitamente en el hombre. La oración entra así en la vida del cristiano de la mano de las virtudes teologales, como algo central y enraizado en el ser cristiano. Y será la expresión vibrante, en anchura y profundidad, de la vida del seguidor de Jesús, para vivir la vida de Cristo, con sus mismos sentimientos y actitudes. La oración será siempre expresión, «medida», termómetro de la vida teologal del cristiano y, por tanto, de santidad, de unión afectiva y efectiva con Cristo, de su expresión en apostolado verdadero. O, lo que es lo mismo, de la relación personal total con Dios.

Por eso, únicamente lo que viene dado de Dios, y al modo de Dios, sólo lo que es pura gracia, «sobrenatural», puede definitivamente, en verdad, conectar al creyente con Dios. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo de Dios, y según Dios, se irá imponiendo. Contemplación que, por vivencia teologal, será expresión y signo calificadísimo de la relación interpersonal, definición existencial de la comunión del hombre con Dios, y no tanto, y desde luego no antes, de una forma oracional concreta, porque ya la oración no depende del sujeto, sino de Dios que le ilumina según su proyecto de amor. Sobre esta base y estructura teologal se asienta la palabra sanjuanista sobre la oración-contemplación. Y sobre ella están escritas las páginas que siguen.

Para ello, me parece oportuno empezar con una visión panorámica de la vida espiritual según san Juan de la Cruz, que acepta las etapas y terminología clásica, pero dándole algunos matices personales, sobre todo, en la contemplación.

         El análisis de las obras del Santo revela claramente las etapas principales que jalonan el itinerario espiritual. En el ARGUMENTO del Cántico Espiritual B dice el Santo, antes de comentar la primera estrofa:

«1. El orden que llevan estas canciones es desde que un alma comienza a servir a Dios hasta que llega a el último estado de perfección, que es matrimonio espiritual; y así en ellas se tocan los tres estados o vías de ejercicio espiritual por las cuales pasa el alma hasta llegar al dicho estadio, que son purgativa, iluminativa y unitiva, y se declaran acerca de cada una algunas propiedades y efectos de ella».

         El segundo número del mismo «Argumento» precisa la correspondencia de esta nomenclatura con la terminología de principiantes, aprovechados y perfectos:

«El principio de ellas trata de los principiantes, que es la vía purgativa. Las de más adelante tratan de los aprovechados… y ésta es la vía iluminativa (de la contemplación)».

Después de éstas, las que siguen tratan de la vía unitiva, que es la de los perfectos, (contemplación unitiva) donde se hace el matrimonio espiritual. «La cual vía unitiva y de perfectos se sigue a la Iluminativa, que es de los aprovechados» (CB, Argumento, 2).

Del texto se deduce la clara equivalencia de estados y vías y grados de oración[14]:

Mirando a los estados de los orantes nos encontramos:

     Estados:

  • Principiantes.
  • Aprovechados.
  • Perfectos.

Mirando el camino o las vías:

     Vías:

  • Purgativa.
  • Iluminativa.
  • Unitiva.

Mirando los grados de oración:

      Oración:

      Meditación.

      Contemplación inicial.      

      Contemplación perfecta o unitiva.

Y mirando a las noches tendríamos:

Activa del sentido.

Noche pasiva del sentido,

Intermedio de calma con noche activa del espíritu y comienzo de pasiva del espíritu.

Final de noche pasiva del espíritu. 

Y la correlación de los estados y vías sería la siguiente

ESTADOS  VÍAS  NOCHES  ORACIÓN

Principiantes: purgativa--activa del sentido--meditación

Aprovechados: iluminativa--pasiva del sentido--activa del espíritu--contemplación inicial

Perfectos: unitiva--pasiva del espíritu—contemplación--unitiva-transformativa

3. BREVE EXPLICACIÓN DE LOS ESTADOS Y VÍAS

         Vamos a desarrollar brevemente la concepción sanjuanista de los estados y vías. En cualquier diccionario de san Juan de la Cruz puedes encontrarlo más ampliamente desarrollado, pero aquí lo hacemos con brevedad y claridad suficientes.

A)  LOS ESTADOS[15].

1.-  Principiantes.

Este estado es tal vez el más pormenorizado en las obras del Santo. A más de la parte que le corresponde en la repartición temática, lo toma frecuentemente como punto de referencia para indicar las diferencias que median entre éstos y los aprovechados y perfectos. Sin embargo no precisa claramente a partir de qué momento un alma comienza a ser principiante. Se ha advertido justamente que el concepto sanjuanista de principiante difiere algún tanto del de los tratadistas, debido a las condiciones peculiares que él exige. Todo su sistema manifiesta claramente que principiante es el que se sitúa en el primer estadio de vida espiritual escrito en sus obras. Bajo este aspecto, el estado de principiante empieza  en esa fase que en teología espiritual se ha llamado segunda conversión, en virtud de la resolución eficaz del sujeto de servir de lleno y de verdad al Señor.

El principiante ha superado la situación de instalamiento  y ha comenzado una seria conversión porque quiere amar a Dios sobre todas las cosas. Su alimento es la meditación; se afana por avanzar en la virtud; aparece inmerso en el sabor del primer fervor espiritual al mismo tiempo que se manifiesta lleno de imperfecciones. El análisis pormenorizado, aunque no exhaustivo (IN 7, 5), de las «propiedades de los principiantes» ocupa los siete primeros capítulos de la Noche:

«1. Acerca también de los otros [dos] vicios, que son envidia y acidia espiritual, no dejan estos principiantes de tener hartas imperfecciones. Porque acerca de la envidia muchos déstos suelen tener movimientos de pesarle[s] del bien espiritual de los otros, dándoles alguna pena sensible que les lleven ventaja en este camino, y no querrían verlos alabar; porque se entristecen de las virtudes ajenas, y a veces no lo pueden sufrir sin decir ellos lo contrario, deshaciendo aquellas alabanzas como pueden, y les crece (como dicen) el ojo no hacerse con ellos otro tanto, porque querrían ellos ser preferidos en todo. Todo lo cual es muy contrario a la caridad, la cual, como dice san Pablo, se goza de la verdad (I Cor 13,6), y, si alguna envidia [tiene, es envidia] santa, pesándole de no tener las virtudes del otro, con gozo de que el otro las tenga, y holgándose de que todos le lleven la ventaja por que sirvan a Dios, ya que él está tan falto en ello.

2. También acerca de la acidia espiritual suelen tener tedio en las cosas que son más espirituales y huyen dellas, como son aquellas que contradicen al gusto sensible… y si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto (porque conviene que se le quite Dios para probarlos), no querrían volver a ella, o a veces la dejan o van de mala gana.

Y así, por esta acidia posponen camino de perfección, que es el de la negación de su voluntad y gusto por Dios, al gusto y sabor [de su voluntad], a la cual en esta manera andan ellos por satisfacer más que a la de Dios.

déstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios; de donde les nace que muchas veces en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto piensen que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario cuando ellos la satisfacen crean que Dios se satisface, midiendo Dios consigo, y no a sí mismos con Dios; siendo muy al contrario lo que El mismo enseñó en el Evangelio, diciendo que el que perdiese su voluntad por El  ése la ganaría y el que la quisiese ganar ése la perdería (Mt.16,25).

5. Estas imperfecciones baste aquí haber referido de las muchas en que viven los deste primer estado de principiantes, para que se vea cuánta sea la necesidad que tienen de que Dios los ponga en estado de aprovechados; que se hace entrándolos en la noche oscura que ahora decimos, donde, destetándolos Dios de los pechos destos gustos y sabores en puras sequedades y tinieblas inferiores (digo interiores), les quita todas estas impertinencias y niñerías y hace ganar las virtudes por medios muy diferentes. Porque, por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede hasta que Dios [lo hace en él, habiéndose él] pasivamente, por medio de la purgación de la dicha noche».

Vemos, pues, cómo el mismo trato con Dios del principiante es egoísta, vive pendiente del yo, le da culto de la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios, en la oración, donde la oración no escapa de esta condición y obra por el sentido del gusto rehuyendo toda mortificación de los sentidos y de los propios criterios, y es bueno para Dios lo que a él le gusta y Dios no quiere lo que le disgusta. La meditación es la nota fundante de este estado y es obra del sentido natural del hombre, que llama san Juan de la Cruz a discurso del sujeto.

2.-  Aprovechados.

El paso del estado de principiantes al de aprovechados es el tránsito de la vida del sentido a la del espíritu (IN 10, 1, 2), de la oración meditativa, a través de formas, imágenes, y noticias particulares, a la idea general y simple de la contemplación del misterio de Dios, de la visión total de Cristo, sin meditar en una parte del evangelio. El cambio no es brusco; se efectúa paulatinamente y el Santo nos ha dejado detalladas descripciones del comienzo de la contemplación:

 «1. En esta noche oscura comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando del estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos, para que, pasando por aquí, lleguen al estado de los perfectos, que es el de la divina unión del alma con Dios (1N 1, 1)».

 Y continúa el santo:

«1. En el tiempo, pues, de las sequedades de esta Noche sensitiva --en la cual hace Dios el trueque que habemos dicho arriba sacando el alma de la vida del sentido a la del espíritu, que es de la meditación a contemplación, donde ya no hay poder obrar ni discurrir en las cosas de Dios el alma con sus potencias, como queda dicho--, padecen los espirituales grandes penas, no tanto por las sequedades que padecen como por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino, pensando que se les [ha] acabado el bien espiritual y que los ha dejado Dios, pues no hallan arrimo ninguno [ni gusto con cosa buena].

2. Estos en este tiempo, si no hay quien los entienda, vuelven atrás, dejando el camino [o] aflojando, o a lo menos se estorban de ir adelante, por las muchas diligencias que ponen de ir por el [primer] camino de meditación y discurso, fatigando y trabajando demasiadamente el natural, imaginando que queda por su negligencia o pecados. Lo cual les es excusado, porque los lleva ya Dios por otro camino, que es de contemplación, diferentísimo del primero, porque el uno es de meditación y discurso, y el otro no cae en imaginación ni discurso».

Al final de la primera fase del estado de aprovechados, antes de entrar en la noche pasiva del espíritu, hay un periodo de calma y presenta el santo una nueva visión del estado del alma en su progreso moral y espiritual, obrados por la influencia especial de Dios en ella por la contemplación:

«1. De donde, en sosegándose por continua mortificación las cuatro pasiones del alma, que son gozo, dolor, esperanza y temor, y en durmiéndose en la sensualidad por ordinarias sequedades los apetitos naturales…, salió el alma a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando [y] reficionando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma.

2. Tal es (como habemos dicho) la noche y purgación del sentido en el alma; la cual, en los que después han de entrar en la otra más grave del espíritu para pasar a la divina unión de amor (porque no todos, sino los menos, pasan ordinariamente) suele ir acompañada con graves trabajos y tentaciones sensitivas que duran mucho tiempo, aunque en unos más que en otros».

         3.- Perfectos.

En Llama de amor viva describe así el Doctor Místico este estado de perfección:

 «Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina. Y ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que, unida la voluntad del alma ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama. Y así estos actos de amor del alma son preciosísimos, y merece más en uno y vale más que cuanto había hecho en toda su vida sin esta transformación, por más que ello fuese. Y la diferencia que hay entre el hábito y el acto hay entre la transformación en amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama dél; que la llama es efecto del fuego que allí está» (Ll 1, 3).

En conclusión, el estado de principiantes, caracterizado por la actividad sensible de la meditación y por el esfuerzo activo del alma, dura hasta el momento en que aparece la contemplación infusa o la noche pasiva del sentido. La contemplación  inicia el estado de aprovechados, en que el alma deja de actuar y obrar y discurrir activamente con sus potencias, porque es Dios quien actúa y obra directamente en ellas por la «noticia amorosa» general que la convierte en patógena, pasiva, sufriente de la acción de Dios en sus potencias, donde Dios purifica el sentido y el entendimiento, memoria y voluntad natural, para pasar luego de un breve descanso, a la noche pasiva del espíritu, donde directamente, «por esta influencia de Dios en el alma» que los espirituales llaman contemplación,  Dios purifica, mediante el fuego de la contemplación, que a la vez que ilumina, quema todas las imperfecciones del alma, pero hasta sus raíces, en la misma sustancia del sujeto, en su misma esencia; en esta noche pasiva del espíritu el alma se purifica de todo y del todo, para pasar, terminada la noche, al gozo y experiencia del Dios vivo, de la Santísima Trinidad. La noche pasiva del espíritu finaliza en la unión perfecta o matrimonio espiritual. Y a partir de este instante el alma vive en el estado perfecto o de transformación.

B) LAS VÍAS[16]

Después de lo afirmado sobre los estados, ya se entiende mejor la fácil  correlación que éstos guardan con las clásicas vías purgativa, iluminativa y unitiva.  Las afirmaciones del Santo son decisivas, como hemos indicado antes, en el Argumento del Cántico. Conviene notar que tal denominación refleja, en línea de máxima, el aspecto más característico de cada estado o vía, que puede llevar consigo algunos elementos comunes, porque como es vida, no se puede cortar como con un cuchillo, no se puede decir hasta aquí llega la vía purgativa o el principiante y luego la iluminativa o los aprovechados es cosa totalmente distinta; no es así, porque se trata de vida y vida espiritual, que es como agua que corre, y las notas finales de un estado continúan hasta los inicios del otro.

En este sentido, pues, la contemplación no viene de golpe, sino poco a poco, el alma, pues sigue meditando, hasta que llega un momento, en que la contemplación es más intensa y le impide totalmente discurrir; y en otros sentidos tan purgativa y más es la etapa de los aprovechados que la de los principiantes, y más iluminativa es la de los perfectos que la de los aprovechados, en razón de la noche pasiva, según sea del sentido o del espíritu. Pero los tratadistas de la vida espiritual han consagrado el uso, y el Místico Doctor se atiene a tales expresiones, porque en lo sustancial, cada vía o estado tiene unas notas esenciales y propias.

1.- Purgativa

La vía purgativa corresponde al estado de principiantes e incluye todos sus aspectos, como lo hemos visto descrito antes por el mismo santo. A esta primera vía pertenecen la noche activa, es decir, la lucha de mortificación del sentido; es su nota característica, dado que es la única noche que se realiza en ella. Noche, como ya he repetido, en san Juan de la Cruz es sinónimo de purificar, limpiar, negarse a sí mismo, convertirse  a Dios, mortificar los sentido y el espíritu. Es el comienzo de esta purgación con la ayuda de la oración meditativa. Y es noche activa porque la realiza el sujeto con la ayuda de Dios. No es pasiva, donde es Dios el agente principal, con la ayuda del sujeto, que la acepta y la sufre; es patógeno, sufriente de la acción de Dios.

2.-  Iluminativa

La vía iluminativa equivale al estado de aprovechados. El Cántico la llama también vía contemplativa (CB 22, 3), ya que se entra en ella por medio de la contemplación, que es luz de llama ardiente, que a la vez que ilumina, purifica las raíces del yo, causa del culto idolátrico que nos damos a nosotros mismos, de la mañana a la noche, de nuestro preferirnos a Dios, esto es, del pecado original, raíz y origen de todos nuestros pecados. No hay página del Santo donde no aparezca, bajo una forma u otra, contemplación como luz y purgación o purificación o alguno de sus derivados. De ahí que el Santo adecúe vía iluminativa al estado de aprovechados (CB Arg., 2).

3.- Vía unitiva

Es la última  y corresponde al estado de  perfectos. La vía unitiva está cimentada en la contemplación unitiva o transformativa. Hemos pasado de la contemplación inicial de los aprovechados y la noche pasiva del espíritu ha purificado y preparado totalmente al alma para la unión con Dios. Como he dicho varias veces las vías corren paralelas a los estados. Los perfectos llegan al cénit posible en esta vida de la contemplación o experiencia de Dios, es el mayor grado de  intimidad, de beso y abrazo de Dios que se puede conseguir en esta vida, al menos para San Juan de la Cruz.

C)  LAS NOCHES

         Repito nuevamente que noche  o noche oscura es la metáfora que emplea san Juan de la Cruz para hablarnos de negación, privación o purificación, mortificación o purgación de los sentidos o del espíritu; activa o pasiva, según lleve la iniciativa el sujeto o directamente Dios por la contemplación.

De la noche activa del sentido o mortificación de los sentidos trata san Juan de la Cruz en el libro primero de la Subida al Monte Carmelo; en el libro segundo trata de la noche activa del espíritu, en concreto de la purificación del entendimiento; y en el libro tercero continúa la noche activa del espíritu con la purificación de la memoria y de la voluntad.  No aconsejaría nunca empezar la lectura de san Juan de la Cruz por estos libros de la Subida, porque son un poco duros; aconsejaría empezar por el Cántico Espiritual o Llama de amor viva, que aunque uno no los entiende perfectamente, le encienden el corazón y el deseo de Dios y de oración y de querer llegar a esas alturas.

La Noche Oscura la describe en dos libros; en el primero trata de noche pasiva del sentido; el sujeto se ha mortificado todo lo que Dios le ha pedido y él ha podido meditando; entonces viene Dios a ayudarle, haciéndole subir más arriba en su conocimiento y amor; esto lleva consigo una mayor y más profunda mortificación de los sentidos y es Dios el que lo hace directamente por la contemplación que le infunde, que al ser fuego, es luz que le hace ver las raíces del yo, y a la vez le quema estos hábitos malos y simultáneamente es fuego que da fuerza de amor para soportar toda esta purificación.

En este estado sufre mucho el alma,  porque por una parte tiene la experiencia más profunda del misterio de Dios, que  antes no  ha tenido y la desea y siente impaciencias de unión, y por otra, no tiene fuerzas ni sabe cómo alcanzarla. Por eso exclama: «¡Oh llama de amor viva, que hieres de mi alma en el más profundo centro!, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro».

Esto sucede con mayor intensidad en la noche pasiva del espíritu, de la cual trata el Doctor Místico en el libro segundo de la Noche, donde Dios llega con su fuego de contemplación purificante hasta las raíces del espíritu, la muerte mística del yo, hasta la misma sustancia del alma, que al quedar preparada y limpia de imperfecciones egoístas, se siente ya totalmente habitada por el mismo Dios, por la gloria y la luz y la experiencia de la Santísima Trinidad, mediante el esplendor de la contemplación luminosa y unitiva: «¡Oh noche que guiaste! ¡oh noche amable más que la alborada!; ¡oh noche que juntaste, amado con amada, amada en el amado transformada!».

En resumen, según la letra de este texto, tenemos los períodos siguientes en relación con la oración:

— meditación, principiantes, vía purgativa,

— principios de contemplación, aprovechados, vía iluminativa,

— contemplación unitiva, perfectos, vía unitiva: desposorio  y matrimonio espiritual.

4. LA MEDITACIÓN EN SAN JUAN DE LA CRUZ

Alguno que leyera superficialmente a san Juan de la Cruz podría escandalizarse de lo que afirma de la meditación, de la oración por discurso meditativo, porque habla de ella como de oración imperfecta y que el orante no debe conformarse con ella y es causa de males para el alma, porque el sujeto piensa que ha llegado a la perfección del amor a Dios y a los hermanos, que en esta vida se puede llegar.

Por eso el Santo se alarga mucho en la descripción de los defectos de los principiantes, que son los que van por la meditación o discurso natural, como él dice. Y la razón está en que él quiere conducirnos a todos a la unión perfecta con Dios que sólo se consigue por la contemplación infusa. Porque para el Santo la oración es la que marca la vida, está profundamente adherida a la vida del creyente, es la vida del cristiano; la oración marca la vida, y la vida marca la oración, oración y vida están siempre unidas en san Juan de la Cruz. Y en los grandes orantes de todos los tiempos.

Para él, la oración, como la vida, es una historia, un proceso con etapas bien definidas, según el mayor o menor protagonismo de cada uno de los agentes, el hombre o Dios, o según el modo natural o sobrenatural, respectivamente, que adopta el caminante. Y en este proceso, la meditación ocupa el estado más elemental y primero, es el comienzo de una historia de amor con Dios que debe terminar en la unión y transformación total con Él por la contemplación.

El santo explica todo esto, como hemos dicho, sirviéndose de dos categorías de oración, sancionadas por la tradición: la meditación y la contemplación. Entre una y otra, «en el paso del sentido al espíritu», pone la primera crisis espiritual que llama «noche pasiva del sentido» (1N); y al final de la contemplación, que se inicia en esa crisis y se consolida y afirma después, sitúa la crisis más radical, en la misma substancia del sujeto, en su espíritu, que llama «noche pasiva del espíritu» (2N), disposición inmediata para el matrimonio espiritual, o la «suma contemplación», el «sumo recogimiento» o contemplación fruitiva.

         La primera forma de orar, la meditación, cubre un corto período, o debe cubrir un breve periodo, según el Doctor Místico y él la pone como camino de los principiantes. La segunda, la contemplación, que es el motivo de todos sus escritos,  se alarga en sucesivos tiempos de purificación y de sosiego, hasta la plenitud de comunión.

San Juan de la Cruz, por este motivo, habla poco de la meditación y nunca de propósito, sistemáticamente, o para indicar el camino o las dificultades de la misma. Pero dice lo sustancial y con precisión. Y lo hace porque es clara su intención de no escribir de lo que «hay mucho escrito» y hay «abundante doctrina» como él dice repetidas veces en sus escritos. Y si ve necesario o conveniente hacerlo, lo hace con brevedad, más por mostrar el desarrollo, la prehistoria de las etapas de la vida espiritual.

Dice en el Cántico espiritual: «Por tanto seré bien breve; aunque no podrá ser menos de alargarme en algunas partes donde lo pidiere la materia y donde se ofreciere ocasión de tratar y declarar algunos puntos y efectos de oración, que, por tocarse en las Canciones muchos, no podrá ser menos de tratar algunos; pero, dejando los más comunes, notaré brevemente los más extraordinarios que pasan por los que han pasado con el favor de Dios de principiantes. Y esto por dos cosas: la una, porque para los principiantes hay muchas cosas escritas; la otra, porque en ello hablo con V. R. por su mandado, a la cual nuestro Señor ha hecho merced de haberla sacado de esos principios y llevádola más adentro en el seno de su amor divino; y así espero que, aunque se escriben aquí algunos puntos de Teología escolástica acerca de el trato interior de el alma con su Dios, no será en vano haber hablado algo a lo puro de el espíritu en tal manera, pues aunque a V. R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan» (CB 1, 3).

Él quiere tratar de la unión perfecta con Dios, que es lo único que le importa y le enciende y quiere encender en todos los que le escuchen y lean. Podía aducir infinidad de textos; voy a escoger éste del libro primero de la Subida: «Para escribir esto me ha movido no la posibilidad que veo en mí para cosa tan ardua, sino la confianza que en el Señor tengo de que ayudará a decir algo, por la mucha necesidad que tienen muchas almas, las cuales comenzando el camino de la virtud, y queriéndolas nuestro Señor poner en esta noche oscura para que por ella pasen a la divina unión, ellas no pasan adelante; a veces por no querer entrar o dejarse entrar en ella, a veces por no se entender y faltarles guías idóneas y despiertas que las guíen hasta la cumbre. Y así, es lástima ver muchas almas a quien Dios da talento y favor para pasar adelante, que, si ellas quisiesen animarse, llegarían a este alto estado, y quédanse en un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios (1S 1, 3)».

         1. Qué es meditar

El santo, en clave oracional, identifica a los principiantes con los que meditan. La meditación es la primera forma de tratar con Dios en la oración. Forma pasajera y transitoria, como lo es el estado espiritual que caracteriza. «El estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual» (1N 1, 1). Y en Llama: «el estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos» (3, 32).

En la primera y más detallada descripción que el Santo hace de la meditación la presenta vinculada a los «dos sentidos corporales interiores, que se llaman imaginativa y fantasía», o «potencias»: «A estas dos potencias pertenece la meditación, que es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los dichos sentidos».

Cuando se produce la crisis de esta forma de oración «ya no puede discurrir en el sentido de la imaginación» (1N 9, 8). Contraponiéndola a la contemplación aparece el mismo enfoque: hay «otro (manjar) más delicado y más interior y menos sensible», la contemplación, «que no consiste en trabajar con la imaginación», que es la meditación (2S 12,6); ( 3S 2,1).

Por lo tanto es obra del hombre, la iniciativa es del orante, siempre con la ayuda de Dios. Pero cuando se trata de contemplación, de oración contemplativa, la iniciativa es de Dios y el hombre debe dejarse guiar, purificar, amar por Dios, como él se ama y quiere amarnos. Esto aparece claro al presentar la contemplación como «sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual..., a oscuras de todo lo sensible y natural, enseña Dios» (CB 39,12).

2. Finalidad de la meditación

Y, sin embargo, la meditación, en su transitoriedad y corta capacidad de «hacer hombres espirituales», tiene su importancia. Y positivos son sus logros. Las formulaciones sanjuanistas son escuetas y coincidentes, breves, sin ulterior desarrollo. No le interesa. Otea otros horizontes, otros caminos, en los que todo eso se da con más abundancia y mayor seguridad, y tiene prisa de conducir al orante hasta ellos y por ellos.

Por la meditación se saca «alguna noticia y ardor de Dios» (2S 14, 2). Nos adentra en el desenvolvimiento de la verdad, nos entrega alguna parcela del misterio de Dios y desvela nuestra vocación a la comunión con Él. Así insistirá el santo en que la meditación discursiva es necesaria al principiante«para ir enamorando y cebando el alma por el sentido» (2S, 12, 5).

         Por la meditación, pues, se va centrando la vida en Dios, recogiendo el espíritu, interiorizando el trato, interesando a la persona por Dios y los valores espirituales, mortificando sus pasiones y defectos, el hombre viejo, curando la dispersión psicológico-afectiva, anímica, dando a la persona arraigo y contenido, peso de verdad y de amor.

Pero lo que el santo busca, la pasión sanjuanista de «sólo Dios», eso no es alcanzable por la meditación; hay que trascender todo cuanto el hombre puede llegar a alcanzar de él: conceptos, experiencias, sabor amoroso en la voluntad, para acostumbrarse al modo divino que le viene por la contemplación.

         Las limitaciones o imperfecciones que el Santo ve en la meditación vienen de que ésta no tiene profundidad de luz y amor y fuerza para quitar la voluntad posesiva con que la persona se sitúa frente al yo, al gusto egoísta del yo, y que, en síntesis, podemos reducir a estos rasgos:

1.- Que piensen que siempre ha de ser así (2S 12,5.6; 17,6; Ll 2,14), eternizando los medios de por sí transitorios, cuando deben responder a la evolución de la persona, secundando la acción de Dios.

2.- Que se queden los orantes meditativos en los objetos sensibles y en el gusto y sabor que provocan en un momento concreto de la vida espiritual. Es la inversión total: el medio que se convierte en fin. Y en lugar de seguir caminando hasta la cima del monte Carmelo, del monte Tabor de la oración hasta llegar a la experiencia o contemplación de Cristo, “Esplendor de la gloria del Padre”, por la purificación y purgación de los defectos, se queda en el llano de la comodidad, sin la experiencia de Cristo transfigurado.

3.- Que se conduzcan por ellos y los busquen como si en el gusto y el sabor sensibles estuviese la verdad de la oración. De los que quieren «andar al sabor sensitivo», habla el santo, como de eternos nómadas, sin arraigo, inconstantes en la realización de la amistad con Dios. «Este apetito les causa muchas variedades..., se les acaba la vida en mudanzas...». (3S 41,2).

4.- Que juzguen su vida cristiana, y particularmente la oración, por su vibración psicológica. «Piensan que el gustar ellos y el estar satisfechos es servir a Dios y satisfacerle» (1N 6,3); «piensan que todo el negocio de ella (la oración) está en hallar gusto y devoción sensible...; y cuando no han hallado el tal gusto, se desconsuelan mucho pensando que no han hecho nada». Es la negación frontal de la oración que, como relación interpersonal, es búsqueda de Dios por encima de todo o sobre todas las cosas. Por eso San Juan de la Cruz dirá que la meditación es un «bajo modo de amor», «bajo ejercicio del sentido y discurso con que tan tasadamente y con tantos inconvenientes andan buscando a Dios» (1N 8,3).

5. LA CONTEMPLACIÓN EN SAN JUAN DE LA CRUZ 

EL PASO DE LA MEDITACIÓN A LA CONTEMPLACIÓN

Es un momento particularmente importante, crítico, decisivo, que requiere cuidadosa atención porque está en juego, en buena medida, su suerte futura. Por eso, san Juan de la Cruz ha vuelto sobre ese momento, con detenimiento, en tres de sus grandes obras: Subida, Noche y Llama. Maestro para tiempos de crisis, el Doctor Místico nos entrega aquí su «palabra sustancial y sólida», palabra de hombre experimentado y de teólogo y pensador clarividente.

Ni qué decir tiene que la crisis, directamente presentada en el campo de la oración, alcanza a toda la persona en su condición de creyente. Es una crisis teologal que afecta al ser del creyente.

1. La crisis[17]

A la descripción directa, aunque sucinta, de la purificación pasiva del sentido, antepone el santo la exposición «de algunas propiedades de los principiantes», con una intención bien precisa, claramente pedagógica: «para que entendiendo la flaqueza del estado que llevan, se animen y deseen que les ponga Dios en esta noche, donde se fortalece y confirma el alma de virtudes, y pasa a los inestimables deleites del amor de Dios» (1N 1,1).

Dice el Santo: «Es, pues, de saber que el alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, el cual al calor de sus pechos le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce lo cría y en sus brazos le trae y regala. Pero, a la medida que va creciendo, le va la madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pónele amargo acíbar en el dulce pecho y, abajándole de los brazos, le hace andar por su pie, para que perdiendo las propiedades de niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales».

«En esta noche oscura comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando del estado de principiantes, que son los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos» (1N 1, 1). Final del estado de principiantes.

2. La contemplación

En la segunda jornada del camino de oración, la contemplación viene presentada como «vía del espíritu» que caracteriza a los «aprovechados». «En este estado de contemplación, que es cuando sale del discurso y entra en el estado de aprovechados» (1N 9,7); esta contemplación inicial, «principio de oscura y seca contemplación», la llama el santo «infusa o pasiva».

Voy a seguir de cerca la exposición sanjuanista distinguiendo los dos tiempos que él señala: contemplación inicial y contemplación perfecta. Uno y otro, en la experiencia, presentan dos momentos bien diferenciados, con intensidad muy distinta: oscura y seca, luminosa y fruitiva. La contemplación es camino, vida en ejercicio, con un principio, un término y un proceso entre los dos extremos. La definen unos rasgos que avanzarán en progresión afirmativa, hasta la unión, habiendo pasado por los dos «momentos» o pruebas presentados por San Juan de la Cruz como «noche pasiva del sentido y del espíritu».

Una definición más amplia de contemplación nos ofrece al final de Cántico: «La contemplación es oscura, que, por eso, la llaman por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual..., enseña Dios ocultísimamente al alma sin ella saber cómo» (C 39, 12). «Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que... inflama al alma en espíritu de amor». Se destacan, pues, tres puntos: es pasiva o Dios la infunde; obrando en el espíritu directamente, y «enseñando» y «enamorando» al mismo tiempo.

La contemplación es pasiva, no es producto del orante. Dios es el agente y obrero de la contemplación. «Sólo Dios es agente» (Ll 3, 44); «Dios es el obrero» (ib., 67); «El es el artífice sobrenatural» (ib., 47).

La contemplación, añade el Santo, es «noticia y amor junto, esto es, noticia amorosa» (Ll 3, 33). Actuadas las potencias, entendimiento y voluntad, juntas o por separado, al menos a nivel de experiencia, con más o menos intensidad, pero siempre comunicando Dios «luz y amor justamente, que es noticia sobrenatural amorosa» (ib., 49), de contemplación.

No hay ociosidad o suspensión de la actividad de las potencias; todo lo contrario, suma actividad; lo que ocurre es que, al ser realizada y provocada por Dios en el alma, su actitud debe ser pasiva para aceptarle en plenitud y permitir que Dios la llene de su luz, que es dolorosa para el alma, porque la tiene que disponer al modo divino, y esto supone los sufrimientos y purgaciones de la noche pasiva del espíritu, donde Dios llega hasta la raíz con esta luz divina de contemplación, que a la vez que ilumina, como el fuego, quema todos los defectos, toda la humedad y suciedad del madero hasta convertirlo todo y entero en llama de amor viva, fundida en un sola realidad en llamas con el fuego de Dios, el Espíritu Santo. Y eso es la noche pasiva del espíritu y la contemplación unitiva o  transformativa.

3. Las tres señales del paso de la meditación a la contemplación

Precisamente una de las enseñanzas esenciales del santo se refiere al paso de la meditación a la contemplación. Se trata de un texto clásico, muchas veces citado, que ahora queremos reproducir íntegramente: Subida II, 13.

«Y porque esta doctrina no quede confusa, convendrá en este capítulo dar a entender a qué tiempo y sazón convendrá que el espiritual deje la obra del discursivo meditar por las dichas imaginaciones, y formas, y figuras, por que no se dejen antes o después que lo pide el espíritu. Porque, así como conviene dejarlas a su tiempo para ir a Dios, por que no impidan, así también es necesario no dejar la dicha meditación imaginaria antes de tiempo para no volver atrás».

Y he aquí las famosas tres señales del paso a la contemplación:

«La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como antes solía; antes halla ya sequedad en lo que antes solía fijar el sentido y sacar jugo. Pero en tanto que sacare jugo y pudiere discurrir en la meditación, no la ha de dejar, sino fuere cuando su alma se pusiere en la paz y quietud que se dice en la tercera señal».

«La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores. No digo que no vaya y venga (que ésta aun en mucho recogimiento suele andar suelta), sino que no guste el alma de ponerla de propósito en otras cosas».

«La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior, y quietud, y descanso, y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro-; sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué».

Para evitar equívocos, el santo propone también este discernimiento esencial:

«Estas tres señales ha de ver en sí juntas, por lo menos, el espiritual para atreverse seguramente a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu… Y no basta tener la primera sola sin la segunda, porque podría ser que no poder ya imaginar y meditar en las cosas de Dios como antes, fuese por su distracción y poca diligencia; para lo cual ha de ver también en sí la segunda, que es no tener gana ni apetito de pensar en otras cosas extrañas. Porque, cuando procede de distracción o tibieza el no poder fijar la imaginación y sentido en las cosas de Dios, luego tiene apetito y gana de ponerla en otras cosas diferentes y motivo de irse de allí.

Ni tampoco basta ver en sí la primera y segunda señal, si no viere también juntamente la tercera. Porque, aunque se vea que no puede discurrir ni pensar en las cosas de Dios, y que tampoco le da gana pensar en las que son diferentes, podría proceder de melancolía o de algún otro jugo de humor puesto en el cerebro o en el corazón, que suelen causar en el sentido cierto empapamiento y suspensión que le hacen no pensar en nada, ni querer ni tener gana de pensarlo, sino de estarse en aquel embelesamiento sabroso. ¡Contra lo cual ha de tener la tercera, que es noticia y atención amorosa en paz, etc., como habemos dicho».

Sobre el tema de la contemplación como noticia general y amorosa, es decir, con la aplicación del intelecto y de la voluntad en el amor, el santo habla muchas veces en sus obras (cf. Subida II, 14,2; 15,5). Obviamente se equivocan quienes presentan a Juan de la Cruz como un místico del vacío si se recuerdan al mismo tiempo algunas de sus enseñanzas en el carácter progresivo con que las hemos descrito y se tiene en cuenta que la contemplación a la que guía nuestro maestro apunta siempre hacia el ejercicio de la fe que contempla y de la voluntad que ama, “noticia y amor divino junto; esto es,  noticia amorosa” (Llama 3,32), o bien: “noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada, en que está el alma bebiendo sabiduría y amor y sabor” (Subida II, 14,2). Se trata, por tanto, de una actitud teologal que no tiene nada que ver con el vacío mental o con los acercamientos a estados psicológicos o paramísticos de otras religiones.

Las tres señales que marcan el paso de la meditación a la contemplación inicial son:

A.- LA MEDITACIÓN IMPOSIBLE

Fácil de comprender que sea la primera señal que salta a la conciencia del orante. E igualmente fácil de comprender que le produzca malestar y desasosiego. San Juan de la Cruz empieza marcando los tiempos con precisión: ve que «ya no puede meditar... ni gustar de ello como antes» (2S 13,2) y esto porque «en cierta manera se le ha dado al alma todo el bien espiritual que había de hallar en las cosas de Dios por vía de la meditación y discurso» (2S 14,1).

Y en segundo lugar, en íntima conexión temporal y vivencial, Dios comienza a comunicarse por otro medio: el del acto sencillo de la contemplación. «Por lo cual, en poniéndose en oración, ya, como quien tiene allegada el agua, bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces de las pesadas consideraciones y formas y figuras» (2S 14,2).

B.- ENAJENACIÓN AFECTIVA DE TODO

Ya lo hemos explicado anteriormente. La purificación en el campo afectivo a que viene sometido el hombre se extiende a todos los objetos y campos de la afectividad humana, no sólo a los de culto y al ejercicio de la meditación, sino también a su propio yo y todas las cosas criadas… «Porque, como pone Dios al alma en esta oscura noche a fin de purgarle y enjugarle el apetito sensitivo, en ninguna cosa la deja engolosinar ni hallar sabor» (1N 9,2).

C.- SOLICITUD DE DIOS Y ADVERTENCIA GENERAL AMOROSA

La carencia de gusto y sabor en los comienzos de este cambio purificador —por las causas que he recordado— viene «compensado» por el fortalecimiento del espíritu en la búsqueda de Dios, dicho de otro modo, la verdad de esta purificación se revela en el deseo y cuidado, solicitud y gana de servir a Dios que pone en quien la padece, y esto sin soporte del gusto sensible.

D.- «SENCILLA CONTEMPLACIÓN»

Así introduce el santo la «sencilla contemplación»: «Ordinariamente, junto con esta sequedad y vacío que hace al sentido (la purgación contemplativa) da al alma inclinación y ganas de estarse a solas y en quietud, sin poder pensar cosa particular ni tener ganas de pensarla» (1N 9,6). «Contemplación infusa con que Dios de suyo anda apacentando y reficionando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma» (1N 14,1).

6. ILUMINATIVA Y AMOROSA CONTEMPLACIÓN

Así, después de culminar positivamente la primera crisis, por la que se entra en el estado de aprovechados, nos abre a otra secuencia de la vida espiritual de estas mismas personas: «con gran facilidad halla luego en su espíritu muy serena y amorosa contemplación» (2N 1,1).

Tiempo de bonanza que sigue a la purificación del sentido, en el que «cobra fortaleza en Dios por el dulce y sabroso trato que con él después tuvo» (2N 3,2). Gracias que tienen una finalidad: estimular y avivar el deseo de Dios y probar y purificar a quienes las reciben: «visitas», «con gran fuerza de amor» (C 13,2), «para regalarlas y animarlas» (C 1,15); «heridas» «para avivar la noticia y aumentar el apetito» (C 1,19), que «la hacen salir de sí y entrar en Dios» (ib.); «toques» —«escondidos toques de amor»— que prenden el fuego y la llama de amor que «la hace salir fuera de sí y renovar toda y pasar a una nueva manera de ser» (C 1,17).

La finalidad de estas comunicaciones y la experiencia que de ellas tiene el alma es disponer para comunicaciones ulteriores. Ahí mismo lo anuncia el maestro: esas gracias «hacen tal efecto en el alma, que la hace codiciar y desfallecer en deseo de aquello que siente encubierto allí» (ib., 4); y así, con estas gracias, las va «más disponiendo para las mercedes que les quiere hacer después» (ib., 1). Y añade: «que son como presagios y mensajeros de la noche venidera del espíritu».

Y hablando ya del «final» del proceso advertirá: «por razón de ser un solo supuesto», una realidad, un «yo» (2N 1,1; 3,1), cuya raíz sustentadora es el espíritu: «todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan los hábitos buenos y malos» (2N 3,1). Por eso, en la purificación pasiva del espíritu «cumplidamente se han de purgar estas dos partes del alma» (ib.), «se purgan entrambas partes juntas» (ib., 3,2). De ahí de la necesidad de ulterior purificación para poder recibir más abundante comunicación de Dios, y más «espiritual».

7. NOCHE PASIVA DEL ESPÍRITU

Vendría ahora la descripción de la noche pasiva del espíritu, la más terrible y dolorosa purificación que prepara al alma para la unión y transformación total y plena posible en esta vida con Dios[18]. De ella no hablaré, porque no tengo tiempo, y porque es la misma contemplación anterior de la noche del sentido, pero que ahora  ilumina para purificar hasta las raíces, hasta la sustancia del yo, como ya he explicado; por eso todo, tanto el sufrimiento como el gozo es lo más profundo que se pueda experimentar en esta vida. Si alguno quiere entrar en ella, aquí, en estos folios, está perfectamente descrita. Es mi tesis doctoral en Teología: LA NOCHE PASIVA DE LA FE EN SAN JUAN DE LA CRUZ, EVOLUCIÓN Y PROCESO.

8. CONTEMPLACIÓN UNITIVA

Para terminar, me interesa iniciar la lectura de los frutos de la vida contemplativa y unitiva. Sólo quiero asomarme por la ventana de San Juan de la Cruz a esa íntima unión con Dios donde el alma se siente habitada e inundada de la gloria del Dios Trino y Uno, hasta el punto de poder decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado»; o «ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio».

Yo quiero terminar mi última lección de Teología Espiritual con los fuegos y esplendores de Llama de Amor viva de san Juan de la Cruz, que de tal manera tengan eco en vuestros corazones, que nos animemos todos  a desear estas alturas de unión con Dios, y que sea así, en mi amado seminario, en compañía de los que más quiero, añadiendo en espíritu a mi familia, que resuene su palabra, llena de luz y de esplendores divinos, en estos muros ¡qué vivencias más fuertes y vivas, casi recién estrenadas, guardo!

Yo voy a iniciar un poco esta lectura del Cántico espiritual y Llama de Amor viva, pero os invito a continuarla luego en vuestros ratos de oración y lectura espiritual. Sería el mejor fruto de esta lección que tan atentamente habéis escuchado, sobre todo, en estos tiempos de ateísmo y secularismo, en que tanto la necesitamos, como exponía Karl Ranher, uno de los mejores teólogos del siglo XX: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios... porque vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos se habla de la «muerte de Dios». Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo y aún a conciencia del descrédito de la palabra “mística” --que bien entendida no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo, sino que se identifica con ella-- cabría decir que el cristiano del futuro o será un «místico» es decir, una persona que ha “experimentado algo” o no será cristiano»[19].

Tengo escrito en uno de mis libros: «Cuando una persona lee a  san Juan de la Cruz, si no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida al Monte Carmelo, la Noche... y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan tanta negación, tanta cruz, tanto vacío, ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de Amor viva... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración—conversión.

Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de Él recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en Él se ame como Él merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues Él en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis” (Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y glorificado estoy en ellos “.

«Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL B. 78-80).

«Una de las causas que más mueven al alma a desear entrar en esta espesura de sabiduría de Dios y conocer muy adentro en sus juicios... es por poder de allí venir a unir su entendimiento y conocer en los altos misterios de la Encarnación del Verbo, como a más alta y sabrosa sabiduría para ella; a cuya noticia clara no se viene sino habiendo primero entrado en la espesura que habemos dicho de sabiduría y experiencia de trabajos... los cuales, por ser tan altos y tan profundos, bien propiamente se llaman subidas cavernas: subidas, por la alteza de misterios; cavernas, por la hondura y profundidad de la sabiduría de ellos. Porque así como las cavernas son profundas y de muchos senos, así cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría, y tiene muchos senos de juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres (CA 36, 1-2).

Estando, pues, el alma ganada de esta manera, todo lo que obra es ganancia, porque toda la fuerza de sus potencias está convertida en trato espiritual con el Amado de muy sabroso amor interior, en el cual las comunicaciones interiores que pasan entre Dios y el alma son de tan delicado y subido deleite, que no hay lengua mortal que lo pueda decir ni entendimiento humano que lo pueda entender. Porque, así como la desposada en el día de su desposorio no entiende en otra cosa sino en lo que es fiesta y deleite de amor y en sacar todas sus joyas y gracias a luz para con ellas agradar y deleitar al esposo, y el esposo ni más ni menos todas sus riquezas y excelencias le muestra para hacerle a ella fiesta y solaz, así aquí en este espiritual desposorio, donde el alma siente de veras lo que la Esposa dice en los Cantares (6, 2), es a saber Yo para mi Amado, y mi Amado para mí, las virtudes y gracias de la Esposa alma y las magnificencias y gracias del Esposo Hijo de Dios salen a la luz, y se ponen en plato para que se celebren las bodas de este desposorio, comunicándose los bienes y deleites del uno en el otro con vino de sabroso amor en el Espíritu Santo (CB 30, 1). Esta es la propiedad de esta unión del alma con Dios en matrimonio espiritual: hacer Dios en ella y comunicársele por sí solo, no ya por medio de ángeles ni por medio de la habilidad natural. Porque los sentidos exteriores e interiores y todas las criaturas y aun la misma alma, muy poco hacen al caso para ser parte para recibir estas grandes mercedes sobrenaturales que Dios hace en este estado; no caen en habilidad y obra natural y diligencia del alma; él a solas lo hace en ella.

Y la causa es porque la halla a solas... y así no la quiere dar otra compañía, aprovechándola y fiándola de otro que sí solo. Y también es cosa conveniente, que, pues el alma ya lo ha dejado todo y pasado por todos los medios, subiéndose sobre todo a Dios, que el mismo Dios sea la guía y el medio para sí mismo. Y, habiéndose el alma ya subido en soledad de todo sobre todo, ya todo no le aprovecha ni sirve para más subir otra cosa que el mismo Verbo Esposo; el cual, por estar tan enamorado de ella, a solas es el que la quiere hacer las dichas mercedes..» (CB 35, 6).

9. IGUALDAD DE AMOR

«La propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada. De donde, porque el alma aquí tiene perfecto amor, por eso se llama Esposa del Hijo de Dios, lo cual significa igualdad con él, en la cual igualdad de amistad todas las cosas de los dos son comunes a entrambos, como el mismo Esposo lo dijo a sus discípulos (Jn 15, 15), diciendo: Ya os he dicho mis amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he manifestado (CB 28,1).

El fin por que el alma deseaba entrar en aquellas cavernas de Cristo era por llegar consumadamente, a lo menos en cuanto sufre este estado de vida, a lo que siempre había pretendido, que es el entero y perfecto amor que en esta tal comunicación se comunica, porque el fin de todo es el amor... Esta pretensión es la igualdad de amor que siempre el alma natural y sobrenaturalmente desea, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado. Y como ve el alma la verdad de la inmensidad del amor con que Dios la ama, no quiere ella amarle menos altamente y perfectamente, y para esto desea la actual transformación, porque no puede el alma venir a esta igualdad y entereza de amor si no es en transformación total de su voluntad con la de Dios, en que de tal manera se unen las voluntades, que se hace de dos una y, así, hay igualdad de amor. Porque la voluntad del alma, convertida en voluntad de Dios, toda es ya voluntad de Dios, y no está perdida la voluntad del alma, sino hecha voluntad de Dios; y así, el alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así, le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que él a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma, según lo dice el Apóstol (Rm 5, 5), diciendo: Gratia Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis, que quiere decir: La gracia de Dios está infusa en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado. Y así ama en el Espíritu Santo a Dios junto con el Espíritu Santo, no como con instrumento, sino juntamente con él, por razón de la transformación... supliendo lo que falta en ella por haberse transformado en amor ella con él.

Y porque en esta transformación muestra Dios al alma, comunicándosele, un total amor generoso y puro con que amorosísimamente se comunica él todo a ella, transformándola en sí (en lo cual la da su mismo amor, como decíamos, con que ella le ame), es propiamente mostrarla a amar, que es como ponerla el instrumento en las manos, y decille él cómo lo ha de hacer, e irlo haciendo con ella; y así aquí ama el alma a Dios cuanto de él es amada. Y no quiero decir que amará a Dios cuanto él se ama, que esto no puede ser, sino cuanto de él es amada; porque así como ha de conocer a Dios como de él es conocida, como dice san Pablo (1 Cor 13, 12), así entonces le amará también como es amada de él, pues un amor es el de entrambos.

De donde no sólo queda el alma enseñada a amar, mas aún hecha maestro de amar, con el mismo maestro unida, y, por el consiguiente, satisfecha; porque hasta venir a este amor no lo está; lo cual es amar a Dios cumplidamente con el mismo amor que él se ama. Pero esto no se puede perfectamente en esta vida, aunque en estado de perfección, que es del matrimonio espiritual, de que vamos hablando, en alguna manera se puede.

Y de esta manera de amor perfecto se sigue luego en el alma íntima y sustancial jubilación a Dios; porque parece, y así es, que toda la sustancia del alma bañada en gloria engrandece a Dios, y siente, a manera de fruición, íntima suavidad que la hace reverter en alabar, reverenciar, estimar y engrandecer a Dios con gozo grande, todo envuelto en amor. Y esto no acaece así sin haber Dios dado al alma en el dicho estado de transformación gran pureza, tal cual fue la del estado de la inocencia o limpieza bautismal» (CA 37, 1-4; CB 24, 5).

10. LA OBRA DE LA TRINIDAD

«Las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra (Ll 2, 1). Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.

La comunicación del Espíritu Santo..., a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo...

Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello; porque aun lo que en esta transformación temporal pasa cerca de esta comunicación en el alma no se puede hablar, porque el alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en él transformada, aspira en sí mismo a ella.

Y en la transformación que el alma tiene en esta vida, pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia, con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto grado, como en la otra vida. Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo (Gal 4, 6), cuando dijo: Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el espíritu de su Hijo, clamando al Padre. Lo cual en los beatíficos de la otra vida y en los perfectos de ésta es en las dichas maneras.

Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza (Gn 1, 26).

Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más (17, 20-23):

No ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en mí; que todos ellos sean una misma cosa de la manera que tú, Padre, estás en mi y yo en ti, así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado, he dado a ellos para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y tú en mí; porque sean perfectos en uno, porque conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor. Como tampoco se entiende aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y naturalmente, como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de Amor.

De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios. De donde san Pedro (2 Pe 1, 2-4) dijo: Gracia y paz sea cumplida y perfecta en vosotros en el conocimiento de Dios y de Jesucristo Nuestro Señor, de la manera que nos son dadas todas las cosas de su divina virtud para la vida y la piedad, por el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y virtud, por el cual muy grandes y preciosas promesas nos dio, para que por estas cosas seamos hechos compañeros de la divina naturaleza. Hasta aquí son palabras de san Pedro, en las cuales da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios. Lo cual, aunque se cumple perfectamente en la otra vida, todavía en ésta (cuando se llega al estado perfecto, como decimos ha llegado aquí el alma) se alcanza gran rastro y sabor de ella, al modo que vamos diciendo, aunque, como habemos dicho, no se puede decir» (CB 39, 3-6).

«Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.

¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?

¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?

No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.

¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón?

Míos son los cielos y mía la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre.

Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón» (Dichos 1, 26-27).

11. EL PADRE PRONUNCIÓ EN SILENCIO SU ÚNICA PALABRA, LLENA DE AMOR, Y EN SILENCIO DE AMOR (ORACIÓN) DEBE SER  ESCUCHADA

El título suena a san Juan de la Cruz, sólo que lo he parafraseado. Cuando uno siente que Dios existe y es Verdad, que Cristo existe y es Verdad, que su Amor-Espíritu Santo existe y es verdad y esto se siente y se experimenta como Él lo siente y a veces lo vemos expresado en el evangelio de San Juan: “Como el Padre me ama a mí, así os he amado yo; permaneced en mi amor; os he dicho estas cosas, para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa… yo os llamo amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre… Yo en ellos y tú en mí, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí”; fijaos bien, nos ama el Padre con el mismo amor de Espíritu Santo que ama al Hijo, y nos lo da por participación, por gracia, por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, porque nosotros no podemos ni sabemos fabricar estas luces de contemplación de amor, de experiencias y sentimientos y amores infinitos y nos sentimos amados por el Padre en el Hijo, porque por la oración-conversión nos identificamos con Él hasta el punto de que el Padre no ve diferencias en el Hijo y los hijos, porque estamos llenos de la misma luz del Verbo...

Cuando la simple criatura se ve y se siente amada y preferida singular y eternamente por Dios, más amada por Él que por uno mismo, --me ama más que yo me amo y me pueda amar y me ha querido crear para amarme así y para que lo ame igualmente-- y esto es verdad y lo siento y no es pura teoría, es carne de mi carne y me amará así ahora y siempre, --qué confianza, qué seguridad, qué gozo, Dios mío, penetra todo mi ser y lo domina y lo eleva y lo consume...-- recibiendo en mi alma el beso de su mismo Amor eterno e infinito, que es su Espíritu Santo, recibido por su gracia, pronunciando mi propio nombre en su Palabra llena de Amor de su mismo Espíritu, Palabra pronunciada luego en carne humana…

Dice san Juan de la Cruz: el Padre, desde toda la eternidad, no ha tenido tiempo más que para pronunciar una sola Palabra y en ella nos lo dijo todo, y la pronunció en silencio, es decir, en oración, en diálogo de amor sin ruido ni gesto, contemplándose en su infinito Ser por sí mismo en Verdad y Vida infinita, y así debe ser escuchada, en el silencio de la oración, en la misma Palabra del Padre pronunciada llena de amor para nosotros.

Cuando Dios personalmente pronuncia para ti esta misma Palabra llena de luz y hermosura y verdad y belleza en la oración personal, de tú a tú,  en un TÚ, persona divina, «inmenso Padre», trascendentemente cercano, «divinamente» comunicativo, y en un yo que, porque naciendo de este TÚ y avanzando en creciente dinamismo hacia Él, se percibe, padece y goza, como una «pretensión» infinita incolmable de Dios, el diálogo se ha hecho Trinidad, la amistad se ha hecho beso trinitario, la intimidad se ha hecho, fundido en esencia divina, en el Ser Infinito del Dios Trino y Uno.

«Si el hombre busca a Dios, más le busca su Amado a él», repite San Juan de la Cruz. Entre personas anda el juego: Dios y el hombre, en mutua gravitación amorosa, llenan todo el escenario de la experiencia de Dios sanjuanista y dan peso y sustancia a su palabra de maestro de la fe. Urgencia de encuentro, de plenitud en la donación divina, en la acogida-donación humana. Y esto lo define el Doctor Místico como vida teologal: de Dios a nosotros —Dios en fe—, y de nosotros a Dios, «sin otra luz y guía, que la que en el corazón ardía»: la oración contemplativa.

El Doctor Místico, contemplativo por gracia y por voluntad, --llamada y respuesta--, centra la vida teologal y la conecta, como maestro, solamente a la oración-contemplación. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo siempre es de Dios, y no de las criaturas, que ni saben ni entienden ni abarcan o comprenden estas realidades del Amor divino, y Dios las irá preparando e ilustrando según su capacidad y su aceptación.

Lejos de cualquier contemplación «platónica», teórica, que uno puede fabricarse, y vivir luego al margen de lo contemplado, porque consiste en contemplar verdad pero no desde la vida… la que san Juan de la Cruz enseña, es comunión de vida, inmersión del creyente en el mundo de Dios, mundo de relación gratuita, y en el mundo de la Iglesia, de la liturgia y del apostolado, pero visión distinta, porque se hace desde la misma visión de Dios, es decir, viviendo y experimentando lo que Dios siente y piensa y vive de su mismo Ser y Existir Divino con su mismo Amor de  Espíritu Santo[20].

No es liturgia, apostolado, evangelio, amor a Dios y al prójimo, como yo lo puedo fabricar con la gracia de Dios por la oración, y que es bueno, y mucho menos, si uno lo programa o lo hace sin oración y conversión diaria y permanente a Cristo, porque son liturgia, apostolado nuestro, puramente humano, sin el Espíritu de Cristo.  

La oración contemplativa en san Juan de la Cruz  no es contemplación separada de la vida, ni puramente intelectual ni fabricada por manos humanas; la contemplación pasiva de san Juan de la Cruz es obra de Dios en el alma y está hecha de la misma vida de Dios metida en la misma vida y ser del orante, en la misma sustancia del alma, como el Santo gusta repetir, sentida y vivida y experimentada, y desde esa experiencia y vida, comprendida, gozada y sumergida en la misma esencia divina por su gracia participada en plenitud por la contemplación purificadora que Dios mismo obra en el alma.

Por eso, para él, la oración es el fundamento de toda la vida cristiana, es la misma vida cristiana; todo está cimentado y se alimenta y tiende como meta y cumbre a la unión con Dios; y no hay oposición entre liturgia «centro y culmen de toda la vida cristiana», como nos dice el Vaticano II,  y oración personal, sino mutua ayuda y complemento; porque la liturgia, que esencialmente es «opus Trinitatis»; es la provocación de Dios al creyente con sus dichos y hechos de amor, presencializados en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, que hace presente “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo…” desde la creación del hombre por amor, hasta la «recreación» por Cristo para compartir la misma eternidad luminosa de Dios en diálogo eterno de amor, en oración de contemplación que no acabará nunca.

La liturgia, la acción de Dios y la provocación de amor del Padre al hombre por el Hijo en el Espíritu Santo siempre exigirá y necesitará la aceptación en oración del celebrante y participantes que acojan esos hechos y palabras y gestos de entrega, adoración, obediencia y victimación al Padre, con amor extremo, hasta dar la vida por amor a los hombres, y los devuelvan al Dios Trino y Uno en respuesta de amor personal y comunitaria por el pontífice, el sacerdote, puente de unión entre las dos orillas; la orilla divina, que nos trae a Dios con sus gestos y dichos de amor salvadores, y luego retorna hasta el trono de Dios, desde la orilla humana, como respuesta del hombre –la liturgia, no olvidar, siempre es respuesta--, nuestra respuesta hecha adoración, víctima, acción de gracias, petición, amor extremo como el suyo hasta dar la vida en obediencia al Padre y amor a los hermanos. En la liturgia la iniciativa siempre es de Dios, pero no es completa, no es lo que Dios quiere y busca,  si no hay respuesta de fe y amor del hombre. Y eso es por la oración; por eso, la liturgia más importante es la Plegaria Eucarística.  

La oración contemplativa se nos muestra unida sustancialmente a la liturgia, a la vida, al apostolado, formando unidad en el creyente. Y en esta materia, san Juan de la Cruz nos dirá que su palabra quiere ser  «sustancial y sólida». Por eso, qué cariño, qué certeza, qué seguridad, qué necesidad tengo de esta oración, de este camino, de este encuentro, de esta unión, de este abrazo, de esta amistad, de esta comunicación, de este estar con Él y en Él, de este tratar de amar a Dios sobre todas las cosas que es la oración, y «que no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», como la define santa Teresa de Jesús desde su experiencia de oración.

La oración contemplativa personal, comunitaria o litúrgica, siempre nos hace entrar en la tierra prometida por Dios como a los exploradores enviados por Moisés, para volver cargados de frutos que Dios nos ha preparado y el contemplativo, el que ha visto y sentido todo esto, el que ha llegado por la oración contemplativa a la tierra prometida, en la liturgia o en la oración personal, pero de verdad, no sólo por teología, o de oídas o teóricamente, sino por la experiencia del Dios vivo, vuelve siempre de esa oración cargado de gozo y de deseos de volver pero con los hermanos. Esto es apostolado. He ahí  la esencia del cristianismo, la clave del apostolado y de la liturgia cristiana, sobre todo, de la liturgia eucarística.

Necesitamos almas de oración contemplativa que hayan entrado dentro del misterio de la Palabra llena de Amor de Espíritu Santo, del mismo amor divino que el Padre pronuncia para nosotros en la liturgia o en la oración de contemplación, que no nos quedemos en las palabras o ritos sagrados que envuelven la Palabra de Salvación del Padre, que eso es la liturgia, no el rito en sí; necesitamos la contemplación de los dichos y hechos salvadores de Dios en la liturgia, contemplativos que penetren por la oración en el contenido lleno de presencia y vida de Dios, que quiere darse y entregarse a nosotros, y después de haberlos visto y vivido, los comuniquen a los hermanos; he aquí la clave del apostolado sacerdotal o del sacerdote apostólico, del fin y meta de todo apostolado, de la liturgia, de la oración sanjuanista, hasta el punto de que todos los cristianos puedan decir del misterio de Dios como los paisanos de la samaritana: “Ya no creemos por lo que tú nos has  dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo” (Jn 4, 42). Ya antes Jesús había profetizado en este mismo diálogo con la Samaritana: “Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y Verdad. Porque así son los adoradores que el Padre quiere. Dios es Espíritu y sus adoradores han de adorarlo en Espíritu y Verdad” (v. 23). Quisiera que cada uno de los creyentes, pudiera decir a Dios, al Cristo vivo, vivo y resucitado de la Eucaristía, como Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis propios ojos” (Job 42, 5).  En san Juan, cuando salen espíritu y verdad, siempre los pongo en mayúscula, porque para mí se refieren al Verbo de Dios, que es la Verdad, y al Espíritu Santo, que es el Espíritu del Dios Amor, como nos dirá san Juan en otro texto hermosísimo: “Dios es Amor…, en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó y envió a su hijo como propiciación de nuestros pecados”(1 Jn 4. 10).

En todo lo relacionado con Dios, una cosa es creer, otra celebrar y otra, vivir; vivir la fe, la esperanza y el amor, la experiencia de Dios vivo, esa es la “verdad completa”,  de la que nos habla el Señor en el evangelio de Juan. Y para llegar a la “verdad completa” nosotros, como los Apóstoles, tenemos que tener el Espíritu de Cristo,  tenemos que recibir el Espíritu Santo. Y para recibirlo hay que estar “en oración con María, la madre de Jesús”. Pero en una oración que nos lleve a la “verdad completa”, porque no vale cualquier oración. Los Apóstoles habían orado muchas veces, incluso con el Señor, pero esa oración no les llevó a la “verdad completa”. Para llegar a ella, que es la experiencia de Cristo vivo pero en nuestro espíritu, en mi misma carne y sangre, dice san Juan de la Cruz, y es el mejor maestro de oración, hay que llegar a etapas un poco más elevadas de oración, hay que llegar a la oración contemplativa. Y cuando se tiene esta vivencia de Dios, es cuando se llega a «la verdad completa».

Los Apóstoles han escuchado al Señor durante tres años, han visto sus milagros y han escuchado sus palabras salvadoras, llenas de amor, pero no han llegado a la “verdad completa”, porque todo se ha quedado en la mente y muy poco ha llegado al corazón; los Apóstoles le han visto resucitado con sus propios ojos de carne, han celebrado la Eucaristía con Él, le han tocado y palpado material y externamente con sus propias manos, y siguen con miedo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos; viene el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, es decir, que es Cristo mismo, el mismo Cristo, pero no hecho palabras ni milagros ni siquiera pan consagrado, sino el mismo Cristo hecho fuego, llama de amor viva que les invade por dentro y les quema y lo sienten y experimentan en su espíritu, y ya no pueden contenerse y lo comprenden todo, como los dos discípulos de Emaús, pero no con conocimiento discursivo o experiencia externa, sino con vivencia interna llena de fuego: “Ardía nuestro corazón”, como así he titulado a mis tres ciclos de homilias, y entonces es cuando llegan a la “verdad completa” que Jesús les había prometido, y abrieron las puertas y se acabaron los miedos y sin programar mucho lo que tenían que decir o hacer, pero llenos del Espíritu de Cristo, pero en mayúscula, el Espíritu Santo, Pedro empezó a predicar y todos entendieron y se convirtieron tres mil de toda lengua, raza y nación, como el Señor los había prometido: “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… Él os llevará la verdad completa”.

Y cuando digo oración de unión con Dios, de oración contemplativa,  san Juan de  la Cruz está hablando siempre y nunca lo separemos, de oración de transformación, de conversión, de purificación, noche del sentido y del espíritu, que limpian los sentidos y el espíritu en sus mismas raíces, entre sufrimientos y dolores, que las almas no podrían soportar sin una ayuda especial de Dios.

Para el santo, en relación con Dios, orar, amar y convertirse se conjugan igual. Si dejo de amar, dejo de orar y convertirme. Y si dejo de convertirme, dejo de orar y amar. Y esto es necesario no olvidarlo jamás en la  vida cristiana. Por eso la vida mística, la experiencia de Dios, la oración permanente exige conversión permanente, que dura toda la vida. Si el alma deja de convertirse, que es lo mismo que dejar de amar, deja también de orar, porque para vivir la vida a su modo se basta a sí mismo; sólo necesitamos la oración cuando queremos vivir como Cristo, como cristianos, al modo de Cristo, entonces necesito de Él, de encontrarme con Él todos los días por la oración permanente que me lleva a la conversión-unión permanente. Ésta es la causa de tanto aburrimiento en la oración, de no pasar ratos ante el Señor, en la misma participación en la Eucaristía, porque se termina dejándolas, por no sentir su necesidad, estando tan necesitados. Y ésta es la causa de que no se avance en la vida espiritual. El principal impedimento. Nada de técnicas ni posturas, en la oración, como en el amor a Dios, no se avanza si no hay conversión.

Para san Juan de la Cruz, y para mi pequeña y pobre experiencia sacerdotal y apostólica, la falta de conversión permanente es la dificultad esencial para orar y para amar plenamente a Dios.  Por eso, se abandona la oración meditativa y desaparece el deseo de Dios, de santidad, de querer convertirse y hacer a los hermanos partícipes de este amor y experiencia.

Cualquiera que haya leído a san Juan de la Cruz habrá quedado muy impresionado y hasta un poco asustado de las descripciones tan abundantes y plásticas que hace de la tiniebla, oscuridad, sufrimientos y demás pruebas de esta noche del alma.      

A lo largo de toda la Noche, el Doctor Místico no cesa de hablarnos de tinieblas, desnudez, abandonos, sentimientos de la propia nada y miseria, sentimiento de estar alejado de Dios, imposibilidad absoluta para orar y meditar, sequedades y negaciones y oscuridades interiores..., y, por otra parte, pérdida de amigos, críticas, calumnias y murmuraciones, incomprensiones, humillaciones y padecimientos exteriores de todo tipo, con enfermedades y sufrimientos físicos y psíquicos,  hasta parecer que va a morir[21].

La intensidad de estos dolores es tan grande que el Santo no duda en compararlos repetidas veces a los del Purgatorio: «En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después y si Él no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen presto, moriría muy en breves días; mas son interpolados los ratos en que se sienten su íntima viveza. La cual algunas veces se siente tan al vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición. Porque estos son los que de veras “descienden al infierno viviendo” (Sal 54, 16), pues aquí se purgan de manera que allí. Y por eso, el alma, que por aquí pasa o no entra en aquel lugar, o se detiene allí muy poco, porque aprovecha más aquí una hora que muchas allí» (2N, 6,5).

No paso a describir esta parte de los sufrimientos porque aquí trato más bien de la experiencia gozosa de Dios. En alguna parte he tratado este tema abundantemente, dando  explicación espiritual y psicológica de los mismos, para hacerlos más comprensibles y para que no nos asustemos ante todo tipo de purificaciones y humillaciones y sufrimientos, porque de todo se sirve el Señor para demostrarnos que sólo debemos buscarle a Él, no sus dones, que nos hacen egoístas. Es la renuncia total a todo por conseguir el todo, pero no teóricamente, sino de verdad.

         Me sorprende en este aspecto san Juan de la Cruz, que dice muchas veces en sus escritos, sobre todo en la Subida al Monte Carmelo, que nos va a hablar de oración y luego escribe los tres libros de la Subida como los dos de la Noche y se los pasa hablando  de las purificaciones, purgaciones, de mortificaciones del yo, de sus criterios, de sus afectos desordenados, de las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, de las nadas… para llegar al todo.  

Por todo lo cual, para nosotros, no tiene ninguna duda, de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico, puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la condición humana que es la experiencia de Dios[22]. Por eso san Juan de la Cruz sigue actual como lo son los doctores de la Iglesia, es decir, aquellos teólogos cuya doctrina es reconocida por la Iglesia como capaz de iluminar a las sucesivas generaciones de cristianos, que quieran caminar a la unión y al amor total y transformante en Dios. A una generación como la nuestra, culturalmente secularizada, pero ávida de lo sagrado, con deseos de experiencia y contacto con Dios, san Juan de la Cruz puede ser un testigo indiscutible de la profundidad del hombre y necesidad de Dios. Ahora leamos al Papa Juan Pablo II.


[1] Cfr F. X. DURRWELL, La Eucaristía, Sacramento Pascual, Sígueme, Salamanca  1892, pag.13).

[2]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009, pag 360

[3]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[4]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[5]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[6] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[7]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[8]  VATICANO II, L G, n. 59.

[9]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[10]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[11]Ibi. pág. 723

[12]R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

[13]F.X. DURRWEL, Cristo, Nuestra Pascua,  Editorial Ciudad Nueva, MADRID  2003, pag 176.

[14]Cfr. LAUREANO ZABALZA, El desposorio Espiritual según San Juan de la Cruz, Burgos 1964.

[15]MAXIMILIANO HERRÁIZ,  La oración Palabra de un Maestro, pags 65-90

[16]Cfr. FEDERICO RUIZ,  Caminos del Espíritu, Madrid 1978, págs 474-493.

[17]MAXIMILIANO HERRAIZ, Ibidem, pág 75

[18]L. BORRIELLO-GIOVANNA DELLA CROCE, Conoscere Dio é la vocazione dell´huomo, Torino 1991, págs83-99.

[19]K. RAHNER, Espiritualidad antigua y actual,  Escritos de Teología VII, Madrid 1967, p. 25.

[20]Cfr MAXIMILIANO HERRAIZ, La oración Palabra de un Maestro, San Juan de la Cruz, Madrid 1991, pags 57-137

[21]Cfr. ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la noche, lectura de la noche oscura de San Juan de la Cruz, Roma 1991.

[22]Cfr J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios. Madrid 1995, págs 149-150.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES

(TEMAS DE LÓPEZ MELÚS Y ALGUNOS MÍOS)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA: 1966-2018

VSTETV. ESTOS EJERCICIOS SON ÚLTIMOS 2015; elaborados desde EJERCICIOS ESPIRITUALES LÓPEZ MELÚS y algunos temas míos.

Para más temas de Ejercicios ver especialmente algunos de mis libros,

      EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como

ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13).

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

(CABEZUELA DEL VALLE)

(Ver algunas de estas meditaciones en mi libro TU CUERPO Y SANGRE, SEÑOR)

«VEN, ESPÍRITU DIVINO, MANDA TU LUZ...

MEDITACIÓN: Muy querido hermano sacerdote Don Bernabé, que tanto amor e interés tienes por la conversión de tu parroquia a Cristo, queridos hermanos y amigos todos de Cabezuela: S. Ignacio de Loyola, en el principio y fundamento de los Ejercicios Espirituales, nos dice:«El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma». Esta es la razón de la existencia del hombre sobre la tierra porque expresa el mismo pensamiento de Cristo contenido en los evangelios: ¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Yo solo pregunto una cosa: todos morimos, muchos han muerto, pregunto sin malicia, solo para pensarlo y meditarlo e interiorizarlo: si no se han salvado, de qué todo lo que fueron y tuvieron en la tierra? Yo, Gonzalo, que os hablo, me pregunto: cómo me gustaría estar en la hora de mi muerte, el momento más importante para entrar en la eternidad, en el siempre, siempre que me espera. Pues piénsalo ahora en este momento de gracia que Dios te ha concedido, en lugar de quedarte en casa viendo la tele, y haz propón hacer lo que te gustaría haber hecho en el momento de partir para ese siempre, siempre en Dios para el que fuiste creado, fuimos soñados por el Padre Dios.

Hermanos, Aprovechemos este tiempo de gracia y salvación que Dios nos concede en este santa cuaresma para convertirnos más a su amor o potenciar nuestra vida de gracia si ya la tenemos y la tenemos la mayoría, pero pidámosla, si la necesitan  nuestros hijos y nietos y el resto de los hombres, si la han perdido, para que la reencuentren y los lleve a la salvación de Cristo.

Repitiendo la afirmación de san Ignacio… el hombre ha sido…

PREGUNTO YO AHORA, OS PREGUNTO A TODOS:  ¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR  A DIOS?

Respuesta: PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO. Así que cuando algún hijo o nieto, al hacerle tú esta pregunta, te diga responda por qué tengo que rezar, o ser obediente, en definitiva, por qué tengo que amar a Dios e ir a misa: … ya sabes lo que tienes que responderle, PORQUE ÉL NOS AMÓ PRIMERO.

Cuando me santiguo todos los días para empezar mi oración personal, yo lo hago así: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… en el nombre del

San Juan lo fundamenta toda esta verdad maravillosamente, en su primera carta, capítulo cuarto, cuando nos dice: " Dios es amor…En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10),

Y esta afirmación es muy parecida a esta otra afirmación del mismo apóstol san Juan, que para mí, junto con san Pablo, son los Apóstoles más profundos, los que han tenido mayor experiencia en la tierra por su oración subida y contemplativa, del misterio de Dios, de la vida de Dios en el hombre y con los hombres: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna, porque Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él”.

Para mí encierra tal riqueza de teología, vida, experiencia, amor, contemplación, sobre todo mirando a Cristo crucificado, al Hijo entregado por nuestros pecados, que os invito a que traigaís mañana a los que no suelen venir a estos actos, para que el Señor le diga: os amor, estáis salvados, he dado mi vida por vosotros… porque es posible ser cofrade y sacarlo en procesión, pero no sentir y escuchar a Cristo que dice a todos los que le llevan o le contemplan: Estoy aquí por amor a ti, para que tú seas feliz eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno.     

QUERIDOS HERMANOS: “Dios es Amor…en esto consiste el Amor, no en que nosotros… SI EXISTIMOS, ES QUE DIOS NOS HA AMADO Y NOS HA LLAMADO A COMPARTIR CON ÉL SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO. Qué maravilla existir, qué gozo inmenso ser hombre, ser mujer, no moriré, viviré siempre, siempre, soy eternidad, llamado a compartir la misma eternidad y felicidad infinita de mi Dios Trinidad, de mi Dios Trino y Uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Qué gozo ser  católico, tener fe en Cristo, CREER en Dios nuestro Padre, qué pena ver este mundo en el que muchos de nuestros hermanos han perdido la fe, y con ello, el sentido de la vida; al alejarse de Dios, no saben de donde vienen y a donde van, ni para qué viven… muchos hermanos de esta España nuestra actual, viven en noche de la fe en Dios Padre creador y salvador el hombre, vive en el nihilismo existencial, vive sin dirección a lo infinito, a la Verdad absoluta, todo es terreno, horizontal, sin verticalidad del cielo y del Dios Amor, y por eso no hay paz ni gozo, ni matrimonio para siempre, ni familia unida, ni vecinos…porque falta Dios, el Amor fuente de toda amor, y viene el aborto y la eutanasia… porque si  una niña tiene derecho a un crimen, a matar… tú me diras cuando los padres sean ancianos ….porque Dios es amor y sin Dios no hay amor ni felicidad ni gozo pleno y permanente, aun en medio de las pruebas de la vida y dificultades…

En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre Creador gratuito del amor, de la vida, de la felicidad del hombre… pero qué puedo yo darle a Dios que El no tenga… describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que empiezan en su mismo ser divino y amor antes de que nada existe, nos dice: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado.

         San Pablo nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos, hijos para siempre, demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre, para que viviéramos en la misma felicidad de nuestro Dios trino y uno.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito de ser infinito en vida y amor y verdad y felicidad, fuera de un antes y un después, esto es, fuera del tiempo. En esto del ser como del amor, la iniciativa, el principio, el origen siempre es de Dios. Por eso, el hombre, cualquier criatura, tú, ahora, cuando miras y rezas a Dios, te encuentras con una mirada que te ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo del amor primero.

En el principio no existía nada, solo Dios. Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

Y esta es la razón de que el hombre, a pesar de todo el sexo y placeres y gustos terrenos, jamás puede saciarse, porque todos son finitos, criaturas, migajas de criatura y nosotros, desde nuestro nacimiento y creación por Dios, estamos hechos para lo infinito, para la hartura de la divinidad.

Querida hermana, querido hermano, SI EXISTES, ES QUE DIOS TE AMA. Ha pensado en tí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándote en su esencia infinita, llena de luz y de amor, te ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3).

Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  te da la existencia, en el beso y amor de tus padres, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser Amor divino dado y recibido, que mora ya para siempre en tí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANOS, SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Y te ha elegido para vivir eternamente ya, para se feliz en su misma felicidad infinita, eso es el cielo, la vida de gracia desarrollada en plenitud en la resurrección. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANO, SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial  de la vida cristiana, de la vida de gracia, participación de la misma vida divina, de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don; yo soy eterno, yo no moriré nunca: yo no dejaré de existir, viviré siempre en Dios.

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANO, SI EXISTES, ES QUE ESTÁS LLAMADA, LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar en Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos del Valle y de  mi tierra de la Vera extremeña en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos, de mis hijos, queridos padres; de nuestros queridos feligreses, queridos sacerdotes o catequistas o parroquianas: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio o cristianismo o bautizado, y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozándose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Como aquel canto de juventud: gracias por la vida que me ha dado tanto, una eternidad. Quiero mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amo y no me siento amado por Él. Y sentirme amado por Él es el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios lo siento dentro de mí: «Quedéme y olvidéme, el rostro… Yo comprendo a los místicos, a los que llegan a esta alturas de sentir el Amor Dios, todo depende de mi grado de oración y conversión a Dios. Santa Teresa: «Sácame de aquesta vida….

 Por eso, cristiano completo, “en verdad completa”,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo... ¿busco yo  amar de verdad a Dios cumpliendo sus mandamientos  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de rezos y letanías?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el. Creedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14 ,9).

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi mi bautismo, mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme y en vosotros padres, al daros vuestros hijos, que son sus hijos, que son eternidades. Los padres, sobre todos, los sacerdotes somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 YO SOLO CREO EN LA ETERNIDAD Y SOLO QUIERO VIVIR YA PARA LA ETERNIDAD. La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios... QUÉ HACE TODO UN DIOS EN EL SAGRARIO… NO LO COMPRENDO… CUANTO VALE UN HOMBRE…. ENTREGÓ SU VIDA Y AHORA PERMANECE CON LOS BRAZOS ABIERTOS…

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices en la misma felicidad eterna de Dios Trino y Uno, mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión, que lo aprendamos de memoria y lo repitamos esta noche y mañana hasta la meditación: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4, 9-10).

(SILENCIO)

QUERIDOS HERMANOS: SOLO DIOS, SOLO DIOS; Y DESDE DIOS, LA VIDA, LAS FAMILIIA, LOS HIJOS, EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD. CANTEMOS TODOS:

-- NO ADORÉIS A NADIE MÁS QUE DIOS…

-- PADRE NUESTRO QUE ESTÁ EN EL CIELO, SANTIFICADO…

-- «Señor Jesucristo,, que dijiste a tus apóstoles, mi paz os dejo, mi paz os doy…

-- DAOS FRATERNALMENTE LA PAZ…

El Señor esté con vosotros… La bendición de Dios todopoderoso Padre, Hijo y… Podéis ir en paz.

SEGUNDA MEDITACIÓN

“TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO…”

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo ésto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesia es y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan , por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

 

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

       Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

       S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

       La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

       Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

       Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

       El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

       < Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

       En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

       Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

       El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

       El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

       «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

       Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

       Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

       ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte       

el cielo que me tienes prometido,  

 ni me mueve el infierno tan temido,

para dejar por eso de ofenderte

Tú me mueves, Señor,  muéveme el verte 

clavado en una cruz y escarnecido, 

muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

muévenme tus afrentas y tu muerte.

y aunque no hubiera infierno, te temiera.       
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,  

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno te temiera

 No me tienes que dar porque te quiera     

pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.

       QUERIDAS HERMANAS CARMELITAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque esa tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

       Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.       Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

       1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

       Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

       2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

       San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

       Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

       3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

       -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.     

       4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

     PRIMERA MEDITACIÓN: EL TABOR

       Queridas hermanas: Elijo este episodio del Tabor como pórtico de entrada en los Ejercicios Espirituales porque a nosotros nos ha elegido el Señor con esta gracia extraordinaria de estos días de recogimiento en silencio oracional, para que, subiendo por  la montaña de la oración, lleguemos a la contemplación y vivencia del Cristo vivo, vivo y resucitado, que os eligió como esposas suyas, para siempre, eternamente, con amor único, exclusivo y total.

       En los ejercicios espirituales se realiza un proceso de iluminación, de Tabor, de contemplación del rostro y de la vida de Cristo, distinta de cuando estamos en el llano, en la mediocridad espiritual. Es el mismo Cristo, pero si no subo por la montaña de la oración hasta la cumbre de la contemplación, no puedo decir con san Pedro: ¡qué bien se está aquí!. Todos los que de vosotros podáis decir esto, y os guste ir a la oración todos los días y lo paséis bien en el encuentro de amor con Cristo en la oración personal, es que habéis empezado esta contemplación de la belleza y hermosura del Hijo amado del Padre, en el que tiene todas sus complacencias y habéis comenzado ya el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios Trino y Uno está ya en tu vida.

       Los ejercicios espirituales deben ayudarnos en este proceso espiritual, en esta subida del monte Carmelo de san Juan de la Cruz, subida por el monte de la oración personal para llegar a la unión con el Esposo, Cantar de los cantares,  para el beso y el abrazo con Cristo, y con él y por su Espíritu, al abrazo y la experiencia de Dios Trino y Uno.

       Por otra parte, dar ejercicios a otra persona es una experiencia espiritual, que siendo diferente de la que tiene el que los recibe, tiene idéntica característica: experimentar directamente la cercanía y la comunicación con Dios. Ha de estar radicalmente orientado sólo a Dios, para dejarle actuar a él. Tiene que ser espejo de la comunicación de Dios con el ejercitante y no solamente actor. No puede llenar, con sus ideas y sentimientos por muy elevados que sean, el espacio que sólo corresponde a Dios. Es sólo un testigo que transmite la experiencia de su fe.

       Por eso, cada vez, me parece más sobrecogedora la experiencia de dar ejercicios, porque es asistir al milagro de la comunicación de Dios con los hombres: Profunda ha de ser la humildad del instrumento, desbordado por el mismo Dios. El que da ejercicios espirituales, vuelve a pasar por la experiencia que tiene de Dios en su vida personal.

       El que hace ejercicios acude a ellos para tener un encuentro con el Señor. La novedad de estos días consiste en privilegiar la experiencia como lugar de comunicación inmediata con Dios. Que no se trata de conocer más el evangelio, la doctrina, la fe, las parábolas, la cristología, la teología de lo que sea, sino de experimentarla, de sentir la acción y la luz del Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, y vivir el evangelio, a Cristo, porque a Cristo y al evangelio no se les comprende, hasta que no se viven, hasta que no se les experimenta, como los tres en el Tabor, o los Apóstoles reunidos con María la madre de Jesús en Pentecostés, hasta que no llega y viene el mismo Cristo, pero no hecho palabras o milagros, como antes de resucitar,  sino hecho fuego y llama de amor viva en su corazón y lo sienten y les quema; y entonces ya no pueden resistir la llama de su Amor, Amor de Espíritu Santo, que se manifiesta visiblemente sobre sus cabezas y abren los cerrojos y las puertas y pierden el miedo y dan la vida por Él.

       Por eso en la primera página de un libro mío, cuyo título es LA IGLESIA NECESITA SANTOS, tengo escrito lo siguiente: (leer libro) 

“INTRODUCCIÓN

       “El título completo del libro tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

       Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.   

       Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

       Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

       Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

       Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

       Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

       Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

       La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

       Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

        Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

       Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual”.

Por eso, el hacer y vivir unos ejercicios espirituales deber ser un ejercicio intenso de oración personal, de subir con Cristo al monte Tabor para contemplar más vivamente su rostro, o subir al monte Carmelo por la oración contemplativa como nos indica san Juan de la Cruz; de todas formas, retirarse a la oración en unos ejercicios espirituales es una predilección por parte de Dios, de su Espíritu. Tenemos que invocarle y pedirle continuamente su ayuda. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de estos ejercitantes y director, del fuego de tu amor, amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el que nos quieren sumergir como vemos en esta escena del Tabor.

Por la contemplación del Tabor, los discípulos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos.

Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un cairós, deciros que sois unos privilegiados, al haber sido elegidos para ver el rostro de Cristo transfigurado, en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con vosotros/as y para que os sintáis iluminados por la luz y belleza y resplandor del Hijo amado hasta el punto de que el Padre no vea diferencia entre el Hijo y los hijos llenos de la misma luz y amor.

Como los tres elegidos, habéis sido preferidas para la cumbre de la montaña, del Tabor, con interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación—, a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con vosotros. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de gracia, donde vamos a tratar de ser y hacernos mejores discípulos de Jesús.

Por experiencia todos sabemos la necesidad que tenemos de estos días de retiro, de soledad con Dios, de oración. Os digo esto desde el evangelio, desde la experiencia de la Iglesia, de los santos, y de muchos de vosotros. En uno de mis libros titulado NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN LA VIDA SACERDOTAL tengo escrito:

PRÓLOGO

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.”

Queridos hermanos-as,(leo Lucas 9, 28-36) comenzamos hoy nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, su persona, su palabra y su testimonio sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida. Le necesitamos, porque en la escena del Tabor no solo Jesús sino los tres discípulos elegidos fueron transfigurados. Los envolvió una luz luminosa, le deslumbró una luz esplendorosa, que se quedó solo en la inteligencia o en la visión exterior, sino que les penetró hasta el corazón, “qué bien se está aquí”, sintiendo en aquellos momentos una transfiguración interior, que les haría mucha falta hacer cuando llegase la noche oscura de la pasión y la muerte, y este fue el propósito de Cristo al elegirlos.

El monte, en la tradición bíblica, es el lugar privilegiado para el encuentro del hombre con Dios. Jesús lo eligió también como lugar privilegiado para su oración (Mc 6,46...). En Mt 17,1 y en Mc 9, 2, Jesús sube a la montaña para ser transfigurado; en Lucas Jesús sube a la montaña para orar, y mientras estaba orando el aspecto de su rostro cambió  y sus vestidos se hicieron de una blancura fulgurante. La enseñanza de este episodio lucano parece sugerir que todo cristiano, en el encuentro con Dios en la montaña de la oración, tendría que experimentar una transformación semejante a la del Señor.

Para ser testigo del Dios vivo en un mundo marcado por la ausencia y silencio de Dios, el cristiano necesita una experiencia viva y personal de él. Karl Rahner ha escrito sobre la espiritualidad cristiana del futuro: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios». Y sacaba esta conclusión: «El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano». Ha de unir el coraje y el compromiso de un profeta y la experiencia de Dios de un contemplativo, siguiendo el camino vivido y proclamado por el Señor.

En medio del proceso de secularización que vivimos hoy, todos necesitamos la oración diaria, a tiempo fijo, ya hablaremos, porque sin ella, lo que no se vive, se olvida, aunque lo prediquemos, porque falta vivencia. El cristiano del futuro tiene que llegar a la experiencia de lo que cree o celebra, el santo del futuro será el que venga del desierto, como Moisés, con aquel resplandor en el rostro que él traía después de haber hablado con Yahvé.

La profecía de la pasión y las palabras del Maestro sobre la cruz (9, 22-26) habían colmado de tristeza a los discípulos; ahora se llenan de ánimo y de gozo, pues la transfiguración es una anticipación de la resurrección.

De hecho, cuando Jesús se los llevó a los tres a Getsemaní, se durmieron ante Cristo que estaba orando y muerto de tristeza: “No habéis podido orar una hora conmigo... velad y orad para no caer en la tentación”, porque “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño”. Y como no oran como el Maestro en Getsemaní,  este sueño que abruma a los tres apóstoles, será la causa de que Pedro le niegue al Maestro porque no ha sido capaz de orar como él le pidió, porque se ha dormido en el huerto. Lucas quiere enseñar a los cristianos, a quienes escribe su evangelio, que la vigilancia y la oración son necesarias para comprender los planes de Dios, para sentir su presencia y su fuerza en nuestras vidas, para vencer miedos y cobardías en su seguimiento.

Pedro, sin esfuerzo especial de su parte, se ha visto dentro de un mundo que le fascina y quiere la salvación sin tener que pasar por el sacrificio, ni la cruz; es la tentación propia del hombre de todos los tiempos, de la que tomaban parte los discípulos de Emaús (24, 26).

(((Los tres discípulos saben que la nube indica la presencia perceptible de Dios y por eso «se llenaron de temor», que puede ser la reacción humana ante una presencia divina extraordinaria. Lucas lo expresa en el caso de Zacarías (1, 12), en el de María (1, 29), en el de los pastores (2, 9), y en el de la gente ante los milagros de Jesús (5, 10; 8, 35). Mateo lo explícita más mencionando un gesto de adoración: «cayeron rostro en tierra, llenos de miedo» (17, 6).

El pobre pecador siente un fuerte temor religioso ante la cercanía de Dios, tres veces santo, como lo expresa Isaías: «Ay de mí, que estoy perdido, pues hombre de labios impuros soy!» (6, 5). Es lo primero que experimentará Pedro ante el episodio de la primera pesca milagrosa (Lc 5, 8). Asombro y estremecimiento.

Por eso Jesús siempre produce fascinación. «¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Resulta difícil escapar de la seducción de Jesús. También Jeremías se sintió seducido por Yahvé: «Tú me sedujiste Yahvé y me dejé seducir. Tú eras más fuerte y fui vencido. Siento en mi corazón como un fuego abrasador» (20, 7.9). Como Jeremías, como Pedro, como tantos otros seducidos, arrebatados, forzados, así nosotros, en este Tabor de nuestro retiro nos sentimos fascinados ante la presencia de Jesucristo, ante esta experiencia de gracia))).

«Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido, escuchadle» (9, 35). Al final del relato vemos que Jesús «se encontró solo» (9, 36). Ya no hay ningún maestro o profeta fuera de él. Moisés y Elías le han cedido el puesto, se han eclipsado.

San Juan de la Cruz escribe: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez, en esta sola Palabra y no tiene más que hablar... Nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez (Heb 1, 1.2)...

Porque le podría responder Dios de esta manera diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él; porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas...

Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Este es mi amado Hijo en que me he complacido, a él oíd; ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas y se la di a él. Oídle a él porque yo no tengo más fe que revelar ni más cosas que manifestar».

Desde entonces la última palabra del Padre es «escuchadle» porque ya sólo Jesucristo será el profeta prometido, en cuya boca Yahvé pondrá sus palabras (Dt 18, 18). El será el que dictará su ley a las naciones (Is 42, 1).

Vivamos esta escena evangélica, como los discípulos. Nosotros, como ellos, nos encontrábamos antes allá abajo, en la rutina. Hermano,  prepárate  y sube a la montaña de la oración estos días. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Nos lo dará gratuitamente el Padre que nos soñó para una eternidad de gozo trinitario. Pero nosotros hemos de subir, mientras vamos caminando en la fe, en la esperanza y en el amor, virtudes sobrenaturales, que como dice muy bien san Juan de la Cruz, si las purificamos de imperfecciones, nos llevarán a la contemplación del rostro de Cristo en la tierra: <quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado>.

Es posible que lleguemos un poco cansados a este retiro o con preocupaciones y problemas. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “Si quieres, puedes seguirme”. “Si alguno se quiere venir conmigo”;  “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y haremos morada en él”. Es el dulce huésped del alma.

El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.

Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: «tomar la cruz, negarse a sí mismos». Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oye ron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu Santo descendió sobre ellos.

La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte de nuestro yo y sus pasiones.

Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino.

La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

El único camino que conozco para este encuentro es la oración personal; oración que es conversión al Cristo que oro y medito y contemplo, como explicaré más adelante; para ese amor, para amar a Dios y a Jesucristo, el Señor, con amor de Espíritu Santo, esto es, con experiencia de que que creemos o meditamos, hay que subir por el monte de la oración-amor- conversión hasta la cumbre de la contemplación y gozo de la belleza y hermosura del Hijo amada del Padre.

       Por lo tanto, y bien claro, desde el principio. Yo voy a hablaros de un Cristo, vivo, vivo y resucitado en su Palabra y en la Eucaristía, no de un Cristo teología o rito o meramente idea o conocimiento; y,el único camino que conozco para esto es la oración personal, que si es verdadera, automáticamente se convierte en conversión de vida, en oración que transforma la vida o vida que es y se hace oración; y todo esto, tiene como principio y fin y fundamento esencial el primer mandamiento: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser.

 Estos tres verbos amar, orar y convertirse se conjugan igual y el orden no altera el producto: me he cansado de amar a Dios sobre todas las cosas, es porque me he cansado o me canso de convertirme a Él sobre todas las cosas y me entonces me cansa el orar, me distraigo, me aburre, no encuentro a Cristo, ; por el contrario, aunque caiga mil veces, lucho por amar a Dios sobre todas las cosas y convertirme a Él sobre todo, entonces me sale la oración, la necesito, tengo deseos de encontrarme con Él y orar, y hablar, y pedir, y revisar... y por lo tanto, o deseo orar todos los días, lo hago porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas y quiero convertirme a Él sobre todas las cosas; me he cansado de  convertirme y estoy instalado en mi defectos, aunque no sean graves, automáticamente me he cansado de orar y de amar a Dios sobre todos mis defectos, sí, si tendré la media o la hora oficial de oración, meditación e incluso de la Liturgia de las horas, pero no hay encuentro personal de amor con Cristo, puro recitar, me aburre la oración, siempre estoy igual, no me dice nada nuevo, no hay encuentro con mi Cristo, y esto, aunque sea cura y diga misa; puro rito, no entro dentro de corazón de su Palabra, de la Plegaria Eucarística, de los ritos, me quedo fuera porque no hay oración personal y no entro en el corazón de su Palabra y o de los ritos y me encuentro con Cristo que me dice: te amo, estoy aquí por ti, doy la vida por ti. Y lógicamente no hay ni existe en mi corazón el gozo, la vivencia, la experiencia de lo que medito o celebro))).

OTRA PRIMERA MEDITACIÓN

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, es para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración... estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo, como lo hacen otros muchos cristianos, para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, en momentos duros de oscuridad e incomprensión, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje, a recorrer este camino, especialmente en estos kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo sobre todo y en todo, que es lo mismo que querer amar a Dios sobre todas las cosas.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental: conversión, amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todo, prefiriéndole al propio yo, al que damos culto, sin darnos muchas veces cuenta, desde la mañana a la noche. Esta es la principal dificultad para hacer oración cristiana.

Quizás no sea muy pedagógico empezar hablando así de las exigencias de la oración, pero lo hago para que nadie se engañe, porque veo mucho escrito sobre el tema, pero la verdad es que no entran dentro del corazón y del fundamento de la oración, siguiendo a nuestros grandes maestros y precisamente españoles: Teresa y Juan de la Cruz.

Convencido de esta verdad, deseo ofrecer, siguiendo mi propio camino de oración, algunas orientaciones y unos consejos, lo más sencillos y concretos posibles, con el fin de ayudar a toda persona de buena voluntad y deseosa de hacer oración, de encontrarse con Cristo vivo, vivo y resucitado, para que no se deje abatir por cantos de sirena y dificultades que, inevitablemente, ha de encontrar.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y trabajo el vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas de pecados o imperfecciones, o sequedades y de no sentir nada en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo, con el Dios vivo y verdadero.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir a los que me contemplan: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo especialmente para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir en, con y por Cristo en silencio toda clase de pruebas y humillaciones, vengan de donde vengan.

Por eso, para mí este camino de la oración es camino principalmente de conversión. La oración es querer conocer y amar más a Jesús; es querer ser no solo amigo que conversa con Él todos los días, sino discípulo que quiere seguirle, conocerle más cada día por la oración para seguirle mejor en la vida; porque oración y vida se conjugan igual; la oración es vida, y la vida es oración . Y ya lo sabemos el camino marcado por el Señor: "Quien quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga"; esto dicho en negativo; porque en positivo se enuncia así: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser ".

Por eso, en este camino hay que estar dispuesto a seguir y amar a Dios sobre el propio yo y las propias apetencias, sobre los propios planes y proyectos y cargos y honores, a buscar y seguir al Señor por Él mismo, no por las añadiduras que le acompañan: si alguno quiere ser discípulo mí...; y la muerte del yo es larga y dura, esas son las noches de san Juan de la Cruz, porque todos nos buscamos siempre y en primer lugar a nosotros mismos, el propio yo, el amor propio, y hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta sudor y lágrimas y lágrimas... es la práctica de la humildad en grados sucesivos hasta el último, según tu amor a Cristo, según el Espíritu Santo te ilumine y tú quieras dejarte purificar y ser víctima de tu propio sacrificio, de la muerte de tu propio yo con Cristo, para vivir la vida nueva de la gracia, de la amistad plena y total con tu Padre Dios, para amarle sólo a Él, sólo a Él sobre todas las cosas, olvidando o dejando en segundo lugar nuestras apetencias, avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas, ocupando segundos puestos en la vida y en todo, como nos enseñó el Señor, para ocupar los primeros en su amor.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche. No digamos si ocupamos algún puesto importante.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, lo cual se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, en las pruebas exteriores de soberbia, avaricia...etc, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, en relación directa con Dios, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno, dejarse limpiar y purificar de tanto yo que impide el Yo de Dios, la persona de Cristo vivo en nosotros, porque se trata de que "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí".

En este camino, el Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan no a las ramas de la persona, sino a las raíces del yo, a la muerte espiritual, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente dejándose limpiar y purificar, aceptando, sufriendo el que te quiten hasta las raíces del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia... los pecados llamados capitales «por ser cabeza de otros muchos»; se trata de la mortificación y conversión ordinaria y normal, que todos podemos hacer y donde todos tenemos que actuar directamente. .

  • lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas de las pasivas, que no se olvidan, y por eso quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, en los apostolados cuando creemos que todo lo estamos haciendo en Dios y por Dios, sin darnos cuenta de que nos buscamos a nosotros mismos en muchos actos nuestros.

          Y lo tengo muy sabido y aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo; hay que convertirse en todo y del todo a Dios; y eso que no he llegado muy alto, sin gestos ni hechos singulares, sino paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, poquito a poco, en soledad humana y divina, porque estando tan cerca actuando el Espíritu de Cristo, ni se le nota, y mira que uno le pide ayuda y grita, y nada, como si no oyera o estuviera muerto ¡que duras las pruebas de fe!

          En estas etapas "hay que esperar y confiar en Dios contra toda esperanza ", como dice san Pablo; y siempre, se sienta o no se sienta nada en la oración, esperar con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, de la vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior; por favor, para atravesar estas etapas, nada de mencionar nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé.

          Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo. Ya diré algo más de esta materia cuando mencione métodos de oración.

          Y nada más para introducir y aclarar mis intenciones al escribir este libro; con él, al describir estas experiencias de pruebas y gozos quiero comunicar mi camino de oración, camino de fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que son las únicas que nos unen a Dios, para ayudar, si puedo, a todos mis hermanos sacerdotes o bautizados, a los que quieran leerlas para practicarlas desde la oración personal, único camino que yo conozco y obligatorio para llegar a Dios aún por el camino de la liturgia, donde si por ella, por la oración personal no llego al corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no entra en mi corazón.

          Quiero terminar diciendo que, por la oración personal, sobre todo incrustada en la oración litúrgica, el cielo empieza en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios vive y se manifiesta como Amor de Abba, papá del cielo, en Canción de Amor revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con Amor de Espíritu Santo: "Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. " Y al sentirse uno habitado por la Santísima Trinidad...«Semper vivens in Trinitate, cum María, in vitam aeternam», lema de mi vida: siempre viviendo en Trinidad, con María, hasta la vida eterna, en revelación de amor y ternura y belleza infinitas, pero de verdad, no de palabra, uno vive el cielo en la tierra y desea morirse para estar en plenitud de vida y gozo y unión con los Tres, sintiendo aquí ya en la tierra el gozo de vivir, de sentirse amado, pero de verdad, no de pura palabra o poesía, por los Tres, como tan hermosamente lo expresó Sor (ya beata) Isabel de la Trinidad en esta oración que rezo y pido a Dios Trinidad vivirla todos los días:

«Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni nacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora...»(Beata Isabel de la Trinidad)

«Quédeme y olvidóme,

el rostro recliné sobre el amado,

cesó todo y dejeme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

(San Juan de la Cruz)

CAPÍTULO PRIMERO

LA ORACIÓN

1. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses y hermanos sacerdotes para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica por la oración es tan grande que poco a poco me hará recuperar toda la santidad perdida y subiré hasta donde estaba antes de dejarla.

Y, en cambio, aunque sea «sacerdote y diga misa» y esté en alturas de apostolados, cargos y honores, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, hasta trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: "sin mí no podéis hacer nada...yo soy la vid, vosotros los sarmientos ".

Por eso, la oración, sobre todo, la oración eucarística, se ha convertido en la mejor escuela y fuente y fundamento de todo apostolado: «desde el Sagrario, a la evangelización» ha sido el lema del primer Congreso Internacional de la Adoración eucarística celebrado en Roma 20-24 junio 2011: "Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar": «contemplata alus tradere».

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todas las diócesis y seminarios del mundo -esencial y absolutamente obligado y necesario por razón de la ordenación sacerdotal— tuviéramos superiores y obispos, exploradores de Moisés, que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman y dirigen, convirtiendo así la diócesis, el seminario, en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado de la parroquias, de la diócesis, del mundo entero? Si eso es así, ¿por que no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¡Señor, concédenos esta gracia a toda la Iglesia, a todos los seminarios!

Sin oración, no somos nada en nuestro ser y existir cristiano o sacerdotal: "sin mí no podéis hacer nada "; pero, por la oración, todos, sacerdotes y seglares, podemos decir con san Pablo: 'Para mí la vida es Cristo... todo lo puedo en aquel que me conforta... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... "».

Para orar bien, tenemos que pedir la sabiduría, el sabor de Dios y su conocimiento, como lo hace Salomón, en Sab. 9, 1-10: "Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable ". Y ya antes, en Sab 7, 7-33, había descrito todas las riquezas que le venían con ella: "Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso, benéfico.. Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando... " (7, 7-30).

Y donde digo oración, quiero decir conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el yo personal, al que damos culto y para el cual vivimos de la mañana a la noche, hasta que el Señor nos lo empieza a descubrir por la oración, por el trato personal con Él. Y aquí nos lo jugamos todo y toda la vida de santidad y apostolado.

Sobre esta materia de la oración y conversión insisto continuamente, porque estoy convencido hasta la médula, por la vida de la Iglesia, de los santos, por el evangelio meditado, y por mi propia experiencia de conversión permanente de este yo que tanto se quiere y se busca en todo; pero cuánto se quiere este Gonzalo y con qué cariño se busca hasta en las cosas de Dios. De esto hablaré más ampliamente en el artículo siguiente.

Pero voy a anticipar algo, citando a un autor que he leído recientemente y con el que coincido totalmente, porque no sólo tenemos las mismas ideas, sino hasta coincidimos en las mismas expresiones. Y como además de este tema de la conversión  se habla  poco,   tanto   en  nuestras   conversaciones   o   reuniones   de arciprestazgo, como en las meditaciones, retiros espirituales y formación permanente, al menos yo no tengo esta suerte, quiero hacerlo con cierta amplitud, para que no se olvide: «El anuncio del Reino, las palabras de Jesús nacen de la oración y de su intimidad filial con el Padre... Para anunciar el Reino hay que vivirlo.

El primer anuncio tiene que ser la misma vida del enviado...quien quiera de verdad anunciar seriamente el Reino de Dios y llamar a la conversión tiene que comenzar viviendo primero con Jesús (por la oración) y como Jesús (por la conversión)... No es un asunto que se pueda resolver con planes de trabajo ni con reuniones de planificación. El tema capital es la conversión de los que hemos de ser los agentes de la evangelización; conversión al amor de Dios y al amor de nuestros prójimos, amor a Jesucristo que murió por ellos y por todos...El enviado tiene que ser antes discípulo, imitador, seguidor y conviviente con el maestro, del todo identificado con El, en el pensar y en el vivir (Fernando Sebastián, EVANGELIZAR, Madrid 2010, pgs 180-181-186).

Y  este mismo autor, en relación a la nueva evangelización o pastoral evangelizadora, asegura: «La presentación del Evangelio de Jesús tiene que producir en los oyentes una verdadera crisis de conversión... Si somos sinceros tendremos que reconocer que son ocas las actividades pastorales que buscan realmente esta
conversión de los oyentes.

La catequesis, la preparación para los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del matrimonio y muy especialmente el proceso entero de la Iniciación Cristiana, tendrán que estar centradas muy claramente en este objetivo como algo esencial, y debieran desarrollarse de manera que pudieran
alcanzarse con cierta normalidad. ¿De dónde, si no, podremos preparar poco a poco, y con la ayuda del Señor, una comunidad de cristianos convencidos y convertidos? (Ib. pag 69).

Ycomo cabeza y pastor de todo este proceso, el Obispo en cada diócesis. Juan Pablo II escribió: «Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado; también en las actuales condiciones sigue siendo muy actual. Se
puede decir que una Diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes—la castidad, la práctica de la pobreza, el espíritu de oración, la sencillez, la finura de conciencia- se graban en cierto sentido en los corazones de los sacerdotes. Estos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada del Cristo (¡Levantaos! ¡Vamos! pag 118).

Insistiendo en este aspecto, dice Don Fernando Sebastián: «La convivencia con Jesús en la oración, el estudio de la Escrituras y de las enseñanzas en la Iglesia de los Santos Padres, de los Papas, tiene que ser la ocupación primera del obispo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que no es fácil cumplir de verdad esta primera recomendación.

La vida del obispo es muy complicada, tiene que atender a muchas cosas, pero hay que mantener prioridades. La oración y el estudio han de ser siempre nuestra primera dedicación. Hay que tener la suficiente fuerza de voluntad para mantener habitualmente las horas diarias de oración y estudio. Sin esto no podremos hablar las palabras de Jesús con el Espíritu de Jesús...

Sin las horas de silencio, dedicadas a la oración y al estudio, las actividades ministeriales se empobrecen sin remedio. No solo hemos de imitar a Jesús en las actividades de su vida pública, hemos de imitarlo también en las largas horas de oración y silencio durante los años de la vida oculta, en sus frecuentes vigilias de oración. Para ver el mundo como Jesús hay que tratar de convivir espiritualmente con El en una oración constante (Ib. 191-192).

2. LA IGLESIA NECESITA SANTOS: EXPERIENCIA DE LO QUE CREE, PREDICA Y CELEBRA

¿Y por qué esta necesidad de oración en la Iglesia? Porque la Iglesia necesita santos. El orden lógico de estos dos primeros artículos del presente libro, según mi vivencia y pensamiento, habría sido éste: Io, La Iglesia actual necesita santos; y 2o, El único camino que conozco para llegar a la santidad es la oración y todos los demás, incluso la oración y la oración y misterios litúrgicos, tienen que ser recorridos con oración personal. Pero como hacerlo así tal vez me hubiera reportado alguna mueca -¡otra vez lo mismo, ya estamos...!—, he preferido el expuesto.

Lo que quiero decir en este artículo, en voz baja, pero suficientemente alto, para que todos puedan oírlo, porque es duro y doloroso y te lleva disgustos, es que toda la iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros necesita santidad, unión con Dios, experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo en la Eucaristía, experiencia de la fe, esperanza y caridad; y por la razón de siempre: nadie da lo que no tiene, "sin mí no podéis hacer nada... " Y damos a veces mucha teología, conocimientos, catequesis, pero sin dar a Cristo, sencillamente porque no le tenemos. Y no le tenemos, porque estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe Dios, Cristo, pero sí la teología.

Ydonde digo santidad, quiero decir igualmente amor, oración, unión con Dios, conversión, humildad, andar en verdad, vida espiritual, "verdad completa ", esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo,
con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística y amor total a Dios sobre todas las cosas.

Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente, tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

Yfalta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó "hasta el extremo", porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con El, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos: "si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán... ": Y el camino único que conozco para llenar de luz de Cristo y sabor espiritual -vida según el Espíritu Santo, "verdad completa ", a los creyentes y bautizados es la oración, la oración-conversión-amor a Dios sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin.

Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: "En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos " (Mt 5,13-16).

Se ve ya que la lluvia acida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y ésta va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: "estar en el mundo sin ser del mundo... si la sal se vuelve sosa... ".

En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien ordenado, establecido y reglamentado; en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia, de la vida en Cristo, de lo que predicamos o celebramos; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, ya que en nosotros no cuenta ni preocupa lo que debiera, ni si se habla de ella con la primacía o intensidad que merece; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

«La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana» (K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La Experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24).

En este mismo artículo lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

Añado otro testimonio muy claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística» (PAÚL ZULEHNER, Misión Abierta, abril-mayo 1995).

No somos místicos, no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos o predicamos, ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria, y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «testigos», «notarios» espirituales o místicos de Cristo, videntes de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y culmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

Yno subimos a esta montaña de la oración, del Tabor, porque subir por este Monte del Carmelo, de san Juan de la cruz, supone esfuerzo, matar el yo personal: "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo el que vive en mí... ", conversión permanente, toda
la vida hasta la transformación en Cristo, humildad permanente, segundos puestos, perdón a todos y en todo.

Al faltar más santos, más santidad a la Iglesia actual, le falta atractivo, hermosura y belleza divina a la Iglesia, a las Diócesis, a las parroquias y congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen y enciendan en amor a Cristo y a su Iglesia. Que sí, que los hay. Pero que debieran ser más abundantes, todos los bautizados, porque todos hemos sido llamados a la santidad, y esta debería ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los mismos formadores de sacerdotes y consagradas/os al Señor, la santidad, la consagración, la razón misma de la vida religiosa tanto activa como contemplativa, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, y por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que "te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo ". Qué bien lo ha recordado el Papa en esta JMJ que hemos celebrado en Madrid.

Yllegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad
espiritual, porque no me estoy refiriendo ahora a pecados graves, sino a cierto desencanto de la fe y vida cristiana, al instalamiento en vida mediocre sin fulgores de amor total a Cristo, instalamiento en vida sin deseos de perfección obrenatural, viviendo una vida llena de mi amor propio, sin tender a la unión total con Cristo, a la
santidad, a la vida según el Espíritu del Padre y del Hijo, desde el amor y entusiasmo y enamoramiento por Cristo y la Santísima Trinidad, de la que no oigo hablar apenas en charlas y meditaciones a los sacerdotes.

Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior -oración— y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como El y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios. Y esto se consigue principalmente por la oración.

Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificarnos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

Hay mucha mediocridad en nosotros, falta vida espiritual, según el Espíritu, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;   y hablamos de El como un profesor que explica su materia, hablamos de El como de una persona que hemos estudiado y conocido por teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio, pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él? ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo vivo y presente en la Eucaristía? Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano... Sin esto, Cristo se queda en el pasado, es pura idea, realidad que realizó un proyecto, pero no está vivo en el corazón de los que lo predican, y como consecuencia, en el corazón de los que escuchan. Necesitamos la experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, por la oración un poco elevada, no meramente meditativa, sino contemplativa, unitiva, transformativa para poder ser puentes entre las dos orillas, para que los hombres puedan pasar por nosotros, como otros cristos, hasta el Padre.

3. LA ORACIÓN, EL CAMINO DE LA SANTIDAD

Este título que acabo de escribir, sonaría mejor, tal vez, así: LA ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD; pero he preferido el elegido, porque aquí expreso lo que pienso: que la oración no es un camino más, sino el camino, el camino fundamental en el que deben confluir y llegar y andar unidos todos los demás caminos, incluso el camino de la oración litúrgica y la misma plegaria eucarística, compuesta principalmente de la Palabra y del Sacramento, verdaderamente pontifical, puente, irrupción de Dios en el tiempo, como diré más adelante y sobre la cual he escrito dos de mis libros; todos deben recorrerse con oración personal, también la oficial y pública de la Iglesia, la litúrgica, la Palabra de Dios, la sacramental del pan y del vino, donde no hay que quedarse en los ritos externos, sino llegar al corazón de los ritos o a la fuente de la vida sacramental para sentir a Cristo que nos dice: os amo, estoy dando mi vida por vosotros, estáis salvados... y sentir el perfume de la Virgen, junto al Hijo, santo su vida con Él por nosotros; por la oración hay que llegar también al fundamento del apostolado, que consiste propiamente, no en las meras acciones, sino en el Espíritu con que debemos hacer tales acciones, en el Espíritu de Cristo, que es la caridad pastoral, Espíritu Santo, que es el santificador y salvador.

Para probar la importancia de la oración basta ver lo que Cristo hizo y meditar sus enseñanzas sobre la misma. Cristo fue un hombre de oración. Pero no sólo para darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer, sino porque necesitaba de la oración para relacionarse con el Padre por el Espíritu y cumplir su voluntad: "mi comida es hacer la voluntad de mi Padre... hago siempre lo que le agrada... el Padre en mí, yo en vosotros y vosotros en mí... ", esto es la oración personal.

El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su vida y de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor.

Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Le 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Me 1,35; Le 5, 16). Ora antes de exigir a sus Apóstoles una profesión de fe (Le 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Me 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar (Le 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Ultima Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia; es toda una oración insuperable en forma y fondo (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Me 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Le 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos, en la comparación con su ejemplo, el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

La Iglesia de todos los tiempos también ha insistido siempre en esta necesidad. Me impresionó el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses:

«Queridos hermanos en el episcopado: El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de <perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo>. Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Le 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Me 3, 14).

Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor <de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación> (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: <Contemplata alus tradere> (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna».

La oración es el medio necesario más importante y necesario para encontrarme con Cristo y su gracia salvadora, ya que hasta la misma liturgia, en los misterios que celebra y hace presentes, si yo no entro dentro del corazón de los ritos y de las palabras y signos que se realizan, por medio de la oración personal, de la unión de fe y amor con Jesucristo, primer celebrante y principal, en su memorial, todo se queda en el altar o en el evangeliario, ya que no ha habido encuentro de amor y de oración, de amistad personal con Él, sacerdote y victima, o con el corazón y sentido de su Palabra.

La oración es el camino, el medio más directo y necesario para realizar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y la imitación de las virtudes de Cristo. El contacto asiduo del alma con Dios en fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que nos unen con Dios, se realiza fundamentalmente por medio de la oración y la vida de oración.

La oración es vida y la vida es oración, y la vida-oración y la oración-vida ayuda poderosamente a la unión, contemplación y transformación del alma en Cristo. La oración es transformante, siempre que sea oración, no rutina o pura reflexión teológica.

Es más, como he dicho, la oración nos facilita más y mejor la participación fructuosa en la liturgia santa, en la acción sagrada, en la irrupción de Dios y su gracia salvadora en el tiempo; la oración personal alimenta, da sentido y eficacia, yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, a todos los demás medios de santificación que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos a su imagen y semejanza, en unirnos a Él para dar frutos de vida eterna: sin mí no podéis hacer nada.

La Eucaristía es Cristo entero y total, el más completo sacramento de Cristo; pero es memorial, lo hace presente él y nosotros tenemos que unirnos en la oración litúrgica suya y de la Iglesia con nuestra oración personal, con la disposición interior de mente y espíritu para vivirla y participarla.

La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, humildad, confianza y amor, que en conjunto, constituyen la mejor disposición del alma para recibir en abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza o sin perseverancia.

Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el Oficio divino, asistir a Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero su progreso en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. Porque el autor principal de nuestra perfección y santidad es Cristo por su Espíritu, y la oración precisamente es la que conserva al alma en ese contacto de fe y amor que santifica o hace santificadores esos medios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, en los mismos sacramentos, entonces, como un soplo divino, la eleva, abrasa, levanta, y ella, con sorprendente abundancia, recibe y rebasa y comunica, es puente, de esa gracia y favores divinos: somos lo que oramos en Cristo.

La vida sobrenatural de un alma es y se realiza y manifiesta por su unión con Dios, mediante la fe y el amor; y esta santidad o unión con Dios debe, pues, exteriorizarse en actos encendidos de amor en la predicación, en la celebración, en la vida pastoral; es el apostolado, sus actos y acciones, los que reclaman la vida de oración, para que estos reproduzcan de una manera regular e intensa, la vivencia, la experiencia de amor, la unión transformativa en Dios.

Lo importante no es hacer apostolado, sino hacer al apóstol; lo importante no es aprender las acciones, sino ser apóstol, aprender y tener el Espíritu de Cristo; porque no todas las acciones que hacemos o se hacen en la Iglesia, son apostolado, sino las que se hacen o hacemos con el Espíritu de Cristo.

Y esto tiene que empezar en el seminario, donde hay que preocuparse y ocuparse de hacer al apóstol, no enseñar solo teología o a practicar o realizar principalmente acciones. Y en principio, puede decirse, que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en ser apóstol, ser cristiano auténtico, ser madre o padre cristianos, nuestra unión con Dios, esté uno donde esté, depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por oración no entiendo nada especial, sino la relación o conversación o unión del alma con Dios, o mejor, como dice santa Teresa, «...trato de amistad con Dios estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

Para esta oración inicial, los libros espirituales, sobre todo, comentarios buenos de evangelios, son muy interesantes. A mí me ayudaron mucho. Aunque yo no soy muy seguidor de los jesuítas en materia de oración, soy más bien, carmelita-teresiano-sanjuanista, sin embargo reconozco que me ayudaron a meditar, a reflexionar, aunque hay que esforzarse un poco para que lo que está en el entendimiento, llegue al corazón.

Es, pues, la oración como la fuente y manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo. El alma que se da regularmente a la oración saca de ellas gracias inefables que la van transformando poco a poco a imagen y semejanza de Cristo: «La puerta, dice santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez, cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap 8).

La oración meditativa de las primeras etapas, a mí me gusta y me ayudaron mucho las meditaciones tipo ignaciano, preámbulo, composición de lugar, punto Io, etc. Tipo jesuítico, me ayudaron mucho al principio, durante algún tiempo, aunque luego, para hacer oración-oración, oración-diálogo de encuentro y amistad con Cristo, empecé a dejar los libros, hasta el mismo evangelio.

De la oración saca el alma, sobre todo, en etapas elevadas y contemplativas, superadas purificaciones activas y comenzando ya las pasivas de san Juan de la Cruz, gozos celestiales hasta el punto de desear irse con el Amado: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura» «¿Por qué pues has llagado aqueste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, porque así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?»

En estas etapas de unión transformativa el alma vive ya en Cristo: "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí... para mí la vida es Cristo... una ganancia el morir para estar con Cristo...ni el ojo vio lo que Dios tiene preparado para los que le aman ".

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, vivo y palpado resucitado, no pura idea o realidad del pasado, se abraza y se entrega al Amado en plenitud de fe y amor, por un movimiento del Espíritu Santo.

En estos kilómetros del camino de oración, estamos ya en oración contemplativa, no meramente meditativa, el alma es más pasiva, receptiva de la gracia, que activa; porque Dios dirige y provoca esta unión, no ningún esfuerzo puramente natural, sino desde y por la gracia, por la vida de Dios en nosotros: "Nadie puede decir Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo ".

Son etapas ya maravillosas de gozo y, a la vez, de sufrimientos y purificaciones, interiores y exteriores, todas pasivas y receptivas, que hay que sufrir para llegar a la unión transformativa-contemplativa, una vez que el alma va siendo purgada y purificada por el Espíritu hasta las raíces del yo y de la carne, por la luz de la contemplación, que, a la vez que ilumina, quema, y primero la ciega, noche de fe y amor y esperanza, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, de mirar ya de frente, sin mediación de lectura y meditación, la misma Luz que es Cristo, el rostro de Dios y su gloria y resplandor directamente, no a través de pasajes evangélicos meditados, o sentimientos que yo fabrico, sino siendo iluminado directamente por el Santo Espíritu en el alma que, en un principio, queda cegada, a la vez que la llena de luz, que poco a poco irá ya acoplándose a esta nueva forma de comunicación con Dios y el resplandor de su Palabra directamente comunicada, no a través de medios de oración, por el mismo Espíritu Santo; y luego, una vez purificada la inteligencia y la voluntad y la memoria del alma, empieza a ver con luz divina, con amor de Espíritu Santo, no con luces o razones o entendimiento propio, sino con luz y entendimiento divino comunicado al alma directamente y de tal forma que la desborda primero, hasta que el alma se adecúa a esta nueva forma divina de comunicarse con Dios, de conocer, ver, amar, gozar y sentir el Amor mismo de Dios Trino y Uno. Es la vida de la gracia, de la participación en la misma vida y amor y felicidad divinas.

LOS MÉTODOS. Alguno se sorprenderá de que no haya dicho ni una palabra sobre métodos de oración, a pesar de llevar ya un rato largo hablando de la misma; ciertamente en ninguno de mis libros he hablado de métodos o formas de orar. Pero, ya que he sacado el tema, quiero decirlo claro y en pocas palabras.

Y desde el principio quiero decir que una cosa es la oración y otra cosa es el método o los métodos. En esto hay muchas escuelas y variedades, dentro de la misma Iglesia. A mí no me enseñaron ninguno. Ya lo diré más adelante. Algún método es necesario, porque es un camino que hay que recorrer. Pueden ayudar, pero hay tantos métodos como caminantes; y teniendo siempre en cuenta lo del poeta: «caminantes, no hay camino, se hace camino al andar».

Cada uno puede irse construyendo su propio camino dentro del único camino que es Cristo, llegar a Cristo. La etapas tradicionales ya las sabemos: «lectio», «meditatio», «oratio», «contemplatio».

Hoy día, podemos ver que hay almas que están persuadidas y así lo enseñan que si no se utiliza tal o cual método, no se puede llegar a tener oración. Lo respeto. Pero no confundir métodos con la esencia de la oración, porque eso acarrea luego funestas consecuencia, y de eso son testigos los tiempos actuales, que han obligado a la misma Iglesia a dar unas aclaraciones precisas en este sentido, porque algunos llegaban para unirse a Cristo a utilizar métodos paganos, psicológicos, laicos y neutros, que no te llevan a Dios. Consecuencia: que se termina dejando la oración y el método, porque no hay encuentro con Cristo sino con realidades psicológicas puramente humanas.

Métodos, para mí, los de nuestros santos, en especial, los maestros de oración: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, de Asís, Teresa del Niño Jesús, Beata Isabel de la Trinidad... y de tantos y tantos, porque son miles. Que leamos sus escritos y vivamos su oración.

Método seguro y garantizado, el tradicional: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio», dependiendo de la evolución del alma y del progreso en la virtud, con todas las notas y matices personales que queramos ir añadiendo.

La oración siempre es encuentro y conversación con Dios, primero rezando, luego leyendo y meditando, luego hablando y pidiendo, y finalmente contemplando. Es conversación del alma con Dios, en la cual el alma se explaya más y avanza cada día, si se va convirtiendo y obedeciendo a Dios, explayándose todos los días más en conversación hasta llegar a no necesitar libros para meditar y hablar.

Tú cambia los nombres y las formas, pero hay que andar la vía purgativa, que recorren todos los principiantes, aunque dura toda la vida por la conversión permanente; vía iluminativa, llamada así, porque el alma no se esfuerza por discurrir y meditar sino que el conocimiento de Dios se lo dan ya hecho y meditado, el alma no saca el agua del pozo, sino que la lluvia cae del cielo, no hace falta ni la noria, y esto, dice Teresa y Juan de la Cruz, es para los avanzados, los fervoroso, porque los tibios, los que no quieran convertirse, se quedan siempre en la primera etapa y llegan a aburrirse de todo y dejan ordinariamente la oración.

De paso, para que no se quede todo en teoría, si queréis, podíamos preguntarnos: ¿hago oración-meditación, todos los días, a la misma hora y lugar, con el evangelio u otro libro en las manos, como un trabajo obligado? A todo creyente, más, a mis hermanos sacerdotes, me atrevo a preguntarles ¿Cuántas veces he hablado en mi vida de oración personal? ¿Conozco su inicio, camino, progreso y evolución? ¿Podría describir mi vida actual de oración?

Dejemos la respuesta en el aire y pasemos a la vía unitiva, que son los iluminados que han llegado a la unión contemplativa, llamada también unitiva, mística y finalmente transformativa en Dios.

Si tenéis dudas sobre esta materia, o necesitan luces para el camino, consulten a san Juan de la Cruz, que de esto sabe mucho, para mí el que más y con mayor claridad y profundidad y lo ha descrito mejor. Pero sabiendo siempre, como él repite, se pone pesado en este asunto, que la oración es más cuestión de amor que de entendimiento. Lo siento por los teólogos y los sabios. Por poco le meten en la hoguera.

El mismo santo nos dice que a los principios hay que buscar y meditar con la razón, pero siempre para llegar «a más amar». Es más, él no trata propiamente del tema de la meditación; lo menciona para decir siempre que hay que pasar más adelante para pasar, por las noches, a la contemplación. Él es maestro de la contemplación, así que habla principalmente para la vía iluminativa, contemplativa y unitiva-transformativa.

Sin embargo, y por experiencia personal y ajena, de pastoral y equipos de oración que dirijo durante toda mi vida sacerdotal, opino, que es bueno a los principios ayudarse de medios de oración, especialmente del evangelio, de evangelios comentados o meditados por autores espirituales, o de otros libros que te ayuden a reflexionar para amar y convertirte, aunque sea costoso y con esfuerzo y sequedad. Yo aconsejo y creo necesaria, a parte de la oración diaria meditada, la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales, de libros de santos o de autores espirituales estupendos de todos los tiempos; personalmente a mí me han hecho mucho bien algunos santos y autores jesuítas y escritores de los años 1950-2000, para mí no todavía superados por autores modernos. Y no cito porque la lista sería larga. Están todos bien subrayados, como a mí me gusta, en mi biblioteca. Repito: aconsejo la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales.

Insisto en que es necesario al principio ayudarse de libros para la meditación, el método ignaciano-jesuítico es muy bueno, que esto puede durar más o menos o incluso toda la vida, según la disposición del alma y su constancia y su generosidad en purgarse o mortificarse de soberbia, avaricia, lujuria, ira...etc, porque para los entendidos, la oración personal propiamente dicha empieza, cuando uno ya no necesita exclusivamente de libros para entrar en contacto con Dios, porque la inteligencia y el corazón están encendidos sin necesidad de esos medios, de esa luz sobrenatural de la fe y de amor que a la vez que ilumina, calienta la voluntad y el corazón y le inspira las vivencias del amor y de ideas y de luces y de todo.

Por estar ya más elevada y cerca de la misma Sabiduría de Dios, «sapere, sabor de Dios», se abandona a Él por amor, para cumplir sus deseos de unión y amistad íntima.

Para orar es necesario recogimiento interior, y para esto, cierta soledad, hasta física; yo, por lo menos estoy mas relajado si estoy solo en la Iglesia, que si estoy en comunidad orante; cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema donde estábamos.

Hay que ir corrigiendo las imperfecciones y pecados que el Señor nos vaya diciendo y descubriendo en estos encuentros de amistad; para mí esto es lo más importante y la causa principal de que no avancemos y retrocedamos en la oración; lo tengo supertrillado este tema; tenemos que luchar desde el primer momento por cumplir el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... aceptando con valentía todos los esfuerzos que esto nos exija a lo largo de la vida de oración o de la oración vida, que es la oración hecha vida y la vida hecha oración, que siempre deben ir unidas; de otra forma no hay oración verdadera.

Obrando así, amando así en la oración y en la vida, llegaremos a vaciarnos de todo aquello que pudiera impedir la unión con Dios, el abrazo sentido de su amor, vaciándonos de nosotros mismos y nuestras apetencias, anhelos y deseos para llenarnos sólo de Dios, porque si seguimos llenos de nosotros mismos, de nuestros criterios, aficiones e imperfecciones, Dios no puede entrar, no cabe, no tiene sitio en nosotros; pero si nos vamos vaciando, Él nos va llenando cada vez más y vamos sintiendo su amor, su presencia: "Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él".

Para eso hemos de entrar en la oración siempre con humildad, con reverencia, en la presencia de Dios, es que nos sentamos junto a Él para hablarle, pedirle, besarle; y hay que hacerlo con mucho respeto en el templo, del alma y de la iglesia, silencio de curiosidades y estar mirando otras cosas, serían un desprecio a Dios; y en este momento la adoración es la actitud que mejor cuadra al alma delante de su Dios: "El Padre goza con aquellos que adoran en espíritu y en verdad".

Luchemos con todas nuestras fuerzas por ser almas unidas a Dios por la oración y el trato diario de amistad; si perseveramos en esta relación y amistad por la oración podemos estar seguros de que seremos mejores cristianos e hijos " para mayor gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo " (Jn 14,13).

Termino: En este sentido, no hay método de oración, como no hay un conjunto de recetas, de procedimientos que bastara aplicar para orar bien. La verdadera oración contemplativa es un don que Dios nos concede, pero hemos de aprender a recibirlo.

Es necesario insistir sobre este punto, hoy sobre todo, a causa de la amplia difusión de los métodos orientales de meditación como el Yoga, el Zen, etc.; a causa también de nuestra mentalidad moderna que pretende reducir todo a técnicas; a causa, en fin, de esa tentación del espíritu humano por hacer de la vida —incluso de la vida espiritual— algo que se puede manejar a voluntad; todo esto hace que se pueda tener, más o menos conscientemente, una imagen de la vida de oración como de una especie de «Yoga» cristiano.

El progreso en la oración se lograría gracias a procesos de concentración mental y de recogimiento, de técnicas de respiración adecuadas, de posturas corporales, de repetición de ciertas fórmulas, etc. Una vez dominados estos elementos por medio del hábito, el individuo podría acceder a un estado de consciencia superior.

Esta visión de las cosas que subyace en las técnicas orientales influye a veces en un concepto de la oración y de la vida mística en el cristianismo que da de ellas una visión completamente errónea. Errónea, porque se refiere a métodos en los que, a fin de cuentas, lo determinante es el esfuerzo del hombre, mientras que en el cristianismo todo es gracia, don gratuito de Dios.

Es cierto que puede haber alguna relación psicológica entre el asceta o «espiritual» oriental y el contemplativo cristiano, pero es superficial; la diferencia esencial es la que ya hemos expuesto; en un caso se trata de una técnica, de una actividad que depende esencialmente del hombre y de sus aptitudes, mientras que en el otro, al contrario, se trata de Dios, que se da libre y gratuitamente al hombre. La iniciativa siempre es de Dios y nosotros colaboramos por su gracia.

SEGUNDA MEDITACIÓN: ESCUCHAR COMO DISCÍPULOS

(Aquí estaría mejor la meditación tercera: Queremos ver a Jesús)

       Al final de la meditación anterior hemos oído al Padre de los cielos que nos decía refiriéndose al Hijo: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Ya, desde el antiguo Testamento Yavéh Dios pide el silencio de la oración para ser escuchado y  comunicarse con sus elegidos: “El Señor Yahvé mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos” (Is 50, 4). “Escucha, Israel, Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé”(Dt 6, 4). Y en el Nuevo Testamento Jesús se retira siempre al silencio de la oración para hablar con su Padre e invita a los discípulos  a que le acompañen; y cuando elige a sus discípulos pasó toda la noche en oración y por la mañana “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlo a predicar”.  El estar con Él es la primera e indispensable condición para que los discípulo le escuchen y comprendan desde el diálogo afectuosos y encendido el mensaje que trae desde el cielo y puedan luego transmitir lo que han contemplado y escuchado.

       El cristiano ha de cultivar una relación personal con el Señor. Los días de ejercicios son para lograr esa relación, relación que hay que mantener con Cristo resucitado, presente en nuestra vida.

       Los ejercicios espirituales son un tiempo de experiencia de Dios en un clima de escucha de la palabra. Son una invitación a la intimidad y a la comunión con él. Al ser un don del Espíritu, una gracia de Dios, la iniciativa es divina. El Señor dispone el alma, la abre, la hace dócil. El tomará posesión, dirigirá e iluminará nuestra vida.

       (( Puedo añadir algo de lo mucho que tengo en este sentido)). Hemos de saber que todo en este retiro atañe a Dios más que a nosotros. Por eso, el estar con él es lo más importante y absolutamente necesario. La actividad es toda de Dios y nuestra aportación consistirá en dejarse hacer. Amar a Dios es dar cabida en nuestro corazón al amor que él nos regala; orar es dejar que el Espíritu ore en nosotros con gemidos inenarrables. Santos son los santificados, limpios los purificados.

       Por eso, para poder amarle y sentir que yo le amo con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con toda mi alma (Dt 6, 5; Mt 22, 37), es necesario primero saber que él nos ama hasta el colmo del amor (Jn 13, 1; 15, 13), y entonces él nos concede la gracia de experimentar que le podemos corresponder con su mismo amor, el que él derrama en nuestros corazones por el Espíritu santo (Rom 5, 5).que nos ha sido dado y desde aquí luego, como sacerdotes o cristianos o religiosos/as podemos actuar y comunicar lo que hemos visto y sentido. No todas las acciones que hacemos son apostolado, sino las que hacemos con el Espíritu de Cristo.

       Amor que no sólo es anterior al nuestro, sino que es la causa de nuestro amor. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero... Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 10.19). Creer en su amor es la mejor manera de amarle. Dejarse amar para aprender a amarle de verdad.

       La tragedia del hombre actual es que no tiene conciencia de ser amado por Dios y la psicología afirma que para aprender a amar, es necesario saberse amado; sólo quien se sabe amado, se siente provocado al amor.

       San Pablo quería que los cristianos fueran conscientes del amor apasionado que Dios les tenía y hace su oración de rodillas a fin de pedir con más fuerza para lograr que experimenten la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que excede todo conocimiento (Ef 3, 14-19).

       Ya en la Carta a los romanos encontramos el mensaje del amor de Dios en tres textos: “Somos los amados de Dios” (1, 7). “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (5, 5). “Nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios” (8, 39). Jesús que es la Palabra divina afirma: «E1 Padre os ama!» (Jn 16, 27). ¡Dios es amor!

       (AQUÍ PUEDO PONER MI PRIMERA MEDITACION. EN ESTO CONSISTE EL AMOR... SI EXISTO ES QUE Dios me ama...).    

       Y si hemos venido a los ejercicios es para escucharle y hacernos mejores discípulos suyos. Estos días son a propósito para hacemos discípulos de Jesucristo, conforme a su corazón que nos llama para estar con Él y sentir nuestra presencia y aliento y amor. Ser discípulo de Jesucristo no consiste en aprender de memoria sus lecciones, sino en entrar en contacto con él y así los alumnos aprenden la lección del maestro; los discípulos le siguen copiando su manera de vivir. El concepto de discípulo en la Biblia, sobre todo, en el A. T. es pues mucho más rico que el de alumno. Y esto a pesar de la etimología y procedencia latina de discípulo, de «discere» —aprender—; sin embargo su significado en el mundo griego y en el judaísmo es rico y profundo.

       El discípulo. además de aprender teóricamente las enseñanzas del maestro, que es lo que haría un simple alumno, asimila hasta su modo de comportarse, de tal modo que adquirir conocimientos tiene menos valor, si se compara y relaciona con su manera de vivir; por eso, el discípulo no sólo asiste a la escuela del maestro sino que debe convivir con él.

       En los evangelios sinópticos, seguir, ir detrás, sólo se aplica a una persona viva, a Jesús. San Pablo ya habla de imitar. Pide al cristiano su imitación (1 Tes 1, 6; 1 Cor 11, 1). Habla también de imitar a Dios viviendo en el amor como Cristo (Ef 5, 1.2). Hay que obrar en todo como Jesucristo. El como se convierte en la norma fundamental del obrar cristiano. El apóstol nos pide que “nos acojamos mutuamente como nos acogió Cristo para gloria de Dios” (Rom 15, 7). “Como el Señor os perdonó, perdonaos mutuamente si alguno tiene queja contra otro” (Col 3, 13).

       También en el evangelio de san Juan es el mismo Jesús quien nos pide su imitación: “Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (13, 15); y para eso nos da el mandamiento nuevo: “que como yo os he amado, así os améis los unos a los otros” (13, 34), y en su primera carta escribe que “quien permanece en Cristo, debe vivir como vivió él” (2, 6), y que “nosotros amamos porque él nos amó primero”(4, 19).

       Y esta es la esencia del apostolado cristiano, la acción de Cristo en nosotros y por nosotros, actuar y hablar y celebrar en su mismo Espíritu en nosotros, en los hermanos y en el mundo. El apostolado no es algo nuestro, sino de Cristo en y por nosotros, de Cristo que tiene necesidad de nuestra humanidad supletoria para hacerlo. La fe se transmite por medio de personas comprometidas que proclaman la buena nueva de Cristo. El haber estado con él y vivir con él es indispensable para ser apóstol de Cristo, el testimonio del verdadero discípulo que vive las bienaventuranzas, es condición indispensable y sitúa a los hombres frente a los valores decisivos de su existencia, obligándoles a salir de su indiferencia. Es dar un revulsivo al hombre, creando en él una inquietud religiosa. Del testimonio dimana un atractivo, una fascinación que invita a creer y a aceptar los valores que se atestiguan y que el discípulo ha experimentado ya en su propio ser.

       Solamente el anuncio del testigo de Cristo en palabra y vida, puede y es capaz de sorprender, inquietar, impulsar a la búsqueda, a la aceptación, a la profesión de la fe, a la transformación de la vida, a la imitación del evangelizador, por contagio, máxime hoy, que no basta un amor ordinario, sino que se requiere un amor extraordinario a Cristo, propio del que tiene experiencia y vivencia de su presencia y amor, sobre todo, eucarística.

       Toda comunicación de tema religioso lleva siempre un fuerte contenido de testimonio y de transmisión. El autor de la misma, no es un frío actor que queda al margen del auditorio y de las palabras. Es un testigo. Nos cuenta lo que ha visto y oído en su interior, al contacto con la doctrina que abraza; lo que la voz/ honda del Espíritu le ha comunicado, lo que la palabra de Dios le ha dicho en su confrontación con la vida. Su comunicación forma parte de la vida misma por lo que tiene de experiencia vivida y por el compromiso que entraña.

       Hay que llegar a ser testigo: ser testigo no es hacer propaganda, ni llamar la atención ni programar un marketing...: es vivir el misterio. Es vivir de tal manera, que la vida sea inexplicable si Dios no existe y uno le ha visto y sentido.

       Ha de haber coherencia entre lo que se predica y la vida de quien lo predica. Este es un aspecto importante del papel del testigo y es el aspecto que de manera decisiva contribuye más a la aceptación de lo proclamado.

       El hombre de hoy nos pregunta sobre nuestra experiencia de Dios, de Jesucristo resucitado, al que nosotros anunciamos como presente. El evangelizador de nuestros días ha de manifestar esa experiencia, siendo testigo como los apóstoles (Hech 2, 32), buen olor de Cristo como dice san Pablo (2 Cor 2, 15), enseñando que Jesucristo vive y resucitado y que se le puede encontrar, tocar y hablar con él, sobre todo, teniéndolo tan cerca en el sagrario.

       Las personas que han experimentado a Cristo se han sentido siempre más pobres e indigentes y necesitados de su ayuda que los demás porque es Jesús quien se deja entrever y les dice: “Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, sin mí no podéis hacer nada”. Hace bien el recordar la frase de Teresa de Lisieux y que hizo vibrar a Francia: «Cuanto más pobre seas, más te amará Jesús». En el silencio hay que redescubrir persona y palabra de Dios y su presencia en lo que parece ausencia.

       San Lucas subraya que el pueblo judío estaba entusiasmado y maravillados por el comportamiento y la vida de la primera comunidad cristiana. El testimonio de estos primeros cristianos estaba en la irradiación de su fe y en la fuerza del ejemplo de su vida. De la vida de esta primitiva comunidad se desencadenaba un poder de encanto que provocaba la admiración y simpatía de todos que, aunque no acepten el evangelio, perciben toda su fascinación (Hech 5, 13.14). De esta unidad entre ideas y vida, de este testimonio, emanaba aquel hechizo (Hech 2, 42-47) de los primeros discípulos de Jesucristo. Hoy falta este encanto de la fe, porque falta experiencia de la misma, falta vivencia, vida de fe y amor de Cristo. Y esto no solo en la parte baja de la Iglesia sino arriba también.

       El impacto que producía la vida de los primeros seguidores de Jesús, lo que asombraba, atraía y convencía a los paganos, lo que provocaba la adhesión al cristianismo, era el espectáculo de la vida de caridad de los cristianos. Ese amor visible en el mundo, parecía humanamente inexplicable. Era tal el encanto que producía este espectáculo que todos quedaban asombrados. Si en la vida de la primitiva comunidad cristiana no se hubiese dado este espectáculo de caridad incesante, el mundo sería todavía pagano. El día en que esto desaparezca, el mundo volverá a ser pagano. NO ES TAL VEZ LO QUE ESTÁ OCURRIENDO AHORA EN ESPAÑA Y EUROPA. ¡Cómo hemos de seguir comprometiéndonos para actualizar con nuestra vida el hechizo que producía la de los primeros cristianos!

       Muchas veces pienso que uno de los signos de los tiempos que hemos de vivir, está en las palabras de Jesucristo cuando nos pide hoy que los hombres vean nuestras buenas obras para que glorifiquen al Padre de los cielos (Mt 5, 10). Es lo mismo que nos pide san Pablo si actualizamos lo que escribe a Tito: “Muéstrate en todo como un modelo de buenas obras” (2, 7), y a Timoteo: “Sé modelo para los fieles en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe y en la pureza” (1 Tim 4, 12).

       En estos ejercicios espirituales buscamos la soledad con Dios, en la serenidad y en la paz, para hacernos enamorados del Señor, como escribe san Juan de la Cruz: «Olvido de lo criado, memoria del criador, atención a lo interior y estarse amando al Amado».

       Hemos venido a pasar unos días en silencio y en oración. Deseamos escuchar la voz de Dios. Esta huida del trabajo y del ajetreo la consideramos necesaria para acumular energía y dedicarnos después con mayor empeño a la tarea que Dios nos ha confiado en el mundo.

       Jesús nos dice como a los apóstoles “que aguardemos en Jerusalén la promesa del Padre: Que recibiremos la fuerza del Espíritu para ser sus testigos hasta los confines de la tierra” (Hech 1, 4-8). Pero al hombre de nuestros días, le cuesta aguardar. No sabe permanecer quieto. Ha de estar moviéndose siempre. Prefiere el duro trabajo antes de soportar el sufrimiento que le produce permanecer quieto. Se siente más a gusto trabajando y emborrachado de actividad.

       Los que guiados por su equivocada buena voluntad creen que todo lo que se necesita hoy es una estrategia de nuevos métodos y marketing y estructuras y ordenadores o entrega a las apremiantes necesidades de los hermanos y no alimentan esa disponibilidad desde la fuerza inagotable de Dios, terminan por agostar su espíritu y se cansan pronto de la imperfección de los hombres, ingratos y duros, a veces, fluctuantes e inconsecuentes otras, a los que sólo se les puede llevar a Dios a través de un gran amor personal y viendo en ellos al ser que respetando su singularidad los envuelve y los sobrepasa: Jesucristo.

       Los ejercicios espirituales son el mejor tiempo que puede dedicar el discípulo a tratar de amistad con Dios, que esa es la definición que Teresa de Jesús hace de la oración: «no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama»; los ejercicios espirituales son el mejor tiempo para ponerse en silencio bajo su mirada, a dejarse mirar por él, a llenarse de luz para, después, poderla comunicar y ofrecer a todos los hombres. Estos días son de intensa oración y no de novedad, o de estudio o de discusión. Debe intensificarse el silencio, la oración, la apertura a Dios, al que hay que escuchar como discípulos.

       Le vamos a pedir “a Aquél que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar” (Ef 3, 20), que nos regale “un corazón que sepa escuchar, que entienda para juzgar” (1 Re 3, 9), y nos ayude “a caminar en la luz, como él mismo está en la luz” (1 Jn 1, 7).

       Estos días de retiro son los más adecuados para seguir a Cristo hasta el monte para orar, a donde ser retiraba tantas veces contemplativo, para recibir el don de Dios que se nos comunica en la oración, que nos hace partícipes de la experiencia de Jesús. Para mantenernos fieles a las exigencias del seguimiento es necesaria esta experiencia contemplativa. Seguir a Jesucristo es seguirlo en su oración, en la que él expresaba su absoluta intimidad con su Padre y se entregaba a su voluntad.

       Jesús oró y —“el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8)— continúa su oración “siempre vivo intercediendo por nosotros” (Heb 7, 25). Por nuestra oración nos incorporamos a la suya. Ella es una necesidad de amor. No hay verdadera amistad y colaboración con el Señor sin permanente diálogo y comunicación con él. En ese encuentro con la persona de Jesús es donde desarrollamos la «connaturalidad» con Él, para ver las cosas y actuar como Él, al tener por participación su misma vida y naturaleza de gracia, su mismo ser y existir sacerdotal, para amar igual que Él al Padre y a los hermanos, para reaccionar y amar más según nos narra el evangelio.

       Cuando contemplamos el evangelio, hacemos presente el misterio en nuestra mente y en nuestro corazón, y nos hacemos presentes nosotros mismos en el misterio, o dicho de otro modo, nos dejamos evangelizar por la palabra de Dios, comprometiendo nuestro espíritu con ella. Entonces alcanzamos la mayor hondura posible, la que nos da el Espíritu Santo que mueve nuestra oración.

       Ni siquiera nos deben afectar nuestras distracciones. Lo que importa es el fruto que el Espíritu santo obra en nosotros. En nuestras distracciones aflora todo aquello que nos ayuda a conocernos mejor. Afloran en esos momentos las motivaciones profundas de nuestro subconsciente, las personas y cosas y asuntos que nos preocupan. Todo eso forma parte, de algún modo, de la sinceridad de nuestra oración y hay que entregarlo al Señor.

       Resumiendo, hoy la Iglesia como entonces y siempre necesitará la experiencia de los que cree y predica. Y el único camino es la oración-conversión, lo repetiré toda mi vida.

Hoy, necesitamos contemplativos, que tengan experiencia de Dios por la oración sanjuanista de la unión o transformación total en Dios. Mañana, en el futuro, no se podrá ser cristiano sin ser contemplativos, y no se puede ser contemplativo sin haber pasado de la oración meditativa, por la noches purificatorias del espíritu, despojándose del yo que impide la posesión total de Dios en nosotros y que, al vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros defectos y posesiones, que impedían o impiden la plena posesión de Dios, al estar llenos de cosas y del yo, poseer la experiencia de Dios en nosotros por habitarnos nuestro Dios trino y uno: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. Debemos vivir atentos como se pide en Dt 6, 4: “Escucha—shemá— Israel, Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé”. Jesús recoge estas palabras que llenan todo el antiguo testamento, la ley y los profetas. “Escuchad y entended” (Mt 15, 10). “Mirad cómo escucháis” (Lc 8, 18). Debemos ser personas en actitud de escucha para dejar que la palabra de Dios germine en nuestras almas.

       “Moisés convocó a todo Israel y les dijo: Escucha Israel los preceptos y las normas que yo pronuncio hoy a tus oídos. Apréndelos y cuida de ponerlos en práctica” (Dt 5, 1). “Escucha Israel..., que estas palabras que yo te dicto hoy queden grabadas en tu corazón”; y sigue diciendo con ardiente insistencia: “Las atarás a tu mano como un signo y ponlas en tu frente como señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas” (Dt 6, 4-9).

       Recordemos el relato lleno de frescor del pequeño Samuel que oye la palabra de Dios y, sin embargo, el sumo sacerdote Elí no oye nada; pero a la tercera vez que Samuel escucha aquella voz, Elí le dice al pequeño: “Cuando te sientas llamado otra vez, responde: Habla Yahvé que tu siervo escucha” (1 Sam 3, 1-10).

       Todavía es más significativo el episodio de Salomón, cuando, siendo aún joven, va en peregrinación a Gabaón a ofrecer sacrificios. Se le aparece Dios y le dice: “Pídeme lo que quieras que te dé”, y Salomón responde: “Da a tu siervo un corazón que escuche. Agradó a los ojos del Señor esta súplica de Salomón”. Y además de concederle riquezas y victorias sobre sus enemigos, que no había pedido, le dijo: “Cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente” (1 Re 3, 4-14).

       La sabiduría es el fruto de un corazón que escucha. Para tener un corazón sabio e inteligente, es necesario antes que ese corazón esté silencioso y abierto a Dios. Dios habla a Isaías y le revela lo que debe ser su siervo. “El Señor, Yahvé, me ha dado lengua de discípulo. Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos; Yahvé me ha abierto el oído” (50, 4.5).

       El verbo recordar en el mundo oriental posee tonalidades distintas de las que tiene en nuestro mundo occidental. Para nosotros recordar es una actividad puramente intelectual, meramente subjetiva. Para ellos es algo objetivo que se produce por una realidad superior; es en cierto modo algo actual. Es revivir lo que sucedió. No es recuerdo, es memorial.

       Recordar es colocar otra vez en el corazón. Por eso, cuando algo se olvida, hay que achacarlo con frecuencia al corazón, no a la memoria. El profeta Isaías recomienda recordar los sucesos pasados para que el israelita pueda percibir la diferencia que hay entre el Dios verdadero y los dioses falsos (46, 8.9). La memoria de la historia ha ayudado a Israel a mantenerse fiel a Yahvé (Sal 44, 2.3; 78, 2; 105, 8-45; Dt 11, 1-7).

       El recordar, que no es estarse pasivo o refugiarse en el pasado, comporta un dinamismo para comprender lo acaecido y hasta para revivirlo. Se contempla el pasado, los hechos de la historia, con el fin de caminar en el presente y lanzarse hacia el futuro.

       Se recuerdan los acontecimientos para resucitarlos en las fiestas religiosas, en las que se celebra su aniversario: Rosh-hashana, el día primero del año, el día de la creación del mundo; Pesah, la pascua, es la salida de Egipto; Shabuot, pentecostés, el don de la ley (la torá); Sukkot, tabernáculos, la fiesta de las cabañas, de la estancia en el desierto; Hanukkah, las luminarias, la consagración del templo por Judas Macabeo; Purim, la fiesta de Ester...

       Cada fiesta es una evocación. No se trata de relatar la historia sino de vivirla o mejor de revivirla. En nuestras conmemoraciones recordamos el hecho pasado o glorificamos al hombre desaparecido. Distinguimos el pasado, el presente y el futuro.    En aquellos tiempos celebrar un hecho era revivirlo, resucitarlo. La conmemoración para el israelita es esencialmente una reconstitución. Un ejemplo tenemos en Purim, la fiesta de Ester. Cuando el oficiante lee la Meguilla de Ester y relata lo que quería hacer el impío Amán, el auditorio no permanece pasivo, sino que vibra ante los episodios, y se conmueve tembloroso por si se repudia a Ester, o por si sucumbe Mardoqueo. Los niños, en especial, patalean cuando se nombra a Amán. Un griterío retumba en toda la sinagoga.

       Los acontecimientos y las palabras se actualizan en las celebraciones. La memoria se hacía dinámica y actualizante. El hombre bíblico recordando la historia de Israel, conoce a su Dios (Sal 105, 5) y aprende a vivir como su fiel servidor. Este recuerdo es su alimento principal en días de aflicción y tribulación. Y cuando se pregunta por qué Yahvé permite que le sucedan estas cosas, escucha las palabras de Moisés: “No temas. Acuérdate de lo que Yahvé, tu Dios, hizo para salvarte” (Dt 7, 18). Al igual que el israelita recordando las liberaciones de parte de Dios, se dispone a acoger la liberación definitiva, como lo cantará más tarde Zacarías (Lc 1, 69), así el verdadero discípulo de Jesús, que recuerda todos los acontecimientos de la vida de su Maestro, especialmente las atenciones y delicadezas con que lo ha colmado, lo envolverá todo en su hágase, acogiendo plenamente el misterio de la salvación.

MEDITACIÓN DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES: LA ETERNIDAD

(En lugar de hablar muerte, juicio, infierno y gloria, hacerlo de esta manera añadiendo mi pregón de semana santa; tambien como tengo en B pregón y resurrección; también mi primera si existo y este pregón con resurrección; también puedo poner eternidad tomado de Cantalamessa pg 92- 102; en capitulo 4 lo tengo entero)

       QUERIDOS AMIGOS: Hemos meditado en la anterior oración el texto de san Juan: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.  (no olvidar para esa meditación el pregón de semana santa) Nosotros creemos en el nombre del Padre que nos soñó, nos creó en el amor de nuestro padres y nos dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de la eternidad, y en el nombre del Espíritu Santo que nos ama, nos santifica y nos transforma en vida eterna y amor trinitario.

       San Ignacio, para hablarnos de la eternidad que nos espera y para la que hemos sido creado, nos habla también de muerte, juicio, infierno y gloria en los fundamentos de sus Ejercicios. Nosotros lo vamos a seguir, pero de una forma distinta. Porque si hablamos de estas verdades que nos esperan en la eternidad, a veces nos asustamos y decimos que es ir a Dios por el camino del temor, sin embargo, las estamos confesando siempre que hablamos de la gracia de Dios, que es participar en la vida divina, o como parafraseaba san Máximo el Confesor: «partícipes de la eternidad divina». Nosotros somos eternidad por la gracia de Dios, nuestra vida es más que esta vida por privilegio divino que nos hace partícipes de su vida.

       Los Padres de la Iglesia decían: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera dios». Nosotros podemos decir: la eternidad ha entrado en el tiempo para que el tiempo pudiese alcanzar la eternidad. Jesús ha venido no sólo para hablarnos y ganarnos la eternidad sino para darnos la vida divina. El salto de la eternidad al tiempo por Cristo hace posible el salto del tiempo a la eternidad. La esperanza en nuestra eternidad forma parte, por tanto, del dogma cristológico; brota de él como su objeto y su fruto. La esperanza en la eternidad es el corolario de la fe en la encarnación.

       En una ocasión, M. de Unamuno le respondió así a un amigo que le reprochaba su anhelo de eternidad como si fuera una forma de orgullo o de presunción: «No digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo demuestre; digo que lo necesitamos, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella todo me es indiferente. ¡La necesito! ¡La necesito! Sin ella ya no hay alegría de vivir y la alegría de vivir no tiene nada que decirme. Es demasiado fácil afirmar: «Hay que vivir, es necesario contentarse con la vida». Precisamente los que aman la eternidad no desprecian la vida de aquí abajo: dice Unamuno: No aman de verdad la vida los que gozan de ella día a día, sin preocuparse de saber si habrán de perderla del todo o no...Amo tanto la vida —escribe el mismo autor—, que perderla me parece el peor de los males». Y san Agustín nos dirá: «De qué sirve vivir bien, si no nos es dado vivir siempre? (Quid prodest bene vive re, si non datur semper vivere?).

       Jesucristo vino enviado por el Padre para que tuviéramos vida eterna: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

       Queridos hermanos, si nos preguntamos cómo se puede justificar la pretensión de la fe cristiana de prometer una vida eterna y de amenazar con una pena igualmente eterna por actos realizados en el tiempo. La única respuesta válida a este problema, que se ha llamado “el nudo gordiano de la fe cristiana”, es la que se basa en la fe en la encarnación de Dios. En Cristo la eternidad ha aparecido en el tiempo; él ha merecido para el hombre una salvación eterna. Ante él —pero sólo ante él— se puede poner ese acto que, aun habiendo sido realizado en el tiempo, decide sobre la eternidad.
Este acto consiste, en la práctica, en creer en la divinidad de Cristo: “Os escribo esto para que sepáis que vosotros, que creéis en el nombre del Hijo de Dios, tenéis la vida eterna”(lJn 5,13); y también: “Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”(Jn 11,26). Y en infinidad de textos donde Cristo nos dice que ha venido “para que tengamos vida eterna... yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.. La fe en la divinidad de Cristo abre la puerta de la vida eterna, permite dar el salto infinito. Delante de Jesucristo, precisamente porque es hombre y Dios al mismo tiempo, es posible tomar una decisión que tenga repercusiones eternas.

 ¡Eternidad!, ¡eternidad! (Cantalamessa, 94: Jesucristo, el santo de Dios)

       Hemos llegado, por fin, al momento de recoger el fruto de nuestra vida cristiana, de nuestra fe en Cristo, de todo el camino hecho en el seguimiento de Cristo: la eternidad, la vida eterna. Aquí nos vamos detener en esta meditación. Nos ceñiremos en torno a esta palabra hasta hacerla revivir. Le daremos calor, por así decirlo, con nuestro aliento hasta que vuelva a la vida ordinaria, a que sea objeto de nuestras conversaciones. Porque eternidad es hoy día una palabra muerta, de la que no se habla ni en Iglesia, en nuestras homilías, en nuestras conversaciones; la hemos dejado morir como se deja morir a un niño o a una niña abandonada que nadie amamanta ya. Por eso, es necesario que resuene en la Iglesia el grito: “Eternidad!, ¡eternidad!”
       ¿Qué ha sucedido con esta palabra, que en otro tiempo era el motor secreto o la vela que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo, que levantaba hacia arriba los corazones, el polo de atracción de los pensamientos de los creyentes, especialmente de almas consagradas que perdían su vida para este mundo y la ponían al servicio de la Iglesia y de Cristo para ganarla para la vida eterna? La lámpara se ha puesto silenciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada como en un ejército en retirada. «El más allá se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta el punto de que se bromea incluso pensando que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia entera» S. KIERKEGAARD, Postilla conclusiva, 4, en Obras, o.c., 458.

       ((Este fenómeno tiene un nombre muy concreto. Definido en relación al tiempo, se llama secularismo o temporalismo; definido en relación al espacio, se llama inmanentismo. Este es hoy el punto en el que la fe, después de haber acogido una cultura determinada, debe demostrar que sabe también contestarla desde dentro de ella misma, impulsándola a superar sus cerrazones arbitrarias y sus incoherencias.

       Secularismo significa olvidar o poner entre paréntesis el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al saeculum, es decir, al tiempo presente y a este mundo. Está considerado como la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna; y, desgraciadamente, todos estamos, unos de una manera y otros de otra, amenazados por ella. A menudo también nosotros, que en teoría luchamos contra el secularismo, somos sus cómplices o sus víctimas. Estamos «mundanizados»; hemos perdido el sentido, el gusto y la familiaridad con lo eterno. Sobre la palabra «eternidad», o «más allá» (que es su equivalente en términos espaciales), ha caído en primer lugar la sospecha marxista, según la cual ésta aliena del compromiso histórico de transformar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente, y es, por ello, una especie de coartada o de evasión. Poco a poco, con la sospecha, han caído sobre ella el olvido y el silencio. El materialismo y el consumismo han hecho el resto en la sociedad opulenta, consiguiendo incluso que parezca extraño o casi inconveniente que se hable aún de eternidad entre personas cultas y a la altura de los tiempos.))

        ¿Quién se atreve a hablar aún de los «novísimos», es decir, de las cosas últimas —muerte, juicio, infierno, paraíso—, que son, respectivamente, el inicio y las formas de la eternidad? ¿Cuándo oímos la última predicación sobre la vida eterna? Y, sin embargo, se puede decir que Jesús, en el evangelio, no habla de otra cosa que de ella.

       ¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de la muerte: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Cor 15,32). El deseo natural de vivir «siempre», deformado, se convierte en el deseo o frenesí de vivir «bien», es decir, placenteramente. La calidad se resuelve en la cantidad. Viene a faltar una de las motivaciones más eficaces de la vida moral.

       Quizá este debilitamiento de la idea de eternidad no actúa en los creyentes del mismo modo; no lleva a una conclusión tan grosera como la referida por el apóstol; pero actúa también en ellos, sobre todo disminuyendo la capacidad de afrontar con coraje el sufrimiento. Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas que se manejan con una sola mano y tienen en un lado el plato sobre el que se colocan las cosas que se van a pesar y en el otro una barra graduada que determina el peso o la medida. Si se se pierde la medida, todo lo que se ponga en el plato hará elevarse la barra y hará inclinarse hacia la tierra la balanza. Todo lleva ventaja, todo vence fácilmente, incluso un montoncillo de plumas  Pues así somos nosotros, a eso nos hemos reducido. Hemos perdido el peso, la medida de todo, que es la eternidad, y así las cosas y los sufrimientos terrenos arrojan fácilmente nuestra alma por tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo.

       Jesús decía: “Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtatelos y tíralos lejos de ti. Más te vale entrar en la vida manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo y tíralo lejos de ti. Es mejor entrar con un solo ojo en la vida que con dos ojos ser arrojado al fuego” (cf Mt 18,8- 9). Aquí se ve cómo actúa la medida de la eternidad cuando está presente y operante; a lo que es capaz de llegar. Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, encontramos ya excesivo que se nos pida cerrar los ojos ante un espectáculo poco conveniente.

       Al contrario, mientras estás en la tierra, abrumado por la tribulación, coloca con la fe, en la otra parte de la balanza, el peso desmesurado que es el pensamiento de la eternidad, y verás cómo el peso de la tribulación se hace más ligero y soportable. Digámonos a nosotros mismos: ¿Qué es esto comparado con la eternidad? Mil años son “un día” (1Pe 3,8), son “como el ayer que ya pasó, como un turno de la vigilia de la noche” (Sal 90,4). ¿Pero qué digo “un día”? Son un momento, menos que un soplo.
       A propósito de pesos y de medidas, recordemos lo que dice san Pablo, que también en punto de sufrimiento le había tocado en suerte una medida insólitamente abundante: “El peso momentáneo y ligero de nuestras penalidades produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria para los que no miramos las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las visibles son temporales, las ¡invisibles eternas” (2Cor 4,17-18). El peso de la tribulación es “ligero” precisamente porque es “momentáneo”, el de la gloria está “sobre toda medida” precisamente porque es “eterno”. Por eso el mismo apóstol puede decir: “Estimo que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8,18).

       San Francisco de Asís, en el célebre «capítulo de las esteras», hizo a sus hermanos un memorable discurso sobre este tema: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido; pero mucho mayores nos las tiene Dios prometidas si observamos las que le prometimos y esperamos con certeza las que él nos promete. El deleite del mundo es breve, pero la pena que le sigue después es perpetua; pequeño es el sufrimiento de esta vida, pero la gloria de la otra es infinita»

       Nuestro amigo filósofo Kierkegaard expresaba con un lenguaje más refinado este mismo concepto del Pobrecillo. «Se sufre —decía— una sola vez, pero el triunfo es eterno. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que se triunfa también una sola vez? Así es. Sin embargo, hay una diferencia infinita: la única vez del sufrimiento es un instante, pero la única vez del triunfo es la eternidad; de esa vez que se sufre, una vez que pasa, no queda nada; y lo mismo, pero en otro sentido, de la única vez que se triunfa, porque no pasa nunca; la única vez del sufrimiento es un paso, una transición; la única vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente»  S. KIERKEGAARD, Las obras del amor II, 1, Guadarrama, Madrid.

       Me viene a la mente una imagen. Una masa de gente heterogénea y ocupada: hay quien trabaja, quien ríe, quien llora, quien va, quien viene y quien está aparte y sin consuelo. Llega jadeando, desde lejos, un anciano y dice al oído del primero que encuentra una palabra; después, siempre corriendo, se la dice a otro. Quien la ha escuchado corre a repetírsela a otro, y éste a otro. Y he aquí que se produce un cambio inesperado: el que estaba por el suelo desconsolado se levanta y va corriendo a decírselo a los de su casa, el que corría se detiene y vuelve sobre sus pasos; algunos que reñían, mostrando amenazadoramente su puño cerrado el uno bajo la barbilla del otro, se echan los brazos al cuello llorando. ¿Cuál ha sido la palabra que ha provocado este cambio? ¡La palabra “eternidad”!

       La humanidad entera es esta muchedumbre. Y la palabra que debe difundirse en medio de ella, como una antorcha ardiente, como la señal luminosa que los centinelas se transmitían en otro tiempo de una torre a otra, es precisamente la palabra «eternidad!, ¡eternidad!». La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Debe hacer resonar esta palabra en los oídos de la gente y proclamarla desde los tejados de la ciudad. ¡Ay si también ella perdiese la «medida»!; sería como si la sal perdiese el sabor. ¿Quién preservará entonces la vida de la corrupción y de la vanidad? ¿Quién tendrá el coraje de repetir aún a los hombres de hoy aquel verso lleno de sabiduría cristiana: «Todo, excepto lo eterno, en el mundo es vano»? Todo, excepto lo eterno y lo que de alguna manera conduce a ello.

       Filósofos, poetas, todos pueden hablar de eternidad y de infinito; pero sólo la Iglesia —como depositaria del misterio del hombre— puede hacer de esta palabra algo más que un vago sentimiento de «nostalgia de lo totalmente otro». Existe, en efecto, este peligro. Que «se introduzca la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía». «Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora». El evangelio impide que se vacíe así la eternidad, llamando inmediatamente la atención sobre lo que ha de hacerse: “Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 18,18). La eternidad se convierte en la gran “tarea” de la vida, aquello por lo que afanarse noche y día.

       5. Nostalgia de eternidad

       Decía que la eternidad no es para los creyentes sólo una «nostalgia de lo totalmente otro». Y, sin embargo, también es eso. No es que yo crea en la preexistencia de las almas y, por tanto, que hemos caído en el tiempo, después de haber vivido primero en la eternidad y gustado de ella, como pensaban Platón y Orígenes. Hablo de nostalgia en el sentido de que hemos sido creados para la eternidad, en el corazón la anhelamos; por eso está inquieto e insatisfecho hasta que reposa en ella. Lo que Agustín decía de la felicidad, lo podemos decir también de la eternidad: «Dónde he conocido la eternidad para recordarla y desearla?».     

       ¿A qué se reduce el hombre si se le quita la eternidad del corazón y de la mente? Queda desnaturalizado, en el sentido fuerte del término, si es verdad, como dice la misma filosofía, que el hombre es «un ser finito, capaz de infinito». Si se niega lo eterno en el hombre, hay que exclamar al momento, como hizo Macbeth después de haber matado al rey: «...desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la gloria se ha esparcido!» (Shakespeare). Pero creo que se puede hablar también de nostalgia de eternidad en un sentido más sencillo y concreto. ¿Quién es el hombre o la mujer que repasando sus años juveniles no recuerda un momento, una circunstancia en la que ha tenido como un barrunto de la eternidad, se ha como asomado a su umbral, la ha vislumbrado, aunque quizá no sepa decir nada de aquel momento? Recuerdo un momento así en mi vida. Era yo un niño. Era verano y, acalorado, me tendí sobre la hierba con la cara hacia arriba. Mi mirada era atraída por el azul del cielo, atravesado acá y allá por alguna ligera nubecilla blanquísima. Pensaba: ¿Qué hay sobre esa bóveda azul? ¿Y más arriba aún? ¿Y más arriba todavía? Y así, en oleadas sucesivas, mi mente se elevaba hacia el infinito y se perdía, como quien mirando fijamente al sol queda deslumbrado y no ve ya nada. El infinito del espacio reclamaba el del tiempo. Qué significa —me decía— eternidad? ¡Siempre más! ¡Siempre más! Mil años, y no es más que el principio. De nuevo mi mente se perdía; pero era una sensación agradable que me hacía crecer. Comprendía lo que escribe Leopardi en El infinito: «Me es dulce naufragar en este mar». Intuía lo que el poeta quería decir cuando hablaba de «interminables espacios y sobrehu4 manos silencios» que se asoman a la mente. Tanto, que me atrevería a decir a los jóvenes: Paraos, tumbaos boca arriba sobre la hierba, si es necesario, y mirad una vez el cielo con calma. No busquéis el estremecimiento del infinito en otra parte, en la droga, donde sólo hay engaño y muerte. Existe otro modo bien distinto de salir del «límite» y sentir la emoción genuina de la eternidad. Buscad el infinito en lo alto, no en lo bajo; por encima de vosotros, no por debajo de vosotros”.

        Sé muy bien lo que nos impide hablar así la mayoría de las veces, cuál es la duda que quita a los creyentes la «franqueza». El peso de la eternidad —decimos para nosotros— será todo lo desmesurado que se quiera y mayor que el de la tribulación, pero nosotros cargamos con nuestras cruces en el tiempo, no en la eternidad; nuestras fuerzas son las del tiempo, no las de la eternidad; caminamos en la fe, no en la visión, como dice el apóstol (2Cor 5,7). En el fondo, lo único que podemos oponer al atractivo de las cosas visibles es la esperanza de las cosas invisibles; lo único que podemos oponer al gozo inmediato de las cosas de aquí abajo es la promesa de la felicidad eterna. «Queremos ser felices en esta carne. ¡Es tan dulce esta vida!», decía ya la gente en tiempos de san Agustín.

       Pero es precisamente éste el error que nosotros los creyentes debemos desvanecer. No es en absoluto verdad que la eternidad aquí abajo sea sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una presencia y una experiencia! Es el momento de recordar lo que hemos aprendido del dogma cristológico. En Cristo “la vida eterna que estaba junto al Padre se ha hecho visible”. Nosotros —dice Juan— la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y tocado (cf l Jn 1,1-3). Con Cristo, verbo encarnado, la eternidad ha hecho irrupción en el tiempo, y nosotros tenemos experiencia de ello cada vez que creemos, porque quien cree “tiene ya la vida eterna” (cf lJn 5,13). Cada vez que en la eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo; cada vez que escuchamos de Jesús las “palabras de vida eterna” (cf Jn 6,68). Es una experiencia provisional, imperfecta, pero verdadera y suficiente para darnos la certeza de que la eternidad existe de verdad, de que el tiempo no lo es todo.

       La presencia, a manera de primicias, de la eternidad en la Iglesia y en cada uno de nosotros tiene un nombre propio: se llama Espíritu Santo. Es definido como “garantía de nuestra herencia” (Ef 1,14; 2Cor 5,5), y nos ha sido dada para que, habiendo recibido las primicias, anhelemos la plenitud. «Cristo —escribe san Agustín— nos ha dado el anticipo del Espíritu Santo con el cual él, que de ningún modo podría engañarnos, ha querido darnos seguridad del cumplimiento de su promesa, aunque sin el anticipo la habría ciertamente mantenido. ¿Qué es lo que ha prometido? Ha prometido la vida eterna, de la que es anticipo el Espíritu que nos ha dado. La vida eterna es posesión de quien ya ha llegado a la morada; su anticipo es el consuelo de quien está aún de viaje. Es más exacto decir anticipo que prenda: los dos términos pueden parecer similares, pero hay entre ellos una diferencia no despreciable de significado. Tanto con el anticipo como con la prenda se quiere garantizar que se mantendrá lo que se ha prometido; pero mientras la prenda es devuelta cuando se alcanza aquello por lo que se la había recibido, el anticipo, en cambio, no es restituido, sino que se le añade lo que falta hasta completar lo que se debe».31. Por el Espíritu Santo gemimos interiormente, esperando entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf Rom 8,20-23). El, que es “un Espíritu eterno” (Heb 9,14), es capaz de encender en nosotros la verdadera nostalgia de la eternidad y hacer de nuevo de la palabra eternidad una palabra viva y palpitante, que suscita alegría y no miedo.

       El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahvé, el El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahvé, el aliento de Dios. Se ha inventado recientemente un método para sacar a flote naves y objetos hundidos en el fondo del mar. Consiste en introducir aire en ellos mediante cámaras de aire especiales, de manera que los restos se desprenden del fondo y van subiendo poco a poco al ser más ligeros que el agua. Nosotros, los hombres de hoy, somos como esos cuerpos caídos en el fondo del mar. Estamos «hundidos» en la temporalidad y en la mundanidad. Estamos «secularizados». El Espíritu Santo ha sido infundido en la Iglesia con un objetivo de elevarnos del fondo, hacia arriba, cada vez más arriba, hasta hacernos volver a contemplar el cielo infinito y exclamar llenos de gozosa esperanza: ¡Eternidad!, ¡eternidad!

TERCERA MEDITACIÓN: QUEREMOS VER A JESÚS (López Melus)

“Unos griegos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: Señor, queremos ver a Jesús”(Jn 12, 31).

       Ver a Jesús resucitado era la condición indispensable que se exigía en la Iglesia primitiva para ser apóstol (Hech 1, 21.22). San Pablo tuvo que mostrar esta condición para ser reconocido como apóstol, en nada, añade, inferior a los doce, porque vio al Señor: “No soy yo apóstol? ¿acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9, 1).

       Ver a Jesús es lo esencial para el apóstol que ha de ser un testigo y debe dar testimonio de lo que ha visto y oído, si quiere que su doctrina sea aceptada. El apóstol no es un profesional que transmite lo aprendido, sino un testigo, un enamorado que dice fielmente cuanto ha presenciado.

       Para hablar de Jesucristo es necesario haberle visto y haber vivido con él; haber asimilado su humildad, su bondad, a fin de que los hombres, que lo ignoran, lo reconozcan a través de su parecido con él.

       Estos días de ejercicios espirituales, no son para leer libros, ni para adquirir ideas nuevas, sino para encontramos con Jesucristo y para profundizar nuestra intimidad con él. Hay que consagrarle todo nuestro tiempo, ofrendarle todo nuestro amor, derrochar a sus pies todo el tesoro del precioso ungüento de nuestra vida, como hizo la pecadora perdonada (Lc 7, 37.38) y María la hermana de Lázaro y de Marta (Jn 12, 3), porque a los pobres los tenemos cada día con nosotros, y Jesús quiere ser amado especial y personalmente por cada uno de sus discípulos, además de recibir el amor que debemos otorgarle en el prójimo y en los pobres. Por eso, al igual que a Pedro, antes de confiarnos el cuidado de los hermanos, nos somete a prueba y nos pregunta: ¿me amas?

       Es necesario tener un encuentro personal con él, en el que nos sintamos llamados por nuestro nombre, y sólo de ese modo podremos comunicar algo vital, la buena nueva. Para que nuestro mensaje sea creíble, hemos de anunciar lo que hemos visto.

       En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto; si expone solamente cuanto sabe de oídas, no sirve su testimonio. Ananías le dice a Saulo: “Has de ser testigo ante los hombres de lo que has visto” (Hech 22, 15). Es lo mismo que le ratifica el Señor: “Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto, como de las que te manifestaré” (Hech 26, 16).

       ¡Qué fascinación tan profunda se siente al leer el prólogo de la primera carta de san Juan!: “Lo que hemos visto con nuestros ojos..., lo que contemplamos..., y nosotros hemos visto y testificamos...”. Al oír semejantes palabras se produce en nosotros un deseo profundo. Soñamos con la posibilidad de encontrar físicamente a Jesús, de verle, de tocarle, de escucharle. ¿Es posible, hoy, para nosotros, repetir la experiencia que tuvieron los primeros testigos? Nosotros no podemos ver y tocar como ellos hicieron, pero mediante su testimonio podemos alcanzar la comunión con el Padre y con el Hijo. Dice san Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 3).

       Los primeros testigos descubrieron el misterio dentro de la historia humana de Jesús. San Juan escribe que ellos vieron y tocaron la misma vida eterna: “Lo que hemos visto y tocado acerca de la Palabra de la vida»; descubrieron otra realidad que estaba escondida, que no se podía ver, ni tocar, pero que se les manifestó, a través de aquellas experiencias sensibles, que aquel hombre «era la Palabra que estaba en Dios” (Jn 1, 1) y “que se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros y hemos visto su gloria como del Unigénito del Padre” (Jn 1, 14).

       Juan y los primeros discípulos nos anuncian lo que han visto para que vivamos en comunión con ellos. Así se transmite el hecho cristiano. Los testigos inmediatos lo comunican a los de la segunda generación y después ellos a nosotros. A los de la segunda generación les dice que también ellos han conocido al que es desde el principio: 1 Jn 2, 13; 3, 11).

       Para Juan los que reciben el mensaje cristiano, participan de la experiencia de los discípulos inmediatos, aunque no estuvieron presentes en los hechos. A nosotros se nos permite volver a vivir aquellas primeras experiencias, las que recibieron, hace casi dos mil años, los primeros seguidores de Jesús.

       Al igual que Pedro y Juan que vieron a Jesús y convivieron con él, los cristianos comprometidos, los santos de nuestros días, son hombres que están en contacto directo con Jesucristo y son tan contemplativos como pudieran serlo sus apóstoles de hace veinte siglos.

       En estos ejercicios espirituales hay que lograr ser almas de oración, almas contemplativas; debemos dedicar mucho tiempo a la conversación personal, al diálogo íntimo con el Señor. No estamos aquí para aprender teología, sino para vivir una experiencia de gracia, una experiencia de Dios.

       El cristiano de nuestros días ya no se entusiasma con hacer una renovación y modernización en las estructuras de la Iglesia, como algunos soñaron después del Vaticano II, sino que busca a Dios, tiene hambre de Dios. Y nosotros, aunque dispongamos de todos los medios modernos, si carecemos de la experiencia directa y personal de Dios, no seremos verdaderos evangelizadores. Si no tenemos a Dios, no podremos darlo a los demás.

       En un congreso internacional de laicos en Roma, pudimos escuchar testimonios impresionantes. Un hindú nos habló de los misioneros que les envía occidente: «He oído hablar mucho en estos últimos años sobre la liturgia alemana, del catecismo holandés, sobre nuevos caminos teológicos, sobre esto o aquello. Pero, no he oído nada sobre Jesucristo, sobre la oración y la contemplación. ¿Por qué nos enviáis misioneros interesados en tantas cosas, pero que no nos muestran el rostro de Cristo?».

       Aquel hindú nos enseñaba lo que ahora nos pide el papa Juan Pablo II: que nuestra misión evangelizadora no sea solamente un programa de bienestar social o económico. Nuestro anuncio evangélico es la persona de Jesús: «El reino de Dios no es un concepto, o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible».

       Para que nuestra predicación sea eficaz, hemos de hablar desde nuestra propia experiencia religiosa mostrando a los hombres el camino que nosotros hemos recorrido, sin limitarnos a enseñar lo que hemos aprendido en los libros.

       San Juan describe en su evangelio (12, 20-28) una escena singular que se actualiza frecuentemente en nuestros días. Unos griegos se dirigen a Felipe, el de Betsaida, y le ruegan: “Queremos ver a Jesús”. Es lo que quieren los hombres de hoy: que les revelemos con mayor claridad el rostro de Cristo.

       Ante el proceso de secularización que se nos ha echado encima, hay muchos que creen que los hombres rechazan a Dios. Sin embargo, este aparente abandono de Dios está purificando su imagen. Dios deja de ser la solución mágica para todos los problemas y va mostrando su verdadero rostro. Un Dios que interpela, que exige y, a veces, hasta deja al hombre en aparente abandono, sin respuesta. Un Dios que libera, que fascina y asombra. El materialismo no ha podido sofocar estos interrogantes profundos del hombre que siente ansias de trascendencia.

       Pero es igualmente cierto que nuestra fe encuentra hoy más dificultades que nunca. Se halla sacudida y a la intemperie de todos los vientos, y ya no es una fuerza como la que animaba a los primeros cristianos, comprometidos por completo, a nivel individual y comunitario; sino que es más bien, así dice Charles Moeller, «como una frágil luz, en la noche, a la que hay que cuidar y proteger de toda amenaza, para que siga alumbrando».

       Es una crisis de crecimiento que puede ser dramática, si quien la experimenta no la conoce. Es preciso proyectar luz sobre ella para que deje de presentarse como un fantasma atemorizante. No hay que tener miedo; nos hace fuertes la resurrección de Jesucristo, que madura en la Iglesia, como una primavera en la muerte aparente del invierno.

       Nuestras vidas, tan poco cristianas en general, han velado, mejor que revelado el rostro de Dios. Las teologías de la muerte de Dios son, muchas veces, una reacción contra el Dios que nos hemos formado. Ellas nos hacen pensar en los primeros cristianos a quienes se acusaba de ateos por no adorar a los dioses paganos, cuando ellos decían con san Justino: «Nosotros somos ateos de esos dioses».

       Se ha abusado del nombre de Dios y, en lugar de proclamar su bondad-santidad, se ha presentado su caricatura, engendrando el ateísmo, como ha reconocido claramente el concilio: «En esta génesis del ateísmo, pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».

       Hemos de estar muy atentos para comprender lo que está sucediendo en este tiempo nuestro de cambios vertiginosos. El acontecer del mundo se halla bajo el signo del tiempo venidero. Es una transformación formidable la que estamos viviendo, y hay que estar en el mundo, sin ser del mundo (Jn 17, 14-16). Alternar como si no se alternase (1 Cor 7, 29.31). Esto, no interpretado en sentido pesimista, ni como la actitud estoica de la apatía, sino porque el tiempo pasa. “No os acomodéis al mundo presente sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2).

       Muchas cosas se renuevan y lo que satisfacía a los hombres de antes, hoy suena a falso. Muchos se apartan de la Iglesia, porque no encuentran solución a sus problemas, sobre todo, materiales: enfermedades, fracasos, trabajo, separaciones… etc.

       Por una parte, hay una exigencia nueva y urgente de conformar la fe con la palabra de Dios, según el evangelio; de que exista verdadero compromiso con las realidades terrestres, evadidos como estamos, a veces, en una niebla ilusoria.

       Y, por otra, se critica y se pone en tela de juicio la misma fe; vivimos un momento de confusión aunque no de desesperanza.

       En estos días de retiro, nos damos cuenta de que el gran enemigo de Dios es nuestro propio yo con sus afecciones desordenadas. San Ignacio insiste en que «los ejercicios espirituales son para vencerse el hombre a sí mismo, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea».

       Vivir íntegramente el evangelio

       Hemos de vivir íntegramente el evangelio. Hay una peligrosa tendencia a mutilarlo, reteniendo sólo determinados aspectos del mismo. «No cedáis a la tentación, frecuente en nuestros días, de elegir, entre las páginas del evangelio, las que corresponden a vuestras preocupaciones o a las exigencias de vuestra acción. Debemos volver constantemente a todo el evangelio, precisamente cuando más o menos conscientemente hay tendencia a pasar por alto las páginas que nos molestan. El mensaje de Jesús no consiente ser reducido a detalles. Las palabras del evangelio no se nos han entregado para ilustrar nuestras acciones personales, sino para cambiarnos el corazón».

       Existe hoy una gran sensibilidad para la vertiente de la caridad, del amor al prójimo. Se habla mucho de opción por los pobres, pero se olvida que el evangelio, además de orientar hacia el prójimo, es también, en primer lugar, un llamamiento a la vida de unión con Dios: a la oración y a la adoración. Por eso, no hay que olvidar que el hombre se realiza más plenamente en todas sus dimensiones, si no renuncia a esta de la adoración, oración e intimidad con Dios. Jesucristo se ha dado totalmente a los hombres, de tal manera que se ha podido decir de él que es un «ser para los demás». Pero primordialmente estuvo siempre abierto al Padre y desde aquí, a los demás. Primer mandamiento.

       Al subrayar sólo un aspecto, se nos da un evangelio incompleto. De los dos mandamientos básicos, se recuerda el segundo y se olvida el primero. Es falsa esta pretendida fidelidad al evangelio, dado que el evangelio consiste fundamentalmente en los dos que forman un único precepto. Y para cumplir el primero, la oración personal, el encuentro de amor con Él todos los días es lo principal. Y desde aquí, como hacía el Hijo, ha de salir y fundamentarse toda la vida y actividad. Nada podrá sustituir a la oración profunda y personal, a la unión con Dios; descuidarla, es un grave peligro para el hombre, para la Iglesia. Sólo la superficialidad y la ligereza de algunos ha contribuido a crear, a veces, un clima en el que fuera posible imaginar una vida auténticamente cristiana sin la oración.

       La postura correcta se da cuando el creyente es fiel a Dios y al hombre, al evangelio y a la historia. De lo contrario, se mutila el mensaje evangélico. No es auténtico. Se puede profundizar cada aspecto, hasta descubrir el otro. Es más, uno de los dos extremos, bien vivido, nos debe conducir indefectiblemente al otro.

“Queremos ver a Jesús”.

       Lo que aquellos griegos dijeron a Felipe, lo gritan hoy los hombres frente a la Iglesia. Quieren que la Iglesia, que nosotros, los cristianos, seamos el signo de la presencia de Jesús.

       ¿En nuestra vida, en nuestras costumbres, en nuestros gestos transparentamos a Cristo? Es lo único que desean ver y encontrar los que nos abordan y se acercan a nosotros.

       El grito “queremos ver a Jesús” brota del corazón de los hombres en cada rincón de la tierra. Los hombres esperan que les anunciemos un Dios presente en nuestras vidas. Pero eso solamente lo podemos realizar a partir de nuestra propia experiencia de encuentro con Cristo. Es lo que pide Pablo VI: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible».

       El grito de “queremos ver a Jesús” se va apagando donde los hombres no encuentran transparencia de una vida coherente con el evangelio. Necesitan el contacto de quienes viven del encuentro: “hemos encontrado a Jesús de Nazaret” (Jn 1, 45) y de la visión de Jesucristo: “hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Como acaba de escribir Juan Pablo II: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Heb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)». El mismo Papa afirma que los seguidores de Jesús están llamados a «transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima»”.

       Lo que escribió san Agustín: «Dios ha creado el hombre para él y por eso está inquieto nuestro corazón hasta que no descanse en él», se subraya en la doctrina actual de la Iglesia: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

       Como la tierra reseca ansía la lluvia para hacerse fecunda, “así, Dios mío, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63, 2). El Padre de los cielos ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encontrarle: “Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 3).

       Hace falta encontrarnos con Jesucristo, adquirir una vivencia de fe. La fe provoca un vuelco a la existencia. Antes, todo giraba en torno a uno mismo; ahora con el nacimiento de la fe, todo comienza a girar en torno a Jesucristo, que se ha adueñado de nuestra persona y de nuestra vida.

       Al hablar de la fe, una cosa es creer que Jesús es el Hijo de Dios y otra es creer en él. “No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). Creer en él significa tener confianza y sobre esa confianza construir nuestra propia vida. Esa confianza total en Cristo debe ocupar el puesto de toda seguridad humana. Siempre hay que ir dando pasos en esa fe en Cristo Jesús. Nunca se acaba de progresar en ella. Confiar cada vez más, abandonarse en él hasta hacer de nuestra fe en Jesús la razón de nuestra vida, como escribe san Pablo de sí mismo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). La fe especialmente en el evangelio de san Juan, se concentra en la persona de Jesucristo y se revela en toda su plenitud. Creer es escucharle, escuchar su voz y sus palabras (5, 24; 6, 45; 10, 27); ser su discípulo (8, 31), permanecer en él, en su palabra o en su amor (6, 56; 15, 7.9).

       La fe no es un simple acto, es ante todo una actitud. El signo de que ha surgido la fe es que todo no sigue igual, sino que todo va cambiando: la vida va configurándose según el evangelio. El hombre nuevo estrena una vida nueva, más generosa, más desinteresada, más humana, más fraternal. Jesús, en el evangelio, siempre hace al oyente la misma interpelación: «Sígueme».

       El mensaje de Jesucristo es un camino; es una vida. Ante las exigencias de la fe se impone la fidelidad, que se traduce en la vida. La fe incide en la totalidad de la persona. Por eso, para el creyente, la pregunta fundamental será la que los judíos hicieron a los apóstoles el primer día de pentecostés, después de haber oído, con el corazón compungido, la predicación de Pedro: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hech 2, 37). Es la pregunta por la acción. A esta pregunta fundamental Pedro contestó: “Convertíos” (2, 38); es decir: cambiad de vida, sed distintos, sed nuevos (Mc 1, 15). El creyente lo es en la medida en que va captando el aire, el espíritu, el estilo de Jesús, y lo lleva a su vida para que ésta sea imagen, eco, reflejo, transparencia de Jesús. Creer en Jesús es ir trasladando a nuestra vida los rasgos que configuraban la suya.

       Lo más valioso que tenemos los cristianos es nuestra fe en Cristo. Este es nuestro gran tesoro. Por eso, esta es nuestra misión cada día: Agradecer nuestra fe, celebrar nuestra fe, disfrutar nuestra fe, alimentar nuestra fe y, sobre todo, vivir nuestra fe. Viviéndola, podemos contagiarla a los demás.

       Siempre impresionan mucho los testimonios de los que no tienen fe y desearían tener ese don. Un moderno escritor argüía agudamente: «Si yo tuviera fe, si pudiera creer que Dios existe, sería perpetuamente feliz. No podría interesarme ya en otra cosa que no fuese Dios. Me sentiría rodeado de ternura y protección. Si tuviera fe en Dios, si mi vida no fuese más que la demora de su encuentro con él, aunque esta vida fuese dolorosa, sería suave como la larga espera de la mujer amada, de cuya llegada se está absolutamente seguro. Si tuviera fe, nada me importaría. Si tuviera fe me parece que yo sería naturalmente bueno con todo el mundo»... Una fe auténtica y viva debería transformar nuestra vida y obligarnos a hacer una nueva jerarquía de valores.

Los cristianos eso es lo que necesitamos: ir creciendo en el conocimiento del Señor (2 Pe 3, 18). Esta es la tarea de nuestra vida (Jn 17, 3).

       Es aleccionador comprobar cómo, en el nuevo testamento, los grupos cristianos son invitados constantemente a animarse mutuamente por medio de la palabra y las buenas obras, en la fe y en el amor a Jesús. Los textos son muy numerosos; recordemos dos de la Carta a los hebreos (3, 13; 10, 25). Naturalmente, nuestras palabras tienen que ser auténticas, expresión fiel de lo que sentimos por dentro. San Pablo decía: “Creemos y por eso hablamos” (2 Cor 4, 13).

       Leyendo a san Pablo uno siente nostalgia por aquellas reuniones que celebraban los primeros cristianos, tan animadas, tan espontáneas, tan exultantes, tan llenas de vida, en las que unos a otros se animaban en la fe en Jesús por medio de la palabra.

       El cristiano, carta de Cristo

       El santo, al imitar a Jesucristo, no se convierte en una copia auténtica. Sigue siendo enteramente hombre con su originalidad, novedad, con su capacidad y sus debilidades, pero Dios aparece en él con fuertes destellos.

       No hay un molde en el evangelio por el que el Maestro trate de uniformar a todos. Cristo acepta a cada uno tal como es, y lo hace rendir precisamente con su temperamento, cualidades y hasta con sus defectos. Misteriosamente sigue siendo válida la frase de san Pablo a los colosenses: “Suplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo en su cuerpo que es la Iglesia” (1, 24).

       La santidad de Jesucristo es multiforme, y la participan caracteres tan diversos como Pedro y Juan, Felipe y Santiago, Pablo y... La gracia no destruye la naturaleza. Ninguna de sus tendencias naturales ha sido sacrificada; en lugar de neutralizarlas, son orientadas a su centro, Cristo. La santidad no es destrucción, sino plenitud y perfección.

       San Pablo, escribiendo a los corintios les dice: “Vosotros sois la carta de Cristo” (2 Cor 3, 3). En nuestro diario vivir, jornada tras jornada, vamos escribiendo esta carta; y los demás, contemplando nuestras obras, la pueden ir leyendo.

       Esta es la gran gloria y la gran responsabilidad de los creyentes: ser para los demás carta de Cristo; podemos y debemos serlo para todos. Viéndonos, tienen que captar el aire, el espíritu, el estilo de Cristo. Al encontrarse con nosotros, han de poder percibir, a través de nuestras obras y palabras, un eco de cómo era y de cómo vivía Jesús.

       Viviendo el evangelio visibilizamos a Jesucristo, lo hacemos creíble y atractivo para los demás; así todos pueden vislumbrar e intuir en nuestra manera de actuar, de vivir, de reaccionar, el estilo de Jesús, ese espíritu que animó e inspiró su vida. Sería una suerte para ellos encontrarse con nosotros, si nuestra vida fuera una viva, clara y radiante transparencia de la del Maestro.

       Pablo en la misma Carta a los corintios, les dice que deben ser el perfume de Cristo (2, 15) y como un maravilloso espejo en el que se refleje la gloria del Señor (3, 18). Este es el verdadero seguimiento y equivale a “revestirse del Señor” (Rom 13, 14), que es una manera fuerte de indicar que en el seguimiento hemos de actualizar a Jesús hasta poder decir: “Mi vida produce a Cristo Jesús”, que parece ser la mejor traducción de Flp 1, 21. Ya en el camino de Damasco se reveló como presente y viviente en los cristianos (Hech 9, 25). Continuamente y de muchas manera describe su fusión vital con él: convivir con Cristo y conmorir con él (Rom 6, 8; 2 Tim 2, 11); estar concrucificados y consepultados con el Señor (Rom 6, 4.8; Col 2, 12); conresucitados y conglorificados con él (Rom 8, 17; Col 2, 18); consentarse y conreinar con Cristo (1 Cor 4, 8; Ef 2, 6). Somos coherederos (Ef 3, 6) todos los que el Padre predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29).

       El cristiano, al seguir a Jesucristo de la manera más perfecta, reproduce su vida, de modo que lo hace creíble y visible  (Col 1, 24).

       Como consecuencia del seguimiento del Señor y de su unión personal con él, sus discípulos no pretenden tener morada fija (Mt 8, 20; Lc 9, 58), ya que deben estar siempre a disposición de los demás para gastarse y desgastarse por todos (2 Cor 12, 15). Esta disponibilidad hay que entenderla, no sólo respecto de las cosas exteriores y materiales, sino sobre todo del propio tiempo, de las cualidades personales y de los dones que cada uno posee.

       Nuestra personalidad no estará en nuestros talentos o circunstancias, sino en que Jesucristo, a través de nosotros, ame al Padre y a los hermanos. Por eso, al orar, es como si prestásemos a Jesucristo nuestros labios y nuestro corazón, para que él pueda continuar su plegaria aquí en la tierra, ya que “se ha hecho nuestra sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1, 30).

       Dios nos ha elegido para ser en su presencia santos e inmaculados (Ef 1, 4.5), semejantes a su imagen (Rom 8, 29); entonces tendrá igualmente sus complacencias en nosotros (Mc 1, 11). El camino nos lo marca san Pablo como a su discípulo: “Que nuestro progreso sea a todos patente” (1 Tim 4, 15), hasta “presentar los rasgos de Cristo, pintados en el lienzo de nuestra vida” (Gál 3, 1).

       Mientras haya hombres en el mundo, el recuerdo de Jesús de Nazaret será punzante, luminoso y liberador, seguirá acompañándoles, acosándoles, inquietándoles. Jesús de Nazaret no es un personaje del pasado, sino que es de ayer, de hoy y de mañana (Heb 13, 8). Por eso, Jesucristo nunca se ha marchado, porque está en medio de nosotros hasta la consumación de la historia. El lo prometió: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

       Después de 20 siglos, el cristianismo no vive de la nostalgia del pasado, sino que anuncia, celebra y vive una presencia. Jesús está en medio de nosotros, está en las personas buenas, limpias, justas, bondadosas, religiosas. Está en los santos. Pero también está, y de una forma especial, en el pobre, en el marginado, en el drogadicto, en el preso, en los pecadores... En ellos queremos ver y descubrir a Jesús. A través de todos ellos vemos y nos encontramos al Señor.

CUARTA MEDITACION:

ELEGIDOS COMO HIJOS EN DIOS PADRE (López Melus) 

  1.  

 “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él, por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya”(Ef 1, 3-6).

       Quiero comenzar con este cántico de alabanza a Dios que brota del corazón a la pluma del apóstol. Pablo se presenta en su madurez, a los sesenta-setenta años, como apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios.

       Comprendemos que el Benedictus de Zacarías y el Magnficat de María, por el estado de ánimo de ambos, sean cánticos de exultación y de alabanza. Pero Pablo, cuando escribe este texto de la Carta a los efesios, se encuentra prisionero en Roma, atado con cadenas, envuelto en toda clase de privaciones, sin poder cumplir el encargo divino de llevar el evangelio hasta los confines de la tierra (Hech 9, 15), mientras se siente responsable de la preocupación-solicitud por todas las Iglesias que de él necesitan (2 Cor 11, 28). Y, en medio de este dolor, en el fondo de tanta oscuridad, sale con este canto de agradecimiento a Dios Padre de Jesús y nuestro

       La doctrina paulina está centrada en Cristo, pero sin olvidar que todo procede del Padre. Si leemos la Carta a los romanos, echaremos de ver que, en los once primeros capítulos que constituyen la parte dogmática, las alusiones a Dios Padre son mucho más numerosas (148) que las que hace a Jesucristo que son 67. San Pablo llama a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. En el Antiguo Testamento se le nombra como el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob.

       Ahora es otro el nombre que le da san Pablo. Es como la quintaesencia del cristianismo. Dios es Padre. Ya los profetas, e influido por ellos el Deuteronomio, nos han desvelado la paternidad de Dios. Aunque en el Antiguo Testamento sólo hay quince pasajes en los que se llama padre a Dios (siempre se entiende solamente en sentido figurado y colectivo), y ninguno de ellos está escrito en una oración dirigida a él (Dt 32, 6; 2 Sam 7, 14; 1 Crón 17, 13; 22, 10; 28, 6; Sal 89, 27; Is 63, 16; 64, 7; Jer 3, 4.19; 31, 9; Mal 1, 6; 2, 10). A esta cifra hay que añadir algunos textos en los que se habla de Yahvé como de un padre terreno o de Israel como de su hijo (Os 11, 1). El texto más antiguo en el que Dios llama a Israel su primogénito es Ex 4, 22.

       Sin embargo, en los evangelios, Dios es llamado Padre por Jesús 170 veces. Siempre se dirige a Dios con este término lleno de ternura. El uso tan numeroso de esta expresión, es uno de los puntos en que Jesucristo se diferencia más de la religión de Israel y es un signo de que los evangelistas están relatando las mismísimas palabras de Jesús.

       Jesús empleó continuamente el término abba-padre al dirigirse a Dios. Este término arameo no se encuentra en ninguna de las oraciones judías. Es un modo de hablar propio de Jesucristo, a la vez que la expresión de su poder y de su conciencia de ser el Hijo de Dios en sentido estricto.

       El abba, por ser una invocación, nos conduce al hondón del ser de Jesús, allí donde se sabe amado por su Padre. Allí está la fuente de su serenidad y de su confianza. Allí es donde aprende, como por ósmosis, que Dios es amor. Cuando se descubre el sentido hondo de esta invocación, se vive de modo más auténtico —con una confianza que libera y que nos ayuda a asumir nuestras responsabilidades— desde la confianza en Dios, hasta el servicio de los hermanos. La costumbre de llamar a Dios abba manifiesta la peculiaridad de su conciencia de hijo y de su experiencia religiosa.

       Esa invocación es el núcleo del mensaje y de la vivencia más íntima de la experiencia de Cristo y revela el fondo de su conciencia. El abba es el amor total y gratuito, es el puro don. En los evangelios aparece 170 veces en los labios de Jesús (4 en Mc, 15 en Lc, 42 en Mt y 109 en Jn). La comunidad cristiana, como aparece en estas referencias evangélicas (desde san Marcos, el eco más inmediato del kerigma primitivo, al último de los evangelios, el cuarto) fue introduciendo cada vez más el término abba —padre— en las palabras de Jesús, al igual que hace la nueva liturgia que ha ido reemplazando, en las plegarias eucarísticas, la palabra Señor por la palabra Padre.

       El término abba que no era nuevo en el vocabulario familiar, sí lo es en su aplicación a Dios. Precisamente por la familiaridad y confianza infantil que comporta, papá querido, los judíos nunca lo habían utilizado para dirigirse a Yahvé. Es la fórmula que Jesús empleará siempre en su oración, excepto en la cruz cuando al recitar el salmo 22 llama a su abba, Dios mío (Mt 27, 46).

       Esta palabra era totalmente ignorada en el Antiguo Testamento. Ningún judío era capaz de pronunciarla dirigiéndose a Dios; le parecía que haciéndolo, profanaba la majestad divina.

       Este modo de expresarse de Jesús era una novedad absoluta y, con ello, manifestaba su experiencia de Hijo.

       No sólo es el distintivo del Hijo, no sólo lo retrata perfectamente, sino que nos revela su vivencia más honda, aquella infancia en que permaneció siempre junto al Padre. De ese modo expresaba por completo el secreto íntimo de su ser. Se ha afirmado que en esta palabra de significado tan denso, está contenida toda la cristología.

       Toda la vida y acción de Jesús se refiere al Padre: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que le ve hacer al Padre” (Jn 5, 19); “No hago nada por mi propia cuenta; sino lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo” (Jn 8, 28); “El Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hacer” (Jn 12, 49). Su confianza en el Padre es ilimitada: “El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29); “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tu siempre me escuchas” (Jn 11, 41.42).

       Las primeras palabras que de Jesús ha conservado el evangelio, demuestran una viva conciencia de su condición singular de Hijo: “¿No sabíais que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49); y las últimas que pronunció un momento antes de morir, manifiestan su ilimitada confianza en su abba: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

       Curiosamente el único momento en que se pone expresamente en labios de Jesús el abba, que era su invocación habitual a Dios, es en la oración en el huerto (Mc 14, 36). Aquí, ya no es sólo una expresión de seguridad y confianza infantiles, sino la expresión de un corazón sumiso y angustiado. Es el momento de la soledad y del abandono, cuando brota esta exclamación de un corazón totalmente sumiso.

       Esta invocación la seguirán usando los cristianos, con la fuerza de la presencia del Espíritu —según el texto paulino—, uniendo, de ese modo, la vida y la doctrina del Señor con la predicación y tradición apostólica (Gál 4, 6.7; Rom 8, 14-17). Del estudio de la palabra aramea abba se deduce que era peculiar de Jesús, lo que demuestra que tenía conciencia de ser hijo de Dios en sentido estricto, con lo que nos enseña la revelación del misterio trinitario.

       Jesús, en su oración y para manifestar su especial intimidad con Dios, lo llama abba. Esa experiencia de Dios, Jesús la ha comunicado a sus discípulos. Esa invocación, en Cristo surge del sentimiento profundo de saberse invadido por una experiencia, la de su Padre, y nosotros con esa experiencia, comunicada por él, podemos vivir con serenidad profunda, aceptando el mundo que nos rodea y teniendo fortaleza para transformarlo. Y no hace falta para vivir este don de la filiación divina ocultar la parte negativa de nuestra vida, como hace el fariseo de la parábola (Lx 18, 9-12). El Padre no nos quiere menos por ser pecadores.

       Pero tenía que ser todavía más singular la intimidad que Jesús, antes que a sus discípulos, había manifestado a José y a María, mientras vivían juntos en Nazaret. Los cristianos de todos los tiempos han sido conscientes de ese don y por eso, la «oración del Señor» ocupa un lugar central en el canon de la misa tanto en oriente como en occidente, y la suelen preceder unas palabras donde se expresa el atrevimiento que significa el dirigirse a Dios con dicho término.

       Naturalmente, hay una diferencia ilimitada entre la paternidad de Dios respecto a Jesucristo y a nosotros, pero resulta pobre la expresión, de llamarnos hijos «adoptivos», ya que la adopción no da naturaleza nueva, sino sólo derecho a la herencia. Sin embargo, por la gracia, participamos de su misma naturaleza divina. Por Cristo, con él y en él, Dios es nuestro Padre; porque nosotros somos de verdad, aunque misteriosamente, una misma cosa con Jesucristo (Gál 3, 28), cuerpo suyo (Ef 4, 15.16), y desde el bautismo estamos injertados en él (Rom 6, 5).

       Somos verdaderos hijos de Dios. El es padre de los hombres en sentido literal. Nos ha engendrado y comunicado su propia vida: somos nacidos de Dios (Jn 1, 12); semilla divina, germen de Dios (1 Jn 3, 9); ahora, somos hijos de Dios (1 Jn 3, 2); poseemos una verdadera participación de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) y una vida nueva (Rom 6, 4).

       Dios es nuestro padre. Es mucho más padre nuestro que los padres terrenos de sus hijos. En los hombres la paternidad es algo accidental, no necesario. Dios es siempre y esencialmente padre. Es la idea de paternidad la que resume mejor que ninguna otra la relación de Dios con los hombres y la experiencia filial es para el ser humano la primera y fundamental. Y al llamar Padre a Dios usamos su nombre propio y personal, el nombre más adecuado.

       No es, pues, la paternidad en lo humano, el modelo original, y la paternidad divina una idealización de la humana. Se ha dicho que no se da un antropomorfismo al llamar padre a Dios, pero sí se da un teomorfismo al llamar padre al hombre, ya que es el padre humano quien se apropia ese nombre divino. La paternidad divina, el título de Padre dado a Dios, es lo primero y cualquier otro queda subordinado a él. San Pablo ha escrito: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14.15).

       Es verdad que en Dios no hay mas que un nacimiento: el del Hijo, pero se extiende a todos los hombres. Todos hemos nacido con él, somos hijos en el Hijo.

Jesús resucitado al hacer a María Magdalena anunciadora de la buena noticia, le dice:      “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre que es vuestro padre, a mi Dios que es vuestro Dios” (Jn 20, 17). Cristo no quiere marcar diferencia entre su filiación y la de sus hermanos, como se ha expresado en tantas traducciones. El kai repetido no tiene valor adversativo, sino conjuntivo; no expresa diferencia sino unión, fusión.

«Llenos de alegría por ser hijos de Dios», decimos en una de las introducciones al Padrenuestro en la celebración de la eucaristía. Es el gran regalo: “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). La salvación, la vida eterna, queda sobreentendida, viene en segundo lugar: “Si somos hijos de Dios también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom 8, 17). Jesús nos enseñó a llamar Padre a Dios (Mt 6, 9; Lc 11, 2) y Dios ha enviado su espíritu a nuestros corazones para que nosotros le llamemos abba (Gál 4, 6; Rom 8, 15).

(Después del texto del principio de Efesios 1 3-6, empezar aquí la meditación y seguir)

       El título de Padre es lo primero y todo otro nombre debe estar subordinado a él: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Mt 11,25; Lc 10, 21). La alabanza ha de estar impregnada por una actitud filial.

       La realidad de esta filiación divina, el saberse hijos de Dios, ha sido el arranque, el origen de muchas vidas santas que han producido gran impacto en la Iglesia: Francisco de Asís, Teresa de Lisieux,... El primero, en la línea del total desprendimiento, y la segunda, en una infancia espiritual que es fortaleza; pero ambos con el mismo fundamento: Dios es mi Padre.

       Le vamos a pedir al Padre bueno de los cielos la actitud del niño que se abandona en los brazos de Dios: “Yahvé, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superen mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño destetado en el regazo de su madre; como un niño destetado está mi alma en mí” (Sal 131, 1.2).

(Seguir aquí: “Venid conmigo. Llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 1,17; 3,14)

  1. LLAMADOS A ESTAR CON ÉL: ELEGIDOS EN DIOS PADRE POR EL HIJO PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARLOS A PREDICAR.

“Venid conmigo. Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”(Mc 1, 17; 3, 14).

       Este Padre de Jesús y nuestro “nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor..., para ser sus hijos por medio de Jesucristo... Para alabanza de la gloria de su gracia con que nos agració en el Amado”.

       Hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo. Desde la eternidad somos objeto del amor divino; ¿lo pensamos? ¿lo vivimos?; pura prodigalidad de Dios que nos ama. El Padre nos ama, pues desde siempre hemos estado unidos en su pensamiento a Cristo Jesús. La expresión paulina en Cristo, tan repetida en sus cartas, es como el sumario de toda su cristología. Significa la unión mística de los fieles con Cristo, de la que emana toda la dignidad de los cristianos.

       Hay que descubrir el amor de Dios que se esconde en cada hombre, en cada una de sus circunstancias. Si el Padre pensó en nosotros y nos eligió antes de la creación del mundo y nos ha amado con amor irrepetible, debemos encontrar en nosotros señales de ese amor. Sólo con leer una frase de Jesucristo y saber que nos la dice ahora a nosotros —como la palabra de Dios es viva y eterna, es también para nosotros— nos habría de llenar de verdadera alegría. Después de un encuentro con Cristo en el que siempre deja huellas, nos convertimos en signos de su presencia.

Llamadas al seguimiento

       Nos ha elegido para ser santos, consagrados exclusivamente a su servicio. Veremos que nos ha llamado para estar con él. Esta pertenencia exclusiva a Dios exige una vida plena a la que sólo haciéndonos criaturas nuevas (Ef 4, 22-24; 2 Cor 5, 17) podemos aspirar; viviendo la vida de Cristo, su santidad se hace nuestra (1 Cor 1, 30). Cristo, en nosotros, es el verdadero objeto de las complacencias divinas. Somos hijos en el Hijo y por eso se complace también en nosotros (Mc 1, 11).

       San Pablo, al utilizar la expresión en el Amado, en lugar de Cristo, enseña que el amor-gracia nos hace profundamente felices ya que Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito (Jn 3, 16). Somos objeto de la benevolencia divina que no puede menos de trazar en nosotros los rasgos inefables del Amado. ¡Qué confianza debe animar al cristiano si se sabe amado con el mismo amor que el Padre tiene a su Hijo!

       Como composición de lugar para esta meditación puede servir cualquiera de las llamadas de Jesús al seguimiento.

       En el Pirke Abot, en los dichos de los padres, se aconseja a quien quiera formarse que se busque un maestro. Siempre eran los discípulos quienes elegían. Siempre los rabinos eran elegidos por los propios discípulos, según su propia conveniencia; se decidían por el que mejor respondía a sus gustos y aspiraciones. Con Jesús la cosa cambia. El es quien elige. A veces, no acepta a algunos que quieren seguirle. Así procede con el escriba que le dijo: “Te seguiré a donde quiera que vayas” (Mt 8, 19.20), o con el que le pide: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre” (Mt 8, 2 1.22), o con el endemoniado de Gerasa que le pedía lo tomase con él. No se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo”(Mc 5, 18.19).

       Es Jesús quien llama: “Venid conmigo... y ellos -inmediatamente, al instante-, le siguieron” (Mc 1, 17.18). Inmediatamente es la palabra clave. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por no haberse decidido a hacer inmediatamente lo que se debía hacer! O se refugia uno en el ayer, o se aplaza para mañana lo que habría que realizar hoy, ahora mismo. Lo que no haga hoy, nunca tendré la posibilidad de hacerlo. La realización de uno mismo, sólo es posible en el momento que transcurre.

       Los llamados dejan redes, barca, familia..., pero es san Lucas quien recalca el despojo total de todo para seguir a Cristo, añadiendo el «afentes panta», el «dejándolo todo» después de cada llamada.

       Los apóstoles dejándolo todo, le siguieron. No lo dejan porque les ha convencido una doctrina sino porque les había cautivado una persona. Se hacen sus seguidores no porque han abandonado algo, sino porque han encontrado a alguien que les ha fascinado.

       La escena del joven rico es tierna y triste a la vez (Lc 18, 18- 23). A esta escena hace referencia un diálogo conmovedor entre Tescelín y Humbelina, el padre y la hermana de san Bernardo, sobre la ida al monasterio de Bartolomé, el hermano menor. «Bartolomé tiene apenas 16 años. ¿Es posible que Dios llame a alguien tan joven a una vida tan inhumana? Tengo el corazón destrozado pensando en él. Es tan sencillo, tan candoroso, tan encantador, dice Humbelina.

       También yo pienso en él, responde Tescelín. La verdad es que casi le prohibí ir al monasterio. Pero, precisamente, cuando iba a hacerlo, el evangelio me proporcionó un contraste aterrador. Recordarás la historia del joven rico ¿verdad?

       —,Aquel que se alejó tristemente porque poseía cuantiosos bienes? —Ese. —Pues piénsalo Humbelina. ¡Se alejó de Jesús! Es un pensamiento aterrador y eso después de decir Jesús: "Ven y sígueme”. Luego, pensé en aquel otro joven que se hallaba trabajando con su padre, componiendo redes y se convirtió (escucha bien Humbelina), se convirtió en el discípulo amado, amado por Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Ya ves por qué di mi bendición a Bartolomé, aunque sólo tenga 15 años. Ha abandonado padre y redes con tanta presteza, como lo hiciera san Juan y ¡yo espero que llegue a ser el discípulo amado!».

       El seguimiento y el amor son el camino para realizarse en plenitud y hacerse el discípulo amado. El amor es el eje revolucionario de todas las acciones del hombre. Y no hay duda de que si se ama, se capacita para el dominio de sí mismo y se es capaz de dejarlo todo.

       En el evangelio de san Juan (1, 35-39) se da una primera llamada, un primer encuentro precioso de Jesús con los discípulos. Unos 70 años después del acontecimiento, el evangelista se acuerda hasta de la hora exacta; eran como las cuatro de la tarde. Este detalle confiere a todo el relato el sello de un testimonio personal. Recuerda las palabras, las circunstancias y muestras de cariño. Además utiliza el verbo menein, propio de este evangelista, alma contemplativa, que significa permanecer, morar, quedarse con él, y expresa intimidad mística con Cristo.

       Aunque esta llamada y primer encuentro sea provisorio, tiene una importancia especial estos días, como la de un primer amor al que hay que volver. En la Biblia hay llamadas a ese primer amor; como cuando Yahvé nos ataba con lazos de amor, nos ponía entre sus rodillas, nos acercaba a sus mejillas y nos seducía para ganarnos el corazón (Os 11, 3.4). Recordemos encuentros llenos de ternura con Jesucristo.

       Cada año, con los peregrinos a tierra santa, vivimos experiencias de gracia, encuentros y llamadas especiales del Señor. La presencia de Jesucristo la sentimos en todas partes. Lo encontramos en cada lugar. Es imposible el poder huir de su presencia. No se trata sólo de la presencia de Dios, en cuya inmensidad se siente uno abrasado, sino de la de Jesús, hombre, hermano y amigo. En cada lugar santo, Dios nos llama a cada uno, como llamó a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, a Pedro, a Juan, a Felipe, a Pablo...

       Bernanos, en el Diario de un cura rural, reflexiona sobre esa llamada. Todos son llamados, mas no de la misma manera. Un día, los ojos del Señor se fijaron sobre nosotros y según el lugar y la hora, nuestra llamada ha tomado una dirección particular. Bernanos dice que él se hallaba en el huerto de los Olivos en el preciso instante en que el Maestro le pone la mano sobre la espalda y le pregunta ¿duermes?

De la poesía de Tagore emana una honda religiosidad y un emotivo calor humano. Mirad cómo describe las distintas llamadas del Señor: «Viniste a mi puerta con el alba. Y aún me enfadé porque me habías despertado; y no te hice caso y te fuiste. Viniste al mediodía pidiendo agua. Yo me incomodé porque estaba trabajando; y te despedí de mal humor.        Viniste anocheciendo, con tus antorchas llameantes. Me diste espanto y te cerré la puerta. Ahora, en la media noche, sentado solo en mi cuarto oscuro, te llamo que vuelvas, a ti a quien eché con insulto».

       Y podemos recordar la entrañable poesía de Lope de Vega:

«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue Jesús mío, que a mi puerta cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío, secó las llagas de tus plantas puras! ¡Cuántas veces el ángel me decía, alma, asómate agora a la ventana, y cuántas, hermosura soberana, mañana le abriremos respondía, para lo mismo responder mañana!».

El cristiano, seguidor de Jesús

       En la historia de la salvación, lo primero que aparece, en los relatos de vocación del Antiguo Testamento, es la llamada de Dios: a Abrahán (Gén 12, 1-4), a Samuel (1 Sam 3, 1-14), a Isaías (Is 6, 1-13)... Y lo mismo sucede en los evangelios, donde Jesús llama a Simón y a Andrés (Mc 1, 16-18), a Santiago y a Juan (Mc 1, 19.20), a Leví (Mc 2, 14)... Más tarde, subió al monte y “llama a los que él quiso y vinieron donde él” (Mc 3, 13). Llama a los que él tenía en el corazón: ezelen. Esta insistencia está subrayada con el autós que significa él, que no hacía falta gramaticalmente, a los que él quiso. Ninguna cualidad, ningún atractivo, se atribuye al que es llamado. Sólo es Jesús quien los tiene en el corazón y por eso los elige, los llama para que estén con él (Mc 3, 14).

       En las primeras llamadas los discípulos le siguieron, fueron tras él. Aquí dice que se fueron con él, dejaron su sitio y se fueron donde Jesús estaba; se pusieron en la situación que se encontraba él. Se trata de estar con él, con una presencia física, de acompañarle. “Para que estuvieran con él”. El verbo en subjuntivo estuvieran, indica estabilidad de por vida, para que le acompañaran con una presencia física.

       Cuando durante la pasión, la portera de Caifás, se dirige a Pedro para acusarle, no le dice tú eres su discípulo sino “tú eres de los que estaban con Jesús de Nazaret” (Mc 14, 67). Los discípulos son los que están con él. La llamada era para que estuvieran siempre físicamente con el Maestro y para enviarles a predicar. Para predicar el Reino, es decir, a Jesucristo. Se comprende que tengan que estar con él para testimoniarle. No están para ser instruidos y una vez hechos maestros, predicar ellos la doctrina recibida, sino para «conocerle» íntimamente y después dar testimonio del único Maestro.

       De la escena del primer encuentro de los discípulos con Jesús: “fueron, vieron donde moraba, y se quedaron con él aquél día” (Jn 1, 38.39), se desprende que con él, en primer lugar, no se aprende una doctrina, sino un modo de vivir y esto sólo puede realizarse cuando se experimenta la convivencia con el Señor.

       El objeto primordial de la evangelización no consiste en enseñar un número de verdades, leyes, preceptos..., sino en llevar a los hombres a un encuentro personal con Jesucristo, haciéndolos discípulos suyos.

       Los discípulos no son los repetidores de lo que han oído, sino los que prolongan y ensanchan la acción de Jesús. Estar con él para identificarse con su manera de vivir y actuar, para repetirlo y prolongarlo de la misma forma. Así preparó Jesús a sus apóstoles y del mismo modo nos prepara a nosotros, los llamados a estar con él.

       La radicalidad de la llamada exige la entrega incondicional, que comporta ruptura con el hombre viejo (Ef 4, 22), renunciar a todo lo que pueda impedir el seguimiento, abandonar todo lo que pueda oponerse al servicio del Reino: renuncia a los bienes de fortuna (Lc 9, 57.58; 18, 22), a los lazos familiares (Lc 9, 59.60) y a la propia vida (Mt 10, 39). Sin esa conversión total no hay propiamente seguidores de Jesús.

       La entrega del discípulo responde a la intervención gratuita y amorosa de Dios: “El nos ha amado primero” (1 Jn 4, 10.19). Pero, el seguimiento no se agota con el cumplimiento de estas renuncias. El abandono de todos estos bienes no constituye el seguimiento, aunque puede ser una ayuda que nos capacita para seguirle más libremente. La finalidad del seguimiento no está en estas rupturas, renuncias o abandonos, sino en Jesús mismo. Los llama para estar con él. La humanidad de Cristo juega un papel decisivo pues es la única fuente de vida para sus seguidores. Su amor para con nosotros, que es personal, entrañable y gratuito, es lo primero y la causa del nuestro hacia él. San Bernardo decía: «Amamos porque somos amados. Al amar, nos hacemos acreedores a un mayor amor».

       A la llamada sigue la unión con Cristo, comienzo del hombre nuevo (Ef 4, 23.24). Durante su vida, Jesús predica la conversión al Reino, mas es después de la pascua, cuando el predicador del Reino se convierte en el Reino mismo, cuando como escribe Orígenes, Cristo es autobasileia, el reino de Dios se realiza en su persona. Entonces es cuando se empieza a entender el seguimiento como la vida en Cristo, una identificación con él: “Que hagamos lo mismo que hizo Jesús” (Jn 13, 15), “que procedamos como él procedió” (1 Jn 2, 6), “que tengamos su misma actitud” (Flp 2, 5).

       El término seguimiento ha triunfado desde Lutero, mientras la palabra imitación ha tenido mala prensa, como si ésta representase el orgulloso intento humano de igualarse a Jesús. Pero habría que tener en cuenta que Jesucristo al hacernos partícipes de su vida y de su doctrina, nos atrae irresistiblemente y en ese sentido quiere la imitación de sus seguidores, sin olvidar que es el mismo Maestro quien nos pide que seamos imitadores de la perfección de Dios (Mt 5, 48) y de su misericordia (Lc 6, 36) y que lo imitemos a él (Mt 11, 29; Jn 13, 15).

       En la tradición cristiana se asemeja frecuentemente el seguir a Cristo con imitarle; ya san Agustín decía: «¿Qué, pues, significa seguir sino imitar?». Si se sigue al Maestro es para imitarle y no sólo para adquirir su doctrina que se puede aprender de otras maneras.

       San Beda el Venerable hace este delicioso comentario a la llamada de Cristo al seguimiento: «Sígueme, que quiere decir, imítame. Le dijo: sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar, porque quien dice que permanece en Cristo, debe vivir como vivió él».

       Es natural que al hablar de imitación, no nos referimos a una imitación mimética, anacrónica, que olvide la historia y al Espíritu presente en ella, como tampoco se puede olvidar la diversidad de carismas y de vocaciones que se dan en la comunidad de los seguidores del Señor.

       El santo es un imitador de Jesucristo. La frase de san Pablo, varias veces repetida en sus cartas, “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11, 1), es el resumen de toda la doctrina y vida del apóstol. San Pablo toma esta palabra del teatro. El intérprete de una obra se identifica de tal modo con su personaje, que acaba por adquirir sus rasgos. El sed imitadores míos se convierte en «interpretadme a mí».  Cada cristiano tiene esta doble función: ser intérprete y prototipo, como se afirma en el primer escrito del nuevo testamento: “Por vuestra parte os hicisteis imitadores nuestros y del Señor..., de esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes” (1 Tes 1, 6.7).

       Nosotros debemos identificamos con Cristo de tal modo que se nos pueda confundir con él. Actuamos en este mundo sensible, cuando Cristo ya no puede hacerlo de esta forma.     La santidad, pues, consistirá en la conformación de nuestro ser con el de Cristo. La conformación ontológica, primero; la moral, después.

       La fuerza de Dios se manifiesta en la flaqueza

       El evangelio nos habla de una llamada totalizadora, que hizo Jesús después de haber pasado toda la noche en oración (Lc 6, 12.13). “Llamó a los que quiso... No vosotros me habéis elegido a mí, sino yo a vosotros... Los llamó para estar con él, para que vivieran con él...”

             Y Dios sigue llamando hoy y nuestra elección es fruto de su amor. Dios nos ha elegido antes de nacer porque su amor es eterno y la llamada divina no depende de nuestros méritos o cualidades, sino exclusivamente de su amor. Es una llamada enteramente gratuita. Si existo, es que Dios me ama, me ha elegido...

       Al igual que san Pablo en Gálatas actualiza el texto de Jeremías, nosotros podemos y debemos hacer lo mismo. Yahvé le dice a Jeremías: “Antes de haberte formado en el vientre materno te conocía; y antes de que nacieses, te tenía consagrado. Yo profeta de las naciones te constituí” (1, 5). San Pablo escribe: “Mas cuando aquél que me separó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mi a su Hijo” (Gál 1, 15.16).

       Dios es quien toma la iniciativa y esto es fuente de optimismo, que en estos momentos de confusión y de inseguridad, recordarlo y saberlo, nos llena de serenidad y de paz. Ser conscientes de nuestra debilidad es motivo de la mayor confianza.

       Este modo de proceder de Dios con toda clase de gente pobre, sin prestigio humano alguno, adquiere categoría de ley. Esta es la ley y en ella pone su ideal el verdadero israelita: “Conocerme porque yo soy Yahvé, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra y en eso me complazco” (Jer 9, 23). Jeremías, al igual que otros profetas, resume la religión verdadera en el conocimiento de Yahvé. Pero los judíos dieron a este texto una interpretación nomista, legalista, fundados en la versión de los LXX, que había cambiado el sujeto del verbo hacer; de ese modo ya no era Yahvé, sino el hombre, el que hacía merced, derecho y justicia, es decir, que el judío se constituía en el autor de su propia salvación; podía gloriarse en sus obras, causa de su justificación.

       San Pablo, abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda suficiencia, glorificación (Gál 2, 16; Rom 3, 2 1-28), y añadirá machaconamente: “Pues habéis sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8.9).

       Dios ha elegido lo pobre, lo débil, lo frágil, lo irrelevante, lo sin prestigio y sin influjo (1 Cor 1, 27-31). Por eso, el ser consciente de nuestra debilidad es motivo de gran confianza, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la flaqueza (2 Cor 12, 9). Santo Tomás de Aquino profundiza en este obrar divino, afirmando que un artista recibe tanta mayor gloria cuanto más frágil y deleznable es la materia con la que hace su obra de arte; de este modo, nuestra miseria engrandece la obra de Dios.

       Ser conscientes de nuestra bajeza, no es ignorancia de los dones que recibimos continuamente; es la conciencia y aceptación de nuestra constante indigencia. En la medida que crece la convicción de nuestra pobreza, de nuestra nada, aumenta nuestra capacidad de recibir los dones de Dios. Debemos ser conscientes de nuestra incapacidad y miseria para que así podamos recibir la gracia, como algo gratuito y no como un derecho adquirido.

       Nosotros pensamos que para hacer las cosas es necesario el poder, las cualidades, pero la lógica del Señor, sus caminos, son diversos de los nuestros. El nos enseña que el verdadero poder está en la debilidad, en la pobreza. Esta ha sido la doctrina divna enseñada a través de la historia y manifestada por el apóstol de las gentes.

       Sin un reconocimiento de nuestra miseria, no se puede progresar en la vida espiritual. Cuando se llega a esta constatación, se ha puesto la base sobre la que Dios podrá edificar, porque es él quien obra nuestra santidad y no nosotros.

       Para que Dios pueda ejercer plenamente su fuerza, es necesario que el hombre se sienta y se sepa débil. Uno de los textos más extraordinarios de las cartas paulinas es el que acabamos de citar: “Para que no me engría, fuéme dado un aguijón en mi carne” (2 Cor 12, 7-10), no de mi carne como dice la Vulgata.

       San Pablo, en principio, concibe este aguijón como un obstáculo que se opone a su apostolado. Por eso, pide repetidamente a Dios que se lo quite. Pero el Señor que escucha la oración de su apóstol, le da la razón de porqué no quiere alejar este obstáculo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. El poder de Dios alcanza su punto culminante en la debilidad y pequeñez del apóstol. Para el hombre es una paradoja apoyarse en su debilidad. Y san Pablo, que antes, al ver la pequeñez e insignificancia de los elegidos, se había gloriado en el Señor (1 Cor 1, 27-3 1), ahora afirma que “con sumo gusto, me gloriaré, sobre todo, en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo… todo lo puedo en aquel que me conforta”. Utiliza la misma palabra —que habite, eskenosen-episkenosen— que se ha usado para hablar de la encarnación (Jn 1, 14) y con la que se expresaba la presencia de Dios sobre el arca de la alianza y sobre el templo de Jerusalén.

       En la medida en que uno se siente débil, posee la certeza de que es fuerte. De ese modo no podemos caer en la tentación de atribuirnos lo que es obra de Dios. El proceso que ha vivido san Pablo es para nosotros una lección magistral de la pedagogía divina. Nunca es el hombre tentado en una medida superior a sus fuerzas. Siempre la gracia de Dios —mi gracia te basta, dice el Señor—, es suficiente para que la tentación pueda ser vencida. Es llegar a comprender que Dios nos quiere débiles para poder manifestar, con toda holgura, su infinita ternura, convirtiendo nuestra fragilidad aceptada en fortaleza suya.

       La evolución del apóstol puede concebirse así: Antes de su conversión, Saulo se gloriaba en sí mismo (Gál 1, 14; Flp 3, 6). Más tarde, Pablo se gloría en el Señor (1 Cor 1, 31). Al final, después de haber dado un paso de gigante en el camino de la santidad, el apóstol se gloría en sus flaquezas (2 Cor 12, 9).

La humildad es la verdad

       En latín los términos hombre y humildad se derivan de la misma palabra humus, que significa tierra-suelo. A través de la historia de la humanidad, Dios derriba a los soberbios y da su gracia a los humildes (Prov 3, 34).

       En la Biblia se presentan muchos ejemplos en los que Yahvé ha ejercitado su poder abatiendo a los soberbios, como hizo con los constructores de la torre de Babel (Gén 11, 7-10). La soberbia, la arrogancia, es lo más detestable a los ojos de Dios; por ella el hombre se constituye a sí mismo en centro del universo, desplazando al Señor. En la literatura sapiencial aparece con frecuencia la acción de Dios que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes (Sal 113, 7.8; Job 5, 11; Edo 10, 14.18).

       Jesucristo enseña la misma doctrina al notar que los invitados eligen los primeros puestos en el banquete de bodas (Lc 14, 11), y cuando propone la parábola del fariseo y del publicano, saca la misma conclusión, afirmando que el que se humille será ensalzado (Lc 18, 14); y proclama que serán bienaventurados los que tienen hambre porque serán saciados y anuncia la desdicha de los que están hartos, porque tendrán hambre (Lc 6, 21).

       Santa Teresa de Jesús ha escrito: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad».

       San Pablo, muchos siglos antes, llegó a la misma conclusión y pide que no nos tengamos en más de lo que debemos tenernos, y que caminemos sin complacemos en grandezas, sino más bien seamos atraídos por lo humilde (Rom 12, 3.6).

       Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad. Es el concepto de verdad el que subraya el apóstol al hablar de la humildad: “Qué tienes que no hayas recibido? ¿y por qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7). “Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). No podemos confiar en nosotros ni podemos atribuirnos cosa alguna, ya que nuestra capacidad y confianza viene sólo de Dios por Cristo (2 Cor 3, 4.5).

       Pero atención, como la humildad es la verdad, es igualmente cierto que el vaso de barro está colmado de tesoros (2 Cor 4, 7), y el hombre, como canta el salmo 8, ha sido coronado de gloria y de esplendor y «los que esperamos la revelación de nuestro Señor Jesucristo, hemos sido enriquecidos en todo y no nos falta ningún don de gracia (1 Cor 1, 5.7).

       ¡Todo es gracia!, son las últimas palabras del cura d’Ambriocourt, el personaje del Diario de un cura rural de Bernanos. Es decir, todo lo bueno es gratuito. No es conquista nuestra.

       Pero es necesario el reconocimiento de dichos dones y la gratitud. Tantos dones exigen un corazón humilde, que es el lugar en el que prefiere habitar el Señor (Is 66, 1.2). Y sólo a los humildes, a los pequeños, les revela sus secretos (Lc 10, 21).

       En María encontramos el mejor ejemplo de humildad-verdad, como canta el Magnificat: Dios se ha fijado en su humilde condición, en su pequeñez, en su bajeza. Su elección no es un premio a su humildad. No es la virtud de la humildad lo que ha movido a Dios para llenarle de su gracia, pues de tal modo se destruiría toda su gratuidad. Es verdad que Dios ha visto la humildad de María, el sentimiento que ella tiene de su pequeñez, pero la Virgen sólo sabe de su bajeza e insignificancia. El verdadero humilde no se reconoce como tal; el perfume de esa virtud sólo lo percibe Dios, no la persona que lo emana. María ve su bajeza, Dios mira su humildad.

       Esta doctrina se confirma con la repuesta de san Francisco de Asís al hermano Maseo, al preguntarle la causa de por qué todo el mundo fuera corriendo tras él y desease verle. «¿Quieres saber —dijo Francisco— por qué Dios me ha elegido a mí y por qué todo el mundo viene tras de mí? Esto depende del hecho de que los ojos del Altísimo no han visto, entre los pecadores, a nadie más vil, ni más insuficiente, ni más gran pecador que yo».

Hace falta tener los ojos de Francisco y el corazón del pobre de Asís para poder dar esa respuesta y poder decir eso. Siempre me parece sobresaliente la síntesis de san Agustín:

       Miseria y misericordia; miseria mía, misericordia de Dios. ¿Por qué me has llamado, por qué me has elegido, tan inepto, tan necio, tan pobre de espíritu y de corazón? Lo sé: Dios ha elegido lo necio, lo débil, lo despreciable para que ningún hombre pueda gloriarse ante Dios (1 Cor 1, 27-29)».

       Al que carece de pobreza, le falta esa humildad, autenticidad, verdad. Mozart, sobre algunos de sus conciertos que menos le gustaban, decía: «Son brillantes, pero les falta pobreza».

       San Bernardo trae una reflexión que ilumina esta doctrina: «El verdadero humilde siempre quiere ser considerado vil, no ser proclamado humilde»9. «El encanto de las rosas es que siendo tan hermosas no conocen que lo son», palabras que José M. Pemán pone en boca de Ignacio, dirigidas a Javier . María, al ser llamada madre de Dios por Isabel, proclama la grandeza del Señor, no sus méritos de esclava. La Virgen, durante toda su vida, fue consciente de su nada y en ella permaneció en el silencio, sin pretensiones, se despojó de su condición de madre del Señor, y como su Hijo, tomó condición de esclava, apareciendo en su porte exterior como una mujer cualquiera (cf. Flp 2, 7).

SOMOS LLAMADOS PARA ESTAR CON ÉL

       De hecho, gran parte de su vida, Jesús la dedica a formar a sus discípulos. Van a ser sus testigos. Tienen que haberle visto, contemplado y tocado (1 Jn 1, 1). Esto es lo único esencial para el apóstol que ha de ser testigo. Recibimos una revelación especial en el contacto vital con Jesucristo.

       Por esta razón, san Pablo escribe que fue llamado por Dios, ya desde el vientre de su madre, para revelarle a su Hijo (Gál 1, 16). Este aspecto es esencial para la vocación a la que hemos sido llamados, pues la revelación no ha de ser sólo por ciencia, sino especialmente por experiencia, por la unión íntima con Jesucristo. El centro de nuestra llamada es una referencia constante a la persona de Jesús y a su seguimiento. Sólo podemos colaborar con él en la medida en que él viva en nosotros. No hemos sido llamados para realizar algo, sino para entregamos a alguien, para consagrarnos a la persona del Señor. El fundamento de nuestra vocación es esta vida de intimidad con Jesucristo día tras día, hasta llegar a la identificación con él, identificación descrita tan vigorosamente en las cartas de san Pablo, y que a través de la vida de la Iglesia se ha considerado como la meta a alcanzar para todo cristiano.

       San Ignacio, en la petición de las meditaciones de la segunda semana, propone pedir el conocimiento interno de Jesús para más amarlo y seguirlo. La identificación con Cristo es la meta a la que ha de tender cada cristiano. La relación amorosa con el Señor, no es fruto de un esfuerzo humano, sino un don que hemos de hacer objeto de nuestra oración-petición.

       Un grupo de hombres y mujeres convivieron con Jesús, compartieron su vida y se relacionaron con él, de maneras diferentes según su modo de ser. Se mostraron con su maestro con la espontaneidad que inspira la presencia de quien ama. Y resulta provechoso detectar el progreso de sus seguidores, desde aquel primer amor (Jn 1, 35-5 1), hasta la identificación en plenitud de amor con la intimidad de su persona (Jn 21, 15-27). La condición divina de Jesús, no fue obstáculo para la amistad con él.

Un conocimiento más profundo y una relación personal distinta surge después de la resurrección del Señor.

       Después de la muerte de Jesús, los suyos participando del misterio del Señor, se llenaron de tristeza y hubieron de superar su ausencia, pero cuando resucitó, se creó una nueva relación de amistad. La alegría desbordante de los apóstoles es el efecto de una nueva relación amistosa con el Señor. Una nueva presencia vivida en la fe, que les dará fuerza para llegar hasta el martirio. El trato íntimo que antes habían tenido con él, ahora llega a la plenitud.

       Pero atención, Jesús califica de superior la relación íntima que tendrán los que sin haberle visto hayan creído (Jn 2, 29) y san Pedro se refiere con gozo a los que aman a Cristo sin haberle visto (1 Pe 1, 18).

       San Pablo, en todas sus cartas, anuncia su experiencia íntima de amistad con Cristo. Es consciente, desde el episodio de Damasco, de la presencia de Cristo resucitado en su vida, hasta confesar que ya no vive él, sino Jesucristo en él (Gál 2, 20). Es una adhesión personal a una presencia invisible, a Jesús que vive en él; es Cristo quien nos asegura su presencia real en nosotros (Mt 18, 20; 28, 20) y nos capacita para tener con él una relación de amistad (Jn 15, 15).

       Jesús, por su condición divina, dos mil años después de su muerte, es un ser vivo que nos asegura su presencia real entre nosotros, y por su condición humana, nos hace posible una relación amorosa y cordial con él.

       Para conseguir esta realidad se requiere un conocimiento profundo de la humanidad de Jesús a través de los evangelios, de los hechos y dichos del Señor, de sus gestos y palabras. Pero, sin pararnos en lo exterior, sino llegando al espíritu que animó sus actitudes fundamentales, al núcleo más íntimo de su ser.

       En el amor a Jesús buscamos la identificación con él a través del amor, es decir, la transformación de nuestra propia vida. «Amarlo más, para seguirle de más cerca», dice san Ignacio de Loyola.

       El término del amor es la transformación de la propia vida que se realiza mediante una entrega al pobre, al marginado, que es testimonio de la presencia de lo invisible de Cristo en el mundo.

       La imitación de Jesús consiste en vivir el espíritu que animó sus actitudes fundamentales y que exige una renuncia a las seguridades humanas. Es confiar sólo en Dios y entregarse a él.

       La presencia real, aunque invisible, de Jesús resucitado, es motivo suficiente para que se establezca una verdadera amistad. Amistad que han tenido los santos y que viven ahora muchas personas buenas a quienes Jesús les ha otorgado su intimidad. Por medio de la oración-contemplación y del servicio a los demás, adquirimos luces nuevas que nos permiten penetrar más y más en esta intimidad con el Señor.

       Pero, ¿es posible esa penetración en la intimidad con el Señor? ¿se puede utilizar el término amistad para hablar de la relación del hombre con Dios? Aristóteles se pregunta si es posible la amistad para con Dios y responde: «No hay amistad sino donde el amor es recíproco. Para con Dios la amistad no puede ser tal. Sólo un insensato puede decir que ama a Dios, ya que el amor sólo es posible entre iguales». Y entre Dios y el hombre la desigualdad es absoluta y radical.

       Frente a la palabra de Dios, el hombre responde con el silencio y la adoración, pues Dios de ordinario habla en el silencio. «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo y ésta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída por el alma». Si hacemos silencio en nuestro corazón, entonces entra remos en el silencio de Dios y le oiremos y le sentiremos. San Ignacio de Antioquía escribía: «El que de verdad posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto». A veces, en la oración se tiene un sentimiento ausencia de Dios. Pero sentir la ausencia de quien se ama, es un manera de presencia. Y esto, sobre todo, porque sabemos por 1a fe, que él está presente, aunque escondido. La presencia de Dios la encontraremos hasta «entre los pucheros».

       Juan Esquerda Bifet dice: «Cuando la palabra de Dios pare silencio, y cuando su presencia parece ausencia, la relación personal con Cristo nos hace descubrir que ese silencio es sonoro y que esa ausencia es una presencia más honda». Es la «música callada» de san Juan de la Cruz.

       Al aparecer Jesús en la historia de los hombres, hubo un cambio radical. Desde entonces fue posible establecer una relación de amistad con Dios. Pero, después de su muerte, ¿la presencia real, pero invisible de Cristo, es condición suficiente para que se pueda realizar la verdadera amistad? En las amistades humanas, la plena comunión nunca se puede dar del todo; siempre un núcleo íntimo que no puede ser comunicado. Mas esta plena comunión es posible en la amistad con Jesucristo, por ser la palabra más íntima de Dios dada a los hombres. Es «más íntimo que mi yo íntimo» (san Agustín). La relación amorosa del cristiano con Cristo, por medio de la oración y del contacto con la palabra, le colma de luces para penetrar más y más en el conocimiento de la intimidad del Señor. Cuando se consigue vivir amistad con Jesús, establecer esa relación íntima con él y llegar hasta la identificación con Dios a través de la humanidad Jesús, se consigue la paz, la verdadera bienaventuranza ya este mundo.    En esta meditación le pedimos a Dios el regalo de ser capaces de establecer una relación personal e íntima con Jesús, lo que nos dará ya, mientras vivamos en la tierra, la verdadera felicidad.Estar con el maestro era el gran deseo y el gran deber entre los judíos. En el talmud se exige que el discípulo tenga relación personal con el maestro. La instrucción se conseguía mejor viendo la conducta del maestro y de modo más perfecto que si sólo se le oía. Hasta en nuestros días se dice que al profesor se le valora y acepta, en primer lugar por lo que es, en segundo lugar por lo que hace, y en tercer lugar por lo que dice.

       Nosotros, estos días, aprenderemos a valorar los ratos de sagrario, en relación íntima con el Señor, para llegar a ser sus confidentes y testigos de sus acciones.

(Aquí puedo añadir algo de mis libros)

QUINTA MEDITACIÓN

El desierto: interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación

“Venid vosotros al desierto para descansar un poco” (Mc 6,f31).

       Como composición viendo el lugar, vamos a Cafarnaún, la / ciudad de Jesús (Mt 9, 1) y nos introducimos en la casa de Pedro. En el rincón principal de la casa, la anfitriona, la suegra de Pedro, prepararía una estera y una especie de almohada (como en la barca, Mc 4, 38) para que durmiese Jesús. Pero «cuando todavía era muy oscuro, se levantó y se fue a un lugar solitario —al desierto— y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron tras él y, al encontrarle, le dicen: todos te buscan» (Mc 1, 35-37).

       Cuanto más crece la fama de Jesús y más le necesitan todos, se retira con mayor frecuencia al desierto buscando el diálogo con su Padre. San Lucas afirma lo mismo en un precioso sumario. «Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para oírle y para ser curados de sus enfermedades, pero él se retiraba al desierto en donde oraba» (5, 15.16).

       «Todos te buscan». ¡Cuidado!, si al ser fieles a nuestra misión, si al multiplicarse nuestros trabajos y preocupaciones, no nos queda tiempo para la oración.

       Estos ejercicios deben ser ante todo un estar con Dios en el desierto. Escuchad lo que nos dice Jesús: «Venid vosotros al desierto para descansar un poco». Hoy, más que nunca, experimentamos la urgente necesidad del silencio, de la soledad, de Ja contemplación.

       Después de un tiempo sin haber vivido una experiencia de retiro y oración, sentimos cansancio, fatiga, desaliento. Al hacernos mayores, debemos ser mejores. Conforme pasan los años hemos de aprender a simplificar nuestras resoluciones, a dejamos guiar por Jesucristo para que él lleve nuestra cruz y dirija nuestra vida.

Ha llegado el momento de conocerle. El conocimiento del que habla la Biblia, las más de las veces, sobrepasa el puro conocer intelectual, e implica un saber experimental, una noticia afectiva \ y amorosa. Conocer a alguien es acercarse a él con afecto. Una persona conocida, es el pariente, el amigo. El conocer bíblico implica conocimiento y amor, las dos cosas juntas: «En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: yo le conozco y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso» (1 Jn 2, 3.4). Conocer es amar; amar es cumplir los mandamientos de Dios, de Jesucristo: «Si uno ama a Dios, ese es conocido por él» (1 Cor 8, 3). Ser conocido por Dios es sinónimo de ser amado por él.

       En estos días aprendemos a conocerlo, es decir, a adquirir una experiencia como la que tuvieron los discípulos por el contacto vivo y personal con el Maestro. Nuestro conocimiento está más elaborado teológicamente, pero necesitamos de esa frescura, de esa adhesión amorosa a la persona de Jesús. El desierto es ese lugar y ese momento ideal que nos brinda la ocasión de tener tal experiencia de conocer y amar.

El desierto como lugar geográfico

       El credo israelita (Dt 26, 5-9) presenta el paso por el desierto, la liberación de Egipto, como la más grande acción de Dios. La peregrinación por el desierto tiene la mayor importancia (Jos 24, 7). «Guió a su pueblo por el desierto, porque es eterno su amor» (Sal 136, 16).

       El desierto es una tierra no bendecida por Dios, donde no hay agua (Gén 2, 5), imposible de habitar (Is 6, 11), poblada de demonios (Lev 16, 10) y bestias maléficas (Is 13, 21). Dios hizo pasar a su pueblo por esa tierra espantosa (Dt 1, 19), antes de llevarle a otra que manase leche y miel. El periodo del desierto prefigura el juicio final (Ez 20). En él, el pueblo tienta a Dios: infidelidad, murmuraciones, rebeliones. Recordemos el becerro de oro (Ex 32).

Las tradiciones de Israel describen el desierto como el periodo de la infidelidad del pueblo, pero Dios no lo abandona, aunque utiliza sustitutivos suyos: un ángel, el arca de la alianza.

El desierto revela el corazón del hombre incapaz de triunfar de la prueba. En él el hombre se enfrenta consigo mismo. Es el crisol donde todo se purifica: duplicidad, falsos rostros, falsas seguridades; sin atavíos y en manos de Dios. En él habitan sólo Dios y Satán, poderes que superan al hombre. El desierto pone el corazón al desnudo y le obliga a tomar una decisión. Es el tiempo de la tentación y tentación es mirar hacia atrás, hacia las falsas seguridades y las satisfacciones temporales. San Pablo nos alerta contra esta tentación (Flp 3, 13).

       En el desierto, Agar se encontró con Yahvé (Gén 21, 14-20), Elías se fortaleció para poder llegar hasta el monte de Dios, el -{oreb (1 Re 19, 5-8). David aprendió a confiaEn el desierto Yahvé hizo la alianza con su pueblo y éste le prometió fidelidad. Por eso, las almas preocupadas por la justicia y la equidad (1 Mac 2, 29.30), y las que no buscan contaminarse con la impureza (2 Mac 5, 27), huirán al desierto como a un lugar de refugio para guardar su fe.

Hay que tener en cuenta que los cuatro evangelios, al presentar el ministerio de Juan el Bautista, ponen en el desierto el anuncio de la salvación y que el Precursor se aplica a sí mismo las palabras del profeta Isaías (40, 3): «Voz del que dama en el desierto»... A partir del texto de Isaías fue cuando se divulgó la tradición de que la redención del pueblo se efectuaría en el desierto. Existía la creencia de que el Mesías se manifestará en él (Mt 24, 26). Idéntica era la opinión de los rabinos: «El Mesías conduciría a sus seguidores al desierto (midbar)»2.

El desierto, lugar retirado donde nadie habita (Lc 8, 29), es a donde Jesús se apartaba, a veces, buscando la soledad para su oración (Mc 1, 35; Lc 4, 42; 5, 16) y a donde llevaba a sus discípulos para librarse de las masas entusiasmadas con su predicación (Mc 6, 31.32.35).

También la Iglesia, simbolizada en Yahvé (Sal 63) que le libró de las iras de Saúl (1 Sam 23, 14).

       Oración es saber que mi voz llegó a Dios. Por encima de la gracia concedida o no, oración es saber que mis palabras sonaron en los oídos divinos, que la tierra tocó el cielo. ¿Qué importa el resultado de la oración cuando tenemos el «contacto»?

Yo escribí la carta, y ahora sé que la carta llegó y la carta fue leída. Eso es lo que me interesa. El buen musulmán continuó yendo todos los días a la mezquita, al rincón marcado por sus rodillas, para dar gracias porque su oración había llegado a Dios.

San Juan de la Cruz ha escrito: «Una palabra habló el Padre que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma»5.

El silencio en la vida de Jesús es impresionante. Sus treinta años de silencio en la vida oculta de Nazaret, su soledad en el desierto, en las noches de oración solitaria con el Padre, su silencio extremo en su pasión y muerte, su soledad más completa abandonado por sus discípulos (Mc 14, 50) y sintiéndose abandonado completamente por su Padre (Mt 27, 46). Hasta el triunfo de la resurrección se realiza en el silencio de la noche.

El silencio es necesario para escuchar la voz de Dios en lo más profundo de nuestro corazón.

Hemos de crear clima de silencio para que la palabra oída o leída lleve a la oración. Esta ha sido la lección que nos han dejado los anacoretas, los padres y doctores de la Iglesia. Y que ahora, sigue en los signos de los tiempos. Gustavo Gutiérrez, fundador de la teología de la liberación, afirma que: «El acto primero de la teología delante del misterio de Dios en el misterio del pobre, es el silencio en la contemplación y en la práctica»6.

La oración, el silencio, el desierto, no nos aleja de la historia ni de la vida. El silencio es una distancia que aproxima, hace nuestro corazón más sensible para oír a los sin voz, a los marginados, a los excluidos como dicen en el Vicariato de San Miguel de Sucumbios (Ecuador).

El silencio posibilita la reflexión más profunda y la decisión más madura ayudándonos a crecer en la humilde conciencia de la presencia de Dios, que es la condición necesaria para escuchar su voz en la oración y en la acción.

       El silencio nos capacita para la comunicación con Dios que habita en el hondón de nuestro ser a donde no puede llegar el ruido de nuestras palabras. Permanecer en profundo silencio ante Dios ya es orar; el silencio no sólo es un medio que favorece la oración, sino que es la oración en su estado más puro.

En las grandes conmociones, ante una tragedia o una alegría inmensa, las palabras son inútiles; la única forma de expresión es el silencio. Así sucede ante toda profunda experiencia de Dios. El estupor, la fascinación que lo sagrado nos produce, nos conduce necesariamente al silencio.

En el desierto nos fortalecemos del acoso de las turbas; supone para el alma descanso en la soledad. Por eso, ha tenido siempre sus apasionados amantes a quienes la civilización hacía sentir su intensa nostalgia, como los anacoretas cuyo lema rezaba: preso de un amor inefable por la soledad. Belleza austera la del desierto manifestada en la experiencia casi abrumadora de Dios.

El desierto como idea teológica

Es interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación. En la historia de la salvación, siempre que Dios ha querido realizar algo grande, ha llevado a los hombres al desierto. Allí se ha puesto de manifiesto la significación religiosa de ese lugar, a través del cual el hombre logra su identidad al encontrarse con la misericordia y el poder de Dios que de modo especial se manifiestan en el desierto.

Dios quiso que su pueblo naciera en el desierto, haciendo de su permanencia en él una época privilegiada. Por eso, la estancia en el desierto es un tiempo ideal. De ese modo lo entendieron los recabitas (Jer 35), que habitaban en tiendas para manifestar su reprobación de la civilización, e igualmente los qumranitas que rompieron con el sacerdocio del templo y fueron a vivir a Qumrán. Pero Yahvé prometió una tierra enseñando que la permanencia en el desierto era sólo provisional. Nos ha llamado no a vivir siempre en el desierto, sino a atravesar el desierto para vivir en una tierra que mana leche y miel.

Ante la idea de que el desierto es sólo aridez y soledad, hemos caído en la tentación de pensar que permanecer allí es algo inútil. Sin embargo, tiene el sentido de la pobreza, de la austeridad, de la sencillez más absoluta, pues se trata de ponernos en las manos de solo Dios —no sabemos qué nos va a pedir— y hemos de dejarnos conducir para que nos lleve como a su pueblo, donde él quiera y como él quiera. Es la actitud que adquirió en el desierto el padre Carlos de Foucauld: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras...». Su experiencia nos la dejó escrita: «Es preciso pasar al desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios. Es allí donde uno se vacía y se aparta de todo lo que no es Dios, desalojando completamente esa pequeña casa de nuestra alma, a fin de dejar únicamente a Dios todo el espacio. Es indispensable. Es un tiempo de gracia. Es un periodo a través del cual debe pasar necesariamente toda el alma que desee dar fruto; porque al alma le hace falta este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, y a través de todas estas cosas Dios instaura en el alma su reino, formando en ella el espíritu interior, la vida íntima con Dios en la fe, la esperanza y el amor»7.

El desierto es un lugar privilegiado para el encuentro con Dios. Más que un lugar geográfico, es una situación personal,

es un espacio singular para romper con las ataduras del mundo y adentramos en la órbita de lo sagrado, quitándonos las sandalias para acercarnos al Señor. Es el lugar apropiado para vivir la pobreza y el silencio, donde se escucha la voz del Espíritu. En el desierto se purifica uno de la esclavitud de tantos ídolos y se prepara para llegar al oasis de la tierra prometida.

Lo que es esencial en el desierto es el desasimiento total y la paciente y callada espera de Dios en la inactividad de nuestras potencias.

El desierto supone la detención de todas nuestras actividades; a esta actitud nos conduce el sondear las intenciones de Dios al prescribir el reposo sabático.

Este precepto distingue y separa el sábado de los otros seis días de la semana. Esta separación es la que santifica el sábado y hace de él un día consagrado a Yahvé. El verbo hebreo qds que significa santificar está al principio y al final del texto, (v.

8 y 11).

La característica de este día es la suspensión de las actividades y del trabajo. Los seis días del trabajo se asimilan a la esclavitud de Egipto y el descanso sabático a la liberación. El pueblo ha pasado del trabajo de la servidumbre, al descanso de la libertad. El esclavo no conoce el descanso, no es dueño de su tiempo ni de su persona; es una propiedad de su amo. Sólo en la libertad es libre pudiendo alternar el trabajo con el reposo.

La doctrina del sabbat es la manifestación de que todo, Israel, el mundo, el tiempo, es de Yahvé; todo es obra suya y le pertenece a él. El mejor modo de reconocer la grandeza y la majestad de Dios es dejar de hacer para darle a Yahvé todo el tiempo. Todo le pertenece. Eso es lo que se pretende con el mandamiento del descanso sabático, con la consagración de ese día a Yahvé.

La idea de santificación de ese día va unida a la paralización de toda obra: interrupción de todo trabajo, aceptar la inactividad, en beneficio de la contemplación (Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15). Es la consagración del tiempo a Dios, una ofrenda, el diezmo de nuestro tiempo. Por eso, no perderá el mundo, ni disminuirá nuestro amor al hombre. Además la entrega a los demás gasta. Y sólo el amor personal a Dios puede dar lozanía a la entrega a los hombres.

El desierto, la ofrenda del tiempo a Dios, es más urgente en nuestros días. Tenemos el peligro de perder nuestro propio con- trol y la escala de valores de nuestras actividades. Negar el desierto implica negar la dimensión vertical de la existencia. La única que nos puede llevar a la plena madurez de la unión con Dios, a la contemplación, no tanto a mirar a Dios, como a ser mirados por él.

El significado del desierto es soledad para orar. Dios es el huésped que viene y tiene derecho a la detención de toda actividad. En oriente, todo se inmoviliza a la llegada del huésped (Gén 18, 1-7): El dueño retrasa el viaje, la mujer amontona la ropa sin lavar. En el desierto, en la oración, Dios viene a nosotros.

Necesidad del desierto

Todo lo que nos parece difícil, lo que nos asusta y angustia, cuanto nos llena de ansiedad hay que ponerlo bajo la atenta mirada del Señor.

Hoy se escribe acerca de la teología del ocio; se habla de años sabáticos y aumenta la necesidad de acudir al desierto por amor, para estar con Dios; es el ansia ardiente de permanecer a solas con el amado, de decirle que se le ama y de sentirnos amados por él.

«Entremos en su descanso» (Heb 4, 11). Jeremías escribe que en el silencio se encuentra a Yahvé. «Te llevaré a la soledad y te hablaré al corazón» (Os 2, 16).

San Juan de la Cruz dice: «,Cómo no sientes o ves a Dios que está en tu alma?; porque está escondido. Te has de esconder tú y lo hallarás en tu escondrijo». Es necesario ir al desierto para oír la voz de Dios, hoy más que nunca tan absorbidos por lo exterior, y probaremos la alegría nueva de una respuesta embriagadora: «He aquí que estoy contigo» (Is 58, 9).

El desierto será un camino hacia Dios, si es aceptado por un espíritu realmente pobre. Es necesario el desprendimiento interior, fruto de una pobreza realmente vivida, para no sentirnos anonadados a la vista del desierto, y para encontrar en él un camino de libertad hacia Dios. Las tentaciones de instaurar el reino de Dios por medios distintos de los empleados por Jesús, no serán definitivamente vencidas más que en el desierto, como lo fueron por Jesús.

A través de la Biblia, el desierto, la soledad, es el lugar favorable para la contemplación, para el amor, «pues tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará» (Mt 6, 6). Para eso el amado lleva a la sulamita al desierto, lejos de la corte, donde ella poseía todo menos la ternura; y en el desierto encontró el amor.

El desierto es la síntesis completa de la espiritualidad bíblica, fundamental para entender la pedagogía de Yahvé. Todos los hombres de Dios, del antiguo y del nuevo testamento, han tenido su experiencia de desierto y en él han encontrado su identidad, su misión, y la fuerza para ser fieles al Señor y a sí mismos.

En el desierto se adquiere la experiencia de nuestra radical inutilidad. Somos reducidos a la pasividad, a la aceptación de la inactividad, reducidos a sólo ser, a saber que sólo Dios es Dios mientras vamos descubriendo nuestra vocación de colaborar con él.

Entonces el desierto se convierte en vergel, florece cuando sólo buscamos a Jesucristo, su voluntad, su intimidad, y no nuestro triunfo entre los hombres.

El desierto es el lugar privilegiado para conocer el corazón de Dios. En el monte Horeb, Elías gozó de la presencia del corazón apacible de su Dios en el susurro de una brisa suave (1 Re 19, 12.13). La esposa infiel es llevada al desierto donde Dios le hablará a su corazón.

El desierto, como idea teológica, es algo fundamental en nuestra religión, ya que en el evangelio, el primado se refiere a Dios y a su reino, no al hombre. Cuando se dice que el amor a Dios es el primer mandamiento, no pretende afirmarse sólo una primacía de hecho (el primer mandamiento es primero, porque en la sagrada Escritura viene antes del segundo), sino una prioridad de derecho, de valor; Dios es el primero y debe ser amado por sí mismo y en sí mismo, alabado y glorificado por su gran gloria.

Pero esto es precisamente lo que hace el desierto, la oración. Es por tanto una afirmación práctica del primado de Dios y una manera de vivir y practicar el primer mandamiento. El mismo hecho de quitar cierto tiempo para uno mismo e incluso para el servicio del prójimo, a fin de dedicarlo exclusivamente a Dios, es un testimonio de su trascendencia.

Se puede y se debe hacer oración de la caridad, del trabajo en favor de los demás; se puede y se debe ver, amar y servir a Dios en los otros y, por ello, hacer de los actos de caridad hacia el prójimo, actos de caridad para con Dios, realizando la unión del primero y segundo mandamiento; sin embargo, esto no resulta posible sino para quien se ha ejercitado en la oración propia y verdadera; no se llega a ser «contemplativo en la acción» a menos de haberse ejercitado en la contemplación.

Esto significa que no se encuentra a Dios en la caridad con el prójimo si no se le ha encontrado ya en la oración, en el desierto.

Defender la primacía de la oración, es defender la primacía del amor a Dios, del primer mandamiento: «Este es el más gran- de y el primer mandamiento» (Mt 22, 38).

H. U. von Balthasar señala la trágica situación de nuestra época en que el hombre se encuentra en la prisión de su naturaleza, afirmando, en principio, que lo único que vale la pena es el hombre, para darse luego cuenta que, en definitiva, tampoco vale la pena. Se pregunta: «¿Podrá hallar la liberación amando simplemente al hombre? y responde: No, si no encuentro a Dios en el hermano, si en el amor no exhalo ningún álito de infinitud, si no puedo amar al hermano por un amor que venga de mucho más

lejos que de mi capacidad finita de amar, silo que en nuestro encuentro pueda llevar el sublime nombre de amor no viene de Dios y va a Dios, no valdrá la pena emprender la aventura porque no liberará al hombre de su cárcel ni de su soledad».

Para iluminar y profundizar en esta doctrina, quiero referir un episodio que me ha hecho mucho bien y que sucedió entre la incansable sor Bandona, religiosa de la madre Teresa de Calcuta y Ananda, una joven india, paria, que más tarde llegaría a profesar en la misma congregación. Mucho tuvo que luchar la religiosa para educar a Ananda y ayudarle a penetrar en el secreto del amor de Dios. Se necesitaron varios meses para desactivar la rebeldía de la joven intocable.

¿Por qué pierdes tanto tiempo encerrándote en la capilla sin hacer nada?, preguntó Ananda un día a sor Bandona. Este tiempo sería más útil para los leprosos.

La religiosa buscó una respuesta capaz de llegar a la imaginación de Ananda. Lo hago porque estoy casada con Dios y tengo que dar una parte de mi tiempo a mi esposo.

Sor Bandona sabía que esta noción de nupcias divinas era familiar para todos los indios. La bhakti, la filosofía religiosa induista, también casaba con un amor apasionado a los adeptos de Vishnú y de Krishna con sus dioses y les sometía a su voluntad como la mujer que ama se somete a su esposo. En consecuencia, la necesidad de compartir su vida con su esposo era un concepto que podía comprender, sin esfuerzo, la pequeña ex-leprosa.

La religiosa explotó hábilmente el paralelismo. A nadie se le ocurriría acusar a un hombre de «perder su tiempo con su mujer», explicó. El tiempo que dedican el uno al otro, es indispensable para la armonía de la pareja. Los seres que no sepan encontrarlo se alejarán totalmente el uno del otro. Lo mismo ocurría con ella y con sus compañeras de la leprosería. Aunque cada uno de sus actos, a lo largo de la jornada, era un testimonio de amor destinado a su Dios-esposo, también tenían que demostrarle su amor de una manera desinteresada y ser capaces de darle cada día una hora o dos para él y con él, sin esperar nada a cambio.

Como sor Bandona esperaba, esta imagen acabó conmoviendo a la joven india. Una noche, cuando la religiosa estaba arrodillada en la capilla de la leprosería para su hora de adoración, oyó un roce de pies. Se volvió y descubrió a Ananda, con la cabeza      cubierta con un velo de algodón blanco. Le hizo señas para que se acercase. Y señalando al Cristo crucificado de la pared, dijo con voz muy clara: «Ya lo ves, Señor, estamos aquí. Nos sentimos agotadas por la fatiga, nos morimos de sueño, pero venimos aquí, para estar contigo, para decirte simplemente que te amamos» 8.

Las almas contemplativas, como sor Bandona, como todos los que vienen del desierto, son los que están presentes en su tiempo, condividiendo su vida con sus hermanos los hombres. Esto lo proclamaron los religiosos de vida contemplativa: «El contemplativo, que por vocación se retira al desierto... sabe reconocerse en las pruebas que asaltan a algunos cristianos. Comprende sus penas y distingue el sentido de las mismas. Conoce la noche oscura: ‘Dios mío, Dios mío, ¿ por qué me has abando- nado?’ (Sal 22, 2; Mt 27, 46). El desierto pone al desnudo el corazón; aleja nuestros pretextos, nuestras coartadas, nuestras imágenes imperfectas de Dios; nos reduce a lo esencial. Entonces es cuando se manifiestan, en la profundidad de nuestra miseria, las maravillas de la misericordia de Dios»9.

La contemplación de estos hombres de Dios no es una virtud cerrada en sí misma. No podemos quedarnos en ser sólo contemplativos en la oración y decirle al Señor: «Maestro, qué bueno es estar aquí!» (Lc 9, 13). Debemos ser contemplativos en la acción y, en frase de santo Tomás, «las cosas contempladas entregarlas a los demás». Nuestro Dios no es un Dios estático; es un fuego devorador. En la experiencia del desierto, nuestro corazón no puede permanecer intacto. El contacto con ese fuego devorador nos quema y opera en nosotros una profunda purificación; nos despoja de nuestro egoísmo y nos obliga a salir de nosotros mismos para encontrar al hombre, nuestro hermano. Dios quiere establecer su Reino y necesita de nuestra colaboración. Entonces somos capaces de luchar contra el sistema de una sociedad injusta y nos hacemos libres ante ella. Mas esto sólo lo podremos realizar en la medida que en nuestra contemplación

vayamos venciendo la injusticia que anida en nuestro propio corazón, cristianizando esas porciones de nuestro ser todavía llenas de violencia, de egoísmo y de instintos de posesión. Hacernos pobres desde la contemplación para optar por los pobres desde nuestra propia pobreza.

El desierto, la contemplación, no es olvido de la historia, ni evasión de la problemática del mundo, sino que nos hace descubrir el plan de Dios, el paso del Señor por la historia, la actividad incesante y creadora del Espíritu santo. Necesitamos hacer silencio en nuestro entorno para descubrir la auténtica dimensión de las cosas, para verlas en sus justas proporciones.

El desierto, así vivido, nos hace comprender tres cosas: que lo único que importa es Dios; que Jesucristo se hizo hombre y vive entre los hombres y peregrina con nosotros hacia el Padre; y que la eternidad está empezada, y caminamos con Cristo hacia la consumación (1 Cor 15, 24-28).

El desierto nos ayuda a descifrar el misterio de la cruz, a superar su escándalo (1 Cor 1, 23), a gustar la fecundidad de los sufrimientos (Col 1, 24; Jn 12, 24); nos da equilibrio, al ponernos en contacto con Jesucristo que es nuestra paz (Ef 2, 14), nos hace saborear los secretos del Padre (Mt 11, 25), y echando el temor, nos lleva a la plenitud del amor (1 Jn 4, 18).

SEXTA MEDITACIÓN

El desierto como época privilegiada

Por eso voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón. Aquel día ella me llamará marido mío... Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré conmigo en libertad y tu conocerás a Yahvé(Os 2, 16.18.2 1.22)

En la película El violinista sobre el tejado, se añora un mundo donde con paz y serenidad gozosa se pueda celebrar el sabbat.

Al judaísmo se le ha llamado la religión del tiempo y nos enseña a santificarlo. La palabra qadosh: santo, sagrado que manifiesta la majestad de lo divino, la primera vez que se usa en la Biblia, no se refiere a un lugar (altar, montaña), sino al tiempo. «Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gén 2, 3).

«En seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra... y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20, 11).

Dios podía haber creado un lugar santo para establecer un santuario, mas para la Biblia lo principal es la santidad del tiempo. Los sabbats son las grandes catedrales. La mayoría de las festividades dependen de la estación del año o de las horas del día. Como en el mundo musulmán, la oración se hace cinco veces al día, también en Israel la mañana, la tarde y la noche nos traen la llamada a la oración.

La santidad del espacio, la creación del tabernáculo sólo se mandó después de la caída del pueblo al adorar el becerro de oro. Dios consagró el tiempo, Moisés el tabernáculo (Núm 7, 1).

       interés, ni tratando asuntos, entonces te deleitarás en Yahvé» (58, 13.14). Aunque haya actos de los que abstenerse el séptimo día, es porque ciertamente este día se nos ha dado para nuestro descanso y para adquirir el placer en el deleite del culto a Yahvé. «Santifica el sabbat con alimentos escogidos, con vestidos hermosos; deleita tu alma con el placer y yo te recompensaré por este mismo placer»2. El sábado supone alegría, santidad y descanso; la alegría es parte de este mundo; la santidad y el descanso pertenecen al mundo venidero. Por eso decimos: «Alégrense los cielos, regocíjese la tierra!» (Sal 96, 11).

El sábado se reviste de una felicidad que arrebata el alma, es como un clima diferente lo que se respira. Un rabí dijo a su amigo: ¡Qué preciosa es la fiesta de los tabernáculos, de los Sucot! Mientras permaneces en la tienda, incluso nuestro cuerpo se ve rodeado de la santidad, de la miztzvah, a lo que el amigo le contestó: el sabbat es aún más que eso. Durante la fiesta puedes salir momentáneamente de la tienda, mientras que el sabbat te envuelve dondequiera que vayas. Es un día que ennoblece el alma y hace sabio al cuerpo.

Después de haber creado todo, dice Gén 1, 31: «Y, atardeció y amaneció: día sexto». Y en Ex 20, 11 se describe: «En seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contiene y el séptimo descansó»; por eso, bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado. Si Dios concluyó su obra el día sexto, ¿cómo se afirma en Gén 2, 2: «Y, dio por concluida Dios en el día séptimo la labor que había hecho?». Es natural que ante tal afirmación de la Escritura, dedujeran los rabinos que en el sába-1 do hubo un acto de creación. Fue creada la menujá, ya que los cielos y la tierra fueron creados en los seis días anteriores. Menujá, equivale a decir descanso, no en sentido negativo; no se trata de una mera abstención del trabajo, sino que supone tranquilidad, paz, reposo y serenidad gozosa. «Eso es lo que fue creado el séptimo día»3. Con el término de menujá se describe en Job 3, 13, el estado que él anhela para después de su vida, «descansar tranquilo, dormir en paz». El salmo 23, 2 habla de «las aguas de reposo», utilizando el mismo término hebreo.

Se describe en Gén 2, 2 el descanso del Creador como el de un artesano que termina su obra. A imitación de Dios, la Carta a los hebreos afirma «que queda un descanso sabático para el pueblo de Dios. Quien entra en su descanso, también él descansa de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos. Esforcémonos pues, por entrar en ese descanso» (Heb 4, 9-11). Descanso tan completo (Lev 25, 4), que no puede darse en la tierra, en Canaán, sino en el cielo. Del término hebreo menujá, en griego catapausis, se pasó a hablar de un descanso celestial, de plenitud, de dicha, del sabbat. El sábado es la imagen de un mundo venidero; es el día sagrado (Ex 31, 14), llamado «delicia» y «honorable» (Is 58, 13). Ultimamente se ha convertido en un sinónimo de la vida eterna.

Filón afirma: «El séptimo día es día de fiesta no sólo de una única ciudad o de una sola comarca, sino de la creación entera, fiesta a la única que es estrictamente justo llamar universal y aniversario del mundo»4.

En el Servicio nocturno, se afirma que el sabbat es «el fin de la creación del cielo y de la tierra».

La celebración del sabbat, como día de descanso, es según una antigua sabiduría judía, lo que enseña a entender todo lo creado como obra de Dios. El creador acabó su obra con la fiesta del sabbat. Yahvé bendijo su obra con el reposo; cesó de trabajar. Por amor de esta fiesta fue creado todo lo que existe. Y para no estar Dios solo en la fiesta creó el cielo, la tierra, las estrellas, los mares, los animales y por último a los hombres. Todos están invitados a esta fiesta. Por esto Yahvé, como rezan los salmos, encuentra complacencia en todas sus obras y los cielos pregonan su gloria. La corona de la creación es el sabbat, no el hombre. Todas las cosas, también el hombre, son bendecidas en la fiesta del sabbat. Con su descanso Dios alcanza su meta y los hombres que celebran el sabbat reconocen el mundo como obra de Dios. El sabbat es la terapia para nuestras almas inquietas y nuestros cuerpos fatigados.

Por Flavio Josefo conocemos el culto extremado del sabbat entre los esenios5.

«Cántico para el día del sábado», es el título del salmo 92. Y de él hace rabí Natán este comentario: «Día de no comer ni beber, sin compra ni venta, pero en el que los justos se sentarán en tronos y sus cabezas ostentarán coronas, mientras se deleitan en el esplendor de la ‘shekinah’, es decir, de la presencia de Yahvé».

Ya no hay más que un descanso, el de Dios, y los fieles han de participar de su gloria. El descanso-gozo del hombre es un don, un entrar en el gozo del Señor, una participación en la propia bienaventuranza divina (Mt 25, 2 1.23). En la gozosa celebración del sábado, del descanso eterno, alabamos a Dios.

El judío de nuestros días, en la liturgia matutina del sabbat, reza: «Dios revistió de belleza el día del descanso; él llamó al sabbat deleite. Dicho día anima a todas las criaturas a entonar himnos a Yahvé, diciendo: ¡Es bueno dar gracias al Señor!».

Con frecuencia he llevado a los peregrinos al anochecer del viernes a la sinagoga del gran rabinato de Jerusalén o al Muro occidental, de las lamentaciones lo llamamos nosotros, para que viesen la celebración del sabbat. Van todos los judíos, ataviados con los mejores vestidos y el sábado es acogido como una novia, tal como bellamente canta este himno llamado Leka-Dodi, ven amado mío.

«Ven, amado mío, al encuentro de tu novia. El sabbat se acerca, vayamos a acogerlo.

El Señor es uno y su nombre es uno. A él el honor, la gloria y la alabanza. Salgamos al encuentro del sabbat, porque él es la fuente de la bendición, consagrado desde los tiempos antiguos, objetivo de la creación en el pensamiento primero. Santuario del rey, ciudad real, ¡En pie! ¡Levántate de tus ruinas! Después de haber permanecido en el valle de lágrimas él te colmará de su misericordia. ¡Sacúdete el polvo! ¡En pie!

Vístete el traje de fiesta, pueblo mío. Gracias al hijo de Jesé, de Belén, acerca a mi alma la salvación. ¡ Despiértate, despiértate! porque viene tu luz; ¡sé iluminado! ¡Animo, ánimo, entona un cántico, sobre ti resplandece la gloria del Señor! Por causa de ti tu Dios se alegrará desierto como época privilegiada supone la presencia y el amor de Dios. Toda la historia de Israel habla del desierto como del tiempo de los desposorios de Yahvé con su pueblo. Los profetas recordarán a Dios en el desierto como a un viñador, como a un buen pastor, como a un padre amoroso, y como al esposo más tierno.

El tema de la viña se utilizó desde antiguo como una imagen que describe la intimidad amorosa y fiel de Yahvé con su pueblo Israel. Conmovedora es la canción de la viña, poema compuesto

por Isaías al comienzo de su ministerio (5, 1-4) acerca de lo que Dios hizo con su pueblo: «Cayó la viña, la despedregó, la plantó de cepa exquisita... ¿qué más se puede ya hacer a mi viña que no lo haya hecho yo?».

«Israel era una vid frondosa» (Os 10, 1) que «yo había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima» (Jer 2, 21), «y era fecunda, exuberante por la abundancia de agua» (Ez 19, 10).

Igualmente con el tema del buen pastor nos han llevado los escritores sagrados a gustar la intimidad con Dios. «Será él quien pastoree su rebaño, recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva y trata con cuidado a las paridas» (Is 40, 11). «Las apacentaré en buenos pastos... reposarán en buena majada..., yo mismo las llevaré a reposar. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma» (Ez 34, 14-16).

Jesús es el pastor (Jn 10) que nos conduce al desierto de verdes praderas (Sal 23), donde las ovejas, los cristianos, descansan a la sombra y pacen a gusto, sin prisas ni agitación, alegres y despreocupadas. Saben que Jesús es el buen pastor, que está con

ellas y eso les basta.

       Los profetas considerarán la época del desierto como la edad de oro de Israel, que será «posesión santa para Yahvé y primicia de su cosecha» (Jer 2, 3). Y, aunque la misericordia de Yahvé aparezca inagotable, ante la infidelidad del pueblo, Dios mismo le exigirá una vuelta a la experiencia del desierto para escuchar la voz del único que le puede salvar (Os 2, 16).

Ha sido en el desierto donde Dios se ha manifestado como el esposo más tierno y ha recurrido a ese tipo de amor apasionado por el hombre: «Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sheol la pasión; son saetas de fuego, una llama de Yahvé» (Cant 8, 6). Afirma que «la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62, 5); y hay que notar que aquí no se subraya la alegría de la esposa, sino la de Dios, de la misma manera que en la parábola del hijo pródigo, no se habla de la alegría del hijo, sino de la del padre. La quiere con un amor eterno (Is 54, 8), y la hizo suya (Ez 16, 8).

En el amor de los esposos hay un intercambio de dones y el más perfecto es el don mutuo, entre ambos, donde se da la igualdad más perfecta. En la liturgia de la epifanía se proclama este amor de esposo, manifestado ahora en la nueva alianza: «Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial esposo, después de que Cristo lavó sus culpas en el Jordán».

El amor de Dios es tan apasionado, que, a veces, se habla de un Dios celoso: «Porque Yahvé, tu Dios, es un fuego devorador, es un Dios celoso» (Dt 4, 24). Pero estos celos de Yahvé no son un indicio de debilidad como en el hombre, sino que él teme por la debilidad de su criatura, si se marcha con otros falsos amantes (ídolos), y se pierde. Los celos de Yahvé son un signo de la ternura, del amor.

Dios se ha enamorado de su criatura: «Te he amado con amor eterno, te tomaré como esposa mía para siempre» (Os 2, 21). «Tu eres precioso a mis ojos, eres valioso y yo te amo» (Is 43, 4).

Pero hemos de recordar que él no busca su propio bien, sino el nuestro. Nos ama por razón de nosotros mismos con amor puramente gratuito. Ama para realizar al hombre. Es verdad que todo es para su gloria, aunque la verdadera gloria de Dios no depende de nosotros, ni es algo que nosotros aportamos; sin embargo, al realizarnos plenamente somos su gloria: «la gloria de Dios es el hombre viviente» como dice san Ireneo, quien añade también esta aseveración complementaria: «La gloria del hombre es Dios»7. Es el mismo santo quien ha escrito que Dios no creó a Adán porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien concederle sus beneficios. Beneficia a quienes le sirven por el mismo hecho de servirle, y a quienes le siguen por el mismo hecho de seguirle, pero no recibe de ellos ningún beneficio, puesto que es perfecto y no tiene necesidad de nada. El, no teniendo necesidad de nada, ofrecía su comunión a quienes tenían necesidad de él8.

Volvamos de cuando en cuando al desierto para descubrir la fidelidad y el amor primero. Los recabitas presentarán el desierto como necesario para el ejercicio de los verdaderos valores religiosos (Jer 35, 6-10). Aun cuando el pueblo pudo descansar a la sombra de la higuera y de la parra (Amós), añoraba el desierto vivido en la inseguridad, cuando nada poseía, sino la presencia y la dulzura del primer amor. Entonces Dios había «conocido» a Israel, y éste a su Señor.

El desierto, Jesucristo y nosotros

También el desierto fue para Cristo tiempo de tentación, de silencio y de presencia de Dios. Igualmente cada cristiano ha de atravesar su desierto personal y hacer la prueba de que su fidelidad es capaz de vencer la inseguridad, la duda y la sequedad.

El desierto para Israel era camino hacia la tierra prometida. Jesucristo se retiró a él para prepararse mejor a cumplir su misión.

San Juan ha insistido que en Jesucristo, en su persona, se realizan los grandes signos que se refieren al desierto. Así el desierto es como la figura de una realidad superior que iba a llegar en la plenitud de los tiempos. Jesús se presenta como quien realiza en su persona los dones maravillosos de tiempos anteriores. El es nuestro desierto: es el agua viva (cap. 4), el pan bajado del cielo (cap. 6), el camino (cap. 14), la luz en la noche (cap. 9), la serpiente elevada en cruz que da la vida a los que la miran (cap. 3), el cordero pascual (cap. 1). En él podemos vencer las tentaciones, con él tenemos la comunión perfecta con Dios. Latambién esta aseveración complementaria: «La gloria del hombre es Dios»7. Es el mismo santo quien ha escrito que Dios no creó a Adán porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien concederle sus beneficios. Beneficia a quienes le sirven por el mismo hecho de servirle, y a quienes le siguen por el mismo hecho de seguirle, pero no recibe de ellos ningún beneficio, puesto que es perfecto y no tiene necesidad de nada. El, no teniendo necesidad de nada, ofrecía su comunión a quienes tenían necesidad de él8.

Volvamos de cuando en cuando al desierto para descubrir la fidelidad y el amor primero. Los recabitas presentarán el desierto como necesario para el ejercicio de los verdaderos valores religiosos (Jer 35, 6-10). Aun cuando el pueblo pudo descansar a la sombra de la higuera y de la parra (Amós), añoraba el desierto vivido en la inseguridad, cuando nada poseía, sino la presencia y la dulzura del primer amor. Entonces Dios había «conocido» a Israel, y éste a su Señor.

Los ejercicios espirituales suponen para nosotros un desierto que no es una evasión, ni huida del mundo y, que es necesario pasarlo como medio para llegar a un verdadero encuentro con Dios.

No puede haber una verdadera vida de oración si no se tiene una experiencia del desierto, que se realiza, no en la referencia a una situación geográfica, sino en la relación personal con Jesucristo mismo. En él tenemos la comunión perfecta con Dios.

Los ejercicios espirituales, al ser días especiales en los que el Espíritu está en nosotros de modo singular, son la mejor celebración de un largo sabbat y el preludio de la entrada en el Reino, que para los cristianos ya se realiza y se celebra en el día del Señor, en el domingo.

Fueron los primeros cristianos quienes comenzaron a festejar como la gran fiesta el día primero de la semana, al día siguiente del sábado, en el mismo día que Jesucristo resucitó.

Los primeros documentos escritos sobre los orígenes del domingo son 1 Cor 16, 2; Hech 20, 7 y Ap 1, 10. San Pablo les dice a los corintios cuál es el momento señalado para ir preparando la colecta en favor de los pobres: «Cada día primero de la semana» (1 Cor 16, 2), que era el día de la reunión.

En Hech 20, 7 san Lucas escribe en primera persona como testigo ocular: «El primer día de la semana estando nosotros reunidos para la fracción del pan», expresión que designa el día en que se celebraba la eucaristía. Más tarde, se designa ya al primer día de la semana, como día del Señor, es decir, el domingo: «Fui arrebatado en espíritu el día del Señor» (Ap 1, 10).

La resurrección de Jesucristo está señalada en los cuatro evangelios como un hecho acaecido el día después del sábado o el primer día de la semana (Mt 28, 1; Mc 16, 1.9; Lc 24, 1; Jn 20, 1).

Esta es la razón principal para justificar la celebración del domingo cristiano y el único motivo para cambiar el sabbat judío y pasar el reposo sabático al domingo, al día del Señor.

Todo lo que acabamos de exponer sobre el sabbat y hasta la misma idea teológica del desierto bíblico, para los discípulos de Jesús, se actualiza y se concreta en el domingo, en el día del Señor, como ya es citado con ese nombre por el evangelista san Juan (Ap 1, lO). El sabbat judío se ha convertido en el domingo cristiano.

SÉPTIMA MEDITACIÓN: ENCUENTRO CON CRISTO

Fueron(los dos discípulos), vieron donde vivía y se quedaron con Jesús aquel día (Jn 1, 39).

Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me hospede yo en tu casa(Lc 19, 5).

       La vida eterna es conocer al único Dios verdadero y a su enviado, a su hijo Jesucristo (Jn 17, 3). Encontrarnos con él mientras vivimos en la tierra y gozar de su presencia en el cielo.

       Los ejercicios espirituales son para adquirir un conocimiento profundo de Cristo, conocimiento que supera las fuerzas humanas y que sólo lo adquiere aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27).

       El conocer bíblico no se encuentra en la ciencia sino en la vida. Conocer desborda el saber humano y expresa una relación de experiencia, de vida. Conocer algo es poseer experiencia de ello. Este conocimiento de tipo existencial y que siempre es vivencia amorosa, conduce a la imitación, a una asimilación profunda, hasta llegar a una identificación con Cristo (Gál 2, 20).

       Los hechos y dichos de Jesús no son tanto acontecimientos pasados sino actuales con Jesucristo resucitado y viviente hoy en el mundo; contemplarlos es el camino para adquirir ese encuentro con Jesucristo viviente en la Iglesia y habitando en nosotros.

       Nos ha llamado para estar con él. Los ejercicios espirituales son momentos privilegiados para iniciar este encuentro y para profundizarlo con la persona viva de Jesús, como con un tú que da sentido pleno a nuestra vida. Son para penetrar en lo más hondo de su ser, son para hacer nuestra persona a la medida de la suya.

       El autor del cuarto evangelio, capítulo 1, narrando su propia experiencia, nos enseña cómo se hace uno discípulo de Jesús. Encontrándose con él. En ese encuentro se inició una amistad, una relación que durará para siempre. Los rabinos enseñaban a sus discípulos hasta el número de preceptos, seiscientos trece, que habían de saber de memoria para cumplirlos. Jesús les invita simplemente a estar con él. Y es que el cristianismo no es primordialmente una doctrina, sino una persona, la de Jesucristo, que nos abre el corazón para aceptar del todo a los demas.

       En la vida de san Pablo tenemos un encuentro tipo, el encuentro personal con Cristo, que dividió su vida en dos mitades perfectas. Después del episodio del camino de Damasco (Hech 9, 22.26), lo que antes tenía por ventaja, ahora lo considera como
¡ pérdida, como basura (Flp 3, 7-10). El anhelo del apóstol es tan irresistible que con tal de alcanzar al Señor, no le importa desprenderse de todo, hasta de su cuerpo. Habla de un conocimiento superior, sublime hyperejon (Flp 3, 8), distinto de los otros conocimientos que experimentó en otras ocasiones (2 Cor 5, 16). Impresiona la expresión «a fin de conocerle a él». Este conocimiento sublime de la persona de Cristo, no nos deja neutrales. Es una experiencia de gracia que hemos de adquirir estos días, para que Jesucristo se convierta en nuestro centro, nuestro bien supremo, el único objeto de nuestra vida, nuestra razón de ser, nuestra alegría y nuestro gozo. Vamos a pedir al Padre de los cielos que nos conceda ese conocimiento sublime de Cristo resucitado, que no está lejano, sino en nuestro corazón; que sintamos una experiencia de su presencia, hasta poder exclamar con Job (42, 5): «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos».

       Como composición viendo el lugar nos serviremos de los encuentros de algunas personas con Jesús, a través de las escenas evangélicas; ellos serán modelo para nuestro encuentro.

       Cuando uno se encuentra con Jesucristo y se produce el flechazo y ese encuentro transforma el corazón, entonces crece el deseo de mostrar a los hombres el rostro amable y enamorado de Jesús, y es cuando hemos de insistir en que ese amor que se engendra en el contacto con el Señor, ha de expandirse a todos y ha de ser generoso, comprometido y solidario.

       Hemos de buscar un encuentro sincero y valiente con su persona, hay que creerle a él y adquirir una experiencia viva de lo que es encontrarse personalmente con el Señor.

       El encontrarse con Jesús, ha de comportar una incidencia en ( los problemas de nuestra vida real, hasta descubrir que ese encuentro es la única respuesta absoluta a nuestras esperanzas y necesidades más profundas.

       Es fácil, según nuestros condicionamientos y manera de ser, el deformar la imagen de Jesús, imagen que hemos de purificar constantemente con nuestra adhesión a su persona, hasta convertirla en principio de renovación e impulsor de una nueva vida, ¡ dando pasos decisivos, imitando de manera concreta sus gestos1 y estilo de vivir.

       Tenemos el ejemplo de sus primeros seguidores que se encontraron con él, que escucharon sus palabras, que se identificaron con su causa, sufrieron con su muerte y tuvieron la experienci de convivir con el Resucitado y después de identificarse con su persona, proclamaron la buena noticia hasta los confines de la tierra.

       El encuentro con Jesucristo nos hace criaturas capaces de creer lo que él creyó, luchar por lo que él luchó, morir con la esperanza con la que él murió.Vamos a penetrar lo más hondo posible en los encuentros que leemos en las páginas evangélicas. Al presenciar estos encuentros intentaremos traspasar el sentido profundo de lo que allí se realiza, aunque nos sintamos por una parte subyugados y, en otro aspecto, desconcertados.

       Esta palabra eterna de Dios que llama, que invade todo tiempo y espacio, se hace presente; palabra que nos llama, nos interpela y espera nuestra respuesta. Comentar estos encuentros, constituye ya de por sí una cierta audacia, pues ¿cómo penetrar en el corazón de Jesucristo cuando se acerca a cada una de aquellas personas y cómo adivinar también lo que ellas sentirían en el interior de su espíritu cuando se veían envueltas por la presencia y la palabra divina? Difícil saberlo. La respuesta la podemos encontrar en las consecuencias, en el cambio de conducta que experimentaron después de haber convivido con él.

       Lo que siempre será evidente, es que todo encuentro con Jesús es salvífico; que llevará sus frutos, que nunca dejará indiferente a quien ha estado en contacto con él.

       Los relatos evangélicos nos dan clara prueba de ello. La experiencia religiosa de la Biblia se interpreta adecuadamente bajo la categoría de encuentro, cuyo valor e importancia se alcanza a través de los testimonios que hablan de él, reproduciendo la experiencia de los testigos.

       Su encuentro con diversas personas Jesús y la samaritana (Jn 4, 7-42). En el encuentro con la samaritana, Jesús toma la iniciativa al pedir agua para aplacar su sed en aquel día ardiente y ofrecerse a sí mismo como agua viva para transformar a aquella mujer. El diálogo que sostuvo con ella es profundo, aleccionador y magistralmente llevado, hasta tal extremo, que el mismo Jesús se revela como el Mesías esperado; esta mujer inteligente e inquieta por lo religioso, a pesar de su vida no correcta, escucha, se alarma, se admira, pregunta y pide, convirtiéndose al final en mujer apóstol, que va a llevar a su pueblo el mensaje que ha recibido del profeta.

       El relato tiene una apasionante fuerza teológica. El profeta habla de aquella agua viva que salta en el corazón del hombre hasta la vida eterna, de los que adoran al Padre en espíritu y en verdad, desplazando todo punto geográfico; de que su alimento es hacer la voluntad del que lo envió y acabar su obra.
La narración es vital, acogedora, densa, y se concreta en la conversión de muchos de los samaritanos que le conocieron, no sólo por las palabras de su paisana, sino porque permaneció con ellos durante dos días.

JESÚS Y LA MUJER ADÚLTERA (Jn 8, 3-11).

 Este encuentro se produce cuando escribas y fariseos, para tentar a Jesús, le llevan a una mujer cogida en flagrante adulterio y a quien la ley de Moisés mandaba apedrear.

       Los escribas y fariseos conocen la ley, o mejor, la letra de la ley que usan como trampa contra Jesús. La oposición no es entre la ley y la misericordia, sino entre la trampa y la verdad. Jesús viene a llevar la ley a la plenitud, es decir, viene a traer la misericordia, misericordia que vence al pecado y muestra el rostro de Dios.
Jesús, con especial sagacidad, calla y escribe enel suelo. Deja remansar los pensamientos; sus enemigos le instan a que hable y lo hace con una frase que será lapidaria: «El que de vosotros esté libre de pecado, que arroje la primera piedra». Dirime la cuestión provocada, de una manera inesperada y contundente.

La mujer debió sentirse azotada por la humillación y el miedo y permanece quieta y callada. Entonces, cuando todos han huido, es cuando el Maestro la interpela: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿nadie te ha condenado? Nadie, Señor. Jesús le dijo: tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más». Jesús prohíbe emitir juicios severos sobre la culpabilidad de los demás, vino no a condenar, sino a salvar a los pecadores. Este encuentro sí que ha hecho a la adúltera una mujer nueva, agradecida y fiel.

       Jesús y la pecadora perdonada (Lc 7, 36-50). El encuentro de la pecadora arrepentida se realiza en la casa de un fariseo, a la que el Maestro ha sido invitado. En medio del banquete una mujer se acerca a él llorando y, de una forma poco común pero conmovedora, besa sus pies, los riega con sus lágrimas, y los unge con su ungüento; de esta forma expresa apasionadamente su amor, su arrepentimiento y la esperanza de ser salvada.

       La escena desconcierta al fariseo que descalifica a Jesús, como profeta, por no conocer que le toca una mujer pública. Jesús reacciona y muestra al fariseo su poca gentileza al no recibirlo según las costumbres judías de la hospitalidad; lo contrario que ha hecho esa pecadora. Y, dirigiéndose a él, le dice: «Por lo cual te digo que a esta mujer le son perdonados sus muchos pecados y por eso manifiesta mucho amor. A quien poco se le perdona, poco ama». Palabras misteriosas del Señor. Hay una relación directa entre sentirse pecadora y perdonada y, por lo tanto, agradecida y amante, y saberse justo sin necesidad de perdón y por lo tanto carente de agradecimiento y amor. Y dirigiéndose a la mujer le dijo: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado. Vete en paz». La mujer que entró pecadora, se ha convertido en la mujer perdonada, salvada, con un bagaje interior muy valioso, pues Jesús al despedirla le regaló uno de sus mejores dones, la paz.


JESÚS Y MARÍA MAGDALENA (Jn 20, 1-18).

Pocos datos de esta mujer nos suministra el evangelio: que Jesús echó de ella siete demonios y que una vez liberada se une al grupo de las mujeres que le seguían y asistían con sus bienes en la vida pública; más tarde se encuentra al pie de la cruz con la madre de Jesús; conoció al Señor y se enamoró de él, siguiéndole hasta más allá de la muerte.

       Todos los evangelistas la nombran en las apariciones del Resucitado, pero es san Juan el que nos describe su encuentro con Jesús en un estilo personal, idílico, trascendente. Se le aparece en figura de hortelano y no lo reconoce; habrá de llamarla por su nombre: ¡María!, para que ella caiga a sus pies y pronuncie, en una síntesis de amor, la palabra «rabboni», Maestro mío. Todo su ser se dilata en una eclosión profunda de amor y su corazón entona un himno de alegría.

       Este libro lo he titulado «Desierto: una experiencia de gracia». Hay experiencias de gracia, momentos especiales, «kairoi» se llaman bíblicamente, en que lo divino irrumpe en lo humano y lo transforma. Todos los que queremos ser santos, tenemos la alegría de haber experimentado algunas de esas experiencias. La lectura, meditación de las páginas de este libro puede contribuir a ello. María Magdalena tiene una experiencia personal al sentir- se llamada por su propio nombre. Esta experiencia de gracia, esta experiencia personal, en la Magdalena, en nosotros, transforma todo, nos descubre la realidad de lo que está escondido y nos
¡hace contemplar lo que antes éramos incapaces de ver. Es la experiencia de Dios, la experiencia de enamorarse de Jesucristo, la experiencia de sentirse profundamente amados por él. A veces, un texto bíblico, nos hace sentir una profundidad jamás experimentada, como la que experimentó esta mujer al oír «María» de labios del Señor.

       Sobre este encuentro me impresionó un texto anónimo, que leí en la Patrología latina, de un monje del siglo XIII, y quiero hacer partícipe de la experiencia de gracia que sentí al meditar las palabras que este autor pone en labios de Jesús, dirigidas a María: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? ¿no sabes que posees ya a aquél que tú buscas? Tienes ya el gozo eterno y verdadero, ¿y te pones a llorar? Este gozo está en lo más íntimo de tu ser, ¿y todavía lo estás buscando fuera? Tú estás ahí, fuera del sepulcro llorando. Tu corazón es mi sepulcro. Es allí donde yo estoy, no ya muerto, sino descansando vivo para siempre. Tu alma es mi jardín. Tenías razón al pensar que yo era el jardinero. Yo soy el nuevo Adán. Trabajo en mi paraíso y vigilo todo lo que sucede. Tus lágrimas, tu amor, tu deseo: todas esas cosas son obra mía. Tú me posees en lo más íntimo de ti misma sin saberlo y por eso precisamente me buscas fuera. Por eso, también me apareceré a ti fuera, y te haré así volver a ti misma, para hacerte encontrar en lo más íntimo de tu ser a aquél a quien buscas en otra parte».
       Después del encuentro, Jesús le pide que no le retenga más y la envía a una misión extraordinaria, prueba de su total con-, fianza en ella, la nombra apóstol de sus propios apóstoles, a ella que es el primer testigo de la resurrección.

No obstante, al abrigo de este encuentro y de esta extraordinaria realidad —una mujer, primer testigo de la resurrección—, uno se pregunta qué quiso decir o revelar Jesucristo cuando revolucionó el proceso histórico de la salvación introduciendo a una mujer en la encrucijada más importante y misteriosa de la humanidad. ¿Quiso él romper todas las lanzas, que a lo largo de la historia, pudieran obstaculizar el progreso de la mujer en todas las formas? ¿significó este acontecimiento una llamada, más allá de toda lógica, a lo femenino? ¿quiso que fuera como un recordatorio de ternura, hacia todo lo maternal que fecunda la tierra, dando a esta palabra su acepción más amplia y fecunda? ¿quiso abrir las puertas de todos los continentes, para que la mujer pudiera a través de la historia dejar su huella? En verdad, que comentar la significación de este hecho y sus consecuencias, des- borda todo pensamiento humano y cristiano.

JESÚS Y NICODEMO (Jn 3, 1-21).

También Jesús ha tenido encuentros singulares con hombres. Nicodemo, un fariseo visitante nocturno, intuye que Jesús ha venido de parte de Dios por las obras que hace. Jesús le habla del amor que Dios tiene al mundo, de que hay que nacer de nuevo. Nicodemo se asombra, pregunta y escucha. El Señor le aclara que «hay que nacer de lo alto. El viento sopla dondequiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». Y, el hombre que nace de esta manera misteriosa, será el que podrá emprender la aventura de la salvación, rindiendo todas sus armas a Dios y sintiéndose su hijo; sabiendo que él ya no se posee; que en adelante otro le llevará, probablemente, a donde él no quiera. Hay que oír esta voz venida de lo alto, y darle cobijo en nuestro regazo cálido e íntimo. Hay que ponerse en camino, ligeros de equipaje, esperar que este viento del Espíritu se nos haga brisa suave, como a Elías (1 Re 19, 12.13) o viento impetuoso como a los apóstoles (Hech 2, 2). Nicodemo, que se encontró con Jesús de noche, vuelve a aparecer en el episodio del enterramiento del Señor; quiso preparar su sepultura y trajo unos treinta quilos de mirra y áloe, lo que demuestra la hondura de su conversión, consecuencia de aquel encuentro que lo hizo verdadero discípulo. Este hombre marcado por una espiritualidad legalista, nace de nuevo y empieza a vivir una vida según el Espíritu.

JESÚS Y EL BUEN LADRÓN (Lc 23, 40-43).

Tres hombres que agonizan y que apenas se sostienen en el madero de su suplicio. Cuando la tierra entera está como expectante ante la muerte del que se llamó y era el Hijo de Dios, se realiza un encuentro sin precedentes entre dos agonizantes. Uno pide y otro recompensa. Las palabras oídas son inauditas, van más allá de toda lógica humana. Uno de los malhechores suplicó: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino. Jesús le respondió: Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso». Este cruce de palabras entre dos moribundos, en las que se habla de un reino después de muerto y de un paraíso inmediato, trastorna y convulsiona toda lógica. La respuesta de Jesús sobrepasa toda esperanza. No un día determinado, sino hoy, participará del paraíso, de ese mundo futuro que no está relegado al final, sino que se inaugura con la muerte y resurrección del Señor.
La humildad de corazón del buen ladrón, reconociendo su culpa le capacita para recibir la verdad de Jesús. ¡Es tan necesaria esta actitud de pobreza y de confianza para que el encuentro con Cristo dé su fruto! Aquí se resalta más la misericordia de Dios que no se resiste sino ante la soberbia.

       Este encuentro, que se realiza en el Calvario, invita a todo hombre a esperar siempre contra toda esperanza (Rom 4, 18), porque para Dios nada hay imposible (Lc 1, 37).

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ENTUSIASMA Y LLENA DE GOZO


       Jesús les habló de muchas cosas en parábolas; en todo el capítulo trece de Mateo explica las parábolas del reino de los cielos, y al final, les narra la del tesoro escondido en el campo y la de la perla preciosa. El gozo es tan grande que el hombre que encuentro el tesoro va y vende cuanto tiene y compra el campo aquel; lo mismo el mercader que al encontrar una perla de gran valor, va vende cuanto tiene y la compra. Al encuentro con el tesoro y con la perla de gran valor corresponde el desprendimiento de todo lo que se posee y sobre todo el gozo que ya desde el principio es inmenso.

       Ejemplos de ese gozo se describen en el encuentro de Jesús con los Magos (Mt 2, 10), con los pastores (Lc 2, 10), para finalizar en el encuentro escatológico, al entrar en el gozo del Señor (Mt 25, 21.23).

       Hay encuentros con Jesucristo donde el gozo desborda. El primero de los encuentros, lo describe san Juan (1, 35-39). A los setenta años, recuerda el evangelista, hasta la hora precisa (eran como las cuatro de la tarde), las palabras que se intercambiaron, y las circunstancias. Nosotros desearíamos saber más cosas: en qué lugar exacto estuvieron. ¿Vivía en algún lugar concreto? ¿tal vez cerca del Jordán? ¿les invitó a merendar? ¿de qué hablaron?; todo debió ser maravilloso, pues permanecieron con él todo el día y a ese encuentro siguió el acercamiento de muchos discípulos. Además san Juan usa el verbo menein para expresar lo que sucedió aquella tarde. Es un verbo que indica intimidad mística con Jesucristo: permanecieron con él. Fue un encuentro fulgurante.

       Permanecer con Jesucristo es la condición indispensable para creer, para convertirse, porque sólo estando con él, se puede ver y creer que es el Hijo de Dios. San Juan trae 68 veces el verbo menein, permanecer; lo utiliza al narrar encuentros evangélicos en los que Jesús invita a sus discípulos para que permanezcan en su palabra y en su amor. A veces, se pasa de un permanecer junto a él, a un permanecer en él, pero incluso en las fórmulas de inmanencia, ese permanecer interiormente siempre está en relación con la manifestación histórica, visible de la Palabra de Dios hecha carne. En este episodio, este verbo aparece tres veces: «,Dónde permaneces? Fueron y vieron dónde permanecía y permanecieron con él aquel día» (Jn 1, 38.39). Al verle, los discípulos del Bautista, se asombraron, y permaneciendo con él, ese asombro del comienzo se renueva, se confirma mientras permanecen junto a Jesús y después lo comunican a los demás.

       Lo que identifica a los discípulos de Jesús y los diferencia de los demás, no son sus cualidades sino que son los que permanecen junto a él. El permanecer con Jesús implica vivir como Jesús, andar como anduvo él (1 Jn 2, 6). «Todo el que permanece en él, no peca» (1 Jn 3, 6.9). En esta convivencia crece el asombro, se abandona uno del todo a Jesucristo y se vuelve impecable.

       En el encuentro de Mateo es Jesús quien tiene la iniciativa y, a partir de dicho encuentro con él, cambia radicalmente toda su vida, dejando la oficina de recaudación de impuestos y, siguiéndole. Es un encuentro gozoso, subrayado por el banquete (9, 9.10). A renglón seguido, ante la pregunta de los discípulos de Juan sobre el ayuno, responde Jesús: «Acaso pueden estar tristes los invitados a la boda mientras está con ellos el esposo?». En el lugar paralelo de Mc 2, 19 y de Lc 5, 34, se afirma que no pueden ayunar mientras está con ellos; y aquí se dice que no pueden llorar (Mt 9, 15). El encuentro con Cristo tiene que colmar de alegría. Lo mismo sucede en el encuentro con Zaqueo (Lc 19, 1-10). Este manifiesta un interés especial que se ve expresado en los dos verbos: buscar y ver. Trataba de ver quién era Jesús.

       La decisión casi infantil de subir al sicómoro y tan impropia de su condición de jefe, revela la sinceridad y la intensidad de su deseo de ver a Jesús, de tener un encuentro con él. Jesús le dirige una mirada de amor, lo llama por su nombre y se ofrece a hospedarse en su casa.

       El evangelista parece expresar el interés que la gente pecadora tiene por Jesucristo, en contraposición con la indiferencia y hostilidad en los representantes del pueblo. Pero la iniciativa parte de Jesús, que cuando pasa debajo del sicómoro, eleva su mirada y se dirige al publicano con ternura. Ante las palabras de Jesús invitándose a su casa, la tensión en Zaqueo se convierte en gozo. Se apresuró a bajar del árbol al que había subido para ver pasar al Señor y lo recibió con alegría. El verbo jairein, que utiliza aquí, no significa una simple satisfacción, sino una participación de la felicidad mesiánica. El ángel invitaba a María a alegrarse, jaire, y ahora, tal invitación se hace a un pecador convertido. El encuentro con Cristo le llena de paz y de gozo, y para manifestarlo, le invita a un banquete como significado de la vida nueva que acaba de estrenar.

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ES SIEMPRE TRANSFORMANTE

       Las primeras palabras del Maestro en la predicación del evangelio son éstas: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). La metanoia o conversión que pide Jesús etimológicamente significa cambio de mente, no significa «haced penitencia», como traduce la Vulgata. Es una mirada al pasado, es una renuncia al pecado, acompañada de una conversión, epistrefein, por la que uno se vuelve hacia Dios e inicia una vida nueva.

       Entonces se sigue verdaderamente a Jesucristo, estando íntimamente asociado a él. Ninguna zona de nuestra vida debe quedar fuera de la soberanía de Cristo en nosotros. El es el centro de nuestra vida. El seguimiento, el encuentro, después de la resurrección, es singularmente unión con él: «Ser uno con Cristo» (Gál 3, 27.28).

       «Es necesario, como dice el concilio, que todos los miembros se asemejen a él, hasta que Cristo quede formado en ellos (Gál 4, 19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con él, consepultados y resucitados juntamente con él, hasta que correinemos con él. Peregrinos todavía sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con él para ser con él glorificados (Rom 8, 17)»2.

       Si no me hago hombre nuevo, permanezco fuera del Reino. «Hay que despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 22-24). Por el encuentro con Jesús hemos resucitado a una vida nueva, y aunque «nuestra vida está oculta con Cristo en Dios, hemos de buscar las cosas de arriba donde él está sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1-4). Esto exige «revestirnos de Cristo» (Gál 3, 27) y «asimilar sus mismos sentimientos» (Flp 2, 5). Pues «el que está en Cristo es una nueva criatura; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17). «En efecto, somos hechura suya; creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2, 10).

       La transformación en Zaqueo fue instantánea. Aquel amor gratuito le conmovió. Se sintió fascinado por Jesús. Y sin que se le hiciera la menor alusión a su vida, Zaqueo se comprometió del todo. El encuentro con Cristo significó una revolución en su jerarquía de valores. Zaqueo, al cruzarse su mirada con la mirada llena de ternura del Maestro, al saberse acogido y amado, comienza a ser un hombre nuevo. Fue el inefable amor de Jesús el que transformó todo su ser. San Lucas, dice: «puesto en pie», para dar mayor énfasis a la resolución de dar a los pobres la mitad de sus bienes. La conversión a Dios lleva consigo la conversión al hermano.

       Zaqueo comienza una vida nueva, una vida reconciliada con Dios y con los hombres a los que antes había defraudado por avaricia. El gesto de la restitución de los bienes defraudados es un verdadero acto de conversión.

       Como texto bíblico iluminador al comenzar este capítulo pongo el relato de Zaqueo. Siempre me ha parecido que en él se concentra la teología del tercer evangelio. Según la creencia de/ los fariseos, la salvación sólo podía haber entrado en casa d4 Zaqueo después de cambiar de conducta y de devolver el diner robado. Jesús obra de manera diversa. Lleva la iniciativa de todo\ el episodio. Le dice que baje, le pide hospedarse en su casa. Na-I da menciona de su vida pasada. Y Zaqueo decide su conversión,J conversión que es la consecuencia de la acogida del Señor qu se encamina en busca de lo que estaba «perdido»: la oveja (L 15, 4-6), la moneda (y. 8.9), y el hijo (y. 23.32).

       El encuentro con Jesucristo hace hombres nuevos capaces d ver las transparencias finísimas de la caridad. El encuentro con Cristo no es auténtico, si no crea situaciones nuevas en nuestra vidas. Este encuentro en nuestra vida diaria se verifica en la contemplación. Quien con generosidad se toma cada día, en la meditación, el tiempo suficiente para esperar al Señor, fijando en él la mirada, quedará transformado. Esta transformación que se realiza en nuestro encuentro con Jesucristo se sitúa a un nivel tan profundo, que sólo el Espíritu santo es quien lo puede realizar de modo tan íntimo.

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ES GRADUAL Y MADURA LENTAMENTE

       Así sucede por la densidad del misterio de Cristo, hasta que podamos comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y podamos conocer su amor que «excede a todo conocimiento» (Ef 3, 18.19), y por la dificultad de poner en acto y de cumplir todas las exigencias. El que quiera seguirle ha de tomar su cruz cada día (Lc 9, 23) y ha de ser como el grano de trigo que se siembra y que ha de introducirse dentro de la tierra y desaparecer si quiere dar fruto (Jn 12, 24). Y, hemos de recordar que aunque las aves del cielo tienen nidos, el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58), y que nuestra primera misión es anunciar el Reino, dejando que los muertos entierren a sus muertos (Lc 9, 60).

       Además, el encuentro con Jesucristo, no viene de visión, sino de la fe, envuelto, a veces, en la oscuridad, con incertezas. Mas, nosotros, como Moisés, «debemos permanecer firmes como si viéramos al Invisible» (Heb 11, 27). El cristianismo no es una ciencia que se aprende de una vez, sino una experiencia de vida que se va construyendo poco a poco.

       Por eso, bienaventurado el tenaz en la búsqueda de Jesús, dichoso quien no se da por desanimado en los largos años de este caminar. Es lo que enseña san Gregorio de Nisa, uno de los grandes padres capadocios: «Por la trascendencia de los bienes que descubre, a medida de su progreso, el alma tiene la impresión de estar siempre al comienzo de su camino hacia Dios. Por eso la Palabra dice ¡levántate! al que ya se ha levantado, y ¡ven! al que ha venido ya. Porque quien sube no se para nunca, yendo de comienzo en comienzo por comienzos que nunca tendrán fin».

       Reflexionemos en la paciente pedagogía del Maestro con los apóstoles. Convive con ellos durante dos o tres años y no consigue hacerlos verdaderos discípulos. Hasta el final siguen con ¡ celos pueriles (Lc 22, 24-27) y, en el mismo momento de la ascensión, todavía esperan los apóstoles una restauración temporal de la realeza davídica (Hech 1, 6). Y san Pablo, ya próximo a la muerte —las cartas de la cautividad las escribe del 61 al 63, poco antes de morir—, seguirá haciendo esfuerzos para asimilar las insondables riquezas de Cristo (Ef 3, 8), y en Flp 3, 12.13 confiesa que todavía no ha conseguido la perfección y, que olvidando el pasado, corre y continúa su carrera para alcanzarla.

       El encuentro con Jesucristo no es idéntico en cada hombre. En la construcción del Reino los dones y carismas están todos en el mismo plano. De todo se precisa. Dios nos crea a los hombres, con dones, con temperamentos diferentes, con intuiciones y entusiasmos diversos, para luego quitárselos en su encuentro con él. La persona que se encuentra con Jesús cambia radicalmente, se potencian los valores y las gracias recibidas y como lógica consecuencia van desapareciendo defectos y egoísmos, hasta conseguir una total disposición a los designios del Señor.

       Los mismos apóstoles, los seguidores inmediatos de Jesús, sus discípulos, siguen siendo diferentes después del encuentro vivo y prolongado con el Maestro.

       Sus más íntimos, no sólo se acercaron a él en circunstancias distintas, sino que reaccionaron ante Jesús de modo muy diferente, según su carácter y su modo personal de ser. Se siguieron mostrando ante Jesucristo de manera espontánea, como ante un amigo a quien nada se le oculta y ante quien uno se manifiesta tal cual es.

       Así, Pedro aparece lleno de reacciones primarias, dictadas por el impulso de su corazón fogoso y espontáneo.

       Se entrega a Jesús con generosidad y es el primero en el amor, el que quiere dar la vida por el Maestro (Mt 26, 35). Impulsivo, cuando intenta marchar sobre las aguas para acercarse al Señor (Mt 14, 28-30) y dispuesto a matar a espada al que tocase a su Maestro (Mt 26, 5 1.52). Lo confiesa como el Hijo de Dios (Mt 16, 15), al que quiere apartar de la cruz (Mt 16, 22), deseando permanecer siempre junto a él en el gozo del Tabor (Mt 17, 4). Es que se le escapa el misterio del Reino y por eso su vida estará salpicada de crisis que le impiden ver cuál es la voluntad de Dios. Por eso, es el único que reniega de Cristo en el momento de la debilidad y de la oscuridad.

       Juan es un místico, un contemplativo. Siempre hay una intencionalidad en lo que escribe; limpio de corazón, ardiente; su amor es más fuerte, tan fuerte como su fe. Es el discípulo amado, como lo afirma cinco veces en su evangelio (13, 23; 19, 6; 20, 2; 21, 7.20).

       Por ser el amigo íntimo de Jesús tiene una sensibilidad más aguda y le permite ver de lejos y reconocer al Maestro resucitado cuando los demás apóstoles no lo ven (Jn 21, 7). Jesucristo lo colma de delicadezas cuando le permite posar la cabeza sobre
su pecho (Jn 13, 25) y cuando le confía a su madre (Jn 19, 27) para que la tenga entre sus cosas más valiosas e íntimas.

       Felipe es la bondad personificada, tan bueno ya desde el principio que lleva a Natanael a Jesús (Jn 1, 45.46). Es tan buena persona que los griegos recurren a él cuando quieren ver al Maestro, aunque por ser tímido y no atreverse a llevarles 61 solo, busca a Andrés para que le acompañe (Jn 12, 20-22). Jesús confía en él, pero le quiere probar para saber cómo se las arreglaría para dar de comer a tanta gente (Jn 6, 5-7). El gozo de Jesús debió de ser inmenso cuando Felipe le pide que les muestre al Padre y con eso basta (Jn 14, 8).

       También entre los que se acercaron íntimamente a él, podemos incluir a Pablo, aunque su encuentro con Jesucristo desborda todas nuestras capacidades de comprensión. Fue un encuentro, no en la vida diaria, mientras el Maestro vivía en Palestina, sino en un momento esplendoroso, ya resucitado.

       El apóstol aparece lleno de coraje, nombra a Jesucristo 1.003 veces en sus cartas; es el hombre de la acción y de la contemplación. Es capaz de reflexiones teológicas profundas que no le alejan de los problemas concretos.

       Cuando hablo de enamorarnos de Jesucristo en nuestra oración y en el servicio a los hermanos, suelo poner siempre como ejemplo a san Pablo. Parece más fácil que Pedro, Santiago, Juan, Felipe o Andrés,... se enamoraran de Jesús, de ese ser vivo y humano lleno de cualidades y bondades con quien vivían. Sin embargo Pablo no convivió con él. El camino de Pablo para seguir a Cristo es más semejante al nuestro, más accesible y más capaz de ser imitado, porque nosotros tampoco hemos visto a Jesús ni lo hemos tocado. Los evangelios nos van describiendo cómo todas estas personas que tuvieron encuentros con Cristo, esa atracción que sentían por él al principio, al cabo de un tiempo, después de Pentecostés, se convirtió en una identificación con Jesucristo.

       EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO, PURO DON


El encuentro con Jesucristo no es tanto una conquista como un don. Es una gracia completamente gratuita y sucede no por iniciativa del hombre, sino por condescendencia del Señor. Hay que pedirlo en estos ejercicios espirituales. Sólo por la fe, «a los que creen en su nombre, les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). «Nadie puede venir a mí, les dijo Jesús, si el Padre no lo atrae» (Jn 6, 44).

       Conocer a Jesucristo significa encontrarse con él. Así es como conocemos a las personas. Hay diferencia entre saber acerca de una persona y conocerla, pues esto sólo es posible cuando nos encontramos personalmente con ella. Este es el conocimiento que adquieren los samaritanos después que aquella mujer samaritana les presentase a Jesús (Jn 4, 39-42), pues le dijeron: «Ya no creemos por tus palabras, pues nosotros le hemos oído y conocido». Le vamos a pedir a Jesús que los que nos oigan puedan decir como los samaritanos que ya no creen por nuestras palabras sino porque a través de nosotros han visto a Jesucristo. San Pablo apreciaba de tal modo «la sublimidad del conocimiento de Cristo» que estaba dispuesto a dar todo por él (Flp 3, 7-10). El conocimiento de Cristo Jesús es nuestro tesoro, la perla preciosa. Los otros conocimientos, títulos, diplomas, no valen para nada sin el de Jesús. Es puro don del cielo. Sólo hay que hacer una cosa: pedirlo en nuestra oración.

       Gandhi que admiraba a Jesús, que vivió con heroicidad la doctrina del sermón de la montaña y que nunca se hizo cristiano, fue quien confesó que aceptar a Jesús como Hijo de Dios es un puro don que a él no se le había concedido.

Un pastor protestante gran admirador suyo le escribió, con amor, manifestándole su decepción pues a pesar de que los principios cristianos le habían ayudado a ser verdaderamente grande, no había encontrado a la persona de Jesús. Le sugería que, a través de las bienaventuranzas, intentara llegar a Jesús y luego nos dijera lo que había encontrado, pues en occidente, añadía, necesitamos de su testimonio.

       Gandhi le contestó a vuelta de correo: «Aprecio enormemente el amor que se refleja en su carta y su bienintencionada sugerencia, pero mi dificultad viene de muy atrás. Otros amigos ya me han sugerido con anterioridad algo parecido. Pero no puedo adoptar esa postura intelectualmente, es preciso que el corazón se sienta tocado. Saulo no se convirtió en Pablo mediante un esfuerzo intelectual, sino porque algo tocó su corazón. Lo único que puedo decir es que mi corazón está abierto y que no actúo de manera interesada. Deseo encontrar la verdad y ver a Dios cara a cara».

       Como el cristiano que escribió a Gandhi, yo también, con amor, he escrito algunas cartas o he sugerido a algún ser querido o a alguien de quien necesitaríamos su ejemplo, que dieran el paso y que, a través de la lectura-meditación del evangelio, llegara a comprender la persona de Jesús. Es verdad que el encuentro es puro don de Dios, pero no hemos de cansarnos de descubrir a Cristo para dejarnos cautivar de su bondad y de su amor, hasta enamorarnos de él. Cuanto más le conozcamos, más le amaremos hasta llegar a aquel amor tan profundo e intenso que hace exclamar a san Pablo: «i Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación? ¿la angustia?.., ni la muerte, ni la vida, ni criatura alguna...» (Rom 8, 35-39).

       En todos los encuentros que hemos meditado, la iniciativa parte de Dios: Abrahán, Moisés, los profetas,..., los apóstoles, Zaqueo, la samaritana, Pablo. Todo es gratuito. Nada depende de nuestras cualidades, sino exclusivamente de su amor.

       A veces, parece que el encuentro se ha realizado por el deseo del hombre, como en la pecadora que unge los pies del Señor (Le 7), pero también en esa escena, es el encanto de Cristo el que cautiva y prepara el encuentro. Saber esto es importante para nuestra vida espiritual, pues crea en nosotros una actitud de humildad y de gratitud y, además, nos abre y nos dispone a las iniciativas del Espíritu santo, a dejarnos dirigir por él, a dejarnos hacer para que realice su obra en nosotros.

       EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO, MISTERIO DE AMOR

       Pocos le entendieron, pocos le siguieron. Muchos, que le vieron y que estuvieron con él, no tuvieron un encuentro auténtico y verdadero, es decir, no llegaron a conocerle en sentido bíblico.

       Se proclama el siervo sufriente, cuando todos esperaban a un gran señor. Ha venido, no a ser servido sino a servir (Mt 20, 28). La dificultad no sólo proviene del misterio de su persona, sino también por las exigencias radicales que impone a sus seguidores.
       Su vida, siempre plantea un problema. Muy pocas de las personas que le encontraron, se hicieron sus discípulos.

       En lugar de enumerar los obstáculos que se oponen a lograr un auténtico encuentro con Cristo, me voy a fijar sólo en el mayor y que contiene prácticamente a casi todos los demás: el sentido de autosuficiencia, de confianza en la propia bondad o en las propias obras. Recordemos la parábola del fariseo que despreciaba a los demás y del publicano, el único, que baja justificado porque se reconoce pecador ante Dios (Lc 18, 9.14).

       El sentimiento de pecado es la condición primordial para encontrarse auténticamente con Jesús. Lo experimenta san Pedro después de la pesca milagrosa (Lc 5, 8). San Pablo, el abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda kaugesis, suficiencia, glorificación (Gál 2, 16; Rom 3, 21-28) y añadirá machaconamente: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe, sino que viene de Dios» (Ef 2, 8.9). ¿Qué es este gloriarse que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea y es. Esto es lo que hace un judío educado en las escuelas de los escribas y fariseos; al cumplir la ley, viene a ser él mismo, con sus obras, el que gana la salvación. Por obras, entiende san Pablo, lo que el hombre hace por sí, independientemente de la gracia de Dios.

       Esta autosuficiencia, se puede manifestar igualmente en la seguridad de la propia ciencia, de la propia doctrina, comprendida la teológica. Si nuestra doctrina se erige como medida de la verdad, no encontraremos a Cristo. Esto ha sucedido, a veces, a los sabios y prudentes, a los que Jesús, que es el Maestro, les ha ocultado los misterios del Reino y se los ha revelado a los pequeños, a los discípulos (Mt 11, 25).

Esta suficiencia se manifiesta en el cerrarse egoístamente a los demás. Es lo que sucedió a Simón el fariseo, el que invitó a Jesús (Lc 7, 36-50), quien encerrado en su pureza farisaica, se escandaliza de que el Maestro acepte el gesto de una pecadora pública, que con sus lágrimas le mojaba los pies, y con sus cabe- ¡los se los secaba; que besaba los pies y los ungía con perfume. El fariseo desconocía que hay más amor donde más se ha perdonado. Como él pensaba que Dios no tenía nada que perdonarle, era incapaz de amar. Aunque ya antes hemos reflexionado sobre este encuentro quiero indicar que el versículo 47, según el texto original griego se puede traducir: «le son perdonados sus muchos pecados porque ha amado mucho». Los gestos de la mujer demuestran un gran amor, amor que merece el perdón de sus faltas.

       Pero igualmente se puede traducir: «le son perdonados sus muchos pecados y por eso manifiesta mucho amor». Gusta más esta segunda traducción que además se ilumina con la parábola de los dos deudores: «Amará más aquél a quien se le perdonó más».
       Traduciendo de este modo, tocamos un punto esencial para entender cómo es el Reino que nos ha traído Jesús. Es un don que se da gratis a todos los hombres. Los fariseos enseñaban que hay que merecerlo. Y al igual que los sacerdotes-saduceos exigían el cumplimiento de la ley y los sacrificios del templo. Ya comentamos en el capítulo IV, el texto de Jeremías 9, 23, texto que califico de esencial para entender cómo llegó el judío a constituirse en autor de su propia salvación.

Jesucristo enseña que el Reino se da gratis a los hombres, sin que ellos lo merezcan y aunque no lo merezcan. Basta con estar dispuesto a recibirlo como un don y a aceptarlo como tal. Por eso, la conversión no es una obra puramente humana, sino don de Dios. El perdón y el amor se reciben gratis y eso capacita al hombre para responder con todas sus fuerzas. Dios, lo veremos en la parábola del hijo pródigo, es el padre que otea el horizonte para ver si vuelve el hijo, y cuando éste regresa no le pregunta o le reprocha, sino que se echa a su cuello y lo abraza.

       Jesús predica que Dios es amor, e invita a la conversión, que es el fruto de haber recibido el amor de Dios, y se manifiesta con el agradecimiento de saberse amado por él. En la historia de Israel se da un pragmatismo de cuatro términos por este orden: pecado, castigo, arrepentimiento y salvación. Pero en el profeta Ezequiel encontramos un orden diferente, en el que se echa de ver un mayor progreso en la revelación: pecado, castigo, salvación y arrepentimiento. Todo en la historia de la salvación es un don gratuito y, de este modo, es únicamente obra de Dios. El arrepentimiento es fruto de la salvación ya realizada como en este episodio de la pecadora perdonada (siguiendo) la segunda traducción del versículo 47 de este suceso evangélico). El perdón mayor produce en ella el mayor amor.

       ¡ La vida de aquella mujer cambia cuando se encuentra con Jesús, que no la margina por su vida pecadora, ni por su condición social, sino que la respeta, la acoge y la ama.       Nosotros, al ser conscientes de lo mucho que nos perdona el Señor, estamos obligados a manifestarle mucho amor. Para finalizar esta meditación formulamos una pregunta: ¿Cómo tendremos un encuentro fuerte con Jesucristo en estos ejercicios espirituales? Nuestro encuentro con él hoy será diferente del que tuvieron sus seguidores inmediatos, pues ya no es al Jesús de Nazaret a quien seguimos, sino al resucitado, que está sentado a la diestra del Padre (Mc 16, 19). Por una parte nuestro encuentro es más fácil porque la experiencia histórica de sus contemporáneos permanece válida, y la fe de los apóstoles y de todos los santos que nos han precedido hacen más creíble la buena nueva, el evangelio.

       Por otra parte, es más difícil porque carecemos de aquellas vivencias de los discípulos que le seguían y vivían con él, y porque no siempre somos transparencia de Jesucristo y signos suyos en el mundo. Le vamos a pedir al Padre bueno de los cielos que cada uno de nosotros seamos signo que hable de Jesús a todos los hombres.

OCTAVA MEDITACIÓN: SOMOS PECADORES, NECESITAMOS DE CONVERSIÓN

       “Si decimos: no tenemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y justificarnos de toda injusticia. Si decimos: no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo, el justo. El es victima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn, 1, 8—2, 2).


       En este texto se afirma rotundamente que hemos pecado, que somos pecadores. Por eso, esta meditación se podría comenzar leyendo el capítulo 16 del libro del profeta Ezequiel, la historia simbólica de Jerusalén, parábola misteriosa y dolorosa de una esposa infiel, prostituida y adúltera. Su lenguaje crudo, engendra vergüenza y confusión por ser la historia de nuestra vida pecadora.

       Creados por Dios a su imagen y semejanza (Gén 1, 26), por Dios que es amor (1 Jn 4, 8.16), creados para ser amor, hemos ensuciado su imagen, nos hemos prostituido, hemos corrido tras los ídolos y ahora nos hemos de convertir para servir al Dios vivo y verdadero (1 Tes 1, 9).

       Toda la historia del pueblo escogido nos habla de la existencia del pecado, demuestra la corrupción de costumbres. El yahvista del siglo X, autor de Gén 3, pretendió dar respuesta al problema del origen del mal, que puede concebirse así: el hombre, creado por Dios a su imagen, es un ser para el creador; nacido del amor de Dios y para amarle. Llamado a la intimidad con Dios, sólo en su amistad es en la única atmósfera en la que se puede realizar.

       El autor de la Biblia enseña dos cosas ciertas, una que ha recibido de su fe: Dios ha creado al hombre para que sea dichoso y libre; no ha creado el pecado, ni el mal. Otra, que sabe por experiencia: que el hombre es malo, pecador. La corrupción de costumbres es universal. El pecado exterior: la desobediencia, y el interior: el orgullo, entran en el mundo. Se invierte el orden establecido por Dios y se deforma su imagen. Los efectos son: separación de Dios, división entre los hombres, desarmonía en la naturaleza, dolor y muerte.

       El pecado es rechazo del amor de Dios y en los profetas se llama fornicación, infidelidad y adulterio.

       El escritor de Gén 3 usa una especie de parábola para ilustrar las trágicas consecuencias del pecado, como constata en sí mismo y en sus contemporáneos. En sus comienzos, la situación era privilegiada. Dios, como un alfarero, ha hecho una estatua de barro; le sopla en las narices, le hace ser viviente, humano, espiritual, y le coloca en el jardín del Edén.

       Hay aquí abundancia de antropomorfismos, como en general aparecen en toda la Biblia. Interesa clarificar el valor de los antropomorfismos, pues no se trata de imágenes carentes de realidad. A este respecto, la opinión de los estudiosos del antiguo testamento es prácticamente unánime. Los antropomorfismos no pretenden diseñar un Dios antropomórfico, ni humanizar a Dios. Más bien, intentan traer al Dios viviente cerca del hombre; pretenden inculcar en la conciencia humana la personalidad viva de Dios, y así mantener y fortalecer la vida y el sentimiento religioso del hombre. Tienden a que el hombre no conciba a Dios como una idea abstracta, como un ser lejano y despreocupado de él, como un ser que permanece indiferente ante su situación y su pecado. Buscan presentar el ser divino a la conciencia del hombre, con todo su apasionado dinamismo, para que el hombre pueda encontrarse con Dios con la misma intensidad y concreción con que se encuentra con un hombre.

       El antropomorfismo encierra una riqueza superior al sentido que, primariamente, nos puede venir del término. Es una revelación, al modo humano, que si bien esconde las profundidades del misterio de Dios, al mismo tiempo, de algún modo, las manifiesta y revela. A este respecto, me parece significativo un texto de Pinchas Lápide: «Así, si existiese un Dios que no fuera comunicable, éste no sería un Dios hebreo, pues nosotros los hebreos vemos este mundo solamente de modo teocéntrico, pero a nuestro Dios, lo experimentamos solamente de modo antropocéntrico. Nosotros, no conocemos algún Dios-en sí, o sea, un dios de los filósofos griegos. Nos es desconocido un aseísmo. Nosotros solamente podemos experimentar un Dios que se nos da a conocer en modo antropocéntrico. Por tal motivo todos los atributos judaicos de Dios, están orientados al hombre. ¿Qué otra cosa son bondad, gracia, misericordia y amor, sino atributos antropocéntricos? Así y solo así nosotros podemos experimentar a Dios, sin pretender agotar, Dios nos guarde, su esencia. Sería una blasfemia, pero solamente de este modo lo podemos experimentar, a través de sus modos de revelación, como por ejemplo la bondad, la misericordia y el amor».

       Ezequiel, en una elegía que hace contra el rey de Tiro, reproduce el pecado de Gén 3 e ilustra gráficamente el aspecto del pecado, no sólo como ofensa a Dios, sino especialmente como mal para el hombre mismo. Para santo Tomás de Aquino, el pecado no sería una ofensa a Dios, sino se opusiese al bien del hombre, pues afirma «Dios no se siente ofendido por nosotros, sino en la medida en que actuamos contra nuestro propio bien».

       El pecado es lo más contrario al proyecto de Dios sobre el hombre. Es como el no ser. Santo Tomás se atrevió a afirmar que mientras los hombres son pecadores, no existen. El pecado puede llevar al infierno, no propiamente por una condena de Dios, sin por la condena del propio hombre. Es un estado de separación de Dios escogido por el hombre y no un castigo de Dios infligido al pecador.

       Como ha escrito el papa Juan Pablo II: «El destino a la condenación eterna, no es otra cosa que el definitivo rechazo de Dios. En ella no es tanto Dios quien rechaza al hombre, como el hombre quien rechaza a Dios».

       Karl Rahner ha escrito: «La pena del pecado es un dolor intrínseco causado por el mismo pecado; no es un castigo adicional de Dios».

       Este es el sentido del concepto de ira de Dios, tan frecuente en la Biblia. Esta ira sale del corazón herido y angustiado de un Padre que quiere lo mejor para sus hijos y les advierte del peligro tremendo de perder la vida para siempre.

       El Padre, que es bueno, quiere que también nosotros lo seamos. Si no lo somos, nos exponemos a perderlo todo para toda la eternidad. Si se consumase esa verdadera catástrofe, sería el hombre quien se condenase a sí mismo; al cerrarse al amor, ya no puede ser amigo de Dios; es más, considera a Dios como enemigo. En este sentido es como únicamente podemos hablar de la ira de Dios.

       El cardenal Carlo Maria Martini ha escrito acerca de «la situación insoportablemente dolorosa de separación de Cristo, de la exclusión eterna del diálogo del amor divino; trágica posibilidad pero necesaria si se quiere tomar en serio la libertad de aceptar o rechazar lo que Dios ha dado al hombre»4.

      Universalidad de la salvación

       Aunque la fe cristiana proclama la realidad de la salvación universal, la posibilidad real del infierno expresa la responsabilidad de la libertad de que Dios ha dotado al hombre. Dios quiere ser aceptado libremente. Nadie puede salvarse contra su propia voluntad. Dios quiere la salvación de todos, por eso san Pablo habla de desbordar, de rebosar de esperanza (Rom 15, 13). Dada la victoria de Jesucristo sobre el pecado y sobre la muerte hay que esperar la salvación de la humanidad. Esa esperanza exige la radicalidad de nuestro amor cristiano.

       Mientras que la posibilidad real de una condenación eterna impone una seriedad a la existencia del hombre, también es cierto que la voluntad salvífica de Dios nos anima a una entrega llena de esperanza en su infinita misericordia.

       En los símbolos de fe de la Iglesia primitiva se afirma que Jesucristo ha traído la salvación no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres. Y el concilio Vaticano II sostiene que la salvación la ofrece Dios, por caminos misteriosos, también a todos los que no conocen a Cristo. En el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia dice: «Aunque el Señor puede conducir a los hombres que ignoran el evangelio inculpablemente por caminos que él sabe a la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios» (n.° 7). Estos caminos sólo conocidos por Dios son la obediencia a la propia conciencia recta, adhesión a la verdad, obrar el bien y evitar el mal. En el juicio final, Mt 25, 3 1-46, que es el sumario de todo el evangelio, la salvación es para todos los que han socorrido a los necesitados, conozcan o no a Jesucristo.

       Leyendo en profundidad los textos bíblicos del nuevo testamento, se siente una invitación, se abre la posibilidad para esperar la salvación de todos los hombres. En el plan de Dios ninguno queda excluido de la posibilidad de salvarse. Ya en la presentación del niño Jesús en el templo se afirma que «Dios ha preparado la salvación a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles» (Lc 2, 30-32).

       «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5, 21). «Todo Israel será salvo» (Rom 11, 26). «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rom 11, 32). «Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud» (Heb 9, 28). «Dios tuvo a bien resucitar por Cristo y para Cristo todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19.20). «Dios Padre se propuso realizar en la plenitud de los tiempos, y hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9.10). «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.., porque sólo hay un solo Dios y solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos» (1 Tim 2, 5.6). «Se ha manifestado la gracia de Dios salvador a todos los hombres» (Tit 2, 11). «El Señor no se retrasa en el cumplimiento de las promesas, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 Pe 3, 9). «Cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). «Para que tu Hijo dé la vida eterna a todos los que tú le has dado» (Jn 17, 2).

       Con frecuencia se ha restringido el sentido de estos textos bíblicos de salvación universal. Por eso pienso que sería bueno y provechoso meditar también este largo texto paulino, tan denso y tan maravilloso: «Por el pecado de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte. ¡ Cuánto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la salvación! Por tanto, si el pecado de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la salvación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno, todos se convertirán en justos. Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y así como reinó el pecado causando la muerte, así también por Jesucristo nuestro Señor reinará la gracia causando la salvación y la vida eterna» (Rom 5, 17-21).

       Considerarse pecador es un don del espíritu. Debemos tener gratitud por todo lo que nos ha sucedido, no sólo por los bienes recibidos sino también por los males. «Bienes y males, vida y muerte, pobreza y riqueza vienen del Señor» (Edo 11, 14). Todo es don de Dios hasta los fracasos: «Acuérdate de todo el camino que Yahvé, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte» (Dt 8, 2). Hubo pecados e infidelidades: «Acuérdate. No olvides que irritaste a Yahvé» (Dt 9, 7).

       Pero Dios es ternura y misericordia, también cuando castiga. Es más, como escribe Tagore, sólo el que ama puede castigar: «Di de él cuanto quieras, pero yo sé mejor que tú y que nadie de las faltas de mi niño. Yo no lo quiero porque es bueno, sino porque es mi hijo. ¿Y, cómo has de saber tú el tesoro que él es, tú que tratas de pesar sus méritos con sus faltas? Cuando yo tengo que castigarlo, es más mío que nunca. Cuando le hago llorar, mi corazón llora con él. Sólo yo tengo el derecho de acusarlo y penarlo, porque solamente el que ama puede castigar».

       En el Deuteronomio se pide que procuremos sacar una lección al recordar los sufrimientos y humillaciones por las que pasamos y no violemos los derechos del extranjero y dejemos parte de la recolección y de la vendimia para los pobres (24, 17-22). Recuerda lo que en favor tuyo hizo el Señor al faraón (7, 18.19), y ese recuerdo será tu fortaleza, esa realidad te ayudará a superar tu turbación y a comprender que Dios todo lo ha dispuesto para tu bien. Considerarse pecador es un don de Dios, pues ayuda a comprender que Dios es misericordioso con los pobres y con los pecadores.

Somos pecadores

       Pecadores son los que, reconociéndose como tales, se abren a la salvación, y justos los que estando convencidos de su justicia, se cierran al evangelio (Lc 18, 9-14): Parábola del fariseo y del publicano.

       En estos textos aparece que la predilección de Dios por ellos es gratuita, pero no arbitraria. Aunque Dios exige en los pecadores algunas disposiciones, éstas no son suficientes para la salvación. Dios nos salva por pura misericordia y, de ese modo, la elección de Dios es puramente gratuita. Pobre es el que acepta la salvación como don de Dios. Los pequeños y los pecadores del evangelio son los beneficiarios de la buena nueva que será anunciada a los pobres (Is 61, 1-3).

       El reino de Dios se acerca a los pobres (Mt 11, 5; Lc 4, 18; 6, 20), y para Jesús los pobres son los pecadores, publicanos, prostitutas (Mc 2, 16; Mt 11, 19; 21, 32; Lc 15, 1); los sencillos (Mt 11, 25); los pequeños (Mc 9, 12; Mt 10, 42; 18, 10.14), los más pequeños (Mt 25, 40.45), los que ejercen profesiones despreciadas (Lc 18, 11). Son personas difamadas, las que gozan de baja reputación y estima, los incultos e ignorantes, cuya ignorancia les cerraba la puerta de acceso a la salvación. Son los despreciados de la sociedad, «la turba maldita que no conoce la ley», como les llaman los fariseos (Jn 7, 49).

       Jesús comparte la mesa con los pecadores, publicanos, marginados (Mt 9, 11; Lc 15, 2), lo que en el mundo oriental supone una de las mayores expresiones de intimidad que pueden darse y expresan una relación de confianza total. Sirve hasta para rehabilitar a un cautivo (2 Re 25, 27-30). Jesucristo solía hablar del Reino inminente como de una comunidad de mesa (Lc 22, 16). En esta línea habría que sopesar esta actitud de Jesús de comer con los pecadores.

       La predilección de Jesús por los publicanos y pecadores está descrita maravillosamente en el capítulo 15 de Lucas. Estas parábolas revelan que el Reino es para todos y que las predilecciones de Dios son para los más necesitados. De ahí, la alegría de encontrar la oveja perdida. Es natural que 99 valen más que una, pero una, en cuanto perdida, está por encima de las 99. La alegría que siente el pastor por encontrar la oveja perdida, es mayor que la que experimenta por todas las demás que permanecen en el redil.

       Esto resulta tan difícil de entender que fuera de la tradición sinóptica, el sentido conflictivo y provocativo de esta parábola parece haberse falsificado pronto. En el evangelio apócrifo de Tomás, encontrado en Nag Hamadi, se narra esta parábola con sentido diferente. La oveja que se ha perdido es la más gorda, la preferida del pastor y por eso él deja a las demás para ir a buscarla: «El Reino se parece a un pastor que tenía cien ovejas. Se perdió una de ellas que era la más gorda. El dejó las otras noventa y nueve y buscó a esta sola hasta encontrarla. Tras esa fatiga le dijo: Te amo más que a las noventa y nueve». En la parábola evangélica no hay ninguna preferencia anterior. Sencillamente por haberse perdido es la más querida. La parábola describe la misericordia infinita de Dios.

       Lo mismo ha sucedido en las parábolas de Lázaro y de los obreros de la viña. También en éstas hay añadidos significativos que cambian la doctrina del Señor. Donde Jesús habla de un mendigo sin más, los apócrifos añaden que era un escriba piadoso, y de los jornaleros de la viña, dice que habían trabajado en dos horas más que sus compañeros en todo el día.

       Hace tiempo que he reflexionado sobre estas añadiduras a las parábolas. Al leer la parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16) y al comprobar que el amo paga igual a los que trabajaron una hora que a los que durante la jornada soportaron el peso del día y el calor, se queda uno perplejo. Además, ¿por qué pagó primero a los últimos creando una falsa expectativa en los primeros haciéndoles creer que ellos recibirían un jornal mayor?

       El amo, al obrar de ese modo, quería que los trabajadores de/ primera hora se alegraran comprobando su generosidad y que ellos se sintieran dichosos de haber podido trabajar —estar cori su amo— todo el día.

       No se puede, al hablar de Dios, utilizar nuestra manera mez- quina de pensar y actuar. Es otro el modo de obrar divino. Espera que todos se sientan felices de estar en su presencia sin que jamás se les ocurra hacer comparaciones. Dios, como un amante  incomprendido, les reprocha que sientan envidia por su generosidad. ¿Por qué os enfadáis tanto si vosotros habéis estado conmigo todo el día y os he dado lo que me habíais pedido? Es lo mismo que el padre le dice al hijo mayor en la parábola que vamos a contemplar: Hijo mío, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Esto es lo único importante y no el cordero para el banquete a la vuelta del hijo menor.

       A Dios no lo podemos catalogar como al amo que trata de sacar el máximo rendimiento al precio más bajo, sino que lo hemos de contemplar como el padre que todo lo perdona, que lo da todo y que no mide su amor según nuestro comportamiento. Dios Padre-entrañable es el tema del capítulo siguiente. «Desde las entrañas de mi madre ha anunciado mi nombre y lo tiene tatuado en la palma de sus manos» (Is 49, 2.16). «Porque tú has formado mis entrañas, me has tejido en el vientre de mi madre» (Sal 139, 13). Nos ama antes de que nadie pueda demostrarnos su amor (1 Jn 4, 19), nos tiene un amor ilimitado y quiere que sus hijos amados sean tan cariñosos como él.

       En las parábolas originales de Jesús no se dan estas añadiduras; se trata de un pobre, de unos trabajadores desempleados, de una oveja perdida. Sólo por eso son bienaventurados. La misma doctrina se desprende de la parábola de los invitados a la cena. Los ricos rehusaron asistir (Lc 14, 16-24). Tenían cosas muy importantes a las que atender. Si los pobres disfrutaron del banquete, no fue porque eran más tus, sino porque no tenían motivos para dejar de asistir. No hay en estas parábolas una canonización de la pobreza como fuente de valores y de virtudes. Las manos de los pobres no están más limpias, pero sí más vacías para recibir el don del Reino. Carentes de otros bienes, acogen con más facilidad la ayuda que se les ofrece. Dios concede el Reino a los marginados, a los desgraciados, por la fidelidad que se debe a sí mismo, ya que como reivindicador de toda justicia, ha de ser el valedor de los pobres en un mundo en el que ellos son tan injustamente tratados. Jesucristo ha optado por ellos, no porque sean mejores, sino porque son marginados, porque están fuera de los que se creen de rango superior. Esa es la bondad misericordiosa de Dios.

       Jesús responde a la acusación que le hacen de que come con publicanos y pecadores (Mt 9, 10-13), diciendo que no necesitan de médico los fuertes —los sanos en Lucas—, sino los enfermos. No se afirma que los publicanos y pecadores sean más buenos, pero se niega la superioridad de los fariseos. Ellos se creen sanos, y por lo tanto desconocen la necesidad del médico.

       Jesús en Mateo, al citar el texto de Oseas, «misericordia quiero y no sacrificio», enseña que el ser justos no es obra de hombre (por ejemplo, de su penitencia), sino de la bondad de Dios. El fariseo se gloría —no es como el resto de los hombres— (Lc 18, 11), mientras que el publicano no tiene de qué presumir. Hay una natural tendencia a cerrarse en el poderoso y a abrirse en el marginado. Más tarde el Maestro, sacará todas las consecuencias de esta doctrina: «Los publicanos y las prostitutas entrarán en el Reino antes que vosotros» (Mt 21, 31). Pues los sanos no se saben necesitados de médico y los enfermos sí. El conocimiento de esa necesidad lleva a la conversión.

       Se trata de ser conscientes de que somos pecadores —vaso de barro (2 Cor 4, 7)—, como expresa este pensamiento de Romano Guardini: «Cuando Jesús dice que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores, no quiere decir que excluye a los justos de la salvación, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores, no existen para la redención, o mejor dicho, su redención consiste, ante todo, en que descubran y reconozcan que son pecadores». Y también es interesante la reflexión de san Agustín: «Al decir Jesús que ha venido a llamar a los pecadores, es claro que los llama para que dejen de ser pecadores; no se imaginen los hombres que, como Dios ama a los pecadores, será bueno que ellos tengan pecado siempre para que así los ame Cristo. Cristo ama a los pecadores, como el médico al enfermo, es decir, para bajar la fiebre y sanarle; no le quiere mantener enfermo por el placer de visitarle, quiere que sane; de ese modo Cristo no viene a llamar a los justos, viene a llamar a los pecadores para justificar a los impíos».

La parábola del hijo pródigo

       Meditemos la parábola del hijo pródigo (Lc 15), o mejor, podríamos llamarla del padre amoroso y misericordioso, ya que expresa la espléndida revelación del amor de Dios.

       Ante el escándalo que los fariseos y escribas experimentan al ver a Jesús acogiendo a los pecadores y sentándose a la mesa para comer con ellos, él les cuenta esta parábola.

       Más que pensar en un hijo que derrocha o en otro hijo que cumple, hay que reflexionar en un corazón que ama, en un Padre-Dios-misericordioso y lleno de ternura.

       Los fariseos no pueden comprender a un Mesías sentado a la mesa entre toda clase de pecadores. También a nosotros nos cuesta entenderlo. Dios es siempre sorprendente.

       La parábola del hijo pródigo es tan hermosa, tan soberana en su sencillez, tan clara para su entendimiento, tan universal en sus consecuencias, tan tierna en su exposición, que no necesita ningún otro comentario que pueda enriquecerla o aclararla. Basta con sólo su enunciado para que sus palabras atraviesen el corazón de cualquier hombre que la escuche.

       Charles Péguy ha escrito: «Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables hombres y ha tocado en el corazón del hombre un punto único, secreto, misterioso, inaccesible a los demás. Durante todos los siglos y en la eternidad los hombres llorarán por ella y sobre ella, fieles e infieles por toda la eternidad hasta el día del juicio y hasta en el mismo juicio.

       Esta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, la que ha tenido más éxito temporal y eterno. Es célebre incluso entre los impíos y ha encontrado en ellos un orificio de entrada y quizá es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío, como un clavo de ternura. Puesto que él dijo: un hombre tenía dos hijos... y el que la oye por centésima vez es como si la oyera por vez primera. ¡Qué punto sensible ha encontrado en el corazón del hombre!».

       San Lucas comienza así: «Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos dijo al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde...» (15, 12-32).

Conocemos el contenido de la parábola. El hijo menor huye de la casa paterna. Busca una libertad mayor y desea enriquecer- se con nuevas y desconocidas experiencias. Se lanza a una vida de aventuras, buscando su felicidad.

Todos estamos retratados en este hijo insatisfecho que se cansa de todo, del cariño, de la abundancia, del trabajo de cada día. Después se cansará de las juergas. Todos somos hijos pródigos, despreciamos los alimentos de la mesa paterna y buscamos con ansiedad las bellotas de los cerdos.

       Pero, entrando dentro de sí, se dio cuenta de lo que había perdido, y comenzó a hambrear, no sólo el pan, sino el amor y la ternura del padre. Se llena de coraje, ante lo difícil del retorno a la casa paterna. Le parece imposible que después de lo que ha hecho tenga abierta la puerta de la casa. Pero, «para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37). El Señor puede hacer que el rico Zaqueo se haga tan delgado que quepa por el ojo de una aguja (Lc 18, 25; 19, 9).

       Muchas veces debió añorar la casa paterna. Por eso vuelve; y vuelve, porque en la lejanía de la casa que dejó atrás, descubre su miseria, su desvalimiento y el cobijo que el corazón del padre le proporcionaba.

       El equipaje de la vuelta es bien distinto del que se llevó en la huida. Se ha divertido, pero el sufrimiento que ha recibido por ello ha sido mucho más profundo y duro que todos los placeres que le pudo proporcionar su aventura. El andamiaje que al partir había construido, hecho de su libertad, de sus pasiones y de su dinero, se ha venido abajo. No quedaba nada. A lo más los escombros de lo derruido.

       Acepta el fracaso. Ahora vuelve hambriento, pobre, inerme, con la cordura del arrepentido. Se pone en camino para ir al encuentro de su padre, con el hatillo al hombro de su propio discurso, que el dolor ha preparado y que el padre, en su gozo y en su alegría, no va a necesitar para perdonarlo.

El padre ocupa el lugar central de la parábola. Dios es el padre entrañable, no un policía de tráfico que está esperando que cometamos una infracción para podernos multar. No nos ajusta las cuentas cuando volvemos a él, sino que nos recibe con efusión de abrazos y besos y nos regala el traje de fiesta y nos prepara el cordero cebado.

       El Padre que nos revela Jesús en esta parábola no es el padre que oprime y castiga. Es el padre que deja a sus hijos hasta la libertad de alejarse de él y derrochar la herencia; el padre que abraza al hijo extraviado y que lo premia dándole el perdón.

       El amor y la esperanza seguían intactos en el corazón paterno. Todos los días salía a la puerta de su casa y oteaba el camino para ver si le venía y lanzarse a correr a su encuentro.

       La parábola describe minuciosamente y con lenguaje rico en símbolos el mejor vestido, sandalias, anillo, y sobre todo, la alegría por este hijo que estaba perdido y ha sido hallado, que esta ba muerto y ha vuelto a la vida. Y esta alegría, como toda alegría profunda, necesita ser comunicada y por eso, manda preparar un banquete, signo más alto todavía del amor del padre.

       Este hijo con el perdón ha recuperado todos sus bienes, el puesto que antes ocupaba en la casa. La acogida paterna ha sido completa, total, sin fisura alguna. El sentido profundo de la parábola hay que extenderlo a todos aquellos hijos que, a través del tiempo, constituirán la humanidad entera. Es la parábola de la gran misericordia de Dios y de la esperanza del hombre.

       El encuentro.

       Leamos pausadamente el texto: «Cuando todavía estaba lejos, le vio su padre». Le ve antes con el corazón que con los ojos. Las cosas más hermosas son invisibles a los ojos y sólo visibles al corazón. En sueños le había visto muchas veces. Ahora, le ve en realidad.

       «Conmovido, corrió». Las entrañas de padre se conmocionaron. Sus ojos llenos de alegría se cubrieron de lágrimas. Corre con los brazos abiertos. ¿De dónde saca tanta energía? Es la prisa del amor.

       «Se echó a su cuello». No permitió que él cayera de rodillas a sus pies. El abrazo tan cálido fue capaz de meterlo dentro de sus entrañas.       «Y le besó efusivamente». Esta es la estampa más preciosa. Apenas le deja hablar; su ternura se lo impide.

       El evangelista Lucas hace entrar en escena al hijo mayor cuando ya se ha desarrollado lo esencial de la parábola. No obstante tiene mucha importancia observar el comportamiento de este personaje en el que muchos también podríamos reconocernos. Al volver de su trabajo y conocer la noticia de la vuelta de su hermano, se irrita y se niega a entrar en casa. Representa la parte sombría de la fiesta. No tiene entrañas. Hubiese preferido que su hermano no volviera. Todo habría sido para él: el cariño del padre y la herencia.

       El ha cumplido con todos sus deberes y nunca se celebró fiesta alguna por ello. Rehúye participar en el gozo familiar, que naturalmente debería haber sido su gozo. Tal vez nunca se sintió hijo en la casa del padre y, consiguientemente, tampoco hermano de su hermano.

       El hijo mayor, centrado en sí mismo, está convencido de su justicia y de su trabajo bien realizado. Nada le preocupa la suerte de su hermano y no es capaz de derribar el muro de su egoísmo y de recibir con entrañas de misericordia a su hermano.

       Pero es el amor entrañable del padre, su bondad, lo que ayuda a derribar los muros que nos separan y a superar nuestros egoísmos para dar cabida al hermano en nuestro hogar y a compartir con él nuestros bienes. La bondad del padre incluye también al hermano mayor: le incita al amor, a hacer espacio para el hermano en su corazón y a compartir con él sus dones.

       Y aquí vuelve la figura del padre a cobrar nuevo relieve. También sale a su encuentro y le dice palabras admirables: «Hijo, tu siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo». Y el padre proclama por segunda vez la causa de su gozo profundo: «Porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Con esta nueva proclamación de la misericordia infinita del padre Dios, se cierra la narración de la más maravillosa de las parábolas.

       Pero, atención, ya que todos podemos ser a la vez hijos pródigos e hijos fieles, participando de los pecados de los dos.

       A veces, se teme que el hijo pródigo, después de la fiesta que se organizó en su honor, acabe por sentirse superior a su hermano mayor y al verse favorecido por una especial predilección del padre, se vaya creyendo acreedor a ella y vaya contrayendo los mismos defectos del mayor. Lo hermoso sería que también el hermano mayor se considerase pródigo, reconociéndose pecador y que «volviera» a la casa paterna, de la que nunca se ausentó y cayera en los brazos de su padre.

       «Tal es la ternura del corazón de nuestro Dios, sus entrañas de misericordia» (Lc 1, 78). El hijo pródigo, gracias al perdón, ha descubierto toda la ternura del corazón de su padre. Cuando el hijo se da cuenta de la alegría con que lo recibe, se aproxima a él con una nueva intimidad. La pérdida se convierte en ganancia. Al saborear el perdón adquiere un conocimiento profundo, no sólo del amor de Dios, sino también de su propio pecado.

       El perdón del padre significa un don mayor que todos los anteriores que disfrutaba en la casa paterna. La nueva creación supera con creces a la primera, como decíamos antes en la liturgia de la eucaristía: «Oh Dios que maravillosamente has creado la humana naturaleza y más maravillosamente la has restablecido!». El hijo perdonado puede exclamar con la liturgia de la noche del sábado santo: ¡Oh feliz culpa!... El pecado ha hecho posible un progreso, un enriquecimiento, no sólo porque la segunda restauración aventaja a la primera creación, sino porque el perdón del padre ha revelado al hijo la verdadera magnitud del perdón divino. Gracias a ese perdón tan generoso, el pródigo ha podido saber hasta dónde llegaba la ternura del padre para con él.

Necesitados de conversión

       Al percibir, como el hijo pródigo, la ternura del corazón de nuestro Padre, sentimos profundos deseos de conversión. Queremos cambiar la ruta y la meta de nuestra vida, dándole un nuevo sentido a nuestra existencia y realizar una opción fundamental distinta de la que poseíamos, haciendo una nueva jerarquía de valores: ya no interesa la gloria, la fama, el éxito, los negocios, sino Cristo que es el centro de nuestra vida y por el que nos ponemos al servicio de todos para hacerlos bienaventurados.

       Un caso concreto y de la vida de cada día puede iluminarnos. Por eso me gusta lo que afirma Colette de su padre. «Por ella, su mujer, le había gustado al principio lucir, hasta el día en que al crecer el amor, mi padre prescindió del deseo de deslumbrar a mi madre»7.

       La conversión es el núcleo central de la doctrina de Jesús, sus primeras palabras que son, a la vez, un sumario o el programa del evangelio (Mc 1, 15). No es un mero cambio de mente o de ideas, sino la realización de un modo de vida evangélico. Es volver a nacer (Jn 3, 3), renovando el espíritu y revistiéndonos del hombre nuevo (Ef 4, 23.24), ya que el que está en Cristo es una nueva creación (2 Cor 5, 17). No importa que ese nuevo nacimiento exija que nuestro hombre viejo sea crucificado (Rom 6, 6) y tenga que desaparecer como el grano de trigo para que produzca mucho fruto (Jn 12, 24): Si el grano de trigo no cae en tierra no habrá vida en él.

       Para convertirnos hay que descender al hondón de nuestro ser. Tenemos que adquirir una nueva personalidad que no se realiza modificando la envoltura de nuestro ser, como no se cambia de personalidad al variar de traje. Hay que adquirir un espíritu nuevo, el Espíritu de Jesús. Hay que transformar el hombre carnal en hombre espiritual realizando la metamorfosis del gusano de seda en mariposa, como de modo tan gráfico describe santa Teresa de Jesús.

       Esta transformación se suele experimentar en días de ejercicios espirituales. Impresiona oír: ¡Cómo he cambiado! ¡soy otra persona! Quiero traer aquí el siguiente testimonio que me confió un ejercitante: «He sido el primer sorprendido por la práctica de este tipo de ejercicios espirituales basados en la Biblia, pero tengo que admitir que me han sacado de la rutina y la tibieza; me han impactado profundamente y han transformado totalmente mi vida, acercándome a Jesús, en el desierto de este corto retiro de mi vida y de mi actividad.

       He conocido a Jesús, su vida, su palabra y su oración por la descripción de los evangelistas y la meditación de las distintas citas bíblicas.

       Vivimos en tiempos de estudio y de investigación, necesarios para adentramos en el conocimiento de las cosas, y sólo conociendo a Jesús, se le puede amar, querer y seguir. Nuestra religión, lo ha dicho el director de los ejercicios, no es una doctrina, ni una filosofía, es una vida, la de Cristo.

       Sin sentimentalismos, en estos ejercicios he sentido que Jesús me ha llamado para estar con él; y quiero, siguiendo la senda de las huellas que el Señor dejó en el monte de los Olivos (las que buscó san Ignacio) no apartarme de ellas, para con seguimiento y amor vivirle hasta el fin de mis días»8.

       Pero atención, los que dejaron de ahondar en el proceso de su conversión, de nuevo cayeron en la mediocridad y en la tibieza. Jesús se lamentó de los que después de haber puesto la mano en el arado, volvieron la vista atrás (Lc 9, 62) y de los que después de haberse sentido atraídos por él, se escandalizaron de su doctrina (Jn 6, 60). Igualmente san Pablo se queja de que Demas le ha abandonado por amor a este mundo (2 Tim 4, 10) y de otros, entre ellos Himeneo y Alejandro, que atraídos, en principio, por el evangelio, después abandonaron su camino y naufragaron en la fe (1 Tim 1, 19.20).

       La conversión es un proceso lento que necesita mucho tiempo, esfuerzo y constancia para realizar la transformación interior y llegar a ser otra persona.

       La conversión es un cambio radical de la persona y como la raíz de la persona está en su mentalidad y en su afectividad, conversión es cambiar de mente y de corazón. La verdadera conversión evangélica no es algo que se realiza de golpe, sino que es un proceso interior que sucede poco a poco y debe durar toda la vida. Es un cambio interior que afecta a todo el ser. No algo estático sino dinámico y se refiere a la manera de pensar, de amar, de vivir. Es un cambio completo de dirección adhiriéndose a Jesucristo para caminar siempre con él.

       La experiencia de Dios la descubrimos especialmente al percibir que escribe derecho en las líneas que nosotros hemos hecho torcidas. Lo encontramos en los momentos difíciles de la vida abriendo futuro y dando sentido. «De los diamantes no sale nada, del estiércol nacen flores», es una frase que explica esta realidad.

       Quien tiene alguna vivencia fuerte de Dios está habilitado para descubrir al Dios que se ha colado por nuestras fisuras. Tenemos experiencia de que él puede realizar maravillas a través de nuestras debilidades y miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia nos capacita para buscar y hallar a Dios en todas las cosas. Descubrirle en la creación, en la historia, en el hombre, es conseguir una experiencia de la vida distinta en todos los aspectos. La experiencia de Dios se ha comparado con el horizonte que divisamos en un día luminoso. Cuanto más caminamos hacia él, más se aleja. Karl Rahner lo expresa así: «Cuanto más amamos a Dios más experimentamos su lejanía siempre creciente y más nos estremecerá el santo imperativo de sus exigencias».

       Como la verdadera conversión no es algo que se realiza de golpe, se puede dar el caso de alguien que desprecie la experiencia de Dios por no constatar de inmediato sus efectos claros. Y que se pregunte: ¿Cómo pudo haber sido lo experimentado una vivencia del amor de Dios si sigo detestando a tal compañero, si sigo siendo mezquino, rencoroso y tengo tan poca fe? Pero quiero recalcar que esa experiencia de Dios, que estremece y embarga, requiere un cierto tiempo para que se convierta en vivencia y penetre en todas las dimensiones de la persona. Hay que aterrizar de alguna manera esos deseos que embargan para que no queden en el aire. Es lo que repito a las personas que pasan una temporada de consuelos, de luces, de presencia del Espíritu para que vayan formando un nuevo ser a fin de que aparezca de nuevo y permanezca estable el santo que llevamos dentro. El sello que deja en el hombre la experiencia de Dios es la paz del espíritu.

       La metanoia es un cambio del ser entero, es volver a nacer de nuevo como le dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 3); es hacer una jerarquía de valores distinta como Pablo (Flp 3, 7); es cambiar el corazón de piedra en un corazón de carne (Ez 36, 26); es gbriarse en la cruz de Cristo hasta llegar a ser nosotros un crucificado para el mundo (Gál 6, 14); es morir con Cristo para resucitar con él (Col 3, 1-3).

       Una conversión tan total no se puede conseguir con nuestras propias fuerzas. Si confiamos en nuestro esfuerzo no acabaremos de convertirnos nunca. Al creer que progresamos en virtud, comenzamos a perder humildad. La santidad no es una conquista, es un don, un regalo del cielo. La conversión es casi imperceptible, «la hierba crece en el silencio y en la soledad de la noche, sin hacer ruido». El que se sabe santo pierde frescura, lozanía. El que hace esfuerzos para serlo a veces se deshumaniza. El mayor ataque que realiza Jesús va contra los que se sabían santos, hasidim, los fariseos, y afirma que: «el que se siente miserable, ruin y pecador, sale del templo justificado» (Lc 18, 14).

       La fascinación de Jesucristo es imprescindible, pero ha de encarnarse en los hechos concretos de cada día, hechos que manifiestan que la conversión es verdadera. «Obras son amores y no buenas razones», afirmaba santa Teresa de Jesús, mujer de tan altos ideales y tan concreta en sus realizaciones, aplicando el refranero español.

Ya meditamos la llamada de Jesucristo al seguimiento, es decir, a la conversión, a venderlo todo con tal de adquirir esa perla y ese tesoro que supone el seguir al Señor. Una llamada tan radical sólo Dios puede hacerla y es que en verdad seguir a Jesús, es seguir a Dios. Pero este darlo todo en el seguimiento de Jesucristo no es una ley que se imponga a todos en su literalidad. Es el ideal del cristiano. Pero, aunque a todos se propone este seguimiento de exigencias tan radicales y la renuncia se extiewde no sólo a los bienes de este mundo sino a la propia vida, sin embargo, no se impone con la inflexibilidad impersonal de una ley; sino como un llamamiento personal que tiene en cuenta la situación de cada uno, y donde caben todas las modalidades y diferencias en el seguimiento.

       El seguimiento de Jesucristo supone renuncia a la propia seguridad, a la propia fama y hasta a la propia vida. Mas esa renuncia no se asume como un deseo de mortificación ascética, ni como un vencimiento para fortalecer la voluntad, sino por el hecho de ponerse en la misma orientación que dirigió la vida de Jesús.

       Ser cristiano es seguir a Jesucristo por amor. El, como a Pedro (Jn 21, 15-19), nos pregunta si le amamos y nosotros respondemos que sí. «Entonces, sígueme». El cristianismo no consiste solamente en conocer las enseñanzas de Jesús, la vida cristiana se da en el seguimiento de Jesús. Sólo allí se realiza nuestra fidelidad. Es el único criterio que poseemos para valorar nuestra espiritualidad. No se da una espiritualidad de la oración, sino del seguimiento, que nos conduce a incorporarnos a la oración del Señor. No existe una espiritualidad de la pobreza, sino del seguimiento, que nos irá despojando de muchas cosas, si seguimos a un Jesucristo pobre. Tampoco hay una espiritualidad de la cruz, sino del seguimiento, seguimiento que, a veces, nos exigirá tomar la cruz. No hay espiritualidad del compromiso, pues la entrega al hermano es el fruto de haberse puesto en la misma orientación que llevó la vida del Maestro.

       Todo cristiano está llamado al dinamismo de su conversión personal y a vivir los valores del evangelio. Esta exigencia evangélica es universal y en ella no hay privilegios o acepción de personas. Todos, si escuchamos las palabras del Maestro y las ponemos en practica, edificamos sobre roca el edificio de la santidad (Mt 7, 24.25).

Pedro, un hecho de vida

       Como un hecho de vida, estudiemos la conversión de Pedro al seguimiento de Jesús, en dos momentos importantes. Los dos suceden en el lago de Genesaret, al comienzo de la vida pública (Lc 5, 1-11) y después de la resurrección (Jn 21, 15-19).

       El primer momento es el de la pesca milagrosa. Pedro, des1 pués de haber pasado toda la noche sin pescar nada, fiado en las

palabras del Maestro, echa de nuevo las redes al mar, y al ver tan gran cantidad de peces, cae de rodillas ante él y consciente de sus miserias le dice: «Aléjate de mí, Señor, que soy un pobre pecador». Jesús lo llama: «No temas. Desde ahora, serás pescador de hombres». Pedro se entrega y la conversión es total, pues Lucas, el evangelista del radicalismo en el seguimiento, añade: «Dejándolo todo, le siguieron».

       Mas a través de los acontecimientos de la vida pública nos damos cuenta de que la conversión de Pedro flaquea. Es verdad que hay entusiasmo y generosidad, pero confía demasiado en sí mismo. La idea que tiene del Reino que predica su Maestro es superficial. Como todos, esperaba un Mesías temporal; por eso, se puso a reprender a Jesús cuando les hablaba de su muerte (Mt 16, 21.22). Al final de la vida pública, todavía discuten entre sí quién era el mayor (Mc 9, 34) y hasta después de la resurrección, esperan la restauración de Israel (Hech 1, 6).

       Pero fue durante la pasión, cuando Pedro experimenta su mayor crisis. El, que había dicho lleno de fervor que no abandonaría al Maestro, aunque lo hicieran los demás (Mt 26, 35), fue el primero en negarle. Se derrumbó; su autosuficiencia se evaporó. ¡El miedo fue más fuerte que su entrega.

       La segunda escena sucede en el mismo lugar (Jn 21), pero se han realizado ya las cosas transcendentales. De nuevo, lo apóstoles no han pescado nada durante la noche, y otra vez a mandato del Señor, la red se llena de peces, 153 de los grandes. Y Jesús aprovecha para llamarle de nuevo a la conversión. Y, a la pregunta tres veces repetida, Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?, no responde que le quiere más que los demás, como hubiese dicho antes de la pasión. Dice sencillamente: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». La respuesta es menos impulsiva, hasta parece menos entusiasta, pero es más serena, más lúcida. Su conversión es más profunda.

       Pedro, aislado de todos los que aparecen en esta escena, es el único que ha de responder a las preguntas de Cristo resucitado. Nadie puede hacerlo por él. Las dos primeras respuestas que da son superficiales; en la tercera aflora todo su pasado y su gran humildad. Las dos primeras veces en la pregunta si «le ama» se usa el verbo agapao, que es la forma más elevada del amor y significa benevolencia, preferencia y respeto, y sólo la tercera vez se utiliza el verbo fileo que tiene un matiz afectivo y emocional, de mayor ternura, y por eso Pedro se entristece al comprobar que Jesús duda de su amor sensible y ardiente, como le había demostrado tantas veces.

       La conciencia acumulada de sus fallos, le ha hecho más humilde y ahora su entrega no se fundamenta en sus posibilidades sino en la palabra del Señor que le llama. Ahora se entrega a un Jesús crucificado y a un reino que no es de este mundo. Antes, había dejado barca y redes pero no se había entregado a sí mismo. Ahora ha alcanzado la madurez para seguir a Cristo en la profundidad de su vida de fe.

       Lo sucedido en Pedro es un modelo para ahondar en nuestra conversión, y caminar como él de una conversión superficial a otra en profundidad de fe. Un día fuimos especialmente llamados y respondimos, al parecer, con generosidad. Todo nos estimulaba. Saboreábamos la presencia del Señor. La oración nos fortalecía. El compromiso con los hombres nos llenaba. Estábamos tan entusiasmados, que superábamos con gozo los sacrificios, las renuncias, las cruces.

       Pero vino el cansancio, se turbó el primer entusiasmo y apareció una creciente insensibilidad. La oración se nos hizo difícil y fatigosa. Al ver que ya no era eficaz para nuestra acción, llegó la tentación de abandonarla. Y vinieron desilusiones, fracasos. La pobreza, la entrega a los demás, se resiente y va perdiendo su primer sabor. Y nos vamos instalando, perdiendo el primer amor. Y viene la tentación del desaliento y nos creemos inútiles.

       El desaliento, el desencanto, la desesperanza, es el pecado actual de los cristianos. Hay que creer que Jesucristo, que su espíritu está con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20)., El tesoro que llevamos en vasos de barro es una fuerza tan extra- ordinaria que es de Dios y no de nosotros (2 Cor 4, 7), sin olvidar que los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios (1 Cor 12, 22). Por eso san Pablo se complace en sus flaquezas, pues cuando se siente débil es cuando es fuerte (2 Cor 12, 10). Ya nos enseñó Jesús que el reino de Dios es como la semilla depositada en la tierra. Aunque el sembrador duerma o se levante de noche o de día, la semilla brota, echa la raíz, luego viene el tallo, la espiga y luego el grano abundante (Mc 4, 26-28).

       La tentación de la inutilidad sigue rondando ahora a muchas personas consagradas, a muchos cristianos comprometidos. Hay un día dramático para casi todos, en el que uno se pregunta ¿valía la pena tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tanta entrega en el seguimiento? Esto sucede cuando nos damos cuenta de tantos esfuerzos inútiles. Entonces habría que gritar que no somos inútiles, sino más necesarios que nunca, porque Jesucristo es hoy, más que nunca, necesario y es a él al que hemos de transparentar, y habría que recordar el consejo de Bernanos a los jóvenes: «Pase lo que pase no os amarguéis, no os avinagréis. El mundo puede olvidaros, arrinconaros, pisotearos, pero lo que es a la amargura, sólo puede conduciros vuestra propia cobardía o vuestra propia mediocridad».

       Conscientes de que somos pecadores, del mismo modo que a Pedro, después de la pasión, también Jesús nos quiere conducir a nosotros a una conversión en la fe, más profunda, no apoyada en nuestras capacidades personales, sino en la palabra de Dios. Esta crisis de nuestro seguimiento cristiano nos llevará a una conversión más madura y decisiva, a otra forma de seguimiento más fundado en el evangelio y menos en el deseo de realizarnos y de tener influencia, a otra oración menos sentida y más fundamentada en el seguimiento de Jesús, a otra pobreza menos exterior pero más solidaria con Cristo pobre y los marginados.

       Hay que redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo. Seguir orando, entregándose a los demás, y esperando en la aridez y en la oscuridad; y dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús.Sigamos a Jesús y a ser posible, sin perder nuestro entusiasmo inicial, dejándonos conducir por él, sabiendo de quién nos hemos fiado, «porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tim 1, 12), o mejor aún, sabiendo que Cristo es quien se fio de mí (1 Tim 1, 12).     

NOVENA MEDITACIÓN: DIOS PADRE DE AMOR Y MISERICORDIA

“Yahvé pasó delante de Moisés y exclamó: Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”(Ex 34, 6).

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”(1 Jn 4, 16).

       En esta meditación nos vamos a introducir en el hondón del corazón-amor de Dios. La misericordia, el amor —Dios Padre entrañable— es uno de los conceptos fundamentales que llenan toda la revelación del antiguo y del nuevo testamento, muy actualizado y presencializado en el Hijo, el Cristo de la Misericordia, de santa Faustian Kowalska, propagadora moderna de esta devoción antigua y de siempre.

       San Pablo en 2 Cor, al saludar a los cristianos de la esta ciudad, les recuerda, con un lenguaje sobrecogedor, el origen altísimo de esta sublime virtud: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos nosotros consolar a todos los que se encuentran en tribulación, con la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (1, 3.4).

       ¡La misericordia, hija de Dios! Ella preside la historia de la salvación: la redención no es sino la gran misericordia, la total misericordia: “Es el gran misterio escondido desde el comienzo de los siglos y de las generaciones, y ahora manifestado a sus santos” (Col 1, 26).

       Igualmente, san Pedro, en su primera carta, hablando de la esperanza de nuestra salvación, dice que «nos reengendró por su gran misericordia a una esperanza viva» (1, 3).

       Esta gran misericordia, fue anunciada ya en el paraíso después de la primera caída (Gén 3, 15); sellada en el pacto solemne de la alianza con Noé, con los patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob... (Gén 9, 11; 17, 9; Ex 19, 5); cumplida en figura, en el paso de Israel por el desierto.

       Misericordia celebrada también solemnemente en los salmos (103, 2-17) y en innumerables pasajes del antiguo testamento. Realmente, la historia de la salvación es la revelación de la misericordia divina. Ama a todos los seres que crea (Sab 11, 24), quiere el bien de su pueblo (Jer 11, 4; 31, lss). La salida de Egipto y la entrada en Canaán se conmemoran como manifestaciones de su misericordia (Ex 18, 8.9). La alianza y la torá son las pruebas de su gran misericordia (Bar 2, 27) hasta sus correcciones proceden de su bondad, para que esperemos en su misericordia (Sab 12, 22). Y todo, porque es bueno Yahvé, para siempre su amor (Sal 100, 5).

       Los salmos son un cántico a su misericordia (118 y 136, el hallel y el gran hallel): «Dad gracias al Señor porque es bueno porque es eterna su misericordia, porque su amor no tiene fin».

       La misericordia es el atributo divino más subrayado en el antiguo testamento. Y, todo esto, porque la esencia de la naturaleza divina es el amor. El nos amó primero (1 Jn 4, 19), pues amó a Israel cuando era niño (Os 11, 1) y antes, a nuestros padres, (Dt 4, 37). Nos amó con amor eterno (Jer 31, 3). Hay un lazo tan estrecho entre el amor de Dios y el amor a Dios, que es imposible nuestro amor a Dios si él no nos ama primero (1 Jn 4, 10). Por eso, nuestro amor sólo existe como respuesta. Dios ha sido nuestro Maestro en el amor (1 Tes 4, 9). En esta línea se puede entender la invitación de Jesucristo a ser misericordiosos como el Padre Dios lo es (Lc 6, 36).

       Si cualquier tema bíblico-cristiano se ha de estudiar a partir del antiguo testamento, con más razón se ha de hacer en el del amor de Dios y a Dios, pues es el mismo Jesús quien nos pone en este camino citando Dt 6, 4-9 al responder sobre cuál es el mandamiento mayor (Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-34; Lc 10, 25-28). Si lo esencial de la ley nueva se halla ya en el antiguo testamento es necesario estudiar y profundizar en la noción de amor a través de toda la Biblia para apoderarnos de su gran riqueza y significación. Guiados por las palabras de Jesús, comprenderemos esta realidad bosquejada en el antiguo testamento y que halla en el nuevo su perfección y cumplimiento. De este modo, con un estudio progresivo de esta virtud, se llega a una inteligencia total y compleja del agape (amor) que es la esencia de la vida cristiana.

       Debemos, pues, estudiar este amor en la Biblia, en donde, como afirma san Agustín, «al abrir, en cada una de las páginas de la Escritura, se encuentra la caridad». Afirmo esto, pues mientras en español los distintos tipos de amor los expresamos con el mismo verbo amar, en griego, lengua en la que fueron compuestos los evangelios, existen cuatro verbos distintos para expresarlo.

       Erao significa amar en sentido sexual. Se refiere a la atracción mutua del hombre y la mujer. «El rey Asuero amó (erao) a Ester más que a las otras mujeres» (Est 2, 17).

       Stergo expresa el amor familiar, el cariño entre padres e hijos. Se refiere al amor que no se merece, que brota de los lazos de carne y sangre. «Como buenos hermanos sed cariñosos (stergo) unos con otros» (Rom 12, 10).

       Fileo se reserva para el amor de amistad que supone reciprocidad. Jesús en el discurso de despedida repite tres veces el término filos amigo referido a los discípulos (Jn 15, 13-15).

       Agapao expresa el amor de benevolencia, el amor capaz de dar sin esperar nada a cambio. Es el amor desinteresado. La palabra agape es el amor de caridad que no consiste tanto en lo afectivo, sino en lo efectivo; es el amor total.

       Esta reflexión sobre los términos que significan amor, nos va a ayudar a penetrar en el uso del verbo agapao, que es el que utiliza siempre Jesús, y que expresa la esencia fundamental del nuevo testamento: Dios es amor (1 Jn 4, 8.16), Dios tiene muchas entrañas de madre (Sant 5, 11).

       ¿Puede Dios sufrir?

       Dios aparece directamente afectado por el sufrimiento de los hombres, compartiéndolo cuando ellos padecen. Se muestra como impotente para evitar el dolor de sus criaturas. Este parece ser el sentido de Is 63, 9 según la interpretación de los masoretas:

       «Yahvé se angustió en todas sus angustias» (las de Israel). A esta interpretación se aproxima un pasaje del Talmud: «Cuando Dios recuerda a sus hijos que viven en la miseria entre las naciones del mundo, deja caer dos lágrimas en el océano y el estruendo llega a los confines de la tierra».

       El Dios de la Biblia es un Dios que reacciona ante los acontecimientos humanos afectado por las respuestas de Israel y que sufre por la infidelidad de su pueblo, que se compadece de sus miserias y sufrimientos.

En los profetas, especialmente, es donde se presenta un Dios cercano a las necesidades humanas y vulnerable ante el comportamiento de los hombres. Se puede decir que el sufrimiento de Dios es un elemento constitutivo de su acción divina.

       En el pathos divino Yahvé sale de sí mismo y entra en su pueblo elegido. Su ser lo convierte en estar con y pone su interés en su alianza con Israel. Por eso, se ve alcanzado por las experiencias y dolores de su pueblo. Toma al hombre en serio hasta el punto de padecer por las acciones del hombre y hasta ser herido por ellas. Cuando el filósofo Espinoza afirma que Dios ni ama, ni se irrita, desconoce por completo el pathos de Dios. La cólera de Dios es precisamente su amor herido y es un dolor que le llega al corazón. Su cólera es la expresión de su permanente interés por su pueblo. Lo contrario significaría indiferencia.

       Moltmann afirma «que entre el sufrimiento involuntario causado por otro y la imposibilidad substancial de sufrir, hay otras fonnas de sufrimiento, o sea, el activo o del amor, en el que uno se abre libremente para ser alcanzado por otro. Existe el sufrimiento involuntario, además el aceptado, y también el del amor. Si Dios fuera impasible en todos los sentidos y, por tanto, absolutamente, también sería incapaz de amar. Quien puede amar, es también pasible, pues se abre a sí mismo a los sufrimientos que acarrea el amor, siendo superior a ellos, por la fuerza de su amor». Dios es capaz de sufrir porque es capaz de amar, su esencia es su misericordia.

       Estamos acostumbrados a pensar que el Dios del antiguo testamento es un Dios justiciero, mientras que el del nuevo, es un Dios misericordioso. Pero Juan Pablo jI4 dedica un capítulo a la misericordia de Dios en el antiguo testamento, en el que afirma: «El concepto de misericordia tiene en el antiguo testamento un largo y rico desarrollo». De esta misericordia, los libros del antiguo testamento nos ofrecen muchos testimonios.

       El papa se fija especialmente en dos de los ténninos: jesed—lealtad en el amor— y rajamim —entrañas—. El primero, dice, es más propio del padre, el segundo de la madre.

       La jesed supone la relación entre dos personas que se aman y que se deben mutuamente amor: entre dos esposos, entre padres e hijos, entre amigos, entre personas que se debeñ favores; y significa la fidelidad a ese amor. No es un amor instintivo, pasional, que no obedece a las normas. Es una fidelidad consciente a la obligación del amor que uno tiene. De algún modo, es una respuesta a un deber interior, una fidelidad a sí mismo.

       Rajamim significa entrañas, y de ahí ternura y amor instintivo. El vocablo tiene su raíz en la palabra rejem —el seno materno—, en el que el hijo es concebido y gestado. Para los semitas, la ternura maternal tiene su sede y su origen en el seno materno. Como dice el papa: «Del vínculo más profundo y original, más aún, de la unión que liga a la madre con el hijo, se puede decir que este amor es totalmente gratuito y sin ningún merecimiento; y de este modo, establece una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Por eso, es una variante, casi femenina, de esa misma fidelidad masculina hacia sí mismo, indicada por la jesed».

Dios es amor

       Dios es, por consiguiente, la fuente también de ese amor sin freno, más allá de lo razonable, que brota de las entrañas y que solemos atribuir más a la madre porque en ella es más característico y se manifiesta sin rebozo alguno. Así las entrañas maternales resultan ser una revelación necesaria de Dios sin la cual su figura quedaría mutilada.

       Dios es amor, es el título del salmo 103, «la flor más bella del árbol de la fe», como le ha llamado Weiser’6.

       En la plenitud de la revelación, se da la más entrañable definición de que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16).

       El sentido de este enunciado que aparece en san Juan, lo tenemos en las palabras que siguen a continuación: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (y.’ 9). Juan no especula o hace filosofía; constata lo que ha sucedido: Dios es amor y con esto basta.

       Todo lo demás viene a ser o deducción, o comentario, o requisito, o sinónimo de amor. San Agustín reconoce aquí el culmen de la revelación y del pensamiento de Juan: «Aunque no se dijera absolutamente nada más en las páginas de la sagrada Escritura y solamente oyéramos de la boca del Espíritu santo que Dios es amor, nos bastaría»’7.

       Juan que es un místico, un contemplativo, que reclinó su cabeza sobre el pecho del Maestro, da esta definición, sacada del fruto de su contemplación de las manifestaciones de Dios, a través de la historia, y de todo lo que vio y palpó acerca de la Pala¡ bra de la vida (1 Jn 1, 1-4).

       En estos ejercicios espirituales hemos de aprender a reclinar’ nuestra cabeza sobre el pecho de Jesús y a sentirnos y sabernos cada uno «su discípulo amado».

       La expresión, «el discípulo al que amaba Jesús», se encuentra cinco veces en el evangelio (13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7.20). En el 13, 25 añade que se recostó sobre el pecho del Señor. Pero sólo en 21, 20 a la expresión «el discípulo al que amaba Jesús», se une una doble determinación: «El que le seguía y el que en la cena se recostó sobre el pecho».

       Esta segunda determinación explica la primera. Explica de qué manera —distinta del modo que sigue Pedro a Jesús— seguirá Juan siempre al Maestro: como un testimonio, como el que recostó su cabeza sobre su pecho. Así se pensaba que permanecería en la Iglesia hasta que el Señor volviese, porque se creía que Juan no iba a morir. Fundado en esto, presenta san Agustín las vocaciones respectivas de Pedro y Juan, como modelos de vida activa y contemplativa. La tradición patrística griega utiliza un solo nombre para expresar la vocación del discípulo amado, epistethios; título honorífico que significa el que se recostó sobre el pecho de Jesús.

       Orígenes quiso demostrar lo importante que es pasar de la letra y buscar el sentido espiritual, el profundo e insondable de la Escritura. Por eso, leyendo más allá de lo escrito, describe la relación personal del discípulo amado con Jesús en la última cena, cuando estaba sobre el pecho del Señor, uniendo esta escena con la de Jesús vuelto hacia el seno del Padre (Jn 1, 18). Sólo así el verdadero discípulo puede comprender el misterio de Jesús que viene del Padre.

       El amor es el atributo que mejor da a conocer la naturaleza divina, el que Dios ha manifestado plenamente en la vida de los hombres, y esto es tan gran verdad, que Juan no lo considera aquí como un atributo, sino como la expresión de la misma naturaleza de Dios.

       Si Dios es amor, el hombre creado a su imagen es un ser amante.

       Dios es Padre, y su amor es, por lo tanto, paternal. A nosotros se nos exige solamente una conducta filial. En eso consiste la santidad y todo el sermón del monte está proclamado para probarlo. Así, se nos dice: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44.45).

       Tenemos que orar con confianza porque nuestro Padre sabe lo que necesitamos (Mt 6, 8), y lo mismo la limosna, que la oración, que el ayuno, hay que hacerlo en lo oculto, porque nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará (Mt 6, 4.6.18). Y hemos de perdonar a los hombres sus ofensas para que también nos perdone a nosotros nuestro Padre celestial (Mt 6, 14).

       Nuestra conducta filial, nuestro deber de hijos, consistirá en ser misericordiosos (Lc 6, 36), en ser perfectos (Mt 5, 45) como nuestro Padre.

       En esa actitud filial reside la santidad que fue vivida plenamente por Jesucristo: «Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 10). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

       Jesús es nuestro único modelo de conducta, por eso debemos tener sus mismos sentimientos (Flp 2, 5) y amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (Jn 13, 34; 15, 12); pero no se trata de una mera imitación sino de una transformación en Cristo. El apóstol «sufre hasta ver a Cristo formado en sus fieles» (Gál 4, 19), «mientras nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa» (2 Cor 3, 18).

       El mismo discípulo amado, al hablar de la gloria que vio en Jesucristo (1, 14), se refiere más que a sus milagros, a su condescendencia, a su paciencia con los discípulos, a su misericordia, a su amor. Un padre de la época subapostólica escribe que en los atardeceres fríos de Palestina, cuando Jesús y los apóstoles se acostaban en los descampados para dormir a la intemperie, alguno de ellos vio cómo el Maestro se despertaba y pasaba junto a cada uno de ellos y los tapaba. Probablemente allí y en situaciones semejantes, llenas de la ternura infinita de su Rabí, aprendió Juan que Dios es amor. También nosotros lo hemos aprendido en la historia de nuestra pobre vida, en todas las circunstancias de nuestra existencia, en el calor y en la luz de la oración de cada día.

       En Jesucristo se ha encarnado el amor de Yahvé para con los débiles, la blandura materna de nuestro Dios. Ha sido compasivo con los pobres, con los pecadores, con los marginados y ante ellos se conmocionaba en sus entrañas, en sus splagjna que es la traducción griega del hebreo rajamin. Se ha llegado a afirmar que la emoción visceral de Jesús ante el hombre necesitado es el nuevo testamento de la compasión de Dios, la revelación definitiva de la entrañable misericordia, de las entrañas maternas del Dios de Israel. El término splagjnon se utiliza siempre y sólo en los evangelios en referencia a Jesús como una característica de su actuación, designando de este modo un atributo del obrar divino.

       Jesús es la encamación del amor del Padre. Un antiguo escrito cristiano parafraseando al cuarto evangelio (1, 14) escribe: «El amor del Padre se ha echo carne en él»’9.

       Santa Teresa de Jesús ha vivido la experiencia de ese amor que nos tiene el Señor: «Siempre que se piense de Cristo nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene: que amor saca amor... Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo»20.

       Siempre Jesucristo será nuestro modelo, puesto que en él se encarnó toda la misericordia de Dios (Tit 3, 4-7). De modo expresivo, en todos los evangelios sinópticos, se reservan para Jesucristo, o para los personajes que lo simbolizan, expresiones como «tuvo compasión», «se conmovió en sus entrañas», «se conmocionó del todo». Así, ante el leproso (Mc 1, 40-42); antes de la multiplicación de los panes, ante la muchedumbre que le seguía (Mc 6, 34; 8, 1.2); ante el dolor de la viuda de Naín (Lc 7, 12); ante los pobres ciegos de Jericó (Mt 20, 34); o ante la muchedumbre que se encuentra como oveja sin pastor (Mt 9, 36-38).

       Verdaderamente, en Jesucristo se desvela el secreto del amor de Dios (Jn 1, 18), y él mismo nos ha dicho «que no existe mayor amor que dar la vida por el que se ama» (Jn 15, 13).

       Un Dios perdonador es algo realmente desacostumbrado en las demás religiones. En el mundo griego la divinidad es un ser soberanamente impasible, indiferente a la vida de los hombres.

       El Dios de Jesús lo ha revolucionado todo; es un ser que está por encima de los méritos y de las buenas obras, y para quien los pecadores y los desgraciados, son los preferidos. Al hombre pagano, esto le resulta inconcebible; prefiere un Dios que castigue a un Dios que perdone. Sin embargo, el Dios que aparece en el evangelio, en la doctrina y en la vida de Jesucristo, es un Dios, cuyo poder y cuya justicia, están siempre condicionados por la misericordia, por la ternura; un Dios en el que todo su poder se desarrolla en el amor, en el perdón. Esa es la petición del salmista: «Acuérdate, Yahvé, de tu ternura y de tu amor que son eternas» (Sal 25, 6). De su amor, se acuerda el Señor cuando perdona, cuando ante el pecador se conmueven sus entrañas (Jer31, 20), cuando del pecado no vuelve a acordarse (Jer 31, 34). Se olvida de nuestros pecados al arrojarlos al fondo del mar (Miq 7, 19), y cuando los limpia y los borra (Is 43, 25), o cuando ni los apunta (Sal 32, 1.2).

       Cuando el orante pide a Yahvé que «cree en él un corazón puro» (Sal 51, 12), usa el verbo hará exclusivo de Dios y designa el acto por el que da existencia a algo nuevo, como aparece en Gén 1, 1 para describir la creación, sacando a los seres de la nada. El corazón pecador del hombre ha sido renovado. Del pecado perdonado ya no queda ni el recuerdo. El amor de Dios ha realizado el milagro. El hombre ha sido hecho criatura nueva, hijo de Dios.

       Según el testimonio del antiguo testamento, Dios libremente y por la sobreabundancia de su amor ha hecho una opción por el hombre, se ha comprometido con él y con su historia y ha querido ser afectado por las vicisitudes de los hombres. Es un Dios que sufre con el pueblo y por el pueblo, porque lo ama. Sus entrañas se conmueven por Israel, en una extraña pero admirable mezcla de amor y dolor salvíficos (Jer 31, 20; Os 11, 7-9).

       Las entrañas de Dios se conmueven, Jesucristo se conmocionó del todo, por eso san Pablo aparece siempre conmovido cuando habla de ese amor: «Me amó y se entregó a la muerte por mí!» (Gál 2, 20; Rom 8, 35). Nos invita a observar nuestra vida y los miedos que en ella se anidan: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligros, tristezas, complejos... Nada de esto puede resistir al amor de Dios. Toda esta situación, estos sufrimientos, hemos de ponerlos a la luz del pensamiento y de la realidad de saber que Dios nos ama.

       San Pablo se siente conmovido al hablarnos del amor de Dios, de Jesucristo.

       Nosotros también estamos conmovidos, conmocionados. La conmoción es la respuesta más digna del corazón humano, ante la manifestación de un gran amor. Es lo que produce mayor bien a quien la recibe y ninguna palabra puede sustituirla. Es abrir nuestro propio corazón al de Cristo y al del hermano. Es algo íntimo ante lo que se siente pudor, pero no se puede esconder por completo sin privar al otro de algo que le pertenece porque ha nacido para él. Jesús no escondió su conmoción ante la viuda de Naín, ante las hermanas de Lázaro. Cuando Dios nos da a conocer su amor nos conmocionamos para acogerlo.

       Dios reveló en Cristo su divinidad, pero no en la doxa de una figura divina (Flp 2, 6), sino vaciándose de ella, en la kenosis de una figura de siervo (Flp 2, 7), revelando a la vez la sobreabundancia de su gracia (Rom 5, 20). Así mostró Dios el amor más grande: dándose en la entrega del Hijo.

       Ya hemos dicho que Dios no es indiferente al hombre ya que la Palabra se hizo carne. La única motivación: el amor; la única finalidad: nuestra salvación, nuestra felicidad. Pero, aún más asombroso e incomprensible es el camino que Dios elige: la entrega del Hijo, la cruz, como si quisiera que el Crucificado asumiera todo el sufrimiento del mundo. ¿No es este el acto supremo de compasión? Mirando desde el Crucificado, al Dios que estaba en él, no podemos afirmar, sin más, que Dios es inmutable e impasible (en el sentido de la filosofía griega), que es mdiferente al sufrimiento del hombre, al dolor de Jesucristo. Más bien, al contemplar la incomprensible dimensión que asume el compromiso (libre y amoroso) de Dios con el hombre en la encarnación del Verbo y en la locura de la cruz, tendremos que afirmar que Dios ha querido dejarse afectar por la historia del hombre y, con el amor compasivo de un padre, comparte el sufrimiento de sus hijos. Pero no para perderse a sí mismo en dicho sufrimiento, sino para transformarlo en resurrección por la fuerza de su amor.

       El Dios de la Biblia es un apasionado por el hombre. No le da lo mismo que el hombre se cierre ante él o se abra, que esté mudo o sea comunicativo, que no confíe en él o que sepa de quien se ha fiado. Nicolás Cabasilas, un teólogo ortodoxo del siglo XIV, afirma que Dios es manikos eros, es una locura de amor.

DÉCIMA MEDITACIÓN: AMARÁS AL SEÑOR TU DIOS CON TODO TU CORAZÓN, CON TODA TU ALMA...

“Jesús le contestó al escriba: el primer mandamiento es: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es:

amarás a tu prójimo como a ti mismo”(Mc 12, 29-31).

“Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó”(1 Jn 3, 23).

Si Dios es amor, el hombre ha de amarle del todo, como se manda en Dt 6, 4-9: «Escucha Israel: Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes; las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio ante tus ojos, las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas».

       Uno de los mitsvot —mandamientos— más importantes, y que se ha de cumplir diariamente, es el que se refiere a los tefilin. Son cajitas de cuero que contienen, escritas en pergamino, cuatro secciones de la torá: Ex 13, 7-10, sobre el deber de acordarse de su liberación del yugo egipcio; Ex 13, 14-16, la obligación de informar a los hijos de todo lo que Yahvé hizo con ellos en Egipto; Dt 6, 4-9, el shemá: proclamación de la unidad de Dios, a quien hay que amar del todo; y Dt 11, 13-21, Dios recompensará a los que observen su preceptos y castigará a los que no los cumplan.

       Una de las cajitas se pone en el brazo izquierdo, para que descanse cerca del corazón, sede de las emociones, con una correa de cuero, enrollada alrededor de la mano izquierda, y del dedo medio, para simbolizar el anillo nupcial, es decir, los esponsales de Yahvé con Israel (Os 2, 21.22).

       Otra cajita se coloca encima de la frente, para que descanse sobre el cerebro. Otra sobre las puertas, para que al salir o entrar, al tocarla —besándose después la mano— dirija nuestros actos y nuestros pasos. A esta se llama mezuza.

       En los evangelios sinópticos se da un gran relieve a este texto, que se llama el gran mandamiento, mandamiento el más importante del antiguo testamento, y que sólo se encuentra en el Deuteronomio. En el libro de los Reyes, aparece una expresión equivalente (2 Re 23, 25), hablando del piadoso rey Josías: «No hubo antes que él ninguno que se volviera de ese modo a Yahvé (el verbo hebreo sub, volverse, aquí significa amar) con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza».

       Toda la religión revelada se resume en este precepto, que el judaísmo lo considerará como la esencia misma del antiguo testamento. El shemá: Escucha, Israel, es una profesión de fe, como un credoS7i aba —añadiéndole Núm 15, 37-4 1— dos veces al día, antes de salir el sol y después de puesto. No se podía decir en lugar impuro, pero sí en cualquier posición, lavadas las manos y usando filacterias. Las filacterias hay que llevarlas en la frente, ante los ojos, en las manos y en el corazón, es decir, en la fuente más profunda y personal del amor. La religión de Yahvé, concebida como amor, es totalitaria, exclusiva.

       En Ex 20, 5 al presentar a Yahvé como Dios celoso, ‘el qanna, insiste en la relación exclusiva que liga a Israel con su Dios. Pero es en Dt 6, 5 donde se expresa esta exigencia de exclusividad: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo...». Yahvé es el único absoluto para Israel, y por ello reclama una entrega total.

       La triple repetición del adjetivo kol, todo, requiere el máximo esfuerzo en las tres fuentes del amor. En realidad, tanto el alma, como el corazón, implican ya en sí totalidad. Aquí se refiere a algo que pertenece al hombre entero.

Más que de una imposición, se trata de una respuesta natural al amor infinito que Yahvé ha manifestado para con su pueblo en toda su historia, a través de la elección, de la alianza y de una serie indefinida de beneficios. Es la más sublime de las respuestas.   Respuesta, que su pueblo podrá llevar a cabo, pues es el mismo Dios quien se ha comprometido para que la cumpla: «Yahvé, tu Dios, circuncidará tu corazón, y el corazón de tu descendencia, de modo que ames a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, para que vivas» (Dt 30, 6).

       Hay que amar a Dios, con toda la intensidad, y empleando todas las facultades y cada una de ellas ha de ser asumida por la caridad. El rabinismo’ comentará: «Con todo corazón significa: con las dos inclinaciones, la buena y la mala. Con toda el alma: aunque él tome la vida. Con todas tus fuerzas: con todo tu bien».

        tiempos de Adriano (132-135), cuando se martirizaba a rabí Aquiba, el santo mártir del judaísmo, (su martirio fue en Cesarea, su sepulcro está en Tiberíades), se le oyó rezar el shemá, mientras explicaba a sus discípulos: «Hasta ahora he amado a Dios con todo mi corazón, guardando para él mis sentimientos y afectos, le he amado con todas mis fuerzas, dándole todo lo que poseía: bienes, tiempo..., pero todavía no le había amado con toda mi alma; ahora lo puedo hacer, entregándole mi vida. Ahora que puedo vivir este texto, ¿acaso no debo gozarme en ello?».

       Pienso que ahora, en la plenitud de la revelación, ya en la nueva alianza, cada uno de nosotros, la persona religiosa y el cristiano comprometido, puede decir que ama a Dios con toda su alma, porque le entrega su vida cada día. Nuestra vida es co- mo un martirio.

       Amar a Dios con todo el corazón (leb en hebreo, significa el hombre interior, todo entero) indica no sólo que nuestros afectos han de estar dirigidos a él, sino que toda la realidad interior psicológica ha de tender a Dios.

       El corazón es la sede del pensamiento (Edo 17, 6), de la inteligencia (Prov 16, 21), de los sentimientos (Os 2, 16), de los recuerdos, los proyectos, las decisiones.

       El corazón es la fuente misma de nuestra personalidad consciente, inteligente y libre, y puede ser conocido por los demás hombres de una manera indirecta, por lo que a través de él se manifiesta: el rostro (Edo 13, 25), los labios (Prov 16, 23), los actos (Lc 6, 45).

       En la Biblia se da suma importancia al corazón pues lo que define al hombre es precisamente aquello que proviene del corazón (Mc 7, 21), lo único que Dios valora, no las apariencias (1 Sam 16, 7). Y cuanto Dios desea del hombre es que le entregue su corazón (Prov 23, 26).

       En el mandamiento capital la forma enfática, «con todo el corazón», tan frecuente en el lenguaje semftico, sirve para expresar un amor total.

       Pero el corazón humano es débil (Jer 5, 23) y, muchas veces, tiene doblez (Os 10, 2); por eso el hombre necesita, para encontrar a Dios, presentarse ante él con un corazón contrito y humillado (Sal 51, 19), y Dios, compadecido, nos dará un corazón nuevo (Ez 36, 26). Este corazón nuevo, de carne, es el que nos permitirá conocer a Dios (Mt 5, 8), y hará que en nosotros esté siempre la alegría (Rom 5, 5).

       Hay que amar a Dios con toda nuestra alma (en hebreo nefes, evoca la idea de movimiento del apetito, emoción vehemente, pasión). No se refiere al alma como algo separado del cuerpo, sino como parte integrante del hombre. Hay que amar a Dios desde la esencia de nuestra condición de hombres, con toda nuestra vida, ya que el alma es el signo de la vida.

       Nuestro yo está en el alma. Ella es la caja de resonancia de la persona entera y por eso es afectada por todos los fenómenos vitales: tiene hambre (Sal 107, 9), desfallece (Sal 42, 6), tiene sed (Sal 63, 2).

Del alma procede la alegría (Sal 35, 9), el amor (1 Sam 18, 1), la esperanza (Sal 130, 5).

       Los sentimientos del alma son el goce (Sal 86, 4), la turbación (Jn 12, 27), la tristeza (Mt 26, 38), el alivio (Heb 12, 3). Está hecha para amar (Gén 34, 3); es capaz de odiar (Sal 11, 5); se complace en los demás (Mt 12, 18); y su fin es bendecir siempre al Señor (Sal 103, 2).

       Amar a Dios con toda nuestra fuerza (en hebreo meod, amplitud, abundancia, exceso) significa amarle con toda nuestra potencia vital, nuestra salud, nuestros bienes, en todo momento y

en toda circunstancia, y con todo lo que poseemos. Todo ello hay que ponerlo al servicio de Dios. El mismo es quien da la fuerza (Sal 18 y 62; Flp 4, 13).

       los que son misericordiosos con los demás, porque Dios será misericordioso con ellos» (Mt 5, 7). Tal es la transcripción literal de esta bienaventuranza en la que también se ha usado el pasivo divino, utilizado por los judíos para no tener que pronunciar el nombre de Dios.

       J. Jeremias3 escribe «que aunque es verdad que Jesús utilizó sin dificultad el nombre de Dios (Mc tiene 35 ejemplos en sus palabras, Mt 33 y Lc 65), se acomodó notablemente a la costumbre de la época, al hablar de la acción de Dios por medio de

circunlocuciones».

       Para observar con la mayor minuciosidad posible el segundo mandamiento (Ex 20, 7; Dt 5, 11), y evitar cualquier abuso del nombre de Dios, se había prohibido, ya antes de Cristo, pronunciar el tetragrama santísimo: Yahvé.

En las palabras de Jesús encontramos muchas circunlocuciones (utilizadas ya en el antiguo testamento para nombrar al innombrable: homa —sabiduría—, menra —palabra—, sekinah—presencia—) y entre ellas la principal es el uso del pasivo divino; aparece casi cien veces. Muchas palabras de Jesús no adquieren pleno sentido sino cuando nos damos cuenta de que la forma pasiva está indicando veladamente la acción de Dios.

       Los hombres deben mostrarse misericordiosos con los demás, del mismo modo que Dios lo hace con todos. Hemos de imitarle, hemos de tomar ejemplo de él. El hombre ha de mostrarse misericordioso para alcanzar él mismo la misericordia, para conseguir la felicidad futura.

       Entre la misericordia de Dios y la de los hombres, ha de haber una relación muy especial. La misericordia divina entraña una obligación para con el hombre, que ha de conformarse a la conducta de Dios: el hombre debe seguir su ejemplo y mostrarse misericordioso como él.

       El Dios de la misericordia la exige a sus fieles; en Miqueas, quien la practica, se hace verdadero fiel (6, 8), y en Oseas tiene más importancia que los sacrificios (6, 6).

       El nuevo testamento prolonga esta doctrina y le da plenitud, ya que es en Jesucristo donde se ha encarnado la misericordia (Tit 3, 4-7), pues Dios se ha hecho hombre para llegar a ser más misericordioso (Heb 2, 17; 4, 15), capaz de mostrarse compasivo con los ignorantes y extraviados, ya que también él está rodeado de debilidad. ¡ Cómo será Dios de misericordioso con nosotros, si él se ha rodeado de debilidad al tomar carne, al hacerse hombre!

       Jesucristo proclama constantemente la misericordia: con sus palabras y con su vida. En la cruz, lo primero que hace es pedir perdón para los que le maltratan y, además, los excusa, diciendo que no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Si pensásemos profundamente en esto, nosotros seríamos capaces también de excusar y perdonar.

       Existe una especie de ley de talión en la misericordia: Dios la usará con los hombres, tanto como ellos la usen con los otros hombres. Si somos misericordiosos con los que nos ofenden, comprendiendo que muchas veces no saben bien lo que hacen. Dios será pura misericordia para con nosotros. La ley del talión: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie» (Dt 19, 21), en un mundo en el que la justicia se la aplicaba cada uno, donde no había autoridad suprema estable, donde justicia y venganza eran coincidentes, reprimía el derecho de la venganza, y no era tan dura como a primera vista parece, porque sin ella la ferocidad de las pasiones de los hombres hubiera hecho que se excediesen en la venganza y, así, ésta quedaba limitada a la equivalencia exacta del mal recibido.

       Lc 6, 36 nos propone nada menos que a Dios como modelo para nuestra misericordia, cambiando el «sed perfectos» de Mt 5, 48 en «sed misericordiosos como vuestro Padre». Esta es una característica de Lucas, como se deja ver en la parábola del buen samaritano (10, 25-37), que casi no es más que la descripción de la misericordia del corazón de Jesucristo; y sobre todo el capítulo 15, escrito totalmente para remachar que Jesucristo es la gran misericordia. Con razón Dante4 ha llamado a san Lucas «el evangelista de la misericordia de Cristo» En esta línea está la expresión que condensa todo su evangelio: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (19, 10); «y no hay salvación en ningún otro; pues ningún otro nombre debajo del cielo ha sido dado a los hombres, para podernos salvar» (Hech 4, 12).

       El adjetivo eleemon (misericordioso), usado así en esta bienaventuranza, aparece solamente una vez en el nuevo testamento (Heb 2, 17); sin embargo el sustantivo eleos (misericordia) se encuentra 20 veces, tres de ellas en Mt: en 9, 13 al término del banquete en casa de Leví, junto con la respuesta que da a los fariseos, escandalizados al verlo en la mesa con los pecadores. Jesús les cita a Os 6, 6, para recordarles la primacía absoluta de la misericordia sobre los holocaustos y sacrificios. En 12, 7 recuerda el mismo texto de Oseas, en la escena de las espigas. Los fariseos reprochan a los discípulos no guardar el reposo sabático, pero el Maestro afirma su inculpabilidad. Dios exige, sobre todo, la misericordia con el prójimo, y para ello, lo primero que debe evitarse son los juicios temerarios; les advierte de la gravedad que implica condenar a los inocentes. Y en 23, 23, al anatematizar a los fariseos, enseña que la misericordia es lo más importante de la ley, aunque nombra también la justicia y la buena fe (en el paralelo de Lev 11, 42 añade: amor de Dios). Para el Señor, lo esencial es la misericordia.

       La misericordia de Dios tiene también función de ejemplaridad. Además de que, ya lo hemos dicho, se da una especie de ley de talión: si el hombre es misericordioso con los otros, Dios lo será también con él (Sal 18, 26-27; Mt 6, 12-14).

       La virtud de la misericordia no es un sentimiento, sino una actitud práctica que se debe traducir en algo positivo: compartir con el necesitado, condescendencia con el débil, perdón al que nos ha injuriado, servicio al prójimo, disponibilidad. Es una virtud opuesta al egoísmo, y está impregnada de generosidad.

       La misericordia es algo más que la compasión del corazón; es la solidaridad y el compromiso eficaz con el prójimo. El paradigma de la doctrina de Jesucristo sobre la misericordia, es decir, sobre la práctica evangélica del amor fraterno, lo tenemos expuesto en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) y en la del juicio final (Mt 25, 3 1-46). Estas parábolas nos hablan de la misericordia con los pobres y los desgraciados; y la parábola de la oveja perdida y del hijo pródigo nos recuerdan la misericordia con los pecadores. La misericordia ha de ser un compromiso a realizar tanto con el pobre (miseria material), como con el pe¡ cador (miseria espiritual). Los pobres y los pecadores son los privilegiados del Reino.

       Aunque la idea de imitar a Dios está ausente del antiguo testamento, en esta línea de la misericordia divina se dan ciertas recomendaciones a los hombres: como Yahvé hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al forastero, ámale tú también (Dt

10, 18.19).

       Esta obligación impuesta a los judíos de ser misericordiosos con sus hermanos, se hace más imperiosa en el nuevo testamento. San Pedro (1 Pe 3, 8), la recomienda a los fieles, y san Pablo establece la necesidad de ser misericordiosos, al ejemplo de Dios y de Jesucristo (Ef 4, 32; Col 3, 12).

       La actuación primordial de la misericordia es perdonar, y se ejerce con los que nos ofenden. Es natural que haya personas que nos proporcionan sufrimientos —aun sin desearlo—, porque somos pobres, débiles, limitados y, a veces, hacemos el mal incluso pensando hacer el bien. Sucede también, entre los hombres, que se tienden deliberadamente asechanzas unos a otros. La actuación propia de la misericordia será perdonar a todos cuantos nos ofenden y nos hacen sufrir; y de esa misericordia-perdón va a depender la obtención segura para nosotros de la divina misericordia. Dios ha querido que el uso de su misericordia pasase por la misma medida de la nuestra con nuestros deudores, teniendo en cuenta su infinitud y nuestra flaqueza (Mt 7, 1-2). ¡Cómo debemos reflexionar sobre todas estas cosas para comprenderlas en profundidad y para que nos calen hondamente y se conviertan en vida de nuestra vida!

       Cuando juzgamos a otros nos juzgamos a nosotros mismos. Jesús nos exigió no juzgar para no ser juzgados. El anatema que formulamos contra otros, equivale a nuestra condena. A los misericordiosos —que no se atreven a juzgar a los demás— les ha ofrecido Jesucristo la más bella de las recompensas: el no ser juzgados-condenados, al tiempo de comparecer ante el justo tribunal de Dios. El perdón que Dios nos otorga está condicionado —así lo pedimos en la oración dominical (Mt 6, 12)— al nuestro. ¡Cuántas veces enjuiciamos a los demás, sin conocer sus motivaciones, prejuzgándolas, equivocándonos casi siempre! Esta es la manera más fácil de condenarnos a nosotros mismos, pues le estamos pidiendo a Dios que lo haga así con nosotros, cuando condenamos a los demás; le suplicamos que no sea misericordioso, ni compasivo, ni bueno, cuando nosotros no lo somos con los demás...

       Nuestro perdón total para el resto de los hombres, se tornará en indulgencia plenaria para nosotros (Mt 6, 14.15). Parece que no creemos esto cuando nos ensañamos con los demás. Personas que dicen querer ser buenas, ¡qué dureza de juicio tienen! ¿Influirá en ellas la desocupación, la pereza y la ociosidad? El que trabaja mucho no tiene tiempo de ocuparse en enjuiciar vidas ajenas.

       Los santos no juzgan, ni condenan a los demás, sino que los comprenden, los aman y actúan así porque se colocan en el lugar de los otros y piensan que si la misericordia de Dios no hubiese actuado sobre ellos, y hubiesen vivido en otras circunstancias, posiblemente serían peores. Y, por eso, son humildes, comprensivos, bondadosos. Los santos se han sabido santificados por Dios. No se han inventado pecados para poder suplicar la divina misericordia. Teresa de Lisieux ha sabido interpretar claramente la santidad: «A mí Jesús me ha perdonado más que a los santos pecadores, puesto que me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer»5.

       De todos es conocido aquello que se ha dicho siempre: «Lo que hace un hombre, puede hacerlo otro»... Advertencia clarísima para comprender que nadie puede sentirse seguro, sin la gracia divina.

       Esta es la misma doctrina que enseña Jesucristo en la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18, 23-35). Un señor condonó una gran deuda a un siervo; luego, éste no quiere perdonar una insignificancia a un consiervo suyo. «No debías tú, le dice el señor, haber tenido misericordia con tu compañero, como yo la tuve de ti?». ¡Corazón despiadado, que sobre sí acarrea el castigo final! «Porque tendrá un juicio sin misericordia, el que no tuvo misericordia», como de manera tajante se afirma en Sant 2, 13. Esta misericordia, de la que habla Santiago, es la caridad para con el prójimo, especialmente respecto del pobre.

       La misericordia es grata a Dios y hace agradables los sacrificios, obteniendo para nosotros la divina misericordia.

       Toda forma de caridad con el prójimo se incluye dentro de esta misericordia. Dicho aserto se confirma por deducción de lo que en san Mateo se enseña en la apoteósica descripción del juicio final: juicio de condenación para unos y de salvación para otros.

       El de salvación, aunque no lo diga con los propios términos, es un juicio de misericordia, un cántico a esta virtud; los premiados, los benditos, serán aquellos que hayan puesto en práctica lo que se llama por antonomasia «obras de misericordia». «Venid los benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me disteis posada; desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a mí» (Mt 25, 34-36).

       Esta enumeración está inspirada en la quemilut hosadim que los rabí llamaban obras de misericordia. Para rabí Simeón el justo (siglo III a. C.), ellas, con la torá y el culto, forman las tres columnas que sostienen el mundo6.

       Y rabí Simlaí (siglo III) decía que la observancia de estas obras se encontraba tanto al principio de la ley, como al final, pues al principio de la torá, Dios viste a nuestros primeros padres que estaban desnudos (Gén 3, 21) y al fin de la misma torá, Yahvé sepulta a Moisés (Dt 34, 6).

       La misericordia es el común denominador de las seis obras por las que los hombres serán juzgados: hambre, sed, sin morada, desnudo, enfermo, encarcelado. En Mateo se insiste en la solemnidad del juicio (25, 31), en la universalidad (y. 32) y en su carácter cristológico (dice mi Padre y mis hermanos: y. 34.40), para subrayar la importancia decisiva de las obras de misericordia. Sobre ellas recaerá el juicio de Dios. Con esta doctrina, Jesucristo se opone radicalmente a los fariseos, que condenaban irremisiblemente a los que no compartiesen su ideal. El misericordioso ni juzgará ni condenará, y de este modo él tampoco será condenado por Dios (Mt 7, 1.2).

       He ahí la misericordia, en especial para nuestros deudores. Misericordia en general para toda necesidad, en relación a toda miseria humana. Misericordia de proyección universal ante la estrecha concepción de los fariseos, que limitaban su ejercicio a los de su raza o a los de su secta, llegando la escuela rabínica a establecer el principio de que estaba prohibido manifestar misericordia hacia el ignorante de la ley.

       Misericordia sin límites en el objeto, sin límites en su destino, sin límites en sí misma, como originada en la infinita misericordia de Dios. Misericordia, floración de la caridad y de la gracia, difundida por Dios en los corazones de los hombres (Rom 5, 5).

       De todo lo dicho se desprende que Dios actuará con nosotros tal como nosotros hayamos actuado con los demás, según hayamos juzgado a nuestros hermanos y según como les hayamos tratado, en todas sus necesidades espirituales y materiales. Si fuimos dulces para consolar, finos para alegrar, desprendidos para atender a otros más pobres que nosotros... En una palabra, si nuestras actitudes han sido de misericordia, el juicio divino sobre nosotros el último día será también misericordioso.

       Queremos, igualmente, poner de relieve que en la parábola del deudor sin entrañas (Mt 18), en la que no se habla de misericordia sino de paciencia (y. 26.29), en el reproche que constituye la conclusión, dice: «j,No debías tú también tener misericordia de tu compañero como yo la tuve de ti?» (y. 33). El siervo debía haber imitado la conducta de su señor, y por no hacerlo, éste cambia su misericordia en cólera y castigo (y. 34). Pero todavía podemos ir más lejos, y fijarnos en el final de la parábola, donde se exige un perdón total para cada uno de los hermanos (y. 35), si queremos que nos perdone del todo nuestro Padre celestial. Es un modo de proclamar que la conducta del hombre determinará la de Dios. Esta línea de Mateo aparece también en la oración principal. Insiste en la petición del perdón. Se pide a Dios que nos perdone, así como nosotros —en la misma medida que perdonamos (6, 12)—; mientras en Lucas se dice «perdónanos porque también nosotros perdonamos» (11, 4). Por eso, el primer evangelista continúa: «Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os las perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (y. 14). Todo esto explica la importancia del perdón para comprender la misericordia en san Mateo.

       Volviendo de nuevo a la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18, 23-35), se puede profundizar más en qué consiste este perdonar sin límites las faltas del otro. El camino lo tenemos en toda la historia de la salvación y Dios mismo es el ejemplo de la paciencia en la cólera, de la generosidad en la misericordia. El hombre que quiere practicar la misericordia a ejemplo de Dios, no debe estar solamente inclinado a perdonar, sino también a ejercer la misericordia respecto a los miserables. Las obras de misericordia fluyen de la compasión ante la miseria humana. Las obras de misericordia son absolutamente indispensables en la vida del cristiano y constituyen incluso el criterio absoluto de la distinción entre los justos y los injustos en el juicio final.

       Todas estas obras de misericordia, recordadas explícitamente en el juicio final (Mt 25, 35.36), se sitúan en el campo de las relaciones interhumanas. En la concepción cristiana, la misericordia es soberanamente independiente de todo sistema político-social donde se vive, y siempre el hombre encuentra en él la posibilidad de ejercer una obra de misericordia. Nunca las estructuras podrán pretender absorber o reemplazar las relaciones interhumanas. Los cambios de estructuras, siempre necesarios cuando se pueda, no deben ser jamás para el cristiano una excusa para eludir las obras concretas de la misericordia.

Cambiar el corazón para transformar el mundo

       No olvidemos que no hay estructuras sin personas, sin hombres concretos. «Cambia el corazón del hombre y lo otro vendrá por añadidura».

       La clave de todo cambio social es el hombre. Las estructuras, las normas de vida, las leyes no tienen eficacia por sí mismas. Son una ayuda. Nunca podrán suplir al hombre. Es el hombre —la persona— el que debe cambiar para asegurar la transformación que deseamos. No podemos transformar el mundo sin poner de nuestra parte el esfuerzo y el sacrificio indispensable para hacernos mejores.

       Este ejemplo nos muestra que para cambiar las estructuras y conseguir un mundo nuevo, el camino eficaz es revestirse del hombre nuevo, crearlo, hasta alcanzar una asimilación vital con el modo de pensar y vivir de Jesucristo (Col 3, 10); es «despojar- se del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias y renovar el espíritu de su mente, revistiéndose de Jesucristo» (Ef 4, 22-24); es realizar la nueva creación (2 Cor 5, 17), o vivir la nueva vida (Rom 6, 4). El hombre que vive de ese modo transforma todas las relaciones humanas, económicas, religiosas, familiares, sociales, políticas. Por eso, transformar al hombre es lo mismo que transformar el mundo. Porque el hombre es lo primero; «las intimaciones proféticas, escribe Kahlefeld7, no tienden a transformar el mundo, como tampoco el mensaje de Jesús a los pobres intentaba cambiar el mundo. Pretende, más bien, la transformación del hombre, pero no del hombre en general, sino del individuo insustituible al que se dirige y cuya obediencia reclama». Y en los mismos documentos del CELAM8 se afirma: «La originalidad del mensaje cristiano, no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras sino en la insistencia en la conversión del hombre, que exige luego ese cambio».

       Mas, aunque el hombre es siempre el principio y el fin de ese cambio, también es verdad que entre el hombre y el mundo existe una interrelación tan mutua e inevitable que la transformación de ambos debe intentarse a la vez.

       No debemos olvidar que Jesucristo, al unir indisolublemente el amor de Dios con el amor del prójimo, estableció, en el corazón del mismo hombre, las bases del cambio social más profundo y más radical que ha conocido la historia. No hay verdadero amor de Dios, no hay salvación si no se ama eficazmente, si no se hace justicia al prójimo. Cristo se solidariza personalmente con el pobre y el oprimido, a quienes hace sus hermanos preferidos. Siempre será verdad aquello que, cuanto más nos acercamos a Cristo, tanto más nos acercamos los unos a los otros.

       El padre Foucauld escribía a su amigo Luis Massignon, al final de su vida, en carta de 1 de agosto de 1916: «No hay, creo, palabra del evangelio que me haya producido una impresión más profunda y transformado más mi vida que ésta: ‘Todo lo que hacéis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis’. Si uno piensa que estas palabras son las de la verdad increada, las de la boca que ha dicho: ‘Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre...’, con qué fuerza uno es arrastrado a buscar y a amar a Jesús en estos pequeños, estos pecadores, estos pobres, poniendo todos sus mediosespirituales para la conversión de las almas, y todos los medios materiales para el alivio de las miserias temporales»’°.

       El cristiano no puede pretender su identificación con Jesucristo y usar los medios que ofenden a la justicia. No hemos de luchar los unos contra los otros en el odio, ni estar los unos sin los otros en el egoísmo, sino compartir (2 Cor 8, 13-15), vivir los unos con los otros en el amor, en solidaridad mutua y con responsabilidad.

       Es de suma importancia que este servicio al pobre vaya en la línea que nos marca el concilio Vaticano II: «Cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas y no sólo los efectos de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben, se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa, y se vayan bastando por sí mismos»”.

       Lo mismo que en geometría, en la geometría cristiana simbolizada por la cruz, las dos dimensiones horizontal y vertical quedan inseparablemente unidas en un punto. No puede haber verdadera opción vertical sin el amor al prójimo, que implica necesariamente la justicia. Y toda opción horizontal, si es genuina y desinteresada, inevitablemente termina por acercarnos a Dios, por hambrear toda justicia.

       Estas dos dimensiones no son para el cristiano dos regiones paralelas, sino que la una condiciona a la otra. El hombre cristiano, en su unión con Dios, debe encontrar la fuerza para su compromiso social y a la vez sólo establece una auténtica relación con Dios cuando ama verdaderamente al prójimo. Jesucristo expresó su pretensión de relativizar y radicalizar todo al unir el amor a Dios con el amor al prójimo y hacer de este amor el centro de su vida. Demostró que estas dos dimensiones han de ser conciliadas; sin ser idénticas, se condicionan mutuamente. Sólo se sabe qué es la radicalidad del amor cristiano al prójimo si se conoce quién es Dios y si se le ama con todo el ser. La dignidad del hombre está fundada en su orientación a Dios. Solamente cuando se toma en serio al hombre, se sabe algo de Dios y sólo cuando se sabe algo de Dios se puede tomar en serio al hombre y amarlo. De este modo, se condicionan mutuamente el amor a Dios y al prójimo, sin que por eso lleguen a identificarse.Pero, como veremos en el capítulo siguiente, será Jesucristo quien los identificará uniendo indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo.

       Es impresionante la afirmación del doctor Vis ser Hooft, presidente honorario que fue del Consejo ecuménico de las iglesias, sobre esta dimensión del cristianismo: «Un cristiano que perdiera su dimensión vertical, perdería su sal. No sólo sería insípido, sino también inútil para el mundo. Pero un cristiano que use las preocupaciones verticales como un medio de escapar a sus responsabilidades respecto al hombre y a su vida común, sería ni más ni menos que un rechazo de la encarnación... Es tiempo de comprender que todo miembro de la Iglesia que rehúsa prácticamente tomar una responsabilidad respecto de los desheredados, donde quiera que estén, es tan culpable de herejía como los que rechazan tal o cual artículo de la fe».

       Para terminar esta densa meditación en la que hemos reflexionado cuál es el mandamiento capital y para impulsarnos más en el amor al prójimo, me permito recordar el doble descubrimiento sobre el amor, confiado por santa Teresa del Niño Jesús. El primero es muy conocido: «Durante la oración mis deseos me hacían sufrir un verdadero martirio: abría las epístolas de san Pablo para buscar una respuesta. Cayeron ante mis ojos los capítulos 12 y 13 de la primera epístola a los corintios. Encontré consuelo en esta frase: ‘Buscad con ardor los dones perfectos y todavía os mostraré un camino más excelente’ (1 Cor 12, 31). El apóstol explica cómo los dones más perfectos son nada sin el amor. La caridad es el camino por excelencia que conduce con seguridad a Dios... Finalmente había encontrado reposo... Comprendí que el amor reúne todas las vocaciones, que el amor es todo; qu abraza todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, qu es eterno»12.

       Es sorprendente notar que, después de esta primera ilumin ción, la santa hacía alusión a un segundo descubrimiento. Sant Teresa escribe: «Este año, querida madre, el Señor me ha concdido la gracia de comprender qué cosa es la caridad; primero lo comprendía, es verdad, pero de un modo imperfecto; no había profundizado estas palabras de Jesús: ‘El segundo mandamiento es semejante al primero: amarás al prójimo como a ti mismo’. Me dedicaba sobre todo a amar a Dios y amándolo he comprendido que el amor debe traducirse no sólo en palabras, porque: ‘No aquéllos que dicen: ¡Señor, Señor! entrarán en el reino de los cielos, sino más bien aquellos que hacen la voluntad de Dios’. Esta voluntad, Jesús la ha hecho conocer varias veces... Pero en la última cena... El quiere dar un mandamiento nuevo: ‘como yo os he amado a vosotros, amaos el uno al otro’... Cuando el Señor había mandado a su pueblo amar al prójimo como a sí mismo, no había venido sobre la tierra; así, sabiendo bien hasta qué punto se ama la propia persona, no podía pedir a sus criaturas un amor más grande para el prójimo. Mas, cuando Jesús da a sus apóstoles un mandamiento nuevo, su propio mandamiento, como dirá en otro lugar, no habla de amar al prójimo como a sí mismo, sino más bien de amarle como él, Jesús, le ha amado, como le amará hasta la consumación de los siglos. Señor, sé que vos no mandas algo imposible; conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes bien que nunca podré amar a mis hermanas, como las amas tú, si tú mismo, ¡oh mi Jesús!, no las amas en mí. Oh, ¡ cómo amo vuestro mandamiento porque me da la seguridad que vuestra voluntad es de amar en mí a todos aquellos que vos mandasteis amar!»’3.

       No se podía, me parece, expresar en términos más claros y al mismo tiempo más simples, aquello que significa la palabra de Jesús en la última cena: «Amaos como yo os he amado», revelándonos la verdadera dimensión vertical del amor fraterno. No en amar al hombre por Dios, sino que Jesucristo lo ame por mí, a través de mí.

       Esta misma doctrina la encontramos en el concilio Vaticano II: «Cristo, revelando el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. El cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos recibe las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor»’4. «El pueblo mesiánico tiene por ley el nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amó a nosotros (Jn 13, 34)»15•¡Qué vacío tan inmenso hay en el corazón del hombre cuando éste no se encuentra lleno del amor de Dios! Deberíamos releer y contemplar, escuchar de la boca de san Agustín estas palabras:      «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera y así por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tu creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que si no estuviesen en ti no existirían. Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; te saboreé y tuve hambre y sed de ti; me tocaste y me quemé de ardor por la paz que tú me diste.

11ª.  JESUS UNE AMO A DIOS Y A LOS HOMBRES

“Se levantó un legista y dijo para ponerle a prueba: Maestro ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿cómo lees? Respondió: Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Díjole entonces: bien has respondido. Haz eso y vivirás” (Lc 10, 25-28).

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los Otros”(Jn 13, 34).

       Uno de los signos de los tiempos se manifiesta en el hambre y sed de justicia que siente hoy, de modo singular, todo cristiano comprometido. Es tender a la perfección, cumplir la voluntad de Dios que llama siempre a una sobreabundancia que rebasa lo propuesto en las leyes y en los mandamientos.

       Pero, este hambre y sed de justicia, que nos exige para ser perfectos, no ha de circunscribirse sólo a nosotros. Hay que hambrear el reino de Dios, su gracia, la justicia para todos los hombres. No podemos guardarla para nosotros mismos, porque eso demostraría que no teníamos verdadera hambre y sed de justicia.

       Ya los profetas, en nombre de Dios, nos exigen hambrear esa justicia para todos, haciéndonos ver la imposibilidad de rendir un culto a Dios limpio y auténtico si nos desentendemos de nuestros hermanos. Dice el profeta Jeremías: «No os creáis seguros con vuestras palabras engañosas. No os llenéis la boca diciendo:

el templo del Señor» (7, 4). Eso no vale, si no se traduce en la práctica en justicia y caridad. Y Amós, el profeta que más fustiga el pecado cometido contra los hombres, dice cómo a Yahvé le desagradan los sacrificios y ofrendas si no van acompañados con buenas obras (5, 2 1-24).

       Las prácticas cultuales se habían convertido en un tranquilizante de las conciencias, como ha sucedido muchas veces en la historia de la humanidad. Todo comenzó en el siglo XI antes de Jesucristo, con un episodio que enfrentó al profeta Samuel con el rey Saúl. Este, en lugar de exterminar todo el botín recogido en la guerra, como era la voluntad de Yahvé, se sirve de él para ofrecer sacrificios al Señor. Esto hace exclamar a Samuel: «,Acaso se complace Yahvé en los holocaustos y sacrificios, como en la obediencia a sus palabras?, mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros» (1 Sam 15, 22).

       Los profetas han puesto de relieve que el culto no puede ir acompañado de injusticias manifiestas. No se puede compaginar «el menudear en la plegaria, si las manos están llenas de sangre» (Is 1, 15). De ese modo no se agrada a Yahvé, se le irrita. Han escrito que el Mesías vendrá no sólo a liberarnos del pecado sino también de todas las injusticias: «Para que fluya el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne» (Am 5, 24); por eso dice Yahvé: «Haced justicia cada mañana, y salvad al oprimido de la mano del opresor, so pena de que brote como fuego mi cólera» (Jer 21, 11.12); «el ayuno que el Señor quiere consiste en desatar los lazos de la maldad, dar libertad a los oprimidos, partir con el hambriento el pan» (Is 58, 6.7); «hacer justicia al huérfano, librar al débil del más fuerte, al pobre de su explotador» (Sal

10, 18; 35, 10).

       Hay, pues, a lo largo del antiguo testamento identificación entre la justicia y la defensa de los pobres. «Practicad el derecho y la justicia y librad al oprimido de las manos del opresor» (Jer 22, 3). «El que es justo, no oprime a nadie, no comete rapiña,

da su pan al hambriento y viste al desnudo, aparta su mano de la injusticia» (Ez 18, 5-9). La conversión de un hombre se realiza cuando deja de explotar al pobre y acude en su defensa (Ez 18, 30.3 1; Os 12, 7).

       Dios eligió a Abrahán para que enseñase a su descendencia a practicar la justicia (Gén 18, 19), a buscar a Yahvé y a cumplir sus palabras, ya que «los que buscáis la justicia, buscáis a Yahvé» (Is 51, 1), y «justicia es la palabra de Yahvé» (Sal 33, 4.5).

       El rey, al igual que Dios, ha de gobernar con justicia a su pueblo: «Hará justicia a los humildes del pueblo, salvará a los hijos de los pobres» (Sal 72, 1-4).

El eco de esta liberación resuena todavía con más vigor en el nuevo testamento, ya desde el Magnificat de la Señora (Lc 1, 52.53), para aprender qué significa aquello de quiero misericordia y no sacrificio (Os 6, 6; Mt 9, 13), y se insiste en no descuidar lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia, la fe (Mt 23, 23), en vivir para la justicia (1 Pe 2, 24), sin tener miedo aunque tengamos que sufrir algo por causa de la justicia (1 Pe 3, 14), amando a los hermanos, ya que el que no los ama, permanece en la muerte (1 Jn 3, 14) y quien los ama, cumple toda la ley en plenitud (Rom 13, 8-10).

Jesús proclama el reino de Dios interviniendo en la historia concreta de los hombres de su tiempo, asumiendo los dolores y esperanzas de su momento histórico. Anuncia que él está en medio de ellos para actualizar el amor al Padre. Se acerca a los pecadores, a los pobres, a los marginados de su tiempo, y rompe de ese modo con las coordenadas sociorreligiosas de su época, a pesar de las incomprensiones, calumnias y contradicciones que ello le ocasiona.

       Ha dado más importancia al hombre que a la ley. Prefirió la justicia y la misericordia (citando Os 6, 6) a los ritos cultuales y a los sacrificios. Trajo una escala de valores nueva predicando el perdón y el amor.

       Relativiza el valor absoluto de la observancia religiosa, y reivindica que el acceso al Padre está en el servicio al pobre donde Dios se esconde de forma anónima. A este servicio, debe subordinarse la práctica del culto y el mismo ejercicio necesario de la oración.

       Jesús dice: «Si llevas tu ofrenda al altar y recuerdas que tu hermano está contra ti (por lo que haces o por lo que con tu negligencia dejas de hacer), deja allí la ofrenda, y no la presentes hasta que no te reconcilies con tu hermano» (Mt 5, 23.24). «Cuando os pongáis de pie a orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas», añade el mismo Señor (Mc 11, 25). Toda la Escritura nos advierte de esta unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo: «Si alguno, que posee bienes en la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en el amor de Dios?, hijitos, no amemos de palabra y de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 17.18).

       La antigua concepción de la justicia —el justo era recompensado en la medida de sus buenas obras y el pecador castigado en el grado de sus pecados— causaba malestar a muchos de la época de Jesús. El judío de entonces, dada la nueva sensibilidad, consideraba insuficiente la moral del antiguo testamento, fundada en la división simple de los hombres en justos y pecadores. Además, ¿hasta dónde y hasta quiénes llegaba el amor y la misericordia de Dios?

       Jesucristo enseñará: «Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 14.15). Ya en un libro tardío del antiguo testamento, encontramos la mejor síntesis de esta nueva ética: «Rencor e ira son también abominables, esa es la propiedad del pecador. Recuerda los mandamientos y no tengas rencor a tu prójimo, recuerda la alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa» (Edo 27, 30; 28, 7). Y un rabino, de unas décadas después de Jesús, considera igualmente el comportamiento caritativo hacia el prójimo como condición indispensable para reconciliarse con Dios: «Las faltas cometidas por un hombre contra su prójimo, no las perdonará el día de kippur —expiación—, a menos que se reconcilie con el prójimo».

       El amor al prójimo merece la recompensa divina, como enseña Jesús al final del sermón del monte (Mt 7, 1.2; Lc 6, 37.38). Estos textos tienen un importante paralelo con la carta de san Clemente Romano, del año 96, citando unas palabras que atribuye al Señor: «Sed misericordiosos y encontraréis misericordia; perdonad y se os perdonará; según hagáis, se hará con vosotros; según deis se os dará; según juzguéis se os juzgará; según hagáis el bien se os hará bien a vosotros: con la medida que midáis se os medirá a vosotros».

       De aquí, que no se pueda separar conversión personal y reforma de estructuras injustas. La primera es fundamental, pero no será auténtica si no nos lleva a vivir sus consecuencias.

       La justicia-santidad de la bienaventuranza comienza por la conversión del corazón transformando a las personas. Jesús enseñó  que el reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17, 21), y

que hay que renacer para entrar en el Reino (Jn 3, 5). Hay que revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4, 24).

Mas esta justicia-santidad tiene una dimensión social. Todas las realidades humanas, la cultura, la economía; todas las relaciones sociales, la familia, la sociedad; todo ha de ser redimido y santificado. El magisterio de la Iglesia insiste especialmente en esta doctrina como lo ha proclamado el papa Juan Pablo II en Brasil, en Puebla y en santo Domingo: que la construcción del reino de Dios es inseparable del trabajo por la justicia; que la santidad cristiana exige el servicio al pobre y el compromiso por su liberación integral.

       Esta justicia-santidad que tiene una dimensión social, y que entraña la liberación integral del hombre, no sólo exige el esfuerzo y el compromiso del cristiano, sino que lleva consigo una bendición de Dios en esta vida como germen de promesa futura. Tenemos que desearla y ponerla en nuestra oración de petición. Oran

do nos abrimos al Dios que llena nuestros límites y espolea nuestro compromiso. De ese modo nos dejamos invadir de su justicia para construir la justicia en el mundo, entre todos los hombres.

       En el caso de Zaqueo tenemos un ejemplo tipo. Su conversión es personal y el Señor no le exige nada revolucionario o político para proclamarlo hijo de Abrahán. Pero su conversión es una opción radical tremendamente efectiva y que llega a todos aquellos con quienes se desenvuelve su vida social: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien le devolveré el cuádruple». La religión de Jesucristo, bien entendida, tiene una fuerza tal que, vivida en su plenitud, cambiaría las estructuras.

       En la meditación del encuentro con Jesucristo fue el ejemplo de Zaqueo el que nos iluminó y ayudó a comprender que el encuentro con el Señor es siempre transformante, nos hace criaturas nuevas.

JESÚS RENOVO Y AMPLIÓ EL MANDAMIENTO NUEVO

       En ninguna parte del antigo tewtamento se relaconan literalmente o se aproximan estos dos preceptos. Sin embargo, tienen relaciones mutuas y lazos muy estrechos. Así, el deber de amar a Dios deriva de la obligación de servirle, y este servicio incluye también deberes para con el prójimo, que se nos presentan como una imitación de Dios, es decir, que el amor al prójimo dimana del amor a Dios.

       El mandamiento del amor es el mandamiento capital, la esencia misma del evangelio. Jesús lo renovó profundamente y lo amplió en cuatro direcciones:

1) Unió indisolublemente el amor a Dios y al prójimo.

2) Todas las exigencias divinas y humanas las redujo a ese doble precepto.

3) El término prójimo, tan restringido en el judaísmo, lo extendió a todo hombre, hasta al enemigo.

4) Marcó una opción preferencial por los marginados y los pobres con quienes se identificó.

       Jesucristo ha puesto una conexión interna e indisoluble entre ambos preceptos, aunque serán sus apóstoles los que han de sacar las últimas consecuencias. Para san Juan en su primera carta (3, 15.17; 4, 12.16.21; 5, 1.2), todo el amor a Dios es ilusorio si no se vuelve al prójimo; y a su vez, el amor al prójimo tiene el riesgo de hacerse pura filantropía, cuando no llega al don de sí, a imitación de Jesucristo, porque el amor ha de arrancar del mismo corazón de Cristo, del amor de Dios, el único que puede inspirar al hombre una total y absoluta generosidad. San Agustín comentando la frase de san Juan exclama: «El que dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, miente», y añade: «El que ama al hermano, ama a Dios. ¿Cómo puedes amar al hermano y no amar el amor? y amando el amor, amas a Dios, ¿o es que has olvidado que Dios es amor? (1 Jn 4, 8.16). Si Dios es amor, el que ama el amor ama a Dios. Ama, pues, al hermano y ya estás seguro. Por eso se engaña, se equivoca, el que dice que ama al prójimo y no ama a Dios». Y, concluye el santo: «Necesario es, pues, que quien ama al hermano, ama a Dios porque Dios es amor»3.

       Estos dos mandamientos no son para el cristiano dos cosas separadas. El cristiano debe encontrar en su amor a Dios la fuerza para su compromiso con el hombre, y a la inversa, sólo puede relacionarse íntimamente con Dios, cuando ama verdaderamente a su prójimo.

       Jesús, al insistir en que todos somos hermanos (Mt 23, 8.9) y al subrayar el amor al prójimo (Jn 13, 34), ha hecho del amor fraterno el signo de la identidad cristiana y la prueba decisiva de su seguimiento.

       Hoy no gusta afirmar que en el cristianismo hay un verticalismo y un horizontalismo, sino es necesario decir que estas dos dimensiones tienen que entremezciarse mutuamente. Dios crea el amor y es amor. Y el amor siempre se refiere al prójimo. El misterio radica en que Dios está en él. Karl Barth ha escrito que «en Jesucristo se ha decidido para siempre que Dios no está nunca sin el hombre»4.

Esto es tomar la encarnación del Hijo de Dios al pie de la letra. Ya no hay que amar al hombre por Cristo, sino amar a Jesucristo en el hombre. Ya no hay dos amores —Jesucristo los ha unido indisolublemente— sino uno solo, pero siendo el segundo la expresión y realización del primero. En el moribundo, en el desgraciado, bajo las apariencias de la miseria y del dolor está la realidad total del Señor. Jesucristo vive en el pobre, en el prójimo, y no es que el pobre se le parezca, nos lo recuerde, es que es él escondido, invisible, pero real.

       José M. Cabodevilla5 comenta el texto de 1 Jn 4, 20: «Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve». Y dice: «El amor a los hermanos constituye la demostración del amor a Dios; su única prueba fehaciente. ¿Cómo podríamos saber de otra manera si le amamos o no? En el amor a Dios es muy posible engañar y engañarse, ya que fácilmente llegamos a confundir a Dios con cualquier quimera de nuestra cabeza, con cualquier necesidad de nuestro corazón. He aquí el único criterio infalible: no hay amor a Dios sin amor fraterno. Este es la verificación de aquél, no sólo lo demuestra sino que lo hace verdadero.

       Dios está en nuestro prójimo. Y lo está no de una forma simbólica, como está el rey en una estatua suya a la que se debe honrar. Ni tan poco lo está por delegación, como el rey en cada uno de sus embajadores. ¿De qué forma está? A juzgar por la descripción del juicio final, cuando Cristo reconoce como hechos a su propia persona los servicios prestados al pobre, al hambriento, al herido; él no se presenta como un rey que quisiera premiar las atenciones dispensadas a algunos de sus representantes. Todos estos ejemplos adolecen de insuficiencia y exterioridad. Dios está en los hombres mucho más íntimamente. No como el vino en una botella, sino como el alcohol en el vino. ¿Quién podrá separarlos?

       Dios está realmente presente en nuestros hermanos y basta; lo demás es letra menuda. Porque se trata principalmente de una afirmación cargada de consecuencias prácticas, mucho más que de un enunciado teórico susceptible de ulteriores precisiones. Quien no ama al prójimo no ama a Dios. ¿Podría afirmarse que amamos a Dios en el prójimo si amamos al prójimo en Dios? Amamos de veras a Dios si amamos de veras al prójimo. El prójimo viene a ser nuestro lugar de cita y encuentro con Dios».

       Al concilio debemos el redescubrimiento del carácter comunitario de la vocación humana y que el hermano es el sitio privilegiado del encuentro con Dios. «Por lo cual el amor de Dios y del prójimo es el primero y mayor mandamiento. La sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: amarás al prójimo como a ti mismo... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13, 9-10; 1 Jn 4, 20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo»6. Utiliza el concilio la atrevida reducción que hace san Pablo de todos los mandamientos al amor del prójimo. En la Sacrosantum concilium se inserta el texto: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Frase que no aparece en ningún documento oficial de la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo. El amor a Dios es lo primero, pero la expresión válida del amor a Dios es el amor al hombre; y si aquel amor es real, se traduce en servicio. Pero Dios en sí mismo no necesita ser servido, lo es todo, lo posee todo; en cambio, el hombre, sí necesita ser servido. Por eso, el único servicio a Dios, está lleno de deberes para con el prójimo (Am 5, 21-24; Jer 22, 13-16; Is 1, 10-20).

En conclusión, el amor y el servicio a Dios pasan por el amor y el servicio al hombre, es decir, que para ser fieles a Dios, hay que ser fieles al hombre.

       «Se puede afirmar con todo derecho que el ágape es verdaderamente el punto central del cristianismo. Todo está señalado con su impronta y sin este impulso el cristianismo perdería la propia originalidad. El amor constituye la concepción fundamental y original del cristianismo» (A. Nigrén). Todos los preceptos se recapitulan en el gran precepto que engloba a todos y les da su razón de ser: la caridad. San Pablo afirma que todos los demás se resumen en... Es reunir los diversos elementos en torno a un eje central, en función de un principio de armonía que asume. Equivale al «de él penden» de Mateo 22, 40 todos los demás preceptos y en él se resumen. El amor «es por tanto» (Rom 13, 10) la ley en su plenitud. No se puede practicar una virtud o cumplir una obligación moral sin que el amor al prójimo no esté implicado de algún modo. Se puede, pues, afirmar, que el que ama, estando en armonía con el único principio de la moral de la nueva alianza, cumple íntegramente la ley.

       Para san Pablo, pues, sólo existe un único precepto: amar al prójimo, «el que le ama, ha observado del todo la ley» (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14), pues el amor al prójimo es amor por Dios, es amor de Dios. Además, el apóstol utiliza el verbo pleroo, que significa observar con plenitud. La razón es que el amor no es una norma de acción, sino una fuerza, un dinamismo.

       Esta doctrina, hasta sus últimas consecuencias, la encontramos en Jn 13, 34.35, y en el juicio final, la atención del Señor se fijará exclusivamente en el amor al prójimo (Mt 25, 3 1-46). Unicamente del amor al prójimo, no del amor a Dios, se habla en la primera carta de san Juan (3, 16-23) y en las cartas de san Pablo (2 Tes 1, 3; Gál 5, 6; Ef 1, 15).

Mateo 25, sumario del evangelio

       A través de toda la historia de la salvación hay una exigencia del amor de Dios en favor de los necesitados, de los desgraciados, que culmina en la escena del juicio final (Mt 25): los condenados son los que han ignorado a los postergados socialmente y se han mostrado insensibles a sus aflicciones. Solamente nos salva la actitud del amor ante las debilidades humanas. En este juicio definitivo, se trata de la justicia o injusticia con la que tropieza la historia humana día a día y del amor realizado en En las obras de misericordia se realiza el encuentro con Jesucristo

       La originalidad de la doctrina de Jesucristo, sobre los actos de misericordia para con los desheredados, es que con dichos actos se realizan las máximas dimensiones religiosas, la relación personal e inmediata con él.

       Que Dios premia las obras de misericordia, hechas a los pobres, es una doctrina que se encuentra tanto en los libros de la sabiduría egipcia, como en la literatura rabínica, pero el Señor nos revela, en la escenificación que hace del juicio final, un mis- teno más hondo, el de su identificación con el necesitado, y que, al practicar la misericordia con el desvalido, se realiza el encuentro maravilloso con su persona.

       Muchos cristianos de nuestros días —y éste podría ser también uno de los signos de los tiempos—, realizan en el amor al marginado el encuentro con el Señor. Impresiona la oración que el rey Balduino trae en su diario después de haber visitado una región inundada de Bélgica: «Gracias, Dios mío, por haberme inspirado para que fuera a estar en medio de esas pobres gentes.

       Algunas habían perdido prácticamente todo. A una señora anciana, especialmente triste y desamparada, que ni siquiera tenía abrigo para protegerse del frío, he tenido la alegría de darle el mío. Gracias, Señor mío y Dios mío, por haber podido darte mi abrigo para cubrirte y calentarte. ¡Qué alegría me has proporcionado!» 9.

       Nunca sabemos con quién nos encontramos. Así Abrahán hospeda a tres hombres que llegan a su tienda, y después se da cuenta que son tres mensajeros de Yahvé, o el mismo Yahvé (Gén 18). Simón de Cirene es obligado a llevar la cruz de un condenado a muerte (Mc 15, 21), y no sabía él, entonces, que llevaba el instrumento de la salvación, y que ayudaba al mismq Jesucristo; se nombra a sus hijos Alejandro y Rufo, ya cñstianos, en el libro de los Hechos. Pablo no sabe que al perseguir a los cristianos, es a Cristo a quien persigue (Hech 9, 5). Casos semejantes han sucedido en el correr de la historia de la Iglesia, como se narra en la vida de san Juan de Dios, de san Martín de Tours... El padre Congar cita lo que le fue narrado por un testigo: un sacerdote italiano, que acababa de llegar a Francia a pedir por sus obras, pidió hospitalidad en una casa parroquial de París. Cuando don Bosco fue canonizado —porque el sacerdote era él—, uno de los sacerdotes que le habían recibido, dijo: «Si hubiéramos sabido que era un santo, le hubiéramos dado la mejor habitación y no la buhardilla».

       El amor al prójimo es esencial en la caridad cristiana, como el amor a Dios. Los dos son inseparables. El segundo mandamiento es semejante al primero. La Biblia no nos habla de Dios sin hablarnos a la vez del hombre, y a la inversa. Es inseparablemente teología para el hombre y antropología para Dios.

       Los santos padres no han dudado en comparar y poner al mismo nivel las dos presencias de Jesucristo: la presencia en la eucaristía y la presencia en el hombre, en el pobre. No intentaba hacer retórica san Juan Crisóstomo10 cuando pronunciaba estas palabras, en cierto modo escandalosas: «j,Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo olvides cuando está desnudo. No debes honrarlo aquí, con telas de seda, para olvidarlo fuera, donde padece frío y desnudez. Porque el que ha dicho: ‘Este es mi cuerpo’, es el mismo que ha dicho: ‘Me habéis visto hambriento y no me habéis dado de comer, y en la medida que lo habéis hecho con estos pequeños, mis hermanos, conmigo lo hicisteis’... ¿Qué utilidad hay en que la mesa de Cristo esté llena de copas de oro, cuando él muere de hambre? Empieza por saciar al hambriento y, después, con lo que te sobre, adorna también su mesa. Al adornar la casa, debes tener cuidado de no olvidar a tu hermano afligido, porque este templo, el hombre, es más precioso que aquél». Y explica: «Este altar (el constituido por los propios miembros de Cristo) es más augusto que aquél (el altar del antiguo y nuevo testamento donde se ofrece el sacrificio). El primero, en efecto, es digno de veneración por razón de la víctima que ofreces en él; el segundo, porque está construido por la víctima misma; el primero, porque siendo todo de piedra, está consagrado por el cuerpo de Cristo que recibe; el segundo porque él es el cuerpo de Cristo. Además, este altar, te es posible contemplarlo por todas partes, en las calles y sobre las plazas, y en cualquier momento puedes celebrar en él el sacrificio».

12ª.  JESÚS, PERSONA SINGULAR Y SIN IGUAL

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13, 8)

La singularidad de Jesús no se fundamenta propiamente ni en su doctrina ni en el estilo de vida que llevaba. Radica en el esplendor de su persona y no en el efecto de lo que hace o de lo que dice. Sus obras y sus palabras son solamente la expresión exterior de lo que se oculta en el hondón de su ser. Al querer precisar la imagen humana de Jesús nos situamos ante una tarea imposible de realizar. La contemplación de Jesucristo nos introduce en una personalidad inagotable.

       San Ireneo se preguntaba qué era lo que nos había traído Jesús y respondía: «Sabed que nos ha traído toda novedad viniendo él mismo»1. Lo nuevo es él, la irradiación de su persona. Es singular por lo que «él es» (Jn 8, 28.58; 13, 19; 18, 5-8).

Como portada de este capítulo pongo este largo texto maravilloso e iluminador tomado de un discurso que pronunció el papa Pablo VI en un momento en que estaba fascinado por Cristo Jesús. Se trata del discurso dirigido a los jóvenes, a los trabajadores, a los pobres, al pueblo filipino2: «Cristo sí, yo siento la ne- 1 cesidad de anunciarlo, no puedo callarlo, ‘iay de mí si no pro- clamara el evangelio’ (1 Cor 9, 16). Yo he sido mandado por él, por Cristo mismo, para eso. Yo soy apóstol, soy testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es mi misión, tanto más apremiante es el amor que me impulsa a ella (cf. 2 Cor 5, 14). Yo debo confesar su nombre: Jesús es el Cristo, el hijo de Dios vivo (Mt 16, 17). El es el que manifiesta al Dios invisible, es primogénito de toda criatura, es fundamento de todas las cosas. Es el maestro de la humanidad, es el Redentor. El ha nacido, muerto y resucitado por nosotros. Es el centro de la história y del mundo. Es aquél que nos conoce y nos ama, es el compañero y el amigo de nuestra vida; es el hombre del dolor y de la esperanza. El es aquél que debe venir y que debe, un día, ser nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

       Yo no acabaría nunca de hablar de él. El es la luz, es la verdad; más aún es ‘el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14, 6). El es el pan y la fuente de agua viva para nuestra hambre y para nuestra sed. Es el pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo y nuestro hermano. El, como nosotros y más que nosotros, ha sido pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido y paciente. Para nosotros habló, hizo milagros, instituyó un reino en el que los pobres son bienaventurados, donde la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, donde los que aspiran a la justicia son reivindicados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón y donde todos son hermanos.

       A vosotros cristianos os repito su nombre, a todos os lo anuncio: Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. El es el rey del nuevo mundo, el secreto de la historia, la clave de nuestros destinos. El es el mediador, el puente entre el cielo y la tierra. El es, por antonomasia, el Hijo del hombre, porque él es el hijo de Dios, eterno e infinito. El es el hijo de María, la bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne y nuestra madre en la participación en el espíritu del cuerpo místico.

       ¡Jesucristo! Recordadlo: éste es el objeto perenne de nuestra predicación; es la voz que nosotros hacemos resonar por toda la tierra (cf. Rom 10, 18) y por los siglos de los siglos (Rom 9, 5)».

       Jesús es un personaje de nuestro mundo y de nuestra historia. Nace en el reinado de Augusto, muere en el de Tiberio; es contemporáneo de Filón, de Tito Livio, de Séneca. Virgilio, de haberse hecho mayor, hubiese convivido con él. De la generación inmediata son Nerón, Flavio Josefo, Plutarco, Tácito. Rabinos de su tiempo son Hillel, Sammay, Gamaliel. Recordad a Herodes, Pilato, Caifás... «Jesús era un judío y no ha dejado de serlo. Jesús era plenamente un hombre de su tiempo y de su ambiente, el ambiente judío-palestino del siglo primero, cuyas angustias y esperanzas ha compartido»3. Esta afirmación recuerda una anécdota de Juan XXIII, narrada por Pinchas Lápide, quien había llevado de regalo al papa un álbum de las obras de Chagail. El papa se quedó observando la piadosa pintura «judío rezando» y después de un momento preguntó: —¿,Cómo se llaman las correas éstas? —filacterias, santidad, repliqué. —Eso ya lo sé; pregunto la palabra hebrea. —Tefihin. —De tefilá que es oración ¿no? —Sí, señor. —Y el pañolón de rezar se llama talit, ¿no? Pinchas Lápide asintió. Se produjo un largo silencio. Por fin dijo el papa casi hablando consigo mismo: —Así es como me lo imaginé yo siempre. Con talit y tefilín en los hombros y en la frente... al rabino Jesús de Nazaret.

       Jesús pertenece a nuestro mundo y a nuestra historia pero es diferente, no es como los demás. Es inclasificable pues rompe todos los esquemas y los rebasa; desconcierta.

       No se puede identificar con ninguno de los tipos más representativos de su tiempo (rabinos, sacerdotes, profetas).

       Jesús no fue un sacerdote del templo, fue un laico que predicó el reino de Dios. No fue un zelota que proclamó una teocracia nacional y religiosa. No fue un religioso esenio que odiase a los hijos de las tinieblas, sino que predica un mensaje gozoso de Dios para los pecadores. Jesús no fue un fariseo que afirmaba que el reino de Dios llegaría por el cumplimiento de la ley, sino que anunció que se realizaría por la acción graciosa de Dios y por la acogida prestada por el hombre.

       La singularidad de Jesús es que está más cerca de Dios que los sacerdotes, que es más libre ante el mundo que los ascetas. Ha venido a cumplir la voluntad de Dios, es decir, a hacer el bien a los hombres.

       Su singularidad consiste en que siendo fiel a la ley de Dios, no le importa no cumplirla en algún caso particular. Para él el hombre es la medida del sábado y de la ley. Más importante que los sacrificios del templo es la reconciliación y el servicio a los hermanos.

       Exige la transformación del individuo para cambiar a la socie- dad, sin excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos, y escandaliza) a las personas piadosas al identificarse con los rechazados y marginados, con el pueblo (‘am-ha-ha’arez).

Predica un Dios perdonador que se pone de lado de los pecadores y concede él personalmente el perdón, haciendo posible la rehabilitación de los pecadores y marginados. Con Jesús ha hecho irrupción el reino de la reconciliación, del amor y de la paz.

       Su vida y su pretensión fue una insoportable provocación, especialmente para las autoridades y para los círculos más piadosos: su interpretación nueva de la ley y del culto; el poner su autoridad por encima de la de Moisés; el atribuirse poder para perdonar pecados; sus comidas con los pecadores y la llamada a su seguimiento. Las tensiones y contrastes que produce su doctrina y su vida le condujeron a la muerte.

       Su actitud frente al poder no agradaba a los saduceos, su doctrina de amor y no violencia no podía ser aceptada por los zelotas y al confesar que ignoraba el día y la hora (Mc 13, 32) del fin del mundo se oponía a los visionarios apocalípticos.

Su poder de relativizar                                                                                      

       El poder de relativizar y radicalizar lo expresó Jesús haciendo del amor a Dios y al prójimo un único precepto y de este único mandamiento el centro de su vida. Este hecho le permite relativizar un montón de leyes, de preceptos, de costumbres, de ritos y de instituciones religiosas. La autoridad que ejerce al radicalizar la entrega al prójimo necesitado escandaliza a las jerarquías del judaísmo.

       Infravalora los ritos que sólo tocan al exterior. Es en el interior, en el corazón, donde se realiza el encuentro del hombre con Dios. La contaminación no viene de lo que hay fuera del hombre (Mc 7, 15). Eso no lo mancha. Del corazón es de donde procede todo lo malo (Mt 15, 19). De ahí, la necesidad de una purificación interior y de una conversión interior antes que de una buena apariencia que descuida lo que más vale y llevamos dentro. De ese modo se rompe la distinción entre lo sagrado y lo profano.

       El culto de adoración a Yahvé ya no estará vinculado a un espacio sagrado; ni a Samaria, al monte Garizín, como afirman los samaritanos, ni a Jerusalén, al monte Mona, como sostienen los judíos, sino que en el mundo entero es donde los verdaderos adoradores darán culto en espíritu y en verdad (Jn 4, 2 1-24).

       Jesús cambia la ley del ayuno frente a la vida ascética del Bautista y hasta le llaman comedor y bebedor de vino; y enseña que los invitados a la boda no deben ayunar mientras el esposo está con ellos (Mc 2, 19). El ha traído la buena nueva, la irrupción de la alegría y un tiempo de fiesta. Por eso, no predica el anuncio de un juicio, «un día de venganza para nuestro Dios», sino solamente «un año de gracias de Yahvé» (Is 61, 1.2). En la cita de este texto que se aplica a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret, omite las palabras referidas a la venganza y al juicio (Lc 4, 19).

       Desde el primer momento de su aparición en la vida pública se arrogó una inaudita autoridad. Nada más hacer su entrada en Cafarnaún, su ciudad (Mt 9, 1), «se asombraban de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad» (Mc 1, 22).

       Y, antes de acabar este día «todos quedaron pasmados de suerte que se preguntaban unos a otros diciendo: ¿qué es esto? Nuevo modo de enseñar con autoridad» (Mc 1, 27). A todos preocupa, apasiona y desconcierta la persona de Jesús y su actuación, y por eso no dejan de hacerse la pregunta decisiva: «,quién será éste?» (Mc 4, 41). Ante el inaudito poder con que actúa Jesús 1 «se maravillaban las turbas diciendo: nunca jamás se vio tal en Israel» (Mt 9, 33). Y, le preguntan: «,Con qué potestad haces esto? ¿quién te dio tal autoridad para hacerlo?» (Mc 11, 28).

Jesús es más que Jonás y más que Salomón (Mt 12, 41.42) y será bienaventurado quien no se escandalice de él (Mt 11, 6).

       Esta actitud de Jesús, y el haber puesto su autoridad por encima de la de Moisés, beneficia al hombre que puede coger espigas en sábado (Mc 2, 23) y ser curado en dicho día, porque «el sábado fue instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), aunque para los judíos sea la más sagrada de las observancias que tienen que guardar.

       Los judíos, maliciosamente, hablaron a Pilato de «aquel seductor» (Mt 27, 63). Más bien habría que decir que Jesús era realmente cautivador; de hecho se ganó el corazón y la adhesión de sus discípulos: «vayamos y muramos con él» (Jn 11, 16).

La riqueza de su personalidad rompe todos los moldes. Si nos fijamos en una faceta, al punto vemos otra que parece escapar a nuestra capacidad de comprensión.

       Jesús habló como nadie jamás lo hizo, con plenitud de fuerza, con el vigor que otorga la verdad. Tenía conciencia de pronunciar la última palabra, la decisiva.

Su concepción virginal

       La singularidad de Jesús comienza ya en su concepción virginal realizada por obra del Espíritu santo.

       Los personajes más importantes del antiguo testamento nacieron de madres estériles por una gracia especial de Yahvé: Isaac (Gén 21, 1-3); Sansón (Jue 13, 2.3); Samuel (1 Sam 1, 5-20); Juan Bautista (Lc 1, 7.24).

       En la concepción de Jesús, José no tuvo intervención carnal alguna. Esa es la gran singularidad de Jesús. El Mesías ha de nacer de la familia de David. Es como un dogma bíblico. Así aparece Jesús en el comienzo del evangelio de Mateo (1, 1) y en Lucas (1, 3 1.32). Lo proclama san Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (Hech 13, 23) y en sus cartas (Rom 1, 3; 2 Tim 2, 8). También se afirma en el Apocalipsis (5, 5; 22, 16).

       El origen de María carece de importancia; únicamente de los hombres se hacen genealogías. Sin embargo, sólo María es la verdadera madre de Jesús, que ha de ser de la tribu de David según la carne (Hech 2, 30; Rom 1, 3). Por eso, algunos escrito- res eclesiásticos antiguos, atribuyeron a María un origen davídico. Otros afirman que es de la tribu de Leví por estar emparentada con Isabel (Lc 1, 5.36), que es una de las hijas de Aarón. Las afirmaciones de estos escritores eclesiásticos reflejan concepciones teológicas diferentes.

       Estas afirmaciones abren nuevos horizontes que están en conexión con los escritos de Qumrán, en los que se esperaba un doble Mesías, uno descendiente de David, y otro descendiente de Aarón. Jesús unía en su persona todas las esperanzas de las comunidades esenias y el cumplimiento de las profecías, como testimonia su precursor (Jn 1, 19-23). Ya san Agustín, aun afirmando que María pertenecía a la descendencia de David, admitía la conveniencia de que fuera de ascendencia levítica: «Convenía que la carne del Señor procediera no sólo de estirpe regia, sino también de la sacerdotal»4. Hasta de ese modo Jesucristo sería sacerdote y rey.

       José (Mt 1, 20) es quien introduce jurídicamente a Jesús en la descendencia de David. José es el padre de Jesús. Lo expresa san Francisco de Sales con un símil delicioso: una paloma con un dátil en el pico pasa por encima de mi huerto. Se le cae el dátil, y en mi huerto nace una palmera. La palmera es mía aunque no la haya plantado yo. María, esposa de José, es su huerto y en ella nace la palmera, Jesús, por obra del Espíritu santo.

       La paternidad de José era necesaria para salvar el origen davídico del Mesías, aun en el supuesto que María fuese descendiente de David, pues en el judaísmo la pertenencia familiar, la descendencia jurídica era por la línea paterna.

       El ángel le pide a José que tome a María y la lleve a su casa —es el paso de desposada a esposa— para que pueda él ponerle el nombre al niño e introducirlo en la familia de David, citando a Is 7, 14.

       Según la mentalidad hebrea, para la cual el linaje se transmite a través de la paternidad legal, se salvaría la descendencia davídica de Jesús por la paternidad de san José. La paternidad de José es pues singular. Por esta razón es también singular la filiación davídica de Jesús.

Jesús es un maestro singular

       En Nazaret no había una escuela bíblica, no existía la bet-hamidrash, centro superior de estudios bíblicos. Pero, Jesús sin haber frecuentado centro alguno de estudios superiores, sin haber estado sentado a los pies de un rabí, sí lo estuvo san Pablo (Hech 22, 3), sin haber sido discípulo (en hebreo talmid), obtiene la categoría de maestro —hakan—. ¡ Cómo impresiona que Nicodemo, miembro del sanedrín, lo llame rabí (Jn 4, 2)!

       Era un grado académico que se otorgaba al final de los estudios, en la ceremonia de imposición de manos, llamada semiká. Este título en el tiempo del nuevo testamento, equivalía al de doctor en teología y derecho. Ya en el primer encuentro de Jesús con los que más tarde serán sus discípulos, escuchamos: «Ellos le dijeron: Rabí, que traducido quiere decir: maestro, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38).

       Los rabinos se valoraban por la fidelidad a la enseñanza de sus maestros o a la antigua tradición. Jesús «enseña, no como los escribas, sino como quien tiene autoridad» (Mt 7, 29).

       En las seis famosas antítesis del sermón del monte (Mt 5, 21- 48) es donde se transparenta en primer lugar ese poder y autoridad de Jesús. No se opone a la doctrina de un rabí cualquiera, sino a la del mismo Moisés, incluso se coloca en contra de la ley que es la expresión de la voluntad de Yahvé.

       El «pero yo os digo» no tiene paralelos en el ambiente judío y tuvo que causar una increíble sorpresa. Es la afirmación más rotunda y clara de la máxima autoridad.

Los rabinos sólo podían deducir el sentido de la torá, que es riquísimo pues tiene 70 aspectos, cuando interpretaban la ley. El padre Alejandro Díez Macho nos hablaba del sentido sencillo (peshat) que aflora en la superficie de la Biblia, y el sentido recóndito (derash), el que está soterrado, el que hay que buscar5.

       Tras cada uno de los seis puntos de la ley de Moisés, Jesús nos da su interpretación personal y en el caso del divorcio que Moisés permite, él legisla contra dicha ley con su abolición. Según Dt 24, 1 el hombre podía repudiar a su mujer si encontraba en ella algo que no le agradaba (según Hillel, rabino del tiempo de Jesús, si se le quemaba la comida). Jesús reprueba no sólo esa interpretación de la ley sino la ley misma de Moisés, enseñando que «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»... y añadiendo que ese precepto lo dio Moisés en razón de «vuestra dureza de corazón», mas desde un principio no ha sido así (Mt 19, 6.8).

       Sorprendente resulta el arrogarse una autoridad superior a la de Moisés. En el judaísmo no podemos encontrar paralelo alguno, pues a ningún rabí se le podía ocurrir polemizar con Moisés o rivalizar con él. De haberlo hecho, habría dejado de serlo, porque la autoridad de rabino le venía precisamente de Moisés. Nadie podía tampoco abrogar la ley, pues eso le convertiría en un falso profeta. Y Jesús lo hace en este caso, como lo hace con respecto al sábado (Mc 2, 27) y a las normas para la purificación (Mc 7, 1-23).

       Otra singularidad muy especial de Jesús es la aplicación que hace a su persona de varios pasajes de la Escritura. Los rabinos nunca se atrevieron a hacerlo. Jesús lo hace con diversos textos del antiguo testamento, como cuando afirma que «en él ha de cumplirse la Escritura» (Lc 22, 37) en lo que se refiere al Siervo de Yahvé (Is 53), y cuando a la pregunta solemne del pontífice de «si es el Hijo del Bendito» contesta aplicándose la profecía del «Hijo del hombre, sentado a la diestra de Dios y que vendrá sobre las nubes» (Dan 7, 13.14; Mc 14, 61.62).

       Nunca un rabí pudo pronunciar la sentencia de Jesús: «Escudriñad las Escrituras. Ellas dan testimonio de mí» (Jn 5, 39).

       Impresionante es también que en la sinagoga de Nazaret afirma que él es el heraldo prometido en el profeta Isaías (61, 1-3) a quien el «Espíritu santo ha ungido para evangelizar a los pobres» (Lc 4, 18-21).

       Esta escena que trae el tercer evangelio tiene un relieve singular. Marcos la sitúa en otro contexto (6, 1-6).

       Jesús, en Marcos, aparece predicando el Reino (1, 15), en Lucas realizando las obras del Reino. Después de haber leído Isaías (61, 1-3) afirma solemnemente que aquella profecía se ha cumplido en su persona.

       El es el hoy de la salvación. La etapa final, la definitiva intervención de Dios, se acaba de realizar (Heb 1, 1).

Jesús, maestro, es quien elige a sus discípulos

       La singularidad de Jesús está igualmente en el seguimiento que exige a sus discípulos. Pocas de sus palabras manifiestan tan claro la pretensión de su poder como las llamadas al seguimiento. En los evangelios sinópticos se habla de la necesidad de seguir a Jesús; en Juan, la llamada es para creer en él.

       A todos exige que le sigan pero no para que aprendan unos preceptos, una determinada doctrina sino «para que estén con él» (Mc 3, 14); para que permanezcan siempre con él para toda.la vida. Exige el seguimiento a Leví (Mc 2, 14), al joven rico (Mc 10, 21), a otro discípulo (Lc 9, 59) y al ciego de Jericó después de curado (Mc 10, 52). Los cuatro primeros discípulos le siguen incondicionalmente después de ser llamados (Mt 4, 18-22).

       Los rabinos eran elegidos por sus discípulos. En el caso de Jesús es él quien elige, y es el que toma la iniciativa y llama a los que quiere.

       Invita a seguirle y no para un tiempo determinado, sino para que sigan siendo sus discípulos única y definitivamente.

       Los rabinos enseñaban en lugares cerrados. Jesús en las calles, en las plazas, en el campo, donde se presentaba la ocasión.

       En cuanto a las exigencias del mensaje de Jesús sobre el seguimiento, hay que tener en cuenta que él es un oriental y que hablaba sirviéndose de imágenes, de metáforas, de comparaciones y que hay expresiones que no se pueden tomar al pie de la letra, por ejemplo: «Vended vuestros bienes y dadios en limosna» (Lc 12, 33); «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33); «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). En estos textos de lo que se trata es de una entrega total, de un seguimiento sin componendas, seguimiento que exige una opción por un mundo de valores nuevo, hacer una nueva jerarquía de valores, hasta llegar a tener por estiércol lo que antes se tuvo por ventaja, como le sucedió a san Pablo cuando fue alcanzado por Cristo Jesús (Flp 3, 8; 2 Cor 5, 14).

       Estas normas tan radicales hay que encarnarlas dentro de la vocación universal a la santidad, según la situación de cada uno y que dependerán del grado de vinculación con la persona de Jesús, teniendo en cuenta que la finalidad del seguimiento no está en la renuncia a los bienes de este mundo sino en Jesús mismo.

Su modo de enseñar

       Jesús ha sido un rabí singular. El uso de la parábola como método de enseñanza, no se conocía. El lo utiliza frecuentemente. Sólo dos parábolas se encuentran en el antiguo testamento:

la del profeta Natán a David (2 Sam 12, 1-7) y la de la viña de Isaías (5, 1-7).

       También es peculiar el uso que hace del paralelismo antitético (una frase enuncia un pensamiento y a continuación otra expresa lo contrario). Jesús lo utiliza con mucha mayor frecuencia que los rabinos y pone el énfasis, no en el primer miembro como hacían los rabinos, sino en el segundo: «El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado» (Mt 23, 12). El acento recae no en que Dios humillará al que se ensalce, sino que ensalzará al que se humille.

       Todavía es más singular el uso que el Señor hace del amén, en verdad, así es, os lo juro, anteponiéndolo a ciertas frases que quiere subrayar. En el Apocalipsis y en la liturgia judía hay frases que acaban en amén. Pero sólo Jesús lo usa para que preceda a las frases que quiere reforzar. Encontramos en los evangelios 59 frases introducidas por dicha expresión.

       Del uso del pasivo divino ya hablamos en el capítulo 2. Es un modo bíblico de expresarse sin nombrar a Dios, el innombrable, que es el sujeto de este verbo. Jesús que nombra hasta 170 veces a Dios con el título de Padre, se acomodó también a la costumbre de no abusar del nombre de Dios. Sólo en los evangelios sinópticos hay 96 pasivos divinos puestos en los labios de Jesús. Los rabinos los solían usar refiriéndose a lo que Dios hará al final de los tiempos. Jesús lo utiliza para hablar de lo que Dios hace ya en el presente.

       Jesús, aunque es un rabí original, se acomoda también al modo de enseñar de su tiempo.

       Se han estudiado las relaciones del maestro judío y sus discípulos, los talmidín. Estos memorizaban y después transmitían al pie de la letra las enseñanzas de sus rabinos.

       Interesa resaltar que muchas palabras del Señor se consideran auténticas tal como él las pronunció. Hoy, el filólogo, tiene confianza en la autenticidad de los logia de Jesús, confianza que se deriva del carácter marcadamente semítico de tales dichos, en el color palestinense de ciertas expresiones y en los arameísmos.

       Después de los estudios de Gerhardson6 se conoce mejor el método de enseñar de los tannaím que usando fórmulas fijas en su predicación lograban que sus discípulos retuvieran de memoria todo lo enseñado. Utilizaban métodos pedagógicos especiales practicados ya en tiempo de Jesucristo, como nemotecnias, repeticiones, clichés, métodos que se transparentan en los relatos evangélicos.

       El mensaje se transmitía de manera oral; los discípulos debían memorizar los textos principales mediante repeticiones continuas de las mismas palabras. El rígido control del rabino garantizaba la conservación literal de la materia transmitida mediante todas esas técnicas. Sobre todo en los dichos de Jesús encontramos huellas de estos procedimientos típicos de la tradición oral.

       La originalidad de esta transmisión de los evangelios está en que los evangelistas, al escribir la historia de la salvación operada por Cristo, reflejan ya la fe pospascual de la Iglesia y la propia. El fin que intentan al escribirlos no es simplemente narrar una historia sino hacer llegar a la fe partiendo de la historia. Nos ponen en contacto con la existencia del Jesús histórico y juntamente suscitan la fe en él como el Hijo de Dios. Esta combinación de lo histórico y lo trascendente, de la fe y de la historia, está dentro de la originalidad de los evangelios.

Con Jesús ha llegado el reino de Dios

       Singular es la conciencia que Jesús tiene de ser el enviado de Dios por antonomasia, el Hijo de Dios. Se distingue de los siervos enviados por Yahvé; es su Hijo, el heredero (Mt 21, 34-39).

       El es el que trae la salvación escatológica, por eso son bienaventurados los discípulos que lo ven, porque muchos profetas y reyes quisieron verlo y no lo vieron (Lc 10, 24). «Y el mismo Abrahán se regocijó con la esperanza de ver su día. Lo vio y se alegró» (Jn 8, 56).

       Jesús llega a identificarse con Yahvé de tal modo que cuando en el antiguo testamento se espera la acción de Dios, Jesús la ve realizada en él; así la profecía de Isaías 35, 5 que se refiere al mismo Yahvé, él la afirma realizada en su persona: «Se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos» (Lc 7, 20-23).

       Una pretensión inaudita se da en la frase de Jesús con la que se proclama el juez escatológico para toda la humanidad: «Todo aquél que se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial; pero a quien me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre celestial» (Mt 10, 32.33).

       La singularidad se manifiesta plenamente en el anuncio del reino de Dios como buena noticia de justificación para los pecadores. Al afirmar que la justicia de Dios es pura gracia y perdón nos muestra una nueva imagen de Dios. Promete el Reino a los pecadores independientemente de la observancia de la ley dejando fuera del Reino a los que se creen justos. Sólo el pecador es el que fue justificado (Lc 18, 14). Esta doctrina está en contra de la religiosidad de Israel que se basaba en la justicia de la ley. Esta doctrina resulta revolucionaria pues la ley deja de ser la norma y el criterio. Jesús con su inaudita autoridad rompe aquellos esquemas en los que se fundamenta la religión de Israel.

       El reino de Dios «ha llegado ya, pero todavía no» según la famosa frase de Oscar Cullmann’.

       Ya ha llegado el Reino de Dios, la salvación para todos. Los rabinos lo esperaban cercano, los esenios en especial, pero nunca dijeron que ya había llegado. Jesús une su llegada a su persona.

       A veces, afirma, que ya ha llegado el Reino (Lc 11, 20; otras enseña que está próximo, Mc 1, 15).

       Es verdad que el verbo arameo qarab, significa estar cerca y llegar, pero la explicación está en que, por una parte el reino de Dios ya ha llegado con el nacimiento de Jesús, y por otra ha de ir viniendo con victorias sobre el pecado, las enfermedades y la muerte.

       El Reino que ya ha llegado con la vida, muerte y resurrección de Jesús, llegará a su plenitud en su parusía. Ya no habrá otro reinado integral, ya estamos en los tiempos escatológicos, en el último periodo de la historia, aunque haya que esperar muchos siglos hasta la venida definitiva. Pero esa espera, medida con los ojos de Dios, está cercana. Lo enseña san Pedro citando el salmo 90, 4: «Un día para el Señor es como mil años y mil años como un día. No es que el Señor vaya despacio en el cumplimiento de su promesa, como algunos suponen, sino que tiene mucha paciencia con nosotros, porque no quiere que algunos se pierdan, sino que todos vengan a la penitencia. Pero vendrá el día del Señor como un ladrón» (2 Pe 3, 8-10).

       Parece, según este texto de san Pedro, que la falta de penitencia y los pecados de los hombres alejan el tiempo de la segunda venida o parusía y que «las santas costumbres y las obras de piedad» la aproximan (2 Pe 3, 11). También la oración la acerca; por eso Jesús nos ha mandado rezar el Padrenuestro cuyas tres peticiones suplican que venga pronto el reinado de Dios. Lajaculatona preferida por los primeros cristianos era marana tha, ven Señor Jesús (1 Cor 16, 22; Ap 22, 20).

       En los evangelios sinópticos se acentúa el «todavía no», en Juan «el ya».

       También es singular la doctrina de Jesús respecto del ritmo de la venida del reino de Dios pues, mientras el Bautista y sus discípulos predicaban que el reinado de Dios se iba a establecer de golpe (Mt 3, 10), él anunciaba que se establecería poco a poco. Esa es su enseñanza en muchas parábolas. Significativo es especialmente el ritmo de crecimiento en la parábola de la semilla que germina, va creciendo; fructifica primero en hierba, luego espiga, luego grano (Mc 4, 26-29).

       El Reino es como el grano de mostaza, la semilla más pequeña que cuando se ha desarrollado es mayor que todas las hortalizas y se hace un árbol (Mt 13, 32); es como la levadura que hace fermentar la masa (Mt 13, 33)...

       En la primitiva cristiandad hubo disgustos por no entender el ritmo del Reino y vivir obsesionada por la prisa. Los profetas habían anunciado que con la venida del Mesías «la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé como las aguas cubren el mar» (Is 11, 9); que «Yahvé pondrá su ley y la escribirá en nuestro corazón, que hará con nosotros una alianza nueva.., que todos conocerán a Yahvé, porque perdonará su culpa y de sus pecados no volverá a acordarse» (Jer 31, 33.34); que les dará un corazón nuevo, un corazón de carne y les infundirá su espíritu en su interior y hará que caminen por sus sendas (Ez 36, 26.27).

       Muchos de los primeros cristianos creían que los pecados habían de desaparecer instantáneamente. Se llamaban a sí mismos los santos, como lo hace san Pablo a quienes dirige sus cartas y como expresa la primera carta de san Juan (3, 6.9) afirmando que el cristiano ya no podrá pecar.

Su comida con los pecadores

       Es verdad que ya el profeta Isaías había anunciado la buena nueva para los pobres, para los oprimidos, para los cautivos... Pero, el concepto de pobre anunciado por Jesús, resultó escandaloso para la clase dirigente de su tiempo.

       También los profetas habían predicho que «el resto de Israel» sería el que aceptaría el Reino inaugurado por el Mesías. Pero, igualmente fue escandaloso para los jefes judíos el concepto de «resto» predicado por Jesús.

       Los fariseos, los hasidim, los santos, los separados, no aceptaron que otros y no ellos fueran los pobres y fueran el resto. ¿A caso no eran ellos lo que se lavaban las manos antes de comer, como si fueran sacerdotes, los que rezaban y ayunaban más veces que los demás, los que pagaban el diezmo de las cosas más insignificantes?

       Impresiona oír a Jesús al proclamar conmocionado cuál es para él el resto de Israel: «No temas, rebañito pequeño, porque plugo a vuestro Padre daros el Reino» (Lc 12, 32). Hay abundantes textos en los que se ilustra esta doctrina (Mt 18, 1-4; 19, 13.14; Mc 9, 33-37; 10, 13-16; Lc 9, 46-48; 18, 15-17) cuando el Señor habla de que hacerse niño es la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos.

       En el evangelio el niño aparece no como un ideal sino como un símbolo. La motivación de este simbolismo está en su pequeñez e impotencia, en su forma natural de ser. El niño es el ser desposeído de todo, el que espera todo de sus padres, el ser que confía sin límites en los demás y se fía de todo. Los niños en aquel tiempo ni eran estimados ni eran objeto de atención. En este contexto hacerse niño es reducirse a la nada, aceptar ser tenido por nada.

       Los niños son beneficiarios del Reino no por mérito propio sino por la complacencia de Dios. Se debe a una predilección del Señor por todo lo que es pequeño. Se conceden los dones de Dios de forma gratuita a quienes no se consideran con derecho a ellos, mientras son rechazados los que creen que les pertenecen.

       También para Jesús los beneficiarios del Reino son los pecadores. Ya meditamos a fondo esta doctrina en el capítulo octavo eligiendo un texto de Guardini: «Cuando Jesús dice que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores no quiere decir que excluya a los justos de la salvación, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores no existen para la redención o mejor dicho su redención consiste ante todo en que descubran y reconozcan que son pecadores».

       También Jesús es singular al elegir tales destinatarios para su reino. Comer con los pecadores fue una radical novedad. En los sinópticos se designan como pecadores a los publicanos y paganos. La expresión «publicanos y pecadores» (Mc 2, 15) quiere afirmar que los publicanos son pecadores. Esta acción de comer con gente marginada, contaminada, usurera, este gesto profético del Señor levantó las protestas de los fariseos que intuyeron que Jesús actuando de ese modo estaba comunicando la nueva y definitiva acción de Dios para con los pobres y los pecadores.

       La comida con los pecadores (Mt 9, 10; Lc 15, 2) es otro rasgo de su singularidad; es un gesto socialmente revolucionario. Estas comidas tienen en los evangelios un profundo significado que escapa a la compresión del hombre de hoy. Comer y beber juntos era una forma de sellar un pacto (Gén 31, 54). Y los profetas presentaron la salvación mesiánica bajo la imagen de una comida de grasos manjares y vinos fermentados (Is 25, 6). 1

       Estas comidas del Señor con los pecadores eran para proclamar el perdón que Dios les otorga y simbolizaban una llamada a la alianza y a su amistad. Estas comidas eran un gesto profético que está anunciando que comienza el año de gracia, que se proclama la amnistía para todos, porque Dios es un Padre que) perdona incondicionalmente. Los escribas y fariseos, más que1 oponerse a Jesús por su libre interpretación de la ley, lo hacen porque con este modo de proceder está manifestando un nuevo rostro de Dios. Parece un misterio incomprensible el que haya personas «religiosas» que sientan una incapacidad casi física para soportar la bondad de Dios con los pecadores. Y Jesús no sólo se sienta a la mesa con ellos sino que los perdona (Mc 2, 5-7).

       En nuestro mundo contemporáneo parece haberse extraviado el significado del perdón, de la compasión y de la misericordia. Ha escrito el papa Juan Pablo II: «La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y a arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parece producir una cierta desazón en el hombre»8. Con este perdón, Jesús no sólo se pone en contra de la ley sino que ocupa el lugar que únicamente puede pertenecer a Dios.

       Para el pecador de todos los tiempos lo que está haciendo Jesús es el evangelio, es la buena noticia.

       El comer en común representaba en tiempos del Señor mucho más que un mero acto social; tenía capacidad para instaurar un nuevo tipo de relaciones humanas que suponían una comunidad de vida entre los comensales e implicaban una fuerte dimensión religiosa de cada uno frente a Dios.

       En esta práctica de Jesús se revela un nuevo concepto de Dios. Estas comidas manifestaban la disposición de Dios al perdón, una misericordia sin condicionamientos previos, la preocupación de Dios por lo perdido. El Padre de los cielos prefiere buscar al hombre pecador antes que quedarse con los que le fueron fieles, y prepara una fiesta para celebrar su conversión (Lc 15, 22.29).

       Su comportamiento comiendo con los pecadores creaba una situación nueva. Su predicación sobre Dios era su autopredicación; su experiencia humana era vehículo de su experiencia personal de Dios. Jesús tenía la osadía de presentarse como quien conoce y actualiza el proceder de Dios; su actuación era como la copia del obrar divino. Al actuar como el Padre estaba invitando a que se aceptara el comportamiento divino para con los últimos de la sociedad, para los que no tenían ni voz ni voto, para los marginados y pecadores que no podían aspirar a ser tenidos en cuenta.

       Los fariseos fundamentados en la Biblia reprueban que Jesús se atreva a comer con esa clase de personas. Ya en el salmo primero se llama «bienaventurado al varón que no se sienta en la reunión con los pecadores» (y. 1), y en el salmo 15, 4 se exige despreciar al pecador para habitar en el monte santo. El israelita piadoso sólo con hombres piadosos puede comer (Edo 9, 16), es decir, no puede participar en banquetes con los malvados (Sal 101,4).

       Sin embargo, Jesús ha acogido a los pecadores y ha comido con ellos. Los fariseos quieren desacreditarle y dicen a sus discípulos: «Cómo es que come con los publicanos y pecadores?»(Mc 2, 16). La respuesta del Señor manifiesta que los sanos no tienen necesidad de médico sino solamente los enfermos y él ha venido como médico para sanarles y traerles la plenitud de la salvación (y. 17).

       La sorprendente asiduidad de las comidas de Jesús con los pecadores, va haciendo que sus enemigos pronuncien contra él palabras ofensivas y lleguen hasta el insulto, llamándole «glotón y borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34).

       Las parábolas de la misericordia, que son el corazón del tercer evangelio, están precedidas de un sumario lucano: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle y los escribas y fariseos murmuraban diciendo: éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 1.2). «Acoge» a todos y lo hace con gozo y entusiasmo. «Come», el tiempo del verbo está en presente y significa una practica habitual. Lucas ha dejado constancia de una conducta habitual de Jesús. Este es uno de los hechos cuya historicidad es indiscutible según el criterio de discontinuidad y de desemejanza que se aplica a hechos que están contra el ambiente religioso judío de la época y que a la predicación cristiana le parecían provocativos. Este hecho insólito y frecuente, verdaderamente audaz, se compagina con la doctrina que ha predicado el Señor. «Vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos» (Mt 8, 11). «Cuando des un banquete no llames a tus parientes ni a tus vecinos ricos pues ellos te pueden volver a invitar. Llama a los pobres» (Lc 14, 12.13). Las comidas con los pecadores eran una exhortación a la conversión; en ellas Jesús les mostraba la cercanía de Dios, les enseñaba una imagen nueva de Dios.

       La práctica profética de Jesús, al poner el bien del hombre por encima de las instituciones religiosas, lo llevó a la muerte.

       En el Reino anunciado por Jesús los privilegiados son los pobres, los marginados, los despreciados. De ese modo revela la bondad del Padre bueno de los cielos. Pero más que esta predicación fue su actuación la que provoca su condena a la muerte de cruz. Puso por encima del imperativo religioso la buena nueva: devolver la dignidad a los oprimidos, liberar a los cautivos, acoger a los marginados.

       A Jesús no le resultó fácil obrar de este modo; sus parientes lo toman por loco (Mc 3, 21); sus paisanos se escandalizan de él (Mc 6, 4); lo expulsan de la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 29).

       Lorenzo Gomis sintetiza la vida de Jesús subrayando su comida con los pecadores: «Era un hombre de pueblo, carpintero de oficio. No llevaba corona, ni espada, ni cilicio. A los hombres piadosos los sacaba de quicio. Comía con los malos. No tenía otro oficio». Para iluminar la singularidad de Jesús realizada en su costumbre de comer con los pecadores, vamos a reflexionar sobre el texto de Ap 3, 20 donde el Señor se invita a cenar con la Iglesia de Laodicea que era la comunidad más pecadora entre todas las de Asia.

       El gesto del Señor de invitarse a cenar es una reiteración de un hecho habitual durante su vida pública. Jesús no sólo acepta la invitación de los pecadores, sino que, como sucedió en el caso de Zaqueo, él mismo se invita a comer con el jefe de publicanos.

       En esta escena descrita en el Apocalipsis es el Señor quien está a la puerta llamando, el que se invita y quiere que se le abra la puerta para entrar y cenar con esta Iglesia pecadora (Ap 3, 15-20).

       El siempre sigue llamando a los pecadores. Esta Iglesia de Laodicea es, entre las siete Iglesias de Asia, la que está más hundida en el pecado, en estado de permanente tibieza y de miseria espiritual; es la más desgraciada y miserable, la que se ufana de no carecer de nada y está desnuda y ciega (y. 17). Alardea de soberbia piadosa, orgullo que repugna al Señor. Su conducta produce asco y por eso es tan duro el juicio que le espera: «Estoy para vomitarte de mi boca» (y. 16).

Y a esta comunidad pecadora es a la que el Señor llama a la conversión y le dirige las palabras más hermosas y tiernas, las frases más preñadas de afecto en todo el nuevo testamento y, como se ha dicho, es la voz del Amado a la amada: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si uno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

       Al leer, al meditar este texto tan hermoso, queda uno prendado de su hechizo. Es una llamada de alguien que está de pie junto a la puerta y pide entrar. Al abrirle, le introduce en la intimidad, y viene luego una cena en la que se da el encuentro amoroso. Parece que toda la Biblia se pueda resumir en esta escena, pues la historia de la salvación ha sido una visita de Dios al hombre. Como afirma el concilio Vaticano II: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) habla a los hombres como amigos movido por su gran amor (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14.15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía».

       Ahora, en este texto del Apocalipsis, el amigo necesitado que está a la puerta pidiendo acogida, se actualiza en la persona de Jesucristo que quiere hacer alianza de amor con esta comunidad pecadora y quiere cenar con ella en la intimidad de la noche.

Novedad en su modo de orar

       Quiero finalizar este capítulo reflexionando sobre la principal singularidad de Jesús, su modo de orar, aunque sea de modo bre ve pues ya lo meditamos al hablar de Jesús como Hijo del Padre (cap. 4 y 16).

       Jesús tuvo conciencia de su especialísima relación con Dios a quien llama con la expresión aramea de abba que constituye una inconcebible novedad. Ningún israelita piadoso hubiese osado usarla; jamás un judío se podía permitir una relación tan íntima con Dios. Sólo se podía utilizar en el lenguaje familiar y dirigida al padre de carne y sangre. En ninguno de los libros de plegarias, en ninguna oración litúrgica, hay un solo caso en el que se invoque a Yahvé con esa expresión.

       Hay sólo tres pasajes del antiguo testamento, dos de ellos en el libro de Jeremías, en los que se llama a Yahvé abbí, padre mío, y que en el targum (traducción aramea del antiguo testamento), se traduce con la expresión ribboni, maestro mío. «,Es que entonces mismo no me llamabas Padre mío?» (3, 4). «Yo había dicho:

sí, te tendré como ami hijo... y añadí Padre me llamarás» (3, 19). Y otro pasaje en el salmo 89, 27, donde se traduce como abba. «El me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de salvación!».

       En la oración es donde más se evidencia la gran singularidad de Jesús, su diferencia del judaísmo. Siempre se dirigió a Dios con la palabra abba y no sólo en Getsemanf (Mc 14, 36), donde consta explícitamente, sino en todo el evangelio por debajo del texto griego al hacer la versión al arameo se descubre esta expresión tan tierna y tan del agrado de Jesús.

       En la Iglesia primitiva, en las cartas de san Pablo aparece dos veces literalmente esta expresión (Gál 4, 6; Rom 8, 15) y en los dos textos es el Espíritu de Jesús el que al hacemos hijos de Dios nos capacita y nos permite exclamar: ¡Abba, Padre!

La nueva era, nueva evangelización

       Todos los autores del nuevo testamento son conscientes de que con Jesús se inaugura una nueva era en la historia, la etapa de laplenitud (Mc 1, 15; Gál 4,4; 1 Cor 10, 11; 1 Pe 1,20; Heb / 1, 2). Todas las promesas han comenzado a realizarse en Jesucristo: «En él son el sí de Dios, el amén a Dios para su gloria por medio de nosotros» (2 Cor 1, 20).

       Jesucristo es el centro del tiempo. Los tiempos de la historia —pasado, presente y futuro— son referidos a Jesús (Heb 13, 8). Para Mateo la vida terrena de Jesús es el cumplimiento del anti guo testamento. Para Lucas Jesús es el centro del tiempo. Para el Apocalipsis es el alfa y la omega, el principio y el fin. Todo lo que precede es sólo anuncio y preparación. El es la clave y la cumbre de todo. Todo en Cristo Jesús se hace nuevo. Es la nueva creación (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17), el hombre nuevo (Col 3, 10; Ef 2, 15). «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

       Jesús habla del vino nuevo (Mc 2, 22), de vida nueva (Rom 6, 4), de alianza nueva (Lc 22, 20), de mandamiento nuevo (Jn 13, 34). Jesús trae la originalidad, la novedad. Su mensaje es original porque es volver a lo que era desde el principio, a lo

originario (1 Jn 2, 7; 2 Jn 5).

       Ha venido a hacernos plenamente hombres: hombres nuevos, santos, liberados de nuestras pasiones y egoísmos, para poder vivir la entrega radical al amor de Dios y al de los hermanos.

       En esta línea está la petición del papa Juan Pablo II sobre la nueva evangelización que hemos de emprender antes del año 2.000. Pide que sea «nueva en su ardor, nueva en su método, nueva en su expresión».

       La nueva evangelización será «nueva en su ardor» si nace devuna nueva experiencia de Dios y va acompañada de una nueva visión del pasado y de una crítica positiva de la realidad presente.

       La nueva evangelización será «nueva en su método» si el que evangeliza es un verdadero testigo, capaz de revelar a los hombres el verdadero rostro de Dios, pues en nuestros días el testimonio de nuestra vida se ha convertido en condición necesaria

para la eficacia de nuestra evangelización.

       La nueva evangelización será «nueva en su expresión» si hay coherencia entre lo que se predica y la vida de quien lo predica, llegando a ser el pueblo de Dios, la Iglesia, el signo eficaz donde Dios, donde Cristo se revela a sí mismo. «Ella, la Iglesia, nosotros, es la carta de Cristo, conocida y leída por todos los hombres, escrita no con tinta sino con el espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3, 2.3).

       Los santos, seres singulares

       Jesús es singular. ES un personaje de ayer, hoy y mañana (Hb 13, 8). Desde la encarnación está siempre en medio de nosotros (Mt 1, 23; 18, 20; 28, 20). Son muchas sus maravillosas presencias en medio del mundo. Está de modo singular en los santos.

       El comienzo de este capítulo, lo inicié con un largo texto de Pablo VI sobre Jesucristo, el más maravilloso y singular, y lo quiero concluir con otro también extenso sobre los santos, seres igualmente singulares y lo hago contestando a una pregunta que a todos nos inquieta, nos preocupa y nos obsesiona. Tenemos que ser santos; sí, lo seremos (cap. 23). ¿Cómo? Aporto la respuesta de Henri de Lubac que ya cité en otro libro mío’°.

       «Nadie puede hoy aventurarse en serio a dibujar los rasgos particulares que caracterizaran a los santos de mañana... Estemos seguros de que el santo que esperamos no será muy conforme con nuestras ideas, nuestros propósitos y nuestros gustos. Cuando se presente, nos chocará quizá; al menos nos desconcertará. Si Dios lo suscita entre nosotros, tendremos la tentación de rechazarlo, quizá pasemos a su lado sin verlo.

        muy diferente que deba ser de sus numerosos predecesores, el santo reproducirá sin duda sus rasgos esenciales y sólo de eso podremos fiarnos. Será pobre, humilde, sin fortuna. Tendrá el espíritu de las bienaventuranzas. No maldecirá, ni adulará. Tomará el evangelio a la letra, es decir, en todo su rigor. Una dura ascesis le habrá liberado de sí mismo. Tomará sobre sí la cruz de su Salvador y se esforzará por seguirle... Débil como todo hombre, pero dócil al espíritu, tendrá su parte en la virtud de discernimiento prometida a la Iglesia, y no se dejará asustar por las renovaciones más radicales como tampoco seducir por las novedades falsas. Como tantos de sus predecesores, con actitudes nuevas que correspondan a situaciones nuevas, será el defensor y el apoyo de los oprimidos. Quizá también un conductor de hombres, hasta llegar a fundar, sin haberlo pretendido, algo de su estilo nuevo que nos sorprenda en un principio. Incluso puede llegar a jugar un papel en la ciudad y las mil trompetas de la opinión pública divulgarán su nombre. O, por el contrario, vivirá aislado, inadvertido entre la masa... ¿llegará a ser calumniado, traicionado, abandonado por los suyos? La sencilla verdad humana del evangelio es de todos los tiempos. Bajo formas y en ocasiones que no podemos prever, se hundirá en el misterio del sufrimiento, del abandono, de la soledad íntima. Llegará a ser otro Cristo: no un hombre que pretenda ser más que Cristo sino un hombre cuyo ideal, cuya vida entera consista en configurarse con él. Y, entonces a través de sí mismo, como a través de su Maestro y en total dependencia con su Maestro, el rostro de Dios, digo bien, el rostro de Dios se hará visible».

       El santo de hoy será el hombre que vivirá el espíritu de las bienaventuranzas: la pobreza y el amor como su Maestro y tendrá por Padre a Dios que es amor (1 Jn 4, 8.16), entregándose a él en un abandono total.

       El santo, como decía mi hermano Justo en una de sus «pinceladas» hablando de Emilio Parra, es un hombre poseído por Dios, que impresiona, totalmente atrapado por Cristo Jesús, ejemplar por su bondad sin límites, su perenne sonrisa y su entrega sin reservas. Una luz puesta en lo alto para iluminar e interpelar.

13ª.  JESUCRISTO ÚNICO PRINCIPIO Y FUNDAMENTO

“Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, Jesucristo”(1 Cor 3, 11).

       Nuestra meditación del principio y fundamento (en san Ignacio: «El hombre es creado para hacer reverencia y servir a Dios... Las otras cosas de la tierra son creadas para el hombre... que ha de usar en tanto en cuanto»...), es esencialmente cristológica y cristocéntrica, ya que todos hemos sido elegidos en él antes de la fundación del mundo (Ef 1, 4). El es la roca viva en que nuestro ser encuentra consistencia (Col 1, 17). Fuera de él todo es arena movediza. Con él formamos un solo ser (Gál 3, 28), somos una sola vida con él, como los sarmientos con la vid (Jn 15, 5).

       En estos ejercicios espirituales, Jesucristo lo abarca todo: él es nuestro único fundamento, nuestro único camino, nuestra única verdad y nuestra única vida (Jn 14, 6). Por eso, los ejercicios han de ser una contemplación amorosa de Jesucristo hasta quedar realmente cautivados y fascinados por su persona, desbordados por él y colmados en todas nuestras aspiraciones.

       Pensando en la nueva evangelización de la que habla Juan Pablo II y que nos prepara para el afio 2.000, hemos de tener en cuenta lo que decía el cardenal Ratzinger: «La Iglesia debe hablar ante todo de Dios. La Iglesia debe preguntarse si no habla demasiado de sí misma, mientras deja en la sombra el anuncio de Dios. El discurso de la Iglesia no debe ser un anuncio de dogmas, ni de prescripciones, sino anuncio de Dios que se nos revela en Cristo. El Dios del que nos habla el evangelio no es una primera causa lejana; él nos ha mostrado su corazón en Cristo que nos ha amado y nos ama hasta el final, hasta la cruz»1.

       Esta es la originalidad de la espiritualidad cristiana: que seguimos a un Dios que asumió la condición humana; que vivió nuestras experiencias; que tuvo éxitos y fracasos, alegrías y sufrimientos; que hizo opciones y que se entregó por los hombres en una cruz.

       Por eso, toda la espiritualidad del cristianismo es el encuentro con la humanidad de Cristo. El Jesús de la historia es el único modelo de nuestro seguimiento. De ese modo ya no se puede caer en la tentación de hacer de Jesús una ideología o de adaptarlo a nuestra imagen o a nuestros intereses.

       La historia concreta de Jesús —lo que hizo y dijo (Hech 1, 1)— es la fuente primaria de la experiencia cristiana, lo que constituye la salvación definitiva ofrecida por Dios a todos los hombres. Los evangelios se concentran en la vida pública de Jesús, y especialmente en su muerte y resurrección. No se puede objetar contra los evangelistas por omitir lo que sucedió en los treinta y tantos años de su vida privada, pues éste era el proceder de los hagiógrafos antiguos que, al escribir la vida de sus héroes, apenas hablaban de los primeros 30 ó 40 años.

       Sólo Jesús de Nazaret nos revela el verdadero rostro de Dios y nos capacita para tener un encuentro con él. El camino recorrido por Jesús muestra que es un Dios humano, y que el hombre es criatura con vocación divina. Así lo expresa el concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»2.

       Hay que llevar a los hombres al encuentro personal con Jesucristo, único salvador, haciéndolos discípulos suyos (Mt 28, 19). Pues «todo empezó en un encuentro»3 cuando algunos hombres se decidieron por la referencia incondicional a la persona de Jesús. Referencia que nació de un encuentro en la vida diaria, de una experiencia de salvación transmitida por una persona de carne y hueso.

       Después de la experiencia de ese encuentro, el seguimiento de Jesús había comenzado. Sus seguidores percibieron que sus vidas quedaban vinculadas a la persona de Jesús y acabaron por comprender que era el Hijo de Dios.

       El evangelista Juan nos cuenta a través de su propia experiencia, cómo uno se hace discípulo de Jesús: «El Bautista estaba 1 allí con sus discípulos y vio a Jesús que pasaba. Este es el cordero de Dios, dijo. Sus discípulos, al oírlo, se fueron con el Señor y permanecieron con él aquel día» (1, 35-39).

       El encuentro de las personas con el Maestro es el comienzo de una relación, de una amistad destinada a durar para siempre. Nada de abstracto en este modo de hacerse discípulo de Cristo. Nos invita a estar con él y ellos fueron y se quedaron con Jesús.

       El encuentro con Jesús es lo principal de nuestra fe cristiana. El punto inicial ye! final de todo: el alfa y la omega (Ap 1, 8). Para conocer a la persona de Jesucristo hay que entrar en contacto real con él. A la persona sólo se la conoce entrando en relación con ella. Encontrarse con Jesús es aceptarlo como el centro de nuestra vida y de toda nuestra razón de ser, y si el encuentro es verdadero, producirá frutos insospechados. Todos tenemos experiencia de algunos descubrimientos impresionantes y desconcertantes. Debemos no sólo creer en su persona, sino verle, contemplarle y tocarle con nuestras manos. San Agustín ha reflexionado acerca de cómo se puede tocar a Cristo, si está sentado ya en el cielo: «Toca a Cristo quien cree en Cristo, y añade que, a veces, en un momento nuestro espíritu es deslumbrado por el esplendor de la verdad, como una lámpara... Es una especie de

contacto espiritual por la realidad creída»4.

       Se puede afirmar que el cristianismo no es una filosofía, ni siquiera una doctrina, sino una vida. El evangelio mismo, más que una proclamación teórica de una doctrina, es una acción eficaz de salvación; no se trata puramente de algo, sino de Alguien.

       Todo se concentra en Jesucristo y tiene valor por él. Toda nuestra teología es creer no en algo sino en Alguien y vivir según él. Lo primero en el cristianismo no es la doctrina sobre Jesús, sino su persona. Ella es la que abre nuestro corazón a la acepta ción de la Iglesia, Iglesia cuya obligación principal es presentar a Jesucristo a los hombres. No se acepta a Jesús por la autoridad de la Iglesia sino que por Jesús se acepta a la Iglesia.

       Tenemos que mostrarlo al mundo de un modo sencillo y atractivo. Muchos, al comprobar que nuestras liturgias y nuestraspredicaciones no son vibrantes sino frías y asépticas, se van de la Iglesia. Ante la desvandada de católicos que se marchan a sectas protestantes, especialmente en América latina y en el Brasil, sería digno de tenerse en cuenta la fascinación que provoca ese tipo de predicación sugestiva e inmediata en los hombres de nuestro tiempo.

Hay que dar pasos decisivos en el sublime conocimiento de Cristo Jesús, de su persona, que es el dogma central de nuestra fe y, de ese modo, haremos posible a los hombres de hoy un encuentro personal con Cristo resucitado, encuentro que, si es verdadero, producirá en nosotros los mismos efectos que produjo en san Pablo dividiendo su vida en dos mitades perfectas: antes y después. «Lo que antes tuve por ventaja ahora lo juzgo daño; ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, tengo las cosas por basura» (Flp 3, 7-10).

       Impresiona el pronombre él, que utiliza el apóstol. Escribe:

«A fin de conocerle a él»; se trata de una persona de carne y hueso, supone conocer a Jesús de un modo concreto y vivo, no a través de libros o por medio de su doctrina. Carlos de Foucauld afirmaba que cuando conoció a Jesús como persona viva y con- creta, inició el camino del seguimiento, de la santidad. Cuando se conoce a Cristo, de ese modo, se considera como pérdida todo lo demás y se engendra en el corazón un anhelo irresistible de alcanzar al Señor, de desprenderse de todo para estar siempre con él. Este sublime conocimiento consiste en reconocer a Jesús como el bien supremo, el centro de toda nuestra vida, nuestra única razón de ser, nuestra alegría y nuestro gozo.

       La santidad de Jesús está ligada plenamente a su humanidad, que es «en todo a semejanza de la nuestra, a excepción del pecado» (Heb 4, 15)

Santidad de Jesús

       Jesús será santo, como le dice Gabriel a María (Lc 1, 35); es el santo de Dios (Jn 6, 69). Con el título de santo se le llama en el Apocalipsis (3, 7). A él nadie le puede acusar de haber cometido pecado alguno (Jn 8, 46). En Jesús no hay pecado (1 Jn 3, 5). En este sentido continúan los testimonios apostólicos: «Al que no conoció pecado» (2 Cor 5, 21); «En quien no hubo pecado» (1 Pe 2, 22). «El, que era santo, inocente y sin mancha» (Heb 7, 26).

       Los apóstoles, a través de la luz de la resurrección, adquirieron la certeza de esa ausencia de pecado en Cristo. La resurrección no creó la santidad de Jesús, sino que iluminó la realidad de que era el santo de Dios. La santidad de Cristo es el reflejo de la santidad misma de Dios: «Es el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia» (Heb 1, 3).

       Jesús ha vivido la santidad en cada momento de su vida, en cada situación concreta; así las bienaventuranzas no son un bello programa que entrega a sus discípulos, son su misma vida que les desvela, invitándoles a entrar en su misma esfera de santidad.

       Lo que más impresiona de la personalidad de Jesucristo es su obediencia a la voluntad del Padre, su libertad de todo otro condicionamiento: «Mi alimento es cumplir la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).

       La santidad de Jesús consiste en su adhesión total y constante a la voluntad de su Padre: «Yo hago siempre lo que a él le agrada» (Jn 8, 29). La voluntad del Padre se le iba manifestando cada vez más según se iba desarrollando su humanidad, crecía su santidad (Lc 2, 40.52), hasta llegar al culmen de su terrible hágase de Getsemaní. De esta tensión a la santidad tenemos signos reveladores, como cuando exclama: Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50).

       Después de haber reflexionado sobre la santidad de Jesucristo vamos a hacerlo ahora sobre la imitación.

       Es verdad que ya hemos sido santificados en Cristo, que se hizo para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor 1, 30). Al igual que en Jesús aparece una progresiva manifestación de la plenitud de santidad que poseía ya desde la eternidad (Lc 2, 40.52), san Pablo llama a ser santos a los ya santificados en Cristo Jesús (1 Cor 1, 2), y porque el que os ha llamado es santo, también vosotros sed santos en todo (1 Pe 1, 15). Jesús creció en gracia y en santidad, como lo hizo en sabiduría y en estatura (Lc 2, 52). Se santificó a sí mismo (Jn 17, 19) al entregarse a la voluntad del Padre. Esto no quiere decir que su entrega a la voluntad del Padre fuese imperfecta en algún momento. Siempre fue perfecta en el grado del desarrollo en que se encontraba suhumanidad. Esta santidad subjetiva de Jesús no era la misma antes del «hágase» del huerto de los Olivos que lo fue después.

       Esta reflexión de lo vivido por Jesús nos ayuda a nosotros a realizar lo que tenemos que hacer.

       San Bernardo, de vez en cuando, entraba en diálogo consigo mismo y se preguntaba: «Bernardo, a qué has venido? ¿para qué has entrado en el monasterio?»5. Debemos hacernos nosotros con frecuencia una pregunta semejante. Sólo estamos en este mundo para ser buenos, para ser santos: «La única equivocación es no ser santos». San Roberto, uno de los tres monjes rebeldes, hablando de su padre que vivió sencillamente esos hechos que llamamos cosas del momento, pero que tienen una duración eterna y que se viven bajo la mirada del eterno, recuerda las últimas palabras que le dijo cuando se iba a hacer monje: «Sólo hay un error en la vida: el de no ser santos»6. Para eso nacemos, para eso estamos aquí en estos días de desierto: para no cometer el único error de nuestra vida. Para no caer en la única tristeza, como afirma León Bioy: «Sólo hay una tristeza: no ser santos».

       Debemos llenarnos de deseos de santidad. Nada importante se realiza sin grandes deseos. No se hace uno santo sin un gran deseo de llegar a serlo. A este respecto san Agustín nos hace una sugerencia: «Toda la vida del buen cristiano consiste en un deseo de santidad»7.

       Si queremos tener una profunda experiencia de Dios, si queremos ser santos a imitación de Jesucristo, la primera condición es tener un deseo de Dios, querer verle, buscarle. Dios no puede resistirse al hombre que le desea ardientemente.

Ese deseo se ha llamado sabiduría misteriosa y escondida. Para poder poseerla, para tener ese gran deseo de santidad hay que pedirlo al Espíritu santo pues es él quien únicamente nos lo puede infundir. San Buenaventura ha escrito: «Esta sabiduría misteriosa y escondida nadie la conoce sino quien la recibe, nadie la recibe sino quien la desea y nadie la desea sino quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu santo enviado por Cristo»8.

       Ya meditamos que el que encuentra a Jesucristo ha hallado el mayor tesoro. Es una pena no desearlo con más ansias. Nuestra vida está atestada de muchas más cosas y nos impide entender el desasosiego que embargaba a san Agustín cuando exclamaba: ¡Señor, nos hiciste para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti! Hay que orar en esta meditación pidiendo este deseo de Dios.

Mientras Jesús vivió en Palestina, su humanidad, su vida terrena nunca se puso en duda: ¿No es éste el carpintero? (Mc 6, 3), el hijo del carpintero (Mt 13, 55), el hijo de José (Lc 4, 22; Jn 1, 45)?

Era un hombre como todos los demás. Se sabía su oficio: tekton —carpintero—. Se conocía el nombre de su madre, María, y de sus hermanos, es decir, de sus parientes más próximos (Mc 6, 3).

Se ponía en juicio su divinidad: «Tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10, 33).

       Sin embargo, al final del primer siglo, hay quienes niegan que Cristo haya nacido según la carne (1 Jn 4, 2; 2 Jn 7). San Ignacio de Antioquía tenía la gran preocupación de demostrar la humanidad de Jesús, que había nacido, padecido y muerto verdaderamente y no sólo en apariencia, como dicen algunos sin Dios y sin fe9.

       El nuevo testamento afirma que Jesús no es sólo un hombre verdadero, sino que es el último Adán (1 Cor 15, 45), «el hombre nuevo, el creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 24).

       Jesús es la imagen de cómo tiene que ser el hombre porque él es la verdadera imagen de Dios (Col 1, 15), y somos nosotros los que estamos obligados a identificamos con la imagen del Hijo (Rom 8, 29). Jesucristo es el arquetipo del hombre, el que lo modela, y lo configura definiendo la propia naturaleza humana.

       Cuando se afirma que la humanidad de Jesús es idéntica a la nuestra, «a excepción del pecado» (Heb 4, 15), no queremos afirmar que fue en todo hombre verdadero excepto en el pecado, pues el pecado no sólo no es un rasgo esencial a la naturaleza humana, sino lo único añadido, espurio y falso al proyecto de Dios sobre el hombre; es lo menos humano. El pecado es como el no ser. Santo Tomás de Aquino ha escrito: «Mientras los hombres son pecadores no existen»’°.

       Los que viven en pecado es como si no existieran. Jesús es el verdadero hombre porque no tiene pecado. Hace años leí en san Agustín algo que me impresionó: «Hasta qué punto ha llegado la perversión humana que quien es vencido por la lujuria es considerado hombre, mientras no se considera como tal a quien la vence. No son hombres los que vencen el mal, se ha llegado a decir, y lo son, en cambio, los que son vencidos por él»11.

       El texto subyugante de la Carta a los hebreos (2, 17; 4, 15)

dice que participó de nuestras debilidades y flaquezas para ser pontífice misericordioso, y que fue tentado, en todo, excepto en el pecado, es decir, se afirma que padeció las consecuencias del pecado: dolor, tristeza, temblor, pavor, pero no la concupiscencia que lleva desordenadamente al pecado, pues ello supondría que vivía en él la consecuencia del pecado original, y éste no existió en Cristo. Su inclinación natural fue igual a la nuestra, padeció tentaciones como nosotros, miedo a la muerte y angustia. La encarnación no se realizó en carne pecadora, sí en carne semejante a la carne pecadora, carne herida por el pecado. San Agustín afirma: «Precisamente por ti, Dios se ha hecho hombre. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne de pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no hubiera llevado a cabo esta misericordia»12.

       Que Jesús es verdadero hombre y que posee una voluntad humana, se manifiesta en el episodio de Getsemaní, en la lucha entre la voluntad del Padre y la suya. Pero la voluntad humana estuvo siempre sometida a la divina como lo afirma el tercer concilio de Constantinopla contra los monoteletas. La sumisión de la voluntad de Cristo a la de su Padre es lo constitutivo del misterio de la agonía que significa lucha y combate. Hay que distinguir entre las dos voluntades y Jesús se somete a la del Padre. La repugnancia a aceptar la cruz es algo muy humano y que se puede dar sin que ello suponga pecado alguno. Dios ha puesto en la sensibilidad del hombre la capacidad de reaccionar ante lo que le contraría, ante el dolor, ante la cruz, y no hay que olvidar que Jesús tomó la naturaleza humana en todo, excepto en el pecado.

       Cuando Jesús habla de la cruz, de la muerte, a sus apóstoles, éstos se rebelan contra ella. También Jesucristo siente la rebelión en lo más profundo de su humanidad y sólo la supera con un esfuerzo de su voluntad aceptando los designios del Padre, pero el esfuerzo es tal que le hace sudar sangre (Lc 22, 44). Esta escena de Getsemanf aporta datos muy significativos sobre la sensibilidad humana del Señor.

Como un hombre cualquiera Vamos a adentramos lo más posible en el estudio de la persona de Jesús para que, al conocerle con mayor profundidad, nos enamoremos del que es nuestro único principio y fundamento.

       En los evangelios se destaca, en general, el aspecto humano de Jesús. Siguiendo sus páginas, queremos contemplar a Jesús tomando posturas o actitudes frente a las diversas situaciones de aquel entorno socio-político-religioso palestinense en el que se desenvolvió su vida terrena. La conducta de Jesucristo será, con frecuencia, desconcertante y extraña, y provocará indignación y escándalo; son innumerables las escenas en las que reacciona ante los diversos grupos, ante las diversas instituciones, y en circunstancias tan diferentes. El espíritu de Jesús de Nazaret se va reflejando en estas escenas, mil detalles asoman a través de su vida, y con ellos podemos ir configurando su imagen.

       Una lectura atenta de los evangelios hace emerger ante nuestros ojos una figura admirable, llena de nobleza y dignidad y, al mismo tiempo, extraordinariamente familiar y próxima. No es una imagen esquemática, estilizada, como en las representaciones míticas, sino profundamente humana y compleja, en la que, en perfecto equilibrio, se unen los rasgos al parecer más contradictorios. Las fuentes evangélicas ponen más de relieve el aspecto humano que el divino; aunque la fe y el culto miran más a su divinidad; pero acudiendo a uno u a otro aspecto, o unificando los dos, el creyente sabe que Jesús expresa su realización total: Dios y Hombre.

       El evangelio nos habla del desarrollo armónico entre el cuerpo y el alma de Cristo. Hay en él una perfecta correlación entre el desarrollo psíquico y somático.

       Lucas, médico, es quien más datos nos ha legado acerca del cuerpo físico del Señor, hasta recoge las diversas fases por las que ha pasado su cuerpo: estado de embrión, fruto de su vientre (1, 42); habla del ciclo natural de nueve meses, antes de darlo a luz su madre (2, 6-7); es niño (2, 17.40); luego joven (2, 43), y añade que su cuerpo aumenta en estatura (2, 52), y se vigorizaba (desarrollo físico). Se robustecía en espíritu, llenándose de sabiduría (desarrollo intelectual). Crecía en gracia delante de Dios y de los hombres (desarrollo espiritual). En la armonía de estos tres componentes está la perfección. Al proclamar, y más, al vivir las bienaventuranzas, no hace sino decirnos que él es el modelo armonioso de todo tipo de santidad.

       Jesús de Nazaret se inserta en nuestro tiempo y en nuestra historia. No asume, simplemente, la naturaleza humana, sino esta naturaleza humana concreta e individual, y vive una historia y un destino humanos. Es uno de nuestra raza. No se asomó, solamente, a nuestra tierra y a nuestra historia para ver un poco desde lejos, un poco desde fuera, cómo vivíamos y cómo éramos los hombres, sino que se zambulló en la corriente de nuestra historia, tan turbia, tan agitada, tan revuelta, convirtiéndose él en un eslabón más en esa gran cadena de todas las generaciones humanas.

       Se encarnó en la vida ordinaria de los hombres de su tiempo. Se identificó con la causa de los marginados. Estuvo más cerca que nadie de los que sufren. Lloró por la muerte de los amigos.

       Jesús de Nazaret sufrió las limitaciones y debilidades que comporta la naturaleza humana; vivió de una manera real y profunda las experiencias más diversas, en el devenir de su existencia histórica. Pasó hambre y sed, frío y calor (Mt 4, 2; Jn 19, 28); se conmovió hondamente como puede hacerlo un hombre cualquiera; en su vida hay gozo y lágrimas (Jn 11, 35; Lc 10, 21); se indigna y se sorprende (Mc 3, 5; Jn 2, 15.16; Lc 17, 17.18); se desilusiona y se admira (Jn 3, 10; Mt 15, 28; Le 7, 9); parece sentir curiosidad y hace preguntas, pero cuando se las hacen a él no siempre contesta (Mt 16, 13; 21, 27); se compadece y fustiga (Mc 1, 35; Le 19, 5; Mt 26, 40); tiene su corazón en tensión hasta que llegue su hora y cuando esta llega entra en la tristeza y en el pavor (Le 12, 50; Mt 26, 38) rozando para el hombre el límite de lo previsible.

       Su sensibilidad se manifiesta de modo singular en un espíritu abierto a los encantos y bellezas de la naturaleza. Pasa la mayor  parte de su vida pública en el campo, al aire libre, en contacto con la naturaleza, contemplando el paisaje de su tierra, admirando las maravillas grandes y pequeñas de la creación. Toda su vida transcurre en continuas caminatas a través de los montes y llanuras de su patria.

Leamos el evangelio y apreciaremos la exquisita sensibilidad de Jesucristo, indicio de esa limpieza de corazón que valora hasta las cosas más pequeñas y se conmueve ante ellas; habla del sol y de la lluvia (Mt 5, 45); del arrebol y del viento del sur (Le 12, 54.55); de los pajarillos tan pequeños, que se compran dos por un as en el mercado (Mt 10, 29); de los perros que lamen las heridas (Le 16, 21); de las gallinas que cobijan bajo sus alas a los polluelos (Mt 23, 37)...

       Jesús observa atentamente las actividades y las costumbres de los hombres. Por sus discursos pasan finamente observados los hombres de todas las profesiones y clases sociales.

       Se enfrentó con los que eran los grandes obstáculos —los poderosos, los dirigentes religiosos y políticos— para crear esa tierra nueva, esa humanidad nueva que él había venido a traer.

       Luchó contra toda injusticia aun previendo que tal enfrentamiento a fuerzas tan poderosas le llevaría a la cruz.

       Nos cuesta admitir que Jesús ha sido verdaderamente un hombre como nosotros, que trabajó para ganarse la vida, que pasó hambre y sed, y que tenía necesidad de amistad, que conoció la tristeza y el miedo, que escogió ser desconocido, incomprendido, humillado, aun cuando habría podido imponerse por actos de poder. A los que vivían cerca de él, les hacía falta la fe tanto como a nosotros. ¿Cómo se manifiesta que él es Dios? ¿por su potencia, por su poder? No, sino que se manifiesta por la impotencia y la debilidad. Sólo tuvo la fuerza de su amor. Es el Dios conmovido en sus entrañas por la miseria humana, aparentemente impotente, tan humano aparentemente como los demás. Toda la historia de la Iglesia está ahí para atestiguar que la fuerza del Espíritu ha continuado la obra de Jesús valiéndose de los pobres y que ellos, durante toda esa historia, han sido ignorados, perseguidos, lo mismo que Jesús.

       Vivió, como todos, el dramatismo entero de la existencia humana. Su status social no tuvo nada de especial; al contrario, su estilo de vida era exactamente idéntico al de los de su misma condición.

       Jesús será siempre el paradigma humano perfecto, por ser el ideal del hombre. En esta línea el sermón de la montaña nunca puede ser tildado de antihumano, si quien lo garantiza con su propia persona ha sido un hombre que ha compartido en todo nuestra existencia, menos en aquello que esclaviza al hombre, que le resta su libertad, que le hace en el fondo, menos hombre en su sentido profundo.

       Ha sido la Palabra hecha «carne», Jesucristo, con todo su sentido de solidaridad y comunión con la realidad humana quien ha venido a restaurar, quien ha rehecho la imagen de Dios, haciéndola aflorar desde las categorías más limpias del hombre.

       San Pablo dirá que Jesús es idéntico a los hombres, como un hombre cualquiera (Flp 2, 7), que es hombre (1 Tim 2, 5). Asemejado en todo a sus hermanos para ser misericordioso (Heb 2, 17; 4, 15). Es interesante constatar su ambiente de soledad, tal como nos la refieren los evangelios. Nadie lo comprende: ni sus paisanos, que se escandalizan de él (Mc 6, 3), ni sus parientes que lo tienen por loco (Mc 3, 21), ni sus discípulos... Vivió todas las vicisitudes del hombre de su tiempo y para más asemejarse a él, pasó por todas las pruebas.

       «Actuando como un hombre cualquiera, dice san Pablo, se rebajó y se sometió a la muerte, una muerte de cruz». Bebió con miedo, sorbo a sorbo, todo el drama del hombre, sin ahorrarse ni una sola gota.

       «Como un hombre cualquiera»: Aquí está la clave del misterio. Jesús como modelo para el hombre, se despojó de toda ostentación, de todo poder y vanagloria. Para salvar y dignificar al hombre, tomó la condición de siervo y como siervo murió. Su solidaridad con la raza humana no fue algo superficial, meramente ejemplar, sino una asunción total y escogida. Su muerte fue una exigencia de su encarnación. Por eso, él salvó la naturaleza humana que asumió.

       Jesucristo vino del Padre (Jn 16, 28), y nació de mujer (Gál \4, 4). Descendería del cielo como la lluvia y surgiría de la tierra como una semilla (Is 11, 1). Será Dios fuerte y niño (Is 9, 5). A la vez que viene de arriba (Jn 8, 23) es de la semilla de David (Rom 1, 3).

       La genealogía de Jesús en Mateo es descendente, de Dios hacia el hombre, pues ha de cargar con nuestros pecados. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 14), carne —la parte más frágil del hombre—, «como la hierba» (Is 40, 6).

       Fue un hombre cualquiera, es cierto, pero se puede afirmar que no fue del todo un hombre cualquiera. Su nacimiento fue anunciado por los profetas y su concepción nada tuvo que ver con la nuestra. Tuvo una relación especialísima con Dios, sintiéndose naturalmente su hijo, y se atrevió, nadie hasta entonces lo había hecho, a llamar a Dios su abba querido.

       Habla con autoridad y en su predicación rompe todos los esquemas filosóficos y religiosos de su tiempo. Obra con libertad soberana ante las personas, los acontecimientos y las cosas. Lleva una vida escandalosa para los biempensantes de su tiempo. Cura en sábado, perdona los pecados y avala su doctrina con signos milagrosos. Afirma que el que apuesta por él tendrá la vida eterna. Es cierto que se pone a la cola de los pecadores para recibir el bautismo en el Jordán, pero también es cierto que se transfigura y que tanto en el bautismo como en la transfiguración se oye la voz del Padre llamándole su hijo unigénito, el predilecto. Muere y resucita y envía sus discípulos a proclamar la buena nueva a toda criatura y promete su presencia con nosotros hasta el fin de los tiempos. La verdad es que Jesús de Nazaret fue como un hombre cualquiera y no fue un hombre cualquiera.

       Jesús se experimentó hombre en la acepción más completa y acabada del vocablo. Sus contemporáneos lo juzgaron así: ¿no es éste el carpintero? (Mc 6, 3); ¿no es éste el hijo del carpintero? (Mt 13, 55); ¿no es éste el hijo de José? (Lc 4, 24), aun intuyendo muchas veces que sus acciones, sus palabras y exigencias, desbordaban y rompían de manera insólita y radical sus esquemas habituales de vida. Lo que Jesús hizo y dijo (Hech 1, 1) no lo llegaron a entender casi nunca bien (Mc 8, 17), ni aun sus más íntimos, hasta después de la resurrección.

Jesús, modelo de todo tipo de santidad

       Los evangelios nos presentan su extraordinaria talla moral. Nada más inocente, más puro, más noble y más santo. Esta imagen es tan sublime, que era imposible que unos sencillos y pobres escritores pudieran sacar de su propia fantasía una figura tan rica y compleja, tan luminosa y serena, tan grandiosa y libre, de no habérsela encontrado corporalmente ante sus ojos.

       Su rectitud puede observarse en todas las manifestaciones de su vida; igualmente su elevado grado de comprensión y delicadeza que, aparentemente, sólo parece romperse cuando se enfrenta con los fariseos. Si obra así, es porque tiene demasiadas razones para hacerlo. Detesta en ellos su avidez por los bienes materiales, disimulada bajo una escrupulosa observancia externa (Mc 7, 11) y reprueba su religiosidad llena de fonnalismos. Ellos, comportándose de ese modo, obrando así, destruían lo esencial de la personalidad y de la misión de Jesucristo, que es el amor y la verdad. Tenía que desenmascararlos, aunque eso le acarrease la muerte. En sí, la condescendencia del Salvador no habría comprometido su misión esencialmente, pero sí hubiera empañado, su libertad de acción. Si les dirigió frases durísimas, van dictadas por un celo ardiente de la gloria de Dios, y son consecuencia de su rectitud máxima (Lc 11, 37-54).

En los evangelios se admira la lucidez extraordinaria de sus:

juicios y la firmeza inquebrantable de su voluntad, mayor todavía de la que exige a sus discípulos (Lc 9, 62). Su sinceridad fue reconocida por sus mismos enemigos (Mc 12, 14). Nada le arredra cuando se trata de dar testimonio de la verdad, nada de vacilación o temor (Jn 18, 37).

       La clave de la personalidad de Jesús está en la enorme autenticidad, en su coherencia entre lo que vivía y decía. Es dulce y misericordioso, tierno y compasivo, pero plenamente exigente cuando se trata de defender la justicia y cuando en contra de los fariseos, declara su predilección por los pobres, por los marginados, por los pecadores.

       Es en extremo atractivo: todo el pueblo se quedaba embobado cuando le oía (Lc 19, 48); los niños se le acercan confiadamente y hasta ha de intervenir para que sus discípulos no se lo impidiesen (Lc 18, 15); después de uno de sus discursos, una mujer entusiasmada le echó un piropo de sabor andaluz: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que mamaste» (Lc 11, 27). Hay un tal embrujo en su persona, que una palabra, un gesto suyo podía arrastrar en pos de sí a los que llamaba.

       Por doquier despertaba oleadas de entusiasmo, admiración y simpatía; tal era el encanto, la fascinación, el hechizo, el magnetismo, que irradiaba la persona de Jesús de Nazaret.

       Su figura corporal era inmensamente atractiva y fascinadora. Ya en el evangelio de la infancia se afirma como progresaba en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). La fascinación que se desprendía de su persona atraía a las multitudes (Mc 8, 2). Su mirada debió ser seductora pues en san Marcos, el eco más inmediato del kerigma primitivo, al relatar una frase importante del Maestro añade y «mirándoles, dijo» (3, 34; 5, 32; 10, 21...). Las miradas de Jesús transparentaban todo su interior. Ahora sus miradas de resucitado penetran en nuestra vida. Hay que dejarse mirar por él y devolverle nuestra mirada; que sea como un reflejo de la suya. La oración es un cruce de miradas. Jesús mira a cada uno tal como es para ayudarle y transformarlo; tiene para cada uno una mirada especial, distinta. Su mirada es una declaración de amor (Mc 10, 21).

       Tiene una delicadeza y finura de sentimientos extraordinaria, que aparecen sobre todo en la descripción de sus parábolas: de la dracma perdida (Lc 15, 8), del buen pastor (Jn 10, 11), del hijo pródigo (Lc 15, 11).

       Es hipersensible. Sensibilidad mayor de lo normal: «Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12, 50).

       Este deseo, expresado en otros lugares, en las profecías de la pasión —«es preciso que el Hijo del Hombre sufra» o «que beba el cáliz del dolor»—, está en contraste con la escena de Getsemanf donde quiere que se aleje este cáliz, mientras pasa por una terrible desolación y comienza a «sentir pavor y angustia, porque su alma está triste hasta el punto de morir» (Mc 14, 34).

       Después del tercer anuncio de la pasión antes del episodio de la transfiguración, los apóstoles quedan desconcertados ante la doctrina de la cruz. Se revelan contra ella. En Getsemaní es Jesús quien siente en su ser humano la rebelión ante la cruz, aunque la supera con un esfuerzo que le hace sudar sangre. La sensibilidad humana de Jesucristo aparece con claridad en el huerto de los Olivos. Las burlas, la flagelación, la coronación de espinas, la cruz... Todo el drama de la pasión está colocado bajo el signo del querer divino. La respuesta de Jesús, como dice Blas Pascal, «fue un sí proferido en el horror de la noche».

       Posee dotes de tolerancia y condescendencia, delicadeza... aunque esto no quiere decir que Jesús tuviera un carácter débil o poco enérgico. Jesucristo es el culmen de la naturaleza humana: poseía el temperamento y el carácter más valioso que se puede concebir. Tenía una emotividad muy fuerte, aunque controla da. Los ataques contra los escribas y fariseos (Mt 23; Le 11), indican una violencia de expresión muy enérgica.

       Los discípulos le siguen, pero no le comprenden; interpretan sus palabras en un sentido puramente material (Mc 6, 52; 8, 14- 16; Jn 2, 22). Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen (Mc 8, 18). Jesús se encuentra en medio de ellos, algunas veces, en una infinita lejanía. No le comprendían. Sin embargo, y precisamente por esto, se consagró con paciencia y perseverancia a la formación de sus discípulos.

Jesús está abierto a la alegría. Una suave sonrisa florecería siempre en su rostro. Y los evangelios nos hablan de ello (Le 10, 21-24; Jn 15, 11; 17, 13). El mensaje de Jesucristo es un brioso pregón de alegría, que no puede ser proclamado sino en un tono radiante y jubiloso, y sólo puede convencer, si el que lo anuncia lleva en sí mismo la alegría.

       Comparte el regocijo humano. Toma parte en las fiestas y alegrías de los hombres con tanta libertad y hasta tal modo, que sus adversarios le llamaran «comilón y borracho» (Mt 11, 19).

       Jesucristo nos revela a Dios en el mundo existencial de su relación con el Padre, de su comunión con él, y en su vivir como Hijo que conoce los misterios de Dios, su Padre. De esta manera, Jesús, como Hijo, llama, modela, transforma, salva, y se hará, como decimos, modelo perfecto de todas las coyunturas y para todas las opciones fundamentales de la vida del hombre.

       Por lo tanto, después de la encarnación, la santidad consiste en «seguir los pasos de Cristo» (1 Pe 2, 21), en asimilarnos a su persona y a su mensaje. La santidad es una provocación del amor. Carlos de Foucauld escribe: «Yo no puedo concebir el amor sin una necesidad imperiosa de ser igual, de parecerse a la persona amada, y sobre todo de pasar las mismas penas, los mismos trabajos, toda la dureza de vida...»; por esto él se santificó en cuanto descubrió a Jesucristo como persona.

       La virtud cristiana es una copia de la de Jesucristo. Los santos son reproducciones de ese modelo.

       La vida real de Jesucristo será la clave para saber concretamente qué es la pobreza, la mansedumbre, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, el ansia de libertad.

       En realidad, del mismo modo que Jesús se puso como modelo de mansedumbre, y nos mandó que siguiéramos tras él con la cruz, igualmente pudo muy bien formular así las bienaventuranzas: quien quiera la dicha en el fondo del alma, la felicidad posible en la tierra y la perfecta bienaventuranza en el cielo, que sea pobre como yo, manso, puro, misericordioso, mártir de la justicia. Nos dice a todos: «Porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros como yo he hecho... felices vosotros, si sabiendo tales cosas, las hacéis» (Jn 13, 15-17). «Y para esto habéis sido llamados ya que Cristo también padeció por vosotros, dejándoos su ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21).

       Sólo a través de Jesús, nuestro modelo divino, hecho carne para darnos la posibilidad de seguir sus pasos, seremos hombres

de Dios, identificándonos con él.

       La misión de los cristianos es ser transparencias de Jesucristo y signos de él en el mundo. A veces, en lugar de ser signo, que habla de Jesús, nos convertimos en contrasigno, signo que separa y divide.

       El cristiano es enviado de Cristo, como Jesús lo es del Padre. Nuestra misión consiste en copiar en nosotros los rasgos de Jesucristo, su modo de ser, su mentalidad y su obrar, para que los hombres que aún lo ignoran, le descubran a través de nuestro parecido con él. Seamos la efigie, resplandor de Cristo, como él es del Padre (Heb 1, 2.3). No podemos deformar su imagen. Para eso, hay que obrar como él. El como es lazo de unión de esta triple realidad: el Padre, Jesús, nosotros (Jn 15, 4.5.9.10.12). Debemos obrar como Dios (Mt 5, 48; Lc 6, 36). Debemos transparentar ese amor que ha puesto en su Unigénito (Mc 1, 11).

       Jesucristo en el sermón del monte nos exhorta a edificar nuestra casa sobre roca (Mt 7, 24.25); quiere que seamos prudentes y que la edifiquemos sobre algo sólido. Pero, es san Pablo quien enseña que Cristo es el único fundamento que se nos ha dado para edificar sobre él el edificio de nuestra santidad. Este fundamento no ha sido fabricado por nosotros, sino que el Padre bueno de los cielos nos lo ha regalado. De ahí ha de brotar nuestra gratitud y la actitud de humildad para acoger este cimiento tal como el Padre nos lo ofrece. No podemos buscar otro fuera de él. Siempre se tiene la tentación de buscar otros fundamentos de fuera; en el antiguo testamento las alianzas con los pueblos vecinos; ahora el poder, el prestigio, el honor, el dinero, el placer...

       San Pablo asegura que no ha buscado nada fuera de Jesucristo; sólo predica a Cristo crucificado, escándalo y necedad para algunos, mas para nosotros, fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23). El cristiano ha de encontrar su solidez, no en el podci de los hombres, sino en la debilidad de la cruz, en lo que el mundo califica de bajo y despreciable. Si la cruz de Jesús es nuestro fundamento, hemos de vivir la cruz, es decir, la fragilidad, la debilidad, y participar de la pobreza y del dolor de los hombres.

Al cimentar nuestra vida en Cristo, al encontrarlo «ante la sublimidad del conocimiento de Cristo, mi Señor, por quien perdi todas las cosas y las tengo por basura» (Flp 3, 8), nos sentimos capaces de venderlo todo para adquirir esa perla preciosa (Mt 13, 46) y con ella una experiencia de alegría profunda.

       San Pablo nos dice que llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Cor 4, 7). Nuestra pequeñez, nuestra bajeza, es el vaso de barro, y Jesús es el tesoro, nuestro único cimiento.

       Jesucristo es nuestro principio y fundamento (1 Cor 3, 11). Nadie puede poner otro. Toda nuestra seguridad la hemos de cimentar en él. No se comience la edificación sin haber puesto el único fundamento válido para sostener el edificio. San Agustín pedía que «no antepongan nada a Cristo, lo mismo que al edificar no se coloca nada antes que el cimiento»’3. Petición que coincide con la de san Cipriano: «No anteponer absolutamente nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros»14.

       Nada, ni nadie, nos podrá separar de su amor (Rom 8, 35). El, desnudo en la cruz, no se apoyó en los suyos sino que permaneció fiel a su Padre, en quien únicamente se sostuvo. Nosotros, ahora, más que nunca, inseguros, fluctuantes, carentes de los apoyos de antaño, nos hemos de refugiar en el Señor, como en la única raíz según la expresión clarividente de san Agustín: «Mi raíz es Cristo»’5.

       Un encuentro personal, de experiencia, con Jesús, tiene que devolvernos la seguridad y la paz perdidas. Una apertura con él hacia el Padre y en el servicio al hombre. El cristiano, en el encuentro con la persona de Jesús, siendo testigo de su resurrección, será un testimonio que irá dejando en todo lo que toque un halo de eternidad y de trascendencia, mientras abre a los hombres el camino de la esperanza.

       La transformación moral exterior seguirá a la interior. El programa de conducta vendrá luego. «El que permanece en él, debe de vivir como vivió él» (1 Jn 2, 6). Hay que despojarse del hombre viejo y vestirse del nuevo sin interrupción (Col 3, 9.10). Leemos en Ef 4, 22-24 que en la vida cristiana no todo viene de golpe; necesitamos de una renovación continua; aquí está la raíz bíblica de la necesidad de la meditación, del desierto. De este modo la conformación se hace cada vez más perfecta, hasta el gozo del cielo (1 Jn 3, 2).      Estamos pues llamados a revestirnos del hombre nuevo, es decir, a abandonar la propia voluntad (egoísmo, vanidad), a negamos a nosotros mismos y a abrazar la voluntad de Dios.   San Pablo afirma que no hemos de buscar nuestro propio agrado sino tratar de agradar al prójimo, «pues tampoco Cristo buscó su propio agrado» (Rom 15, 1-3). No debemos hacer lo que humanamente hablando nos gustaría. Y aunque, a veces, no sepamos con certeza lo que Dios quiere de nosotros, sí sabemos lo que debemos hacer. Y siempre somos conscientes de que nuestro deber es seguir a Jesús y obrar como él, para cumplir del todo la voluntad del Padre. Su lema y el nuestro nos lo manifiesta con estas palabras: «No busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). El hombre nuevo es el que sigue a Cristo y se fusiona con quien es nuestro único principio y fundamento.

14ª.  JESUCRISTO POBRE

       Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza (2 Cor 8, 9).

Al iniciar esta meditación de Jesucristo pobre, va a servirnos de ayuda el echar una mirada al tercer evangelio, pues ha sido san Lucas quien ha percibido los tiernos matices del mensaje de Jesús sobre la pobreza y sobre su vida de pobre.

       Aunque en el tercer evangelio se respira por todas partes el perfume de la pobreza, el término ptojós se usa sólo diez veces, y se refiere al pobre en sentido social, económico, pero, con frecuencia, lleva unido el sentido moral de humildad, de pobreza de espíritu.

       4, 18: Episodio en la sinagoga de Nazaret, puesto por Lucas al principio de la vida pública, y al que da un gran relieve. Unicamente él cita el texto de Is 61, 1-3.

       7, 22: Escena en donde Jesucristo refiere el mismo texto a los enviados del Bautista.

       Al igual que el profeta, al ver la situación social de sus oyentes —Israel humillado, empobrecido—, los llama anawim (en hebreo), del mismo modo el evangelista, ante las gentes que siguen al Maestro, los llama ptojoi (en griego).

       6, 20: Frente a la pobreza de espíritu de Mateo, Lucas llama bienaventurados a los pobres, simplemente, sin adjetivación alguna. Al traducir el término hebreo, no por prais, sino por ptojós, quiere darle una resonancia social. Mateo, aunque también lo traduce por ptojós, al añadirle to pneumatí, trasplanta el sentido social al religioso.

       14, 13.21: Sólo el desecho de la sociedad humana participa en la gran cena, en el reino de Dios. En el texto paralelo de Mt 22, 1-14 no aparece el vocablo ptojoi.

       16, 20.22: Pinta con mucho afecto a Lázaro, tan pobre económicamente.

       18, 22; 19, 8: Tanto en el episodio del joven rico (príncipe, dice Lucas), como en el de Zaqueo, se trata de los realmente pobres, a quienes se les da dinero.

       21, 3: Jesucristo admira a esa viuda tan pobre. La grandeza de esa acción no se mide por lo que realmente da, sino por lo que se deja sin dar. Lo da todo.

       Esta meditación va a ser una buena ayuda para llegar al hondón del corazón pobre de Jesucristo.

       Es significativo que la única vez que Jesucristo se propone como modelo para que le imitemos, parece referirse a su pobreza, haciéndola la nota característica de toda su vida. Opinamos que esa es la mejor traducción del «aprended de mf que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El término subyacente al prais kai tapeinós, es el arameo anwana o el hebreo anaw: pobre, humilde. Los críticos piensan que la fuente aramea decía simplemente «Yo soy pobre», y que el traductor griego ha ampliado este término con las nociones de humildad ante el Padre y condescendencia ante los hombres.

       Ortensio de Spinetoli’ ha traducido: «Porque yo también soy pobre y humilde de corazón». Jesús tiene todavía una razón más inmediata que ofrecer —al hablar de modelo a imitar—: su ejemplo, su vida humilde y pobre, el modo como él ha llevado su yugo. El no sólo es el Hijo, sino que también es pobre y humilde. Praeis sería sinónimo de ptojos. La pobreza en este caso no tiene un sentido social, sino religioso; denota humildad, despojo, desapego. Esta actitud que llega hasta la mejor tradición bíblica, ha requerido a Jesús para que nos dé hasta la última explicación. Con su ejemplo, el yugo llega a ser verdaderamente fácil y gozoso. Todos podemos acercarnos a él con confianza, pues tiene todo el poder de Dios y toda la experiencia de un hombre cualquiera. No está ni tan lejos ni tan alto, para desconocer las debilidades de la naturaleza humana. También él, durante toda su existencia terrena, se encontró como todos nosotros en una condición de pobre y de siervo.

       De esta traducción pobre y humilde de corazón, Feuillet2 hace la siguiente paráfrasis: «Teniendo un alma de pobre y estando en comunión con la miseria de la humanidad, y en total indigencia en presencia de Dios, no ignora nada de nuestra natural debilidad».

       Jesús se sabe, se afirma y se siente pobre, y conoce el sentido de pobre en el antiguo testamento. El concepto de pobre (ani o anaw) de la Biblia es enormemente amplio: abarca a todos los que sufren carencias, a los que no tienen salud, prestigio social, belleza, conocimientos, aprecio, libertad, etc.

       Mas no basta para ser pobre, en sentido bíblico, experimentar alguna carencia. Es esencial la confianza en el Señor. El concepto de pobre bíblico es exactamente el contrario del de rico; éste pone su confianza, su salvación, en los bienes de este mundo; aquél pone su confianza en Dios.

       Para nosotros la pobreza es carencia de bienes; es el hombre que está desprovisto. Para el hombre de la Biblia, más sensible a la inferioridad social, pobre es el hombre sin derechos, a quien nadie hace caso y es presa de los poderosos.

       Los pobres de la Biblia son los marginados en cualquier orden: en lo religioso, en lo social, en lo económico... El pobre no es sólo un indigente, sino un inferior, un pequeño, un oprimido. Por esta razón, cuando los pobres intentaron espiritualizar su condición, pusieron su ideal no en el desprendimiento de los bienes terrenos, sino en la sumisión a la voluntad de Yahvé.

       El sentido de anaw (pobre), es semejante al de muslim en árabe; el término árabe islam significa la obediencia total del hombre a Dios. Ambos términos expresan en el fondo lo mismo: la humildad, la sujeción voluntaria y total del israelita a Yahvé, como la del musulmán a Alá, denotando particularmente la pequeñez del hombre, su impotencia y su miseria en comparación con el creador.

        ambos casos se trata de reconocer a Dios como el Señor, la fuente absoluta de todo, y de ser conscientes de nuestra indigencia absoluta. Lutero hizo de esta convicción, la base de su teología. En su comentario de la Carta a los romanos, escribe:

       «Sólo la oveja descarriada es buscada, sólo el cautivo es liberado, sólo el pobre es enriquecido, sólo el débil es fortalecido, sólo el humillado es exaltado, sólo lo que está vacío es llenado y sólo es construido lo que no estaba»3.

Jesús fue pobre y vivió como pobre, pero no conoció la miseria, ni padeció excesivas dificultades económicas.

       Aunque nada sabemos, en concreto, de su vida en Nazaret, como miembro de una familia de pueblo, trabajadora, ganaría lo suficiente para el sustento diario. El hecho de que supiese leer (Lc 4, 16-24) demuestra que tuvo una formación humana de la que carecían otras gentes de su tiempo. Una lectura atenta del evangelio acaba con la imagen de un Jesús que vive en la miseria. Mounier dirá que «el cristianismo, así como no es un dolorismo, tampoco es un pauperismo».

No obstante, también su vida estuvo marcada por la pobreza: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la habitación principal (katalima), y se bajan a habitar en la gruta» (Lc 2, 7), la pequeña habitación, recogida y abrigada que existía en las casas.

       La ofrenda de la purificación consiste en llevar al templo dos tórtolas o palominos (Lc 2, 24), la ofrenda de los pobres, como dice el Levítico (12, 8). Aquí tenemos una declaración oficial, religiosa y jurídica de su pobreza.

Vida de pobreza en su vida oculta, en el trabajo de cada día. es éste el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6, 3). Es un trabajador, nacido de una mujer sencilla, todo lo contrario del poderoso Mesías que ellos esperaban. Y san José, artesano y trabajador, conseguía con su esfuerzo el sustento diario de la familia. Sus contemporáneos recordaban tanto el oficio de artesano ejercido por José, que la gran sorpresa producida en ellos ante la sabia predicación de Jesús era precisamente que aquellas cosas maravillosas saliesen de labios del hijo del carpintero (Mt 13, 55).

       Jesús era carpintero (Mc 6, 3); la voz tekton aplicada a Jesús significa artífice en general, el que trabaja una materia, madera, hierro, piedra..., corresponde al hebreo horest al que se añade el nombre de la materia en que se trabaja: artífice de madera y de piedra (2 Sam 5, 11). San Hilario4 entendió que José y Jesús eran herreros. Pero ya desde muy antiguo se tradujo ese vocablo por carpintero. Su significado es el de artesano pero, cuando se emplea sin otra indicación, expresa el oficio de carpintero. Así aparece igualmente en Is 40, 20 y en Homero5. San Justino, natural de Nablus (Samaria), asegura en el diálogo con Trifón que Jesús «hacía trabajos manuales, arados y yugos»6.

       Abandonó su oficio al comenzar su vida pública y lo mismo él que sus discípulos se dedicaban a una vida itinerante y misionera. Aunque en su vida pública parece ser que tenía los recursos necesarios para vivir, hay una frase muy significativa, dirigida al escriba que quiere seguirle y que parece estar en contra de una vida instalada y cómoda: «Las zorras tienen guaridas y las aves

delcielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20; Lc 9, 58).

       Con esa frase quiere expresar una existencia desinstalada, más o menos errante y marginal. R. Bultmann cree que originariamente este dicho describiría la situación precaria del hombre en esta vida, en contraposición con la seguridad de las bestias que poseen guaridas y la de las aves con nidos. E. Schweizer7 opina que esa expresión del Maestro pone de relieve el riesgo y la inseguridad que caracterizan la trayectoria del Señor y de sus discípulos. El camino elegido por Jesucristo y el propuesto a sus seguidores carece de todo tipo de seguridad. Esa frase no indica simplemente una situación de carencia o de escasez, expresa la indigencia extrema de quien vive errante e indefenso, privado de un mínimo lugar para poder cobijarse.

       En su vida publica tampoco se puede decir que vivió en estado de estrechez absoluta, pues tenía una bolsa para sus gastos (Jn 12, 6), y le acompañaban mujeres acomodadas, que le servían con sus bienes (Mc 15, 41; Lc 8, 2.3). Tiene amigos ricos (Jn 19, 38-42), y posee buenos vestidos (Jn 19, 23.24).

       Es sorprendente que Jesús, a pesar de pertenecer a una clase media de un pueblo, se mezclase socialmente con los más débiles y se identificara con ellos. Jesucristo optó voluntariamente por los pobres y marginados.

       Siempre resulta aleccionador su modo concreto de comportar- se respecto de los bienes materiales. Sabe que de ellos tenemos necesidad. Impresiona la perfección de su libertad respecto de las personas y de las cosas y precisamente esta libertad constituye la más completa expresión de su pobreza interior.

       Actitud de pobreza en servir a los demás. Toda su vida es un servicio. Llega incluso a lavar los pies de sus discípulos (Jn 13, 5), acción propia de esclavos. Ya les había dicho que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28).

       Pobreza total, muriendo en la cruz donde le despojaron hasta de sus vestidos (Mt 27, 35), y donde el sepulcro para su cuerpo se lo cede un discípulo (Mt 27, 59.60).

       Cristo, al hacerse hombre, 0pta por la pobreza efectiva, y llega a identificarse con el pobre en la escena del juicio final, una de las páginas más impresionantes del evangelio (Mt 25, 40).

       En efecto, Jesucristo fue pobre por libre elección, desprendido de todo lo que no fuese la voluntad del Padre. En esta dependencia absoluta está la quintaesencja de su pobreza. Nos lo ha dicho de modo admirable san Pablo (2 Cor 8, 9). Aquí el apóstol interpreta el misterio de la encarnación y el de la redención en función de la caridad. Jesucristo, que es rico en gloria y honor, al hacerse hombre, vino a ser pobre, sujeto a las necesidades materiales. Impresiona nás la presentación que hace de su pobreza abismal, de su kenosjs, anonadamiento, pues «siendo de naturaleza divina, se despojó de ella, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 5-8) y de este modo puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaquezas: «Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser pontífice misericordioso» (Heb 2, 17; 4, 15).

       Jesucristo no 0pta por la pobreza porque sea un bien en sí misma, sino porque el amor le lleva a solidarizarse con los pobres para, desde dentro, lograr la superación de esta situación injusta. La estrategia de Jesús no es la de un benefactor que, permaneciendo en su situación de privilegio, echa una mano al que está abajo, sino que es la de quien se solidariza con el que está abajo para caminar ahora hacia la plenitud y la liberación participando en la aventura humana.

       Esta pobreza de Jesús, condición de pobre en sentido econó1 mico y de pobre de espíritu, es algo que pertenece a lo más nuclear de los evangelios y que goza de la más rigurosa autenticidad histórica.

       En efecto, hay un criterio admitido hasta por los críticos más radicales, muy útil para poner a plena luz lo más original y nuevo de Jesús. Se llama criterio de desemejanza y de discontinuidad. Se aplica a los hechos y dichos de Jesús, que son irreducibles a la concepción judeo-cristiana, especialmente aquellos que la tradición primitiva ha querido dulcificar o modificar porque aparecían como algo excesivamente audaz: que Jesús fue pobre y que predicó la buena noticia a los pobres.

Fue verdaderamente pobre. E. Bloch, marxista, nos ha dejado escrito: «Es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno. Las sagas no pintan cuadros de miseria, y menos aún,. los mantienen durante toda su vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja, y el patíbulo al final..., todo eso está hecho con mate rial histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda» 8.

       Guarda paralelismo con la marginación de su origen, su muerte fuera de la ciudad (Heb 13, 12). Fue marginado en su origen y en su fin, como dicen los evangelios. Es contado entre los delincuentes (Lc 22, 37), término que viene de Isaías (53, 12): transgresores de la ley, y por eso, expulsados de la comunidad.

       Le llaman perturbado mental (Mc 3, 21); seductor (Mt 27, 63) —seductor de las clases bajas e ignorantes—. Jesús pobre y servidor de los pobres, proclama el reino de Dios interviniendo en la historia concreta de los hombres de su tiempo, asumiendo sus dolores y esperanzas.

En Jesús aparece una libertad soberana de cara a todas las cosas. Nada puede encadenarle; a pesar de ello, él quiso ser pobre y ya en su encarnación realizó su opción radical por la pobreza del ser. En este contexto nace la opción preferencial por

los pobres. M. Azevedo ha definido la diferencia entre la pobreza del ser y la del tener: «La pobreza del ser es el vaciamiento de poder y de prestigio, forma de riqueza a la que indistintamente tienden todos los hombres. La pobreza del tener reside sobre todo en la afirmación consciente y experimentada de la precariedad de las cosas y de su incapacidad para dar la felicidad a que todo hombre aspira»9. La segunda sin la primera no tiene sentido o se reduce a un puro esqueleto falto de vida.

       La libertad y la disponibilidad o la indiferencia, frente al poseer o al carecer, ha sido una de las leyes del trabajo apostólico que dirigió la vida de san Pablo. El apóstol, unas veces, fue excesivamente bien tratado, como en Malta (Hech 28, 7-10), y otras, conoció el hambre, los azotes, la cárcel (2 Cor 11, 23-37). En esta línea le había precedido su Maestro, bien cuidado en Betania (Lc 10, 3 8-42) y que, en otras ocasiones, no tiene donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58).

       El ideal, pues, no está en carecer o en abundar, sino en ser libre ante la abundancia o ante la privación, como lo fueron el Maestro y su apóstol. Este anuncia personalmente la ley de la pobreza evangélica: «He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé vivir con estrechez y sé andar sobrado. Ninguna situación tiene secretos para mí: saciedad o hambre, abundancia o privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 11-13).

       La pobreza evangélica entraña una disponibilidad total en cada circunstancia. Mas el rico siempre tendrá una excusa para escurrir el bulto y no se sentirá con fuerzas para aceptar la invitación del Señor (Lc 14, 15-24). El pobre nada tiene que perder y es más libre para todo, hasta para decir la verdad sin pensar si tal verdad le resulta provechosa o le conduce a la muerte. En el ejercicio de la pobreza se aprende la paciencia, la calma, la tranquilidad, el no irritarse, el comprender el punto de vista de los demás y la fuerza necesaria para soportar las humillaciones y las injusticias.

La pobreza bienaventurada

       La pobreza bienaventurada hay que entenderla, no por la cantidad de cosas que se poseen, sino en el modo de usarlas, en poseerlas sin ser poseídos por ellas, en la libertad interior conque las buscamos, las poseemos y las dejamos, en la limpieza de corazón con que las manejamos, las multiplicamos y las repartimos.

       Los textos clave para adquirir la sabiduría de la pobreza los encontramos en 1 Cor 7, 29-3 1 y 13, 3: «Os digo, pues, hermanos: el tiempo es corto, por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, comosi no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa». Y, «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha».

       Los que compran, como si no poseyesen (katejontes es poseer con avidez), porque la apariencia de este mundo pasa. Para el hombre de hoy, comprometido en el desarrollo del mundo, que quiere ser fiel a sus deberes con la sociedad, estas palabras de san Pablo pueden resultar duras y casi escandalosas. Sí, es ver dad que los cristianos son muchas veces modelo de virtudes profesionales, pero también es cierto que en algunos círculos y en determinados momentos de la historia, se les ha tachado de despreciar las realidades terrenas, poniendo su mirada solamente en la eternidad. No obstante, las palabras de Pablo son tajantes y claras; el «como si no» cristiano, está cargado de significado, y no puede confundirse con una especie de desencanto, desconfianza o recelo hacia las satisfacciones que las realidades materiales proporcionan al hombre. Eso no sería esperanza ante este mundo que pasa. El «como si no» que san Pablo recomienda a los corintios, no niega todo lo que de bello, de justo, y de amable hay en las cosas (Flp 4, 8), sino que incluye un respeto hacia ellas. No es miedo, ni idolatría, de los bienes temporales, sino mas bien la distancia justa para no dejarse dominar por ellos, ya que «todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 21-23).

       Y «si no tengo amor, nada soy». He aquí un elemento esencial sin el cual pobreza o riqueza no significan nada para el reino      de los cielos. El poseer o carecer, el usar o abstenerse de algo, el dar absolutamente todo, hasta el despojo total, adquieren valor sólo al estar vivificados por la caridad y en función del amor a Dios y a los hombres. Un único amor que, cuando se vive de verdad, no puede menos que abrir el corazón hacia los otros.

       Este texto paulino (1 Cor 13, 3) da luz para profundizar en la doctrina del sermón del monte, donde Jesucristo nos pide que hagamos en secreto la oración, la limosna y el ayuno (Mt 6, 2.4.6), por el peligro que tenemos de hacer en provecho nuestro hasta los mayores sacrificios. Incluso, en el vivir la pobreza, en la entrega de nuestros bienes, puede esconderse solapadamente la búsqueda de la propia gloria. Basta que un motivo de vanagloria, inspire mi acción, para que pierda valor.

       No hay grandeza ni gloria del don divino, que nos lleve vencer por sí misma la tentación de apropiarnos del don en provecho nuestro, para felicidad y exaltación nuestra, como si nos hubiera sido dado para poseerlo y disfrutado solamente. A veces, el hombre se entrega, para huir de la caridad, del amor verdadero. Pero cuando ese don divino es el mismo Jesús, no es posible que se nos dé, sin llenar el alma de agradecimiento y humildad, del verdadero amor.

       Sólo quien ama puede vivir la pobreza evangélica. Sin amor, la pobreza es una mutilación, no una bienaventuranza. Por esta razón, hay que comenzar amando antes de plantearnos el problema de ser pobres.

             Bienaventurados los pobres, dice el Señor, no porque sean mejores. No hay en estas palabras una cananonjzación de la pobreza como fuente de valores y de virtudes. Sus manos no son más limpias, pero sí están vacías para recibir el don del Reino; carentes de Otros bienes, acogen con más facilidad la ayuda que se les ofrece. Si sólo los pobres disfrutaron del banquete —los ricos rehusaron acudir (Lc 14, 16-24)— no fue porque eran más virtuosos, sino porque no tenían motivos para dejar de asistir.

       La evangelización de los pobres es un signo de que la salvación ya está presente entre nosotros; por eso son proclamados bienaventurados.

       La bienaventuranza no sólo es una llamada a sentir con el pobre, sino que también es una exigencia para hacernos pobres. Todo cristiano, que vive la bienaventuranza de la pobreza, tiene que expresarla en alguna forma de desprendimiento exterior. Esta pobreza interior que se expresa al exterior, no es solamente un consejo evangélico, como se le solía llamar. Nos encontramos ante un mandato de la pobreza evangélica, esencial para seguir , a Jesús. Es una exigencia universal del cristianismo, una llamada del Señor a cada cristiano (Lc 14, 33). La respuesta ha de ser constante, permanente, según las circunstancias, la cultura, el temperamento... La pobreza no es solamente carencia o desprendimiento de bienes materiales. Hay otros desprendimientos o carencias más hondos y valiosos, como el desprendimiento ante las diversas formas de poder, de prestigio, ante la crítica... El pobre, no se opone tanto al que tiene bienes de fortuna, sino al orgulloso, al prepotente, al suficiente, al que ha puesto su centro de interés fuera de los valores del reino de Dios.

El sentido de pobre en la Biblia

       Jesucristo, citando palabras de Isaías (61, 1-3), dirá que su misión es evangelizar a los pobres; y para los profetas, el término «pobre» no puede significar el que ignora la ley, sino, al contrario, el que más sabe y mejor la conoce, de modo sencillo y experimental. No tienen gran cultura, pero su vida está pendiente de los deseos de Dios, de su amor por él; aceptan siempre su voluntad, sin murmurar. Conocen su ley mejor que los que sólo teóricamente están muy versados sobre su letra. Ellos tienen experiencia viva y vivificante de Dios, que impresiona y sobrecoge. Los pobres, de los que hablan los profetas, son los más sabios. Todos conocemos alguna de esas personas sencillas, jóvenes o ancianas, que apenas conocen nada de lo que el mundo estima como sabiduría, pero que con un sentido intuitivo, adquirido misteriosamente, de realidades más altas, y viviendo una experiencia de Dios, a quien conocen y tratan como el Padre bueno de los cielos, aceptan la dureza de su destino hecho de tantas causas: injusticia, trabajo excesivo, soledad, desamor, desamparo, etc. Y, sin embargo, a pesar de todo lo malo que les acaece, lo reciben con sosiego y dan gracias al Dios que cuida del hilo de su vida como de los pajarillos... ¿No se estremece uno ante ellos viendo la encamación viva de las bienaventuranzas?

       No se ha reflexionado demasiado en el pobre, como engendrador de sabios, como revelador de Dios. Sin embargo, es un camino para encontrar la verdadera sabiduría. En contacto con él desaparecen nuestras falsas seguridades e ilusiones, como la nieve desaparece ante el sol. Nos sentimos vacíos, vanos y falsos. Vemos que no sabemos nada. Ya no somos juzgadores de los demás, sino que nos juzgamos a nosotros mismos, y de ese modo, nos disponemos para entender la voz de la verdad, haciéndonos verdaderos sabios.

       Al hablar así de los pobres, es natural que recuerde a aquellas personas bondadosas y pobres con las que hemos tenido cierta intimidad y que tanto han influido en nuestra vida. Me refiero a esos seres sencillos y buenos, sinceros y auténticos, que viven lo que dicen, y que en el contexto de sus vidas, no parece haber nada de sobresaliente, que en ningún orden deslumbran, pero que a la sombra de ellos, una sombra discreta, casi pobre, se puede nutrir a otros seres de cosas sumamente valiosas. Es natural que, al hablar de este modo, esté pensando también en mi madre, Felipa, una mujer pobre y sencilla, que vivió el espíritu de las bienaventuranzas. Con seres así, se clarifica la atmósfera, se limpia el corazón, se hace un mundo mejor. A estos pobres y pequeñuelos, es a quienes el Padre de los cielos revela su ciencia, sus misterios; estas cosas son las que oculta a los sabios. Tal ha sido su beneplácito (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21).

       En verdad, los espíritus humildes y los corazones más próximos a Dios, tienen una manera de verlo todo y acogerlo todo con una simpatía y comprensión que, a veces, nos asombra y nos inspira un gran respeto. Nada proporciona mejor la impresión de que Dios habita en un hombre, y de que ese hombre es humilde, pobre y bienaventurado, que esa mirada limpia y sencilla que todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, todo lo ama.

       Al acabar esta meditación sobre Jesús pobre, como el camino que nos lleva al Padre, quiero subrayar que identificándonos con su humildad-pobreza, con su sencillez-bondad, nosotros por su divina y amorosa condescendencia, nos iremos haciendo camino por el que Cristo venga de nuevo al mundo. Cierto que Jesús dispone de otros caminos para llegar a los hombres: camino de eucaristía, camino de oración, caminos de gracia, caminos de presencia invisible; pero sólo tiene un camino para de alguna manera volver a encarnarse, para hacerse sensible, visible a los hombres: nosotros. De nosotros depende principalmente que el mundo sepa que el Padre lo ha enviado (Jn 17, 21).

       ¡Nosotros! Abisma pensar que Cristo haya querido someterse a esta especie de segunda y mayor aniquilación que la primera, «en la que se anonadó a sí mismo, tomando la naturaleza de sieryo» (Flp 2, 7), al volver a encarnarse místicamente, no ya en la humanidad santísima que recibió de la Virgen, sino en nuestra

humanidad pecadora. Esforcémonos, pues, en alcanzar la medida

de Cristo (Ef 4, 7), en ser su imagen y semejanza, para no minimizarlo, ni desfigurarlo en nosotros mismos; para no hacerle testificar contra sí mismo.

15ª.  JESÚS, MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”(Mt 11, 29).

       Jesucristo, la única vez que se propone como modelo, de modo literal y directo, se llama a sí mismo prais kai tapeinós—manso y humilde—. Es, pues, sumamente importante captar el significado del adjetivo manso, en el griego del antiguo testamento y en el extrabíblico.

       En la versión griega del antiguo testamento, el término hebreo anawim (literalmente, inclinados, postergados) no se traduce únicamente por pobres, ptojoi, sino también por suaves, dulces, mansos, prais. San Mateo debió tener delante el y. 11 del salmo 37 al escribir su bienaventuranza de los mansos. El autor del salmo, pretende apaciguar a los judíos piadosos que se escandalizan del hecho de que los malhechores viven con bienestar y prosperidad, mientras los justos son víctimas de toda clase de adversidades y miserias: «Desiste de la cólera, renuncia al enojo, no te acalores, que es peor, pues los malos serán extirpados, y quien espera en Yahvé poseerá la tierra. Un poco más y el impío ya no será, le buscarás en su lugar y no estará. Los mansos poseerán la tierra y gozarán de gran paz» (Sal 37, 8-11). La Biblia griega, los LXX, traduce este término por «los mansos, los dulces». Esta traducción no da más que un aspecto del concepto de los anawim; subraya el hecho de que el pobre no se irrita, no se escandaliza viendo el éxito de los injustos, sino que espera con paciencia que Dios restablezca el derecho.

       En el griego literario y popular indica la idea de dulzura. Para Aristóteles en su Etica, prais, es el imperturbable, un estado moral medio entre la ira excesiva y la total insensibilidad.

       En la literatura rabínica dice el Sabbat 21: «Sé siempre dulce, humilde» y, se da preferencia a la escuela de Hillel, que se caracterizó por su mansedumbre, sobre la escuela de Sammay, cuya nota característica era la dureza.

       Un ejemplo característico de mansedumbre lo tenemos en el caso de Moisés «que era un hombre extremadamente dulce, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra» (Núm 12, 3). Myriam y Aarón murmuran contra Moisés por haberse casado con una cusita. Pero el dulce Moisés no hace caso, ni se defiende contra eso. El Señor mismo debe intervenir para proteger a Moisés contra Myriam y Aarón. Yahvé convoca a los culpables en la tienda del encuentro y, en su cólera, castiga a Myriam con la lepra. Entonces Moisés hace un gesto de una dulzura inmensa, intercede por Myriam. Le suplica al Señor que la cure. Ante la injusticia, de la que es víctima, Moisés permanece paciente y dulce. El mismo Yahvé se irrita por lo que se ha hecho a su siervo fiel, mientras Moisés actúa dulcemente. Ante la ira de Yahvé contra los que calumnian a Moisés, es él mismo, dulce y paciente, quien intercede al Señor para calmarle. Y en el Eclesiástico, donde tanto se valora la mansedumbre (1, 27), y se manda responder al saludo de paz con dulzura (4, 8), donde se dice que el que tenga una esposa con ternura y mansedumbre en los labios, será el marido más dichoso de los hombres (36, 23), al hacer el elogio de Moisés, escribe que «Dios lo eligió entre toda carne y que en fidelidad y dulzura lo santificó» (45, 4).

       En el nuevo testamento este vocablo significa dulzura, mansedumbre. En la primera carta de san Pedro (3, 4) se exige un espíritu dulce como el adorno principal de la mujer. En 1 Cor 4, 21, habla el apóstol de la alternativa entre la dureza del palo y el espíritu de mansedumbre; un buen maestro tiene que utilizar ambas cosas: la que más convenga en determinadas circunstancias o a determinados individuos.

       La mansedumbre, en Gál 5, 23, es un fruto del Espíritu. En la parenesis cristiana se asocia a la humildad y la dulzura: Col 3, 12: «Revestíos como elegidos de Dios de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y, paciencia...». La humildad, unida siempre con la mansedumbre y, a veces, también con la paciencia, la finura y la delicadeza en el trato; Ef 4, 2: «con toda humildad, mansedumbre y paciencia»; Gál 6, 1: «con espíritu de mansedumbre, corregidle»; así hay que corregir siempre para que la corrección sea eficaz con equilibrio y mansedumbre; 1 Pe 3, 8: «sed comprensivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos, suaves y humildes». También la Didajé exhorta enel mismo sentido: «Hijo mío, muéstrate manso, ya que los mansos heredarán la tierra. Se paciente en el sufrimiento, misericordioso, sin engaño, sencillo y bueno, y ten siempre reverencia

a las palabras que has escuchado» (3, 6).

       Tanto los ejemplos de la tradición rabínica como la parenesis cristiana, dan a conocer el sentido que da Mateo a esta bienaventuranza de los mansos. Se trata de gentes que no se irritan, cuando son contrariados; que no se encolerizan, cuando se les hace la vida difícil; que no son inclinados a querellarse y mantienen su equilibrio en una situación conflictiva. Los dulces irradian un calor atrayente y, a veces obtienen de los hombres cosas que éstos no harían jamás por otro. Un hombre manso de corazón es siempre dueño de sí, no intenta dominar, ni imponerse, y está siempre pronto a inclinarse y a humillarse ante los demás. Un hombre así es también para su prójimo fuente de bienaventuranza.

       El adjetivo prais además de en 1 Pe 3, 4, aparece tres veces en Mateo (5, 4; 11, 29; 21, 5). El texto de Mateo (21, 5) es una cita del profeta Zacarías (9, 9). No hay acuerdo entre los exegetas sobre la clase de dulzura que hay que atribuir al Mesías que montado en un pollino hace su entrada en Jerusalén. Algunos piensan que Zacarías habla de un Mesías pobre y humilde, insignificante a los ojos de los hombres. Barth habla de su pequeñez y humillación: «El Mesías, prais, es el que renuncia a su poder y a su gloria, emprendiendo el camino de la humillación, que debe conducirlo a la cruz»1.

       En verdad que el adjetivo prais es el decisivo para entender qué sentido ha querido dar el evangelista a este episodio trayendo la cita de Zacarías. La cuestión a dilucidar será establecer qué relación hay entre la dulzura atribuida a Jesucristo y la cabalgadura que él elige.

       Como ha dicho Légasse2, «el asno, como cabalgadura, en el contexto bíblico, no es una señal de pobreza, ni necesariamente de humildad». El asno se opone al caballo, la cabalgadura de los guerreros, como dice el mismo Zacarías a continuación: «El —tuMesías montado en un asno— suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate y él proclamará la paz a las naciones» (9, 10). El Mesías opuesto al rey guerrero, rehúsa la violencia y debe ser llamado dulce de corazón.

       En este mismo sentido emplea el evangelista Mateo cinco veces el verbo: splagjnizomai. «ser movido a compasión» (9, 36; 14, 14; 15, 32; 18, 27; 20, 34) que puede iluminarnos para calar hondo en su retrato de «tierno corazón» (11, 29), retrato que nos muestra al mismo Jesús aplicándose el largo texto de Is 42, 1-4: «No disputará, ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante», donde se describe toda su mansedumbre y dulzura. En este texto de Mt 12, 18-21 se llama a Jesús el siervo de Yahvé y se subraya su actitud humilde; pertenece al núcleo esencial de su predicación y se describe y personifica la mansedumbre activa y sufriente del Señor.

       Este «no disputar, ni gritar, el no quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha humeante», no es efecto de debilidad ni en Jesús ni en sus discípulos, sino la prueba principal de su fuerza soberana, de su amor al hombre. El Maestro no se propuso vencer a nadie, sino atraer: «Si quieres... puedes seguirme»... Es renunciar a toda clase de fuerza-coacción y optar por la mansedumbre-dulzura, esa nueva fuerza que dimana de la verdad, de la justicia y del amor.

       Mateo, pues, con prais ha querido designar otra cosa distinta a pobre o humilde. Es una actitud de alma parecida a la que recomienda la bienaventuranza de los misericordiosos. Estudiando las dos, comparándolas, cada una proyecta luz nueva sobre la otra, y esta profundización en ambas es espiritualmente muy provechosa.

       Jesucristo, maestro dulce de corazón. No modelo de los pequeñuelos o de los cansados y fatigados, sino maestro que ofrece alivio y descanso a estos sobrecargados. Su actitud contrasta con la de los fariseos, que imponían cargas pesadas sobre los hombros de sus discípulos (Mt 23, 4). Este rasgo es la característica del comportamiento del Señor con los suyos y, quizá, el haber puesto aquí Mateo antes manso que humilde (11, 29) —lo contrario que en las bienaventuranzas (5, 3.4)—, fue para poner el acento sobre esta cualidad y resaltar, de ese modo, la dulzura de Jesús.

       Jesucristo no es un rabí severo, no hay que temer ser de sus

talmidim (discípulos). Sus mandamientos no son pesados para el que ama (1 Jn 5, 3). San Agustín comenta el texto diciendo:   «En aquello que se ama o no se advierte el cansancio o se ama N la misma fatiga». El que está cimentado en el amor (Ef 3, 17)’ recibe una fuerza que lo hace inconmovible. Todavía hay personas que temen entregarse del todo a Dios porque piensan que su entrega significará un camino de cruz, dolor, humillaciones... Además de que estas cosas salpican más o menos la vida de todo hombre, sea piadoso o no, y aunque son caminos por los que Dios puede conducir la existencia de sus predilectos, por otra parte, no es necesariamente el único camino, ni para todos, en sus grados más extremos. Dios es amor, no podemos temer entregamos al amor. Que si es exigente en la donación, compensa con creces en sus gracias.

       Si Cristo se describe a sí mismo al proclamar las bienaventuranzas, hay que tener siempre presente, lo hemos dicho ya, que la única vez que se propone como modelo con palabras concretas, se presenta como manso y humilde de corazón. Luego esta bienaventuranza de la mansedumbre, humildad, dulzura, finura, es la que más nos hace penetrar en la personalidad de nuestro maestro y acercarnos a su intimidad.

       Jesucristo es nuestro modelo (Mt 11, 28-30): aprended de mí, dejaos instruir por mí, venid a mi escuela y no temáis, los que estáis cansados y sobrecargados por llevar mi yugo, pues yo soy dulce y humilde de corazón. Las prescripciones del maestro son garantía de que su enseñanza no contiene nada inútil y que no sea indispensable. En este sentido es interesante ver cómo el decreto de los apóstoles no impone más cargas que las imprescindibles (Hech 15, 28.29), e interpreta las palabras de san Pedro que «no quiere poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres, ni nosotros pudimos llevar» (Hech 15, 10).

       Jesucristo, al enseñarnos la dulzura y humildad de su corazón, nos da motivos para animarnos a seguirle aunque nos encontremos cansados. Las cualidades de un maestro así, inspiran confianza.

La mansedumbre, virtud cristiana

       Frente a la dureza farisaica, Jesucristo se define como dulzura, alivio, refugio y fortaleza de las almas (Mt 11, 29-30). En este texto queda detenninado el aspecto fundamental de la naturaleza de la mansedumbre. Es, ante todo, humildad de corazón. La conjunción que une manso y humilde, bien podría sustituirse por el signo de igualdad: manso = humilde de corazón. Esta mansedumbre-humildad es descrita bellamente por san Pablo en su Carta a los colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de sentimientos de compasión, de bon dad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándoo mutuamente y perdonándoos si alguno tiene queja de otro. Com el Señor os perdonó, así también vosotros. Y por encima de tod esto, revestíos de la caridad que es el vínculo de la perfección»

(3, 12-14).

       Santiago recomienda la dulzura que se opone a la cólera y a toda clase de disputas (1, 19-21), y enseña que la verdadera sabiduría, opuesta a la envidia y a la ira, está impregnada de dulzura (3, 13-17).San Pablo une igualmente la dulzura con la bondad-benigni dad (2 Cor 10, 1), y le pide a su discípulo Tito, que recuerde los cristianos que sean apacibles —no pendencieros— y qu muestren una perfecta mansedumbre con todos los hombres (Tit

3, 2).

       La unión de la mansedumbre con la paciencia, en todos estos textos apostólicos, nos da luz para profundizar en el término prais con la significación de pacífico, no violento, desprovisto de agresividad.

En realidad, en este sentido, la mansedumbre no es una vir- tud, sino un complejo de virtudes. Es una forma especial de humudad y de caridad que abarca la condescendencia, la indulgencia, la suavidad y la misma misericordia. Hablando, sin embargo, con todo rigor, es una virtud específicamente distinta, pero absolutamente inseparable (dentro del organismo de la vida sobrenatural) de las virtudes afines que se acaban de señalar.

       La mansedumbre-dulzura de esta bienaventuranza es un aspecto de la humildad que se ejerce siendo amables en nuestras relaciones para con el prójimo. Tenemos en Jesús el modelo perfecto, que no grita ni quiebra la caña cascada (Mt 12, 19-20) y que pleno de compasión con los desgraciados, proclama que Dios quiere más la misericordia que el sacrificio (Mt 9, 13; 12, 7). Esta virtud, manifestada en esta bienaventuranza, es la forma más delicada del amor, de la caridad que es paciente y servicial, que La mansedumbre es antes que nada humildad de corazón, con todo su cortejo de virtudes. La suavidad es el sentido más sobresaliente y más perceptible de la misma. Pero la mansedumbre no es sólo suavidad. La verdadera mansedumbre, la cristiana, la que es reflejo de la de Cristo, está penetrada de fortaleza. Suavidad y fortaleza: armonía divina de contrarios, vértice de convergencia de virtudes en equilibrio soberano. Virtud compleja y sublime la mansedumbre, que recuerda el modo «suave-fuerte» divino, de obrar (Sab 8, 1). Y esto, que se acaba de afirmar, no es pura especulación. Tratamos de la mansedumbre cristiana, resplandeciente en Cristo con todo su esplendor y en su plena perfección esencial. El es verdaderamente suavidad y fortaleza. Pues es Cristo, en efecto, dulce Señor y Juez indulgente: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Y es también la fortaleza de Dios, que fustiga el mal, la hipocresía farisaica (Mt 23) y la profanación del templo (Mt 21, 12-17); que se enfrenta con Pilato con una soberana dignidad (Jn 18, 28-38), y ante el sanedrín responde con suavidad y fortaleza al criado que le hiere en la mejilla: «Si hablé mal, demuéstramelO, si bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23). Abre su boca para lanzar terrible anatema contra el escándalo: así se expresa la fortaleza de Dios (Mt 5, 29.30; 18, 6.7) en su comunicación con el hombre.

       Suavidad y fortaleza, he ahí, pues, la mansedumbre cristiana. La mansedumbre de todo cristiano debe ser reflejo de aquella de Cristo. Pero encarnada esta virtud en el hombre caído, lógicamente ha de quedar modificada, lo mismo en la suavidad que en la fortaleza. Igual que su maestro, el cristiano ha de soportar las injusticias, perdonar, comprender, compadecer. Y su indulgencia que se funda, a la vez, en el amor, como la de Jesús, encuentra nueva razón en su misma debilidad y en su propio pecado, para obligarle a perdonar y, así, ser perdonado él mismo por el Padre común «que está en los cielos». Su comprensión también se reforzará ante la triste y personal experiencia de la propia miseria. Como Cristo, el cristiano ha de tener mansedumbre tejida con la fortaleza, ha de resistir el mal, haciéndole frente con resuelta firmeza. Pero este frente, unido en Jesucristo que no conoció el pecado, «j,quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8, 46), se desdobla en el cristiano. El discípulo ha de emplear a fondo la fuerza de la mansedumbre frente a los enemigos de dentro, no sólo de fuera, para dominar en su propia tierra, para dominarse a sí mismo, comenzando de esta manera a establecer el reino de Dios en su propia alma: «El reino de los cielos sufre violencia y los esforzados lo arrebatan» (Mt 11, 12), «nadie que ponga la mano en el arado y mire atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc 9, 62).

       Nada común, pues, entre la mansedumbre y la debilidad de carácter, la cobardía o la inercia. No son mansos, según el evangelio, los débiles, los amorfos, los que no tienen personalidad o carecen de valor. Esta interpretación sería una calumniosa deformación de la mansedumbre cristiana, toda suavidad y fortaleza, heroísmo constante y escuela de martirio, voluntario, amoroso, escondido.

       Dice santo Tomás de Aquino que «la mansedumbre pertenece al don de la fortaleza, pues, al decir de san Ambrosio, a la fortaleza le toca vencer la ira y frenar la indignación»3, y añade que se necesita más fortaleza para resistir que para atacar y, por eso, el martirio es el acto supremo de fortaleza y al mismo tiempo de mansedumbre4.

       Charles du Bos, comenta el texto paulino «cuando soy débil, soy fuerte» y dice: «que la mansedumbre, que el acto de perdonar y de tener compasión puedan ser el atributo, el atributo máximo de la omnipotencia divina, es lo que constituye el valor altísimo, la maravilla de semejante texto. A primera vista, a una vista puramente humana, demasiado humana, puede parecer que el acto de perdonar, de tener compasión, y la misericordia misma, no requieren tanta fuerza; que son, ciertamente, actos valiosos en sí, pero pertenecientes a un orden más negativo que positivo, que, por buenos que sean en sí mismos, más que de una omnipotencia, pueden emanar de cierta debilidad o, al menos, ser compatibles con ella. Nada de esto, y, sin salir siquiera del dominio de la mirada humana, la experiencia nos ha enseñado pronto, que hace falta un máximo de fuerza para perdonar, para tener compasión, para perdonar verdaderamente, para ser verdaderamente dulce, manso, misericordioso»5.

       Nada más fácil que ser duro. La fuerza verdadera es la del hombre capaz de correr el riesgo de ser considerado débil, la del que tiene para todos, incluso para sí mismo, entrañas de misencordia. Para descubrir que ésta es la verdadera fortaleza, fue necesaria la venida de Jesucristo y lo que él mismo inspiró a san Pablo: «Cuando me siento débil, entonces soy fuerte». El cristianismo ha creado el más indisoluble de todos los vínculos entre la debilidad y la fuerza, y, desde el cristianismo, una fuerza que no tenga consigo, que no contenga en sí esta debilidad, no es nada. Esto es lo que han intuido muchas almas de vida interior.

       San Francisco de Sales fue uno de los santos que comprendió bien el sentido de la dulzura cristiana y lo plasmó en una frase breve: «Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre». La dulzura cristiana es uiia cualidad extraordinaria, que supone una gran fortaleza. Para perder el control y echarlo todo a rodar, no hay que ser fuertes, es muy fácil: hay que serlo, ciertamente para dominar nervios y emociones y mostrarse siempre afable.

       Juan Pablo II nos dirá: «Manso es aquél que vive en Dios. No se trata de cobardía, sino de auténtico valor espiritual de quien sabe enfrentarse al mundo hostil, no con ira, ni violencia, sino con benignidad y amabilidad; venciendo el mal con el bien, buscando lo que une y no lo que divide, lo positivo y no lo negativo, para poseer así la tierra y construir en ella la civilización del amor»6.

       Manso es el que muestra con suavidad su fortaleza interior. Luchar sin agresividad por un mundo más justo y más humano implica valentía y coraje. Se ha afirmado, en verdad, que el odio es una forma de cobardía y la violencia una forma de debilidad.

       Lo contrario escribe F. Nietzsche: «Cuando los oprimidos, los pisoteados, los esclavizados, bajo el imperio de la astucia vindicativa, de la impotencia, dicen: ‘Seamos lo contrario de los malos, es decir, buenos. Bueno es el que no ejerce violencia sobre nadie, el que no ofende, ni ataca, ni usa represalias y deja a Dios el cuidado de la venganza’...; todo esto quiere decir, en suma, escuchándolo fríamente y sin prejuicios: ‘Nosotros los débiles somos decididamente débiles; por consiguiente haremos bien en no hacer todo aquello para lo cual no tengamos bastante fuerza’. Pero esta amarga comprobación... gracias a esta falsa moneda, a este imponente engaño de sí mismo, ha tomado la exterioridad pomposa de la virtud que sabe esperar»7.

       Sin embargo, la renuncia a la violencia, exige la mayor fortaleza y sólo los mansos ganan las grandes batallas. Recordando en la película «Gandhi» el momento cumbre del film, cuando la resistencia pasiva de aquel batallón de indios se deja machacar por los soldados del Reino Unido, quiero traer aquí otro ejemplo semejante que acaeció en los días de Jesús de Nazaret y que venció el poder del procurador Poncio Pilato. El prefecto de Judea quiso introducir en Jerusalén, el año 26 de nuestra era, imágenes del emperador, que para los judíos eran consideradas como ídolos. La población de Jerusalén se resistió.

Narra Flavio Josefo que los judíos afluyeron a su residencia de Cesarea y durante cinco días con sus noches ininterrumpidamente estuvieron de rodillas sin moverse. Pilato hizo que fuesen a un estadio en que los recibió como juez. Pero hizo acordonar a los judíos manifestantes, por tres filas de soldados con las espadas desenvainadas.

       «Mas los judíos se arrojaron al suelo compactamente como de común acuerdo, ofrecían sus cuellos y gritaban que estaban dispuestos a morir antes que quebrantar las leyes de sus padres. Profundamente admirado del ardor de su piedad, Pilato dio orden de alejar inmediatamente los estandartes de Jerusalén»8.

La mansedumbre es, pues, la actitud opuesta a la violencia y a la cólera. Los dulces poseerán la tierra, no por la fuerza de las armas, sino a base de paciencia. El distintivo de Yahvé expresado en muchos salmos, es el ser tardo a la cólera y grande en amor (145, 8), y cuando hablamos de la definición de Dios en el antiguo testamento, hemos citado el texto fundamental del Exodo (34, 6), donde se afirma que es tardo a la ira y rico en amor y fidelidad.

       Los mansos serán los dueños del mundo, pues «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, en tran de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo». Cuanto más se manifiesta la grandeza de Dios, mayor ha de ser nuestra confianza. Dios siempre perdona porque es todopoderoso. Sólo los débiles no saben perdonar. Leemos en el libro de la Sabiduría «Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan... Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (11, 23.26).Para que Dios ejerza su misericordia nos exige una sola condición: ponerse en la cola de los pecadores, como hizo Jesús para recibir el bautismo de Juan el Bautista (Mc 1, 19).

       Del mismo modo que la omnipotencia de Dios es la mayor manifestación de su misericordia, así la mayor demostración de la fortaleza humana se dan en la mansedumbre. Esta necesita una energía tan grande y tan superior que supone un don de lo alto. Lo vamos a pedir como regalo de esta meditación y vamos a concluir con la oración del domingo XXVI del tiempo ordinario:

«Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo»

16ª.  JESÚS MAESTRO DE ORACIÓN

    “Abbá, Padre”(Mc 14, 36). “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino”        (Lc 11, 2). “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10).

       En nuestra composición de lugar, según la expresión ignaciana, vamos a subir al monte Olivete y a entrar en la gruta del Paternoster, en la «gruta mística», donde Jesús enseñaba a los apóstoles a orar. Estos días vamos a crear un clima sereno y gozoso de oración.

       ¡Saber orar, qué envidia! «Mientras el hombre está ensimismado en su oración, escribe Isaac de Nínive en el siglo VII, de repente brota una fuente de delicias en su corazón que refresca todas sus potencias. Sus ojos brillan, su cabeza se inclina, sus

rodillas apenas encuentran apoyo en la tierra a causa de la alegría y regocijo de la gracia que invade todo su cuerpo».

       San Agustín escribe: «Tu deseo es tu oración. Si el deseo es continuo, continua es también la oración».

       Hay una ecuación que impresiona: «Un hombre de oración es igual a un hombre de Dios y, un hombre de Dios es igual a un hombre de influencia espiritual», afirma el cardenal Basil Hume. Luego un hombre de oración es un hombre de influencia espiritual.

       Jesús desciende de un pueblo que sabe orar y, que, gracias a un orden fijo en la oración, ésta ocupa en el judaísmo un lugar primordial.

En el nuevo testamento hay abundantes textos sobre la oración. De ella se habla con dos expresiones: 22 veces se usa elverbo deomai, orar, y 18 veces el sustantivo deésis, oración; 87 veces el verbo proseujomaj, orar y 37 veces el sustantivo proseujé, oración. Es uno de los temas más frecuentes y repetidos en la revelación. En total hay 184 textos sobre la oración.

       Hay dos formas fundamentales de oración, como actitud y como acto. La oración como actitud aparece en numerosos textos donde se habla de ella como algo continuo, que se hace sin inte¡ rrupción, como lo enseña Jesús en la parábola de la viuda: hay que orar siempre, sin desfallecer (Lc 18). Se trata de un deseo

constante, más que de un acto que se hace en un momento determinado. San Pablo recomienda a los cristianos orar en todo tiempo, en toda circunstancia (Flp 4, 6; Ef 6, 18). Se trata de una actitud constante, que nunca se debe interrumpir. Es una actitud que ayuda a vivir la vida en profundidad.

       También aparece la oración como acto en numerosos textos donde se presenta a Jesucristo orando. El hizo mucha oración como acto separado y aparte; y de manera frecuente: «Después de despedir a la gente, subió al monte a solas, aparte de los de-

más, separadamente, para orar» (Mt 14, 23). En san Lucas es donde más frecuentemente se muestra a Jesús en este acto único y exclusivo.

       A primera vista cabría decir que él no tenía por qué hacer oración. Estaba unido con Dios; él era Dios. Pero también era hombre y encarnaba el ideal del hombre creyente; es el jefe de fila (Heb 12, 2) de los creyentes, el hombre de oración.

       La actitud y los actos de oración se ensamblan necesariamente. Si hay actitud se darán actos y se darán de manera frecuente e insistente. De la misma manera que cuando hay amistad y afecto hacia alguien, inevitablemente hay presencia y ratos de convivencia. Esto nos ha de mover a avivar el afecto hacia Jesús para valorar y desear más los ratos de estar a solas con él.

       Los actos son necesarios, indispensables, como los pilares que sostienen un edificio. Hay que adquirir lo que se ha llamado «hábito de presencia de Dios».

En este clima vivía el verdadero israelita, y la piadosa familia de Nazaret.

Jesús procede de una familia piadosa. Sus padres iban todos los años a Jerusalén, a la fiesta de la pascua (Lc 2, 41). Y el evangelio de san Juan nos confirma, especialmente, que Jesús subía al templo en las fiestas. Y el templo es llamado la casa de oración (Is 56, 7; Mt 21, 13).

       El evangelio de la infancia de san Lucas subraya la profunda piedad de la sagrada familia, su exquisita religiosidad cumpliendo la ley del Señor y su participación en el culto del templo de Jerusalén (2, 22-24.27.41.42).

Asistía al culto sinagogal, «según costumbre» (Lc 4, 16). Las primeras palabras de Jesús en los evangelios ante el reproche de su madre por no haberles seguido de vuelta a Nazaret, son «j,no sabíais que debía estar en la casa de mi Padre?», es decir, debía permanecer en esta casa de oración. Los judíos desde niños participaban en el culto de la sinagoga (Dt 31, 12), y en ella oraban. Se leían las Escrituras. Se escuchaba la predicación. Se cantaban los salmos y las bendiciones. La oración del kaddis era la última plegaria que todos hacían.

       Indicios de esa costumbre piadosa, de los ratos de oración durante el día, los tenemos hasta en el modo de preguntar Jesús al doctor de la ley en Lucas 10, 26 donde dice en el texto original: «j,Cómo recitas tú?» y, no dice ¿cómo lees?, dando a entender su costumbre de recitar el shemá, la profesión de fe. Se confirma todavía más que Jesús recitaba las plegarias de su pueblo, pues, a la pregunta que le hace el escriba sobre cuál es el mandamiento mayor, en lugar de comenzar a citar Dt 6, 5, el mandamiento de amar a Dios, también añade el versículo anterior (Dt 6, 4) que es como se iniciaba la oración del shemá, «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor» (Mc 12, 29).

       El ver al Maestro, que tenía ratos fijos de oración, servía de ejemplo y norma para la primitiva comunidad cristiana. En la Didajé (8, 3), el primer catecismo de esta comunidad, se manda recitar tres veces al día el Padrenuestro. Y, los textos paulinos pidiendo orar día y noche, sin interrupción, siempre, constantemente (1 Tes 5, 17; Rom 12, 12), podrían referirse a la observancia de los ratos fijos de oración.

Toda la jornada impregnada de oración     

       A estos momentos fijos de oración, el israelita añadía otros muchos durante el día. Todo en la vida del judío piadoso estaba impregnado de oración. Toda su morada está envuelta en la presencia de Yahvé su Dios, cuyo nombre verá grabado en su casa sobre el umbral de la puerta. Se llama mezuza al tubo de metal que contiene un pergamino con párrafos de la ley (Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Núm 15, 37-41), y que los judíos colocan sobre las puertas, para que al salir o al entrar, al tocarla, besándose después la mano, Yahvé dirija nuestros pasos y nuestros actos.

Aunque toda la jornada estaba impregnada de lo sobrenatural,

todo israelita piadoso vivía tiempos especiales dedicados al culto divino; debía interrumpir sus ocupaciones varias veces al día para tener un encuentro con Dios. El sabía que «siete veces al día había que alabar a Yahvé por sus juicios» (Sal 119, 164).

A Dios se le invoca siempre: al entrar y al salir, al comenzar cualquier obra y al acabarla. «Aquél que usa de los bienes de este mundo sin recitar una bendición —dice el talmud— profana una cosa santa».

       Rabí Meír decía que «no existe nadie en Israel que no pronuncie cien bendiciones cada día: todo israelita tiene que rezar el shemá junto con otras oraciones, y las oraciones de las dieciocho bendiciones tres veces a lo largo de la jornada y, al cumplir los otros mandamientos, él los bendice en cierto modo».

       El buen israelita se introduce desde su niñez y con toda su alma en este mundo de la oración. Para Jesús estos momentos en los que aprendería y practicaría oraciones, serían los más preferidos y esperados. «Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás» (Sal 145, 2). Le diría a Yahvé: «Ya de mañana oyes mi voz; de mañana te presento mis súplicas» (Sal 5, 4) y al anochecer: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú sólo Señor me haces vivir tranquilo» (Sal 4, 9).

       Mientras los sacerdotes celebran sus funciones en el templo, los judíos diseminados por toda la nación rezan en esos tiempos determinados; así Pedro «sube a orar a la terraza al mediodía» (Hech 10, 9); Pedro y Juan van a orar al templo a la hora del sacrificio de la tarde (Hech 3, 1).

       De ejemplos como éstos hemos de aprender a vivir con Dios en medio de las tareas y los afanes de cada día —a recurrir al desierto ambulante que llevamos en nuestro interior—, al amanecer y al atardecer recitando el shemá (Dt 6, 4-9), y por la mañana, al mediodía y al anochecer, con la oración por excelencia, la tefilla, que era y es la obligación religiosa del piadoso israelita.

       Las palabras con que R. Arón resume la infancia de Jesús pueden aplicarse igualmente al judío de su tiempo: «La comida, \ el vestuario, esos elementos esenciales de la educación de un  niño se presentan al joven Jesús impregnados de un sentido religioso que transfigura y exalta sus aspectos más cotidianos. La humilde morada, en donde se despierta a la vida, se santifica así para él gracias a los ritos necesarios y también a la bendiciones. No había acto, familiar o banal, que no fuese el objeto de una bendición. El mundo en el que vive el judío es un mundo enteramente sagrado. Sus aspectos, los más laicos en apariencia, están ligados a lo divino»1.

       Hay cien bendiciones-oraciones que jalonan la jornada de un judío: según el comentario Midrash Rabbá a Números 18, estas cien bendiciones fueron establecidas por el rey David. Lo cierto es que ya estaban fijadas en la época del nuevo testamento.

       Acompañan toda la vida del judío, desde que se acuesta hasta que se levanta y desde que se levanta hasta que se acuesta. Al irse a acostar por la noche: «Bendito seas tú, eterno Dios nuestro, rey del universo, que viertes el sueño sobre mis ojos y el sopor sobre mis párpados». Según el talmud el sueño tiene cierta afinidad con la muerte: «El sueño es la sesentava parte de la muerte, lo mismo que el sábado es la sexagésima parte de las delicias de la vida futura». El despertar es como la vuelta del alma al cuerpo y se acompaña con una bendición, que evoca la resurrección: «Bendito seas... que haces revivir los muertos».

       Todos los gestos que se llevan a cabo después de despertar son objeto de bendiciones. Cuando se abren los ojos..., cuando se levanta..., y cuando se lava y se viste. El aseo es un deber religioso. El judío piadoso, mientras se lavaba recitaría el salmo 26, 6.7 y añadiría: «Bendito seas... que vistes a los que están desnudos».

       Cuando se pone de pie..., mientras permanece en pie..., al dar los primeros pasos..., cuando se pone las sandalias... «Bendito seas... que te has preocupado de todas nuestras necesidades».

       Cuando llega la hora de la comida, las bendiciones-oraciones se multiplican: sobre el pan, sobre el vino, sobre los alimentos, sobre los frutos de los árboles, sobre los productos de la tierra...; al terminar la comida: «Bendito seas... que alimentas a todas las criaturas».

       Durante todo el día: si se respira algún perfume, si se ven los primeros brotes de la primavera, si ha recibido buenas noticias, si encuentra algún amigo, si se recupera de una enfermedad.. El piadoso israelita mientras está entregado a los deberes de la casa, o a los pequeños trabajos del campo... recuerda sus compromisos con Yahvé y entabla coloquios con él. Ya desde niño aprendió a dirigirse a Dios con toda su alma, y lleno de gratitud «da gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia, porque su amor no tiene fin» (Sal 136, 1).

       El mundo judío está iluminado y santificado por la oración. Tres son las principales oraciones del hombre religioso.

1ª. Al amanecer y al atardecer recitará la confesión de fe en el Dios único, llamada «shemá», que es como el «credo fundamental» de la fe de Israel (Dt 6, 4-9).

2ª Además recitaba tres veces al día —por la mañana, al mediodía y por la tarde— la tefihla, la oración por excelencia del judaísmo, que es un himno compuesto de bendiciones. Se llama también amidá o shemone esre (18 bendiciones).

3ª A la recitación del credo fundamental y de la plegaria por excelencia seguía en la sinagoga, al concluir el culto, la oración aramea breve del «kaddish».

La oración del maestro, modelo de la de sus discípulos

       Debemos acercarnos a la oración concreta del Maestro si queremos orar según su espíritu y de ese modo ahondar en sus rasgos esenciales, y ver de dónde arranca y a dónde conduce su oración. Esa será la mejor manera de discernir qué hay de común entre nuestra oración y la suya.

       Sólo Jesús es el modelo de nuestra oración. Siempre impresiona constatar la frecuencia con que Jesucristo oraba y la necesidad que sentía de hacerlo. Tenemos las instrucciones dadas por él a los discípulos acerca de la oración. Poseemos noticias de los lugares donde oraba, pero sabemos poco sobre su modo de orar.

Vayamos a los evangelios para descubrir cómo oraba Jesús, ya que su oración es el modelo y el prototipo que ha de inspirar la oración de sus seguidores.

       Si nuestra oración es algo esencialmente secreto, distinto de las palabras y gestos que la suelen acompañar y que por ser el acto de fe por excelencia trasciende las fórmulas que la expresan, ¿cómo podemos hablar de la oración del Maestro, de ese Jesús que vive esa asombrosa intimidad con el Padre? La sola palabra abba —papá querido— que pronuncia en Getsemaní (Mc 14, 36) nos manifiesta toda su intimidad con Dios, ese abismo insondable que vive en su oración.

       Sin embargo, hemos de hablar de la oración del Señor, conocer lo que nos enseñó, y saber cómo rezaba él.

       Los apóstoles le hacen a Jesús una doble súplica: «Señor, enséñanos a orar. Muéstranos al Padre». Si llegamos a descubrir al Padre, nuestra oración será muy fácil, pues orar es mirar al Padre, sentir el gozo de su presencia y entregarse a su voluntad. Si nuestra vida se convierte en un «hágase» gozoso y total al Padre, nuestra vida será verdaderamente oración, una transparencia de Dios que vive en nosotros. Hemos de irradiar a Cristo para que los demás aprendan a orar, más que por lo que decimos, por lo que somos. Jesús enseñó a orar, por lo que él oraba. Los apóstoles se sentían impresionados al verle orar, sentían ellos también necesidad de orar y le piden que les enseñe una oración nueva. Tenían abundante material para orar: los salmos y las demás oraciones del pueblo de Israel. Pero necesitaban aprender a orar de un modo nuevo. El contexto de la oración de su Maestro es el de un Dios cercano que es Padre y nos ama. En una oración semejante hay entrega, donación gozosa a este Padre para hacer su voluntad.

       Los apóstoles, que eran expertos en la oración hebrea de aquel tiempo, estaban impresionados por la singularidad de la oración de su Maestro y, por eso, le piden que les enseñe a orar (Lc 11, 1). La estampa de Jesús orante es uno de los aspectos mejor atestiguados del Jesús de la historia. Lo encontramos orando por la mañana (Mc 1, 35), por la noche (Mt 14, 23), y pasaba toda la noche en oración (Lc 6, 12); oraba continuamente (Lc 5, 16). Los momentos más importantes de su vida están acompañados de la oración.

       En los evangelios, se descubre la imagen de Jesús orante, sumergido en el Padre, buscando el desierto, el silencio de la noche, la serenidad del monte. La oración de Jesús, más que a un lugar, monte, desierto, sinagoga, templo de Jerusalén, está ligada a una persona, al Padre. El lugar de su oración es su unión con el Padre. Tiene conciencia muy fuerte de que es el Hijo, que necesita estar en soledad frente al Padre. Desde la eternidad, el Verbo, la Palabra estaba en diálogo pros hacia el Padre (Jn 1, 1). Un diálogo de amor, porque Dios es amor (1 Jn 4, 8.16). Este diálogo trascendente entre las tres divinas Personas, se llama oración y por eso podemos afirmar que en el principio existía la oración. La Palabra encamada, por medio de la oración, permanece junto al Padre, vuelta a él, metida del todo en su seno. La oración de Jesús es un acto de entrega filial: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42) es la base para la misión salvadora de la humanidad. La intimidad con el Padre se hace cercanía misericordiosa para con los hombres sus hermanos.

       Hoy, entre los cristianos, existe un mayor deseo de contemplación y sentimos la obligación de ser testigos de la luz y del amor, de entrar en Jesús por la oración para después salir al mundo y ser portadores de esa luz nueva y de la alegría de Dios que es amor.

       Orar es estar junto al Padre, mirarle, sentir el gozo de su pre\ sencia. Orar es amar. Cuando se ama a alguien de verdad, su \ rostro está continuamente ante los ojos mientras se hace cual\ quier cosa. Contemplamos el rostro del ser amado, en cualquier acción y circunstancia. Si amamos de verdad no podemos separar la vida y la respiración de la oración. En la oración, muchas ve- / ces, no se necesitan palabras. La mirada silenciosa ya es oración. En la oración, Dios entra en nosotros y nosotros en él. Es entonces cuando la vida se ve de modo diferente, pues el rostro del Padre estará siempre frente a nosotros. Y, a medida que transcurre nuestra vida, se va rompiendo lentamente el velo que nos separa de Dios, «se rompe el velo de este dulce encuentro» (san Juan de la Cruz) y empezamos a percibir las facciones y la figura del Señor, que se nos revela en la oración.

       Los apóstoles le oyeron muchas veces orar, pues entonces no se rezaba en voz baja. La oración silenciosa y sin palabras no existía. El talmud refiere que, a veces, se pedía: «No recéis tan alto» a los que lo hacían en el templo. En arameo rezar se dice gritar. La oración de Jesús era escuchada y él quiso que la suya fuese el modelo de cómo ha de ser la nuestra, y eso es lo que nos anima a hablar de ella con respeto y amor.

       Los evangelios sinópticos nos transmiten dos oraciones suyas (Mt 11, 25-30; Mc 14, 36) y las palabras de la cruz que son oraciones sublimes (Mc 15, 34; Lc 23, 34.46). En el cuarto evangelio se citan tres oraciones más (11, 41.42; 12, 27.28; 17).

La oración de Jesús rompe los moldes de la costumbre piadosajudía, los sobrepasa. El no se contenta con la oración familiar, litúrgica, sino que pasa incluso noches enteras en oración, en soledad (Lc 6, 12).

       La oración de petición es la única forma de oración que nos enseí’ió el Maestro. Interesa saber cómo los evangelistas nos han transmitido esa enseñanza. Cada uno, a través de su propia redacción, expresa un matiz particular. Los cuatro parten de un único principio y origen: Jesús que nos ha enseñado a orar, a pedir, a dirigirnos al Padre.

       Marcos presenta un clima de oración, de trato con Dios, para que la petición que es una exigencia de fe, exenta por tanto de toda duda, sea escuchada. Hay conexión entre petición y concesión.

       «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (11, 24). (También trae textos en 9, 23.24.28.29; 11, 23.25). Insiste en la necesidad de ese clima de oración para que la petición sea escuchada y exige universalidad en el objeto de la petición, actitud de fe y seguridad de obtener lo que se pide.

       Mateo parte de la bondad de Dios que concede lo que se pide y exige la fe que no duda. También anota el sentido eclesial, la unión entre los que piden reunidos en nombre de Cristo. «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla y al que llama, se le abrirá» (7, 7.8). (Igualmente tiene esta doctrina en 6, 9-13; 7, 9-11; 17, 20.21; 18, 19.20; 21, 21.22).

       Presenta la tradición más antigua, subrayando la seguridad de que Dios escucha y otorga: «Y se os dará». Toda petición será concedida incluyendo algo tan insólito como el traslado de un monte (21, 22). La unión de los cristianos entre sí y la permanencia de Jesús en ellos garantiza el fruto de nuestra petición: Jesús es el Dios con nosotros (1, 23) y estará siempre (28, 20), porque está con los que piden en su nombre (18, 20).

       Lucas presenta una concepción más elaborada sobre la oración-petición, que entra primordialmente dentro de la tónica general de todo su evangelio. El texto 11, 9.10 es idéntico al de Mateo 7, 7.8; mas, mientras en Mateo se escribe para demostrar que la petición ha sido conseguida, Lucas lo relata para exhortar a la petición. El texto 11, 1-13, se refiere a la oración enseñada por Jesús. La parábola de la viuda inoportuna y del juez inicuo (18, 1-8) la inserta en un contexto escatológico (17, 20-37) para subrayar aún más la insistencia en la petición. Si Dios da lo mejor, el Espíritu santo (11, 13), no se negará a conceder todo cuanto pedimos en nuestra oración.

       El motivo que utiliza san Lucas para exhortarnos a la oración- petición es la actitud de Jesús orante. San Lucas quiere sumergir a los cristianos en un clima de oración a imitación de Jesús modelo de oración.

       Y al poner la oración del Padrenuestro en imperativo presente (11, 2), que en griego indica acción continua y reiterada, enseña que hay que rezarla —orar, pedir y perdonar— no una sola vez, como se afirma en Mateo (6, 9) que pone el verbo en aoristo que significa acción puntual, sino siempre, constantemente (18, 1;21, 36).

       Juan toma de la tradición sinóptica la conexión entre petición y concesión (15, 7.16; 16, 23.24). Se concederá todo lo que se, pida, pero a todos los requisitos necesarios para que la oración surta efecto añade la expresión característica: Jesús enseña, exige que la petición ha de hacerse «en su nombre», lo que implica una atmósfera de unión con él, de intimidad, de amistad (15, 16; 16, 26.27).

       San Juan en su primera carta indica que la actitud de fe en Jesús y el amor a los hermanos consigue de Dios cuanto se pide (1 Jn 3, 22.23).

       El Padre nos otorga lo que pedimos en nombre de Jesús (16, 23). Pero es el mismo Jesús quien nos va a conceder lo que le pedimos en su nombre (14, 13). Hay en Juan una petición dirigida a Jesús que concede el mismo Jesús y en la que interviene el Padre que actúa en el Hijo (14, 10) y en la que es glorificado el Padre (14, 13). El Padre accede a la petición que se le hace en nombre de Jesús porque ama al Hijo. Y Jesús accede a lo que se le pide a él para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

San Lucas, el evangelista de la oración

       Pero volvamos a san Lucas a quien se ha llamado el evangelista de la oración. Sitúa a Jesucristo orando en los ocho momentos principales de su vida. La oración le acompaña en todos los acontecimientos más importantes. La oración ocupa un lugar esencial en la vida de Jesús.

       1. En el bautismo (3, 21.22). Sólo Lucas menciona esta oración de Jesús: «Se bautizó y mientras oraba...». Recibe su misión como Mesías, como Hijo de Dios, en la oración.

       2. En el desierto (4, 1-13). No va allí a hacer penitencia sino a orar, a tener un diálogo con su Abba. «Solía retirarse al desierto y permanecía orando» (5, 16).

       3. En la elección de los apóstoles (6, 12.13). Sólo el tercer evangelista dice que, antes de llamar a los doce, pasó toda la noche orando a Dios. La vocación de los apóstoles es fruto de la oración de Jesús.

       4. En la confesión de Pedro en Cesarea (9, 18-21). La oración del Señor precede a este diálogo decisivo con sus discípulos; ella

es la que dirige su acción.

       5. En la transfiguración (9, 28.29). En los otros evangelistas Jesús sube a la montaña para ser transfigurado; en Lucas, sube para orar y, la manifestación del Padre, es una respuesta a la oración.

       6. En el monte de los olivos (en el tercer evangelio no aparece el nombre de Getsemaní [22, 39-461), Lucas ha centrado el episodio en la enseñanza que debe tener en cuenta el cristiano para no caer en tentación. En este episodio aparecen cinco veces los términos orar y oración.

       7. Ante la negación de Pedro (22, 32). La oración de Jesús no le librará de la caída, pero le ayudará al arrepentimiento y dará, al primer apóstol, un corazón misericordioso para confirmar en la fe a los hermanos.

       8. En la cruz (23, 34.46). Sólo san Lucas presenta a Jesús orando por sus verdugos (23, 34). Es una oración de perdón que corresponde a su enseñanza sobre el amor a los enemigos. En Mateo (27, 46) y Marcos (15, 34), la oración de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?», podría escandalizar a los paganos que no conocían los salmos. Lc 23, 46 pone en labios de Jesús otra oración: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Sal 31, 6).

       Pero, hay que subrayar que Jesús no solamente ora en los momentos más trascendentales de su vida sino que lo hace siempre, cada día, en cada momento; toda su vida es oración. Y es también san Lucas, especialista en darnos sumarios de la actuación de los discípulos de Jesús, en Hech 2, 42-47; 4, 32-35, quien también en su evangelio nos aporta un resumen que sintetiza la oración de Jesús y toda su actividad: «Su fama se extendía cada vez más, y una numerosa multitud acudía para oírle y para

que los curase de sus enfermedades. Pero él se retiraba al desierto donde oraba» (5, 16).

       Es Mc 1 quien mejor nos describe un día tipo del Maestro: Comienza levantándose de madrugada, cuando todavía estaba  muy oscuro, salió y se fue a un lugar solitario y se puso a haceroración. «Todos te buscan», le dicen. Vayamos a otra parte. A predicar. Y recorre toda Galilea. Antes entró en la sinagoga de Cafarnaún, donde se lee la Escritura y se ora. Cura a la suegra de Simón, y ella le sirve la comida.

       Es verdad que Jesús es el hombre para los demás, que vive tan pendiente de todos que, a veces, no le queda tiempo ni para comer (Mc 6, 31), pero no ha caído en la tentación del activismo, de la dispersión, sino que toda su actividad está impregnada de oración, del diálogo con su Padre. No sólo practica los ratos fijos de oración, como hijo de su pueblo, no sólo busca momentos de oración, en soledad, o en medio de su actividad, sino que toda su acción la convierte en oración. El valor que concede a la oración se confirma en el episodio del endemoniado epiléptico. Cuando los discípulos no pueden expulsar al demonio, Jesús les dice: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9, 29)... Jesús, que vive en oración, actúa siempre sostenido por ella, su oración impregna todo su existir.

       A imitación del Maestro, también el alma del apóstol ha de estar inmersa en la oración. La vida activa ha de proceder de la contemplativa, manifestando en el exterior lo que ha visto, ha contemplado y tocado con sus manos acerca de la Palabra de la vida (1 Jn 1, 1). Escribe san Agustín: «Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de exhalar lo que hubiera bebido y esparcir aquello de que se hubiera llenado»2.

       Los apóstoles, instruidos por el testimonio y por las palabras de su Maestro, tomaron la resolución de dejar ciertas obras y «dedicarse a la oración» y «sólo después» al «ministerio de la Palabra» (Hech 6, 4). San Bernardo trae una sentencia de gran fuerza y vigor que parece ser el mejor comentario a esta decisión de los apóstoles: «Estas tres cosas quedan: la palabra, el ejemplo y la oración; pero la mayor de las tres es la oración».

       Jesús ha buscado para orar el ambiente que más favorece la intimidad con Dios: la soledad de la noche (Mc 1, 35; Lc 6, 12); el desierto, «interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación» (Lc 5, 16; Mt 14, 23).

       Jesús ora con frecuencia solo, aun cuando se encuentra con sus discípulos. Escribe san Lucas: «Mientras él estaba orando a solas, se hallaban con él los discípulos» (9, 18). San Beda el Venerable ha escrito: «En ningún lugar se dice que él haya orado con los discípulos. Por todas partes él ora solo, porque los deseos del hombre no pueden comprender el designio de Dios; nadie \ puede llegar a ser partícipe de este misterio interior junto con Cristo»3.

       Jesús añade a sus palabras actitudes exteriores. En los evangelios se recuerdan sus actitudes externas en la oración: Elevó los ojos al cielo (Mc 7, 34; Jn 17, 1). En general, oraría de pie como era costumbre, pero, a veces, en medio de la angustia, oraba de rodillas (Lc 22, 41) o con el rostro en tierra (Mt 26, 39).

Jesucristo da instrucciones singulares acerca de la oración

       En Lc 11, 9-13 se está pensando en la actitud de los mendigos y en lo porfiados que son. Su tenacidad les conduce al éxito. Sería bueno advertir que en los versículos 9 y 10 se utiliza el pasivo divino, es decir, que el sujeto es Dios. El será el que nos dará y el que nos abrirá.

       También Jesucristo indica las características que debe tener nuestra oración. Ha de ser constante y confiada, es decir, debemos tener la certeza de ser escuchados. En el evangelio de san Lucas se insiste particularmente en la constancia y en la perseverancia que hay que tener en la oración. Lo expone en la parábola del amigo importuno (11,5-8), que recibe los panes, únicamente por su insistencia y en la parábola de la viuda y el juez (18, 1-8), que Jesús utilizó para explicar que hay que rezar siempre sin desfallecer.

       Jesús no sólo nos dice que pidamos con humildad lo que necesitamos, sino que quiere que insistamos en nuestra oración. En estas parábolas nos urge a que lo hagamos. Orando con insistencia nos purificamos y nos hacemos hijos de Dios.  Debemos aprender a vivir esta oración continua, insistente, incesante, en la certeza confiada de que obtendremos el don del Espíritu, convirtiéndonos en hijos de Dios.

       Igualmente para Pablo, el maestro de Lucas, la oración ha de ser incesante, día y noche, y además con insistencia (1 Tes 1, 2; 5, 17). Para demostrar la intensidad y la insistencia de la oración, compone el adverbio uperekperisóu, sobreabundantemente.

       Es más, Pablo, aun cuando está prisionero, entre cadenas, y no puede predicar la buena nueva, es consciente de que por medio de la oración permanece apóstol, siempre y en todo lugar. Su apostolado continúa porque pide por los colosenses, los de Laodicea... Conoce la eficacia de la oración y sabe que la oración es primordial para la vida apostólica. Para él, la oración y la vida apostólica son dos aspectos, igualmente necesarios, de una misma realidad.

       Por eso pide oraciones por él y por su apostolado ya en sus primeras cartas y hasta en las últimas al final de su vida: «Hermanos, orad por nosotros» (1 Tes 5, 25). «Orad por nosotros para que la palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria» (2 Tes 3, 1). «Sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones» (Flp 1, 19). «Orad también por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la palabra y podamos anunciar el misterio de Cristo» (Col 4, 3).

       Para pedir con tenacidad hay que sentirse mendigo. Pedir es propio de la criatura, del indigente, del pobre. En la Biblia abunda la oración-petición y, a veces, hasta se habla de luchar contra Dios con nuestras oraciones (Rom 15, 30; Col 4, 12). Es una idea llena de atrevimiento, actualizada ya en el diálogo de Abrahán con Dios, acerca de la suerte de Sodoma y Gomorra (Gén 18, 22-32), y realizada en la oración: lucha de Moisés contra Dios en favor de su pueblo (Ex 32, 30-32; 33, 12-17). Jesucristo mismo se acomodó a esa manera de pensar, al hablar de la oración en parábolas.

       Son expresiones llenas de imágenes, que muestran la pobreza de nuestro lenguaje, ya que no podemos hacer que Dios quiera lo que no quería, pues su voluntad es perfecta: «Yo soy el Señor y no cambio». Y tampoco él necesita de nuestras peticiones, como si ignorase nuestras necesidades pues «vuestro Padre celestial sabe de lo que tenéis necesidad» (Mt 6, 32).

       La petición es para recalcar nuestra necesidad. Dice santo Tomás de Aquino que al hombre le manifestamos nuestra necesidad para doblegarle4. Al pedir a Dios, no es para manifestarle algo que no conoce, ni para hacer que su voluntad quiera lo que no quería...; la petición es necesaria para nosotros, porque por ella nos hacemos capaces de recibir. La oración nos hace aptos para ello.

       Lo mismo repite en otro lugar: «La oración le es necesaria al hombre para obtener algo de Dios, no a causa de Dios, sino a causa del que reza porque así se hace capaz de recibir»5.

       Nosotros, al orar, no tratamos de cambiar la voluntad de Dios, que equivaldría a afirmar que su voluntad no es perfecta, lo cual sería una injuria contra su sabiduría y amor. Ya hubo filósofos, Kant entre ellos, que se escandalizaban de que los cristianos, mediante la oración, querían cambiar los planes de Dios respecto de los hombres.

       Rezando no tratamos de hacer que la voluntad divina quiera lo que no quería, sino que rezamos porque es Dios quien suscita nuestra oración y nos la inspira. Esta doctrina la resume maravillosamente una oración de las letanías mayores: «Te rogamos, Señor, que anticipándote a nuestras oraciones, nuestras obras empiecen siempre en ti y en ti terminen».

       Por esta causa la oración jamás es inoportuna ya que, mediante ella, forzamos a Dios a concedernos lo que él mismo nos quiere regalar. Permite que nos dispongamos a recibir lo que nos quiere dar. Así, la oración más perfecta será la que más plenamente se conforme con la voluntad de Dios, como fue la de JeII sús en Getsemaní.

       El fin de la oración no es tanto obtener lo que pedimos, como hacernos otros. Sería preciso ir más lejos, diciendo que pedir algo a Dios nos transforma poco a poco en personas capaces de renunciar, a veces, a lo que pedimos.

Se ha dicho que Dios respeta demasiado la libertad de los hombres para arreglar, con un golpe mágico, el mundo que ellos mismos han organizado; pero a su oración confiada y entregada, él responde convirtiendo el corazón de los hombres para que acepten este mundo tal como es, y para que trabajen en transformarlo.Dios no cambia el mundo porque se le suplique; respeta demasiado el orden que hay establecido y la libertad de sus criaturas que lo transforman. Pero sí cambia la voluntad de los hombres, a quienes se ha fijado la tarea de trabajarlo libremente.

       La oración no cambia el acontecimiento —más que cuando Dios responde a ella por el milagro, pero cambia al hombre en el acontecimiento, ya que el hecho mismo no tiene finalmente otro sentido que el que el hombre le confiere. Cambia la perspectiva, el corazón. El hombre ve que Dios puede escucharle de otras maneras, que eso entra en los planes y caminos de Dios, antes desconocidos para él, y más altos que los suyos, como el cielo está sobre la tierra (Is 55, 8-9).

       Orar es un modo de mostrar confianza y esperanza aunque al orar no pretendemos siempre que Dios intervenga y menos aún que supla nuestro quehacer en el mundo, sino que manifestamos nuestra confianza en la fuerza del Espíritu que acompaña nuestro caminar en la historia. Al orar, nuestra petición a Dios es para que derrame su fuerza y amor haciéndonos capaces no sólo de asumir nuestra pobreza sino de luchar para suprimirla en los hombres nuestros hermanos.

       La petición, pues, nos hace sentirnos pobres ante Dios. Pobre tiene el sentido de piadoso, Coincidiendo con aquellos anawim del antiguo testamento; SU humildad les predisponía a la confianza y esperanza en Dios.

       Dice san Agustín: «Puede resultar extraño que nos exhorte a orar Aquél que conoce nuestras necesidades, antes de que se las expongamos, sj no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerjos sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignific»ó

Pero nuestra oración hace mayor esa capacidad de recibir los dones de Dios. Su presencia en nosotros es inalterable. Dios no cambia, pero cambian nuestras relaciones con él según la intensidad de nuestra oración y de nuestro amor. Cuanto más acogemos a Dios, la manifestación en nosotros de él será más perfecta.

       Al orar, nuestra unión con Jesucristo se hace más densa y se produce una penetración más entrañable por medio de la experiencia afectiva que alcanza la oración, y entonces la semejanza con el Señor llega a ser cada vez más profunda.

Cuando oramos Jesús se manifiesta más próximo, presente y vivo en el hondón de nuestro corazón y resplandece su rostro sobre nosotros, y nos salva por su amor (Sal 31, 17).

       Todo eso nos dará una profundidad y una ternura, que alimentará toda nuestra experiencia religiosa y en definitiva toda nuestra vida humana. Esta experiencia es como una presencia viva que acompaña toda situación concreta.

Esos ratos de oración, de intimidad, que aconsejo siempre en los ejercicios espirituales, son momentos propicios para dar pasos decisivos, y al mismo tiempo vamos educando nuestros sentidos y nuestro espíritu para que nuestras vidas tengan una sintonía vivificante con Jesús.

       Pero esa intimidad con Jesucristo no la podemos aislar de la gran relación que tenemos con los hombres. Esta dimensión de apertura real al hermano es lo que hace que cada día conozcamos más a Dios, porque él se tiene que manifestar allí donde la conciencia de fraternidad está despierta y sensible y el amor por el hombre se hace activo porque ese es precisamente el lugar exacto de visibilidad de Dios en el mundo. El Jesucristo que no se ve se hace visible en el hombre a quien se ve (Mt 25). El crecimiento en el amor a Dios y al prójimo es un don del Espíritu (Rom 5, 5; 8, 14-17). Este don se consigue mediante la oración, mediante el trato íntimo con Dios, indispensable para descubrir el amor.

Oración de petición y de acción de gracias

       A nosotros no nos preocupa conocer si la oración puede o no cambiar la voluntad de Dios. Nada interesa elucubrar para dar solución a esa objeción filosófica. Nos basta saber que Jesucristo dijo que todo lo que pidiéramos nos sería concedido, como lo comprobamos en el episodio de la curación de Ezequías (2 Re 20) y en el milagro de las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Nada es imposible para la oración-petición tal como Jesús nos la enseñó.

       Hemos de desear ardientemente los dones del Espíritu santo. Hay que pedirlos con martilleante insistencia que es lo que agrada al Sefíor, como podemos observar en el episodio de la cananea, que no se rindió ni ante el desaire de Jesús (Mt 15, 21-28) ,y por eso, le curó a su hija.

       Sorprenden las palabras del Maestro sobre la oración de petición: «Todo el que pide recibe» (Le 11, 10). No hace distinción entre santos y pecadores, ¿somos capaces de creerlo?, e insiste, ¿qué padre hay entre vosotros que si su hijo le pide un pez, le da una culebra? Si pues vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre de los cielos? Dios nos da todo lo que necesitamos. Todo el que pide recibe. Dios no indaga si somos dignos o indignos. El más grande de 1os pecadores, si ora, si grita, puede ser un contemplativo, como asegura Macario de Egipto, uno de los padres del desierto: «Hasta un niño con toda su debilidad y su incapacidad para acercarse a su madre por su propio pie puede, no obstante, llamar su atención gritando y llorando, movido por su deseo. Y, entonces, la madre se compadece de él, a la vez que se siente complacida por el hecho de que el pequeño la desee de tal modo. Y como él no pude ir hacia su madre, ella obedeciendo a los deseos del niño y a su propio amor de madre, lo toma en sus brazos, lo acaricia tiernamente y le da el pecho. Pues bien, con el mismo amor sP comporta Dios con el alma que acude a él y suspira por él».

       La oración-petición es oración de alabanza y de acción de gracias. Al alabar a Dios, agradecemos las maravillas que hace con nosotros. No se puede separar la alabanza del agradecimiento. Glorificar a Dios vale lo mismo que darle gracias. Tenemos el ejemplo del Magnificat de la Señora que une la gran alabanza con el mayor agradecimiento recordando los favores concedidos por Yahvé a su humilde esclava y a todos los pobres y humillados de la tierra. San Juan de la Cruz dice que el agradecimiento del hombre tiene tres primores: «El primero agradece los bienes naturales y espirituales que ha recibido, El segundo es la delectación grande que tiene en alabar a Dios. El tercero es alabanza sólo por lo que Dios es, lo cual es mucho más fuerte y deleitable»7.

       San Pablo recomienda mezclar la oración de súplica propiamente dicha con la acción de gracias, pues nos enseña a agradecer el favor al mismo tiempo que lo solicitamos, no después de haberlo obtenido: «Presentad a Dios vuestras peticiones mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6).

       Jesucristo quiso enseñarnos que la fe es necesaria para poder

hacer bien la oración-petición y ya no nos dice solamente que unamos la petición con la acción de gracias, ni tampoco «creed para que recibáis», sino que creamos que ya hemos recibido lo que pedimos: «cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que ya la habéis recibido y la obtendréis» (Mc 11, 24).

       El auténtico hombre de Dios, el santo del futuro, sencillo y contemplativo, vivirá en una continua oración de acción de gracias porque su confianza en Dios será ilimitada.

       La oración-petición es la única forma de oración que el Maestro nos enseñó. El conoce nuestras necesidades pero quiere que se las digamos; parece que desea recibir nuestras súplicas y que necesita de ellas para actuar; quiere que conscientes de la expresión: «Sin mí no podéis hacer nada», a través de nuestras peticiones vivamos la experiencia de nuestra necesidad y dependencia de él, y que seamos agradecidos. San Pablo es maestro en la oración de acción de gracias. Ya en sus primeras cartas «da gracias a Dios sin cesar» (1 Tes 2, 13); «ése es nuestro deber: dar gracias a Dios continuamente» (2 Tes 1, 3). Su acción de gracias es ininterrumpida: «No ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones» (Ef 1, 16); «damos gracias sin cesar a Dios por vosotros en vuestras oraciones» (Col 1, 3).

       Prorrumpe en un cántico de agradecimiento por la fe de los romanos (Rom 1, 8); lo hace igualmente cuando experimenta la ayuda del Señor (2 Cor 2, 14) y cuando ora por los demás (1 Tes . 1, 2; Flp 1, 3).       Quiere que sus discípulos le imiten: «En todo dad gracias» (1 Tes 5, 18); «rebosad en acción de gracias, tal como se os enseñó» (Col 2, 7); «sed agradecidos» (Col 3, 15); «cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos» (Col 3, 16); «velad en la oración con la acción de gracias» (Col 4, 2); «presentad vuestras peticiones, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6); «el servicio de esta ofrenda redunde en abundantes acciones de gracias» (2 Cor 9, 12).

       Es necesario «dar gracias en toda circunstancia» (1 Tes 5, 18), hasta que nuestra acción de gracias sea continua, puesto que los dones de Dios son incesantes. Seamos capaces de vivir en esta actitud de agradecimiento en medio de cualquier actividad, como pide el apóstol de la acción de gracias: «Y todo cuanto hagáis o digáis, hacedio en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17).

        Impresiona ver cómo se conmociona Jesús ante los nueve ¡ leprosos curados que no vuelven a darle las gracias, y su exclamación ante el único que muestra su agradecimiento (Lc 17, 11-19). Aquella queja amarga es una enseñanza de cómo valora el Señor el que seamos agradecidos.

Un tiempo para orar

       Volvamos de nuevo al capítulo 11 del evangelio de san Lucas y, actualicemos, haciendo nuestro el ruego de uno de los discípulos: «Señor, enséfjanos a orar».

Esta petición es hoy, entre la gente, mucho más frecuente de lo que nos parece. En cursillos bíblicos, en ejercicios espirituales, se lamentan de no saber orar. Me contaban de una reciente encuesta sobre la oración en los Estados Unidos —el país del activismo—, en que la mayor parte de los encuestados decía que de vez en cuando se acordaba de Dios y que oraba. ¡Cuántas veces en las escuelas bíblicas en las que participo me han pedido que les enseñe a orar! Si nosotros no accedemos a esas peticiones, se irán a otras formas orientales de meditación, o a sectas donde la practican.

       También nosotros, hemos de recurrir al Maestro para aprender a orar. El resolverá nuestras dificultades que hacen difícil la oración cuando se le dedica mucho tiempo: aburrimiento, cansancio, repugnancia, aridez.

       Santa Teresa de Jesús escribe en el libro de su vida que, en ciertas épocas, sentía tal repugnancia en la oración que tenía que armarse de valor para entrar en la Iglesia: «Y muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penítencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Sé por experiencia, cuán penosa es dicha prueba; requiere más valor que todas las pruebas del mundo»8. Y no hemos de olvidar, para valorar esta afirmación, que ella había padecido toda clase de cruces y aflicciones.

       La oración no es tarea fácil, pero tampoco excesivamente difícil. Basta con dedicarle un tiempo suficiente dentro de nuestra intimidad personal, teniendo en cuenta que en la oración cristiana, la iniciativa parte siempre de Dios: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae» (Jn 6, 44).

       El evangelio nos pide fe y confianza, perseverancia, sosiego y paz interior, pues sólo en ese ámbito es posible y se puede gozar de la experiencia de la oración.

       Sin embargo, en nuestros días se experimentan grandes difij cultades, especialmente la falta de tiempo. No tengo tiempo, es una frase que decimos y escuchamos frecuentemente. Tenemos el peligro del activismo. Nos sobrecargamos de ocupaciones —decía al comentar la carta de Lutero y la de san Bernardo al papa Eugenio III (capítulo 2)— y casi no nos queda tiempo para la contemplación, para el desierto, para la oración.

       Hay que buscar tiempo para orar. A. Bloom ha escrito: «No voy a tratar de convencerle de que tiene mucho tiempo y puede orar si quiere; quiero hablar de administrar el tiempo en mediode las tensiones, la agitación y la vida. No le voy a explicar cómo conseguir tiempo: sólo diré que si tratamos de perder un poco menos de tiempo, tendremos más; si usamos las migajas del tiempo que perdemos para obtener pequeños momentos de retiro y oración, descubriremos que hay grandes cantidades de tiempo»9.

       Santa Teresa tenía un hermano carnal con el problema de falta de tiempo para la oración. Acababa de volver de las Indias con deseos de conversión. Y entró en el círculo de los orantes con su hermana. Compró una finca y le sucedió como al invitado a la cena (Lc 14, 18), que comenzó a excusarse ante su hermana de que ya no tenía tiempo para orar. ¡Qué más hubiera querido él, que tantos consejos le había pedido a la santa para ser un alma de oración! Pero, ahora había comenzado a tirar por otro camino. Su hermana no se anduvo con rodeos y le dijo: «No piense que cuando tuviera mucho tiempo, tuviera más oración. Desengáñese de eso». Ella se dio cuenta que se trataba de un engaño, pues sabía por experiencia que sus años de más trabajo, cansada, enferma, en carromatos por los caminos de Andalucía y Castilla, habían sido los años de una oración más fuerte, intensa y comprometida.

       Hay que saber dosificar el trabajo introduciendo en él el tiempo de la oración, asignando un tiempo concreto para orar. No sería coherente designar un tiempo adecuado para todo en la vida, menos para la oración. Santa Teresa habla hasta de «la hora que tenía por mí de estar», es decir, de la hora de la oración que se había impuesto.

       La elección del tiempo y de la duración de la oración de contemplación depende de una voluntad decidida reveladora de los secretos del corazón. No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme decisión de no dejarlo y volverlo a tomar, cualesquiera que sean las pruebas y la sequedad del encuentro. «Buscad todos los días el rostro de los santos y sacad fuerza de sus palabras», es la invitación contenida en la Didajé, el primer catecismo de la cristiandad primitiva.

       Conocemos a muchas personas que dan testimonio del cambio que se ha producido en su vida desde que se decidieron a dedicar una hora al día de oración personal, de meditación, de desierto. Antes decían que no tenían tiempo, luego entendieron que el tiempo es cuestión de preferencias y que se saca tiempo para lo que se prefiere; reservaron en su agenda una hora cada día para la oración personal, defendiéndola contra todo lo demás e hicieron esa opción preferencial para estar con el Señor. Ahora viven enamoradas de Jesucristo y entregadas al servicio de los hermanos.

       La experiencia de Jesucristo es un don, pero exige nuestra colaboración. Nada de prisas. El tiempo cuenta mucho. Se tiene tiempo para lo que se ama. Al Señor se le encuentra cuando cada día se busca seriamente un rato largo para estar con él. Y, además de esa hora, de que habla santa Teresa, hay que encontrar momentos para dialogar con él, para recitar jaculatorias como decíamos antes.

       Esta experiencia con Jesús está en relación directa con nuestra entrega al amor. Cuando se vive en el amor al hermano, se encuentran motivos y tiempo para orar y para darse a los demás. Una experiencia de oración es necesaria para evangelizar.

Al salir de ese largo rato de oración es bueno hacer esta reflexión: Ahora comienzo a ser como Jesús. Señor, que los que me vean, te vean; los que me oigan, te oigan. Hoy salgo resuelto a ser y a actuar como tú y me preguntaré en cada situación: ¿qué haría Jesús en mi lugar?

       La oración es la vida del corazón nuevo. Como afirma san Gregorio Nacianceno: «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar»’°. «Pero no se puede orar ‘en todo tiempo’ si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración». La fuente de alegrías está dentro de nosotros. Ahí hay que encontrar a Dios. Sólo cuando el hombre se instala en Dios aterriza en el descanso y en la paz.

       Jesús nos recomendó la oración personal, privada: «Tu cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6, 6). Por eso, para que la oración sea eficaz hay que hacerla en el retiro, dedicándole un tiempo fuera de las cosas ordinarias. Pero ese tiempo ha de ser largo. Los padres del desierto, los anacoretas, enseñaban que, para hablar a Dios en la oración, hace falta sosiego y tiempo prolongado en el que poco a poco el alma se impregna de Dios plenamente.

       No sólo en los monasterios, sino también en nuestras clases de Biblia, reflexionamos acerca de la lectio divina, como lo hace Guido II, monje cartujo del siglo XII: «Un día, ocupado en un trabajo manual, comencé a pensar en la actividad espiritual del hombre e, improvisadamente, se me presentaron cuatro escalones espirituales: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación.

       La lectura es el estudio atento de la Escritura, con un espíritu esforzado en su comprensión. La meditación es una operación de la inteligencia que se concreta con la ayuda de la razón, en la investigación de la verdad escondida. La oración es volver con fervor el propio corazón a Dios para evitar el mal y llegar al bien. La contemplación es, por así decir, una elevación del alma que se alza sobre sí misma hacia Dios, gustando las alegrías de la eterna dulzura.

       La lectura busca la dulzura de la vida beata, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la gusta.

La lectura, en cierto modo, lleva el alimento a la boca; la meditación la mastica y desmenuza; la oración obtiene el gustar- lo; la contemplación es la misma dulzura que alegra y reconforta.

       La lectura se encuentra en la corteza, la meditación en el meollo, la oración en el pedido del deseo, la contemplación en la dilección de la dulzura alcanzada»’2.

Uno de los signos de los tiempos es el uso de la Biblia para orar.

       En el libro «Jesucristo Salvador del mundo» se afirma: «El instrumento más oportuno para una lectura personal y comunitaria, altamente edificante e interiorizada de la historia de Jesús parece ser hoy la lectio divina, que es una lectura orante de los evangelios. En la lectio la palabra de Jesús no sólo es escuchada y meditada, sino sobre todo orada y acogida. Custodiada en el corazón de los fieles les lleva a una conversión continua y a un armónico testimonio apostólico»

       El magisterio de la Iglesia, a través de la Congregación para la doctrina de la fe, reconoce explícitamente que, la oración bíblica debe ser considerada como prototipo para una oración auténticamente cristiana y como criterio para valorar cualquier modo de orar, que pretenda presentarse como tal. El documento alude a la multiplicidad de modos posibles de oración cristiana: «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración en la variedad y riqueza de oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre que Jesucristo ha dicho ser. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará pues conducir, no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu santo que le guía, a través de Cristo, al Padre»’4.

       Los cristianos saben ahora, de modo especial, que la Escritura les pone en contacto con Dios. Como dice Jesucristo, «son bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28).

       La oración, sobre todo cuando uno se encuentra triste o abatido, es la mejor ofrenda de nuestro tiempo, de ese tiempo que parece que no pasa, y que hay que ofrecérselo al Señor. Es el mejor homenaje. Esto es todavía más importante en nuestros días, donde no siempre se valora la gratuidad.

       «La oración es una experiencia de gratuidad. Ese acto ‘ocioso’, ese tiempo ‘desperdiciado’ nos recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil. Dios no es de este mundo. La gratuidad de su don, creadora de necesidades profundas, nos libera... de toda alienación»’5.

       Para orar, hay que pedir la sabiduría, como lo hace Salomón: «Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los santos cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable» (Sab 9, 1.10). Vamos a usar el capítulo siete de este libro sagrado, pues nos va a ayudar haciéndonos amigos de Dios: «Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... No la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y a la belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en sus manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso, benéfico... Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando...» (7, 7-30).

       La oración no es un instrumento psicológico para tranquilizarnos, ni tampoco un mero remedio para neutralizar nuestras frustraciones, ni la panacea para salir de las depresiones.

       La verdadera oración no es una huida, ni un refugio para solazarnos; presupone una conversión interior. La paz psicológica y la paz de Jesucristo pueden coincidir, pero no son equivalentes. La oración tampoco es para conseguir gustos interiores, experiencias agradables. No siempre el encuentro con Dios es una experiencia sensible. Puede suceder eso, y entonces, en frase de santa Teresa: «miel sobre hojuelas», pero la oración no aparta al alma de la lucha diaria.

       Cuando la Biblia habla del encuentro con Dios de algunas personas, siempre menciona las cosas a las que han tenido que renunciar, sacrificios que han tenido que realizar, o tareas, las más de la veces desagradables, que han llevado a cabo. ¡Cuánto le cuesta a Moisés la misión que Yahvé le impone de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto!

       Y ¡cómo tiene que luchar Jeremías contra Dios porque ha sido más fuerte que él, porque le ha vencido y se ha hecho la irrisión y la burla de todo el mundo! (20, 7).

Al encontrarnos con Jesús en la oración, hemos de escuchar su voz y estar dispuestos a realizar lo que nos pida, aunque nos cueste o nos desagrade, como le anuncia a Pedro para cuando sea viejo (Jn 21, 18).

Testimonios de almas de oración

       Lo principal para ser alma de oración es orar, es ponerse a orar. El dedicar ese tiempo especial para hacerlo es lo que más cuesta a los sacerdotes y a muchos cristianos. Siempre hay algo que hacer, siempre hay urgencias inevitables que hemos de realizar. A veces, a las religiosas les digo que no alaben a los sacerdotes por sus muchos trabajos apostólicos sino porque saben que son almas de oración, que son capaces de dedicar cada día una hora o dos, a Jesús, estando en intimidad con él.

       Carlos de Foucauld ha escrito que «orar es pensar en Jesús amándole. Cuanto más se ama, mejor se ora. La oración es la atención del alma fija amorosamente en Cristo y cuanto más amorosa es la atención, mejor es la oración»’6.

       La madre Teresa de Calcuta nos ha regalado lo que ella llama sus «tarjetas de visita» y que manifiestan su alma orante, entregada al servicio de los más desfavorecidos y nos ensefian su metodología que se compone de seis pasos esenciales:

«El fruto del silencio es la oración.

El fruto de la oración es la fe.

El fruto de la fe es el amor.

El fruto del amor es el servicio.

El fruto del servicio es la paz»’7.

       Para santa Teresa de Jesús «la oración mental no es otra co Sa, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama»’8. La oración es siempre un diálogo de amor entre Dios y el hombre. Santa Teresa la reducía a un encuentro de miradas. La mirada es la revelación del corazón, de sus deseos, de sus entregas, de su intimidad, de su amor. «No os pido, escribe, que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones en vuestro entendimiento; no quiero más de que le miréis»’9. «No está la cosa, añade, en pensar mucho, sino en amar mucho, y así lo que más os despertare a amar, eso haced»20.

       Y para san Juan de la Cruz la verdadera oración es sólo la contemplación que supone recogimiento inicial y teologal, noticia amorosa de Dios y unión transfonnante.

       El cura de Ars describe deliciosamente qué es la oración: «La oración no es otra cosa que la unión con Dios. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra pobre comprensión.

       La oración es una degustación anticipada del cielo; hace que una parte del paraíso baje a nosotros. Nunca nos deja sin dulzura. Es como una miel que se derrama sobre el alma y la endulza del todo. En la oración hecha debidamente se funden las penas como la nieve ante el sol»2’.

       Pablo VI escribía: «No olvidéis el testimonio de la historia: la fidelidad a la oración o el descuido de la misma son el paradigma de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa»22.

       Y Juan Pablo II pide que «no se deje de dedicar con renovada convicción un tiempo suficientemente largo a la oración ante el Señor para manifestarle nuestro amor y sobre todo para sentirse amados por él»23.

       Ante las dificultades para discernir la auténtica oración, hoy se propone el criterio de la eficacia. La oración ha de producir una conducta de amor y de servicio al prójimo. Si la oración no produce obras de virtud, hay que dudar de que sea verdadera; es decir, hay que llegar a ser contemplativos en la acción.

       No se puede comprender una vida contemplativa que no tenga relación directa e inmediata con el compromiso. La oración siempre desemboca en el compromiso, como escribió santa Teresa a sus monjas contemplativas: «En las obras y efectos de después, se conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse».

       Dedicando a Dios el tiempo necesario de oración se aprende a emplear el tiempo para escuchar, acoger y ayudar al prójimo. Y ya no falta tiempo para orar, para trabajar. El tiempo lo distribuye el apóstol según el peso de su amor.

       Los discípulos de Jesús estaban impresionados por lo que percibían en el rostro del Maestro, después de sus prolongadas oraciones. Quien ha presenciado el rostro de un gran orante, tras su intensa plegaria, puede atestiguarlo.

       El Padrenuestro es el camino a seguir, la oración que Jesucristo les enseña y que los mantendrá unidos como la nueva comunidad de salvación. Ya sabemos, pues, cómo oraba Jesús. El Padrenuestro en las tres primeras peticiones es el cardiograma de su propia oración. Ha nacido de la oración de Jesús y, por eso, es modelo de toda oración. Es la oración del cuerpo místico de Cristo, breviario de todo evangelio, resumen de la Escritura, símbolo de la gratuidad de la gracia.

       Jesús rezaba, oraba, y sabemos cómo. Pero, ¿reza el Padre bueno de los cielos? Martín Descalzo se preguntaba ¿cómo podría ser el «Padrenuestro» de Dios? ¿de qué tipo podría ser la oración con la que Dios contesta cada vez que los ojos de los hombres se alzan al cielo y ponen en sus labios —millones de veces en el planeta— esas dos palabras milagrosas: Padre nuestro?

       Y pienso que esa oración podría ser algo parecido a ésta: «Hijo mío que estás en la tierra, preocupado, solitario, tentado; yo conozco perfectamente tu nombre y lo pronuncio como santificándolo, porque te amo. No, no estás solo, sino habitado por mí, y juntos construimos este reino del que tú vas a ser el heredero. Me gusta que hagas mi voluntad porque mi voluntad es que tú seas feliz, ya que la gloria de Dios es el hombre viviente. Cuenta siempre conmigo y tendrás el pan para hoy, no te preocupes, sólo te pido que sepas compartirlo con tus hermanos. Sabes que perdono todas tus ofensas, antes incluso que las cometas, por eso te pido que hagas lo mismo con los que a ti te ofenden. Para que nunca caigas en la tentación, cógete fuerte de mi mano y yo te libraré del mal, pobre y querido hijo mío».

       ¿Es así? ¿no es así? ¿quién puede saber los pensamientos de Dios? Realmente lo único que sabemos de él es lo que él mismo ha querido decirnos. Y, en la Biblia, nos ha explicado de mil maneras que él nos ama mucho más de lo que podemos sospechar; que él quiere a los hombres más que la gallina a sus polluelos; que una madre puede llegar a traicionar a sus hijos, pero que él jamás traicionará ni abandonará a los suyos; que él cuida con amor hasta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza.

       Para ser almas de oración, como Jesucristo nos enseña, hay que hablar con Dios y no solamente hablar de Dios. «Quien evangeliza sin rezar, terminará por no evangelizar. No sólo olvida cargar sus baterías, lo que hace es hundirse en la hipocresía. ¿Cómo podrá hablar de alguien como de una persona viva y viviente, si no se dirige nunca a él? Quien dice de Dios él, sin jamás decir tú, está olvidando poco a poco los rasgos del rostro de Dios. Llegará pronto el día, en que Dios no será más que una idea y, enseguida, una palabra solamente. Lo que sucede es que ya desde el principio hay un fallo de lógica. Es imposible hablar  de un Dios a quien no se habla jamás.  La idea de Dios, separada del diálogo con él, no se concreta incluso si la rodeamos de múltiples acciones a nivel temporal. La vivencia de la evangelización no lleva consigo únicamente el acercamiento entre los hombres, implica al mismo tiempo el diálogo con Dios»24.

       Ahora vamos a trasladarnos de la «gruta mística» al hogar de una familia cristiana, relatando un hecho que hace bien el escucharlo, pues se trata de una experiencia de oración, de la presencia de encarnación de lo divino en el tiempo, tal como la vivió el padre Duval a sus seis años y tal como él lo describe:

       «En casa, nada de piedad expansiva y solemne; sólo cada día el rezo del rosario en común, pero es algo que recuerdo claramente y lo recordaré mientras viva... Yo iba aprendiendo que hace falta hablar con Dios despacio, seria y delicadamente. Es curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre. El, que por sus trabajos en el campo o por el acarreo de madera siempre estaba cansado, que no se avergonzaba de manifestarlo al volver a casa, después de cenar se arrodillaba, los codos sobre la silla, la frente entre sus manos, sin mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin toser, sin impacientarse. Y yo pensaba: Mi padre, que es tan valiente es insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con Dios! Debe ser muy grande Dios para que mi padre se arrodille ante él y también muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse de ropa.

       En cambio, a mi madre, nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba en medio, el más pequeño en sus brazos, su vestido negro hasta los tacones, sus hermosos cabellos caídos sobre el cuello, y todos nosotros a su alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta a cabo, sin perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más curioso es que no paraba de mirarnos, uno tras Otro, una mirada para uno, más larga para los pequeños. Nos miraba, pero no decía nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o hablasen en voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato volcase algún puchero. Y yo pensaba: Debe ser sencillo Dios cuando se le puede hablar teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe ser una persona muy importante para que mi madre no haga caso ni del gato ni de la tormenta. Lasmanos de mi padre, los labios de mi madre me enseñaron de Dios más que mi catecismo»25.

17ª.   EL ESPÍRITU SANTO

“Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo yfortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé”(Is 11, 2).

       ¿Quién es el Espíritu santo? No lo conocemos como al Hijo o al Padre. Al Hijo le conocemos bien porque se hizo hombre, porque asumió la condición humana, porque tuvo una historia como la nuestra. Sus palabras, sus obras y sus gestos nos desvelan su persona.

       También conocemos al Padre, que se revela en el Hijo. «Quien me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14, 8), afirma Jesús, porque él es el rostro visible del Dios invisible. Sólo en él se revela Dios, poderoso y pobre (Is 53, 4; Mt 8, 17).

       El Espíritu no tiene un rostro, ni un nombre capaz de evocar una figura humana.

       El Espíritu santo se manifiesta en nosotros por sus efectos, por su acción, ya que nos da a conocer al Padre y al Hijo. El Espíritu proyecta luz sobre Jesucristo y lo da a conocer. San Pablo afirma que Cristo «es el misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado por el Espíritu santo a sus apóstoles y profetas» (Ef 3, 5). Tampoco se puede confesar que Jesús es el Señor sino en el mismo Espíritu (1 Cor 12, 3). Es como la luz que no se puede ver, pero gracias a ella vemos.

       Si dividimos la historia de la salvación, en tres grandes etapas, la primera es la del Padre, la segunda es la de Jesucristo, que es el centro de la historia, y la tercera es la del Espíritu santo, que es el tiempo de la Iglesia.

       El Espíritu santo es como el viento que sopla donde y como quiere y no se sabe de dónde viene (Jn 3, 8). Pero existen sus efectos que son maravillosos.

En la inauguración de la conferencia ecuménica de Uppsala (Suecia), el metropolita ortodoxo de Lattaquie (Siria), bajo el lema de «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), pronunció estas densas palabras: «Sin el Espíritu santo, Dios está lejos; Cristo se encuentra en el pasado; el evangelio es letra !muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, despotismo; la misión, propaganda; el culto una evocación; y la vida cristiana, una moral de esclavos. Pero, en el Espíritu santo y en

permanente comunión con él, el cosmos queda elevado y gime en el alumbramiento del Reino; el hombre se mantiene en lucha contra la carne; Cristo resucitado está presente; el evangelio es poder y vida; la Iglesia significa comunión trinitaria; la autoridad es un servicio liberador; la misión es un nuevo pentecostés; la liturgia es memorial y anticipación y toda la vida cristiana queda deificada»1.

       Sin el Espíritu, Dios es infinita lejanía y con él es cercanía infinita, ternura y misericordia entrañable.

       Si, como decíamos, dividimos la historia de la salvación en tres grandes etapas, la primera es la del Padre, la segunda es la de Jesucristo, que es el centro de la historia, y la tercera es la del Espíritu santo, que es el tiempo de la Iglesia.

En este tiempo de la Iglesia, Jesucristo ya no está entre nosotros, como lo estaba en su vida pública. No lo podemos ver, ni contemplar, ni tocar con nuestras manos (1 Jn 1, 1). Pero está presente de otro modo, en su palabra, en la eucaristía y por su Espíritu (Mt 18, 20) y además está en los pobres-marginados (Mt 25).

       Ya estamos en el tiempo del Espíritu, arras de la salvación futura. Nuestros tiempos son su plena efusión (Ji 2, 28-32; Hech

17-21). El Espíritu renueva nuestro espíritu, pero aún no ha vencido a la carne sometida al pecado.

       La resurrección es prenda de que el Espíritu resucitará nuestros cuerpos pneumatizánclolos (1 Cor 15, 49; Col 3, 1). Pues cada uno de nosotros tiene su politeuma, su derecho de ciudadanía en el cielo, mientras esperamos la transformación de nuestro cuerpo (Flp 3, 20.21), hasta que el Espíritu que resucitó a Cristo dé vida a nuestros cuerpos mortales (Rom 8, 11).

       Esta presencia de Jesús, por medio de su Espíritu, es más importante que la presencia física. «Pero, yo os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, mas, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama Abba-Padre, que nos hace hijos de Dios (Gál 4, 6; Rom 8, 16). Esa acción del Espíritu es la que prolonga la presencia de Jesucristo en la Iglesia.

       Toda la vida cristiana se desarrolla bajo la acción del Espíritu. Para la oración, fundamental en la vida cristiana, es necesario el Espíritu. Sólo él nos enseña a orar. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables y el que escruta los corazones conoce cuál es la intención del Espíritu y que su intercesión por los santos es como Dios quiere» (Rom 8, 26.27).

       La presencia del Espíritu en el cristiano es la que le hace orar con las disposiciones del Hijo. Es más, no se limita a enseñarnos cómo hemos de orar, sino que ora con nosotros. No nos da una ley de oración, sino la gracia de la oración. Nos arranca de nuestro corazón la oración hipócrita como Jesús dijo a los fariseos (Mt 15, 7.8) citando un pasaje de Isaías (29, 13); nos hace hombres nuevos, en los que el Espíritu ama la verdad en lo íntimo del ser, la sinceridad del corazón (Sal 51, 8).

       El Abba-Padre es el principio de esa oración en el Espíritu (Ef 6, 18). Ese grito es de Jesús, del que ora en nosotros, a través del Espíritu.

       El Espíritu no puede llamar a Dios Padre, pues él no es el engendrado, sino el que procede y, por eso, uno de los ascetas de la antigüedad, Diadoco de Fótice decía que «el Espíritu santo es como una madre que enseña a su propio hijo a decir papá y repite ese nombre con él, hasta que lo acostumbra a llamar al padre incluso en el sueño».

       En estos ejercicios vamos a pedir al Espíritu santo que nos haga sentirnos hijos de Dios. Las almas que lo consiguen han obtenido el gran regalo y sienten como una luz nueva que las envuelve, una experiencia gozosa que les enternece al saborear que Dios es su Padre y, como antes dijimos, la realidad de esta filiación divina ha sido el arranque, el origen de muchas vidas de santos.

       Señor, necesitamos de tu Espíritu, de aquella fuerza divina que daba vida en la primera creación, y que como el ángel Gabriel dice a María, que el Espíritu santo descienda sobre nosotros, «como el Espíritu creador de Yahvé que aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gén 1, 2) y que la virtud del Altísimo nos cubra con su sombra, «como la nube, la gloria de Yahvé, cubriendo la tienda de la reunión, llenando la morada» (Ex 40, 34).

       Esta acción del Espíritu producirá en cada uno de nosotros la criatura nueva, y no sólo nos dará fuerzas, sino que nos dotará de una nueva personalidad. Y nos «revestiremos del hombre nuevo, el creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24).

       La vida cristiana que es la nueva existencia o mejor la nueva creación, es obra del Espíritu (Jn 6, 63; Gál 5, 5). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también conforme al Espíritu» (Gál 5, 25), como exige san Pablo en esta exhortación.

       Según el concilio Vaticano II, siguiendo la comparación hecha por los santos Padres, el Espíritu santo es como el alma de la Iglesia. El Espíritu de Yahvé en el antiguo testamento, el que fecundó la masa informe de la que surgió la obra de la creación es el Espíritu santo que se comunicaba a las personas que Dios escogía para llevar a cabo una misión en el pueblo de Israel, es aquella fuerza divina que ha transformado a tantos hombres haciéndoles capaces de gestos y vidas extraordinarias. Los jueces de Israel, sin poder poner resistencia, sencillos hijos de aldeanos, Sansón, Gedeón, Saúl, David..., fueron cambiados brusca y totalmente. No sólo tuvieron la capacidad de gestos excepcionales sino que se vieron dotados de una nueva personalidad, se sintieron con ánimo y fuerza para realizar la difícil misión de liberar a su pueblo (Ex 15, 11; 35, 31; Jue 3, 10; 6, 34; 11, 29; 14, 6; Is 11, 2; Jer 20, 7).

       El mismo Espíritu que después transformará a los débiles pescadores de Galilea en las columnas de la Iglesia, en apóstoles que, con el holocausto de su vida, darán el supremo testimonio de amor por los hermanos.

       Ese mismo Espíritu que en estos días privilegiados hará de cada ejercitante una persona buena, santa, capacitándonos para realizar la difícil misión de hermosear el rostro de la Iglesia, pues él es quien nos mueve a superar todo egoísmo y nos lleva a la perfección en el amor a Dios y al hombre.

       A estos días privilegiados, los llamamos ejercicios espirituales en referencia directa al Espíritu santo, ya que él es el protagonista de los mismos. No se llaman espirituales porque en ellos ejercitamos nuestras facultades superiores: pensar, meditar..., sino que, como dice san Ignacio, «por este nombre de ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mentalmente y de otras espirituales operaciones. Porque así como el pasear, el caminar y correr son exercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios espirituales»2.

       El Espíritu santo es el que ejercita, guía, conduce, enseña, transforma. Nosotros hemos de dejarnos ejercitar por él. «Todos los que son guiados por el espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rom 8, 14).

       El Espíritu santo nos hace sentirnos hijos de Dios: «El es el que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16). Esta acción del Espíritu se realiza, a veces, de forma repentina. En ejercicios espirituales hay momentos en que miro el reloj y digo la hora exacta para subrayar ese momento en que nuestra alma es inundada con la luz nueva del Espíritu y es entonces cuando su acción nos revela de modo nuevo que Dios es nuestro Padre. En ese instante es cuando sentimos la experiencia de la paternidad de Dios. Esa experiencia enternece nuestro corazón y aparece en nosotros una gran confianza y una ternura jamás experimentada.

       El Espíritu santo, más que un simple maestro interior, es el principio de una vida propiamente divina. Es el director de estos días de ejercicios si queremos que merezcan el calificativo de espirituales.

       Nuestra actitud fundamental será facilitar su acción, dejarle hacer y actuar, siéndole dóciles para que, como decimos en la oración litúrgica, «sintamos rectamente con el mismo Espíritu y gocemos siempre de su consuelo».

       El Espíritu no se puede comprar, como quería hacer Simón el Mago (Hech 8, 18), sino que es un don que se regala para el servicio de los demás. Este don no lo podemos comprar ni exigir, ni merecer; este don es la persona misma del Espíritu santo. Ha de ser acogido como un don, que nunca podemos apropiárnoslo o disponer de él. Puesto que es el Espíritu del Padre y del Hijo, lo único que podemos hacer es aceptar que dirija nuestra existencia y nuestra vida. Acoger el Espíritu implica un vaciarse de nosotros, un dejarle ser mi yo más profundo; que él sea el que hable en nosotros, el que actúe en nosotros, como afirma san Pablo (Gál 2, 20; Flp 1, 21...). Es necesaria una apertura incondicional de nuestro ser al Espíritu del Señor Jesús. Hay que dar pasos decisivos para que él dirija nuestra vida.

       El don del Espíritu se nos da para conducirnos a Cristo, para configurarnos con él. para llevarnos a la plenitud de la verdad (Jn 16, 13), a la verdad que es Jesús (Jn 14, 6), para ser sus testigos, los testigos de la verdad.

       Se nos concede siempre, en cada momento, y por eso hay que pedirlo incesantemente, dejando actuar a Dios, que lo da cuando quiere y como quiere. Esto exige del cristiano la disponibilidad, el sacrificio del propio yo y aceptar el riesgo de vivir a la intemperie, dejándonos conducir por el Espíritu para que disponga nuestro futuro.

       En la primitiva comunidad cristiana es el Espíritu el que manda lo que se ha de hacer: a Pedro le dice «ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja al momento y vete con ellos, sin vacilar» (Hech 10, 19.20) y lo lanza a evangelizar a los paganos. El mismo Espíritu que está permanentemente actuando, a Pablo le impide realizar sus proyectos y le marca Otro camino a seguir (Hech 16, 7-10). Es natural que el camino a seguir sea el mismo que anduvo Jesús, camino de sufrimiento, de persecución y de lucha. En el discurso-despedida del apóstol a los presbíteros de la Iglesia de Efeso, les dice: «Como forzado, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones» (Hech 20, 22.23).

       San Pablo, el modelo de apóstoles, es esencialmente un hombre «atado de pies y manos por el Espíritu». Lo que es verdad en Pablo debe aplicarse también a todos los cristianos comprometidos.

       Sólo se es fiel en la medida en que se descubren los caminos del Espíritu santo y se siguen. Nuestra primera actividad será estar a la escucha para colaborar con él. De este modo, al ser conducidos por el Espíritu, nos vamos haciendo los verdaderos discípulos del Señor.

Papel del Espíritu en la transmisión de las palabras de Jesús

       Una pregunta importante hay que hacerse acerca de la acción del Espíritu santo en la transmisión de la buena nueva. ¿Cuál es la acción del Espíritu santo cuando los evangelistas refieren hechos y dichos del Señor? «Sólo el Espíritu es el que da vida; las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6, 63) y, sin él, la misma Sagrada Escritura, sería letra muerta (2 Cor 3, 6). El Espíritu que anima la palabra de Dios nos descubre su significado más profundo.

       Ante esta maravillosa realidad, se podría formular este interrogante: ¿Acaso esta acción del Espíritu, esta fe pospascual, deformó la doctrina de Jesús, su figura, sus palabras? Lo digo, pues el método de la historia de las formas ha hablado de la inasequibilidad de la doctrina de Jesucristo; niega el paso del Cristo de la fe al Jesús de la historia. Pero, ya la instrucción de la Pontificia comisión bíblica rechazó tal suposición: «No hay razón para negar que lo que en realidad hizo y dijo el Señor, los apóstoles lo trasmitieron a sus oyentes con una inteligencia más plena que la que ellos mismos habían gozado, instruidos por los sucesos gloriosos de Cristo y guiados por la luz del Espíritu de la verdad».

       Lo que en la vida de Jesucristo estaba, a veces, oscuro o no plenamente entendido, los apóstoles lo predicaron, no con la mayor fidelidad posible, es decir, con aquella misma oscuridad que ellos pudieron sentir al escucharlo por primera vez, sino interpretado con una nueva inteligencia, con la luz pascual y de pentecostés.

En la última cena (Jn 16, 12-14), al final de su vida, cuando ya no le queda tiempo para adoctrinar a sus discípulos, afirma que no les ha dicho las cosas más importantes. «Aun tengo que deciros muchas cosas». ¿Por qué no se las ha dicho antes? «Porque no pueden comprenderlo todo ahora». ¿Se las dirá, tal vez, en aquellos momentos en que convive con ellos y discurren entre la resurrección y la ascensión? No están preparados aún. El mismo día de la ascensión continúan los discípulos con la misma mentalidad de antaño: «,Señor, es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hech 1, 6). No es todavía momento oportuno de decirles esas muchas cosas. Jesús decidirá cuándo y cómo se las dirá: «Cuando haya venido el Espíritu santo Paráclito, que os enviará el Padre en mi nombre, os enseñará todas esas cosas, y os sugerirá —os hará recordar— todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).

       En el primer texto (16, 12-14), la actividad del Espíritu santo se traduce por anaggellein, y en el segundo (14, 26) por hypomnesein. Pero un examen más detenido muestra que anaggellein, traducido comúnmente por anunciar, es en literatura apocalíptica, sobre todo en Daniel, un término técnico que equivale a «explicar», «interpretar» algo oscuro, por ejemplo un sueño misterioso, una profecía difícil de entender y también que hypomnesein no significa simplemente actualizar el recuerdo de algo pasado, sino además «explicar», «interpretar».

       El Espíritu da testimonio de Jesús al recordar sus palabras. Es sabido que el tema del recuerdo alude al desvelamiento de las palabras y hechos de Jesús, descubriendo en ellos toda su dimensión teológica. Esta dimensión total se ha logrado por la reflexión de la comunidad bajo la acción del Espíritu. No solamente eso, sino que el Espíritu recuerda las palabras de Jesús a la comunidad, las actualiza y aplica a la nueva situación en que la comunidad vive, para que, desde ellas, resuelvan los nuevos problemas planteados.

       Esta es la actividad del Espíritu santo, quien no hablará de su parte, ni pronunciará palabras suyas, sino de Jesucristo. Esto queda patente leyendo Jn 2, 18-22: «Los judíos tomaron la palabra y le dijeron: ¿Qué señal das para obrar así? Respondió Jesús y dijo: destruid este templo y en tres días lo levantaré. Replicaron los judíos: cuarenta y seis años se han empleado para construir este templo y ¿tu vas a levantarlo en tres días?». Estas palabras pronunciadas entonces, en aquel templo que acababa de purificar, tenían un único sentido y nadie podía entender otra cosa: se tenían que referir al templo de piedra, reconstruido por Herodes. Sin embargo, el evangelista añade: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús». Estas tres últimas líneas nos muestran, de manera fehaciente la distancia que puede haber entre las palabras históricas de Jesús y la inteligencia pospascual de los apóstoles.

       Todas esas «muchas cosas», las más importantes, están en el nuevo testamento, que transmite fielmente los hechos y los dichos de Jesucristo, interpretados a la luz de la resurrección y del Espíritu. Esta tradición interpretativa nos ofrece una imagen que responde más plenamente a la realidad que la mera historia de lo que aconteció. Esta tradición interpretativa es historia, aunque no en sentido moderno y occidental.

El evangelista interpreta los hechos y las palabras de Jesús, no de manera que primero narre el suceso con rigurosa fidelidad cronística, y después añada la interpretación (como, por excepción, sucede en Jn 2, 22), sino que la interpretación de los hechos, o actualización de la doctrina de Jesús, es dada ya en el mismo momento en que se narra el suceso, o se citan las palabras. Alguna vez los dichos del Señor se relatan poniendo ya la explicación en boca del mismo. Esto lo tenemos en Mt 12, 38- 40: «A esta generación malvada y adúltera se le dará la señal de Jonás el profeta». Pero aquí —compárese este texto con el paralelo de Lc 11, 29.30— se da la interpretación de esta profecía enigmática de Jesús, y se pone dicha interpretación en los labios del Maestro: «Así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el vientre de la tierra». Interpretación que falta en Lucas y que supone en Mateo el desarrollo pospascual de aquella oscura profecía. La verdadera profecía es oscura y sólo se puede entender plenamente a la luz de su cumplimiento. Aquí se trata de una verdadera profecía de Jesucristo; pero su inteligencia por los apóstoles se obtuvo después de la resurrec- ción del Señor. No importa que Mateo ponga la interpretación

ya en los labios de Jesús. Es verdad que esto puede no agradar- nos a nosotros, pero hay que tener en cuenta el modo de redactar de Mateo y la luz de la resurrección, el papel del Espíritu santo y su acción en la transmisión de las palabras de Jesús.

       Varias veces se ha subrayado el papel del Espíritu en la transmisión del evangelio. Jesús había dicho: «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre y que yo os enviaré de junto al Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26), «El recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (16, 14). Cuando venga el Espíritu, Jesús seguirá hablando a través de él, y ya no hablará en parábolas, sino del Padre con toda claridad (16, 25). ¿Cuándo sucederá? Se habla del futuro. Estamos en la última cena, en el momento final de la vida terrena de Jesús, próximo a su muerte, y sin tiempo para revelarles nada. Este futuro tampoco alude a la vida del cielo, cuando tendremos la , posesión de todo y no necesitaremos de revelación alguna. Estas \j palabras se refieren a todo el tiempo después de pentecostés, al JI tiempo de la Iglesia, cuando el Espíritu guíe a los cristianos a! la verdad completa (16, 13) para que conozcan lo que realment& aconteció. Será el mismo Jesús quien después de la resurrección y venida del Espíritu santo continuará revelando al Padre.

       El Espíritu santo es la luz que nos ayuda a leer e interpretar de manera siempre nueva y profunda la palabra de Dios. Lo afirma san Ireneo cuando escribe que «la verdad revelada es como un licor precioso contenido en un vaso valioso; por obra del Espíritu santo se rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también

el vaso que lo contiene»3.

       La doctrina del cuarto evangelio acerca del Espíritu para renovar a la Iglesia a través de la Escritura, coincide con la de sa& Pablo cuando afirma que «Cristo Jesús es el misterio que ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). Sólo «en el Espíritu santo se puede proclamar que Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3).

El Espíritu nos hace criaturas nuevas

       El profeta Isaías, al anunciar la venida del Mesías, dice que el Espíritu del Señor reposará sobre él, «espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yahvé» (11, 2). El texto hebreo no menciona el don de piedad, pero sí los LXX y la Vulgata.

       Nosotros, por haber sido incorporados a Cristo en el bautismo, participamos de esos mismos dones.

       En la tradición rabínica se suele atribuir a Salomón el don de sabiduría y de entendimiento. El de consejo y fortaleza a David; y el don de ciencia y de temor a Abrahán, Isaac y Jacob.

       El Espíritu es un don que no se pude adquirir con nuestras propias fuerzas. Será Yahvé quien lo enviará sobre toda la tierra. El Señor limpiará de toda culpa cuando lave las manchas y el resto de Jerusalén será llamado santo (Is 4, 2-6). Traerá fecundidad paradisiaca y paz ubérrima. «Entonces el desierto se convertirá en vergel y el vergel se hará bosque» (Is 32, 5). «Yo derramaré agua en el suelo sediento, arroyos en lo seco; derramaré mi Espíritu sobre tu posteridad, mi bendición en tu descendencia» (Is 44, 3). Borrará el pecado y la ocasión de pecar. «Sobre

la casa de David y los habitantes de Jerusalén derramaré un espíritu de gracia y de oración» (Zac 12, 10).

       Cuando Yahvé envíe su espíritu se realizará la alianza nueva: «Pondrá su ley en ellos y la escribirá en su corazón y él será su Dios y ellos serán su pueblo» (Jer 31, 31.33), y en el profeta Ezequiel añade: «Os claré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu» (36, 26.27).

       El mismo Dios «manifestará en ellos su santidad a los ojos de las naciones» (Ez 28, 25).

       En Jl 3, 1-5 se anuncia que vendrán discípulos nuevos, que por una particular efusión del Espíritu, llevarán la ley escrita en el corazón. (San Pedro toma este texto en Hech 3, 17-21).

             En la plenitud de la revelación ya se han realizado estos efectos maravillosos que el Espíritu santo produce en los cristianos como afirma el discípulo amado, el que reposó sobre el pecho del Señor: «Todo el que permanece en él no peca. Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él y no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3, 6.9).

       Jesucristo le dice a Nicodemo: «No te maravilles de que te he dicho: es preciso nacer de arriba. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3, 7.8). Quizá estas palabras son una de las definiciones más profundas y acabadas de lo que puede entrañar para el hombre su aventura espiritual, su caminar hacia Dios, hacia el cielo. Hay aquí todo un proyecto de vida para el ser humano.

       La acción del Espíritu parte del interior, pero ahora ya la conocéis porque permanece y está en vosotros (Jn 14, 17). Hemos visto que en el antiguo testamento se revela como una fuerza divina que transforma a las personas para hacerlas capaces de realizar obras prodigiosas. No sólo les da fuerzas, sino que las dota de una nueva personalidad. Es como el comienzo de los cielos nuevos y la tierra nueva, profetizada en Is 65, 17-25). Esto se realiza cuando el Espíritu de Yahvé dinamiza a Besalel confiriéndole habilidad, pericia y experiencia para ejecutar toda clase de trabajos haciendo la morada y el santuario (Ex 35, 31), a Gedeón para liberar a su pueblo de los madianitas (Jue 6, 14), a Saúl para profetizar y cambiarlo en otro hombre (1 Sam 10, 6), a Jeremías dándole fuerzas y energías sobre las gentes y los reinos (Jer 1, 10).

       En el nuevo testamento, los mismos apóstoles, apocados, tímidos y tristes (Emaús), después de pentecostés se muestran valientes y radiantes dando testimonio.

       También a nosotros, perplejos, cobardes, tristes, nos cambia en valientes, ardorosos y radiantes.

       Esta fuerza nueva del Espíritu pertenece al tiempo de la Iglesia. El es el dispensador de esa fuerza y se hace presente en su dádiva. Lo que Jesús fue para sus discípulos inmediatos, eso es el Espíritu santo ahora para los cristianos en la Iglesia.

San Pablo hace una extensa explicación de los dones del Espíritu y de su empleo en provecho de la Iglesia (1 Cor 12—14). Por ellos, la primitiva comunidad cristiana ejercía una fuerza de atracción, producía un tal hechizo sobre los de fuera, que en ello veían la prueba eminente de la divinidad de la Iglesia. Lo que Jesús fue para los discípulos que le seguían por los caminos de Palestina, es el Espíritu santo ahora para los cristianos.

San Lucas, evangelista del Espíritu Santo

       Pero quiero insistir, por creerlo provechoso, que ha sido san Lucas, quien a la vez que ha subrayado que Jesús es el centro del tiempo, ha puesto de manifiesto el papel del Espíritu santo tanto con referencia a Jesucristo, como a sus apóstoles, y por eso ha merecido este tercer evangelio ser llamado el evangelio del Espíritu santo. Mateo y Marcos nombran muy pocas veces al Espíritu santo y, sólo con relación a Jesús para manifestar que está en él. Ya en el evangelio de la infancia, el Espíritu santo entra y actúa en los personajes principales. Así Juan el Bautista «será lleno del Espíritu santo ya desde el seno de su madre» (1, 15).

       El espíritu profético lo llenará desde el principio como a Jeremías. La concepción virginal de Cristo es obra del Espíritu santo que desciende sobre la Virgen (1, 35). También a Isabel la llena el Espíritu santo y por eso levanta su voz y alaba a María (1, 41). Igualmente, Zacarías es lleno del Espíritu santo para profetizar (1, 67). Y del mismo Bautista se dice que crecía y se fortalecía en el Espíritu (1, 80). El anciano Simeón posee el Espíritu santo que mora sobre él (2, 25), quien le había revelado que vería al ungido del Señor (2, 26), y después lo conduce al templo para que se realizase esta revelación (2, 27).

       Lucas ha subrayado la actividad del Espíritu santo en la vida de Jesús. El mismo bautismo de Cristo será distinto del de Juan. Cristo bautizará en el Espíritu santo (3, 16). De modo visible bajará el Espíritu santo sobre Jesús en su bautismo (3, 22). Desde entonces el Espíritu dirigirá toda la vida del Señor. Lleno de él y por él es conducido al desierto (4, 1.2), y «con la fuerza del Espíritu volvió a Galilea» (4, 14) para comenzar su ministerio. Es bueno advertir que en Mc 1, 12 Jesús es movido, empujado por el Espíritu hacia el desierto, mientras en Lc 4, 1.14 camina con el Espíritu. Tanto en la predicación como en sus milagros actuará en virtud de él. En la sinagoga de Nazaret dice que el Espíritu del Señor está sobre sí, al aplicarse la profecía de Isaías (61, 1-3). Hay que advertir toda la importancia de este tema en san Lucas, que coloca este episodio, no en la mitad de la vida pública como Mateo (13, 53-58) y Marcos (6, 1-6), sino al principio, para enseñarnos que ésta va a ser la norma. Todo permanecerá sometido en Jesús al influjo y eficacia del poder del Espíritu santo. Poder y virtud que seguirán actuando en Cristo cuando obre milagros (5, 17; 6, 19; 11, 20).

       Por último hay un texto muy significativo, por estar dentro de un contexto de gozo y de alegría, tema preferido de Lucas, y que nos introduce en un himno de alegría mesiánica, donde Jesús se estremece de gozo en el Espíritu santo (10, 21-24).

       - Mas el Espíritu santo no sólo actúa en Jesús, sino también en los discípulos, aspecto que casi por completo está ausente en los otros sinópticos. «El Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu santo a los que se lo pidieren» (11, 13). Y él os enseñará en aquel momento lo que conviene decir (12, 12). Cristo subirá al cielo a cumplir lo prometido en nombre de su Padre. Les va a enviar el Espíritu, la fuerza de lo alto, para ser instrumentos eficaces en la misión que se les ha confiado, misión de testigos hasta el extremo de la tierra (24, 49).

       Pero será en los Hechos (el llamado libro del Espíritu santo) donde san Lucas, al narrar el nacimiento y la expansión de la Iglesia primitiva, indica que todo es obra del Espíritu santo (2, 1-21). De él recibirán la fuerza para ser testigos «hasta el último confín de la tierra» (1, 8). El Espíritu dirigirá incluso materialmente, geográficamente podemos decir, a los apóstoles; les impedirá o les obligará a ir a un lugar o a otro (16, 6.7). Cuando se sientan llenos de su fuerza, hablarán no sólo con libertad, sino hasta con osadía (4, 31). En este libro se pone de relieve que en la vida de la Iglesia, ya desde el principio, el protagonismo corresponde al Espíritu.

       Jesús se retiró al desierto para recibir al Espíritu y hoy nos dice a los cristianos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu santo, qu vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en tod Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1, 8) De ese modo viene a nosotros el reino de Dios recibiendo 1 fuerza del Espíritu para dar testimonio del Señor.Hoy le pedimos al Espíritu que realice en nosotros lo que hizo a los profetas y a los apóstoles y que aunque nuestro peque ser proteste, que nos obligue a proclamar aquella palabra q venía de ellos, pero que no había nacido en ellos, sino que era palabra tuya.  El amor es el primer fruto del Espíritu (Gál 5, 22) y, si amor, de nada sirven las virtudes. Pues «el amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sidi dado» (Rom 5, 5).

       Estos días hemos de escuchar el mandato de Jesús de no apartamos de Jerusalén. Si aguardamos la promesa (Hech 1, 41) perseverando en la oración (Hech 1, 14) y dedicamos largas hora consagrando a esto nuestro tiempo, cargaremos las baterías para después expandir nuestra luz y así podremos ofrecerla a los hombres.

       El Espíritu es capaz de transformarnos a nosotros y al mundo. Hay que sentir la vivencia de que podemos transformar a los demás, si nos llenamos del Espíritu que actúa especialmente a través de hombres espirituales que son los que están llenos del Espíritu de Cristo de una manera viva y constatable.

       No hemos venido aquí para aprender una teología del Espíritu santo, sino para tener un encuentro con Jesucristo y adquirir una experiencia de su Espíritu. No estamos para profundizar en una teología del mismo, sino para gustar de la experiencia de poseerlo. Los hombres no buscan solamente que les enseñemos una teología de Dios sino que necesitan y buscan en nosotros a Dios. Sólo en el silencio —la voz de Dios es delicada y suave— oímos al Espíritu que nos habla con gemidos inefables (Rom 8, 26). Tengamos ansias, grandes deseos de encontrarnos con Dios, de oír los gemidos inefables de su Espíritu.    Oremos con el salmista: «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (Sal 104, 30) y acabemos esta meditación con esta impresionante plegaria litúrgica:

«Ven, Espíritu divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

 

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.Amén».

18ª.  LA EUCARISTÍA

“Porque recibí del Señor lo que os he trasmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío. Así mismo también la copa después de cenar diciendo: esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga”(1 Cor 11, 23-26).

       La última cena, en la que se instituye la eucaristía, significa, en la tradición sinóptica, la inauguración de la nueva alianza por Jesús.

       En los ejercicios espirituales, la eucaristía es una contempla ción fundamental y por eso como fruto de esta meditación hay que pedir al Espíritu santo que nos introduzca en el misterio del amor de Dios, en un nuevo estadio de la vida cristiana, en el amor a Jesucristo por sí mismo. Es, en la eucaristía, donde nos admite a una relación totalmente nueva con él: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos» (Jn 15, 15). Y, como la eucaristía es un sacrificio, es aquí donde mejor se puede comprender la frase del Señor: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

       El concilio Vaticano II enseña que la eucaristía es el sacramento de la divinización y cristificación del mundo: «El mismo Señor que nos revela que Dios es amor (1 Jn 4, 8.16), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento del amor, dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos, en la cena de la comunión fraterna y pregustacjt5n del banquete celestial».

       Vamos a dar pasos, siguiendo el progreso de la revelación, desde las bendiciones, sacrificios y holocaustos de la antigua alianza, para llegar a la plenitud, al culmen de todos ellos, realizados en la última cena, en la eucaristía.

       Para comenzar, nos vamos a servir de la luz que nos presta el texto del profeta Malaquías (1, 11). En contraposición de los sacrificios mezquinos ofrecidos en el templo de Jerusalén, el profeta anuncia «que en todo lugar, desde la salida del sol hasta el ocaso, se ofrecerá un nuevo sacrificio de incienso y una oblación pura».

       Son muy diversas las interpretaciones que se han dado a este versículo. Sólo me voy a fijar en la interpretación mesiánica, que ya se contiene en el primer catecismo cristiano, que glosando - Mal 1, 11 dice: «Este sacrificio, la eucaristía, es aquél del que habló Dios diciendo, que en todo lugar y tiempo se me ofrezca un sacrificio puro».

       Después del abandono del culto judío, la realización plena de este vaticinio, se encuentra en el sacrificio eucarístico y de adoración, «en espíritu y en verdad», como dice Jesús a la samaritana (Jn 4, 24). Así lo han interpretado los santos Padres, san Justino3, san Ireneo4, san Juan Crisóstomo5...

       Se confirma ser ésta la tradición de la Iglesia, en el uso que de este vaticinio hace el concilio de Trento6 y el concilio Vaticano II, quien enseña «que es propio del sacerdote el consumar la edificación del cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta», y cita la profecía de Mal 1, 11.

       Los sacrificios en el antiguo testamento

Reflexionemos acerca de las bendiciones y sacrificios del antiguo testamento, pues eso nos puede ayudar a comprender el clima religioso en el que crece Jesús.

Uno de los textos más antiguos y que aparece fuera del contexto cultual es la oración-bendición del siervo de Abrahán: «Se postró el hombre y adoró a Yahvé diciendo: bendito sea Yahvé, el Dios de mi señor Abrahán que no ha retirado su favor para mi señor» (Gén 24, 26.27).

       Otro texto todavía más clarificador es el que relata el encuentro de Abrahán con Melquisedec, rey de Salem. «Este le presentó pan y vino pues era sacerdote del Dios altísimo y le bendijo diciendo: Que el Dios altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abrán. Bendito sea el Dios altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos. Y Abrán diole el diezmo de todo» (Gén 14, 19.20). Aquí ya se insinúa el contexto cúltico por ser Melquisedec sacerdote, por la ofrenda del pan y del vino y porque Abrán le entrega el diezmo de todo.

       Y todavía cito un tercer texto en el que ya hay bendición, banquete y sacrificio: «Jetró dijo a Moisés: Bendito sea Yahvé que os ha librado de los egipcios y ha salvado al pueblo de su poder. Después Jetró, sacerdote, ofreció un holocausto y sacrificios a Dios, y Aarón y todos los ancianos de Israel fueron a comer con el suegro de Moisés en presencia de Dios» (Ex 18, 10.12).

       Verdaderamente que los sacrificios del antiguo testamento son una prefiguración de la eucaristía. La dimensión principal de la misa es el sacrificio y los ritos del sacrificio que aparecen, a través del antiguo testamento, acaban confluyendo en ella.

       Yahvé dice a Moisés que vaya al rey de Egipto y le diga: «Permite que vayamos camino de tres días al desierto para ofrecer sacrificios a Yahvé nuestro Dios» (Ex 3, 18).

       El sacrifico de un animal era el usual entre los pueblos nómadas. Se inmolaba un macho, carnero o cabrito. Parece que no se sacrificaban corderos. Lo de cordero pascual, que decimos nosotros, puede venir del texto de Jn 1, 29, que es una alusión a Is 53, 7. El animal se había de desangrar completamente con el uso de un cuchillo.

       La pascua se solía celebrar en familia, en el lugar en el que vivían, aunque ya en el Dt 16, 5.6 se impone la obligación de peregrinar a Jerusalén para celebrarla allí.

«La carne la comerán asada al fuego, no cruda ni cocida, y con ácimos, pan sin levadura y con hierbas amargas. Lo habéis de comer deprisa, ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, el bastón en vuestra mano» (Ex 12, 8-11). Todas estas prescripciones no se han observado siempre, pero los samaritanos todavía las cumplen en nuestros días. Los judíos, ya en tiempo de Jesús, la comían sentados, echados. Como los israelitas tuvieron que salir tan deprisa de Egipto, no pudieron preparar el pan fermentado, y por eso se prescribe comerlo sin levadura. Las hierbas amargas son las propias del desierto, con las que los beduinos condimentan sus comidas y aquí puede hacer alusión a la vida amarga que les proporcionaban los egipcios.

       La fiesta de pascua se celebraba durante la luna llena de primavera, en el mes de Nisán; es la noche de mayor claridad. Se llama pascua (Ex 12, 12) del hebreo pesah, pasar, saltar, y que se aplica a la salida de Egipto.

       Para el israelita las fiestas no son conmemorativas, sino efectivas; esta doctrina ya la hemos reflexionado en profundidad en el capitulo primero. El judío, cada mes de Nisán, actualiza la salida de Egipto, celebra su pascua, como si él mismo pasase de la esclavitud a la libertad: «El hombre de toda generación está obligado a considerarse como si él mismo hubiese salido de Egipto y llegase a una tierra que mana leche y miel. Por eso, todos están obligados a dar gracias a Yahvé por nuestros padres, y por nosotros, que nos ha liberado de la esclavitud y de la aflicción y nos ha llevado a la libertad y a la alegría»8.

       Lo esencial del sacrificio pascual es la inmolación del animal; se divide en tres partes, una dedicada a Yahvé, otra para el sacerdote y una tercera parte para el oferente.

       La sangre, donde está la vida, pertenece sólo a Dios; no la puede comer el hombre (Lev 3, 17; 19, 26). La sangre con la grasa se ofrece a Dios. El pecho y la pata derecha son para el sacerdote. El resto es para el que la ofrece, que la ha de comer con toda su familia en un banquete festivo.

       El banquete es una comida santa, como un comulgar con Dios (1 Cor 10, 18). Se habla de comer en presencia de Yahvé, pues el fiel come el don que ha sido consagrado a la divinidad. Yahvé es el anfitrión, no el comensal. Se trata de un sacrifico de alianza o de comunión.

       En el antiguo testamento existen también otras clases de sacrificios: el de holocausto en el que toda la víctima —excepto la sangre— es quemada. El holocausto es la ofrenda por excelencia, el sacrificio quemado, el perfume agradable a Yahvé. San Pablo a sus fieles más queridos —a los Filipenses— les dice que el subsidio, sacrificio, que ha recibido de ellos, «es un incienso perfumado, un sacrifico aceptable que agrada a Dios» (4, 18).

       Todo sacrificio, al suponer una renuncia por parte del hombre, afianza la comunión con Dios, si estaba rota o no era perfecta. El sacrificio espía el pecado y con el progreso de la revelación, en el pueblo de Israel, pasa a ocupar el primer lugar. El hombre, al ser consciente de que es pecador, de que no cumple la ley divina, siente la necesidad de una reparación y va aprendiendo que el perdón, como predican los profetas, se obtiene con un corazón contrito y humillado. Más tarde, en Is 53, 7, se describe al Siervo de Yahvé como el cordero que va a ser inmolado. De ese modo, se llega a la plenitud del nuevo testamento, a Jesús, el cordero inmolado que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). El sacrificio expiatorio tiene su culminación en Jesucristo y el sacrificio de la pascua judía llega a su plenitud en la cena pascual de Jesús, en su banquete eucarístico.

Relatos de la institucion de la eucaristía

       Dos: Mc 14, 22-25 y Mt 26, 26-29 de tradición de Jerusalén. Dos: 1 Cor 11, 23-26 y Le 22, 19.20, de tradición antioquena.

       En estos relatos no hay descripción de la cena pascual. Sólo quieren mencionar lo que en ella hubo de nuevo. Nada dicen sobre los platos de la cena. Describen un hecho histórico estilizado eliminando los detalles de aquella cena festiva judía, dejando sólo lo que actualizaba la celebración litúrgica de la eucaristía y ayudaba a los fieles cristianos a los que se dirigían sus escritos.

       Del análisis de los relatos, resulta que estos no han sido tomados al pie de la letra —calcados materialmente— por los evangelistas, pero representan un suceso, el más antiguo del evangelio, anterior a los evangelios mismos. Los relatos de la institución se originan en el culto de la comunidad. Nos describen la última cena de Jesús, no de manera historiográfica, sino haciendo una simplificación a la luz y en la perspectiva de lo que tiene valor para la celebración litúrgica de la comunidad.

        El término alianza —berit, en hebreo; diaze que, en griego— laparece en los cuatro relatos en la consagración del vino. Marcos jy Mateo hablan de la sangre de la alianza, unida al pacto del Sinaí: «Esta es la sangre de la alianza que hace con vosotros Yahvé» (Ex 24, 8).

       El texto más antiguo es el de la primera Carta a los corintios, en el que Pablo hace una reflexión teológica añadiendo nueva a alianza que reclama el texto cumbre del profetismo (Jer 31, 31), y donde aparece una tendencia apologética al hablar de beber la sangre. El vocabulario no es paulino. Es casi idéntico al de Lucas. Afirma que lo ha recibido del Señor y lo escribe el año cincuenta y seis. Lo predicó el cuarenta y nueve y lo recibió antes en Antioquía hacia el año cuarenta y cinco. Llega hasta el Señor, hasta el primer decenio de la cena pascual.

       La identidad de las palabras de Jesús en la consagración del pan es perfecta. La diferencia en lo del vino es aparente: «Este (cáliz) es la (nueva) alianza en mi sangre» (1 Cor y Lc). «Este (cáliz) es mi sangre de la alianza» (Mc y Mt).

       Los verbos que utiliza san Pablo recibir y transmitir son términos correlativos a tradición. Nos quiere decir que el origen de lo que nos transmite se remonta al Señor.

En Mc 14, 24 y en Mt 26, 28 Jesús habla de la sangre derramada por muchos; pero muchos es la fórmula semita para decir todos. Esta expresión se une con la de Is 53, 12. En estos dos textos —leer especialmente Is 49, 6; 52, 14— muchos equivale a todos: Se subraya que el Siervo de Yahvé, que Jesucristo, «es la luz de todas las gentes, para que su salvación alcance hasta los confines de la tierra». El Señor, al hablar de su sangre derramada por todos, identifica su muerte expiatoria con la del Siervo de Yahvé que realizará «la alianza con todo el pueblo» (Is 42, 6; 49, 8).

       En Lc 22, 20, al decir «derramada por vosotros», pasa del estilo indirecto al directo y los muchos, los todos, son en aquel momento la comunidad que está presente en la eucaristía. Esa tendencia lucana se manifiesta de moso especial en las bienaventuranzas que las proclama en segunda persona del plural.

       También respecto del cáliz, mientras en Marcos dice «bebieron todos de él» (14, 23), en Mateo leemos: «Bebed todos de él» (26, 27).

       San Pablo comienza el relato: «la noche en que iba a ser entregado», que recoge el canon romano de la eucaristía. Es dar importancia a las circunstancias y al momento exacto de la institución.

       La cena del Señor (1 Cor 11, 20) o la fracción del pan (1 Cor 10, 16; Hech 20, 7) no era simplemente una fiesta conmemorativa de la muerte del Señor (1 Cor 11, 26), sino una real comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo (1 Cor 10, 16). Es una actualización del sacrificio y de la redención de Jesucristo, cuyo fruto comunica a los que en ella participan.

       El texto de san Marcos que se ha calificado de arameizante, y que precede a las palabras de Jesús, tiene una solemnidad peculiar, propia de una función cúltica. Utiliza cinco verbos seguidos: «Tomó, bendijo, partió, dio y dijo» (14, 22).

       Las palabras cuerpo y sangre deben entenderse en el sentido de la antropología semita, para la cual el hombre no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo; y paralelamente se puede hablar de »a sangre; ella es la sede de la vida (Dt 12, 23; Lev 17, 11.14) y es también la persona viviente.

       La expresión «esto es mi cuerpo», que traen en las cuatro instituciones de la eucaristía, el término cuerpo (soma en griego, guph en arameo, la lengua empleada por Jesús) no significa la parte material del hombre, sino el hombre completo, «yo mis- mo». «Esto soy yo mismo», advirtiendo que en la consagración del cáliz en san Lucas (22, 20) falta el verbo copulativo ser —estin— (en cambio se encuentra en Pablo y en los otros evangelistt y de hecho ni en arameo ni en hebreo hay cópula verbal, no se usa el verbo ser. La frase es puramente nominal y tiene más \\ fuerza en estilo semita: «Esto, yo mismo». Las palabras que nos transmiten son como un guión condensado de lo que había que hacer en la celebración de la eucaristía según la voluntad de Jesucristo.

       El mandato del Señor: «Haced esto en memoria de mí» solamente lo trae san Pablo, en la consagración del pan y del vino

(1 Cor 11, 24.25) y san Lucas en el pan (22, 19). Puede tratarse de una rúbrica para que sea cumplida, no pronunciada. Luego, en época posterior, parece que hubo necesidad de recordar este mandato del Señor y nosotros lo proclamamos en nuestras celebraciones.

       «En memoria de mí» es fórmula utilizada en el antiguo testamento, que tiene siempre por sujeto a Yahvé, a fin de que se acuerde (Edo 45, 9.11.16), y con el fin que intervenga en favor de su pueblo, según prometió desde antiguo y juró a nuestro padre Abrahán (Lc 1, 70-75).

       Los sinópticos describen la cena de la institución eucarística como la cena pascual. Según ellos Jesús instituye la eucaristía en la celebración de la cena pascual judía, la noche entre el 14 y el 15 de Nisán.

       Según el evangelio de san Juan, Cristo es crucificado la tarde inmediata anterior a esa noche (18, 28), pues los judíos no entraron en el pretorio de Pilato para no contaminarse —penetrar en la casa de un gentil constituía una impureza legal— y poder comer la pascua. El día de la preparación de la pascua, Pilato entregó a Jesús para que lo crucificaran (19, 14).

       Se han dado muchas soluciones para conciliar los datos contradictorios que dan los evangelistas. Puede ser que Jesús anticipase un día la cena pascual, como consta que hacían otros grupos de judíos. Pero los evangelistas nos han transmitido la cena pascual, descrita a la luz de la primitiva celebración de la pascua cristiana. Es la eucaristía la que ocupa el lugar del cordero pascual, que ni se nombra; ella ocupa el lugar central. El cuarto evangelio con otro orden cronológico trae la misma doctrina y confirma el mensaje teológico de los otros evangelistas.

       Juan describe que a la hora de sexta (doce del mediodía) se condena a muerte a Jesús, que carga con su cruz hasta el Calvario (19, 14-17). Mateo dice que muere a la hora de nona (tres de la tarde: 27, 45-50), y así coincide implícitamente con Juan (19, 17.18). Por la Misná sabemos que los corderos eran inmolados a las tres de la tarde. De ese modo el cuarto evangelio demuestra que Jesús es el verdadero cordero pascual inmolado por todos. Más todavía, Juan afirma que los soldados no quebraron las piernas de Jesús porque ya había muerto y lo cita como cumplimiento de la Escritura (19, 36), referido al mandato de Exodo 12, 46 respecto al cordero pascual al que no había que quebrar ningún hueso. Con estas palabras el evangelista san Juan enseña que Jesús es el verdadero cordero sacrificado para la redención de muchos, es decir, de todos. Y nosotros, gracias a esta enseñanza, penetramos en el misterio del valor del sacrificio incruento de la última cena y de su unión con el sacrificio cruento de la cruz.

Teología de la eucaristía en el cuarto evangelio

       Ahora nos vamos a introducir en el evangelio de san Juan, que es el evangelio de un contenido litúrgico más profundo y que todo él apunta a la liturgia eucarística.

Es verdad que no tiene narración de la cena pascual y nada dice de la institución de la eucaristía; pero el largo discurso de despedida (cap. 13-17) está colocado dentro de una cena en vísperas de la pascua. Como sería demasiado extenso el espigar, a través de todo su escrito, momentos en que trata de la eucaristía, me voy a fijar solamente en el capítulo sexto.

       San Juan al escribir no soma cuerpo, sino sarx carne, refleja más de cerca la expresión primigenia, traduce más exactamente el término arameo expresado por Jesús. Dice: «El pan que yo le voy a dar es mi carne para la vida del mundo» (6, 51). El pan se ha identificado con la persona de Jesús (6, 4 1.48). Los Padres más antiguos de la Iglesia al hablar de la eucaristía usan la expresión «carne» y no cuerpo; así san Ignacio de Antioquía en numerosas referencias a la eucaristía9. En la ciudad de Antioquía se pudo conservar la tradición aramea de las palabras de Jesús. También san Justino utiliza la misma terminología10.

       La vida depende de la carne y de la sangre. La palabra carne sugiere la relación entre la eucaristía y la encarnación. Fue la Palabra la que se hizo carne (Jn 1, 14). Y la palabra sangre subraya que la eucaristía es un acto sacrificial y alude a la pasión- muerte en la cruz. Con la expresión «para la vida del mundo» se enseña una absoluta universalidad, la vida es para todos. Es la carne de Jesús lo que se da «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Esta afirmación me permite hacer una digresión para saldar la deuda que el cristianismo tiene pendiente con la carne. La doctrina de Platón y el maniqueísmo hizo que se considerase a la carne como uno de los tres enemigos del alma. Eso afirmaban también nuestros catecismos. Sin embargo, el relato del Génesis presenta a Dios moldeando el barro, la carne, el cuerpo del primer hombre y cuando acaba su obra con la creación de la pareja humana, afirma que «todo era muy bueno».

       La carne, el cuerpo, son parte esencial de nuestro ser, y no se puede decir que son enemigos del hombre, son regalos del creador, un don de Dios. El enemigo es la carne y el espíritu cuando están marcados por la ley del pecado; el enemigo es «el hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias» (Ef 4, 22). Nuestra fe afirma que la palabra de Dios se hizo carne (Jn 1, 14), y Tertuliano escribía que «la carne es el gozne por donde nos viene la salvación».

       Tenemos motivos para amar nuestra «carne, nuestro cuerpo que es miembro de Cristo, templo del Espíritu» (1 Cor 6, 15.19) y regalo de Dios que un día resucitará. «Creo en la resurrección de la carne», proclama la nueva forma litúrgica de nuestro credo. A esta motivación cristológica y pneumatológica sigue otra motivación escatológica: amar nuestra carne por su destino eterno pues resucitará el último día. La pureza cristiana no se fundamenta en el desprecio del cuerpo sino en la gran estima de la dignidad. El evangelio no predica la huida de la carne sino su salvación. El cuerpo, la carne unida al alma, le acompañará en todo lo que le suceda en el futuro. El cristiano es el que más motivos tiene para conservar la carne limpia, inmaculada. Por eso, san Pablo acaba escribiendo: «Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (y. 20).

       Algunos opinan que en los versículos 53-58 tenemos una homilía sobre la eucaristía, y de ese modo podemos saber cómo los primeros cristianos proclamaban la muerte de Jesús en la celebración litúrgica de la eucaristía. En el 6, 51, san Juan que no recoge las palabras del Señor sobre el pan y el cáliz, nos ha conservado la fórmula de la institución.

       Al concluir esta meditación me voy a referir solamente a los tres efectos que la comunión produce en el cristiano, pues aunque san Juan no relata la institución de la eucaristía, nos da sobre ella la teología más profunda (Jn 6, 56-58): V. 56: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él».

       Al principio del cuarto evangelio se presenta a Jesús como el cordero que quita el pecado del mundo (1, 29); es el que da su carne en comida y para la vida del mundo (6, 51). La palabra carne que parece ser la que usó Jesús sobre el pan de la eucaristía, puede utilizarla el evangelista para combatir el docetismo del final de siglo: la espiritualización indebida de la humanidad del Señor. El que comulga mora en Cristo y Jesús en él: es el primer efecto de la comunión. El verbo menein —morar, habitar, permanecer, estar con— nos introduce en la teología de la inmanencia, propia de este evangelio. Este permanecer uno en otro, une al Padre, al Hijo y al cristiano. Lo mismo que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 14, 10.11), Jesucristo está en el cristiano, los fieles en el Padre y en el Hijo (Jn 17, 2 1.23).

       La inhabitación del Padre y del Hijo, no es algo estático, sino dinámico, y a través del Hijo va al cristiano. Este morar con el Padre y el Hijo es como el constitutivo esencial de toda la vida cristiana. Esta adhesión a Jesús, esta comunión íntima con él, cambia al cristiano, le hace vivir identificándolo con el Señor. Es lo mismo que se afirma en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15, 4.5). Es necesario adherirse a Jesucristo para dar fruto. El sarmiento, separado de la vid, no tiene vida propia, no puede dar fruto, necesita de la savia de la vid, del Espíritu que comunica Jesús. Hay que comer su carne y beber su sangre, asimilarse a su vida y muerte. De ese modo queda unido con el Señor, mora en él, participa de su misma vida. Por la eucaristía entramos en contacto con la misma persona de Jesucristo, «que se vierte en nosotros y con nosotros se funde, cambiándonos y transformándonos en él, como una gota de agua en un infinito océano de ungüento perfumado. Tales son los efectos que puede producir este ungüento en aquellos que lo encuentran: no los perfuma simplemente, no los hace sólo respirar este perfume, sino que transforma su propia sustancia en el perfume de este ungüento y llegamos a ser el buen olor de Cristo»’1.

       El papa Juan Pablo II ha escrito que «es en la celebración de los sacramentos, pero sobre todo en la eucaristía, culmen y fuente de la vida de la Iglesia y de toda la evangelización, donde se realiza nuestro encuentro salvífico con Cristo, al que nos unimos místicamente formando su Iglesia»’2.

V. 57: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y Este es el segundo efecto de la comunión: Jesús vive en nosotros: yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí».

       Se llama sacrificio a la oblación de una cosa sensible, por su destrucción total o equivalente, hecha a Dios por un legítimo ministro para manifestar el supremo dominio que tiene sobre nosotros. «El que come mi carne, vivirá por mí», dice el Señor, es decir, dejará de vivir su vida, se realizará en él una especie de destrucción para que sólo Jesucristo viva ya en nosotros. Del mismo modo que al comer, el alimento que tomamos deja de existir, al ser asimilado por el hombre, así también el que comul- ga es asimilado por Jesús que es el superior. Nos asimila de tal modo que nuestra vida queda transformada en la suya. Ya no somos nosotros los que caminamos, pensamos, amamos..., es él quien realiza todo a través de nosotros. ¿Quiere esto decir que nosotros hemos de volver a hacer lo que él hizo, reproducir materialmente sus acciones y poner nuestros pies en sus pisadas nosotros hemos de

siguiendo sus huellas? ¿va a consistir sólo en reproducir el rostro de Cristo, como el espejo refleja los objetos? No, para que se realice esta transformación, para que él viva en nosotros hay que hacer lo que él habría hecho si se hubiera encontrado en mi lugar, y fuera como yo soy; es ponerme tan cerca de su acción, permanecer tan dócil a su Espíritu, que pueda por mí y en mí completar su obra e irradiarla a través de toda la vida.

       No se trata de una imitación haciendo lo que a nosotros nos parece que haría Jesús, sino de dejarle hacer lo que él quiere realizar ahora en nosotros a través de su Espíritu. Esto sucede porque al estar penetrados de su Espíritu, de su estilo y de su palabra, actuamos y reaccionamos como el Señor; es conseguir una identificación con Cristo, un perderse en él, de tal modo que ya sólo exista uno, él (Gál 3, 28).

       Produce escalofríos meditar en este efecto de la eucaristía. Desde ahora, a través de nosotros, los demás verán los rasgos, la bondad, la delicadeza del Señor. Nuestra vida será una transparencia de la suya Seremos su perfume su carta y su espejo (2 Cor 2, 15; 3, 3.18).

       Cristo recibe la vida del Padre y esa vida la comunica a sus jeles. Entre el que comulga y Jesucristo existe una relación vital parecida a la que se da entre el Hijo y el Padre.

       En el sacrificio se da un despojo total, una oblación como la de Jesús al Padre. Todo lo que nosotros poseemos, también nuestro propio ser, lo hemos recibido de Dios, es un don divino. Po demos despojarnos, hacer oblación de muchas cosas, pero no de nuestra vida. No podemos aniquilarnos haciendo a Dios la oblación de nuestro ser. Nos debemos desprender de nuestras posesiones, pero no podemos hacer la ofrenda de nuestra vida. Sin embargo la ofrendamos al comulgar, ya que entonces es Cristo quien va a vivir en nosotros, en nuestro lugar. Es Dios el que acepta nuestra oblación, nos consagra, nos sacrifica, nos eleva a otra esfera superior, nos da su vida divina, y desaparecemos nosotros.

       En este versículo, la expresión de Jesús afirmando que nos y realista que el texto de la segunda carta de san Pedro (1, 4), otorga una participación en su misma vida, es mucho más fuerte donde también se habla de participar de la naturaleza divina.

       San Alberto Magno al comentar «el que me come vivirá por mí» escribe: «Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento... Es como si dijera: tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para que incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo».

       V. 58: «Este es el pan bajado del cielo..., el que coma este para, vivirá para siempre».

       Este es el tercer efecto de la eucaristía, de la comunión. En una oración muy antigua, la Iglesia proclama que «en este sagrado banquete se nos da ¡aprenda de la futura gloria». La eucaristía es el signo más manifiesto, la prenda más segura de que resucitaremos. San Ignacio de Antioquía ha escrito que «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre»’4. Mientras se desmorona nuestra habitación terrena, vamos construyendo una habitación celestial (2 Cor 5, 1.2), «porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»15.

       La comunión va dejando en nuestro cuerpo semillas, gérmenes de inmortalidad. Resucitaremos. Lo ha proclamado el Maestro de modo solemne en Betania, en su diálogo con Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25).

       Con estas palabras de Jesús se encendió para todos la luz de la esperanza. Hay que acogerlas con fe, creerlas de verdad, pues ellas descifran e iluminan definitivamente el sentido de la vida del hombre y de la historia. Se ha dicho que aunque se hubieran perdido las enseñanzas del Maestro y aunque hubiera desaparecido el recuerdo de la vida de Jesús y se hubieran conservado, en un trocito de pergamino del tamaño de un sello de correos, las palabras de Jesucristo a Marta, con estas solas palabras nos podríamos sentir inmensamente bienaventurados. Estas palabras, no sólo son infinitamente luminosas y bellas, sino que son también verdaderas, como lo confirmó resucitando a Lázaro a renglón seguido. La resurrección de su amigo no sólo fue una prueba de su poder y de su amor misericordioso hacia sus hermanos, sino una confirmación solemne de las palabras que acababa de pronunciar. Sí, resucitaremos.

       En el cuarto evangelio se afirma que esta resurrección ya se está realizando en el tiempo presente. «Ya ha llegado la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído, vivirán» (5, 25). Y san Juan escribe que «nosotros sabemos que ya hemos pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3, 14). Esta certeza no suprime la espera de la resurrección final, pero ya desde ahora, por la resurrección de Cristo, nuestra vida se ha transformado.

       Igualmente para san Pablo la vida nueva del cristiano es ya la vida del resucitado. Por eso se le impone una fe de resucitado, una vida de criatura nueva: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1.2).

       Como «ya somos ciudadanos del cielo, esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este cuerpo de miseria en cuerpo de gloria» (Flp 3, 20.21), pues poseemos las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), y ya se nos ha dado en arras el Espíritu (2 Cor 5, 5). Es verdad que ahora «nuestra vida está todavía oculta con Cristo en Dios, pero al final llegará a ser manifiesta y gloriosa, cuando aparezca Cristo y nosotros aparezcamos también gloriosos con él» (Col 3, 3.4).

       Después de haber meditado acerca de los maravillosos frutos de la eucaristía, nos preguntamos: ¿Cómo se puede explicar que las personas que comulgamos con frecuencia sigamos teniendo las mismas faltas e idénticos defectos, sin dar pasos definitivos en la identificación con Jesucristo? Elías, con la fuerza de aquel alimento con que le reconfortó el ángel, caminó hasta llegar al monte de Dios (1 Re 19, 8). ¿Por qué nosotros no somos capaces de llegar a la santidad después de alimentarnos con el cuerpo y la sangre del Señor? Al comer su carne y beber su sangre, hemos de cambiar nuestra mente y nuestro corazón (Mc 1, 15) y adquirir sus mismos sentimientos (Flp 2, 5).

19ª. MEDITACIÓN: LA CRUZ

“Si alguno quiere venir detrás de m niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”(Lc 9, 23).

“¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado por el mundo”(Gál 6, 14).

       Dios no se complace en el sufrimiento de nadie. Esta verdad se repite ya con toda claridad desde los libros sapienciales del antiguo testamento. Este es el sentido profundo del relato de la creación del hombre. Dios lo colocó en el paraíso, bajo su protección, al resguardo del dolor y de la muerte. Pero fue el pecado el que rompió esta alianza y trajo el dolor y la muerte sobre la humanidad y sobre la tierra.

       Lo especial del cristianismo es que Dios mismo ha asumido el dolor humano en su Hijo convirtiéndolo en instrumento de salvación.

Por eso el cristianismo tiene una profunda sensación de triunfo. La cruz siempre acaba en resurrección, aunque muchas veces querríamos llegar a la resurrección sin pasar por la cruz. Pero desde que Jesús murió en ella, el camino de la cruz es también el de sus seguidores.

       La cruz y el amor. La cruz es un misterio, a la vez que un hecho histórico. Es la mayor prueba de amor de Dios a los hombres. Y como dice san Agustín: «No hay ninguna invitación más grande al amor, que prevenir amando»l.

       Lo más importante en lo referente al amor de Dios no es que el hombre ame a Dios, sino que Dios ama al hombre y además el amor de Dios es lo primero (1 Jn 4, 10.19).

       Jesucristo habló de la cruz de mil maneras. Quizá la más preciosa es la del grano de trigo que se echa en la tierra para que desaparezca y dé mucho fruto (Jn 12, 24).

       Es fácil comprender la reacción de uno que no entiende de agricultura, ante el despilfarro de arrojar los granos de trigo a la tierra. Pero el sembrador le responderá: gracias a esta siembra, habrá después espigas doradas, harina en la artesa y abundancia de pan en la mesa. A través de este símil que usó Jesús podemos ya vislumbrar el misterio de la cruz.

       Las cruces nos purifican, nos podan, nos hacen sufrir, nos hermosean, nos transforman. Pero es la cruz de Jesucristo la que nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldito (Gál 3, 13); en Dt 21, 23 se llama maldito al que muere en la cruz.

       La expresión: «Me amó y se entregó en la cruz por mí» (Gál 2, 20), son palabras que cambian toda maldición en bendición y que atravesaron el corazón de Pablo. Desde entonces somos los discípulos del Crucificado y por esto «predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23.24). Esto hace de cada discípulo un crucificado para el mundo (Gál 6, 14).

La cruz no tiene valor en sí misma, sino por Jesucristo que muere en ella. Sin llevarla no se puede pertenecer al grupo de los seguidores de Jesús. La cruz, en muchos textos del nuevo testamento, designa una doctrina, un estilo de vida, un camino, como se le suele llamar en el libro de los Hechos. La cruz, antes instrumento de tortura, por el hecho de haber muerto Jesús en ella llegó a ser el ideal de santidad, ya que todo cristiano está llamado a reproducirla en su vida.

       La vida cristiana consiste en reproducir esa imagen de Cristo:

«A los que han sido llamados, a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Hemos de reproducir no sólo la imagen de Cristo glorioso, sino la del Siervo de Yahvé, del crucificado que predica san Pablo (1 Cor 1, 23).

       Como el seguidor de Jesús ha de entregar su vida en fidelidad al Padre —como hizo el Señor—, ha de seguirle también en el sufrimiento y en la cruz y «llevará en su cuerpo las señales de Jesús», las cicatrices de los malos tratos soportados por él (Gál 6, 17). «Llevamos siempre en nuestro cuerpo, por todas partes, los sufrimientos de muerte de Jesús» (2 Cor 4, 10).

       Esta ha sido la convicción de muchos santos, como san Juan de la Cruz quien escribe que, para entrar en esas riquezas de sabiduría, la puerta es la cruz que es angosta2, y santa Teresa con su gracejo afirma: «Creer que admite Dios a su amistad estrecha a gente regalada y sin trabajos, es disparate»3.

       Este ha sido el camino muchas veces marcado por Dios a sus elegidos: «Dios nos prueba como a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abrahán, cómo probó a Isaac y lo que sucedió a Jacob en Mesopotamia de Siria, cuando apacentaba los rebaños de su tío Labán. Pues como los probó a ellos para medir su corazón, así nos castiga a nosotros, sus siervos, no como venganza sino como amonestación» (Jdt 8, 25-27).

       Veamos brevemente algunos textos de los sinópticos y de san Pablo sobre la cruz. Jesús exige a los que quieren ser sus discípulos, que se nieguen a sí mismos, que tomen su cruz y le sigan. Estas exigencias que, en principio, se dirigían a un grupo de personas, fueron extendiéndose a círculos más amplios. Los autores del nuevo testamento no sólo las ampliaron dirigiéndolas a todos los cristianos, sino que también iluminaron el sentido de tales exigencias.

       La expresión: «el que no toma su cruz y sigue a Jesús, no puede ser su discípulo» se afirma cinco veces en los evangelios sinópticos (Mt 10, 38; 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23; 14, 27).

       En Mt 10, 38; 16, 24 las palabras de llevar la cruz se dirigen solamente a los discípulos que acompañan al Maestro. En Mc 8, 34 se dirigen a todo el pueblo.

       En Lc 14, 27 habla a la mucha gente que le seguía y en 9, 23 las amplía todavía más, dirigiéndolas a todos. Al aplicarlas a todos, y no sólo a los doce, cambia el sentido de estas exigencias. A los discípulos más inmediatos les pedía el seguimiento

hasta el martirio, si era necesario. Ahora, al aplicar este texto a todos los cristianos, y más todavía, al añadir que se refiere a la cruz de «cada día», ya no se trata del martirio sino de la cruz que la vida diaria aportará a los seguidores de Jesús. Con este añadido de san Lucas, la metáfora de «llevar la cruz» queda espiritualizada y ya no se refiere al martirio, a la muerte, sino a las penalidades de la vida cotidiana. Habla a los cristianos de todos los tiempos de las contrariedades que han de sobrellevar en la vida diaria.

       Para san Pablo la cruz incluye la adhesión a la voluntad de Dios, como el supremo valor sobre todas las cosas. «Se gloría en la cruz por la que el mundo está crucificado para él y él para el mundo» (Gál 6, 14). Habría que advertir que el verbo staurotaj está en perfecto, es decir, que se trata de un pasado pero cuyo efecto permanece en el presente: la oposición del apóstol hacia el mundo (mundo como lo opuesto a Dios) se ha realizado para siempre: «Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Gál 5, 24). Se trata de una deciSión voluntaria dando muerte al hombre viejo, comprometiéndose a llevar una vida nueva (Rom 6, 4).

       La sabiduría de la cruz es tema singularmente paulino (1 Cor 1, 17-31). Después del fracaso de Atenas, donde quiso imitar a filósofos y retóricos (Hech 17), se concretó a exponer sencillamente la predicación de la cruz y su fuerza salvadora. Y en el himno cristológico de Flp 2, 6-11 afirma que la muerte en la cruz, a la que Cristo se sometió, es la expresión de la obediencia plena a la voluntad del Padre.

       Jesucristo no dulcifica la cruz. Ha de obedecer la voluntad del Padre e ir a Jerusalén para morir crucificado (Mt 16, 21), pues es necesario que se cumpla lo que está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, acerca de él (Lc 24, 25- 27.44).

       San Pablo habla de los rasgos de Cristo crucificado que han sido pintados en el discípulo (Gál 3, 1), como ya en el antiguo testamento se manda a Ezequiel (9, 4-6) que pase por la ciudad de Jerusalén y marque con una cruz en la frente a los hombres... Y, a los otros, les dice a continuación que no hieran ni maten al que lleve la cruz en la frente.

       El misterio del dolor y de la cruz

       La cruz, el mal, el sufrimiento es un misterio difícil reasimilar. Tacamos aquí el problema tremendo que desde siempre ha venido acuciando al pensamiento humano como enigma indescifrable. Raisa Maritain, escribiendo sobre su vida y sus amigos, recuerda la siguiente experiencia: «A la edad de catorce años comencé a plantearme algunas preguntas acerca de Dios. Desde el momento que sabía hasta qué punto (al menos lo intuía) pueden ser infelices y malvados los hombres, me preguntaba si verdaderamente Dios existía. Recuerdo claramente que razonaba así: si Dios existe, es infinitamente bueno y omnipotente. Pero, si es bueno, ¿por qué permite el sufrimiento? Y si es omnipotente, ¿por qué tolera a los malvados? Por lo tanto Dios no es ni omnipotente, ni infinitamente bueno, o sea, no existe».

       De este modo piensan muchas de las personas de nuestro mundo actual. La realidad del sufrimiento no es fácil de relacionar con la afirmación de la existencia de Dios, y menos aún de un Dios-Amor, infinitamente bueno. No son pocos los hombres que no pueden relacionar ambas afirmaciones y viven desconcertados y angustiados.

       Dentro de esta perspectiva es significativa la postura del filósofo analítico B. Mitchell, para quien la existencia del dolor y del mal, falsifican de algún modo, ya que no conclusivamente, la afirmación de que Dios ama a los hombres5. Esta posición de un filósofo, que trataba de defender la religión, me parece muy representativa de la mentalidad del hombre moderno, que se enfrenta al misterio de Dios desde el misterio del dolor, con un planteamiento de alternativa ante la imposibilidad de conjugar los dos misterios.

       El escándalo de nuestra historia de sufrimientos, en sus justas dimensiones, aunque de una manera complicada pero realista, se lo planteaba ya el griego Epicuro: «O Dios quiere quitar el mal del mundo, mas no puede, o ciertamente puede, mas no quiere. O él no quiere y no puede evitarlo, o bien puede y quiere quitarlo. Si quiere, pero no puede, es impotente. Si puede, mas no quiere, no ama (la duda humana: si Dios es amor o si Dios existe, es el mismo problema). Si no quiere ni puede, entonces no es el Dios bueno y además es impotente. Si él quiere y puede (ésta es la sola posibilidad que se le debe como a Dios), entonces ¿de dónde viene el mal actual y por qué no lo quita?».

       Juan Pablo II afirma que «la cruz de Cristo sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre. Cristo crucificado es la prueba suprema de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre».

       Pablo VI decía: «La pasión de Cristo no es un sufrimiento en la serie infinita de sufrimientos de la humanidad. Jesús hace suyo el reino desolado del sufrimiento humano. Por la cruz polariza él todo dolor del hombre. Jesús se esconde en este rostro humano. La humanidad dolorosa se convierte en símbolo, en signo, en sacramento humano, que oculta la presencia mística, misteriosa de Jesús. Jesús está en todo el que sufre, lo sepa él o no lo sepa, y esto no sólo para compartir, sino para atribuir a estos sufrimientos la misma virtud de redención que su cruz tuvo para el mundo»’8.

Según estas palabras del papa el dolor del hombre, de todo hombre, lo sepa él o no lo sepa, es redentor, porque Dios ha querido sufrir con el hombre, haciendo suyo todo dolor humano. Parece que Dios sólo quiere salvar a todo hombre, por eso nadie, ni uno solo, se escapa del sufrimiento. El misterio del dolor del hombre es una faceta del amor de Dios, y por decirlo de alguna manera, el sufrimiento humano es la misteriosa coartada de Dios para que ninguno de sus hijos se pierda. Es difícil entender este misterio sin fe, pero se pueden encajar la gran misericordia y el poder de Dios, nuestra libertad y nuestro sufrimiento. Por eso pueden ir unidos el dolor y la grandeza del hombre.

Sólo en Jesucristo la cruz adquiere todo su sentido

       Los primeros cristianos estaban persuadidos de que profesando la fe en Jesucristo, como Hijo de Dios y viviendo esta fe, chocarían con la oposición y la resistencia del entorno judío y pagano. Sabían también que esta oposición podía degenerar en odio, maledicencia, injurias, persecución, exclusión. Estas persecuciones, y estas penas aceptadas, eran la garantía de la veracidad de su fe. De forma paradójica este sufrimiento, por causa de Jesucristo, constituía una fuente de dicha. Desde el comienzo habían comprendido que hacerse cristiano significaba entrar en una comunión de sufrimiento. Se comparaban a los profetas del antiguo testamento: ellos también fueron perseguidos y hasta ejecutados, a causa de la fidelidad a su misión divina. Sentían hasta físicamente la solidaridad profunda con la pasión y la muerte del Señor. Unidos a él, conservaban su confianza en Dios en medio de las tribulaciones, y esperaban el premio definitivo para el juicio final. Numerosos textos confirman esta convicción profunda de los primeros cristianos: Hech 5, 41; 1 Tes 1, 6; 2 Cor 4, 17; 8, 12; Sant 1, 12; 1 Pe 3, 14; Heb 10, 32-36.

       Para nosotros, los cristianos, no cabe hablar de contradicción; pero sigue siendo un misterio. Un misterio que, a la luz de Cristo paciente, se ve como señal clara de bendición; aunque permanezca impenetrable siempre su inconmensurable profundidad.

       Hoy el cristiano se ha convertido en signo de contradicción. Más que nunca es el hombre crucificado.Es la cruz de no ver claro. La cruz de no ser comprendidos en nuestras exigencias y aceptados en nuestras limitaciones. La cruz de no saber comprender plenamente a los demás. La cruz de luchar por la justicia.

       La cruz de no entender del todo el lenguaje de las generaciones nuevas. La cruz de la impotencia. La cruz de tener que despojarnos de un pensamiento que nos parecía infalible, desprendernos de actitudes que nos resultaban seguras, abandonar métodos que ya habíamos asimilado. La cruz de tener que estar siempre disponibles para escuchar, para aprender, para empezar de nuevo todos los días.

       Ante tan poderosa tarea, y que debe desarrollarse en un medio tan difícil, sabe Dios cuántas veces hemos experimentado los cristianos la realidad de las predicciones de Cristo: «En el mundo tendréis grandes tribulaciones»(Jn 16, 33)y la desazón que acosaba a san Pablo cuando escribía: «Tengo que hacerme débil con los débiles, para ganar a los débiles» (1 Cor 9, 22); «nosotros somos reputados como necios por amor de Cristo, pues para mí tengo que Dios, a nosotros, los evangelizadores, nos trata como a los últimos, como a condenados a muerte, haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (1 Cor 4, 9-10).

       Descubrir el valor purificador y santificador del dolor, es comprender que no hay don más maravilloso del amor de Dios que el poder llegar a la plena identificación con el Crucificado, hasta repetir con san Pablo: «Lejos de mí el gloriarme en otra cosa, que en la cruz de mi Señor Jesucristo» (Gál 6, 14). En esta identificación con el Crucificado se llega a la comprensión del dolor que redime y salva, y es entonces, cuando la cruz del cristiano llega a ser salvífica.

       La respuesta cristiana al problema del sufrimiento y de la cruz la encontramos en las palabras de san Pablo: «Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8, 18). La cruz ha sido convertida por Cristo en instrumento de purificación, en crecimiento en el amor, en camino del cielo.

       «Completo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

       La pasión de Cristo, su redención, es completa, pero queda siempre abierta nuestra participación en su valor salvífico. Uniendo nuestros sufrimientos a los de Jesucristo nos hacemos intercesores ante Dios en favor de la Iglesia. Por medio de nuestros sufrimientos podemos hacer presente en nuestra vida la fuerza redentora de su pasión y asumir este sufrimiento como precio de nuestra entrega al bien de los hermanos, identificados con Jesucristo sobre el que pesan las cruces de la humanidad. Al asumir el dolor en Cristo se puede llegar a ser verdaderamente bienaventurado en esta vida con una felicidad profunda y verdadera. El dolor es como el combustible del amor, la roca firme sobre la que se edifica la propia felicidad, hecha de paciencia, esperanza, como escribe san Pablo en esta especie de escalera en el sufrimiento: «Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia virtud probada; la virtud probada esperanza; la esperanza no falla porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo» (Rom 5, 3-5).

       Sólo en el cristianismo es donde la cruz encuentra todo su significado, no porque se acepte la cruz como un valor. Sería una desgracia que los cristianos emplearan la teología de la esperanza como una ayuda religiosa para evitar la experiencia de la cruz que se hace inevitable a todos los hombres. No hay teología de la esperanza que no lo sea, a la vez, teología de la cruz. No se puede dar una teología cristiana sin el recuerdo vivificador del sufrimiento de Jesucristo en la cruz.

       El significado del dolor y de la cruz adquiere valor sólo a causa de Jesús que asumió toda condición humana, el sufrimiento y la cruz. El seguimiento de Cristo es el que nos lleva a la abnegación y a la cruz, y de ese modo nos hace crecer en la vida según el Espíritu. Como estamos arraigados en el egoísmo y tenemos tendencia al pecado, la cruz cristiana es el camino que nos conduce a la conversión, dando muerte al hombre viejo (Rom 6, 6) y renunciando a nosotros mismos (Lc 14, 33). Aunque la dimensión más rica y eminente de la cruz en la espiritualidad cristiana está en el compromiso fiel con Cristo que experimentó la cruz, identificándonos con él.

Los cristianos, herederos del Crucificado

       Es un hecho la persecución que el pueblo de Dios sufrió por parte de los imperios circundantes. Y, dentro de Israel, los profetas, predilectos de Yahvé, vivieron siempre bajo el signo de la persecución. Un golpe de vista sobre la historia del pueblo de Dios muestra que los verdaderos testigos han sufrido siempre. Los falsos, no. Los que adulaban a los reyes y contemporizaban con sus desmanes, esos vivían bien. Pero los profetas, que predicaban la verdad, obtenían desprecios, oprobios, azotes, martirio, muerte... Eso es, dice el Señor a los escribas y fariseos, lo que hicieron vuestros padres con los profetas que os precedieron, es lo que haréis vosotros con los profetas, sabios y letrados que os enviaré: los azotaréis, los crucificaréis, los mataréis (Mt 23, 29-35).

       Los cristianos heredarán del judaísmo la convicción de que Israel había perseguido constantemente a los profetas. Lo confiesa Elías: «Los hijos de Israel han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela» (1 Re 19, 10). Y otro profeta pone en boca de Yahvé estas palabras: «Ha devorado vuestra espada a vuestros profetas, como el león cuando estraga» (Jer 2, 30). El libro segundo de las Crónicas relata la actuación de Dios por medio de sus mensajeros, enviándoles avisos, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Mas ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciando sus palabras, mofándose de sus profetas (36, 15-16).

       El continuo cruzarse de la persecución con la vida del justo, debería tener su explicación. A veces los profetas, movidos por Dios, parecen enfrentarse a él, como exigiéndole una aclaración del misterio.

       A medida que la luz de la revelación va intensificando su claridad, se destaca más el sentido de la persecución, y va esbozándose la bienaventuranza de la aflicción, del dolor, de la persecución de la cruz.

       El salmista invoca a Dios, que al fin castigará a los impíos y protegerá a los justos (Sal 94, 3-11.23): la prosperidad de los malos es sólo aparente.

De una manera ya perfecta, el libro de la Sabiduría —último libro escrito del antiguo testamento y, por tanto, con un progreso de revelación muy notable— coloca ante la vista la escena final: los impíos, al ver a los justos en la heredad de Dios, dirán: nos equivocamos. Nos hartamos de andar por las sendas de la impiedad... todo aquello pasó como una sombra... Los justos, en cambio, viven eternamente; en el Señor está su recompensa. Recibirán por eso de mano del Señor, la corona real del honor, y la diadema de la hermosura (5, 1-16).

       Con plena luz aparece todo esto en el nuevo testamento. La persecución, la cruz en general, es esencial a la vida cristiana. Cristo, a cuya imagen debemos conformarnos por voluntad del Padre, fue perseguido desde su cuna por Herodes, y toda su vida sería un caminar bajo la cruz hasta el monte Calvario. Es el gran perseguido, el divino crucificado. La cruz, hasta entonces, estigma de maldición, sería por designio divino, el instrumento necesario de la redención. Era preciso que el Mesías padeciese, y así entrase en su gloria, dirá a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). Padecimiento y gloria, persecución y dicha, son ya realidades siempre inseparables, desde que Cristo transfiguró en gloria el oprobio de la cruz.

       Ya no hay otro camino de bienaventuranza, sino el de la persecución. Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14, 6) quiso él mismo recorrerlo primero. Para ejemplaridad y como guía nos precedió acosado de persecuciones. Lo mismo nos predice a sus discípulos (Jn 15.18; 16, 2-4): «Si el mundo os aborrece, sabed que primero me aborreció a mí...».

       También los otros evangelistas abundan en el mismo sentido (Mt 10, 16.22; Lc 12, 11). Bien pronto comenzaron a cumplirse las profecías del Salvador: los apóstoles, los mártires, los cristianos de las primeras generaciones y de todos los tiempos, caminaron, caminan y caminarán bajo el signo de la persecución, como leemos en los Hechos de los apóstoles y en la historia de la Iglesia. Pero el cumplimiento del anuncio repetido por Jesús se realizará plenamente: la cruz de Cristo es fuente de alegría supraterrena y de divina fortaleza; alegría de san Esteban, viendo los cielos abiertos, mientras le apedreaban (Hech 7, 55-56); gozo de los apóstoles, al ser azotados por el nombre de Jesús (Hech 5, 40-41).

       Resplandece esta alegría en las actas de mártires. Su entusiasmo llega hasta el ardiente deseo de morir por Cristo. Esto es, sin duda, uno de los mayores milagros del cristianismo. Conmovedora es en extremo la petición de san Ignacio mártir, en que les ruega no interceder por él, condenado ya al martirio. «Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo». «Ojalá goce yo de las fieras que están para mí destinadas, y hago votos para que se muestren ansiosas conmigo! Yo mismo, las azuzaré para que me devoren rápidamente»19.

       Desde el principio se suceden los testimonios ininterrumpidos en las vidas de los mártires, de las vírgenes, de los ascetas y en las biografías de los santos de cualquier época y lugar (cómo no pensar en Francisco de Asís que le explica al hermano León qué es la perfecta alegría?), en las impetuosas revelaciones de los místicos, como escribe Teresa de Lisieux: «En algunos momentos mi corazón se ve acometido por la tempestad, le parece que no existe otra cosa a no ser las nubes que lo rodean; ése es el momento de la alegría perfecta»; «mucho he sufrido desde que estoy en la tierra, pero si en mi infancia he sufrido con tristeza, ahora no sufro así, sino en la alegría y en la paz, y soy realmente  feliz de sufrir».

       Alegraos al compartir los padecimientos de Cristo. Elegir el sufrimiento de Cristo significa elegirle a él, independientemente de cualquier ventaja; es crecer en el amor del que nos ha amado hasta el extremo (Jn 13, 1). Hemos de amarle, no por el beneficio que nos pueda reportar su amor: «no me tienes que dar porque te quiera, pues aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera». Al saberse amado por Jesucristo, se quiere compartir con él todo lo suyo, también naturalmente su cruz.

       También la literatura cristiana ha creado inolvidables personajes que encarnan el misterio de la alegría en el sufrimiento.

       Así, Mitia —en Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski— acepta un sufrimiento injusto: «Nosotros los condenados, encadenados en nuestro dolor resucitaremos a la alegría, sin la cual un hombre no puede vivir, ni Dios existir, porque él es quien otorga la alegría. Un condenado, no puede vivir sin Dios, menos aún que un hombre libre. Entonces nosotros, hombres del subsuelo, desde las vísceras de la tierra, haremos subir un trágico himno para el Dios de la alegría. ¡Que viva Dios y su divina alegría! Yo la amo».

       También Violaine —en La anunciación a María, de Paul Claudel—, creada para ser feliz y no para el mal, ni para el dolor, que se vuelve leprosa por inexpresable caridad, confiesa: «Sin embargo, yo he conocido la alegría, hace hoy ocho años, cuando mi corazón me fue arrebatado. ¡Y cuánto le pedí loca mente a Dios que me durase y que no cesase jamás! Y Dios, extrañamente, accedió a mis ruegos».

       Del mismo modo Chantal —en La alegría, de Bernanos—después de haberle dado a don Chevance su alegría de muchacha, recibe a cambio otra, de las viejas manos cogidas por la muerte y penetra así —observando la amarga agonía del sacerdote moribundo— en el misterio de aquella alegría crucificada que también ella espera: el recuerdo que de aquello había conservado, permanecía como una sombra entre ella y la divina presencia, que era la única fuente de su alegría.

       «Tú, que tanto sufres, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras que dijiste despreciar?». Así escarnecía el carcelero a la mártir Felícitas, atenazada por los dolores del parto. Pero recibía una sublime respuesta, incomprensible para él: «Ahora soy yo quien sufre lo que sufre, pero allí habrá otro que sufrirá por mí, porque también yo sufro por él».

       Hay cruces y sufrimientos que renuevan a los cristianos y a la Iglesia. El sufrimiento del apóstol, por ser testigo del evangelio; el sufrimiento del amor, y del que da su vida por la justicia

en el mundo, dan seguridad y renuevan a la Iglesia. La participa ción en los sufrimientos de Jesucristo nos lleva a la resurrección (Jn 12, 24), porque bajo esta cruz no está sólo nuestra vida, ni la vida de la Iglesia actual, sino «la vida de Jesús que se manifiesta en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10) y añade: «para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal» (y. 11).

       Ante todo, la pertenencia total a Cristo que ha enlazado indisolublemente en su propia carne la alegría y el dolor, y que sigue viviendo en los miembros de su Iglesia —prolongándose mística mente— esa inefable conjunción. Sería preciso volver a leer a Dante, en el capítulo XI del Paraíso, sobre la pobreza como esposa crucificada de Cristo y de Francisco de Asís.

       La cruz acaba en resurrección, pero mientras se vive en la aflicción, el amor del ser querido o la aceptación del despojo total, constituyen una ayuda valiosa para llevar con garbo la cruz, y gozar ya, en este mundo, del poder de la resurrección.

       Para probar este aserto, traigo dos testimonios escogidos; el primero por estar apoyado en la fuerza de un gran amor, y el segundo por estar fundado en la aceptación plena de la ausencia de ese gran amor.

       El primero se refiere al conde Helmuth, víctima de la persecución de Hitler, ahorcado a los 38 años en su prisión de Berlín. En una carta a su esposa, tres días antes de morir, revela los sentimientos más íntimos de su alma profundamente cristiana. «Y ahora quiero hablar de ti. No te he mencionado aún porque tú tienes en mí un lugar muy distinto del que tienen los otros. Tú no eres un instrumento de Dios para hacer de mí lo que soy. Eres, más bien, yo mismo. Tú eres para mí el capítulo 13 de la primera Carta a los corintios, capítulo sin el cual un hombre no es un hombre. Sin ti yo habría recibido el amor, como lo recibí de mi madre, con alegría y reconocimiento, de la misma manera que se agradece al sol el calor. Pero sin ti yo no habría conocido el amor... Tú eres esa parte de mí mismo que solamente a mí me puede faltar. Juntos formamos un ser humano. Esto es verdad, totalmente verdadero. Somos... una idea del creador»20.

       El segundo no es menos significativo. Se publicó bajo el título: «Testimonio de un hogar desecho». Se refiere a una esposa que se ve abandonada, humillada, ultrajada, de la que se adueña un inmenso dolor, angustia y desesperación.

       Pasados meses enteros de lucha contra la tentación de rebeldía, meses de oración y de reflexión, el Espíritu le dictó una línea de conducta y se dejó conducir por él. «Entonces comprendí», escribe, «que el que pierde su vida, la gana.... Me fui llenando de paz interior, con conciencia clara de obedecer a las sugestiones del Espíritu. Pero había una cosa que yo no había llegado ni a imaginar. Todo esto verificaría en mí ese desprendimiento total que me conduciría a Dios, a ese Dios al que se había dirigido mi oración en los tiempos en que todo me sonreía. Despojada de todo rencor y egoísmo, me vi entonces, y solamente entonces, libre para amar a Dios con amor inmenso y, en él, a todos los que había puesto en mi camino. Me sentía inundada de alegría. Y, poco a poco, al decir de mis amigos, la serenidad distendió la crispación dolorosa de mis gestos. Me sentía ligera, alada.

       Este despojo total hizo nacer en mí el deseo ardiente de que los demás se aprovechasen del testimonio de mi vida, y de las gracias que Dios me había concedido»21.

El grano de trigo enterrado da mucho fruto

       La cruz es un misterio transformante, porque para el que la mira con ojos de amor, para el que la ve en Cristo formando un todo con él, ya no es ignominia, sino única esperanza como canta la liturgia.

       Misterio es la cruz de Jesucristo, misterio es la cruz de la Iglesia, misterio es la cruz de cada cristiano en particular. Pero, desde que Jesús murió en ella, no puede ya ésta tener otro significado que no sea de bendición, de predilección divina. No pueden los discípulos ser de mejor condición que su Maestro, ni pueden ser los otros hijos más considerados que el Unigénito del Padre.

       Las vidas de los santos han sido expresión inefable de esta verdad; también ellos han seguido gozosos este camino. Los cristianos somos, en frase de san Agustín, los herederos del Crucificado. La cruz, pues, a la luz de Cristo, aparece como un don, como un honor, como una participación de la redención, para completar lo que falta a la pasión de Cristo. Esto lo expresa muy gráficamente la beata Isabel de la santísima Trinidad, al exclamar en una de sus elevaciones: «Que sea yo para él una especie de humanidad complementaria, en la cual pueda él renovar por completo su misterio.., sufrir aún por la gloria de su Padre, para remediar las necesidades de su Iglesia».

       Impresiona ese diálogo conmovedor que, ante el dolor —sufrimiento— de los inocentes y la prosperidad de los malvados, el profeta Jeremías entabla con el Señor: «Muy justo eres, Yahvé, para que vaya a discutir contigo; pero déjame decirte sólo una cosa: ¿Por qué es próspero el camino de los impíos y son afortunados los perdidos y los malvados?» (12, 1). Este es el enigma que tratan de resolver algunos salmos, entre ellos el 73, y que trae confundido al salmista. Cuenta cómo «casi nada faltó para que sus pies resbalaran, pues miró con envidia a los impíos viendo su prosperidad, su vientre sano y pingüe, sin dolores, sin tribulaciones como los otros hombres, con los ojos que les saltan de puro gordos. Yo, en cambio, he conservado limpio mi cora- zón... y soy flagelado de continuo». Luego, añade que vio cómo la prosperidad de los malvados era efímera; mientras que la dicha del justo consiste en estar con Dios. Con esto deja entrever ya la recompensa del justo en la otra vida. Este es el bien absoluto. «Yo estaré siempre a tu lado, pues tú me has tomado de la diestra. Fuera de ti nada deseo sobre la tierra. Mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor».

       Reflexionemos sobre la conmovedora pregunta de Jeremías y volvamos a releer este salmo 73, en momentos de depresión y desazón por los avatares de la vida. Al avanzar la revelación, y ofrecernos la seguridad de la vida dichosa de ultratumba, com¡ prendemos los planes de Dios, consintiendo que se encuentren personas buenas y pobres a la vez; santas y perseguidas. Hay una eternidad para poner las cosas en orden. Si el punto final lo pusiera la muerte del hombre, eso no sería justo, sería impropio de la santidad de Yahvé.

       No se puede decir de una familia donde todo va viento en popa que está muy bendecida por Dios. ¿Qué sería entonces de otras casas donde todo va mal en apariencia? ¿se podría decir que no están bendecidas por él? ¡La cruz es muy difícil de entender! Quizá, por eso, se pudiera decir que la extrema grandeza del cristianismo proviene de que no busca un remedio sobrenatural para el sufrimiento, sino un uso sobrenatural de los sufrimientos.

       San Ignacio de Loyola, en sus ejercicios espirituales, habla de un tercer grado de humildad —quizá mejor llamarle de santidad—, que lo expresa así: «La tercera es humildad perfectísima, es saber, cuando incluyendo la primera y la segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina Majestad, por imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio, ni prudente en este mundo»22.

       El amor a Cristo pobre, lleno de oprobios y humillado, le lleva al deseo de parecerse a él. De ese modo puede vencer y anular su egoísmo. No se trata de preferir la pobreza a la riqueza, ni el deshonor al honor, sino de ser pobre con Cristo pobre, antes que rico, y de aceptar oprobios con Cristo lleno de ellos, antes que honores. No hay otro motivo que el parecerse más. Es la ternura de la imitación del ser amado, que constituye la más grande perfección. Pero, como no resulta fácil saber cuándo nuestra humildad y pobreza son exactamente como las de Jesús, san Ignacio no acaba concretando un programa o una lista de exigencias, sino que concluye con una petición: «Que el Señor nuestro le quiera elegir en esta tercera mayor y mejor humildad»23.

       El amor del corazón no soporta ser feliz, mientras su Amado vivió en privaciones, contradicción y cruz (el ejemplo de santa Catalina de Siena prefiriendo la corona de espinas a la de rosas

—que Jesucristo le ofrecía con igual mérito para ella—, porque la esposa no podía estar coronada de rosas, si el esposo lo estaba de espinas).

       El que no entienda el espíritu de este tercer grado de santidad, no podrá nunca comprender a hombres como Pablo, ni a los santos, ni lo esencial del evangelio.

Para aceptar bien la cruz, hay que estar enamorados de Jesucristo.

       Hay momentos especiales en la vida —pueden ser estos días de retiro— en los que la llamada a seguir a Cristo humillado y crucificado es más apremiante. Es la plena oblación. La virtud no es algo descarnado; sólo a través de Jesús y encarnados en él, se puede entender y vivir la humillación y la cruz. El concilio Vaticano II ha dicho: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios en espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria»24. Formando un solo ser con Cristo, nuestra vida moral debe configurarse con la suya y obrar como él.

       Es necesario morir poco a poco a muchas cosas. Hay ocasiones en nuestra vida que sólo se pueden solucionar aceptando el misterio de la cruz. Y no podemos venerar, adorar su cruz, si rechazamos la nuestra. Aceptar la nuestra en su profundidad es saber que la hora de la oscuridad puede ser la mejor hora para verle y que un dolor, por espantoso que sea, también puede ser el momento verdadero que tenemos para demostrar si somos capaces de entregar a Cristo toda nuestra vida, como expresión de un amor total a él.

En la vida, cada conquista lleva consigo una renuncia. No hay fruto que no haya deshecho una flor. Y, como le dice el pájaro a san Raimundo Lulio: «,Si por amor no padecieras algún trabajo con qué amarías al amado?», o la raposa al pequeño príncipe:

«Uno corre el riesgo de llorar un poco cuando se ha dejado cautivar» 25.

La cruz acaba siempre en resurrección. Lo que el invierno es para la primavera, es la cruz para la resurrección. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3, 14). Debemos ser cristianos que vivamos radiantes la resurrección. Este es el mensaje que el mundo espera de nosotros. La causa de la carencia de vocaciones a la vida consagrada es seguramente consecuencia de una falta de hondura de nuestra fe y por eso no irradiamos alegría. Cuando no se vive la experiencia de Dios, el evangelio deja de ser seductor, y en lugar de ser un tesoro que nos realiza y nos llena de vida, se convierte en una carga pesada que no alegra el corazón.

San Agustín nos refiere, en una de sus páginas más bellas, que durante la noche de la vigilia pascual, los paganos se acostaban llenos de inquietud, no dormían. Por la mañana, al amanecer, acudían a las puertas de las iglesias esperando la salida de los cristianos, quienes habían pasado toda la noche viviendo la eucaristía de la resurrección de Jesús. Al ver sus rostros transfigurados, muchos paganos se hacían cristianos. «En esta aparición, dice el santo, muchos conocieron a Cristo».

El único rostro que Cristo puede mostrar hoy a nuestros contemporáneos para convencerles y convertirlos es el nuestro.

20ª. MEDITACIÓN : LA RESURRECCIÓN

“Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce...”(1 Cor 15, 3-5).

 

       En Mc 16, 6 el ángel se apareció a las mujeres, en la mañana del día siguiente al sábado y les dijo: «No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí». Con humildad y amor nos vamos a acercar al misterio de la resurrección, el único capaz de cambiar nuestro corazón y el mundo que nos rodea.

       Después de haber seguido a Jesús en la noche oscura de la pasión, es ahora el momento para que el grano de trigo caído en tierra dé mucho fruto. Serafino de Sarov (el santo más querido en Rusia, que durante muchos años vivió como un anacoreta, sin hablar ni siquiera con el que le llevaba la comida) fue enviado por Dios a predicar y a quienes iban al monasterio, les decía: «Cristo ha resucitado! esta es mi alegría». Esta es también la nuestra.

       Nosotros nos felicitamos el día de la resurrección del Señor y decimos: ¡Felices pascuas! El pueblo ruso, y los cristianos ortodoxos en general, se saludan diciendo: Jristos Voskrese! (¡Cristo ha resucitado!).

       La resurrección es el instante en que la muerte se transformó en vida, en que la cruz ya no aparece como «escándalo y locura, sino como poder y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23.24).

       La resurrección es el misterio central del cristianismo, es el fundamento de la fe cristiana, el contenido esencial de la predica ción, el coronamiento de la historia y la confirmación de que nuestra salvación es ya una realidad.

       Entre los caminos a recorrer, ante el anuncio de la resurrección, elegimos el de creer para comprender, según la enseñanza de san Juan, quien al final de su evangelio escribe: «Estas señales fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (20, 31). Otro es el camino del apóstol Tomás que quiere comprender para creer, que quiere meter el dedo en el agujero de los clavos y la mano en el costado, mas ante las palabras de Cristo y la visión de su cuerpo resucitado siente cómo han desaparecido todas sus dudas y exclama: ¡ Señor mío y Dios mío!, mientras escucha que es más bienaventurado el que cree sin haber visto (Jn 20, 24-29). Por eso nosotros, en esta meditación, elegimos el camino de la fe.

       La proclamación de la resurrección del Señor en cuanto predicada para ser creída y vivida, cambió el mundo, transformó a los hombres y dio lugar al nacimiento de la Iglesia.

       San Pablo desarrolla el valor soteriológico de la resurrección cuando afirma «que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25), y cuando escribe: «si creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9). La salvación depende no sólo de la muerte sino también de la resurrección. Por la muerte se perdonan nuestros pecados, pero la nueva criatura, la filiación divina es el fruto de la resurrección.

       «Ha sido resucitado, día, a causa de, para nuestra justificación». Es un pasivo divino (el Padre lo ha resucitado). Para el apóstol nuestra justificación se realiza por nuestra unión con Cristo resucitado que posee toda la vida divina y que la comunica a sus miembros (1 Cor 1, 30; 2 Cor 5, 15.21). La fórmula «en Cristo», tan frecuente en Pablo, se refiere generalmente a Cristo resucitado. El Padre, al resucitar a su Hijo, no sólo ha transformado su cuerpo mortal, sino que lo ha constituido principio de la vida para todos los hombres que habían de formar un solo cuerpo con él: «Estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2, 5.6).

       San Agustín escribe que «no es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo»’. La muerte de Cristo es la prueba suprema de su amor sin fin al hombre, pues «no hay mayor amor que dar la vida por el que se ama» (Jn 15, 13), pero el testimonio supremo de su verdad, sólo queda atestiguado por la resurrección. El haber resucitado a Jesús de la muerte, es la prueba más segura que Dios ha dado a los hombres (Hech 17, 31).

       Podemos hoy transmitir, en un lenguaje comprensible para el hombre de nuestros días, el mensaje pascual, el acontecimiento de la resurrección, lo que quisieron decir los autores del nuevo testamento al proclamar que Jesús ha resucitado. Los nuevos métodos de la exégesis —la crítica literaria usando la historia de las formas, la historia de las tradiciones y la historia de la redacción— pueden prestar una ayuda valiosa para expresar la buena nueva de manera accesible a la cultura contemporánea2. Aplicando todos estos criterios de autenticidad histórica hemos de afirmar que la resurrección es un acontecimiento histórico atestiguado por los escritos del nuevo testamento. Es el hecho culmen de los cuatro evangelios.

       Los apóstoles reflexionando sobre el sepulcro vacío y encontrándose con las apariciones del Señor, llegaron a la convicción de que Jesús ha resucitado. «Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hech 3, 15; 4, 10). Es un hecho que aconteció en Jesús, testimoniado por los que le vieron después de haber sido crucificado y sepultado.

       La resurrección es un acontecimiento concreto que atañe esencialmente a Jesús y a la pneumatización de su cuerpo terreno.

La resurrección de Jesús se puede calificar de hecho que tiene sus amarras en la historia, pues interviene modificando los acontecimientos y fue percibido por muchos testigos, o se puede llamar hecho metahistórico por trascender la historia, aunque la toca. Se refiere no sólo a la obra de Jesús, sino también a su persona, que afectó a su cuerpo enterrado en el sepulcro, y que se manifestó desde fuera a sus apóstoles y discípulos más inmediatos, por medio de algún contacto real mediante las apariciones.

       De hecho real fue considerada la resurrección por la primitiva comunidad cristiana: «Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). El encuentro con Jesús resucitado es lo que provocó en los apóstoles la fe en la resurrección. Los discípulos estaban tristes, miedosos, incrédulos después de la muerte del Maestro y sólo un gran acontecimiento pudo cambiarlos y devolverles un entusiasmo mucho mayor que el primitivo.

       El hecho de la resurrección desborda el ámbito de la investigación científica; es un hecho real, aunque la ciencia experimental no llegue a él. Es algo del todo nuevo, imposible de medir. Es una obra realizada por Dios, la más importante y decisiva er nuestra historia y que ha dejado rastros en ella.

       La resurrección, aunque trasciende la historia, está encuadrada entre hechos que pertenecen a la misma; aunque no puede ser comprendida de un modo empírico por métodos históricos, se puede hablar de ella como de algo verdaderamente real porque ha dejado sus efectos en la historia: la tumba vacía, las apariciones, el cambio producido en los apóstoles y el mismo nacimiento de la Iglesia. Es un suceso real que tiene incidencia en la historia.

       La resurrección de Jesús, desde el comienzo del cristianismo, ha sido el fundamento de la fe y el contenido esencial de la predicación cristiana primitiva, como es lo fundamental ahora según la afirmación del catecismo de la Iglesia Católica: «La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primitiva comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la tradición, establecida en los documentos del nuevo testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz»(n.° 638).

       El anuncio fundamental, lo que ocupa el lugar primordial en los estratos más antiguos de la predicación cristiana, es que Jesús ha resucitado de verdad. Esto es suficiente para que el acto de fe del creyente tenga un fundamento histórico. El que haya balbuceos y discrepancias al describir las apariciones, respecto al número, orden y lugar, refuerzan la verdad del hecho, al comprobar que no se trata de algo preparado para convencer. Sabemos que los mismos apóstoles, al principio, dudaron y opusieron resistencia para aceptar la realidad.

       Hay que tener en cuenta la sobriedad de los evangelios al relatar el acontecimiento de la resurrección de Jesús que encontró a los apóstoles en un clima de desánimo y desilusión por el final (desastroso de su muerte en cruz. Sólo después de la pascua prenderán plenamente el misterio. La luz pascual iluminará la realidad de la vida terrena de su Maestro; los apóstoles pasan de un conocimiento imperfecto y superficial a la confesión plena, y de ese modo adquirirá la fortaleza necesaria para la confesión de su fe hasta la entrega de su propia vida.

       El ciclo de la resurrección no tiene la amplitud de las narraciones de la pasión y no refleja una tradición tan antigua y tan concorde. Sin embargo, el testimonio apostólico constituye lo que es necesario para que el acto de fe tenga un fundamento histórico y sea aceptable para el cristiano.

       El exegeta debe fundarse ante todo en la doctrina de la fe. «El punto de partida esencial es la fe en la buena noticia anunciada por Jesús. Si la aceptamos sin reservas, la resolución al problema de los acontecimientos pascuales se resolverá de la

forma más simple»3.

       Para san Pablo la resurrección es como la piedra angular del misterio de Cristo, criterio absoluto de su evangelio. Por eso ante las dudas de los fieles de Corinto sobre la realidad de la resurrección tenemos la afirmación del apóstol: «Si Cristo no ha resucitado, yana es nuestra fe, nuestra predicación está vacía» (1 Cor 15, 14). Pero, ni en los evangelios, ni en Pablo, se describe) el hecho de la resurrección. Sí, la muerte, sepultura y apariciones. No hay ningún testigo que afirme haber presenciado el hecho mismo de la resurrección. La resurrección para los evangelistas es un hecho real, pero no observable. Ellos son conscientes de la imposibilidad de describir el momento y el modo cómo resucita Jesús. No tenemos contacto directo con el hecho de la resurrección de Cristo y lo que ésta supuso; sólo podemos conocerlo a través de las formas literarias en que se expresa la con ciencia apostólica y del cambio producido en los apóstoles. La resurrección del Señor ha dejado una huella profunda en la conciencia de los discípulos. Esta experiencia se ha recogido en unos textos que han llegado a nosotros. La Iglesia canta en el pregón de la vigilia de pascua: «Qué noche tan dichosa, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!».

       En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento y ningún evangelio lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió, pues ninguna criatura humana estuvo presente, sólo el Padre. La liturgia de la Iglesia pone en boca de Cristo resucitado, como antífona de entrada en la eucaristía del día de pascua, este grito de alegría dirigido a su Padre: « ¡ He resucitado y todavía estoy junto a ti! Has puesto sobre mí tu mano. Tu sabiduría ha sido maravillosa» (Sal 139, 5.6).

       Aunque se puede afirmar, sin exagerar, que todo el nuevos testamento es un gran testimonio sobre la resurrección de Jesucristo, sin embargo, las confesiones de fe, frecuentes en el libro de los Hechos y en los escritos auténticamente paulinos (1 Cor 15, 3-5; Rom 10, 9) son las que gozan de mayor antigüedad y a las que se les concede el mayor valor desde el punto de vista crítico histórico para fundamentar el hecho de la resurrección de Jesús.

       San Pablo, antes de que se escribieran los evangelios sinópticos, aplicó a Jesús, en sus confesiones de fe, el lenguaje de la resurrección final de los muertos. Ya en su primer escrito afirma que «Dios resucitó, despertó a Jesús, su hijo, de entre los muertos» (1 Tes 1, 10), pues «si creemos que Jesús murió y resucitó, Dios por Jesús tomará consigo a los que durmieron con él» (1 Tes 4, 4). «Si creyeres en tu corazón que Dios, al Señor Jesús, le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9).

Desde la más antigua predicación apostólica, el anuncio de la resurrección iba siempre acompañado de la mención de testigos. Si Jesús, después de muerto se ha aparecido, ha sido visto por testigos, es porque ha resucitado. Así al elegir en lugar de Judas a uno para completar el número de los doce en el colegio apostólico, se busca a quien, después de haber convivido con el Maestro durante la vida pública, sea testigo de la resurrección (Hech 1, 22). Siempre que se proclama la buena noticia de la resurrección, se añade: «nosotros somos testigos» (Hech 2, 32; 3, 15; 5, 32; 10, 41). Se atestigua la resurrección, probando que se había manifestado a sus discípulos después de su muerte.

       Interesa saber cómo los textos del nuevo testamento y los datos de la tradición interpretan la resurrección del Señor. La verdad cristiana, para que siga siendo vida, hay que traducirla en el lenguaje de nuestro tiempo. Sólo así, como afirma el concilio Vaticano II: «La verdad revelada puede ser percibida siempre de modo más profundo, ser entendida mejor y propuesta de modo más adecuado»4.

       La predicación cristiana primitiva hay que buscarla en las fórmulas prepaulinas y presinópticas, en las confesiones de fe y especialmente en los discursos de Pedro y Pablo.

       Las confesiones de fe o credos son los testimonios más antiguos del nuevo testamento; antes de que los evangelios fuesen tradición escrita, existieron esas fórmulas pascuales, y son también anteriores al mismo escrito en que se hallan. Pablo los en-, contró ya elaborados en las mismas comunidades que visitó.

       El más antiguo de todos los testimonios, testimonio de toda garantía, lo encontramos en la primera carta a los de Corinto (15, 3-8): «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último como a un aborto, se me apareció también a mí».

       San Pablo escribe este texto el año 56, pero tanto la doctrina, como su formulación es anterior. La recibe o en Antioquía el año 41, o ya en Damasco el 35. Es una fórmula casi contemporánea del hecho que atestigua y, por sus semitismos, parece ser originaria de los que hablaban hebreo o arameo. «Os he entregado lo que yo mismo he recibido», expresión usada en el judaísmo, nunca por Pablo, para transmitir una tradición. «Cristo murió por nuestros pecados» tampoco es lenguaje paulino, sino el que se usaba en el kerigma. El apóstol diría: «como está escrito» y no «según las Escrituras» como proclama el testimonio. Igualmente la expresión: «se apareció, fue visto por Cefas» indica que es de origen semítico.

       El texto está articulado de modo que unos verbos confirman a otros: el que murió es el que fue sepultado y ese mismo resucitó en sentido propio y real, y para que nadie piense en una resurrección metafórica, añade que fue visto, que se apareció.

       El verbo griego que utiliza es egegertai: ha sido resucitado, en tiempo perfecto, que se usa para cuando se refiere a un acontecimiento pasado, pero cuyo efecto dura y se perpetua en el presente.

       Y para subrayar la realidad de la resurrección de Jesús refiere las apariciones del Resucitado usando el verbo opthe: fue visto, que se refiere, no a sueños o visiones subjetivas, sino a percepciones reales, externas al sujeto que las ve.

       El contexto es un argumento de san Pablo en favor de la resurrección de los muertos, a partir de la resurrección de Cristo. El no resucitó porque los muertos resuciten, sino al revés: los muertos resucitarán porque Cristo ya ha resucitado, como primicias de los que murieron; lo que prueba es que para el apóstol, la resurrección de Jesús no es materia discutida, sino un dato original de certeza absoluta, capaz de fundamentar las otras verdades.

       Este credo tan breve, por su antigüedad y sobriedad, constituye el testimonio más auténtico sobre la resurrección de Jesús.

       En el capítulo tercero, ya meditamos que ver a Jesús es lo esencial para el apóstol, que ha de ser testigo y debe dar testimonio de lo que ha visto, si quiere que su doctrina sea aceptada. En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto (Hech 22, 15; 26, 16).

Tradiciones narrativas sobre las apariciones en los evangelios

       Son narraciones independientes, diferentes, con lagunas. No nos dan una visión concordada de los hechos; no hay que armonizarlas. Mateo y Marcos las sitúan en Galilea. Lucas en Jerusalén y excluye a las mujeres, añadiendo que no vieron más que ángeles. Juan en Jerusalén y en Galilea.

       Los evangelistas no tienen necesidad de presentar los hechos en sucesión correcta; tienen divergencias y hasta pequeñas contradicciones sin que la confusión resultante moleste o inquiete. Todos subrayan que el hecho en sí mismo es cierto, pero claramente se ve que no se ha podido precisar cómo se desarrolló.

La resurrección de Jesús no era esperada por sus discípulos, de tal modo que cuando las mujeres les hablaron del sepulcro vacío y de apariciones, les parecieron delirios y alucinaciones (Mc 16, 10-13). Por eso el Señor les reprendió fuertemente (Mc 16, 14).

       Los discípulos, ni quedan desconcertados ni dudan ante la resurrección de Lázaro (Jn 11, 33.34). Esa vuelta a la vida anterior es un milagro que admiten con facilidad. Pero las apariciones de Jesús les desconciertan. Es una experiencia distinta de otras que han tenido ante los milagros de Jesús. Aquí no se trata de una simple supervivencia del Maestro, de un milagro consistente en el retorno a su vida de antes. Es algo tan desconcertante que carecen de palabras para expresarlo. Intentan muy sobriamente hacernos partícipes de su vivencia: «Jesús ha resucitado».

       Las confesiones de fe (1 Cor 15; Hech 2-5) atestiguan que la resurrección no es una creación teológica de unos entusiastas, sino un testimonio de hechos acontecidos, el testimonio de un impacto que se les impuso.

       Estas fórmulas proclamando la obra grande de Dios realizada en Jesús, recuerdan el credo judío (Dt 26, 5-11), cuando la mano fuerte y el tenso brazo de Yahvé realizó señales y prodigios.

       La fe en la resurrección que nos transmiten es el fruto del impacto recibido por los apóstoles en virtud de las apariciones, de lo que ellos han percibido.

Los relatos se han compuesto según los géneros literarios o maneras de escribir propios de la época. El suceso de Emaús aparece influido por el género literario de los relatos de teofanías. La comida de Jesús («comió delante de ellos»: Lc 24, 41- 43) es para recalcar la corporeidad, es decir, su realidad personal (no es un espíritu o un fantasma).

       Todos estos datos, manifestación de su condición corporal nueva y su identidad con el Crucificado, no tienen otro motivo que el subrayar la verdad de la resurrección, que está conectada de modo tan indisoluble con una serie de datos históricos, y por ellos podemos llegar a una certeza plena del acontecimiento. San Lucas que escribe para el mundo griego, que no admitía la resurrección de los cuerpos, y que podían entender la resurrección de Jesús como una simple idea de supervivencia, echa mano de ese realismo exagerado en el que el Señor aparece tal y como era antes y tal como había actuado cuando convivía con ellos. Estos rasgos sólo tienen valor para enseñamos que Jesús resucitado es la misma persona que ellos conocieron, aunque está en una situación distinta, y por eso, a pesar de ser él mismo, ellos lo ven de modo diferente.

       Lucas al situar todas las apariciones en un día, las localiza en Jerusalén. Además organiza su evangelio comenzando en Jerusalén (1, 8) para terminar en la misma ciudad (24, 49-53), desde donde se difundirá la buena nueva hasta el fin del mundo (Hech 1, 8). El hace historia y teología a la vez y Jerusalén es su lugar teológico. Por eso cambia el texto de Mc 16, 7: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá a Galilea; allí le veréis como os ha dicho», por «acordaos cómo os hablé estando en Galilea» (24, 6). Para la Biblia, Jerusalén posee un significado histórico salvífico de primer orden: «De Sión (Jerusalén) viene la salvación» (Is 59, 20; Sal 14, 7; 110, 2; Rom 11, 26). Pero hay fundamento real de las apariciones en Jerusalén (Jn 20), confirmado también por Pablo: «Durante muchos días se apareció a los que, con él, habían subido de Galilea a Jerusalén, que son ahora sus testigos ante el pueblo» (Hech 13, 31).

       En la proclamación más antigua de la resurrección, el lenguaje es variado y múltiple: exaltación del hijo del hombre (lenguaje apocalíptico). El humillado ha sido exaltado: «El, el mismo que bajó, es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4, 10). El muerto ha resucitado: «Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom 10, 9). Se utiliza el verbo egerte, despertar: se ha despertado de los muertos; o el verbo anéste, con el sentido de ponerse en pie: «se levantó».

       San Lucas para expresar la resurrección emplea la palabra vida, término menos hiriente para la sensibilidad griega. Entre paréntesis, habría que tener en cuenta que al hablar de la vida futura en los últimos libros del antiguo testamento, donde hay ya plenitud de revelación en esta materia, en el libro de la Sabiduría, que surge en el mundo griego, se habla de inmortalidad (5, 1-16), y en el de 2 Macabeos, escrito en el mundo semita, se habla de resurrección de cuerpos. El pasaje de 2 Mac 7, 9-36 posee un gran peso específico; el segundo de los siete hermanos martirizados afirma que «el rey del mundo les resucitará a una vida eterna» y el tercero espera hasta recuperar en el cielo las manos que ahora pierde. Los resucitados tendrán un cuerpo nuevo. Sin el cuerpo, la vida es impensable, según la antropología bíblica.

       El tercer evangelista llamando vida a la resurrección, quiere evitar una concepción demasiado material de la misma, no se piense que consiste en una simple vivificación de un cadáver, como en el caso de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín o de la hija de Jairo. San Lucas, al iniciar el libro de los Hechos, habla de Jesús, «que se había presentado vivo durante cuarenta días» (Hech 1, 3) y pone en boca de Festo, ante el rey Agripa, estas significativas palabras sobre las acusaciones de los judíos contra Pablo: «Los acusadores ningún crimen adujeron de los que yo sospechaba, sólo cuestiones acerca de un tal Jesús, muerto, pero que Pablo se empeñaba en que vivía» (Hech 25, 19). «,Por qué buscáis entre los muertos al que vive?», dijeron los ángeles a las mujeres (Lc 24, 5).

Resurrección corporal

       La resurrección que se realizará al final de los tiempos, sirvió a la primitiva comunidad cristiana para facilitar la fe en la resurrección de Jesús y nos sirve ahora para comprender qué entendían por resurrección y cómo ésta afecta a la corporeidad y a los sepulcros (Mt 27, 52.53).

       Los milagros de Jesús son signos que le acreditan como el Hijo de Dios. Mas la realidad del cuerpo resucitado del Señor es el milagro por antonomasia, el que desborda todas nuestras capacidades. El mismo Jesús apeló a él, cuando le pidieron una señal que justificara su intervención con autoridad en la expulsión de los mercaderes del templo: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré» (Jn 2, 19, palabras reinterpretadas después de su resurrección: 2, 21.22). También en los sinópticos Jesús apela al signo de Jonás (Lc 11, 29-32), desarrollado en Mateo con el milagro de su resurrección (12, 40).

       Santo Tomás de Aquino distingue entre milagros ocultos para los que se necesita la fe y milagros manifiestos que la provocan: «En cuanto a los milagros divinos hemos de advertir que algunos de ellos son objeto de la fe, por ejemplo, el parto virginal, la resurrección del Señor y el sacramento del altar. Estos son los que más ha querido ocultar el Señor, para que la fe en ellos sea más meritoria. Al contrario, otros milagros son pruebas de la fe. Y estos deben ser manifiestos»5.

       Los evangelistas narran que cuando Cristo se aparece, se identifica por referencia su cuerpo: les muestra las manos, los pies y el costado; les invita a que lo toquen y come delante de ellos.

       Se manifiesta a los once, insertándose en las circunstancias de su vida cotidiana, las mismas que había convivido con ellos en su vida pública. No se identifica por referencia su persona, que sería un concepto extraño al judaísmo, sino a su «cuerpo resucitado», en expresión vigorosa de san Pablo (1 Cor 15, 44).

       La liturgia de la Iglesia pone el salmo 30 en los maitines del sábado santo y en el domingo después de pascua. Lo que para el pueblo de Israel era como una imagen, es para Jesús una realidad maravillosa: «Tú me has levantado... Has sacado mi alma del abismo..., me has hecho revivir...» (y 2.4).

       Goza uno imaginando los primeros instantes de Jesús cuando salió del sehol para revivir. San Pedro lo resume diciendo: «Muerto en la carne, vivificado por el espíritu» (1 Pe 3, 18). Lo mismo dice san Pablo: «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente, el último Adán, Cristo, espíritu que da vida» (1 Cor 15, 45).

       Pero la fórmula más sorprendente es ésta: «El cuerpo sembrado corruptible, resucita incorruptible; si se siembra vileza, resucita gloria; sembrado débil, resucita lleno de fortaleza. Sembrado cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44). El cuerpo se hace inmortal, glorioso (y. 53).

       A través de todos estos textos vemos que la resurrección de Cristo es mucho más que una simple reanimación biológica. No se trata para Jesús de volver a su vida limitada de antes, circunscrita a un pueblo, sometida a las leyes de una nación, reducida a unas acciones concretas para con las ovejas de la casa de Israel..., sino que se ha convertido en «Espíritu vivificante», el Señor de la historia para todos los hombres de todos los tiempos.

       Esta es la fe de la Iglesia, como lo afirmó san Pedro el día de pentecostés, citando a David que «habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el sheol, ni su carne vería la corrupción» (Hech 2, 31; Sal 16, 10), y lo mismo predicó san Pablo en Antioquía de Pisidia (Hech 13, 35-37).

       San Pablo compara la resurrección de los hombres, que es la referencia básica de la resurrección de Jesús, a una semilla que, enterrada, brota transformada desde el hondo de la tierra. Afirma, pues, la identidad del cuerpo resucitado y transformado, con el cuerpo sepultado. Hay que advertir, además, que el que habla es

un judío y para ellos la resurrección sin cuerpo no tiene sentido.

       Al hablar de la resurrección universal, varias veces toca el tema de la transformación del cuerpo terreno, suspira por la redenciónde nuestro cuerpo (Rom 9, 23) y espera al Salvador y Señor Jesús, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme su cuerpo glorioso (Flp 3, 21). Del mismo modo que la resurrección de Jesús no puede quedar reducida a la reanimación del tampoco se puede hablar de una resurrección en la que los despojos no hayan sido pneumatizados. La victoria de Cristo ha sido ganada en el mismo lugar de la derrota, en el cuerpo.

       Todos los testigos coinciden en afirmar la identidad del Resucitado con el Crucificado. Por eso se insiste en las llagas y se citan las Escrituras. La resurrección lo ha transformado, mas el resucitado es el Jesús de Nazaret, que había sido crucificado y sepultado. Pero, para reconocerle, era necesario que Jesús tomara la iniciativa. Es verdad que su vida había cambiado, pero conservaba todas las señas de su identidad incluso sus llagas...; le reconocen a través de esas señales.

       El magisterio de la Iglesia, a través de los siglos, se limita a enunciar los elementos fundamentales del dogma de la resurrección. El concilio Vaticano II habla varias veces del misterio pascual y de sus efectos salvíficos, pero sin entrar en detalles de orden histórico, ni hablar sobre el modo de interpretar las apariciones. Los documentos de la Iglesia subrayan que la resurrección ha dejado huellas en la historia y que es la glorificación de la humanidad de Jesús, de su alma y de su cuerpo. La fe de la Iglesia confirma la resurrección en la identidad de su cuerpo histórico ya glorificado. Sostiene que los apóstoles vieron realmente al Señor y por consiguiente el cuerpo resucitado de Jesús de algún modo incidió en sus sentidos.

       Pablo VI, a los participantes del simposio teológico sobre la resurrección, después de haber afirmado que Cristo ha resucitado, añade: «Sí, el Señor se ha transformado. Vive de modo diferente a como lo hizo hasta entonces. Su existencia presente nos resulta incomprensible. Y, sin embargo, es corporal, contiene a Jesús todo entero. No se trata de una simple supervivencia gloriosa de su yo. Estamos ante una realidad profunda y compleja, de una nueva vida, plenamente humana. Hoy, como ayer, el testimonio de los Once y de sus compañeros, es capaz, con la gracia del Espíritu santo, de suscitar la auténtica fe: ¡Es cierto!, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro»6.

       En el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, aprobado por Juan Pablo II se afirma que «el misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el nuevo testamento y concluye: la fe en la resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios»7. También se afirma que «la resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primitiva comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la tradición, establecida en los documentos del nuevo testamento» (ibid.).

       Las apariciones son una experiencia cierta, viva y real que transformó a los discípulos. A través de ellas Cristo actuó sobre los ojos y los sentidos de sus apóstoles. Jesucristo mediante su cuerpo glorioso, se hace presente entre los suyos de modo indudable, aunque no tengamos imágenes adecuadas para expresamos. Pero sabemos que hay un vínculo real entre el cuerpo de Jesús muerto y sepultado y el cuerpo glorificado. Primero porque en el cuerpo de Cristo crucificado y sepultado es donde se efectuó la redención de los hombres. Es natural que este cuerpo que acaba de morir en la cruz para redimir al mundo y que está sepultado, participe de la resurrección. Y segundo, por la insistencia en la primitiva predicación apostólica, al afirmar un vínculo real entre el cuerpo crucificado del Señor y su resurrección (1 Cor 15, 4).

La tumba vacía

       El papa Juan Pablo II decía: «El primer dato que registran los evangelios es el de la tumba vacía. No es en sí una prueba directa pero se constata que su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la resurrección. Todos los relatos evangélicos insisten en esta noticia de la primera hora, históricamente sólida.

       Sin embargo las apariciones de Cristo fueron la experiencia decisiva. Ciertamente fue una experiencia singularísima, pero del todo creíble, dada la confianza que merecen todos los que se vieron implicados en ella. No sólo fueron Pedro y los demás apóstoles, sino también un buen número de discípulos, hombres y mujeres, a quienes se les apareció el Resucitado en situaciones y circunstancias diversas, como testimonia también san Pablo (1 Cor 15, 4_8)»8.

       Las apariciones son la prueba definitiva para garantizar la realidad de la resurrección, pero también el descubrimiento del sepulcro vacío forma parte de las tradiciones transmitidas por \ los primeros testimonios. El texto de Mc 16, 1-8 es la narración más antigua. La Iglesia le dio valor confirmatorio. Probada la resurrección por las apariciones, la tumba vacía la confirma; puede justificar y confirmar la fe cristiana en la resurrección de Jesús.

       Se ha insistido en que el relato de san Marcos del sepulcro vacío no desempeña un papel importante y que tiene una intención apologética, pero, de tenerla, se hubiera excedido en narrar la verificación del hallazgo, hubiera puesto como testigos a los hombres, a los apóstoles, y nada hubiese dicho de la perplejidad, miedo y dudas que todo ello les había producido a las mujeres.

       El sepulcro vacío se menciona en el evangelio de san Juan. Tres veces dice María Magdalena que «se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (20, 2.13.15). En la tradición de Juan se habla del sepulcro nuevo —lo llaman monumento, no fosa común—, en el que entierran a Jesús y en el que nadie había sido depositado (20, 40.41). Pedro entró y estaba vacío (vio las vendas y el sudario). Entró también el otro discípulo, «y vio y creyó» (20, 3-10).

       San Pablo conoce la tradición del sepulcro vacío, pues yuxtapone sepultura y resurrección (1 Cor 15, 3). Predica que «fue sepultado y que fue resucitado», es decir, afirma que dejó vacío el sepulcro, porque la concepción semita de la resurrección implica el cuerpo físico que al resucitar abandona la sepultura. La mención del tercer día, más que una referencia a textos del antiguo testamento, se utiliza para narrar el momento en que se descubre el sepulcro vacío, al día siguiente del sábado, cuando según los judíos debía empezar la corrupción del cadáver.

       El sepulcro vacío, aunque por sí solo es un signo ambiguo, sujeto a distintas interpretaciones, es una señal que se da a todos (las apariciones sólo a los testigos elegidos). Es una invitación a la fe, pero todavía no produce la fe.

       La tumba vacía presentada como una sefial ambigua, a partir de las apariciones, puede leerse por la fe como un signo de la resurrección, es decir, que no se formula como prueba de la resurrección, sino como referencia a ella y como signo. Vale como refrendo de las apariciones. Como se ha dicho: No se cree por el sepulcro vacío, pero no se puede creer sin el sepulcro vacío. De por sí solo, no es prueba de la resurrección, pero tampoco! es irrelevante. Según todos los evangelios el sepulcro fue hallado vacío la mañana del tercer día.

       La tumba vacía es una señal que Dios ha regalado a la Iglesia primitiva y a nosotros; es más, es como el punto de encuentro entre la fe y la historia. Enseña que la resurrección de Jesús, desenvuelta en un profundo misterio, ha dejado una señal real en la historia. Si el Padre no hubiese transformado el cuerpo del Hijo mediante la pneumatización, sino hecho un cuerpo nuevo, tendríamos una creación, no una resurrección. Además en nuestros días, que mediante el método de la historia de las formas estudiamos el paso del Cristo de la fe al Jesús de la historia, el sepulcro vacío es señal y punto de encuentro entre fe e historia y tiene gran relieve en cuanto señal evidente de la continuidad histórica, o mejor, de la identidad física entre el Cristo crucificado y el resucitado, entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.

       El asegurar que el Resucitado asumió los despojos mortales del Crucificado, dejando la tumba vacía, es destacar el aspecto importante, la identidad del crucificado y sepultado con el resucitado, siendo el mismo cuerpo —aunque en situación distinta—, es la misma persona. Para la mentalidad judía, una resurrección indica necesariamente un sepulcro vacío, pues a diferencia de la mentalidad griega que distingue dos elementos separables (alma y cuerpo), la antropología bíblica entiende al hombre como una unidad psicológica, cuerpo y alma integrados. Para ellos, el cuerpo no es una parte, sino la manifestación de la persona.

       Irrecosnoscibilidad de Jesús

       Los textos primitivos, al hablar de las apariciones, utilizan el verbo griego ofteh subrayando la percepcción visual, la que tiene lugar a través de los ojos, la que se impone desde fuera como una realidad distinta de nosotros. «Se apareció, o mejor, se hizo ver». El acento recae en Cristo; es un pasivo divino en el que el sujeto es Dios, aquí es Jesucristo. Aunque se trata de una persona, que los apóstoles han visto antes, en la vida pública, ahora actúa desde otra dimensión que no es visible a los ojos puramente humanos. Jesús tiene ahora una existencia distinta a la de antes. Es alguien invisible que se hace ver, que se revela. «Jesús se ha presentado él mismo vivo» (Hech 1, 3). El mismo toma la iniciativa y se comunica a sus discípulos; es quien se impone y se hace presente. Después de resucitado se percibe a través de los ojos como una realidad distinta, que se impone desde fuera aunque pertenece a otro ámbito distinto del de los sentidos.

       El Resucitado crea en sus discípulos unos ojos nuevos haciéndoles posible la comprensión de lo sucedido y fundando la realidad de la fe. El aparecido les capacita para su visión que será descrita, más que como visión ocular, como una revelación de Dios, «que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6). En el rostro de Jesucristo crucificado y resucitado apareció el resplandor de la gloria de Dios.

       La presencia de Cristo no puede concebirse como un puro encuentro físico; es un don. San Pablo subraya el carácter gratuito de su encuentro con Cristo y lo presenta también como una revelación (Gál 1, 15.16). San Pedro proclama que el «Señor se manifestó no a todo el pueblo, sino a los testigos, de antemano escogidos por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él, después de resucitado de entre los muertos» (Hech 10, 41).

       Los testigos más antiguos describen las apariciones como corporales, no como visiones subjetivas. Aunque Pablo distingue la aparición de Damasco (Hech 9, 22.26; 1 Cor 15, 8, a la que se refiere en 1 Cor 9, 1) de las otras visiones y revelaciones que tuvo otras veces (2 Cor 12) y la compara con la aparición a Pedro, a los once, a Santiago y a los quinientos hermanos, sin embargo la aparición al apóstol se manifiesta como una visión de lo alto y las que tiene Cristo con los apóstoles se manifiestan en las circunstancias de la vida diaria, idénticas a las vividas con ellos en su vida pública, para que le puedan reconocer.

       Mas el modo de ser de Cristo, después de resucitado, es distinto del que los apóstoles experimentaron en las circunstancias de su vida cotidiana. El cuerpo de los resucitados es muy distinto de la realidad que conocemos, como explica san Pablo, al hablar de las cualidades de que estará revestido el cuerpo espiritual y celeste (1 Cor 15, 35-49). De ahí la irreconocibilidad de Jesús que los evangelistas señalan. No pertenece ya a nuestro mundo, sino al de Dios. Sólo puede verle aquél a quien él mismo se hace ver (Hech 10, 41), y cuando en esa visión está interesado el corazón. En principio, los discípulos de Emaús no le reconocieron, y sólo al final se les abrieron los ojos (Lc 24, 16.31). Los once creyeron ver un espíritu, hasta que les mostró las manos y los pies (Lc 24, 37-40). María Magdalena tampoco le reconoce al principio y sólo después se da cuenta que está hablando con su Maestro (Jn 20, 14.16). También les costó reconocerle a los discípulos que estaban pescando en el lago de Tiberíades (Jn 21, 4.12).

       No es María Magdalena quien lo reconoce, o los apóstoles o los de Emaús, sino que es Jesús quien les concede la gracia de dejarse ver, de que le reconozcan. Se ha realizado un cambio en el Señor resucitado. Por eso, la Magdalena no lo reconoce. Es que Jesús no ha vuelto a su vida anterior (como la nuestra) sino que ha resucitado. Sólo le conoce al oír hablar a su Maestro. En el evangelio de san Juan se subraya el reconocimiento de Jesús a través de su palabra, en el de san Lucas a través de la eucaristía (Emaús).

       Jesús se acercó visiblemente a los discípulos de Emaús pero no le reconocieron. Antes del encuentro en el camino, el Señor ya estaba con ellos de modo invisible puesto que si hablaban de él y tenían vivo su recuerdo es porque Jesús «estaba en medio de ellos» (Mt 18, 20). Huyeron tristes del cenáculo, pero Jesucristo quería hacerles sentir su presencia. Y fue, después de reconocerle al partir el pan, y desaparecer, cuando esa ausencia se convirtió en una especial presencia, en el corazón, como cuando «les ardía el corazón mientras les hablaba en el camino y les abría el sentido de las Escrituras» (Lc 24, 32).

       Las apariciones no son la resurrección sino su resplandor. Ellas hacen accesible a los hombres al Jesús resucitado. Los apóstoles tuvieron certeza absoluta de la presencia de Cristo resucitado y por eso son los testigos de la resurrección.

Jesús, con su resurrección, abrió una puerta a la plenitud e hizo que entrase en el corazón humano una esperanza indestructible.

       La resurrección de Jesús no supone un regreso a la vida biológica que había disfrutado antes, como sucedió al hijo de la viuda de Nafn, sino que, conservando su identidad se manifiesta totalmente transfigurado y plenamente realizado. Lo que sucedió no fue la revificación de un cadáver, sino la radical transformación de la realidad terrena de Jesús. Santo Tomás de Aquino afirma que «Cristo resucitado no volvió a la vida comúnmente conocida por los hombres, sino que asumió ‘la vida inmortal y conforme a Dios’»9. Porque su cuerpo resucitado, aun manteniendo su realidad humana fue transfigurado, convertido en cuerpo glorioso, pneumático-espiritual (1 Cor 14, 44): fue transformado de corruptible en incorruptible, de débil en fuerte, de animal en espiritual (1 Cor 15, 43-45). La resurrección es la verificación de su anuncio de liberación total, especialmente con relación al dominio de la muerte. En la confesión de fe de 1 Cor 15 se llama por su nombre a la sepultura y se asegura que no fue el último peldaño en el descenso terrestre de Jesús. La fórmula «resucitó al tercer día según las Escrituras», es una alusión al salmo 16, 10: «No dejarás a tu santo conocer la corrupción». Jesús resucita antes de que comience la corrupción.

Nuestra resurrección

       «Hay una conexión íntima entre el hecho de la resurrección de Cristo y la esperanza de nuestra futura resurrección (1 Cor 15, 12). Cristo resucitado constituye también el fundamento de nuestra esperanza que se abre más allá de los confines de esta nuestra vida terrena. En efecto ‘si sólo para esta vida terrena tenemos la esperanza puesta en Cristo ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!’ (1 Cor 15, 19). Sin tal esperanza sería imposible llevar una vida cristiana»°.

       En la resurrección se dio la irrupción divina del reino de Dios. Los discípulos hicieron verdad esa irrupción de la resurrección viviendo una vida nueva. No sólo predicaron que Cristo había resucitado, sino que dieron pasos decisivos de tal modo que su vida reflejaba aquel encuentro con el Resucitado y, deese modo, ellos fueron el verdadero testimonio de la resurrec1 ción. Allí está el alcance teológico-salvífico de la misma, que aparece, sobre todo, como victoria sobre la muerte, como cumplimiento del plan de Dios (realización del Reino según las Escrituras). Con ella Jesús ha sido constituido Hijo de Dios con poder, levantado a los cielos y sentado a la diestra de Dios (Mc 16, 19).

       El Padre es quien ha hecho entrar en Jesús su Espíritu y el sepulcro se ha abierto y ha vuelto a vivir; ese mismo Espíritu que ha resucitado a Cristo, resucitará también nuestros cuerpos mortales (Rom 8, 11). Y será Cristo resucitado quien haga derramar una plena efusión del Espíritu, «efusión que no se había dado antes, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39; Hech 1; 2).

       Si Jesús resucitó, también nosotros le seguiremos y viviremos todos con él (1 Cor 15, 20-22), porque para nosotros se ha abier¡ to una puerta al futuro y ha entrado en el corazón del hombre una esperanza desbordante. Y, de ese modo, podemos «dar res- puesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3, 15).

       Sólo en el Resucitado descubrimos los seguidores de Jesús, de manera decisiva, a ese Dios que san Pablo llama el Dios de la esperanza (Rom 15, 13). Al saber «la poderosa virtud que Dios ejerció en Cristo resucitándole de los muertos, conocemos la esperanza a la que nos ha llamado» (Ef 1, 18-20). El Padre al resucitar a Jesús se nos ha revelado como el salvador de la vida que al final nos espera, al vencer el poder destructor de la muerte.

       Generalmente Ja resurrección aparece como obra del Padre; así en «Jesús ha resucitado» (1 Cor 15, 4) se usa el pasivo divino para evitar la mención explícita del nombre de Dios. El tiempo del verbo es perfecto, mientras los verbos referentes a la muerte, sepultura y apariciones están en aoristo (14, 3-6). El aoristo significa acción puntual. El perfecto, en cambio, expresa un hecho, sucedido en el pasado, pero cuyo efecto continúa en el presente 11. El que resucitó en el pasado sigue en el presente con la existencia nueva de resucitado. Lucas lo presenta como el que vive (24, 5.23). En el Apocalipsis (1, 20) también se manifiesta como el que vive.

       La fuerza de Dios, su poder, es quien produce la vida en Jesús y en nosotros (2 Cor 13, 4), pues la resurrección es por la manifestación del poder de Dios (1 Sam 2, 6; Mc 12, 24).

       La resurrección en Jesús es un comenzar a estar vivo, pero no con la vida mortal de antes, sino con una vida que no volverá a dejar de existir. Tiene el mismo cuerpo de antes, el que fue crucificado y sepultado, pero por la resurrección, su cuerpo se ha convertido en cuerpo espiritual, participa de la vida divina y ya no puede morir (Rom 6, 9). Los que resuciten después de Cristo tampoco tendrán un cuerpo sujeto a la corrupción, sino espiritual (1 Cor 15, 42-47).

Jesús en su resurrección fue exaltado (Jn 12, 32; Flp 2, 9), glorificado (Jn 12, 16.28; Hech 3, 13), elevado (Hech 1, 2.11), sentado a la derecha de Dios (Mc 16, 19; Rom 8, 34).

       La glorificación adquiere aún mayor relieve, ya que Dios al resucitar a Jesús lo constituyó en Hijo suyo con poder, según el espíritu de santidad (Rom 1, 4). Jesús, al despojarse de su condición divina (Flp 2, 6.7) y quedar eclipsado en la debilidad de la carne, mantiene su filiación divina antes de Ja resurrección; pero después de la restirrección se manifiesta como Hijo de Dios con plenitud de poder.

       Los apóstoles, al predicar la resurrección, proclamaban su significado para nosotros, como esperanza de vida futura (1 Pe 1, 3) y como liberación de nuestros pecados (1 Cor 15, 3.17; Lc 24, 47; Hech 10, 43). «Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que murieron» (1 Cor 15, 20; Col 1, 18); en virtud de nuestra unión con él, también nosotros resucitaremos participando de su gloria. El es el primogénito de muchos hermanos (Rom 8, 29). Lo que para nosotros será futuro, en Jesús ya es presente. Su resurrección es el principio y fundamento de la resurrección de los muertos (1 Cor 15, 23). «Así como todos murieron en Adán, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida» (1 Cor 15, 2 1.22). Los cristianos ya han sido sepultados y resucitados con Cristo (Col 3, 1; Ef 2, 5.6), pues todos los que se han revestido de Cristo son una nueva creación (Gál 3, 27; 2 Cor 5, 17). El estar con Cristo es el presupuesto para la futura resurrección (2 Cor 4, 11). Ese estar con Cristo incluye ese espíritu, ese germen divino, esa vida nueva que producirá la resurrección. Por eso, llama al Espíritu, las arras de nuestro revestimiento con el cuerpo celeste (2 Cor 5, 4.5; Rom 8, 23).

       Nosotros resucitaremos como escribe san Pablo a los tesalonj¡ censes en su primera carta (4, 14-17). Seremos transformados a semejanza de Cristo (Flp 3, 21).

       En tiempos de Jesús era común entre los judíos la creencia de la resurrección de los cuerpos (los justos para la vida eterna, los pecadores para la eterna ignominia, Dan 12, 2). San Pablo, ante el tribunal de Cesarea, declara la misma fe de sus compatriotas (Hech 24, 15).

       Si Cristo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte (Hech 2, 24), saltándose todas las leyes de la naturaleza, no hay dificultad para admitir la resurrección de los hombres. Para la omnipotencia divina nada hay imposible.

       La resurrección de Cristo es una victoria sobre la muerte; con ella dominó sobre vivos y muertos. Nosotros, tanto si morimos con Cristo, como si vivimos con él, tendremos como coronamiento la vida eterna (Rom 14, 7-9).

       Los muertos resucitan al quedar asumidos en una realidad definitiva y bondadosa que llamamos Dios. Penetran en un mundo donde Dios será todo en todas las cosas. Ahora, mientras esperamos la resurrección, anticipada en la de Cristo, hemos de prepararla, comprometiéndonos con todos aquellos ideales y valores que significaron la vida de Jesús y que el Padre aprobó resucitándolo de entre los muertos.

       Con la salida de Cristo del sepulcro comenzaron ya los cielos nuevos y la tierra nueva. Todos suspiramos por un mundo donde «no haya ni muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4). La muerte es la condición fundamental que actualmente existe en el mundo. Pero el hombre aspira a la superación de la muerte. La resurrección de Cristo nos asegura que esa aspiración es posible. Que la muerte no pertenece irrevocablemente a la estructura de lo creado. El poder de Dios llega hasta el interior del hombre, no termina al borde de la materia. Creer en la resurrección es creer en el poder de Dios que es esperanza y alegría; la muerte acaba en resurrección.

       La resurrección es la introducción del hombre —cuerpo y alma— en el reino de Dios, donde la muerte y el dolor y el pecado fueron aniquilados. Para nosotros, después de la resurrección de Jesucristo, ya no hay utopía (no existe lugar), sino topía:

existe ese lugar, que es la resurrección como transformación de toda la realidad humana. «El mismo Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a vuestros

cuerpos mortales en virtud de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). El Espíritu santo que nos comunica la gracia, que es el germen de la gloria, será quien nos otorgará la gloria del alma y la resurrección del cuerpo.

       El germen de la resurrección, de la gloria, es depositado en  el interior del cristiano y no ha de perderse con la muerte del hombre: «El que cree en el Hijo, tiene la vida eterna» (Jn 3, 16.36; 5, 24; 11, 26).

       «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad (Hech 1, 7). La figura de este mundo pasa (1 Cor 7, 31), pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra (2 Cor 5, 2; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1) donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de  saciar y de rebosar todos los anhelos de paz que surgen del corazón humano (1 Cor 2, 9; Ap 21, 3-7). No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. El Reino está ya miste riosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección»’2.

       La escatología, la apertura al futuro último y eterno nunca puede generar falta de compromiso o alienación. Tampoco puede engendrar miedo o temor. El hombre, ante el misterio de la muerte, está perplejo acerca de la desesperanza escatológica de

que todo se acabe para siempre.

       Se ha afirmado que la preocupación del más allá, la esperanza de no morir, es el todo de la religión.

       La predicación cristiana está hoy centrada en el anuncio de \ la caridad, no en el evangelio de la resurrección. Y, hasta caben malentendidos, al hablar solamente de la caridad ya que ésta puede convertirse en una actitud social, sin que surja del corazón del evangelio. Nos equivocamos si para ganar a los hombres sólo predicamos la promoción social en una línea horizontalista, sin entrar en la dimensión escatológica. Y la pobre gente que necesita consuelo y esperanza y seguridad futura y que carece de todo medio económico, hundida en su pobreza, va a las apariciones y a las sectas (según el CELAM, cada día son varios los miles que abandonan la Iglesia católica) porque les hablan de Dios, de la resurrección, de la vida eterna, del cielo. Pero el cristiano sabiendo que, cuando venga el Señor, se consumará la perfección, lejos de temer esta venida, la desea, como la esposa desea la vuelta del esposo que marchó de viaje. San Pablo pide «a los hermanos que, respecto de los muertos, no se entristezcan como los demás que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13), sino que «esperen a Jesús que ha de venir de los cielos, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (1 Tes 1, 10) y «así siempre estarán con el Señor» (1 Tes 4, 17). Juan Pablo II afirma que «nuestro mundo, tan desarrollado y civilizado, no es capaz de liberar al hombre del sufrimiento y mucho menos de liberarlo de la muerte»’3.

       El concilio Vaticano II enseña cómo «el hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Todos los esfuerzos de la técnica moderna no pueden calmar esta ansiedad del hombre. La Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal entró en la historia a con- 1 secuencia del pecado (Sab 1, 13; Rom 5, 21; 6, 23). Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte (1 Cor l5,56.57)»

La resurrección de Cristo es el principio de una vida nueva

       La fe afirma que la muerte no es lo último, lo definitivo, y que el hombre, cuerpo y alma, resucitará. Esto resultaba escandaloso para los saduceos que cuentan al Maestro la historia de la mujer casada siete veces (Lc 20, 27-40), y para los filósofos de Atenas, que no podían admitir que la cárcel del alma (así llamaban al cuerpo), acceda al mundo de Dios.

       La humanidad entera sueña con la situación que describe el Apocalipsis, cuando se realice la nueva alianza y «Dios ponga morada entre los hombres. Dios mismo estará con ellos y enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni cansancio, porque el mundo viejo ya pasó» (21, 3.4).

El problema que hoy se plantea el hombre, la pregunta que le interesa no es la de qué es, sino la de qué será, cuál es el futuro que le espera. El futuro que aflora es el que describe el relato bíblico del paraíso (Gén 2) que, aunque está proyectado sobre / el pasado, es una profecía de lo que será el futuro: armonía y felicidad, paz total entre el hombre y la naturaleza, de los hombres entre sí y con Dios.

       El reino de Dios en su sentido pleno es la liquidación del  pecado con todas sus consecuencias en el hombre y en el mundo y la transfiguración del cosmos según Dios.La resurrección es la transfiguración total del hombre: el ser corruptible se reviste de incorruptibilidad y el mortal de inmortalidad (1 Cor 15, 54-57). Dios no sustituye lo viejo por lo nuevo, sino que hace brotar lo nuevo de lo viejo. Consoladoras son las palabras del prefacio primero de la misa de difuntos que son la mejor reflexión y comentario de 2 Cor 5, 1-5: «En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección. Y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Bellamente el concilio Vaticano II expresa esta doctrina: «Vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad y permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre»15.

       Los cristianos no huimos de este mundo al otro, sino que con este mundo vamos al futuro.

       Es un error el dividir la historia en sagrada y profana. Sólo hay una historia. La historia de la salvación se realiza en la historia. Ya estamos construyendo el mundo futuro. La salvación no consiste en esperar otro mundo, sino en contribuir a que del viejo emerja el nuevo, ayudando «a la creación entera que gime y siente dolores de parto» (Rom 8, 22). El fin del mundo no será la destrucción de lo que ahora conocemos pues creemos con san Ireneo que «ni la sustancia, ni la esencia de la creación, serán aniquilados; lo que debe pasar es su forma temporal»’6.

       En el Credo de los apóstoles confesamos la resurrección de la carne. En el símbolo niceno-constantinopolitano se afirma la resurrección de los muertos. En los textos del nuevo testamento no aparece la palabra resurrección de la carne, sí en cambio resurrección de los muertos. Jesús vincula la eucaristía con la resurrección (Jn 6, 54-58), resurrección que pasa por comer su carne y beber su sangre, es decir, que se refiere a nuestro cuerpo o mejor al hombre entero, cuerpo y alma, según la antropología bíblica.

       El hombre al que Dios crea y llama a esta nueva vida de resurrección es el hombre total, con toda su historia: sus vivencias, el amor dado y recibido, los acontecimientos en los que ha sufrido, luchado, vencido o fracasado, las alegrías, las lágrimas, la muerte, todo será resucitado y transfigurado con Cristo. Serán transfiguradas y rehechas, por la potencia de la vida resucitada de Cristo, todas las relaciones humanas, relaciones de amistad, de afecto fraterno, de trabajo, de apostolado, de tal modo que nuestra manera de comunicarnos y reconciliarnos en la tierra llegue a ser un anticipo de nuestra comunicación en el cielo, pregustando la perfecta comunión de todos nosotros entre nosotros y con Dios, que se realizará de modo pleno en la eternidad, en la Jerusalén celeste.

       ¡Cómo hemos de esforzarnos en amar, en dar amor, ya que todo será resucitado y transfigurado en Cristo, en el cielo!

       La Gaudium et spes nos ofrece un párrafo maravilloso en el que enseña una nueva teología de la esperanza cristiana: el hombre total, con toda su historia, es el llamado a esta vida nueva de resurrección: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal... Este reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección»’7.

        No se puede, pues, minusvalorar el tiempo frente a la eternidad, no se puede infravalorar la historia presente frente a la vida futura. Mientras vivimos, estamos construyendo con nuestras manos el mundo futuro, que no estará separado de nuestro mundo actual, sino que será su remate y perfección. Será «el cielo nuevo y la tierra nueva», iluminados y transfigurados, que predijeran Is 65, 17-25, 2 Pe 3, 13 y Ap 21, 1. Todo será obra de Dios, y obra también a la que nosotros hemos de contribuir con

nuestra aportación terrena. ¡Cómo hemos de trabajar, orar, amar, para construir el mundo futuro! ¡Cómo hemos de realizar, mientras vivimos en la tierra, la misión esencial que nos ha encomendado Jesús: «Ser la sal de la tierra, la ciudad puesta sobre la cima del monte, y la luz que alumbre a todos los hombres!» (Mt 5, 13-16).

       San Pablo en las cartas de la cautividad puntualiza que la resurrección de los hombres es la vida nueva en Cristo que se da ya ahora. «Cierto es que Dios nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2, 6), pero sólo «por fe, no por visión real» (2 Cor 5, 7), «sólo en esperanza que no se ve es como estamos salvados» (Rom 8, 24). Es verdad que «ya somos hijos de Dios, pero lo que seremos, aún no se ha manifestado» (1 Jn 3, 2). De ahí ese «nuestro continuo anhelar la manifestación de los hijos de Dios..., el ansiar ser libertados de la servidumbre, de la corrupción,... y entre dolores de parto suspirar por la filiación, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 19-23). La resurrección de Cristo es el comienzo y, de algún modo ya, la realización de la resurrección universal de los muertos y de la nuestra. La muerte-resurrección de Cristo es el comienzo de la irrupción del reino de Dios: «Ha resucitado como• primicia de los que murieron» (1 Cor 15, 20); «Es el primogénito de los muertos» (Col 1, 18). Como afirma el concilio Vaticano II: «La plenitud de los tiempos ha llegado pues hasta nosotros (1 Cor 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aún en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

       San Pablo escribe que en el bautismo «es uno sepultado para participar en la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4), pues «el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,/ 17). Y hasta se atreve a afirmar que los bautizados ya están resucitados: «Si fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba donde él está sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), concluyendo con claridad que «de gracia hemos sido salvados, y no resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2, 5.6).

       En la resurrección de Jesús ha comenzado ya la nuestra. El mismo espíritu por el que Jesús resucitó habita ya en los cristianos y constituye las arras del futuro cuerpo glorioso. Cada día se va realizando la resurrección del hombre interior, pues no hay sólo una resurrección del cuerpo, hay también una resurrección del corazón. La resurrección de la carne será en el último día, la del corazón se realiza cada día. Esta es la que depende de nosotros y en la que debemos trabajar sin cesar. Ante las apariciones de Jesús, ante aquellos signos que deslumbraron a los apóstoles, nos alerta san León Magno y nos pide que los hagamos realidad aquí y ahora: «Que aparezcan también ahora en nuestra ciudad los signos de la futura resurrección y lo que debe cumplirse en los cuerpos, que se cumpla ya ahora en los corazones»’9.

       En el capítulo de la santidad reflexionamos sobre si se puede cambiar, si uno se puede hacer santo. La esperanza viva que procede de la resurrección es la que embarcó a los primeros discípulos haciéndoles criaturas nuevas. La experiencia de los santos que transmite a la Iglesia toda la riqueza de la resurrección de Cristo, y que ha sido capaz de transformar durante dos milenios a los pecadores en santos, nos abre el corazón a la esperanza que procede de la resurrección del Señor y nos embarga como un soplo renovador. Por eso, en esta meditación experimentamos que algo va a cambiar en nuestra vida, que todo no va a ser igual. Aunque otras veces hayamos sentido esto mismo y después la realidad nos lo haya desmentido, esta vez será distinto. Al esperar de este modo en plenitud de confianza, se conmoverá el corazón de Dios y nos ayudará: el signo de la futura resurrección se cumple ahora en nuestro corazón.

Significado de la resurrección

1. Para la persona de Jesucristo. Con ella se constituye hijo de Dios con poder (Rom 1, 4), juez y Señor de vivos y muertos (Hech 10, 42; Rom 14, 9). Por ella recibió un-nombre-sobre-todo-nombre (Flp 2, 9).

       Jesús, en su vida terrena, ha vivido no en la gloria del hijo e Dios, sino en la kenosis de su condición de esclavo (Flp 2, ). Ha vivido con toda pobreza la condición humana llegando a ser en todo, excepto en el pecado, semejante a los hombres (Heb 2, 17; Rom 8, 3). Mas la resurrección descubre quién era verdaderamente Jesús, y lo que había de desconcertante y extrardinario en sus palabras y acciones. A la luz de la resurrección hay que leer la vida de Cristo, como lo han hecho los testimoos más auténticos de la Iglesia primitiva. Por eso, la vida de Jesús que ofrecen los evangelios es más verdadera y recoge más profundamente «lo que hizo y dijo» (Hech 1, 1), que una pura historia que se quedara en la superficie.

       Y, sobre todo, la resurrección revela el sentido de la muerte de Jesucristo que quedaba misterioso y desconcertante. Ha querido morir para cumplir el designio del Padre (Mc 8, 31). La muerte de Jesús aparece como el camino que conduce a la vida, como el instrumento de la redención (Jn 12, 24).

       La resurrección se presenta como un triunfo de Jesús, como el sí dado por el Padre a la pretensión y a la persona de Cristo. Sin resurrección, la vida y la muerte del Señor quedarían incompletas. Ella sanciona la misión y la identidad de Jesús. Vida, muerte y resurrección forman una trilogía inseparable. Jesús muere así porque ha vivido de ese modo, y vive así para morir de ese modo. La resurrección es una rehabilitación. A partir de la luz de la resurrección, los discípulos hubieron de corregir sus concepciones políticas y triunfalistas del reino de Dios, y admitir que el reinado de Dios se realiza en el amor y no por el poder. Ella igualmente reivindica la pretensión de Jesús: un reino en el que el hombre sea libre, un culto en espíritu y en verdad, en una comunidad sin marginados, y donde la vida humana esté cobijada al calor de la paternidad de Dios.

2.° Para el hombre y para el mundo. La resurrección ha transformado radicalmente la situación del hombre y del mundo, haciéndole pasar, aunque todavía no plenamente, del eón presente  al futuro. En el eón presente dominaba el demonio, el pecado y la muerte. Estas potencias las ha vencido con su muerte-resurrección (Rom 6, 9; Heb 2, 14.15).

       San Pablo, al menos en cuatro ocasiones, evoca el acontecimiento que cambió el curso de su historia, que transformó su vida y que dio un vuelco a su existencia: Gál 1, 13-24; 1 Cor 9, 1.2; 15, 8; Flp 3, 7-14. Refiere la repercusión que ha tenido en su vida el encuentro con el Resucitado. Lo sintetiza en tres momentos: antes, en y después. Antes era fiel observante y perseguidor. En el momento en que vio a Cristo resucitado y lo alcanzó salvíficamente, inauguró una vida nueva. Después, cuando su vida quedó radicalmente cambiada, se produjo una ruptura total con su vida anterior, e hizo una nueva jerarquía de valores.

       El hombre, adhiriéndose a Cristo resucitado, muere al pecado, llega a ser un hombre nuevo, que ya no vive en la carne, sino en el espíritu (Rom 6, 4-6; 7, 5; 8, 9) y que ya no puede pecar (1 Jn 3, 6.9 [texto misterioso]).

       La resurrección ha inaugurado el reino escatológico. Todavía no es el fin, pero sí el comienzo del fin, cuando Cristo en su segunda parusía venza a sus enemigos y le queden sometidas todas las cosas (1 Cor 15, 24-28).

       Pero además de su significado cristológico, la resurrección tiene un sentido soteriológico para cada uno de nosotros: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le ha resucitado entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9). Su resurrección hace posible y realiza la nuestra.

       Es verdad que la resurrección de Cristo no anula lo que tiene de dramático y trágico la existencia humana. Hasta la segunda venida el pecado dominará en el hombre y en el mundo. Mas el triunfo definitivo no será del pecado, pues ahora ya en la humanidad obra una fuerza divina que proviene de la resurrección, fuerza que al hombre le libra del pecado y del egoísmo y engendra la caridad que le hace sentir el grito desgarrador de los marginados, de los oprimidos, de los pobres y le da fuerzas que le empeñan en la liberación de todos. A la fuerza de la violencia opone la de la verdad y la de la justicia. De ese modo crece un mundo nuevo que comienza hoy: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo. Mirad que yo realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 19). Esto nuevo que brota de la resurrección es lo que ha dado fuerzas a los hombres para luchar y transformar este mundo en que vivimos.

       La resurrección constituyó para los seguidores de Jesús una experiencia de conversión total. Fue un volver a él, abandonándose plenamente en su poder y viviendo la presencia del Maestro en medio de ellos. Ante el escándalo de la cruz y la muerte ignominiosa de Jesús, lo abandonan y huyen (Mc 14, 50). Ahora, después de la resurrección, manifiestan una adhesión inquebrantable. De una situación de crisis, pasan a una actitud de fe. Este cambio brotó de un encuentro con quien se mostró vivo después de la muerte, y de un proceso progresivo de cuanto encierra la resurrección y que se describe en los relatos evangélicos.

       La fe en la resurrección surge de una profundización de las palabras de Jesús pronunciadas en su vida pública (Lc 24, 6-8), de creer en las Escrituras y de apoyarse en los signos que presenciaron (sepulcro vacío y encuentros con el Resucitado).Fuera de la percepción humana cae el hecho de la resurrección, lo que se verificó en Jesús, la nueva dimensión de su cuerpo convertido en espíritu vivificante, y hasta las mismas apariciones que no eran observables por cualquiera, pues significaban una penetración en profundidad de las Escrituras y de las palabras del Señor.

       Los que siguieron a los apóstoles llegaron a la aceptación de la resurrección en una actitud de fe (1 Cor 15, 1.2), como nos sucede a nosotros; mas para llegar a adquirir esta fe, para crear un clima de crecimiento se insiste en el ahondamiento de la Escritura y en la fracción del pan (Lc 24, 6.7.26.27.30-35.44).

       Esta es la vida nueva que surge de la resurrección con la que el creyente muestra que Cristo resucitado continúa todavía vivo en la vida de los cristianos. Esta vida personal e íntima se comparte con los otros en la comunidad eclesial, y crece al expandir- la a los demás tal como hizo María Magdalena al comunicar la buena nueva a los discípulos (Jn 20, 18) y como los de Emaús 1,8 al grupo de los apóstoles (Lc 24, 33-35), a quienes se les confió la misión de evangelizar a todo el mundo (Mt 28, 18-20; Hech 1, 8)

       La resurrección de Cristo es la esperanza del hombre y del mundo y la luz que clarifica el camino doloroso de la humanidad y da sentido a la historia humana. Si Cristo no hubiese resucitado no sólo sería yana nuestra fe, sino también nuestra esperanza.

       Los primeros cristianos no sólo predicaron a Jesús resucitado sino que lo hicieron presente en sus vidas y en la de aquellas comunidades. ¿Cómo podemos nosotros hacer hoy presente a Cristo resucitado? No se trata de presentarlo de modo abstracto en la predicación. La transformación que Cristo ha experimentado en su humanidad gloriosa se ha de comunicar a todos los hombres. De Cristo resucitado procede toda la gracia y toda la santidad. Esta es la experiencia que vivieron los apóstoles y que es ahora la norma y el fundamento de la nuestra.

       La predicación apostólica de la resurrección era eficaz por estar avalada con una manifestación de signos del Espíritu santo (don de lenguas, de curaciones, de milagros, de profecía... 1 Coi1 12), pero sobre todo por el hechizo que producía la vida de lo cristianos, por las señales que manifestaban de manera fehaciente que la comunidad vivía la resurrección: celebración de la eucaristía, oración en el templo, alegría, comunión de corazones (koinonía), caridad en el compartir lo que cada uno poseía, entregados en el servicio desinteresado, al pobre, al marginado (Hech

2, 43-47; 4, 32-35). La primitiva comunidad vivía de Cristo resucitado. La predicación del Señor resucitado resulta ineficaz se refiere sólo a un hecho del pasado y no viene ejemplificada en la realidad de una comunidad en la que obra el Espíritu. Fue Cristo resucitado quien comenzó en sí mismo la transformación del mundo y ahora la continúa en la Iglesia.

       Todo se hace nuevo con la resurrección de Jesús, donde me- diante la glorificación de su cuerpo ha puesto la levadura para la renovación y transformación del mundo entero.       La eficacia de la resurrección que se hizo efectiva cuando se realizó, continúa en el presente renovando a la humanidad y, se prolongará hasta el fin de los tiempos a través de esa vida que no perece.

       La resurrección posee una significación salvífica de primer orden porque representa la victoria sobre la muerte y el pecado. Es el signo que acredita que Jesús es el Hijo de Dios. Es el milagro por excelencia y constituye el centro mismo del cristianismo. Es el acontecimiento clave dentro de la historia de la humanidad que la modifica, puesto que la victoria final la anticipa en Jesucristo. Es la victoria definitiva sobre el mal y sobre todo límite humano; es la primicia de nuestra resurrección y de donde sacamos la fuerza para nuestro compromiso cristiano y para nuestra esperanza en el futuro. Creer en la resurrección equivale a afirmar que Cristo está vivo, junto al Padre y entre nosotros, y que el Señor resucitado 1nos asegura la vida eterna más allá de la historia. Y porque Jesu¡ cristo ha resucitado, el bien es más consistente que el mal, la verdad es más sólida que la mentira, la alegría es más radical que la tristeza, la generosidad es más verdadera que el egoísmo, la gracia es más fuerte que el pecado, la vida más que la muerte. La resurrección de Jesús es para el cristianismo el acontecimiento central de toda la historia humana.

21ª.  ALEGRÍA DEL CORAZÓN

“La alegría del corazón es la vida del hombre, el regocijo del varón, prolongación de sus días”(Ecl 30, 22).

“Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres”(Flp 4, 4).

       El hombre es el ser conflictivo. El pecado original, más aún los pecados personales nos ponen en estado de debilidad, de impotencia, que provoca desequilibrio, tensiones, depresiones, y a veces desemboca en tragedia. Es la ley de los miembros: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que detesto» (Rom

7, 19).

       Además, este estado conflictivo parece ser hoy uno de los signos de los tiempos en nuestro contexto histórico, y en el momento religioso que vive la humanidad. Antes, todo parecía patente y claro. Ahora, vivimos momentos de crisis, de perplejidad, de confusión, de inseguridad. Ahora, resulta fácil comprender que Dios nos salva, no por su omnipotencia, sino por su debilidad (Mt 8, 17).

       Por todo eso, vamos a reflexionar sobre la alegría, no propiamente del sentimiento de dicha sensible y pasajera, sino de la auténtica alegría que hunde su raíz en la buena nueva, que se funda en Jesucristo.

       A la tristeza se la consideraba pecado capital en nuestros catecismos antes de san Gregorio Magno; fue este papa quien pensando que la tristeza y la pereza fueran lo mismo, excluyó de la lista de los pecados capitales la tristeza.

       Es verdad que no toda la tristeza es pecado; hay dolor en el alma; hay momentos de tristeza y horas oscuras hasta en las almas más alegres y santas. El mismo Jesús, el hombre más gozoso y que no podía pecar, confesó en Getsemaní «que su alma estaba triste hasta el punto de morir» (Mc 14, 34). Quien no conozca esas horas oscuras poco sabe de la vida.

       A veces, la experiencia del cristiano está marcada con una tristeza singular, que el no creyente no puede comprender. Por una parte ve que con Jesucristo ya ha comenzado un mundo nuevo, que tiende hacia su plenitud definitiva. Por otra parte, ve con más claridad que los otros hombres, que el mundo que le rodea está sumergido en una atmósfera de pecado y de ausencia de Dios. ¡ Cuántos padres asisten impotentes y tristes al espectáculo de sus hijos que vuelven la espalda a su ideal religioso bajo la presión de la mentalidad del mundo actual! ¡Cuántos cristianos se entristecen viendo cómo el mal se va introduciendo de modo oculto en la vida pública, en los medios de trabajo, en la escuela y hasta en las comunidades eclesiales!

A veces, hasta las personas más comprometidas han de reconocer que por su debilidad y estado de pecado contribuyen al dominio del mal. Si vivimos el compromiso cristiano y no llevamos una vida superficial, no podemos permanecer indiferentes sino que estaremos afligidos y tristes ante la destrucción que el mal opera en la vida de los hombres.

       Pero hay una tristeza que es pecado, a la que se rinde el hombre por falta de coraje. Es la de quienes no quieren ver el mundo sino como una pura oscuridad y se olvidan que el Padre bueno de los cielos sigue amando al hombre y cuidando al mundo que creó y del que afirmó que era bueno (cinco veces aparece esta afirmación en Gén 1).

       A este respecto, me parece iluminadora la fantasía que escribe el padre Hiring: «En un gran congreso el demonio supremo habla así a todos sus muy amados e igualmente odiados diablos para conseguir la transformación de la Iglesia en un sacramento de pesimismo. Aprended la psicología moderna: ansiedad, angustia, tristeza, es ahora la consigna. Insistid piadosamente en la observancia de todos los mandamientos, salvo los del amor y la misericordia. No toleréis el sentido del humor, porque está vinculado a la humildad y podría resultar fatal. Colocad todos los días en el despacho del papa una larga relación de acontecimientos sombríos que sirvan de base a su información; haced lo mismo con los obispos, superiores religiosos y profesores. Sed intrépidos al combinar los diversos ingredientes piadosos, siempre que incluyáis el elemento básico y potentísimo del maloliente pesimismo»’.

        Delibes, en su novela La sombra del ciprés es alargada, hace un retrato-robot del pesimismo: «El pesimismo sólo nos deja ver las espinas en los rosales, la muerte en el hombre, la carne en el amor. Alimentados de pesimismo no vivimos la vida, la sufrimos. Todo lo malo de la vida se agiganta para el pesimista y además lo bueno se hace malo precisamente porque de todo escoge su fachada negativa. El alternarse lo bueno y lo malo de la vida no basta para enfangamos en el pesimismo».

       Contra el pesimismo, el hombre hoy tiene que vivir el gozo y la alegría de darse a los demás, de darse en detalles de ternura. La ternura es una forma entrañable y delicada de manifestar el cariño y el respeto que los demás nos merecen. Una persona que ama con ternura a los hombres es capaz de suscitar en ellos los mejores sentimientos y actitudes de alegría y de gozo.

       La ternura para con los demás exige aceptar a todos como son, comprender y no juzgar.

       Hay una película antigua que, por la manera de actuar el protagonista, me impactó. Me refiero a La torre sobre el gallinero de Vittorio de Calvino. Voy a relatar solamente una escena. Al vecino del piso de abajo no le dejaron dormir unos ruidos del piso de arriba. Y pensó: mañana subiré y le romperé la cara. Era un joven el que así pensaba y podría hacerlo. Pero fue por la mañana, al subir, cuando se enteró que el hijo de su vecino del piso de arriba había muerto aquella madrugada. Durante toda la noche el padre había paseado en sus brazos al niño gravemente enfermo para infundirle vida, para que no se le muriera. ¡Cómo cambió de actitud al enterarse de la realidad del hecho! Me impresiona el comprobar que nuestra interpretación de los hechos es, a menudo, equivocada. Haría falta conocerlo todo, todo, y todavía no sería suficiente para poder juzgar. Pocos textos bíblicos me han impactado tanto como: «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados» (Lc 6, 37), teniendo en cuenta que esta frase de Jesús es un doble pasivo divino, es decir que el sujeto es Dios: si no juzgamos, ni condena- ¡nos a los demás, Dios nunca nos condenará.

       Ante la gente que anda taciturna por las pequeñas cosas que ocurren en la Iglesia, y por los problemas grandes que vive el hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto al hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es el camino, la verdad y la vida! (Jn 14, 6)»6.

       La oración nos hace serenos, no angustiados; la cruz nos hace maduros, no agrios. El mundo espera de nosotros no grandes acciones, ni palabras elocuentes, sino que les mostremos en la alegría de nuestros rostros que Jesús es buena noticia, que sepamos sonreír.

       Jean Guitton, a quien acudió Mitterrand poco antes de morir para que le hablase de la vida después de la muerte, cuenta lo que en una ocasión le dijo un incrédulo: «Yo si tuviera fe, la tendría infinitamente más que usted. La aplicaría. Renunciaría al mundo. Entraría en el monasterio de Port-Royal. No estaría nunca triste. Pero usted está triste y no entra en Port-Royal. ¿De veras tiene esa fe?».

Esto nos trae a la memoria lo acaecido en uno de los viajes del papa Pablo VI. Había sufrido mucho por las consecuencias de algunas aplicaciones arbitrarias del concilio Vaticano II, por lo que se notaba que a veces al papa le costaba sonreír. Cuando Pablo VI fue a Uganda, al Congreso eucarístico internacional, una periodista de Kampala publicó en la prensa una carta abierta dirigida al papa: «Pablo VI, sonríe. Si no sonríes la gente de mi tierra dirá: ¿de qué le sirve al papa su fe, si no sabe sonreír?».

       La alegría es una obligación que el israelita tiene para con Dios. Es decirle que está contento con sus dones. Y en esta línea va la oración del judío piadoso, como va el Magnificat de la Virgen.

       Es también una obligación para con el prójimo. Nuestro deber es brindarle alegría: «Lleve uno la carga del otro y así cumplimos la ley de Cristo» (Gál 6, 2). Llevar la carga del prójimo es brindarle alegría, que a la vez redunda en provecho propio, como dice un proverbio chino: «Siempre queda un poco de fragancia en la mano que ofrece rosas». Conservar la alegría es saber repartirla. El mejor modo de repartir la alegría es sonreír. La sonrisa es el sol de las almas: Así como el sol disipa las nubes, la sonrisa amable y cordial hace desaparecer la tristeza y el pesimismo de las personas que conviven con nosotros. En la sonrisa damos a los demás lo mejor que tenemos y somos. Se ha dicho que una sonrisa cuesta poco y produce mucho. No empobrece a quien la da y enriquece a quien la recibe. Dura sólo un instante y perdura en el recuerdo eternamente. Es la señal externa de la amistad profunda. Nadie hay tan rico que pueda vivir sin ella y nadie tan pobre que no la conozca. Una sonrisa alivia el cansancio, renueva las fuerzas y es consuelo en la tristeza. Una sonrisa tiene valor desde el momento en que se da. Si crees que a ti la sonrisa no te aporta nada, sé generoso y da la tuya, pues nadietiene tanta necesidad de la sonrisa como quien no sabe sonreír.

       Es igualmente una obligación para con nosotros mismos, pues «corazón alegre hace buen cuerpo, la tristeza seca los huesos» (Prov 17, 22). Santo Tomás, comentando Flp 4, 1, dice que todo el que quiera progresar en la vida espiritual, necesita tener alegría. Por eso, «alegraos y perfeccionaos» (2 Cor 13, 11). Y eso porque sólo se hace bien aquello que se hace con alegría. Y, en Sal 119, 32 se le dice al Señor: «Correré por el camino de tus mandamientos, cuando ensanchares mi corazón». Y el esposo salta de alegría por montes y collados (Cant 2, 8).

Ya Aristóteles afirmó que el hombre no puede vivir largo tiempo sin alegría, y en nuestros días se ha dicho que el no alegrarse es el gran pecado del nuevo testamento. Paul Claudel ha podido escribir que entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia: enseñar que la única obligación en el mundo es la alegría porque la única obligación es el amor. Es natural que para ser bienaventurado en el dolor hace falta mucho amor, hace falta estar enamorado.

       A un cristiano le puede faltar todo, pero si está unido a Dios, no puede carecer de alegría. Con razón santo Tomás de Aquino observa con su agudeza lógica: «Al amor de caridad sigue necesariamente la alegría»7.

       El abad Macario, maestro de vida interior, en el yermo decía: «Las cosas de la gracia traen alegría».

       Bueno será tener en cuenta que la alegría no es una sola virtud. Es fruto de varias virtudes. Presupone amor y procede de él, ya que sin amor no hay alegría verdadera, o ésta es insípida y pasajera. Además se requiere poseer lo que se ama pues la alegría está en la posesión segura de la cosa amada. Por lo tanto, cuanto mayor es el amor y más íntima es la posesión de lo amado, más embriagadora es la alegría.

       De la alegría del corazón hay unos versículos deliciosos en el Eclesiástico (30, 21-25); ellos son objeto de nuestra meditación. «No dejes que la tristeza se apodere de ti, ni te atormentes en tus cavilaciones».

       Cuando la tristeza se apodera de nosotros, se enturbian los ojos de nuestra fe y no vemos a Jesús que camina con nosotros. Esto les sucedió a los discípulos de Emaús que «no conocieron a Jesús. Se pararon con aire entristecido» (Lc 24, 16.17). No se puede estar alegre si no se vive en la oración. «j,Sufre alguno de vosotros? Que ore» (Sant 5, 13).

       «La alegría del corazón es la vida del hombre. La tristeza perdió a muchos y no hay en ella utilidad» (Edo 30, 22.23). Igual que la alegría del corazón es la vida del hombre, la tristeza supone la muerte. Cuando la tristeza entra en el corazón, todo se oscurece (Mt 6, 25). Estar triste es como estar muerto. La vida vibrante de la primitiva comunidad cristiana, el hechizo que producía entre los paganos, el que ese testimonio fuese la causa mayor de las conversiones, estaba fundamentado en la alegría y sencillez del corazón y en el modo de cómo eran testigos de la resurrección del Señor (Hech 2, 46; 4, 33).

       San Agustín refleja también actitudes y acciones que motivan la alegría como signo distintivo de las comunidades de su tiempo: «Rezar juntos, pero también hablar y reír en común, intercambiar favores, leer libros juntos, bien escritos, estar bromeando juntos y juntos serios; estar a veces en desacuerdo sin animosidad, como se está a veces con uno mismo, y utilizar este raro desacuerdo para reforzar el acuerdo habitual; aprender algo unos de otros, o ensefíarlo unos a otros; echar de menos con pena a los ausentes, acoger a los que llegan con alegría y hacer manifestaciones de este tipo o de otro género, chispas del corazón de los que se aman y se atraen, expresadas en el rostro, en la lengua, en los ojos, en mil gestos de ternura; y cocinar los alimen-! tos del hogar en donde las almas se unan en conjunto y donde varios no son más que uno»8.

       Para hacer un estudio de la alegría en la Biblia habría que recorrer toda la historia de la salvación, de la que el antiguo testamento es una preparación que adquiere su dimensión plena con la venida de Jesús.

       Comencemos escuchando la petición que en un momento difícil en la historia del pueblo, le hacen Nehemías y Esdras: «Este día está consagrado a Yahvé vuestro Dios; no estéis tristes, ni lloréis. La alegría de Yahvé es vuestra fortaleza» (Neh 8, 9.10).

       Sólo quiero citar algunos textos más del profeta Isaías que sirven de preparación para la salvación-alegría que nos trae Jesucristo. «Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría» (9, 1.2). «Dad gritos de gozo y de júbilo moradores de Sión. ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!» (12, 6). «El espíritu del Señor Yahvé me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres, para vendar los corazones rotos, para consolar a todos lo que lloran, para darles aceite de alegría» (61, 1-3).

El nuevo testamento nos invita a la alegría

       El nuevo testamento se abre con una invitación a la alegría. Los momentos principales de la vida de Jesús están señalados por una invitación a la alegría. El ángel de la anunciación saluda a María con el «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1, 28). El ángel del nacimiento dice a los pastores: «Os anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo» (Lc 2, 10). El ángel de la resurrección pide a las mujeres que vayan a decir a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos, y ellas fueron «con gran gozo» a dar la noticia (Mt 28, 7.8).

       Es provechoso contemplar a la persona de Jesús en su vida terrena y caer en la cuenta de cómo ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías, ya que «ha compartido en todo nuestra condición humana menos en el pecado»9, como se afirma en Heb 4, 15.

       Su sensibilidad aparece al apreciar toda esa suma de alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. Admira las aves del cielo que no siembran ni cosechan y el Padre celestial ‘las alimenta (Mt 6, 26), y los lirios del campo tan preciosos que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos (Mt 6, 28.29). Canta la alegría del sembrador y del segador (Jn 4, 36), la del hombre que halla un tesoro escondido (Mt 13, 44), y la del que compra una perla de gran valor (Mt 13, 46); la del pastor que encuentra la oveja perdida (Lc 15, 4-7), la de la mujer que halla una de sus arras de boda (Lc 15, 8-10), la del padre que recibe al hijo pródigo (Lc 15, 11-32); la alegría del que da el banquete a los pobres, a los cojos, a los ciegos (Lc 14, 13.14), y la del comensal que puede comer el banquete del Reino (Lc 14, 15), la alegría de los muchos que vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa (Mt 8, 11); la alegría de la mujer que acaba de parir un niño (Jn 16, 21).

       El mismo Jesús manifiesta alegría y ternura cuando se encuentra con los niños que están deseosos de acercarse a él y los abraza (Mc 10, 13-16), y con el joven rico que quiere tener en herencia la vida eterna y al que Cristo miró y amó (Mc 10, 17- 21), y con una familia de amigos, Lázaro, Marta y María, que le acogen en su casa (Lc 10, 38-42).

       Y todavía experimenta mayor alegría ante la muchedumbre que le sigue hasta quedarse tres días sin comer por escucharle (Mc 8, 2), ante la conversión de la mujer pecadora (Lc 7, 50), del publicano Zaqueo (Lc 19, 9.10), o ante la generosidad de aquella pobre viuda (Lc 21, 1-4). La compasión y ternura que en estas cosas experimenta Jesús es como el gozo entrañable de Dios ante los pobrecitos y necesitados. Es como la manifestación de una gran alegría ante los que le buscan, le necesitan y le siguen.

       Su alegría es todavía mayor hasta exultar de gozo al comprobar que a los más pequeños se les revelan los secretos del Reino, mientras se esconden a los sabios y prepotentes (Mt 11, 25).

       Una de las características del evangelio de san Lucas es el tema de la alegría. El término exultación y el verbo exultar son exclusivos suyos (1, 14.44.47; 10, 21; Hech 2, 26.46; 16, 34). Parece que de intento se pretende llenar el tercer evangelio de expresiones de alegría. Todo él está envuelto en serenidad gozosa. Los discípulos vuelven con gozo de su misión (10, 17). El mismo Señor les mueve a ello al manifestarles que sus nombres están escritos en el cielo (10, 20). Muchos pasajes aparecen sembrados de este gozo (7, 16; 13, 17; 17, 15; 18, 43; 19, 1737).

        El primer tomo de la obra de san Lucas se cierra con el gozo rebosante de los apóstoles por la gloria triunfante del Señor (24, 52). La nota de entusiasmo radiante y de alegre optimismo resuena aquí más que en ningún otro lugar del nuevo testamento.

San Juan, el discípulo que puso su cabeza sobre la sede del amor, sobre el corazón del Señor, después de hablar de lo que ha visto, ha contemplado y tocado con sus propias manos, nos pide que entremos en el gozo de la comunión fraterna con el Padre, con su spíritu y con su)lijo Jesucristo «para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 1-4).

El discípulo amado ha oído las palabras del Maestro. «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15, 11). Y en la oración sacerdotal ha escuchado al Señor: «Ahora me voy a ti y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17, 13).

       También valdría la pena espigar textos de san Pablo sobre la alegría, tomados de todas sus cartas. Ya en la primera carta pide:

       «Estad siempre alegres» (1 Tes 5, 16). Y, al final de su vida, mientras está prisionero, escribe a sus fieles más queridos: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna. Y la paz de Dios que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 4-7).

       Sólo un alma contemplativa como la del apóstol puede sentir- se enamorada del gozo y de la alegría hasta poder descubrir en el sufrimiento y en la cruz el secreto de su alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

       Jesucristo nos dice: «Bien, siervo bueno y fiel, en lo poco has sido fiel, al frente de mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25, 21.23).

Esta meditación es para entrar en la alegría de Jesús, en su gozo, en su felicidad. Toda nuestra vida ha de ser vivida desde la resurrección. Todo el evangelio es releído desde la resurrección, y desde ella es desde donde san Pablo plantea la conversión del cristiano. Sólo la resurrección nos llena de la verdadera alegría y nos hace criaturas nuevas, nos obliga a vivir como hombres nuevos. El apóstol afirma claramente su valor soteriológico (Rom 4, 25).

       El evangelio, la buena nueva que vivimos y predicamos ha de ser un mensaje de alegría, como el de María al visitar a Isabel (Lc 1, 40.4 1), como el de los ángeles al aparecerse a los pastores (Lc 2, 10), como el de Cristo en el sermón del monte (Mt 5, 1- 12; Lc 6, 20-23). Nosotros los cristianos, como Juan el Bautista, no somos como el novio que tiene a la novia, sino como el amigo del novio que le oye y se alegra mucho con su voz. «Esta es nuestra alegría que ha alcanzado su plenitud» (Jn 3, 29). La hemos alcanzado en la resurrección de Jesucristo que es la que hizo desbordar de gozo a los apóstoles. Los cristianos hemos de llevar impresos en nuestro rostro el signo de la alegría pascual, el signo del Resucitado.

       ¿Por qué no somos capaces de vivir esta alegría pascual? ¿cuáles son los obstáculos? Sin duda, el no haber puesto a Jesús en el primer lugar, en el centro de nuestra vida; el no haber aceptado a los demás como son y a nosotros con nuestras limitaciones; el no haber gustado a Dios en el silencio del desierto y el no haber sabido vivir para los demás a fondo perdido.

       Viviremos la perfecta alegría si sabemos que Dios, nuestro Padre, nos quiere más que la gallina a sus polluelos cuando los cobija bajo sus alas (Mt 23, 37), y que una madre puede llegar a traicionar a sus hijos, pero él jamás traicionará a los suyos, pues nos tiene tatuados en las palmas de sus manos (Is 49, 15. 16). El cuida con mimo hasta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza (Mt 10, 30; Lc 21, 18).

       Cuando la cruz se haga demasiado pesada, hay que ir con Jesús al huerto de los Olivos y dialogar intensamente con el Padre, saberse querido; buscar la compañía de los amigos y experimentar su cercanía y afecto, también nos puede ayudar. Pero sobre todo será la proximidad amorosa de nuestro Padre Dios la que nos fortalecerá y colmará de gozo.

       Al sentirse querido ya no cuenta ni la oscuridad ni el dolor. Los contemplativos irradian la alegría de su encuentro con Dios en profundidad interior; saborean la cruz: «lejos de mí el gloriar- me sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6, 14). Es la fecundidad gozosa del grano de trigo que se deshace para dar fruto (Jn 12, 24). Desde la cruz se comunica a los demás la alegría serena y profunda. Este fue el misterio de la alegría de Jesús y será el de la nuestra.

23ª MEDITACIÓN: LLAMADA A LA SANTIDAD

             “Sed santos, porque yo, Yahvé, soy santo”(Lev 19, 2).

             “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”(Mt 5, 48).

             “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”(Lc 6, 36).

       La santidad es el tema dominante en el libro del Levítico: «Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios soy santo» (19, 2). San Pablo ha escrito que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla purificándola en virtud de la palabra y presentarla resplandeciente sin mancha ni arruga: santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27).

       Ser Santos, más que un mandato es un privilegio, un regalo, una gracia. El santo es una criatura realizada. No serlo es un fracaso. A veces se pensó, falsamente, que la santidad era para una pequeña elite de personas que vivían en condiciones especiales.

       Dios es la santidad. El profeta Isaías oyó tres veces el grito de los serafines: santo, santo, santo (en hebreo kadosh) (6, 3).

       María al nombrar a Dios dice: «Su nombre es santo» (Lc 1, 49). Y la plegaria litúrgica proclama: «Santo eres en verdad, Padre, fuente de toda santidad».

       La Biblia habla de la santidad en indicativo, como algo ya realizado: sois santos. Es un don. Otras veces lo indica en imperativo: sed santos, como algo que hay que realizar. Es un deber.

       San Pablo nos pide: «Sed imitadores de Dios, como hijos muy amados, y vivid en el amor, como Cristo» (Ef 5, 1.2). La santidad consiste en imitar a Dios y a Jesucristo. El concilio Vaticano II pide que «con la ayuda de Dios, los cristianos conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron»1.

       Hace mucho tiempo que tengo entre mis libros uno del grafólogo italiano Girolamo Moretti2, que recoge el fruto de unos cuarenta años de investigación sobre la escritura de los santos, en el que llega a la conclusión de que la escritura de estas personas evidencia también sus inclinaciones naturales malas; después de muchas dudas y de numerosas consultas ante esa conclusión, tan en contra de cuanto nos decían los hagiógrafos que los pintaban santos desde la cuna, se decidió a publicar el trabajo de sus investigaciones. De las cincuenta y ocho escrituras de santos analizadas, sólo encontró tres en las que se manifestaba una bondad natural: en la de san Juan Berchmans, en la de santa Margarita María de Alacoque y en la de san Pío X. En los rasgos de las otras cincuenta y cinco escrituras estudiadas se descubren las malas inclinaciones de la naturaleza humana, Y, aunque la experiencia parece demostrar que se cambia poco en general, estos cincuenta y cinco ejemplos sirven para darnos ánimo, en estos días de ejercicios espirituales, al servirnos de ejemplo los que sin tener madera de santos, se hicieron santos.

       Sólo voy a citar algunos ejemplos estudiados por este eminente grafólogo. La escritura de san Francisco de Asís mostraba su inclinación a la vanidad; la de san Carlos Borromeo, a no respetar la letra de la ley; la de san Ignacio de Loyola, al egoísmo; la de santa Teresa de Jesús, a la sensualidad.

Puede ser que san Francisco de Asís tuviese la tendencia a la vanidad, pero de la bajeza de esa inclinación pasó a la altura del total olvido de sí mismo. Devolvió a su padre hasta el último vestido, para poder llamar plenamente padre a su Padre celestial; se vistió de sayal y se desposó con la dama pobreza. ¿Dio este paso solo, con sus propias fuerzas? ¡De ningún modo! Lo hizo sostenido por Cristo.

       Quizá san Carlos Borromeo tuvo propensión a no respetar la letra de la ley, pero desde esa baja tendencia, pasó a las alturas del amor a la ley de Dios y de la Iglesia. Fue uno de los más grandes ejecutores de las disposiciones del concilio de Trento. El Señor le dio fortaleza para poner en práctica las decisiones del concilio.

       Puede ser que san Ignacio de Loyola tuviese inclinación al egoísmo, pero desde la bajeza de esa actitud, pasó a la sublime dedicación total al servicio de los demás. Estaba muriéndose cuando no quiso llamar junto a él a sus hermanos de religión para no interrumpir su trabajo, pues estaban preparando el material para enviarlo a las misiones de la India. Sólo Jesucristo fue quien realizó este misterioso cambio en él.

       Tal vez santa Teresa de Jesús tendiese a la sensualidad, pero desde esa baja inclinación logró ser modelo de virginidad ayudando a muchas personas que se han consagrado al amor de Jesucristo. ¿Dio este paso sola, con sus propias fuerzas? ¡No! Lo hizo en virtud de la resurrección de Cristo.

       En virtud de la resurrección de Jesús, en estos días de experiencia de gracia, él ha creado en nosotros un hombre nuevo. ¡ Cómo impresiona el testimonio de Mitya en la novela de Dostoievski!: «Aliocha, en estos últimos tiempos he descubierto en mí un hombre nuevo, un hombre nuevo que ha resucitado en mi alma. Este hombre lo he llevado siempre oculto en el fondo de mí mismo, pero jamás hubiera tenido conciencia de él, si Dios no me hubiera enviado esta prueba. La vida es misteriosa y espantosa. Pero, ¡qué importa que tenga que manejar el pico aquí abajo, en la mina de Siberia, durante veinte años! Esto ya no me aterra. Tengo otro temor, que es ahora mi temor único, mi gran temor: temo que el hombre que ha resucitado en mí, me abandone».

             Cada uno llevamos en el fondo de nuestra alma ese hombre nuevo que ha resucitado. Hay que hacerle surgir del hondón de nuestro ser; sería terrible que nos abandonase. Ese hombre nuevo es el santo que siempre hemos deseado ser y en el que nos queremos convertir. Hay que despertarle y decir lo mismo que el ángel a la Iglesia de Efeso. Después de enumerar todas las cualidades de esa comunidad, le culpa porque ya no está impregnada de suficiente amor, de que de alguna manera se ha apagado. Ha perdido su primer enamoramiento (Ap 2, 1-7).

       Comentando este texto de los hermanos Karamazov con compañeros sacerdotes y con cristianos comprometidos, que siendo buenos, un día dieron el paso decisivo y se convirtieron, todos ünánimemente firman este testimonio, a todos les aterra la posibilidad de que les abandone el hombre que ha resucitado en ellos, es decir, tienen miedo de volver a la situación anterior y que les abandone el hombre nuevo, el santo, que en estos días de ejercicios espirituales ha resucitado en nosotros.

La vida de los santos, amasada de barro como la de un hombre cualquiera, se inició a partir de un encuentro con Cristo (Jn 1, 45). Después de encontrarle, ya toda su vida fue una búsqueda de enamorados en la que actualizaban la experiencia del primer encuentro. Esa búsqueda significaba que ya le habían encontrado, pues sólo los enamorados buscan de ese modo. Recordemos lo que dice la esposa del Cantar de los cantares: «Busqué y no le hallé», y después añade: «hallé al amado de mi alma» (3, 2.4).

       Los santos no nacieron santos, se hicieron santos. Este tema me ha preocupado desde siempre y por eso me dediqué a buscar textos en la Biblia en los que apareciese patente esta verdad; encontré varios: «El Señor fue quien, al principio, creó al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío. Si quieres guardarás los mandamientos. Ante los hombres está la vida y la muerte; lo que prefiera cada cual se le dará» (Edo 15, 14-17).

       El Deuteronomio, uno de los libros más bellos del antiguo testamento, cuenta que un día Moisés resumió a su pueblo los1 términos de la alianza con Yahvé, las obligaciones que imponía y los beneficios que aseguraba: «Yo invoco hoy por testigos / los cielos y a la tierra de que os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé, tu Dios, obedeciendo su voz y adhiriéndote a él, porque en eso está tu vida y tu perduración» (30, 19.20). La fe bíblica manifiesta cómo la aventura del vivir es una apuesta. Santos son los que han apostado por todo. Y no resulta difícil el camino de la santidad como explica el mismo Moisés: «Esta ley que hoy te prescribo no es muy difícil para ti ni es cosa que está lejos de ti. No está en los cielos... No está al otro lado de los mares... La tienes enteramente cerca de ti, la tienes en tu boca, en tu corazón, para poder cumplirla» (30, 11-14).

       El poder y la fuerza para cumplirla no estriban en nuestras cualidades, sino en nuestra debilidad puesta al servicio de Jesucristo: «Con sumo gusto me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo... pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9.10). «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El mayor obstáculo para corresponder a los ideales del evangelio no está en nuestra debilidad, sino en nuestra tacañería. Y es que las exigencias cristianas no se pueden rebajar, ya que nacen del amor y el amor sólo tiene una norma: darse sin medida. En esta línea de darse del todo iban ya las exigencias proféticas cuando hablan de aquello en que consiste la esencia-realidad del ser humano: «que practiques el derecho y la justicia, que ames con ternura y que camines humildemente con tu Dios» (Miq 6, 8).

       ¿Se puede cambiar?

       ¿La santidad es fácil o difícil? ¿se puede cambiar? Los santos cambiaron. En todos los cambios, aun en los más deseados, hay una especie de tristeza, pues al cambiar dejamos una parte de nosotros mismos, es como morir a una vida para entrar en otra.

       El hombre es un ser inacabado que se va haciendo a golpe de decisión, de voluntad. Es una estructura abierta, susceptible de cambio. Podemos crecer cada día en delicadeza, en sabiduría, bondad. Cada día podemos amar un poco más y hacer más felices a los demás.

Goethe afirmaba que «el hombre es siempre el mismo, pero nunca lo mismo». No podemos etiquetar a los demás y dejarles anclados en el pasado, como si fueran incapaces de cambiar.

       Muchas veces oigo decir que no es posible cambiar, que quienes de niños eran perezosos, egoístas, poco piadosos, siguen siéndolo siempre. Estamos negando que en esos años han ocurrido muchas cosas ¿Por qué negarles la capacidad de cambiar?

Por una parte, es verdad que la santidad no es cosa fácil. No se entiende que la muerte del yo, el desaparecer como el grano de trigo para dar fruto, el misterio que constriñe, la debilidad que se arrastra, la renuncia a la llamada de la tierra... sean cosa fácil.

       Aunque se sepa que la santidad está en la cotidianidad de las cosas sencillas y no en actos extraordinarios y heroicos, al hombre herido en la sustancia misma de su ser y mediatizado por su he\ rencia, entorno familiar y social, y por su propia historia, le cuesta ejecutar sencillamente bien lo que se ha de hacer. Sólo haciéndose niño en sentido bíblico le podría ser fácil, pero Bernanos4 ha escrito comentando la frase de Jesús: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos», que es una de las más duras y terribles que se encuentran en el evangelio (Mt 18, 3; Mc 1, 15; Lc 18, 17). Este texto expresa un requisito indispensable, una condición necesaria para alcanzar la salvación. Esta infancia espiritual, que exige Jesús, no es una simple recomendación o un método de espiritualidad, sino que es un verdadero mandamiento, fácil de tergiversar y difícil de cumplir, pero es la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos.

       Por otra parte también es verdad que se puede cambiar. Uno cambia cuando se enamora; siempre recuerdo lo que me sucedió con una joven que se confesaba conmigo con asiduidad. En cada confesión, a la vez que se acusaba de pequeñas cosas, me hablaba del problema de sus padres: que no los aceptaba como eran, que no los aguantaba, que quería huir de casa. Le hacía ver que eran buenos, aunque tuviesen opiniones distintas a las suyas, que la querían del todo y como a hija única se gastaban y desgastaban para dejarle un buen porvenir. Pasó mucho tiempo sin que fuese capaz de comprenderles y cambiar. Un día vino radiante, gozosa... y otro, y otro,..., había desaparecido el problema de sus padres. Al preguntarle por su cambio, contestó: tengo novio, estoy enamorada y mis padres son un encanto como me decía usted.

       Si nos enamoramos de Jesucristo cambiaremos del todo. La santidad es cosa fácil si se está enamorado. Entonces uno se las ingenia para actualizar la presencia de la persona amada, utilizando filacterias o recitando algún credo sencillo como escribe Dostoyevski: «A veces me envía Dios instantes de paz, y en ellos amo y siento que soy amado. Fue en estos momentos cuando compuse para mí mismo un credo, en el que todo resulta evidente y sagrado. Se trata de un credo muy sencillo: Creo que no existe nada más bello, más profundo, más atractivo, más viril y más perfecto que Cristo, y me digo a mí mismo con celoso amor, que no existe, ni puede existir. Más aún: si alguien me demuestra que Cristo está fuera de la verdad, y que ésta no se halla en él, prefiero quedarme con Cristo, antes que con la verdad»5.

       Para ser santo es necesario querer

       Para ser sabio, además de querer, hace falta trabajar, tener buena cabeza, libros, medios, profesores, tiempo; para ser rico, además de querer, es necesario que de algún modo, por medio del azar, lotería, herencia, etc, se incremente el dinero.

Para ser santo sólo hace falta un requisito: querer.

       En este sentido, como escribe Amado Nervo, cada uno somos el arquitecto de nuestro propio destino: «Porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino; que si extrajese las mieles o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas, cuando planté rosales coseché siempre rosas».

       Don Ricardo Gil, que me ayudó a pagar mi insignificante pensión en el Seminario ya que mis padres no podían hacerlo, y que era un hombre de Dios —gerente de una fábrica y murió siendo portero en una casa de religiosos—, en una carta que me escribió me decía: «Para llegar a ser santo, tres cosas son menester, santo Tomás dio en el blanco: querer, querer y querer».

       Es probable que yo no entendiese la filosofía de esos versos, pero pasando el tiempo, he comprendido la profundidad de su mensaje. No es suficiente querer cuando todo va viento en popa, hay que querer también cuando llega la oscuridad, el dolor y el sufrimiento, cuando nos cuesta aceptar nuestras propias miserias y las de los demás, y hay que seguir queriendo cuando parece que se oscurece el sol y se nubia la fe.

       Es suficiente con querer ya que contamos con el infinito amor de que nos colma el Señor.Pero hay que querer con toda el alma, como escribe san Agustín: «Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano y tanta es la prontitud que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí no la obedece.

       Manda, digo, que quiera —y no mandara si no quisiera—, y no obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere y en tanto no hace lo que manda, en cuanto no quiere. Luego no manda toda ella; y esta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuera plena no mandaría que fuese, porque ya lo sería»6.

       ¡Qué intrincado, profundo y precioso es este texto de san Agustín!: «No quiere totalmente... Tampoco manda toda ella»...

       El querer ser santos, el deseo y la búsqueda de Dios ha de ser irresistible porque nace del mismo Dios ya que ha sido él quien ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encon¡ trarle: «No escondas lejos de mi tu rostro» (Sal 143, 7); «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?» (Sal 42, 3); «Dios, tú mi Dios, yo te busco; sed de ti tiene mi alma; en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, sedienta, sin agua» (Sal 63, 2).

       El Catecismo de la Iglesia afirma: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar»7.

       El papa Juan Pablo II ha escrito: «Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado»8.

       Este deseo, esta búsqueda ardiente es necesaria estos días de ejercicios espirituales para conseguir una profunda experiencia de Dios. ¡ Cómo me conmocionó el relato que nos contó Tony de Mello, acerca de un labriego y de un santón en la India. El labriego le dijo al santón que estaba meditando bajo un árbol: «Quiero ver a Dios. Dime cómo puedo tener experiencia de él». El santón siguió su meditación sin contestarle. El labriego volvió al día siguiente, al otro, y al otro... con la misma petición. Al comprobar su insistencia le dijo el santón: Veo que eres un verdadero buscador de Dios. Esta tarde a las cuatro me meteré en el río para tomar un baño. Ven conmigo allí. Cuando llegó, el santón lo agarró por la cabeza, lo sumergió en el agua y lo tuvo así un buen rato. El pobre labriego hacía esfuerzos y por fin pudo sacar la cabeza del agua. El santón le pidió que al día siguiente fuera a verle bajo el árbol. Al verlo venir, le dijo: ¿Por qué luchabas con tanta fuerza, cuando tenía tu cabeza bajo el agua? Porque quería respirar, respondió. Me estaba muriendo. El santón sonriendo le dijo: «El día que tengas tantos deseos de ver a Dios, de experimentar a Dios, como tenías de respirar y de no ahogarte, ese día encontrarás y verás a Dios».

       Para encontrar a Dios, para experimentar a Dios y ser santos, lo hemos de desear ardientemente. Estos días son el tiempo fuerte y real en nuestra vida, para conseguirlo. Subrayo esto porque hoy encontramos en nuestra vida espiritual graves dificultades: inseguridad teológica, una serie de ideologías paganas que se van infiltrando... Que estos ejercicios sean una separación de la vida diaria para tomar distancias y reflexionar, ponernos en íntimo contacto con Dios, tomar nuevas energías, cargar las baterías y llegar a saber, por experiencia, lo que es hallar a Dios en todas las cosas y ser contemplativos en la acción.

       Caminar hacia la santidad

       Cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto hacia la tierra prometida, de vez en cuando se paraba y plantaba sus tiendas, bien porque se sentía cansado o porque le agradaba permanecer allí. La vida sedentaria mediante la construcción de ciudades y la acumulación de riquezas, le ha llevado a la idolatría, a instalarse en este mundo. Y esto no es bueno para el hombre. Al construir casas y rodearse de riquezas, deja de ser peregrino; las seguridades lo aprisionan y ya no puede caminar, volar hacia la ciudad eterna.

       Hay una leyenda preciosa y doctrinal acerca de un diálogo entre Matusalén y Yahvé. También el patriarca siente la tentación de instalarse y sueña con dejar la tienda de beduino y hacerse una casa. Antes, quiere saber el número de años que va a vivir en este mundo, por si merece la pena construírsela. Y esta es la pregunta que hace al Señor. Este le contesta que él será el hombre que vivirá más años sobre la tierra. Matusalén insiste ante Yahvé para que le revele el secreto y le diga el número exacto de años. Dios le contesta: vivirás novecientos sesenta y nueve años (Gén 5, 27). (Advierto que el número de años expresa no cantidad sino calidad, algo equivalente a bondad, santidad y cercanía de Dios). El patriarca antediluviano se queda pensativo y consciente de que todo pasa presto, responde: si sólo he de vivir novecientos sesenta y nueve años, entonces no merece la pena hacerse casa.

       Apegarse a los ídolos, instalarse entre los bienes terrenos puede ser un impedimento para seguir los caminos de Dios. Entonces llega la orden del Señor de reemprender el camino, de levantar las tiendas. Le dice a Moisés: «Prepárate para subir mañana temprano al monte Sinaí» (Ex 34, 2). «A la orden de Yahvé, toda la comunidad de los hijos de Israel partió del desierto Sin para continuar sus jornadas» (Ex 17, 1).

       Caminamos hacia la santidad, como Israel marchaba por el desierto hacia la tierra prometida. Ellos se detenían de vez en cuando, para después reanudar la marcha. Cuando se cansaban o encontraban comida o agua, paraban y plantaban sus tiendas. Pero cuando estaban metidos en sus cabañas llegaba la orden de Yahvé para que reanudasen el camino.

       En nuestro tender a la santidad, también nosotros advertimos en el hondón de nuestro ser una misteriosa llamada que nos viene del Señor y que nos manda levantar nuestra tienda y reemprender el camino en el seguimiento de Jesús. Es una llamada a la conversión. Yahvé en el antiguo testamento y Jesús resucitado ahora, como a las Iglesias de Asia menor, es quien nos habla a nosotros, gritando el mismo mensaje: «Metanóesón: convertíos, desperezaos, despertaos» (Ap 2, 5.16; 3, 3.19). «Hay que tener oídos para oír lo que el Espíritu dice a las iglesias» (3, 22): ¡convertíos, despertad! Eso ha de ser nuestra vida: tener un gran deseo de conversión. No se hace uno santo sin un gran deseo de serlo. Pero, ¿quién puede poseer ese gran deseo de santidad si el Espíritu santo no se lo infunde? Este deseo de santidad está dentro de los dones del Espíritu, por eso san Buenaventura escribía: «Esta sabiduría escondida y misteriosa nadie la conoce sino quien la recibe, nadie la recibe sino quien la desea y nadie la desea sino quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu santo enviado por Cristo»9.

       Ahora que nosotros nos encontramos en unos días de experiencia de gracia es cuando nos llega la llamada misteriosa del Señor para seguir caminando hacia la santidad. Es una invitación a desembarazarnos de nuestro orgullo y egoísmo, a compartir con los más desfavorecidos, a descubrir las verdaderas riquezas que Dios reserva a los pequeños, a los marginados, a los pobres.

       Como el Señor ordenó a Moisés, también a nosotros nos habla con ese imperativo de urgencia: «prepárate». Es un mandato y una cita para los que estamos en las estribaciones de la montaña.

       La venida del Señor, la cita para nuestro encuentro, será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo, pero el encuentro puede frustrarse si no acertamos con el camino de subida.

       Es ahora cuando, al reemprender el camino, percibimos en nuestro interior el mensaje que Jesucristo nos dirige, como lo hizo en otro tiempo a cuatro de los siete ángeles (obispos) de   las iglesias de Asia: «arrepiéntete» (2, 16; 3, 19...).

       El camino de la subida hacia la montaña de la santidad hay que realizarlo eliminando los obstáculos que impiden que aparezca en nosotros la santidad de Jesucristo. Para ser santos, para ser niños, para hacernos pobres, para que el Padre de los cielos nos revele sus secretos, nos sobran muchas cosas. «La pobreza como virtud, escribe José M. Cabodevilla, se parece más a la tarea de un escultor que a la de un pintor. Quiero decir, que no se trata de ir poniendo colores, de ir adquiriendo cualidades morales, tales como austeridad, desinterés..., más bien se trata de quitar material sobrante al bloque, de ir abandonando tantas pretendidas justificaciones, versiones acomodaticias, y también, por supuesto,de ir abandonando otras cosas visibles y tangibles. Se trata, talvez, de salvarnos de la misma manera que hay que salvarse enun naufragio: arrojando lastre»10.

       Es necesario podar la vid para que de fruto. La escultura de cía Miguel Angel es «el arte de quitar». De igual modo se alcanza la perfección. Hay que ir quitando los pedazos inútiles, las      tendencias pecaminosas. Un día este gran escultor florentino,  paseando por un jardín de Florencia vio un bloque de mármol abandonado medio cubierto de tierra. Se paró de golpe, como si hubiese visto a alguien y exclamó: «En este bloque está encerrado un ángel; voy a sacarlo fuera».

Dentro de nosotros está escondida la imagen de Dios. Y, la vamos descubriendo con la simplificación de nuestra vida y con el empobrecimiento, a través de la fe. Esta es la ley de oro, cuando se trata de seguimiento, de perfección, de santidad.

Seremos santos

       Es lo que el hombre debe ser. A veces, no nos atrevemos a utilizar la palabra santidad, no por pudor sino por cobardía. Somos cobardes. Hay que aceptar la realidad de nuestras deficiencias y de nuestras limitaciones, pero es necesario reconocer también nuestras posibilidades de evolucionar. Podemos cambiar. La aceptación no se puede confundir con la resignación. Existe una insatisfacción sana que se concreta en un proyecto real de perfeccionamiento para responder a las expectativas que los demás tienen de nosotros y que son idénticas a las que espera el Señor.

       La llamada a la santidad es para todos. Hay palabras de Jesús en las que se exige un radicalismo en el seguimiento, pero Jesús era un oriental y se servía de metáforas e imágenes, que no pueden ser interpretadas al pie de la letra; por ejemplo, el «deja quef los muertos entierren a los muertos» de Lc 9, 60, o «ninguno de vosotros puede ser discípulo mío si no renuncia a todo lo que posee» (Lc 14, 33). Con estas expresiones se pretende destacar un seguimiento sin vacilación, sin componendas, una entrega total. A través de estas frases extremas, se enseña que el seguimiento al Señor exigía un replanteamiento total de la vida, una opción por un mundo donde imperan valores nuevos.

       Muchos autores, han hablado de dos caminos, el de los preceptos y el de los consejos evangélicos. Según Hans Küng: «Los consejos evangélicos están destinados a todos. En el reino de los cielos no entra quien no cumple la justicia superior (la que es mayor), pues según Mateo, ésta se exige a todo el mundo»11.

       G. Theissen’2 da por supuesto que en las enseñanzas de Jesús «se dan normas más radicales junto a otras más mesuradas». Parecen detectarse diversos grados de exigencias en los evangelios. A los doce se les exige un seguimiento más comprometido. Según el grado de vinculación con la persona de Cristo, había que decidirse por unas normas u otras. Claro que esto, de ningún modo, va contra la vocación universal a la santidad. Esta llamada se realiza de formas muy diferentes según la situación de cada cristiano.

       En el antiguo testamento es Yahvé mismo quien pide a todo el pueblo: «Sed santos porque yo soy santo» (Lev 19, 2; 20, 7.26). El verdadero israelita ha de ser santo, porque lo es su Dios; el hombre ha sido creado a su imagen y semejanza (Gén 1, 26); por eso, como ha escrito san Gregorio Nacianceno: «Brilla en todos nosotros la imagen de Dios por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza estamos plasmados y hechos para que nos reconozcamos siempre como hechura suya»’3.

       Pero, en la plenitud de la revelación, en el nuevo testamento, no se pide el ser santos porque Dios lo es, sino algo incomprensible e inaudito, hay que ser santos como él lo es: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).

       San Pablo, lo exige muchas veces a los cristianos: «Presentaos santos e inmaculados e irreprensibles ante él» (Col 1, 22), «revestíos como elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12).

       «Nos eligió en él antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor» (Ef 1, 4), «a los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Pero el texto fundamental, como la última raíz de la santidad cristiana, lo trae ya el apóstol en su primer escrito: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4, 3).

       La Iglesia ha recogido en su doctrina de modo solemne y manifiesto, como uno de los signos de los tiempos, esta universal llamada a la santidad, a todos los seglares sin excepción.

       El concilio Vaticano II proclama la universal vocación a la santidad en la Iglesia’4. «Todos los fieles de cualquier estado y condición son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve aun en la sociedad terrena un nivel de vida más humano. Quedan invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado»’5.

       «Todos en la Iglesia comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto a los demás miembros de la Iglesia. El apóstol Pablo no se cansa en amonestar a todos los cristianos a que vivan ‘como conviene a los santos’» 16.

«Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con él realizada por el Espíritu»17.

El papa Juan Pablo II, en Bélgica, en la beatificación del padre Damián, afirmó que «la Iglesia contempla con alegría lo que Dios puede hacer a través de la fragilidad humana: es él quien nos otorga la santidad y es el hombre quien la recibe.

       ¡Dejaos plasmar con humildad y paciencia por el Espíritu santo! La santidad no es la perfección según los criterios humanos; no está reservada a un reducido número de personas excepcionales, es para todos, y es el Señor el que nos permite acceder a la santidad, cuando aceptamos colaborar con él a la salvación del mundo, a pesar de nuestro pecado y de nuestro temperamento, a veces, rebelde»’8.

       Y en el «mensaje de los Padres sinodales a los seglares», en el número 4, trata de la vocación a la santidad: «Todos estamos llamados a ser santos como el Padre que está en los cielos, según nuestra vocación específica. En nuestro tiempo, la sed de santidad crece siempre más en los corazones de los fieles cuando estos escuchan la llamada de Dios que los invita a vivir con Cristo y transformar el mundo.

El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos. El modelo de santidad de los fieles laicos tiene que incorporar la dimensión social en la transformación del mundo según el plan de Dios»’9.

       ¿Quiénes son los santos?

¡Cuánto bien nos hace su vida! Pero hay que tener en cuenta que estamos en una situación tal que decir que uno aspira a la santidad parece sinónimo de engreimiento y al que proclama que hay que ser santos, se le tacha de poseer una espiritualidad trasnochada y conservadora. Sin embargo, otra bien distinta es mi experiencia cuando está la Basílica del Pilar abarrotada de gente y les digo que hemos de ser santos y que seremos santos; aunque de momento hay alguien que se puede asustar, me voy dando cuenta de que acaban asintiendo y se ven rostros radiantes esperando serlo.

       San Pablo llama santos a todos los cristianos, a todos los que toman en serio vivir el evangelio. Santo no es el que hace cosas raras o extraordinarias, sino el que realiza las ordinarias extraordinariamente bien.

       Los santos son aquellos que se han metido hasta el cuello en los problemas de su época y han dejado la piel, y a veces la vida, en el empeño. El santo es alguien enamorado de Dios que carga con la cruz de sus pecados, y ayuda a llevar las cruces de los demás siguiendo a Jesucristo que cargó con la cruz más pesada de los pecados de todos los hombres.

       Ser santo es dar pasos decisivos para adecuar la propia voluntad a la divina; su vida es el mejor comentario del evangelio; es actualizar las palabras, los gestos y las acciones de Jesús. Se ha escrito que «deben penetrar en todas las dimensiones horizontales de la vida, pero como testigos de la dimensión vertical». Los santos son los grandes amigos de Dios. Su imitación nos lleva a colaborar con la obra de la creación en la que Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

       Dice san Bernardo: «Los santos, no necesitan nuestros honores ni les añade nada nuestra devoción. La veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta confieso que al pensar en ellos se enciende en mí un fuerte deseo»20. Lo mismo se subraya en el catecismo de la primitiva comunidad cristiana: «Busca cada día el rostro de los santos, que te ayudará a relativizar todo»2’.

       Me gusta mucho el verbo relativizar. Ya sé que se trata de una palabra ambigua. Algunos opinan que relativizar equivale a encubrir o disfrazar algo. Pero no se trata de ponerse unas gafas para ver azul lo que es negro, sino de quitarse las gafas para ver las cosas tal como son, para reducirlas a sus justas proporciones, a sus dimensiones exactas. La mente humana tiende a dar valor absoluto a lo que ve, a lo que está sucediendo. Carece de perspectiva para apreciar la realidad y la absolutiza: lo que sucede ahora, será siempre así.

       Mas, al relativizar, situamos los hechos en su verdadera dimensión. «Pasa presto la figura de este mundo» (1 Cor 7, 31); todo cambia, nada permanece siempre igual. Después de unos años sólo quedará el recuerdo o el silencio. Y el bien que hayamos hecho. La relativización es el medio eficaz para aliviar el dolor y acabar con el sufrimiento. En el último capítulo, «contemplación para alcanzar amor» y al final del mismo, traigo un comentario sugestivo sobre el «todo pasa presto», y lo titulo «segunda filacteria».

       Siempre me ha agradado esa adición de la Vulgata al texto original hebreo, cuando compara la paciencia de Tobías, en medio de sus adversidades, con la Job, en respuesta a los reproches de su mujer y de sus parientes: «No habléis así, pues somos hijos de los santos (y debemos seguir sus huellas) y esperamos aquella vida que ha de dar Dios a aquellos que nunca mudan de él su fe» (Tob 2, 18, en el texto de la Vulgata latina).

       De los santos hay que leer especialmente sus escritos autobiográficos, lo que ellos han contado de su propia vida; no lo que ingenua y desafortunadamente se ha escrito sobre ellos.

       En sus escritos autobiográficos se encuentra la manifestación de Dios a los pequeños. Ellos han entendido el evangelio mucho más que cuando nosotros nos ponemos a construir elucubraciones.

       A este respecto viene bien el ejemplo de lo acaecido con los manuscritos de Teresa de Lisieux. Hubo tachaduras y enmiendas. Se suprimió un párrafo donde la santa carmelita confesaba que nunca había logrado rezar un rosario completo sin distracciones. La madre priora tachó este párrafo que estaba en el original, pues juzgó impropio de un alma santa que se sintiese turbada por distracciones durante la oración. Se suprimió esa piadosa confidencia que hacía su virtud más ejemplar.

       También en su último escrito autobiográfico habla del sueño, durante la oración que era otro tormento que le acompañó hasta la muerte: «Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (desde hace siete años) durante la oración y la acción de gracias.

       Pues bien, no siento desolación. Pienso que los niñitos agradan a sus padres, lo mismo dormidos que despiertos. Pienso que para hacer sus operaciones, los médicos duermen a sus enfermos./ Pienso, en fin, que ‘el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo’ (Sal 103, 14)»22.

       Los santos son los que han sabido escuchar la palabra de Dios y la han hecho vida en el hondón de su corazón (Jn 6, 63). Al estilo del discípulo amado, han visto, contemplado y tocado con sus manos todo lo referente a la Palabra de la vida. Son los testigos de ese encuentro de experiencia con la Palabra, donde aparece la plena manifestación de Dios a los pequeños, manifestación que oculta a los sabios y a los prudentes (Lc 10, 21). Por eso han entendido los misterios del Reino mucho mejor que nosotros con todas nuestras elucubraciones. Santos son los que han vivido íntegramente el evangelio.

       «Si se quisiera resumir con pocas palabras la vida de tantos santos que en veinte siglos han seguido a Cristo incondicionalmente, se podía decir que se sintieron amados, enviados y acompañados por él. La ‘urgencia del amor de Cristo’ (2 Cor 5, 14) les fue unificando en su modo de pensar, valorar las cosas y adoptar actitudes. De la experiencia de vivir ‘en Cristo’ (Gál 2, 20), pasaban espontáneamente a comprometerse para ‘recapitular todas las cosas en Cristo’ (Ef 1, 10). Su vida era ‘tocada por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia’ (Vita consecrata, Exhortación apostólica de Juan Pablo II, 1996, 40)»23.

       Hombres de influencia tan trascendental en la espiritualidad de hoy, como Francisco de Asís, Teresa de Lisieux, Carlos de Foucauld, etc., alimentaron su vida y su apostolado, no solamente de la doctrina y la sustancia del evangelio, sino de la reflexión constante sobre los textos evangélicos «en su letra». Aceptaron el evangelio con su sencillez infantil, total, y pasaron su vida ahondando en la comprensión de todos sus matices.

       ¿Podemos nosotros hacer hoy lo mismo? Sí, precisamente es necesario, más que nunca, observar minuciosamente los textos, pero con una actitud humilde y receptiva, ante el ensanchamiento y profundización de las dimensiones del evangelio. Aquí, pueden coincidir los cristianos más sencillos y los eruditos mejor informados; es la verdadera y única forma de entrar en los evangelios, tomándolos por lo que son, recibiendo su testimonio.

       Al leer vidas de santos, hemos de preguntarnos con san Agustín, ¿lo que éstos hicieron no lo puedo hacer yo? Pero sucedeS que los hagiógrafos los han pintado a veces, como hemos indica- do antes, inaccesibles e inimitables; han puesto la santidad donde no está.

       Una monja cisterciense24 a su hermano, que va a escribir la vida de san Bernardo, le dice que cuide y no haga como los que interminablemente hablan de los milagros que obraron y que parecen proclamar que fueron santos a causa de aquellas maravillas. Es verdad que los milagros pueden mostrar al santo, pero no enseñan el modo cómo llegó a serlo. Lo que nos intriga no es el resultado del proceso, sino el proceso en sí. Hay que mostrar al hombre convirtiéndose en santo, no el santo ya hecho. Gustaría ver a un santo con una humanidad normal. ¡Cuánto daño han hecho esas hagiografías en las que lo sobrenatural consiste en lo antinatural!

       Exponga la vida interior de un hombre que llegó a ser santo: cómo combatía su egoísmo, su soberbia, su vanidad... Diga la verdad. Hable de un hombre de carne y hueso que fue venciendo sus miserias y entonces, sólo entonces, esa vida será para noso-,, tros un camino que nos conduzca a Dios.

       Elías, un gran profeta, un personaje tan popular en la tradición judía «no era sino un hombre de igual condición que nosotros» (Sant 5, 17). Al hablar de san Pablo, (a quien los biblistas acostumbran a llamar el primero después del único), suelo decir que era un santo pero con defectos.

       Los santos no son superhombres, sino simplemente hombres, amasados en el mismo barro que nosotros. Al anochecer, al hacer el examen del día, se sentían avergonzados de no haber amado del todo, de no haber realizado mejor las obras de ese día. Pero, sabían que eran los amados con predilección, cada uno se sentía el  discípulo más amado de Jesús (Jn 13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7.20), el que recuesta su cabeza sobre el pecho del Maestro y le sigue y transparenta como un verdadero testigo (Jn 13, 25; 21, 20).

       Los santos son los testigos cualificados de la palabra de Dios. El Espíritu santo ha ido escribiendo en sus vidas el significado verdadero de la sagrada Escritura. Entre el evangelio escrito y la vida de los santos, no hay más diferencia que la que existe entre una partitura y su interpretación musical. Los santos son una exégesis viviente del seguimiento de Jesús. Son los que han vivido, en frase de san Ignacio, «el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle» (Ejercicios espirituales, n.° 104). En la vida de los santos vamos «descubriendo todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Cristo» (Col 2, 3). A través de la variedad de sus vidas, van manifestándonos los distintos aspectos de la vida del Señor. Ellos, de algún modo, van plasmando en sus vidas aquella verdad integral, completa, a la que Jesús afirma que nos llevará el Espíritu santo (Jn 16, 13).

       Y como el evangelio y Jesucristo se identifican, hasta literalmente dos veces en Marcos (8, 35; 10, 29), los cristianos han de asemejarse a su Maestro: vivir como él vivió. Así Cristo es ejempio a imitar en su humildad (Jn 13, 15). La caridad estará en amar como él amó (Jn 13, 34). Por eso san Pablo exhorta a vivir en el amor con Jesús (Ef 5, 2) y a tener sus mismos sentimientos (Flp 2, 5). Aquí el apóstol aconseja a sus tan queridos filipenses —son los predilectos de Pablo— que en sus relaciones con los hermanos se dejen guiar siempre por sentimientos, no de rivalidad, ni de vanagloria, sino de humildad y desinterés personal y les pone como modelo la conducta de Cristo Jesús tal como se describe en este himno litúrgico que él transcribe y que ellos conocerían por recitarlo en sus asambleas comunitarias.

       El cristiano imita a Jesucristo, no como un artista se esfuerza en reproducir los rasgos del modelo, ni siquiera como podría reproducir las actitudes que admira en los santos. Ellos son exteriores a nosotros. Jesucristo es más interior a nosotros que nosotros mismos. Como dice san Agustín: «Se ha convertido en vida de mi alma, vida de mi vida; más íntimo para mí que yo respecto a mí mismo. Recogernos es hallar la presencia de aquel que nos es más interior que todo secreto»25. No se trata de imitar los gestos externos de Jesús, sino principalmente sus sentimientos y sus actitudes. La imitación no es una repetición, sino que consiste en asimilar su estilo (Flp 2, 5), realizar en mi mundo y en mis circunstancias el mismo proyecto que Jesús y por los mismos motivos. No es una repetición servil de sus gestos, sino un actuar con fidelidad creadora, porque nuestro mundo y nuestros problemas no son los del tiempo de Jesús, aunque nuestro espíritu debe ser el de Cristo.

       Hay que sentirse habitados por él. Con Cristo formamos un solo ser (Gál 3, 28), estamos injertados en él (Rom 6, 5). El teólogo Cayetano saca de aquí estas conclusiones: «Por consiguien1 te, todas mis actitudes vitales: comprender, pensar, amar, alegrarse, entristecerse, desear, trabajar,... no son acciones del todo mías, sino que se derivan de Jesucristo en mí».

       Mi hermano Justo, como introducción a algunas de las 20 biografías de personas santas26, cita textos de Constantin Virgil Gheorghiu —que falleció el 22 de junio de 1992 en París—, sobre los santos, con los que quiero terminar esta meditación. Los santos, de alguna manera, han sobrepasado las leyes de la lógica. Lo simplemente razonable no vale para los santos: «Tratándose de amor, de fe y de caridad no se tiene derecho a ser razonable. Aquel que ama razonablemente no tiene bastante fe. Y el que ayuda a su prójimo con mesura, no le ayuda bastante. La razón es buena en matemáticas, en la diplomacia, en la administración y en todas las cosas pequeñas de la vida. Lo razonable mata todo lo que constituye la grandeza del hombre. no se puede ser sublime, o. alcanzar lo sublime, razonablemente»27.

       Textos impresionantes, para este mundo secularizado en el que vivimos, trae en muchos de sus libros. Los santos son los únicos personajes de utilidad pública. Sin la presencia de los santos, la humanidad no existiría. Haría tiempo que habría sido destruida como lo fueron Sodoma y Gomorra; esas ciudades fueron destruidas exclusivamente debido a que no habitaba en ellas ningún santo. Dios le dijo claramente a Abrahán que salvaría de la destrucción a esas dos ciudades si podía mostrarle un santo que viviese en ellas. Abrahán no lo encontró, y las ciudades fueron destruidas.

       La santidad es el único remedio contra los males de la tierra. Un escritor griego, Arístides de Atenas, no dudaba en afirmar que el mundo seguía existiendo gracias a la oración de los santos. Y Serapión decía que por sus oraciones la lluvia cae sobre la tierra, ésta se cubre de verdor y los árboles se cargan de frutos. La presencia de un santo a bordo de un barco lo salva del naufragio(Hech 27, 33.34). El día en que el número de santos en la tierra sea lo bastante numeroso no habrá ya hambre, ni in justicias, ni guerras.

       Los santos no hicieron cosas grandes sino que vivieron con autenticidad las pequeñas cosas de cada día. No fueron protagonistas de acciones extraordinarias sino que realizaron las ordinarias extraordinariamente bien. Comprendieron que la santidad está en la vida ordinaria, en las cosas pequeñas (Dt 30, 11-14; Rom 10, 8). El mismo Jesucristo canoniza las cosas pequeñas en la parábola de los talentos (Mt 25, 21.23) y en la de las minas (Lc 19, 17).

       Hay que descender de aquel pedestal donde se coloca la piedad fría y distante de los santos, hay que arraigarse en Cristo haciendo todo sencillamente como él lo hizo.

       Vida cristiana o vida santa equivale a vivir en gracia de Dios la vida cotidiana. Esperamos ansiosos las grandes circunstancias dela vida y dejamos pasar las diarias y triviales. La vida de los santos se escribe en prosa, no en verso; está hecha de la grisura de las ocupaciones habituales. La voluntad de Dios se encuentra en los sucesos más sencillos.

       Los discípulos de Jesucristo están encargados de crear luz y gozo en su derredor. No se puede trazar un camino prefabricado.

       Jesús nos marca la dirección. Se ha dicho que existe un mundo de virtudes amables, pero tan discretas que escapan a nuestros ojos. La caridad está hecha de tacto; percibe los deseos ajenos. El primer milagro nació de un gesto de la Virgen que adivinó una angustia. Hay que dejarse invadir por esta caridad inventiva y se transformará nuestro alrededor. La caridad es una fuerza revolucionaria. «Lo que otros esperan de nosotros, escribe Bernanos, es Dios quien lo espera». Estos comportamientos, sencillos y grandes a la vez, descansan en bases doctrinales seguras: Jesucristo, unión de oración y de vida, de caridad y acción, de perfección y presencia en el mundo. Este ha sido el camino de los santos.

24ª. MARÍA, LA VERDADERA DISCÍPULA DE SU HIJO

“Dijo María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra... Porque ha mirado la bajeza de su esclava, por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 38.48).

María guardaba todas estas cosas revoloteándolas en el corazón” (Lc 2, 19).

 

       María es una carta escrita por Dios. San Pablo dice a la comunidad de Corinto: «Vosotros sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3, 3).

       El apóstol afirma que esa carta «conocida y leída por todoQ los hombres» es la iglesia de Corinto en cuanto que ha escuchado la palabra de Dios y vive de ella. María es singularmente esa carta de Dios, pues ella es parte de la Iglesia en sentido particular y único, ya que no es un miembro como los otros, sino que es la figura y tipo de la Iglesia, como la ha llamado el concilio Vaticano II, aplicándole los textos de los santos Padres.

       La tradición ha hablado de la Virgen como de una tabla de cera sobre la cual Dios ha podido escribir libremente todo lo que ha querido. Orígenes1 enseña que María en su respuesta al ángel dice a Dios: «Aquí estoy, soy una tablilla encerada; escriba el Escritor lo que quiera; haga de mí aquello que él quiera». Para san Epifanio se trata de «un libro grande y nuevo», en el que sólo el Espíritu santo ha sido el escritor, y para la liturgia bizantina María es «el volumen en el que el Padre ha escrito su Verbo, su Palabra».

       Nosotros debemos leer esta carta del Padre escrita por el Espíritu santo.

       Es María de Nazaret quien nos dice a todos como san Pablo a los cristianos de Corinto: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11, 1).

       Si queremos ser cristianos, es decir, imitadores de Jesús, debemos mirar a la Virgen; es ella la persona que más perfectamente se le parece. Un Padre de la edad subapostólica escribió que las nazaretanas, cuando veían a María ir a por agua a la fuente, comentaban —invirtiendo el orden de la comparación, pues suele siempre aplicarse al hijo el parecido con la madre— y decían: «Nunca una madre se pareció tanto a su hijo». María es el espejo en donde mejor se transparenta el rostro del Señor.

       Al mirar las virtudes que María irradia, sentimos cercano el evangelio, la buena noticia. Su imagen, su dulzura, su pureza, nos mueven a seguir tras las huellas de Cristo (1 Pe 2, 21).

       Siempre María ha ejercido en la Iglesia una función modélica, inspiradora e impulsora.

       Como afirma el concilio Vaticano II: «María fue enriquecida, desde el primer instante de su concepción, con el resplandor de una santidad enteramente singular». Y, a la vez, creció en gracia y santidad al cooperar con los dones del Espíritu santo. Fue creciendo gradualmente en ese «hágase», actualizado por su fidelidad, para hacer siempre la voluntad de Dios, alimentada en la escucha y el estudio de la palabra del Señor. Ella, al igual que nosotros, tenía que cooperar a la gracia de Dios en el contexto de su vida diaria. Sería conmovedor penetrar en su corazón mientras revoloteaba los textos que servían de oración a las almas santas del antiguo testamento. Ella, a la vez que los meditaba, los hacía vida: «He buscado a Yahvé y me ha respondido; me ha librado de todos mis temores. Cuando el pobre grita, Yahvé escucha y le salva de todas sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él» (Sal 34, 5-9).

       Agrada pensar que en este clima de serenidad gozosa se iba fraguando la santidad de María. Antes que su Hijo predicase sobre la providencia amorosa del Padre bueno de los cielos (Mt 6, 25-34), ella experimentó la alegría y la paz por su abandono en la confianza amorosa del Padre celestial. Los Padres de la Iglesia griega llaman «parresía» a ese modo de vida propio del niño que se siente gozoso en el regazo de su padre, de su «abba». En ese modo de vida, se centra toda la santidad, toda la vida de María y su actitud en las situaciones del cotidiano acontecer.

       San Pablo, al describir su estado de ánimo, parece reflejar esta actitud de la Virgen: «Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 12.13).

       En mi último libro María de Nazaret, la verdadera discípula, la Virgen aparece como la imagen perfecta del cristiano, el modelo ideal para todos los hombres que quieran vivir el evangelio de Jesús.

       En esta meditación no sólo quiero hacer un estudio retrospectivo de la figura de María en el evangelio escrito y transmitido, sino realizar también una tarea prospectiva, dando a María el jf puesto clave en el evangelio que está por escribir, en este evan-/, gelio que los cristianos tenemos que plasmar en las páginas del mundo de hoy.

       Ella es la verdadera discípula, el modelo de todos los seguidores de Jesús. La vida cristiana tiene como norma última el seguimiento e imitación de Jesucristo. Y María fue la que le siguió de la manera más inmediata posible como pide san Ignacio en sus ejercicios espirituales. Ella fue la primera y más perfecta discípula, lo cual tiene un valor universal y permanente.

       En nuestros días, al intentar realizar una renovación mariológica se ha propuesto construir una mariología de la verdadera discípula: la que oye la palabra de Dios y la pone en práctica, incorporando la palabra a su vida. De ese modo se agranda el papel de María en la historia de la salvación, se hace modelo de los seguidores de Jesús, ya que todo cristiano debe ser discípulo. Dentro de esta renovación de la mariología se la ha propuesto también como la expresión concreta de la opción de Dios por los pobres. Al estudiar su tapeinosis veremos cómo María estuvo situada entre las capas sociales más bajas de su pueblo. Dios escoge para madre una mujer del pueblo, de una aldea desprestigiada en la Galilea de los gentiles.

María es maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos, es modelo para hacer de la propia vida una ofrenda a Dios, un culto al Señor y de ese culto un compromiso de vida. Y no es solamente un mero modelo, sino que ha de ser el alma que resida en cada uno de los fieles para glorificar a Dios. Es lo que pide san Ambrosio hablando a los cristianos de su tiempo: «Que el alma de María esté en cada uno para alabar al Señor, que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en Dios».

       Al afirmar que la Virgen es el modelo de los cristianos no nos referimos a algo extrínseco a nosotros, a un mero modelo exterior, como pueden ser lo santos, sino que queremos subrayar que su ejemplaridad forma en nosotros la imagen de su hijo, de la que ella es reflejo; va creando en nosotros la misma actitud que ella vivió. Es un modelo que nos ayuda a configurarnos con Jesucristo, con el mismo Jesús que ha sido formado en su vientre por el Espíritu santo, cuando el poder del Altísimo la cubrió con su sombra.

       Los santos Padres llaman a la verdadera discípula: «Toda santa e inmune de toda mancha o pecado, como plasmada por el Espíritu santo y hecha una nueva criatura».

       María, como la verdadera discípula, encarna las actitudes que siguen siendo válidas para el hombre de nuestro tiempo: el diálogo-oración con Dios, la entrega a los demás en un compromiso de vida, la sinceridad, la autenticidad, la aceptación gozosa de la voluntad de Dios.

       La vida de la madre se fue configurando cada vez más, con la misma vida del hijo, hasta convertirse en la verdadera discípula. Le acompañó en todos los misterios de la infancia, convivieron juntos los años oscuros, en los que experimentó la crudeza de la fe y cuando no comprendía la actuación del hijo (Lc 2, 50) iba meditando en su corazón las acciones y palabras de Jesús (Lc 2, 19.5 1). Elia fue la primera llamada y la discípula que le siguió con la mayor fidelidad. Compartió su dolor y escuchó palabras desgarradoras sobre la sensación de desamparo en la cruz (Jn 19). Aquí es donde la madre acabó de convertirse plenamente en la verdadera discípula. Pablo VI lo proclamó de modo maravilloso lioso: «En su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas pronunciadas por Cristo. Por lo cual toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo».

       Estudiando el misterio de María se puede constatar que ella nos proporciona un clima de serenidad y de contemplación y nos inmuniza frente a las preocupaciones excesivas. Sin el trato vital con la Señora, nuestra inteligencia fácilmente pierde el tacto y el sentido de la relatividad y serenidad intelectual que necesitamos.

       Un libro de mi hermano carmelita ayuda a mantener ese trato vital con la santísima Virgen y a establecer una comunicación filial y amorosa con ella.

Vocación y anunciación

       El relato de la anunciación (Lc 1, 26-3 8) es, junto con el prólogo del cuarto evangelio, el texto más importante del nuevo testamento sobre la encarnación y además él solo es el principal, el fundamental para la doctrina de la concepción virginal y de la maternidad divina de María. Como proclama la cuarta plegaria eucarística: «El cual (Jesucristo) se encarnó por obra del Espíritu santo, nació de María, la virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado».

       Aunque tradicionalmente a esta perícopa de Lucas se ha llamado «anunciación» ya que en ella se anuncia a María, de modo extraordinario, que será la madre del Mesías, después de los estudios bíblicos de Klemens Stock6 se suele llamar también «vocación», ya que, de modo singular, María es llamada a colaborar en el plano divino de la salvación.

       Los santos Padres han visto en el acto de obediencia de la Virgen el antitipo de la desobediencia de Eva. El «hágase» es la disponibilidad absoluta que hizo posible la realización del proyecto divino.

       Relatos de vocación hay bastantes en el antiguo testamento, pero, en concreto, es el de Gedeón (Jue 6, 11-24) el que más se aproxima al que narra san Lucas.

Parece ser, pues, un relato de vocación a la vez que es narración de un anuncio maravilloso. Quizá se trata de una síntesis de dos distintos géneros literarios.

Leamos pausadamente esta escena evangélica haciendo una breve síntesis. Vamos a comentar algunos textos que son doctrinalmente muy profundos.

       «El ángel le dijo a María: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

Alégrate: Jaire, no es una traducción del saludo hebreo shabm, paz, sino que es la fonna tradicional del saludo en el mundo griego, después de Homero.

El «jaire» connota alegría, que es el tema tan subrayado en este capítulo (y. 14.4 1 .44.47.5 8...). Los Padres griegos comentan en términos de alegría esta expresión del saludo.

       Las palabras del ángel son una invitación a la alegría mesiánica, como una alusión a los saludos dirigidos en el antiguo testamento a la hija de Sión: «Alégrate, hija de Sión! ¡Da voces jubilosas, Israel! ¡Regocíjate con todo el corazón, hija de Jerusalén! El rey de Israel, Yahvé, está en medio de ti. No temas, Sión» (Sof 3, 14-16; Zac 9, 9; Jl 2, 21; Lam 4, 21).

       La hija de Sión, Jerusalén, después del destierro de Babilonia, es invitada al gozo, ya que Dios va a habitar en su templo, en medio de ella.

       «Excelsa hija de Sión» se llama a María en el concilio7 y con el nombre de arca de la alianza se le nombra en la tradición de la Iglesia.

       En las entrañas de la Virgen morará la sekináh, expresión que se usaba para designar a Yahvé. María, la nueva hija de Sión, recibe esta invitación a la alegría mientras que el Señor está dentro de ella.

       Llena de gracia: kejaritomene es el nombre nuevo que le da el ángel al saludarla. Es el primer título mariano de la tradición apostólica, y como todo nombre semítico, expresa lo que ella es: la transformada por la plenitud de la eficaz benevolencia gratuita de Dios. Kejaritomene es un verbo griego, en perfecto, que significa que la acción que se realizó en el pasado permanece en el presente: Tú que has estado y sigues estando llena de gracia. Antes del saludo del ángel, la Virgen fue lo que ahora es y será después.

       Sólo aquí y en la carta a los Efesios (1, 6) aparece este verbo jaritoo. Los verbos en oo, son causativos y manifiestan un cambio en la persona a la que se aplican. San Pablo en este texto se refiere a los cristianos que han sido transformados por el don de Dios. San Juan Crisóstomo, buen conocedor de su lengua griega, traduce Ef 1, 6: «Dios nos ha transformado por esta gracia maravillosa»8.

       El Señor contigo, sin verbo, como en el texto griego, parece ser una alusión o una traducción de la palabra hebrea Enmanuel, Dios con nosotros, que es el nombre con el que se designa al Mesías en la profecía de Isaías (7, 14). Después de invitar a María, a la nueva hija de Sión, a la alegría, fundamenta su alegría en el Enmanuel, en el Dios con María: «El Señor está contigo».

       La expresión «El Señor está contigo» no indica simplemente estar como mera presencia estática, sino que indica la presencia de un poder dinámico conferido por el Espíritu de Dios que desciende sobre la persona, «quedando invadida por el Espíritu de Yahvé y cambiada en otro ser» (1 Sam 10, 6), como sucedió a Saúl después de ser ungido por Samuel.

       Se refiere a la presencia dinámica de Dios, en apoyo del hombre, para realizar acciones difíciles, en circunstancias peculiarmente importantes que requieren la ayuda del Señor.

       Esta fórmula «El Señor está contigo» se usa en el antiguo testamento para manifestar la particular presencia divina en hombres sobre los que Dios tiene proyectos especiales o en personas que deben llevar a cabo misiones extraordinarias. Esta expresión pertenece a las narraciones de vocación: kiehye immak, «yo estaré contigo».

       Ahora Gabriel le dice a María, que Dios está con ella y se da cumplimiento a las profecías mesiánicas al ser ella la madre del Enmanuel, de Dios con nosotros.

       ¿ Cómo podrá ser esto pues no conozco varón?, es la pregunta de María ante la maternidad que le anuncia el ángel. No conocer varón equivale a no tener relaciones carnales con hombre alguno, es ser virgen.

Ella había aceptado los desposorios con José, pues otra cosa era imposible en el ambiente en que vivía. Desposándose seguía las costumbres de su tiempo y de su ambiente.

       Hoy podemos comprender que no es contradictorio el que María estuviera desposada y quisiera ser virgen, pues entonces las niñas judías eran desposadas por sus padres, normalmente sin su aquiescencia. Además, las desposaban muy jóvenes. Y los descubrimientos de Qumrán han puesto de manifiesto que en el tiempo del nuevo testamento, se daba entre los judíos el propósito de virginidad, pues había en Palestina unos cuatro mil esenios que la practicaban9 y que vivían dispersos en comunidades por todo el país. También en Egipto los judíos terapeutas practicaban la virginidad, tanto ellos como ellas’°.

       Los monjes de Qumrán vivían el celibato, lo afirma Flavio Josefo y Plinio el viejo: «Sin mujer alguna y renunciando a todo deleite venéreo, son un pueblo eterno a pesar de que nadie nace entre ellos»11. Filón nos ha dejado este testimonio: «Los esenios dan numerosas pruebas de amor a Dios: la castidad ininterrumpida y continua durante toda la vida»’2.

       Esta pregunta del y. 34 indica la propensión profunda de María hacia la virginidad. Ese hondo deseo que ella sentía de vivirla expresa la aspiración de su alma. Santo Tomás de Aquino’3 habla del deseo de virginidad de María al que le conducen las palabras del anuncio del ángel: «Alégrate de haber sido transformada por la gracia». La gracia es la que la coloca en esa tendencia íntima hacia la virginidad. Después se engendra el propósito gozoso de realizarla.

       En tiempos del antiguo testamento, el ideal de la castidad como medio para una unión más estrecha con Dios había penetrado en diversos grupos de Israel.

       También hay que tener en cuenta que María recibió dones especiales acordes a su destino y que ellos le abrían a una mayor intimidad con Yahvé.

Aunque María se acomodase a las costumbres de su ambiente de su hogar, desde el fondo de su corazón, desde lo más protundo de su ser, vivía en una perspectiva virginal.

       La Virgen, bajo la acción de la gracia, de la que estuvo llena ¡desde el principio, quiere vivir virginalmente, pero se tiene que acomodar a las costumbres de su época. La solución se la da el ángel: «El Espíritu santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», y al igual que la nube cubría el arca de la alianza (Ex 40, 34.35) en la que moraba Yahvé, María se convertirá en esa nueva arca de la alianza y llevará en su vientre al Hijo de Dios.

       La pregunta de María describe su deseo íntimo, su inclinación a la virginidad. Este deseo era efecto de su plenitud de gracia, de su transformación por la gracia. Por obra de esa gracia (y. 28), surgió en ella su más intensa orientación hacia Dios (y. 34), su disponibilidad total a lo que la palabra de Dios le confiase (y. 38).

       Hágase en mí es la aceptación de María. El tercer evangelista formula esta aceptación con el optativo griego genoito que expresa un deseo gozoso. No se trata de una simple aceptación de los planes de Dios y menos todavía de un sentimiento de resignación o de obligada sumisión. ¡Qué diferente del hágase (genezeto: Mt 26, 42) de Getsemaní, que es un imperativo pasivo, o del hágase del Padrenuestro (Mt 6, 10)!

Esta aceptación gozosa expresa el deseo de colaborar con la acción de Dios. A esa alegría la invitó Gabriel al comienzo de esta escena evangélica.

María, madre en la vida oculta del Señor

       El concilio Vaticano II, al insertar el tema de María en el documento sobre la Iglesia’4 ha subrayado que el misterio de María se encuentra inmerso en el misterio de Cristo y de la Iglesia; en el misterio de Cristo considerado como Cristo total, cabeza y miembros. María ocupa un puesto único y desempeña una tarea singular en los aspectos de este misterio.

       María es la esclava del Señor, pero también es su madre. Ella es el instrumento por el cual no sólo se ha realizado el nacimiento de Cristo Jesús, sino que también se ha hecho posible el nacimiento del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Como se afirma en el mismo documento conciliar: «Ella dio a luz al hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29), esto es, los fieles a cuya generación y educación cooperó con materno amor»’5.

       Con infinito amor materno había cooperado antes a la generación y educación de su hijo Jesús. Ella le dio todo lo natural, todo lo humano que necesita para que «aparezca como un hombre» (Flp 2, 7) —hebreo, galileo, nazaretano—. Todos sus cromosomas, Jesucristo los recibe a través de María; no sólo las/ii células, sino las actitudes, los gestos, todo lo que un niño toma de su madre, y que hace de él un hombre en sentido pleno.

       La aportación de María como madre de Jesucristo no consiste solamente en haberle dado su cuerpo sino en ayudarle a despertar su psiquismo humano; lo fue formando y educando. De ella recibió Jesús una herencia humana concreta con todos sus límites y posibilidades.

       Esta aportación se realiza sólo por María —ya que para la concepción de Jesús no hubo concurso de varón—, y sólo a través de ella, aportando su fisiología femenina, se forma, de modo misterioso, el ser de Jesús. No obstante, no debe considerarse en modo alguno que por ello la persona de Jesús tuvo signos de inmadurez o carencia de otros aspectos más viriles.

       Sabemos que la relación con la madre es condición fundamental e imprescindible para la formación de la personalidad del hijo, y esta relación debe pasar siempre por una fase infantil y una fase adulta.

       En la primera, se da una relación de dependencia total entre la madre y el hijo, relación por la cual la madre prolonga en su hijo toda su existencia, le ayuda en todo, lo previene todo, y ella misma se convierte en alimento gratuito y necesario para que el niño pueda subsistir. Cada vez más y más se insiste en valorar la importancia de la lactancia materna, y la cercanía y permanencia de los valores afectivos que la imagen de la madre imprime en el hijo, durante el periodo de la niñez, en todo el psiquismo humano.

       En la fase adulta el hijo debe salir de toda tutela, también de la materna, para realizar su identidad y crecer personalmente adquiriendo esas actitudes que le caracterizarán. Por tanto, en esta nueva etapa, el hijo no suprime los vínculos más íntimos con la madre pero naturalmente establece con ella una relación distinta.

       El padre J. M. Lagrange escribe: «Si se pudiera llevar hasta este punto el análisis del desarrollo humano de Jesús, diríamos que había en él, como en otros hijos, rasgos debidos a la influencia de su madre: su gracia, su finura exquisita, su dulzura indulgente»’ 6

       «Jesús, como afirma Schillebeeckx, tuvo que ser criado y educado por María y José. Esto es, indudablemente, un gran misterio, muy difícil de comprender para la mente humana. Sin embargo, hemos de afirmar el dogma de que Cristo fue verdadero ser humano y de que, como tal, tuvo que ser criado y educado (en el más estricto sentido de la palabra) por su madre. Las cualidades humanas y el carácter de Jesús fueron y se formaron influenciados por las virtudes de su madre. Fue una tarea cotidiana que llevaba consigo la formación humana del muchacho según iba creciendo de la niñez a la adolescencia y de la adolescencia al estado adulto. La manera concreta con que esto se fue efectuando es algo que queda oculto a nuestros ojos»’7.

       Habría que caer en la cuenta de que las dos veces que se habla del progreso de Jesús (Lc 2, 40.52), está relacionado con María, pues en esa época es cuando el hijo vive bajo la influencia de la madre. La huella materna se hace visible en Jesús.

Ella inicia a su hijo en el sentido y profundidad de la religión de Israel, como se afirma en la Cathechesi tradendae: «En su regazo, y luego escuchándola a lo largo de su vida oculta en Nazaret, este hijo ha sido formado por ella en el conocimiento humano de la Escritura y de la historia del designio de Dios sobre su pueblo, en la adoración al padre».

En esta etapa, la más larga de la vida de Jesús, su vida oculta, María, su madre, está junto a él, le acompaña silenciosamente’ haciéndole todas las cosas.

       Lo que Yahvé ha hecho con Israel, su niño mimado, lo hace ahora la Virgen con su niño querido. Actualiza en Jesús la acción de Dios con su pueblo: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole por los brazos. Con cuerdas humanas lo atraía, con lazos de amor, y era para él como el que alza a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 1.3.4).

       María le ha acompañado, le ha alimentado haciéndole crecer. Le enseñó a hablar al que es la palabra de Dios; le enseñó a re- zar al que es la oración del Padre. Es una constatación de la experiencia diaria que los rasgos de los padres se reconozcan en los hijos, pues ellos son quienes los crían y educan.

       Los rasgos físicos, las cualidades humanas de Jesús, recibieron una influencia decisiva de las virtudes de María. Cuando leemos que Jesús «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52) y que «pasó haciendo el bien» (Hech 10, 38), no podemos menos de pensar en la participación maternal y en que todas las obras del hijo quedaran afectadas por la tarea continua y el quehacer de la madre. La maternidad de María no fue solamente biológica; su papel fue inmensamente mayor, ya que ella era el instrumento del que Dios se sirvió para realizar el ser humano del Señor.

       Son varios los autores medievales que al comentar los cuidados maternales hacia Jesús, «lo envolvió en pañales y lo recostó en el pesebre» (Lc 2, 7), han puesto en evidencia la función educativa de José y el papel insustituible de María en cuanto madre en el desarrollo de la personalidad de su hijo. Bástenos con citar a Ruperto de Deutz, quien sirviéndose del texto: «La fragancia de tus vestidos es como la fragancia del Líbano» (Cant 4, 11), pone en boca de Jesús estas palabras dirigidas a su madre: «,Qué diré de aquellos pañales con que me envolviste y me recostaste en el pesebre? Esos pañales eran las primicias de todos los otros vestidos que tú has hecho a mi persona, con amor materno. Aunque yo fuese una pequeña criatura, ¡oh madre!, me serviste en todo de la manera que convenía a Dios».

       Pero María no sólo educó a Jesús, sino que también fue educada de modo misterioso por su Hijo divino. San Máximo el Confesor trae una página iluminadora acerca de este papel del Hijo: «El amable y dulce Señor le hizo conocer a su madre cuál era su verdadero Padre; y porque no lo consideraba solamente como hombre, sino como Dios encarnado, le dijo que la casa del Padre, que es el templo, le pertenece como todo lo que es del Padre es también del Hijo. El Señor enseñaba a los hombres. La santa madre se hace discípula de su dulce Hijo, porque ya no lo miraba de manera humana o como simple hombre, sino que lo servía con respeto como a Dios, y acogía sus palabras como palabras de Dios»20.

La creyente

       Ahora vamos a descubrir su personalidad, metiéndonos en el hondón de su ser. Es la mujer de la fe. Bienaventurada la que ha creído (le dice Isabel), no se trata de un elogio genérico a los que creen, como lo es el dirigido a Tomás: «Dichosos los que sin ver, crean» (Jn 20, 29), sino que aquí hace referencia a María que no ha dudado del poder de Dios que hace maravillas.

       Isabel no utiliza el pronombre de segunda persona referido a la Virgen, sino que emplea el participio aoristo griego con artículo «e pisteusasa», que viene a ser como un sobrenombre de María, a la que desde ahora se le llamará «la creyente». Alcance parecido tiene el participio aoristo con artículo que en el evangelio de san Juan (12, 2) se da a María, la hermana de Lázaro, e aleixasa, la que unge al Señor, la ungidora como si el hecho de ungir a Jesucristo constituyese su identidad. Con este título pasa- ría a la historia, pues «donde quiera que se proclame el evangelio se recordará lo que ha hecho esta mujer» (Mt 26, 13; Mc 14, 9).

       La fe de María era de una categoría tan especial, que la Iglesia la llamará siempre la creyente, la mujer de la fe. Lo que había sucedido a Zacarías e Isabel, tener hijos a pesar de la vejez y la esterilidad, había sucedido ya en el antiguo testamento (a Sara y Abrahán, a los padres de Samuel y de Sansón), pero concebir sin obra de varón era totalmente inaudito. Jesucristo al final )/dará forma universal a esta bienaventuranza y proclamará biena7 venturados a todos los que han seguido el ejemplo de su madre, a todos los que sin ver han creído.

       Toda la vida de María puede resumirse en esa bendición de Isabel: «Bienaventurada la que ha creído». Es la definición que sintetiza lo que fue su vida, desde el principio, hasta el día de su muerte. Entonces fue cuando pasó de la oscuridad a la luz pascual. El camino de la fe de la Virgen que es tipo de la Igle sia2’ es ejemplo para cada cristiano que es peregrino caminand por la fe hacia la casa del Padre. María tuvo que atravesar un4L especie de kenosis o de noche oscura, especialmente en el tiemp6 de la vida pública del Señor.

Su tapeinosis

       María está situada entre las capas sociales más bajas (Lc 2, 7-24) y entre los anawim, pobres de Yahvé (Sof 3, 12.13), esas personas profundamente religiosas que a través de pruebas y purificaciones consiguen una total disponibilidad a los designios divinos apoyándose sólo en Dios. El Magnificat demuestra que ella asimiló del modo más profundo el espíritu de esos pobres. La teología actual presenta a María como mujer evangélicamente pobre e inserta «entre los humildes y pobres del Señor»22, que están en situación deprimente y que no tienen influjo social, como se afirma en la descripción del nacimiento de su hijo (Lc 2, 1-20).

       Los pobres tienen una especial capacidad contemplativa y de1 agradecimiento; su corazón está mas sereno y abierto porque se ve libre de ambiciones y de ataduras. Viven gozosamente en! Dios, saborean su presencia y pueden, así, mirar en su luz un1 mundo que les pertenece.

        esta línea se encuentra el papel de María en la teo1ogía de la liberación; y en los documentos episcopales del CELAM, se afirma que el Magnificat es uno de los textos del nuevo testamento de contenido político liberador más intenso: «El porvenir de la historia va en la línea del pobre y del explotado: la liberación auténtica será la obra del oprimido mismo; en él, el Señor salva la historia».

       Cantar el Magnificat de nuestra Señora nos abre caminos de esperanza. Pero sólo si, con un corazón pobre como el suyo, es tamos abiertos a la acción del Todopoderoso y a la necesidad de los hombres.

       El Magnificat expresa un sentido liberador, típico del evangelio de san Lucas, que es el evangelio de los pobres, y nos asegura que el mismo Dios del Exodo seguirá actuando en favor delos oprimidos, ya que derriba de sus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes, y da pan a los hambrientos, mientras que despide vacíos a los ricos.

       Hay que descubrir el significado profundo y revolucionario, en el mejor de los sentidos, de este canto mariano, y ponerlo, con toda justicia, dentro del contexto de la teología de la libera ción integral.

       La liberación que canta María no es la que el hombre pregona con miras humanas, sino la que hace Dios que viene de lo más profundo y trasciende todo.

       Canta esta liberación en pasado (aoristo que tiene valor de futuro) y que aunque desde el punto de vista humano todavía no se ha realizado —Herodes permanece en su trono—, ya está hecha desde la óptica de Dios que trasciende el tiempo y asegura el porvenir.

       En el Magnificat, María se siente pobre, pequeña y, por tanto, amada por Dios. Está profundamente impregnada del espíritu de los pobres, de los que no tienen nada que esperar del mundo, de los que lo esperan todo de Dios y se abandonan a él. Al sentirse pobre y pequeña, en su misma experiencia, descubre el amor de Dios por los pobres, ya que ella es consciente de ser la amada de Yahvé.

       El Magnificat es el cántico de los pobres. Alaba a Yahvé, porque ha puesto los ojos en ella. Sabe que, aunque es la madre, la llena de gracia, lo es porque Dios ama a los pobres, y ella es la pobre esclava del Señor. No hay lugar para la vanagloria.

       Toda la razón de ser de la grandeza de la Virgen y de su lugar eminente en la Iglesia y en la historia de todos los tiempos, tiene su base en que «el Señor miró la bajeza de su esclava». Dios ha puesto sus ojos en la tapeinosis de su esclava: pequeñez ante Dios y ante sí, pequeñez social.

       Lutero, que tiene un extenso comentario al Magnificat, traduce el término tapeinosis por bajeza: «Dios ha mirado la bajeza de su esclava». Al final de ese precioso comentario lleno de amor y de admiración a la madre de Dios, pide al Señor que el cántico de la Virgen «no sólo brille y hable, sino que arda y viva en todos los corazones». Dios ha estado tan grande con María al hacerla su madre que entusiasmado escribe: «Llamándola madre de Dios, se comprende todo su honor. Ninguno puede decir de ella o decirle a ella cosa más grande, aunque tuviese tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba, las estrellas del cielo o la arena del mar. También nuestro corazón debe de reflexionar qué significa ser madre de Dios.

       Algunos han traducido tapeinosis por humildad. Mas en la presencia de Dios nadie puede gloriarse de una buena cualidad sin pecado y corrupción. Delante de Dios, sólo se puede uno gloriar de la bondad y gracia divina para con los indignos (Prov 25, 6.7).

       ¿Cómo se puede aplicar semejante presunción y soberbia a esta virgen pura y justa, al hacer que se sienta orgullosa delante de Dios, de su propia humildad, que es la virtud suprema, tanto que nadie se puede gloriar de ser humilde, sino quien sea sobre toda medida orgulloso.

       En el uso de la Escritura, esa expresión significa abajarse, anonadarse; por eso, en muchos pasajes de la Biblia a los fieles se les llama pobres, humillados, afligidos, gente abandonada, despreciados (Sal 116, 10); este vocablo no significa otra cosa que una condición despreciable, mezquina, baja, sin apariencia, la condición de los pobres, de los enfermos, de los hambrientos, de los sedientos, de los prisioneros, de los que sufren y mueren, como la condición de Job, en medio de sus tribulaciones; como la de David, cuando fue echado del trono; como la de Cristo, cargado con las miserias de todos los hombres.

       Traduzco esta palabra como bajeza o cosa mezquina, pues este es el pensamiento de María: Dios ha mirado a su pobre esclava, menospreciada, insignificante, sin apariencia, mientras podía haber encontrado reinas ricas, nobles, potentes, hijas de príncipes y grandes señores..., la hija de Anás y Caifás. Ella no se gloría de su virginidad ni de su humildad, mas sólo de la mirada divina; por eso el acento no hay que ponerlo en ella sino en Dios. No se alaba su bajeza, sino la mirada de Dios, como cuando un príncipe pone la mano sobre un mendigo, no se alaba la bajeza del pobre sino la bondad del príncipe»23.

       Así la Virgen, en el Magnificat, anticipa la predicación de las bienaventuranzas. Su humildad es el sello de su maravilloso equilibrio humano. Sabe que es un vaso de barro, lleno de tesoros (2 Cor 4, 7). No se declara la más indigna de las criaturas (las fórmulas exageradas nacen de un secreto orgullo), sino que con esa reserva en los sentimientos, que dice tan juiciosamente que insignificante es lo excesivo, su expresión es moderada y más bella: esclava del Señor y colmada de las maravillas por el Todopoderoso.

       Esclava del Señor es el nombre que la Virgen se da a sí misma, las dos únicas veces que se nombra (Lc 1, 38.48). El término esclava hay que entenderlo con sentido de entrega total a la voluntad del Señor, como exclusión de toda iniciativa personal, teniendo en cuenta que este vaciamiento de María no supone carecer de creatividad personal, sino que más bien es un enriquecimiento, al fusionarse su voluntad con la divina.

       El término esclava nada tiene que ver con nuestro concepto negativo de esclavitud, sino que describe la experiencia religiosa profunda en la que Dios se muestra todopoderoso y el hombre se goza de vivir entregado a él. María, al declararse esclava, acepta con absoluta disponibilidad el señorío y la realeza de Dios, evocando la actitud de Abigail, ante los mensajeros que David le envió para declararle su plan de casarse con ella: «Tu sierva es una esclava para lavar los pies de los siervos de mi señor» (1 Sam 25, 41). La que era elegida para ser esposa del rey, no duda en presentarse ante los enviados de su Señor con toda humildad.

       El término esclava en la sociedad de entonces, reducía la persona a cosa poseída. Cuando se usaba como significado bíblico religioso expresaba la situación del hombre ante Dios.

       María es la esclava del Señor, pertenece a él, y de modo libre y activo, acepta sus designios y su voluntad.

       En este nombre, el único que María se da a sí misma, tenemos la mejor definición de su identidad personal, y por decirlo en términos actuales, nos ofrece su carnet de identidad; con él manifiesta a Gabriel que pertenece a los pobres de Yahvé, que  ni se quejan de lo que les acaece, ni se resisten a la voluntad de Dios, sino que se abandonan a sus designios. Pertenece al pueblo de los anawim, que carecen de voluntad propia o intereses personales, siempre dispuestos a pronunciar el hágase, como nos pedirá su Hijo que hagamos en nuestra oración (Mt 6, 10) y como él mismo lo repetirá en la suya (Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42).

       A través de la historia de la salvación, Dios llama con frecuencia a los hombres para encargarles una misión especial y ellos aceptan, aunque, a veces, se resisten o protestan como Jeremías (1, 7; 20, 7). Pero ningún relato de vocación acaba con una fórmula tan expresiva de completa adhesión a la voluntad de Dios como ésta con la que María acoge los planes del Señor.

       Para que la maternidad de María sea plena se requiere su consentimiento, que no es posible sin un conocimiento previo. Esta doctrina la expresa santo Tomás de Aquino siguiendo a san Agustín: «Debía ser informada la Virgen por el ángel, porque la encarnación era cierto espiritual matrimonio entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana. Por eso en la anunciación se esperaba el consentimiento de la Virgen en lugar del de toda la naturaleza humana»24.

       Esta respuesta final al mensaje del ángel es la aceptación personal al plan de Dios. Esta actitud de fe profunda, permanente y gozosa, que se considera paradigmática por ser fundamental para todo cristiano, convierte a la Virgen en modelo perfecto de los auténticos seguidores de su hijo.

       Es verdad que la actitud de la Virgen parece pasiva. Sin embargo, las virtudes que se expresan con el nombre de «esclava»—como la humildad, la entrega, la obediencia, la disponibilidad al sacrificio y al servicio de los hermanos— sólo son posibles gracias a una elevada actitud espiritual que prescinde de los deseos personales. Por otra parte, esta actitud de pasividad no es algo puramente negativo, sino al contrario, una exigencia de la vida cristiana. Sólo quien se abandona a Dios puede ser acogido por él y recibir su gracia. En ese abandono se realiza el hombre como ser humano y cristiano. Ya desde el antiguo testamento el ser «siervos de Yahvé» ha tenido una importancia fundamental y se ha entendido como el vértice de todo comportamiento religioso delante de Dios. Esta expresión supone la pasiva disponibilidad unida a la más positiva actividad, el vacío más profundo acompañado de la mayor plenitud.

       María expresa disponibilidad para todo lo que a Yahvé le plazca, actualizando la actitud del salmista (Sal 40, 9), o mejor, la actitud del Mesías (Heb 10, 7). Estas palabras servirán a Jesús como lema durante toda su vida entre los hombres: «He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Palabra de sumisión total a la voluntad de Dios. La clave de la santidad de la Virgen, el secreto de su vida, lo proclamó en esta palabra (Lc 1, 38). El hacerse siervo de Dios, el ser esclavo de Yahvé, figura en el antiguo testamento como la síntesis de una vida dedicada a él. Al llamarse esclava de Yahvé, María declara que es propiedad suya, abierta por completa al misterio divino. Al autodefinirse esclava, descubre la hondura de su alma religiosa, como uno de los pobres de Yahvé, que, en su humillación, colocan toda su confianza en el Señor.

       Después de su reflexión (y. 29) y de su petición de explicación (y. 34), María profundiza su «hágase» incondicional, y de ese modo concluye el diálogo con el ángel.

       La grandeza de María está en su «hágase», en acoger incondicionalmente los designios de Dios. En esta palabra es donde mejor se transparenta el modelo del creyente: el que se abre para decir sí a Dios. Es la apertura incondicional y la acogida absoluta a la voluntad de Dios ofrecida al hombre. Voluntad, no siempre comprendida sino oscuramente presentida, y que, a veces, como narra el evangelio, será fuente de conflictos (Mt 1, 18-24) y de incomodidades (Lc 2, 4-7). Pero María se somete al plan del Señor y abraza con afecto positivo la Palabra que le viene de Dios.

       El Padre le entregó su Palabra hecha debilidad humana (Jn 1, 14), que ella guardará celosamente en su corazón (Lc 2, 19.51), capacitándola para aceptar silenciosamente situaciones que no comprende (Lc 2, 50), para abrirse al misterio de que Jesús llame madre y hermanos a todos los que escuchen su palabra (Mc 3, 34.35) y para permanecer firme junto a la cruz, donde el amor fiel llegaba hasta el extremo (Jn 13, 1; 19, 25).

       Esta palabra, más que de una virtud, nos habla de la santidad plena. María, porque creyó, se entregó y caminó incesantemente tras el rostro del Señor. Creer es estar dispuesto a partir siempre y, para llegar al encuentro de Dios como lo logró la Virgen, hay que atravesar el bosque de la dispersión, de la confusión, de la

oscuridad..., en un fiat irreversible.

       El hágase, (en latín «fiat», «genoito», optativo griego) es una adhesión activa, es una aceptación gozosa de la voluntad de Dios, único determinante en su obrar, como después lo será del obrar de su hijo (Sal 40, 8.9; Heb 10, 7). El término «esclava» hay que entenderlo con sentido de entrega total a la voluntad del Señor, como exclusión de toda iniciativa personal. Por eso los santos Padres hablan más de obediencia que de consentimiento.

       El sentido profundo de ese «hágase» de la Virgen viene de la palabra hebrea emuná, de la raíz amn que se puede pronunciar amén y que explica una certeza. Los judíos, como los cristianos, con esta expresión marcan la aquiescencia del fiel a la voluntad de Dios. Para algunos cristianos amén expresa un deseo, una esperanza, una aspiración y traducen «así sea». En tiempos de María —la experiencia religiosa era más inmediata y directa— amén expresaba una constatación y significaba «así es».

María no dice «fiat», que es palabra latina, ni «genoito», que es verbo griego, sino «amén», expresión hebrea. Dicha expresión se usaba en la liturgia como una respuesta de fe a la palabra de Dios. Al final de algunos salmos cuando en la Vulgata leemos «fiat, fiat» y en la versión de los LXX «genoito, genoito», en el texto hebreo dice «amén, amén»; con esta expresión el creyente indica fe, obediencia y sumisión a la voluntad de Dios. Es la actitud de Jesús: «Amén, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11, 26).

       «Amén» ya aparece como nombre divino en el texto de Is 65, 16, y con el mismo término se llama a Jesucristo en el Ap 3, 14. Con este mismo nombre se personifica aquí a la Virgen de Nazaret.

Dios no ofrece a la criatura, sino que, en cierto modo, impone: no se trata de una iniciativa de la Virgen, sino de su acatamiento. Pronuncia no un «sí», sino un «hágase», dando a entender que ya de parte de Dios está todo hecho. Pero hay libertad y crecimiento meritorio en la obediencia de María al conformar- se, sin poner condiciones, a la voluntad de Dios.

Los Padres han visto igualmente en este acto de obediencia e1 antitipo de la desobediencia de Eva, y con ello una restitución a1 primitivo orden de la creación. Con este «hágase» de humilde sc1ava del Señor comienzan los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17-25; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), el reino que no tendrá fin (Lc 1, 45).

María comprendió que todo lo que iba a suceder sería obra de la gracia, por eso dijo: «hágase en mí». Aceptando de este modo mostró su receptibilidad, su actitud completamente abierta y disponible.

El «hágase» es la disponibilidad absoluta que hizo posible la realización del proyecto divino. Es la máxima fidelidad ante el don mayor de la encarnación. Con su aceptación se cumplen las promesas mesiánicas. Es verdad que sólo se cumplen en Jesucristo, pero con la fiel colaboración de María. Y de este modo sucederá en el porvenir, siendo ella la Virgen de la esperanza en nuestro penoso caminar hacia el encuentro definitivo.

Hay que reconocer que al hombre moderno le cuesta mucho adoptar, aun cuando se trate de las relaciones con Dios, esta disponibilidad radical a la vez que esta confianza en la divinidad, sin poner condición alguna.

Esta obediencia activa, pobre, pero inteligente, de que da muestra la Señora en el momento de la anunciación, no la asume fácilmente el creyente de hoy, en sus circunstancias históricas, con la autenticidad que debiera y con la fidelidad exigida por el amor divino.

       Karl Jaspers dice que «la fidelidad es algo absoluto, en la medida que coge a todo el ser, o no es absolutamente nada».

       Y Salguero escribe que a María Dios no le ha propuesto solamente su voluntad, sino que se la ha impuesto en cierta manera. Por eso, acepta la palabra del ángel con deseo y alegría25.

María, modelo de vida activa y contemplativa

       A través del episodio de Betania quiero profundizar un poco más todavía en la persona de la Virgen como modelo de vida activa y contemplativa, de vida terrena y celestial. Escuchemos la descripción lucana: «Marta recibe a Jesús en su casa y está atareada en muchos quehaceres, mientras María sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta le dice: Señor ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?, dile que me eche una mano. Jesús le responde: Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas y hay necesidad de una sola. María ha elegido la mejor parte» (Lc 10, 3 8-42).

       Se ha interpretado mal este texto evangélico, oponiendo Marta, que personifica la vida activa, a María, que personifica la vida contemplativa y rebajando la actitud de la primera; mas, en el contexto inmediato anterior, la parábola del buen samaritano se refiere al hombre que ha puesto toda su energía al servicio del prójimo necesitado y es como una luz para enseñarnos que no hay

ningún desprestigio de la acción, de la actividad en el servicio a los demás. Ninguna dicotomía existe entre la escucha de la palabra de Dios y la entrega a los hermanos. Aunque hay una (enseñanza para mostrarnos que lo principal, la prioridad, está en \ la escucha de la palabra, en la contemplación, en estar a los pies el Maestro para cargar las baterías y después entregarnos a fondo perdido a servir a nuestros hermanos los hombres. En esta escena Jesús corrige nuestros activismos e inquietudes excesivas y nos enseña que primero hay que sentarse junto al Maestro, verle y \escucharle, y después anunciar al mundo la buena nueva.

       Mas también este anuncio del evangelio puede realizarse desde la contemplación. Tenemos en la santa de Lisieux un ejemplo tipo, pues la Iglesia ha declarado patrona de las misiones a quien no salió del convento. Impresiona cómo ella captó que lo principal estaba en el papel de María de Betania. Escribe que «los cristianos más fervorosos, los sacerdotes, juzgan que somos exageradas, que deberíamos servir con Marta, en lugar de consagrar a Jesús los vasos de nuestras vidas con los perfumes que en ellos están encerrados... Y, sin embargo, ¿qué importa que nuestros vasos se quiebren, si Jesús es consolado y el mundo, a pesar suyo, se ve obligado a sentir los perfumes que de ellos se desprenden y que sirven para purificar el aire envenenado que continuamente respira?»26.

       Sin embargo la auténtica vida cristiana es la síntesis entre la

vida activa de Marta y la contemplativa de María. Ciertamente María escogió la mejor parte pero esa mejor parte lo es de un todo y el todo es la vida. La verdadera contemplación es la que ve a Dios en las cosas, pero para ello hay que ver también las cosas, manejarlas, experimentarlas, vivirlas.

       Hay personas que se apartan de los hombres y permanecen a gusto solas para encontrar a Dios. Pero el que está bien ordenado, el que tiene a Dios de verdad, lo tiene en todo lugar, en la iglesia y en la calle. Nada puede desviar al hombre que posee de veras a Dios. El que tiene la intención pura solamente en Dios, nada le puede disipar, pues lleva a Dios consigo en todos sus trabajos, en todas partes, y entonces es Dios quien realiza toda la actividad. Hay que acostumbrar el espíritu para que viva con Dios en todo momento, con todas las cosas y aprenda a tenerlo presente en la intención, en el sentir y en el amor íntimo. Pero si no se tiene a Dios de verdad en nuestro interior, si hay que buscarlo fuera en otro lugar o en otra actividad, entonces cualquier cosa: la multitud, el bullicio.., puede ser un obstáculo o suponer un estorbo. Quien tiene a Dios íntimamente en su esencia, capta lo divino y Dios le brilla en todas las cosas sin tener que retirarse a la soledad. El hombre ha de estar penetrado e impregnado de Dios para que su presencia brille sin el menor esfuerzo.

La síntesis de las actitudes de María de Betania y de su hermana Marta se manifestó en plenitud en la vida de María de Nazaret.

       La Virgen se ve reflejada en el papel de María; naturalmente también en el de Marta.

       Nos quedamos perplejos ante la respuesta de Jesús a Marta. El no hubiese ido a Betania si esta mujer no anduviese solícita en atenderle y darle de comer. Todos experimentamos oleadas de admiración a favor de Marta. Si se hiciera lo que hace su hermana, no podríamos sentarnos nunca a la mesa. Es cómodo escoger la mejor parte dejando a los otros las tareas ingratas. Además, el Señor nos apremia para que seamos servidores de los demás, siguiendo su proceder, pues ni siquiera él vino a ser servido, sino a servir.

       Esta especie de censura a Marta, contenida en las palabras de Jesús, no es por el servicio que presta, sino por la tensión con que lo realiza. El Maestro nos pone en guardia contra la inquietud (Lc 18, 14; 12, 22-3 1). El valor supremo está en la palabra escuchada y predicada (Hech 6, 4). Pero aunque el reino de los cielos sea lo primero (Lc 12, 31), éste no nos dispensa del servicio a los hermanos.

Para iluminar esta doctrina, el cuarto evangelio nos presenta a Marta como al verdadero discípulo (11, 5, donde no trae ni el pombre de María). Para san Juan es ella la discípula por excelencia: la que sale a recibir a Jesús, la única que interviene en la escena de la resurrección de Lázaro, y la conocedora de que Jesús es el verdadero Hijo de Dios (11, 20.27.39).

       Estudiando el papel de Marta se nos agranda el de la Virgen, sus cuidados maternales para con su niño y sus delicadezas para con su hijo.

       Pero es el papel de María quien da al de la Virgen toda su profunda significación y nos ayuda a ahondar en su alma contemplativa.

       Para valorar esta escena, hemos de ponernos en el plano del amor. El amado espera del amante, más que un servicio, una mirada, una palabra, una atención. Ya puede uno matarse trabajando para que el amado no carezca de nada, si no se establece el diálogo, si no se «interrumpe, alguna vez, toda la actividad en beneficio de la contemplación», faltará lo esencial al amor; el trabajo, el servicio en favor de los demás es útil, pero única1 mente la mirada, el saber escuchar, el diálogo, ese intercambio de amor, es necesario. Jesús aprecia lo de Marta, pero prefiere el silencio, la escucha, la mirada de María; ella le ofrece lo mejor de sí misma.

       Eso es lo que realizamos en nuestros ratos de oración, contemplación, y como el servicio de Cristo pasa por el servicio de nuestros hermanos más pobres (Mt 25, 40), no hemos de olvidar que ellos esperan no sólo ser atendidos materialmente, sino que estemos atentos y les entreguemos nuestro tiempo y nuestro amor.

       Todo cristiano ha de actualizar a la vez el papel de Marta y de María.

       Es natural que la Virgen sobresalió como nadie en la actitud mística de María de Betania: es la que acepta la Palabra de Dios en plenitud (Lc 1, 38); la bienaventurada por haber creído (Lc 1, 45); es la contemplativa que escucha a su hijo y cuida todas las cosas en el corazón (Lc 2, 19.5 1); la que mejor cumple la voluntad de Dios (Mc 3, 35) y la que como nadie oye la palabra de Dios y la realiza (Lc 11, 28).

       Bueno será tener en cuenta que en esta escena no se trata de la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, sino de la vida del cielo sobre la de la tierra, pues los Padres de la Iglesia vieron en María de Betania, sentada a los pies de Jesús, escuchando su palabra, el modelo del alma virginal y el símbolo de la vida celestial27.

       Que el episodio de Marta y María hace referencia a la vida celestial, se ha visto confirmado en la liturgia de la Iglesia cuando se leía en la festividad de la asunción este fragmento de Lucas.

       En el texto griego hay coincidencia doctrinal y literal entre Le 10, 38-42 y 1 Cor 7, 35, que son palabras de san Pablo para describir la actitud de la virgen cristiana. La Virgen está reflejada en ambos textos. Ella, por estar orientada hacia la virginidad y entregada a Dios, «vive ese trato familiar, sin distracción con el Señor». María de Nazaret es el prototipo de la vida cristiana. Es la que «sentada a los pies del Señor escucha sus palabras» (Le 10, 39) y la que fomentó «el trato asiduo con el Señor sin distracción» (1 Cor 7, 35).

El alma contemplativa de María

       Para acabar esta meditación, le vamos a pedir a María de Nazaret, la verdadera discípula, que nos ayude a vivir su intimidad en estos días de desierto y nos haga almas contemplativas.

       San Lucas debió haber conocido el alma contemplativa de la Virgen a través de la primitiva comunidad cristiana (Hech 1, 14), o mediante información de los que la conocían íntimamente, especialmente de Juan, el discípulo amado, a quien Jesús confió a su madre en la cruz. (Realmente hay muchas semejanzas y afinidades entre el tercero y cuarto evangelio). El tercer evangelista subraya el espíritu contemplativo de María dos veces.

       Esta frase (Le 2, 19.5 1), cuya fuente de información sólo puede ser de la Señora misma, revela la actitud religiosa de un alma mística. Esta actitud de intimidad, de desierto de la Virgen —desierto que es la interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación—, nos es necesaria para oír la voz de Dios, hoy más que nunca, tan absorbidos como estamos por la fascinación de lo exterior.

       El hombre, cada vez más disperso por el mundo que le rodea, necesita entrar dentro de su castillo interior cuando quiere comunicarse con Dios. Las almas contemplativas sienten un hambre insaciable de poseer, de asir, de abrazar la palabra de Dios que llevamos dentro, como una madre hace con el hijo que lleva en su vientre. María es el modelo arquetipo para todos los cristianos contemplativos que, en adoración y entrega, dan a luz a Jesucristo en los acontecimientos de la vida de cada día. En este sentido entendemos a los Padres griegos que gustaban de llamar a la Virgen uroborus, el seno de Dios. Para los teólogos bizantinos, Ma- rfa —también la Iglesia y cada cristiano—, son senos, recipientes que contienen al Incontenible. Esta doctrina del seno coincide con la cámara secreta de que habla Jesús en el sermón del monte (Mt 6, 6), que en lenguaje bfblico equivale a corazón y con palabras modernas llamamos «desierto ambulante interior».

       En el libro titulado Pustinia —palabra rusa que significa desierto, desierto del corazón—, la autora pasa de hablar de la mujer que lleva a su hijo en el vientre, a la que es templo donde habita Dios. «Tu vientre es una pustinia para el niño y tú lo llevas a donde quiera que vas. A donde vas, vas preñada de Cristo y llevas su presencia como llevarías la presencia del niño. La gente presta una especial atención a la persona embarazada. Le ofrecen un asiento o el lugar más confortable. Ella es un testimonio de vida. Ella es portadora de vida»28.

       En nuestro interior hay un aposento en donde Jesucristo y nosotros estamos íntimamente unidos.

       Los Padres de la Iglesia latina29 han aplicado a María el texto del salmo 45, 14 con la traducción de la Vulgata: «Toda la gloria-hermosura de la hija del rey está en el interior», ya que realmente «su vida estaba escondida con Cristo en Dios» (Col

3, 3).

       Detengamos todas nuestras actividades y entremos dentro de nosotros, donde habita Dios (Jn 14, 23); allí encontraremos un lugar bañado de un sol de verdad, de bondad y de belleza. Y, como María de Nazaret, recurriremos, a veces, al desierto ambulante que está dentro de nosotros mismos.

       En estos momentos de dispersión, de bullicio, de confusión, es necesario amar el «desierto» e ir allí para encontrarnos con Dios. Ir al desierto para que se instale este desierto ambulante en nuestro corazón y de ese modo poder transmitir a los hombres nuestra experiencia de Dios. Retirarnos a él, no como mera evasión, sino para encontrarnos con el Espíritu y para que nos cubra con su sombra como lo hizo con la Virgen, e igualmente para que en nosotros se engendre su Palabra.

       El desierto es considerado en la Biblia como lugar de cercanía divina, de transformación profunda del hombre. Nos serena y hace fuertes. Nos hace más sencillos y luminosos. Nos pone en contacto con la luz, con Jesucristo. Mirar el rostro y la actitud de un gran orante que viene del desierto. Moisés, tenía radiante la piel de su rostro después de bajar del monte (Ex 34, 39). ¡Cómo sería el rostro de la Virgen después de nueve meses de desierto llevando a Dios dentro, y después de más de treinta años viviendo en intimidad con el Señor!    Debemos realizar a «su estilo» lo que nos toca vivir a nosotros. Debemos acabar sus rasgos inacabados. Hacer de nuestra vida una respuesta a la esperanza de Dios y a la esperanza de los hombres. «Lo que los hombres esperan de nosotros —dice Bernanos—, es Dios quien lo espera».

       Después de la muerte de Jesús, el papel de la Virgen era distinto en la primitiva comunidad cristiana y lo es en la Iglesia actual. Mientras vivió su Hijo, María debía eclipsarse ante él. La fue conduciendo a una expropiación de su maternidad; pero desde pentecostés, la Virgen María viene a ser como el recuerdo vivo de Jesús. Los discípulos, al mirarla, al igual que nosotros ahora, encontraron los rasgos del rostro de su hijo. Es el ser que más se le ha parecido. Su corazón y su memoria han conservado todo 1 referente a él. Seguía y sigue siendo el principal testigo de la vida del Señor, de su muerte y de su resurrección. Fue el evangelio vivo para la primitiva comunidad y lo es para nosotros. Es la memoria más fiel de los discursos del Maestro.

25.  EL CIELO ES VER A DIOS

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”(Mt 5, 8).

“Ahora vemos como por medio de un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara”(1 Cor 13, 12).

“Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”(1 In 3, 2).

El cristiano, caminante hacia el cielo

       El cristiano es caminante hacia el cielo pero con sus raíces en la tierra. Debe ser testigo del evangelio, mas el evangelio no pertenece sólo al orden espiritual, ni es irrelevante para la situación material del mundo. El evangelio no es pura promesa de futuro, pues en ese caso no sería «la buena nueva».

       El cristiano enraizado en la tierra —como el ciprés—, sólo lo justo para levarse a la altura; y la Iglesia, si no son capaces de llevar a cabo instituciones cristianas, explícitamente identificadas como tales en el orden de la economía, de la política, de la cultura..., no son ni un cristiano vivo, ni una iglesia viva. Una Iglesia que se recluye exclusivamente en lo espiritual, lo moral, y lo místico... ha traicionado el evangelio y ha puesto la luz bajo el celemín. Estamos en el tiempo de las esperanzas, que harán patente en silencio y humildad, a quienes puedan ver con ojos limpios y buenos, que el reino de Dios está ya presente y que el corazón del hombre puede ser alumbrado y sanado desde el corazón de Dios, con las manos, los ojos y los pies de quienes hacia él trabajan, miran y caminan.

       Según el nuevo testamento los cristianos engendrados por el bautismo a la vida divina «no son de este mundo» (Jn 17, 16), sino que «su ciudad está en los cielos» (Flp 3, 20). Una de sus convicciones más arraigadas es que «habitando en el cuerpo, vivimos en el exilio lejos del Señor» (2 Cor 5, 6), como extranjeros (Heb 11, 13) o refugiados (Heb 6, 18). Su único anhelo es «ir a domiciliarse junto al Señor» (2 Cor 5, 8), porque él les ha asegurado que en la amplia mansión de su Padre hay muchas moradas, que les ha preparado un sitio y, que allí donde él esté, estarán ellos también (Jn 14, 2.3). El cristiano sabe que ahora el Señor «habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3, 17), pero su situación es análoga a la del ciego que siente la presencia del otro e incluso toca con sus manos a la persona amada, pero no puede verlo, ni contemplarlo. De ahí que la vida presente no pueda ser vista más que como una peregrinación. Los creyentes son peregrinos (Heb 11, 13; 1 Pe 2, 11). Ocho veces en el libro de los Hechos se llama a los cristianos los hombres del camino (9, 2; 18, 25.26; 19, 9.23; 22, 4; 24, 14.22).

       Nuestro politeuma, derecho de ciudadanía, es el cielo. Pero también habitantes de la tierra, con la obligación de tener en cuenta todo lo que en este mundo hay de verdadero, noble, justo, puro y amable (Flp 4, 8).

       El saberse amados por el Padre, que nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12), produce en algunos cristianos la inclinación de sentirse liberados en su condición de seres terrenos. El carácter escatológico de la religión cristiana, que subraya que todo es transitorio y pasajero, ha contribuido a alejar a los hombres de la lucha por transformar la tierra. Sin embargo, el cristianismo tiene una dinámica especial que proviene del mismo evangelio y que va en contra de dicha actitud. Pues el cristiano, aunque lleve en su misma alma esa nostalgia del cielo —heredada del pueblo hebreo, siempre insatisfecho y caminando por un éxodo hacia la tierra prometida—, es lo más opuesto al evasionismo que se funda en una fidelidad mal entendida en el pasado y, a veces, en una psicología miedosa y enfermiza; evasionismo que hay que rechazar, ya que aliena al hombre de su condición humana, y no le ayuda a madurar.

       El concilio Vaticano II exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evan- gélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales. Lo que el creyente lleva dentro de sí, cuando la fe ilumina su existencia de un modo pleno, es una incontenible fuerza que mueve montañas, que trasciende su vida cotidiana, en el campo familiar o profesional. Sin embargo, nuestro mismo ser de cristianos exige la visión de Dios cara a cara, después de la muerte. Esta nostalgia hacia el encuentro con el Padre y el sentido de transitoriedad de lo terreno, es fundamental en el cristianismo. Pero hay que conjugar la trascendencia y la encarnación; la nostalgia ha de ir encarnada a la realidad histórica vivida por Jesucristo; la evasión contradice la misma resurrección. El que acepta esta evasión como norma de vida, niega, en la práctica, que Jesucristo asumió en su resurrección toda la historia humana; no está abierto al diálogo con los hombres de su tiempo, y se encuentra perdido en medio de esta época, en la que se siente como un extraño. Su lenguaje se hace ininteligible para el hombre de hoy.

       Es la infidelidad de siempre, la que sufrieron las primeras comunidades cristianas. La espera del inminente retorno del Señor hizo que muchos cristianos olvidaran su ser de encarnados en este mundo. Es la tentación que nos acosa continuamente hasta hacernos pensar que la terrenidad es un mal al que hay que sustraerse en lo posible. Mas desde que Dios entró a formar parte de nuestra historia terrena, desde que la «Palabra se hizo carne» en esa condición humillante de kenosis y ocultamiento, y más, desde aquella gozosa mañana de pascua, la vida cristiana quedó convertida en camino, y el hombre en peregrino. Desde aquel momento, somos ciudadanos del cielo.

       El sacerdote escritor C. Virgil Gheorghiu, como buen griego ortodoxo, expone así esta doctrina: «Mis contemporáneos —los hombres de este siglo científico y materialista, que no pueden vivir sin medirlo todo, sin calcularlo todo, sin precisarlo todo—, se han esforzado en comprobar exactamente, científicamente, la dirección de mi vida, de mis pensamientos, de mis opiniones y de mis actos, como se establece para cada ciudadano. Para comprobar exactamente la dirección que sigue un ciudadano, emplean, naturalmente, la brújula. Desgraciadamente la aguja de la brújula no indica más que las direcciones de la tierra. Mis frontemporáneos han comprobado, brújula en mano, muy científicamente, que no me dirijo, ni a la derecha o al oeste, ni a la izquierda o al este, ni hacia delante ni hacia atrás. Entonces han llegado a la conclusión, científicamente, de que no tengo direcj ción. Que marcho hacia cualquier sitio, como el viento. Y eso (les ha parecido tan sospechoso y tan peligroso, que me han infingido terribles sufrimientos... La culpa es exclusivamente suya. Porque utilizan aparatos, como la brújula, que no señalan más que los puntos cardinales y nunca el cielo... Justamente es el cielo el punto de mi dirección. Podría renunciar al cielo, para dar gusto a mis contemporáneos, por exceso de bondad, pero no será así. Puedo ceder en todo, pero no en esto. Estoy invitado al cielo. Es la primera invitación que he recibido a través del icono de mi padre-sacerdote desde que he abierto los ojos. De todas las invitaciones que he recibido en mi vida, ésta es la única a la que quiero responder con mi presencia»2.

El cielo comienza ya en la tierra

       El cielo o comienza en la tierra o no comienza nunca. La bendición de Dios se inicia aquí y ahora, lo que significa que el mundo es dado al hombre como lugar de su felicidad. El cielo de la otra vida no puede ir en contra de esta bendición, no puede condenar la voluntad divina que quiere que el hombre sea humanamente feliz.

A un discípulo que vivía obsesionado por la idea de la vida después de la muerte le dijo el maestro: —,Por qué malgastas un solo momento pensando en la otra vida? —Pero ¿acaso es posible no hacerlo? —Sí. —,Y cómo? —Viviendo el cielo aquí y ahora. —j,Y dónde está el cielo? —Aquí y ahora mismo.

       Sería erróneo interpretar la escatología cristiana, separando el cielo del camino que Jesús siguió en su predicación y en su acción: Este camino es inseparable de su anuncio de gozo: «decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados» (Lc 7, 18-23). Los milagros de Jesús representan la noticia gozosa, anuncio del cielo.

       Las bienaventuranzas son el rasgo paradójico de este despertar esperanzado. En ellas Jesús proclama bienaventurados a los que humanamente están aplastados (Lc 6, 20-24). Todos estos son gente sin esperanza, pero el reino de los cielos ya está entre ellos. Unicamente los misericordiosos, los pacificadores, los mansos, los limpios (Mt 5, 7-11) son los que crean felicidad.

       Jesús no hace apología del dolor, no exhorta a amar la cruz, sino a cargar con ella, a ayudar a llevarla a los demás..., no invita a separar el cielo del trabajo por embellecer la tierra; no habrá cielo final si no es como una prolongación de este reino de los cielos que construimos aquí. Si existe un cielo final es porque ya lo anticipamos aquí haciendo que los hombres vivan la bendición de Dios, la bondad de todas las cosas que conforme Dios iba creando, proclamaba que eran buenas (Gén 1). El evangelio no reniega de nada de lo que con tanta insistencia subrayó el antiguo testamento, que sólo se interesó por la vida de la tierra al desconocer la vida de ultratumba.

Jesús no glorifica el hambre, ni las lágrimas.., sino que se rebela contra los que destruyen al hombre o le hacen sufrir. Llevó a la plenitud la doctrina del antiguo testamento. Dios no sonríe ante nuestra miseria, sino que se alegra de que luchemos contra la pobreza y la injusticia. Desear que los demás sean bienaventurados es una actitud evangélica. En la medida en que la fe en el cielo después de la muerte contribuyera a rechazar todo esfuerzo personal o social por crear felicidad, habría que considerar esa fe como no cristiana. No se puede separar el cielo de la tierra. Dicha separación estaría en favor de los poderosos y reduciría a los marginados a la resignación. Anularía la tensión entre un cielo en el horizonte futuro y un trabajo-riesgo en el mundo presente, y a la larga recluiría a los hombres en los límites cerrados del presente y anularía la grandeza creadora de la esperanza. La esperanza de una tierra prometida arrancó a Israel de la esclavitud de Egipto. La doctrina del nuevo testamento nos sitúa en esa tensión, no destierra el cielo de la tierra, sino que nos enseña el camino para ir hacia él, y establece las condiciones para alcanzarlo.

       No hay que separar el cielo de la tierra. Antes de la encarnación eran dos mundos separados. Pero Cristo ha colmado la distancia. Dios se ha encarnado. No podemos desencarnamos nosotros. En la tierra vamos construyendo el cielo, edificándolo ya aquí. El cielo es estar con Dios. No se debe contraponer el cielo a este mundo, hay que verlo como la plenitud de él. Es la potenciación de lo que ya experimentamos en la tierra. Al vivir cada bienaventuranza, ya, aunque de modo imperfecto y limitado, vivimos la realidad del cielo. En el tiempo vamos construyendo el cielo. El estar definitivamente con el Señor —la resurrección— no hará sino manifestar claramente lo que ya vivimos en esta vida escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3).

       De modo muy profundo, san Agustín expone estas ideas: «El ascendió al cielo sin alejarse de nosotros; nosotros estamos ya allí con él, aunque no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

       El fue exaltado sobre los cielos, pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos.

Mientras estamos en la tierra, gracias a la fe, esperanza y caridad, descansamos ya con él en los cielos.

       Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí.

       No se alejó del cielo cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros cuando regresó hasta el cielo. Y esto en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo.

       Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también con él por la gracia. Así pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo. La unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de la cabeza»3.

       Con la ascensión, Jesucristo no se alejó sino que asumió una vida con la que realmente podía estar más cerca de nosotros; adquirió una eficacia infinita que le permitía estar en todas partes. San Pablo afirma que «subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia» (Ef 4, 10).

       A partir de la resurrección-ascensión no está ligado a ningún tiempo y lugar, sino que está presente en todos y en todas partes. Si cuando caminaba con sus discípulos estaba con ellos, ahora no está simplemente con nosotros, sino en nosotros, más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad.

       Cuando amamos a Jesucristo, él y el Padre vienen a nosotros y en nosotros establecen su morada. No se trata de una presencia cualquiera sino muy especial, la que se tiene en la morada donde se habita. El Padre y el Hijo tienen una morada que está en los que le aman. Mejor que decir que Jesucristo está en el cielo, es afirmar que el cielo está donde está Cristo y él está en el corazón de los suyos, por lo tanto nuestro cielo ya está en la tierra.

       El cielo no es un lugar, sino Dios mismo; no está sobre nosotros, sino en nosotros mismos, aunque no se identifique con nosotros.

En Jesús, el cielo está presente en la tierra y los ángeles bajan del cielo a la tierra (Jn 1, 51).

       Al rezar que todo se cumpla «en la tierra como en el cielo», «en la tierra a imagen del cielo» (Mt 6, 10), pedimos a Dios que la tierra sea lo que debe ser, según el plan divino: que el cielo comience ya aquí.

       El cielo y la tierra se unen de modo singular en las celebraciones litúrgicas en nuestras iglesias. Cuando el sacerdote oficia, este oficio se realiza simultáneamente en el cielo y en la tierra porque como dice san Simeón de Tesalónica: «Sólo hay una Iglesia en lo alto y aquí abajo. Con la diferencia de que en lo alto es sin velos ni símbolos, y aquí abajo por símbolos, porque estamos embarazados a este fardo de una carne sujeta a la corrupción» 4 y san Máximo el confesor dice: «Así en los oficios litúrgicos el mismo Dios es visible, y sus misterios no dejan de ser visibles a los que tienen ojos para ver»5.

       Los símbolos nos explican las realidades que no podemos expresar directamente por falta de medios. El primer símbolo de la Iglesia es su forma, que es la de un navío, dirigido siempre hacia el cielo. La forma de nave recuerda simbólicamente que la Iglesia no es algo terrenal, flota como una nave sobre la tierra.

Conmovedora la escena que describe Gheorghiu de la salida de los monjes de la iglesia: «Los monjes salieron de la iglesia y descendieron muy lentamente los escalones de piedra que llevaban al patio como si bajaran del cielo. Descendían en auténtica calidad de hijos de Dios por la sangre de Cristo que habían bebido en el santo cáliz. A pesar de bajar los escalones, ninguno de los frailes bajaba totalmente del cielo. La víspera habían entrado todos en la iglesia y vivido en el cielo, reconstruido y simbolizado en la tierra por la capilla durante más de doce horas. Más de doce horas de verdadera pennanencia en el cielo. Al caminar por las losas del patio, mientras bajaban los escalones de piedra, sus pasos eran vacilantes, faltos de firmeza. Semejante torpeza era lógica. También los marinos carecen de seguridad al andar cuando bajan a la tierra después de un largo viaje. Es muy comprensible que a los monjes les sucediera lo mismo al regresar del cielo. La casi imposibilidad de reanudar su contacto físico con la tierra después de la prolongada vigilia y de los oficios dominicales se notaba en todo cuanto hacían durante la jornada siguiente. Hablaban en voz baja, mostrábanse amables, sus movimientos eran pausados y tanto sus ojos como sus rostros parecían iluminados. Trasladaban a la tierra, al patio del monasterio, las costumbres del cielo, exactamente lo mismo que los viajeros precedentes de lejanos países llevan en sus expresiones verbales, en sus maneras, en su forma de vestir y en sus ojos, las huellas del sol, de la tierra, y de la vida misteriosa del país en que han vivido»6.

El cielo es estar con el Señor

       Estar siempre con el Señor es el ideal de san Pablo desde que conoció a Jesucristo. Es igualmente la meta puesta tan de relieve en el evangelio de san Juan.

       En el nuevo testamento, la vida eterna es estar con el Señor o estar con Cristo. En san Pablo son términos equivalentes: 1 Tes 4, 17: «Y estaremos siempre con el Señor»; Flp 1, 23: «Deseo partir y estar con Cristo». De las palabras de Jesús al buen ladrón en la cruz (Lc 23, 42.43) se desprende que lo importante no es estar en el paraíso o en el seno de Abrahán, como el mendigo de la parábola (Lc 16, 22-25), en cuyo caso hubiese dicho: allí estaremos juntos, sino que lo decisivo es «estar conmigo»; tomar hoy parte con él en su Reino.

       En la despedida de Jesús, en el cuarto evangelio, afirma: «Os llevaré conmigo para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14, 2.3), y en la oración con que cierra el discurso de la última cena pide al Padre que sus discípulos estén con él, donde él está (Jn 17, 24).

       San Pablo consuela a los tesalonicenses con la esperanza de que al final «saldremos al encuentro del Señor» y así estaremos siempre con él (1 Tes 4, 17). El apóstol prefiere la muerte, porque mientras vive en este cuerpo mortal está peregrinando lejos de! Señor, y por la muerte puede pasar a morar junto a él (2 Cor

5, 6-8). Desde ese punto de vista, para Pablo «la muerte es una ganancia», porque lo que él ansía es «estar con el Señor».

       Claro es que este deseo no suprime el horror natural a la muerte y Pablo optaría por el encuentro con Cristo sin ser despojado de su cuerpo, sino siendo transformado y «sobrevestido» por la gloria (2 Cor 5, 2-4). Pero lo decisivo no es eso, sino el «estar con Cristo», sea a través de la muerte o por la transformación directa en la gloria. Ese es el único bien del que ya nunca será privado: estar con Cristo. El sabe que la unión con el cuerpo terrestre es un obstáculo a la perfecta unión con el Señor, por eso acepta la experiencia dura de la muerte con tal de vivir con Cristo.

       Es verdad que todo justo ya está unido a Dios por la fe y por la caridad, pero aún está separado del Señor glorificado, como un viajero que está lejos de su patria. Aquí entra en juego una nueva metáfora (la del caminante peregrino) que reemplaza a la del vestido y a la de la tienda. No podemos a la vez habitar en el mundo terrestre y en el celeste. Mientras estamos en este cuerpo, estamos como desterrados lejos del Señor.

       Tan ardiente es el deseo de unirse al Señor, que el apóstol acepta con placer (eúdokoumen, mostramos satisfacción, preferimos) el despojarse del cuerpo terrestre. Son los mismos dulces afectos que expresa en su Carta a los filipenses (1, 21-25): «Para mí el vivir es Cristo, y el morir es una ganancia... teniendo el deseo de ser desatado y estar con Cristo, lo cual es, en verdad, mucho mejor».

       Pablo considera destierro vivir aquí lejos del Señor, no porque el alma esté encarcelada en el cuerpo —al modo platónico— sino porque el cristiano muerto y resucitado con Cristo no pertenece a este mundo, porque ya lo mejor de sí mismo está «con Cristo a la diestra de Dios» (Col 3, 1).

       El hombre exterior se desmorona día a día, y el interior se renueva al participar en los sufrimientos del Señor. Considera ganancia abandonar este cuerpo para ir con él, es decir, destruir este hombre exterior y perfeccionar el interior, el que sobrevive cuando desaparece la tienda terrestre, el que abandona el cuerpo va a habitar con el Señor.

       La muerte es una ganancia, pero no porque la muerte sea una liberación de las tribulaciones. Ellas son una gloria (2 Cor 4, 6). Se conoce el poder de la resurrección de Jesucristo por «la comunión en sus padecimientos».

       San Pablo acabará de identificarse con la muerte de Cristo y por eso tiene acceso ya a Cristo glorioso. Su ser y su vivir serán totalmente Cristo muerto y resucitado. Esta identificación mística es ya real, aunque deba esperar la plenitud en la resurrección gloriosa y comunitaria de la humanidad. Pero ya desde ahora podrá estar con Cristo su hombre interior y esto de un modo real.

       Esta paradoja de un triunfo a la vez presente y futuro expresa perfectamente la doctrina de san Pablo sobre la condición del cristiano y su escatología.No resulta fácil explicar el significado de «estar con Cristo». San Agustín escribe: «Dame un amante y entenderé lo que digo». El amor verdadero sólo se sacia y se satisface con la presencia, los sustitutivos son insuficientes.

       San Juan de la Cruz lo matizó y expresó gráficamente: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura» 7.

       La bienaventuranza del cielo no consiste en las cosas que allí se verán y se sabrán y se disfrutarán; ellas no son las que nos harán felices. La bienaventuranza del cielo es el «estar con», es el intercambio personal, el diálogo entre «yo» y «tu». En ella, el tú es Cristo. El cielo es «estar con Cristo».

       Dios ha creado al hombre para un encuentro pleno y definitivo con él, pues «el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma»8. Lo que llamamos cielo es lo definitivo, a manera de hogar, «habitación eterna en los cielos» (2 Cor 5, 1), «herencia incorruptible reservada en los cielos» (1 Pe 1, 4), «la ciudad futura» (Heb 13, 14).

       Y como enseña la doctrina de la Iglesia: «Vivir en el cielo es estar con Cristo (Flp 1, 23). Los elegidos viven en él, más aún, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre. Pues la vida es estar con Cristo; donde está

Cristo, allí está la vida, allí está el reino»9. El cielo es el fin último y la realidad de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de la dicha.

       Estar con Cristo como Cristo es, con «el Cristo total», el de la comunidad eclesial. El mismo Cristo quiere que estemos con todos los suyos (Jn 17, 24). «Que estén», en plural, indicando la Iglesia entera, la comunidad de los santos. En esa plenitud entran los seres queridos, que ya están junto a Dios y a quienes tanto añoramos. Ante la tristeza y dolor que manifiestan los que han perdido al esposo, a la madre, al hijo, les digo que poco a poco irán adquiriendo una nueva presencia —aunque misteriosa— de ellos y que notarán cómo les envían rayos de luz, esperanza y amor. Me gozo en transcribir, por coincidir con estos pensamientos, lo que Jacques Maritain les dijo en una charla a los Hermanitos de Carlos de Foucauld. Les describió con sencillez y profundidad la misteriosa y entrañable relación que nos une a cada uno con los seres queridos que nos han precedido en el reino eterno. «Hacía notar cómo los que están junto a Dios siguen interesándose en las realidades porque se han afanado en la vida terrena y que ahora contemplan a la luz de Dios. Con ellos (padres, parientes, amigos) podemos conversar y confiarles lo que nos preocupa, que preocupó también a ellos y por lo que trabajaron y sufrieron»’0.

       La muerte de los seres queridos, de los que amamos y de los que nos aman, más que una pérdida es un don. Nos ofrece la posibilidad de estar en comunión más plena con ellos. Nos posibilita para tener con ellos una mayor intimidad y, como el amor es más fuerte que la muerte, se continúan fortaleciendo los vínculos que van surgiendo entre los que siguen amándose.

       Como ya hemos meditado antes, sólo después que Jesús ascendió a los cielos, sus discípulos fueron capaces de comprender lo que el Maestro significaba para ellos. Después de la muerte del ser amado es cuando su espíritu se revela totalmente. Mientras vivían, todas sus capacidades de darse, de amar, estaban limitadas por sus necesidades y sufrimientos. Ahora, después dela muerte, libres todas esas limitaciones, nos pueden comunicar todo su ser entero y comenzamos a vivir una nueva comunión con ellos.

       La esperanza de san Pablo consiste en el anhelo de la «comunidad con el Señor». El piensa en una comunidad con Cristo y también con los cristianos resucitados. La frase, «seremos arrebatados al mismo tiempo con ellos» (1 Tes 4, 17), supone un reencuentro con los que ya se marcharon. La relación permanente con sus comunidades se expresa así: «Nos resucitará con Jesús y nos presentará a vosotros» (2 Cor 4, 14). «Presentar» es unapalabra tomada del ceremonial cortesano; Pablo la emplea casicon el mismo sentido cuando se compara a sí mismo con el que conduce a la esposa; él quiere «presentar como una casta virgen a Cristo» a la comunidad, en el momento de la parusía (2 Cor 11, 2).

       Aunque Jesús desmaterializó y desnacionalizó la escatología del judaísmo, lo característicamente nuevo en su doctrina sobre el cielo es su postura personal en el acontecimiento escatológico. La salvación, el cielo, es estar con él.

       La bienaventuranza celeste se describe como un banquete (Mt 22, 2-10; 25, 1-12), como el convite de bodas del Cordero con la esposa, que es la Iglesia (Ap 19, 7.9).

       Es curioso que Jesucristo represente, con frecuencia, la bienaventuranza celeste con la imagen del banquete y de las bodas. Nos quiere enseñar que cuanto hay de embriagador en los vinos selectos y en el gozo conyugal, se encuentra, y en grado infinito, en el cielo.

       El cielo es una fiesta luminosa donde se da la saciedad del amor, el éxtasis por el encuentro y la posesión de la belleza. ¡Si nos atraen la belleza y la bondad que Dios ha puesto en sus criaturas, cómo será la atracción que sentimos por el sumo bien y por la perfecta belleza! Será amar al Amor y saberse amados por él. El gozo se derramará a través de nuestra alma a nuestro cuerpo, a nuestra carne resucitada (1 Cor 15, 42-49), que participará de la dicha infinita de nuestras facultades espirituales.

San Pablo describió el hechizo de lo que nos está reservado en el cielo: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9). También san Agustín intentó sugerirlo: «Oh reino de la bienaventuranza eterna, donde la juventud nunca envejece, donde la belleza nunca se mancha, donde el amor nunca se apaga, donde la salud nunca se debilita, donde el gozo nunca decrece, donde la vida no conoce término!»11.

       El gozo de la vida eterna es el estar con él: «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Se trata de la bienaventuranza prometida al siervo fiel. Los nombres hebreos y arameos que expresan esta idea, no significan solamente alegría, sino la fiesta del gozo o más especialmente el banquete de bodas. Podemos dar aquí al gozo el sentido del banquete del gozo nupcial. Los siervos son así convidados al festín de la alegría que el Señor da eternamente a sus elegidos.

       En la concepción judaica del seno de Abrahán (seno, en griego kólpos, es la parte del pecho sobre la que reclina la cabeza el comensal vecino que come recostado) se afirma el gozo y la cercanía en el banquete con Abrahán. En el cielo la intimidad y el gozo está en relación con Jesucristo: «Entra en el gozo de tu Señor».

       Jesucristo nos habló del cielo en la mitad de sus predicaciones. El cielo es la casa de Dios, que es por tanto nuestra casa. La casa opulenta de las muchas mansiones donde el Señor se manifiesta como es, sin velos, donde se le podrá intuir con saciedad. La casa de la boda con el gran banquete del rey. La cena será presidida por Cristo y estaremos sentados en su misma mesa. Y Cristo nos tendrá a su lado porque hará con cada uno de nosotros pareja nupcial. Esta es la gran revelación del Apocalipsis. Cada uno de nosotros aparecerá con vestido de novia, resplandeciente de piedras preciosas y el banquete nupcial será eterno.

El cielo es ver a Dios cara a cara

       «Buscad su rostro sin descanso» es la petición que se hace en 1 Crón 16, 11, en el cántico de alabanza a Yahvé, y en Sal 105, 4 en la oración de alabanza a la fidelidad de Dios a su alianza. Cuando se desea ardientemente unirse a Dios se recurre a su rostro: «Busco tu rostro. No me ocultes tu rostro ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 27, 9; 42, 3). El rostro es la presencia viva de Dios, es su misma persona. La palabra persona se deriva del significado bíblico de rostro: prosopon.

       Desde siempre el hombre ha aspirado a contemplar la cara de Dios. «Déjame ver tu rostro», suplica Moisés (Ex 33, 18). Job lo daría todo a cambio de poder ver con sus ojos al Señor (19, 26). Una sola cosa ansía el salmista y es saciarse con la visión divina (Sal 17, 15). Felipe resumirá el anhelo de todos los discípulos de Jesús: «Muéstranos al Padre, Señor, y eso nos basta» (Jn 14, 8).

       A Dios no le podemos ver. Ver es siempre un acto de dominio. En cierto modo uno se posesiona de aquello que ve. ¿Cómo podría el hombre ver a Dios? Para demostrar esta imposibilidad, los bizantinos representaban en sus mosaicos la imagen del Pantócrator sobre un fondo de oro, justamente porque éste es el color que, a causa de su extraordinario brillo, soportan peor nuestros ojos. Por otra parte, el rostro divino aparece dotado de unos ojos enormes, lo que obedece a una intención muy deliberada; ante tales ojos, se invierte la relación normal entre la pintura y el espectador; éste, más que mirar, se siente mirado. A Dios no se le puede ver; es él quien ve. Ante él, la criatura ha de bajar los ojos, que es la regla de cortesía ante el superior. Sostener la mirada sería estar a su altura; hay que inclinarse y el que se inclina, ya no ve, solamente es visto, dominado por el otro. Dios es el que ve, pero a él no se le puede ver: «Dios es el que habita en una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver» (1 Tim 6, 16).

       En los relatos populares del antiguo Israel encontramos una concepción concreta de los panim, del rostro de Yahvé. AsS Jacob se admira de que pueda seguir vivo después de haber visto cara a cara al ser divino con el que ha luchado (Gén 32, 31). Al lugar del combate lo bautiza con el nombre de penuel: rostro de Dios. La misma impresión siente Gedeón al permanecer con vida después de haber visto al ángel de Yahvé (Jue 6, 22.23). Ni siquiera el elegido de Dios, el gran Moisés, pudo ver nunca los panim de Dios (Ex 33, 20): «Mi rostro no podrás verlo; porque no puede yerme el hombre y seguir viviendo». Por eso Moisés (Ex 3, 6), Elías (1 Re 19, 13) y hasta los mismos serafines (Is 6, 2), se cubren el rostro ante Dios. Es natural pues que en el antiguo testamento esté ausente el deseo de ver a Dios.

       Sin embargo, en el antiguo testamento se habla muchas veces de ver el rostro de Yahvé en un sentido metafórico.Frecuentemente esta expresión significa entrar en el Santuario. En general se usa en sentido cultual. Así, en las tres fiestas principales, tres veces al año, «los varones de Israel se presentarán delante de Yahvé» (Ex 23, 17), serán vistos por Dios —el texto masorético ha preferido usar el pasivo equivalente, como viene escrito en el Deuteronomio, «a ver el rostro de Yahvé» (31, 11)—. El levij ta, desterrado de Jerusalén, autor de los salmos 42 y 43, expresa su deseo ardiente de participar en las ceremonias del culto y de «llegar al altar de Dios, al Dios de mi alegría». «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?».

       Para el piadoso israelita «presentarse delante de Yahvé» (Ex 23, 17) era el más grande honor. Entendemos el quejido de Ezequías, enfermo, ante su muerte próxima: «No veré a Yahvé en la tierra de los vivos» (Is 38, 11).

       Ver a Yahvé tiene siempre en la Biblia un sentido litúrgico y contemplativo. El pueblo se sentía dichoso de participar en el culto. Era entonces cuando se ponía en relación y en diálogo con él; veía el rostro de Dios.

       Buscar el rostro de Yahvé se utiliza en casos de necesidad para buscar la ayuda divina y para que Dios ilumine sobre nosotros su rostro (por ejemplo, la bendición aarónica de Núm 6, 25s). Significa la instauración de relaciones íntimas entre Dios y el hombre. Este sentido tienen las expresiones: «Dios con Moisés habló cara a cara» (Ex 33, 11; Dt 34, lO) y «boca a boca habló con él» (Núm 12, 8). Se trata de una metáfora hiperbólica y para mayor abundancia se añade: «Como un hombre (habla) con su amigo» (Ex 33, 11).

       La promesa de una visión cara a cara de Dios en el cielo es exclusiva del nuevo testamento, y puesta en los labios de Jesucristo (Mt 5, 8). No se repite a la ligera, aunque se vuelva a pronunciar con gozo al final de los escritos apostólicos: «Le veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12); y sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque «le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Sólo los puros poseen el órgano adecuado para contemplar la faz de Dios.

       El puro ve a Dios, porque tiene claridad en el corazón, el ojo del espíritu. El limpio ve a Dios en su propia alma, en cuyas aguas transparentes se refleja la imagen divina; como los objetos se reflejan en las pupilas de los ojos; así queda prendida la imagen luminosa de Dios en los ojos del espíritu puro.

       A veces se encuentran almas que han sentido cómo Dios las miraba complacido y se han gozado ellas, igualmente, mirándole a su vez a él.

       Los limpios no sólo ven a Dios, sino que en ellos se ve a Dios. El ser puro, es un ser iluminado y Dios está en él. Es un reflejo divino. Es lógico, pues, que los que se ponen en contacto con un ser puro, vean en él a Dios. La limpieza es un testimonio de la presencia de Dios. Y la pureza perfecta (la nacida del Espíritu santo, la cristiana, la sobrenatural), unida inseparablemente a la caridad (la pureza «esplendor de la caridad»), es testimonio- revelación de Cristo, de su verdad (Jn 13, 35; 17, 2).

       San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, pone en boca de Jesús este impresionante mandato: «En vosotros mismos es donde me tendríais que ver, como ve un hombre su propio rostro en un espejo».

       Para el oriental, los ojos de todo hombre santo, transmiten salvación, limpian las almas, purifican a todos aquellos a quienes miran. El cruce de miradas con un santo es, para un hindú, casi lo que es el sacramento de la penitencia para los católicos. Casi una comunión. Algo del alma del santo se transmite al alma del pecador, purificándole.

       Para el beato Angélico: «Quien quiera pintar a Cristo, sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo».

       Esta visión de Dios en el limpio de corazón no es, sin duda, una visión estricta. Mientras somos peregrinos y caminantes se trata de la sensibilidad y agudeza del alma para descubrir a Dios, a través de las criaturas, de su especial inteligencia de los misterios de la fe, de su experiencia y su gusto de Dios. Cuando la pureza sea glorificada entonces se dará la perfecta visión.

       Nuestra fe concibe el cielo como la meta del proceso de divinización incoado ya aquf por la gracia. La visión de Dios en el nuevo testamento no tiene un sentido puramente intelectualista, sino mucho más denso. El rey de la corte oriental es inaccesible para la generalidad de sus súbditos; sólo los cortesanos pueden verlo tal cual es. Dicha visión solamente se realiza viviendo con él. Ver a Dios, en sentido bíblico, es sentarse a su mesa, gozar de su intimidad, compartir su vida, participar de su ser: «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). La visión engendra la semejanza; la vida eterna es divinización.

       «Le veremos tal cual es», «cara a cara». Esta será la verdadera visión y el cumplimiento de la bienaventuranza, pero antes de  alcanzar este término glorioso, se verifica un proceso gradual en la visión, a medida que la pureza va siendo más transparente, másclara, espejo más brillante de la gloria de Dios hasta llegar a ,—resplandecer como imagen de la luz de Dios: como dice san Pablo: «Nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el espíritu del Señor» (2 Cor 3, 18), y «para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6).

       Ver el rostro de Dios en su reino es participar de su gloria. Algunos ángeles ya tienen este privilegio (Mt 18, 10). Cuando se realice la venida final del Hijo del hombre y se aniquile el pecado (Rom 8, 18-27), Cristo aparecerá: «Todo ojo lo verá» (Ap 1, 7). Dios estará en su ciudad, sus siervos le servirán y verán su rostro (Ap 22, 4)... Mientras, «caminamos en la fe, no en la visión» (2 Cor 5, 1-8) y «lo amamos sin haberlo visto, y creemos en él sin verlo todavía» (1 Pe 1, 8)... Experimentarnos la espera ardiente de esta revelación de la gloria.

       Pero no hay que olvidar que la visión de Dios se realiza, aunque de manera limitada, ya aquí y ahora. La visión de Dios, de algún modo, se da ya al cristiano que trabaja por limpiar sus manos y su corazón. Por eso debemos lavar cada día los ojos del corazón para que podamos percibir la transparencia de Dios en cada uno de los hombres. «A Dios nadie lo ha visto jamás; si nos amamos los unos a los otros, Dios habita en nosotros» (1 Jn 4, 12).

       A Dios no lo podemos ver con los ojos de la carne, pero podemos experimentarlo en la realidad de nuestra vida, aunque envuelto en el claroscuro de la fe. La visión de Dios en la tierra es la experiencia de la gracia a través de la fe. Esa presencia de Dios que se experimenta en el hondón del espíritu, más allá del puro razonamiento y de la propia sensibilidad. Esta vivencia de la gracia es la experiencia de la visión de Dios, el fruto de la contemplación divina. El contemplativo es el que tiene la exper riencia viva de Dios, y a través de ella, vacía su corazón de los ídolos; purifica sus manos y su corazón, aprendiendo a gustar en el vacío la plenitud, en el ocaso la aurora, en la muerte la vida, en la renuncia el hallazgo.

       El contemplativo se introduce en lo invisible de Dios y gusta de su presencia. Descubre el plan de Dios y su paso por la historia en la actividad incesante del espíritu.

       Por la contemplación se pregustan los bienes eternos y se conocen los pensamientos y los caminos de Dios, tan lejanos y diferentes de los nuestros (Is 55, 8.9).

       Esta visión contemplativa de los misterios divinos, nos da equilibrio al ponernos en contacto íntimo con Jesucristo que es nuestra paz (Ef 2, 14); y como fruto de la limpieza de corazón y de la pobreza de espíritu, el Padre de los cielos nos da a saborear sus secretos (Mt 11, 25). Hemos de buscar todavía nuestra santificación personal: «Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Heb 12, 14). De este modo en este mundo visible participamos de los bienes escatológicos mvisibles del cielo, pero nuestra participación será definitiva al abandonar este mundo de sombras y penetrar en el mundo de las realidades celestes donde apareceremos con Cristo ante el rostro de Dios para siempre.

       A través de la experiencia de la oración, de la comunicación de la gracia, podemos iniciarnos en esta visión de Dios que será el privilegio de los justos en el cielo. La visión de Dios, el premio que se promete a la bienaventuranza de los limpios, no puede ser sólo exclusivamente futura, tiene que estar arraigada en esta vida, ya que la limpieza de corazón nos permite conocer, ya desde ahora, la experiencia de gracia, experiencia que nos posibilita la dicha futura de ver a Dios.

       San Pablo escribe que es oscura esta presencia, «como por medio de un espejo» (1 Cor 13, 12). Los espejos de entonces no eran como los de ahora que reflejan fielmente la imagen; aquellos, que eran metálicos y cóncavos, desfiguraban y presentaban borrosa la imagen recibida. Eran un trozo de metal pulido en el que se veía confusamente la imagen. Pero, el limpio de corazón ve a Dios en Cristo: «Quien me ve a mí ve a mi Padre» (Jn 14, 9), porque Cristo tiene la gloria del Padre (Jn 1, 14), que nos da a nosotros (Jn 17, 22.23).

       De ese modo, la faz de Dios del antiguo testamento, los panim de Yahvé, la encontramos en el rostro de Jesucristo. Debemos, por tanto, buscar el «conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6), de este Unigénito, «que es el resplandor de su gloria e impronta de su esencia» (Heb 1, 3). A través de él, los limpios de corazón verán a Dios y eso será la vida eterna; estos «verán su rostro y llevarán su nombre en la frente» (Ap 22, 4).

       San Juan de la Cruz ha vivido este misterio de transformación al escribir: «Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!»12, y de él nos deja un verdadero testimonio en su cántico espiritual:

       «Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían; por eso me adamabas, y en eso merecían los míos adorar lo que en ti veían.        No quieras despreciarme; que si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste»’3.

       ¡Ver a Dios! Expresión la más exacta de la eterna bienaventuranza, que consiste formalmente en la visión, en la unión, en la posesión amorosa y gozosa de Dios.

26ª.  CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZA AMOR: ENAMORARSE DE CRISTO

“Mi amado es para mi, y yo soy para mi amado”(Cant 2, 16).

“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que

Ama”(Jn 15, 13).

“Me amó y se entregó a sí mismo por mí”(Gál 2, 20).

       Al final del libro de los ejercicios espirituales pone san Ignacio de Loyola la contemplación para alcanzar amor, como la coronación de las meditaciones y como el camino para que de nuevo el ejercitante vuelva a su vida diaria. Los hagiógrafos de san Ignacio lo han descrito como el hombre que en cada acción o conversación sentía la presencia de Dios y tenía tal gusto para las cosas espirituales y facilidad para la contemplación, que era «contemplativo en la acción», cosa que el santo expresaría con las palabras: «Hay que encontrar a Dios en todas las cosas»’.

       A nosotros, también, la dinámica integral de estos días de retiro nos ha conducido a hallar a Dios en todas las cosas, y esta contemplación para alcanzar amor nos ofrece la pedagogía completa para ser contemplativos en la acción y nos introduce en la práctica diaria y sencilla de la misma. Es como un puente tendido que empalma la experiencia de gracia del retiro con la experiencia cotidiana de cada día, y es como una ayuda para adquirir una actitud ante la vida y las cosas, en la que sea posible mantener la vida nueva, según Dios, que se ha gozado en los ejercicios. «Es preciso encontrar a Dios en todas las cosas..., a él en todas amando y a todas en él».

       Para san Ignacio hay un doble movimiento: al encontrarnos con el mundo hay que descubrir en él a Dios y amarlo, y cuando nos encontramos con Dios, hay que amar en él a todo el mundo.

       La contemplación es fuente de conocimiento. Y el conocimiento es principio de amor. Y, a su vez, el amor es nueva fuente de conocimiento. San Gregorio de Nisa, decía que «el conocimiento se convierte en amor», y san Gregorio Magno añadía que «el amor mismo es conocimiento»2. Conocer de verdad a Cristo es amarle y amarle es la mejor manera de conocerle de verdad. Se podría decir, parafraseando a san Ignacio, de «contemplación para alcanzar conocimiento» y de «conocimiento para alcanzar amor» y de «amor para alcanzar nuevo conocimiento».

       No hay que huir del mundo para encontrar a Dios. Hay que ser contemplativos en la acción y toda ansia de Dios ha de compaginarse por una intensa preocupación y amor al mundo: hay que ser activos en la contemplación. Dios emerge en la densidad de las personas, de los acontecimientos, y ahí es donde quiere ser escuchado y amado. El mundo, los hombres y las cosas es la mediación obligada para el encuentro con Dios. No hay que huir del mundo, de los hombres, de la historia, para conseguir la paz del espíritu, el encuentro con Dios, sino que el mundo es el lugar donde Dios nos manifiesta su cercanía amorosa. La historia es el lugar teológico donde emerge el rostro y la voz de Dios. Es la lección que aparece en la vida pública de Jesús: el mundo no fue obstáculo para la contemplación del Padre; es más, fue el lugar de escucha de su voluntad.

       El encuentro con el hermano nos ayuda a ahondar en la amistad con Cristo. Jesús ha dejado su huella en cada persona, aunque para verla haya que soplar en las cenizas. Todo ha sido hecho por él, y en cada cosa ha dejado señales de su presencia, de que nos ama. Todo se va transformando en aroma u olor de Cristo (2 Cor 2, 15).

       Esta contemplación ignaciana es para recordar los beneficios recibidos de la creación y de la gracia, ya que Dios existe en todo lo que nos rodea y se nos da en todas las criaturas. Dios mantiene a los seres en su existencia —está en todo, como decía la filosofía y teología escolástica, por esencia, presencia y potencia— y trabaja para su conservación dándonos su amor, para que nosotros aprendamos a «amar y servir a su divina majestad en todas las cosas». Viendo la forma en que Dios se ha revelado al hombre a través de los tiempos, el hombre ha de encontrar el medio de colaborar en el plan divino para que el reinado de Dios sea una realidad en este mundo.

       Esta contemplación para alcanzar amor parece ser como un puente que une la experiencia de gracia de los ejercicios espirituales con la praxis de la vida diaria. Será como una luz y fuerza para que el ejercitante pueda seguir manteniendo el contacto con Dios en medio de todas sus ocupaciones. Existe el peligro de que al contacto con la vida real desaparezcan los buenos deseos y los propósitos de estos días. Sólo si ha habido una verdadera transformación, se puede garantizar la capacidad de transformar las realidades de la vida cotidiana a la que ahora vuelve el ejercitante.

       Y sería digno de tener en cuenta que aunque las obras suponen más que las palabras, habría que recordar que en un ambientede alumbrados y místicos, como el de san Ignacio, era necesario insistir, como hace él, «más en las obras que en las palabras»; pero en nuestro mundo de hoy, sometido a la idolatría de la eficacia y de la actividad, conviene también recordar que las obras las puede hacer un buen comerciante y que se pueden realizar sin nada de amor.

       Esta contemplación para alcanzar amor se sitúa al final del trayecto de los ejercicios y es como la entrada en la vida de un hombre nuevo, un hombre que ha de poner su amor más en las obras que en las palabras. Parece que nos encontramos en el clima de la primera carta de san Juan, plenitud de revelación en la practica del amor. Se pide para el ejercitante experiencia de tanto bien recibido para que en todo pueda amar y servir a Dios.

       Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. La fecundidad del amor de Dios engendra en nosotros el amor. Ante tanto don, hay que ofrecerse del todo: «La oblación de mayor estima y momento». «Tomad Señor y recibid todo...». Impresiona la repetición constante del adjetivo «todo».

       Esta contemplación también nos va a iluminar para dar solución a los problemas que se presentan a quienes viven con intensidad la vida cristiana estando en el mundo. Es un problema el estar abiertos al mundo y no ser absorbidos por él, entregarse al apostolado y no caer en el activismo. Con esta contemplación aprendemos a ver a Dios en todas las cosas, a darse a todas, mientras mantenemos el «estarse amando al Amado». Teilhard de Chardin ha escrito: «No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano viene a ser como un estorbo espiritual»3. Esta contemplación ignaciana puede ser la solución para este peligro. «En virtud de la creación y aún más de la encamación, nada es profano en la tierra para quien sabe ver»4.

       Dios llega a nosotros a través de las cosas creadas, y ellas nos manifiestan su amor, poniéndonos de ese modo en actitud de adoración al creador.

       La fascinación que sienten muchos cristianos por las místicas orientales, no creo se deba a la pérdida de espiritualidad o al exceso de materialismo en nuestro mundo occidental, sino a una falta de espiritualidad de los asuntos temporales. Al hombre de nuestras latitudes le es muy difícil encontrar a Dios entre los pucheros, como decía santa Teresa de Jesús.

       En las místicas orientales se considera a la secularidad como un mal en el camino hacia la trascendencia. En el cristianismo, sin embargo, la secularidad es ya el camino iluminado por Dios.

       San Ignacio, en esta contemplación para alcanzar amor, nos muestra la dimensión eminentemente secular de la mística cristiana y nos capacita para encontrar a Dios en la materialidad cotidiana de los pucheros.

       El místico oriental en su meditación se desinteresa de todo, anula sus apetencias y su propio yo para hundirse en el vacío. Nadie lo escucha, ni le responde. Considera su libertad e individualidad como un peso insoportable y se descarga de ellas desapareciendo en la nada.

       El cristiano sabe que Dios es libertad y por eso Dios no anula la libertad del hombre, antes bien la suscita en el encuentro con el amor. La meditación cristiana es eminentemente personal —Dios con el hombre— y no se repliega sobre sí misma, sino que desemboca en la entrega a los demás, según la expresión ignaciana, «más en las obras que en las palabras».

       En la dinámica de los ejercicios espirituales hay integración entre contemplación y acción. Cuanto más confiada y tierna es nuestra entrega a Dios, seremos más sensibles y bondadosos Con los que están más cerca del corazón de Dios. «Entregaremos cosas contempladas a los demás», en frase de santo Tomás d

Aquino, trabajando en la construcción del Reino entre los hombres. La entrega total en la contemplación empuja a la acción, una acción que implanta el reinado de Dios en el mundo. La entrega al Señor de todo nuestro ser, de todas nuestras posesiones y hasta de nuestra reputación, nos ayuda a estar abiertos a las auténticas mociones del Espíritu santo para trabajar por implantar la justicia con los más desfavorecidos.

Poner el amor más en las obras que en las palabras

       San Ignacio de Loyola pone una nota a esta contemplación y escribe: «Primero conviene advertir que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»5.

       Como «por la tarde te examinarán en el amor», dice san Juan de la Cruz, es bueno que al acabar estos ejercicios espirituales hagamos esta contemplación para alcanzar más amor, que es el sentido que tiene esta expresión del autor de los ejercicios: ejercitarnos para adquirir un amor mayor, teniendo en cuenta que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras. «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Ya en el antiguo testamento había dicho el Señor: «No os fiéis en palabras engañosas diciendo: ¡Templo de Yahvé! ¡templo de Yahvé! Eso no vale nada si no se traduce en la práctica en justicia y caridad» (Jer 7, 4).

       San Ignacio, impregnado en la doctrina del cuarto evangelio, insiste en el compromiso, en las obras, que han de patentizar el amor para que sea verdadero. «Amar y seguir, amar y servir», afirma. Es lo que ha enseñado Jesús: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «Amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). El Señor sabe que nuestra fidelidad en guardar sus mandamientos es la señal de que le amamos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que ama» (Jn 14, 21), «pues nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama» (Jn 13, 15). Es la doctrina del mismo discípulo amado: «El amor a Dios consiste en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3), quien concluye: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).

       Jesucristo ha llevado el amor a la plenitud, al hacerlo eminentemente realizador. Hay equivalencia entre amar y guardar los mandamientos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Y san Lucas en los sumarios del libro de los Hechos describe el testimonio de la vida de los cristianos, el hechizo que producían las obras que realizaban los primeros seguidores de Jesús (2, 42-47; 4, 32-35). En el sennón del monte nos pide el Señor que «brille nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16), palabras que están hoy, en el primer lugar, en la línea de los signos de los tiempos.

       Aunque el refrán: «obras son amores y no buenas razones» es cierto, es igualmente cierto que, a veces, las obras, solamente, resultan insuficientes y necesitamos también las buenas razones. «Creí y por eso hablé», dice san Pablo (2 Cor 4, 13).

Enamorarse de Jesucristo

       Hemos de usar las palabras para expresar nuestro amor. El alma enamorada quiere saberse y escuchar que es amada. Una vez leí un diálogo enternecedor entre Jesús y una niña. Después de comulgar le dice la niña: ¿Jesús me amas del todo? Como tardó en responder, la niña se entristeció pensando si le habría ofendido. Cuando, por fin, oyó la respuesta embriagadora, dijo:

       Ya lo sabía, pero ¡me gusta tanto oírtelo decir! Otro día fue Jesús quien hizo la pregunta. La niña tarda en responder pensando que, como el Señor sabe todo, podría ella haber hecho algo que no le agradase. Al fin le dice: sí Señor, del todo, más que a nadie. Lo sabía, añade Jesús, pero también a mí me gusta mucho oírtelo decir.

Este ejemplo es una maravillosa experiencia de gracia, es un diálogo de enamorados, expresado en un lenguaje de amor con todas las características que sólo ellos comprenden. El amor se da y se recibe en secreto; sacado de su intimidad, tal vez pierda algo de su originalidad y de su frescor tierno y gozoso.

       Todo el dinamismo de una infancia espiritual se refleja aquí en este diálogo entre Jesús y la niña, cuya transposición a la edad adulta que vive la advertencia de Jesús: «si no os hacéis como niños», tendría que hacerse con un espíritu de simplicidad y de alegría, unido a la mayor ciencia y a la más profunda inteligencia, pues como explicaba la hermanita Magdalena de Jesús:

       «Hay que ser maduro y viril para poder ser sin peligro totalmente niño. Hay que ser fuerte para poder ser infinitamente dulce y ser sabio para permitirse ser loco»6.

       La contemplación para alcanzar amor se parece a la mirada de ese niño que con la boca abierta se va empapando del mundo de los adultos; entiende muy poco de ese mundo, pero todo le fascina irresistiblemente. Es contemplar «afectándose mucho»,

«es hacerse presente a todas las cosas que hizo el mismo Señor». Es olvidarse de nosotros, e iniciar una relación de presencia, de comunión, de ensimismamiento para que la persona de Cristo se vaya introduciendo en nosotros. Se establece una relación de amistad, se suscita la atracción y la persona de Jesús nos seduce y nos enamora plenamente.

       Sigue san Ignacio diciendo: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado, lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, del amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro»7.

El amor verdadero, al ser «comunicación de las dos partes», consiste en el mutuo don y, por lo tanto, quiere igualdad, hace iguales.

       Buero Vallejo, en Casi un cuento de hadas, pone el ejemplo de dos enamorados para comprender lo que es capaz de hacer el amor verdadero. Riquet es un príncipe inteligente, pero feo. Leticia es una princesa bella, pero ignorante. Se enamoran, y el amor realiza lo demás. Hace que Riquet suscite y despierte la inteligencia de Leticia y que Leticia traspase su hermosura a Riquet. Si un esposo ama a su esposa, no necesita justificar sus ausencias, sus compromisos; ella comprende bien y aunque de sease una mayor presencia, sabe que no es la lejanía la que puede distanciarle del amado. Hay que releer el Cantar de los cantares para ver que no hay diferencia entre el amor apasionado de la esposa por el esposo y del alma por Dios; ambos sentimientos se expresan del mismo modo.

       Lo mismo que sucede en el amor humano, acaece a los que amamos a Jesucristo. ¿Acaso el amor no subsiste cuando uno de los dos está lejos?; puede llenarte de dulzura siempre que pienses en él, y hasta darte una sensación indecible con sólo recordarle.

       En este último día de retiro hay que enamorarse plenamente del Señor. El enamorado se siente encantado, polarizado por la persona que ama. No sólo su corazón, sino también su cabeza, todo su pensamiento y su atención va dirigida al amado. Hemos de dar pasos para que el amor a Jesús permanezca sobre cualquier otro, hasta el punto de considerar únicamente a él y su seguimiento como lo absoluto de nuestra vida.

       «El amor de enamoramiento, escribió Ortega y Gasset, se caracteriza por tener a la vez estos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser que nos produce ilusión íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos transplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. El enamorado se siente entregado totalmente al que ama»8.

       «El enamoramiento se produce cuando queda hipotecada la cabeza, cuando esa otra persona se instala de nuevo en nuestros pensamientos, pero no como una actividad más o menos fija sino que empezamos a no concebir la vida sin ella. Enamorarse consiste en no poder llevar a cabo nuestro proyecto personal sin meter dentro de él a esa otra persona»9.

       Los místicos han vivido esa ansia de amor a Dios del que habla san Juan de la Cruz: «Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan, y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo»’°.

       Hay que llegar a la fusión total. Hay que dejarse inundar por el amor y atrevemos a pedirle a Dios el amor ardoroso de la esposa del Cantar (1, 7; 3, 1.3.4). Busca a su amado. Su amor es más fuerte que la muerte: irresistible (8, 6.7). Hay un paralelismo con el ardor insaciable del sheol. Tan irresistible que el esposo lanza contra ella el arma toda de su amor (2, 4), y ella queda herida por esos dardos-saetas y como extenuada por sus ataques (2, 5; 2, 8: enferma de amor). Languidezco de amor es una traducción débil. El verbo hebreo evoca la idea de enfermedad y significa estar consumida, agotada; se puede traducir por «estoy herida y penetrada de tu amor», como en algunas versiones. Desfallecida se adormece en los brazos de su amado, y él, todo delicadeza, ordena que no se la despierte (2, 7; 3, 5; 8, 4).

       Aquí el término amor, ahab en hebreo, ágape en griego, no es algo abstracto, sino el mismo objeto amado, la persona más querida, y se puede traducir por mi amado, mi amor, mi encanto. La esposa introduce eros en el agape, con un acento de los místicos femeninos que asocian a su amor un elemento pasional, una intervención de su propio temperamento.

       Tenemos que amar a Jesucristo porque él nos lo pide, como hizo a Pedro en el lago. El ¿me amas? no sólo se dirige a Simón, sino a cada uno de nosotros, pues las palabras de Cristo no pasan (Mt 24, 35). Son eternas. Debemos amarle porque él nos ha amado primero (1 Jn 4, 19) y porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge, nos constriñe, como escribe el apóstol en uno de sus textos más luminosos y ardientes (2 Cor 5, 14-17). Aquí san Pablo nos revela la fuente secreta de la que saca energía e inspiración para toda su casi increíble actividad misionera. El pensamiento del amor de Cristo, testimoniado en la prueba suprema de su muerte (y. 14), es para él como un estímulo, o mejor, como una idea obsesiva que le obliga a anunciarlo a todos los hombres, «para que no vivan para sí mismos sino para aquél que por ellos murió y resucitó» (y. 15).

       San Pabló en el curso de su vida de apóstol frecuentemente se ve obligado a responder a los que le acusan de locura; aunque él comprende que se pasa en su entusiasmo y su celo por Cristo, por eso dice que «si perdimos el tino, si estamos fuera de sentido, es por Dios» (y. 13). Ya no vive para su propia vida; perdido en Dios, vive la vida de Cristo. Declara que, una vez conocido Jesucristo y visto su amor, es imposible guardar una medida humana, ni en el pensamiento, ni en la conducta.

       En estos versículos se da el amor de Cristo y el amor a Cristo (subjetivo y objetivo). Estas dos concepciones no se deben separar. El amor que Cristo nos da engendra el nuestro hacia él. Lo primero es su amor, lo nuestro es una respuesta. «6Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?», dice el Adeste fideles.

       El verbo sinejo, que utiliza san Pablo (y. 14), tiene una profunda densidad. Significa: a) quemar, como el ardor de la fiebre, provocando el fervor del amor; una fiebre ardiente que consume el alma, b) privación de libertad; el que ama está encadenado en su amor, no pudiendo pensar, amar y obrar sino en función del que ama, c) o tiene como un sentimiento de dolor y angustia. Como Jesús estaba oprimido por la perspectiva de la cruz, el amor del cristiano también está esencialmente unido a la cruz de la que se deriva.

       La libertad de Pablo no está encadenada, es el resultado de una libre elección; efecto de la fuerza incoercible del amor de Jesús en la cruz.

El cristiano que contempla ese amor no puede menos que unirse a Cristo, darle su vida, y estar encadenado a él.

       Además, él merece todo nuestro amor ya que reúne en sí toda la belleza, toda la santidad. La santidad de Jesús coincide con su belleza. En los evangelios se expresa su santidad con el nombre de belleza: «Todo lo ha hecho kalos: bellamente» (Mc 7, 37). Se define como el pastor, kalos: bello (Jn 10, 11). El Padre de los cielos tiene en él todas sus complacencias (Mc 1, 11; 9, 8).

       Hay que amar a Jesús porque el que lo ama es amado por el Padre (Jn 14, 21.23). Hay que amarlo para conocerlo (Jn 14, 21), y para conocerlo no sirve ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17) es quien lo revela, no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños (Mt 11, 25). Si no se le ama, aunque se cumplan todos los preceptos, incluso aunque se entregue el cuerpo a las llamas, de nada serviría (1 Cor 13, 3).

       El amar a Cristo no consiste en decir: «Señor, Señor..., sino en hacer la voluntad del Padre celestial» (Mt 7, 21). Es querer y buscar el bien del amado. Pero a Cristo resucitado no podemos desearle o proporcionarle algo que ya no tenga. Su único bien, su alimento es la voluntad de su Padre. El amor a Jesús consistirá en hacer con él la voluntad del Padre. Esto lo conseguiremos enamorándonos de Jesús. La esposa del Cantar le dice al esposo: «Ponme como sello sobre tu corazón» (8, 6). Pero también la esposa debe marcar a Cristo en su corazón no para impedir que ame al marido o a los hijos, sino para impedir que los ame en primer lugar o en lugar de él o sin él o fuera de él.

       Esta contemplación va a ser una buena ayuda para llegar a ser «contemplativos en la acción», para que los que buscamos a Dios seamos capaces de hallarlo en todas las cosas.

       Hay momentos en los que experimentamos a Dios y percibimos que esa experiencia no se puede confundir con otra alguna. Es una vivencia de su presencia amorosa (1 Jn 4, 10). Se percibe el paso de Dios en nuestra historia y en la de cada cosa que sucede, hasta descubrirlo cuando escribe derecho lo que nosotros hemos hecho torcido, percibiendo que puede hacer maravillas a través de nuestras miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia de Dios nos ilumina para buscarle y hallarle en todas las cosas y nos conduce a una visión de la vida, distinta en todos los aspectos.

       El encuentro con Dios a través de esta experiencia estremece y nos hace ver nuestra insignificancia e indigencia (Is 6, 1.2). Cuando caminamos hacia él, se aleja, por eso nuestro seguimiento ha de ser constante pues como escribe san Gregorio de Nisa: «Hallar a Dios es buscarlo incesantemente».

       En cada uno de los cuatro puntos de la contemplación ignaciana hay dos partes. En la primera, se manifiesta como nos ama Dios. En la segunda, cómo debemos corresponder al amor que Dios nos muestra.

       El autor de los ejercicios espirituales escribe: «El segundo preámbulo es pedir lo que quiero: será aquí pedir cognoscimiento interno de tanto bien recibido, para que yo enteramente reconosciendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». Suplica la gracia de valorar todo lo que ha recibido y de ser agradecido. La contemplación de tanto don le lleva no sólo a la adoración de Dios, sino a un servicio amoroso.

       «El primer puncto es traer a la memoria los beneficios rescibidos de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina»11.

En este primer punto todo es don: Lo que Dios nos ha dado y cómo desea «dárseme».    Nosotros también hemos de darnos a él y a los hombres, como una ofrenda sin límites: Hacer una oblación total. Estas contemplaciones le han llevado al conocimiento interno y, por eso, espontáneamente hará una ofrenda de sí a Dios «con mucho afecto». El «tomad y recibid» será la manera de hacer esta ofrenda.No se trata de privarse de lo que damos: entendimiento, yoluntad, libertad..., sino de dejarle usar a él de todas nuestras cosas, para que Dios realice todo en nosotros.

En la meditación del principio y fundamento ignaciano, se reflexiona con profundidad que «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios», aquí, en esta contemplación, después de haber recibido tanto bien, «puede en todo amar y servir a su divina majestad». De este modo se entrelaza el principio y el final de los ejercicios. Servir equivale a amar, a no ser que se separe el espíritu de la letra. La ley es la voluntad de Dios, y el amor es la adhesión religiosa a esa voluntad. El don del hombre se junta con el don de Dios. Otra cosa sería fariseísmo.

       Aunque, a través de la historia de Israel, la idea de la retribución divina haya sido un estimulante adecuado para la observancia de los mandamientos, y un freno contra las transgresiones, el verdadero israelita es el que actúa sin pensar en la retribución. Decían los hakamin, los sabios de Israel: «No seáis como el siervo que sirve al amo pensando en la retribución, sino como el siervo que trabaja para el amo sin pensar en el salario. Se cuenta que rabí S. Zalman exclamaba, a veces, en un momento de éxtasis: No quiero tu paraíso, ni tu mundo venidero. Eres tú, y sólo a ti, a quien quiero».

       Esta es la forma más alta de la observancia de los preceptos, la que está inspirada en el amor. Pues ya el judaísmo intuyó que ningún acto religioso se cumple íntegramente, sino por el consentimiento y la aspiración del alma. Olvidar que el amor es el fin de todos los mandamientos es traicionar el mismo decálogo.

Hay que «ponderar con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene». Esto equivale a reconocer el valor de los bienes temporales. Sin ellos, la vida y la salud no pueden sostenerse y es la vida el campo de batalla donde tenemos que alcanzar la victoria final. Estos bienes son vehículos que nos llevan a la patria, carruajes para el camino, consuelos para el desierto, comida para el mesón.

       San Agustín, a través de un ejemplo precioso, habla del valor de dichos bienes y hace una jerarquía de valores poniendo al Señor en el primer lugar como el don infinito. La esposa ama ordenadamente el anillo que le regaló el esposo cuando lo mira como recuerdo y señal de su amor; pero si se fascina por el brillo y hennosura de la joya, si se engríe por el valor de la prenda, si la luce para ser admirada, si con ella provoca la envidia de sus rivales, si al anillo aprecia y al esposo desprecia se comporta como una mujer necia, egoísta y ruin. «El esposo dio el anillo para ser amado en el anillo. Dios te ha dado los bienes para que lo ames. Si amas los bienes, si amas el mundo y menosprecias al creador, ¿no debe juzgarse adúltero tu amor?»’2.

       «El mismo Señor desea dárseme en quanto puede». Los regalos, los dones, son expresión del amor, pero el don del amor, por excelencia, es la persona. Dios en persona se nos ha dado: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2, 20). Nosotros debemos darnos a él del todo y darnos con él, en él y por él a todos. Podemos dar a los demás hasta lo que no tenemos, si buscamos la alegría donde está y hasta nos interesamos por los demás, mostrándoles ese fondo sereno que tenemos en el alma por debajo de las propias amarguras y dolores. Al hacerlo, comprobamos que cuando uno quiere dar la felicidad a los demás, la da aunque él no la tenga y que, al darla, también a él le crece en su interior. La felicidad, se ha dicho, es lo único que se puede dar sin tenerlo. Cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro; es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste parece ser el significado de la frase del Señor: Quien pierde su vida la gana (Mc 8, 35).

       «El segundo puncto mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud e imagen de su divina majestad»13.

       Después de reflexionar acerca de los beneficios que nos ha dado nuestro Dios: creación, redención y bienes particulares, se siente el alma muy afectada y no sólo porque nos ha dado cuanto tiene, sino porque se nos da el mismo Señor. Al habitar Dios en nosotros nos ha dado la vida.

       Habitar, verbo tan usado en el cuarto evangelio (menein), se refiere a la presencia de Dios, que es una presencia envolvente. El ejercicio de la presencia de Dios, que se pide al ejercitante, no es traerle a la memoria, sino abrirnos para que su presencia nos invada, nos asombre; consiste en sumergirse en el mar del misterio de Dios. Su presencia, sekiná se llama en la Biblia, nos envuelve, nos penetra, nos ama.

El salmo 139 me parece el mejor comentario a estos dos puntos ignacianos de esta contemplación para alcanzar amor.

       V. 1-3: El Señor nos sondea y nos conoce, penetra nuestros pensamientos y todas nuestras sendas le son familiares. Siempre está con nosotros, al salir de casa y al volver a ella. Mientras dormimos vela nuestro sueño. Cuida las andanzas de sus hijos y lleva nuestro nombre escrito en las palmas de sus manos.

       V. 4-12: Nuestras palabras, intenciones y proyectos se los sabe todos. Su saber nos sobrepasa y alcanza las zonas más profundas de nuestra intimidad. «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). No podemos evadirnos de su presencia, aunque alcanzara la estrella más distante de la galaxia más lejana. No hay distancias que puedan separarnos de él, ni oscuridad que nos oculte a su mirada.

       V. 13-16: el Señor está sustancialmente presente en mi ser entero. El ha creado nuestras entrañas y estaba presente cuando nos iba formando en el vientre materno. Glorifiquemos a Dios por habemos creado tan portentosamente. Nuestro ser es una maravilla, obra de sus dedos.

       El amor de Dios habita en nosotros haciéndonos su templo; él es el dulce huésped del alma. Y esta presencia tan viva de Dios en nosotros nos debe inundar de serenidad gozosa y de paz.

       «El tercer puncto nos enseña cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas».

       «En el cuarto puncto se nos pide mirar cómo todos los bienes y dones vienen de arriba». Es verdad que las criaturas no se pueden confundir con el bien absoluto, pero el contemplativo descubre el bello mensaje de cada una, la huella o imagen del creador.

       La contemplación de las cosas creadas llena el corazón de gozo, pero no lo atrapa, sino que provoca nostalgia y sed de Dios, como sucedió a san Francisco de Asís, quien lo proclamó en su bello cántico a las criaturas: «Loado seas por toda criatura, mi Señor.. Y, en especial, loado por el hermano sol... y por la hermana luna... y las estrellas claras... y por la hermana agua... y por la hermana tierra»...

       También san Juan de la Cruz cantó la belleza que Dios dejó a su paso por las cosas terrenas: «Pasó por estos sotos con presura y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura»’4.

Ofrenda y oblación de todo

       «El primer puncto acaba diciendo: Lo que yo debo de mi parte ofrescer hay que ofrescer y dar a la su divina majestad, es a saber todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofresce afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda milibertad, mi memoria, mi entendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».

       El «Tomad, Señor, y recibid» es uno de los fragmentos más preciosos de los ejercicios de san Ignacio. El ejercitante, al final de los ejercicios ha aprendido por experiencia que es bienaventurado cuando Dios le da su amor y su gracia; que eso le basta. Y él le entrega todo porque está enamorado del Señor que es la absoluta generosidad en el amor.

       Y, aunque esta oración aparezca en una especie de aventura radical, como una entrega arriesgada, el ejercitante experimenta la mayor alegría haciendo suyas las palabras del «Tomad, Señor, y recibid».

       Es la respuesta justa que hemos de dar con mucho afecto al ser conscientes de cómo Jesús nos ha colmado de bienes. Como se dijo antes, si el amor consiste en un intercambio mutuo de bienes, en esta contemplación se nos anima a ofrecer todo a Dios que nos lo ha dado todo. Se entrega todo al Señor porque ha comprendido que el amor y la gracia de Dios son más valiosos que cualquier otro don y porque está enamorado del que es con absoluta certeza el infinitamente generoso en el amor.

       Con el lenguaje moderno de un poeta, lleno de profunda espiritualidad y tierno calor humano, R. Tagore ilumina esta oblación ignaciana, esta entrega a Cristo: «Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizá no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuentay se pase el tiempo de la ofrenda.

       Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!»’5.

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad». Dios nos ha hecho libres, lo que implica un riesgo enorme pues podemos abusar, sin apenas darnos cuenta, de la libertad, pero el Señor nos ha dicho, como anticipándose a nuestros temores, que «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32).

       Nos ha creado para el amor y no existe, es imposible, un amor forzado, impuesto, pues el amor es lo más espontáneo del hombre. Nos ha hecho libres para que podamos amarle y nos exige «amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas».

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi memoria». ¿Qué importancia, Señor, tiene esa extraña y maravillosa capacidad de vencer al tiempo que es la memoria? El poder recordar toca casi lo maravilloso; el recuerdo es como un nuevo nacimiento; es volver a vivir lo que ya no existe; lo que se creía perdido u olvidado; es volver a tener tu intimidad —hecha de gozo o sufrimiento, de nostalgia o arrepentimiento—, es un encontrarse con la belleza, el amor, y en ocasiones sentirlo más vivo, más pleno que cuando fue presente. De ese modo se posee lo que fuimos y lo que somos ahora, enriqueciéndolo de forma inesperada. Se devuelve lo que fue nuestro, enriquecido en el tiempo. Consiguientemente, en tanto que somos recordadores podremos ser también, en cierta manera, recreadores o creadores. Mallea llama al recuerdo «el creador por antonomasia» y añade que «es mejor saber por el recuerdo que saber por la experiencia»’6.

       Al evocar lo acontecido, la memoria revivirá de nuevo el acontecimiento. Hacer memoria de algo es hacerlo presente. Recordar, del latín cor, significa traer al corazón, volverlo a pasar por el corazón.

       La contemplación para alcanzar amor es como un broche de oro en los ejercicios espirituales. Habla de traer a la memoria los beneficios recibidos, ponderándolo todo con mucho afecto. Hay que recordar esos favores del Señor. Su recuerdo invita a la gratitud y ésta contribuye a mantener vivo el recuerdo. Es necesario cultivar la memoria del corazón, debemos usar todas las capacidades: memoria, voluntad, entendimiento y emplearlas en amar y servir a tan gran Señor. Es la respuesta justa a tantos dones recibidos. Es la ofrenda de todo a Dios.

       El agradecimiento será la forma característica del amor de la criatura. En esta contemplación lo primero que se exige, antes que nada, es una agradecida evocación de los beneficios recibidos del Señor.

       El olvido engendra la ingratitud y ésta favorece el olvido, que es el pecado de omisión por excelencia. Marco, el ermitaño, decía que «el sheol, estancia subterránea de los muertos, y el averno, el infierno, no son otra cosa que la ignorancia y el olvido del corazón»’7.

       Señor, que siempre te tenga presente, que me envuelva tu presencia. Que tu memoria llene mi pasado y mi presente y mi futuro porque eres «aquél que era, que es y que va a venir» (Ap 4, 8), pues «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13, 8).

       Mi memoria quiero gastarla recordando tus maravillas: «Me acuerdo de los días de antaño, medito en todas tus acciones, pondero las obras de tus manos; hacia ti mis manos tiendo, mi alma es como una tierra que tiene sed de ti» (Sal 143, 5.6). Quiero obedecer a san Pablo que me dice: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (2 Tim 2, 8).

       «Tomad, Señor, y recibid mi entendimiento» que me diste para que te conozca: «Conocerte a ti, Dios único y verdadero y a tu enviado, a tu Hijo Jesucristo» (Jn 17, 3). Ya hemos penetrado en la profundidad del conocer bíblico, que nos introduce en la esfera de lo que se puede experimentar. Desborda el saber humano como se ha visto en otras meditaciones e introduce en una gran corriente de vida, de luz y de amor que brota en el corazón del Señor. El ya ha escrito su ley sobre nuestros corazones y ya no necesitamos que nadie nos enseñe (Jer 31, 34; 1 Jn 2, 27). Le devolvemos nuestro entendimiento ahora que le conocemos del todo. Antes sólo lo conocíamos de oídas, ahora perfectamente (Job 42, 5).

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad, todo mi haber y poseer». Que mi voluntad, como la tuya, Señor, sea hacer la del Padre. Que esa sea mi única comida (Jn 4, 34). Que sea una realidad la petición del Padrenuestro, buscando, como Jesiis, no nuestra propia voluntad, sino la del que nos ha enviado (Jn 5, 30), para tener la vida eterna y resucitar el último día (Jn 6, 39).

       No hay que ahondar mucho para saber cuál es su voluntad, la que nosotros hemos de realizar: tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús (Flp 2, 5), orientarse por el espíritu de las bienaventuranzas, nacer de nuevo para gozar del reino de Dios (Jn 3, 31); «no acomodarse al mundo presente, sino trasfor- marnos mediante la renovación de nuestra mente... cumpliendo la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2). Hay que abandonarse a los designios de Dios, aceptar sus caminos misteriosos, que exigen, a veces, la renuncia de nosotros mismos y de nuestros propios deseos, la entrega al Señor de nuestra propia voluntad. La entrega a Dios es un enriquecimiento, es la plenitud del amor, y cuando se ama se posee una fuerza superior, y como dice el Kempis: «No hay dolor en el amor».

       Entonces es cuando podemos rezar el «Tomad, Señor, y recibid» con verdadera alegría y libertad, no ensombrecida por el miedo, porque «el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4, 18).

       Ante el «todo es vuestro, todo es gracia», ha de surgir en nosotros un profundo y permanente agradecimiento.

       Nuestra humilde oración debe suplicar al Señor: para que se cumpla todo tu plan en mí, te doy mi voluntad. Apaga todo deseo de codicia, de poseer, de poder, de ambición, de vanidad, de placer. Te deseo a ti sobre todas las cosas, que sólo tú seas el objeto de mi voluntad. «Que con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu en la mañana te busco» (Is 26, 9). «Mi alma jadea en pos de ti, mi Dios.   Tiene mi alma sed de Dios, de Dios vivo» (SaI 42, 2.3). «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agostada, sin agua» (Sal 63, 2).

       Al acabar estos días de retiro, hemos de pedirle al Padre de los cielos, a Jesucristo, que nos envíen su Espíritu para conocer su voluntad. Le entregamos la nuestra para que su voluntad sea la norma y la fuerza de nuestra vida.

«Sólo su amor y gracia y con eso nos basta».

       Que nos cambie el corazón de piedra en uno de carne (Ez 36, 26) y que «cree un corazón puro, y renueve dentro de nosotros un spíritu firme» (Sal 51, 12). Que tu amor y tu gracia me basten, Señor, pues espero que «en la justicia contemplaré tu rostro y al despertar me hartaré de tu imagen» (Sal 17, 15).

       Al final de esta contemplación nos encontramos en un momento significativo de nuestra vida semejante al que se hallaba el patriarca Jacob cuando hizo la siguiente oración: «10h Dios de mi padre Abrahán y Dios de mi padre Isaac, que dijiste: vuelve a tu tierra y a tu patria que yo te colmaré de beneficios; qué pequeño soy yo para merecer toda la misericordia con que me has tratado!» (Gén 32, 10).

       Al acabar estos días en los que nos hemos sentido colmados de la ternura misericordiosa de Jesucristo, experimentemos la conciencia de nuestra pequeñez y un profundo agradecimiento como el que san Ignacio pide al ejercitante. Este desbordamiento de los dones del Espíritu conmociona nuestra alma para actualizar el estribillo hebreo dayenu, «habríamos tenido bastante», que se pronunciaba en el ritual judío de la pascua: «Si nos hubieras sacado de Egipto sin darnos tu ley en el Sinaí, habríamos tenido bastante... Si nos hubieras dado tu ley en el Sinaí, sin llevarnos a la tierra que mana leche y miel, habríamos tenido bastante»...

       Nos vamos llenando de admiración por los dones recibidos y nos sentimos desbordados porque Dios nos los sigue dando más y más de forma creciente en cada momento. Al ser conscientes de las experiencias de gracia de este retiro, ante cada una de ellas, repitamos el dayenu: sólo con uno de esos regalos «habríamos tenido bastante», con cualquiera nos bastaría.

       Al final de su vida, Iñigo López de Loyola, san Ignacio, dijo que cuando él lo deseaba, a cualquier hora, podía hallar a Dios. Para el santo, como acabamos de ver, Dios no sólo crea las cosas, sino que también habita en ellas y trabaja con ellas. Toda experiencia humana se puede convertir en un encuentro con Dios. Cada momento del día puede ser —si somos conscientes— un rato de oración. San Ignacio afirma que fácilmente podía hallar a Dios en todas las cosas.

       A él, que es el autor de los ejercicios espirituales, le pedimos nos consiga de Jesucristo este regalo: que también nosotros seamos capaces de experimentar esa presencia de Dios. A medida que damos pasos para conseguirlo, vamos sintiendo «que nuestro corazón está ardiendo mientras Jesús nos habla en el camino y nos explica las Escrituras» (Lc 24, 32). De este modo conseguimos el ideal ignaciano de hallar a Dios en todas las cosas y de ser contemplativos en la acción. Y es la contemplación para alcanzar amor la que nos va a introducir en la practica sencilla y diaria de la presencia de Dios.

27ª. ULTIMA MEDITACIÓN: FILACTERIAS

       Los ejercicios espirituales han sido una gracia del Señor. Las gracias de Dios no acaban en el tiempo, son eternas. Las gracias no son dones que terminan en sí mimos. No son meros objetos que entran en el alma; son dones vivos que no finalizan en esta vida. De ahí la fidelidad a estas gracias para que no se pierdan y fructifiquen siempre.

       El deber de ser fieles es imprescindible, aunque debía ser suficiente el amor, pero necesitamos los medios. Esos medios: filacterias, es decir, recuerdos, que no personifican la fidelidad pero la animan; son un reclamo continuo.

       Voy a dejaros tres recuerdos, tres filacterias (tefilin, en hebreo).

El primero, sintetizado en una palabra clásica y famosa de santa Teresa de Jesús: «Sólo Dios basta». ¿Por qué?, porque es Dios. Y, esto, no para hacer una renuncia, sino para naufragar en la abundancia; no con el pretexto de realizar un sacrificio, sino con el gozo del que sabe que lo posee todo. El «sólo Dios basta», es una expresión de sobreabundancia porque él es la razón de la abundancia, la plenitud, suficiencia, para colmar todo abismo de deseo, amor, luz. Cuando falte alguna cosa se dirá: no es verdad. Cuando haya momentos de gran vacío, diremos: sólo Dios basta y lo diremos sin amargura, sin disgusto, sin curiosidad, con confianza total.

Abandonemos a este «sólo Dios basta» nuestra mente ávida de saber y se nos introducirá en la más deliciosa felicidad; la voluntad y el corazón ávido de experiencias se llenarán de paz porque Dios sólo es amor, ternura, comunión.

       El segundo, ligado a un texto de san Pablo (1 Cor 7, 29-31): «Todo pasa presto». No es una pena que todo pase, sino una fortuna, una gracia. ¿Cómo sería la espera de Dios si algo no pasase? Al pasar todo, nos aproximamos a Dios, porque vamos abandonando cuanto nos habla de caducidad, y se ilumina nuestra esperanza.

       Habrá momentos en que convendrá tener este recuerdo: en situaciones de cruz, de desolación, de incomprensión, de fatiga y desaliento. Nos vendrá bien refugiarnos en este recuerdo, no con la actitud del soldado que huye de la lucha desanimado, sino con la del que con coraje se cubre de gloria porque todo pasa. Corriendo para conquistar la victoria, hemos de avanzar sin detenernos, recordando las palabras que Pemán pone en boca de san Francisco Javier a las señoras de la corte de Portugal: «Soy más amigo del viento, señora, que de la brisa y hay que hacer el bien aprisa que el mal no pierde momento».

       En algunas ocasiones estaremos tentados de apegamos a lo bello, a lo que nos agrada, a las satisfacciones. El «todo pasa», nos dará fuerza para resistir el encanto. Porque todo pasa entregaremos todo a Dios que no pasa, sin dejamos arrebatar nada. Y, si aparece nuestro egoísmo, nos diremos: también nosotros pasaremos; y cuando la lucha nos resulte difícil y dura, pensaremos: también esta circunstancia pasará.

       En la inmensa desolación, soledad, aridez, tendremos esta misma actitud y diremos: el desierto se convertirá en vergel.

       El tercer recuerdo o filacteria está ligado a otra frase de san Pablo: «Caminad en el amor» (Ef 5, 2). Que nuestro caminar sea en el amor. Si ese es el motivo todo será mérito y luego gloria. Nuestro motivo y empeño explícito, actual y exclusivo, será el amor. Cuando las obras no son hechas por amor, son caducas, no tendrán mérito ni gloria, ni nos darán la posesión de Dios. Hay que poner amor en todo porque «donde no hay amor, pon amor, y sacarás amor».

       Caminar en el amor es sobrenaturalizar todo en la caridad. Que la caridad sea la intención sobrenatural en todo. En sí basta la intención general, pero la psicología del hombre es tan frágil y efímera, que lo mejor es poner en las propias acciones una intención siempre viva, intensa, ardiente. Hay que ofrecer todo al Señor por un motivo de amor intenso: él mismo.

       Estos días hemos reflexionado en el beneficio que supone hacer de vez en cuando un parón y entrar dentro de nosotros donde está el Señor y decirle: Jesús mío estás en mí, yo te amo. De esta manera iremos actualizando la fidelidad al amor y no nos dejaremos arrastrar por otras solicitaciones; no podemos ser «almas que dan todo en un momento de entusiasmo y después \ poco a poco se enfrían»3. El no lo ha hecho así con nosotros y no merece ser tratado de ese modo. El es todo para el hombre, además de ser un hombre igual que nosotros, en todo excepto en el pecado (Heb 2, 17; 4, 15). Jesucristo es nuestro único camino, nuestra única verdad y nuestra única vida (Jn 14, 6).

       Por eso, nosotros, de ahora en adelante y siempre, seremos su perfume, su carta y el espejo en donde se transparente su rostro (2 Cor 2, 15; 3, 3.18). «Ya no viviremos nosotros, sino que Cristo vivirá en nosotros» (Gál 2, 20) y «nuestra vida producirá a Cristo Jesús» (Flp 1, 21).

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES

EUCARÍSTICOS

PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA.- 1966-2018

EJERCICIOS ESPIRITUALES CON JESÚS EUCARISTÍA

(EJERCICOS DADOS A LAS CARMELITAS DE MOLLERUSA. 2003)

(VSTEV) EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS

PARA CONOCER Y AMAR A JESÚS EUCARISTÍA

INTRODUCCIÓN

EXPOSICIÓN DEL SEÑOR: ¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!  Y REZO DE LA ESTACIÓN MAYOR

       QUERIDAS HERMANAS:Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: “No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

       Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, Ael que nos ama@nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

       Pues bien, de esto voy a tratar entre vosotras estos días; estas meditaciones o charlas quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quieren ser charlas teóricas sobre Eucaristía, oración, santidad…quieren ser meditaciones de vida sobrenatural, quieren ser itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía.

       Por eso, el título de todo lo que os diga en estos días podía ser EUCARÍSTICAS, VIVENCIAS EUCARÍSTICAS, que  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado - contemplata aliis tradere, - para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba desde el Sagrario, para predicar luego a mis feligreses lo que había contemplado. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías . De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).En definitiva no hacía otra cosa que imitar su comportamiento, cuando al empezar su vida pública en Palestina,  llamó a los que quiso, a los Apóstoles, como nos dicen los Evangelios, para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar.”

       Desde el Sagrario he escuchado muchas veces al Señor que me decía, nos dice: AVosotros sois mis amigos@, Ame quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos@, Aya nos os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer, a vosotros os llamo amigos,” Ayo doy la vida por mis amigos@ANadie ama más que aquel que da la vida por los amigos@.

       Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordaros en estas conversaciones: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, BÉl es Dios, )qué le puede dar el hombre que El no tenga?Bsino porque nosotros necesitamos de Él, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad dichosa y feliz, que la Stma. Trinidad tiene  proyectado sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos y por el cual existe la Eucaristía y Jesucristo se quedó con nosotros en el Sagrario y hacia el cual caminamos y será nuestro primer tema de meditación.

       Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y de la increencia y del pecado y de la lejanía de Dios y de equivocarse en el camino que nos conduce al encuentro con el Dios eterno, porque el que se equivoque, se va a equivocar para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne, que es su propio Hijo, enviado para llevarnos a esta plenitud de vida en Dios Trino y Uno.

       (Qué grande ser hombre, existir, conocerlo por la fe, amarlo y esperar el encuentro con Él por la esperanza sobrenatural, que el culmen de la fe! (Qué suerte, qué predilección de Dios, qué grandeza para los llamados!  AEn Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres@. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre....Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado voy a tocar y  venerar a Cristo vivo, vivo y presente en cada Sagrario Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que quiero desarrollar y describiros, en la medida de mis conocimientos y posibilidades, en estos días.

       Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático de la Eucaristía, sobre lo que hay mucho escrito y algo diremos nosotros, para poner cimiento firme a estas meditaciones eucarísticas, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con Él, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos, vosotros y yo, el mundo y la Iglesia. )Para qué quiero tener una licenciatura en Teología, un doctorado incluso en Cristología, en Eucaristía, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestra vida religiosa, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

       Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad primera de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz. 

       Para el encuentro eucarístico, para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fin,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada de nuestros padres, sacerdotes, superiores, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico. Y todo esto por la oración personal, en encuentros continuos con Jesús Eucaristía, en diálogo permanente de amistad con Él desde el Sagrario, donde tantas cosas nos está diciendo en silencio, en humildad, sin imponerse, sólo con su presencia de amor.

       De todo esto hablaremos en estos días. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con la Eucaristía como Misa, como Comunión y como Presencia de amistad.

       En uno de mis libros digo algo que sirve para todo lo que escriba o hable de Cristo, especialmente de Cristo Eucaristía: estas meditaciones que os dirijo, estas páginas que escribo fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

       Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera AEucarística@(vivencia), que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico, un pueblo pequeñito de mi Diócesis de Plasencia: ASeñor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta ... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres..... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

       Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión.., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo...y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores... nosotros somos limitados en todo.

       Señor, por qué me amas tanto,  por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa , un poco de pan por mí... Señor, pero qué puedo  darte  yo que Tú no tengas...qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: AHabiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.@

       Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: APadre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad@y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros,  cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed esta es mi sangre....”

       En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor...Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor.

1ª MEDITACIÓN

    “DIOS ES AMOR…”

       Queridas hermanas: Estos días quiero hablaros de Jesucristo Eucaristía; de Jesucristo, sacramentado por amor en el Sagrario. Este amor de Jesucristo a los hombres existió ya antes de encarnarse en el seno purísimo de la Hermosa Nararetana, de la Virgen bella, de nuestra Madre el alma: María. Porque Jesucristo es el Hijo de Dios y el amor de Jesucristo aquí presente y hecho sacramento de Amor es el amor que como Dios y como hombre nos tiene, o si queréis, es el amor que nos tiene desde el Seno de la Santísima Trinidad. Fue ese amor divino de Espíritu Santo el que le llevó a encarnarse en carne humana para salvarnos y llevarlos a la amistad total con su Padre Dios. El Hijo de Dios vio entristecido al  Padre, porque el hombre había roto por el pecado de Adán el proyecto de eternidad dichosa y feliz con Dios, y por amor a su Padre y por amor a los hombres le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” Y la voluntad del Padre es la que nos expresa muchas veces Él en el Evangelio: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día; Esta es la voluntad de mi Padre, que está en el cielo, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.” “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado…”

Él sabía muy bien cuál era esta voluntad del Padre, para eso había venido a la tierra,  y por eso fijaos bien, cuando Pedro quiere apartarle de esta voluntad del Padre, Cristo llama Asatanás@a Pedro por quererle alejar del proyecto del Padre, que le lleva a pasar por la pasión y la muerte para llevarnos a todos a la resurrección y la vida eterna. Son los evangelios de estos domingos 21 y 22 del ciclo A:

AY vosotros, )quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia....

Segunda parte: Jesús comienza a explicar a sus discípulos en qué consiste ser el Mesías liberador y salvador de los hombres, que ellos, como todo el pueblo judío, concebían un Mesías político y puramente terreno: Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará@(Mt 16,16-25).

       En el Evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del Ayo@.

       El proyecto del Padre, la voluntad del Padre que Jesús ha venido a realizar es “tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo para  que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna… porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvar al mundo, a todos los que crean en Él.”

       Por eso, en el Sagrario, en la Eucaristía, está también el amor del Padre que nos envía al Hijo, todo el amor del Hijo que realizó su voluntad y proyecto de amor, y ese amor en mayúscula es Amor de Espíritu Santo, es el Espíritu Santo; está, por tanto, toda la Trinidad, que es Amor. Y esto no es devoción personal, esto es teológico, litúrgico y evangelio verdadero.

       Y por eso y para esto vino Cristo, y por esto se encarnó, y  vivió, predicó y murió y resucitó y por eso permanece aquí en el Sagrario y en la Eucaristía como misa y comunión, para cumplir la voluntad del Padre, que es nuestra salvación y felicidad eterna. En la Eucaristía está Cristo entero y completo, desde que en el seno de la Trinidad con amor de Espíritu Santo le dijo al Padre que vendría a la tierra para salvar a los hombres hasta que conseguido este objetivo, que es como una nueva creación, una recreación del proyecto primero de amistad total con Dios, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre como Cordero inmolado y degollado por amor a Dios y a los hombres, lleno de gloria y adoración, por este amor extremo. Todo lo que Cristo dijo e hizo y amó, todo Cristo entero y completo, Dios y hombre, tiempo y eternidad, está aquí en el pan consagrado. Está el Cristo glorioso y  triunfante del cielo, el Cristo sentado a la derecha del Padre, esto es, igual al Padre, está con su humanidad totalmente Verbalizada, identificada con el Verbo de Dios, y esa divinidad y esa humanidad es la que está ahora mismo aquí presente, en el pan  bendito.

       Por eso, para hablar de este Amor Sacramentado o de Jesucristo Eucaristía o de Jesucristo sacramentado por Amor, como este Amor es divino antes que humano, o si queréis es amor divino que se encarna primero en carne y luego en un poco de pan, vamos a hablar de él, de este amor de Dios en el Seno de la Santísima Trinidad antes de encarnarse, vamos a hablar del Amor de Dios, del Amor trinitario sacramentado por Jesucristo en el pan consagrado. No olvidar nunca que Jesucristo es Dios y que me amó primero como Dios que como hombre, porque se hizo hombre y predicó y murió precisamente porque me amó como Dios y esto le hizo tomar la naturaleza humana y venir a la tierra para salvar a la humanidad de la lejanía de Dios, del pecado.

       Jesucristo aquí sacramentado por amor es el Hijo de Dios, es Dios mismo, el Dios Creador y Salvador, el Dios único, principio y fin de todo lo que existe. Y San Juan nos dice de este Dios, principio y fin de todo: “Dios es amor” es decir, Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir…

POR ESO SI ALGUIEN ME PREGUNTA, OS PREGUNTA: ¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS, POR QUÉ TENGO QUE AMAR A JESÚS EUCARISTÍA, ADORARLE Y AMARLE EN EL SAGRARIO, EN LA MISA, EN LA COMUNIÓN? LA RESPUESTA ES FÁCIL: PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON ÉL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD

       El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: AEn esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó ...@-- primero--, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parteAy envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados@nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos.      

       El sacrificio de la cruz, sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza y Amistad con Dios, que Cristo anticipó instituyéndolo proféticamente en la Última Cena y que se hace presente en cada Eucaristía y permanece en oblación perenne en la Presencia Eucarística, es la señal manifiesta del amor extremo del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  AOh felix culpa..., @oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.     

       Y el mismo S. Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias, por participación, de la Santísima Trinidad: AEn esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él@(1 Jn 4,10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

       Sigue S. Juan: AYtodo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7). (Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria, y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero; y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres; y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombre. Y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo, y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo, hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo: AQueridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros. En que nos ha dado de su Espíritu@(1Jn 4,11-14).

       ¡Vaya párrafo! Como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma, cada uno de los seres creados, por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino.

       Dice S. Juan de la Cruz: APorque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.@AY esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios las misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en si mismo a ella...@AY no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, )qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza@(Can B 39, 4).

       Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la Trinidad, todo es APorque Dios es Amor.@

       A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada, solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, de ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe desde siempre. Por eso, en esto del ser y existir como  en el amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre es reflejo. No existía nada, solo Dios.

       Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder..., cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: ADios es amor.@Su esencia es amar, si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría, todo lo que Él se sabe y quiere que sepamos de Él por Sí mismo y a la vez es el Amado, lo que más quería. Y también nos lo entregó: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propia Hijo…”porque quiere que vivamos su misma vida trinitaria de Padre y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar nosotros identificados con su Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor Personal de Espíritu Santo. Y así es como entramos nosotros en el círculo del Amor o triángulo de la Vida Trinitaria.

       Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

       Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, que es Amor; quiere darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre Aa su imagen y semejanza;@palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuye. Dios creó al hombre por amor y para el amor. La vida  la felicidad del hombre es como la de Dios: amar y sentirse amado.

       El hombre ha sido soñado por el amor de Dios. Es un proyecto amado de Dios: ABendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra@(Ef 1,3.10).

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA.

        Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en una eternidad dichosa, que ya no se acabará nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.ANada se hizo sin ella... todo se hizo por ella@(Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí.

 

       SI EXISTO, ES QUE DIOS ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido...Yo he sido preferido, tú has sido preferido; hermano, estímate, autovalórate, apréciate; Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: AHermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó@(Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa, indica que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer! Dice un autor de nuestros días: "No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado." (G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados.

       SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. (Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre! Valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos. Todos han sido singularmente amados por Dios. No desprecies a nadie. Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida.

       Con qué respeto, con qué cariño nos tenemos que mirar unos a otros, porque fíjate bien: una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno. Ya no caeré en la nada, en el vacío ¡Qué alegría existir, qué gozo ser viviente! Mueve tus dedos, tus manos; si existes, no morirás nunca. Mira bien a los que te rodean. Vivirán siempre. Somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

       Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios. Por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida. Desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo. El que se equivoque, se equivocará para siempre, para siempre, para siempre, terrible responsabilidad para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo. Si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres. No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado; aunque todos me dejen; aunque nadie pensara en mí; aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos,  Dios me ama, me ama, me ama, y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quitarme esta gracia y este don.

       SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno. Éste es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. AEn la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros@ (Jn 14,2-4).APadre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo@(Jn 17, 24).

       Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos. Y esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. ¡Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia! No quiero ahora ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. (Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

       Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en la esperanza que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que, cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con  Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente, que paso a describir a continuación.

       Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y, por el amor contemplativo, por Allama de amor viva,@conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos. Son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del amor de Dios, y nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación gozosa y contemplativa por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía.

       Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación y transformación del misterio de Dios.

       Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

")Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo, en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra ti. El fuego de tu amor te empujó. (Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tí dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla" (Oración V).

 

       A otra alma mística, santa Ángela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: "(No te he amado de bromas! (No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí."

       Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero…”  (1Jn.4,9-10).

2ª MEDITACIÓN:

Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

        En la contemplación de este versículo entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre, como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de la pasión de amor de Dios, de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de la Santísima Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por el Padre en su Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Hijo. AVivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí"(Gal 2,19-20). 

       S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: ATanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los creen en él@(Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre, hasta este extremo, por eso,  Aentregó@tiene sabor de Atraicionó@.

       Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: AMe amó y se entregó por mí.@Por eso, S. Pablo, que lo considera Atodo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo,” llegará a decir: ANo quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado.@

       Queridos hermanos, ¿Qué será el hombre? ¿qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea? ¿ qué seré yo? ¿Qué serás tú y todos los hombres? Pero ¿Qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora? Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros. ATanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó)a su propio Hijo.@  Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad? ¿Qué ocurre aquí? Es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre:ATanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)@  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: ANnadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.@Y  Cristo la dio por todos nosotros.

       Este Dios infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su amor y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefiere en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

       Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: Os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: AAl llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...@(Ef 1,3-7).

       Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: AY al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado."

       Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son como una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: ¿por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio...? Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: ATanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo.@

       Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores...; sólamente amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros:ASiendo Dios... se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado…@En el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo...etc,  sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del Sagrario, en el Sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

       Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas ¿No  se va a conmover ante el amor tan apasionado de mi Padre Dios, hasta el punto de que le “traiciona”, le engaña a todo un Dios infinitamente moderado y prudente? ¿No voy a sentir ternura de amor ante el amor tan Alastimado@de mi Crito en la cruz? ¿Tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos? 

       Dios mío, pero ¿Quién y qué soy yo? ¿Qué es el hombre, para que le busques de esta manera? ¿Qué puede darte el hombre que Tú no tengas?¿Qué buscas en mí? ¿Qué ves en nosotros para buscarnos así? No lo comprendo, no me entra en la cabeza. Padre, “abba”, papá Dios, quiero amarte como Tú me amas; Cristo mío, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.”

       Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: "Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo."

       Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado, siente sólo su humanidad en Ala hora@elegida por el proyecto del Padre según dice S. Juan. No  siente ni barrunta su ser divino, es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: APadre, si es posible, pase de mi este cáliz...@Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta. No hay ni una palabra de ayuda, de consuelo, una explicación para Él.... Cristo ¡Qué pasa aquí? Cristo ¿Dónde está tu Padre? ¿No era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos? ¿ No decías Tú que te quería? ¿No dijo Él que Tú eres su Hijo amado? ¿Dónde está su amor al Hijo? No te fiabas totalmente de Él..... ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que ya no eres su Hijo?  ¿Es que se avergüenza de Ti? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo ¿Es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias....?

       ¿Qué pasa, hermanos? ¿Cómo explicar este misterio? El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado:ATanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo.@

       Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el Sagrario, quiero decir con S. Pablo desde lo más profundo de mi corazón: "Me amó y entregó por mi"; " No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado."

       DIOS ME AMA, ME AMA, ME AMA

       Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero ¿qué es el hombre? ¿Qué será el hombre para Dios? ¿Qué seremos tu y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...! ¡Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre! ¡Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre!

       (Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta: es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje! Te pregunto, Señor, )Me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? )Es que sin él no serías infinitamente feliz? )Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? )Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que hayáis decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz eternamente sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti. Comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, esto es, hacernos tus hijos en el Hijo. Lo comprendo por la pasión de amor Personal de Espíritu Santo, volcán en infinita y eterna erupción de amor, que sientes por Él, pero no comprendo, no me entra en la cabeza lo que has hecho por el hombre, porque es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre. Es como cambiar toda la teología desde donde Dios no necesita del hombre para nada.

       Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el Sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido. Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan. Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.

       Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso. Y, si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores, sólo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado;  pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas, ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso, hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

       Dios me ama, me ama, me ama...  y ¿qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros? ¿Qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios? ¿Qué importa la misma muerte, si no existe? Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

       Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: AY cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mi  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...@(Can B 39,5).

       "(Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! )qué hacéis?,)en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. (Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!" (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: ADios es amor.@ Todavía más simple, con palabras de Jesús:AEl Padre os ama.@Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama, Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida. "Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio." (Can B 28) Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: AAdviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que se de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios@(Can 28, 3).

       Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino a los hombres. Que Él nos lo explique. Está aquí con nosotros la Revelación del Amor del Padre, el Enviado,   vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte y desde aquí, desde  tu amor sacramentado, un beso y abrazo de amor a todos mis hermanos, llamados a compartir este gozo en nuestro Dios trino y  Uno,  sobre todo mi oración por los más necesitados de tu gracia y salvación.

TERCERA MEDITACIÓN

NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA EL ENCUENTRO CON JESÚS EUCARISTÍA

       Queridas hermanas: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que S. Teresa nos dice,  Aque no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.@  Al Atratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama,@poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  Ael que nos ama@y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

       Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra.

       El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. ADestruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo@(Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

       Por eso,Ala Iglesia, apelando a su derecho de esposa,@se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. ANo es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa@(1Cor 7,4). 

       El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad,  sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

       La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro:ATomad y comed, esto es mi cuerpo...@; Ael que me coma, vivirá por mí...@; A...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.@; AYo soy el camino...@“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos Aa mi parecer.@Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es Ala fonte que mana y corre, aunque es de noche,@es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva este agua divina: Aque salta hasta la vida eterna@.

AQué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

 y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.@(S. Juan de la Cruz)

 

       El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en visitas a Jesús Eucaristía, en ratos de oración continua, en la sequedad y aparente falta de respuesta, otras veces en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

       La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  Atoda ciencia trascendiendo.@Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: Tras un amoroso lance, Y no de esperanza falto, Volé tan alto tan alto, Que le dí a la caza alcance.

       Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, o mejor, la oración de fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarque a nosotros, la que nos domine y desborde, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, trascendiendo todo lo humano en razón y voluntad, en verdades y amores de criaturas, hasta llegar a los infinito, a la unión con Dios, deseado y sentido y poseído en la “substancia del alma… en el hondón,” pero nunca dominado y abarcado por su criatura, que vivirá siempre deseando más al Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno, de la unión transformante en esta vida de peregrino y de la visión gloriosa del cielo en su luz y amor trinitarios. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y Aextasiada@, salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: AOh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada.@Solo por la oración de fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios.

       Todos los días, visita al Santísimo, oración con libro o sin libro ante Jesús Eucaristía, oración eucarística en fe, primero seca; creo y no siento nada; rezo oraciones de otros; paso ratos en silencio, a veces me distraigo, llevo diez minutos y ni siquiera he saludado al Señor directamente; al cabo del tiempo, meses o años tal vez, depende de mi generosidad en convertirme a Dios, en vaciarme de mi yo, Cristo va pasando de ser objeto de fe y de diálogo sin aparentes respuestas a ser amigo y confidente, empiezo a decirle algo, cosas mías, frases cortas, expresarle mis sentimientos, he dejado de estar todo el tiempo rezando oraciones, estoy comenzando a pasar de la oración meditativa, discursiva a la oración afectiva, ya me sale espontáneo el diálogo, ya no necesito libro, siento su presencia y afecto; he empezado la amistad, he empezado a convertirme y amar en serio a Jesucristo, he empezado la amistad sincera y directa con Él, ya no es rutina heredada, fe heredada, ya empieza mi fe personal, mi amor personal, mi vivencia eucarística… así durante años, en noches y éxtasis y luego ya, recorriendo todo el itinerario hasta la unión total, dirigido por su Espíritu Santo, en noches terribles de purificación de fe y sentidos, noches de San Juan de la Cruz, dependiendo de Dios y también de mi generosidad y capacidad de sufrimiento en la purificación total y vacío total de mi mismo, al yo que tengo entronizado en mi corazón en lugar de Dios, de mis afectos a las criaturas, me tengo que vaciar de todo para que Dios pueda llenarme totalmente, después de todo esto, o mejor, durante todo esto, Dios me irá habitando y llenando de su Palabra, que es su Hijo; de su mismo Amor, que es Espíritu Santo y me sentiré habitado por Dios, por la Santísima Trinidad y puedo llegar a la oración contemplativa, a la unión transformante, bendiciendo todos los sufrimientos y purificaciones que ha sido necesarias: “¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste, Amado con amada, amada en el Amado transformada!

       Y para que veáis que esto no es doctrina particular mía, podía citar a S. Juan de la Cruz, a S. Teresa, a Sor Isabel de la Stma. Trinidad, a Teresita, a Charles de Foucould, a Madre Teresa de Calcuta… bueno a todos los santos… voy a citar a Juan Pablo II, en su Carta Apostólica NMI, para mi una de más importantes de la Iglesia en estos últimos años, donde precisamente nos dice: La Iglesia existe para para la santidad, la unión total con Dios, y el camino para la santidad es la oración.

       Pero lo voy a decir con palabras suyas:

 

 ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  ANOVO MILLENNIO INEUNTE@

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando  invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de  métodos y organigramas, donde expresamente nos dice Ano hay una fórmula mágica que nos salva@, Ael programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo@, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a El por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía. Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado,  es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica:  actuar unidos a  Cristo desde la santidad y la oración.... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

 

N116.-AQueremos ver a Jesús@(Jn 12,21) .... como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo Ahablar@de Cristo, sino en cierto modo hacérseloAver@. )Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente, si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro@.

 

N120.- A)Cómo llegó Pedro a esta fe? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: Ano te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos@(16,17). La expresión Acarne y sangre@evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de Arevelación@que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar  que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús Aestaba orando a solas@(Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y del oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: AY la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad@(Jn 1,14).

      

       N129.- AHe aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo@(Mt 28,20) .... No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: (Yo estoy con vosotros!  No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su plenitud    y perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es…una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencias y orientación común, algunas prioridades pastorales, que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos@.

LA SANTIDAD

30.- AEn primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado....AEsta es la voluntad de Dios; vuestra santificación@(1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ATodos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (Lumen Gentium, 40).

N131.- ARecordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. )Acaso se puede Aprogramar@la santidad? )Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias....Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos Agenios@de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.....

LA ORACIÓN

N132.- APara esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:ASeñor, enséñanos a orar@(Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: APermaneced en mí, como yo en vosotros@(Hn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continamente a las fuentes y se regenera en ellas@.

N133.- ALa gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo:  AEl que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestará a él@(Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la Anoche oscura@), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como Aunión esponsal@.  )Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tiene que llegar a ser auténticas Aescuelas de oración@, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el Aarrebato del corazón@. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

        Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino Acristianos con riesgo@. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

 Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.@

Y AHORA YA CONTINÚO YO: LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la NMI., quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía, misa, comunión y  sagrario:  AQué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche@.

       Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

       Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto,  también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben  ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por su seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas....Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización.

CUARTA MEDITACIÓN

ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS; ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

       Queridas hermanas: Aunque al principio el alma no se entere, porque a lo mejor tampoco se lo dicen, y los libros sobre la oración, la mayoría, ponen el acento en meditar y reflexionar, otros en tecnicismos y respirar de una forma o de otra, mi experiencia y la de los que han convivido conmigo en oración durante muchos años nos dice y ha enseñado que lo primero y fundamental es concebir la oración como una camino de conversión, que empieza poco a poco, pero que nunca se puede dejar ni olvidar, porque automáticamente, si dejo de convertirme, dejo de orar y de amar a Dios y  vienen las distracciones, el aburrimiento y el dejar la oración, sin la cual no hay santidad, ni encuentro con Cristo ni vida cristiana.

       Y fijaos bien, queridas hermanas, que digo: orar es querer amar más, y no digo: orar es amar ya a Dios, porque aunque lo sea, si me instalo y no quiero amar más a Dios, se acabó avanzar en la oración y en el amor. Por lo tanto, no se trata de que ya ame a Dios y porque le amo y creo en Él, voy a la oración; se trata de que amo y quiero amar más, y por eso necesito de la oración. Porque hay muchos, la mayoría de los cristianos que aman a Dios, pero, si no quieren amarle más, por lo que sea, porque me exige, porque me cuesta, porque me aburro, porque ese tiempo a otras cosas o estoy muy ocupado, se acabó la oración y el progreso en la amistad con Cristo y se terminará dejando la oración.

       Lo fundamental tratando de orar, de “tratar de amistad”, es querer amar más…, porque automáticamente necesito buscarle, hablar con Él, perdirle, iré a la oración y le amaré más cada día y avanzaré en la intimidad con Él. Quiero quedar bien claro esto desde el principio, porque hay muchas definiciones de oración, pero yo veo luego que aunque se medite, reflexione, se hable en grupo de una forma o de otra, con unos métodos u otros, si la gente no se convierte, se acabó el grupo y la oración. Por lo tanto, oración para mi es querer amar más a Dios, aunque al principio esto no se perciba ni  se note naturalmente, porque me falta relación y diálogo con Él y estoy en los comienzos de este camino. Pero es muy importante, esencial, que los guías de oración lo sepan.

       Y junto con esto que acabo de deciros, quiero añadir, y está en el mismo nivel, que para mí hay tres verbos que se conjugan exactamente igual y tienen el mismo significado e importancia en la oración: son los verbos AMAR, ORAR Y CONVERTIRSE. Quiero amar más a Dios, quiero orar más y quiero convertirme más a Dios; quiero orar a Dios, es que quiero amar y quiero convertirme más a Dios; quiero convertirme a Dios, necesito, quiero amar y orar más. Me he cansado de orar, es que me he cansado de amar más a Dios y convertirme…. Etc.

       Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y esta es la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas. Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide  y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.ADios es amor,@dice S. Juan, su esencia es amar y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho S. Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando S. Juan no quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, esta es su esencia, su ser y existir.  Así que está “condenado”, vamos, quiero decir, está obligado a amarnos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

       Pues bien, yo quiero amar más a Dios, por eso quiero orar ante Jesús Eucaristía, vengo a su presencia y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, )qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

       El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:       ASaulo, Saulo, )por qué me persigues? )quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor )qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo tienes que hacer.@La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

       Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... (si creyéramos de verdad! (si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor..! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a  convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.APero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo@(Mt.23,8-10).

       En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

       Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las ritmas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese Atrato de amistad@, que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

        Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser, pero todos personales, que cada uno tiene que ir descubriendo y siempre sin grandes dificultades  ni diferencias los unos de los otros, apenas pequeños matices.  No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre métodos para hacer oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea.....etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

       Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: ACuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...@, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como Madre Teresa de Calcuta: ACuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. La gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella nos somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí.@(Escrito Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae. 2002, p.91)

       Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fín, sin quedarnos en la técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fín y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fín donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

       Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y Aoir@la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la Ameditación.@Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

       En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto, que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

       En mi larga experiencias de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio;  la oración es un camino de seguimiento del Señor, nos es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y  si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y,  a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas la cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

       Queridos amigos, la santidad, la unión con Dios, el encuentro con el Dios infinito, el sentirse amado por el Dios Amor, este es el misterio de la fe cristiana, de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido; y  la santidad, la unión total con Dios mediante la oración personal y litúrgica ese es el primero, esencial y fundamental camino; este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma Amistad divina del Dios Amor, de la misma felicidad del Dios trino y uno y Él se convirtió para todos nosotros en camino de este encuentro que se realiza en su propia personalidad de Dios y hombre verdadero; Él es la Verdad, porque es la Palabra pronunciada desde toda la eternidad por el Padre en silencio y que luego pronuncia para nosotros en carne humana por la potencia de su Amor personal que es Espíritu Santo; Él es la vida porque lo dijo expresamente: “Yo he venido para que tengáis vida… si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, morada lógicamente de amor, de amistad; sobre todo lo expresó cuando dijo: “El que me coma, vivirá por mi,” esto es, vivirá en mí mi vida eterna del Padre.

       Y esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera. )qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra: AEl que coma de este pan vivirá eternamente@.A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de S. Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: ALes contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna@(Jn 6,26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, Apan del cielo, pan de vida eterna@, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo. Y para que nos encontremos con Cristo Eucaristía en los sacramentos y en la vida y en la pastoral: oración, oración y oración eucarística.

       Pablo lo describe así: AEnseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu@.  (1Cor 2,7-10).

       Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así.... amar y ser amado, diálogo permanente con su Palabra en entrega eterna de Amor que el Hijo acepta en Amor de Espíritu Santo; Dios Uno y Trino no  puede ser y existir de otra manera. Y el hombre entra en este misterio por el diálogo de fe, esperanza  amor de la oración. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno. Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: AEn esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados;@la de Pablo: Adeseo morir para estar con Cristo..., para mi la vida es Cristo@; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, S. Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

       Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es Allegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez.@(Can B 38,2). Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy sencillo. Porque la oración es y ha sido el único de todos los santos y místicos para llegar a esta intimidad con Dios. Y como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él. No olvidar nunca: orar, amar y convertirse es lo mismo.

       APorque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado..... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo@(Can B 39, 6).

       Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, que inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque de amor personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

       La oración eucarística, hecha ante el Sagrario, es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

       Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que Ano tiene figura humana@, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía.

       Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos ASantiagos@, que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, donde está Ala fuente que mana y corre, aunque es de noche@,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vid, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

       Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

QUINTA MEDITACIÓN/A

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

       Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl, madre Teresa del Calcuta...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él luego ya está todo hecho.

       El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual unido al verbo convertirse. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

       La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. AEstá escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto@(Mt. 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: AAmarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente@(Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca,  empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra  fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

       Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  pero gradual, dirigido por el mismo Dios, por su Amor, por su Espíritu de Amistad, y que, por y para eso, necesitamos visitarle, encontrarnos con Él, hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

       La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio y siempre, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ella, pero no hemos emprendido de verdad el camino o los sustituimos por otras prácticas y lo abandonamos y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que, al ser consentidos, nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y esto nos lleva consecuentemente a  la  mediocridad pastoral y apostólica, cristiana, sacerdotal o religiosa. )Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

       Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas de métodos y acciones apostólicas que se han quedado sin espíritu, sin fuego, sin vida de unión con Dios, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como Salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un Asacerdocio  puramente técnico y profesional@, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque Ael sarmiento no está unido a la vid@...

       La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  AQue no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama@.  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Por eso, desde el primer kilómetro es conversión, vaciarme de mi mismo para que me llene Dios. Si no me vacío por la oración, no cabe Dios dentro de mí, porque todo lo ocupa mi yo, y entonces pasan dos cosas: primero, que estoy tan lleno de mí mismo, que no cabe el evangelio, ni Cristo, ni Dios… porque estoy lleno de mi mismo; y segundo, al estar lleno de mi mismo y de mis criterios y pensamientos y egoísmo, me siento vacío de Dios, esto es, como el mundo actual, lo tiene todo y le falta todo, porque le falta Dios que es todo; y finalmente, al vivir mi vida, no la evángelica, no la de Cristo, pues no tengo necesidad ni de oración, ni de Eucaristía, ni de conversión, porque para vivir como vivo, como un animalito, me basto a mi mismo, no tengo necesidad de Dios y si voy a la oración y a la Eucaristía, me aburro por que no me encuentro con hambre y necesidad de Dios, me aburre porque no hay encuentro con Cristo. Por eso, esta lucha, esta conversión, este vacío de mi mismo es a veces, cuando se avanza un poco en la oración o mejor, en la medida en que se va avanzando, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, porque estamos incapacitados para amar así por el pecado original, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado a nosotros mismos y a nuestros criterios y pasiones y afectos.

 

       Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tu, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y se juega toda su persona y toda su vida en esto y por eso le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarse y entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradógicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en Ti, hasta el olvido y negación de mí mismo y todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, porque me tengo que quedar en fe pura y apoyarme solo en Ti sin arrimo ni apoyo alguno humano y tengo que quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

       En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la Aduda metódica@puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: )Será verdad Cristo? ¿Será imaginario todo lo que he vivido hasta ahora? )Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? )Para qué seguir? )No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase?)Habrá sido todo pura  imaginación e invención mía? )Por qué no intentar, pues estoy perdido, otros consejos y caminos? )Cómo entregarle mi propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? )Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios existe, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? )Será verdad? )Dónde apoyarme para ello? )Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

       En estas etapas, que pueden durar meses y años,  el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas,  y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

       La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por S. Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ya no es mi entendimiento el que discurre y acomoda el evangelio y todo a sus gustos y complacencias, a su medida…ahora es el Espíritu Santo, porque me ama con amor infinito, el que me purifica como el fuego al madero, que dice S. Juan de la Cruz, que primero el fuego y la luz y el calor extremo le pone negro sus fealdades, luego le va encendiendo, luego le quema y así hasta llegar a hacerse, una vez encendido, una llama de amor viva en el fuego del Espíritu Santo, en el mismo fuego y amor de Dios.

       Es que “Dios es Amor”, dice San Juan, Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: APero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos vienen de la fe en Cristo@.

       S. Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios Aes una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa@(N II 5,1). Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y esto le hace sufrir infinito, es que está convencida de  que ha perdido la fe, ha perdido a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse.... (Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  (Dios mío, pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

       Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige todo de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta nosotros mismos, por Él. Mi fe y mi amor se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él,  creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: )A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amas, esa es la medida de tu amor..

       Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y yo soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

       APor tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimientos, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida@(S I 2,1).

       Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

       Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente del Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

       Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno.., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos...cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene  la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse al amor total a Tí, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti…,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tu lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tu, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe luminosa, encendida,  a la vida nueva de unión y amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor en la Eucaristía.

       Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación dolorosa diversa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

       Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:ATodos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo@(2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación.... es luz directa del rayo del Sol Dios, que el alma todavía no entiende ni comprende. Es Dios que quiere comunicarse directamente, de tú a tú, sin ideas que hacemos nosotros, sino directamente Él.

       S. Juan de la Cruz es el maestro de todas estas etapas. Él empezó en sus obras a querer hablarnos de la oración, de la unión con Dios y escribió más páginas y páginas de la purgación y purificación del alma hasta llegar a este encuentro. Lo describe de todos los modos y desde todos los ángulos:  AY que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tienen muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace@(N II 5, 41).

       Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo:AMuy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo@(2Cor. 8,1).

       Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:APadre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad ,sino la tuya...@

       Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga...tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con El.

       Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: Aanunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...@. En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

       Es el purgatorio anticipado, como dice S. Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: ATrata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión@.    Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  )Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

       Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: “De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe”.

       “Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser”.

“Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por S. Juan, es a saber: AEt mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis@(Jn 17,10); esto es: ATodos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos.”

       “Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación”.

“AEsta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella. (LL. B. 78-80

MEDITACIÓN QUINTA/B:

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

       Queridas hermanas: Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; me he cansado de orar, es que me he cansado de amar. La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás, es amor, querer amar. Ese es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y si se medita es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Avila: AY sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre@(Audi, Filia, 75). AAunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter@(Plática 3).

       Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: Atodo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor@(Can B 28,9). Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere  a un grado más elevado de oración que la meditación,  pero hacia ahí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración.

       S. Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de  humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración...Aque no es otra cosa oración sino tratar  de amistad....con aquel que sabemos que nos ama.@  Tres notas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de S. Teresa.

 

11.- Yo  aconsejaría empezar saludando al Señor,  o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo, tu Palabra; ábreme el corazón y mete tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo; ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia proclamará que Tu existes y me amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santo está realizando ahora esta tarea para Gloria del Padre, del Hijo y del mismo Espíritu Santo.

       Es muy importante tener un esquema y una hora fija de oración, porque si lo dejas a la improvisación o para cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca. El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Será siempre “trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. Como hemos comenzado en el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

 

21.- Empezamos la oración dialogando, orando al Padre. Para eso es muy importante al principio y siempre ayudarte de alguna oración que te ayude, siempre la misma, pero que puedes cambiar con los tiempos, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar. Tratándose del Padre, que identifico con la Santísima Trinidad, para no dudar y hasta encontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio y meditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchas ideas y sentimientos. Tú la vas orando, si al hacerlo el Señor te inspira ideas, sentimiento, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban, continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otros pensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas al Señor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla para luego rezarla ante Jesús Eucaristía:

      

       PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD


       OH DÍOS MÍO, TRINIDAD A QUIEN ADORO, AYUDADME A OLVIDARME ENTERAMENTE DE MI PARA ESTABLECERME EN VOS, INMÓVIL Y TRANQUILA, COMO SI MI ALMA YA ESTUVIERA EN LA ETERNIDAD; QUE NADA PUEDA TURBAR MI PAZ NI HACERME SALIR DE VOS, OH MI INMUTABLE, SINO QUE CADA MINUTO ME SUMERJA MÁS EN LA PROFUNDIDAD DE VUESTRO MISTERIO.

       PACIFICAD MI ALMA; HACED DE ELLA VUESTRO CIELO, VUESTRA MANSIÓN AMADA Y EL LUGAR DE VUESTRO REPOSO; QUE NUNCA OS DEJE SOLO; ANTES BIEN, PERMANEZCA ENTERAMENTE ALLÍ, BIEN DESPIERTA EN MI FE, EN TOTAL ADORACIÓN, ENTREGADA SIN RESERVAS A VUESTRA ACCIÓN CREADORA.

       OH AMADO CRISTO MÍO, CRUCIFICADO POR AMOR, QUISERA SER UNA ESPOSA PARA VUESTRO CORAZÓN; QUISIERA CUBRIROS DE GLORIA, QUISIERA AMAROS HASTA MORIR DE AMOR. PERO SIENTO MI IMPOTENCIA, Y OS PIDO ME REVISTAIS DE VOS MISMO, IDENTIFIQUÉIS MI ALMA CON TODOS LOS MOVIMIENTOS DE VUESTRA ALMA, ME SUMERJÁIS, ME INVADÁIS, OS SUSTITUYÁIS A MI, PARA QUE MI VIDA NO SEA MAS QUE UNA IRRADIACIÓN DE VUESTRA VIDA. VENID A MI COMO ADORADOR, COMO REPARADOR Y COMO SALVADOR.

       OH VERBO ETERNO, PALABRA DE MI DIOS, QUIERO PASAR MI VIDA ESCUCHÁNDOOS, QUIERO PONERME EN COMPLETA DISPOSICIÓN DE SER ENSEÑADA PARA APRENDERLO TODO DE VOS; Y LUEGO, A TRAVÉS DE TODAS LAS NOCHES, DE TODOS LOS VACÍOS, DE TODAS LAS IMPOTENCIAS, QUIERO TENER SIEMPRE FIJA MI VISTA EN VOS Y PERMANECER BAJO VUESTRA GRAN LUZ. OH AMADO ASTRO MÍO, FASCINADME, PARA QUE NUNCA PUEDA YA SALIR DE VUESTRO RESPLANDOR.

       OH FUEGO ABRASADOR, ESPÍRITU DE AMOR, VENID SOBRE MÍ, PARA QUE EN MI ALMA SE REALICE UNA COMO ENCARNACION DEL VERBO; QUE SEA YO PARA ÉL UNA HUMANIDAD SUPLETORIA, EN LA QUE ÉL RENUEVE TODO SU MISTERIO.

       Y VOS, OH PADRE, INCLINAOS SOBRE ESTA VUESTRA POBRECITA CRIATURA; CUBRIDLA CON VUESTRA SOMBRA; NO VEÁIS EN ELLA SINO AL AMADO, EN QUIEN HABÉIS PUESTO TODAS VUESTRAS COMPLACENCIAS.

       OH MIS TRES, MI TODO, MI BIENAVENTURANZA, SOLEDAD INFINITA,   INMENSIDAD EN LA QUE MEPIERDO. ENTRÉGOME SIN REVERSA A VOS COMO UNA PRESA, SEPULTAOS EN MÍ, PARA QUE YO ME SEPULTE EN VOS, HASTA QUE VAYA A CONTEMPLAROS EN VUESTRA LUZ, EN EL ABISMO DE VUESTRAS GRANDEZAS.

(SOR ISABEL DE LA SANTISIMA TRINIDAD, 21 NOVIENBRE 1904)

3º.- Cuando has terminado esta Plegaria a la Santísima Trinidad, es obligación invocar al Espíritu Santo, maestro espiritual y artífice de nuestro encuentro con Dios, porque Él es el Amor, el que nos tiene que dirigir a la unión con Dios en el misterio de Trinidad. Por eso, para empezar la oración de cada día y siempre me gusta la Secuencia del Espíritu Santo:

             Ven, Espíritu divino,manda tu luz desde el cielo.Padre amoroso del pobre;don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas;fuente del mayor consuelo.

             Ven, dulce huésped del alma,

             descanso de nuestro esfuerzo,

             tregua en el duro trabajo,

             brisa en las horas de fuego,

             gozo que enjuga las lágrimas

             y reconforta en los duelos.

            

Entra hasta el fondo del alma,

             divina luz, y enriquécenos.

             Mira el vacío del hombre

             si tú le faltas por dentro;

             mira el poder del pecado

             cuando no envías tu aliento.


             Riega la tierra en sequía,

             sana el corazón enfermo,

             lava las manchas,
             infunde calor de vida en el hielo,

             doma el espíritu indómito,

             guía al que tuerce el sendero.


             Reparte tus siete dones

             según la fe de tus siervos.

             Por tu bondad y tu gracia

             dale al esfuerzo su mérito;

             salva al que busca salvarse

             y danos tu gozo eterno. Amén.

 

Si fueras sacerdote, yo te aconsejaría esta oración; pero siempre, como te he dicho, parando, mirando, reflexionando sobre otros aspectos que el Santo Espíritu te inspire:

ORACIÓN SACERDOTAL AL ESPÍRITU SANTO

       “Oh Espíritu Santo, Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro.

       Quémame, abrásame por dentro con tu Fuego transformante y conviérteme,  por una nueva encarnación sacramental, en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve y prolongue  en mí todo su misterio de salvación: quisiera hacer presente a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres,  como Adorador del Padre, como Salvador de los hombres, como Redentor del mundo.

       Inúndame, lléname, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Oh Espíritu Santo, Alma y Vida de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame.... fúndeme en amor trinitario, para que sea amor Creador de vida en el Padre,  amor Salvador de vida por el Hijo y amor Santificador con el Espíritu Santo,  para alabanza de gloria de la Trinidad y salvación de los hombres, mis hermanos. Amen

       Para todos, pero especialmente para religiosas o almas elevadas, me gusta esta oración:

ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

       ¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.

       Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, pacífica, suave, quieta y serena, aun en medio del dolor, ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

       Ven, oh fuego ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones,
danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles; solicita     con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA SANTO).

 

4º.- La tercera oración fija de cada día va dirigida a Jesucristo Eucaristía:  con la letra de algún canto eucarístico u oración que te guste. Me gustan estas dos oraciones eucarísticas: AAdoro te devote, latens Deitas…@y  AJesu, dulcis memoria…” Te las pongo en castellano. La traducción es libre.

“ADORO TE DEVOTE, LATENS DEITAS…”

“JESU, DULCIS MEMORIA…”

A¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  qué generoso para los que te suplican,  cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén.

       También puedes rezar: ASagrado banquete en que  Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura....@siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... “Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar, celebrar y participar del tal modo los sagrados misterios de tu amor, que experimentemos siempre en nosotros los frutos de tu Redencion. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen”

       O también:

ORACIÓN A JESÚS EUCARISTÍA

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÉN YO QUIERO DARLO TODO POR TÍ, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS TODO!

 

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

***

DESEOS EUCARÍSTICOS

       ¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado! (Cómo te deseo! (Cómo te busco! (Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día y me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito verte porque sin Tí  mis ojos pierden la luz y la hermosura del CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA. Necesito comerte, porque me muero de hambre del pan del cielo y de la vida eterna. Necesito abrazarte para sentir tu aliento y el palpitar de tu corazón ardiente de amor dentro de mí. Quiero comerte para ser transformado en Tí, para vivir tu misma vida divina. Quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero ser introducido por tu Amor  Personal, que es Espíritu Santo, en la intimidad y amistad de mi Dios Uno y Trino, por la potencia infinita de tu  Espíritu Santificador, en el que recibo y siento el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que se conocen y se entregan entre eternos resplandores de felicidad y de gozo en el Eterno Amanecer de su Ser esencial, que es Amor, Espíritu y  Vida, Felicidad y Gozo,  mi Dios Trino y Uno. AMEN.

 

 51.- Te repito que aunque lleve años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma... luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre donde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.      Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros y que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo: la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: “Salve, mater, misericordiae”, “Ave, regina coelorum” “Virgo Dei Genitrix”.

En castellano tienes el rezo del Angelus o  AOh Señora mía, oh Madre mía”

PIROPO A LA VIRGEN

                    (María!

                    (Hermosa nazaretana!

                    (Virgen bella!

                    (Madre del alma!

                    (Cuánto me quieres!

                    (Cuánto te quiero!

                    (Gracias por haberme llevado a tu Hijo!

                    (Gracias por querer ser mi Madre!

                    (Mi Madre y mi Modelo!

                    (Gracias!

            

ANGELUS

 

          El ángel del Señor anunció a María.

          Y concibió por obra del Espíritu Santo

          (Dios te salve, Maria…)

 

             He aquí la esclava del Señor.

             Hágase en mí según tu palabra.

 

             Y el Hijo de Dios se hizo hombre.

             Y habitó entre nosotros.

            

             Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

             Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

Oremos: Te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas; para que los que hemos conocido, por el anuncio del ángel, la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

***

REGINA COELI, LAETARE (Pascua)

       Alégrate, Reina del cielo, aleluya;

       Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya;

       Ha resucitado como dijo, aleluya;

       Ruega por nosotros a Dios, aleluya;

 

       Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya;

       Porque ha resucitado el Señor verdaderamente, aleluya.

 

Oremos: Oh Dios, que te has dignado alegrarnos por la resurrección de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, te pedimos, nos concedas, por la intercesión de su Madre, la Virgen María, alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

CONSAGRACIÓN A LA VIRGEN

¡Oh Señor mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Tí, y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día, mis ojos, mis oidos, mi lengua, mi corazón; en una palabra: todo mi ser; ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

                           LA SALVE

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu  vientre.

¡Oh clementísima!  ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce, siempreVirgen María!

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar  y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

 

61.- Repito que es conveniente tener y empezar siempre con un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar  todos los días, al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendo todos los pensamientos y deseos que te  inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempo de oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, no pasa nada. Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vida tener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte en tu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pecho descubierto, o como dicen algunos,  permanecer en quietud y simple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración  y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi parecer esto no es ordinario en los comienzos ni en etapas intermedias y tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque ya supone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 71.- Importantísimo, esencial: a continuación  de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse  revisión de vida ante el Señor; revisión fija y todos los días y para toda la vida, de tres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad.... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque nos estamos prefiriendo a Dios en cada paso y haciendo nuestra voluntad. Y siempre que diga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas  principales de las caídas, el comportamiento con las personas...Donde hay pecado, aunque sea venial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: AEn esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él@(1Jn 2,3-6).

       Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay que revisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio de todos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo, me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar sus manifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira...etc; después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones: negativa: no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie..... positiva: pensar bien de todos, hablar bien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante las ofensas (amando es santidad consumada) generosidad....etc.

       No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor a los hermanos, porque así lo ha querido Él:AY nosotros tenemos de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano@(1Jn4,2). Por favor, no olvides esto y todos los días examínate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo es muy sensible y exigente. Lo tenemos mandado por el Padre y por Él mismo: AAmarás al Señor... y al prójimo como a tí mismo@, Aéste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado@.Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. S. Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro:  ACarísimos, amémonos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto@(1Jn 4, 7-8; 12).

       Repito una vez más y todas las que sean necesarias: para amar a Dios hay que amar a los hermanos y para vivir la caridad fraterna, hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es  camino de amor a Dios y, en Dios y por Dios, a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a los hermanos. Es fácil descubrirlo,  cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí va la cosa ...

       Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya  toda la vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Si uno quiere Aamar y servir@, hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener  activo ese amor y no de puro nombre, hay que orar todos los días para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas al amor de Dios. Si quiero orar, es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puede estar en mí, como lo dice muy claro S. Juan:AY todo el que tiene en Él esta  esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la ley, porque el pecado es transgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido@( 1Jn 3,3-6).

       Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o se cansa de hacerlo, entonces ya no necesita ni de la oración ni de la eucaristía ni de la gracia ni de Cristo ni de Dios. El amor a Dios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: APues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado@(1Jn 5,3).  Para mí que esta es la causa principal por lo que se deja este camino de la oración y de la santidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o les cansa y terminan dejándola. La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, que hay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión o comer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si no lo haces,  por la causa que sea, te mueres espiritualmente. Por eso te ayudará  tener un esquema fijo, una hora fija, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

81.- Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de las necesidades de los hermanos, de los problemas de la Iglesia, la santidad, la falta de vocaciones, tu parroquia, tu familia, amigos......Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes que hacer, sin desanimarte jamás.... y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempo que quieras....eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, una forma, por lo menos, aunque te parezca que no haces nada o casi nada, incluso que estás perdiendo el tiempo.

71.- Ya hemos terminado las oraciones introductorias, la revisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y  ahora,)qué?  Pues ahora lo que más te ayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con El Y para esto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos...,  libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman. Haz lo que te pida el corazón. AMaría guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón@(Lc 2, 19).

       Amando, metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesús y a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado. No olvides lo que te he repetido y repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar a Dios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor,  porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas ni sabe amar a Dios, solo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdad hasta Él : AY porque la pasión receptiva del entendimiento solo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto no puede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menos veces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor (N  II,13,3). Aunque S. Juan de la Cruz se refiere a una oración elevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo mas importante, lo definitivo.

        ADe donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa......porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas@(C B 28,2).  (Ojo! Que no lo digo yo,  lo dice S. Juan de la Cruz, para mí el que más sabe o uno de los que más sabe de estas cosas de oración y del amor a Dios y a los hermanos y  vida cristiana y  evolución de la gracia.

101.- La oración conviene hacerla siempre a la misma hora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuando tengas tiempo, nunca lo tendrás;  hay que hacerla todos los días,  haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o en gracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros. Él debe ser  lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lo hacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas.

       Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunque uno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre a sí mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tener mucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempo de oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... pero sin volver atrás, aunque te cueste o te aburras, todo es amor, todo es  cuestión de querer amar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, aburrimiento...ya pasarán, porque Dios te ama más.

       Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te será más fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luego incluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrarte con Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya no se acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevará hasta la oración  contemplativa.

       En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino. Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...  ADescubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia y la figura@(C.11).

       Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que  los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacen partícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser en sí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua ni  cansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho, siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas consciente de su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de la misma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y  metiéndote en el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en esta vida.

       Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres el templo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Stma. Trinidad, porque el Verbo, por el pan de eucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a la Comunión Trinitaria por una comunión eucarística continuada y permanente de amor  en los Tres y por los Tres;  tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda, te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades de entender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis.. Y entonces ya.... AQuedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado@(C. 8). 

       Porque a estas alturas, la contemplación de  Dios te impide meditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienes que escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eterna llena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a Sí Mismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás  preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que te han dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones o impurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios. ABien sé que tres en sola una agua viva- residen, y una de otra se deriva,- aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida- en este vivo pan por darnos vida,- aunque es de noche@(La fonte 10 y 11)

       Él te hablará sin palabras  y tú le responderás sin mover los labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás su Verdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en Anoticia amorosa@, sentirás que Dios te ama  y tú, al sentirte amado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero  de verdad, no por pura  imaginación o ilusión,  ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya no existe; )qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos espera y que ya ha empezado a hacerse presente en tí? Ante este descubrimiento,  lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, B  lo presente ya no existe y ha empezado la eternidad,B  te habrás descubierto también en Dios eternamente pronunciado en su Palabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

 AEntreme dónde no supe

 y quedéme no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.  

 

Yo no supe donde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

 

Y si lo queréis oir,

consiste esta summa ciencia

en un subido sentir

de la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,

toda ciencia trascendiendo@

( Entréme donde no supe,1 y10).

       Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha con Amor Personal del Padre, que es Espíritu Santo.  Descubrirás que si existes, es que Dios te ama, y  te ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, y  ha pensado en tí para una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que está vida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, el cielo está ya dentro de tí,  porque el cielo es Dios y Dios está dentro de tí; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por la  Santísima Trinidad:  ASi alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él@. A)No sabéis que sois templos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hasta que no se viven.  Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados ni técnicas de ningún tipo..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios no revela  su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

       Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posible ante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil años esperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio, que tienes presente en Cristo Eucaristía; demuestras simplemente con tu presencia ante el Sagrario que le amas concretamente y que tienes presente y crees todo el misterio de Dios,  todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero, todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía. AOh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro@(Ll.1).

(Qué bien reflejan estos versos de S. Juan de la Cruz el deseo de muchas almas, B  yo las tengo en mi parroquia,Balmas que desean el encuentro transformante con Cristo.  Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama el Santo: A(Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, )qué hacéis?, )en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. (Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tan gran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos@(C 39,7).

)Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos y obispos de la Iglesia de Dios? )Tendría sentido esta queja del doctor místico entre los que han sido elegidos para conducir al pueblo santo de Dios? )Deben ser  hombres de oración  experimentada esos guías y montañeros elegidos en los seminarios, noviciados, casas de formación para dirigir a los más jóvenes en la escalada de la santidad y de la vida de oración? )Vivimos en oración y conversión permanente?

       Estas preguntas, por favor, no son una acusación contra nadie, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacia las cumbres maravillosas de unión plena con Dios para las cuales hemos sido creados y llamados a la fe en Cristo, Hijo y Verbo de Dios, por la potencia del Espíritu Santo.

SEXTA MEDITACIÓN

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES

       Queridos hermanos: Cuando dos personas se quieren, desean estar juntas, porque la verdadera amistad exige y se alimenta de la  presencia de la persona amada. Dos personas enamoradas desean estar físicamente presentes la una junto a la otra y la separación forzosa no sólo no la destruye, sino que intensifica el deseo de la presencia.

ADios es amor” (Jn 4,10), dice S. Juan en su primera carta; su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir AEn esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó...@primero, añade la lógica del sentido. Por lo tanto, en la amistad con Dios, la iniciativa ha partido de Él; no es que nosotros existamos y amemos a Dios, sino que Él nos amó primero y por eso existimos. Esto es lo maravilloso e inconcebible.  Por eso, cuando alguien te pregunte: )Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Responderás: Porque Él nos amó primero.

No existía nada, sólo Dios,    un Dios que, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de Amor, Hermosura, Verdad, Belleza y Felicidad,  quiso crear otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha y felicidad de los TRES EN UNO: SUPREMA UNIÓN, SUPREMA AMISTAD, SUPREMA PRESENCIA. Y este ser pensado y amado y creado para tal unión es el hombre. Si existo, es que Dios me ama, ha sido una mirada llena de su Amor- ESPÍRITU SANTO- la que contemplándome en la Imagen de su esencia infinita -HIJO-, me ha  dado la existencia con un beso de su amor. Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca. si existo, Dios me ha llamado a ser hijo suyo en el Hijo y me quiere dar en herencia su misma vida y felicidad eterna:  AA los que Dios predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó@(Rm 8, 30). 

Esto es lo que me dicen las Escrituras Santas, revelación de su proyecto de amor sobre el hombre. El modo natural de cómo fue apareciendo este hombre, que lo investiguen los antropólogos y arqueólogos. Pero el homo ereptus, sapiens...etc. está llamado a la existencia por deseo de Dios para realizar con él este proyecto de Amistad eterna. La Biblia habla en su primera página de un Dios Amor, que crea al hombre como amigo, “a su imagen y semejanza,” y que baja todas las tardes al paraíso, para hablar y compartir esta amistad con el hombre.

Este deseo de Dios de permanecer junto al hombre y relacionarse con él  está continuamente expuesto en la Revelación. Se trata de un Dios ciertamente trascendente, pero también inmanente, que ha querido estar muy cerca de todas sus criaturas:  A)Dónde podría alejarme de tu espíritu? )A dónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, allí estás presente@(Sal. 138,7). El Dios Creador ha querido mostrarse como amigo del hombre;Apues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado@(Sab. 11,2).

La llegada de los Hebreos al pie del Sinaí marca una etapa decisiva de la presencia de Yahvé entre su pueblo y en la historia de Israel, porque hasta entonces los Hebreos habían sido una multitud inorgánica de fugitivos y no constituían pueblo, aún cuando habían sido testigos de las maravillas de Dios en Egipto y en el mar Rojo. Junto al Sinaí, Dios manda reunir a todos los hijos de Israel. Estos oyen su voz y reciben de Yahvé la ley que prometen observar: AYo os tendré, dice Yahvéh, por un reino de  sacerdotes y por una nación consagrada,@y este pacto de amistad, esta  alianza se sella en la sangre de los animales sacrificados por Moisés; desde ese momento los Hebreos, pueblo nómada y de pastores, constituyen un pueblo, el pueblo de Dios: AYo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo@(Ex. 12,14).Este acontecimiento primordial llevará en la tradición bíblica el nombre de AAsamblea de Yahvé@y Dios se obligará a estar siempre junto a su pueblo (Ex. 19, 17-18).Moisés pedirá la compañía expresa de Dios: AYahvé respondió: Iré yo mismo contigo y te daré descanso. Moisés añadió: Si no vienes tú delante, no nos saques de este lugar...” (Ex. 33, 14-15).     

Una prueba de este deseo de Dios de permanecer junto a su pueblo fue la tienda de la Reunión o Testimonio. Aquí se guardaba el Arca del Testamento y la hizo Yahvé  signo y  testimonio de su presencia, como compañero de campamento y  morador con su propia tienda entre ellos. El signo visible de su presencia sobre el ara fue la nube de gloria.

 Mucho más tarde, cuando fue dedicado el templo de Salomón, reapareció la nube de gloria, al fijar Yahvé su residencia en el centro de la vida litúrgica de Israel: AEn cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yahvé... Entonces dijo Salomón: Yahvé, has dicho que habitarías en la oscuridad. Yo he edificado una casa para que sea tu morada, el lugar de tu habitación para siempre@(Re. 8,10-12). Con la destrucción del templo y la consiguiente deportación a Babilonia, la nube desapareció; sin embargo, los profetas Ezequiel y el Atercer Isaías@proclamaron la presencia de Yahvé, que crearía un nuevo pueblo que abarcaba a todas las naciones: AYo conozco sus obras y sus pensamientos. Y vendré para reunir a todos los pueblos y lenguas, que vendrán para ver mi gloria... de las islas lejanas que no han oído nunca mi nombre y no han visto ni gloria y pregonarán mi gloria entre las naciones. Y de todas las naciones traerán a vuestros hermanos ofrendas a Yahvé” (Is. 66, 18-23).

Todas estas formas provisionales y limitadas de la presencia de Yahvé en el Antiguo Testamento cederán el paso un día a una presencia infinitamente más perfecta en una nueva clase de Atienda,@un templo más maravilloso, la carne de Jesús de Nazaret, como nos dice S. Juan en el prólogo de su evangelio:A...y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad@(Jn. 1, 1-14). La Encarnación hizo a Dios presente entre los hombres con una unión personal entre lo divino y lo humano. No se puede concebir ya una presencia  más íntima de la Persona divina con la humanidad. No puede haber mayor gesto de amistad y unión entre Dios y el hombre, Él es verdaderamente Emmanuel, ADios con nosotros@(Is 7,14; Mt 1,23). Y la Eucaristía es una Encarnación continuada.

La Eucaristíaes infinitamente superior a la tienda del Tabernáculo, porque no es sólo presencia, sino que contiene a Cristo entero y completo, todos sus misterios, toda la religión y la posible relación personal y comunitaria con Dios. La Eucaristía es Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María, es todo el evangelio entero y completo, todos sus dichos y hechos salvadores, en presente eterno; es la víctima, es el sacerdote, es el altar, es el domingo y es el templo de Dios entre nosotros. Cristo mismo lo proclamó. Él asegura ser el templo del que el tabernáculo de Moisés o el templo de Salomón eran sólo figuras Ahechas por manos de hombres@; ADestruid este templo, declara a los judíos, y en tres días lo reconstruiré...Él hablaba del templo de su cuerpo...@(Jn 2,19). Él supera al templo antiguo: APues yo os digo que lo que aquí hay supera al templo.@      

       Jesucristo Eucaristía es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza. En Él Dios mismo se hace nuestro templo, nuestro sacrificio, nuestro sábado superando infinitamente al judío, nuestro reposo, la tienda de la presencia divina. Es Dios mismo metido entre nosotros. El sagrario es la nueva tienda de la Presencia de Dios entre su pueblo, es el Arca de la Alianza, es el nuevo templo de la Nueva Alianza:ADestruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero él lo decía del templo de su cuerpo@(jn2.19 y 21)

       Cuando se hace presente el Señor, como nos ama de verdad y no por puro compromiso, igual que Yavéh Dios en el Antiguo Testamento, ya no quiere irse y deja sin su presencia y su tienda al nuevo pueblo de la Nueva Alianza.  La Eucaristía es fruto de su amor a los hombres, no del nuestro hacia Él. Cristo Eucaristía cumple su palabra de quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos y convierte para esto su Iglesia, espiritual y material, en templo de Dios y casa de oración; allí, en el Sagrario, nos ofrece su amistad y diálogo permanente.

       La Iglesia, para poder gozar de esta gracia y amistad permanente, ha apelado a su derecho de esposa:AEl marido no dispone de su cuerpo sino la mujer@(1Cor. 7,4) y ha decidido conservar el cuerpo del Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar el diálogo y la contemplación de rostro amado. Cuando los fieles vienen a orar y arrodillarse ante su presencia eucarística, nosotros hablamos de que hacen una visita al Santísimo. Sin embargo, es Él, el Cristo Eucaristía el que nos ha visitado y ha bajado desde la casa del Padre, pero sin abandonarla, porque Él ya ha llegado al final de la historia de Salvación y viene para visitarnos y ayudarnos a nosotros a conseguirlo con su presencia de amigo. Por eso no somos solo nosotros los que queremos hablarle, es Él quien tiene que decirnos muchas cosas, expresarnos y explicarnos todo su amor a los hombres, enseñarnos todo su evangelio, todos sus dichos y hechos salvadores, mostrarnos toda su vida, especialmente concentrada en este sacramento:ATomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... esta es mi sangre, sangre de la Nueva y eterna Alianza, derramada para el perdón de los pecados.@

       La Eucaristía es el memorial de su Pascua, de su pasión muerte y resurrección, de su tránsito de este mundo al Padre, y con Él de todos nosotros, que se hace presente en cada misa, para que se renueve su salvación  y luego nos alimentemos de la vida nueva y resucitada, comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes de obediencia al Padre y salvación de los hermanos: ADestruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero Él lo decía del templo de su cuerpo@(Jn2.19 y 21) . Éste es el fin principal de la Eucaristía, que renovamos por mandato suyo:Ahaced esto en memoria mía.@   Todos los sacramentos son vivificantes. Todos comunican la vida de Cristo bajo un aspecto u otro. Pero la Eucaristía es el sacramento de la vida y de la gracia y de la salvación, por excelencia. Es la más importante entrega de una realidad invisible hecha presente por la consagración del pan y del vino. Bajo esos signos se entrega al Padre como ofrenda redentora y nos hace partícipes a los hombres de su vida divina. La Eucaristía comporta un acto de ofrenda sacrificial, que reclama ala participación de los asistentes, en una unión total con Él, y tiene como fin la comunión, que, al darnos a Cristo como alimento, hace que asimilemos su vida porque contiene además una presencia, que exige contemplación. Ya he dicho miles de veces que no entiendo tanto amor, por muchas razones. La primera, porque yo no puedo darle nada que Él no tenga, yo no sé amar como Él, perdonar como Él, pero su corazón es así. (Señor, haz mi corazón semejante al tuyo!

       AHe venido para que tengan vida y la tengan abundante@: El sacrifico, la comunión y la presencia son los medios de expansión de su vida divina que busca impregnar de sus mismos sentimientos y actitudes toda nuestra vida y actividad, todo nuestro ser y existir, todo nuestro corazón. Esto lleva consigo, por nuestra parte, el ofrecernos con Cristo como ofrenda agradable a Dios Trino y Uno, para poder luego  participar plenamente de sus sentimientos y actitudes, por la comunión de su cuerpo ofrecido y participado por la comunión eucarística, conservado luego en el sagrario, que nos contemplación, adoración, veneración y cariño.

       Jesús vio a través de los siglos la multitud inmensa de hombres por los cuales había venido y predicado, muerto y resucitado; vio una multitud necesitada de su salvación y hambrienta también de su amistad, grandes enamorados de su persona y su obra y su salvación hechas presentes por la Eucaristía, como misa, comunión y presencia, almas amigas que suspirarían por tenerle cerca para hablarle, tocarle, escucharle. Y por todas y para todas inventó la Eucaristía y se quedó en el Sagrario. Él se quedó y está aquí para todos; desgraciadamente, por falta de fe y amor, muchos tendrán que esperar al cielo para valorar su Persona, su amistad, su verdad, su proyecto de amor.

       Nos quiere tanto, que quiere compartir con nosotros incluso las miserias y tristezas de esta vida. Los amigos son para eso. Y Jesús, sacramentado por amor,  es el mejor amigo que tenemos. ANadie ama más que el que la da la vida por el amado.@Y Él la dio y la sigue dando por todos. Quiere convivir ya con nosotros antes del encuentro y definitivo del cielo. Quiere vernos a todos en el cielo  en el abrazo eterno de Amistad con el Dios Amor, el Dios Tri-unidad, Uno y Trino. Por eso y para eso se quedó en el Sagrario. Quiere ser nuestro cielo ya en la tierra. Ha querido ser nuestro amigo; visitémosle todos los días para estar con Él,  para pedirle, para consultarle, para orientarnos, para renovarnos continuamente en su amor, en la amistad. Él ha querido ser nuestro alimento para que tengamos necesidad de Él,  como del alimento natural y así estar siempre unidos, viviendo su misma vida;  quiere comunicarnos su amor, su generosidad, su entrega a todos, quiere ser nuestro pan, para llenarnos de Dios, de su gracia y fortaleza y amor.

       Jesucristo, desde el sagrario, como muchas veces en Palestina, Bpensemos en María, Zaqueo, los necesitados, los pecadores...B  se anticipa a nosotros y nos mira con deseos de entablar diálogo:  ADijo a Natanael: yo te he visto cuando estabas debajo de la higuera@(Jn 1,48). Él quiere hablar con cada uno de nosotros, comunicarnos su amor, sus proyectos personales de amor.  Mientras caminamos hacia la ciudad celeste, hacia el templo celeste de Dios, Jesucristo vivo y resucitado en el sagrario, es el nuevo templo de la nueva alianza. El sagrario es la nueva Betania, la nueva casa de oración de los redimidos, camino de la casa del Padre, la nueva tienda de la presencia de Dios, la mejor escuela de oración, donde siempre encontramos al mejor Maestro de oración, de santidad y de vida cristiana.

 

OTRAS PRESENCIA, PERO LA MAYOR DE TODAS…

 

El deseo de Jesucristo de estar junto a nosotros, de querer ser nuestro amigo y ayudarnos es tan grande, que ha querido quedarse  presente de muchas formas entre los creyentes.  Estas presencias, lejos de menospreciar y rebajar la presencia eucarística, la subliman, porque ella es Acentro y culmen@de todas las presencias, Araíz y quicio@Afundamento@de las otras presencias. Dice el Vaticano II: A(Cristo) ....está presente en el Sacrificio de la Eucaristía, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: ADonde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos@(LG 7).

«...En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne... vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5).

Por tanto, Cristo vive entre nosotros por su Palabra, está en la Asamblea, realiza los sacramentos,  especialmente la Eucaristía:AEl que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y  yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí.@La Eucaristía nos hace a los comulgantes templos de Dios y, gracias a su Espíritu,  Amor personal del Padre y del Hijo, los que le reciban, serán morada de Dios Trino y Uno:  ASi alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él.@

Esta presencia se ofrece a todos; sin embargo, para encontrarse con Él, es necesaria la fe:  ASabed que yo estoy a la puerta y llamo@(Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, esto es, al hombre natural, sin la vida de gracia; sino que es un don de su Santo Espíritu; son  dones del conocimiento y de la sabiduría que Él da a los que se lo piden: AQue Cristo habite por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura , la longura, la altura y la profundidad y el conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios@(Ef. 3,18-19).

El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados,  como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y  sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando  decidieron esta presencia tan total y real en Consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios; para que comprendamos a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo realizó y sigue realizándolo en un hombre divino, Jesús de Nazaret: ATanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo@.

(Jesús, qué grande eres; qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa; cómo te quiero y te adoro y te venero y me postro ante Ti! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: AY cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…¡Acordaos de mí..!(Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar  y pensar y  vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas  y tantas cosas,  tantos y tantos misterios y misterios....galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o meditar.

Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades; y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones; empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones, para finalizar en la últimas etapas,  sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: AQuedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado.@

Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo de la Eucaristía, en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia.  En definitiva )no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? )No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el Aacordaos de mí@necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fin. Por eso,  cuanto más elevada es la amistad y la oración con Cristo, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario del Pan Consagrado, que su Hijo predilecto y amado. Por eso el alma enamorada dirá con San Juan de la Cruz: AYa no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...@Se acabaron los signos y las reflexiones y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia, que es Cristo, que viene a nosotros. Hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado. Todo lo demás fueron medios para encontrarnos con el Amado. (Qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! (Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos; pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia. Ésta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia,  como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida; pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante; sino que quiero estudiarlas y realizarlas sin que me esclavicen, sin que me retengan, para que me lleven al hondón, al corazón de lo celebrado, al misterio: Ay quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo.@

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada Sagrario Cristo sigue diciéndonos:AAcordaos de mí....@,de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal que me ha hecho Hijo, en totalidad de ser y amar y existir igual a Él, al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra. Con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo. Todo Padre y todo Hijo en y por el Amor Personal del Espíritu Divino. No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros. Acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; Aacordaos de mí@, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro es mi persona amándoos hasta el extremo,  en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

SÉPTIMA MEDITACIÓN

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES/B: CONTINUACIÓN…

(Si no se dicen seguidas la sexta y séptima, empezar por el párrafo anterior de la 6ª)

 Queridos hermanos: Digo yo que si no será este “acordaos de mí”, este memorial de la Eucaristía, realizado por la potencia y memoria de la Cristo y de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, no será ésta la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, -los verdaderamente celebrantes de la Eucaristía como misa, comunión y presencia-, hayan celebrado y sigan haciéndo despacio, recogidos, contemplando en “noticia amorosa”, “sabiduría de amor” este misterio de la Eucaristía, como si ya estuvieran en la eternidad, Arecordando@continuamente, por el Espíritu de Cristo, lo que hay dentro de la Eucaristía y del pan de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  tan hermosas y presencializadas por el mismo Cristo de siempre, de ayer y de hoy, el de Palestina y ahora triunfante en el cielo. Porque es mucho lo que hay que recordar con Cristo presente, vivir con Él de lo  que hay dentro del misterio eucarístico, más que de su exterioridad o ritos, cosa que nunca debe preocuparnos más que el interior, el corazón, el contenido, que es, en definitiva, el fin y la razón de ser de las mismas; hay que tener presente el “acordaos de mi” para vivir la Eucaristía “en espíritu y verdad”, para llegar a la verdad completa”.

 AAcordaos de mí,@recordando en Jesucristo presente, lo que dijo, lo que hace ahora presnte para todos nosotros,  lo que El deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora, ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes; el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le hayamos ofendido y olvidado hasta lo indecible; lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión. Digo yo... pregunto, si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta..., que si no aprovecharía más  a la Iglesia y a los hombres que algunos despistes en el rito. Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre,  bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el Acentro y culmen@,  hasta “la fuente que mana y corre,” que es Cristo. 

ACuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os llevará a la verdad completa.@La verdad completa es la que no se queda sólo en la cabeza; sino que llega al corazón. Porque todo o mucho de lo referente a la Eucaristía, ya lo sabemos por la Teología; pero la teología no es verdad completa hasta que no se vive. La teología, los sacramentos, la liturgia, el evangelio, Cristo mismo no es verdad completa y no se comprenden si no se viven; si la liturgia, si la teología no llega al corazón, no se  vive ni quema las entrañas por la experiencia de amor, tampoco pueden llenar de hartura de la divinidad y eternidad. Por esta razón, cuando estas verdades pasan por el corazón de una madre, un padre o un sacerdote que las vive, como esas verdades han pasado por el corazón, son verdades quemantes y se quedan para toda la vida, sus señales quedan para siempre, como las quemaduras del fuego en la carne. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela de cristianismo ni más Biblia que el sagrario. Allí lo aprendieron todo sobre Cristo y la vida cristiana. Allí aprendieron a ser madres con amor total al esposo y hasta el heroísmo por los hijos. Necesitamos madres y sacerdotes vivientes de la Eucaristía, cristianos que la comprendan y la enseñen, porque la viven y experimentan.

Hemos de tener en cuenta que la Eucaristía y la comunión son sacramentos principales, pero duran unos minutos. Sin embargo,  Jesús quiere estar siempre junto a nosotros y precisamente como amigo, una vez que ha venido junto a nosotros, en la Encarnación y en la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Este deseo suyo, esta presencia como amigo es aspecto  principal de la Eucaristía, no sólo continuación de los anteriores, es decir, de la Eucaristía y de la comunión, sino como condición necesaria: AArdientemente he deseado comer esta pascua....vosotros sois mis amigos... amaos los unos a los otros...@son palabras de Jesús en la Última Cena.  Y en otras ocasiones dijo: AMe quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos.@Pero no a la fuerza o porque no hay otro remedio; sino porque quiero ser y seguir siendo amigo antes y después de la Eucaristía y la comunión.

Cuando, después de la comunión, guardamos en el sagrario el pan consagrado, podía decir el Señor: No penséis como algunos creyentes que aquí quedo inactivo, sin vida y sin actividad, como si fuera una estatua. Yo sigo amando y ofreciendo y esperando. Después de la comunión de los creyentes, cuando el sacerdote me guarda en el sagrario, algunos no piensan en lo que yo pienso en esos momentos dentro del sacramento y, sin pensar en mí y para lo que he venido y que estoy vivo  dentro de este pan, se dicen: ¿Qué vamos a hacer con este pan que ha sobrado de la Eucaristía y de la comunión? Pues lo recogemos en un cesto y lo reservamos, como en la multiplicación de los panes y los peces, en sitios, que a veces son poco dignos, poco visibles o que invitan poco a la amistad y al diálogo conmigo. Hay lugares reservados para mi presencia que no invitan al diálogo de amistad, a estar cerca y tocarnos, allá en un rincón, como si fuera un trasto más de la Iglesia, no valorando ni apreciando, como merece, mi presencia amiga, como si ese pan no fuera mi persona o ya no tuviera valor o sólo sirviera para llevar a los enfermos....

Queridos amigos, a mí, como sacerdote,  no me gusta para llevar y mantener el pan consagrado en el sagrario la palabra «reserva,»tan utilizada por la misma liturgia. No me gusta mucho ni como idea ni como  expresión, porque me suena como a sobrante, a no ser necesario ya, a conserva.... Porque la teología y la verdad de la Eucaristía es que pudo hacerse, Cristo pudo hacer, pudo imaginar una salvación de otro modo sin presencia real y verdadera suya, como afirman hermanos separados. Pero Cristo quiso quedarse expresamente con nosotros “hasta el final de los tiempos.” Quiso quedarse no sólo como sacrificio y comunión eucarística; sino en un sacramento específico, al que debemos descubrir más desde el amor de Cristo y el nuestro que desde la razón que no llega a veces a descubrir la verdad completa de los misterios.

       Es como en Pentecostés. Hasta que Cristo no vino hecho fuego y experiencia de amor y llama de amor viva, los Apóstoles no perdieron el miedo ni abrieron las puertas ni comprendieron todo lo que Jesús le había dicho. La teología debe ser sumisa y discreta y tiene que ir detrás de la fe y no hacerse dueña de ella. Debe como Juan decir con todo respeto: “Es el Señor.” Y luego dejar que el hombre completo, que es razón y corazón, vaya descubriendo el misterio, adquiriendo más luz cada día y no pensar que ya todo está conquistado por la liturgia como ciencia, cuando queda tanto por descubrir por la liturgia como experiencia. Y que luego la Teología contraste para que no haya oposición entre ambas. La liturgia  debe expresar y celebrar más y mejor la Eucaristía como sacramento de Amistad permanente, como tienda del Encuentro entre Dios y los hombres.  Yo pienso que el deseo y sentimiento y realidad de la presencia amiga y permanente del Señor entre nosotros debe estar más y mejor significada y celebrada en la Liturgia, como lo está la Eucaristía como sacrificio y comunión. 

La Eucaristíaes el sacramento de la Pascua y de la comunión del pan de la vida, porque el Señor lo instituyó en la  en la Última Cena. Pero en esa misma Cena también instituyó la Presencia Amiga, como sacramento permanente, como lo había prometido varias veces durante su vida: “No os quedaré huérfanos” “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos,” y no como resto o consecuencia del sacrificio y comunión; sino directamente querida por Él en intención y sacramento particular y concreto, no  sólo intencional o  interior o espiritualmente sino como don y gracia sacramental, es decir, como signo visible de realidades invisibles.

Pues bien, el sacramento eucarístico completo es la Eucaristía como sacrificio, comida y presencia, pero no presencia sólo para que haya sacrificio y comunión, sino para que haya amistad, como sacramento de la amistad de Dios con los hombres. La teología y la liturgia han  entendido y desarrollado siempre y perfectamente los dos primeros aspectos, y está perfectamente desarrollado en cuanto a su teología, liturgia y celebración, como podemos observar en todos los Misales y textos de teología y liturgia; sin embargo, en cuanto a la  presencia de Jesucristo como amigo no está igualmente entendido ni desarrollado teológica y litúrgicamente; sino que queda casi reducida a la presencia esencial y teologal en la consagración y comunión. Este aspecto no está desarrollado  litúrgicamente en la misma Eucaristía; aunque fuera brevemente, añadiendo algún signo o palabra que lo expresara suficientemente en la misma celebración. La liturgia tan sólo afirma que el pan consagrado se guarde en el sagrario para los enfermos y la adoración, que está bien, pero a mí me parece que esto no es suficiente.

 Y digo que esta es mi opinión, no defino; pero yo insinúo que la teología y la liturgia de la presencia eucarística se han quedado un poco cortas, y venimos un poco heridos desde los mismos textos y centros que nos han formado como  sacerdotes, porque por la historia y las controversias se desarrollaron más los aspectos de sacrificio y comunión de la Eucaristía, mientras la presencia fue siempre defendida, pero poco desarrollada en los textos de Teología y Liturgia; aunque devocionalmente hay Encíclicas o documentos oficiales preciosos. También hay que admitir que hubo épocas importantes en este aspecto, coincidiendo con personas concretas que cultivaron y predicaron esta  vivencia. La presencia de amistad de Jesucristo en la Eucaristía como don  sacramental no se ha desarrollado suficientemente,  con signos y liturgia sacramental propia y específica; sino sólo de paso y, como consecuencia, del pan que no era comido, comulgado. Yo opino que tenía que haber alguna oración o brevísima liturgia de celebración de la presencia dentro de la misma Eucaristía, porque se quedó en la mínima expresión o casi nula, mirando con excesivo respeto el Concilio de Trento a los hermanos protestante que negaban los dos misterios  celebrados desde el principio en la misma Cena: el sacrificio y la comunión. La presencia de Amistad, que fue los más largo en la Última Cena, donde el diálogo de amistad de Jesús con los suyos y con los que vendríamos después, fue largísimo y querido expresamente y celebrado litúrgicamente. Ahora todavía somos herederos de la presencia real, verdadera, substancial… de Cristo en la Eucaristía, pero de la Presencia amiga, o presencia como amistad se ha desarrollado poco en la Teología, quitando algún teólogo vivencial y eucarístico.

       Pasa igual con el Espíritu Santo. Es otra paradoja de la vida de la Iglesia. Resulta que según Cristo estamos en la economía del Espíritu Divino. Según el proyecto del Padre, Jesús ha terminado su misión y Él tiene que irse para que venga el Espíritu Santo, que nos ha de llevar a los Apóstoles y a la Iglesia hasta la verdad completa. Y los Apóstoles no lo comprenden y hasta se ponen tristes, cuando Jesús les dice: “Porque os he dicho esto os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…Él os llevará hasta la verdad completa.” Tenía que irse de una forma para venir de otra: “Me voy pero volveré.”Y vino el mismo Cristo; pero hecho fuego y experiencia viva de Dios en sus corazones, no sólo en sus cabezas y en sus ojos, y lo comprendieron todo desde dentro, desde el amor y abrieron todos los cerrojos y cumplieron el mandato de Cristo de predicar y todos entendían; aunque eran de diversas lenguas y culturas.

       Queridos amigos, ahora estamos en la economía de la Iglesia, del Espíritu Santo. Y cuando yo estudié no había tratado de Pneumatología y aún hoy día, el Espíritu Santo es un apéndice de la teología, y como formamos según nos forman, por eso luego nuestra vida religiosa, nuestra piedad, la que vivimos y enseñamos, nuestro diálogo y oración, nuestra predicación es bipolar: Padre e Hijo. Yo estudié a Lercher, de los mejores textos de la época y sólo dimos dos o tres tesis de Espíritu Santo en el tratado de “Deo Uno et Trino, creante y elevante.” Allí empezábamos por el Deus inefabílis, Unicus, Unus… Por eso creo que seguimos necesitando que el Espíritu Santo venga en llamaradas fuertes  de fe viva y amor sobre las cabezas de los teólogos y liturgistas, “porque el Espíritu Santo  ha sido derramado en nuestros corazones.” Es sintomático que en la vida de los que han subido hasta metas altas no sólo de vida “cristiana,” de vida de Cristo, sino de vida “espiritual,” de vida según el Espíritu, aparezca poco a poco el Espíritu Santo como supremo maestro y director de almas y ya no desaparezca jamás de sus vidas, y desde entonces hasta la eternidad todo será en Espíritu Santo, en Amor Personal del Padre al Hijo y de los hijos en el  Hijo al Padre por su mismo Espíritu, que nos hace exclamar admirados y desbordados de amor: “Abba,” papá Dios. 

       “Le conoceréis porque permanece en vosotros.” Quizás esta sea la dificultad mayor: a la verdad completa, al Espíritu Santo no se le puede conocer por palabras, obras y milagros, sino por amor, sólo por amor, “porque permanece en vosotros,” en vuestro corazón, esto es, cuando las  palabras y gestos se hacen experiencia de fuego y amor, cuando Cristo, la Eucaristía, el Espíritu Santo no es concepto sino llama de amor vida, entonces se entienden y viven y comprenden estos misterios.

       En la Eucaristía, ante el Sagrario, es el Espíritu de Cristo, memoria de Dios, quien me recuerda en el “acordaos de mi” todos los dichos y hechos salvadores de Cristo, pero haciéndolos presentes en mi corazón; hace memorial, hace presente en mi espíritu las palabras, los sentimientos y las emociones de Cristo: A..De nuevo volveré y os llevaré conmigo...@, ANo os dejaré  huérfanos, volveré a vosotros@. AComo el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor@, AYa no os llamo siervos, os llamo amigos@AMuchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad  completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosa venideras@. A... Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegríaA. APero no ruego sólo por estos sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en tí,  para que también ellos sean  en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado@. APadre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo@“Porque os dicho estas cosas,os habéis puesto tristes... pero volveré y ya nadie os podrá quitar vuestro gozo...Padre, no sólo ruego por estos, sino por los que creerán en tu nombre@

ADijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre....hijitos  míos, amaos los unos a los otros....En la casa de mi Padre hay muchas moradas, me voy a prepararos sitio....Os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros...si me conocéis, conoceréis también a mi Padre...Felipe )no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis...En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre...Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada...Yo soy la vid, vosotros los sarmientos...Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor....Vosotros sois mis amigos,  porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer....Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.... Padre santo, guarda en tu nombre estos que me has dado, para que sean uno como nosotros... (Jn17).

Cristo se hace presente para hacer presente su pascua y salvarnos, comiendo su carne resucitada, llena de la nueva vida; pero también se hace presente para permanecer  en el sagrario, como presencia de amistad, ofrecida a todos los hombres. Es precisamente esa presencia de Amistad, ese amor de Cristo amigo, sentido hasta el extremo y por obediencia al Padre, que “tanto amó al mundo que le entregó su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en É;” fue este amor de Espíritu Santo, encarnado en el Hijo, por la potencia de ese mismo Amor Divino del Padre y del Hijo en la Palabra pronunciada por amor eterno en el Padre en la que el Padre se dice a sí mismo en Palabra cantada en amor y que la dice y pronuncia también para nosotros en el Hijo amado, fue esa Palabra dicha con amor y en carne humana para el hombre, fue ese Hijo encarnado el que primero estuvo y tiene que estar presente para luego, desde ese amor presente a los hombres ya, aún antes de la pascua eucarística, hacerse sacerdote y víctima de su propia ofrenda al Padre por los hombres y luego, desde ese amor primero, permanecer para siempre, porque para eso vino, como amistad salvadora de la Trinidad ofrecida a todos los hombres.

Por eso, si se ha celebrado bien, si la eucaristía ha sido completa, algo habrá que decirle y adorarle y besarle despacio a este Cristo en la misma celebración eucarística, para                          celebrar esa amistad; algo habrá que decirle también en la comunión y algo luego también, cuando pasemos, una vez que hemos ofrecido y comulgado, junto a su presencia amiga y continuada en el Sagrario. Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí.@(Señor! pues a ver si les insinúas algo de esto sobre todo  a los que corren tanto que no te dan tregua a decirnos casi nada de amistad y muchas veces, por la forma y el modo, no te dejan consagrar emocionado y despacio y decir lo que tienes y quiere decirnos, porque todo es correr y correr, casi sin entender bien lo que  celebran; pero como de todo tiene que haber en la viña del Señor,  también hay hermanos y amigos que dicen lo contrario, que por qué tan despacio esto o lo otro, que guardar mejor el ritmo...etc.

Es que como me gusta tanto esta miel de la Eucaristía y este sabor de vino profundo de las bodas de Cristo y de los pactos de amistad con Dios que Él me brinda, a veces me paso ratos y ratos repasando la teología y la liturgia que me enseñaron o actual, y al degustar con los labios y la lengua gustativa de ahora este vino tan sabroso, encuentro  nuevos matices y sabores de vino viejo y de pan  reciente de Eucaristía recién celebrada y  no siempre coinciden doctrinas y sabores. Y esto sólo en cuarenta años.

Había que hacer la liturgia y la teología no solo de rodillas, que ya es un paso importante y obligado para todo verdadero teólogo;  sino habiéndola gustado, esto es, bebiendo siempre este vino viejo de amor eterno de mil sabores de amor y amistad y este pan tan reciente de cada día del horno y corazón eucarístico, que tanto quema y ha quemado a los santos de todos los tiempos, -ninguno que no fuera eucarístico-, y a nuestros padres y mayores, que no tuvieron más clases de  teología y Biblia y liturgia que el sagrario y allí lo aprendieron todo, uniendo la Eucaristía en latín de las siete de la mañana con la liturgia larga de la visita de amistad al Señor en el sagrario por la tarde.

OCTAVA MEDITACIÓN

 

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES/C: (CONTINUACIÓN)

 

 AYo soy la vid y vosotros los sarmientos@, y los sarmientos están siempre  unidos a la vid, porque de otra forma mueren y se secan:ASin mí no podéis hacer nada...@Eucaristía, Afonte que mana y corre@, vid, sagrario.... son para un cristiano realidades que se complementan e ilustran entre sí: la comunidad después de celebrar la Eucaristía y después de comer el pan, debe permanecer ya siempre unida con Cristo y entre sí como sarmientos a la vid, que es la misma persona de Cristo, que les alimenta en pascua, comunión y amistad personal con Él permanente en vida de casados, solteros, sacerdotes....Es claro que Cristo ha querido quedarse en los sagrarios de la tierra como centro de vida y de caridad en medio de cada comunidad cristiana, como fuente de vida que mana y corre, aunque es noche, por la fe. Me gustaría ser pintor, para plantar la viña, que es Cristo, en un Sagrario, y desde allí, por la puerta abierta, pintar unidos a la Vid Eucarística, todos los sarmientos de la Iglesia, que son los cristianos, los creyentes en Cristo Eucaristía.

       La Hostia presente en cada sagrario nos invita a nosotros a ser hostia, a ofrecernos al Padre, a adorarle, a cumplir su voluntad. La Hostia presente en cada sagrario es pan, comida, que nos invita a seguir comiendo Dios, infinitud, vida divina y a ser comidos por Él en sus mismos sentimientos de generosidad, caridad y servicio permanente como El. Este es el sentido de los signos sacramentales, significar y hacer lo que significan, traer, encarnar, acercar al mismo Dios al hombre, a nuestras personas y actividades, a nuestro mundo concreto.

La Hostiapresente en el Sagrario, como sacramento de amistad, nos invita a comprender la verdad del amor de Dios al hombre por esta encarnación continuada, signo y presencia de su amor perpetuo, presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en atardeceres del paraíso. Por eso, cuando entramos en una Iglesia católica, nuestros ojos espontáneamente van hacia la Hostia santa, a la persona de Cristo Eucaristía, al Amigo por excelencia, al Sacramentado por Amor a los hombres, que nos mira y  siempre está en casa esperándonos.

 Por eso, me gusta que esté en un sitio visible, porque Él es el Señor del templo, el verdadero Templo reconstruido y vivo. Yo nunca me quedo mirando y cantando @la puerta del sagrario quién la pudiera abrir@como cantábamos en el seminario. Yo la abro y me meto en la Hostia Santa, la Morada de Dios más real en la tierra  para cada uno de nosotros. 

Por eso lo digo con toda sinceridad, no tengo ninguna envidia a los Apóstoles que le vieron materialmente a Jesucristo en Palestina; no me gustan mucho las Aapariciones@, aunque sea en personas santas y no voy a profundizar en esta materia, para no hacer dudar de algunas hagiografías. Sólo digo que todas las apariciones de Cristo resucitado no fueron suficientes para que los Apóstoles conocieran el misterio de Cristo y fue necesario Pentecostés, ese mismo Cristo hecho fuego en su corazón.

Lo único que quiero es que Él, mejor dicho, su mismo Espíritu de Amor Personal a su Padre venga a mí y me aumente la fe y el amor, porque yo no puedo hacerlo ni sé ni comprendo todo esto que a veces siento, y que también ya, por otra parte, ni sé ni quiero vivir sin Él: (Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida! ¡También yo quiero darlo todo por Ti! Porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que los seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, Yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios!

El Cristo que yo quiero es el que los Apóstoles contemplaron después de Pentecostés, cuando ya no le veían históricamente, ese que les quemó el corazón con fuego de  Espíritu Santo, y les  robó el corazón y les puso fuego en su torpe cabeza y pensamientos egoístas y les hizo hablar  las lenguas del amor a Dios y a los hombres y que todos entendieron y seguimos entendiendo a través de los siglos,  y  ya no pudieron callarse y fueron profetas verdaderos sin miedo ya a morir, únicamente  pendientes de agradar y obedecer a Dios más que a los hombres.

Con el Cristo externo, visible, autor de milagros incluso, hecho sólo Teología,  pero no hecho fuego de Pentecostés, de experiencia verdadera de Dios y de su amor infinito, siguieron teniendo  miedo, le abandonaron....y aún viéndole incluso resucitado, siguieron  con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo quiero el Cristo experimentado por Pablo: APara mí la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo y este crucificado...@;yo quiero sentir y vivir el Cristo de los místicos verdaderos.

La fe eucarística es la palabra que hace presente a Cristo en ambiente de cena de despedida y de reencuentro resucitado de perdón y amistad: APaz a vosotros.@La fe eucarística es la mano que alarga el pan de vida eterna para comerlo, es la boca que lo recibe en respuesta a la invitación del Señor: ATomad y comed@, es la puerta que se abre, porque es Cristo quien llama y abre la puerta Apara cenar con el discípulo@(Ap3,20),  para vivir su presencia en amistad, en conocimiento y amor mutuos. Los ojos de los discípulos de Emaús no se abrieron por sí mismos, sus ojos Afueron abiertos@según la versión griega de Lc. 14,31.

Nosotros no podemos ni sabemos y, al principio, por falta de ojos limpios,  ni queremos... Sólo Cristo, sólo Cristo por la fe y la fe es don de Dios. Nosotros la recibimos y podemos pedirla; pero no fabricarla  ni merecerla, porque es divina, es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su  proyecto de Salvación y, al ser de Dios, nos desborda, es don gratuito e infinito.

Estoy hablando de la fe, del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de su esencia e intimidad, que me desbordan y se convierten en misterios porque mi capacidad es limitada. Necesito que me capacite para este conocimiento y eso solamente lo realiza la gracia, que es vida y conocimiento y amor de Dios en sí mismo. Así lo piensa S. Juan de la Cruz. De ahí la necesidad de noches y purificaciones para prepararme; aunque nunca comprenderé como Dios se comprende, ni siquiera en la eternidad; aunque allí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los Tres me lo expliquen  mejor y con más detalles, en el Sacramento Trinitario del amor y de la amistad eterna, con su misma Palabra y con su mismo Amor Personal, o si queréis, con Única Palabra Completa y Total del Padre cantada con Amor de Espíritu Santo al Hijo, que en eco total y eterno la recibe y la acepta infinitamente, totalmente, por la potencia del mismo Espíritu de Amor, que los hace Padre e Hijo, canturreada por el Padre y en eco eterno de amor repetida y aceptada por el Hijo en un acto eterno de Amor esencial, que es Espíritu Santo, que es la esencia del Dios Trino y Uno, porque “Dios es Amor,” su esencia es amar y si Dios dejase de amar y amarse, dejaría de existir, de ser Tri-unidad, de ser Tres en Unidad de Ser, que es Amor. Dios no puede dejar de ser Padre lleno de amor, no puede dejar de perdonar al hombre, creado gratuitamente porque ha querido hacerle partícipe de su mismo Amor y Palabra, en la que contempla todo su Ser, desde el amanecer de su existir. Por eso, no puede dejar de ser Padre, que pronuncia para Sí y para nosotros de Palabra en la que se dice y nos dice todo su Amor, todo lo que nos ama en su mismo Amor, que es Espíritu Santo.

Por eso, como “Dios es amor,” esa es su esencia y el Padre no puede dejar de ser Padre, de estar engendrando con amor y felicidad al Hijo que le hace al Padre ser Padre y feliz eternamente, porque es su vida, su paternidad, porque le ama como es amado por el mismo Amor Personal y Esencial, que es Espíritu Santo.

Allí, en el altar del cielo, ya no celebraremos la Eucaristía como pascua, porque ya hemos llegado a la tierra  prometida, a  la meta y no habrá más pascua, porque ya no habrá más paso ni más tránsito, porque hemos llegado al final del proyecto, al esjatón, a lo Último, a Dios en su Ser primero y último y único; allí no habrá más Eucaristía como viático de eternidad, como comida y  alimento del pan para la vida eterna, porque hemos llegado a Vida Eterna, porque los peregrinos  ya han conseguido llegar al corazón amigo del Dios Uno y Trino, que tanto me amó que entregó su vida, que era su Hijo, para que yo pudiera tenerla eterna en su misma intimidad y esencia divina.       Todos los medios y signos terrestres ya han pasado, fueron provisionales: el templo, el sacerdocio, la pascua, la comida, la liturgia, los sacramentos, hasta la misma Eucaristía: AAquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura@(Hb 13,14). A(Que deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.@

 La Eucaristía es la presencia corporal de Cristo, del evangelio entero y completo, de la fuente de gracia de todos los sacramentos, de todos los misterios de Dios para con nosotros, de toda la Salvación y del esjatón final anticipado y metido como cuña en el tiempo: AAnunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús.@La Eucaristía es la presencia más presencia corporal del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en la tierra por el Hijo Amado. Y todo por amor total en amistad de Dios con los hombres. La Eucaristía como Eucaristía, como comunión y como sagrario siempre será presencia de amistad y de amor hasta el extremo: A.... mientras la Eucaristía es conservada en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Enmanuel, es decir, Dios con nosotros... Habita con nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles...@(Mysterium fidei 67).

El diálogo eucarístico se dirige siempre, a través del signo, a la persona misma de Cristo celeste y pascual, vivo y resucitado, el único que existe, porque la Eucaristía es el pan escatológico, el banquete del reino de Dios, su explicación y parábola más bella y que en lenguaje vulgar llamamos cielo; el sagrario es la amistad del cielo, querida y anticipada por Jesucristo en la Eucaristía para su Iglesia peregrina, cuya Aciudad se encuentra en los cielos@(Flp 3,20). Es el banquete donde  la amistad es condición indispensable y esto no hay que olvidarlo nunca para ver y analizar cómo y para qué comulgamos y celebramos, y aquí está la clave para entender plenamente  la Eucaristía, sobre todo, los frutos de la comunión y de la Eucaristía.

La amistad, mejor, el deseo de amistad es indispensable y se celebra y aumenta,  como en toda comida. Aquí es donde mejor y más se alimenta la  intimidad mutua de Cristo con los suyos y de los suyos con Dios Uno y Trino, y la posibilidad de amarse mutuamente sin medida. La Eucaristía, el sagrario es siempre un libro silencioso pero abierto permanentemente para leer las cosas del amor divino, sea cual sea el lugar y el rincón que ocupe en la iglesia; el sagrario es Cristo Eucaristía, el mejor maestro de oración, santidad y vida cristiana; es Dios mismo cercano, amigo y confidente, es nuestro Dios Trino y Uno con los brazos abiertos a la intimidad y a la amistad con el  hombre por el Hijo  Amado: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Toda la liturgia de la tierra termina en la liturgia del Apocalipsis, allí ya será y está el fin y la síntesis de todo y de todos que es Dios, que es la Amistad eterna con el Eterno, nuestro Dios Trino y Uno, es decir, Dios Amor-Amistad en diálogo infinito con los Tres y con todos en el Todo del Círculo Trinitario y allí y eternamente celebraremos en visión celeste de gloria esta Amistad soñada por Dios desde el amor más gratuito que nunca el hombre pudo soñar y que por eso mismo le cuesta creer y comprender: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él no amó primero…” ; amistad celebrada como anticipo en la Eucaristía y  añorada en plenitud desde la fe, la esperanza y el amor, virtudes sobrenaturales que nos unen directamente con Dios durante el peregrinaje.

       El autor del Apocalipsis contempla el evento escatológico como una solemne liturgia celeste, celebrada por los ángeles y santos, llena de luz y de cantos y de gloria. El canto del Aleluya expresa el gozo de todos aquellos, que habiéndose mantenido fieles hasta el final, han sido invitados a la cena nupcial delACordero degollado, el Viviente, que estuvo entre los muertos pero ahora vive para siempre@. Es el símbolo de la plena y beatífica comunión con el Dios Trino y Uno. Hasta allí me llevó la pascua de la Eucaristía, la comida del pan de la vida eterna, la presencia amiga del Sagrario, puerta del cielo, en la «que se nos da la prenda de la gloria futura»: «et futurae gloriae pignus datur@».

       A¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  qué generoso para los que te suplican,  cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén».

        No puedo olvidar en estos momentos a la que fue la primeratienda de la Presencia de Dios en la tierra, el arca de la Alianza Nueva y Eterna, el primer sagrario de Cristo en la tierra, la madre de la Eucaristía: María, la hermosa Nazaretana, la Virgen bella, la Madre del Verbo de Dios hecho carne, la Virgen del Sagrario, ¡Madre del alma, cuánto me quieres, cuánto te quiero! ¡Gracias por haberme llevado a tu Hijo Eucaristía! ¡Gracias por querer ser mi madre! ¡Mi Madre y mi Modelo! ¡Gracias!. Desde aquí mi beso más filial y  el agradecimiento más sincero: ADios ha puesto en tí, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas@(S.Sofronio, Sermón 2, PG3, 3242,3250).

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

INDICE

 

1. A.- PARA EMPEZAR LOS EJERCICIOS EUCARÍSTICOS

1. B.- DIOS ES AMOR

2- Y ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO POR NUESTROS PECADOS

3.- NECESIDAD DE ORAR PARA ENCONTRARNOS CON CRISTO EUCARISTIA

4.- ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

5. A.- ITINERARIO DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA

5. B.- UN  ITINERARIO CONCRETO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

6.- A. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

7.- B. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

8.- C. LA PRESENCIA DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES

9.- LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA PASCUA DE CRISTO: A.T.

10.- LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA PASCUA DE CRISTO EN EL N.T.

11.- LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, FUNDAMENTO DE LA VIDA Y APOSTOLADO

12.- PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA/A

13.- PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL EN LA EUCARISTÍA/B

14.- SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE

15.- TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/A

16.- TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/B

17.-  LA EUCARISTÍA, COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA ( UNA MEDITACIÓN)

18. A¿POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR EL PAN CONSAGRADO?

19.- FRUTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

20.- MARÍA Y LA EUCARISTÍA

21.- LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN

22.- NECESIDAD DE LA FE PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO CON CRISTO

23.- PARA CONOCER A CRISTO, LO MEJOR ES DIALOGAR CON ÉL EN EL

      SAGRARIO

24.- JESUCRISTO EUCARISTÍA, EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN

25.- ORACIÓN Y SANTIDAD EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO I.

26.- BREVE ITINERARIO DE ORACION EUCARÍSTICA

27.- LA PUERTA DEL SAGRARIO ES PUERTA DE ETERNIDAD Y DE CIELO

28.- LAEUCARITÍA, LA MEJOR ESCUELA DE SANTIDAD, N.M.I.

29.- ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN TODAS LAS COSAS

30.- ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

31.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

32.- LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE OR. SANT Y APOS (UNA MEDITA) 33.- FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

36.- LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORA. SANTI. Y APOST:una meditación

34.- LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA, POBRES, PERDÓN

35. LA COMUNIÓN ACRECIENTA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO

36. LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

37.- LA CENA DEL APOCALIPSIS: ESTOY A LA PUERTA LLAMANDO

38.- HOMILÍAS EUCARÍSTICAS                                                        

APÉNDICE: 1.- FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

 2.- ¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS EL PAN CONSAGRADO?

(VSTEV)    EJERCICIOS ESPIRITUALES EUCARÍSTICOS

 

PARA CONOCER Y AMAR MÁS A JESÚS EUCARISTÍA

 

 

INTRODUCCIÓN

 

SALUDO AL SEÑOR SACRAMENTADO

 

¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!  Y REZO DE LA ESTACIÓN MAYOR

 

         QUERIDAS HERMANAS:Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

         Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, Ael que nos ama@nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

         Pues bien, de esto voy a tratar entre vosotras estos días; estas meditaciones o charlas quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quieren ser charlas teóricas sobre Eucaristía, oración, santidad…quieren ser meditaciones de vida sobrenatural, quieren ser itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía.

         Por eso, el título de todo lo que os diga en estos días podía ser EUCARÍSTICAS, VIVENCIAS EUCARÍSTICAS, que  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado - contemplata aliis tradere, - para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba desde el Sagrario, para predicar luego a mis feligreses lo que había contemplado. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías . De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).En definitiva no hacía otra cosa que imitar su comportamiento, cuando al empezar su vida pública en Palestina,  llamó a los que quiso, a los Apóstoles, como nos dicen los Evangelios, para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar.”

         Desde el Sagrario he escuchado muchas veces al Señor que me decía, nos dice: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya nos os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer, a vosotros os llamo amigos,” “yo doy la vida por mis amigos@ANadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

         Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordaros en estas conversaciones: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga? sino porque nosotros necesitamos de Él, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad dichosa y feliz, que la Stma. Trinidad tiene  proyectado sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos y por el cual existe la Eucaristía y Jesucristo se quedó con nosotros en el Sagrario y hacia el cual caminamos y será nuestro primer tema de meditación.

         Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y de la increencia y del pecado y de la lejanía de Dios y de equivocarse en el camino que nos conduce al encuentro con el Dios eterno, porque el que se equivoque, se va a equivocar para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne, que es su propio Hijo, enviado para llevarnos a esta plenitud de vida en Dios Trino y Uno.

         ¡Qué grande ser hombre, existir, conocerlo por la fe, amarlo y esperar el encuentro con Él por la esperanza sobrenatural, que el culmen de la fe! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios, qué grandeza para los llamados!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre....Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado voy a tocar y  venerar a Cristo vivo, vivo y presente en cada Sagrario Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que quiero desarrollar y describiros, en la medida de mis conocimientos y posibilidades, en estos días.

         Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático de la Eucaristía, sobre lo que hay mucho escrito y algo diremos nosotros, para poner cimiento firme a estas meditaciones eucarísticas, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con Él, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos, vosotros y yo, el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener una licenciatura en Teología, un doctorado incluso en Cristología, en Eucaristía, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestra vida religiosa, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

         Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad primera de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz. 

         Para el encuentro eucarístico, para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fin,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada de nuestros padres, sacerdotes, superiores, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico. Y todo esto por la oración personal, en encuentros continuos con Jesús Eucaristía, en diálogo permanente de amistad con Él desde el Sagrario, donde tantas cosas nos está diciendo en silencio, en humildad, sin imponerse, sólo con su presencia de amor.

         De todo esto hablaremos en estos días. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con la Eucaristía como Misa, como Comunión y como Presencia de amistad.

         En uno de mis libros digo algo que sirve para todo lo que escriba o hable de Cristo, especialmente de Cristo Eucaristía: estas meditaciones que os dirijo, estas páginas que escribo fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

         Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» (vivencia), que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico, un pueblo pequeñito de mi Diócesis de Plasencia: «Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta ... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres..... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

         Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión.., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo...y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores... nosotros somos limitados en todo.

         Señor, por qué me amas tanto,  por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa , un poco de pan por mí... Señor, pero qué puedo  darte  yo que Tú no tengas...qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

         Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros,  cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed esta es mi sangre...”

         En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor...¡Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

 

PRIMERA MEDITACIÓN: “DIOS ES AMOR…”

 

         Queridas hermanas: Estos días quiero hablaros de Jesucristo Eucaristía; de Jesucristo, sacramentado por amor en el Sagrario. Este amor de Jesucristo a los hombres existió ya antes de encarnarse en el seno purísimo de la Hermosa Nazarena, de la Virgen bella, de nuestra Madre el alma: María. Porque Jesucristo es el Hijo de Dios y el amor de Jesucristo aquí presente y hecho sacramento de Amor es el amor que como Dios y como hombre nos tiene, o si queréis, es el amor que nos tiene desde el Seno de la Santísima Trinidad. Fue ese amor divino de Espíritu Santo el que le llevó a encarnarse en carne humana para salvarnos y llevarlos a la amistad total con su Padre Dios. El Hijo de Dios vio entristecido al  Padre, porque el hombre había roto por el pecado de Adán el proyecto de eternidad dichosa y feliz con Dios, y por amor a su Padre y por amor a los hombres le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” Y la voluntad del Padre es la que nos expresa muchas veces Él en el Evangelio: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio sino que lo resucite en el último día; Esta es la voluntad de mi Padre, que está en el cielo, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.” “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado…”

         Él sabía muy bien cuál era esta voluntad del Padre, para eso había venido a la tierra,  y por eso fijaos bien, cuando Pedro quiere apartarle de esta voluntad del Padre, Cristo llama “Satanás” a Pedro por quererle alejar del proyecto del Padre, que le lleva a pasar por la pasión y la muerte para llevarnos a todos a la resurrección y la vida eterna. Son los evangelios de estos domingos 21 y 22 del ciclo A:

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia....

Segunda parte: Jesús comienza a explicar a sus discípulos en qué consiste ser el Mesías liberador y salvador de los hombres, que ellos, como todo el pueblo judío, concebían un Mesías político y puramente terreno: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

 

         En el Evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del «yo».

         El proyecto del Padre, la voluntad del Padre que Jesús ha venido a realizar es “tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo para  que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna… porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para salvar al mundo, a todos los que crean en Él.”

         Por eso, en el Sagrario, en la Eucaristía, está también el amor del Padre que nos envía al Hijo, todo el amor del Hijo que realizó su voluntad y proyecto de amor, y ese amor en mayúscula es Amor de Espíritu Santo, es el Espíritu Santo; está, por tanto, toda la Trinidad, que es Amor. Y esto no es devoción personal, esto es teológico, litúrgico y evangelio verdadero.

         Y por eso y para esto vino Cristo, y por esto se encarnó, y  vivió, predicó y murió y resucitó y por eso permanece aquí en el Sagrario y en la Eucaristía como misa y comunión, para cumplir la voluntad del Padre, que es nuestra salvación y felicidad eterna. En la Eucaristía está Cristo entero y completo, desde que en el seno de la Trinidad con amor de Espíritu Santo le dijo al Padre que vendría a la tierra para salvar a los hombres hasta que conseguido este objetivo, que es como una nueva creación, una recreación del proyecto primero de amistad total con Dios, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre como Cordero inmolado y degollado por amor a Dios y a los hombres, lleno de gloria y adoración, por este amor extremo. Todo lo que Cristo dijo e hizo y amó, todo Cristo entero y completo, Dios y hombre, tiempo y eternidad, está aquí en el pan consagrado. Está el Cristo glorioso y  triunfante del cielo, el Cristo sentado a la derecha del Padre, esto es, igual al Padre, está con su humanidad totalmente Verbalizada, identificada con el Verbo de Dios, y esa divinidad y esa humanidad es la que está ahora mismo aquí presente, en el pan  bendito.

         Por eso, para hablar de este Amor Sacramentado o de Jesucristo Eucaristía o de Jesucristo sacramentado por Amor, como este Amor es divino antes que humano, o si queréis es amor divino que se encarna primero en carne y luego en un poco de pan, vamos a hablar de él, de este amor de Dios en el Seno de la Santísima Trinidad antes de encarnarse, vamos a hablar del Amor de Dios, del Amor trinitario sacramentado por Jesucristo en el pan consagrado. No olvidar nunca que Jesucristo es Dios y que me amó primero como Dios que como hombre, porque se hizo hombre y predicó y murió precisamente porque me amó como Dios y esto le hizo tomar la naturaleza humana y venir a la tierra para salvar a la humanidad de la lejanía de Dios, del pecado.

         Jesucristo aquí sacramentado por amor es el Hijo de Dios, es Dios mismo, el Dios Creador y Salvador, el Dios único, principio y fin de todo lo que existe. Y San Juan nos dice de este Dios, principio y fin de todo: “Dios es amor” es decir, Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir…

 

POR ESO SI ALGUIEN ME PREGUNTA, OS PREGUNTA: ¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS, POR QUÉ TENGO QUE AMAR A JESÚS EUCARISTÍA, ADORARLE Y AMARLE EN EL SAGRARIO, EN LA MISA, EN LA COMUNIÓN? LA RESPUESTA ES FÁCIL: PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

 

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON ÉL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD

 

         El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó ...” -- primero--, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos.      

         El sacrificio de la cruz, sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza y Amistad con Dios, que Cristo anticipó instituyéndolo proféticamente en la Última Cena y que se hace presente en cada Eucaristía y permanece en oblación perenne en la Presencia Eucarística, es la señal manifiesta del amor extremo del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «Oh felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.  

         Y el mismo S. Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias, por participación, de la Santísima Trinidad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

         Sigue S. Juan: “Ytodo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7). (Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria, y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero; y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres; y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombre. Y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo, y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo, hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo: “Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros. En que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,11-14).

         ¡Vaya párrafo! Como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma, cada uno de los seres creados, por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino.

         Dice S. Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios las misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en si mismo a ella... Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, )qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (Can B 39, 4).

         Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la Trinidad, todo es “Porque Dios es Amor”.

         A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada, solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, de ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe desde siempre. Por eso, en esto del ser y existir como  en el amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre es reflejo. No existía nada, solo Dios.

         Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder..., cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”. Su esencia es amar, si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir S. Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría, todo lo que Él se sabe y quiere que sepamos de Él por Sí mismo y a la vez es el Amado, lo que más quería. Y también nos lo entregó: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propia Hijo” porque quiere que vivamos su misma vida trinitaria de Padre y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar nosotros identificados con su Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor Personal de Espíritu Santo. Y así es como entramos nosotros en el círculo del Amor o triángulo de la Vida Trinitaria.

         Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

         Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, que es Amor; quiere darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”; palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuye. Dios creó al hombre por amor y para el amor. La vida  la felicidad del hombre es como la de Dios: amar y sentirse amado.

         El hombre ha sido soñado por el amor de Dios. Es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

 

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA.

        

          Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en una eternidad dichosa, que ya no se acabará nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí.

 

         SI EXISTO, ES QUE DIOS ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido...Yo he sido preferido, tú has sido preferido; hermano, estímate, autovalórate, apréciate; Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa, indica que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados.

 

         SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. (Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre! Valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos. Todos han sido singularmente amados por Dios. No desprecies a nadie. Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida.

         Con qué respeto, con qué cariño nos tenemos que mirar unos a otros, porque fíjate bien: una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno. Ya no caeré en la nada, en el vacío ¡Qué alegría existir, qué gozo ser viviente! Mueve tus dedos, tus manos; si existes, no morirás nunca. Mira bien a los que te rodean. Vivirán siempre. Somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

         Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios. Por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida. Desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo. El que se equivoque, se equivocará para siempre, para siempre, para siempre, terrible responsabilidad para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo. Si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres. No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado; aunque todos me dejen; aunque nadie pensara en mí; aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos,  Dios me ama, me ama, me ama, y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quitarme esta gracia y este don.

 

         SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno. Éste es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna, que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros”  (Jn 14,2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

         Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos. Y esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. ¡Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia! No quiero ahora ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

         Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en la esperanza que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que, cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con  Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozándose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente, que paso a describir a continuación.

         Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y, por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos. Son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del amor de Dios, y nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación gozosa y contemplativa por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía.

         Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación y transformación del misterio de Dios.

         Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace S. Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad: «Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo, en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que íbamos a cometer contra ti. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tí dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla (Oración V).

         A otra alma mística, santa Ángela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: « ¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».

         Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero…”  (1Jn.4,9-10).

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN:

 

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

 

        En la contemplación de este versículo entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre, como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de la pasión de amor de Dios, de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de la Santísima Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por el Padre en su Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Hijo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2,19-20). 

         S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre, hasta este extremo, por eso,  Aentregó@tiene sabor de Atraicionó@.

         Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo,” llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado”.

         Queridos hermanos, ¿Qué será el hombre? ¿qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea? ¿qué seré yo? ¿Qué serás tú y todos los hombres? Pero ¿Qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora? Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros. “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó)a su propio Hijo”.  Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad? ¿Qué ocurre aquí? Es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre: “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”. Y  Cristo la dio por todos nosotros.

         Este Dios infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su amor y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefiere en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

         Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: Os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

         Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

         Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son como una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: ¿por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio...? Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

         Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores...; solamente amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros: “Siendo Dios... se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado…” En el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo...etc,  sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del Sagrario, en el Sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

         Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas ¿No  se va a conmover ante el amor tan apasionado de mi Padre Dios, hasta el punto de que le “traiciona”, le engaña a todo un Dios infinitamente moderado y prudente? ¿No voy a sentir ternura de amor ante el amor tan Alastimado@de mi Cristo en la cruz? ¿Tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos? 

         Dios mío, pero ¿Quién y qué soy yo? ¿Qué es el hombre, para que le busques de esta manera? ¿Qué puede darte el hombre que Tú no tengas?¿Qué buscas en mí? ¿Qué ves en nosotros para buscarnos así? No lo comprendo, no me entra en la cabeza. Padre, “abba”, papá Dios, quiero amarte como Tú me amas; Cristo mío, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.”

         Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: "Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo."

         Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado, siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según dice S. Juan. No  siente ni barrunta su ser divino, es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta. No hay ni una palabra de ayuda, de consuelo, una explicación para Él.... Cristo ¡Qué pasa aquí? Cristo ¿Dónde está tu Padre? ¿No era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos? ¿ No decías Tú que te quería? ¿No dijo Él que Tú eres su Hijo amado? ¿Dónde está su amor al Hijo? No te fiabas totalmente de Él..... ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que ya no eres su Hijo?  ¿Es que se avergüenza de Ti? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo ¿Es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias....?

         ¿Qué pasa, hermanos? ¿Cómo explicar este misterio? El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado:ATanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo.@

         Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el Sagrario, quiero decir con S. Pablo desde lo más profundo de mi corazón: "Me amó y entregó por mi"; " No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado."

 

 

 

DIOS ME AMA, ME AMA, ME AMA

 

         Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero ¿qué es el hombre? ¿Qué será el hombre para Dios? ¿Qué seremos tu y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...! ¡Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre! ¡Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre!

         ¡Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta: es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje! Te pregunto, Señor, ¿Me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que hayáis decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz eternamente sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti. Comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, esto es, hacernos tus hijos en el Hijo. Lo comprendo por la pasión de amor Personal de Espíritu Santo, volcán en infinita y eterna erupción de amor, que sientes por Él, pero no comprendo, no me entra en la cabeza lo que has hecho por el hombre, porque es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre. Es como cambiar toda la teología desde donde Dios no necesita del hombre para nada.

         Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el Sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido. Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan. Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.

         Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso. Y, si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores, sólo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado;  pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas, ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso, hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

         Dios me ama, me ama, me ama...  y ¿qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros? ¿Qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios? ¿Qué importa la misma muerte, si no existe? Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

         Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mi  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

         «Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¿Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7). Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”.  Todavía más simple, con palabras de Jesús:“El Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama, Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida. «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio»(Can B 28). Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que se de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (Can 28, 3).

         Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino a los hombres. Que Él nos lo explique. Está aquí con nosotros la Revelación del Amor del Padre, el Enviado,   vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte y desde aquí, desde  tu amor sacramentado, un beso y abrazo de amor a todos mis hermanos, llamados a compartir este gozo en nuestro Dios trino y  Uno,  sobre todo mi oración por los más necesitados de tu gracia y salvación.

 

TERCERA MEDITACIÓN: NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA EL ENCUENTRO CON JESÚS EUCARISTÍA

 

         Queridas hermanas: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que S. Teresa nos dice,  Aque no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.@  Al Atratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama,@poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  Ael que nos ama@y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía. Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra.

         El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.Por eso, «la Iglesia, apelando a su derecho de esposa» se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7,4). 

         El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad,  sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

         La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”. ; “Yo soy el camino...” “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es Ala fonte que mana y corre, aunque es de noche,@es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva este agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

 y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz)

 

         El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en visitas a Jesús Eucaristía, en ratos de oración continua, en la sequedad y aparente falta de respuesta, otras veces en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

         La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, Y no de esperanza falto, Volé tan alto tan alto, Que le dí a la caza alcance».

         Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, o mejor, la oración de fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarque a nosotros, la que nos domine y desborde, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, trascendiendo todo lo humano en razón y voluntad, en verdades y amores de criaturas, hasta llegar a los infinito, a la unión con Dios, deseado y sentido y poseído en la «substancia del alma…»  en el hondón, pero nunca dominado y abarcado por su criatura, que vivirá siempre deseando más al Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno, de la unión transformante en esta vida de peregrino y de la visión gloriosa del cielo en su luz y amor trinitarios. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y Aextasiada@, salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada». Solo por la oración de fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios.

         Todos los días, visita al Santísimo, oración con libro o sin libro ante Jesús Eucaristía, oración eucarística en fe, primero seca; creo y no siento nada; rezo oraciones de otros; paso ratos en silencio, a veces me distraigo, llevo diez minutos y ni siquiera he saludado al Señor directamente; al cabo del tiempo, meses o años tal vez, depende de mi generosidad en convertirme a Dios, en vaciarme de mi yo, Cristo va pasando de ser objeto de fe y de diálogo sin aparentes respuestas a ser amigo y confidente, empiezo a decirle algo, cosas mías, frases cortas, expresarle mis sentimientos, he dejado de estar todo el tiempo rezando oraciones, estoy comenzando a pasar de la oración meditativa, discursiva a la oración afectiva, ya me sale espontáneo el diálogo, ya no necesito libro, siento su presencia y afecto; he empezado la amistad, he empezado a convertirme y amar en serio a Jesucristo, he empezado la amistad sincera y directa con Él, ya no es rutina heredada, fe heredada, ya empieza mi fe personal, mi amor personal, mi vivencia eucarística… así durante años, en noches y éxtasis y luego ya, recorriendo todo el itinerario hasta la unión total, dirigido por su Espíritu Santo, en noches terribles de purificación de fe y sentidos, noches de San Juan de la Cruz, dependiendo de Dios y también de mi generosidad y capacidad de sufrimiento en la purificación total y vacío total de mi mismo, al yo que tengo entronizado en mi corazón en lugar de Dios, de mis afectos a las criaturas, me tengo que vaciar de todo para que Dios pueda llenarme totalmente, después de todo esto, o mejor, durante todo esto, Dios me irá habitando y llenando de su Palabra, que es su Hijo; de su mismo Amor, que es Espíritu Santo y me sentiré habitado por Dios, por la Santísima Trinidad y puedo llegar a la oración contemplativa, a la unión transformante, bendiciendo todos los sufrimientos y purificaciones que ha sido necesarias: «¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste, Amado con amada, amada en el Amado transformada!»

         Y para que veáis que esto no es doctrina particular mía, podía citar a S. Juan de la Cruz, a S. Teresa, a Sor Isabel de la Stma. Trinidad, a Teresita, a Charles de Foucould, a Madre Teresa de Calcuta… bueno a todos los santos… voy a citar a Juan Pablo II, en su Carta Apostólica NMI, para mi una de más importantes de la Iglesia en estos últimos años, donde precisamente nos dice: La Iglesia existe para para la santidad, la unión total con Dios, y el camino para la santidad es la oración.

         Pero lo voy a decir con palabras suyas:

  ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  NOVO MILLENNIO INNEUNTE

 

         Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando  invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de  métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva... el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a El por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía. Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado,  es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de

 

la oración, alma de toda acción apostólica:  actuar unidos a  Cristo desde la santidad y la oración.... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

N116.-“Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21) .... como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselover. )Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente, si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro.

 

N120.- A)Cómo llegó Pedro a esta fe? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: “no te lo ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (16,17). La expresión “carne y sangre” evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de “revelación” que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar  que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús “estaba orando a solas” (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y del oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

        

         N129.- “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20) .... No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: (Yo estoy con vosotros!  No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su plenitud    y perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es…una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencias y orientación común, algunas prioridades pastorales, que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos@.

 

LA SANTIDAD

 

30.- AEn primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado....“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ATodos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (Lumen Gentium, 40).

 

N131.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede «programar» la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias....Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.....

 

LA ORACIÓN

 

N132.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Hn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

N133.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo:  “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestará a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones «la Anoche oscura», pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como «unión esponsal».  ¿ Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

         Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tiene que llegar a ser auténticas Aescuelas de oración@, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el Aarrebato del corazón@. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

        Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino Acristianos con riesgo@. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

 Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración».

 

Y AHORA DESPUÉS DE ESTAS PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II,  CONTINÚO YO Y DIGO: LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA

 

         Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la NMI., quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía, misa, comunión y  sagrario:  ¡Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche!.

         Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

         Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

         Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto,  también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben  ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por su seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas....Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización.

 

 

 

CUARTA MEDITACIÓN: ORAR ES QUERER AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS; ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

 

         Queridas hermanas: Aunque al principio el alma no se entere, porque a lo mejor tampoco se lo dicen, y los libros sobre la oración, la mayoría, ponen el acento en meditar y reflexionar, otros en tecnicismos y respirar de una forma o de otra, mi experiencia y la de los que han convivido conmigo en oración durante muchos años nos dice y ha enseñado que lo primero y fundamental es concebir la oración como una camino de conversión, que empieza poco a poco, pero que nunca se puede dejar ni olvidar, porque automáticamente, si dejo de convertirme, dejo de orar y de amar a Dios y  vienen las distracciones, el aburrimiento y el dejar la oración, sin la cual no hay santidad, ni encuentro con Cristo ni vida cristiana.

         Y fijaos bien, queridas hermanas, que digo: orar es querer amar más, y no digo: orar es amar ya a Dios, porque aunque lo sea, si me instalo y no quiero amar más a Dios, se acabó avanzar en la oración y en el amor. Por lo tanto, no se trata de que ya ame a Dios y porque le amo y creo en Él, voy a la oración; se trata de que amo y quiero amar más, y por eso necesito de la oración. Porque hay muchos, la mayoría de los cristianos que aman a Dios, pero, si no quieren amarle más, por lo que sea, porque me exige, porque me cuesta, porque me aburro, porque ese tiempo a otras cosas o estoy muy ocupado, se acabó la oración y el progreso en la amistad con Cristo y se terminará dejando la oración.

         Lo fundamental tratando de orar, de “tratar de amistad”, es querer amar más…, porque automáticamente necesito buscarle, hablar con Él, pedirle, iré a la oración y le amaré más cada día y avanzaré en la intimidad con Él. Quiero quedar bien claro esto desde el principio, porque hay muchas definiciones de oración, pero yo veo luego que aunque se medite, reflexione, se hable en grupo de una forma o de otra, con unos métodos u otros, si la gente no se convierte, se acabó el grupo y la oración. Por lo tanto, oración para mi es querer amar más a Dios, aunque al principio esto no se perciba ni  se note naturalmente, porque me falta relación y diálogo con Él y estoy en los comienzos de este camino. Pero es muy importante, esencial, que los guías de oración lo sepan.

         Y junto con esto que acabo de deciros, quiero añadir, y está en el mismo nivel, que para mí hay tres verbos que se conjugan exactamente igual y tienen el mismo significado e importancia en la oración: son los verbos AMAR, ORAR Y CONVERTIRSE. Quiero amar más a Dios, quiero orar más y quiero convertirme más a Dios; quiero orar a Dios, es que quiero amar y quiero convertirme más a Dios; quiero convertirme a Dios, necesito, quiero amar y orar más. Me he cansado de orar, es que me he cansado de amar más a Dios y convertirme…. Etc.

         Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y esta es la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas. Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide  y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.ADios es amor,@dice S. Juan, su esencia es amar y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho S. Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando S. Juan no quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, esta es su esencia, su ser y existir.  Así que está “condenado”, vamos, quiero decir, está obligado a amarnos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Pues bien, yo quiero amar más a Dios, por eso quiero orar ante Jesús Eucaristía, vengo a su presencia y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, )qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:       “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor )qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo tienes que hacer.@La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

         Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! (si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor..! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a  convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt.23,8-10).

         En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las ritmas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese Atrato de amistad@, que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser, pero todos personales, que cada uno tiene que ir descubriendo y siempre sin grandes dificultades  ni diferencias los unos de los otros, apenas pequeños matices.  No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre métodos para hacer oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

         Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. La gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella nos somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí». (Escrito Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae. 2002, p.91)

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fín, sin quedarnos en la técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fín y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fín donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

         Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y Aoir@la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la Ameditación.@Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

         En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto, que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencias de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio;  la oración es un camino de seguimiento del Señor, nos es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y  si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y,  a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas la cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

         Queridos amigos, la santidad, la unión con Dios, el encuentro con el Dios infinito, el sentirse amado por el Dios Amor, este es el misterio de la fe cristiana, de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido; y  la santidad, la unión total con Dios mediante la oración personal y litúrgica ese es el primero, esencial y fundamental camino; este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma Amistad divina del Dios Amor, de la misma felicidad del Dios trino y uno y Él se convirtió para todos nosotros en camino de este encuentro que se realiza en su propia personalidad de Dios y hombre verdadero; Él es la Verdad, porque es la Palabra pronunciada desde toda la eternidad por el Padre en silencio y que luego pronuncia para nosotros en carne humana por la potencia de su Amor personal que es Espíritu Santo; Él es la vida porque lo dijo expresamente: “Yo he venido para que tengáis vida… si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, morada lógicamente de amor, de amistad; sobre todo lo expresó cuando dijo: “El que me coma, vivirá por mi,” esto es, vivirá en mí mi vida eterna del Padre.

         Y esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera. )qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra: “El que coma de este pan vivirá eternamente”. A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de S. Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo. Y para que nos encontremos con Cristo Eucaristía en los sacramentos y en la vida y en la pastoral: oración, oración y oración eucarística.

         Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.  (1Cor 2,7-10).

         Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así.... amar y ser amado, diálogo permanente con su Palabra en entrega eterna de Amor que el Hijo acepta en Amor de Espíritu Santo; Dios Uno y Trino no  puede ser y existir de otra manera. Y el hombre entra en este misterio por el diálogo de fe, esperanza  amor de la oración. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno. Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mi la vida es Cristo”; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, S. Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

         Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez».(Can B 38,2). Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy sencillo. Porque la oración es y ha sido el único de todos los santos y místicos para llegar a esta intimidad con Dios. Y como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él. No olvidar nunca: orar, amar y convertirse es lo mismo.

         «Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado..... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

         Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, que inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque de amor personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración eucarística, hecha ante el Sagrario, es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

         Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía.

         Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos ASantiagos@, que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, donde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vid, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

 

 

QUINTA MEDITACIÓN /A

 

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

         Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl, madre Teresa del Calcuta...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él luego ya está todo hecho.

         El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual unido al verbo convertirse. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

         La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt. 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca,  empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra  fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

         Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  pero gradual, dirigido por el mismo Dios, por su Amor, por su Espíritu de Amistad, y que, por y para eso, necesitamos visitarle, encontrarnos con Él, hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

         La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio y siempre, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ella, pero no hemos emprendido de verdad el camino o los sustituimos por otras prácticas y lo abandonamos y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que, al ser consentidos, nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y esto nos lleva consecuentemente a  la  mediocridad pastoral y apostólica, cristiana, sacerdotal o religiosa. )Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas de métodos y acciones apostólicas que se han quedado sin espíritu, sin fuego, sin vida de unión con Dios, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como Salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un Asacerdocio  puramente técnico y profesional@, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

         La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Por eso, desde el primer kilómetro es conversión, vaciarme de mi mismo para que me llene Dios. Si no me vacío por la oración, no cabe Dios dentro de mí, porque todo lo ocupa mi yo, y entonces pasan dos cosas: primero, que estoy tan lleno de mí mismo, que no cabe el evangelio, ni Cristo, ni Dios… porque estoy lleno de mi mismo; y segundo, al estar lleno de mi mismo y de mis criterios y pensamientos y egoísmo, me siento vacío de Dios, esto es, como el mundo actual, lo tiene todo y le falta todo, porque le falta Dios que es todo; y finalmente, al vivir mi vida, no la evangélica, no la de Cristo, pues no tengo necesidad ni de oración, ni de Eucaristía, ni de conversión, porque para vivir como vivo, como un animalito, me basto a mi mismo, no tengo necesidad de Dios y si voy a la oración y a la Eucaristía, me aburro por que no me encuentro con hambre y necesidad de Dios, me aburre porque no hay encuentro con Cristo. Por eso, esta lucha, esta conversión, este vacío de mi mismo es a veces, cuando se avanza un poco en la oración o mejor, en la medida en que se va avanzando, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, porque estamos incapacitados para amar así por el pecado original, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado a nosotros mismos y a nuestros criterios y pasiones y afectos.

 

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tu, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y se juega toda su persona y toda su vida en esto y por eso le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarse y entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en Ti, hasta el olvido y negación de mí mismo y todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, porque me tengo que quedar en fe pura y apoyarme solo en Ti sin arrimo ni apoyo alguno humano y tengo que quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

         En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la Aduda metódica@puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Será imaginario todo lo que he vivido hasta ahora? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿ Habrá sido todo pura  imaginación e invención mía? ¿Por qué no intentar, pues estoy perdido, otros consejos y caminos? ¿Cómo entregarle mi propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios existe, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

         En estas etapas, que pueden durar meses y años,  el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas,  y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

         La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por S. Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ya no es mi entendimiento el que discurre y acomoda el evangelio y todo a sus gustos y complacencias, a su medida…ahora es el Espíritu Santo, porque me ama con amor infinito, el que me purifica como el fuego al madero, que dice S. Juan de la Cruz, que primero el fuego y la luz y el calor extremo le pone negro sus fealdades, luego le va encendiendo, luego le quema y así hasta llegar a hacerse, una vez encendido, una llama de amor viva en el fuego del Espíritu Santo, en el mismo fuego y amor de Dios.

         Es que “Dios es Amor”, dice San Juan, Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos vienen de la fe en Cristo”.

         S. Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1). Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y esto le hace sufrir infinito, es que está convencida de  que ha perdido la fe, ha perdido a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse.... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡Dios mío, pero cómo permites sufrir tanto! Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

         Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige todo de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta nosotros mismos, por Él. Mi fe y mi amor se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él,  creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¡A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amas, esa es la medida de tu amor..

         Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y yo soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

         «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

         Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

         Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente del Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

         Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno.., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos...cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene  la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse al amor total a Tí, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti…,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tu lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tu, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe luminosa, encendida,  a la vida nueva de unión y amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor en la Eucaristía.

         Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación dolorosa diversa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

         Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación.... es luz directa del rayo del Sol Dios, que el alma todavía no entiende ni comprende. Es Dios que quiere comunicarse directamente, de tú a tú, sin ideas que hacemos nosotros, sino directamente Él.

         S. Juan de la Cruz es el maestro de todas estas etapas. Él empezó en sus obras a querer hablarnos de la oración, de la unión con Dios y escribió más páginas y páginas de la purgación y purificación del alma hasta llegar a este encuentro. Lo describe de todos los modos y desde todos los ángulos:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tienen muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

         Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

         Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...”

         Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga...tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con El.

         Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: Aanunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...@. En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

         Es el purgatorio anticipado, como dice S. Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».

         Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

         Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: «De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

         «Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

         «Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por S. Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis” (Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

         «Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

QUINTA MEDITACIÓN/B:

 

BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

         Queridas hermanas: Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; me he cansado de orar, es que me he cansado de amar. La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás, es amor, querer amar. Ese es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y si se medita es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: «Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre» (Audi, Filia, 75). «Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter» (Plática 3).

         Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: «todo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor» (Can B 28,9). Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere  a un grado más elevado de oración que la meditación,  pero hacia ahí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración.

         S. Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de  humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sino tratar  de amistad....con aquel que sabemos que nos ama».  Tres notas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de S. Teresa.

 

1.- Yo  aconsejaría empezar saludando al Señor,  o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo, tu Palabra; ábreme el corazón y mete tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo; ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia proclamará que Tu existes y me amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santo está realizando ahora esta tarea para Gloria del Padre, del Hijo y del mismo Espíritu Santo.

         Es muy importante tener un esquema y una hora fija de oración, porque si lo dejas a la improvisación o para cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca. El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Será siempre «trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» Como hemos comenzado en el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

 

2.- Empezamos la oración dialogando, orando al Padre. Para eso es muy importante al principio y siempre ayudarte de alguna oración que te ayude, siempre la misma, pero que puedes cambiar con los tiempos, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar. Tratándose del Padre, que identifico con la Santísima Trinidad, para no dudar y hasta encontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio y meditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchas ideas y sentimientos. Tú la vas orando, si al hacerlo el Señor te inspira ideas, sentimiento, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban, continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otros pensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas al Señor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla para luego rezarla ante Jesús Eucaristía:

       

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD


         OH DÍOS MÍO, TRINIDAD A QUIEN ADORO, AYUDADME A OLVIDARME ENTERAMENTE DE MI PARA ESTABLECERME EN VOS, INMÓVIL Y TRANQUILA, COMO SI MI ALMA YA ESTUVIERA EN LA ETERNIDAD; QUE NADA PUEDA TURBAR MI PAZ NI HACERME SALIR DE VOS, OH MI INMUTABLE, SINO QUE CADA MINUTO ME SUMERJA MÁS EN LA PROFUNDIDAD DE VUESTRO MISTERIO.

         PACIFICAD MI ALMA; HACED DE ELLA VUESTRO CIELO, VUESTRA MANSIÓN AMADA Y EL LUGAR DE VUESTRO REPOSO; QUE NUNCA OS DEJE SOLO; ANTES BIEN, PERMANEZCA ENTERAMENTE ALLÍ, BIEN DESPIERTA EN MI FE, EN TOTAL ADORACIÓN, ENTREGADA SIN RESERVAS A VUESTRA ACCIÓN CREADORA.

         OH AMADO CRISTO MÍO, CRUCIFICADO POR AMOR, QUISERA SER UNA ESPOSA PARA VUESTRO CORAZÓN; QUISIERA CUBRIROS DE GLORIA, QUISIERA AMAROS HASTA MORIR DE AMOR. PERO SIENTO MI IMPOTENCIA, Y OS PIDO ME REVISTAIS DE VOS MISMO, IDENTIFIQUÉIS MI ALMA CON TODOS LOS MOVIMIENTOS DE VUESTRA ALMA, ME SUMERJÁIS, ME INVADÁIS, OS SUSTITUYÁIS A MI, PARA QUE MI VIDA NO SEA MAS QUE UNA IRRADIACIÓN DE VUESTRA VIDA. VENID A MI COMO ADORADOR, COMO REPARADOR Y COMO SALVADOR.

         OH VERBO ETERNO, PALABRA DE MI DIOS, QUIERO PASAR MI VIDA ESCUCHÁNDOOS, QUIERO PONERME EN COMPLETA DISPOSICIÓN DE SER ENSEÑADA PARA APRENDERLO TODO DE VOS; Y LUEGO, A TRAVÉS DE TODAS LAS NOCHES, DE TODOS LOS VACÍOS, DE TODAS LAS IMPOTENCIAS, QUIERO TENER SIEMPRE FIJA MI VISTA EN VOS Y PERMANECER BAJO VUESTRA GRAN LUZ. OH AMADO ASTRO MÍO, FASCINADME, PARA QUE NUNCA PUEDA YA SALIR DE VUESTRO RESPLANDOR.

         OH FUEGO ABRASADOR, ESPÍRITU DE AMOR, VENID SOBRE MÍ, PARA QUE EN MI ALMA SE REALICE UNA COMO ENCARNACION DEL VERBO; QUE SEA YO

PARA ÉL UNA HUMANIDAD SUPLETORIA, EN LA QUE ÉL RENUEVE TODO SU MISTERIO.

         Y VOS, OH PADRE, INCLINAOS SOBRE ESTA VUESTRA POBRECITA CRIATURA; CUBRIDLA CON VUESTRA SOMBRA; NO VEÁIS EN ELLA SINO AL AMADO, EN QUIEN HABÉIS PUESTO TODAS VUESTRAS COMPLACENCIAS.

         OH MIS TRES, MI TODO, MI BIENAVENTURANZA, SOLEDAD INFINITA,   INMENSIDAD EN LA QUE MEPIERDO. ENTRÉGOME SIN REVERSA A VOS COMO UNA PRESA, SEPULTAOS EN MÍ, PARA QUE YO ME SEPULTE EN VOS, HASTA QUE VAYA A CONTEMPLAROS EN VUESTRA LUZ, EN EL ABISMO DE VUESTRAS GRANDEZAS.

 

(SOR ISABEL DE LA SANTISIMA TRINIDAD, 21 NOVIENBRE 1904)

3º.- Cuando has terminado esta Plegaria a la Santísima Trinidad, es obligación invocar al Espíritu Santo, maestro espiritual y artífice de nuestro encuentro con Dios, porque Él es el Amor, el que nos tiene que dirigir a la unión con Dios en el misterio de Trinidad. Por eso, para empezar la oración de cada día y siempre me gusta la Secuencia del Espíritu Santo:

 

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo Padre amoroso del pobre;don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas;

fuente del mayor consuelo.

 Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.


Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas,

infunde calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos.

Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno Amén..  

Si fueras sacerdote, yo te aconsejaría esta oración; pero siempre, como te he dicho, parando, mirando, reflexionando sobre otros aspectos que el Santo Espíritu te inspire:

 

ORACIÓN SACERDOTAL AL ESPÍRITU SANTO

 

         «Oh Espíritu Santo, Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro.

         Quémame, abrásame por dentro con tu Fuego transformante y conviérteme,  por una nueva encarnación sacramental, en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve y prolongue  en mí todo su misterio de salvación: quisiera hacer presente a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres,  como Adorador del Padre, como Salvador de los hombres, como Redentor del mundo.

         Inúndame, lléname, revísteme de sus mismos sentimientos y actitudes sacerdotales; haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Oh Espíritu Santo, Alma y Vida de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame.... fúndeme en amor trinitario, para que sea amor Creador de vida en el Padre,  amor Salvador de vida por el Hijo y amor Santificador con el Espíritu Santo,  para alabanza de gloria de la Trinidad y salvación de los hombres, mis hermanos. Amen»

 

Para todos, pero especialmente para religiosas o almas elevadas, me gusta esta oración:  

ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO

 

         ¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.

         Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, pacífica, suave, quieta y serena, aun en medio del dolor, ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

         Ven, oh fuego ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones,
danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles; solicita     con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA SANTO).

 

4º.- La tercera oración fija de cada día va dirigida a Jesucristo Eucaristía: con la letra de algún canto eucarístico u oración que te guste. Me gustan estas dos oraciones eucarísticas: «Adoro te devote, latens Deitas…» y  «Jesu, dulcis memoria…» Te las pongo en castellano. La traducción es libre.

 

“ADORO TE DEVOTE, LATENS DEITAS…”

 

 Adoro te devote, latens Deitas,

Quae sub his figuris vere latitas:

Tibi se cor meum, totum subjicit,

Quia te contemplans totum déficit.

 

2. Vísus, táctus, gústus in te fallitur,
Sed audítu sólo tuto créditur:
Crédo quiquid díxit Déi Fílius
Nil hoc vérbo veritátis vérius.


3. In crúce latébat sóla Déitas,
At hic látet simul et humánitas
Ambo tamen crédens atque cónfitens,

Péto quod petívit látro paénitens.

4. Plágas, sicut Thómas, non intúeor:
Déum tamen méum te confíteor
Fac me tibi semper magis crédere,
In te spem habére, te dilígere.


5. O memoriále mórtis Dómini,
Pánis vívus vítam praéstans hómini,

Praésta méae ménti de te vívere,
Et te ílli semper dúlce sápere.


6. Píe pellicáne Jésu Dómine,
Me immúndum munda túo sánguine,

Cújus úna stílla sálvum fácere
Tótum múndum posset ab ómni scélere.

 

7. Jésu, quem velátum nunc aspício

Oro fíat íllud quod tan sitio
Ut te reveláta cérnens fácie,
Vísu sim beátus túae glóriae. Amen.

 

(Versión castellana)
Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas Especies te ocultas verdaderamente.

A ti mi corazón se somete totalmente,
pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;

sólo con el oído se llega a tener fe segura.

Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,

nada más verdadero que esta palabra de la Verdad.

En la cruz se ocultaba sólo la Divinidad,

mas aquí se oculta hasta la humanidad.

Pero yo, creyendo y confesando entrambas cosas,

pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

Tus llagas no las veo, como las vio Tomás;

pero te confieso por Dios mío.
Haz que crea yo en ti más y más,

que espere en ti y te ame.

¡Oh! recordatorio de la muerte del Señor,

 pan vivo, que das vida al hombre.

Da a mi alma que de ti viva
y disfrute siempre de tu dulce sabor.

Piadoso pelicano, Jesús Señor,

límpiame a mí, inmundo, con tu sangre;

una de cuyas gotas puede limpiar

al mundo entero de todo pecado.

¡Oh Jesús, a quien ahora veo velado!

Te pido que se cumpla lo que yo tanto anhelo:
Que, viéndote finalmente cara a cara,

sea yo dichoso con la vista de tu gloria. Amén.

 

JESU, DULCIS MEMORIA…

 

¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo,

que das los verdaderos gozos del corazón!

Tu presencia es más dulce

que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave,

ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce,

que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos, 

qué generoso para los que te suplican, 

cuán bueno para todos los que te buscan

y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir

ni la letra puede expresar

lo que es amar a Jesús;

sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo,

nuestro último premio;

que seas Tú nuestra

gloria por todos los siglos. Amén.

         También puedes rezar: «Sagrado banquete en que  Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...» siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... “Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar, celebrar y participar del tal modo los sagrados misterios de tu amor, que experimentemos siempre en nosotros los frutos de tu Redencion. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen”

 

         O también: ORACIÓN A JESÚS EUCARISTÍA

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÉN YO QUIERO DARLO TODO POR TÍ, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS TODO!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

DESEOS EUCARÍSTICOS

 

         ¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado! (Cómo te deseo! (Cómo te busco! (Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día y me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito verte porque sin Tí  mis ojos pierden la luz y la hermosura del CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA. Necesito comerte, porque me muero de hambre del pan del cielo y de la vida eterna. Necesito abrazarte para sentir tu aliento y el palpitar de tu corazón ardiente de amor dentro de mí. Quiero comerte para ser transformado en Tí, para vivir tu misma vida divina. Quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero ser introducido por tu Amor  Personal, que es Espíritu Santo, en la intimidad y amistad de mi Dios Uno y Trino, por la potencia infinita de tu  Espíritu Santificador, en el que recibo y siento el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que se conocen y se entregan entre eternos resplandores de felicidad y de gozo en el Eterno Amanecer de su Ser esencial, que es Amor, Espíritu y  Vida, Felicidad y Gozo,  mi Dios Trino y Uno. AMEN.

 

 5. Te repito que aunque lleve años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma... luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre donde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse. Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros y que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo: la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: «Salve, mater, misericordiae», «Ave, regina coelorum» «Virgo Dei Genitrix».

En castellano tienes el rezo del Angelus o Oh Señora mía, oh Madre mía.

 

PIROPO A LA VIRGEN

                            ¡María!

                            ¡Hermosa nazarena!

                            ¡Virgen bella!

                            ¡Madre del alma!

                            ¡Cuánto me quieres!

                            ¡Cuánto te quiero!

                            ¡Gracias por haberme llevado a tu Hijo!

                            ¡Gracias por querer ser mi Madre!

         ¡Mi Madre y mi Modelo!

 ¡Gracias!

                            ANGELUS

 

                   El ángel del Señor anunció a María.

                   Y concibió por obra del Espíritu Santo

                   (Dios te salve, Maria…)

 

                   He aquí la esclava del Señor.

                   Hágase en mí según tu palabra.

 

                   Y el Hijo de Dios se hizo hombre.

                   Y habitó entre nosotros.

                  

                   Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

                   Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

 

Oremos: Te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas; para que los que hemos conocido, por el anuncio del ángel, la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

***

 

REGINA COELI, LAETARE (Pascua)

 

         Alégrate, Reina del cielo, aleluya;

         Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya;

         Ha resucitado como dijo, aleluya;

         Ruega por nosotros a Dios, aleluya;

 

         Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya;

         Porque ha resucitado el Señor verdaderamente, aleluya.

 

Oremos: Oh Dios, que te has dignado alegrarnos por la resurrección de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, te pedimos, nos concedas, por la intercesión de su Madre, la Virgen María, alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

CONSAGRACIÓN A LA VIRGEN

 

¡Oh Señor mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Tí, y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día, mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra: todo mi ser; ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

 

                                      LA SALVE

 

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu  vientre.

¡Oh clementísima!  ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce, siempreVirgen María!

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar  y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

6. Repito que es conveniente tener y empezar siempre con un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar  todos los días, al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendo todos los pensamientos y deseos que te  inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempo de oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, no pasa nada. Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vida tener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte en tu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pecho descubierto, o como dicen algunos,  permanecer en quietud y simple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración  y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi parecer esto no es ordinario en los comienzos ni en etapas intermedias y tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque ya supone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 

 7. Importantísimo, esencial: a continuación  de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse  revisión de vida ante el Señor; revisión fija y todos los días y para toda la vida, de tres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad.... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nos tenemos a nosotros mismos, porque nos estamos prefiriendo a Dios en cada paso y haciendo nuestra voluntad. Y siempre que diga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas  principales de las caídas, el comportamiento con las personas...Donde hay pecado, aunque sea venial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2,3-6).

         Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay que revisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio de todos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo, me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar sus manifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira...etc; después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones: negativa: no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie..... positiva: pensar bien de todos, hablar bien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante las ofensas (amando es santidad consumada) generosidad....etc.

         No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor a los hermanos, porque así lo ha querido Él:“Y nosotros tenemos de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn4,2). Por favor, no olvides esto y todos los días examínate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo es muy sensible y exigente. Lo tenemos mandado por el Padre y por Él mismo: "Amarás al Señor... y al prójimo como a tí mismo@, Aéste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”.Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. S. Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro:  “Carísimos, amémonos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto” (1Jn 4, 7-8; 12).

         Repito una vez más y todas las que sean necesarias: para amar a Dios hay que amar a los hermanos y para vivir la caridad fraterna, hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es  camino de amor a Dios y, en Dios y por Dios, a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a los hermanos. Es fácil descubrirlo,  cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí va la cosa ...

         Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya  toda la vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Si uno quiere Aamar y servir@, hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener  activo ese amor y no de puro nombre, hay que orar todos los días para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas al amor de Dios. Si quiero orar, es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puede estar en mí, como lo dice muy claro S. Juan: “Y todo el que tiene en Él esta  esperanza, se purifica, como puro es Él. El que comete pecado traspasa la ley, porque el pecado es trasgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” ( 1Jn 3,3-6).

         Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o se cansa de hacerlo, entonces ya no necesita ni de la oración ni de la eucaristía ni de la gracia ni de Cristo ni de Dios. El amor a Dios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5,3).  Para mí que esta es la causa principal por lo que se deja este camino de la oración y de la santidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o les cansa y terminan dejándola. La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, que hay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión o comer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si no lo haces,  por la causa que sea, te mueres espiritualmente. Por eso te ayudará  tener un esquema fijo, una hora fija, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

 

8. Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de las necesidades de los hermanos, de los problemas de la Iglesia, la santidad, la falta de vocaciones, tu parroquia, tu familia, amigos......Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes que hacer, sin desanimarte jamás.... y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempo que quieras....eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, una forma, por lo menos, aunque te parezca que no haces nada o casi nada, incluso que estás perdiendo el tiempo.

 

9.- Ya hemos terminado las oraciones introductorias, la revisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y  ahora, ¿qué?  Pues ahora lo que más te ayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con El Y para esto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos...,  libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman. Haz lo que te pida el corazón. “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

         Amando, metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesús y a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado. No olvides lo que te he repetido y repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar a Dios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor,  porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas ni sabe amar a Dios, solo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdad hasta Él : «Y porque la pasión receptiva del entendimiento solo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto no puede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menos veces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor» (N  II,13,3). Aunque S. Juan de la Cruz se refiere a una oración elevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo mas importante, lo definitivo.

          «De donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa......porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (C B 28,2).  (Ojo! Que no lo digo yo,  lo dice S. Juan de la Cruz, para mí el que más sabe o uno de los que más sabe de estas cosas de oración y del amor a Dios y a los hermanos y  vida cristiana y  evolución de la gracia.

 

10.- La oración conviene hacerla siempre a la misma hora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuando tengas tiempo, nunca lo tendrás;  hay que hacerla todos los días,  haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o en gracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros. Él debe ser  lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lo hacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas.

         Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunque uno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre a sí mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tener mucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempo de oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... pero sin volver atrás, aunque te cueste o te aburras, todo es amor, todo es  cuestión de querer amar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, aburrimiento...ya pasarán, porque Dios te ama más.

         Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te será más fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luego incluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrarte con Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya no se acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevará hasta la oración  contemplativa.

         En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino. Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...  «Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia y la figura» (C.11).

         Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que  los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacen partícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser en sí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua ni  cansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho, siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas consciente de su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de la misma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y  metiéndote en el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en esta vida.

         Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres el templo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Stma. Trinidad, porque el Verbo, por el pan de eucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a la Comunión Trinitaria por una comunión eucarística continuada y permanente de amor  en los Tres y por los Tres;  tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda, te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades de entender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis.. Y entonces ya.... «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado» (C. 8). 

        

         Porque a estas alturas, la contemplación de  Dios te impide meditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienes que escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eterna llena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a Sí Mismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás  preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que te han dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones o impurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios. «Bien sé que tres en sola una agua viva- residen, y una de otra se deriva,- aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida- en este vivo pan por darnos vida,- aunque es de noche» (La fonte 10 y 11)

         Él te hablará sin palabras  y tú le responderás sin mover los labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás su Verdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en Anoticia amorosa@, sentirás que Dios te ama  y tú, al sentirte amado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero  de verdad, no por pura  imaginación o ilusión,  ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya no existe; )qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos espera y que ya ha empezado a hacerse presente en tí? Ante este descubrimiento,  lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, B  lo presente ya no existe y ha empezado la eternidad,B  te habrás descubierto también en Dios eternamente pronunciado en su Palabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

 

Entreme dónde no supe

 y quedéme no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.  

Yo no supe donde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

 

Y si lo queréis oir,

consiste esta summa ciencia

en un subido sentir

de la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,

toda ciencia trascendiendo@

( Entréme donde no supe,1 y10).

 

Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha con Amor Personal del Padre, que es Espíritu Santo.  Descubrirás que si existes, es que Dios te ama, y  te ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, y  ha pensado en tí para una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que está vida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, el cielo está ya dentro de tí,  porque el cielo es Dios y Dios está dentro de tí; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por la  Santísima Trinidad:  “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. “¿No sabéis que sois templos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?” No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hasta que no se viven.  Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados ni técnicas de ningún tipo..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios no revela  su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

         Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posible ante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil años esperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio, que tienes presente en Cristo Eucaristía; demuestras simplemente con tu presencia ante el Sagrario que le amas concretamente y que tienes presente y crees todo el misterio de Dios,  todo lo que Cristo ha dicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero, todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía. «Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro» (Ll.1).

         ¡Qué bien reflejan estos versos de S. Juan de la Cruz el deseo de muchas almas,  yo las tengo en mi parroquia, almas que desean el encuentro transformante con Cristo.  Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama el Santo: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡ Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tan gran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos» (C 39,7).

         ¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos y obispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja del doctor místico entre los que han sido elegidos para conducir al pueblo santo de Dios? ¿Deben ser  hombres de oración  experimentada esos guías y montañeros elegidos en los seminarios, noviciados, casas de formación para dirigir a los más jóvenes en la escalada de la santidad y de la vida de oración? ¿Vivimos en oración y conversión permanente?

        

Estas preguntas, por favor, no son una acusación contra nadie, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacia las cumbres maravillosas de unión plena con Dios para las cuales hemos sido creados y llamados a la fe en Cristo, Hijo y Verbo de Dios, por la potencia del Espíritu Santo.

 

 

 

 

SEXTA MEDITACIÓN

 

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES

 

         Queridos hermanos: Cuando dos personas se quieren, desean estar juntas, porque la verdadera amistad exige y se alimenta de la  presencia de la persona amada. Dos personas enamoradas desean estar físicamente presentes la una junto a la otra y la separación forzosa no sólo no la destruye, sino que intensifica el deseo de la presencia.

“Dios es amor” (Jn 4,10), dice S. Juan en su primera carta; su esencia es amar y, si dejara de amar, dejaría de existir “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó...” primero, añade la lógica del sentido. Por lo tanto, en la amistad con Dios, la iniciativa ha partido de Él; no es que nosotros existamos y amemos a Dios, sino que Él nos amó primero y por eso existimos. Esto es lo maravilloso e inconcebible.  Por eso, cuando alguien te pregunte: )Por qué el hombre tiene que amar a Dios? Responderás: Porque Él nos amó primero.

No existía nada, sólo Dios,    un Dios que, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de Amor, Hermosura, Verdad, Belleza y Felicidad,  quiso crear otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha y felicidad de los TRES EN UNO: SUPREMA UNIÓN, SUPREMA AMISTAD, SUPREMA PRESENCIA. Y este ser pensado y amado y creado para tal unión es el hombre. Si existo, es que Dios me ama, ha sido una mirada llena de su Amor- ESPÍRITU SANTO- la que contemplándome en la Imagen de su esencia infinita -HIJO-, me ha  dado la existencia con un beso de su amor. Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca. si existo, Dios me ha llamado a ser hijo suyo en el Hijo y me quiere dar en herencia su misma vida y felicidad eterna:  “A los que Dios predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm 8, 30). 

Esto es lo que me dicen las Escrituras Santas, revelación de su proyecto de amor sobre el hombre. El modo natural de cómo fue apareciendo este hombre, que lo investiguen los antropólogos y arqueólogos. Pero el homo ereptus, sapiens...etc. está llamado a la existencia por deseo de Dios para realizar con él este proyecto de Amistad eterna. La Biblia habla en su primera página de un Dios Amor, que crea al hombre como amigo, “a su imagen y semejanza,” y que baja todas las tardes al paraíso, para hablar y compartir esta amistad con el hombre.

Este deseo de Dios de permanecer junto al hombre y relacionarse con él  está continuamente expuesto en la Revelación. Se trata de un Dios ciertamente trascendente, pero también inmanente, que ha querido estar muy cerca de todas sus criaturas:  “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? “A dónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al seol, allí estás presente@(Sal. 138,7). El Dios Creador ha querido mostrarse como amigo del hombre; “pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado” (Sab. 11,2).

La llegada de los Hebreos al pie del Sinaí marca una etapa decisiva de la presencia de Yahvé entre su pueblo y en la historia de Israel, porque hasta entonces los Hebreos habían sido una multitud inorgánica de fugitivos y no constituían pueblo, aún cuando habían sido testigos de las maravillas de Dios en Egipto y en el mar Rojo. Junto al Sinaí, Dios manda reunir a todos los hijos de Israel. Estos oyen su voz y reciben de Yahvé la ley que prometen observar: “Yo os tendré, dice Yahvéh, por un reino de  sacerdotes y por una nación consagrada”, y este pacto de amistad, esta  alianza se sella en la sangre de los animales sacrificados por Moisés; desde ese momento los Hebreos, pueblo nómada y de pastores, constituyen un pueblo, el pueblo de Dios: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ex. 12,14).Este acontecimiento primordial llevará en la tradición bíblica el nombre de “Asamblea de Yahvé” y Dios se obligará a estar siempre junto a su pueblo (Ex. 19, 17-18).Moisés pedirá la compañía expresa de Dios: “Yahvé respondió: Iré yo mismo contigo y te daré descanso. Moisés añadió: Si no vienes tú delante, no nos saques de este lugar...” (Ex. 33, 14-15).

Una prueba de este deseo de Dios de permanecer junto a su pueblo fue la tienda de la Reunión o Testimonio. Aquí se guardaba el Arca del Testamento y la hizo Yahvé  signo y  testimonio de su presencia, como compañero de campamento y  morador con su propia tienda entre ellos. El signo visible de su presencia sobre el ara fue la nube de gloria.

 Mucho más tarde, cuando fue dedicado el templo de Salomón, reapareció la nube de gloria, al fijar Yahvé su residencia en el centro de la vida litúrgica de Israel: “En cuanto salieron los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Yahvé... Entonces dijo Salomón: Yahvé, has dicho que habitarías en la oscuridad. Yo he edificado una casa para que sea tu morada, el lugar de tu habitación para siempre” (Re. 8,10-12). Con la destrucción del templo y la consiguiente deportación a Babilonia, la nube desapareció; sin embargo, los profetas Ezequiel y el «tercer Isaías» proclamaron la presencia de Yahvé, que crearía un nuevo pueblo que abarcaba a todas las naciones: “Yo conozco sus obras y sus pensamientos. Y vendré para reunir a todos los pueblos y lenguas, que vendrán para ver mi gloria... de las islas lejanas que no han oído nunca mi nombre y no han visto ni gloria y pregonarán mi gloria entre las naciones. Y de todas las naciones traerán a vuestros hermanos ofrendas a Yahvé”(Is. 66, 18-23).

Todas estas formas provisionales y limitadas de la presencia de Yahvé en el Antiguo Testamento cederán el paso un día a una presencia infinitamente más perfecta en una nueva clase de “tienda”, un templo más maravilloso, la carne de Jesús de Nazaret, como nos dice S. Juan en el prólogo de su evangelio:”...y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 1-14). La Encarnación hizo a Dios presente entre los hombres con una unión personal entre lo divino y lo humano. No se puede concebir ya una presencia  más íntima de la Persona divina con la humanidad. No puede haber mayor gesto de amistad y unión entre Dios y el hombre, Él es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23). Y la Eucaristía es una Encarnación continuada.

La Eucaristíaes infinitamente superior a la tienda del Tabernáculo, porque no es sólo presencia, sino que contiene a Cristo entero y completo, todos sus misterios, toda la religión y la posible relación personal y comunitaria con Dios. La Eucaristía es Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María, es todo el evangelio entero y completo, todos sus dichos y hechos salvadores, en presente eterno; es la víctima, es el sacerdote, es el altar, es el domingo y es el templo de Dios entre nosotros. Cristo mismo lo proclamó. Él asegura ser el templo del que el tabernáculo de Moisés o el templo de Salomón eran sólo figuras “hechas por manos de hombres"; “Destruid este templo, declara a los judíos, y en tres días lo reconstruiré...Él hablaba del templo de su cuerpo...” (Jn 2,19). Él supera al templo antiguo: “Pues yo os digo que lo que aquí hay supera al templo”.

         Jesucristo Eucaristía es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza. En Él Dios mismo se hace nuestro templo, nuestro sacrificio, nuestro sábado superando infinitamente al judío, nuestro reposo, la tienda de la presencia divina. Es Dios mismo metido entre nosotros. El sagrario es la nueva tienda de la Presencia de Dios entre su pueblo, es el Arca de la Alianza, es el nuevo templo de la Nueva Alianza:“Destruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero él lo decía del templo de su cuerpo” (jn2.19 y 21)

         Cuando se hace presente el Señor, como nos ama de verdad y no por puro compromiso, igual que Yavéh Dios en el Antiguo Testamento, ya no quiere irse y deja sin su presencia y su tienda al nuevo pueblo de la Nueva Alianza.  La Eucaristía es fruto de su amor a los hombres, no del nuestro hacia Él. Cristo Eucaristía cumple su palabra de quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos y convierte para esto su Iglesia, espiritual y material, en templo de Dios y casa de oración; allí, en el Sagrario, nos ofrece su amistad y diálogo permanente.

         La Iglesia, para poder gozar de esta gracia y amistad permanente, ha apelado a su derecho de esposa:“El marido no dispone de su cuerpo sino la mujer” (1Cor. 7,4) y ha decidido conservar el cuerpo del Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar el diálogo y la contemplación de rostro amado. Cuando los fieles vienen a orar y arrodillarse ante su presencia eucarística, nosotros hablamos de que hacen una visita al Santísimo. Sin embargo, es Él, el Cristo Eucaristía el que nos ha visitado y ha bajado desde la casa del Padre, pero sin abandonarla, porque Él ya ha llegado al final de la historia de Salvación y viene para visitarnos y ayudarnos a nosotros a conseguirlo con su presencia de amigo. Por eso no somos solo nosotros los que queremos hablarle, es Él quien tiene que decirnos muchas cosas, expresarnos y explicarnos todo su amor a los hombres, enseñarnos todo su evangelio, todos sus dichos y hechos salvadores, mostrarnos toda su vida, especialmente concentrada en este sacramento:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... esta es mi sangre, sangre de la Nueva y eterna Alianza, derramada para el perdón de los pecados”.

         La Eucaristía es el memorial de su Pascua, de su pasión muerte y resurrección, de su tránsito de este mundo al Padre, y con Él de todos nosotros, que se hace presente en cada misa, para que se renueve su salvación  y luego nos alimentemos de la vida nueva y resucitada, comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes de obediencia al Padre y salvación de los hermanos: “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré...pero Él lo decía del templo de su cuerpo” (Jn2.19 y 21) . Éste es el fin principal de la Eucaristía, que renovamos por mandato suyo: “haced esto en memoria mía”.      

         Todos los sacramentos son vivificantes. Todos comunican la vida de Cristo bajo un aspecto u otro. Pero la Eucaristía es el sacramento de la vida y de la gracia y de la salvación, por excelencia. Es la más importante entrega de una realidad invisible hecha presente por la consagración del pan y del vino. Bajo esos signos se entrega al Padre como ofrenda redentora y nos hace partícipes a los hombres de su vida divina. La Eucaristía comporta un acto de ofrenda sacrificial, que reclama ala participación de los asistentes, en una unión total con Él, y tiene como fin la comunión, que, al darnos a Cristo como alimento, hace que asimilemos su vida porque contiene además una presencia, que exige contemplación. Ya he dicho miles de veces que no entiendo tanto amor, por muchas razones. La primera, porque yo no puedo darle nada que Él no tenga, yo no sé amar como Él, perdonar como Él, pero su corazón es así. (Señor, haz mi corazón semejante al tuyo!

         “He venido para que tengan vida y la tengan abundante”: El sacrifico, la comunión y la presencia son los medios de expansión de su vida divina que busca impregnar de sus mismos sentimientos y actitudes toda nuestra vida y actividad, todo nuestro ser y existir, todo nuestro corazón. Esto lleva consigo, por nuestra parte, el ofrecernos con Cristo como ofrenda agradable a Dios Trino y Uno, para poder luego  participar plenamente de sus sentimientos y actitudes, por la comunión de su cuerpo ofrecido y participado por la comunión eucarística, conservado luego en el sagrario, que nos contemplación, adoración, veneración y cariño.

         Jesús vio a través de los siglos la multitud inmensa de hombres por los cuales había venido y predicado, muerto y resucitado; vio una multitud necesitada de su salvación y hambrienta también de su amistad, grandes enamorados de su persona y su obra y su salvación hechas presentes por la Eucaristía, como misa, comunión y presencia, almas amigas que suspirarían por tenerle cerca para hablarle, tocarle, escucharle. Y por todas y para todas inventó la Eucaristía y se quedó en el Sagrario. Él se quedó y está aquí para todos; desgraciadamente, por falta de fe y amor, muchos tendrán que esperar al cielo para valorar su Persona, su amistad, su verdad, su proyecto de amor.

         Nos quiere tanto, que quiere compartir con nosotros incluso las miserias y tristezas de esta vida. Los amigos son para eso. Y Jesús, sacramentado por amor,  es el mejor amigo que tenemos. “Nadie ama más que el que la da la vida por el amado”. Y Él la dio y la sigue dando por todos. Quiere convivir ya con nosotros antes del encuentro y definitivo del cielo. Quiere vernos a todos en el cielo  en el abrazo eterno de Amistad con el Dios Amor, el Dios Tri-unidad, Uno y Trino. Por eso y para eso se quedó en el Sagrario. Quiere ser nuestro cielo ya en la tierra. Ha querido ser nuestro amigo; visitémosle todos los días para estar con Él,  para pedirle, para consultarle, para orientarnos, para renovarnos continuamente en su amor, en la amistad. Él ha querido ser nuestro alimento para que tengamos necesidad de Él,  como del alimento natural y así estar siempre unidos, viviendo su misma vida;  quiere comunicarnos su amor, su generosidad, su entrega a todos, quiere ser nuestro pan, para llenarnos de Dios, de su gracia y fortaleza y amor.

         Jesucristo, desde el sagrario, como muchas veces en Palestina, Bpensemos en María, Zaqueo, los necesitados, los pecadores...B  se anticipa a nosotros y nos mira con deseos de entablar diálogo:  “Dijo a Natanael: yo te he visto cuando estabas debajo de la higuera” (Jn 1,48). Él quiere hablar con cada uno de nosotros, comunicarnos su amor, sus proyectos personales de amor.  Mientras caminamos hacia la ciudad celeste, hacia el templo celeste de Dios, Jesucristo vivo y resucitado en el sagrario, es el nuevo templo de la nueva alianza. El sagrario es la nueva Betania, la nueva casa de oración de los redimidos, camino de la casa del Padre, la nueva tienda de la presencia de Dios, la mejor escuela de oración, donde siempre encontramos al mejor Maestro de oración, de santidad y de vida cristiana.

OTRAS PRESENCIA, PERO LA MAYOR DE TODAS…

 

El deseo de Jesucristo de estar junto a nosotros, de querer ser nuestro amigo y ayudarnos es tan grande, que ha querido quedarse  presente de muchas formas entre los creyentes.  Estas presencias, lejos de menospreciar y rebajar la presencia eucarística, la subliman, porque ella es «centro y culmen» de todas las presencias, «raíz y quicio» «fundamento» de las otras presencias. Dice el Vaticano II: «(Cristo) ....está presente en el Sacrificio de la Eucaristía, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (LG 7).

«...En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne... vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5).

Por tanto, Cristo vive entre nosotros por su Palabra, está en la Asamblea, realiza los sacramentos,  especialmente la Eucaristía:“El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y  yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí”. La Eucaristía nos hace a los comulgantes templos de Dios y, gracias a su Espíritu,  Amor personal del Padre y del Hijo, los que le reciban, serán morada de Dios Trino y Uno:  “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”

Esta presencia se ofrece a todos; sin embargo, para encontrarse con Él, es necesaria la fe:  “Sabed que yo estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne, esto es, al hombre natural, sin la vida de gracia; sino que es un don de su Santo Espíritu; son  dones del conocimiento y de la sabiduría que Él da a los que se lo piden: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones y, arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura , la longura, la altura y la profundidad y el conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios (Ef. 3,18-19).

El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados,  como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y  sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando  decidieron esta presencia tan total y real en Consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios; para que comprendamos a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo realizó y sigue realizándolo en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

¡ Jesús, qué grande eres; qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa; cómo te quiero y te adoro y te venero y me postro ante Ti! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…”¡Acordaos de mí..! ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar  y pensar y  vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas  y tantas cosas,  tantos y tantos misterios y misterios....galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o meditar.

Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades; y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones; empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones, para finalizar en la últimas etapas,  sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo de la Eucaristía, en la Eucaristía,  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia.  En definitiva )no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

Para comprender un poco todo lo que encierra el acordaos de mí necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fin. Por eso,  cuanto más elevada es la amistad y la oración con Cristo, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario del Pan Consagrado, que su Hijo predilecto y amado. Por eso el alma enamorada dirá con San Juan de la Cruz: AYa no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio...@Se acabaron los signos y las reflexiones y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia, que es Cristo, que viene a nosotros. Hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado.

Todo lo demás fueron medios para encontrarnos con el Amado. ¡Qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡ Cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos; pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia. Ésta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia,  como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida; pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin que ellas sean lo único que descubra o lo más importante; sino que quiero estudiarlas y realizarlas sin que me esclavicen, sin que me retengan, para que me lleven al hondón, al corazón de lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada Sagrario Cristo sigue diciéndonos:Acordaos de mí...., de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal que me ha hecho Hijo, en totalidad de ser y amar y existir igual a Él, al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con  potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra. Con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo. Todo Padre y todo Hijo en y por el Amor Personal del Espíritu Divino. No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros.

Acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; acordaos de mí, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro es mi persona amándoos hasta el extremo,  en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 

SÉPTIMA MEDITACIÓN

 

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES/B: CONTINUACIÓN…

(Si no se dicen seguidas la sexta y séptima, empezar por el párrafo anterior de la 6ª)

 

 Queridos hermanos: Digo yo que si no será este “acordaos de mí”, este memorial de la Eucaristía, realizado por la potencia y memoria de la Cristo y de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, no será ésta la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, -los verdaderamente celebrantes de la Eucaristía como misa, comunión y presencia-, hayan celebrado y sigan haciéndo despacio, recogidos, contemplando en «oticia amorosa» “sabiduría de amor” este misterio de la Eucaristía, como si ya estuvieran en la eternidad, Arecordando@continuamente, por el Espíritu de Cristo, lo que hay dentro de la Eucaristía y del pan de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  tan hermosas y presencializadas por el mismo Cristo de siempre, de ayer y de hoy, el de Palestina y ahora triunfante en el cielo. Porque es mucho lo que hay que recordar con Cristo presente, vivir con Él de lo  que hay dentro del misterio eucarístico, más que de su exterioridad o ritos, cosa que nunca debe preocuparnos más que el interior, el corazón, el contenido, que es, en definitiva, el fin y la razón de ser de las mismas; hay que tener presente el “acordaos de mi” para vivir la Eucaristía “en espíritu y verdad”, para llegar a la verdad completa”.

 Acordaos de mí, recordando en Jesucristo presente, lo que dijo, lo que hace ahora presnte para todos nosotros,  lo que El deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora, ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes; el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le hayamos ofendido y olvidado hasta lo indecible; lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión. Digo yo... pregunto, si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta..., que si no aprovecharía más  a la Iglesia y a los hombres que algunos despistes en el rito. Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre,  bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el «centro y culme»,  hasta «la fuente que mana y corre»,” es Cristo. 

Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os llevará a la verdad completa.

La verdad completa es la que no se queda sólo en la cabeza; sino que llega al corazón. Porque todo o mucho de lo referente a la Eucaristía, ya lo sabemos por la Teología; pero la teología no es verdad completa hasta que no se vive. La teología, los sacramentos, la liturgia, el evangelio, Cristo mismo no es verdad completa y no se comprenden si no se viven; si la liturgia, si la teología no llega al corazón, no se  vive ni quema las entrañas por la experiencia de amor, tampoco pueden llenar de hartura de la divinidad y eternidad. Por esta razón, cuando estas verdades pasan por el corazón de una madre, un padre o un sacerdote que las vive, como esas verdades han pasado por el corazón, son verdades quemantes y se quedan para toda la vida, sus señales quedan para siempre, como las quemaduras del fuego en la carne. Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela de cristianismo ni más Biblia que el sagrario. Allí lo aprendieron todo sobre Cristo y la vida cristiana. Allí aprendieron a ser madres con amor total al esposo y hasta el heroísmo por los hijos. Necesitamos madres y sacerdotes vivientes de la Eucaristía, cristianos que la comprendan y la enseñen, porque la viven y experimentan.

Hemos de tener en cuenta que la Eucaristía y la comunión son sacramentos principales, pero duran unos minutos. Sin embargo,  Jesús quiere estar siempre junto a nosotros y precisamente como amigo, una vez que ha venido junto a nosotros, en la Encarnación y en la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Este deseo suyo, esta presencia como amigo es aspecto  principal de la Eucaristía, no sólo continuación de los anteriores, es decir, de la Eucaristía y de la comunión, sino como condición necesaria: Ardientemente he deseado comer esta pascua....vosotros sois mis amigos... amaos los unos a los otros.. son palabras de Jesús en la Última Cena.  Y en otras ocasiones dijo: Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos.  Pero no a la fuerza o porque no hay otro remedio; sino porque quiero ser y seguir siendo amigo antes y después de la Eucaristía y la comunión.

Cuando, después de la comunión, guardamos en el sagrario el pan consagrado, podía decir el Señor: No penséis como algunos creyentes que aquí quedo inactivo, sin vida y sin actividad, como si fuera una estatua. Yo sigo amando y ofreciendo y esperando. Después de la comunión de los creyentes, cuando el sacerdote me guarda en el sagrario, algunos no piensan en lo que yo pienso en esos momentos dentro del sacramento y, sin pensar en mí y para lo que he venido y que estoy vivo  dentro de este pan, se dicen: ¿Qué vamos a hacer con este pan que ha sobrado de la Eucaristía y de la comunión? Pues lo recogemos en un cesto y lo reservamos, como en la multiplicación de los panes y los peces, en sitios, que a veces son poco dignos, poco visibles o que invitan poco a la amistad y al diálogo conmigo. Hay lugares reservados para mi presencia que no invitan al diálogo de amistad, a estar cerca y tocarnos, allá en un rincón, como si fuera un trasto más de la Iglesia, no valorando ni apreciando, como merece, mi presencia amiga, como si ese pan no fuera mi persona o ya no tuviera valor o sólo sirviera para llevar a los enfermos....

Queridos amigos, a mí, como sacerdote,  no me gusta para llevar y mantener el pan consagrado en el sagrario la palabra «reserva,»tan utilizada por la misma liturgia. No me gusta mucho ni como idea ni como  expresión, porque me suena como a sobrante, a no ser necesario ya, a conserva.... Porque la teología y la verdad de la Eucaristía es que pudo hacerse, Cristo pudo hacer, pudo imaginar una salvación de otro modo sin presencia real y verdadera suya, como afirman hermanos separados. Pero Cristo quiso quedarse expresamente con nosotros “hasta el final de los tiempos.” Quiso quedarse no sólo como sacrificio y comunión eucarística; sino en un sacramento específico, al que debemos descubrir más desde el amor de Cristo y el nuestro que desde la razón que no llega a veces a descubrir la verdad completa de los misterios.

         Es como en Pentecostés. Hasta que Cristo no vino hecho fuego y experiencia de amor y llama de amor viva, los Apóstoles no perdieron el miedo ni abrieron las puertas ni comprendieron todo lo que Jesús le había dicho. La teología debe ser sumisa y discreta y tiene que ir detrás de la fe y no hacerse dueña de ella. Debe como Juan decir con todo respeto: “Es el Señor.” Y luego dejar que el hombre completo, que es razón y corazón, vaya descubriendo el misterio, adquiriendo más luz cada día y no pensar que ya todo está conquistado por la liturgia como ciencia, cuando queda tanto por descubrir por la liturgia como experiencia. Y que luego la Teología contraste para que no haya oposición entre ambas. La liturgia  debe expresar y celebrar más y mejor la Eucaristía como sacramento de Amistad permanente, como tienda del Encuentro entre Dios y los hombres.  Yo pienso que el deseo y sentimiento y realidad de la presencia amiga y permanente del Señor entre nosotros debe estar más y mejor significada y celebrada en la Liturgia, como lo está la Eucaristía como sacrificio y comunión. 

La Eucaristíaes el sacramento de la Pascua y de la comunión del pan de la vida, porque el Señor lo instituyó en la  en la Última Cena. Pero en esa misma Cena también instituyó la Presencia Amiga, como sacramento permanente, como lo había prometido varias veces durante su vida: “No os quedaré huérfanos” “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos,” y no como resto o consecuencia del sacrificio y comunión; sino directamente querida por Él en intención y sacramento particular y concreto, no  sólo intencional o  interior o espiritualmente sino como don y gracia sacramental, es decir, como signo visible de realidades invisibles.

Pues bien, el sacramento eucarístico completo es la Eucaristía como sacrificio, comida y presencia, pero no presencia sólo para que haya sacrificio y comunión, sino para que haya amistad, como sacramento de la amistad de Dios con los hombres. La teología y la liturgia han  entendido y desarrollado siempre y perfectamente los dos primeros aspectos, y está perfectamente desarrollado en cuanto a su teología, liturgia y celebración, como podemos observar en todos los Misales y textos de teología y liturgia; sin embargo, en cuanto a la  presencia de Jesucristo como amigo no está igualmente entendido ni desarrollado teológica y litúrgicamente; sino que queda casi reducida a la presencia esencial y teologal en la consagración y comunión. Este aspecto no está desarrollado  litúrgicamente en la misma Eucaristía; aunque fuera brevemente, añadiendo algún signo o palabra que lo expresara suficientemente en la misma celebración. La liturgia tan sólo afirma que el pan consagrado se guarde en el sagrario para los enfermos y la adoración, que está bien, pero a mí me parece que esto no es suficiente.

 Y digo que esta es mi opinión, no defino; pero yo insinúo que la teología y la liturgia de la presencia eucarística se han quedado un poco cortas, y venimos un poco heridos desde los mismos textos y centros que nos han formado como  sacerdotes, porque por la historia y las controversias se desarrollaron más los aspectos de sacrificio y comunión de la Eucaristía, mientras la presencia fue siempre defendida, pero poco desarrollada en los textos de Teología y Liturgia; aunque devocionalmente hay Encíclicas o documentos oficiales preciosos. También hay que admitir que hubo épocas importantes en este aspecto, coincidiendo con personas concretas que cultivaron y predicaron esta  vivencia. La presencia de amistad de Jesucristo en la Eucaristía como don  sacramental no se ha desarrollado suficientemente,  con signos y liturgia sacramental propia y específica; sino sólo de paso y, como consecuencia, del pan que no era comido, comulgado. Yo opino que tenía que haber alguna oración o brevísima liturgia de celebración de la presencia dentro de la misma Eucaristía, porque se quedó en la mínima expresión o casi nula, mirando con excesivo respeto el Concilio de Trento a los hermanos protestante que negaban los dos misterios  celebrados desde el principio en la misma Cena: el sacrificio y la comunión. La presencia de Amistad, que fue los más largo en la Última Cena, donde el diálogo de amistad de Jesús con los suyos y con los que vendríamos después, fue largísimo y querido expresamente y celebrado litúrgicamente. Ahora todavía somos herederos de la presencia real, verdadera, substancial… de Cristo en la Eucaristía, pero de la Presencia amiga, o presencia como amistad se ha desarrollado poco en la Teología, quitando algún teólogo vivencial y eucarístico.

         Pasa igual con el Espíritu Santo. Es otra paradoja de la vida de la Iglesia. Resulta que según Cristo estamos en la economía del Espíritu Divino. Según el proyecto del Padre, Jesús ha terminado su misión y Él tiene que irse para que venga el Espíritu Santo, que nos ha de llevar a los Apóstoles y a la Iglesia hasta la verdad completa. Y los Apóstoles no lo comprenden y hasta se ponen tristes, cuando Jesús les dice: “Porque os he dicho esto os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…Él os llevará hasta la verdad completa.” Tenía que irse de una forma para venir de otra: “Me voy pero volveré.”Y vino el mismo Cristo; pero hecho fuego y experiencia viva de Dios en sus corazones, no sólo en sus cabezas y en sus ojos, y lo comprendieron todo desde dentro, desde el amor y abrieron todos los cerrojos y cumplieron el mandato de Cristo de predicar y todos entendían; aunque eran de diversas lenguas y culturas.

         Queridos amigos, ahora estamos en la economía de la Iglesia, del Espíritu Santo. Y cuando yo estudié no había tratado de Pneumatología y aún hoy día, el Espíritu Santo es un apéndice de la teología, y como formamos según nos forman, por eso luego nuestra vida religiosa, nuestra piedad, la que vivimos y enseñamos, nuestro diálogo y oración, nuestra predicación es bipolar: Padre e Hijo. Yo estudié a Lercher, de los mejores textos de la época y sólo dimos dos o tres tesis de Espíritu Santo en el tratado de “Deo Uno et Trino, creante y elevante.” Allí empezábamos por el Deus inefabílis, Unicus, Unus… Por eso creo que seguimos necesitando que el Espíritu Santo venga en llamaradas fuertes  de fe viva y amor sobre las cabezas de los teólogos y liturgistas, “porque el Espíritu Santo  ha sido derramado en nuestros corazones.” Es sintomático que en la vida de los que han subido hasta metas altas no sólo de vida “cristiana,” de vida de Cristo, sino de vida “espiritual,” de vida según el Espíritu, aparezca poco a poco el Espíritu Santo como supremo maestro y director de almas y ya no desaparezca jamás de sus vidas, y desde entonces hasta la eternidad todo será en Espíritu Santo, en Amor Personal del Padre al Hijo y de los hijos en el  Hijo al Padre por su mismo Espíritu, que nos hace exclamar admirados y desbordados de amor: “Abba,” papá Dios. 

         “Le conoceréis porque permanece en vosotros.” Quizás esta sea la dificultad mayor: a la verdad completa, al Espíritu Santo no se le puede conocer por palabras, obras y milagros, sino por amor, sólo por amor, “porque permanece en vosotros,” en vuestro corazón, esto es, cuando las  palabras y gestos se hacen experiencia de fuego y amor, cuando Cristo, la Eucaristía, el Espíritu Santo no es concepto sino llama de amor vida, entonces se entienden y viven y comprenden estos misterios.

         En la Eucaristía, ante el Sagrario, es el Espíritu de Cristo, memoria de Dios, quien me recuerda en el “acordaos de mi” todos los dichos y hechos salvadores de Cristo, pero haciéndolos presentes en mi corazón; hace memorial, hace presente en mi espíritu las palabras, los sentimientos y las emociones de Cristo:..De nuevo volveré y os llevaré conmigo...@, ANo os dejaré  huérfanos, volveré a vosotros.Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor@, AYa no os llamo siervos, os llamo amigos,  Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad  completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosa venideras.... Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría. Pero no ruego sólo por estos sino por cuantos crean en mi por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en tí,  para que también ellos sean  en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado. Padre, lo que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo “Porque os dicho estas cosas,os habéis puesto tristes... pero volveré y ya nadie os podrá quitar vuestro gozo...Padre, no sólo ruego por estos, sino por los que creerán en tu nombre

Dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre....hijitos  míos, amaos los unos a los otros....En la casa de mi Padre hay muchas moradas, me voy a prepararos sitio....Os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros...si me conocéis, conoceréis también a mi Padre...Felipe )no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis...En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre...Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada...Yo soy la vid, vosotros los sarmientos...Como el Padre me amó, yo también os he amado, permaneced en mi amor....Vosotros sois mis amigos,  porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer....Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.... Padre santo, guarda en tu nombre estos que me has dado, para que sean uno como nosotros... (Jn17).

Cristo se hace presente para hacer presente su pascua y salvarnos, comiendo su carne resucitada, llena de la nueva vida; pero también se hace presente para permanecer  en el sagrario, como presencia de amistad, ofrecida a todos los hombres. Es precisamente esa presencia de Amistad, ese amor de Cristo amigo, sentido hasta el extremo y por obediencia al Padre, que “tanto amó al mundo que le entregó su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él;” fue este amor de Espíritu Santo, encarnado en el Hijo, por la potencia de ese mismo Amor Divino del Padre y del Hijo en la Palabra pronunciada por amor eterno en el Padre en la que el Padre se dice a sí mismo en Palabra cantada en amor y que la dice y pronuncia también para nosotros en el Hijo amado, fue esa Palabra dicha con amor y en carne humana para el hombre, fue ese Hijo encarnado el que primero estuvo y tiene que estar presente para luego, desde ese amor presente a los hombres ya, aún antes de la pascua eucarística, hacerse sacerdote y víctima de su propia ofrenda al Padre por los hombres y luego, desde ese amor primero, permanecer para siempre, porque para eso vino, como amistad salvadora de la Trinidad ofrecida a todos los hombres.

Por eso, si se ha celebrado bien, si la eucaristía ha sido completa, algo habrá que decirle y adorarle y besarle despacio a este Cristo en la misma celebración eucarística, para  celebrar esa amistad; algo habrá que decirle también en la comunión y algo luego también, cuando pasemos, una vez que hemos ofrecido y comulgado, junto a su presencia amiga y continuada en el Sagrario. Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí. ¡ Señor! pues a ver si les insinúas algo de esto sobre todo  a los que corren tanto que no te dan tregua a decirnos casi nada de amistad y muchas veces, por la forma y el modo, no te dejan consagrar emocionado y despacio y decir lo que tienes y quiere decirnos, porque todo es correr y correr, casi sin entender bien lo que  celebran; pero como de todo tiene que haber en la viña del Señor,  también hay hermanos y amigos que dicen lo contrario, que por qué tan despacio esto o lo otro, que guardar mejor el ritmo...etc.

Es que como me gusta tanto esta miel de la Eucaristía y este sabor de vino profundo de las bodas de Cristo y de los pactos de amistad con Dios que Él me brinda, a veces me paso ratos y ratos repasando la teología y la liturgia que me enseñaron o actual, y al degustar con los labios y la lengua gustativa de ahora este vino tan sabroso, encuentro  nuevos matices y sabores de vino viejo y de pan  reciente de Eucaristía recién celebrada y  no siempre coinciden doctrinas y sabores. Y esto sólo en cuarenta años.

Había que hacer la liturgia y la teología no solo de rodillas, que ya es un paso importante y obligado para todo verdadero teólogo;  sino habiéndola gustado, esto es, bebiendo siempre este vino viejo de amor eterno de mil sabores de amor y amistad y este pan tan reciente de cada día del horno y corazón eucarístico, que tanto quema y ha quemado a los santos de todos los tiempos, -ninguno que no fuera eucarístico-, y a nuestros padres y mayores, que no tuvieron más clases de  teología y Biblia y liturgia que el sagrario y allí lo aprendieron todo, uniendo la Eucaristía en latín de las siete de la mañana con la liturgia larga de la visita de amistad al Señor en el sagrario por la tarde.

OCTAVA MEDITACIÓN

 

LA PRESENCIADEDIOS ENTRE LOS HOMBRES/C: (CONTINUACIÓN)

 

 

 Yo soy la vid y vosotros los sarmientos, y los sarmientos están siempre  unidos a la vid, porque de otra forma mueren y se secan:Sin mí no podéis hacer nada... Eucaristía, «fonte que mana y corre», vid, sagrario.... son para un cristiano realidades que se complementan e ilustran entre sí: la comunidad después de celebrar la Eucaristía y después de comer el pan, debe permanecer ya siempre unida con Cristo y entre sí como sarmientos a la vid, que es la misma persona de Cristo, que les alimenta en pascua, comunión y amistad personal con Él permanente en vida de casados, solteros, sacerdotes....Es claro que Cristo ha querido quedarse en los sagrarios de la tierra como centro de vida y de caridad en medio de cada comunidad cristiana, como fuente de vida que mana y corre, aunque es noche, por la fe. Me gustaría ser pintor, para plantar la viña, que es Cristo, en un Sagrario, y desde allí, por la puerta abierta, pintar unidos a la Vid Eucarística, todos los sarmientos de la Iglesia, que son los cristianos, los creyentes en Cristo Eucaristía.

         La Hostia presente en cada sagrario nos invita a nosotros a ser hostia, a ofrecernos al Padre, a adorarle, a cumplir su voluntad. La Hostia presente en cada sagrario es pan, comida, que nos invita a seguir comiendo Dios, infinitud, vida divina y a ser comidos por Él en sus mismos sentimientos de generosidad, caridad y servicio permanente como El. Este es el sentido de los signos sacramentales, significar y hacer lo que significan, traer, encarnar, acercar al mismo Dios al hombre, a nuestras personas y actividades, a nuestro mundo concreto.

La Hostiapresente en el Sagrario, como sacramento de amistad, nos invita a comprender la verdad del amor de Dios al hombre por esta encarnación continuada, signo y presencia de su amor perpetuo, presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en atardeceres del paraíso. Por eso, cuando entramos en una Iglesia católica, nuestros ojos espontáneamente van hacia la Hostia santa, a la persona de Cristo Eucaristía, al Amigo por excelencia, al Sacramentado por Amor a los hombres, que nos mira y  siempre está en casa esperándonos.

 Por eso, me gusta que esté en un sitio visible, porque Él es el Señor del templo, el verdadero Templo reconstruido y vivo. Yo nunca me quedo mirando y cantando @la puerta del sagrario quién la pudiera abrir@como cantábamos en el seminario. Yo la abro y me meto en la Hostia Santa, la Morada de Dios más real en la tierra  para cada uno de nosotros. 

Por eso lo digo con toda sinceridad, no tengo ninguna envidia a los Apóstoles que le vieron materialmente a Jesucristo en Palestina; no me gustan mucho las «apariciones», aunque sea en personas santas y no voy a profundizar en esta materia, para no hacer dudar de algunas hagiografías. Sólo digo que todas las apariciones de Cristo resucitado no fueron suficientes para que los Apóstoles conocieran el misterio de Cristo y fue necesario Pentecostés, ese mismo Cristo hecho fuego en su corazón.

Lo único que quiero es que Él, mejor dicho, su mismo Espíritu de Amor Personal a su Padre venga a mí y me aumente la fe y el amor, porque yo no puedo hacerlo ni sé ni comprendo todo esto que a veces siento, y que también ya, por otra parte, ni sé ni quiero vivir sin Él: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida! ¡También yo quiero darlo todo por Ti! Porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que los seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, Yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios!

El Cristo que yo quiero es el que los Apóstoles contemplaron después de Pentecostés, cuando ya no le veían históricamente, ese que les quemó el corazón con fuego de  Espíritu Santo, y les  robó el corazón y les puso fuego en su torpe cabeza y pensamientos egoístas y les hizo hablar  las lenguas del amor a Dios y a los hombres y que todos entendieron y seguimos entendiendo a través de los siglos,  y  ya no pudieron callarse y fueron profetas verdaderos sin miedo ya a morir, únicamente  pendientes de agradar y obedecer a Dios más que a los hombres.

Con el Cristo externo, visible, autor de milagros incluso, hecho sólo Teología,  pero no hecho fuego de Pentecostés, de experiencia verdadera de Dios y de su amor infinito, siguieron teniendo  miedo, le abandonaron....y aún viéndole incluso resucitado, siguieron  con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Yo quiero el Cristo experimentado por Pablo: APara mí la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo y este crucificado...@;yo quiero sentir y vivir el Cristo de los místicos verdaderos.

La fe eucarística es la palabra que hace presente a Cristo en ambiente de cena de despedida y de reencuentro resucitado de perdón y amistad: APaz a vosotros.@La fe eucarística es la mano que alarga el pan de vida eterna para comerlo, es la boca que lo recibe en respuesta a la invitación del Señor: Tomad y comed, es la puerta que se abre, porque es Cristo quien llama y abre la puerta para cenar con el discípulo (Ap3,20),  para vivir su presencia en amistad, en conocimiento y amor mutuos. Los ojos de los discípulos de Emaús no se abrieron por sí mismos, sus ojos Afueron abiertos@según la versión griega de Lc. 14,31.

Nosotros no podemos ni sabemos y, al principio, por falta de ojos limpios,  ni queremos... Sólo Cristo, sólo Cristo por la fe y la fe es don de Dios. Nosotros la recibimos y podemos pedirla; pero no fabricarla  ni merecerla, porque es divina, es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de su  proyecto de Salvación y, al ser de Dios, nos desborda, es don gratuito e infinito.

Estoy hablando de la fe, del conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de su esencia e intimidad, que me desbordan y se convierten en misterios porque mi capacidad es limitada. Necesito que me capacite para este conocimiento y eso solamente lo realiza la gracia, que es vida y conocimiento y amor de Dios en sí mismo. Así lo piensa S. Juan de la Cruz. De ahí la necesidad de noches y purificaciones para prepararme; aunque nunca comprenderé como Dios se comprende, ni siquiera en la eternidad; aunque allí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los Tres me lo expliquen  mejor y con más detalles, en el Sacramento Trinitario del amor y de la amistad eterna, con su misma Palabra y con su mismo Amor Personal, o si queréis, con Única Palabra Completa y Total del Padre cantada con Amor de Espíritu Santo al Hijo, que en eco total y eterno la recibe y la acepta infinitamente, totalmente, por la potencia del mismo Espíritu de Amor, que los hace Padre e Hijo, canturreada por el Padre y en eco eterno de amor repetida y aceptada por el Hijo en un acto eterno de Amor esencial, que es Espíritu Santo, que es la esencia del Dios Trino y Uno, porque “Dios es Amor,” su esencia es amar y si Dios dejase de amar y amarse, dejaría de existir, de ser Tri-unidad, de ser Tres en Unidad de Ser, que es Amor. Dios no puede dejar de ser Padre lleno de amor, no puede dejar de perdonar al hombre, creado gratuitamente porque ha querido hacerle partícipe de su mismo Amor y Palabra, en la que contempla todo su Ser, desde el amanecer de su existir. Por eso, no puede dejar de ser Padre, que pronuncia para Sí y para nosotros de Palabra en la que se dice y nos dice todo su Amor, todo lo que nos ama en su mismo Amor, que es Espíritu Santo.

Por eso, como “Dios es amor,” esa es su esencia y el Padre no puede dejar de ser Padre, de estar engendrando con amor y felicidad al Hijo que le hace al Padre ser Padre y feliz eternamente, porque es su vida, su paternidad, porque le ama como es amado por el mismo Amor Personal y Esencial, que es Espíritu Santo.

Allí, en el altar del cielo, ya no celebraremos la Eucaristía como pascua, porque ya hemos llegado a la tierra  prometida, a  la meta y no habrá más pascua, porque ya no habrá más paso ni más tránsito, porque hemos llegado al final del proyecto, al esjatón, a lo Último, a Dios en su Ser primero y último y único; allí no habrá más Eucaristía como viático de eternidad, como comida y  alimento del pan para la vida eterna, porque hemos llegado a Vida Eterna, porque los peregrinos  ya han conseguido llegar al corazón amigo del Dios Uno y Trino, que tanto me amó que entregó su vida, que era su Hijo, para que yo pudiera tenerla eterna en su misma intimidad y esencia divina.      Todos los medios y signos terrestres ya han pasado, fueron provisionales: el templo, el sacerdocio, la pascua, la comida, la liturgia, los sacramentos, hasta la misma Eucaristía: Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura (Hb 13,14). ¡Que deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo!. 

 La Eucaristía es la presencia corporal de Cristo, del evangelio entero y completo, de la fuente de gracia de todos los sacramentos, de todos los misterios de Dios para con nosotros, de toda la Salvación y del esjatón final anticipado y metido como cuña en el tiempo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús. La Eucaristía es la presencia más presencia corporal del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en la tierra por el Hijo Amado. Y todo por amor total en amistad de Dios con los hombres. La Eucaristía como Eucaristía, como comunión y como sagrario siempre será presencia de amistad y de amor hasta el extremo:«.... mientras la Eucaristía es conservada en nuestras iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Enmanuel, es decir, Dios con nosotros... Habita con nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles...» (Mysterium fidei 67).

El diálogo eucarístico se dirige siempre, a través del signo, a la persona misma de Cristo celeste y pascual, vivo y resucitado, el único que existe, porque la Eucaristía es el pan escatológico, el banquete del reino de Dios, su explicación y parábola más bella y que en lenguaje vulgar llamamos cielo; el sagrario es la amistad del cielo, querida y anticipada por Jesucristo en la Eucaristía para su Iglesia peregrina, cuya ciudad se encuentra en los cielos (Flp 3,20). Es el banquete donde  la amistad es condición indispensable y esto no hay que olvidarlo nunca para ver y analizar cómo y para qué comulgamos y celebramos, y aquí está la clave para entender plenamente  la Eucaristía, sobre todo, los frutos de la comunión y de la Eucaristía.

La amistad, mejor, el deseo de amistad es indispensable y se celebra y aumenta,  como en toda comida. Aquí es donde mejor y más se alimenta la  intimidad mutua de Cristo con los suyos y de los suyos con Dios Uno y Trino, y la posibilidad de amarse mutuamente sin medida. La Eucaristía, el sagrario es siempre un libro silencioso pero abierto permanentemente para leer las cosas del amor divino, sea cual sea el lugar y el rincón que ocupe en la iglesia; el sagrario es Cristo Eucaristía, el mejor maestro de oración, santidad y vida cristiana; es Dios mismo cercano, amigo y confidente, es nuestro Dios Trino y Uno con los brazos abiertos a la intimidad y a la amistad con el  hombre por el Hijo  Amado: Jesucristo vivo, vivo y resucitado.

Toda la liturgia de la tierra termina en la liturgia del Apocalipsis, allí ya será y está el fin y la síntesis de todo y de todos que es Dios, que es la Amistad eterna con el Eterno, nuestro Dios Trino y Uno, es decir, Dios Amor-Amistad en diálogo infinito con los Tres y con todos en el Todo del Círculo Trinitario y allí y eternamente celebraremos en visión celeste de gloria esta Amistad soñada por Dios desde el amor más gratuito que nunca el hombre pudo soñar y que por eso mismo le cuesta creer y comprender: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él no amó primero…” ; amistad celebrada como anticipo en la Eucaristía y  añorada en plenitud desde la fe, la esperanza y el amor, virtudes sobrenaturales que nos unen directamente con Dios durante el peregrinaje.

         El autor del Apocalipsis contempla el evento escatológico como una solemne liturgia celeste, celebrada por los ángeles y santos, llena de luz y de cantos y de gloria. El canto del Aleluya expresa el gozo de todos aquellos, que habiéndose mantenido fieles hasta el final, han sido invitados a la cena nupcial del Cordero degollado, el Viviente, que estuvo entre los muertos pero ahora vive para siempre. Es el símbolo de la plena y beatífica comunión con el Dios Trino y Uno. Hasta allí me llevó la pascua de la Eucaristía, la comida del pan de la vida eterna, la presencia amiga del Sagrario, puerta del cielo, en la «que se nos da la prenda de la gloria futura»: «et futurae gloriae pignus datur».

         ¡Oh Jesús, mi dulce recuerdo, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni  pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos,  qué generoso para los que te suplican,  cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran.

Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén».

 

         No puedo olvidar en estos momentos a la que fue la primeratienda de la Presencia de Dios en la tierra, el arca de la Alianza Nueva y Eterna, el primer sagrario de Cristo en la tierra, la madre de la Eucaristía: María, la hermosa Nazaretana, la Virgen bella, la Madre del Verbo de Dios hecho carne, la Virgen del Sagrario, ¡Madre del alma, cuánto me quieres, cuánto te quiero! ¡Gracias por haberme llevado a tu Hijo Eucaristía! ¡Gracias por querer ser mi madre! ¡Mi Madre y mi Modelo! ¡Gracias!. Desde aquí mi beso más filial y  el agradecimiento más sincero: «Dios ha puesto en tí, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá en su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas» (S.Sofronio, Sermón 2, PG3, 3242,3250).

 

 

 

NOVENA MEDITACIÓN

 

LA EUCARISTIA, MEMORIAL DE LA NUEVA PASCUA Y NUEVA ALIANZA DE CRISTO

 

         «Éste  es el misterio de nuestra fe», así proclamamos solemnemente a la Eucaristía después de la Consagración. Este grito aclamatorio es una invitación a orar, a pedir luz y gracia al Espíritu Santo, para comprender un poco la teología del misterio eucarístico. Sólo la fe iluminada y el amor encendido nos pueden poner en contacto con esta realidad en llamas que es Cristo resucitado y glorioso, celebrando para todos nosotros su triunfo sobre el pecado y la muerte que nos separaba de Dios y vencidos por su pasión, muerte y resurrección en la Eucaristía, en la que los presencializa sobre el altar y los ofrece al Padre por amor extremo, dando la vida en sacrificio, haciendo la Nueva y Eterna Alianza con Dios en su cuerpo entregado y su sangre derramada.

         La Eucaristía había que estudiarla de rodillas, había que celebrarla de rodillas, como yo sorprendí un día a una de mis feligresas que llevaba la comunión a los enfermos: me la encontré por la calle, la acompañé y me encontré con la sorpresa; me aclaró que los sacerdotes deben hacerlo de pie pero los seglares de rodillas, porque así lo hicieron Magdalena y aquella pecadora del banquete de Mateo...porque es Cristo en persona. Desde el convencimiento de que es y seguirá siendo un misterio, de que nos quedan muchos aspectos y realidades por captar y descubrir, vamos a decir algo de la Eucaristía como Eucaristía, como sacrificio desde la teología católica.

         La celebración de la Eucaristía ha sido deseada por el mismo Jesús y entregada a la Iglesia. La víspera de la Pasión, mientras estaba a la mesa con sus discípulos, quiso anticipar proféticamente su pasión, muerte y resurrección, para que los Apóstoles participaran vitalmente de su nueva Pascua: en el atardecer tenso del Cenáculo, las palabras del Señor han sonado firmes y vibrantes. Nadie será capaz de explicar lo que ocurrió aquel primer Jueves Santo de la historia, lo que sigue ocurriendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un poco de pan y de vino. Sólo hay una palabra que lo toca un poco y manifiesta su asombro: Mysterium fidei.

         La liturgia copta es más expresiva que la romana:   «Amén, es verdad, nosotros lo creemos. Creo, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, confusión o cambio. Creo que la divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. Él es quien se dió por nosotros en perdón de los pecados para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

         Y la verdad, hermanos, que para el hombre creyente no son posibles otras palabras. La Iglesia, en los Apóstoles, recibió el tesoro, los gestos, las palabras: Haced esto en memoria mía, pero no posee una plena explicación y comprensión del misterio, que ha de ser tocado y aceptado y poseído sólo por la fe: Misterio de fe.

         El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, apoyado sobre su corazón, quedó  marcado para siempre por la experiencia de esta hora. Lo que él vivió en aquellos momentos lo expresó en estas palabras: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor y de su vida, hasta el extremo del tiempo.

        

Cristo había salido del Padre y al Padrevolvía en la Nueva Pascua, una vez realizado el pacto o la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, “por su sangre derramada por los pecados”. Cristo en esta Acción de Gracias, que es la Eucaristía, en este Cena Última quiso instituir la Nueva Pascua de la Nueva Alianza de Dios con los hombres.

         La Pascua cristiana tiene su anticipo e imagen en la pascua hebrea y no se puede explicar y comprender perfectamente sin recurrir a ella. Es en el Antiguo Testamento, como hemos dicho, donde encontramos figuras y hechos, que la hacen más comprensible y que sirven de anticipo y comprensión de su contenido teológico. MAX THURIAN nos dirá, «que la Eucaristía sólo puede comprenderse en su significado profundo, si se la explica por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento. Si se interpretase la comida eucarística, como un acto nuevo y totalmente independiente, no llegaríamos a sus raíces más profundas» (La Eucaristía, Memorial del Señor, o. c. pag 28).

         Por eso, toda la tradición apostólica, patrística y eclesial, para explicar la Pascua y la Alianza del Nuevo Testamento instituida por Cristo ha mirado las figuras y las instituciones del Antiguo Testamento: Pascua, Alianza, Memorial.... y ésta es la razón por la que comenzamos nuestra meditación con la exposición breve de estas tres realidades veterotestamentarias que le dan marco y fundamento.   

         Nosotros queremos explicar fundamentalmente la santa Eucaristía tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, esto es, como Nueva Pascua y  Nueva Alianza y, para esto, podemos hacernos tres preguntas:

 

1.- Qué significó para el pueblo judío la Pascua y su celebración.

2.- Qué significó para Jesucristo.

3.- Qué debe significar para nosotros.

PRIMERA PARTE

 

ANTIGUO TESTAMENTO: PASCUA HEBREA

 

A) LA PASCUA HEBREA COMO ACONTECIMIENTO HISTÓRICO:

 

1) EL SACRIFICIO Y LA CENA DEL CORDERO PASCUAL

 

         La pascua hebrea, el paso de Dios sobre su pueblo, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la travesía del desierto, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial....La pascua judía, iniciada con la cena del cordero pascual y continuada con hechos extraordinarios como el maná, el agua viva brotada de la roca... es la institución veterotestamentaria que arroja más sentido y comprensión sobre el contenido, las palabras y los gestos de Cristo en la Última Cena.

         Diversos pasajes del Éxodo, en el capítulo 12, sobre todo, y del Deuteronomio, en el capítulo 16, nos dan a conocer elementos bien concretos del rito pascual que anticipan la Cena del Señor. La cena pascual judía es la celebración de estos hechos que hemos enumerado. Es el recuerdo memorial de la cena del cordero por toda la familia reunida en la esclavitud de Egipto, es la salida y el comienzo del éxodo desde Egipto hasta la tierra prometida, es la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel, en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo cumpliendo las promesas de Abrahán, para establecer con ellos una alianza que sellará su existencia como pueblo elegido.

         "Yahvé dijo a Moisés y Arón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año. Hablad a toda la asamblea de Israel y decidles: El día diez de este mes tome cada uno según las casas paternas  una res menor por cada casa. Si la casa fuere menor de lo necesario para comer la res, tome a su vecino, al de la casa cercana, según el número de personas, computándolo para la res según lo que cada cual puede comer. La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. La reservarás hasta el día catorce de este mes y toda la asamblea de Israel lo inmolará entre dos luces. Tomarán de su sangre y untarán los postes y el dintel de la casa donde se coma. Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres. No comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego, cabeza, patas y entrañas. No dejaréis nada para el día siguiente; si algo quedare, lo quemaréis. Habéis de comerlo así: ceñidos los lomos, calzados los pies y el báculo en la mano y comiendo de prisa, es la Pascua de Yahvé. Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre servirá de señal en las casas donde estéis; yo veré la sangre y pasaré de largo, y no habrá para vosotros plaga mortal cuando yo hiera la tierra de Egipto. Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación: será una fiesta a perpetuidad"  (Ex.12,1-14).

            Es Pascua de Yahvé(v 11). La palabra pesah, en latínpascha, podemos traducirla por "pasar por "pasar por encima de"... Por tanto, "este paso por encima@que exime y exceptúa a las viviendas de los Israelitas, tiene sentido de salvación. La explicación se dará más completamente en los versículos siguientes...

         Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan  preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía. (Cf. MELITÓN DE SARDES,Homilia de Pascua, siglo II).En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia leemos estas palabras: "(Oh misterio nuevo e inexpresable! La inmolación del cordero se convierte en salvación de Israel, la muerte del cordero en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, oh ángel, qué fue lo que te llenó de temor? Está claro: tú has visto el misterio del Señor cumpliéndose en el cordero, la vida del Señor en la inmolación del cordero, la figura del Señor en la muerte del cordero y por esto no has castigado a Israel" (MELITÓN DE SARDES, sobre la Pascua, 31.;Sch 123,p.76). Y el PSEUDO HIPÓLITO exclama: ")Cuál será la fuerza de la realidad cuando la simple figura de ella era causa de salvación? (Ps. Hipólito, sobre la Pascua,3; Sch.27, p.121) Para los Padres y para la iglesia está claro que desde la noche del éxodo Dios contemplaba ya la Eucaristía y pensaba en darnos el verdadero Cordero Salvador:"Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá plaga exterminadora..."(Ex.12,13).

             Todo esto lo cree y lo reza la liturgia de la Iglesia en uno de sus prefacios pascuales, con mayor expresividad en su versión latina: "...pascha nostrum inmolatus est Christus: qui oblatione sui corporis, antiqua sacrificia in crucis  veritate perfecit, et seipsum pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare y agnus exhibuit.... "Cristo, nuestra pascua,(cordero pascual) ha sido inmolado. Porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar".

         El Éxodo, pues, no es sólo el momento de partida, después de la cena del cordero, en aquella noche llena de acontecimientos, que dan fin a la esclavitud en Egipto, abarca también otros muchos hechos extraordinarios, mencionados anteriormente, y que nos ayudan a comprender mejor el contenido del misterio eucarístico. La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes,  llamado Nisán después del exilio, comenzando con la tarde del día 14.

         "Cuando os pregunten vuestros hijos: «)qué significa para vosotros este rito?, responderéis: «Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas»"(Ex.12,26-27). Y, celebrándolo así, es como este rito se convierte en recuerdo memorial de la Pascua Judía, esto es, de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la alianza con su pueblo.

 

2) ALIANZA POR LA SANGRE

 

En esta pascua se celebra también, como hemos dicho, un pacto de amistad, una alianza de protección y de amor de Dios con su pueblo, en las faldas del monte Sinaí, siguiendo los ritos de entonces, esto es, sacrificio de ternero y sangre derramada sobe el pueblo y el altar, sino de dios. El mismo término de alianza tiene su contenido y obligaciones basados en lo pactos y compromisos sociales nacidos  entre los pueblos y clanes familiares.

         Sobre la base de la solidaridad de la sangre, fortísima entre los pueblos nómadas, para firmar un pacto, se hacía con sangre, mediante un rito consistente en un cambio de sangre entre los pactante, que simbolizaba y sancionaba el ingreso de un individuo o de un grupo familiar en el otro grupo, como si tuvieran un mismo origen, se hacían «consanguíneos», con la consiguiente participación en los mismos derechos y obligaciones familiares. Bajo este aspecto, la Alianza de Israel con Yahvé, simbolizada por la sangre derramada mitad sobre el altar, que representa a Dios, mitad sobre el pueblo, indicaba la participación de Israel en los bienes de Dios y, en un cierto sentido, la asunción por parte Dios de los intereses de Israel. Otras veces este rito consistía en un convite sacrificial, por el que se significaba la participación para siempre en los mismos bienes y derechos de los contrayentes.

         La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con este significado vital que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios e Israel. Dice Yahvé a Moisés: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y  nación santa" (Ex. 19,3-6). El rito de la conclusión de la alianza tiene lugar en el monte llamado Sinaí en los pasajes atribuidos al Yahvista(Ex. 19, 11b-18) y Horeb en los atribuidos al Elohista(Ex.33,6): "Moisés vino y comunicó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé y todas sus leyes. Y todo el pueblo respondió a una: Cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces escribió Moisés todas las  palabras de Yahvé y levantándose muy de mañana, alzó al pié del monte un altar  y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes de los israelitas que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en una vasija y la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó a continuación el código de la alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé. Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza, que el Señor ha hecho  con vosotros, según las palabras ya dichas@  (Ex.24,3-9). 

         La sangre derramada después del juramento tanto sobre el altar como sobre el mismo pueblo significa una nueva unión más fuerte que se dará de ahora en adelante entre Dios e Israel y de Israel con su Dios. Y así interpreta Moisés este gesto simbólico al decir: "Esta es la sangre de la Alianza...@   Todo lo dicho aquí es muy importante para nuestra exposición, porque Jesús mismo, en la institución de la Eucaristía, cita la fórmula ritual de Moisés y la incorpora para siempre a las palabras de la consagración: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza...@ (Mt.26,28). Mediante esta nueva alianza, Dios quiere conducir a su nuevo pueblo a una vida de comunión con Él, y los hombres son invitados a entrar en este designio de Dios, conformándose en todo a su voluntad.

                  

 

B) LA PASCUA HEBREA COMO RECUERDO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

 

El rito de la cena pascual por parte del pueblo judío hasta los tiempos actuales no es un puro recuerdo de aquellos hechos liberadores y de aquellos pactos de amistad con Dios, sino que es un memorial, un recuerdo memorial. Memorial es un concepto bíblico fundamental en toda la vida de Israel y en particular en la celebración ritual de la Pascua. El memorial, asociado al rito siempre igual de la cena pascual judía, tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé, para que recordándolas, Dios renueve la salvación y la liberación concedidas a Israel.

"Este día será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta del Señor, institución perpetua para todas las generaciones@ (Ex.12,14). "Dijo, pues, Moisés al pueblo. «Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre...»@(Ex.13,3-10). En la celebración de la cena pascual, los padres tenían la obligación de dar una catequesis a los hijos más pequeños sobre el significado de aquella cena, que estaban celebrando y de sus ritos:       "Cuando hayáis entrado en la tierra que el Señor os va a dar, como ha prometido, observaréis este rito. Y cuando vuestros hijos os pregunten: «)qué significa este rito?», responderéis: Es el sacrificio de la pascua en honor del Señor, que pasó de largo ante las casas de los israelitas de Egipto, cuando castigó a los egipcios y perdonó a nuestras familias"  (Ex.12,25-27).

         El rito pascual celebrado de esta forma se convierte en una institución permanente, unido indisolublemente al hecho de la liberación de Egipto y es un memorial de toda la realidad del éxodo. El memorial pascual no era mera evocación y recuerdo subjetivo del pasado. Al hacer presente el rito, se quería recordar a Dios las maravillas realizadas antiguamente, para que las siguiera realizando en el presente, en favor de su pueblo. También servía para recordar al pueblo los compromisos contraídos con Dios por la Alianza, que ahora tenía que hacer actuales.

         Por tanto, el rito memorial, por excelencia, del pueblo judío era el rito pascual. Esta memoria pascual, repetida periódicamente, de una parte, provoca el agradecimiento del pueblo a Dios por la salvación recibida, y por otra, en cuanto institución divina, obliga a Dios a "acordarse", esto es, a revivir y renovar los prodigios hechos en favor de su pueblo, según las palabras del salmo 111,4-5: "Ha hecho maravillas memorables, el Señor es compasivo y misericordioso: Da alimento a los que le honran, acordándose siempre de su alianza@.

         Y esta comprensión bíblica de la pascua judía como memorial es el sustrato que está en la base conceptual e institucional de las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor.11,24-25), que San Pablo comenta en concreto: "Así, pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga" (1Cor.11,26). La Eucaristía será para los creyentes en los siglos venideros el "memorial" de la obra redentora de Cristo, de la Nueva Pascua que nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte y de la Nueva Alianza que firma el pacto eterno de amistad de Dios con los hombres en la sangre derramada del “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, como lo profetizó San Juan Bautista.

        

Quiero terminar este apartado añadiendo que la pascua judía no solo era memorial de una liberación pasada que Dios hace presente, sino que después del exilio miraba cada vez más al futuro. Ello era debido a que los profetas contemplaban la venida de un  nuevo Moisés. Yavéh era la  garantía y la esperanza mesiánica en el futuro.

DÉCIMA MEDITACIÓN

 

SEGUNDA  PARTE

 

I.- NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO, NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

 

A) EL CONTEXTO DE LA PASCUA CRISTIANA

 

         Entramos ya en el Nuevo Testamento. Y lo primero será comprobar ciertamente que Cristo instituyó la Eucaristía en un contexto pascual, es más, la mayoría de los autores avalan que lo hizo en el marco de la cena pascual judía.

         Ateniéndonos a los sinópticos, Jesús celebró la última cena"el primer día de los Ázimos", la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. (Sin embargo, según el evangelio de Juan (Jn.13,1.29; 18,28), Jesús muere el día 14, pues ese día los corderos eran inmolados en el templo y, puesto el sol, se comía la cena pascual. No quiero entretenerme en este tema) Es más, para los sinópticos es totalmente cierto que la Última Cena fue la cena pascual judía y que en ella Cristo instituyó la Eucaristía. "El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: )Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? (Mc.14,12).

         No hay que maravillarse, por tanto, de que ya en el siglo IV, Efrén el Sirio, aludiendo a las notas de la cena pascual de Cristo, entonara esta bienaventuranza: "Dichosa eres tú, oh noche última, porque en ti se ha cumplido la noche de Egipto. El Señor nuestro en ti ha comido la pequeña pascua y se convierte el mismo en la gran Pascua.... He aquí la pascua que pasa y la Pascua que no pasa. He aquí la figura y he aquí su cumplimiento" (Himnos sobre  los ázimos, citado por U.NERI, o. c. p.90).

         Para comprender mejor la institución de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo dentro de la pascua judía podríamos añadir el paralelismo entre los ritos de la pascua hebrea y los gestos de Jesús en esta noche, en los cuales tampoco me quiero parar.  

 

B) LOS TEXTOS DE LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

 

1.- El testimonio de Pablo en su primera carta a los Corintios es el más antiguo; la carta fue escrita en torno al año 56-57, siendo anterior a los evangelios. "Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban  a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros: Haced esto en memoria mía@(1Cor.11,23-25). El contenido de la acción de Jesús está perfectamente explicitado  no solo por sus palabras sino también por sus gestos. El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, con un gesto profético anticipa el hecho de su muerte mediante el pan que se convierte en su cuerpo entregado por todos y repartido entre los apóstoles. El cuerpo ofrecido y la sangre derramada es la nueva alianza en su sangre. Él es el nuevo cordero y la nueva alianza. Este es el significado esencial de esta cena pascual para Pablo: "Cada vez que  coméis  este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del  Señor hasta que vuelva@(1Cor. 11,26). El Señor vuelve en la resurrección, que inaugura los bienes escatológicos para todos.

          En la misma carta, Pablo vuelve a recurrir a la autoridad de la tradición en otra verdad fundamental de la fe cristiana: la muerte y resurrección del Señor:"Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según  las Escrituras@  (15.3-4). Para Pablo como para todo creyente, sin resurrección de Cristo no hay cristianismo."Vana es nuestra fe@(1Cor.15, 17). Todo lo que Cristo dijo e hizo es verdad porque Él ha resucitado y la resurrección de Cristo arroja luz de verdad sobre toda su persona y sus dichos y  hechos salvadores, desde su nacimiento hasta su muerte. Es el Hijo de Dios, el cordero de Dios que quita los pecados y la separación entre Dios y los hombres mediante su muerte y resurrección.  

         "Esta es la sangre de la alianza". Jesús utiliza aquí la copa tercera o copa de bendición y la pone en relación directa con su sangre, que derramará en la cruz. Se trata de la sangre que sellará la nueva y definitiva alianza en sustitución de aquella con que Moisés selló la antigua (Ex.24, 8).      "Haced esto en memoria mía": con estas palabras Jesús expresa su clara intención de que los apóstoles y sus sucesores deben repetir este rito, este memorial eucarístico instituido por él. Estas palabras las pronunció ciertamente.

         Llegados a este momento estamos ya en condición de entender la Eucaristía como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza instituida por Jesucristo. Pero sin olvidar por ello que la distancia entre el memorial del AT. y del NT. es infinita, como afirma DURRWELL: APero la diferencia es demasiado grande. Una cosa es el cordero comido y otra el  acontecimiento celebrado... el acontecimiento que se celebra es ese hombre mismo, su misterio personal, entero, el de su muerte en la que es glorificado... las dos pascuas, la judía y la cristiana, coinciden en sus dimensiones, pero en profundidad la distancia que las separa es infinita..@  (o.c. pag. 26-27). En la Eucaristía, Jesús sustituye el antiguo memorial por el memorial de la nueva pascua y nueva alianza, que realiza en su muerte y resurrección. Lo afirma claramente Pablo:"Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1Cor. 11,26).

         Después de todo lo dicho, lo que Jesús hace en la Última Cena podría bien ser calificado de gesto profético. Todo lo que sucederá el día siguiente en su persona, con su cuerpo destrozado y su sangre derramada, es anticipado por Él en aquella mesa. Las palabras que acompañan al gesto de Jesús no sólo hacen presente su muerte sino que explican su sentido salvífico en el plan de Dios. Esta muerte es la verdadera y definitiva pascua, el único y verdadero sacrificio de expiación, la nueva alianza.

         Los apóstoles, conocedores del lenguaje de los profetas, no tuvieron dificultad en entender y comprender que lo que Jesús hacía aquella noche era un gesto profético, una palabra divinamente eficaz, que realizaba lo que decía. Por tanto, el Señor, en el marco de la pascua judía, da a los suyos su cuerpo y su sangre: cuerpo y sangre que se inmolarán en la cruz históricamente al día siguiente y hará a los suyos beneficiarios de los frutos de la salvación.

         Resumiendo: Una vez examinados los pasajes del NT. sobre la Eucaristía, vemos en ella la condensación de las profecías y figuras del Antiguo. Los temas de la Alianza antigua se concentran en ella: pascua, alianza en la sangre, banquete, memorial.... Todos ellos son sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el marco de la Cena Pascual, en conexión con su muerte en la cruz.

         La Eucaristía es, por tanto, la renovación del sacrificio de la cruz en el que se nos da a comer la víctima pascual en banquete de comunión. Por eso, después de la consagración, podemos decir al Señor que acaba de hacerse presente, con la aclamación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!»  Y el Señor se hace presente su pasión, muerte y resurrección, es decir, su Pascua y Alianza del Padre con los hombres mediante la Eucaristía, que es un memorial, que no es solo recuerdo del pasado, sino recuerdo memorial que lo hizo presente proféticamente en la Última Cena y ahora lo hace presente recordando.

         La Eucaristía contiene todo el misterio de Cristo, todo lo que Cristo encarnó y resucitó en vida nueva para todos, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios de su misterio salvador, de su persona, de sus sentimientos, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo... Y todo esto, porque Cristo ha transcendido ya la historia y el espacio. Es el Cristo celeste el que vive y ofrece en sacrificio eterno su inmolación pascual, que fue de toda su vida, pero significado y realizado especialmente en su pasión, muerte y resurrección. La irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad incrustada en el tiempo. Si es cuestión de poder, Dios lo tiene.

         El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente- "in  mysterio"-, sobre el altar,- no otro ni una representación del mismo,  velado  ciertamente por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único sacrificio de la Última Cena y del cielo. Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica "DIES DOMINI",n1 75.

         Al resucitar a su Hijo, el Padre"hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad..."(Col. 1,19; 2, 9)  y realiza de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp.2,8 ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom.10,9ss): nombre de la omnipotencia escatológica. La realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección (Ven Señor Jesús!@. Por la Eucaristía viene el esjatón, el final, Cristo eterno y glorioso, consumado ya.

         Esto es lo que se hace presente en la Eucaristía.  )Cómo? Como memorial profético, en virtud del mandato: "Haced esto en memoria de mí". La fe me asegura que Cristo está presente en la Eucaristía, como está en la cena, está en la cruz y está en el santuario celeste. Está realizando íntegramente todo su misterio de salvación y presencializándolo en el aquí y ahora del tiempo, aunque no podemos explicarlo ni comprenderlo plenamente. Por la fe sé que está  y lo realiza ciertamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación en el conocimiento que Dios tiene de sí y de las cosas, y aunque yo participo de ese conocimiento, no lo puedo ver como Él. Dios me desborda en todo, en el ver y comprender.

         La vivencia, el conocimiento místico, sin embargo, tiene su fuente de conocimiento en el amor. San Juan de la Cruz afirmará muchas veces que es una forma de conocer más plena que por vía del entendimiento, porque en la "noticia amorosa", en la "sabiduría de amor" de la vivencia, tocando y haciéndose una realidad en llamas con el objeto amado, percibe mejor la realidad y sus latidos. Los verdaderos místicos son los exploradores que Moisés envió delante a explorar la tierra prometida, para que anticipándose en su contemplación, volvieran luego cargados de frutos para explicarnos su hermosura y animarnos a conseguirla. Es otra forma de conocer el objeto, también humana, lógica, espiritual. Dice S. Juan de la Cruz: "... pues aunque a V.R. le falte el ejercicio de la teología escolástica con que se  entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, más juntamente se gustan"(C.E.3).

         Por esto, podemos decir, que la teología es la luz de la fe que intenta extenderse al terreno de la razón, a fin de que el hombre se haga creyente por entero. La teología es un apostolado hacia dentro, con una misión hacia dentro: evangelizar la razón, llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente que también conoce por el amor. Pero hay otra clase de conocimiento, hay otro camino para llegar a las personas, es el amor. El conocimiento de la fe se hace luz y sabiduría de experiencia por el amor, por la unión con el objeto o la persona amada en unión de amor vivo, fundiéndose en una sola realidad en llama de amor viva con la persona amada. A los místicos les viene el conocimiento por el amor, que se pone en contacto directo, mediante la vivencia, con el objeto amado, y no encuentra tantos límites para captar y abrazar el objeto de conocimiento, como lo encuentra la razón: "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2Cor.10,4s).

         DURRWELL nos dirá Aque ante los propios misterios, la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Para seguir siendo discreta, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: )quién eres tú? Ya sabían que era el Señor" (Jn. 21,12). 

         La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: "lex orandi, lex credendi". Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí", de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas....

         Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy". Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel" (Ez. 3,1-3). La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse , llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el  teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada. La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin. Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado (cf. DURRWELL. o.c. 13-14).

         El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte "gloriosa", por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados. El sacrificio ha recibido ya la plenitud total de salvación y eficacia redentora por el Padre que ha acogido al Hijo desde el más allá y lo ha colmado de la gloria divina. Jesús había anunciado varias veces que su muerte estaba unida inseparablemente a su coronación gloriosa. El sacrificio debía ser afrontado solamente en la perspectiva de aquel final feliz. Por eso, el mensaje cristiano no puede separar nunca muerte y resurrección. Por eso debemos admitir cierta anticipación del estado glorioso del Salvador en el momento de la celebración de la Última Cena. Juan anticipó esta gloria en la misma muerte de Cristo en la cruz. Sólo el Cristo glorioso posee el poder de renovar la ofrenda de su cuerpo y de su sangre en sacrificio. Así se explica por qué la celebración de la Eucaristía no se realiza sólo en memoria de la pasión de  Cristo, sino también en memoria de su resurrección y  ascensión. Es Cristo resucitado el que baja al altar. Y como Salvador resucitado es como se ofrece como alimento y bebida en la comida eucarística. Así lo rezamos en la Plegarias Eucarísticas.

        Haced esto en memoria de mí". En la Eucaristía no se repite nada: ni los deseos de Cristo de dar su vida por nosotros, ni su sufrimiento ni su ofrenda, sino que se presencializa el mismo sacerdote y la misma víctima del Cenáculo, de la cruz y del cielo. Por muchas celebraciones que se hagan, nunca se repite el sacrificio, siempre es el mismo, porque no se representa otra vez sino que se presencializa el mismo y único sacrificio ofrecido de una vez para siempre. Puede haber muchas intenciones sacerdotales en la concelebración, tantas como sacerdotes, pero el sacrificio siempre es único y el mismo.

         Por lo tanto, la Eucaristía, por ser memorial "in mysterio" de la realidad de "Cristo",  presencializa la misma y eterna pascua, la misma y eterna Alianza, la misma víctima, intenciones, deseos sacerdotales y sacrificiales, el único sacrificio de la cruz ya consumado y aceptado por el Padre porque le resucitó sentándolo a su derecha y es ya para siempre el cordero degollado y glorioso ante el trono de Dios, pura intercesión por nosotros y con el cual conectamos en cada Eucaristía.

         Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: "Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad..." (Hbr. 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano:"... pero me has dado un cuerpo" (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente - mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos- esjatón pascual y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto) y el mismo fuego  de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos...."ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros.." al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno del Amor Trinitario, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido...., perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis.

         Así pues, todo el misterio de Cristo, desde que nace como proyecto en el seno del Padre y se encarna en el seno de María: "La Palabra estaba junto a Dios.... la Palabra se  hizo carne@(Jn.1,1;14 ), con toda su vida encarnada, con sus ansias de amor y de entrega: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo..."(Lc.22,15), desde la Encarnación hasta la Ascensión, especialmente pasión, muerte y resurrección, es lo que se hace presente, al hacer el sacerdote por el Espíritu Santo la memoria de Cristo como Él quiso "recordarse y ser recordado" por "la memoria" de su Iglesia, eternamente ante Dios y por la Eucaristía ante los hombres.

         Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria: «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la  cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...»(Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340) (Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373).

         Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de Santa Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas: «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión..... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre.... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo,  que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen…» (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628, pp.408-410).

         Al decir "haced esto en memoria mía" el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo mi muerte y resurrección, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos...de mi voz y mis manos emocionadas...  "Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí..." No nos olvidamos, Señor.

         Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús "se recuerda" para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por amor de Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del  mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre.

         Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo manifestando la unión de la Trinidad y Eucaristía.

         Queridos amigos, he hablado de la Eucaristía, en la medida en que he podido captarla y expresarla como creyente, no sólo como teólogo. En definitiva, he tratado de expresarla en palabras humanas. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: A(Este es el sacramento de nuestra fe!@Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, (Ven, Señor Jesús!"

         Quiero terminar esta meditación haciendo uso de la inclusión semítica, en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

11ª MEDITACIÓN: IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN  EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL (De suyo está escrita para sacerdotes, pero se puede adecuar para todo cristiano)

 

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada, nuestro primer saludo en esta mañana sea para el Señor, presente aquí, en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Tí se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

         Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y sabía mucho latín-, tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

 Si el Señor se queda, es de amigos  corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su  imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía  no es  una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si fuera  la calle, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con  la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y  no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

            Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración  con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: «Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización... La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva ...» (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni uno solo apóstol fervoroso, ni un solo santo que no fuera eucarístico. Ni uno solo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Allí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, «aunque es de noche», aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él,  primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse  acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal,  otras, más avanzados, dialogando, «tratando a solas», trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, «noticia amorosa» de Dios, «ciencia infusa», «contemplación de amor».

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Tí, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad  para mí, no sólo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era  puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y  gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía  y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: «...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender»  (Libro de su Vida, cap. 8, n12). La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana como la presencia eucarística, no se aguanta si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“tú en mí y yo en tí, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “véte en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo…,”  sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que solo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

         Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado  puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en él, en la lejanía de Dios: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción?, ¿la angustia? ,¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro? ,¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8,35.37).

Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no puede sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis,  sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables;  sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

 No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de si mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera,  como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que  quisiereis  y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio.  En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El  apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.  

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor”. (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venia como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

 El presbítero, tanto en su dimensión profética como  sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y ésto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y  de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuántas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

 Porque como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se de, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar-convertirme a Él vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también  oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y  no hay que escandalizarse, es natural, que a veces no estemos de acuerdo en programaciones  pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia- apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología  que vive, no el que aprendió en  Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración…

 

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe”.

 

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de leeros. Por todo  esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal, cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente. Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y  encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

 Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su  evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario.

Y luego escucharemos a S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...». Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar  noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que no vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es  la mejor  escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos.  Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

 Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre compresivo y amigo del alma que te quieren de verdad,  porque Él sabe bien este oficio y  te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no  te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

 Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono”, “preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuánto apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario  media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

 Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza,  en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “Les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...”(Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental  de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: «Yo te absuelvo de tus pecados». «yo te perdono»;por la abundancia de gracias que reparte: «yo te bautizo» «El cuerpo de Cristo». El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos,  recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

 ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristianas, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y nuestro amor y de nuestros feligreses.

 Es necesario  revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. ¿Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si toda la Diócesis de Plasencia se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

 Dice Juan Pablo II:       «Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro».

Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: «Es como llagarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta  -digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino 35).

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa,  se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies,  servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con  humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre”, “llega el último día” “el día del Señor”: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús», «et futurae gloriae pignus datar» y la escatología y los bienes últimos ya  han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, Cristo ha resucitado y vive con nosotros, como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro, Y luego en la .misma puerta del Cenáculo: «Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía».

 Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre tí, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de tí, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es sólo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando solo nuestro bien, sólo con su presencia  nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche”. (San Juan de la Cruz)

 

         “LA SAMARITANA: Cuando iba al pozo por agua, a la vera del brocal, hallé a mi dicha sentada.

¡Ay, samaritana mía, si tú me dieras del agua, que bebiste aquel día!

SAMARITANA: Toma el cántaro y ve al pozo, no me pidas a mí el agua, que a la vera del brocal, la Dicha sigue sentada”. (José María Pemán)

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”  dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes  que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

        

JESUCRISTO, EUCARISTIA DIVINA, TU LOS HAS DADO TODO POR NOSOTROS…

        

EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! ¡Necesito verte porque sin Tí  mis ojos no pueden ver la luz! Necesito comerte, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Necesito abrazarte para hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Tí, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, que hace a Dios Uno y Trino, por la total y eterna generación y aceptación del Ser de Vida y Amor en el Espíritu Santo. AMEN.

12ª MEDITACIÓN: PARTICIPACIÓN RITUAL Y PARTICIPACIÓN ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

 

1ª/LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA/A

 

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

         Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía. La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad. Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

         Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres. La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

         El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

         Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

         El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre  “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

         Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu». Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu.. y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...»[1].

         La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

         Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella».  Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros,  su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

         Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

         Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre. Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir. Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a la oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

         Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o lleguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

         La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

         Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar. La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecemos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajar como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.      Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...”; “Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «Una pena entre dos es menos pena».

         A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...”  De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

         El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros. Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada. Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén». Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

 

 

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

 

3. Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

 

4.  Sé que no puede ser cosa tan bella

 y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

 

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

 

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz).

13ª MEDITACIÓN: PARTICIPACIÓN RITUAL Y PARTICIPACIÓN ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

 

2ª/LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA/B

 

EL ESPÍRITU SANTO, FUEGO Y POTENCIA CREADORA  DE LA EUCARISTÍA

 

Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario  puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma  que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar  en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

         Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que  mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría  porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.     

         En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

         La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra  Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor  Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

         Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se  consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio. Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor  y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

         Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Por medio suyo también se realiza el sacrificio en un nivel divino. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta el impulso de la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

         Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, Él es quien  tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor, comunicando más y más a la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).  

4. 3. La  participación  en la Eucaristía hace presente y plasma en nosotros a Cristo en su adoración al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y los hombres, nuestros hermanos.

         La ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas. He rezado esta mañana el himno de  Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón todo lo que veía en su Hijo. 

         En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo  a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión.. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo. Toda la Eucaristía tiene que ser orada,  dialogada con el Señor.  Sin oración personal la litúrgica no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud. Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros  no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el STABAT MATER. Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado: mirar y meditar.

 

La Madrepiadosa estaba        ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba            se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;           de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,        Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,               y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                        del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,       Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara         vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?          tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                   el espíritu a su Padre.

 

         Celebrar y participar en la Eucaristía  lleva consigo primero, como hemos dicho,  mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro “yo”, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometió este misterio.

         Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).     

         Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

         Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se  hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre,  por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue  querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

         La adoración es una actitud religiosa del hombre frente al Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10). La adoración ocupa el lugar más alto de la vida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras. Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

4.3.1 La adoración al Padre 

 

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

         Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

         Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

Mientras la cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

         Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico. Dios es el único que puede solicitar un amor hasta dar la vida.

         Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.  Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

         El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

         En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que  necesariamente tiene que pasar  «por Cristo, con Él y en Él».

         La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).          Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado; ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[2].

14ª MEDITACIÓN: “SE HIZO OBEDIENTE HASTA LA MUERTE Y MUERTE DE CRUZ”

 

          Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz  sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

         San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión :“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía no hacen suyo el sacrificio de Cristo si no aceptan esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.   

         Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces  hago vivir en mí la fuerza de Dios”  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

         Unidos a Cristo ponemos en las manos de nuestro Padre del cielo el tesoro de nuestra vida y libertad y así hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

 

4. 3. 4. La “hora” de Cristo: fidelidad al Padre, hasta la muerte.

 

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17,4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

         En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo  es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y  acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

         En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor  de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5,19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

         La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

         “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

         Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47). Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26,36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se  produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

         Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

4. 3. 5. Cristo llama “satanás” a Pedro por quererle alejar del proyecto del Padre

 

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a tí que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

         En el evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del “yo”.

         En el evangelio proclamado, Pedro tiene todavía una visión mesiánica de poder y gloria humana, a pesar de haber escuchado a Cristo hablar de su misión y de cómo la va a realizar en humillación y sufrimientos; de hecho, en la  narración de Marcos, después de la predicción de su partida, el Señor los sorprende hablando de primeros y segundos puestos en el reino, que lleva también a la madre de los Zebedeo a pedir un puesto importante para sus hijos Santiago y Juan.

         De pronto, ante las palabras de Pedro, que quiere  alejar de Cristo esa sospecha de tanto sufrimiento, Jesús tiene una reacción desproporcionada: “aléjate de mí, Satanás…” Como podemos observar, el cambio ha sido radical en Cristo: Pedro pasa de ser bienaventurado a ser satanás, porque sin ser consciente de ello, Pedro ha querido alejar este sufrimiento y humillación, que es la voluntad del Padre para Cristo.

         Nosotros, siguiendo este esquema del evangelista Mateo, vamos a confesar con Pedro: “Cristo,  tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Pero hemos de tener mucho cuidado de no confundir el mesianismo de Jesús con los falsos mesianismo de entonces y de siempre: políticos, temporales, de poder y gloria humana. El Mesías auténtico reina desde la cruz. Para no recibir como Pedro recriminaciones del Señor tengamos siempre en cuenta que para el Señor:

--  Todos los que le confesamos como Mesías, no  debemos  olvidar jamás su misión, si no queremos apartarnos de Él:  “El que quiere venirse conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...” El que quiera vivir su vida, la que le pide su yo, su egoísmo, su soberbia y vanidad, la perderá, pero el que pierda su vida en servir y darse a los demás la ganará.-- En el cristianismo la salvación y la redención pasan por cumplir la voluntad del Padre, como Cristo, pisando sus mismas huellas de dolor y sufrimiento.

-- El dinero, el poder y el deseo de triunfo humano es la mayor tentación para la religión cristiana siempre.

-- No hay cristianismo sin cruz, porque así lo demuestra la vida de Cristo, Pablo y todos los santos de todos los tiempos. 

-- Hay que matar el “ateo”, el “no serviré”, que llevamos todos dentro y que quiere adorarse a sí mismo más que a Dios.

 

 

4. 3. 6. La Eucaristía es fuerza y sabiduría de Dios metida por el Espíritu Santo en la debilidad de la carne.

 

El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que  son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos  nosotros que  obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de  nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu  Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.

         Este segundo aspecto de identificación y vivencia de los mismos sentimientos y actitudes de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER.

 

Hazme contigo llorar                 Virgen de vírgenes santa,

y de veras lastimar                     llore yo con ansias tantas

de sus penas mientras vivo;       que el llanto dulce me sea,

porque acompañar deseo            porque su pasión y muerte

en la cruz, donde le veo,             tenga en mi alma, de suerte

tu corazón compasivo.                que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore      Haz que me ampare la muerte

y que en ella viva y more            de Cristo, cuando en tan fuerte

de mi fe y amor indicio               trance vida y alma estén,

porque me inflame y encienda    porque cuando quede en calma

y contigo me defienda                 el cuerpo, vaya mi alma

en el día del juicio.                      a su eterna gloria. Amén.

 

        

La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al  Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

         Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:   “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”

         Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”,(Jn 6,23).

         Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25)“Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre. 

         Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores, emociones y entrega total sin reservas.

15ª MEDITACIÓN: 1/TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/1

 

1/LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA/1

 

5. 1. La comida  de comunión

 

Durante la Última Cena, la intención fundamental de Jesús fue la ofrenda sacramental de su sacrificio, la de instituir la Eucaristía como misa y como comida espiritual a través de la comida material del pan y del vino, para que todos comiéramos  su cuerpo y sangre y nos alimentáramos de su misma vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... el que me coma vivirá por mí...” El Señor instituyó esta celebración de la Alianza Nueva mediante una comida, que se convertirá en los siglos venideros en el memorial de su sacrificio, siguiendo el modelo de la antigua alianza junto al monte Sinaí: sacrificio y comida. La InstrucciónRedemptionis   Sacramentum nos recuerda que la Eucaristía no debe perder este carácter convivial y sacrificial ( RS 38).

         Los  relatos evangélicos nos muestran que las comidas en su vida apostólica fueron momentos siempre  de salvación: en casa de Simón, con la mujer arrepentida (Lc7, 36-50), fue, por ejemplo, comida de perdón; fue comida de salvación, con los recaudadores de impuestos en casa de Leví (Mt 9, 10); encuentro de gracia, perdón y amistad con Zaqueo (Lc 19,2-10); en Betania fue  signo de amistad  con los amigos Lázaro, María y Marta, incluyendo las quejas de Marta porque María permanece a los pies del Maestro (Jn 11,1). A diferencia de Juan el Bautista que ayunaba, Jesús participaba gustoso en las comidas de sus contemporáneos: “El Hijo del hombre come y bebe” (Mt 11,19).

         Esto no era nada extraño para Jesús y los Apóstoles. En la religión hebrea, en la cual ellos nacieron y vivieron, la comida tuvo siempre un papel muy importante en las relaciones de Dios con los hombres, en la ratificación de los  pactos y alianzas, que siempre se ratificaron con una comida: mediante una comida se sellan los pactos o alianzas entre Isaac y Abimelec (cfr Gen 26,26-30), entre Jacob y su suegro Labán (cfr Gen 31,53) y en concreto, en la alianza de Dios con el pueblo de Israel, donde el texto del Éxodo nos refiere una doble tradición: una, que describe al sacrificio como rito esencial de la alianza, y otra, que muestra a la comida, como expresión de esta misma alianza. En lo referente a esta última tradición se nos dice que los setenta ancianos de Israel, que habían subido con Moisés al monte, contemplaron a Dios: “Y luego comieron y bebieron” (Ex 24,11). A la contemplación se une la comida que confirma la introducción en la intimidad divina. Los sacrificios debían ser ofrecidos en un santuario elegido por Dios, y en el mismo lugar consagrado a Dios se tenían también las comidas. Así se restañaban y se potenciaban las relaciones de Dios con los hombres: comían en su presencia.

A la primera comida, que en su tiempo ratificó la alianza establecida con Moisés y los ancianos de Israel, corresponde la última comida, la Última Cena, que sellará la conclusión de la Alianza Nueva y Eterna en fidelidad a las promesas hechas a David: “En aquel día, preparará el Señor de los Ejércitos, para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo los alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-  Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” ( Is 25,6-9).

         La comida hará comprender todos los beneficios y todas las gracias que Dios dará a los hombres con aquella alianza. También en el libro de Enoch, cronológicamente más cercano a la época de Cristo, la felicidad de la vida futura está representada por la imagen de un banquete celestial: “El Señor de los espíritus habitará con ellos y éstos comerán con el Hijo del hombre; tomarán  parte en su mesa por los siglos de los siglos” (62,14). La felicidad consistirá en sentarse a la mesa con el Mesías o Hijo del hombre, muy cercanos al Señor de los espíritus, es decir, a Dios.

         Naturalmente en la comida eucarística, instituida por Cristo, no es comida y bebida ordinaria lo que se come,  sino su carne gloriosa, llena de Espíritu Santo, y su sangre gloriosa, derramada por nuestros pecados. Pero el comer es esencial en toda comida, también en la eucarística: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55), con la particularidad de que en la Eucaristía Jesús no implica sólo su cuerpo y sangre, sino que se implica Él mismo entero y completo.

         En la Última Cena Jesús inaugura la comida de la Nueva Alianza, que luego continuaría celebrando después de su resurrección con la comunidad de Jerusalén, que fueron encuentros de gozo y  reconocimiento y alegría por parte de los Apóstoles. Y así se siguió celebrando la Eucaristía como comida o cena hasta que empezaron a darse los abusos de que nos habla S. Pablo en su carta a los Corintios junto con el aumento de miembros en las comunidades. Entonces comenzaron a separarse Eucaristía y banquete o ágape, con el peligro que llevaba consigo de que la liturgia se convirtiera a veces  en un espectáculo para  ver a unos comer y a otros pasar hambre, más que en una comida familiar de encuentro en la fe y en la palabra, en comida  participada. 

         Una descripción interesante de la celebración de la comunión en el siglo IV aparece en una de las instrucciones catequéticas de Cirilo de Jerusalén: “Cuando os acerquéis, no vayáis con las manos extendidas o con los dedos separados, sin hacer con la mano izquierda un trono para la derecha, la cual recibirá al Rey, y luego poned en forma de copa vuestras manos y tomad el cuerpo de Cristo, recitando el Amén... Después, una vez que habéis participado del Cuerpo de Cristo, tomad el cáliz de la Sangre sin abrir las manos, y haced una reverencia, en postura del culto y adoración y repetid Amén y santificaos al recibir la Sangre de Cristo... Luego permaneced en oración y agradeced a Dios que os ha hecho dignos de tales misterios” (S.Cirilo, CM, V 21ss). Después del siglo XII la comunión bajo la especie de vino fue desapareciendo en la Iglesia de Occidente.

 

5. 2.  Mirada litúrgica a la Eucaristía como comunión. 

 

La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no es un añadido o un complemento a la Eucaristía, sino una exigencia intencional y real de las mismas palabras de Cristo, al instituirla:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... tomad y bebed... porque ésta es mi sangre”; es decir, que, si Jesús consagró el pan y celebró la Eucaristía fue para que los comensales nos alimentásemos de su cuerpo y sangre como Él mismo había prometido varias veces durante su vida.  Los apóstoles comieron su cuerpo, su sangre, su divinidad, sus deseos de inmolarse para obedecer al Padre y de darse en alimento a todos. No cabe, por tanto, duda de que tanto por la promesa, como por las palabras de la institución de la Eucaristía, Jesús quiso ser comido como  el nuevo cordero de la Nueva Pascua y Nueva Alianza, sacrificado y comido en signo de la amistad y de pacto logrado entre Dios y los hombres por su muerte y resurrección, como era el cordero de la pascua judía: Éxodo, cap. 12. No podemos dudar de este deseo de Cristo, expresado abiertamente al empezar la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de padecer”, es decir, ésta es la cena de la Pascua Nueva y en esta comida el cordero sacrificado y comido soy yo, que entrego mi vida como sacrificio y alimento por todos.

         La pascua judía era la celebración de la liberación de Egipto, del paso del mar Rojo, de la Alianza en la sangre de los sacrificios en la falda del monte Sinaí y de la entrada en la tierra prometida... La pascua cristiana, inaugurada por Cristo en la Última Cena, es la liberación del pecado, el paso de la muerte a la vida y la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, nuevo cordero de la Nueva Alianza. Como hemos insinuado, ya desde la noche de la pascua judía,  figura e imagen de la Nueva Pascua cristiana, Dios, nuestro Padre pensaba en darnos a su Hijo como nuevo Cordero de la nueva alianza por su sangre. 

         “Yo veré la sangre y pasaré de largo, dice Dios”. Pascua significa paso, paso de Yahvé  sobre las casas de los judíos en Egipto sin herirlos,  y ahora, en la nueva pascua, paso de la muerte de Cristo a la resurrección, que se convierte en  nuestra pascua, paso, por Cristo, del pecado y de la muerte a la salvación y a la eternidad. Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué cosa tan maravillosa vio el ángel exterminador en la sangre puesta sobre los dinteles de las casas de los judíos para pasar de largo y no hacerles daño aquella noche de la salida de la esclavitud de Egipto, en que fueron exterminados los primogénitos egipcios. En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia, Melitón de Sardes, ponía estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable!  La inmolación del cordero se convierte en  salvación para Israel, la muerte del cordero se transforma en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ángel, ¿qué fue lo que te causó temor, la muerte del cordero o la vida del Señor? ¿La sangre del cordero o el Espíritu del Señor? Está claro qué fue lo que te espantó: tú has visto el misterio de Cristo en la muerte del cordero, la vida de Cristo en la inmolación del cordero, la persona de Cristo en la figura del cordero y, por eso, no has castigado a Israel. Qué cosa tan maravillosa será la fuerza de la Eucaristía, de la Pascua cristiana, cuando ya la simple figura de ella, era la causa de la salvación».

         Queridos hermanos: Cristo hizo el sacrificio de su Cuerpo y Sangre, y quiso hacer a los suyos partícipes del mismo, mediante una comida, una cena, un banquete. Aquí está la razón de lo que os decía al principio. Está claro que Cristo quiere que todos los que asisten a la Eucaristía participen del banquete mediante la comunión. Si no se comulga, no hay participación plena e integral en los méritos y la ofrenda de Cristo, hecha sacrifico y comida. Cuando comulgamos, no sólo comemos el Cuerpo de Cristo, sino que comulgamos también con su obediencia al Padre hasta la muerte, con la adoración de su voluntad hasta el sacrificio: “Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. La redención y salvación que Jesús realiza en la Eucaristía llega a todo el mundo, a todos los hombres, vivos y difuntos, porque nos  injerta así en la vida nueva y resucitada, prenda de la gloria futura que nos comunica:“Yo soy la resurrección y la vida, el que coma de este pan vivirá eternamente”.

         Por lo tanto, el altar, en torno al cual la Iglesia se une para la celebración de la Eucaristía, representa dos aspectos del mismo misterio de Cristo: el altar de su sacrificio y la mesa de su cena: son dos realidades inseparables. Por eso, ir a Eucaristía y no comulgar es como ir a un banquete y no comer, es un feo que hacemos al que nos invita, es tanto como quedarle a Cristo con el pan en las manos y no recibirlo, es quedar a Cristo iniciando el abrazo de la unión sacramental y quedarse sentado... Si hemos dicho que sin Eucaristía-Eucaristía no hay cristianismo, había que decir también que sin Eucaristía-comunión no puede haber vida cristiana en plenitud:“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). Sabéis que muchos se escandalizaron por esto y desde aquel momento le dejaron. Hasta sus mismos apóstoles dudaron y estuvieron a punto de irse. Tuvo que preguntarles el Señor sobre sus intenciones y provocar la respuesta de Pedro: “A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna”.

         Podemos afirmar que el sacrificio nos lleva a la Comunión, y la Comunión al sacrificio. Y en esto está toda la espiritualidad de la Comunión. Por eso, el Vaticano II, en la S. C. nos dice: «Se recomienda la participación más perfecta en la Eucaristía, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, el cuerpo del Señor». Y es que por voluntad expresa del Señor, sacrificio y banquete, Eucaristía y comunión están inseparablemente unidos.

16ª MEDITACIÓN: 2/TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN/2

 

2/LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA/2

 

5. 3. Frecuencia de la comunión

 

En la Iglesia primitiva se consideraba la comunión como parte integrante de la Eucaristía, en razón de las palabras de Cristo. Esta costumbre duró hasta el siglo IV aproximadamente. Durante algún tiempo fue costumbre celebrar la Eucaristía sólo el domingo. Durante este periodo los fieles podían llevar el pan consagrado a sus casas y darse ellos mismos la comunión todos los días. La comunión se tomaba antes de cualquier alimento. A partir del siglo VIII comulgar una vez al año se había convertido en una práctica acostumbrada, incluso en los conventos. El Concilio Lateranense IV estableció como mínimo comulgar durante el tiempo de Pascua. Al final del siglo XII una nueva ola de devoción eucarística recorrió Europa, aunque el acento se ponía en la Presencia Eucarística: mirar el Santísimo Sacramento era tan eficaz como comulgar sacramentalmente y se volvió a la comunión espiritual: comunión de deseo. El Concilio de Trento trató de reanimar la comunión frecuente pero estaba reservado al siglo XX potenciar la frecuencia de la comunión con los esfuerzos del Papa Pìo X, que impulsó esta práctica y redujo la edad de la Primera Comunión a la edad del uso de razón. El Vaticano II ha hablado mucho y bien de la Eucaristía como Eucaristía, como comunión y presencia y el domingo es el día de la Eucaristía, plenamente participada por la Comunión.

 

 

5. 4. Espiritualidad de la Eucaristía como comunión 

 

La Eucaristíaes el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes. Por eso, lo más importante para recibir al Señor son las disposiciones del alma, no las del cuerpo. De hecho los apóstoles comulgaron después de haber comido. Por los abusos tuvo la Iglesia que proponer unas disposiciones pertinentes al cuerpo, que hoy ya no son necesarias y van desapareciendo.

         Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

         Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué... Esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús...

         Lo primero de todo es la fe, pedirla y vivirla, como lo fue con el Jesús histórico. Para creer y comulgar con Cristo-Eucaristía, necesitamos fe en su realidad eucarística, porque «este es el sacramento de nuestra fe». Cuando en Palestina le presentaban los enfermos, los tullidos, los ciegos... “Tu crees que puedo hacerlo, tú crees en mí, vosotros qué pensáis de mí..”  Y éste sigue siendo hoy el camino de encuentro con Él. A los que quieran entrar en amistad  con Él,  les  exige fe, cada vez más fe, como vemos en todos los santos, porque hay que pasar de la fe heredada a la fe personal: ¿tú qué dices de mí…?, puesto que vamos a iniciar una amistad personal íntima y profunda con Él. Todos los días hay que pedírsela: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”

         Las crisis de fe, las “noches” de S. Juan de la Cruz, son camino obligado para profundizar en esta fe, ayudan a potenciar la fe, la purifican, hacen que nos vayamos acomodando a los criterios del evangelio, que pasan a ser nuestros y todos esto es con trabajo y dolor. Las crisis de fe son buenísimas, porque el Espíritu Santo quiere purificarnos, quiere quitar los falsos conceptos que tenemos sobre Cristo, su evangelio y, al quitar estas adherencias de nuestra fe heredada, se nos va la vida... Cristo quiere escuchar de cada uno: Yo creo en Tí, Señor, porque te veo y te siento, no porque otros me lo ha dicho. Superada esta primera etapa de fe como conocimiento de su persona y palabra, vendrá o es simultánea la etapa de comunión en su vida, de convertirse a Él, de vivir su misma vida, de comulgar en serio con su obediencia al Padre, con su entrega a los hombres, viene la conversión en serio que dura toda la vida, como la misma comunión: “quien coma, vivirá por mí...”, pero ahora al principio es más dura, porque no se siente a Cristo, y hay que purificar y quitar muchas imperfecciones de carácter, críticas, comodidad; aquí es donde no jugamos la amistad con Cristo, la experiencia de Dios, la santidad de de vida, según los planes de Cristo, que ahora aprieta hasta el hondón del alma. Para llenarnos Él, primero tiene que vaciarnos de nosotros mismos ¡Qué poco nos conocemos, Señor! ¡qué cariño, qué ternura me tengo! Señor, me doy cuenta después que lo paso. Me adoro, me doy culto y quiero que todos me lo den, sólo quiero celebrar mi liturgia y no la tuya. Y claro, no cabemos dos “yo” en la liturgia eucarística de la vida,  eres Tú al que tengo que vivir hasta decir con S. Pablo: “para mí la vida es Cristo”,  o “estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”  

         El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

         Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

         Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...” ; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

         Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

         Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

         Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

         El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

         Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

         Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

         En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

         Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

         Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

         En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

         El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

 

 

 

17ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA COMO MISA

 

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

         Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

 

 

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

18ª MEDITACIÓN: ¿POR QUÉ CANTAMOS Y ADORAMOS EL PAN CONSAGRADO?

 

TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

         «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

 

 

 

OCTAVA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido este día del Corpus Christi para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo ahora viviente en la Hostia santa, que recorrerá nuestras calles esta mañana, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros sagrarios hasta el final de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas.

Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está con nosotros y vamos a comulgar, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido. El leproso ha quedado curado pero Jesús ha quedado manchado según la ley. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse. Jesús lo ha hecho todo por amor, espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con los mismos sentimientos.

Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Domine ut videam”. “Señor, que vea”. Y aquel ciego vio y lo siguió, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. No lo puede remediar. Es así su corazón, el Corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros sagrarios.

Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate. Y se lo entregó a su madre”.” Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, en que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos. Y nos ama y se compadece de todos. No lo puede remediar, es así su corazón, el Corazón eucarístico de Jesús.

             Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su Corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y como este amor hacia nosotros es verdadero, no es comedia sino que le nace de lo más profundo de su corazón, en algunas ocasiones, llevado e impulsado por él, está dispuesto a jugarse la vida.

Ahora la escena es en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres, muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros, dejarle en ridículo y condenarle:“Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo.                        

“Tú qué dices”y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está en el sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús que honramos.

Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, y menos  en los que la explotaron durante su vida. Qué ternura, qué perdón, qué amor para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

 Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón....nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo.

Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Y hoy los papeles se han cambiado, porque Cristo sigue siendo el mismo, pero los pecadores no quiren reconocer su pecado. Cristo reconoció, pero perdonó el pecado de la adúltera: “No quieras pecar más”, le dijo a la mujer. Hay que rezar por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se hacer quen a Cristo que no le condena, sino que les quiere decir lo mismo: no pequéis más. Pero esto el mundo actual no quiere reconocerlo, no quiere reconocer que peca. Y para ser perdonados, todos, ellos y nosotros, sólo hace falta acercarse a Él y  convertirse a Él un poco más cada día para ir teniendo todos un  corazón limpio y misericordioso como el suyo, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo. Déjate purificar y transformar por Él. Para eso viene en la comunión, para eso se queda en el sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

19ª MEDITACIÓN: FRUTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

 

 LA COMUNIÓN REALIZA Y POTENCIA NUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

 

5. 5. Frutos de la comunión eucarística. La comunión acrecienta nuestra unión y transformación en Cristo.

 

         En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.        Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes,asimilándonos  a su propia vida.

         En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

         Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

         Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

         La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

 

5. 6. La comunión perdona los pecados  veniales y preserva de los mortales.

 

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

         Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

         El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

         “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

         Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

         Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

         Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

         «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

 

5. 7. La Eucaristía hace la iglesia: caridad fraterna.

 

La Eucaristíahace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

         En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

         El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en

el amor”(Ef 4,16).       

         Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

         «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 ).

 

5. 8. La Eucaristía compromete en favor  de los pobres.

 

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”.

Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[3]

         Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[4].

 

5. 9. 1.  La Eucaristía, prenda de la gloria futura

 

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

         Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

         La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

         De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

 

5. 9. 2. Dimensión escatológica.

 

         Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8;50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

         Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

         Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

 

5. 10. Al comulgar, me encuentro en vivo  con todos los  dichos y hechos salvadores del Señor.  

 

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

         «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

         Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

 

Encarnación y Eucaristía.

         La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

         Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

         Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

 

Presencia permanente.

 

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

         Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

PAN DE VIDA

 

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

         La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

         La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

         Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémosnos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

 

De la Eucaristía como comunión, a la misión. 

 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

 

5. 11. En la Eucaristía se encuentra la fuente y la cima de todo apostolado

 

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

         En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia.

         Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

         Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

 

20ª MEDITACIÓN: MARÍA Y LA EUCARISTÍA

 

         No quisiera terminar este libro sobre la oración con el Cristo de nuestros sagrarios, sin tener una mención especial para la que fue su primer sagrario en la tierra y Madre de la Eucaristía: María. Fue Ella la que en mi vida personal me llevó hasta el encuentro personal con su Hijo y todavía lo recuerdo. Me gusta ser agradecido y todavía sigue ocupando un lugar central en mi vida. En una visita a un santuario suyo muy querido, después de un largo tiempo en oración con ella, al despedirme, sentí que me decía con toda claridad en mi interior:  pasa a mi hijo, es que hasta ahora te fijas principalmente en mí y no te has dado cuenta de que le llevo aquí en mis brazos para dártelo. Y yo repetía: Pero si contigo me va bien, pero si yo amo a tu hijo… Pero ella sabía mejor que yo que había llegado el momento de ser “cristiano”, después de largo aprendizaje y encanto “mariano”.

         “Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis  Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él” (Ecclesia de Eucharistia, 53).

        

EN LA ESCUELA DE MARÍA, «MUJER EUCARÍSTICA»

 

7. 1. María y la Eucaristía

 

Ya la piedad cristiana unió siempre a María con este misterio. Por eso, tanto en las grandes catedrales como en las chozas de los países de misión, la intuición religiosa de los fieles, al lado de la Eucaristía, puso siempre la imagen y la piedad de la Virgen. Porque la Eucaristía es el alma de la Iglesia, «centro y culmen» de toda su vida. Y María fue asociada por Dios a todo el misterio del Hijo, desde su maternidad hasta la cruz. Es lógico que así sea vista también por la Iglesia. Ella es madre de la Iglesia. Y la Iglesia se construye por la Eucaristía.        

         Desde el punto de vista bíblico y eucarístico, Juan nos ha consignado dos escenas, en los cuales María tiene su parte central al lado de Jesús. Se trata del episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 1,1-11),  que hay que unir estrechamente al de la multiplicación de los panes, en Jn 6, y del episodio del Calvario, en Jn 19. En el primero de los signos mesiánicos obrados por Jesús está clara la intervención de María, que toma la iniciativa: “no tienen vino”. Haced lo que Él os diga”. El mismo término de “mujer”, con que Jesús designa a su madre en esta ocasión, hace referencia al Génesis 2, 23, en que Dios dice a la serpiente: “Pongo enemistad perpetua entre ti y la mujer. Y entre tu linaje y el suyo. Éste te aplastara la cabeza” (Gn 3,15). Tenemos, por tanto, que en primero de los signos obrados por Cristo Mesías se convierte el agua en vino por la iniciativa de María, y representa el inicio de una nueva etapa de la historia de la salvación sacramentaria, cuyo centro será la Eucaristía, realizada en pan y vino.

         En esta nueva economía, María también es llamada mujer en la figura de Eva, tipo de su maternidad. En el Génesis, al hablarnos de Eva, tipo de Maria, se dice: “formó Yahvé Dios a la mujer” (Gén 2,22). Este pasaje indica que la Virgen  nueva Eva -viene a ser cabeza- estirpe de una nueva generación, la de la comunidad eclesial, que se nutre de la sangre y del cuerpo eucarístico de Cristo: “El hombre (Adán-Cristo-nuevo-Adán) exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v.23).

         En el Nuevo Testamento, Juan da una aportación decisiva a la dimensión eucarística de la figura de María, no sólo en el relato del primer signo mesiánico, sino también en el de la pasión, donde Jesús confía al discípulo amado a su madre y viceversa, esto es, a Juan el cuidado de su madre (cf. Jn 19,25-27). Y en ambos casos nuevamente María es designada como “mujer” por su Hijo. Es claro que al ser su propio Hijo el que la designa así, cuando lo natural hubiera sido el término “madre”, demuestra que no se trata sólo de un gesto de piedad filial por parte de Jesús, sino sobre todo de un episodio de revelación decisiva. También aquí ella es llamada mujer otra vez, como nueva Eva, para subrayar el inicio en ella de una nueva generación, la de la Iglesia, que brota del costado abierto de Cristo, nuevo Adán, del que manaron la sangre y el agua, símbolos de los sacramentos de la Iglesia. María es constituida por Cristo en Madre de los nuevos hijos nacidos de la fe y del bautismo. 

         En San Juan, María permanece siendo la madre. Si  primero era sólo la madre del Hijo, ahora es también la madre de la Iglesia. Si primero su maternidad era física, ahora es también espiritual. En el Calvario la madre de Jesús es elegida y designada la madre de los discípulos de Jesús en la figura del discípulo amado.

         Por eso la Iglesia, sacramento salvífico, además de ser esencialmente eucarística, tiene también una connotación existencial mariana. María tiene, pues, una presencia y un papel decisivo tanto en la Encarnación como en la economía salvífica-sacramentaria de la Iglesia: en las dos, ella ha dicho su “fiat” en la fe, en la esperanza y en la caridad. En ambas ella es cabeza-estirpe de una nueva generación querida por Dios: en la primera, por la generación del Hijo de Dios hecho carne en su seno; en la segunda, por la generación de la comunidad eclesial que brota del costado de Cristo, que se nutre con el cuerpo y la sangre de Cristo, engendrados por María.

         La Iglesia, por eso, no celebra nunca la Eucaristía sin invocar la intercesión de la Madre del Señor. En cada Eucaristía, «María ofrece como miembro eminente de la Iglesia no sólo su consentimiento pasado en la Encarnación y en la cruz, sino también sus méritos y la presente intercesión materna y gloriosa» (Marialis cultus 20).La encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II afirma que la maternidad espiritual de María «ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete, celebración litúrgica del misterio de la Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente» (RMa 44).   Y continúa el Papa: «Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (RMa 44).

          La Iglesia así lo comprende y lo canta agradecida en la antífona del Corpus Christi: «Ave, verum corpus natum de María Virgine, vere passum, inmolatum in cruce pro homine». Últimamente el Papa Juan Pablo II se ha referido a esta relación de la Eucaristía con María en dos documentos. En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos dice: «Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo” (Jn 13,1) y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio. Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús (cf Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de  Cristo durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los misterios de luz»  (Rosarium Virginis Mariae 1).

         En otro pasaje de esta misma Carta del Rosario de la Virgen nos propone el Papa a María como modelo de contemplación cristológica, que recorre y nos ayuda a vivir la espiritualidad eucarística. Lo titula el Papa: María modelo de contemplación, y nos dice en el número 10: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable”. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo “envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc2,7).

         Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la <parturienta>, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fín, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu  en el día de Pentecostés (cf He 1,14).

 

Los recuerdos de María

 

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: “Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19; cf 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el <rosario> que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

         Ytambién ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su <papel> de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los “misterios” de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María (RVM 10 y 11).

 

7.  2. María, «mujer eucarística»

 

Así llama el Papa Juan Pablo II a María en la última Carta Encíclica sobre la Eucaristía Ecclesiade eucharistía. El  capítulo sexto y último lo titulo al Papa: EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA. En este capítulo recoge el Papa la doctrina actual de la Iglesia, especialmente de los Mariólogos, elaborando una síntesis perfecta. Ya el Vaticano II había dado una amplia visión del lugar y papel obrado por María en la obra de la salvación, cuyo «centro y culmen» siempre será la Eucaristía: «(María) al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente« (LG 56).

          «María, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61).

         «María mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado» (LG 58).

         Sin el cuerpo de Cristo que «ella misma había engendrado» no hubiera sido posible ni la salvación ni la Eucaristía. Por eso María es Madre de la Eucaristía,  por ser la madre de Cristo, materia y forma del Misterio eucarístico; María es arca y tienda de la Nueva Alianza, por engendrar por la potencia del Amor del Espíritu Santo la carne y la sangre de Cristo, derramada para la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres; María fue el primer sagrario de Cristo en la tierra; María fue asociada expresamente por su Hijo en el sacrificio cruento de la Eucaristía, ofreciendo su vida con Él al Padre para la salvación de los hombres, consintiendo en su ofrenda y creyendo contra toda esperanza en la Palabra de Dios, creyendo que era el redentor de los hombres el que moría en la cruz.

         Por eso y por más razones, no he querido terminar  este libro sobre la Eucaristía, sin dedicarle a María el último capítulo, como he hecho hasta ahora en mis libros publicados. Es mucho lo que Cristo confió en y a su madre y mucho lo que ella hace en la Iglesia actualmente, siempre asociada y unida totalmente a  su Hijo, su mayor tesoro y fundamento de todas sus grandezas y misiones, y es mucho también lo que todos debemos a María  «mujer eucarística». 

         Esta actitud eucarística de María ya había sido resumida por el mismo Pontífice en otro documento con estas palabras:   «Y hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magníficat que canta el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad» (Dies Domini 86).

         Y ahora paso ya a transcribir literalmente el capítulo sexto y último de la Encíclica Ecclesiade eucharistia, donde el Papa Juan Pablo II recoge de modo insuperable, al menos por mí, la doctrina eucarístico-mariana actual. Uno disfruta leyendo y meditando estas verdades.

 

CAPÍTULO VI

 

EN LA ESCUELA DE MARÍA, “MUJER EUCARÍSTICA”

 

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía (20). Efectivamente, María puede guiamos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con Él.

         A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, “concordes en la oración” (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

         Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir e su actitud interior. María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

54. “Mysterium fidei”. Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Ultima Cena, en cumplimiento de su mandato: “¡Haced esto en conmemoración mía!”, se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: “no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”.

 

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

         Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió “por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios” (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

         “Feliz la que ha creído” (L 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en “ tabernáculo el primer tabernáculo de la historia” donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

         María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuandollevó al niño Jesús al templo de Jerusalén “para presentarle al Señor” (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería “señal de contradicción” y también que una “espada” traspasaría propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el “stabat Mater” de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de “Eucaristía anticipada” se podría decir, una “comunión espiritual” de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles como “memorial” de la pasión.

         ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: “Éste es mi cuerpo que es entregado por nosotros”? (Lc 22, 19) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

 

57. “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). En el “memorial” del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: “¡He aquí a tu hijo!”. Igualmente dice también a todos nosotros: “¡He aquí a tu madre!” (cf. Jn19 ,26.27).  

         Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros a ejemplo de Juan a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

 

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama “mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi salvador” lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esto es precisamente la verdadera “actitud eucarística”.

         Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el magníficat en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo se presenta bajo la “pobreza” de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que “se derriba del trono a los poderosos  y se enaltece a los humildes” (cf. Lc1, 52). María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su “diseño” programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como María, toda ella un magnjficat !

 

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JACULATORIA EUCARÍSTICA:

JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA. TAMBIÈN YO QUIERO DARLO TODO POR TI, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO, YO QUIERO QUE LO SEAS  TODO.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CREO EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, YO CONFÍO EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, TÚ ERES EL HIJO DE DIOS.

21ª LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN

 

INTRODUCCIÓN

 

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse ... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, apostolado, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleados, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fín de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y demás y de equivocarse, porque nos equivocamos para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne. Dios entrando dentro de sí mismo y viendose tan lleno de vida y de amor, creó a otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha. 

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,1-3), pero no sólo este mundo, sino la misma realidad divina, porque al contemplarse el Padre a sí mismo, en su mismo serse por sí mismo y verse tan lleno de vida, de amor, de felicidad, de hermosura,  «de túneles y cavernas insospechadas», de paisajes y felicidad y fuego de las relaciones divinas del volcán divino en eterna erupción de su esencia, se vio plenamente en su Idea y la pronunció en Palabra llena de amor para sí y se amó con fuego de su mismo Espíritu y luego la pronunció para nosotros, llena de amor en la misma Idea, Imagen y Palabra con la que se dice plenamente a Sí mismo y se dice lo grande e infinito que se es por sí mismo en gozo de amor de Espíritu Santo, y que luego la dice y la canta llena de ese mismo amor para nosotros, para toda la humanidad,  en su misma Idea y Palabra con la que se dice a sí mismo en canción eterna de amor.

¡Qué grande es ser hombre! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios el existir, qué grandeza!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre... Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado la voy a tocar y  venerar en cada sagrario de la tierra.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración ...etc, en este libro.

Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático, sobre lo que hay mucho escrito y bueno, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con El, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos,  el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener un doctorado en Teología, incluso en Cristología, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz.        

Para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fín,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada, como todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico.

De todo esto hablo en el presente libro. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con su Presencia Eucarística, dejando aparte la espiritualidad de la Eucaristía como misa y comunión, de las cuales hablaré más ampliamente en otro libro, en el que ya trabajo y cuyo título podía ser: CELEBRAR Y VIVIR LA EUCARISTÍA “EN ESPÍRITU Y VERDAD”.

Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro  fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» vivencia, que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico:

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres , cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

22 MEDITACIÓN: NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO.

PRIMERA PARTE

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

PARA EMPEZAR O EN LA ESCUELA PRIMARIA DE LA EUCARISTÍA

 

1. 1. Necesidad absoluta de la fe para el encuentro eucarístico

 

Queridos hermanos:  Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice ,  «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».  Al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  «el que nos ama» y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los sagrarios de la tierra. El sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso,«la Iglesia, apelando a su derecho de esposa», se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7, 4). El sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” ; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva esta agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche».

 (S. Juan de la Cruz)

 

El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

         La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le dí a la caza alcance».

Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta El, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

Este camino hay que recorrerlo siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe, llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor más por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las  maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminando hasta contemplarla y poseerla.

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cor 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciendola, humilde, capaz de Dios, como María, que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo desde el amor extremo de Dios al hombre.

Toda la Noche del espíritu, para S. Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con su criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina, que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por su limitación en ver y comprender cómo Dios ve su propio Ser y Verdad;  a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que razonando, por vía de amor más que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que «dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes» (cfr 2 Cor 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de la elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable,  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...[5]

San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios de Dios y de la fe, que nosotros creemos desde la Teología o celebramos en la liturgia. Para S. Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva, que hiere de mi alma en el más profundo centro...» no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: "Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: <Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy>. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

 

1. 2. HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

 

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Tí, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida.Tocar,comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

23ª MEDITACIÓN: PARA CONOCER Y DIALOGAR CON CRISTO, EL MEJOR SITIO ES EL SAGRARIO.

 

3. SAMARITANA MÍA, ENSÉÑAME A PEDIR A CRISTO EL AGUA DE LA FE Y DEL AMOR

 

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fín hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor , y el que vive en amor,  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dáme, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Tí, deseo llenarme y saciarme solo de Tí, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Tí. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Tí.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

2. ,3.- Orar es también meditar

 

La oración cristiana tiene un itinerario  más o menos recorrido por todos, pero desde el principio siempre será amar, querer amar más, buscar amor, aunque no se sienta ni seamos conscientes de ello. Y para eso el primer paso ordinariamente podrá ser lectura de amor, sobre la cual meditamos, y luego oramos y amamos y dialogamos con el Señor. La finalidad de todo siempre será el amor, lo demás serán medios, caminos, ayudas.

Cuando yo leo el evangelio, los dichos y hechos de Jesús, yo me dejo interpelar por ellos, los medito e interiorizo, para terminar siempre hablando, dialogando sobre estos dichos y hechos de Jesús con Él mismo. Y ese amor, como somos pecadores, se manifestará desde el principio en la conversión de nuestros criterios, afectos y acciones, que deberán conformarse a  los de Cristo. Aquí me juego mi amistad con Cristo, mi oración, mi unión, mi santidad.

Otras veces puedo leer y meditar lo que otros han orado sobre estos dichos y hechos de Jesús. Te voy a poner un ejemplo con esta oración de Santa Brígida, que a mí me gusta y me ayuda a interiorizar y comprender todo el amor de Cristo en su pasión y muerte y me obliga a corresponderle.

 

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

 

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

 

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

 

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

 

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

 

Alabanza a tí, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

 

Honor a tí,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

 

Honor para siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

 

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

 

Alabanza eterna a tí, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

Gloria a tí, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a tí, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[6].

Este es el Cristo que adoramos en el sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo. Y todo esto nos lo quiere enseñar y comunicar. Y nosotros, si queremos ser sus amigos, tenemos que empezar a escucharlo, dialogarlo y vivirlo en nuestra propia vida. Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciendonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmente para los que le adoran en este misterio.

24ª MEDITACIÓN: JESUCRISTO EUCARISTÍA: EL MEJOR MAESTRO DE ORACIÓN

 

         El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34) , o con S. Pablo: “ Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión queel Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíriu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

 

El sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras:  desde su presencia humilde y silenciosa en el sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”,desde su presencia testimonial en todos los sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8).

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.. y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, nieguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fín, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fín siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, afin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior ( sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[7].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi..” Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

25 MEDITACIÓN: ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  ANOVO MILLENNIO INEUNTE@

 

2. 7. 1. Oración y santidad, fundamentos del apostolado, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeracón, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

 

Un nuevo dinamismo

 

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

 

CAPÍTULO 2

 

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

 

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

 

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

 

CAMINAR DESDE CRISTO

 

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

 

LA SANTIDAD

 

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

 

LA ORACIÓN

 

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como Aunión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

 

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

 

2. 8. La peor pobreza de la iglesia es la pobreza espiritual y mística, esto es, la falta de vida según el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo

 

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el reponsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombre de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que se algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razon, en definitiva, de nuestrso apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas solo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

 

26 MEDITACIÓN: BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN    EUCARÍSTICA

 

        

2. 9.  Breve itinerario de oración eucarística

 

         Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y professional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

 La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡ Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

         «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando ademas de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda (no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo:       “ Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad , sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».       

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

 

2. 10. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 25)

 

Esto mismo que acabo de decir, pero con otras palabras, es lo que podemos encontrar en este pasaje evangélico:

“Por aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. (Mt 11, 25-30).

Jesús,  movido de ternura y compasión hacia sus discípulos y hacia los que quieran seguirle, en todos los tiempos, nos invita a venir a él, a dialogar y encontrarse con su persona y su palabra, que nos llenan de paz y sentido, de seguridad, de certezas definitivas:“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados...”  Nos lo dice hoy y ahora mismo  este mismo Cristo, que  está cerca de nosotros aquí, en el sagrario y desde ahí nos repite estas mismas palabras de Palestina. Está tratando de consolar y de ayudar a los discípulos, que se han quedado un poco perplejos por la exigencias del reino, del seguimiento...y sin embargo, nada más decir estas palabras de consuelo, no les dice, os quito esto o aquello o no es tanto como os suponéis... sino que añade, reafirmándose: “Cargad con mi yugo....” y cuál es ese yugo “ aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

           Esto es lo que vengo diciendo repetidas veces en este libro: sin conversión no hay amistad ni discipulado ni seguimiento del Señor. Y por ese camino nos tienen que venir todas las gracias sobrenaturales, todos los conocimientos y amores a Dios y a su Hijo.“Nadie conoce al Padre sino el Hijo...” La fe no son verdades ni ritos ni ceremonias, la fe fundamentalmente es creer y aceptar a una persona y esa persona es Jesucristo. El cristianismo es fundamentalmente una persona, Jesucristo, y éste, crucificado. Somos seguidores de un crucificado

“En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida , la perderá; pero el que la pierde por mi, la encontrará”(Mt 16,21-25).

Quisiera resaltar que el pobre Pedro, que quiso decirle al Señor, que no se preocupase, que eso no pasaría, recibió una de las palabras más duras del evangelio.(Satanás! Y es que para Cristo, como para todos los santos, la voluntad del Padre está por encima de todo y  nadie le apartará de este camino, que les lleva a la unión suprema con Él,  aunque sea un camino lleno de sufrimientos y de cruz y dolor. A veces, este convencimiento, les hace decir a los santos ciertas frases, que suenan a puro dolorismo, de buscar el dolor por el dolor. ¡jamás las interpretéis así! No quieren el dolor por el dolor sino que están tan convencidos de que han de abrazarse con el crucificado para identificarse con Él, que identifican unión con Cristo y sufrimiento, cristianismo y dolor.

         Creer en una persona, en Jesucristo, quiere decir, aceptar su persona, su amistad, porque nos fiamos de ella y tendemos a hacernos una cosa con ella por el amor, aunque nos cueste sacrificios. Lo que se cree, en el fondo, no son verdades, ideas ni siquiera tan elevadas como el cielo, la gracia, la vida eterna, el pecado....sino que se  cree y  se fía uno de esta persona y esto es la mejor forma de amarla y honrarla.  Si fuera lo primero saber verdades, la religión sería cuestión de inteligencia y los sabios serían los preferidos en el reino. Pero bien claramente dice Jesús que no es así, que es cuestión de fiarse, de amar y confiar en su persona y, por tanto, el cristianismo es cuestión de amor, porque es cuestión de amistad. Arreglados van los que quieran encontrarse con Cristo única o principalmente por el entendimiento o las ideas o la misma teología. Jesucristo, la eucaristía, el misterio cristiano es cuestión de amor, la teología va detrás de la fe y debe ser siempre sierva respetuosa, humilde, arrodillada, sobre todo, cuando no comprenda.

Pregunten a los santos, que son los que verdaderamente han conocido a Cristo y  su evangelio y en Él encontraron el tesoro de su vida, por el cual lo dejaron todo; pregunten modernamente a Santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, a Teresa de Calcuta y tantos santos «ignorantes»de la teología especulativa, que viven aún  en este mundo. Todo lo aprendieron por la oración y  la amistad con Cristo Eucaristía. Entonces es cuando entran los deseos de estudiar y leer teología, mucha teología, como Teresa de Jesús.

 Por eso, Jesús anima a todos a que le busquen así, porque es la mejor y más completa forma de encontrarle: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. Y para que no quede ningún resquicio, por donde pueda escaparse el sentido que Él quiere dar a estas palabras suyas ni vengan luego los sabios con interpretaciones manipuladas,  añade:“Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Da gracias al Padre por manifestarse a los sencillos, porque el mensaje y la palabra de Cristo sobre el reino, sobre el amor del Padre y su plan de salvación, la fraternidad que Dios quiere entre todos los hombres, la verdadera justicia, la paz de la humanidad no se comprende totalmente por vía de inteligencia e ideas humanas sino por revelación de amor, que Dios concede a la gente sencilla y se niega a los sabios autosuficientes.

Los que están más vacíos de sí mismos, “los pobres en el espíritu”, los que no se fían de sí mismos son los que se abren a Dios, a su revelación en Cristo y a los mismos hermanos con mayor facilidad. Porque la fe-confianza en Dios es la que nos da acceso a este conocimiento superior de Dios, en el que sólo nos puede introducir el Hijo, que es su Palabra pronunciada con Amor-Espíritu Santo para nosotros. La verdadera teología siempre se estudiará de rodillas, es decir, dando  preferencia a la fe y al amor, pisando sus huellas, siempre será  arrodillada.

         La fe cristiana es una clase especial de conocimiento porque es Asabiduría amorosa@según S. Juan de la Cruz. Hay una base objetiva de contenido intelectual, pero que no se comprende si no se vive, si no se ama, si el Espíritu Santo no nos lleva hasta la verdad completa. Mucho sabían los discípulos sobre Cristo, incluso lo vieron resucitado, pero hasta que no vino el Espíritu Santo, no llegaron a la verdad completa, porque entonces fue cuando no solo conocieron sino que vivieron en su corazón al Señor y dieron la vida por Él. Por el Cristo simplemente conocido por la teología o una fe teórica, pocos están dispuestos a dar la vida. Buena será la teología, pero siempre llena de amor.

Fijáos qué cambio en S. Tomás de Aquino al final de su vida. Quería quemar todo lo que había escrito. Es que la teología completa, la verdad completa, como afirma el Señor, en el evangelio, pasa por el amor, por el Espíritu Santo. Preguntádselo a los mismos Apóstoles: han visto al Señor resucitado, le han tocado y siguen con miedo; desaparece el Señor, no le ven con los ojos de la carne, pero sí con los ojos del amor, porque viene el Señor a su corazón hecho fuego de Espíritu Santo y abren los cerrojos y las puertas y predican abiertamente y dan la vida por Él. San Juan de la Cruz habla de «sabiduría amorosa», «noticia amorosa», «llama de amor viva», y «aunque a V.R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan » (Prólogo C, 4).

Acabo de leer un libro de F. X. Durrwel, que termina así:  «He dicho que el misterio pascual desborda por todos lados y es imposible en pocas líneas hacer una síntesis. Sin embargo, existe una palabra capaz por sí sola de enlazar toda la gavilla:  «Lo que las inmensidades no pueden encerrar, se deja contener en lo que hay de más pequeño. Tal es exactamente el sello de los divino». San Juan nos ha proporcionado la palabra a la medida de lo inconmensurable: “Dios es amor” (Jn 4,16). El infinito no es sino Amor... Tanto para el conocimiento como para la santidad de vida “el amor es el vínculo de la perfección” (Col 3,14): he ahí el nombre de la síntesis.

Se sabe así que hay un conocimiento mucho más elevado que la ciencia teológica: “Quiero mostraros un camino mejor”, dice San Pablo (1Cor 12,31), el del amor; que conoce por comunión. La teología es sólo una aproximación; únicamente el Espíritu de amor Aintroduce en la verdad total@(Jn 16,13). Jesús es la morada de Dios entre los hombres: el misterio encarnado. Para conocer, es necesario vivir en esa morada. Jesús es la morada y es, al mismo tiempo, la puerta de entrada: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9). El Espíritu Santo es la llave. En la hora de la Pascua de Jesús, se ha dado vuelta a la llave de amor, y se ha abierto, ancha, la puerta; es invita a conocer amando»[8]. Creer, en definitiva, es aceptar por amor la persona de Jesucristo, reconocer al Dios de Jesucristo, optar por su evangelio, seguirle, aceptando su estilo de vida y de compromisos porque le creemos  vivo, vivo y resucitado. Y por eso Jesús se ofrece y presenta en este evangelio como el único camino, que nos puede llevar al Padre, porque es el Hijo: “Todo me lo ha dado mi Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera reveler”.

 Y si a pesar de esta reflexión evangélica, que acabo de hacer, alguno siguiera un poco asustado con todo lo dicho anteriormente sobre la conversión total y renuncia al yo que el Señor exige, quisiera con esta reflexión, que pongo a continuación,  demostrar que este es el plan de Dios al crearnos y que para esto hemos sido redimidos. Quiero animar a todos a entregarse confiadamente a Dios, que nos ama infinitamente y por eso nos purifica de todo lo que no es Él, para llenarnos plenamente de su amor. De esta forma quiero ayudar un poco a comprender el amor primero, infinito e inabarcable de Dios, que es último y eterno y definitivo. Para que nadie se eche para atrás y  superemos la muerte del yo, martirizados por el fuego abrasador del amor infinito de Dios, que quiere llevarnos a su mismo fuego de amor trinitario, pero que antes debe quemar todas nuestras impurezas, limitaciones e imperfecciones, frutos del pecado original, que nos inclina al amor propio, por encima del amor absoluto y primero a Dios.

27 MEDITACIÓN: LA PUERTA DEL SAGRARIO ES PUERTA DE CIELO Y DE  ETERNIDAD

 5. 24.  La puerta del sagrario es puerta de cielo y  eternidad

 

            El mismo Cristo, que sacia a los bienaventurados en el cielo y que llenó las ansias de amor y felicidad de los santos y santas, desde S. Juan, San Pablo, San Pedro, la samaritana, Zaqueo...etc hasta los últimos canonizados, es al que nosotros contemplamos y tenemos en la Custodia y en nuestros sagrarios. La Eucaristía es la entrada, la puerta del cielo, aquí abajo en la tierra.

Yo conozco hermanos y hermanas seglares como vosotros, casados y solteros, que tienen vivencia, experiencia de eucaristía y aman y se pasan horas y horas...  (tienen  llave de la iglesia) y rezan por la Iglesia, las parroquias, los sacerdotes, los enfermos, los necesitados de todo tipo, los problemas de los hombres todo el tiempo que pueden....pero es que luego son los que más y mejor me ayudan en la catequesis, en los grupos.... pero insisto que no se llega enseguida, antes hay que recorrer un camino largo y purificador de inmolación y muerte de nuestro yo, como Jesús, el camino de nuestra pascua, de nuestro desierto, del paso del pecado a la vida nueva: celebrar y participar la eucaristía es vivirla en nuestra propia carne.

¿Por qué  el mismo que sacia a los bienaventurados en el cielo no me sacia a mí? Si Cristo está ahí, ofrecido en entrega al Padre y en amistad a los hombres, ¿por que no lo siento? ¿Por qué no hay más devoción eucarística? ¿Por qué las parroquias, los jóvenes y adultos no vienen todos los días a esta fuente de amor y energía sobrenatural? Pues porque esto exige conversión, como he repetido miles de veces en este libro, y faltan también vivientes del misterio.

Al faltar vivientes, faltan también pedagogos y mistagogos eucarísticos, nos hacen falta guías experimentados, que antes hayan recorrido este camino, personas verdaderamente creyentes, exploradores como los que Moisés envió a la tierra prometida,  que luego volvieron  cargados de los frutos de ella, y entusiasmaron a los israelitas para conquistarla.

Antes de llegar a la tierra prometida, al cielo de la Eucaristía hay que pasar el mar rojo y morir al pecado, hay que vivir la gracia del bautismo y sepultar y morir al hombre viejo, y para esto, hay que atravesar  el desierto y orar mucho, hay que tener hambre del maná y del agua que brota de la piedra golpeada por Moisés, y“la piedra era Cristo”; “no como el maná que comieron vuestrso padres en el desierto…el que coma de este pan que yo le daré...vivirá por mí.

Y para eso, para poder luego enseñarlo, primero hay que vivirlo, antes hay que recorrer este camino de encuentro con el Señor en la Eucaristía, que lleva consigo aguantar mucho en humillaciones, olvidos, críticas y demostrar que estás dispuesto a quedarte solo con Él, que Él es tu único Dios y lo Absoluto de tu vida. Y repito que esto no se contagia ni se enseña ni se sabe ni siquiera  teóricamente si no se ha vivido y realizado en la propia  vida y para eso hay que matar el pecado original, que es el amor propio, el amor a nosotros mismos, que quiere imponerse por encima del amor a Dios y los hermanos, hay que derrocar todos los ídolos de la propia gloria, consumismo, criterios, para que sea Dios el único Señor de tu vida. ¿ Estás dispuesto?

“Hermanos míos; Teneos por muy dichosos, cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna” (Sant 1, 24).

De todas formas, no te asustes, porque todo esto que te digo de golpe, hay que ir haciéndolo, soportándolo, sufriéndolo poco a poco, como el Señor quiere, durante años y cómo y cuándo Él quiere y según sus planes. No olvides que cuarenta años duró la travesía del desierto hasta la tierra prometida. Y son muchísimos los que atraviesan este desierto y llagan a la amistad con Jesucristo Eucaristía. Precisamente para ayudarte  se ha quedado  Jesús en la Eucaristía,  tan cerca de nosotros, para echarnos una mano, para que aprendamos su ejemplo de humildad y de entrega en silencio, para repetirnos continuamente  todo su evangelio, así cerquita:“si quieres ser mi discípulo, si quieres seguirme, si quieres ser de verdad mi íntimo...  no tengáis miedo, Yo estoy con vosotros hasta el final de los tiempos.., Yo soy el camino, la verdad y la vida...” “vosotros sois mi amigos, nadie ama más que aquel que da la vida por el amado...” “No tengáis miedo a los hombres, porque no hay nada cubierto que no llegue a descubrirse, nada escondido que no llegue a saberse”; “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo”.

Y si coges a S. Juan:  “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoce a Él. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aun no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando  se  manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”; “Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,1-3;6).

Y uno empieza el camino y tropieza; otras veces se cansa y cae, pero vuelve a levantarse y siempre se levanta, aunque caiga muchas veces; es más,  cuando parece que todo se ha acabado, que ya no queda nada, que ya no hay remedio... como Jesús está tan cerca... te mira con amor y sientes su cercanía y otra vez continúas hasta que van llegando, después de años, esos momentos  en que la oración ya no es pura reflexión sino que, después de una purificación más o menos intensa ,uno empieza a sentir  la presencia y el amor de Cristo vivo, vivo, vivo...

La oración discursiva y meditativa se hace afectiva, se hace amor, y ya no tienes que reflexionar mucho para dialogar con Él y empiezas a llamarle y tratarle de tú a tú a Cristo, y en lugar de comentarios sobre sus verdades y sobre Él, te sale el diálogo directo con Él, el boca a boca, a pecho descubierto, sin intermediarios de libros y autores,  y ya sólo es cuestión de dejarse amar y sentirse amado cada día más, de formas distintas, y ya todo empieza a verse de otra forma, porque está  iluminado por la luz y la presencia del Señor, pero ya no cuesta nada sino todo lo contrario, uno se goza en la presencia del Amado, porque  hay experiencia del Dios vivo y Trino, y uno experimenta que es Verdad, que todo es Verdad, que Cristo es Verdad, es la Verdad y que existe y que todo el evangelio es Verdad y Vida y que Jesús existe  y está en el sagrario y ahora ya a vivir el cielo anticipado porque el cielo es Dios y Dios está en mi corazón y en el sagrario, aunque estamos en la tierra y no faltarán las pruebas, pero todo será desde la fe iluminada, «mística teología», «noticia amorosa».      

Y así es como el sagrario se convierte en puerta del cielo. Pero perdonad que insista, esto exige una conversión permanente, y, al menos en mí, esta no acabará sino media hora después de mi muerte, porque  hasta la media hora después de mi muerte, no habrá muerto  mi  yo, este yo que tanto quiero y mimo, más que a Dios.

En definitiva, en el pan y en el vino adoramos al Cristo glorioso, anticipo y prenda del cielo... «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de  su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura. Le diste el pan del cielo. Que contiene en sí todo deleite». De esta forma, que os he explicado, es cómo la Eucaristía se convierte para toda persona, que la adora, en puerta del cielo.

En cada comunión Cristo nos dice: Tú eres eternidad, tu vida es más que esta vida, tú vales más que este tiempo y este espacio, tú vales una eternidad, yo soy esa eternidad, que tú buscas, incrustada ahora en el tiempo por mi presencia eucarística, yo la  he merecido para tí, yo soy tu Vida, tu vida eterna ya comenzada, “vosotros y yo somos uno”, y yo soy eternidad y cielo del Padre y de todos los bienaventurados. 

Qué tiene que ver todo esto que llamas vida con lo que el Padre te ha preparado en esta mesa de la Eucaristía. Tú no la valoras porque no conoces lo que hay dentro. El hombre,  si se allege de man,  si no conoce la Eucaristía, no sabe lo que vale, porque se valora y mide sólo por el dinero y placer y éxitos de tierra; sin embargo tú vales mucho, vales infinito, te lo  lo digo yo, que he dado mi vida por tí, vales eternidad en Dios, y te lo manifiesto y demuestro con la Eucaristía, en la que he dado mi vida por tí,  tú vales la vida de un Dios encarnado y te lo ha dicho mi Padre, con mi muerte: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; tú  vales una eternidad, porque  no existe ya la muerte para tí, te lo digo en cada Eucaristía: “ el que me come vivirá eternamente”, “el que coma de este pan vivirá eternamente” y por el amor del Padre, tu historia y  tu vida,  a pesar de tus pecados y olvidos y abandonos, por mi amor manifestado especialmente en mi muerte y resurrección, presencializados y ofrecidos en la eucaristía,  tendrán un final feliz, porque los bienes escatológicos, los últimos, ya se hacen presentes en la Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR JESÚS». 

 

Tú vales tanto para el Padre Dios, que en Getsemaní y en mi pasión, -y siento que no hayas caído en la cuenta de ello,-  el Padre se olvidó de mí para conseguirte a tí.  “Padre, si es posible pase de mí este cáliz...” y el Padre no me hizo caso y te prefirió a tí... Y yo le decía al Padre en mi corazón, porque entonces no podía ni pronunciar palabra, Padre ¿ pero es que te has olvidado de mí, pero es que no soy tu Hijo, el Amado, el predilecto? ¿ pero es que te avergüenzas de mí? ¿Tú también me abandonas como los hombres, ya no soy tu hijo amado....? Y ni caso me hizo, porque el Padre estaba entusiasmado con los millones de hijos e hijas que iba a conseguir con mi pasión y muerte, y prefirió mi muerte para conseguiros a todos como hijos por el Hijo. Y como fuí tan obediente al Padre y Él lo que quería es recuperar vuestras eternidades, realizar el proyecto que tuvo al crearos para haceros partícipes de la misma felicidad que disfrutamos en la esencia trinitaria, os resucitó a todos en mi resurrección, porque me resucitó por amor a mí pero también me resucitó por amor a  vosotros, buscó vuestra felicidad eterna con el precio máximo de toda mi sangre y mi vida para vuestro bien, porque  la resurrección fue su respuesta a mi obediencia para todos vosotros y me hizo Señor y os sentó con  mi humanidad para siempre a su derecha.        

Pues bien, todo este misterio es lo que hago presente en cada misa, cuando por medio del sacerdote, que me presta su humanidad, sus manos y su voz, yo consagro el pan y el vino y se vuelve a hacer presente toda mi vida, desde mi Encarnación hasta mi Ascensión, todo aquello  que sufrí y merecí por ti.  Por todo esto, debes celebrar y participar con suma devoción en la misa, debes estar más atento y desde el banco no tienes que pensar en otra cosa y eso es mi paga porque os quiero infinitamente y para la eternidad y ese amor  me hace feliz en mi entrega por vosotros:“éste es el cuerpo que se entrega, ésta es la sangre que se derrama por vosotros” “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de Mí”. Gracias, porque os acordáis de mi amor y con esto glorificáis al Padre y me honráis a mí.

Querido hermano, por la Eucaristía nos sumergimos en la vida de Dios por su Verbo, nos sumergimos  en el círculo trinitario donde amarás al Padre en el Hijo por el Espíritu, en un volcán continuo de fuego y dicha y felicidad y resplandores divinos, que ya aquí abajo se barrunta y se puede experimentar, como lo han sentido infinidad de santos, místicos y almas buenas... Hace unos meses operaron de cáncer a una amiga mía. Le quitaron un pecho y le dijeron que era cáncer maligno . Al cabo de algún tiempo fuí a visitarla de nuevo.  Todavía no sabían el resultado. Al mes  volví al hospital y me dijo textualmente- éstas cosas no se olvidan- ahora me dicen los médicos que no tengo nada, que estoy totalmente curada... ¡ya que me había hecho a la idea de irme con el Señor...!

Por la Eucaristía tu historia tendrá un final feliz. Visité otra vez a una operada de cáncer a la que había quitado diversas partes del hígado, riñón... muchas cosas; al despedirme, le digo: pediré al Señor que te cures, me respondió: pídale no que me cure sino que cumpla su voluntad.... Son almas eucarísticas.

Querido hermano, da gracias, medita, alaba, bendice, adora a Jesucristo Eucaristía que trajo y realizó este proyecto del Padre  con el Espíritu Santo, Espíritu de vida, “que resucitó a Jesús de entre los muertos, el mismo Espíritu resucitará nuestros cuerpos mortals”. La adoración eucarística es alimento de vida eterna, que anticipa los bienes escatológicos descritos por Juan en el Apocalipsis. Toda la liturgia del Apocalipsis es liturgia de la Eucaristía celeste, del Viviente, del Resucitado, del Cordero degollado, en compañía de los resucitados para glorificación de la Santísima Trinidad.  Es figura de la adoración de toda la humanidad redimida por elcordero degollado ante el trono de Dios y por eso ya lo ensayamos  cantando aquí abajo el mismo canto que los bienaventurados en el cielo: SANTO, SANTO, SANTO ES EL SEÑOR, LLENOS ESTÁN EL CIELO Y LA TIERRA DE SU GLORIA.

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CAMPAÑA DE LOS CINCO MINUTOS DIARIOS DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

CARTEL DE LOS CINCO MINUTOS DE ORACIÓN CON EL SEÑOR EN EL SAGRARIO

 

NO SE VAYA DE ESTA IGLESIA SIN HABLAR CON JESUCRISTO PRESENTE EN EL SAGRARIO.

 

PUEDEMIRARLE CON MIRADA DE AMOR.

 

PUEDEHABLARLE DE SUS COSAS Y PROBLEMAS.

 

PUEDEREZARLE ALGUNA DE LAS ORACIONES QUE SABE.

 

PUEDECOGER ALGUNA DE LAS HOJAS DE LA MESA, LEERLA Y COMENTARLA CON ÉL.

 

PUEDE...PERO NO SE VAYA SIN DECIRLE ALGO. ÉL LLEVA DOS MIL AÑOS ESPERÁNDOLE.

28ª LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE APOSTOLADO Y VIDA CRISTIANA

 

4. 1. La Eucaristía, la mejor escuela de oración y santidad, se convierte en la  mejor escuela de apostolado

 

«Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda la programación pastoral» (NMI 34). Hoy que se habla tanto de compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, una persona que ha trabajado hasta la muerte por los más pobres, que son los moribundos y  los niños abandonados en las calles nos habla de la necesidad absoluta de la oración para ver a Cristo en esos rostros y poder trabajar cristianamente con ellos. Lo dice muy claro la Madre Teresa de Calcuta:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como Él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo, con su amor».[9]

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y Jesús es Verdad y es la Verdad y no puede engañarnos y lo está cumpliendo a tope en la Eucaristía. La dificultad estriba más en nosotros que en el amor y los deseos de Jesús. Porque a Él le sobran entrega y ganas de seguir amando y salvando a los hombres, pero a nosotros no nos entra en la cabeza, que el Verbo de Dios, el amado eterna e infinitamente por el Padre e igualmente amante infinitamente en el mismo Espíritu Santo, “ tenga sus delicias en estar con los hijos de los hombres”, que somos como somos, finitos, limitados y que fallamos a cada paso. En cada misa Cristo nos dice: te quiero, os quiero y doy la vida por ti y por todos los hombres, y mi mayor alegría es que creas en mí y me sigas, que me metas en tu corazón, para que vivamos unidos una misma vida, la mía que te regalo, para que se la entregues a los hermanos, a todos los hombres; toma este pan y  cómeme, soy yo,  este es mi cuerpo que se entrega por tí... al comer mi carne, comes mis actitudes y sentimientos y  debes vivir en mí y   por mí y así debes entregarte a los hombres y así te harás igual a mí y serás hijo en el Hijo y el Padre ya no distinguirá entre los dos, y, estando unidos, verá en tí al Amado, en quien ha puesto  sus complacencias. Y entonces, Cristo, a través de nuestra humanidad supletoria, que se la prestamos, seguirá salvando a los hombres, renovando todo su misterio de Salvación y  Redención  del mundo, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, pero en nosotros y por nosotros. Esta presencia de Cristo enviado y apóstol es en nosotros sacerdotes una  realidad  ontológica, por el sacramento del Orden: «por la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se transforma en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (PDV. 15).

Toda la vida de Cristo, toda su salvación y evangelio y misión se  presencializan en cada misa  y  por la comunión nos comunica todos sus misterios de vida y misión y salvación, y así nos convertimos en humanidades supletorias de la suya, que ya no puede actuar, porque quedó destrozada y ahora, resucitada, ya no es histórica y temporal como la nuestra: “El que me come vivirá por mí”.” Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo...”  Hasta el extremo de su fuerza, de su amor, de su sangre.... Hasta el dintel de lo infinito, de lo divinamente intransferible nos ha amado Cristo Jesús. Así debemos amarle. Quien adora, come o celebra bien la eucaristía termina haciéndose eucaristía perfecta.

Y ahora uno se pregunta lo de siempre: Pero qué le puedo yo dar a Cristo que Él no tenga. No entendemos su amor de entrega total al Padre por nosotros desde el seno de la Trinidad:  “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... Aquí estoy para cumplir tu voluntad.”. Cristo se queda en el sagrario para buscar continuadores de su tarea y misión salvadora. Por eso la eucaristía, como encarnación continuada de Cristo y aceptada por el Padre, también es obra de los Tres; es obra del Padre, que le sigue enviando para la salvación de los hombres; del Hijo que obedece y sigue aceptando y salvando a los hombres por la celebración de la Eucaristía; del Espíritu Santo, que formó su cuerpo sacerdotal y victimal en el seno de María y ahora, invocado en la epíclesis de la misa,  lo hace presente en el pan.          

En la eucaristía se nos hace presente el proyecto salvador del amor trinitario del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; en el Hijo, «encarnado»  en el pan, con fuerza y amor de Espíritu Santo, se nos hacen presentes las Tres Divinas Personas y también toda la historia de Salvación y todo su amor eterno y salvador para con nosotros. Todo esto, el entender este exceso de amor, esta entrega tan insospechada, extrema y gratuita de los Tres en el Hijo, nos cuesta mucho a los hombres, que somos limitados y  finitos en amar, que  somos calculadores en nuestras entregas, que, en definitiva, ante este amor infinito, no somos nada, ni entendemos nada,  si no fuera por la fe, que oscuramente nos da noticias de este amor. Y digo oscuramente, no porque la fe, la luz de Dios, la comunicación no sea clara y manifiesta, sino porque nuestras pupilas humanas tienen miopía y cataratas de limitaciones humanas para ver y comprender la luz divina y por su misma naturaleza nuestro entendimiento y nuestro corazón no están capacitados y preparados y adecuados para tanta luz y tanto amor. Es el exceso de luz divina, que excede como rayo a las pupilas humanas de la  razón, lo que impide ver a nuestros ojos, que no están acostumbrados a estas verdades y resplandores y amores, y, por eso, hay que purificar, limpiar criterios y afectos, adecuar las facultades, que diría San  Juan de la Cruz.

Por eso, para comprender esta realidad en llamas, que es  la Eucaristía, el Señor tiene que limpiar todo lo sucio que tenemos dentro, toda la humedad del leño viejo y de pecado que somos, tanta ignorancia de lo divino, de lo que Dios tiene y encierra para sí y para nosotros. Como dice San Juan de la Cruz, primero hay que acercar el leño al fuego de la oración; nosotros tenemos que acercarnos al fuego de Cristo, mediante la oración eucarística, para que nos vaya contagiando su fuego y sus ansias apostólicas, desde el Padre que le sigue enviando continuamente por amor y ternura eterna hacia el hombre.

Por esta causa, la Eucaristía es también amor extremo del Padre “que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo...”; luego, el fuego de la oración, que es unión con Dios, lo empieza a calentar y a poner a la misma temperatura que el fuego, para poder quemarlo y  transformarlo, pero para eso y antes de convertirse en llama de amor viva, el fuego pone negro el madero antes de prenderlo: son las noches y las purificaciones.. Lo explica muy bien San Juan de la Cruz: «Lo primero, podemos entender cómo la misma luz y sabiduría amorosa que se ha de unir y transformar en el alma es la misma que al principio la purga y dispone; así como el mismo fuego que transforma en sí al madero, incorporándose en él , es el que primero le estuvo disponiendo para el mismo efecto» ( N II 3).

Aunque San Juan de la Cruz se refiere a la oración en general, pero contemplativa, vale para todo encuentro con Cristo, especialmente eucarístico: «De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma purgándole y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le   va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor y  yéndole secando poco a poco, le va sacando luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y finalmente, comenzándole a ponerle hermoso con el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades de fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seco está; caliente, y caliente está; claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él esta propiedades y efectos»  (IIN 13, 3-6).

Por esto mismo la escuela de la oración eucarística se convierte en la escuela más eficaz de apostolado, purificando y quitando los pecados del apóstol, que impiden la unión de los sarmientos a la vid para dar fruto, y le ilumina a la vez con el fuego del amor para lanzarle a la acción. Y, cuando el fuego prende al madero, al apóstol, entonces se hace una misma llama de amor viva con Él, es ascua viva y encendida en su fuego de  Amor de Espíritu Santo:  Dios y el hombre en una sola realidad en llamas, el que envía y el enviado, la misión y la persona, el mensaje y el mensajero: «¡Oh llama de amor viva, / qué tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro!» Son todos los verdaderos santos apóstoles, sacerdotes, religiosos, padres de familia...que han existido y seguirán existiendo.

Juan Pablo II en su Carta Apostólica NMI. ha insistido repetidas veces en la oración como fundamento y prioridad de la acción pastoral: «Trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los   resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestros servicios a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Juan 15, 5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad».[10]

Lo dice muy bien el Responsorio breve de II Vísperas del Oficio de Pastores: « V. Éste es el que ama a sus hermanos * El que ora mucho por su pueblo. R.  El que entregó su vida por sus hermanos.* El que ora mucho por su pueblo».

 Para comprender y saber de Eucaristía, hay que estar en llamas, como Cristo Jesús, al instituirla; aquella noche del Jueves Santo, el Señor no lo podía disimular,  le temblaba el pan en las manos, qué deseos, qué emoción..., y por eso mismo,  qué vergüenza siento yo de mi rutina y ligereza al celebrarla, al comulgar y comer ese pan ardiente, en visitarlo en el sagrario siempre con los brazos abiertos al amor y a la amistad. Si uno logra esta unión de amor con el Señor, entonces uno no tiene que envidiar a los apóstoles ni a los contemporáneos del Cristo de Palestina, porque de hecho, ni siquiera con la  resurrección, los apóstoles llegaron a quemarse de amor a Cristo sino sólo cuando ese  Cristo,  se hizo Espíritu Santo, se hizo llama, se hizo fuego transformante por dentro, se hizo Pentecostés. Ya se lo había dicho antes y repetidamente Jesús:  “Os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... Pero si yo me voy, os lo enviaré.. Él os llevará hasta la verdad completa”. Que la eucaristía, fuego divino de Cristo, nos queme y nos transforme en llama de amor viva y apostólica, a todos los bautizados, llamados a la santidad, especialmente a los sacerdotes, consagrados con la fuerza del Espíritu Santo, Llama viva del Amor Trinitario.  

4. 2. La vivencia de Cristo Eucaristía, llama ardiente de caridad apostólica

 

 La verdad completa es la que baja de la mente al corazón y se hace vivencia. Y así fue en Pentecostés. Entonces sí que se acabó el miedo para  los apóstoles y se quitaron los cerrojos y se  abrieron las puertas y predicaron convencidos de Cristo y del Padre y del Espíritu Santo, a quienes entonces conocieron en  “verdad completa”, verdad hecha fuego y amor. Conocieron el evangelio y amaron a Cristo más profunda y vitalmente que en todas las correrías apostólicas anteriores y milagros y la misma  predicación exterior de Cristo; ahora ya estaban dispuestos a morir por Él, estaban convencidos, sentían su presencia y su fuerza porque Cristo les habló con su fuego de amor y los quemó y los abrasó con el fuego de Pentecostés. No olvidemos nunca que estas realidades sobrenaturales no se comprenden hasta que no se viven. A palo seco o conocimiento puramente teórico, incluso teológico, es como si uno creyera, como si fuera verdad, pero no es verdad completa, amada y vivida.

Pablo no vio ni conoció visiblemente al Cristo histórico, pero lo sintió muy dentro por la  experiencia mística, que da más certeza, amor y vivencia que cien apariciones externas del Señor. Y llegó a un amor y entrega, que otros apóstoles no llegaron, aunque le habían visto y escuchado y tocado físicamente. Cuando Dios baja así y toca las almas, vienen las ansias apostólicas, los deseos de conquistar el mundo para la Salvación, ganas hasta de morir por Cristo y su evangelio, como les pasó a los Apóstoles,  lo cual contrasta con tanto miedo a veces de predicar el evangelio completo, sin mutilaciones, más pendiente el profeta palaciego de agradar a los hombres que a Dios, más pendiente de no sufrir por el evangelio que de predicar la verdad completa, sobre todo a los poderosos, a los que muchas veces nos dirigimos con profetismos oficiales, que no les echa en cara su pecado ni sus errores. Cuántas mutilaciones de la verdad y del mensaje evangélico en los diálogos y en la predicación a gente poderosa en la esfera religiosa, económica o política.

También hoy tenemos profetas verdaderos, obispos, sacerdotes y seglares, que hablan claro de Dios y del evangelio, profetas que nos entusiasman, que viven pendientes y celosos de la gloria de Dios y salvación de los hermanos por la fuerza de la oración y del  sacrificio y comunión eucarísticas, verdaderos pastores de almas, siempre obedientes a la voluntad del Padre, con amor extremo, hasta dar la vida, sin que se les trabe la lengua.

El profeta verdadero de Dios sabe que siempre que predique las exigencias evangélicas, que condenan a los poderosos y molestan a la masa poco exigente, sufrirá la incomprensión y hasta la muerte de su fama, estima y carrera, porque resulta  «poco prudente» para los instalados de arriba y de abajo. Pero tiene que hacerlo porque no puede traicionar al mensaje ni al que le envía; el amor a Dios y a los hermanos ha de estar sobre todas las cosas: “Si a mí me han perseguido, a vosotros también...” “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

 Y así terminó el Profeta a quien tenemos que imitar. Y  así se salvó y nos salvó. Y así hay que salvar las almas. Así las han salvado siempre los santos, los que pisaron las mismas huellas de Profeta y Sacerdote y Víctima de la misión confiada por el Padre.  Hablando así, siendo profeta verdadero, es posible que no se llegue al poder y a los puestos elevados, porque esto no agrada ni a la misma Iglesia so pretexto de prudencia- prudencia de la carne-, pero Dios es su paga en gozo, juntamente con los salvados por su profetismo verdadero.

         Si lo profetas callan, los lobos actuales: muchos políticos sin sentido del hombre y de transcendencia, el materialismo de  los medios de comunicación, de tanto cantamañanas de la tele y de los tertulianos bufones de las radios irán destruyendo la identidad cristiana, la fe en Dios y en su Hijo, único Salvador del mundo. Al mundo no le salvan los políticos ni los técnicos ni los pseudocientíficos, solo hay una Salvador, es Jesucristo. Él es el único Salvador del mundo.

 Si los profetas callan, los fieles se quedarán  sin defensa, sin ayuda y orientación,  abandonados en las fauces de estos lobos devoradores de toda bondad y  verdad  cristianas sobre el hombre, la familia, la vida; si los profetas callan, entonces los címbalos sonantes de los medios, huecos y vacíos,  se convertirán en los maestros y sacerdotes de la vida, de la moral y de la familia y no recibirán  la respuesta respetuosa y debida desde la fe y la moral y el mensaje y la sociología cristianas. El problema de la fe se ha convertido en problema moral ahora en España, no hay moral, se mata a los niños y ya todo está aceptado. De esta forma nos destruimos en todos los sentidos: humano, moral y religioso. Por culpa de tanto silencio profético, muchas ovejas, multitudes de bautizados están desorientadas y van muriendo poco a poco para la fe y para la vida de una Iglesia ridiculizada y un evangelio directamente perseguido desde estos modernos púlpitos tan poderosos.

Hay que estar más pendientes y hablar más claro a las multinacionales de la pornografía y del consumismo, a los materialistas del ateísmo práctico, de una vida sin Dios, que son los que quieren gobernar hoy y regular toda la vida de los hombres  con leyes de vida, de educación y de ética  contrarios al evangelio... que fabrican niños, jóvenes y adultos que les puedan votar según sus ideologías y les puedan comprar sus productos inmorales y consumistas fabricados por los poderosos del dinero y,  en definitiva, manipulan todo para que todos  piensen, vivan y se diviertan y se casen y practiquen el aborto y la eutanasia como ellos quieren para su fines egoístas.

Aquel niño de hace quince o veinte años es el hombre de hoy, el cristiano del divorcio y del adulterio y del aborto, del amor   libre, de las parejas de homosexuales o de hecho, de niños por encargo de laboratorio, el de los bautizos y primeras comuniones y bodas actuales sin fe en Jesucristo... Hubo muchos silencios y cobardías por parte de la Iglesia, en orientación ética y moral humana, que no era meterse en política, sino orientar sobre las consecuencias previstas de unos votos, que iban a emplearse contra la Iglesia, contra Cristo y su evangelio, contra la moral y la vida... y así muchos católicos votaron a personas que emplearon esos votos en blasfemar contra Cristo, en perseguir su religión, su evangelio, su salvación, en negar o impedir la enseñanza religiosa... Ahora ya sabemos a donde llevaron esos votos y opciones políticas de una mayoría católica. No se puede decir sí y  no a Cristo a la vez, no se puede estar con Cristo y contra Cristo a la vez,  no podemos ayudar a los que nuevamente lo han crucificado y se mofan de Él, a los que han machacado los principios morales  reguladores de la familia, del concepto del hombre y de la vida, esenciales para la fe y la vivencia del cristianismo.

Todos tenemos que hablar más claro, los seglares, los sacerdotes y  los obispos,  sin tantos documentos puramente oficiales, a veces  tan impersonales, ambiguos e insulsos que no se entienden y aburren, mientras los lobos van destrozando el rebaño de Cristo,  y las ovejas no han tenido quien las defendiera clara y abiertamente. Pero no duele Dios, no duele Cristo, no duelen las eternidades de los hermanos, no duele el proyecto del Padre, la entrega del Hijo, el Amor-gloria de nuestro Dios; duele más  no salir zarandeado en la televisión o en la prensa,  duele más  mi puesto, mi falsa prudencia, mi fama que quedaría destrozada por los lobos de turno, que dominan la tele, los medios, la prensa. Qué testimonios tan maravillosos de obispos y sacerdotes tuvimos también en aquellos comienzos de la democracia Pero fueron pocos, muy pocos. Estos sí que hablaron claro y se les entendía perfectamente lo que decían y querían expresar. Pero tristemente la mayoría fueron «prudentes» y esto ha hecho mucho daño en España.

Repito: No nos salva la técnica, ni los medios de comunicación,  ni tanto cantamañanas de la tele, ni el consumismo, ni los políticos, dueños hoy absolutos de la verdad sobre el hombre, la vida, la familia, que tanto daño han hecho con sus leyes y siguen haciendo, sólo hay un Salvador, es Jesucristo. Y esto hay que creerlo muy de verdad, mejor, hay que vivirlo para predicarlo. Nos hacen falta almas de oración profunda y unión verdadera con el Señor.

Y nada de extremismos de ningún tipo ni de gestos llamativos, simplemente hay que predicar el evangelio, a Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre. Y por favor, no llamar prudencia a la cobardía de la carne. Y hacerlo siempre con entrañas de misericordia, de perdón, de acogida, la misma que Dios emplea con nosotros, en toda la historia de la Salvación, personal y comunitaria. Para eso, hoy y siempre hay que estar dispuestos a dar la vida, hay que estar muy convencidos para predicarlo, hay que llegar a ciertos niveles de intimidad y vivencia de oración y vida espiritual,  como lo estuvieron desde Abrahán y Moisés hasta los últimos perseguidos, torturados y mártires. Todos ellos han vivido y profesado los sentimientos de San Pablo, que llegó a vivir y decir convencido: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”.

San Juan de la Cruz, recogiendo sus propias vivencias y la de otros muchos, que se confiaron a él,  lo expresó repetidas veces. Para él vale la pena morir al propio yo, lleno de cobardías e imperfecciones y que busca su comodidad y el no sufrir, aunque  lo exijan Cristo y su evangelio,  vale la pena pasar por la noche de la purificación y del dolor de todo lo que no es Dios en nosotros, como lo expresa al Santo en la misma nota que pone en su libro de la Noche: « (Nota: «Noche oscura: Canciones de el alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual. Del mesmo autor)» (IN 5) . 

El apóstol identificado con JESÚS-CRISTO-VERBO atrae toda la ternura del Padre, que lo pronuncia y lo llama hijo en el Hijo, y lo recrea y se embelesa contemplándolo en su esencia-imagen, que es su Verbo- Palabra de canción eterna  silabeada y cantada con amor esencial y personal de Espíritu Santo, y lo pronuncia y lo envía eternamente presente en su Verbo eterno y  ha entrado así en el seno íntimo del Ser por sí mismo del infinito ser y amor trinitario participado.

Y por la humanidad  prestada e identificada totalmente con el Verbo-Cristo-Jesús es también “o Kyrios”  Señor, sentado a la derecha del Padre, dispuesto con entrañas de ternura y misericordia a juzgar a los que fue enviado... Quien condenará entonces?.¿ será el Padre que nos envió al que más quería?)será el Hijo que murió por amor extremo? ¿será el Cristo resucitado, eucaristía perfecta hasta la locura, hasta los extremos de la entrega total ?  ¡ Oh la gloria del apóstol en el Apóstol por su eucaristía divina, Verbo Eternamente enviado y encarnado y pronunciado con amor de Espíritu Santo en un trozo de pan...! «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús»».

          Hoy, como siempre, para ser testigo del Viviente, la Iglesia   necesita la experiencia, la vivencia del Dios vivo. Siempre la ha necesitado, pero hoy más que otras veces, por el secularismo y materialismo reinante, que destruye a Dios y la fe en El. Falta experiencia del Padre creador y origen del proyecto de amor sobre el hombre; del Cristo salvador y obediente, amante hasta el extremo de dar la vida; del Espíritu  santificador que habita y dirige las almas. Falta sentir con Cristo y debiera ser la cosa más natural, porque todos hemos sido injertados en El por el santo bautismo y llamados por tanto a esta vivencia de amistad y sentimientos con El. Y cuanto más arriba está uno en la iglesia, más necesaria es esta experiencia, porque si los montañeros que deben dirigir la escalada de la liberación de los pecados, de la vida cristiana, de la unión con Dios, de la oración, del entusiasmo por Cristo y su reino de vida humana y divina, no tienen experiencia del camino ni conocen las etapas y rutas principales del monte del amor divino, por no haberlo recorrido personalmente,  mal pueden dirigir a otros en su marcha hasta la cima, aunque lo tengan por encargo y misión. Hacia aquí debe dirigirse principalmente la formación permanente de los pastores, hacia la dimensión espiritual.

Grave sería que esto fallase en la  misma formación de los candidatos, por falta de profesores o formadores aptos, porque entonces no tendríamos esa  formación  ni siquiera teóricamente, quiero decir,  los conocimientos teóricos de oración, santidad, unión con Dios... absolutamente necesarios para recorrer este camino del envío apostólico. Y más grave  todavía, si fallan los responsables de dirigir a los mismos pastores. Me refiero a los señores  Obispos o responsables diocesanos, porque al no vivir  «estas cosas», no se ocupan ni preocupan de ellas, y envían sin provisiones de lo esencial y vital para un camino tan importante: sembrar, cultivar y recolectar eternidades, no vidas de solo cien o doscientos años, sino que han de vivir o morir eternamente; sin haberlo preparado ascéticamente les envían a un camino tan exigente: prestar a Cristo la propia humanidad; y consiguientemente tan duro, sobre todo al principio, porque ponen tareas divinas, transcendentes y eternas en hombros o vasijas de barro,  y para un camino tan largo, porque es para toda la vida.

Necesitamos maestros de oración y vida espiritual, de unión con Cristo, fundamento de todo envío y vida apostólica. Necesitamos más entusiasmo, más vida, más gozo, más experiencia de Dios en sacerdotes y obispos.

Cristo, la Iglesia que Él instituyó y quiere,  no necesita tanto de programadores pastorales ni de organigramas ni de técnicas, sino de personas que tengan su espíritu, que le amen y se hayan encontrado con Él, como Pablo, Juan, todos los Apóstoles verdaderos que a través de los siglos existieron y seguirán existiendo. Así  lo exigió  y lo predicó en su vida y  evangelio:“sin mí no podéis hacer nada... yo soy la vid, vosotros los sarmientos...el sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid”.

Jesús repitió a los Apóstoles que era necesario que Él se marchase al cielo, para enviarles el Espíritu Santo, que les había de llevar hasta la verdad completa. Verdad completa es la que no se queda solo en la inteligencia sino que llega al corazón y lo quema como les pasó a ellos, que, al sentir a Cristo hecho llama y fuego el día de Pentecostés, quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y predicaron claro y sin miedo, cosa que no hicieron incluso cuando le habían visto resucitado. Ahora lo ven no desde fuera sino desde dentro, desde la vivencia.  

Necesitamos testigos del Viviente, que  habiendo experimentado en sí mismo la liberación de sus pecados y el gozo de su encuentro, puedan luego decirnos que Cristo existe y es verdad, que el evangelio es verdad, que la vida eterna es verdad, porque la han experimentado...y luego puedan comunicarlo  por contagio, con una vida silenciosa, callada y sin grandes manifestaciones llamativas. Vidas sencillas de tantos sacerdotes olvidados, dando su vida por Cristo, en los pueblos de nuestra diócesis y de toda la Iglesia.  Porque todo lo que es amor a Cristo y a su Iglesia, se comunica principalmente por contagio, como el fuego, con palabras y hechos contagiados de amor quemante. Y hay que contagiar mucho y quemar más de Cristo a este mundo y no quedarnos principalmente en estructuras, medios y reformas puramente externas, que si luego no van llenas de amor a Dios, no son capaces de cambiar el corazón de los hombres.

Son muchos en la Iglesia los que opinan así. Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente: «No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración.. Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor»  «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[11].     

Quiero ahora citar a otro autor moderno: «En el campo eclesial hay actualmente un exceso de palabras, como lo hay de actividades que no son siempre el fruto madurado al calor de la contemplación, el desbordar de una experiencia mística. Podrá una Iglesia así ofrecer el marco adecuado para que los hombres de hoy puedan tener la experiencia de Dios? Me temo que no. Y me duele tener que hacer esta constatación, porque el mundo de hoy está enfermo de ruidos y necesita urgentemente una cura de silencio, de sosiego, de retorno a los umbrales del ser. ¿Y quién mejor que la Esposa del Verbo Encarnado para enseñar a la humanidad actual los caminos de la recuperación del yo profundo?

Cualquiera que conozca, siquiera mínimamente, la orientación actual de la Iglesia, podrá  convenir conmigo en que sobra  tecnicismo pastoral, discurso homilético y catequético y falta el fuego de la palabra ( lenguas de fuego de Pentecostés) que irradia y abrasa por donde se mueve. Palabra que sólo puede ser la de una experiencia compartida. Palabra que se amasa y cuece en el largo silencio de la contemplación.

El silencio es garantía de eficacia evangelizadora. El siglo venidero pedirá cuentas a unas iglesias que no acertaron a dar la primacía pastoral al cultivo del silencio interior, preámbulo y requisito de todo encuentro vivo con el Señor. Antes y más que los imperativos de un dogma, una moral, un culto, una disciplina, una acción social, debe hoy la iglesia educar en la vida interior, en el camino orante en el seguimiento del carisma contemplativo de Jesús de Nazaret... como la auténtica obediencia ( estar a la escucha) de la fe, para llegar así a ser instrumento válido del reino.        Nunca han faltado en la Iglesia, - ni faltan hoy las voces que, proféticamente (es decir, en nombre del Dios vivo) invitan a todos los creyentes a perderse el la aventura del silencio del corazón. Si, según la expresión de D. Bonhoeffer, «la palabra no llega al que alborota, sino al que calla», tenemos que ayudar con todos los medios a nuestro alcance al hombre de hoy ( que alborota demasiado) a que aprenda a callar, a escuchar en profundidad, a fín de que pueda ser alcanzado por la Palabra, que quiere engendrar en él vida divina... Juan de Yepes introduciría en sus Dichos de Luz y Amor, 98: «Una palabra pronunció el Padre y fue su Hijo; esa Palabra habla siempre en el eterno silencio y en silencio tiene  que ser escuchada por el alma»[12]

 

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En este punto,  añado unas notas de San Juan de Avila, escritas con motivo de los Concilios de su tiempo, notas muy interesantes y siempre actuales para la Iglesia Universal y Particular, en las que todo el afán o el principal es a veces reuniones y más reuniones, asambleas, sínodos para  programaciones de apostolado y poco  sobre la espiritualidad de esa misma evangelización, o muy poco  en la reforma y santidad de vida de los seminarios y evangelizadores, que nunca se logrará por decretos como San Juan de Avila  afirma en este  memorial primero al Concilio de Trento (1551).

 

«El camino usado de muchos para reformación de costumbres caídas suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas, lo cual hecho tienen por bien proveído el negocio. Mas  como no hay fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por fuerza de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes».

«Saquemos, pues, por estas experiencias en iglesias particulares lo que de estos mandamientos puede resultar en toda la Iglesia, pues que por una gota de agua se conoce el sabor de toda el agua de la mar. Y entenderemos, por lo que vemos, que aprovecha poco mandar bien si no hay virtud para ejecutar lo mandado y que todas las buenas leyes no aprovecharán más que decir el maestro a los niños: sed buenos, y dejarlos. Y esto torno a afirmar que todas las buenas leyes posibles a hacerse no serán bastantes para el remedio del hombre, pues que la de Dios no lo fue. (Gracias a Aquel que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de la Vida, con el cual es el hombre hecho amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!

Si quiere, pues, el sacro Concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, tome trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo, lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado, y aun harán más por amor que la Ley manda por fuerza. Mas aquí es el trabajo y la hora del parto, y donde yo temo nuestros pecados y la tibieza de los mayores: que, como hacer buenos hombres es negocio de muy gran trabajo, y los mayores, o no tienen ciencia para guiar esta danza, o caridad para sufrir cosa tan prolija y molesta a sus personas y haciendas, conténtanse con decir a sus inferiores: «Sed buenos, y si no, pagármelo habéis»..... provéase el Papa y los demás en criar a los clérigos, como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir, y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener buenos hijos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros».

5. 3. La eucaristía, la mejor escuela  de vida cristiana

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades, incluso en las parroquias tenemos muchas clases de biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el sagrario y punto.  Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme”, “amáos los unos a los otros como yo os he amado”,“no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero” “.venid y os haré pescadores de hombres”,“vosotros sois mis amigos”, “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”, “ sin mí no podéis hacer nada, yo soy la vid, vosotros , los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”     

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas  enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos...que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados,  pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

MEDIOCRIDAD, NO.-Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente  con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo...si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración , y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua:  si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré  entusiasmar a los demás con El, no se qué apostolado pueda hacer por él, cómo contagiaré deseos de El, ni sé  como podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré  ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a El, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que  apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.          Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice S. Juan de la Cruz.  Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica N.M.I. ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

 

CARA A CARA CON CRISTO. Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote.... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

         Sin embargo, en la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones,  es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si El lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice:  no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar.... y claro, allí, solos ante El en el sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  misa, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso,  si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística  luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con El. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque  la oración es el   alma de todo apostolado, como se titulaba un  libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

29ª MEDITACIÓN: ORAR ES QUERER CONVERTIRSE A DIOS EN  TODAS LAS COSAS. LA ORACIÓN PERMENTE EXIGE CONVERSIÓN PERMANENTE.

 2. 2. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

 

Y si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”,dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dios es origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generoso e infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde, la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo transcendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino”(Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fín, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y transcendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo”(Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito:  ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Avila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Tí y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo sagrario, mejor dicho, que Cristo en el sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

30ª MEDITACIÓN: LA ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: SENTIMIENTOS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

5. 21. La espiritualidad y vivencia de la presencia eucarística: sentimientos y actitudes que suscita y alimenta

 

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la eucaristía, participar en la eucaristía, adorar la eucaristía.

Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: "el Señor está ahí y nos llama", ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad : por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y  nos impiden verlo y escucharlo --los limpios de corazón verán a Dios--, y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida,  para que la eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

No olvidemos que  la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad  le costó y no lo comprendía. En cada misa, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...” y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida:  “Padre, si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”. La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva.

Por esto, la oración y la adoración y  todo culto eucarístico fuera de la misa hay que vivirlos como prolongación de la santa misa y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y este ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una misa por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas.

¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia  del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna,  de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística  nos une a los sentimientos litúrgicos-sacramentales de la misa celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, "apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la misa, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle todo lo que sufrido y amado y conseguido en la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la misa, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores nocturnos en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa:

 

A). La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual , siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 5-11).

Nuestra diálogo podría ir por esta línea: «Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones,  sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré  de nuevo y me entrego  a Ti, Tú puedes hacerlo, Señor, ayúdame, te lo pido,  lo  espero confiadamente de Tí, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...».

 

B). Un segundo sentimiento lo expresa así la LG 5 : «los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger estas tonalidades:  «Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir solo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo para Tí, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la misa.

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tiene ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado...         

Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil... necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame a adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mi. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mi... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegráos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón, porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

       

C). Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: "Cuando hagáis esto, acordaos de mí”. «Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística,   pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos...cuánto me amas,  cuánto me entregas, me regalas...  “este es mi  cuerpo, esta mi sangre derramada por vosotros...”.

 Con qué fervor quiero celebrar la misa, comulgar con tus sentimientos, vivirlos ahora por la oración ante tu presencia y practicarlos luego en mi vida; Señor,  por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas  hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres , valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí....Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado; yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta,  soy pura criatura, y tu eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo tu el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.   

 

D).  En el "Acordaos de mí", debe entrar también el amor a los hermanos,- no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres. 

«Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y  a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida;  estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí”.Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario,  comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de los otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Tí, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te  excluyen y tú... siempre olvidar y  perdonar,  olvidar y amar;  yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión,  que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

 

E). No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables:  adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, peticiones, ofrenda...pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística.

Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas  y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida,  debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos...por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza,  porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador  no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la Iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos prolongáis las actitudes de Cristo en la misa y en el sagrario.

Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas,  los monjes y monjas.

Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así adoración e intercesión y vida se complementan.

Y esto hay que decirlo alto y claro a la gente, a los creyentes, cuando tratéis de hacer propaganda en la parroquia y fuera de ella y conseguir nuevos miembros. Cuando voy a la Adoración Nocturna no pienso ni pido sólo por mí, mis intereses o familia. Por la noche, en los turnos de vela ante el Señor, pienso y pido por todo el pueblo , por la parroquia, por  la diócesis, por los niños, jóvenes, misiones, los enfermos.

Y así surgirán  nuevos adoradores y sera más estimada vuestra obra, más valoradas vuestras vigilias. Y así no soy yo solo el que oro, el que me santifico, es Cristo quien ora por mí y en mí y  yo le ayudo con mi oración a la santificación de mi parroquia y mis hermanos, los hombres. Soy ciudadano del mundo entero aunque esté sólo ante el Señor.

Y el Seminario dirá que recéis,  y las parroquias dirán que tengáis presente a los niños y jóvenes, y todos, al conoceros mejor y realizar vosotros mejor vuestra misión litúrgico-sacramental, os encomendarán  sus necesidades espirituales y materiales.

Hay unos textos de San Juan de Avila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión, que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos:

«¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. 

Conviénele  orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada y no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» [13].

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él»[14].

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no los saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir»[15].

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, )con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y , en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó»[16] .

 

«Padres, ¿hales acaecido esto algunas veces? ¿Han peleado tan fuertemente con Dios, con la fuerza de la oración, queriendo él castigar y suplicándole que no lo hiciese, que ha dicho Dios: ¡Déjame que ejercite mi enojo! Y no querer nosotros dejarlo, y, en fin, vencerlo ¡Ay de nos, que ni tenemos don de oración ni santidad de vida para ponernos en contrario de Dios, estorbándole que no derrame su ira!»[17] .

31ª MEDITACIÓN:  FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA

 

4. 3. 11. Frutos y fines de la Eucaristía

“Haced esto en memoria mía”

 

Los fines y frutos de la Eucaristía son los mismos que Cristo obtuvo al dar su vida por nosotros en su pasión, muerte y resurrección: Adorar al Padre en obediencia total, dándole gracias por todos los beneficios de la Salvación de los hombres obtenidos por su sacrificio y aceptados por la resurrección del Hijo: fín eucarístico-latréutico-impetratorio-propiciatorio.

Lógicamente estos fines y los sentimientos y actitudes se entremezclan entre sí y se complementan. Ni qué decir tiene que si estos son los deseos y súplicas e intenciones de Cristo, también deben ser los nuestros al celebrar la Eucaristía y eso son los llamados frutos y fines de la Eucaristía: dar gracias y adorar al Padre por el sacrificio de su Hijo, ofrecernos y elevar nuestras peticiones de perdón y salvación por todos los hombres y pedir a Dios en Jesucristo por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo, de vivos y difuntos y el perdón de nuestros pecados. Esto lo quiso el Señor al decirnos: “Haced esto en memoria de mí”.

 

La eucaristía: acción de gracias

 

Este sentimiento litúrgico es tan fuerte en la celebración de la Eucaristía que ha pasado a ser uno de los nombres empleados para designarla, como nos dice el Catecismo de la Iglesia, a quien voy a seguir un poco en este apartado. Los evangelios sinópticos, lo mismo que Pablo, nos cuentan que antes de consagrar el pan, Jesús lo “bendijo” (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc22,19), y al consagrar el vino “dio gracias”. La bendición se pronunciaba sobre los alimentos con una fórmula de reconocimiento y alabanza  dirigida a Dios. Así se hacía en el pueblo judío.

         Nosotros, en la Eucaristía, damos con Cristo gracias al Padre porque aceptó el sacrificio de su Hijo como memorial de la Nueva y Eterna Alianza, celebrada en la Última Cena, y nos concedió por ella todos los dones y gracias de la Salvación. Esta acción de gracias está especialmente expresada en la liturgia de la Eucaristía por el prefacio y la PLEGARIA EUCARÍSTICA, parte esencial de la misma. Damos gracias al Padre por la acogida de la salvación de su Hijo, que se ofreció en muerte en cruz por sus hermanos los hombres y porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”. No debiéramos olvidarlo nunca, para ser más agradecidos con este Padre tan bueno, que nos creó y nos recreó en el Hijo, y agradecer también a este Hijo, el Amado, que dio su vida por nosotros. 

         Dice el Catecismo de la Iglesia: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la  muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios... La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptadoen Él»   (1359-1361).

         Cuando la Iglesia renueva sobre el altar la Cena del Señor, quiere hacerlo en contexto pascual, participando en los  sentimientos de adoración y acción de gracias al Padre por todos los beneficios del sacrificio del Hijo. Esta acción de gracias no sólo se expresa por las palabras de Jesús sino sobre todo por su vida, que se ofrece totalmente y es aceptada por el Padre por la resurrección.

         Por eso, el homenaje de gratitud se traduce en una ofrenda completa de sí mismo. Cristo se entrega a sí mismo para agradecer al Padre su proyecto salvador. Igual tenemos que ofrecernos nosotros al Padre,  dando gracias con palabras y con obras, con nuestra persona y vida, que son aceptadas siempre, porque en el Hijo ya hemos sido aceptados por el Padre. Celebrando la Eucaristía,  agradecidos, damos gracias de todo corazón al Padre, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

 

4. 3. 12. La Eucaristía, ofrenda propiciatoria

 

El Concilio de Trento definió el valor propiciatorio de la Eucaristía contra los Reformadores que sostenían sólo el valor de alabanza y acción de gracias. Cristo, obedeciendo al proyecto del Padre, quiso hacer con su vida y con su muerte una Alianza nueva, que consiguiendo el perdón de todos los pecados, cuya hondura y gravedad sólo Él conocía, instaurase la paz y la unión definitiva entre Dios y los hombres. Con esta obediencia de Cristo quedan borradas y destruidas todas las desobediencia de Adán y de la humanidad entera y el Padre retira su condena, porque Cristo ha pagado el precio. Es la Redención objetiva en la cruz que tenemos que hacer nuestra por la Eucaristía, abriéndonos a su amor. El hombre, ayudado por el amor de Dios, debe cooperar a destruir el pecado en su vida y en la de los hermanos.

         En la consagración del vino el sacerdote menciona expresamente la sangre de Cristo “que será derramada para el perdón de los pecados”. El  mismo Jesús, según lo que nos dice el Evangelio de Mateo, anuncia en la Cena que el fin de su sacrificio era obtener el perdón de los pecados  para toda la humanidad. Cuando antes dice que el Hijo del hombre había venido para “dar su vida en rescate por muchos”, expresa el mismo aspecto del sacrificio. Por el sacrificio de la cruz, Cristo se entregó para libertarnos de la esclavitud del pecado.

         Es verdad que el pecado continúa haciendo estragos en el seno de la humanidad, esclavizando a las almas. “Todo aquel que comete el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34)). El pecado oscurece la inteligencia y la subordina a egoísmos; debilita la voluntad haciéndola esclava de pasiones degradantes; endurece el corazón atándole y haciéndole incapaz de amar. El pecador es menos hombre después de su pecado, es menos dueño de sí mismo y se siente encadenado a satisfacciones, a placeres que le seducen y le envilecen. Al comenzar la santa Eucaristía, tanto el sacerdote que celebra la Eucaristía como los fieles que participan tenemos conciencia de nuestras obras, pensamientos y acciones manchadas; por eso comenzamos pidiendo perdón. Por eso nos unimos a Cristo en la celebración de la Eucaristía en la que Él pide y se ofrece por los pecados del mundo y cuando comulgamos, participamos en el perdón de Dios comiendo la carne “del Cordero que quita el pecado del mundo”. Todos estamos llamados a hacernos ofrenda con Cristo por los pecados de los hermanos.

         San Pablo dice que Cristo “desposeyó de su poder a los Principados y a las Potestades, y los entregó como espectáculo al mundo, poniéndoles en su cortejo triunfal” (Col 1,15). La Eucaristía renueva esta victoria. Es lo que había anunciado Jesús ya antes de su Pasión: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas” (Jn 12,32).

         Por grande que sea el poder del pecado en el mundo, la Eucaristía es la fuerza infinita del amor y perdón de Dios. El sacrificio del amor de Cristo sobrepasa infinitamente las cobardías y maldades y egoísmos de nuestros pecados y de la humanidad. Cuando sufrimos en nosotros mismos el pecado y la debilidad de la carne y la soberbia de la vida y el orgullo que se rebela, la santa Eucaristía es un refugio seguro y una medicina que nos cura todas estas maldades y heridas. Para cada uno de nosotros Cristo sigue siendo “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” .El calvario es la cima de la Alianza: nos une y restablece siempre la amistad con Dios. Por eso es la fuente del perdón y de la misericordia y de toda gracia que nos llegan por los demás sacramentos.

4. 3. 7. La Eucaristía, fuente del amor fraterno y cristiano.

 

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

         El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

         Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

         San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

         La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante. Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios. Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive. A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

         Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros. Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

         ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia. Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…” Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

         Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13). Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

         Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

         La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

         En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado. El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

         Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida , el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

         La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

         Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).   El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo. 

         Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

         Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

 

 

4. 3. 8. La Eucaristía nos enseña  y empuja  al  perdón de nuestros  enemigos

 

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

         Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

         Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas la barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

         El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, Aen esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

         La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

4. 3. 13. Valor  impetratorio de la Eucaristía

 

La santa Eucaristía, «al ser fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia», al ser la fuente y el origen de toda gracia divina, se convierte por sí misma en el camino principal y esencial de toda gracia que viene de Dios a nosotros, porque el camino es Cristo. La Eucaristía es el medio más rápido y eficaz para obtener gracias: al poner ante los ojos del Padre celestial el sacrificio del Calvario, al ver al Amado ofrecer su vida por todos en obediencia a Él, lo predispone a la benevolencia más completa. Ninguna oración de súplica puede obtener un abogado y un defensor más poderoso y unas motivaciones más fuertes. Por eso, la santa Eucaristía es la mejor oración y ofrenda para obtener de Dios todo don y beneficio: es la mejor plegaria para pedir y obtener gracia y favores ante Dios.

         La causa de su valor propiciatorio es el amor infinito del Hijo al Padre manifestado en el sacrificio de su vida y del Padre al Hijo aceptándolo con amor infinito por ser el sacrificio del Amado, por el cual nos lo concede todo por la Nueva y Eterna Alianza de amistad en su sangre derramada. La Eucaristía es la oración más poderosa y el medio más eficaz para pedir y obtener toda gracia para vivos y difuntos, porque el Padre no puede resistirse a la súplica del Hijo, a su generosa ofrenda.

El mismo Cristo fue quien quiso que se lo pidiéramos todo al Padre por medio de Él: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo” (Jn 1624).

 

Por los vivos

 

A la Eucaristía se le ha reconocido desde siempre su valor impetratorio por los vivos y sus necesidades. De hecho siempre hubo Eucaristías de petición de gracias, las  “témporas”, por las cosechas, por el perdón, por la paz... Sin embargo, no puede decirse que todos los cristianos lo tengan en la conveniente estima. Aparte de las Eucaristías que encargan celebrar por sus difuntos, muchos no se preocupan de confiar a la Eucaristía, por encima de sus propias peticiones,  las intenciones a las que conceden mayor importancia, tanto personales como familiares: pedir por el aumento de la fe personal o en los hijos, la paz entre las familias desunidas, por conseguir un mayor amor a Dios, para que sus hijos vuelvan al seno de la Iglesia, por la catequesis o grupos, por la unión de los matrimonios, por la salud de los enfermos, deprimidos, perseguidos..., conscientes de que Cristo puede, con su amor y ofrenda filial, obtener todo lo que nosotros no podemos obtener, 

         Todas nuestras inquietudes y preocupaciones se las podemos confiar a Cristo que se ofrece en el altar. Él nos ama y nos quiere ayudar porque somos sus amigos.“No hay mayor amigo que el que da la vida por los amigos”. Él da su vida por nosotros, por nuestras intenciones, gozos, problemas, inquietudes espirituales y materiales.Y por encima de todas necesidades personales, siempre tenemos que pedirle por la Iglesia, por la  extensión del Reino de Dios, como Él nos enseñó en el Padre nuestro. Esta es siempre la intención primera de Cristo en la Eucaristía, porque este es el proyecto del Padre, para esto se encarnó y murió, para que todos los hombres entren dentro de la Alianza y consigan los fines de su Encarnación y redención que la Eucaristía hace presente.

 

Por los difuntos

 

Y si la Iglesia reconoció el valor impetratorio y propiciatorio de la Eucaristía aplicada por los pecados y necesidades de los humanos, más presente estuvo siempre el sufragio por los difuntos, que se remonta al siglo II. Y la razón y el motivo siempre es el mismo: porque es Cristo el que las presenta y se ofrece Él mismo, expresamente, por los pecados de todos, vivos y difuntos. Cuando ofrecemos una Eucaristía por un difunto determinado se ofrecen por él especialmente los méritos de Cristo para disminución de la pena que padece por sus pecados.

Tenemos que decir que los difuntos del Purgatorio ya están salvados, pero necesitan purificarse totalmente de las  consecuencias de haberse preferido a sí mismo a Dios y las secuelas que esto ha tenido en la vida de los demás a los que hemos servido de escándalo y mal ejemplo para sus vidas.  Nosotros tenemos la certeza de que las Eucaristías ofrecidas por ellos les ayudan a conseguir la plena identificación con Cristo muerto y resucitado y entrar así en gozo de la Stma. Trinidad. Si no conseguimos  aquí abajo la purgación plena de nuestro egoísmo, como ocurre en los santos, el purgatorio nos limpiará de toda impureza con fuego de Espíritu Santo. Y cuando el difunto por el que ofrecemos la Eucaristía ha conseguido la salvación, los frutos se aplican a otros difuntos, hasta que toda la Iglesia sea la esposa del Cordero.

         No olvidemos que la Eucaristía hace presente la muerte y resurrección del Señor. Cristo es “o Kurios” sentado con pleno poder a la derecha del Padre. Tiene poder en el cielo y en la tierra, en este mundo y en la eternidad, porque nos hace presentes los bienes últimos, escatológicos. Por eso nosotros confiamos totalmente en Él y sabemos que su amor y su redención no terminan hasta que hayamos conseguido entrar plenamente en el Reino de Dios, en el Amor del Dios Uno y Trino.

         Independientemente del sufragio ofrecido por un difunto concreto, la Iglesia reza en la Eucaristía por todos los difuntos. Todas las almas del Purgatorio forman la comunidad purgante, que se beneficia en cada Eucaristía de la ofrenda expiatoria e impetratoria de Jesús sobre el altar, y de la oración y ofrenda de la Iglesia peregrina.     

32ª LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO (TODO EN UNA MEDITACIÓN)

        

         Yo voy a indicar el camino, por ahí hay que ir, pero cada uno tiene que andar este camino, con su propia psicología, particularidades, gozos y tristezas. A Madrid, desde Extremadura,  se va por la nacional V, seguro, ese es el camino, pero hay que andarlo, a nadie se lo dan hecho.

         Ni un solo santo que no haya sido eucarístico. Ni uno solo que  no haya sentido necesidad de oración eucarística, que no la haya practicado. Ni uno solo. Luego, los habrá habido más o menos apostólicos, caritativos, encarnados y comprometidos de una forma o de otra, más o menos temporalistas, contemplativos...

         Y con esto ya he dicho todo lo que quería decir sobre la excelencia y necesidad absoluta de la oración eucarística. Para mí es evidente. Y no pierdo tiempo ni entiendo ni he entendido nunca la oposición entre oración y apostolado, entre verdadero amor a Dios y a los hombres, porque para nosotros todo debe venir de Dios: “queridos hermanos, amémosnos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios , porque Dios es amor” (1Jn.4,7). Véanlo y léanlo en la santa Teresa de Calcuta, que tanto se ha distinguido por su amor a los pobres. De la Eucaristía sacaba ella toda su fuerza. Dios es amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir. Por eso todo el que se acerque a Él por la oración o por los sacramentos, tiene que amar, porque eso es lo que recibe en la oración y en la Eucaristía y si no lo hace es que “no ha conocido a Dio”. Y esto lo prueba la experiencia y la historia de todos los santos que han existido y existirán. Y los santos que más se distinguieron en la caridad activa tuvieron su horno y fuente en las horas de oración ante el Señor. Otra cosa son los aficionados y los teóricos del amor a los hermanos:  ALa experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz acción apostólica.@(Discurso del Juan Pablo a los Servitas) 

         La oración eucarística, como toda oración, es un camino y  en todo camino, hay quienes están empezando, otros llevan ya tiempo y algunos están más avanzados: hay iniciados, proficientes y perfectos, según S. Juan de la Cruz. No exijamos la perfección de la caridad, la unidad perfecta de vida y oración ya desde los primeros pasos de oración. Primer estadio de la oración: querer amar a Dios. Piedad eucarística. Empiezo a estar cinco o diez minutos de visita con Él y no aguanto más, porque me aburro. Es lógico. No veo nada, no siento su presencia eucarística, es noche oscura. Lo hago por fe, con sacrificio, puro sacrificio, porque me lo han enseñado mis padres, mi párroco, mi catequista, lo vivimos así en mi parroquia, entre mi gente, mi confesor.  Son diez minutos, miro más al reloj que al sagrario, rezo un poco, algún Padre Nuestro, la estación.... Al cabo de algunos meses,  empiezo a estar un cuarto de hora,  miro al sagrario, repito alguna frase o jaculatoria, pido que me salgan bien los exámenes, las cosas de la vida, rezo oraciones, libros de otros..

         Pasado meses o años de fe heredada, más o menos seca, empiezo a estar bien, no me cuesta tanto,  he empezado a leer y meditar el Evangelio, otros libros en su presencia y así paso mejor el rato junto a Él. Lectura espiritual, reflexión, meditación costosa, no sé hablar con Dios todavía, aunque hable de Él todos los días, me cuesta dirigirme directamente a Él, no me salen las palabras, lo hago a través de las reflexiones o palabras y oraciones de otros, porque todavía tengo mucho yo dentro de mí que es obstáculo, muro y barrera para el diálogo directo, me apoyo todavía más en mí, en lo que siento o no que en Él, y debo destruirlo, y ahora me voy dando cuenta que ser amigo de Cristo es tratar de vivir como vivió Él, pero ya no me aburro tanto y suelo pensar y decirle cosas al Señor.

         Y así, poco a poco, sin darme mucha cuenta, empiezo, por tanto, a convertirme, tal vez de pecados serios, pero de los que no era muy consciente, pecados de soberbia, avaricia, lujuria, ira, pero no me doy todavía mucha de que estos son los verdaderos obstáculos de mi oración. Porque hasta ahora yo no hacía  oración, yo hacía la visita al Señor pero sin siquiera saludarle, sin mirarle personalmente, rezaba de memoria, sin fijarme un poco en Él y punto. No sabía todavía relacionar mi vida con la suya en la oración y la oración con mi vida. Pero ya, al cabo de un tiempo, me reviso de mis defectos y caídas todos los días ante el sagrario y como es mucho lo que hay que purificar, le pido fuerzas, luz, constancia y ya empiezo a tomarme en serio la conversión , es decir la oración, es decir, el diálogo con Jesucristo Eucaristía, y ya he comenzado, sin darme cuenta, a identificar oración con conversión y amor a Dios y a los hermanos y hablarle más largo y despacio. Ya paso ratos buenos, pido, doy gracias, alabo.

         Desde este momento, mi oración, mi conciencia, la lecturas que hago, mi director espiritual empiezan a tomar en serio mi conversión, y ya desde ese momento ya no puedo dejarlo, me confieso cada semana, hablo con mi director espiritual con frecuencia, porque  es mucho lo que hay que purificar y gordo y ahora empiezo a darme cuenta y empieza a comparar  mi vida con la de Cristo, mi entrega con la suya. Los ojos no ven por falta de fe, no hay vivencia de fe, hay cierto fervor, en el que la devoción a la Virgen influye y ayuda mucho a mi piedad y cumplimiento del deber, porque ya hay cierto esquema de vida y oración y uno procura ser fiel y va encontrando cosas y fervores nuevos.  Todavía no estoy preparado para Dios, hay que purificar más el cuerpo y el alma, los sentidos y las potencias,  la fe, la esperanza y el amor. Esto hay que repetirlo muchas veces porque es absolutamente necesario.

         Pero el camino para todo esto, para amar a Cristo Eucaristía ha comenzado, porque el orar ante Él es ya creer en Él y amarlo y querer convertirme a Él;  su presencia eucarística me dice muchas cosas de sacrificio y renuncia y amor y entrega y servicio y vida cristiana.Me gusta ya orar, porque he empezado a amar de verdad a Cristo y voy conociendo el amor de Cristo en su evangelio, en el diálogo con Él y tengo temporadas de sentir mayor fervor, me está iniciando el Señor en la oración afectiva y ya no me canso tan pronto y siento verdadero amor a Jesucristo Eucaristía.

         (Cuánta mediocridad a veces en la Iglesia, en los elegidos, en los consagrados por falta de vivencia oracional, por falta del amor y entusiasmo debidos! Y así, casi sin darme cuenta, al cabo de un tiempo, de dos o tres  años... los que yo necesite y Dios quiera.... he llegado a descubrir, porque el Señor me lo ha enseñado- es el mejor maestro y el sagrario, la mejor escuela de oración y santidad- que son tres los verbos que tengo que conjugar y que significan lo mismo y que se conjugan igual: orar, amar y convertirse. Para tener oración eucarística permanente necesito convertirme permanentemente al Cristo vivo del sagrario. Eso precisamente indica que está vivo, que no está muerto sino que reacciona ante mi vida y me exige permanentemente mi conversión porque quiere amarme y llenarme totalmente de Él, de su misma vida y sentimientos. Si me canso de convertirme, si no quiero convertirme, no necesito ni de oración, ni de gracia, ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivía antes, me bastaba a mí mismo, vivía para mi yo, vivía para mis intereses, y no para los de Cristo, aunque orase, comulgase y fuera a la capilla y predicase y celebrase misa etc. pura exterioridad.

         Resumiendo: la oración sólo la necesitan los que quieran amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todos los afectos y amores, incluido el amor a uno mismo, el amor propio. Necesitarán Dios y  su ayuda,  mientras quieran amarle así y esta ayuda y fuerza y amor a Dios y los hombres les viene principalmente por la oración eucarística. Para vivir como Jesús, perdonar como Jesús, adorar sólo al Padre como Jesús, para ser humildes, castos , honrados, amar a los hermanos como Jesús, yo necesito siempre su ayuda permanente y, para esto, yo necesito estar en diálogo permanente de oración y súplica con Él, porque quiero siempre y en todo lugar y momento amarle a Él sobre todas la cosas  y ya la oración es presencia permanente porque la conversión es ya también permanente o si prefieres, porque el amor a Cristo es ya permanente y por eso necesito dialogar, pedir y orar permanentemente.

         Amar, orar y convertirse se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma con todo tu ser” y esto mismo en expresión negativa: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”, para cumplir ambos mandatos necesito orar para convertirme y amar. Y una vez que la oración es una necesidad sentida y vivida, ya no necesitas que nadie te diga los que tienes que hacer, porque el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo es el mejor director, aunque si encuentras con personas que vivan este camino, te ayudarán muchísimo.

33ª MEDITACIÓN: FRUTOS Y FINES DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

(Repetida)

 

“QUIEN ME COMA VIVIRÁ POR MÍ”

 

         El primer efecto de la comunión eucarística en mi persona es la presencia real y auténtica de Cristo en mi alma para ser compañero permanente de mi peregrinaje por la tierra, para ser mi confidente y amigo, para compartir conmigo las alegrías y tristezas de mi existencia, convirtiéndolas en momentos de salvación y suavizando las penas con su compañía, su palabra y su amor permanente, destruyendo el pecado en mi vida. Porque en la comunión no se trata estar con el Señor unos momentos, hacerlo mío en mi corazoncito, de decirle palabras u oraciones bonitas, más o menos inspiradas y de memoria. Él viene para comunicarme su vida y yo tengo que morir a la mía que está cimentada sobre el pecado, sobre el hombre viejo, que Él viene a destruir, para que tengamos su misma vida, la vida nueva del Resucitado, de la gracia, del amor total al Padre y a los hombres. 

         Si queremos transformarnos en el alimento que recibimos por la comunión, si queremos que no seamos nosotros sino Cristo el que habite en nosotros y vivir su vida, si queremos construir la amistad con Él por la comunión eucarística sobre roca firme y no sobre arena movediza de ligerezas y superficialidad, la comunión eucarística nos llevará a la comunión de vida, mortificando en nosotros todo lo que no está de acuerdo con su vida y evangelio. Nunca podemos olvidar que comulgamos con un Cristo que en cada Eucaristía hace presente su muerte y resurrección por nosotros. Para resucitar a su vida, primero hay que morir a la nuestra de pecado, hay que crucificar mucho en nuestros ojos, sentidos, cuerpo y espíritu, para poder vivir como Él, amar como Él, ver y pensar como Él. Comulgamos con un Cristo crucificado y resucitado. Hay que vivir como Él: perdonando las injurias como Él, ayudando a los pobres como Él, echando una mano a todos los que nos necesiten, sin quedarnos con los brazos cruzados ante los problemas de los hombres; Él  quiere seguir salvando y ayudando a través de nosotros, para eso ha instituido este sacramento de la comunión eucarística.

         Qué comunión puede tener con el Señor el corazón que no perdona: “En esto conocerán que sois discípulos míos si os amáis los unos a los otros... Si vas a ofrecer tu ofrenda y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu hermano...” Qué comunión puede haber de Jesús con los que adoran becerros de oro, o danzan bailes de lujuria o tienen su yo entronizado en su corazón y no se bajan del pedestal  para que Dios sea colocado en el centro de su corazón... Esta es la verdadera comunión con el Señor. Las comuniones verdaderas nos hacen humildes y sencillos como Él: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón...”; nos llevan a ocupar los segundos puestos como Él, a lavar los pies de los hermanos como Él:“ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”; a perdonar siempre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”

         Una cosa es comer el cuerpo de Cristo y otra comulgar con Cristo. Comulgar es muy comprometido, es muy serio, es comulgar con la carne sacrificada y llena de sudor y sangre de Cristo, crucificarse por Él en obediencia al Padre, es estar dispuesto a correr su misma suerte, a ser injuriado, perseguido, desplazado... a no buscar honores y prebendas, a buscar los últimos puestos... a pisar sus mismas huellas de sangre, de humillación, de perdón... es muy duro... y sin Cristo es imposible.

         Señor, llegar a esta comunión perfecta contigo, comulgar con tus actitudes y sentimientos de sacerdote y víctima, de adoración hasta la muerte al Padre y de amor extremo a los hombres... me cuesta muchísimo, bueno, lo veo imposible. Lo que pasa es que ya creo en Ti y al comulgar con frecuencia, te amo un poco más cada día y ya he empezado a sentirte y saber que existes de verdad, porque la Eucaristía hace este milagro, y no sólo como si fueras verdad, como si hubieras existido, sino como existente aquí y ahora, porque la liturgia supera el espacio y el tiempo, es una cuña de eternidad metida en el tiempo y en nosotros; es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, y ya por experiencia sé que eres verdad y eres la verdad... pasa como con el evangelio, sólo lo comprendo en la medida en que lo vivo. Las comuniones eucarísticas me van llevando, Señor, a la comunión vital contigo, a vivir poco a poco como Tú. 

         Y esta comunión vital, este proceso tiene que durar toda la vida, porque cuando ya creo que estoy purificado, que no me busco, sino que vivo tu vida... nuevamente vuelvo a caer en otra forma de amor propio y la comunión litúrgica con tu muerte, resurrección y vida me descubre otros modos de preferirme a Ti,  de preferir mi vivir al tuyo, mis criterios a los tuyos, mi afectos a los tuyos, que hacen que esta comunión vital contigo no sea total, y otra vez la purificación y la necesidad de Ti... así que no puedo dejar de comulgar y de orar y de pedirte, porque yo no entiendo ni puedo hacer esta unión vital, vivir como Tú, sólo Tú sabes y puedes y entiendes... para eso comulgo con hambre todos los días, por eso, me abandono a Ti, me entrego a Ti, confío en Ti, sólo Tú sabes y puedes. Y esto me llena de Ti y me hace feliz y ya no me imagino la vida sin Ti.  La verdad es que ya no sé vivir sin Ti, sin comulgar y comer la Eucaristía, que eres Tú.

         El día que no quiera comulgar con tus sentimientos y actitudes, con tu vida, no tendré hambre de ti; para vivir según mis criterios, mi yo, mi soberbia, mi comodidad, mis pasiones, no tengo necesidad de comunión ni de Eucaristía ni de sacramentos ni de Dios. Me basto a mí mismo. El mundo no tiene necesidad de Cristo, para vivir como vive, como un animalito, lleno de egoísmos y sensualismo y materialismos, se basta a sí mismo. Por eso el mundo está necesitando siempre un salvador para librarle de todos sus pecados y limitaciones de criterios y acciones, y sólo hay un salvador y éste es Jesucristo. Y las épocas históricas, y las vidas personales sólo son plenas y acertadas en la familia, en los matrimonios, entre los hombres, en la medida en que han creído y se han acercado a Él. Jesucristo es la plenitud del hombre y de lo humano.

         Para eso Él ha instituido este sacramento de la comunión eucarística: para estar cerca y ayudarnos, alimentarnos con su misma alegría de servir al Padre, experimentando su unión gozosa, llena de fogonazos de cielo y abrazos y besos del Viviente, de sentirnos amados por el mismo amor, luz y fuego a la vez, de la Santísima Trinidad... de sepultarnos en Él para contemplar los paisajes del misterio de Dios, de escuchar al Padre canturreando su PALABRA, una  Canción Eterna llena de Amor Personal, pronunciada a los hombres con ese mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo, Vida y Amor y Alma del Padre y del Hijo. Para  eso instituyó Cristo la sagrada comunión ¡Cómo me amas, Señor, por qué me amas tanto, qué buscas en mí, qué puedo yo darte que Tú no tengas...!  ¡Cómo me ayudas y recompensas y estimulas mi apetito de Ti, mi hambre y  deseo de Ti!

         Las almas eucarísticas, que son muchas en parroquias,  instituciones... en la Iglesia,  no hubieran podido comulgar con los sufrimientos corredentores, que lleva consigo el cumplimiento del evangelio y de la voluntad de Dios y la purificación de los pecados sin la comunión sacramental, sin la fuerza y la ayuda del Señor. Y es que solo cuando uno a través de la comuniones ha llegado a comulgar de verdad con sus sentimientos y actitudes, es  cuando es “llagado” vitalmente por su amor, y sólo entonces ya ha empezado la amistad eterna que no se romperá nunca: “¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me los has robado,  por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste? Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura”.

         En la Iglesia y en el mundo nos faltan comuniones eucarísticas, almas eucarísticas, religiosos y sacerdotes eucarísticos, padres y madres eucarísticas, jóvenes eucarísticos ¿dónde están, con quién comulgan los jóvenes de ahora…? niñas y niños eucarísticos, es decir, cristianos identificados con Cristo por la comunión eucarística.

         Esta purificación o transformación es larga y dolorosa: ¡Cuántas lágrimas en tu presencia, Señor, días y noches, Tú el único testigo... parece que nunca va a acabar el sufrimiento, a veces años y años... Tú lo sabes! En ocasiones extremas uno siente deseos de decirte: Señor, ya está bien, no seas tan exigente, en Palestina no lo eras... Cuánta oscuridad, sequedad, desierto, dudas de Dios, de Cristo, de la Salvación, soledad ante las pruebas de vida interior y exterior, complicaciones humanas, calumnias, sufrimientos personales y familiares, humillaciones externas e internas... ¡lo que cuesta comulgar con Cristo! Especialmente con el Cristo eucarístico, con el misterio eucarístico que se hace presente en cada Eucaristía, esto es, con tu pasión, muerte y resurrección.  Es más fácil comulgar con un Cristo hecho a la medida de cada uno, parcial, de un aspecto o acción o palabra del evangelio, pero no con el Cristo eucarístico, que me pone delante del Cristo entero y completo, que muere por amor extremo al Padre y a los hombres, obedeciendo, hasta dar la vida.

         Por eso, quien come Eucaristía, quien comulga de verdad a Cristo Eucaristía, se va haciendo poco a poco Eucaristía perfecta, muere al pecado de cualquier clase que sea y  va resucitando a la vida nueva que Cristo le comunica, va viviendo su misma vida, con sus mismos sentimientos de amor a Dios y entrega a los hombres. Quien come Eucaristía termina haciéndose Eucaristía perfecta.

         En cada comunión le decimos: Jesucristo, Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, con amor extremo, hasta dar la vida. También yo quiero darlo todo por Ti, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero lo seas todo. Jesucristo Eucaritía, yo creo en Ti; Jesucristo Eucaristia, yo confío en Ti; Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios.

         El alma, que llega a esta primera y perfecta comunión con Cristo en la tierra, ya sólo desea de verdad a Cristo, y todo lo demás es con Él y por Él. Lo expresamos también en este canto popular de la comunión, que tanto os deseo como vivencia a todos mis lectores, aunque a mí me falta mucho:  «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos, múerame yo luego. Vea quien quisiere, rosas y jazmines, que si yo te viere, veré mil jardines, flor de serafines, Jesús Nazareno, véante mis ojos, múerame yo luego. No quiero contento, mi Jesús ausente, que todo es tormento, a quien esto siente. Solo me sustente tu amor y deseo, véante mis ojos, múerame yo luego».

LA COMUNIÓN ACRECIENTANUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

 

         5. 5. Frutos de la comunión eucarística. La comunión acrecienta nuestra unión y transformación en Cristo.

 

         En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

         Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

         En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

         Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

         Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

         La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

5. 6. La comunión perdona los pecados  veniales y preserva de los mortales.

 

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.

         Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

         El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

         “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

         Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

         Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

         Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

         «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

 

 

34ª B/ MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA: CARIDAD FRATERNA.

 

B/ESPIRITUALIDAD Y FRUTOS DE LA COMUNIÓN

 

         5. 7. La Eucaristía hace la iglesia: caridad fraterna.

 

La Eucaristíahace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La comunión renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia realizada por el bautismo: “Puesto que todos comemos un mismo pan, formamos un solo cuerpo” (1Cor 10,17).  De aquí el fruto y la exigencia de caridad fraterna para celebrar la Eucaristía.

         En la Última Cena se manifiesta claramente que la Eucaristía en la intención de Cristo es fuente de caridad y debe fomentar el amor fraterno, porque ha sido el momento elegido por el Señor para darnos el mandato nuevo del amor fraterno. Uniendo nuestra voluntad a la de Cristo podemos esperar de Él la fuerza necesaria para el aumento de amor y la reconciliación fraterna deseada. Como comida sacrificial, la Eucaristía tiende a comunicar a los participantes el amor que inspiró el sacrificio de Cristo en obediencia al Padre por amor extremo a sus hermanos, los hombres.

         El primer efecto de la comida eucarística es una unión más íntima con Cristo, como hemos dicho. Pero por este mismo efecto, porque comemos todos el mismo Cristo, se produce inseparablemente otro efecto: la unión más profunda entre  todos los que viven la vida de Cristo, es decir, la unión de su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Eucaristía estimula el crecimiento del Cuerpo entero, Cabeza y miembros, en fidelidad al mandato recibido y realizado por el Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La Eucaristía tiende a desarrollar todos los aspectos y todas las actitudes del amor recíproco, de tal forma que de la Cabeza, que es Cristo,“se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4,16).

         Jesús no ha hecho sólo un himno a la caridad sino que ha indicado el modelo:“como yo os he amado”; propone su vida como modelo de caridad y perdón. La comunión no termina en la unión con Cristo sino que con Él, en Él y por Él nos unimos a toda la Iglesia. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La Comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la iglesia realizada ya por el Bautismo. Por el bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo en Cristo. La Comunión lo perfecciona y completa: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1Cor.10, 16-7).

         «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, <sí> <es verdad>) a lo que recibís, con lo que respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes <amén>. Por la tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín, serm. 272).

El Vaticano II, al hablar del Obispo como sumo sacerdote de su Iglesia local, nos dice: «...en la Eucaristía que él mismo (obispo) ofrece o procura que sea ofrecida y en virtud de la cual vive y crece la Iglesia… se celebra el misterio de la cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad. En toda comunidad de altar, bajo el ministerio sagrado del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel amor y unidad del Cuerpo Místico de Cristo sin el cual no puede haber salvación» (LG 24 ).

 

5. 8. La Eucaristía compromete en favor  de los pobres.

 

Este amor fraterno lleva consigo una predilección cristiana especial por los pobres, como en la vida de Jesús: “Lo que hicisteis con cualquiera de estos, conmigo lo hicisteis”.

Es impresionante el modo en el que S. Juan Crisóstomo advertía la plena unión entre celebración de la Eucaristía y el compromiso de caridad con los pobres. Según él, la participación en la mesa del Señor no permite incoherencias entre Eucaristía y caridad con los pobres: «¡Que ningún Judas se acerque  a la mesa!, -exclama en una homilía- ¡...porque no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz, del cual Cristo dio su sangre a sus discípulos...! ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: y no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, para después tolerar, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y de desnudez. El que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, ha dicho también: “Me habéis visto con hambre y no me habéis dado de comer”, y “lo que no habéis hecho a uno de mis pequeños, no lo habéis hecho conmigo”. Aprendamos, pues, a ser sabios, y a honrar a Cristo como Él quiere, gastando las riquezas en los pobres. Dios no tiene necesidad de utensilios de oro sino del alma de oro. ¿Qué ventajas hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando Él mismo muere de hambre? Primero sacia el hambre del hambriento, y entonces con lo superfluo ornamenta su mesa»[18]

         Y el   mismo santo doctor comenta  en otro lugar: «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso»[19].

 

5. 9. 1.  La Eucaristía, prenda de la gloria futura

 

En una antigua antífona de la fiesta del Corpus Christi rezamos: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!» Llamamos a la Eucaristía prenda de la gloria futura y anticipación de la vida eterna, porque nos hace partícipes del germen de nuestra resurrección, que es Cristo resucitado y glorioso, bien último y conclusivo del proyecto del Padre. La Eucaristía y la comunión son prenda del cielo: “El que coma de este pan tiene vida eterna... vivirá para siempre”. La unión con Cristo resucitado nos va transformando en cada Eucaristía en carne de resurrección. Es verdaderamente el sacramento de la esperanza cristiana.

         Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de gracia y bendición», la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial, puesto que recibimos al que los ángeles y los santos contemplan resplandeciente en el banquete del reino, al Cristo glorioso y resucitado.

         La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor resucitado, el Viviente, viene en la Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», como rezamos en la Eucaristía, pidiendo además «entrar en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes» (Plegaria III).

         De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva, la de los bienes últimos escatológicos, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio «se realiza la obra de nuestra redención» (Plegaria III) y «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (S.Ignacio de Antioquia, Eph.20,2).

 

5. 9. 2. Dimensión escatológica.

 

         Ahora bien, la iglesia, que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no está formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una iglesia invisible, la “Jerusalén celeste”, que desciende de arriba (Apo.21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y nos unimos por el Viviente a la liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC.8;50). Por la comunión eucarística, nos unimos  también a los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La comunión en la Eucaristía es el más excelente  sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

         Asistida por el Espíritu Santo, la iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra: “Pues cuantas veces comáis éste pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga”  (1Cor.11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «marana tha» . Éste es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.

         Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «Amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos dice en cada Eucaristía Aquel, que ha vencido a la muerte: Os quiero, vosotros no moriréis. Y en la comunión eucarística nos lo dice particularmente a cada uno. Que este deseo de Cristo, pronunciado y celebrado con palabras y gestos suyos en la santa Eucaristía y comunión, nos haga vivir seguros y confiados en su amor y salvación y lo hagamos vida en nosotros para gozo de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergimos ya por la vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre y murió por nosotros, para que todos pudiéramos vivir por la comunión eucarística la Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario: PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.

 

 

AL COMULGAR, ME ENCUENTRO EN VIVO  CON TODOS LOS  DICHOS Y HECHOS SALVADORES DEL SEÑOR.  

 

5. 10. Al comulgar, me encuentro en vivo  con todos los  dichos y hechos salvadores del Señor.  

 

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (n 50).

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que estamos celebrando: la Eucaristía, Nueva Pascua y Nueva Alianza por su sangre derramada por amor extremo a sus hermanos los hombres.

         «Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el Papa, los Obispos, la Iglesia entera, vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez más en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre, con todos sus hechos y dichos salvadores, con su Encarnación y Predicación, con el mismo Cristo de Palestina,  y llenarnos así de sus mismas  actitudes  de entrega y amor al Padre y a los hombres, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por entrega a los hermanos y obediencia de adoración al Padre, en una vida y muerte como la suya.

         Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros para alimentarnos y ayudarnos y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es “centro, fuente y culmen” de la vida de la comunidad cristiana, porque nos permite encontrarnos con la misma  persona y los mismos hechos salvadores del Dios encarnado.

 

Encarnación y Eucaristía.

 

         La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (encarnación) la condición humana.

         Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo” (Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el bautismo y la confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1Cor. 10,17).

         Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque «lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la iglesia». Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien  no sólo es «memoria viva de la iglesia», porque con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia  espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del  sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anámnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son  celebrados, desde la Encarnación hasta  la subida a los cielos, especialmente el misterio pascual, centro y culmen de toda acción litúrgica.

 

Presencia permanente.

 

 Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Enmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28,20). Es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica, sino verdadera y sustancial.

         Por esta maravilla de la Eucaristía, aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cf. Pr.8,31) lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad en cierto modo presente mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: «Héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (Vida, 22,26). Desde esta presencia Jesús nos sigue repitiendo y realizando todos sus dichos y hechos salvadores.

 

PAN DE VIDA

 

Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en  vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6, 54-55).

         La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier  necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud, de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón...debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

         La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal.2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace partícipes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. Lo contrario sería comer,  pero no comulgar el cuerpo de Cristo o hacerlo indignamente, como nos recuerda Pablo en la primera a los Corintios: cfr1Cor11, 18-21.

En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: “La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc.15,28.30).

         Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémosnos a la mesa que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

 

De la Eucaristía como comunión, a la misión. 

 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est». Mitto, missus significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado.  Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante:”Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”. En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa a su vez a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos...  amaos los unos a los otros... id al mundo entero...”

5. 11. En la Eucaristía se encuentra la fuente y la cima de todo apostolado

 

La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir cumpliendo su tarea de adorador del Padre, intercesor de los hombres, redentor de todos los pecados del mundo y salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

         En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y transcendente para quienes le amamos y queremos compartir con Él la existencia.

         Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la  vida de la Iglesia, dado que “los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO.5; LG.10; SC.41).

         Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

 

35ª MEDITACIÓN

 

LA COMUNIÓN ACRECIENTANUESTRA UNIÓN CON CRISTO.

 

5. 5. Frutos de la comunión eucarística. La comunión acrecienta nuestra unión y transformación en Cristo. En la descripción de los frutos de la Comunión sigo al Catecismo de la Iglesia Católica: nº 11391-1397.

         Como toda comida alimenta y fortalece la vida, el alimento eucarístico está destinado a fortalecer nuestra vida en Cristo. Éste es el efecto primero: Cristo entra como alimento espiritual en los comulgantes para estrechar cada vez más las relaciones transformantes, asimilándonos  a su propia vida.

         En la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos deben estar unidos a Él para tener su misma vida y producir sus mismos frutos: ªPermaneced en mí y yo en vosotros... quien permanece en mí y yo en él, da  mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La comunión tiene por tanto un efecto cristológico: así como el cuerpo formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre se hizo una sola realidad en Cristo y fue la humanidad que sostenía y manifestaba al Verbo de Dios, así nosotros, comiendo este pan, que es Cristo, nos hacemos una única realidad con Él y debemos vivir su misma vida:ªEl que me come vivirá por mí”. Recibir la Eucaristía como, comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).

         Lo expresa muy bien el Concilio de Florencia: “El efecto de este sacramento es la adhesión del hombre a Cristo. Y puesto que el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros por medio de la gracia, dicho sacramento, en  aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, para la vida espiritual, todos aquellos efectos que la comida y bebida naturales realizan en la vida sensible, sustentando, desarrollando, reparando, deleitando”. Sería bueno meditar sobre esto. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO5) conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

         Por eso debemos acercarnos a este sacramento con  hambre de Cristo, y consiguientemente con fe sincera y esperanza de que la acción transformadora de Cristo tenga efecto en nuestra vida. Acercarse a la comunión es recibir a Cristo como amigo en nuestro corazón, es dejar que tome posesión de nuestra vida. Y como nuestra debilidad en el orden sobrenatural es grande, tenemos necesidad de alimentarnos todos los días para tener en nosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús. El poder de Cristo para transformarnos es omnipotente, pero nuestra voluntad es débil y enseguida tiende a separarse de Cristo para seguir sus propias inclinaciones. Nos queremos mucho y el ego, que está metido en la carne y en el más profundo centro de nuestro ser, se opone a esta unión con Cristo.

         La comunión frecuente es necesaria si queremos vivir con Cristo y como Cristo, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y esto lo expresamos en el breve diálogo que mantenemos con el sacerdote que nos da la comunión: “El cuerpo de Cristo”, y respondemos: “Amén”, queriendo así reafirmar nuestra fe y fidelidad sincera a Cristo, con el que nos encontramos  en ese momento. Nuestro “amén”,  nuestro “sí” implica en nosotros una misión de caridad, de celo apostólico, de generosa obediencia y piedad filial. La comunión eucarística es  una inyección de vida sobrenatural en nosotros y un compromiso de vivir su misma vida. La comunión realiza, fortalece y alimenta nuestra unión  espiritual y existencial con Cristo.

 

5. 6. La comunión perdona los pecados  veniales y preserva de los mortales.

 

Cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos invitados a comulgar sacramental y espiritualmente con Jesús en su propia pascua, a continuar el viaje pascual iniciado en santo bautismo que nos injertó a Él, matando en  nosotros al pecado, por la inmersión en las aguas bautismales y  resurrección a la  vida nueva del Viviente y Resucitado  por la emergencia de las mismas. Este poder de romper las ataduras del pecado, del egoísmo, orgullo, sensualidad, injusticias y demás raíces del pecado original que encontramos en nosotros, se potencia por medio de la comunión sacramental con Cristo en todos los comensales de la mesa eucarística.   Muchos tienen la experiencia de la propia debilidad, sobre todo, en el campo moral. Hacen propósitos serios y se sienten humillados cuando no los cumplen. No debemos olvidar los ejemplos de Pedro y de los otros apóstoles, que había prometido fidelidad al Maestro y lo abandonaron. Y Jesús lo sabía y los perdonó y celebró como prueba de ello la Eucaristía en la primera aparición del Resucitado. La mejor ayuda para no pecar es la ayuda de Cristo Eucaristía. Nunca  debemos considerar la Eucaristía como un premio o una recompensa apta sólo para perfectos sino una ayuda para los que quieren vivir la vida de Cristo por la gracia de Dios. Nos debemos acercar a Cristo para que nos perdone y ayude y fortalezca, como la pecadora en la casa de Simón. Éste es el sentido de la comida eucarística. Nos hacemos libres con Cristo, no somos esclavos de nadie ni de nada.

         El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros” y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”.  Por eso la Eucaristía  no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados precisamente al comer su carne limpia y salvadora.

         “Cada vez que lo recibís, anunciáis la muerte del Señor”(1Cor 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (S. Ambrosio, sacr. 4,28).

         Como el alimento corporal sirve para restaurar la   pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificadora “borra los pecados veniales” (Concilio de Trento: DS. 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor a Él y nos hace capaces de romper los lazos desordenados para vivir más en Él: “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor: suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros corazones..., y llenos de caridad, muramos al pecado y vivamos para Dios” (S Fulgencio de Rupe, Fab.28,16-19).

         Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecado mortales, pero tiene toda la fuerza y el amor para hacerlo porque es la realización de la Alianza y del borrón y cuenta nueva. Fue un tema muy discutido en Trento y lo es todavía. La Eucaristía es fuente de toda gracia, también de la gracia que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Es toda la salvación y redención de Cristo que se hace presente. Es el abrazo del perdón del Padre por el Hijo. Es la Nueva Alianza. Si lo es, perdona los pecados.

         Es importante en este punto recordar la recomendación dada por el Papa Pío X para la comunión frecuente y cotidiana. El Papa reaccionó contra una mentalidad que tendía a disminuir la frecuencia por sentimientos de indignidad. La conciencia de ser pecadores debe llevarnos al sacramento de la penitencia, pero esto no debe limitar su acercamiento a la comunión, que es nuestra ayuda, la ayuda del Señor contra el mal.

         «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia, de que todos  los fieles cristianos accedan cada día al convite sagrado, consiste principalmente en que los fieles, unidos a Dios por medio del sacramento, encuentren en él la fuerza para dominar las pasiones, la purificación de las culpas leves que cometamos cada día, y la preservación de los pecados más graves, a los que está expuesta la fragilidad humana; no es sobre todo para procurar el honor y la veneración del Señor, ni para tener una recompensa o un premio por las virtudes practicadas. Por esto, el sagrado concilio de Trento llama a la Eucaristía “antídoto”, gracias al cual nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales» (DS 3375).

36ª MEDITACIÓN: ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

 

LA ESPIRITUALIDAD YPASTORAL DE LA  ADORACIÓN EUCARÍSTICA.(Meditación dirigida a los Adoradores Nocturnos)

 

         ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

 

6.1. La espiritualidad y pastoral de la  adoración eucarística (Meditación dirigida a los adoradores nocturnos)

La Iglesia Católicasiempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos. Esta fe la ha vivido especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna. Para legitimar esta adoración ante el Santísimo Sacramento y afirmar a la vez, que la oración ante Jesús Sacramentado, es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía,  quiero, en primer lugar, explicar un poco desde la teología bíblica y litúrgica este misterio, para que la Presencia Eucarística del Señor sea más valorada y vivida por los Adoradores Nocturnos, que nos sentimos verdaderamente privilegiados, necesitados y agradecidos a Jesucristo, el Señor, confidente y amigo en todos los sagrarios de la tierra.

         «¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, vi al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía.  Por esto, cuando Teresa define la oración mental, parece que lo hace como oración hecha ante el sagrario, como si estuviera mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, a mi parecer, oración, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama». Y ya la oímos decir anteriormente: «¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos...? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa...? No permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado… Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable…»      

         Los adoradores, igual que los sacerdotes o cualquier cristiano, tenemos que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona y si a su persona no la respetamos, no la valoramos, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos  no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros “pasamos” del sagrario y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el templo no estuviera habitado por Él, y consiguientemente la genuflexión, exceptúo imposibilidad física, ya no hace falta.

         Sin embargo, todos sabemos que el  cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería  una contradicción, que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego nos interesemos por sus cosas, por su evangelio, por su liturgia, por los sacramentos, por sus diversas encarnaciones en la Palabra, en los hermanos, en los pobres, porque Él sea  más conocido y amado.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados, cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran. Y cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente. Repito porque esto conviene repetirlo muchas veces, qué buen testimonio, cuánta teología y fe verdaderas hay en un silencio guardado porque Él está ahí, cuánta teología vivida en  una genuflexión bien hecha, en unos gestos conscientemente realizados en la Eucaristía; indican que hay verdadera vivencia y amistad con Jesucristo, el Viviente y Resucitado.

         Ésta es una forma muy importante de ser  «testigos del Viviente», para muchos que no creen en su presencia eucarística o se olvidan de ella, dando así  pruebas con nuestra adoración personal del Señor, de que Él está allí presente, aunque no lo veamos físicamente o en una imagen. Es que si he celebrado y predicado la mejor homilía, aunque sea  sobre la misma Eucaristía, pero nada más terminar, hablo en la Iglesia y me comporto como si Él no estuviera presente,  me he cargado todo lo que he predicado y celebrado, porque no creo o no respeto su permanencia sacramental en la presencia eucarística, es decir, todo el misterio eucarístico completo: Eucaristía, comunión y presencia.

         Cómo educamos con nuestro silencio religioso en el templo o con la exigencia del mismo en Eucaristías y funerales o bodas... De esta forma, al no exigirse el silencio debido en el templo de Dios, no catequizamos ni educamos en la piedad eucarística y será más difícil ver a niños y mayores junto al sagrario porque actuando así lo convertimos en un trasto más de la iglesia. Así resulta que algunos sagrarios están llenos de polvo, descuido y olvido. Qué Eucaristías, qué evangelio, qué Cristo se habrá predicado en esas iglesias. Queridos amigos, el Señor no es una momia, está vivo, vivo y resucitado, así lo quiso Él mismo, no lo asegura la fe de la Iglesia, la experiencia de los santos y nosotros lo creemos.

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica:  « La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

 

 (Nota: Para sacerdotes este tema se trata repetidas veces en la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis de  Juan Pablo II, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación del clero, algunas cartas  del papa Juan Pablo II  a los sacerdotes en el Jueves Santo y en la Encíclica del Papa Juan Pablo II sobre la Eucaristía Ecclesiade Eucharistía).        

 

En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

         Junto a estas prácticas del pueblo cristiano, otra serie de iniciativas ha surgido con fuerza: las congregaciones religiosas que, como elemento fundacional y fundamental de su forma de vida y carisma religioso, dedican una gran parte de su tiempo a la Adoración del Santísimo Sacramento. Por todo esto, quiero deciros que vuestra Adoración Nocturna está dentro del corazón de la liturgia y de la vida de la Iglesia. Sois eternamente actuales, porque esto mismo, sólo que iluminados por la luz y los resplandores celestes del amor trinitario, constituye la gloria y felicidad del cielo. Sólo quien tenga un poco de experiencia, quien tenga algunos “fogonazos” dados gratuitamente por el Señor, después de alguna purificación y limpieza de pecados, podrá barruntar y comprobar que todo esto es verdad gozosa y consoladora.

         La renovación litúrgica, iniciada por el Concilio Vaticano II, ha llegado también tanto a la teología como a la liturgia de la Adoración Nocturna y ha puesto en su lugar correcto la adoración del Señor. Ya no se da aquel desfase,  que todos hemos conocido y practicado en los años sesenta, en los que celebrábamos la Eucaristía al final de la Vigilia, al despedirnos, con la llegada del día. Recuerdo perfectamente que empezábamos directamente con la Exposición del Señor en la Custodia y luego venían los turnos de vela. La forma actual, fruto de la teología y liturgia del Concilio Vaticano II es correcta en todos los aspectos.       

         Al principio, este reajuste ha podido parecerle a alguno, que era una pérdida para la Eucaristía como presencia y como adoración, como si la Presencia eucarística no fuese suficientemente valorada. Es evidente que tal impresión no tiene ningún fundamento teológico ni pastoral, y, para que nos convenzamos de esto, conviene dar unas pequeñas nociones de los tres momentos de la Eucaristía para que cada uno tenga su estimación y su sitio en la piedad cristiana.

         Veremos así que la celebración de la Eucaristía es el aspecto fundante y principal de este misterio, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia»; veremos que para que haya pascua, es decir, pasión, muerte y resurrección de Cristo presencializadas,  tiene que estar lógicamente presente el Señor, y que, si el Señor se hace presente, es para ofrecer su vida al Padre y a los hombres como salvación, que conseguimos especialmente por la comunión eucarística.Después de la Eucaristía,  el cuerpo, ofrecido en sacrificio y en comunión,  se guarda para que puedan comulgarlo los que no pueden venir a la iglesia; también para que todos los creyentes, mediante la adoración y las visitas al sagrario, podamos seguir participando en su pascua, comulgando con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, presente en la Hostia santa.

         Adorándole en  la oración eucarística, nos identificamos  con los sentimientos de Cristo Eucaristía, que sigue ofreciéndose  al Padre y dándose en comida  y en amistad a los hombres. Si alguien nos pregunta qué hacemos allí parados mirando la Hostia Santa, diremos solamente: ¡ES EL SEÑOR! He aquí en síntesis la espiritualidad de la Presencia Eucarística, de la que debe vivir todo cristiano, pero especialmente todo Adorador Nocturno. Esta espiritualidad, orada y vivida en oración personal, podría expresarse así: Señor, te adoro aquí presente en el pan consagrado, creo que estás ahí amándome, ofreciéndote e intercediendo por todos ante el Padre. Qué maravilla que me quieras hasta este extremo, te amo, te amo y quiero inmolarme contigo al Padre y  por los hermanos; quiero comulgar con tus sentimientos de caridad, humildad, servicio  y entrega en este sacramento... quiero contemplarte para imitarte y recordarte, para aprender y recibir de Ti las fuerzas necesarias para vivir como Tú quieres, como un discípulo fiel e identificado con su maestro.

         Por aquí tiene que ir la espiritualidad del Adorador Nocturno o Diurno. Si  nuestros adoradores viven con estas actitudes sus turnos de Vela, sus Vigilias, nos encontraremos con Cristo presente, camino, verdad y vida y nos sentiremos más animados para recorrer el camino de la santidad con su ayuda y presencia y alimento eucarístico.

 

6.2. La espiritualidad y vivencia de la presencia eucarística: sentimientos y actitudes que suscita y alimenta.

 

Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva. Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos místicos, sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

         Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario, para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí. Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y  nos impiden verlo y escucharlo -“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total del alma y de la vida,  para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra vida y no por puro conocimiento.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la celebración de la santísima Eucaristía por un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía. En cada Eucaristía, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...” La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva.

         Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado. Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él. La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él.

         Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle todo la pascua realizada por nosotros y para nosotros. Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para ayudaros un poco a los adoradores nocturnos en vuestro diálogo personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa:

 

1) La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo, también yo quiero obedecer al Padre, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, si Tú no me enseñas y me das fuerzas...

 

2) Un segundo sentimiento lo expresa así la LG.5 : «Los fieles... participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, soy una cosa contigo, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo para Ti, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía. Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado. Tu humanidad ya no es temporal; conservas ahora ciertamente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío... pero ya sabes que soy débil...  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

 3) Otro  sentimiento que no puede faltar está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...”  Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto me entregas, me regalas...“Éste es mi  cuerpo… Ésta mi sangre derramada por vosotros...” Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Cristo, yo valgo mucho para el Padre, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.   

 

4) En el “Acordaos de mí...”, debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-,  porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres:  Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos. “Acordaos de mí”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así.

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Ti y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Ti pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida. Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros... pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor, cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y  perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor..”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”  El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el vino consagrados, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, ese mismo Espíritu que es la Intimidad del Consejo y del Amor de los Tres cuando decidieron esta presencia tan total y real en consejo trinitario, es  el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y sus misterios, a Dios Padre y su proyecto de amor y salvación,  al Fuego y Pasión y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia Santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico:  “Acordaos de mí...”, ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice S. Juan de la Cruz del alma que ha llegado a la oración de contemplación, en la que todo es contemplar y amar más que reflexionar o decir palabras.

         Todos sabéis, porque así lo hemos practicado muchas veces, que en la oración se empieza por rezar oraciones, reflexionar, meditar verdades y luego, avanzando, pasamos de la oración discursiva a la afectiva, en la que uno empieza más a dialogar de amor y con amor que a dialogar con razones, empieza a sentir y a vivir más del amor que de ideas y reflexiones para finalizar en las últimas etapas, sólo amando:  oración de quietud, de silencio de las potencias, de transformación en Dios: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

         Yo también, como Juan, quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, en la Eucaristía reclinando mi cabeza en el corazón del Amado, de mi Cristo, sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. Para mí liturgia y vida y oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la oración es liturgia. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario. Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva! Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro los sacramentos, su liturgia, esta es la meta. Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en ellas me va la vida, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin. Yo las necesito y las quiero para encontrar al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin ellas sean lo único que descubra o lo más importante, sino que las estudio y las ejecuto sin que me esclavicen, para que me lleven a lo celebrado, al misterio: «y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...”, de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el  predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo: la Filiación que con potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre me la entrega y con qué pasión de amor de Hijo yo la recibo, no sabéis todo lo que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu; “acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

         Digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, “acordaos de mí”, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta... digo yo... que si no aprovecharía más a la Iglesia y a los hombres algunos despistes de estos... Para Teresa de Jesús la liturgia era Cristo, amarla era amar a Cristo, por eso valoraba tanto los canales de su amor, que son los signos externos, que siempre, bien hechos y entendidos, ayudan, pero sin quedarnos en ellos, sino llegando hasta el «centro y culmen», la fuente que mana y corre, que es Cristo. 

 

5) No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de diálogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias,  pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las cosas necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación... Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

El adorador no se encierra en su intimismo individualista sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y en Cristo, ofreciendo adoración y acción de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, prolongáis las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

         Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y seminaristas, los seminarios, las vocaciones, los religiosos y religiosas, los monjes y monjas. Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

Hay unos textos de S. Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos: «...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende <munus absconditus extinguit iras>. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla»[20]

 

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y constituido de Dios en él» (pag. 145).

 

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración....la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

 

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¡con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó!» (Pag. 149).

37.- APOCALIPSIS: “MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA LLAMANDO…”

 

SÍMBOLOS EUCARÍSTICOS EN EL APOCALIPSIS:

 

LA CENA CONEL SEÑOR (Ap 3,20)

 

         Queridos hermanos: Hoy, festividad de todos los santos, celebramos con gozo con los que han muerto y viven ya con el Señor, y con esperanza segura y confiada para los que aún peregrinamos hacia la casa del Padre, el final feliz de nuestras vidas, que terminarán en la misma felicidad eterna de la Santísima Trinidad, de nuestro Dios, que es amor y por amor nos creo para compartir con Él su misma esencia infinita, llena de luz y de amor.

         En el Apocalipsis, San Juan escribe, al final de su vida, siete cartas a siete Iglesias para animarlas en su fe y esperanza en el Señor vivo y resucitado, que es el Cordero sin mancha sentado en el trono de Dios y que recibe el canto de los ángeles y ancianos y de todos los salvados, que nadie podía enumerar, de toda lengua y nación, como nos ha dicho la primera lectura de hoy.

         La última carta del Apocalipsis va dirigida a la Iglesia de Laodicea, hoy destruida totalmente, que se  encontraba en una colina sobre el valle del río Lyco. Era una ciudad industriosa y productora de finos colirios para los ojos; pero religiosamente era una ciudad con grandes lacras morales, como podemos ver por la misma descripción que San Juan hace de sus pecados. El Apóstol la invita al arrepentimiento, que vuelva al fervor de los años mejores. Y para ello, al final de la misma, les invita a volver a la celebración de la Eucaristía, como la recibieron de los Apóstoles. Es un texto precioso con las palabras del Señor, que habéis oído muchas veces, pero que vamos a meditar sobre él, aunque a primera vista parezca que no tiene que ver mucho con la fiesta que estamos celebrando: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

         En estas palabras de Jesús, que llama a la puerta, hay en primer lugar una declaración que indica su amor para aquella Iglesia y, en definitiva, para cada fiel: “Mira que estoy a la puerta y llamo”. Es un gesto exquisito de búsqueda del amor de la criatura por parte de Dios en Jesús, y, a la vez, de respeto por su libertad. El mismo San Juan nos dirá en una de sus cartas “ Dios es Amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados.”  La iniciativa de amor y salvación siempre es de Dios, pero el hombre tiene que abrirle por la fe y el amor su corazón, para que Dios pueda entrar dentro de nosotros. Dios no violenta la libertad del hombre. Dios no entra en el corazón del hombre si éste no le abre. Ésta imagen de llamar a la puerta nos recuerda el simbolismo del esposo y la esposa en el Cantar de los Cantares. Allí, en el Antiguo Testamento, se aplica a Dios y a Israel; ahora se aplica a Cristo y a la Iglesia. Es Dios que solicita el amor de sus criaturas, de cada uno de los hombres a los que crea por amor y para el amor eterno del cielo.

         Y esa voz que llama es la de Jesús, la del Buen Pastor, la del Redentor, la de Cristo glorioso, la del Hijo y el Verbo encarnado primero en humanidad como la nuestra y luego, en un trozo de pan, para el banquete de la Eucaristía. Hay un soneto que nos recuerda este texto del Apocalipsis que estamos comentando y que muchos aprendimos en nuestra juventud, más eucarística y religiosa que la actual:“Qué tengo yo que mi amistad procuras?.....” Expresa admirablemente esta imagen de Cristo llamando a la puerta del alma. También el cuarto evangelio alude a la voz del novio en el último testimonio del Bautista acerca de Jesús: “El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud” (Jn 3,29).

 

 

La respuesta

 

         La llamada de Jesús espera una respuesta. Esta se describe en condicional: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”. La respuesta comienza con el hecho de reconocer la voz de Cristo. Pero el paso decisivo es abrirle la puerta, abrir la puerta al Redentor. Esta imagen de entrar por la puerta es la que se utiliza en los años jubilares. Y este abrir la puerta de nuestro corazón a Cristo es primero por la fe, creer en Él, en su evangelio y salvación. Luego viene el amor, cumplir su voluntad, los mandamientos de Dios. Esto significa abrir la puerta de nuestra vida y existencia a Dios. Vivir teniéndolo presente, abriéndole continuamente nuestro corazón, nuestra inteligencia y voluntad. Por eso “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”…


La promesa de la Cena con el Señor

 

         Entonces “Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.La promesa está expresada en futuro y con una fórmula de comunión: La primera parte de la promesa,“Entraré en su casa”, significa la venida de Jesús a la vida del creyente para tomar posesión de ella. Esta imagen nos recuerda algunos pasajes evangélicos: en el evangelio del último domingo, Jesús que entra en casa de Zaqueo para salvarle y es tal su alegría por recibir en su casa al Señor, que está dispuesto a quedarse pobre para enriquecerse sólo con su Amistad(Lc 19,1-10); también nos recuerda cuando Jesús entra en casa de Marta y María para hospedarse y cenar en amistad con los tres hermanos(Lc 10,38-42). Este es el sentido de la vida para un cristiano. Ha sido llamado al banquete y a la amistad con Dios en el cielo. La entrada de Jesús es la entrada del Redentor, del Dios Amor. Este deseo de Jesús de entrar en cada uno de nosotros nos recuerda la gran promesa de la Nueva Alianza, de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). También aquí hay primero una condición, la misma del texto: hay que amar, cumplir la voluntad de Dios, vivir el evangelio: “si alguno me ama”… La promesa de venir a habitar en el creyente es sustancialmente la misma que encontramos en el Apocalipsis. Significa que Dios penetra en la vida del fiel y toma posesión de ella, como tomó posesión de la Tienda de la Presencia o del Encuentro en el Desierto y luego  del Templo de Jerusalén en el Antiguo Testamento y en el seno de la Virgen María, para empezar el Nuevo Testamento. Y ahora ya permanece con nosotros hasta el final de los tiempos en el Sagrario.

         La segunda parte de la promesa es: “Cenaré con él y él conmigo”. Compartiremos la mesa, nos sentaremos uno junto al otro, seremos amigos, confidentes, amigos. El simbolismo de la cena entraña además una nota de sosiego, de paz, de comunión de personas. La expresión “Cenaré con él y él conmigo” es una fórmula que implica una alianza de amor, que empieza en la Eucaristía y será eterna en el cielo, en los santos y santas que ya están en el banquete eterno de la amistad con Dios Trino y Uno.

 

Dimensión eucarística del simbolismo de la Cena del Señor

 

         El simbolismo de la Cena con el Señor tiene un significado riquísimo que no pretendemos agotar ahora. Recordemos la dimensión de vida eterna que se expresa frecuentemente en la parábolas con la idea del banquete (Lc 14,15); que empezó ya en el A.T. con la Alianza, el pacto de amistad entre Dios y los israelitas y sellada con una comida de comunión, de amistad (Ex 24,11); en el Apocalipsis el banquete esponsal es signo del Reino de los cielos, de la amistad con Dios conseguida para toda la eternidad, la fiesta de todos los santos que hoy celebramos: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria por que han llegado las Bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado” (Ap 19,7). Estas bodas tienen también su banquete: “Dichosos los invitados al banquete de Bodas del Cordero” (Ap 19,9); Todos nosotros hemos sido invitados a estas bodas y nuestros santos, todos los salvados que abrieron la puerta a Cristo y por Él al Dios Uno y Trino la están celebrando. Había que meditar, rezar e invocar y pedir más la ayuda y protección de nuestros santos.

         La dimensión eucarística de éste simbolismo de la Cena con el Señor es evidente. El Nuevo Testamento habla de la Cena de Jesús como el momento de su máximo amor para con los hombres (Jn 13,1-2); Lc 22,14-15; 1 Cor 11). Por otra parte la Eucaristía es el alimento de la vida eterna simbolizada en la Cena: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesus». En el banquete de la Pascua y de la Nueva y Eterna Alianza que es La Eucaristía, el Señor nos invita y nosotros, «ven Señor Jesus» le invitamos a que venga en el pan eucarístico. Por eso la Eucaristía es mayor amistad e intimidad con el Señor en la tierra, porque se nos da en amor y amistad extrema, hasta dar la vida para vivir su amistad: “Nadie ama más, es decir, es más amigo, que aquel que da la vida por los amigos.

         Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús al ponerse a cenar con ellos, al partir el pan. Es la fuerza transformadora de la Cena con el Señor: es el encuentro, la potenciación de la fe y del amor, la certeza de que Cristo está vivo y nos ama, la conversión. El contexto en que aparecen esta invitación y esta promesa en el Libro del Apocalipsis, contiene una rica descripción del proceso de la conversión hasta llegar a la comunión eucarística. Primero es escuchar la voz de Jesús en el evangelio y en la predicación de la Iglesia. Después es abrir la puerta a Cristo creyendo en él, en su divinidad y su humanidad, en su condición de Redentor. A continuación Jesús entra en la vida del creyente en un proceso de continua intimidad: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Esta intimidad se convierte en morada permanente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el corazón del creyente. La entrada de Jesús es la venida de la Trinidad a morar en el cristiano. Todo culmina en la comunión eucarística, en la Cena con el Señor. Admirablemente lo ha expresado Jesús en el Discurso Eucarístico de Cafarnaún: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). El cielo será la continuación de esa comunión eucarística, de esa morada divina: «Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’» (Ap 21,3-4).

38º.- HOMILÍAS EUCARÍSTICAS

 

HOMILÍAS EUCARÍSTICAS

(Ver además TU CUERPO Y PARA TRATAR)

 

PRIMERA HOMILÍA

 

TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

         «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

SEGUNDA HOMILÍA

 

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

         Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

TERCERA HOMILÍA

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

CUARTA HOMILÍA

SEXTA HOMILÍA DEL CORPUS

Queridos hermanos: Estamos en la festividad del Corpus y la mejor manera de celebrar este día es mirar con amor a Cristo en su presencia eucarística, desde donde nos está expresando su amor, entregándonos su salvación y dándose permanentemente en amistad a todos los hombres. El se quedó con todo su amor; nosotros, al menos hoy, debemos corresponder a tanto amor, adorándole, venerándole, mirándole  agradecidos en su entrega hasta el extremo.

 

 

LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

 

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

 

Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte,                        

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es “la fuente que mana y corre”, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así los expresa San Juan de la Cruz:

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.                                                    

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas desean de verdad morir para ir a Dios, porque los bienes de esta vida no les dicen  nada. Es lo más lógico y fácil de comprender: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dáme la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es ta entero, que muero porque no muero». Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

QUINTA HOMILÍA

 

INTRODUCCIÓN

 

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse ... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, apostolado, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleados, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fín de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de los abortos y demás y de equivocarse, porque nos equivocamos para siempre, para siempre, para siempre. Es que somos eternos. Mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne. Dios entrando dentro de sí mismo y viendose tan lleno de vida y de amor, creó a otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha. 

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,1-3), pero no sólo este mundo, sino la misma realidad divina, porque al contemplarse el Padre a sí mismo, en su mismo serse por sí mismo y verse tan lleno de vida, de amor, de felicidad, de hermosura,  «de túneles y cavernas insospechadas», de paisajes y felicidad y fuego de las relaciones divinas del volcán divino en eterna erupción de su esencia, se vio plenamente en su Idea y la pronunció en Palabra llena de amor para sí y se amó con fuego de su mismo Espíritu y luego la pronunció para nosotros, llena de amor en la misma Idea, Imagen y Palabra con la que se dice plenamente a Sí mismo y se dice lo grande e infinito que se es por sí mismo en gozo de amor de Espíritu Santo, y que luego la dice y la canta llena de ese mismo amor para nosotros, para toda la humanidad,  en su misma Idea y Palabra con la que se dice a sí mismo en canción eterna de amor.

¡Qué grande es ser hombre! ¡Qué suerte, qué predilección de Dios el existir, qué grandeza!  “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Ahora comprendo la Eucaristía, ahora comprendo lo que vale cada hombre, no he sido yo, ha sido Dios quien ha puesto el precio y qué alto: toda la sangre y la vida de Cristo; la Eucaristía es el precio que yo valgo, el proyecto y el amor que Dios tiene al hombre, el amor de Cristo a los suyos, todos los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida, en obediencia total al Padre... Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar la eucaristía, con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado la voy a tocar y  venerar en cada sagrario de la tierra.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración ...etc, en este libro.

Supuesto el fundamento bíblico-teológico-dogmático, sobre lo que hay mucho escrito y bueno, yo he querido más bien hablar de Jesucristo Eucaristía en línea de experiencia de amistad particular con El, sentida y vivida por medio de la oración eucarística, personal y litúrgica, porque es lo que me interesa y necesitamos todos,  el mundo y la Iglesia. ¿Para qué quiero tener un doctorado en Teología, incluso en Cristología, si no tengo experiencia de Él, si no sentimos  su presencia y su amor, que nos demuestren que Cristo verdaderamente existe y es verdad, si no siento dentro de mí su misma vida y sentimientos, viviendo así en plenitud nuestra fe y cristianismo, nuestro injerto bautismal, nuestro sacerdocio, nuestro compromiso y misión,  nuestro  presente y eternidad?

Este camino tiene sus particularidades y singularidades; la mayor de todas, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con El, porque la fe es la luz de Dios, es como un rayo del sol,  dirá infinidad de veces S. Juan de la Cruz, que supera nuestro entendimiento y facultades, y si le miramos de frente, directamente, nos ciega, por la abundancia y exceso de luz.        

Para la oración eucarística, como para todo camino, es bueno tener guías, que hayan hecho este recorrido verdaderamente, no sólo teóricamente, y que nos vayan orientando, especialmente en etapas de oscuridad de la fe y de la esperanza en el desierto de la vida, que necesariamente tenemos que atravesar  hasta llegar a la amistad total, a la tierra prometida;  en fín,  se trata de recorrer un camino verdadero, no meramente imaginativo, sino de fe y de vida, recorrido ya por mucha gente cristiana, desde los primeros tiempos, desde la misma presencia de Cristo en Palestina. Por eso, lo primero de todo será la fe, fe eucarística; lo será siempre, pero, sobre todo, en los comienzos de esta amistad; esta fe hay que pedirla y cultivarla mucho, hay que pasar de una fe heredada, como todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia del misterio eucarístico.

De todo esto hablo en el presente libro. Unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, principalmente, en relación con su Presencia Eucarística, dejando aparte la espiritualidad de la Eucaristía como misa y comunión, de las cuales hablaré más ampliamente en otro libro, en el que ya trabajo y cuyo título podía ser: CELEBRAR Y VIVIR LA EUCARISTÍA “EN ESPÍRITU Y VERDAD”.

Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro  fueron escritas  mirando al sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así también fueran leídas o meditadas: a los pies del Maestro, como María en Betania. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza. Este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía. Si os sirven para esto, (adorado sea el santísimo sacramento del altar!

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» vivencia, que escribí junto al sagrario de mi primer destino apostólico:

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres , cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión..., porque tu lo sabías, Tú lo sabías todo....y, sin embargo,  te quedaste... Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo. Qué bueno eres, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto... hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí.... Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas....qué puede darte el hombre.... Si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo... no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:  “Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, Bla he sentido muchas veces,B  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, gracias, Señor... Átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

SEXTA HOMILÍA

 

LA ORACIÓN ANTEEL SAGRARIO, ESCUELA DE VIDA

 

(El periódico ALFA Y OMEGA escribjá así: El sacerdote don Gonzalo Aparicio contagia, al hablar, su celo por la Eucaristía. Los ratos libres que le deja su actividad en la parroquia de San Pedro, en Plasencia, le han permitido escribir el libro La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. A continuación reproducimós, por su interés, un extracto del libro)

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades; incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia..., pero nuestros padres y nuestras madres no tuvieron más escuela que el sagrario, y punto. Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon — y seguimos escuchando nosotros también - a Jesis, que nos dice: “Sígueme; amaos los unos a los otros como y os he amado; no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero; venid, y os haré pescadores de hombres; vosotros sois mis amigos; no tengáis miedo, yo he vencido al mundo; sin mi no podéis hacer nada; yo soy la vid vosotros los sarmientos; el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid”. Y qué ocurre cuando yo escucho del Señor estas paiabrás? Pues que, si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálógo peronál con El - porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quieró rénunciar a mis bienes-, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no señale con el dedo mis defectos..., y así estaré distanciado con respecto a su presencia eucarística durante toda ini vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esto llevará consigo. Podré incluso tratar de legitimar mi actitud diciendo que Cristo está en muchos sitios: en la Palabra, en los hermanos..., que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de• brazos cruzados; peró, en el fondo, lo que pasa es que no aguantamos su presencia, que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga.

Mediocridad, no

Me pregunto cómo podré yo entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el Bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo..., si yo mismo no lo practico ni sé como se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos, y de que muchas partes importantes del evangelio no se conozcan ni se prediquen. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo eucarístico con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de ese trato de amistad para no escucharle, aunque las formas externas las guardaré toda la vida; es decir, seguiré comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he afirmado mi mediocridad cristiana, sacerdotal y apostólica. Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y aunque Jesús me está llamando a voces todos los días - porque me quiere ayudar -, terminaré por no oírle, y todo se convertirá en pura rutina. Esto es más claro que el agua:

Si Cristo en persona me aburre en la oración, ¿cómo podré entusiasmar a los demás con El? No sabría qué apostolado hacer por El, cómo contagiar deseos de El, cómo enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía para los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente, hablaré de encuentro y amistad con Cristo, de organigramas y apostolados, pero lo haré teóricamente, como lo hacen otros muchos en laIglesia. Esta es la causa de que no toda actividad ni apostolado, tanto de seglares como de sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual hay que estar unido a Cristo como los sarmientos a la vid única y verdadera, para poder dar fruto. A veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna, o la arteria, que debe llevar la sangre desde el corazón de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico están tan obstruidos por las imperfecciones, que apenas podemos llevar unas gotas para regar las partes del cuerpó afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas de la Iglesia, de arriba y de abajo. sig.1en negras e infartadas, sin vida espiritual, ni amor ni servicio verdaderos a Dios y a los hermanos. Porque mal está que el canal obstruido sea un seglar, un catequista o una madre — con la necesidad que tenemos de madres cristianas -, pero lo grave y dañino es que esto nos suceda a los sacerdo.es. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia esta unida a la vid, que es Cristo Eucaristía, y tiene limpio el canal. Aquí, en Cristo Eucaristía, es donde está la frente que man.i y corre, aunque es de noche * es decir, por la fe vivencial — como nos dice san Juan de la Cruz. Pero, por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programas, donde - como nos ha dicho el Papa en la Carta apostólica “Novo Millennio Ineunte” ya está todo dicho. Volvamos a la Verdad, a la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: todo sarmiento que no esté unido a la vid, no puede darfruto “(Palabras de. Jesús en el Evangelio)

Cara a cara con Cristo

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directa con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. La Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubren la realidad de ñuestra relación con Cristo. Porque en la Eucaristía tenernos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, nos siida tios, escucharnos al sacerdote..., pero, con tanto movimiento, a veces salimos de la iglesia sin haber escuchado a Cristo, sin haberle saludado personalmente.

Sin embargo, cí la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones; se trata de un diálogo a pecho descubierto, un tú a tú con Jesús que me habla, me enfervoriza y, tal vez, silo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega y me dice: No estoy de acuerdo con esto, corrige esta forma de actuar... Y, claro, allí, solos ante él, no hay escapatoria de cantos o respuestas; cada uno es el que tiene que dar la respuesta personal, no la litúrgica y oficial. Por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, si no aguanto este trato directo con Cristo y dejo la visita diaria, ¿cómo buscarle en otras presencias cuando allí esti más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días - aunque tarde años -, encontraré en su presencia eucarística luz, fuerza, ánimo, compañía,consuelo y gozo, que nada ni nadie podrán quitarme; y quemará de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre; lo contagiaré todo de amor y sentimiento hacia El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica, con El. Esto se llama santidad, y para esto está la Eucaristía, porque la oración es el alma de todo apostolado, como se titulaba un libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística, y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

SÉPTIMA  HOMILÍA

 

LA CENA CONEL SEÑOR (Ap 3,20)

 

         Queridos hermanos: Hoy, festividad de todos los santos, celebramos con gozo con los que han muerto y viven ya con el Señor, y con esperanza segura y confiada para los que aún peregrinamos hacia la casa del Padre, el final feliz de nuestras vidas, que terminarán en la misma felicidad eterna de la Santísima Trinidad, de nuestro Dios, que es amor y por amor nos creo para compartir con Él su misma esencia infinita, llena de luz y de amor.

         En el Apocalipsis, San Juan escribe, al final de su vida, siete cartas a siete Iglesias para animarlas en su fe y esperanza en el Señor vivo y resucitado, que es el Cordero sin mancha sentado en el trono de Dios y que recibe el canto de los ángeles y ancianos y de todos los salvados, que nadie podía enumerar, de toda lengua y nación, como nos ha dicho la primera lectura de hoy.

         La última carta del Apocalipsis va dirigida a la Iglesia de Laodicea, hoy destruida totalmente, que se  encontraba en una colina sobre el valle del río Lyco. Era una ciudad industriosa y productora de finos colirios para los ojos; pero religiosamente era una ciudad con grandes lacras morales, como podemos ver por la misma descripción que San Juan hace de sus pecados. El Apóstol la invita al arrepentimiento, que vuelva al fervor de los años mejores. Y para ello, al final de la misma, les invita a volver a la celebración de la Eucaristía, como la recibieron de los Apóstoles. Es un texto precioso con las palabras del Señor, que habéis oído muchas veces, pero que vamos a meditar sobre él, aunque a primera vista parezca que no tiene que ver mucho con la fiesta que estamos celebrando: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

         En estas palabras de Jesús, que llama a la puerta, hay en primer lugar una declaración que indica su amor para aquella Iglesia y, en definitiva, para cada fiel: “Mira que estoy a la puerta y llamo”. Es un gesto exquisito de búsqueda del amor de la criatura por parte de Dios en Jesús, y, a la vez, de respeto por su libertad. El mismo San Juan nos dirá en una de sus cartas “ Dios es Amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados.”  La iniciativa de amor y salvación siempre es de Dios, pero el hombre tiene que abrirle por la fe y el amor su corazón, para que Dios pueda entrar dentro de nosotros. Dios no violenta la libertad del hombre. Dios no entra en el corazón del hombre si éste no le abre. Ésta imagen de llamar a la puerta nos recuerda el simbolismo del esposo y la esposa en el Cantar de los Cantares. Allí, en el Antiguo Testamento, se aplica a Dios y a Israel; ahora se aplica a Cristo y a la Iglesia. Es Dios que solicita el amor de sus criaturas, de cada uno de los hombres a los que crea por amor y para el amor eterno del cielo.

         Y esa voz que llama es la de Jesús, la del Buen Pastor, la del Redentor, la de Cristo glorioso, la del Hijo y el Verbo encarnado primero en humanidad como la nuestra y luego, en un trozo de pan, para el banquete de la Eucaristía. Hay un soneto que nos recuerda este texto del Apocalipsis que estamos comentando y que muchos aprendimos en nuestra juventud, más eucarística y religiosa que la actual:“Qué tengo yo que mi amistad procuras?.....” Expresa admirablemente esta imagen de Cristo llamando a la puerta del alma. También el cuarto evangelio alude a la voz del novio en el último testimonio del Bautista acerca de Jesús: “El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud” (Jn 3,29).

 

La respuesta

 

         La llamada de Jesús espera una respuesta. Esta se describe en condicional: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”. La respuesta comienza con el hecho de reconocer la voz de Cristo. Pero el paso decisivo es abrirle la puerta, abrir la puerta al Redentor. Esta imagen de entrar por la puerta es la que se utiliza en los años jubilares. Y este abrir la puerta de nuestro corazón a Cristo es primero por la fe, creer en Él, en su evangelio y salvación. Luego viene el amor, cumplir su voluntad, los mandamientos de Dios. Esto significa abrir la puerta de nuestra vida y existencia a Dios. Vivir teniéndolo presente, abriéndole continuamente nuestro corazón, nuestra inteligencia y voluntad. Por eso “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta”…


La promesa de la Cena con el Señor

 

         Entonces “Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.La promesa está expresada en futuro y con una fórmula de comunión: La primera parte de la promesa,“Entraré en su casa”, significa la venida de Jesús a la vida del creyente para tomar posesión de ella. Esta imagen nos recuerda algunos pasajes evangélicos: en el evangelio del último domingo, Jesús que entra en casa de Zaqueo para salvarle y es tal su alegría por recibir en su casa al Señor, que está dispuesto a quedarse pobre para enriquecerse sólo con su Amistad(Lc 19,1-10); también nos recuerda cuando Jesús entra en casa de Marta y María para hospedarse y cenar en amistad con los tres hermanos(Lc 10,38-42). Este es el sentido de la vida para un cristiano. Ha sido llamado al banquete y a la amistad con Dios en el cielo. La entrada de Jesús es la entrada del Redentor, del Dios Amor. Este deseo de Jesús de entrar en cada uno de nosotros nos recuerda la gran promesa de la Nueva Alianza, de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). También aquí hay primero una condición, la misma del texto: hay que amar, cumplir la voluntad de Dios, vivir el evangelio: “si alguno me ama”… La promesa de venir a habitar en el creyente es sustancialmente la misma que encontramos en el Apocalipsis. Significa que Dios penetra en la vida del fiel y toma posesión de ella, como tomó posesión de la Tienda de la Presencia o del Encuentro en el Desierto y luego  del Templo de Jerusalén en el Antiguo Testamento y en el seno de la Virgen María, para empezar el Nuevo Testamento. Y ahora ya permanece con nosotros hasta el final de los tiempos en el Sagrario.

         La segunda parte de la promesa es: “Cenaré con él y él conmigo”. Compartiremos la mesa, nos sentaremos uno junto al otro, seremos amigos, confidentes, amigos. El simbolismo de la cena entraña además una nota de sosiego, de paz, de comunión de personas. La expresión “Cenaré con él y él conmigo” es una fórmula que implica una alianza de amor, que empieza en la Eucaristía y será eterna en el cielo, en los santos y santas que ya están en el banquete eterno de la amistad con Dios Trino y Uno.

 

Dimensión eucarística del simbolismo de la Cena del Señor

 

         El simbolismo de la Cena con el Señor tiene un significado riquísimo que no pretendemos agotar ahora. Recordemos la dimensión de vida eterna que se expresa frecuentemente en la parábolas con la idea del banquete (Lc 14,15); que empezó ya en el A.T. con la Alianza, el pacto de amistad entre Dios y los israelitas y sellada con una comida de comunión, de amistad (Ex 24,11); en el Apocalipsis el banquete esponsal es signo del Reino de los cielos, de la amistad con Dios conseguida para toda la eternidad, la fiesta de todos los santos que hoy celebramos: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria por que han llegado las Bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado” (Ap 19,7). Estas bodas tienen también su banquete: “Dichosos los invitados al banquete de Bodas del Cordero” (Ap 19,9); Todos nosotros hemos sido invitados a estas bodas y nuestros santos, todos los salvados que abrieron la puerta a Cristo y por Él al Dios Uno y Trino la están celebrando. Había que meditar, rezar e invocar y pedir más la ayuda y protección de nuestros santos.

         La dimensión eucarística de éste simbolismo de la Cena con el Señor es evidente. El Nuevo Testamento habla de la Cena de Jesús como el momento de su máximo amor para con los hombres (Jn 13,1-2); Lc 22,14-15; 1 Cor 11). Por otra parte la Eucaristía es el alimento de la vida eterna simbolizada en la Cena: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesus». En el banquete de la Pascua y de la Nueva y Eterna Alianza que es La Eucaristía, el Señor nos invita y nosotros, «ven Señor Jesus» le invitamos a que venga en el pan eucarístico. Por eso la Eucaristía es mayor amistad e intimidad con el Señor en la tierra, porque se nos da en amor y amistad extrema, hasta dar la vida para vivir su amistad: “Nadie ama más, es decir, es más amigo, que aquel que da la vida por los amigos.

         Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús al ponerse a cenar con ellos, al partir el pan. Es la fuerza transformadora de la Cena con el Señor: es el encuentro, la potenciación de la fe y del amor, la certeza de que Cristo está vivo y nos ama, la conversión. El contexto en que aparecen esta invitación y esta promesa en el Libro del Apocalipsis, contiene una rica descripción del proceso de la conversión hasta llegar a la comunión eucarística. Primero es escuchar la voz de Jesús en el evangelio y en la predicación de la Iglesia. Después es abrir la puerta a Cristo creyendo en él, en su divinidad y su humanidad, en su condición de Redentor. A continuación Jesús entra en la vida del creyente en un proceso de continua intimidad: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Esta intimidad se convierte en morada permanente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el corazón del creyente. La entrada de Jesús es la venida de la Trinidad a morar en el cristiano. Todo culmina en la comunión eucarística, en la Cena con el Señor. Admirablemente lo ha expresado Jesús en el Discurso Eucarístico de Cafarnaún: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). El cielo será la continuación de esa comunión eucarística, de esa morada divina: «Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado’» (Ap 21,3-4).

OCTAVA HOMILÍA

(VALENCIA)

 

LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN (Valencia)

 

         Todos sabemos, por clásica, la definición de santa Teresa sobre oración:
«No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5) Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma, la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo eucaristía, transplantada a nosotros por la unión de amor y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado. Por eso este es el título que puse a uno de mis libros: LA EUCARJSTÍA LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN SANTIDAD Y APOSTOLADO.

         La Eucaristía es la mejor escuela de oración porque Jesucristo Eucaristía es el mejor maestro y la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia de amistad permanentemente ofrecida es el mejor libro. Y esto lo confirma la experiencia de la Iglesia: quien visita esta biblioteca de amor extremo, quien abre y lee con frecuencia este libro y dialoga con este maestro aprende pronto a amar; esto es, a orar con Él y como Él.

         Para amar y sentir así a Cristo vivo y resucitado, el único camino es la oración y toda oración, para ser verdadera, lleva consigo la conversión Y en esto consiste para mí la mayor dificultad en tener oración; lo demás, que si técnicas, posturas, respiraciones, incluso la misma meditación, todo ha de ser para más amar, es decir; para más convertirse a Cristo y en Cristo. La oración permanente exige conversión permanente. En la escuela de la oración eucarística hay tres verbos que se conjugan igual: orar, amar, y convertirse y el orden tampoco altera el producto. Saber Conjugar estos tres verbos es el fundamento de toda oración y la razón fundamental de que unos avancen y otros permanezcan toda la vida igual, que es lo mismo que retroceder; sin experiencia de Cristo vivo y resucitado. Si yo oro ante Jesucristo Eucaristía, el Señor me habla de su amor precisamente con su misma presencia humilde, entregada, sacrificada deseada ardientemente por Él junto a nosotros, que yo tengo que Vivir y asimilar con actitudes de perdón, de humildad, de amor generoso, y gratuito.

         La oración eucarística, desde el primer paso, desde el primer día, aunque uno no sea Consciente de ello al principio, es querer amar; querer convertirse a Dios sobre todas las cosas. Si yo oro, yo amo y me convierto; si dejo de convertirme, dejo de amar y dejo de orar, porque estoy lleno de mí mismo, del amor propio, que impide a Cristo y a su evangelio entrar dentro de mí; mi corazón está tan lleno y ocupado del ídolo del «yo» que he puesto en el centro de mi vida y a quien doy culto idolátrico desde la mañana a la noche, que me Impide adorar a Dios sobre todas las cosas; por eso no escucho al Señor que en este sacramento me habla de obediencia y entrega total como la suya al Padre y, al no querer escucharle, poco a poco abandono la presencia eucarística; si no quiero escuchar sus exigencias de amor me alejo de Él porque me echa en Cara mis defectos y sin diálogo con Él no hay oración, no hay vivencia, no hay gozo y amistad vivida.

         Por el contrario, si yo quiero amar, yo quiero orar y empiezo a convertirme, a vaciarme de mí mismo para que vaya entrando Dios; son las nadas de san Juan de la Cruz. Para llegar y llenarme del Todo, tengo que quedarme en nada de mí mismo. Y es que nos amamos mucho; nos tenemos un cariño y una ternura inmensa, y desde la mañana a la noche sólo pensamos y trabajamos para nosotros mismos, aún en las cosas de Dios. Por eso el único que puede enseñarme a orar y a convertirme es el Señor en esos ratos de diálogo silencioso con Él. Esta es la razón por la que afirmo que la oración es indispensable para la vivencia de Cristo,
aún en la misa y la comunión, porque si éstas no van envueltas en diálogo y amor, no hay encuentro personal con Cristo Eucaristía, es decir, que como a Cristo, pero no comulgo con Cristo, con sus sentimientos y actitudes, con su amor y entrega total a Dios y a los hombres.

La Eucaristía es el sacramento más importante de unión con Cristo, es «centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia» y la presencia eucarística es prolongación del amor y ofrenda de Cristo al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida en adoración al Padre y amando a los hombres, sus hermanos. Y esto es lo que quiere El enseñarnos desde su presencia eucarística y este es el sentido de su presencia en todos los sagrarios de la tierra, donde sigue en salvación y amistad
permanente ofrecidas, sin cansarse por nuestros abandonos, falta de amor y entrega, ofreciéndose pero sin imponerse con amor extremo.

         La misa y la comunión y la presencia deben ser celebrados y vividos en oración, en diálogo personal con El, porque de otra forma no hay unión personal y podemos salir de la Iglesia sin haberle ni siquiera saludado. Esta forma de celebrar y comulgar produce rutina y cansancio, tanto en los de abajo como en los de arriba.

         Sin embargo, cuando yo me pongo delante de Cristo Eucaristía, en ratos de sagrario, a pecho descubierto, de tú a tú con Él, no hay escapatoria posible: Gonzalo, me dice, muy bien por aquella acción pero no estoy de acuerdo con tu orgullo o esa crítica, cuidado con tus afectos... y entonces o me esfuerzo y empiezo a convertirme, a matar mi yo en sus múltiples manifestaciones, o no me convierto, y entonces poco a poco dejaré de orar, es decir, de amar y estar en su presencia, porque me señala con el dedo y me hecha en cara mis faltas de amor y generosidad... Si, si, yo seguiré hablando con Cristo, celebrando la Eucaristía, comiendo su cuerpo, pero no tendré experiencia de su amor y por tanto me aburrirá la oración y el sagrario, porque he dejado de intentar de amar como El ama a su Padre y a los hombres y me prefiero a mí mismo en criterios y apegos... y si soy apóstol de Cristo, ya me dirás tú cómo podré entusiarmar a la gente con Cristo, cuando a mí personalmente me aburre. Y este es el mal de muchas predicaciones de vidas sacerdotales y religiosas, que después de una entrega inicial generosa, no entusiasman porque no tienen vivencia de Cristo Eucaristía.
         Queridos amigos: sin oración no hay experiencia de Dios. La pobreza de oración es pobreza de vida mística y esta es la peor enfermedad y pobreza de la fe, de la vida y del apostolado de la Iglesia en todos los tiempos. Cuando hay oración eucarística hay fuego y santos y almas llenas de deseos de contagiar de Cristo a niños, jóvenes y adultos. Ni un solo santo que no fuera eucarístico; los habrá más contemplativos o activos, famosos o ignorados, sacerdotes o seglares, casados o solteros, seguidos o perseguidos, pero ni uno solo que no pasara largos ratos ante Jesús Sacramentado.

         Si acepto este diálogo con el Señor, empezaré a convertirme con su ayuda, a vaciarme de mí mismo y poco a poco iré sintiendo su presencia, su fuerza, me iré llenando de Él, y constataré que Dios existe y es verdad, que Cristo existe y es verdad, que el pan es pan por fuera pero por dentro es miel dulzura, gozo... es verdaderamente El, no sólo porque lo medite sino porque lo experimento, lo siento de verdad y no puedo ocultarlo, Porque esta verdad de fe ha pasado de mi inteligencia a mi corazón y me quema, porque yo no sé fabricar esos fuegos ni amores ni palabras que experimento al sentirme amado por el Dios vivo y esto ya es el cielo en la tierra. Si no lo hago, seguiré toda la vida prefiriéndorne a Cristo y no sentjré necesidad de oración ni de gracia ni de eucaristía ni de evangelio, ni de Dios, Porque para vivir como vivo me basto a mí mismo y este es el problema del mundo actual, para vivir como animalitos, no necesitan de religión ni de Dios.

         Por todo esto, un sacerdote, un religioso, un creyente no debe olvidar nunca que todo su ser y existir cristiano se lo juega en la oración; este es el camino que más debe cultivar, su mejor apostolado para encontrar a Cristo vivo y llevar a los hombres hasta Él. La Eucaristía es la mejor escuela de oración, porque orar es amar y la presencia de Jesucristo en este sacramento es el mejor libro, la palabra más bella del amor de Dios a los hombres: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», mirando al sagrario yo aprenderé que la Eucaristía como misa es Cristo haciendo presente en el altar su pasión, muerte y resurrección en adoración obediente al Padre y por amor extremo a los hombres, sus hermanos: «Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos», «Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama por vosotros...»,. aprenderé que la Eucaristía como comunión es la máxima expresión de unión de amistad entre dos personas, fundiéndose en una sola realidad y vida: «El que come mi carne, habita en mí y yo en él», «El que me come vivirá por mí»; mirando al sagrario con fe caeré en la cuenta de que la Eucaristía como Presencia es Cristo ofreciéndose al Padre como sacrificio agradable y a los hombres en amistad y salvación permanentes: «Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos». Pero repito, todo esto no se comprende hasta que no se vive, aunque sea doctor en teología.

         Y orar ante el sagrario es muy fácil, porque el sagrario, la Eucaristía es un volcán echando fuego y llamaradas continuas de amor y cariño y motivos y razones y vida y hechos y dichos llenos de amor divino, real y verdadero. El sagrario es el evangelio entero y completo, la salvación entera y completa, Jesucristo confidente y amigo, que siempre está en casa esperándonos y tan deseoso de hablar, de intimar, de salvamos, que se entrega por nada, por una simple mirada de fe. Jesucristo se ha quedado tan cerca de nosotros en el sagrario porque sabe que valemos mucho, que el hombre es más que hombre, más que esta tierra y este espacio, es un misterio; Él sabe lo que valemos para el Padre, porque el Padre se lo está diciendo desde toda la etemidad, por eso se ofreció El: «Padre no quieres ofrendas ni sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad» y lo ha experimentado en su propia carne: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Ho». En el sagrario nos ama el Padre en el Hijo con el Amor y la Potencia del Espíritu Santo lleno de entrega, amistad, dones de vivencia y amor. Ahí está el Hijo de Dios vivo, vivo y resucitado, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, quiero decir, que nos lo dice Él y su evangelio.

         Desde su presencia eucarística sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra:
«Vosotros sois mis amigos», «Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos», «Ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer», « Yo doy la vida por mis amigos», «El les dUo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco», «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros», «Este es mi cuerpo entregado... Esta es la sangre que se derrama por vuestros pecados... Acordaos de mi... » y al recordarlo con nosotros en la oración, la oración se convierte en memorial que hace presente lo que recordamos; «Acordaos de mi... » No nos olvidamos, Señor: ¡Eucaristía divina, Tú lo has dado todo por nosotros, también nosotros queremos darlo todo por Ti, porque para nosotros, Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo!

 

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

 

Custodía de la Parroquia de San Pedro, Plasencia, en la que el Señor es adorado todos los días, de 8 a 12,30 de la mañana , excepto domingo y festivos.

FOLLETO DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

 

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

 

INTRODUCCIÓN

                         

Muy queridos hermanos sacerdotes, adoradores y adoradoras nocturnas, amigas y amigos todos, en Jesucristo Eucaristía: Recibí hace días una llamada telefónica desde Navalmoral, reconocí enseguida a David que me decía: vamos a tener una reunión de los consiliarios de Adoración Nocturna, nos gustaría que nos hablaras de la Eucaristía, y podía ser, ya que estamos finalizando el año paulino: San Pablo y la Eucaristía, está aquí Galayo, ahora se pone, y Galayo se puso y me dijo lo mismo, pero añadió que al tratarse de Adoradores Nocturnos era mejor que tratase sólo el tema de la Adoración Eucarística, porque no había tiempo para tanto; así que de San Pablo hablaré tres minutos, porque me interesa sólo decir una cosa que hemos de aprender de él y de la que he oído poco o casi nada en este año paulino que termina: que Pablo, todo Pablo, todo lo que fue e hizo, su vida y apostolado y gozo permanente en medio de luchas y noches, se lo debe a su unión total con Cristo por la oración, oración mística transformativa que le dio la experiencia de lo que hacía y decía y le hizo exclamar: “ para mí la vida es Cristo...Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí... no quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”. Me gustaría que lo leyerais   en las primeras páginas de mi libro sobre San Pablo, segunda edición.

Pues bien, aquí estoy, con sumo gozo. Porque para mí, como para todos vosotros,  es gozo grande  hablar, meditar, animarnos y renovarnos en nuestra fe y amor eucarísticos, especialmente en esas horas nocturnas o diurnas de adoración, alabanza y amistad con Jesucristo Eucaristía.

El hecho de estar con el Señor Sacramentado, de buscarle y hablarle durante tantas noches y años y años, sólo ya con vuestra constancia, vosotros, adoradores y adoradoras nocturnas, le estáis diciendo: Jesucristo, Eucaristía divina, cuánto te deseamos, cómo te buscamos, con qué hambre de ti caminamos por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día y noche: Jesucristo Eucaristía, nosotros queremos verte, para tener la luz del camino, la verdad y la vida; nosotros queremos comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; queremos que todos te conozcan y te amen,  y en tu entrega eucarística, queremos hacernos contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Queremos entrar así en el misterio de nuestro Dios Trino y Uno por la potencia de amor del Espíritu Santo.

Trataremos, en primer lugar, de explicar un poco qué es la Adoración Eucarística, qué verdades o contenidos teológicos encierra: Teología de la Adoración Eucarística; luego en la segunda parte, veremos cómo propagarla: Pastoral de la Adoración Eucarística; para terminar, en la tercera parte, explicando cómo practicarla y vivirla,  que es la mejor forma de propagarla y el mejor apostolado para llegar las almas a Cristo: Espiritualidad de la Adoración Eucarística.

Pero antes de nada, antes de pasar a la primera parte, dos palabras del Catecismo de la Iglesia Católica sobre lo que es adoración:

2096 La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13).

2097 Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que El ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.

 

 

PRIMERA PARTE

 

TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

 

Para tratar de la Adoración Eucarística, primero hay que tratar de la Eucaristía, como misa, que le hace presente «porque ninguna comunidad se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía... porque la Santísima Eucaristía es centro y culmen de toda la vida de la Iglesia...» Vaticano II. Nosotros adoramos al Pan consagrado y adoramos y pasamos ratos de amistad con el Cristo vivo, vivo y resucitado de nuestros Sagrarios porque previamente Él ha celebrado la Pascua con nosotros por mediación del ministro sacerdotal que hace presente a Cristo presencializando todo su misterio de Salvación; y una vez terminada la celebración de la Eucaristía, el sacerdote lleva al Sagrario a este Cristo en este estado de Sacerdote y Víctima de oblación por nosotros para que puedan comulgarlo y participar de sus sentimientos nuestros enfermos y para que todos los creyente podamos hablar y estar con El, siempre que queramos y lo necesitemos; se queda en el sagrario con nosotros hasta el final de los tiempos y de sus fuerzas y de su amor, dándolo todo en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

Por eso, en esta reflexión eucarística no vamos a empezar adorándolo primero y luego celebrando la Eucaristía, como hacíamos en la Adoración Nocturna de nuestros primeros años de Seminario,  sino que para comprender todo el misterio de la  Adoración Eucarística, para saber quien es el Cristo que adoramos, por qué se quedó en el pan consagrado y qué vida, sentimientos y amores conserva en esa presencia de amor, vamos a hablar en primer lugar muy brevemente de la Eucaristía como misa, como Pascua, como Alianza, para comprender y adorar con más plenitud a Cristo Eucaristía como presencia permanente de este amor extremo, de esta Pascua celebrada permanentemente y de su pacto de Alianza nueva y eterna realizada y realizándose en el pan entregado y en la sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.

 

 

1.1. PASCUA JUDIA. Para comprender el misterio eucarístico y todo lo que encierra de Pascua y Alianza, como de maná y agua viva brotando de la roca en la travesía del desierto,  tenemos que empezar mirando el Antiguo Testamento.  Sobre esto hablaba largamente yo en un artículo publicado el año 2000 sobre la Eucaristía, del Instituto Teológico del Seminario. Ahora solo quiero telegráficamente hacer unas afirmaciones breves, imprescindibles para comprender un poco este misterio, sin detenerme en explicarlo, porque todos vosotros lo sabéis, igual que yo, y lo único que pretendo es recordar con vosotros que:

 

-- Si queremos explicar la Eucaristía con la Biblia, hemos de comenzar por la comprensión de la pascua hebrea en la cual encuentra su raíz, contexto y profecía. Ya lo dijo Galbiati (L'Eucaristia nella Biblia,Milano 1969) afirmando que uno de los motivos de las dificultades y superficial entendimiento de este misterio radica en el desconocimiento del AT. Y esto lo decimos conscientes al mismo tiempo de que la Eucaristía sobrepasa de modo radical e insospechado las perspectivas mismas del Antiguo Testamento, ya que muchas de sus profecías y figuras no encuentran plenitud de sentido sino en ella misma.

 

-- Recordemos, pues el A.T. Vayamos al Éxodo: La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial, la sangre derramada del sacrificio...la travesía del desierto, el agua viva brotando de la roca, el maná...

 

-- Desde el N.T descubrimos el sentido del sacrificio del cordero, que es Cristo; cordero  sin defectos... con cuya sangre ungían las puertas para liberarse del ángel exterminador; en esa sangre hemos sido nosotros redimidos en la Pascua cristiana; luego viene la travesía del mar Rojo y del desierto, travesía por Cristo de la esclavitud del pecado a la tierra prometida de la amistad con Dios, la nueva Alianza y pacto de amor, el desierto de la fe, el agua y el maná para atravesar ese desierto: “Yo soy el agua viva, vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, yo soy el pan de vida...”. El éxodo es el evangelio del AT., la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro. Fijaos si hay aquí materia para meditar, para contemplar, para adorar, para predicar...

 

-- La Pascuahebrea, como acontecimiento histórico, era celebraba como memorial, todos los años, por los judíos como signo de identidad y pertenencia al pueblo de Dios y así era explicado por el anciano ante la pregunta del más pequeño de los comensales y así lo hizo el Señor, el Jueves Santo, como memorial de la Nueva Alianza y la Nueva Pascua.

 

-- Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete: "Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación". Este ritual está descrito dos veces en el libro del Éxodo: en Ex 12,1-14 como orden dada por Dios a Moisés y en 12,21-27 como orden transmitida por Moisés.

 

-- Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía (Melitón de Sardes, Homilía de Pascua, siglo II).

 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

       Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

       A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

       A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

 

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente  hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

       Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

       El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

       Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

       Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

       Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

 

       1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

       Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero.

No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”.

La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

      

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5).

Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

 

SEGUNDA  PARTE

PASTORAL DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA

 

La Iglesia Católica siempre ha tenido, como fundamento de su fe y vida cristiana, la certeza de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino eucarísticos y siempre ha inculcado su devoción. La mejor forma de predicar e inculcar la oración o adoración eucarística es vivirla. Se comunica por contagio, por ver a los adoradores junto a la Custodia santa. Si Cristo quiso encarnarse fue para que su humanidad fuera signo sensible y eficaz de su salvación y amor a sus hermanos los hombres en la tierra; al tener que subir a los cielos quiso que el signo de su presencia permanente entre nosotros fuera el el Pan Eucarístico: “Yo soy el pan de vida”. Ahí tenemos que encontrarnos con Él y con su gracia y con su vida y amor.

 

2.1. La Pastoral de la  Adoración Eucarística.

 

       La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

       Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas,

oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

       Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

       Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

       Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

       Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

       Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

       El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

       En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

 

2.2. La Eucaristía, apostolado y ofrenda de oración e intercesión.

No tengo tiempo para indicar todos los posibles caminos de dialogo, de oración, de santidad que nacen de la Eucaristía porque son innumerables: adoración, alabanza, glorificación del Padre, acción de gracias, pero no puede faltar el sentimiento de intercesión que Jesús continúa con su presencia eucarística. Es la intersección continua y permanente que hace sentado a la derecha del Padre y que está sacramentalizada en el pan eucarístico y ofrecido en la misa.

       Jesús se ofreció por todos y por todas nuestras necesidades y problemas y yo tengo que aprender a interceder por los hermanos en mi vida, debo pedir y ofrecer el sacrificio de Cristo y el de mi vida por todos, vivos y difuntos, por la Iglesia santa, por el Papa, los Obispos y por todas las actividades necesarias para la fe y el amor cristianos... por las necesidades de los hermanos: hambre, justicia, explotación...

       Ya he repetido que la Eucaristía es inagotable en su riqueza, porque es sencillamente Cristo entero y completo, viviendo y ofreciéndose por todos; por eso mismo, es la mejor ocasión que tenemos nosotros para pedir e interceder por todos y para todos, vivos y difuntos ante el Padre, que ha aceptado la entrega del Hijo Amado en el sacrificio eucarístico.

       El adorador no se encierra en su individualismo intimista, sino que, identificándose con Cristo, se abre a toda la Iglesia y al mundo entero: adora y da gracias como Él, intercede y repara como Él. La adoración nocturna es más que la simple devoción eucarística o simple visita u oración hecha ante el sagrario. Es un apostolado que os ha sido confiado para que oréis por toda la iglesia y por todos los hombres, con Cristo y por Cristo, ofreciendo adoración y súplicas y acciones de gracias, reparando y suplicando por todos los hermanos, uniéndoos y prolongando las actitudes de Cristo en la Eucaristía y en el sagrario.

       Un adorador eucarístico, por tanto, tiene que tener muy presentes su parroquia, los niños de primera comunión, todos los jóvenes, los matrimonios, las familias, los que sufren, los pobres de todo tipo, los deprimidos, las misiones, los enfermos, la escuela, la televisión y la prensa que tanto daño están haciendo en el pueblo cristiano, todos los medios de comunicación. Sobre todo, debemos pedir por la santidad de la Iglesia, cimentada en la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los seminaristas, por el seminario y sus vocaciones, por los jóvenes de nuestras comunidades, para que sean generosos en seguir la voz de Cristo en el ministerio presbiteral.

       Mientras un adorador está orando, los frutos de su oración tienen que extenderse al mundo entero. Y así a la vez que evita todo individualismo y egoísmo, evita también toda dicotomía entre oración y vida, porque  vivirá la oración con las actitudes de Cristo, con las finalidades de su pasión y muerte, de su Encarnación: glorificación del Padre y salvación de los hombres. Y así, adoración e intercesión y vida se complementan.

 

2. 3. Hay unos textos de S. Juan de Ávila, que, aunque referidos directamente a la oración de intercesión que tienen que hacer los sacerdotes por sus ovejas, las motivaciones, que expresan, valen para todos los cristianos, bautizados u ordenados, activos o contemplativos, puesto que todos debemos orar por los hermanos, máxime los adoradores nocturnos: «...¡Válgame Dios, y qué gran negocio es oración santa y consagrar y ofrecer el cuerpo de Jesucristo! Juntas las pone la santa Iglesia, porque, para hacerse bien hechas y ser de grande valor, juntas han de andar. Conviénele orar al sacerdote, porque es medianero entre Dios y los hombres; y para que la oración no sea seca, ofrece el don que amansa la ira de Dios, que es Jesucristo Nuestro Señor, del cual se entiende “munus absconditus extinguit iras”. Y porque esta obligación que el sacerdote tiene de orar, y no como quiera, sino con mucha suavidad y olor bueno que deleite a Dios, como el incienso corporal a los hombres, está tan olvidada, immo no conocida, como si no fuese, convendrá hablar de ella un poco largo, para que así, con la lumbre de la verdad sacada de la palabra de Dios y dichos de sus santos, reciba nuestra ceguedad alguna lumbre para conocer nuestra obligación y nos provoquemos a pedir al Señor fuerzas para cumplirla» (Cfr ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila. pgs. 143-44 del libro, Escritos Sacerdotales, de BAC minor, Madrid 1969).

 

«Tal fue la oración de Moisés, cuando alcanzó perdón para el pueblo, y la de otros muchos; y tal conviene que sea la del sacerdote, pues es oficial de este oficio, y  constituido de Dios en él» (pag. 145).

 

«...mediante su oración, alcanzan que la misma predicación y buenos ejercicios se hagan con fruto, y también les alcanzan bienes y evitan males por el medio de la sola oración... la cual no es tibia sino con gemidos tan entrañables, causados del Espíritu Santo tan imposibles de ser entendidos de quien no tiene experiencia de ellos, que aun los que los tienen no lo saben contar; por eso se dice que pide Él, pues tan poderosamente nos hace pedir» (Pag.147).

 

«Y si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¡con cuánta más razón debe hacer esto el que tiene por propio oficio pedir limosna para los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó!» (Pag. 149).

TERCERA PARTE

 

LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

 

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

       Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

       Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

       Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

       No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

       Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

        Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

       La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

       Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

       Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

       Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

       Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

       Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

       Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

       Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

       Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

       Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

       “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

       Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

       Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

       Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

       “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

       Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

       ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

       ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

       Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

       Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

       Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

       Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

       En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

       “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

       “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

       Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

       Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!  

 ¿POR QUÉ LOS CATÓLICOS ADORAMOS EL PAN CONSAGRADO?

 

       1. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

       2. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!» La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

       3. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Espíritu de Cristo, que es amor de Espíritu Santo, por cuyo amor, por cuya potencia de amor el pan se convierte en Cristo y Cristo se encarna en un trozo de pan para seguir amando y salvando a los hombres. Es el mismo Cristo con el mismo amor, con los mismos sentimientos, con la misma entrega, amando hasta el extremo, extremo de vida, del fuerzas, extremos de entrega.

 

       4. PORQUE EN ESE PAN CONSAGRADO ESTÁ el cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ningún de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...”

       «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»” (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16)».

       5. PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derrama en sacrificio para el perdón de nuestros pecados.

        «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

       6. PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre, la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí. El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

       7. Porque «… en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, pascua y pan vivo que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (PO 6).

 

       «...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan.” “Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

       Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

       Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor. ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

 

       8. Porque esta presencia de Cristo como amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres se puede gozar ya por la fe y la oración afectiva;  sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino: «visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos», es la fe la que descubre su presencia... «y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura».

       “¡Es el Señor!”exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección, mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e iluminada por el fuego del amor, el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con el Señor.

       Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional, para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana. A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Éste es mi Hijo, el amado, escuchadle.”

 

       9.  El SAGRARIO, MORADA DE LA TRINIDAD. Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.


[1] Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

[3] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[4]S. Juan Crisóstomo, hom. in 1Cor,27,4.

[5] Cfr F. X. DURRWELL, La Eucaristía, Sacramento Pascual, Sígueme, Salamanca  1892, pag.13).

[6] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[7] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[8] F.X. DURRWEL, Cristo, Nuestra Pascua,  Editorial Ciudad Nueva, MADRID  2003, pag 176.

[9] JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, p. 79)

[10] NMI 38.

[11] Ibidem ,  pag. 79)                    

[12] (ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de ti:  Sal Terrae  2002.  pag 101-102.

[13]J. ESQUERDA BIFET,  San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotales, BAC minor  Madrid 1969, pgs. 143-44.

[14] Ibid.  pag. 145.

[15] Ibid. pag.147.

[16]Ibid. pag. 149).

[17] Ibid. pag. 193.

[18] Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 2-4, PG 58, c.508-509.

[19]S. Juan Crisóstomo, hom. in 1Cor,27,4.

[20]J. ESQUERDA BIFET, San Juan de Ávila, Escritos Sacerdotales, BAC minor, Madrid 1969, s. 143-44.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA   LAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS.- PUENTE GENIL(Córdoba) (2003)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.- PLASENCIA. 1966-2018

(VSTV) EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA LAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS  DE  PUENTE GENIL (Córdoba) (2003)

 (Aquí pongo material abundante para que el director de los Ejecicios pueda seleccionar y escoger los temas que más convengan según las personas y circunstancias de los ejercitantes, del trabajo y apostolado).

6,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

LAUDES:

SALUDO INICIAL:

MUY QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:
Así quiso Santa Teresa de Jesús Jornet que os reconociese la Iglesia.  Con ese nombre, que suena a ternura infantil y simultáneamente a dedicación heroica, profesáis un estado de vida evangélico de servicio fraterno a tantos ancianos marginados, desvalidos o abandonados. Sois el rostro amoroso de Cristo que continúa hoy en vosotras dando la vida por los más pobres entre los indigentes de nuestra desacralizada sociedad.

VIVIR CENTRADAS EN DIOS PARA AMAR DESDE EL CORAZON DE DIOS

          Hay una máxima que Santa Teresa de Jesús Jornet repetía con frecuencia:
«Dios en el corazón, la eternidad en la cabeza y el mundo a los pies» (II 880).
Todo su contenido indica que ella vivía tan saturada del amor de Dios que todo cuanto era y hacía partía de una convicción de fe inmersa en cuanto fuese ser de Dios, agradar a Dios y dar gloria a Dios. Fue el gran objetivo de su vida: vivir centrada en Dios, para amar y actuar desde el corazón de Dios, como recóndita en su intimidad..., y desde esa postura de fe y ternura divina, desplegarse exteriormente, convivir fraternalmente, y desgastar la vida sirviendo con gozo a los más desamparados, a los ancianos desvalidos...

Y eso mismo pedía a sus Hermanitas: vivir centradas en Dios, pensando que Dios está en vosotras y en todas vuestras circunstancias, y, en consecuencia, que debéis actuar poseídas del amor de Dios, que impulsa a hacer bien todas las cosas..., y con profundo espíritu de fe, con intensa vida interior, y procediendo en todo por amor, emplear todos vuestros esfuerzos en convivir entre vosotras en unidad..., y con la sagrada misión de atender, ayudar y evangelizar a los ancianos desamparados.

Vuestra Santa Madre, desde que fue consciente de su condición de cristiana hasta el instante de su muerte demostró una fe profunda, un anhelo de ser de Dios y un ansia inquebrantable de consagrar su vida a promover la gloria de Dios y su servicio... Y cuando fue madurando en esa vida de fe y de profundidad de amor, quienes la conocieron testifican que «su mirada y su sonrisa eran tan religiosas que daba a entender que estaba siempre unida a Dios como en situación de oración» (II 880)... «En su comportamiento exterior se manifestaba que poseía un gran amor a Dios y que vivía como quien estaba continuamente en su presencia» (II 880)... Eso mismo aconsejaba ella reiteradamente a sus Hermanitas: «Tener mucha unión con Dios.., para alcanzar y conservar la caridad perfecta» (II 880)...

Desde esa intimidad con Dios, como perfecta enamorada de toda la bondad de Dios, veía natural y de conducta espontánea hacerle continuamente a su Buen Dios, a la Divina Providencia, la donación del sacrificio de toda su vida... Era la exigencia lógica que le propiciaba el honor y el gozo de estar consagrada a la gloria y servicio del Señor..., estar constantemente atenta a su divina voluntad..., y vivir pacífica y generosamente abandonada a sus designios amorosos...

Este ejemplo y exhortación de Santa Teresa de Jesús Jornet se convierte ahora en urgencia estimulante, en anhelo ardiente, en invitación vibrante, en reclamo seductor de lo que hoy tiene que ser la vida y testimonio de una Hermanita: estar centrada en Dios..., para vivir todo su servicio a la Iglesia, en comunidad y en la atención a los ancianos, como quien actúa desde el corazón de Dios, con sincera humildad y con espíritu alegre.

Todo esto —teniendo en cuenta el ejemplo de la Santa Madre—, ha de llevar a
toda Hermanita, hoy y siempre, a empeñarse con ilusión y continuamente en este
variado cometido:


— Estar enamorada de Dios...
— Vivir para glorificar a Dios...
— Permanecer siempre en el Corazón de Dios por medio de una oración y conversión
     permanente...
— Encamar el ideal del amor fraterno entre las hermanitas y ancianos...
— Y servir al Señor con humildad y alegría...

 

Y desde esta santificadora actitud evangélica, desarrollar todo su quehacer diario, vivir su carisma y espiritualidad de Hermanita y dedicar gozosamente su vida a la atención y santificación de los ancianos desamparados...

Precisamente por eso, la Santa entiende que ese amor y ese servicio ha de hacerse siempre con alegría; porque de lo contrario, dificilmente será expresión de un amor sincero: «Amemos mucho a Dios y sirvámosle con alegría» (1 810)... ¡El amor exige y engendra alegría!.. Y cuando en la vida de una Hermanita no hay alegría, es que falla el amor a Dios, o que éste aún no se ha entendido bien...

El primer fruto de un amor sincero a Dios es que cada Hermanita se sienta muy unida a El y simultáneamente muy empeñada en vivir la unidad fraterna con todas las demás Hermanitas, para no dividir ni falsificar la sinceridad de su amor a Dios...
En esto la Madre es muy exigente y tajante: «Deseo que el adorable Corazón de Jesús las haya llenado a todas de su divino amor, para que así vivan siempre unidas y amándose mucho unas a otras en este amable Corazón, que ha de ser siempre nuestra mayor felicidad» (II 232). ¡He ahí otra de las razones de la felicidad y de la dicha que debe rezumar toda Hermanita: si su amor a Dios es sincero, tiene que saberse llena de la causa de la felicidad, y demostrarla en la convivencia con sus Hermanas y en el servicio a los ancianos!..

Y otra nota muy interesante que he visto yo en nuestra santa es que en esa línea la Santa Madre une la vivencia del amor a Dios a la conquista de la perfección cristiana: es una consecuencia y una exigencia de estar enamoradas de Dios...; es una condición para servir mejor a los ancianos y hacerlo de manera santificante... En una circular, con motivo de la Navidad, así se lo expresa a todas las Hermanitas: «Les deseo que el Niño (Dios) les llene en ese sagrado fuego que El sabe comunicar a las almas humildes a quienes tanto ama, para que abrasadas en esta llama divina puedan correr a volar por el camino de la perfección»... (II 233).

En consecuencia, las Hermanitas tenéis que vivir tan enamoradas de Dios que todo, todo, en vosotras sea y dé ocasión para testimoniar cuanto eso significa...La Iglesia lo necesita... Es la base de vuestra vocación... Es imprescindible para vivir vuestra espiritualidad de consagradas... Vuestra misión de misericordia y atención santificadora a los ancianos lo exige.... Y, en definitiva, es la condición para que os sintáis realizadas y felices...

La Santa Madre lo entendía y os lo decía así: «Cuántos y cuántos avisos nos da Dios nuestro Señor para que de una vez por todas nos resolvamos a amarle y servirle con todas nuestras fuerzas! Seguramente que esto es lo único que El quiere de nosotras» (II 447)...; porque «en obrar por Dios —como enamoradas de Dios!— es lo que nos queda de sólido para el cielo» (II 644).

 

(Libro ESPIRITUALIDAD DE SANTA TERESA JORNET,

Jesús Domínguez Sanabria)

10,30 MEDITACIÓN DE LA MAÑANA

 

Pues este sacerdote ha venido a vosotras con ilusión para hablaros de este amor a Dios y a los ancianitos, y precisamente desde la oración conversión. Porque para mí estos tres verbos amar a Dios y a los hermanos orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor y significado. En esta línea, añadiendo tan solo, que para hacer oración y encontrar a Cristo, esposo del alma, el mejor lugar es el Sagrario, la Eucaristía como presencia, comunión y santa misa.

 

MEDITACIÓN: «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

 

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

 

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

 

El encuentro con el Padre

 

Para muchos hombres, incluso para un buen número de cristianos, ¿no es cierto que el Padre celestial sigue siendo un desconocido? Los que creen en Dios casi nunca han encontrado en Él a un Padre. Acatan al Soberano Señor que todo lo gobierna. Pero están muy lejos de considerar esta soberanía esencialmente animada por un amor paternal.

El término “Dios” suscita en el espíritu de muchos de ellos la idea de un ser inmenso y temible, de alguien al que no pueden imaginar que se le dé el nombre de padre. Y mucho menos aún pueden suponer que en ese ser todopoderoso pueda haber toda la ternura de un corazón paternal, ni que se deba intentar vivir en su intimidad.

Entre el Padre celestial y sus hijos de la tierra, la distancia parece tan enorme que la definiríamos corno infranqueable. ¡Cuántas veces hay casi un abismo de incomprensión! Para muchos, el Padre del cielo sigue siendo tan sólo un extraño rodeado de riquezas inimaginables, un ser indefinido y lejano del que sólo saben que gobierna el mundo; para algunos aparece como un maestro inflexible que exige justicia, llegando a veces hasta la crueldad.

Sin embargo, bajo esta ignorancia y esta incomprensión, tantas veces descaradamente hostil, sigue existiendo, secreta pero real, una excepcional posibilidad de conocimiento y de comprensión. Esta posibilidad existe porque el Padre ha querido expresamente hacerse conocer y hacerse conocer corno tal, en su amor paternal. Él se nos ha revelado a través de su Hijo, y la simple lectura del Evangelio hace ver inmediatamente hasta qué punto Cristo tenía la preocupación de hablar del Padre, de hacer converger hacia Él la atención de sus discípulos, como hacia la clave de toda su doctrina y de su obra.

Jesús no dejaba de predicar al Padre, de explicar cómo todas las cosas venían de Él y todo volvía a Él. Los apóstoles, sin embargo, tenían la impresión de que este padre se les seguía ocultando, y que les faltaba algo; les faltaba haberlo visto. En el momento en que el Maestro iba a partir, después de la última Cena, Felipe expresa este sentimiento: “Señor —le pide a Jesús—, muéstranos al Padre, y eso nos basta” Jn 14,8).

Cristo había elogiado con tanta frecuencia al Padre que los discípulos deseaban verlo; solamente así sus instrucciones quedarían completadas y su mensaje de salvación captado en su totalidad. Pero, ¿no era desorbitada esta petición? ¿No equivalía a reclamar la visión de lo que había de más profundo en Dios? Esperaríamos que el Maestro respondiese dándola por no oída, o recordándoles que es imposible ver a Dios, que el Padre es alguien que no se muestra a los ojos de los seres terrestres.

Eso sería lo que nuestra sabiduría humana hubiese respondido rápidamente a la demanda de Felipe, pero la respuesta de Jesús es otra. Lejos de juzgarla exagerada e imposible de satisfacer, la petición de Felipe ya ha sido satisfecha: “Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre”.

Felipe había estado viendo al Padre sin darse cuenta de que lo veía. Los discípulos habían asistido en primera fila a la revelación de su corazón paternal sin darse perfecta cuenta de ello. Habían estado totalmente envueltos, por así decirlo, por una manifestación del Padre celestial, la más impresionante de todas, y casi no lo habían reconocido. ¿No es ésa la situación de muchos hombres de hoy? Están rodeados por todas partes de las manifestaciones de la bondad de Dios y no las reconocen en absoluto. En el fondo de sus corazones, como le sucedía a Felipe, existe este deseo de que el Padre se les descubra y de que Dios se les haga más cercano. Y no se dan cuenta de que ese deseo les ha sido concedido ya, que basta solamente con tomar conciencia de ello.

Basta con mirar al Cristo del Evangelio para ver, detrás de todos sus actos y todos sus gestos, a través de todos sus discursos, cómo se dibuja la figura del Padre. El Padre ha venido a nosotros en su Hijo; no se trata precisamente de ir a su encuentro, sino de ver cómo ha venido Él a encontrarse con nosotros.

Cristo nos ha traído la presencia del Padre. Y es importante señalar que ahora nosotros encontramos esa presencia no sólo en las páginas del Evangelio, sino en el fondo mismo de nuestra alma: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Es ahí donde realmente quiere habitar Cristo y el Padre con él.

Mediante la gracia, el interior del corazón humano está penetrado por la presencia del Padre; incluso a aquellos que rehúsan la amistad divina y que no poseen la gracia santificante, les son concedidas otras gracias que tienden a introducir esta presencia. El Padre se encuentra, pues, muy cerca de nosotros, bien porque habita constantemente en nuestra intimidad o bien porque se está ofreciendo incesantemente al amor de quienes lo rechazan. Es él quien ha recorrido la distancia que nos separaba y la ha recorrido en su totalidad. Él está mucho más implicado en nuestra existencia de lo que podemos suponer; cuando nosotros lo creemos lejano, severo o incluso cruel, su presencia está allí, inmediata y ferviente, para desmentir la falsa opinión que tenemos de Él.

¿No deberíamos decir ahora, con respecto a nuestras relaciones con el Padre celestial —más todavía que a las relaciones de un niño con su padre—, que no hay ni puede haber otro ser más capaz de ser penetrado por nosotros en las profundidades de su persona, dado que Él se adentró tan profundamente en la intimidad de la nuestra? Por eso nos volvemos con confianza a las páginas de la Sagrada Escritura, para descubrir en ellas su corazón paternal. Desde dentro, el mismo Padre nos guía en esta búsqueda. En los textos revelados encontramos a esta persona familiar que vive en nosotros, en un reencuentro cada vez más asombroso. Una persona tan admirablemente cercana y accesible y, a la vez, grandiosa en su divina forma de ser Padre.

 

         Cristo, centro de nuestro pensamiento y de nuestra vida

 

Cuando san Pablo, cuya vida interior transcurría en constante familiaridad con Cristo, contemplaba la obra de la redención, no detenía nunca su pensamiento en la persona de Jesús. Y mientras contemplaba esta obra de redención, cuyos frutos veía multiplicarse en su experiencia apostólica, se llenaba de entusiasmo y su agradecimiento se elevaba más allá de Cristo mismo, hasta llegar a Dios Padre.

         Sin embargo, a los ojos del apóstol, el amor que Cristo había manifestado a la humanidad era la mayor de todas las maravillas. Desde el deslumbramiento de su encuentro en el camino de Damasco, Pablo había quedado fascinado por la persona de Jesucristo. Cristo se había situado como Señor en el centro de su existencia y en el centro de cualquier otra concepción suya del mundo. Así las fórmulas “en Cristo”, “en Jesucristo”, “en Cristo nuestro Señor”, brotan frecuentemente de su pluma para expresar la perspectiva fundamental de su pensamiento y de su vida. El gran apóstol vivía en Cristo, hasta el punto que le parecía que su propia vida se perdía para dejar lugar en él a la vida de Cristo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga2,20). Creía y experimentaba en la fe que Cristo dirigía y animaba todo su ardor interior, que en cierto modo Él estaba en la fuente de todas sus acciones vitales. Y lo que reconocía principalmente en el Cristo que habitaba espiritualmente en él, era su amor, aquel amor cuya benevolencia había experimentado en el momento de su primer encuentro.

         Por esto es por lo que, después de haber afirmado “es Cristo quien vive en mí”, añade, como para completar su pensamiento: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,21). El amor que Cristo había demostrado en su sacrificio del Calvario lo concibe san Pablo como algo dirigido a él personalmente; para él ésta era la verdad que iluminaba todas las demás y que afectaba a lo más profundo de su ser, y así uno siente brotar la emoción en sus palabras: “se entregó a sí mismo por mí”.

Quizás, si hubiese querido dejarse llevar más lejos por esta emoción y describir más detalladamente lo que le sugería el pensamiento de este amor dramático de Cristo con respecto a su situación personal, habría podido escribir que el amor del Señor Jesús había pagado un precio de sangre para poder hacer un apóstol de un perseguidor de cristianos. Cristo entregado a la muerte era el precio de su salvación y de su vocación presente. Así podemos comprender que san Pablo considerase toda su existencia pendiente de este amor, toda su vida interior fundamentada sobre él.

         Este amor no se limitaba a un hecho pasado, al drama del Calvario en el que se había manifestado en toda su amplitud. Para san Pablo este amor sigue siendo actual y no cesará jamás de estar presente, porque desde el momento en que tuvo lugar el drama de la pasión y de la resurrección fue un logro definitivo para los hombres.

El apóstol se sabía acompañado en todas partes por este amor, con la certidumbre de que por esa parte no habría jamás un desfallecimiento, ni una infidelidad. Este amor oponía una barrera infranqueable a todas las fuerzas adversas que hubiesen podido infundirle temor; era un seguro contra todos los peligros. “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada...?; como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37).

Cristo había amado a los hombres durante su vida terrena con un amor no del dominio de la carne, sino del espíritu; y toda la fuerza de este amor persiste por encima de todas las tempestades de la existencia humana, hasta el cumplimiento final de nuestros destinos.

San Pablo quiere comunicar a sus fieles esta calurosa convicción de que la alegría y la protección de este amor no les faltará jamás. En este amor se apoya su esperanza, y es con este amor del Salvador con el que quiere afirmar la confianza de todos.

         El amor de Cristo es, por tanto, la realidad central que anima la vida de san Pablo, que lo empuja a la acción: para él es la realidad que se debe conocer por encima de todo y que se sitúa por encima de cualquier sabiduría humana.

 

Por Cristo al Padre

 

Ninguna otra cosa es tan llamativa como el hecho de atribuir al amor de Cristo este lugar central en el pensamiento y en la vida del mensaje cristiano. Así es como san Pablo intenta constantemente encontrarse con Dios Padre a través del Hijo. De forma tan espontánea y tan esencial, que su espíritu se concentra sobre aquella persona que ama a Jesús, reconoce en ella el designio del amor todopoderoso del Padre, y en seguida se eleva hasta Éste. Esta actitud fundamental se encuentra en cada uno de los textos que hemos mencionado.

Cuando afirma que ya no es él mismo quien vive, sino que es Cristo quien vive en él, san Pablo señala a este Cristo como “el Hijo de Dios” que lo ha amado y que se ha entregado a la muerte por él; y deja sobreentender que es el amor de un Hijo y que hemos de descubrir en ello la acción y el amor del Padre. Y acaba de expresar este pensamiento identificando el don de Cristo con la gracia de Dios. No admitir que toda nuestra salvación ha sido conseguida únicamente por el amor de Cristo cuando se sacrificó por nosotros sería “tener por inútil la gracia de Dios” (Ga 2,21). Por esta “gracia de Dios” el apóstol entiende algo más amplio que lo que nosotros llamarnos hoy gracia. Es el favor que el Padre nos  otorgó al danos a su Hijo. Que el amor de Cristo sea la gracia de Dios significa que el don de Jesús en su sacrificio es un don concedido por el Padre. La perspectiva de este origen primero del don de Cristo y su  salvación estaba siempre presente en pensamiento de Pablo, como en el de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Para Pablo, en el Cristo que recorre los caminos de Palestina predicando como en el que muere en la cruz está el amor del Padre en el Hijo entregado a su envío y redención que “proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo” (2 Co 5, 18).

Por tanto, es el Padre quien, ofendido por el pecado del hombre, ha tornado la iniciativa de la reconciliación. Los admirables resultados de la redención proceden de él, y es a él a quien debemos, en principio, toda la transformación de un universo que gemía bajo el peso del pecado en un universo salvado y santificado.

San Pablo habría podido contentarse con mencionar el amor de Cristo, con mostrar cómo su muerte había cambiado todas las cosas en el mundo, Pero no lo hace así: desde el momento en que evoca esta renovación del mundo, su pensamiento se vuelve al Padre y siente la necesidad de decir que todo procede de él. Cristo ha actuado con una maravillosa generosidad, puesto que ha ciado su vida por todos; pero en él estaba actuando el Padre. A quien hemos de ver en Cristo es al Padre que se reconcilia con la humanidad, al Padre que ofrece su perdón y deja de imputar a los hombres sus delitos: “en Cristo estaba Dios, reconciliándose con el mundo”.

         No se puede, por tanto, entender a Cristo, ni todo lo que él hace, si no es viendo en él la presencia del Padre, la acción del Padre. Sería un tremendo error ver exclusivamente el amor que Cristo ha demostrado tenernos como si eso fuese lo primero, como si el Padre no fuese su fuente principal. ¡Qué visión más equivocada tendríamos si quisiésemos oponer este amor ardiente de Cristo a los hombres a una actitud fría, distante o incluso hostil del Padre con respecto a ellos!

Evidentemente, los hombres eran pecadores a los ojos del Padre; pero precisamente el Padre no quiso mirarlos sino a través de Cristo, con una mirada que realizaba la reconciliación y que borraba los pecados. Y hay algo más que esta mirada: en Cristo, según expresión de san Pablo, Dios está presente y Dios actúa. En Él, el Padre completa su obra.

Así pues el amor que Cristo nos ha tenido es la prueba y la manifestación del amor que nos tiene el Padre. Estos dos amores nos llegan al mismo tiempo, de tal manera que no forman más que un único amor. A aquella pregunta, “Quién nos separará del amor de Cristo?”, el apóstol responde: “Estoy seguro que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rorn 8,38-39).

El amor de Cristo es, pues, el amor de Dios en Cristo Jesús; es decir que cuando Cristo nos ama, es el amor del Padre el que recibimos. Porque el amor del Padre a los hombres se ha revelado en el amor de Cristo, se ha condensado en él y ha tomado en él su forma definitiva. Así, el entusiasmo que suscita en san Pablo la certeza de que nada en el mundo podrá separarlo de este Cristo que lo ama, era un entusiasmo todavía más profundo y más sólido, porque, en definitiva, estaba apoyado en la convicción de no poder ser separado del amor del Padre.

zón del Padre mismo se le estaba entregando con toda la omnipotencia de su amor: El Padre se había donado en su Hijo y este don era algo irrepetible y sin posible vuelta atrás.

Por eso, cuando en su predicación san Pablo no quería “saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co 2,1), tenía clara conciencia de enseñar con ella lo que había de más profundo en el corazón del Padre; aquello que él llamaba “el misterio de Dios” (Íbid.) Este misterio es el designio concebido por Dios con vistas a la salvación de los hombres.

Cuando nosotros empleamos hoy el término misterio, nos referimos a la verdad revelada, verdad que sobrepasa nuestra inteligencia si ésta se queda en sí misma. Por “misterio de Dios” san Pablo entiende algo más que una verdad que deba ser creída: es todo un plan de acción elaborado por Dios. Este plan surgió en el secreto de su corazón paternal. Desde mucho tiempo atrás tenía la intención de presentar ante los hombres a Cristo, con su obra de redención en la cruz, pero esta intención seguía oculta; el misterio había sido “mantenido en secreto durante los siglos eternos” (Rom 16,25).

El Padre no desveló su intención más que en el momento en que se realizaba. En Cristo se estaba dispensando este poder del Padre que, por fin, cumplía su sueño, su más decidida voluntad. En Cristo, y más concretamente en Cristo crucificado, estaba contenido todo el “misterio de Dios”. En él, el Padre había revelado y realizado su plan. Por eso, cuando san Pablo presenta a todos sus oyentes a Cristo crucificado se da cuenta de que no solamente les anuncia el “misterio de Dios”, sino que este misterio se sigue realizando a través de su predicación. El Padre, que había actuado a través de Cristo, seguía actuando todavía a través del apóstol que les hablaba de Cristo.

San Pablo hablaba de aquello que era más querido para el Padre, de aquella realidad de Cristo en la que había puesto toda su sabiduría, todo su poder. Por eso, esta sabiduría divina y este poder divino se manifiestan en la predicación con resultados extraordinarios. En sus palabras, Dios está presente con su “misterio”, al mismo tiempo que lo está Cristo.

Y puesto que él reconocía que todas las maravillas de la obra redentora procedían en primer lugar del Padre, es al Padre a quien san Pablo dirige su adoración: “Doblo mis rodillas ante el Padre” (Ef3, 14). Y es al Padre a quien pide para sus fieles la gracia de poder conocer el amor de Cristo. Si la riqueza de Cristo es insondable es, precisamente, porque está encerrada en el “misterio” que el Padre había estado guardando durante tanto tiempo para los hombres.

Si el amor de Cristo sobrepasa todo conocimiento, es porque ese amor llega tan lejos como la sabiduría del Padre, una sabiduría que es “multiforme”, con mil aspectos, y está llena de descubrimientos sorprendentes. Si Cristo nos ha amado en tan gran medida, según una medida colmada, es porque Él poseía la plenitud de la vida divina del Padre.

Era el Padre quien conservaba todos los secretos de Cristo, y era a Él a quien se debía rogar para conocerlos. Solamente el Padre puede abrir a los hombres los tesoros del corazón de Cristo, porque estos tesoros pertenecían antes a su corazón de Padre. En la oración que san Pablo dirige al Padre para que haga a los cristianos capaces de conocer el amor de Cristo, amor que sobrepasa todo conocimiento, no es dificil reconocer un eco de la declaración hecha por Jesús: “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,22). Para poder penetrar en la persona de Jesús, y para
alcanzar la amplitud de su amor, es preciso remontarse al Padre. Como responsable y dirigente de todo el plan de salvación, el Padre se encuentra en el origen del amor de Cristo hacia nosotros: contemplando y admirando este amol; hemos de reconocer en él la obra de su bondad paternal. Para mirar a Cristo hay que elevar los ojos hacia el Padre; para alabar y dar gracias a Cristo como es debido, es preciso dirigir la alabanza y la acción de gracias hacia el Padre.

Y remontándose en cada momento desde Cristo al Padre, san Pablo sabía ya que estaba respondiendo al deseo formal de Cristo mismo. Porque Cristo había atribuido continuamente al Padre el honor de todo lo que él hacía, de sus milagros y de su doctrina; declaraba deberlo todo a él, y se refería a él no solamente como a aquel que había tornado la iniciativa de la obra redentora, sino también corno aquel que la dirigía y la cumplía en el presente.

Sabemos con qué viveza reprendió al joven que quiso ver en su persona una bondad tal que superaba la de Yahvéh: “Maestro bueno”, le había dicho aquel muchacho, con la idea de haber descubierto a un maestro en el cual la bondad sobrepasaba a la del autor de los mandamientos. Ésa es la expresión que Jesús corrige de inmediato: “Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-18). Cristo no quería que se separase su bondad de la del Padre, ni que se prefiriese el uno al otro. Eso hubiera sido uiia ofensa al Padre, del cual proviene toda bondad.

San Pablo había comprendido profundamente esta verdad, y no imitó nunca la actitud de aquel muchacho. Más entusiasta aún que el joven rico frente al amor de Cristo, nunca osó oponer la bondad de Jesús a la de Dios, ni quiso aferrarse a la persona de Cristo corno si él fuese a defenderlo frente a un Dios severo. En el amor de Cristo está el amor del Padre que el apóstol buscó siempre. En el amor que Jesús demostró en su vida terrena por el sacrificio de la cruz, vislumbraba una intención de amor que se había forjado en la eternidad divina, el “misterio” en el que se había concentrado la sabiduría del Padre.

Si nosotros quisiésemos seguir ese camino trazado por san Pablo, la bondad del maestro del Evangelio se nos revelaría con su auténtico rostro, como una expresión de la bondad eterna del Padre. Es al corazón del Padre donde debemos ir si querernos llegar al fondo del corazón de Cristo.

 

 

 

 

EL “MISTERIO” DEL AMOR PATERNO


¿Qué es exactamente este ‘misterio de Dios”, ese designio establecido por la voluntad del Padre que Cristo nos ha revelado? En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que se remontan muy lejos en el pasado: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10).

Uno advierte hasta qué punto subraya san Pablo, en el entusiasmo de su agradecimiento, los dos aspectos esenciales de la obra de nuestra salvación: todo viene del Padre y todo se concentra en Cristo. El Padre está en el origen y Cristo está en el centro. Pero si Cristo está en el centro de todo es por el hecho de que todo el plan de salvación ha salido de un corazón paternal. En este corazón paternal, cuya intención fundamental intuye el apóstol, se encuentra la explicación de todo.

Todo el destino del mundo está dirigido por esta voluntad capital del Padre: Él quiso tenernos como hijos en Jesucristo. Desde toda la eternidad su amor se había volcado sobre su Hijo, este Hijo que san Pablo llama aquí, de una forma sugerente, “el Amado” (más exactamente, y para conservar el matiz del verbo griego en pasado, “aquel que ha sido perfectamente amado”).

Para poder comprender mejor cuál sería la fuerza de este amor, es preciso recordar que el Padre eterno no existe si no es como Padre, que toda su persona consiste en ser Padre. Un padre humano ha sido persona antes de convertirse en padre; en un momento determinado su paternidad viene a añadirse a su calidad de ser humano y a enriquecer su personalidad. El hombre tiene desde el principio un corazón humano, antes de tener un corazón paternal. En su madurez, en su edad adulta, es cuando asume las funciones de padre y adquiere cierta disposición de ánimo para serlo.

Por el contrario, en el seno de la Trinidad el Padre es Padre desde su origen: desde siempre ha sido Padre y se diferencia de la persona del Hijo precisamente por su condición de Padre. Es íntegramente Padre, con la plenitud infinita de la paternidad; no tiene más personalidad que ésa y su corazón no ha existido nunca sino como corazón paterno.

De este modo, Él se vuelca en el Hijo para amarlo, en un impulso que compromete totalmente toda su persona. El Padre no quiere ser otra cosa que mirada hacia su Hijo, don para su Hijo, unión con Su Hijo. Este amor, no lo olvidemos, es tan fuerte y prodigioso, tan absoluto en el don, que, al fundirse con el amor recíproco del Hijo, origina la persona del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y es precisamente en el amor hacia su Hijo donde el Padre ha querido colocar, insertar, su amor hacia los hombres.

Su primera idea, su primer designio, ha sido hacer extensiva en nosotros la paternidad que ya ejercía con respecto al Verbo, su Hijo Único. Ha querido que, viviendo la vida de su Hijo, revestidos de Él y transformados en Él, nosotros seamos también hijos suyos. Él, que no era otra cosa que un Padre en intimidad con su Hijo, ha querido también, con respecto a nosotros, ser esencialmente Padre. Ha querido que su amor hacia nosotros no fuese más que el único amor eterno que dedica a su Hijo.

Por lo tanto, toda la densidad y toda la energía de este amor se han volcado sobre los hombres. El impulso que arrebata la profundidad de su corazón paternal nos ha envuelto en su fervor. Esta mirada de complacencia y de éxtasis que se dedica a la persona del Verbo, se dirigió a una humanidad inmensa, a una humanidad que Él ya contemplaba desde el principio reunida en Cristo.

En un instante nos convertimos en objeto de un amor infinitamente rico, lleno de solicitud y de generosidad, lleno de fuerza y de ternura. Desde el momento en que, cara a cara con su Hijo, el Padre hizo surgir esta imagen de la humanidad reunida en Cristo, se unió a nosotros para siempre en su corazón paterno, y ya no pudo apartar de los hombres la mirada que dirige a su Hijo. No podía habernos hecho entrar más profundamente en su pensamiento y en su corazón. No podía, de otra forma, confiarnos un valor más grande a sus ojos, sino mirándonos únicamente a través de su Hijo tan querido.

Los primeros cristianos habían comprendido qué gran privilegio se les había concedido al por diçigirse a Dios como Padre, y con ese entusiasmo podían gritar: ¡Abba, Padre, papá!” (cf Ga 4,6; Rom 8,15) ¡Cómo no evocar este primer entusiasmo que, incluso antes de la existencia (le los primeros cristianos, había acompañado la perspectiva de filiación divina prometida a los hombres! Era un entusiasmo divino por encima (le ninguna otra cosa.

No podemos ni imaginar ni describir con lenguaje humano alguno, ni con imágenes terrestres, aquel primer grito que se añadió a la riqueza de la vida trinitaria, con un desbordamiento de alegría divina hacia su exterior, el grito del Padre que exclamó: “¡Hijos míos!, ¡hijos míos en mi Hijo!”.

El Padre fue, en efecto, el primero en regocijarse, en exultar con esta nueva paternidad que quiso suscitar, y la alegría de los primeros cristianos no era más que un eco que, en su vibrar, constituía una tímida respuesta a la intención primordial del Padre de ser Padre nuestro.

Ante esta mirada paternal completamente nueva, que contemplaba a los hombres en Cristo, la humanidad no formaba un todo uniforme, como si el amor del Padre se hubiese dirigido simplemente a los hombres en general. Es cierto que esa mirada abarcaba toda la historia del mundo y toda la obra de salvación, pero se detenía también sobre cada uno de los hombre en particular: San Pablo nos dice que con esa mirada primordial el Padre “nos eligió”.

Su amor se dirigía a cada uno de nosotros personalmente; se posaba, en cierto modo, sobre cada hombre queriendo hacer de él, individualmente, un hijo suyo. Y esa elección no quiere decir que el Padre tomase a algunos excluyendo a otros, porque esta elección afectaba a todos los hombres. Significa que el Padre tiene en cuenta a cada uno con sus características personales y quiere a cada uno con un amor especial, distinto del amor que profesa a los otros. Su corazón paternal se da desde ese momento a cada uno con una predilección concreta, que se adapta a las diferentes individualidades que Él querrá crear. Cada uno es elegido por Él como si estuviera solo, con el mismo interés amoroso que si no hubiera estado rodeado de toda una multitud de compañeros. Y, en cada caso, esa elección procedía de las profundidades de un amor insondable.

Además, hemos de tener en cuenta que esta elección es totalmente gratuita y que se dirige a cada uno, no en virtud de sus méritos futuros, sino solamente por pura generosidad del Padre. El Padre no debía nada a nadie; Él era el autor de todo, que hacía surgir ante sus ojos la imagen de una humanidad todavía inexistente.

San Pablo ¡ insiste en el hecho de que el Padre estableció su grandioso proyecto a su gusto, según su libre voluntad. No tomó inspiración fuera de sí mismo y su decisión dependió exclusivamente de Él. Así resulta todavía más impresionante su resolución de hacer de nosotros hijos suyos, ligándose definitivamente a los hombres con un amor paterno irrevocable.

Cuando decimos “a su gusto” tratándose de un ser soberano, estamos sobreentendiendo una libertad que podría limitarse a un juego, o abandonarse a fantasías a costa de otros sin hacerse el menor daño a sí mismo. En su soberanía absoluta, el Padre no pudo utilizar su poder como un juego; en su libre intención, comprometió su corazón paternal. Hizo consistir “su gusto” en una total predilección, en la complacencia que quería derramar sobre sus criaturas adjudicándoles la cualidad de hijos. Su omnipotencia quiso concretarla exclusivamente en su amo..

Y es Él, dándose a sí mismo, el motivo de ese amor extremo. Porque es Él quien ha querido elegimos “en Cristo”. Una elección que se haría teniendo en cuenta, en cada persona humana, el valor que el Padre, al crearla, habría de reconocer en todo ser humano por el hecho de su dignidad de persona. Pero una elección que cada vez reconoce a Cristo recibe de Él un valor infinitamente superior. El Padre elige a cada uno como elegiría a Cristo, su Hijo único. ¿No es maravilloso pensar que el Padre, al mirarnos, quiera ver en nosotros a su Hijo, y que sea de esa misma manera corno nos sigue mirando desde el principio, mucho antes de nuestra existencia, y que será así como nos seguirá contemplando siempre? Hemos sido escogidos y seguimos siendo escogidos de nuevo y en cada instante por esta mirada paternal que, voluntariamente, nos asocia a Cristo.

Ésta es la razón por la cual la elección inicial y definitiva se traduce, en una abundancia de bienes, esa abundancia cuya inmensidad quiere expresar san Pablo con una acumulación de expresiones cada vez más ricas. Si el Padre nos ha prodigado su gracia y nosotros hemos sido colmados de su riqueza, es porque Cristo, en el que ahora nos contempla, justifica toda su generosidad.

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.


La prioridad absoluta del don del Padre


Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA….  (dos versiones, esta((( ))) es una, y a seguida, la otra)

 

(((El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «O felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.        

Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad:   “ En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

Sigue San Juan: “ y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo.

         Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la  Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder.... cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría. Todo lo que El sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es cómo entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor del Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios...” En el principio, no existía nada, solo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad...en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en si, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo actor infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino-Espíritu - Santo, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, que sin el Hijo no sería Padre, por la misma potencia infinita de Amor, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz el Padre, el Hijo y el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo amor y esencia infinita, con que el Padre se dice totalmente en Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo(Jn13,3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza.

Él que es Amor quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oraciónB  conversiónB  unión Btransfiguración transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana en hijo adoptado, elevado y amado.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado».

« Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en El transformada, aspira en sí mismo a ella...»

« Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C B 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “ a su imagen y semejanza», palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).)))

 

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SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

 

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

 

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

 

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

A otra alma mística, santa Angela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: «¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

 

 

SANTA MISA

 

HOMILÍA:

 

LA PRESENCIA EUCARÍSTICAO  POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR A JESÚS EUCARISTÍA

 

LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

 

         Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

 

 

Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

                                                           

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la comunidad (parroquia) y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque es de noche para los sentidos, esto es, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica con luz y seguridad de Cristo mismo que nos dijo ESTO ES MI CUEPO, ESTA ES MI SANGRE, y Él es Dios, y realiza lo que dice, como resucitó a muertos y calmó tempestades.

El sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. (Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa). El sagrario para la parroquia, para la comunidad, es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así lo expresa San Juan de la Cruz:

 

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

                                                                  

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas, cuando llegar verdaderamente a esta experiencia del cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en el pan consagrado,  desean de verdad morir para estar ya plenamente con Él, esa es la prueba, lo hacen y lo dicen porque han llegado por la experiencia a sentirlo y vencer el miedo natural que todos tenemos a la muerte:

 

«Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta vida,

mi Dios y dáme la muerte,

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte,

mira que peno por verte

y mi mal es ta entero,

que muero porque no muero».

 

Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que pasar muchos ratos con el Señor, en fe seca primero, luego purificarse mucho de pecados e imperfecciones, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad.

Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

         Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en ti

         Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti.

         Tú eres el Hijo de Dios.

 

 

 

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

 

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)

        

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

 

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

         Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

         S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

 

         La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

         Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

         Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

        

El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

         <Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

         En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

         Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

         El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

         El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

         «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

         Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

         Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

         ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte          Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 

el cielo que me tienes prometido,   clavado en una cruz y escarnecido, 
ni me mueve el infierno tan temido               muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

para dejar por eso de ofenderte.                     muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,    No me tienes que dar porque te quiera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,      pues aunque lo que espero no esperara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.        lo mismo que te quiero te quisiera.

 

 

         QUERIDAS HERMANAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque es la tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

         Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.

         Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

 

         1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

         Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

 

         2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

         San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

         Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

 

         3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

         -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.

        

         4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

 

 

4, 30: OTRA ORACIÓN DE LA TARDE, PARECIDA A LA ANTERIOR

 

 

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

 

 

VÍSPERAS :

 

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

 

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

 

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a ti,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[1].

Este es el Cristo que adoramos en el Sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al Sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el Sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo.Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciéndonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmentepara los que le adoran en este misterio.

 

SEGUNDO DÍA

 

LAUDES:

 

QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:

 

Ante todo, grabad en vuestro corazón, y traducid en vuestra vida este deseo de Santa Teresa Jomet que constituye lo esencial de vuestra misión y el estilo de espiritualidad que la debe ambientar: «Hemos de tener muy presente —os dice— que, al venir a la Religión, nos propusimos un solo fin: servir a Dios en la persona de sus pobres para salvar nuestras almas... No olviden que en casa tenemos esa parte escogida de Dios que son los pobres, y cuanto hiciéremos por ellos Dios lo recibe como hecho en su persona. Cuídenlos como deben. Es la obligación que no quedará sin recompensa, dirigiendo siempre la mirada a un Dios hecho hombre, como el blanco de nuestras obras» (II 441).

Quienes la conocieron —y así se desprende de muchas de sus cartas— no dudan en afirmar que ella se mostraba siempre muy dulce, alegre y acogedora con los ancianos, y que era diligente en comportarse con ellos extremadamente delicada y detallista. Le importaba hacerles felices en todos los aspectos, y cuidaba ante todo que estuviesen contentos, no sólo por estar corporalmente bien atendidos, sino ante todo porque lograsen llegar a sentirse cristianos y a que experimentasen el amor de Dios. Es precisamente en este aspecto en lo que va a mostrarse muy insistente con los Hermanitas: en que cuiden la vida espiritual de los ancianos. ¡Era su más evangélica inquietud!

 

Exhortación de la Santa Madre a las Hermanitas

 

¡Es la misión que la Santa Madre propone a las Hermanitas: amar a Dios en los ancianos, «servir a Dios en la persona de esos pobres»...; y hacerlo con la convicción de que «son la parte escogida de Dios»...,:y que «cuanto a ellos hicieren Dios lo recibe como hecho en la Persona de su Hijo Encarnado»!.. Aquí se encierra toda la teología y misión de la vida de una Hermanita de Ancianos Desamparados.

Quizá hay que comenzar por una significativa advertencia que la Santa Madre indica cuando a duras penas ha comenzado la vida de la Congregación: «que a los ancianos hay que tratarles con humildad, suavidad y dulzura... Por eso —añade ella— dudo que sirvan para Hermanitas, quienes posean un carácter adusto y altivo, o quienes sean fáciles para el orgullo y la soberbia» (II 87). ¡Esa compostura de humildad, suavidad de trato y dulzura de comportamiento con los ancianos siempre ha de darse como presupuesto imprescindible! Sin esa contextura de carácter y de actuación, sería dificil conseguir en vosotras la espiritualidad adecuada, o la correcta respuesta vocacional, o la santificación en el ejercicio de vuestra misión de Hermanitas de Ancianos Desamparados...

         Las Hermanitas, de tal manera debéis fundir consagración religiosa con servicio de amor a los ancianos, que entendáis que sólo es posible vivir vuestra consagración y dedicación a Dios, si al mismo tiempo demostráis cordialidad de amor para con los ancianos. Son dos facetas de un mismo amor que se fusionan. No serviréis para ser de Dios, si al mismo tiempo no sois de los ancianos. Y no expresaréis vuestra genuina respuesta vocacional a Dios, si no expresáis el seguimiento y amor de Cristo en vuestra convivencia y servicialidad con ellos.

         Precisamente por eso, vuestra Santa Madre no duda en advertiros lo siguiente:

« Traten a todos los ancianos con amabilidad, y no se permitan ninguna palabra de desapego, ni siquiera de queja hacia ellos, pues lo que por su bien se sufra ha de servir un día de corona para todos... Sean muy amables con todos, con mucha caridad, que los pobres harto hacen con que se sujeten y nos sufran también a nosotras... Sobre todo procuren santificarlos bien y prepararlos para la muerte» (1.511).

         Debéis de entender que no se trata de hacer una simple obra de caridad asistencial con el anciano. Se trata ante todo de demostrarle el mismo amor de Cristo que cura y salva. Es todo un servicio de evangelización; en el que se incluye la promoción humana y la formación religiosa, la atención corporal y la santificación cristiana; hacer que los ancianos vivan como personas con cuanto requiere su dignidad humana, y al mismo tiempo que vivan como sinceros hijos de Dios, con cuanto requiere una auténtica vida cristiana. En definitiva, la Santa Madre os pide que continuéis en cada uno de los ancianos o ancianas a vuestro cargo la misma misión liberadora, redentora y santificadora del mismo Cristo; y que lo realicéis con su mismo amor misericordioso.

         He aquí sus mismas palabras: «Sean buenas y cuiden mucho a los ancianitos para que estén contentos y no tengan motivo para quejarse de nada. Procuren dar gusto a todos, sin que se falte en la menor cosa. Antes perderlo todo que faltar en lo más mínimo. Procuren en esto hacerse bien santas» (1 375). La santidad de una Hermanita depende de esta actitud de amor servicial y santificador para con los ancianos.

Meditadlo bien: las Hermanitas sólo lograréis ser santas si, además de demostrar amor de atención corporal a los ancianos, intentáis por todos los medios que ellos también sean santos. Si en la intención y en el esfuerzo de una Hermanita, en el cumplimiento de su misión, no se da esta pretensión evangelizadora, dificilmente logrará conseguir su ideal de seguimiento de Cristo. O sois santas santificando a los ancianos, o no lo seréis de ninguna manera.

La Santa Madreos lo expresa así: «El Señor dio a las Hermanitas el encargo de cuidar y asistir corporalmente a los pobrecitos ancianos, de encaminarlos con sus buenos ejemplos y la práctica de las obras espirituales de misericordia a que levanten el corazón a Dios, se fijen en El, le conozcan más y más, y, conociéndole, le amen; y, amándole, perseveren en su amor; y, cuando al fin les llegue la hora, mueran en su amistad y gracia» (II 398). ¡He ahí vuestro mejor proyecto de vida!

Ahí radica toda la bienaventuranza evangélica de una Hermanita: haciendo que su amor a los ancianos sea expresión del amor salvador y santificador del mismo Cristo. Eso ciertamente exigirá mucha humildad, mucha abnegación, mucho espíritu de sacrificio, una delicada formación para expresar la debida atención acomodada a las personas y circunstancias, un interés de crecimiento personal en pro de los demás, una mansedumbre a toda prueba de paciencia y generosidad... ¡Pero no temáis; tenéis para ello la gracia de la vocación...; y Cristo no os va a fallar!..

¡Bienaventuradas vosotras si sabéis demostrar con los ancianos un corazón de madre, un alma de apóstol, y una personalidad de santo!.. ¡ Bienaventuradas vosotras si intentáis demostrar el mismo estilo de misericordia de Cristo, porque ciertamente alcanzaréis la dicha de la Misericordia de Dios!.. ¡Bienaventuradas vosotras si, al amar a los ancianos, conseguís que ellos también sigan y amen a Cristo, porque entonces el mismo AMOR de Dios os llenará a vosotras el corazón de gozo!..

 

5. PROYECTAR UNA INTENSA ESPIRITUALIDAD DESDE LA ORACIÓN PERSONAL

 

Vivir centradas en Dios para actuar desde su corazón y desgastar la vida en servicio a los demás, es una tarea humanamente imposible. Se precisa una intensa vida espiritual de oración, de gracia, una gran fuerza del Espíritu de Cristo, y mantener una constante visión de fe por la oración permanente.

Santa Teresa de Jesús Jomet era muy consciente de esta urgencia. Y si lo experimentó desde el principio como simple cristiana que aspiraba a consagrarse a Dios, mucho más se lo propuso cuando vivió como Religiosa y asumió la ardua tarea de la misión del apostolado con los ancianos desamparados. Sin la influencia actuante de la gracia de Dios por la oración y los sacramentos no es posible la perseverancia en la aspiración a la santidad.

Sólo con una intensa vida espiritual santificante se mantiene la vida de consagración a Dios y de servicio a los demás. Y si, en definitiva, el proyecto de vida es el ejercicio constante de la caridad fraterna en servicio a los desamparados, aún se hace más urgente contar con la constante intervención de Dios.

Todo esto implica una fuerte vida de oración, una preocupación por alimentar la presencia de Dios, una perseverancia en la conversión o ascética de la fe, sostenida por la esperanza y vivificada por el amor. Se trata de llegar a la configuración con Cristo, a «cristificarse»: vivir la misma vida de Cristo o hacer que Cristo viva su vida en vosotras. Este anhelo de «cristificación, que es común para todo cristiano que desee llegar al ideal de la santidad, es todo un reto para vosotras, las Hermanitas, que por vocación abrazáis el estilo de vida del mismo Jesús de Nazaret, consagrado al Padre y entregado a la redención de los marginados, entre los que hoy escogéis a los ancianos desamparados.

En este aspecto, es imprescindible para vosotras cultivar todo cuanto implica el organismo de la vida interior: desarrollar la gracia santificante, como participación en la misma vida de Dios...; aprovechar todas las gracias actuales e impulsos o inspiraciones del Espíritu Santo que continuamente está iluminando vuestra mente y motivando vuestra voluntad para que obréis lo más santo, exigido por el amor...; desarrollar los Dones del Espíritu Santo, que suponen el cultivo de todas las virtudes propias de vuestro estado....; y todo ello, ambientado, acompañado y promovido por una intensa vida de oración... Vuestra Santa Madre era muy consciente de todo esto; lo vivió y os lo inculcó como actitud personal imprescindible para poder responder santamente a vuestra hermosa vocación religiosa.

Y en una Hermanita, que ha de llevar a cabo una constante convivencia de amor en Comunidad y un servicio desinteresado y de generoso sacrificio a los ancianos desamparados, esa intensa vida interior reclama un espíritu alegre, desde una postura constante de humildad. Servir al Señor interiormente y en los ancianos con alegría, con un estilo de generosidad expresado con inmenso gozo, como fruto de un amor sincero, paciente y saturado de mansedumbre...

 

 

1ª MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

 

 

         QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS DE POLA DE SIERO: con verdadera devoción y encendido afecto he venido hasta vosotras por invitación de vuestra madre y superiora,  mía también, me encanta obedecerla, aunque sea a distancia, hermanita del alma, Matilde Santos, para retirarme con todas vosotras al desierto de la oración, en estos Ejercicios Espirituales, con nuestro amigo y esposo vuestro, Jesucristo Eucaristía, Hijo de Dios, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de obediencia y alabanza al Padre.

          ¡Jesucristo, Tú estás ahí,  Tú estas vivo y vivo y resucitado, Tú eres mi Dios y mi Amor, si no me encuentro personalmente contigo, cómo me pueden llenar tus  verdades, cómo cumpliré tus mandatos de amor a Dios y a los hermanos, si no me encuentro contigo personalmente, con tu mirada, siempre, cada día y momento, al empezar el día, cómo quererte y enamorarme y sentir tu abrazo y tu cuerpo y tu respirar en mí. Y saber que todo esto es verdad, y que lo tengo tan cerca...

         «Jesucristo ¡Eucaristía divina! ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

En unos de mis libros, comienzo así:

 

« INTRODUCCIÓN»

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración eucarísica? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

Ciertamente, todo se lo debo a la oración, pero a la oración eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca, teniéndolo aquí con los brazos abiertos para abrazarnos en amistad permanente, me parece un feo no venir a estar con Él y hablarle de amor y de amistad. Admito la oración en la habitación, contemplando la naturaleza, danzando y otras cosas, como se hace en estos y en todos los tiempos, y está bien, pero para mí la presencia de Cristo en el Sagrario es la presencia de amor y entrega mayor que existe en el mundo.

Por eso, en el primer libro que escribí y que tenéis entre vosotros, saltándome todas las reglas de las poblaciones, añado en este sentido:

 

«LA MEJOR ESCUELADE ORACIÓN: LA EUCARISTÍA

EL MEJOR MAESTRO: JESÚS EUCARISTÍA

EL MEJOR LIBRO DE ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA, TODA UNA BIBLIOTECA: JESUCRISTO EUCARISTÍA COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA DE AMISTAD SIEMPRE OFRECIDA

¡QUÉ POCO SE VISITA ESTA BIBLIOTECA!

¡QUÉ POCO SE ABRE ESTE LIBRO!

¡QUÉ POCO SE DIALOGA CON ESTE MAESTRO Y AMIGO!

¡SI LO VISITÁSEMOS Y ABRIÉRAMOS DE VERDAD!

AQUÍ TIENES UNA AYUDA.

INTRODUCCIÓN

 

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

 

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración  sino trato de amistad con Cristo estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje,  a recorrer este camino, especialmente en estos  kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo que nos dice a todos “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y  trabajo vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas y sequedades y de no sentir nada, en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir con Cristo en silencio pruebas y humillaciones. 

Porque en este camino hay que estar dispuesto a morir al propio yo y sus apetencias, a los cargos y honores: si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo…y  como todos nos buscamos, porque el yo, el amor propio hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta humildad, sudor y lágrimas, pues a callar y ofrecerlo al Señor, para seguir avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, eso se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno.

El Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan a las raíces del yo, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente, aceptando, sufriendo el que te quite hasta la piel del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia… los pecado llamado capitales «por ser cabeza de otros muchos», la mortificación y conversión ordinaria y normal donde todos tenemos que actuar directamente. .

Y lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas  de las pasivas, y quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, identificado con nuestro ser y existir,  metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, cuando creemos que lo estamos haciendo en Dios y por Dios.

Lo tengo muy aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo, hay que convertirse en todo y del todo a Dios, y eso que no he llegado muy alto, sin manifiestos ni hechos singulares, paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, en soledad a veces, sintiese o no sintiese, y con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior, nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración o conversión según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé. Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo.

Y nada más; esta es mi intención; con esta experiencia de pruebas y gozos quiero comunicar mi experiencia de fe y vida cristiana, a todos mis hermanos, a los que quieran leerla, desde la oración personal. 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

LA ORACIÓN

 

1. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses y hermanos sacerdotes para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provocan y comunican por la oración es tan grande que poco a poco me hará recuperar  toda la santidad perdida  y subiré hasta donde estaba antes de dejarla.

Y, en cambio, aunque sea «sacerdote y diga misa» y esté en las alturas de cargos y honores, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, hasta trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: “sin mí no podéis hacer nada...yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. Por eso, la oración, sobre todo, la oración eucarística, se ha convertido en la mejor escuela y fuente y fundamento de todo apostolado: «desde el Sagrario, a la evangelización» ha sido el lema del primer Congreso Internacional de la Adoración eucarística celebrado en Roma 20-24 junio 2011: “Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”: «contemplata aliis tradere».

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todas las diócesis y seminarios del mundo –esencial y absolutamente obligado y necesario por razón de la ordenación sacerdotal-- tuviéramos superiores y obispos, exploradores de Moisés, que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman y dirigen, convirtiendo así la diócesis, el seminario, en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado de la parroquias, de la diócesis, del mundo entero? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¡Señor, concédenos esta gracia a toda la Iglesia, a todos los seminarios!

Sin oración, no somos nada en nuestro ser y existir cristiano o sacerdotal: “sin mí no podéis hacer nada”; pero, por la oración, todos, sacerdotes y seglares, podemos decir con san Pablo: “Para mí la vida es Cristo... todo lo puedo en aquel que me conforta... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”».

         Para orar bien, tenemos que pedir la sabiduría, el sabor de Dios y su conocimiento, como lo hace Salomón, en Sab. 9, 1-10: “Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable”. Y ya antes, en Sab 7, 7-33, había descrito todas las riquezas que le venían con ella: “Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso,  benéfico... Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando...” (7, 7-30).

         Y donde digo oración, quiero decir conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el yo personal, al que damos culto y para el cual vivimos de la mañana a la noche, hasta que el Señor nos lo empieza a descubrir por la oración, por el trato personal con Él. Y aquí nos lo jugamos todo y toda la vida de santidad y apostolado.

Sobre esta materia de la oración y conversión insisto continuamente, porque estoy convencido hasta la médula, por la vida de los santos, y por mi propia experiencia de conversión permanente de este yo que tanto se quiere y se busca en todo, pero cuánto se quiere este Gonzalo y con qué cariño se busca hasta en las cosas de Dios. De esto hablaré más ampliamente en el artículo siguiente.

Pero voy a anticipar algo, citando a un autor que he leído recientemente y con el que coincido totalmente, porque no sólo tenemos las mismas ideas, sino hasta coincidimos en las mismas expresiones. Y como además de este tema de la conversión se habla poco, tanto en nuestras conversaciones o reuniones de arciprestazgo, como en las meditaciones, retiros espirituales y formación permanente, al menos yo no tengo esta suerte, quiero hacerlo con cierta amplitud, para que no se olvide: «El anuncio del Reino, las palabras de Jesús nacen de la oración y de su intimidad filial con el Padre… Para anunciar el Reino hay que vivirlo. El primer anuncio tiene que ser la misma vida del enviado…quien quiera de verdad anunciar seriamente el Reino de Dios y llamar a  la conversión tiene que comenzar viviendo primero con Jesús (por la oración) y como Jesús (por la conversión)... No es un asunto que se pueda resolver con planes de trabajo ni con reuniones de planificación. El tema capital es la conversión de los que hemos de ser los agentes de la evangelización; conversión al amor de Dios y al amor de nuestros prójimos, amor a Jesucristo que murió por ellos y por todos…El enviado tiene que ser antes discípulo, imitador, seguidor y conviviente con el maestro, del todo identificado con Él, en el pensar y en el vivir (Fernando Sebastián, EVANGELIZAR, Madrid 2010, pgs 180-181-186).

         Y este mismo autor, en relación a la nueva evangelización o pastoral evangelizadora, asegura: «La presentación del Evangelio de Jesús tiene que producir en los oyentes una verdadera crisis de conversión… Si somos sinceros tendremos que reconocer que son pocas las actividades pastorales que buscan realmente esta conversión de los oyentes. La catequesis, la preparación para los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del matrimonio y muy especialmente el proceso entero de la Iniciación Cristiana, tendrán que estar centradas muy claramente en este objetivo como algo esencial, y debieran desarrollarse de manera que pudieran alcanzarse con cierta normalidad. ¿De dónde, si no, podremos preparar poco a poco, y con la ayuda del Señor, una comunidad del cristianos cnvencidos y convertidos? (Ib. pag 69).

         Y como cabeza y pastor de todo este proceso,  el Obispo en cada diócesis. Juan Pablo II escribió: «Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado; también en las actuales condiciones sigue siendo muy actual. Se puede decir que una Diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes—la castidad, la práctica de la pobreza, el espíritu de oración, la sencillez, la  finura de conciencia- se graban en cierto sentido en los corazones de los sacerdote. Estos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada del Cristo (¡Levantaos! ¡Vamos! pag 118).

         Insistiendo en este aspecto, dice Don Fernando Sebastián: «La convivencia con Jesús en la oración, el estudio de la Escrituras y de las enseñanzas e la Iglesia de los Santos Padres, de los Papas, tiene que se la ocupación primera del obispo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que no es fácil cumplir de verdad esta primera recomendación. La vida del obispo es muy complicada, tiene que atender a muchas cosas, pero hay que mantener prioridades. La oración y el estudio han de ser siempre nuestra priemra dedicación. Hay que tener la suficiente fuerza de voluntad para mantener habitualmente las horas diarias de oración y estudio. Sin esto no podremos hablar las palabra de Jesús con el Espíritu de Jesús... Sin las hora de silencio, dedicadas a la oración y al estudio, las actividades ministeriales se empobrecen sin remedio. No solo hemos de imitar a Jesús en las actividades de su vida pública, hemos de imitarlo también el las largas horas de oración y silencio durante los años de la vida oculta, en sus frecuentes  vigilias de oración. Para ver el mundo como Jesús hay que tratar de convivir espiritualmente con Él en una oración constante (Ib. 191-192).

 

2. LA IGLESIA  NECESITA SANTOS: EXPERIENCIA DE LO QUE CREEN, PREDICAN Y CELEBRAN

 

         ¿Y por qué esta necesidad de oración en la Iglesia? Porque la Iglesia necesita santos. El orden lógico  de estos dos primeros artículos del presente libro, según mi vivencia y pensamiento, habría sido éste: 1º, La Iglesia actual necesita santos; y 2º, El único camino que conozco para llegar a la santidad es la oración y todos los demás, incluso la oración y la oración y misterios litúrgicos, tienen que ser recorridos con oración personal. Pero como hacerlo así tal vez me hubiera reportado alguna mueca – ¡otra vez lo mismo, ya estamos...!---, he preferido el expuesto.

          Lo que quiero decir en este artículo, pero en voz baja, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, porque es duro y doloroso y te lleva disgustos, es que toda la iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros necesita santidad, unión con Dios, experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo en la Eucaristía,  experiencia de la fe, esperanza y caridad; y por la razón de siempre: nadie da lo que no tiene. Y damos a veces teología, conocimientos, catequesis, pero sin llegar hasta Cristo.

         Y donde digo santidad, quiero decir igualmente amor, oración, unión con Dios, conversión, humildad, andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos: “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán...”: Y el camino único que conozco para llenar de luz de Cristo y sabor espiritual –vida según el Espíritu Santo, “verdad completa”,  a los creyentes y bautizados es la oración, la oración-conversión-amor a Dios sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

              Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y ésta va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo... si la sal se vuelve sosa...”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana» (K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La Experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24).

En este mismo artículo lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

Añado otro testimonio muy claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística» (PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995).

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos o predicamos, ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

Y no subimos a esta montaña de la oración, del Tabor, porque subir por este Monte del Carmelo, de san Juan de la cruz,  supone esfuerzo, matar el yo personal: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo el que vive en mí...”, conversión permanente, toda la vida hasta la transformación en Cristo, humildad permanente, segundos puestos, perdón a todos y en todo.

         Al faltar más santos, más santidad a la Iglesia actual,  le falta atractivo, hermosura y belleza divina a la Iglesia, a las Diócesis, a las parroquias y congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen y enciendan en amor a Cristo y a su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero que debieran ser más abundantes, todos los bautizados, porque todos hemos sido llamados a la santidad, y esta debería ser  el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los mismos formadores de sacerdotes y consagradas/os al Señor, la santidad, la consagración, la razón misma de la vida religiosa tanto activa como contemplativa, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, y por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”. Qué bien lo ha recordado el Papa en esta JMJ que hemos celebrado en Madrid.

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente.    Y digo mediocridad espiritual, porque no me estoy refiriendo ahora a pecados graves, sino al instalamiento en vida mediocre sin fulgores de amor total a Cristo, instalamiento en vida sin deseos de perfección sobrenatural, viviendo una vida llena de mi amor propio, sin tender a la unión total con Cristo, a la santidad, a la vida según el Espíritu del Padre y del Hijo, desde el amor y entusiasmo y enamoramiento por Cristo y  la Santísima Trinidad, de la que no oigo hablar apenas en charlas y meditaciones a los sacerdotes.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios. Y esto se consigue principalmente por la oración.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificarnos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, falta vida espiritual, según el Espíritu, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo vivo y presente en la Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano... Sin esto, Cristo se queda en el pasado, es pura idea, realidad que realizó un proyecto, pero no está vivo en el corazón de los que lo predican, y como consecuencia, en el corazón de los que escuchan. Necesitamos la experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, por la oración un poco elevada, no meramente meditativa, sino contemplativa, unitiva, transformativa.

 

3. LA ORACIÓN, EL CAMINO DE LA SANTIDAD

 

Por eso, la razón de este título que acabo de escribir. Sonaría mejor, tal vez, así: LA ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD; pero he preferido el elegido, porque aquí expreso lo que pienso: que la oración no es camino, un camino más, sino el camino, el camino donde deben confluir y llegar y andar unidos todos los demás caminos, incluso la oración litúrgica, como diré más adelante;  todos deben recorrerse con oración personal, también la oficial y pública de la Iglesia, la litúrgica,  para llegar al corazón de los ritos o a la fuente de la vida sacramental o al fundamento del apostolado, que consiste propiamente en las acciones, sino en el espíritu con que se hagan esas acciones, en el Espíritu de Cristo, que es la caridad pastoral, Espíritu Santo.

Para probar la importancia de la oración basta ver lo que Cristo hizo y meditar sus enseñanzas sobre la misma.  Cristo fue un hombre de oración. Pero no sólo para darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer, sino porque necesitaba de la oración para relacionarse con el Padre por el Espíritu y cumplir su voluntad: “mi comida es hacer la voluntad de mi Padre… hago siempre lo que le agrada… el Padre en mí, yo en vosotros y  vosotros en míí…”, esto es la oración personal.

 El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su vida y de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor.

Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Lc 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35; Lc 5, 16). Ora antes de exigir  a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Mc 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar  (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia; es toda una oración insuperable en forma y fondo (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Mc 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Lc 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

 Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos, en la comparación con su ejemplo, el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

La Iglesiade todos los tiempos también ha insistido siempre en esta necesidad. Me impresionó el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre  de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses:

« Queridos hermanos en el episcopado: El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de <perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo>. Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

         El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).

         Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

         Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

         Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor <de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación> (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: <Contemplata aliis tradere> (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna».

         La oración es un medio necesario, para mí el más necesario, para encontrarme con Cristo y su gracia salvadora, ya que hasta la misma liturgia, en los misterios que celebra y hace presentes, si yo no entro dentro del corazón de los ritos y de las palabras y signos que se realizan, por medio de la oración personal, de la unión de fe y amor con Jesucristo, primer celebrante y principal, en su memorial, todo se queda en el altar o en el evangeliario, ya que no ha habido encuentro de amor y de oración, de amistad personal con Él, sacerdote y victima, o con el corazón y sentido de su Palabra.

         La oración es el camino, el medio más directo y necesario para realizar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y la imitación de las virtudes de Cristo. El contacto asiduo del alma con Dios en fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que nos unen con Dios, se realiza fundamentalmente por medio de la oración y la vida de oración.

La oración es vida y la vida es oración, y la vida-oración y la oración-vida ayuda poderosamente a la unión, contemplación y transformación del alma en Cristo. La oración es transformante, siempre que sea oración, no rutina o pura reflexión teológica. 

Es más, como he dicho, la oración nos facilita más y mejor la participación fructuosa en la liturgia santa, en la acción sagrada, en la irrupción de Dios y su gracia salvadora en el tiempo; la oración personal alimenta, da sentido y eficacia, yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, a todos los demás medios de santificación que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos a su imagen y semejanza, en unirnos a Él para dar frutos de vida eterna: sin mí no podéis hacer nada.

La Eucaristíaes Cristo entero y total, el más completo sacramento de Cristo; pero es memorial, lo hace presente él y nosotros tenemos que unirnos en la oración litúrgica suya y de la Iglesia con nuestra oración personal, con la disposición interior de mente y espíritu para vivirla y participarla.

La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, humildad, confianza y amor, que en conjunto, constituyen la mejor disposición del alma para recibir en abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza o sin perseverancia.

Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el Oficio divino, asistir a Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero su progreso en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes.   Porque el autor principal de nuestra perfección y santidad es Cristo por su Espíritu, y la oración precisamente es la que conserva al alma  en ese contacto de fe y amor que santifica o hace santificadores esos medios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina  gracia, en los mismos sacramentos, entonces, como un soplo  divino, la eleva, abrasa, levanta, y ella, con sorprendente abundancia, recibe y rebasa y comunica, es puente, de esa gracia y favores divinos: somos lo que oramos en Cristo.

La vida sobrenatural de un alma es y se realiza y manifiesta por su unión con Dios, mediante la fe y el amor; y esta santidad o unión con Dios debe, pues, exteriorizarse en actos encendidos de amor en la predicación, en la celebración, en la vida pastoral; es el apostolado, sus actos y acciones, los que reclaman la vida de oración, para que estos reproduzcan de una manera regular e intensa, la vivencia, la experiencia de amor, la unión transformativa en Dios.

Lo importante no es hacer apostolado, sino ser apóstol; lo importante no es aprender las acciones, sino aprender y tener el Espíritu de Cristo; por eso, no todas las acciones que hacemos o se hacen en la Iglesia, son apostolado, sino las que se hacen o hacemos con el Espíritu de Cristo.

Y esto tiene que empezar en el seminario, donde hay que preocuparse y ocuparse en hacer al apóstol, no enseñar solo o principalmente acciones. Y en principio, puede decirse, que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en ser apóstol, ser cristiano auténtico, ser madre o padre cristianos, nuestra unión con Dios, esté uno donde esté, depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por oración no entiendo nada especial, sino la relación o conversación o unión del alma con Dios, o mejor, como dice santa Teresa, «…trato de amistad con Dios estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

Para esta oración inicial, los libros espirituales, sobre todo, comentarios buenos de evangelios, son muy interesantes. A mí me ayudaron mucho. Aunque yo no soy muy seguidor de los jesuitas en materia de oración, soy más bien, carmelita-teresiano-sanjuanista, sin embargo reconozco que me ayudaron a meditar, a reflexionar, aunque hay que esforzarse un poco para que lo que está en el entendimiento, llegue al corazón.

Es, pues, la oración como la fuente y manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo. El alma que se da  regularmente a la oración saca de ellas gracias inefables que la van transformando poco a poco a imagen y semejanza de Cristo: «La puerta, dice santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez, cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap 8).

La oración meditativa de las primeras etapas, a mí me gustan y me ayudaron mucho las meditaciones tipo ignaciano, preámbulo, composición de lugar, punto 1º, 2º etc. Tipo jesuítico, me ayudaron mucho al principio, durante algún tiempo, aunque luego, para hacer oración-oración, oración-diálogo de encuentro y amistad con Cristo, empecé a dejar los libros, hasta el mismo evangelio.

De la oración saca el alma, sobre todo, en etapas elevadas y contemplativas, superadas purificaciones activas y comenzando ya las pasivas de san Juan de la Cruz, gozos celestiales hasta el punto de desear irse con el Amado: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura» «¿Por qué pues has llagado aqueste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, porque así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?»

En estas etapas de unión transformativa el alma vive ya en Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí… para mí la vida es Cristo… una ganancia el morir para estar con Cristo…ni el ojo vio lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, vivo y palpado resucitado, no pura idea o realidad del pasado, se abraza y se entrega al Amado en plenitud de fe y amor, por un movimiento del Espíritu Santo.

En estos kilómetros ya del camino de oración, estamos ya en oración contemplativa, no meramente  meditativa, el alma es más  pasiva, receptiva de la gracia, que activa; porque Dios dirige y provoca esta unión, no  ningún esfuerzo puramente natural: “Nadie puede decir Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo”.

Son etapas ya maravillosas de gozo y, a la vez, de sufrimientos y purificaciones, interiores y exteriores, todas  pasivas y receptivas, que hay que sufrir para llegar a la unión transformativa-contemplativa, una vez que el alma va siendo purgada y purificada por el Espíritu hasta las raíces del yo y de la carne, por la luz de la contemplación, que, a la vez que ilumina, quema, y primero la ciega, noche de fe y amor y esperanza, pero no por falta de luz, sino por exceso de mirar ya de frente, sin mediación de lectura y meditación, el rostro de Dios y su gloria y resplandor directamente, no a través de pasajes evangélicos meditados, o sentimientos que yo fabrico, sino siendo iluminado directamente por el Santo Espíritu en el alma que, en un principio, queda cegada, a la vez que la llena de luz, que poco a poco irá ya acoplándose a esta nueva forma de comunicación con Dios y el resplandor de su Palabra directamente comunicada, no a través de medios de oración, por el mismo Espíritu Santo; y luego, una vez purificada la inteligencia y la voluntad y la memoria del alma, empieza a ver con luz divina, con amor de Espíritu Santo,  no con luces o razones o entendimiento propio, sino con luz y entendimiento divino comunicado al alma directamente y de tal forma que la desborda primero, hasta que el alma se adecua a esta nueva forma divina de comunicarse con Dios, de conocer, ver, amar, gozar y sentir el Amor mismo de Dios Trino y Uno.

 

LOS MÉTODOS. Alguno se sorprenderá de que no haya dicho ni una palabra sobre métodos de oración, a pesar de llevar ya un  rato largo hablando de la misma; ciertamente en ninguno de mis libros he hablado de métodos o formas de orar. Pero, ya que he sacado el tema, quiero decirlo claro y en pocas palabras. Y desde el principio quiero dejarlo bien claro. Pueden ayudar, pero hay tantos métodos como caminantes: «no hay camino, se hace camino al andar». Una cosa es la oración y otra cosa es el método o los métodos. En esto hay muchas escuelas y variedades, dentro de la misma Iglesia. A mí no me enseñaron ninguno. Ya lo diré más adelante.

Hoy día, podemos ver que hay almas que están  persuadidas y así lo enseñan que si no se utiliza tal o cual método, no se puede llegar a tener oración. Lo respeto. Pero no confundir métodos con la esencia de la oración, porque eso acarrea luego funestas consecuencia, y de eso son testigos los tiempos actuales, que han obligado a la misma Iglesia a dar unas aclaraciones precisas en este sentido, porque algunos llegaban para unirse a Cristo a utilizar métodos paganos, psicológicos, laicos y neutros, que no te llevan a Dios. Consecuencia: que se termina dejando la oración y el método, porque no hay encuentro con Cristo sino con realidades psicológicas puramente humanas.

Métodos, para mí, los de nuestros santos, en especial, los maestros de oración: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, de Asís, Teresa del Niño Jesús, Beata Isabel de la Trinidad… y de tantos y tantos, porque son miles. Método seguro y garantizado, el tradicional: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio», dependiendo de la evolución del alma y del progreso en la virtud.

La oración siempre es encuentro y conversación con Dios, primero rezando, luego leyendo y meditando, luego hablando y pidiendo, y finalmente contemplando. Es conversación del alma con Dios, en la cual el alma se explaya más y avanza cada día, si se va convirtiendo y obedeciendo a Dios, explayándose todos los días más en conversación hasta llegar a no necesitar libros para meditar y hablar.

Hay que andar la vía purgativa, que recorren todos los principiantes, aunque dura toda la vida por la conversión permanente; vía iluminativa, llamada así, porque el alma no se esfuerza por discurrir y meditar sino que el conocimiento de Dios se lo dan ya hecho y meditado, el alma no saca el agua del pozo, sino que la lluvia cae del cielo, no hace falta ni la noria, y esto, dice Teresa y Juan de la Cruz, es para los avanzados, los fervoroso, porque los tibios, los que no quieran convertirse, se quedan siempre en la primera etapa y llegan a aburrirse de todo y dejan ordinariamente la oración.

De paso, para que no se quede todo en teoría, si queréis, podíamos preguntarnos: ¿hago oración-meditación, todos los días, a la misma hora y lugar, con el evangelio u otro libro en las manos, como un trabajo obligado? A todo creyente, más, a mis hermanos sacerdotes, me atrevo a preguntarles ¿Cuántas veces he hablado en mi vida de oración personal? ¿Conozco su inicio, camino, progreso y evolución? ¿Podría describir mi vida actual de oración?

Dejemos la respuesta en el aire y pasemos a la vía unitiva, que son los iluminados que han llegado a la unión contemplativa, llamada también unitiva, mística y finalmente transformativa en Dios. Si tenéis dudas sobre esta materia, o necesitan luces para el camino, consulten a san Juan de la Cruz, que de esto sabe mucho, para mí el que más y con mayor claridad y profundidad y lo ha descrito mejor. Pero sabiendo siempre, como él repite, se pone pesado en este asunto, que la oración es más cuestión de amor que de entendimiento. Lo siento por los teólogos y los sabios. Por poco le meten en la hoguera.

El mismo santo nos dice que a los principios hay que buscar y meditar con la razón, pero siempre para llegar «a más amar». Es más, él no trata propiamente del tema de la meditación; lo menciona para decir siempre que hay que pasar más adelante para pasar, por las noches, a la contemplación. Él es maestro de la contemplación, así que habla principalmente para la vía iluminativa, contemplativa y unitiva-transformativa.

Sin embargo, y por experiencia personal y ajena, de  pastoral y equipos de oración, opino, que es bueno a los principios ayudarse de medios de oración, especialmente del evangelio, de libros que te ayuden a reflexionar para amar y convertirte, aunque sea con esfuerzo y sequedad.

Repito que puede uno ayudarse de libros para la meditación, el método ignaciano-jesuítico es muy bueno, que esto puede durar más o menos o incluso toda la vida, según la disposición del alma y su constancia y su generosidad en purgarse o mortificarse de soberbia, avaricia, lujuria, ira…etc, porque para los entendidos, la oración personal propiamente dicha empieza, cuando uno ya no necesita exclusivamente de libros para entrar en contacto con Dios, porque la inteligencia y el corazón están encendidos sin necesidad de esos medios, de esa luz sobrenatural de la fe y de amor que a la vez que ilumina, calienta la voluntad y el corazón y le inspira las vivencias del amor y de ideas y de luces y de todo.

Por estar ya más elevada y cerca de la misma Sabiduría de Dios, «sapere, sabor de Dios», se abandona a Él por amor, para cumplir sus deseos de unión y amistad íntima.

Para orar es necesario recogimiento interior, y para esto, cierta soledad, hasta física; yo, por lo menos estoy mas relajado si estoy solo en la Iglesia, que si estoy en comunidad orante; cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema donde estábamos.

Hay que ir corrigiendo las imperfecciones y pecados que el Seños nos vaya diciendo y  descubriendo en estos encuentros de amistad; para mí esto es lo más importante y la causa principal de que no avancemos y retrocedamos en la oración; lo tengo supertrillado este tema; tenemos que luchar desde el primer momento por cumplir el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser… aceptando con valentía todos los esfuerzos que esto nos exija a lo largo de la vida de oración o de la oración vida, que es la oración hecha vida y la vida hecha oración, que siempre deben ir unidas; de otra forma no hay oración verdadera.

Obrando así, amando así en la oración y en la vida, llegaremos a vaciarnos de todo aquello que pudiera impedir la unión con Dios, el abrazo sentido de su amor, vaciándonos de nosotros mismos y nuestras apetencias, anhelos y deseos para llenarnos sólo de Dios, porque si seguimos llenos de nosotros mismos, de nuestros criterios, aficiones  e imperfecciones, Dios no puede entrar, no cabe; pero si nos vamos vaciando, Él nos va llenando cada vez más y vamos sintiendo su amor, su presencia: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Para eso hemos de entrar en la oración siempre con humildad, con reverencia, en la presencia de Dios, es que nos sentamos junto a Él para hablarle, pedirle, besarle; y hay que hacerlo con mucho respeto en el templo, del alma y de la iglesia, silencio de curiosidades y estar mirando otras cosas, serían un desprecio a Dios; y en este momento la adoración es la actitud que mejor cuadra al alma delante de su Dios: “El Padre goza con aquellos que adoran en espíritu y en verdad”.

Luchemos con todas nuestras fuerzas por ser almas unidas a Dios por la oración y el trato diario de amistad; si perseveramos en esta relación y amistad por la oración podemos estar seguros de que seremos mejores cristianos e hijos “ para mayor gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo” (Jn 14,13).

 

4. LOS HITOS INDICADORES DE MI ORACIÓN

 

Y empiezo diciéndote que, en este camino, como dice el poeta, hay tantos caminos como caminantes: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar». Repito y Dios quiera que por última vez, porque de las cosas de las que estoy convencido soy un remachón, que no expongo mi camino como modelo ni senda a seguir en esta tarea, sino por si puedo ayudar un poco a mis hermanos orantes en su camino de oración o encuentro de amistad con Cristo.

         Por eso, nunca en mi vida, he propuesto a los que empiezan o están ya en camino, métodos o formas concretas de oración: que si sentados que si de rodillas, que si mirando de esta forma o de la otra, a una imagen o a la naturaleza, o con los ojos cerrados, que si respirando así o de la otra manera... Nunca he hablado de métodos, ya lo he dicho, los respeto todos, pero a orar se aprende orando; la oración es cuestión de amor más que de posturas o movimientos; hombre, si tienes alguna ayuda o acompañamiento o la necesitas, mejor.

         Antes de describirte cómo hago mi oración, quiero decirte algunas cosas como introducción para que me entiendas mejor; no te impacientes y te lo explicaré todo, pero es que desde que empecé hasta ahora, son muchos años, y he ido cambiando, quitando y poniendo nuevas  vivencias, pensamientos y sentimientos, a los que yo llamo hitos o mojones en este camino de mi oración personal.

Es más, cuando llegue el momento de hacerlo, te pondré en mayúsculas las partes que he ido añadiendo en estos últimos años, cosa que tu mismo, si quieres, puedes comprobar, porque, al tenerlas ya escritas en otros libros míos publicados anteriormente, notarás lo reformado o añadido. Siempre estoy añadiendo o quitando, según las ideas y sentimientos que el Espíritu Santo me inspira.

         Empecemos. Suena el despertador a las 6 de la mañana; hago la señal de la cruz, lanzo un beso al Cristo crucificado que preside la cabecera de mi dormitorio y le digo: Cristo amigo ¿Qué podemos hacer juntos hoy  en esta jornada para mayor gloria del Padre? Mucho tiempo estuve diciéndole qué puedo hacer por Ti, pero luego, con el tiempo, he llegado a experimentar, lo he comprobado, por la oración, hecha vida, o la vida, hecha oración, que se trabaja apostólicamente mejor acompañado que solo, así que ya le digo: ¿qué vamos a hacer juntos este día? Y lo digo también por aquello de que “el sarmiento debe estar unido a la vid, porque sin mí no podéis hacer nada”.

Pero una cosa es decirlo, incluso predicarlo, y otra, estar convencido y vivirlo y hacerlo; sobre todo, si eres sacerdote, porque todo lo que diga en este libro vale para todo bautizado, para todo el que quiera amar a Dios, para todo el que quiera hacer oración.

No es fácil dejarle actuar en nosotros o que Cristo actúe a través de nosotros, con el genio, la soberbia, las pasiones que tenemos; no es fácil, es cuestión de toda la vida, sobre todo en los principios de la unión o amistad con Cristo; y esto, aunque comulguemos eucarísticamente, porque una cosa es comer y otra, comulgar con Cristo, comulgar con su vida y sentimientos, dejarle que Él viva en nosotros y nos acompañe y actúe por medio de nosotros como Él nos dice: el que me coma vivirá por mi”. Así que al principio me esforzaba y ahora me encanta sentirme acompañado por mi Cristo, Único Sacerdote, que tanto me quiere y me lo demuestra y me paso ratos de gloria con Él; le he prestado mi humanidad y lo siento vivo en mí muchas veces.

De esta forma, cada jornada, tanto por la oración como por el apostolado y la misma vida, se ha convertido en diálogo y oración y comunión permanente con mi Cristo y amigo y todo; reconozco que no ha sido fácil ni a la primera; he tenido muchos intentos y fallos, pero con la gracia de Dios, es decir, con su cariño y paciencia, es que tengo mucho yo, me quiero mucho a mí mismo y me cuesta ceder, lo hemos logrado, de modo que todo el día me encanta, «me recrea y enamora», nunca me encuentro o actúo solo, siempre sintiendo su palabra y aliento y consejo y salvándome clara y manifiestamente hasta  de olvidos y despistes, ya por la edad, pero verdaderos milagros de ideas, acciones, cosas que ni sabía y me las mostraba o las hacía por mí.

Porque apostolado, además, no es todo lo que yo haga o deje de hacer, sino lo que haga con el Espíritu de Cristo, esto es, lo que Cristo haga a través de mí, puesto que por razón del sacerdocio su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, siempre el mismo, qué presente debe estar en nuestra vida, me ha identificado con el ser y existir sacerdotal de Cristo y le he prestado para siempre mi humanidad para que Él viva en mí y actúe con su Espíritu, Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el que soy sumergido y trato de introducir a mis feligreses con el mismo amor y fuego de Cristo, esto es, Espíritu de Cristo, Espíritu Santo.

Y como «una pena entre dos es menos pena y la alegría es mayor si se reparte», me gusta estar unido a Cristo, en diálogo permanente, desde que empiezo la mañana, desde que empiezo mi oración.  

         Repito que no se llega desde el primer día; ha sido un largo camino, porque esto de vivir en Cristo lo he escuchado siempre, desde el seminario; pero no lo había asimilado y practicado sino a través de los años de esfuerzo de oración y vida.

Esto ha supuesto pasar por diversas pruebas y las purificaciones de la vida, naturales y sobrenaturales, todas necesarias, en esto me ayudó mucho la lectura de san Juan de la Cruz, que  me han hecho comprender la necesidad de la conversión permanente, y vivir mi sacerdocio y el sin mi no podéis hacer nada, lo cual es fácil decirlo y escucharlo, pero difícil, imposible, lo he constatado durante años, si Cristo, su Espíritu, no te ayuda.

Pero se tarda, se tarda tiempo en vivirlo. Es que al «ego» le cuesta morir hasta poder decir con san Pablo  “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” o comulgar verdaderamente con Cristo y hacer esa primera comunión en  la que Cristo es verdaderamente el que vive en nosotros: “el que me coma, vivirá por mí”. Tardé mucho tiempo en hacer la verdadera comunión con Cristo, después de mi primera comunión. Y por lo que veo y observo, hay personas, me parece, que todavía no la han hecho.

Decir no soy yo es Cristo quien vive en mí  es fácil; realizarlo, si se quiere hacer de verdad, supone esfuerzo de oración diaria fija en tiempo y hora, conversión continua, que lleva consigo luchas y  caídas pertinentes, y levantarse todos los días, por la oración, para seguir caminando.

         Me gusta estar unido a Él desde que empiezo el día por medio de una oración permanente, del diálogo oracional que no terminará hasta que me vuelva por la noche a la cama. Y a veces ni eso, porque soñamos juntos.

Me estoy refiriendo a mi oración actual, porque, al principio, en mis años de seminario, quitando los dos últimos, mi oración consistía en leer un poco el evangelio comentado por diversos autores, así eran lo libros de oración entonces, o hacer una especie de lectura espiritual leyendo a los autores en boga entonces y que ya he citado en la meditación por la mañana y se acabó; pero sin mucha conexión con el resto de la jornada, ni de pensamiento y menos de obra.

Ahora, en cambio sí la tengo, incluso en horas debidas al descanso, al sueño; es totalmente diferente; te explico: como tengo un mal dormir, es defecto de toda la vida, me despierto varias veces durante la noche; algún tiempo me dedicaba a hablar con Dios, pensar  y  orar, y así pasaba incluso horas, incluso me levantaba horas antes de la cama,  porque creía que ya había descansado totalmente; pero ¿qué pasaba? Pues que no era así; que si empiezo a hablar con mi Cristo, mi Dios Tri-unidad a esas horas, se acabó el dormir más horas esa noche y luego lo noto porque estoy más cansado y agotado durante el día. Así que le digo que lo siento, que me desvela, que no me hable más a esas horas, nos reímos un poco y a dormir, a luchar por dormir, sin pensar ya en Él.

         Hay temporadas que sí puedo hacerlo, por ejemplo, en vacaciones de verano, y me levanto una o dos horas antes, ahora mismo me he levantado a las cinco, y empiezo el día, y todo el día, porque no salgo a veces a la calle, a estar y hablar con Él y escribir al dictado lo más perfetamente que pueda; así he podido escribir mis libros; pero durante el curso parroquial, imposible, ni una línea.

         Quizás te haya sorprendido un poco de que hable mucho de oración o diálogo de amor con nuestro Dios Trino y Uno. Ya te he dicho que en los comienzos de mi oración no fue así ni mucho menos; ni me enteraba ni me relacionaba con mi Dios Trino y Uno.

Toda mi oración era rezar un poco a la Virgen, leer y meditar el evangelio o libro pertinente, tratar de pensar y amar un poco a Cristo, pero muy genérico. No era el Cristo vivo, vivo y resucitado, que luego con los años, me reveló su Espíritu, era el Cristo más bien teórico de la teología, personaje del pasado.

Ya he contado alguna vez mi primera vivencia de Espíritu Santo en el coro de la capilla del Mayor, donde me quedé extasiado de Amor, de Espíritu Santo, después de haber llegado tarde a la novena, por razón de un partido de futbol, donde al venir, un compañero, buen amigo mío, me dijo que dejaba el seminario.

Estas vivencias no se olvidan. Por eso podía contarlo con más detalle; no lo hago, porque repito, que me suena que lo tengo descrito en algún libro; sería cuestión de buscarlo, pero no tengo tiempo y quiero seguir con lo que estoy y no perder el hilo.

         En esto, el orante tiene que ir evolucionando poco a poco para unir la vida con la oración y la oración con la vida. Es un largo proceso, con etapas duras, sobre todo cuando parece que Dios no te escucha, te abandona, estás muy distraído, sobre todo, si sufres por cosas de la vida, de los compañeros, de las pasiones.

Para seguir orando es absolutamente necesario tener muy metido en el alma el deseo y el convencimiento de querer amar más y mejor a Dios, tener siempre presente el principio y fundamento ignaciano, y esto te lo da la oración constante, aunque sea aparentemente seca y más teológica en esos años de seminario, de ahí la diferencia entre el orar jesuita y carmelita, según que se acentúa más el entendimiento o el amor.

Esto se puede potenciar también durante el día, por medio de actos de fe o amor o jaculatorias, como recuerdo de lo orado por la mañana y porque lo necesitas para superar esos momentos duros de la jornada.

Lo que más me ha ayudado a mí y ha sido determinante en mi vida, ya lo he explicado anteriormente, han sido las breves visitas al Santísimo; también me ha ayudado el rezo del santo rosario, paradójicamente más ahora, que tengo oración más intensa, que entonces. Y te explico, cuando no te salga la oración, yo lo hice algunos años, cuando estés en la iglesia y no se te ocurra nada, ponte en pié, coge el rosario, y empieza a caminar rezando el rosario y ya verás qué cantidad de cosas te dice Cristo o la Señora, o le dices tú, o pides o reformas...

De esta forma, sin mayor esfuerzo, tendrás ratos de mayor presencia de Dios durante la jornada, cimentados todos en la oración de la mañana, que se irán prolongando durante el día, con actos breves, a medida que el alma avance en ese amor total a Cristo, hasta que se convierta en oración permanente por el amor permanente y en conversión permanente.

         Esto cuesta años y años y depende mucho del grado de conversión que realices, porque para eso necesitas estar muy atento y unido al Señor, para vaciarse del yo y que Él pueda ir entrando cada vez más en nuestra vida, al irnos vaciando de nuestra soberbia, envidia, lujuria, críticas..., es decir, de todo lo que nos aleja de Dios.

         Otra razón por la que nunca he dado una lección a nadie sobre las formas o los modos o ayudas para hacer oración es porque a mí no me la dieron. Mi madre me enseñó a rezar, a visitar a Cristo Eucaristía, pero siempre rezando y muchas veces entraba en la iglesia con ella y salía, sin haberle siquiera saludado.

 

         Mira cómo empecé yo a orar y meditar. Recuerdo  que aquel día de octubre, cuando llegué al Seminario menor, saludamos al rector y superiores, comimos unos bocadillos que mi madre trajo del pueblo, me hizo la cama, y a las cinco de la tarde, hora torera, y hora en que «la verata o la empresa», como llamábamos entonces al autobús, volvía a mi pueblo, mi madre me abrazó, me dijo que a ser bueno, lloré a solas todo lo que quise, me quedé con un miedo y timidez infinitas.

Después de cenar y un breve recreo, capilla y a dormir; y por la mañana, primer día en el seminario, no sé si a las siete o siete y media, sonó la campana, todos arriba, veinte minutos o media hora para levantarte, vestirte, lavarte la cara y las manos en los lavabos que había en el dormitorio, no había duchas, todo en silencio, sonó otra vez la campana, todos a la capilla, nosotros en los primeros bancos, y allí sin muchas explicaciones, empezamos con el «ofrecimiento de obras» tomadas de las PRÁCTICAS  DE PIEDAD DEL  SEMINARISTA, que más bien hicieron los «mayores», porque nosotros no teníamos el libro; terminado el ofrecimiento hubo un silencio de veinte minutos, en el que algunos, yo no, era muy tímido, aunque muchos no os lo creáis, preguntaron a los de segundo, a los veteranos, qué era aquello y para qué era ese  silencio, y nos decían que era para la meditación. Así fue mi primera escuela de oración y mis primeras meditaciones.

Recuerdo que algún día salía el rector y nos decía algunas palabras, más bien consejos sobre disciplina, y así empecé yo a meditar. A los quince días nos dieron las PRÁCTICAS  DE PIEDAD DEL  SEMINARISTA, y entonces ya pudimos leer alguna cosa, alguna oración durante ese tiempo,  oraciones a Cristo, a la Virgen, consideraciones...

Conservé estas PRÁCTICAS DE PIEDAD DEL SEMINARISTA hasta hace diez años aproximadamente, en que no sé por qué motivo, se las presté a una feligresa y lo que pasa, se me olvidó pedírselas de nuevo, y a ella el devolverlas. Total, que me quedé sin ellas. Y es que guardo en mi corazón con todo cariño toda mi vida de seminario y seminarista: si vienes a mi habitación ahora, puedes encontrarte, junto a la imagen de la Virgen, preciosa talla, copia de la de Alonso Cano, mi fajín del mayor, mis libros de teología subrayados, mis primeras homilías y trabajos escritas a pluma y a mano, no había bolígrafos todavía...Me encanta mi vida de seminario, haber sido seminarista y agradezco y pido mucho al Señor por todos los que me ayudaron en mi camino sacerdotal.

         Yo empecé a hacer oración-oración, oración auténtica, aunque no perfecta, a mis dieciséis años, en el Seminario Mayor, cuando más o menos decidí en serio seguir mi vocación sacerdotal, que era seguir a Cristo sacerdote, y empecé a tomarme en serio mi yo y carácter, porque tenía mucho amor propio, sólo y principalmente pensaba y vivía para mí, y había que empezar a mortificar tanta soberbia, envidia, críticas y demás.

En las meditaciones de aquel tiempo se nos hablaba mucho de cruz, de negación, de mortificación y penitencia y hacer sacrificios para honrar a la Virgen, sobre todo, en la novena de la Inmaculada.

         Empecé también a confesarme con más seriedad y frecuencia, como necesidad y consecuencia de la conversión  que había iniciado en serio; conversión y confesión permanente que deben estar siempre unidas, con frecuencia, y regularidad, cada quince días o casi todas las semanas, pues que me servía a la vez de dirección espiritual seria.

         En el Seminario mayor, viendo cómo meditaban los mayores, los teólogos, sobre todo, viendo y hojeando sus libros de meditación, de lectura espiritual, y la pequeña biblioteca de Espiritualidad que había junto a la Rectoral, de la cual, por espacio de algún tiempo, hasta tres meses, podíamos sacar libros para leer y meditar, empezamos ya a tener más idea de la lectura espiritual, de la meditación, de la oración, sobre todo, con las meditaciones y pláticas de don Eutimio, verdadero maestro y padre espiritual del seminario.

Don Eutimio ha sido una  gracia especialísima de Dios para el Seminario del Plasencia, que todavía perdura, especialmente para mí y mi generación,  con su vida y meditaciones, sobre todo, en relación con la oración, la Eucaristía, la vida de santidad, la mortificación.

Fue mi director y padre espiritual, sobre todo, hasta mi ordenación y primeros años de sacerdocio; le estoy eternamente agradecido y desde el cielo lo estará y estaremos celebrando siempre; luego, aproximadamente quince años después  de mi ordenación, por determinadas causas que nunca he dicho ni diré, mi único director es y será el Espíritu Santo, a quien he conocido y amo con todo mi ser  y corazón y es mi Dios Amor, Beso y Abrazo de mi Dios Trinidad, aliento de vida y amor trinitario en mi alma y en mi vida. Es más, y que nadie pida explicaciones, se cambiaron los papeles y el hijo ayudó al padre, se cambiaron los papeles. Pero él nos dio siempre palabra y ejemplo, orando muchas horas y siendo sacerdote ejemplar.

         Con la ayuda de esa biblioteca empezamos a leer y meditar los comentarios al evangelio y los libros de moda entonces en espiritualidad: Santa Teresa, Santa Teresita, Camino, Charles de Foucauld, Los Ejercicios de san Ignacio...junto con estos que ahora voy a citar y que me he levantado ahora mismo del ordenador, donde estoy escribiendo, porque los conservo en mi biblioteca con el subrayado de entonces a todos mis libros, de entonces y de siempre, censurado por mi amigo, el teólogo Demetrio, pues es una manía que tengo, subrayar todo lo que me gusta de cada libros, para que luego en la segunda lectura o cuando tenga que meditar algo, vaya directamente al grano, por lo menos, a lo que a mí me gusta.

         Entre estos libros que me ayudaron a orar aún conservo LA ORACIÓN CRISTIANA, de Franz M. Moschner, que estuvo de lectura espiritual para todo el Seminario mayor y a mí me hizo mucho bien, aunque luego ya, no estaría de acuerdo en algunos detalles, sobre todo en la oración contemplativa, una vez que leí a san Juan de la Cruz; los libros de  «Hermanito de Jesús», P. Voillaume, principalmente EN EL CORAZÓN DE LAS MASAS y CARTA A LOS HERMANOS; LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, del P. P. Phillipon O. P., que me hizo mucho bien y lo sigo utiizando y lo guardo con cariño y lo he citado en mis libros muchas veces; y finalmente, por no alargarme, INTIMIDAD DIVINA, meditaciones del P. Gabriel de santa María Magdalena O.C.D, que son muy teresiana, teólogicas y litúrgicas; os aconsejo que leáis sus homilias.

         Estos libros y otros que podía citar, me hicieron mucho bien, por eso soy un defensor de la Formación permanente, de la verdadera formación que debe empezar en el seminario, y siempre debe ser personal lógicamente en  cuanto a la recepción, aunque en el modo tenga actos comunitarios, y que debe continuar cada sacerdote, después de salir del seminario.

Estos libros y otros que podía citar, me hicieron mucho bien, por eso soy un defensor de la Formación permanente, de la verdadera formación que debe empezar en el seminario, y siempre debe ser personal lógicamente en  cuanto a la recepción, aunque en el modo tenga actos comunitarios, y que debe continuar cada sacerdote, después de salir del seminario.

Es que algunos piensan que con ir a unas charlas programas en la Diócesis, sea de la naturaleza que sean, que a veces no forman nada, pero eso no es culpa de ellos, ya está todo solucionado.  De suyo se deben programar para que sean una ayuda. Y para eso tienen que tener presente lo que dice la PDV, como luego citaré.

Las charla son un una ayuda, pero no la más importante, que deben ser siempre la oración y vida espiritual personal en la que hay que seguir formándose siempre, como en el estudio teológico ¿cómo es tu oración diaria, tu estudio, tu biblioteca y actos formativos comunitarios? Lo más importante, tanto en el seminario como en toda la vida pastoral formativa, no son las acciones, sino el apóstol: no formar para hacer apostolado, sino para ser apóstol verdadero de Cristo.

Me ha alegrado y confirmado en mi pensamiento leer el libro EVANGELIZAR, del Arzobispo jubilado D. Fernando Sebastián, que, a este respecto, entre otras cosas, dice, se atreve a decir, porque hay ser valiente y estar dispuesto a sufrir, hablando así de claro: «La formación permanente es muy floja en casi todas las Diócesis… Cualquier profesión requiere ahora una formación permanente seria y rigurosa. También el ministerio sacerdotal. No hay razones para pensar que el sacerdote pueda actuar eficazmente en nuestro mundo sin una vida espiritual exigente y una formación profesional bien cualificada y continuamente renovada…

Y un poco antes, en esta misma página, dice: «Tengo la impresión de que el estudio sigue estando todavía muy por debajo de lo conveniente. Las leyes de la Iglesia son menos exigentes…No hay tiempo ni reposo para asomarse a otros libros de envergadura, filosofía, escritura, teología, libros, en fin, cuya lectura requiere más tiempo y atención

 

SEGUNDA PARTE

 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

2, 1. Orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas

 

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡Si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor...! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt 23, 8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

          En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fin, sin quedarnos en las técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fin y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fin donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

 

2. 2. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

Y para aclarar este título, voy a comentar la lectura de la Liturgia de las Horas que hemos leído y meditado hace pocos días, en la fiesta de santa Teresa de Jesús, porque aclara mucho sobre este camino de oración:

 

(Del Libro de su vida, de santa Teresa de Jesús, virgen (Cap. 8, 1-4)

 

Necesidad de la oración

 

No sin causa he ponderado tanto este tiempo de m vida, que bien veo no dará a nadie gusto ver cosa tan ruin, que cierto querría me aborreciesen los que esto leyesen de ver un alma tan pertinaz e ingrata con quien tantas mercedes le ha hecho; y quisiera tener licencia para decir las muchas veces que en este tiempo falté a Dios.

Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas. Y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros, sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años.

Con todo, veo claro la gran misericordia que el Señor hizo conmigo, ya que había de tratar en el mundo, que tuviese ánimo para tener oración; digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición al rey, y saber que lo sabe, y nunca se le quitar de delante; porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios.

Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses —y creo alguna vez año— que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender. Porque va todo lo que escribo dicho con toda verdad, trato ahora esto.

Mas acuérdaseme poco de estos días buenos, y ansi debían ser pocos y muchos de los ruines. Ratos grandes de oración pocos días se pasaban sin tenerlos, si no era estar muy mala y muy ocupada. Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios; procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen, y suplicábalo al Señor; hablaba muchas veces en él.

Ansí que, si no fue el año que tengo dicho, en veintiocho años que ha que comencé oración, más de los dieciocho pasé esta batalla y contienda de tratar con Dios y con el mundo. Los demás, que ahora me quedan por decir, mudose la causa de la guerra, aunque no ha sido pequeña; mas, con estar, a lo que pienso, en servicio de Dios y con conocimiento de la vanidad que es el mundo, todo ha sido suave, como diré después.

Pues para lo que he tanto contado esto es, como he ya dicho, para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud; lo otro para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester, y cómo, si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras que ponga el demonio, en fin tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí.

Cf. Lc 21, 36

 

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Y ahora continuamos nosotros: si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dioses origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generosoe infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde,la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo trascendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fin, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y trascendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemosempezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el Sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo Sagrario, mejor dicho, que Cristo en el Sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los Sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía.

Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el Sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el Sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del Sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

 

2. 4.  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración

(Mi experiencia personal con D. Eutimio)

         El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con S. Pablo: “Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4, 3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíritu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El Sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras: desde su presencia humilde y silenciosa en el Sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”, desde su presencia testimonial en todos los Sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8).

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fin, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fin siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[3].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi...”. Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”

Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

 

PRIMERA PARTE

 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

PARA EMPEZAR O EN LA ESCUELA PRIMARIA DE LA EUCARISTÍA

 

1. 1. Necesidad absoluta de la fe para el encuentro eucarístico

 

         Queridos hermanos, me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice,  «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».  Al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  «el que nos ama» y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los Sagrarios de la tierra. El Sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso,«la Iglesia, apelando a su derecho de esposa», se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7, 4). El Sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” ; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el Sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva esta agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche».

 

 (S. Juan de la Cruz)

 

El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

         La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta El, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

         Este camino hay que recorrerlo siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe, llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor más por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las  maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminando hasta contemplarla y poseerla.

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cr 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María, que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo desde el amor extremo de Dios al hombre.

Toda la Noche del espíritu, para S. Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con su criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina, que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por su limitación en ver y comprender cómo Dios ve su propio Ser y Verdad;  a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que razonando, por vía de amor más que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que «dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes» (cfr 2 Cr 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable,  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...[4]

San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios de Dios y de la fe, que nosotros creemos desde la Teología o celebramos en la liturgia. Para S. Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva, que hiere de mi alma en el más profundo centro...» no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: "Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: <Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy>. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez 3, 1-3).

 

(Contar mi caso de fe personal, en la visita que el P. Eutimio me mandó hacer)

 

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro, ESTOS EJERCICIOS ESPIRITUALES quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, vida religiosa o consagrada, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleado, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fin de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

         Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier Sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración...etc, en este libro.

         Brevemente y de otra forma y para que nadie se moleste, lo hago en referencia a mi persona como sacerdote: ¿de qué vale que diga misa si no entro en relación personal con Cristo en la celebración, de qué vale que sepa toda la teología si no la experimento de rodillas, por la oración, de qué vale ser y existir en Cristo sacerdote, si no lo siento por la relación personal, la oración personal es absolutamente necesaria para que la fe heredada, teológica, rutinaria pase a la experiencia de Dios, necesito la oración personal para tener experiencia de lo que soy, predico y celebro.

 

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DOS RESÚMENES DEL ITINERARIO DE LA VIDA DE ORACIÓN; ESTE PRIMERO, TOMADO DEL ÚLTIMO LIBRO LA IGLESIA NECESITA SANTOS. EL SEGUNDO, MÁS LARGO, TOMADO DEL LIBRO: LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

 

15. BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL

 

         Repito y lo hago por tratarse del camino más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, qué es lo que te dice a ti y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos.

Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que empiezan por meses y luego pueden durar años y años, según el proyecto de Dios y la generosidad del hombre, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Y cuando el alma haya sido purificada por esta llama de amor viva de la contemplación, que, a la vez que calienta de amor, la quema todo su amor propio, de todos sus apegos y tendencias al yo personal,  pasando ya totalmente a Dios: “vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi... para mi la vida es Cristo...”, envuelta en esta profunda oscuridad y noche de fe y amor, pero más cierta y segura y feliz que todos los razonamientos y amores humanos del yo,  la criatura, transcendida y «extasiada» y unida o salida de sí misma en Dios,   llegará  al abrazo y a la unión total transformada en el Amado y diciendo y alabando la noche de fe y amor y purificación y purgación y mortificación : «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

En relación con esta evolución y purificación de la fe, quiero poner una página de un autor muy querido por mí desde mis estudios en Roma; el trabajo es reciente y el autor es  Jean Galot:

    «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de Mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

         Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

         María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

         Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

         Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

         Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

         ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? Hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

         Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

         El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”.

         Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

         En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

 

2. 9.  Breve itinerario de oración eucarística

 

         Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia...   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

         «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del Sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ( no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del Sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...”.

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fin, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión». 

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

 

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Ti, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

PREGUNTAS:

1. ¿Al entrar en una iglesia o capilla, espontáneamente mi primera mirada y amor es para Cristo en el Sagrario? ¿Tengo esta costumbre ya adquirida?

2. ¿Hago la genuflexión, tengo bien cuidado el Sagrario y no paso ante Cristo Eucaristía o hablo en la Iglesia sin darlo importancia?

3. ¿ La Eucaristía es para mí «centro y culmen de mi vida», como dice el Vaticano II?

MISA: HOMILÍA SOBRE LA EUCARISTIA COMO MISA

HOMILÍA: LA EUCARISTÍA COMO MISA

 

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. También entre vosotras, queridas hermanitas, estoy sorprendido de las horas de oración. Vuestra Madre fue contemplativa. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

         Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

TARDE 4,30: SEGUNDA MEDITACIÓN

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN PROVOCADA Y EXIGIDA POR LA ORACIÓN. VAMOS A HACERLO EN NEGATIVO, CONVERTIRNOS DE ACTITUDES Y ACCIONES QUE HEMOS DE DEJAR PARA IR A LA UNIÓN CON DIOS; Y LO HAREMOS TAMBIÉN EN POSITIVO, PORQUE EN LA VIDA RELIGIOSA Y DE COMUNIDAD, COMO EN TODAS, HAY QUE CONVERTIRSE CADA DÍA MÁS Y MEJOR AL AMOR DE DIOS Y LOS HERMANOS.

 

CONVERSIÓN: RESPUESTA AL PROYECTO Y AMOR DE DIOS CREADOR


         Llegamos, por fin, a la reflexión central de tos Ejercicios. En ella nos abre Dios su mente y su corazón para decirnos cómo piensa El del amor, y cómo ama. Si hacemos lo que nos va a enseñar, habremos regenerado nuestro amor consagrado, y, por lo mismo, habremos dado la respuesta decisiva al proyecto de Dios sobre nosotras, que es vivir la imagen y semejanza que tenemos con El. Y desde aquí podremos emprender, con la fuerza de Dios, el proceso de nuestra transformación, porque habremos dado el puntillazo definitivo a nuestro egoísmo, arrancando de raíz el propio «yo».

Si no escuchamos a Dios ni nos pasamos a su mente y modo de amar, nuestra vida será inútil como buscadoras de Dios, experimentaremos el fracaso al quedar estancadas en el camino de la santidad, enredadas en nuestros propios desórdenes y criterios, y no llegaremos a conocer a Dios aunque estemos en el Monasterio. No experimentaremos el precioso y dilatado camino del amor, y, por lo mismo, de la infinitud de Dios, que Dios mismo nos abre al enseñarnos cómo ama El, y quiere que amemos nosotras, por lógica. Porque este camino se aprende amando, y a Dios se le conoce amando. Porque Dios es amor. Dios sólo transita por el dilatado camino del amor, por eso sólo se le encuentra amando.

Recordemos que el primer fundamento de estos Ejercicios es el de ahondar vivencialmente en nuestras raíces —que son amor, porque son Dios mismo—, donde se construye nuestra consagración como buscadoras de Dios. Pues de esto se trata en esta meditación, de cimentarnos en lo que somos para vivirlo valientemente. Digo valientemente, porque nos va a costar mucho hacerlo, pero es imprescindible que lo hagamos, porque, sin ello, no podremos tener una vinculación total y auténtica con el Dios que buscamos por vocación. Podremos engañarnos con fervores sin trascendencia, pasajeros, pero nunca podremos entrar de lleno en relación con Dios, es decir, en un encuentro vital con El de forma estable y real. Sí, nunca podremos santificarnos sin llegar con nuestro amor más allá de lo que pide la naturaleza:
donde marca la gracia.

Nos lo dice Jesús revelándonos su mente acerca del amor: «Sabéis que se dijo a los antiguos: “No matarás” y “el que matare será reo de juicio”. Pero yo os digo que el que se enoje con su hermano será reo de juicio; el que llame “cretino” a su hermano será reo del Sanedrín y el que le llame “necio” será reo de la gehenna de fuego. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda> (Mt 5,21-24).

¿Está exagerando aquí Jesús? Pues, ¿cómo va a tener la misma culpabilidad matar a un hermano que enojarse con él? Y el que le llame «cretino» o «imbécil», ¿va a merecer un juicio tan severo como era el del Sanedrín? Y si le llama «necio» o «renegado», ¿será reo de la gehenna de fuego? ¿Exagera Jesús? ¡No, hermanas, no! ¡No exagera! Despojémonos de la mentalidad del Antiguo Testamento que no nos revela la plenitud de Dios, y entenderemos a Cristo. Pasémonos y entremos de lleno en la mente y raíz del ser de Dios y veremos que Jesús sólo nos está revelando el corazón de Dios, la exigencia primordial de su mentalidad divina. Dejemos que nos pase el Espíritu del reino de las tinieblas al de su luz maravillosa y pensaremos, actuaremos y hablaremos como lo hicieron los apóstoles desde que recibieron el Espíritu.

San Juan nos dice: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas» (1 Jn 2,9). Vayamos tomando nota, hermanas, que creemos que seguimos a Cristo de cerca, y quizá estemos todavía bajo el dominio de las tinieblas (Col 1,13). Tomemos nota de lo que sigue diciéndonos San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a Los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte». Y coincidiendo con lo que Jesús nos ha dicho antes, añade: «Todo el que odia a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino posee vida eterna en sí mismo» (1 Jn 3,14-15).

¿No tiene relación este texto con el de Mt 25,3 1-46? En él, Cristo nos dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros, porque tuve hambre [...] sed [...] y me disteis de comer, de beber [...] etc. En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos [...] a mí me lo hicisteis».

Aquí se habla de vida eterna, que es la herencia de los que atendieron a Jesús en sus necesidades materiales o morales: «enfermo y me visitasteis...» Siendo esto así, ¿no podemos decir que «enojarse» con el hermano, llamarle «necio», o «renegado» es enojarse con Cristo mismo, porque «cuanto hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis»? Tremendo misterio del amor de Dios con sus criaturas hechas a su imagen y semejanza.

Es lo mismo que dijo Jesús a Saulo cuando éste perseguía a muerte a los cristianos: «Saulo, Saulo —le dijo—, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Tremendo misterio que sólo se llega a entender por el ancho camino del amor. ¿Quién podrá conocer las profundidades del amor divino? ¿Quién puede conocer a Dios? San Juan nos responde: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). No, no conoceremos a Dios si no amamos con un amor verdadero, «no de palabra ni con la boca, sino con obras y según verdad» (1 Jn 3,18).

Así, como nos enseña Jesús: «Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». ¡Oh, Palabras de eternidad que escucharemos cuando estemos pasando a ella! Si hemos cerrado nuestras entrañas al hermano o hermana que necesitaba nuestra ayuda, nuestra comprensión o perdón, no es extraño que Dios no quiera nuestra ofrenda. Es que le hemos ofendido a El. Sí, hermanas, no estamos en clara amistad con Dios si no lo estamos con el hermano. Más claro no nos puede hablar Dios.

Estamos en el momento, pues, de regenerarnos íntegramente. ¡Ojalá pudiera explicar la incidencia tan profunda que tienen los textos que hemos leído en nuestra necesaria regeneración y transformación! Esta meditación ha de ser el revulsivo que nos haga reconocer nuestra equivocación en la práctica del amor, y, por lo mismo, del conocimiento de Dios, si queremos retornar a la santidad de nuestro origen que nos pide nuestra vocación concepcionista. Porque lo que nos exige aquí el Señor es que comencemos a vivir la imagen regenerada de nuestra semejanza con Dios, amor, vida, gracia y perdón para todos. Digo imagen regenerada.

Y porque tenía que estar continuamente perdonándonos, instituyó, por su Hijo, el Sacramento del perdón. Dios sabía que desde el pecado original nuestra relación fraterna tendría que estar presidida por una actitud constante de perdón, ya que nuestra naturaleza desordenada estaría constantemente produciendo desórdenes, mientras no la tuviéramos sometida a la ley del Espíritu, expresándose la mayoría de las veces en la convivencia fraterna; por eso Jesús nos revela la raíz de su modo de amar diciéndonos que «si al presentar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s).

En esta perícopa Jesús nos dice claramente que valora más el amor que nuestra ofrenda, más el perdón a la hermana que nuestra alabanza, más el restablecimiento de la amistad que nuestra oración o sacrificio. Y nos está impulsando con ella a vivir la necesaria y constante actitud de comprensión y acogida de la hermana o hermanos, para establecer la vinculación con Dios, porque sólo el perdón es el que puede abrir la vía del amor al hermano y estrechar la vinculación perfecta con Dios al contactar con sus mismos sentimientos, su modo de ser y de amar.

Aunque me repita, hermanas, preguntémonos: ¿no sería falsa nuestra vinculación con Dios si la tenemos rota con los hermanos? ¿No sería falsa si no está purificado nuestro corazón de la carga del mal que supone no haber sabido perdonar de corazón a la hermana? En esta situación, Dios no puede recibir nuestra ofrenda si el rencor colapsa nuestra vinculación con Dios. Pues lo que «hacemos a uno de sus humildes hermanos se lo hacemos a El». Si Dios proclama que cada hermano o hermana es sacramento vivo de su presencia entre nosotros, ¿no deberíamos tratarnos como vasos sagrados que contienen a Dios? Vasos de tanto valor como supone la Sangre de Cristo derramada por cada uno de ellos. Con esta Sangre preciosa Jesús nos vinculó de nuevo con el Padre. Gracia tenemos para que ahora nosotras, imitándole, nos vinculemos con los hermanos con el amor y el perdón, hasta dar la vida por ellos. Es el modo de que el Padre nos asuma en el perdón otorgado a nosotras en su Hijo.

Y no nos dejemos engañar, hermanas. Dios es muy íntegro. Para que El pueda estar en nuestro corazón y desde él construir nuestra vida monástica, que tiene como meta la unión con él y transformación de nuestro ser en el suyo, hemos de asumir, con todas sus consecuencias, este nuevo modo de amarnos Dios; si no, la regeneración íntima y profunda de nuestra mente, de nuestra voluntad y de nuestro amor no sería lo íntegra y pura que debe ser para establecer el contacto sincero con la divinidad, con su amor y santidad.

Mientras mantengamos alguna actitud de rencor, estamos del lado de Satán, que es el muro que nos impide pasar al lado de Cristo, única Fuerza que puede renovar en nuestro interior la armonía, la paz y el amor original de nuestra creación sin pecado. Si no liberamos nuestro corazón del resentimiento o rencor, ¿no vemos claro, hermanas, que le hacemos difícil a Dios el contacto y vinculación perfecta con nosotras, pues que no asumimos el itinerario por El marcado, que es, repito, el único que nos regenera? Mantener el resentimiento, con plena voluntad, en nuestro corazón es dar el adiós al desarrollo de nuestra vida espiritual. Nunca conseguirá su plenitud.  Habremos fracasado en lo esencial de nuestra vocación.

Cuanto hemos dicho lo resumía Abba Nilo con estas sencillas palabras llenas de sabiduría: «Todo lo que hagas como venganza contra tu hermano que te ha herido, aparecerá al punto en tu corazón a la hora de orar». ¡Cómo no, silo que hacemos al hermano, a Cristo se lo hacemos! (Mt 25,31-46). ¿Cómo establecer la vinculación con El si nos hemos opuesto a El? Además, la venganza ha oscurecido nuestro interior y manchado nuestro corazón. ¿Cómo establecer la unión con el que es Amor y Santidad? Mientras no asumamos su espíritu, será inútil el intento de vinculación con El en la oración.

Recordemos la enseñanza del Maestro: «Deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete antes a reconciliarte con tu hermano E...] después, presenta tu ofrenda». ¿Cuándo entraremos en esta mente de Dios? Si no hay vinculación con el hermano, con la hermana, no puede haberla con Dios. Jesús nos está revelando el secreto, de nuestro avance en la oración, de nuestra configuración con El. ¿Lo aceptamos? Si no lo aceptamos con una creencia práctica, estamos rechazando al Espíritu Santo, divino santificador, que es Amor e impulsa al amor y al perdón, no al rencor.

Entendámoslo, hermanas. Nosotras somos objeto constante de perdón por parte de Dios, porque continuamente pecamos. Si El ve que no perdonamos, ¿cómo va El a unir su espíritu con el nuestro, su amistad con nuestro corazón tan alejado del suyo? Se lo hacemos imposible. Quizá sea ésta la raíz por la que no avancemos notoriamente en la santidad. Quizá sea por esto por lo que no transmitamos a Dios y su paz en nuestro comportamiento. Quizá sea por esto por lo que nos falte la alegría del espíritu. Quizá sea por esto por lo que no tengamos fervor, y, por supuesto, oración. No estamos interesándonos en cumplir su Palabra. Y esto es muy grave para quien debe vivir de ella.

Recordémosla ahora con atención. Recordémosla hablándonos del perdón de las injurias nuevamente. Dejemos que haga resonancia en nuestro corazón la parábola del siervo despiadado que no quiso perdonar a su compañero la pequeña deuda que con él tenía, sino que lo ahogaba exigiéndosela y aunque éste le rogaba arrojado a sus pies que tuviese paciencia con él, que se lo pagaría, le metió en la cárcel.

 Recordemos cómo el señor al enterarse le dijo: «Siervo malvado, te he perdonado toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte apiadado de tu compañero, como yo me apiadé de ti? Y el señor, irritado, lo entregó a los torturadores, hasta que pagase toda la deuda. Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,21-35). ¡Terrible amonestación de un Dios Padre todo bondad, que se muestra duro con los que tratan mal a los hermanos!

Tomemos conciencia honda de esta parábola. Valoremos a Dios y su Palabra para que cambiemos en nuestra conducta con los hermanos y hermanas, con todos. ¿No vernos aquí claramente cómo el Padre quiere que seamos como El, a su imagen y semejanza, y no como el siervo despiadado, de duro corazón? El quiere que nos comprendamos, que nos amemos, que nos perdonemos con amplio corazón. Y lo hace también buscando nuestro bien, porque el rencor, el resentimiento, son semilla del espíritu del mal y productores de turbación, como dije antes, de desorden y falta de paz. Y así nos hacemos daño, mucho daño.

Porque la consecuencia es la lejanía de Dios, y la que nos refiere Jesús: «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano». ¡Qué fracaso en nuestra vida espiritual, hermanas! Porque el Evangelio es la Verdad de Dios, revelación pura de su Ser, no pura metáfora. Por tanto, aquí tenemos aclarada nuestra situación con Dios. Por este pasaje y, según nuestra conciencia esté respecto del perdón, sabemos cómo está Dios con nosotras. Él es amor y perdón, ciertamente, pero nos vuelve a decir que nos perdonará como perdonemos (Mt 6,12).

 “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará las vuestras” (Mt 6,14s). ¡Hermanas, Jesús nos avisa, nos preparamos aquí el juicio! En nuestras manos lo deja, porque será su Palabra la que nos juzgue (Jn 12,48), esa divina Palabra de la que El dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará» (Mt 24,35); esa Palabra que nos ha hablado de amor y perdón al hermano, no de resentimiento y rencor.

Y ya sabemos, además, qué contraria es esta situación que deja anidar en el propio corazón la falta de amor, a la que nos exige nuestra espiritualidad concepcionista para alcanzar la pacificación interna y la limpieza de corazón evocadora de la paz y santidad del Paraíso. Limpieza de corazón que nos recuerda Jesús al decirnos: «Si tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo será oscuridad» (Mt 6,22s). Pues así es aquí. Si dejamos que se establezca en nuestro interior el resentimiento, nuestra alma estará en tinieblas, expuesta a vivir en una situación constante de pecado, porque el resentimiento nos impulsará a ver mal en todo lo que haga la persona a la que no hemos perdonado de corazón, viciando por ello nuestro amor o voluntad y nuestro entendimiento hacia ella, haciéndonos caer en el error del juicio del que tanto nos advirtió Jesús (Mt 7,1-5). «Hipócrita! Quita primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para quitar la paja del ojo de tu hermano». ¡Quitemos, sí, nuestro resentimiento hacia la persona que nos ha ofendido, que ésa puede ser la viga que Jesús nos dice, y luego veremos claro, y que hay luz donde creíamos que había tinieblas en la hermana o hermano!

La siguiente parábola de corte humano nos lo aclara aún más. Escuchemos: «Un hombre perdió su capa y sospechaba del hijo de su vecino. Por eso se puso a observarlo. Efectivamente, su forma de caminar era la típica de un ladrón de capas. Las palabras que decía no podían ser más que de un ladrón de capas. Sus gestos y movimientos eran ios propios de un ladrón de capas. Pero, inesperadamente, entrando un día en casa, aquel hombre encontró su capa. Cuando al día siguiente volvió a ver al hijo de su vecino, ni su forma de caminar, ni su mirada, ni sus gestos le parecieron los de un ladrón de capas» (Agenda Vida religiosa, año 1995).

Oh, hermanas! Qué razón tiene el Señor cuando nos advierte: «Si tu ojo estuviere enfermo todo tu cuerpo será oscuridad». Sí, si nuestro corazón no perdona, nuestra interioridad estará en tinieblas, fría nuestra relación con Dios al quedar destruida nuestra vida de amor.

Porque con la desconfianza hacia la hermana o hermano a los que no hemos perdonado de corazón, habríamos colapsado la posición de conciliación que nos exige Jesús para poder «presentarle nuestra ofrenda». ¿Cómo nos la y a recibir El si el rencor fomenta la oposición, no la colaboración la enemistad, no el amor hacia la hermana o hermano que El no manda amar? ¿Cómo vamos a tener oración, intimidad co Dios, si no cumplimos su Palabra, que nos manda perdonarnos ¿Cómo?

Sí se cumplirá en cambio la suya que nos dice: «Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras». Con rencor o posición de defensa contra alguna hermana, ¿nos atreveríamos a tener oración? Inútil.
Porque nuestra interioridad estará en tinieblas, repito, desequilibrada la vida espiritual al enfriársenos el fervor; y debilitada la vida de la gracia, cobraría fuerza el pecado, y estas fuerzas negativas nos dominarían más y más cerrándonos la posibilidad de vincularnos con Dios, de tener íntima vida de oración con el Dios que nos ha «elegido».

Jesús nos lo recuerda: no podremos vincularnos íntimamente con Dios mientras «algún hermano tenga algo contra ti». No podremos. No. Y lo tendrá mientras no le demostremos un perdón completo, como perdona Dios, que restablezca la confianza y el amor, de modo que volvamos a contar con él como antes de la ofensa. Es lo que quiere Jesús: ¿Que nos costará? Sí, y mucho. Pero mucho más le costó morir a El para que lo hagamos, pues gracia y fuerza nos da para que obremos como nos enseñó. Por tanto, si no lo hacemos, arrastraremos nuestra propia frustración y desconcierto, nuestra desvinculación de los sentimientos y amor de Dios, de su amistad.

En cambio, si perdonamos a imagen y semejanza de Dios, sentiremos el gozo del Espíritu en el alma; sentiremos regenerado nuestro amor y, consecuentemente, sentiremos cómo crece Dios y la fuerza del bien en nuestro interior. Estamos dando respuesta al proyecto creador de Dios, a su modo de amarnos. Incluso nos sentiremos en armonía con toda la creación más fácilmente, porque habremos establecido en nuestro corazón la paz paradisíaca.

Esta purificación y ordenamiento de nuestro ser, que nos viene por el perdón evangélico, o ejercicio puro del amor, será el colirio para nuestros ojos que decíamos el primer día de Ejercicios, el cual nos hará caer en la cuenta de que no toda la culpa, cuando se nos ha ofendido, ha estado en el prójimo. No. Sino también en nosotros mismos. Aunque sólo sea por el hecho de no haberle amado como debiéramos, procurando llenarle de beneficios, como nuestro Padre celestial, «que hace salir el sol sobre justos e injustos y hace llover sobre buenos y malos» (Mt 5,45). Amando así, como Dios, adelantándonos a la ofensa con nuestros beneficios, ¡cuántas ofensas habríamos impedido!

Reflexionemos, reflexionemos sobre el corazón mismo del cristianismo y de nuestra consagración monástica que es el amor. Reflexionemos y veremos cuán obligadas estamos al amor y al perdón, y cuántas veces hemos fallado en ello para ser hijas de nuestro «Padre que está en el cielo», que no quiere que nos conformemos con perdones esporádicos y olvido de la ofensa recibida, sino que tengamos, además, actitud constante de perdón y de servicio, de ayuda a los hermanos. Así es la ley evangélica, aunque en la ofensa toda la culpa haya estado en el otro. Escuchemos el texto completo:

«Sabéis que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo que no resistáis al mal, antes a quien te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra y al que te quiera llevar a juicio para quitarte la túnica déjale también el manto; al que te obligare a ir con él una milla vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda al que desea que le prestes algo. Sabéis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per— siguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos [...] Porque si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No hacen eso los gentiles? Vosotros pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,38-48).

Grabemos fuertemente en el corazón esta enseñanza de nuestro divino Maestro, con firmeza. Porque aquí tenemos expuesto notoriamente el avance de la mente regeneradora del Evangelio hacia el amor perfecto, hacia la santidad. El Antiguo Testamento con su ley «ojo por ojo y diente por diente» nos muestra una mente ofuscada, enredada en el pecado, encorvada ante el peso negativo del mal; en cambio, la nueva ley que brota del «pero yo os digo» evangélico abre paso a una mente regenerada, a la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, que se rige, como el Padre, por el amor, por la actitud benevolente de perdón y comprensión que es la expresión más patente y fuerte del amor. ¡Como que es la esencia del Evangelio! Se dice que es lo más duro, pero es que es el retorno más auténtico a nuestras raíces sobrenaturales, que conforman nuestra existencia con el Dios que nos dio a luz. Es, por tanto, desde donde empezamos a regenerarnos. Lo demás cuesta y cuenta menos. Esto en cambio, cuesta, porque nos hace bajar al fondo de nuestro «yo», de nuestro egoísmo, para darle muerte.

Y es lo que tenemos que vivir los que profesamos seguir a Cristo muy de cerca en su vida y enseñanzas. Gran confusión será para nosotros cuando nos presentemos ante El cara a cara, si en lugar de presentar en el rostro de nuestra alma perdón, comprensión amor, entrega a nuestros hermanos, como El nos enseñó, El ve resentimientos, dureza, juicios, incomprensión. ¿Qué nos dirá el Señor? Contestémonos nosotras a la luz de la divina Palabra que hemos acabado de oír. Reflexionemos... y demos a nuestra vida el giro o cambio que necesita para vivir la imagen y semejanza de Dios que emerge del perdón del Padre a la humanidad, que es lo que tenemos que vivir ahora para ser hijas de nuestro Padre, para sintonizar con su corazón, para echar fuera del nuestro el pecado, herencia del pecado original que nos impulsa al rencor y demás males morales contra los demás. Hagámoslo, y habremos dejado en su lugar el amor, que excluye el pecado.

Para ayudarnos a regenerar así nuestra mente y corazón vamos a arrancar el mal desde ahora mismo. Otras reflexiones o pláticas se ordenan para ofrecernos materia para la meditación y consiguientes propósitos que ordenen nuestro comportamiento. Esta plática exige más. Nos pide, para haberla aprovechado muy bien, que salgamos de aquí con el corazón limpio de todo resentimiento y decididamente orientadas a vivir la actitud constante de perdón, por la gracia del Sacramento de la reconciliación, que facilita nuestra transformación o cambio al espíritu de Dios. Al espíritu que nos ha exigido Jesús al decirnos: «Si al llevar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda y vete a reconciliar con tu hermano ». Sólo si hacemos esto podremos continuar nuestros Ejercicios con provecho. De esta plática, vivida, va a depender el éxito espiritual de los Ejercicios.

Porque, si no conseguimos ahora mismo el paso al espíritu de Dios liberando nuestro corazón de todo resentimiento, no nos recibirá El la ofrenda, es decir, nuestro deseo de vinculación con El, de transformación en El. No nos la recibirá porque no podrá darnos la gracia para conseguirla si nos acercamos al Sacramento del perdón sin presentarle un corazón dispuesto, desatado del rencor, con propósito firme de regirse en adelante por la ley del amor y del perdón, a semejanza del Padre.

Vamos, pues, a disponernos a ello —y esto nos sirve de preparación para la confesión que hemos de hacer— recordando ahora, delante de Jesús Sacramentado, todo el proceso de nuestra vida desde nuestra infancia. Recordemos, despacio, a todas las personas que hicimos sufrir y que nos han hecho sufrir; a todas las que hicimos algún mal y nos lo hicieron, sea cual fuere.

Recordemos, como dice San Ignacio, acontecimientos, lugares, personas, que creemos negativos para nuestra vida y dejaron resentimiento en nuestro interior. Recordémoslos para perdonarlos: rechazos, incomprensiones, experiencias negativas, injurias, engaños, traiciones, calumnias, soledad, efectos de la prepotencia, etc. Todo, recordémoslo ante Jesús Sacramentado para echar de nosotras todos esos recuerdos remansados en nuestra mente haciendo pasar sobre ellos el borrador del amor y del perdón que Jesús y el Padre nos piden. Ellos quieren que acojamos en nuestro corazón y en nuestra mente, en su lugar, su espíritu reconciliador, su espíritu de amor. Es lo único que nos importa en nuestra vida, y lo más importante para construir nuestra comunidad en la paz y el amor. Pues, si no perdonamos de corazón a los que nos hicieron o hacen el mal, anidará en nuestro interior el espíritu de venganza, de autodefensa, y veremos agravios donde no los hay, propio de un corazón y una mente no sanados, no purificados. Recordemos para ayudarnos... «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

¿Cómo no vamos a perdonar, hermanas, si ponemos delante de nuestros ojos todo el mal que hemos hecho y estamos haciendo a los hermanos o hermanas? En esto es en lo que vamos a detenernos ahora. No sólo en perdonar de corazón a quienes nos han ofendido durante toda nuestra vida para expulsar de nuestro corazón el rencor, sino en tomar conciencia clara de que somos objeto de perdón [por parte] de tantas personas a quienes hemos agraviado o actualmente estamos ofendiendo, aun quizá en mayor intensidad de lo que a nosotras nos han ofendido según hemos mencionado arriba: incomprensiones, rechazos, injurias, falta de amor, etc., etc.

Examinemos delante del Señor las actitudes que mantenemos con cada una de las hermanas. ¿Las tratamos a todas igual? ¿Las acogemos a todas igual? ¿Las disculpamos a todas igual...? «Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». Que el recuerdo de esta divina Palabra nos ayude a perdonar a unos y amar a todos.

Un modo eficaz de ayudarnos a llevar a la práctica este perdón que Jesús nos pide y de mejorar nuestro comportamiento con las personas que tratamos fríamente es recordar los beneficios o favores que estas personas nos han hecho. Además de los servicios prestados diariamente, ¿no se debe a ellas nuestra madurez personal y espiritual? Reflexionemos sus virtudes ante el Señor, El las conoce, aunque para nosotras pasen desapercibidas.

 Arrojemos de nuestra mente y de nuestro corazón todo lo negativo, para que en su lugar entren las fuerzas positivas del amor. Es lo único que nos importa. Lo demás..., aun los acontecimientos negativos, nada son y para nada valen. Para nada, sino de obstáculo para entrar en el espíritu y vida de amor de Dios, que esto sí que nos interesa y vale.

Por tanto, mirando a Cristo en el Sagrario, vayamos ofreciéndoles el perdón a unas, y a otras el amor. Vayamos abrazándolas una a una con ci amor que Jesús nos pide y que el Padre nos manifiesta perdonando al administrador infiel, al hijo pródigo, y como nos perdona a cada una de nosotras día tras día, momento tras momento.

Y hagámoslo como Jesús perdonó a los que lo mataban... totalmente, universalmente, disculpando, amando, orando, restableciendo por completo la confianza y el amor, volviendo a contar con ellas en nuestros proyectos comunitarios y aun personales, como nos enseña el Señor; con prudencia en algunos casos, teniendo en cuenta su ineptitud en unas o desacertados consejos en otras, que volverían a producir los mismos daños en nosotras, pero con un amor que restablezca la confianza y el amor hacia ellas, repito, como si nos hubiesen hecho mucho bien y ninguna ofensa.

Hoy es el día de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación para unir perdones. El que Dios nos ofrece perdonando nuestros pecados, y el que nosotras ofrecemos a Dios, perdonando a todas las personas que nos han ofendido. Y cuando nos confesemos, hagamos la intención de que la misma absolución del Sacerdote que nos perdona en nombre de Dios acoja también nuestro perdón a los demás, para que tenga más eficacia, y así salgamos del confesionario transformadas con la fuerza de la gracia sacramental.

Si no podemos confesar hoy, unamos al perdón que ya hemos ofrecido a cuantas personas nos han ofendido el deseo de que este perdón nuestro se una a la primera absolución sacramental que recibamos. Digámoselo así al Padre, a Jesús y al divino Santificador, con toda el alma. La persona que perdona porque agradece a Dios su perdón, y a quien le ha agraviado los beneficios que también ha recibido de ella, está visitada por la gracia de Dios.

A este respecto, quiero recordaros la llamada que nos hizo Jesús el primer día de Ejercicios. Nos dijo: «Mira que estoy a tu puerta llamando, si me abres —si perdonamos echando de nosotras el rencor— entraré en tu casa, y cenaré contigo y tú conmigo». Es decir, se establecerá nuestra vinculación con Dios, amistosa, la amistad original, y como a esposas verdaderas nos dirá: «Te sentaré conmigo en mi trono, como yo, que vencí también y me he sentado en el trono de mi Padre».
Sí, hermanas, Jesús venció. Y venció porque perdonó.

Con este ejemplo y este premio, ¿quién no perdonará a quien le haya ofendido? ¡Duras de corazón seremos e indignas de Dios si no lo hacemos generosamente! ¡Con todo el corazón, con toda el alma! Jesús sabe que esto es nuestra felicidad, por eso desea tanto que lo hagamos. Es porque nos desea. Porque desea estrechar nuestra vinculación y unión con El. Y nos está mostrando el camino. No le despreciemos, que eso sería nuestra destrucción. Hagamos un breve silencio y... respondámosle... ¡Dios nos habita!

Y, suponiendo que nos hemos rendido a tan soberano amor perdonando totalmente a todas las personas que nos hayan herido, celebrémoslo con gozo dando gracias al Señor por su misericordia, por la gracia que nos ha dado para hacerlo. Digamos en el interior del alma: «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24), porque hemos convertido el mal que teníamos en el corazón en bien. Hemos recuperado nuestro amor y la vinculación que teníamos con nuestras raíces, y la gracia de Dios nos habita.

De este modo hemos garantizado el fruto de los Ejercicios. Hemos cumplido la primera condición que nos ha puesto el Señor para establecer la vinculación transformadora, íntegra, con El y con el hermano, y podremos ya «ofrecerle nuestra ofrenda». Hoy podremos entender también el heroísmo de nuestra Madre Santa Beatriz, que perdonó de corazón a quien intentó matarla. Así se llega a la santidad, hermanas, no de otro modo.

Demos gracias a Dios, y pidámosle por intercesión de nuestra Madre Inmaculada y de nuestro Padre San José, de santa Teresa Jornet que nos ayuden a mantener la actitud constante de perdón para perdonar siempre, «hasta setenta veces siete» (Mt 18,22).

Recordamos una vez más, y así terminamos: «Si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s). Que así nos haga el Señor humildes, humildes de corazón por la gloria de su Nombre, para que aprendamos a perdonar, y a pedir perdón a quien ofendamos. Que así sea. Amén.

 

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

 

DESDE LA ORACIÓN PERMANENTE CONVERTIRSE AL AMOR  DE CRISTO PERMANENTE ENTRE LAS HERMANITAS Y ANCIANOS.

 

En esta meditación vamos a tratar de examinar y purificar nuestro amor en lo que tiene de ajeno al de Dios, para reforzar nuestra propia identidad espiritual nacida del Amor que nos dio a luz, y ordenarlo en nuestras relaciones comunitarias. Hemos estado hablando constantemente del amor como se habla de la propia vida, porque vida y amor se unen, pero en esta plática vamos a concretarlo en la vivencia del amor fraterno, el peculiar de la vida comunitaria y religiosa. Nuestra Congregación es fundamentalmente una Comunidad del amor de Dios y de su santidad. La Comunidad de la nueva creación que deja a un lado el propio egoísmo, fruto del viejo pecado, para «acoger» con amor limpio a cuantas Hermanas Dios congregue en nuestra Comunidad evangélica y apostólica en servicio de los ancianos. Esto bien vivido origina amor, comunión.

Por ello vamos a cimentar nuestro amor en la única razón de amar, en Dios. San Juan nos dice: «En cuanto a nosotros, amémonos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Esta es la razón, que Dios nos ama a cada una de nosotras. En cada una y en todas reside el amor eterno de Dios. De aquí que la vida de caridad fraterna es una de las realidades más vivas y eficaces para conseguir la intimidad con Dios. El amor a las Hermanitas, porque Él las ama, nos lleva a Dios, manifiesta a Dios y nos hace participarle. En cambio, la falta de caridad con las Hermanas nos aleja de Dios, hiere a Dios y nos hace ajenas a Dios. No lo expresamos.

Amando como el Padre y Cristo nos amó, sabremos vencer y sobrenaturalizar todas las dificultades que se nos presenten en el ejercicio del amor fraterno. Y tanto más puro y perfecto será el amor a las Hermanitas, cuanto más intenso sea el que tenemos a Dios. Porque no basta amarnos cuando mostramos lo que somos, imagen y semejanza de Dios en nuestra conducta, sino cuando aparecen en nuestro comportamiento las propias debilidades. El Padre y Cristo nos amaron siendo nosotros pecadores, nos dice San Pablo; por ello hemos de amar a los que nos hacen bien y a los que nos hacen mal. Hemos de amar a todos, porque, repito, Dios nos amó primero a nosotras y a esas personas que nos cuesta amar.

Para alcanzar la altura de este amor, de ese amor suyo que amó y oró por los que le mataban, es necesario e imprescindible tener muy apagado el egoísmo, el amor propio, que es cuando alcanzamos la altura del amor de Dios, para que en nuestra interioridad esté dando vida este amor divino a la armonía y bondad, a la «acogida» fraterna que mencionan nuestros Estatutos.

Si esto lo procuramos como hemos reflexionado en las pasadas meditaciones, entonces sí podremos amar en ocasiones difíciles, porque nuestro corazón estará en paz, transformado, lleno de Dios. Y en lugar de sentir debilidad, sentiremos fortaleza, seguridad de que lo que nos rodea está sometido a la fuerza de Dios, que es Amor.

Así le sucedió a Jesús en la Cruz que no sintió enojo ni cobardía ante tanto mal como le rodeaba, sino que como era más potente la paz y el amor de que estaba lleno su corazón, el amor afloró sereno, firme, en el momento cumbre del dolor fisico y moral, alcanzando la cumbre máxima del amor: amar, orar, disculpar y perdonar a los que le mataban.

Avivar, pues, el amor de Dios en nuestro corazón es la clave para mantener vivo el amor fraterno. Y lo avivaremos, hermanas, actualizando en cada momento su presencia, el recuerdo del perdón de Dios, de su amor y acogida siempre que pecamos, de ese amor benigno, lleno de ternura hacia nosotras, que nos hace confiar en El, descansar en El, «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2), como descansó Jesús durante su vida mortal en el Padre. Porque esta vivencia y recuerdo del amor de Dios dará forma, al fin, a nuestro amor fraterno.

Si avivamos la fe en el amor de Dios constantemente, nos será más fácil creer en el amor de los hermanos. Si recordamos serenamente cuánto nos amó, será más fácil amar a los hermanos. Si vivimos la presencia cercana y amistosa del amor de Dios, sabremos mantener la amistad con las hermanas, teniéndolas a todas por amigas como El nos tiene por amigas, lo dice Jesús, y lo recordamos el primer día de Ejercicios.

¡Qué armonía, qué paz o paraíso reinaría en el Monasterio! Es lo que se desprende de la vida, de la persona de Jesús, y de sus obras; ellas nos descubren esta armonía, la paz y el amor constante, fuerte, sincero y generoso del Señor, entregado a los hombres para revelarnos con todo su Ser y Hacer cómo era el amor del Padre a sus criaturas.

Y nos lo supo expresar aun en el abandono de los suyos, en la traición e incomprensión de su pueblo; siempre, siempre y en todo momento amó Jesús. Porque sabía que el amor del Padre no perece, ¡porque es Dios!

Hermanas, me entretengo en esto porque es muy importante. No dudemos que la experiencia del amor que tengamos del Padre y de Jesús será la fuerza y el impulso de nuestro amor fraterno y el que le dé perennidad, como personas que viven de Dios y para Dios, para amar con El y como El.

San Pablo nos concreta este amor de caridad con los hermanos y su valor en el capítulo 13 de su primera carta a los Corintios. Dice: «Aunque hablara las lenguas de los ángeles, aunque tuviese el don de profecía, aunque tuviese tanta fe que trasladara montañas, y aunque distribuyese mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13,1-3).

Y preguntamos, ¿pero es que no es caridad tener el lenguaje de los ángeles, su altura?, ¿es que no es un don divino la profecía?, ¿es que se puede trasladar montañas si no es por una fe animada por la caridad?, ¿es que se pueden distribuir todos los bienes propios entre los pobres según la enseñanza evangélica y no tener caridad?, ¿es que puede haber ascesis tan comprometida como representa entregar nuestro cuerpo a las llamas, sin caridad?

Se puede, hermanas, se puede. Porque todo lo enumerado arriba no es Dios, y la verdadera caridad es Dios. Todo lo de arriba, incluso adquirir conocimientos de Dios para más conocerle, se puede hacer por otros fines no teologales, y entonces no serviría de nada. Podría ser filantropía el hecho de repartir los bienes a los pobres, fanatismo o masoquismo entregar el cuerpo a las llamas. Pero, en cambio, todas estas cosas son caridad si están impulsadas por una vivencia fuerte de Dios, y nuestro amor y caridad sean de Dios mismo, sea El la fuerza que impulse nuestra vida y nuestro hacer.

Entonces es cuando nuestro ser y hacer tendrán las características de la caridad: será paciente, amable, no envidiosa, no jactanciosa, no se engreirá; será decorosa, no buscará su interés, no se irritará; no tomará en cuenta el mal; no se alegrará de la injusticia, se alegrará con la verdad. Todo lo excusaremos. Todo lo creeremos. Todo lo esperaremos. Todo lo soportaremos (1 Cor 13,4-7).

Como veis, hermanas, aquí se habla de virtudes, de santidad, más que de hacer. Porque la caridad es Dios, y sólo tendremos caridad cuando estemos transformadas en Dios; es entonces cuando nuestra caridad tendrá las características de la verdadera caridad. Tendrá destellos de Dios, destellos de eternidad, porque fulgurará en ella la potencia permanente de un amor que es más fuerte que nuestra debilidad humana.

Porque, repito, la vitaliza, la penetra Dios que es Amor. Su amor es el que da valor a cada una de las características de esta letanía de la caridad, es el que da aguante, virtud, bondad, humildad, ternura, paciencia, entrega a los demás. Y, hermanas, si todo esto no lo tenemos en nuestro ser y hacer, seremos nada, nada ante Dios. Porque no tendremos a Dios en nuestro corazón, en nuestra vida.
Por ello, para ayudarnos, vamos a reflexionar brevemente la praxis de cada una de las características de la caridad:


1. La caridad es paciente

 

Sabe aguantar pacientemente las injurias, comprendiendo que debe dar más amor, más comprensión a quien le injuria; deseando con ello devolverle la paz que ha perdido quien ie está molestando quizá sin conciencia plena de lo que está haciendo y de que está siendo víctima de la fuerza del pecado, o instrumento de Dios para nuestro crecimiento espiritual.

A este respecto nos dice Amma Sinclética: «,Por qué odiar al hombre que te entristeció? No es él quien cometió la injusticia sino el diablo; odia la enfermedad, pero no el enfermo». Y San Pedro añade: «No devolváis mal por mal ni injuria por injuria; sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición» (1 Pe 3,9).

Sabe también escuchar serena, pacientemente, sin prisas, aunque no tenga tiempo. Sabe que, en ese momento en el que ie solicitan su tiempo, es Dios quien se lo pide en los hermanos y hermanas. Lo más importante, por ello, es escuchar, porque sabe que es estar con Dios. Escuchar tratando de entrar dentro de los sentimientos de la persona, como entraría Cristo, con atención y humildad, con amor, hasta hacer propios los problemas o preocupaciones de la hermana. Sabe aceptarla tal cual es, con un corazón dilatado, hasta encontrar gusto en escucharla, ci mismo que podría tener en escuchar a Dios, sintonizando con el gusto que la hermana o hermano tiene en hablar.

La caridad sabe descubrir por ello en las personas que importunan a quien necesita nuestra ayuda, nuestra ternura, nuestra comprensión, y sabe ayudar si piden ayuda, sin quejamos de sus inoportunidades, sin quedarnos en sus impertinencias, recordando la exhortación de San Juan: «Quien viendo a su hermano en la necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios? Amémonos con obras y verdad, no de palabra ni de lengua» (1 Jn 3,17s).

 

2. La caridad es amable

 

         La amabilidad como actitud nace de un amor apasionado por Dios; por ello sabe atender con amor las impertinencias de quien sufre. Sabe acompañar la soledad de una anciana o de una enferma angustiada, de alguien que está solo. Sabe darle atención, seguridad, protección, cariño, comprensión, bondad, descanso, amistad. Sabe compartir los bienes espirituales y materiales con ella, despojándose de lo que tiene como nos dice el Señor.

Escuchemos el siguiente hecho desconcertante a los ojos del mundo, pero lógico evangélicamente, que nos enseña a vivir el milagro del amor: «Un día el anciano Besarión habiendo llegado a un pueblo, vio en la plaza un pobre muerto desnudo, se quitó el manto y lo cubrió. Más adelante se encontró con otro pobre desnudo; lleno de generosidad le dio la túnica y cuando éste se alejó vestido, el anciano se acurrucó desnudo cubriéndose con las manos. Pasó por ahí un magistrado que conocía al anciano y le preguntó: ¿Quién te ha despojado? El anciano alargando el libro de los Evangelios que siempre llevaba consigo dijo: ¡Este me ha despojado!».

Así, hermanas, ama la caridad, siempre amable, así vive el Evangelio, colocando los intereses de los demás por encima de los propios, sin esperar recompensa, como hizo Cristo con nosotros, aunque El nos asegura la bienaventuranza de la caridad en su aspecto amable diciéndonos: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido, en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1).


3. La caridad no es envidiosa


         Sabe celebrar los triunfos de los demás como si fueran propios, porque sintoniza de corazón con los sentimientos de alegría del que triunfa en sus proyectos. Porque está llena de Dios no puede entristecerse de las ventajas de ios demás en estima, honores, inteligencia, ni porque las vea mejores en virtud; al contrario, se alegra de ello. Sabe descubrir presencias de la bondad de Dios en las actitudes o valores de los demás, y alegrarse de ello. Sabe también ceder el paso a quien está más dotada, sirviéndolas, si preciso fuese, de pedestal para que brillen sus cualidades. Sabe preocuparse y procurar más amor a las demás que para una misma. Sabe «sentir» a los demás, «amarlos», como dice San Pablo: «Reír con el que ríe, llorar con el que llora» (Rom 12,15).

4. La caridad no es jactanciosa

 

Sabe que nada de lo que tiene es suyo, ni subsiste por ella misma sino por quien la sustenta: «Si te engríes, piensa que tú no sustentas la raíz, sino la raíz a ti» (Rom 11,18). Por elio mantiene constantemente una actitud sincera de humildad ante Dios y ante los hombres, alimentándola en su interior con el recuerdo de los propios pecados y fragilidad humana e intelectual. Sabe que es ciega en las cosas espirituales, que no puede enseñar a otros el conocimiento de Dios, si él no le enseña, por eso no pretende señalar el camino a nadie, ni alardear de saberlo. Sabe que su voz en las cosas de Dios ha de ser su comportamiento silencioso, fiel, bondadoso, humilde, antes que su palabra, porque el arrogante nunca sabrá hablar de Dios con acierto, pues nadie posee la cátedra de la sabiduría de Dios para colocar- se por encima de ellos, sino el humilde. Nos lo dice el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos» (Lc 10,21).


5. La caridad no busca el propio interés


Porque quien está convencida de que su vida física y espiritual es fruto de la gracia divina no puede plantearse sus relaciones fraternas desde el interés. Por ello sabe aceptar a las personas tal cual son, sin cambiarlas al propio modo de ser, sin servirse de las hermanas ni de los acontecimientos para el propio egoísmo.

Porque eso sería amar su propio reflejo, su bienestar, sin tener en cuenta a las demás. Sabe que en la propia renuncia encontrará la paz para la convivencia. Sabe que la caridad no atrapa, sino que sirve y libera al que ama. Ama para darse, no para buscar sus gustos y sus intereses. No domina afectos, rinde el suyo sin esperar recompensa. Sabe que ha de anteponer el interés de los demás al suyo.

 

6. La caridad no toma en cuenta el mal

 

Sino que perdona la ofensa recibida con todo el corazón y la disculpa, no escuchando propias razones sino la razón del amor; la de llevar siempre en el corazón la presencia del amor de Dios que manda excusar siempre el mal, «perdonar hasta setenta veces siete» (Mt 18,21s).

Por ello la caridad no hunde al ofensor, sino que, como el Padre al hijo pródigo, lo levanta hasta su corazón con amor, porque sabe que todos cabemos en el corazón amoroso de Dios, ofensor y ofendido. Y sabe que debe borrar de la mente la ofensa recibida y recordar los beneficios recibidos de la persona que le ofendió, y recuperar la confianza con ella.

Sabe que Dios ha podido permitir la ofensa para que practique la virtud. Escuchemos este ejemplo: «El Abad del monje Libertino, enfurecido, un día echó mano de una banqueta y le golpeó con ella en la cara y en la cabeza dejándole cubierto de cardenales y contusiones. A los que le preguntaban qué le había sucedido les respondía Libertino: “Ayer, por culpa de mis pecados mi cabeza tropezó con una banqueta, y miren cómo estoy”». ¡Que no se nos olvide este testimonio impresionante de que la caridad no tiene en cuenta el mal!

No tiene en cuenta el mal la caridad porque sabe también que muchas veces el ofendido se puede convertir en ofensor. No perdamos por ello la alegría que nos reporta no tomar en cuenta el mal, convirtiendo en amor y paz nuestras relaciones humanas.

 

7. La caridad no se irrita

 

Sabe que el amor vale más que dar satisfacción a la ira, y que los conflictos nacen por falta de amor. Y sabe que el amor es mayor que la injuria recibida, y no puede ahogar lo que vale, el amor, por lo que no vale, la ira. Sabe la caridad que el mal no se cura devolviendo mal, sino amando. Y sabe que más nos curamos del mal que nos han infligido amando, que dando paso al resentimiento.

Por difícil que se nos presente el ejercicio de la caridad ante las grandes contradicciones, nadie puede impedirnos amar, nadie manifestar lo que somos: amor, porque el bien está por encima del mal, el «ser» por encima del «hacer». Hermanas, tomemos las riendas de la razón, y hagamos del amor el impulso de nuestra vida, dando e1 valor que tiene la caridad sobre la malaventurada ira. Escuchemos a Abba Agathón: «Nunca me dormí con un agravio contra alguien, y en la medida que podía, no dejé jamás a nadie dormirse con un agravio contra mí».

 Esto es caridad y mansedumbre, hermanas. Esto es tener un alma buena y haber logrado un temperamento disciplinado, por haberse cimentado en Dios. Abba Poimén corrobora lo dicho con este consejo: «La maldad no suprime de ningún modo a la maldad. Si alguien te hace mal, hazle bien, a fin de suprimir la maldad por tu buena acción. Si el alma se separa de quien discute, ci espíritu de Dios viene sobre ella». Y el Sirácida nos dice: «La boca amable multiplica las afabilidades» (Sir 6,5) porque «la caridad no se irrita».


8. La caridad todo lo excusa

 

         Incluso lo que más nos duele: la falta de amor y comprensión en los momentos difíciles de la vida. Lo excusa porque sabe que Dios puede permitirlo para purificar nuestra falta de amor con los demás. Para que lo descubra, y descubra asimismo que la fuente de la alegría es Dios, que reside en nuestro interior, y es capaz, si nos volvemos a El, de convertir nuestra tristeza en gozo (Jn 16,20), nuestra debilidad en fuerza. Descubre, en fin, que la fuente del amor y de la felicidad, y ci sentido de su vida está dentro de una misma.

Todo lo excusa, porque sabe que nuestra paz no consiste en lo que ocurre a nuestro alrededor, sino en lo que ocurre en nuestro interior. «De dónde vienen las luchas y ios litigios entre vosotros? No provienen acaso de vuestras pasiones que luchan en vuestro interior?» (Sant 4,1). Por eso la caridad nos enseña a quitar importancia a las contrariedades y conflictos para establecernos en la paz, en el amor, que es ci que hace que incluso no los veamos, o silos vemos, sepamos excusarlos. Así nos convertimos en transmisores del amor, de la paz y de la gracia de Dios.

9 La caridad no se alegra de la injusticia


         Porque sabe que los verdaderos logros del amor se alcanzan tratando con ecuanimidad a los hermanos. No se alegra de la injusticia que sería privar de pequeños y grandes detalles de amor y humanidad, de comprensión, de cercanía y amistad a quien tenemos a nuestro lado, aunque no simpaticemos con él, con ella.

Esto es fundamental para hacer justicia en el ámbito de las relaciones fraternales. No se alegra de la injusticia la caridad, sino que goza con la verdad que emana de un amor sin egoísmo con todos, no sólo en el entorno, sino en el ámbito mundial.

Otras muchas cosas se podrían decir de la caridad, que todo lo soporta, que ama sin medida a las hermanas sin utilizarlas para propias satisfacciones e intereses. Se podría decir que el ejercicio del amor nos cambia, nos transforma, nos santifica; y cambia y transforma nuestro entorno, y hace que veamos a los que nos rodean con los ojos de Dios.

Dejémonos, pues, elevar por el amor, no arrastrar por el egoísmo que nos carga de pecado y tira de nuestra vida hacia abajo, hacia el mal. No nos inclinemos a ver dificultades en la práctica del amor. No lo veamos inalcanzable, porque ya sabemos que éste reside en la entraña ms profunda de nuestro ser por estar creadas a imagen de Dios, por tener vida de Dios, gracia divina.

No nos asuste el riesgo de creer en la bondad del hermano, en el bien. No nos asuste amar, agarrándonos a nuestras seguridades, apoyándonos en el erróneo adagio castellano: «Piensa mal y acertarás». No, hermanas, esto es un error pagano que haría crecer nuestra inseguridad, nuestra falta de concordia, de paz, y nos dejaría vacías de amor, vacías de Dios.

         Busquemos nuestra seguridad donde está, en Dios, en el amor, en la caridad, en su fuerza, en la alegría y la paz que ella aporta, porque «la caridad es Dios» (1 Jn 4,8). Y tengamos muy presente que si no sabemos olvidarnos de nosotras mismas no sabremos amar, no sabremos ser cauce del amor de Dios hacia las hermanas, ni sembraremos confianza entre ellas porque el egoísmo es nuestro peor enemigo.

         Hermanas, de una vez para siempre porque nos conviene, antepongamos en todo momento el bien, la paz, el descanso, el amor a las hermanas en el ejercicio de la caridad; antepongámoslo al nuestro.

¡Qué felices seríamos unas y otras! ¡Amemos de verdad en las situaciones difíciles de la convivencia fraterna, que es cuando lo necesitan las hermanas, además del gran desarrollo espiritual que nos aporta haciéndonos crecer en la energía divina, en el amor, en la fe, donde quedará sanado todo nuestro ser, nuestra voluntad, nuestra mente, nuestra sensibilidad, por la energía santificante y depuradora de la caridad, que nos convertirá en un solo ser con Dios por la unión de amor, y un solo sentir con las hermanas!

Esto es grandioso, pero así quiere Dios que nos amemos. Es grandioso, pero posible desde el momento que nos olvidemos de nosotras mismas, porque es la consecuencia de la fuerza creadora o poso divino que Dios dejó en nuestro corazón al crearnos, que llegará a su plenitud si le dejamos desarrollarlo a fuerza de amor.

Es grandioso, sí, y posible, como la resurrección. Pero debe preceder la muerte o aniquilamiento de la fuerza del pecado, en nosotras, que tenemos la vida gloriosa de Dios, el amor.

El Espíritu divino, hoy, en estos Ejercicios, nos reclama para que hagamos elección firme por el amor, dando puntillazos de muerte a nuestro yo cuando nos impulse a herir a la hermana o desconfiar de ella. De lo contrario viviremos la angustia del fracaso, del malestar espiritual, si damos paso en estas situaciones al egoísmo. Si tuviéramos presentes nuestros propios pecados, tendríamos medio camino andado.

         Abba Pior nos enseña, con su ejemplo, a vivir con los ojos puestos en los propios fallos, no en ios de ios demás para poner en peligro el amor. Él, para evitar este peligro, se puso a la espalda una bolsa llena de arena, y puso también un poquito de arena en el bolsillo delantero de su vestido. Así, experimentaba ci peso de sus pecados atrás en la espalda, y exculpaba los pocos pecados del hermano que llevaba delante. ¡Maravillosa sabiduría, guardiana de la paz y amor fraterno!

         Vivamos así, y nos costará menos acoger, comprender, amar a las hermanas, y no nos atreveremos a tratarlas con dureza, con egoísmo. Podríamos decir: aunque nos parezca que lo merecen. Ni juzgaríamos. No nos atreveríamos a juzgar ni siquiera las reacciones fuertes de nadie, porque el recuerdo de nuestros pecados nos quitaría la fuerza para hacerlo. Esto construye la comunidad, hermanas, lo contrario la destruye y, en lugar de ser común unidad, pasaríamos a convertirnos en común división, y así andaríamos desasosegadas, desorientadas, desilusionadas.

         Comprensión, pues, comprensión, mucha caridad y respeto con todas. Juicios contra ninguna. Respeto a su opinión, aunque nos parezca que carece de valor; no importa, a no ser que esté claramente deformada, porque esto formaría una comunidad desorientada.

         Amma Sinclética decía: «Si vivimos en comunidad, no debemos buscar lo que es nuestro, ni seguir nuestra opinión personal». Y Abba Poimén decía: «La vida en común tiene necesidad de tres prácticas: una la humildad, otra la obediencia y la tercera el amor, y poner manos a la obra». Y añadía: «No podrás cumplir con la obra propia de la comunidad a no ser que quites todo deseo de éxito, de egoísmo; quien permanece en la comunidad debe ver a todos los hermanos como uno solo, y cuidar su boca y sus ojos. Así descansará sin preocupación».

         Y así, hermanas, seremos «la comunidad del amor de Dios —la comunidad arrebatada por el espíritu de caridad divina—, la comunidad que se acoge —incondicionalmente— sin escogerse, la comunidad que vive unida para mejor transmitir a Dios —sus perfecciones, su unidad Trinitaria, su caridad—, la comunidad unida para la alabanza, unida para el trabajo, unida en los problemas, unida entre sí.

La comunidad que progresa en la observancia común, en el estilo de vida propio, sin rivalidades, porque cada Monja es tenida en cuenta como miembro vivo, con sus posibilidades, sus limitaciones de cultura, edad, salud. La comunidad de la armonía, de la dulzura, de la paz. En fin, la comunidad de hermanitas, la comunidad comprensiva —la comunidad con calor de familia espiritual—, siempre joven en el espíritu y en la caridad. Como dicen nuestros Estatutos, que no falte a la caridad al reprender una inobservancia, porque es mayor falta de observancia la falta de caridad, que está sobre toda observancia» (Estatutos 93,1-9). Primero habríamos de preguntar por qué esa falta de observancia.

Hermanas, estoy hablando para Monjas aptas para la convivencia fraterna, como dicen nuestras Constituciones. Aquí reside la obligación del discernimiento de vocaciones, para asegurar la paz comunitaria.

Y terminamos, hermanas, porque se nos va el tiempo, con la exhortación de San Pablo: «Como elegidas de Dios, santas y amadas, revistámonos de un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo [donde siempre hay un “sitio” para acoger al que no es acogido por los demás]; sobrellevándoos, perdonándoos mutuamente, del mismo modo que el Señor nos perdonó. Así también nosotros debemos perdonamos. Pero ante todo revistámonos de caridad que es el lazo de la perfección» (Col 3,12-15).

Parece que aquí a San Pablo todavía se le antoja poco sobrellevarnos, perdonamos, tener un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo, aún le parece poco y todavía nos dice que nos revistamos de la caridad, que es el lazo de la perfección. Parece que quiere decirnos, una vez más, lo que hemos venido reflexionando. Que nos revistamos del amor de Dios, de Dios mismo, porque es Dios quien nos puede unir de verdad con todas las características que menciona San Pablo, sólo su amor divino, que es el que tiene fuerza para superar todas las dificultades que puede haber en una convivencia fraterna, y entender que esas dificultades son las que nos ayudan a formar  nuestra espiritualidad y crecer en virtudes.

Por eso llenémonos de Dios, revistámonos de Dios, del amor que es el lazo de la perfección. Pidámosle que nos muestre las gracias y belleza de su rostro divino, que las grabe en nuestro corazón para que podamos revelar en nuestro comportamiento su bondad, la ternura, la entrega, el amor y el perdón de su corazón, con toda verdad y humildad.

Igualmente, continúa San Pablo: «La paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados». Reinará como consecuencia del amor. Sí, hermanas, porque, «si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, el que no ama a su hermano que ve no puede amar a Dios al que no ve; éste es el mandamiento recibido de él, el que ame a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20s).

Pensemos esto despacio, hermanas, muy despacio. Que el amor sea nuestra primera fuerza en la comunidad, que el amor sea más grande que todas las dificultades en la convivencia fraterna. Que sea nuestra delicia vivirlo. Porque el amor es Dios.

Que María, nuestra Madre y Madre del Amor Hermoso nos ayude a vivir el amor de Dios revertido en las Hermanas. Que nuestro Padre San José interceda ante el Señor, para que nos alcance la gracia de vivir nuestra gran vocación al amor fraterno monástico, con la entrega, sacrificio y eficacia con la que él vivió su amor a Jesús y a María. Que nuestra Madre Santa Teresa Jornet, víctima que fue también del amor, nos ayude a vivirlo. Así sea.

 

VAMOS A HABLAR DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA LLEGAR A LA AMISTAD CON CRISTO:

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE PARA ENCONTRARNOS CON CRISTO EUCARISTIA, AHORA AFIRMAMOS QUE LA FE SÓLO SE RECIBE, SE CULTIVA Y SE DESARROLLA POR LA ORACIÓN: TODOS LOS MÍSTICOS: SANTA TERESA: QUE NO ES OTRA COSA ORACIÓN... SAN JUAN DE LA CRUZ: OH NOCHE QUE GUIASTE...

 

INTRODUCCIÓN

 

         El título completo del libro (no está publicado, está precisamente en imprenta, así que sois lo primeros en conocerlo) tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

         Y esta Iglesia somos cada uno de nosotros. Quiero decir, que no basta decir la Iglesia necesita santidad, sino que esta santidad la necesita cada miembro de la Iglesia, esta santidad debe empezar ya en cada uno de nosotros. Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente.

         El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y la congregación religiosa no son los estatutos, sino los religiosos, y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal. 

         Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

         Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

         Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

         Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

         Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

          Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual.

         Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales»[5].

         Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la prudencia y mediocridad del mundo y de la carne; consecuentemente, esta reconversión personal, sin apoyos doctrinales o ejemplos externos, se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde sólo  Dios amado personalmente sobre todas las cosas, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

         Me cuesta escribir este libro también,  porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales; pero siento algo en mi que me empuja a hacerlo por amor a Cristo y a su Iglesia; alguien  me empuja a ser profeta, y no me gusta,  porque sé que decir cosas desagradables, ser profeta, aunque sea  en el nombre del Señor, sin que se me trabe la lengua, lleva consigo incomprensiones, críticas, sufrimientos; tengo experiencia.

         Y me cuesta finalmente hacerlo porque se que todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tenga de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo, no es el que uno aprendió en teología, sino el que uno vive, especialmente, desde la relación personal con Él por la oración.

         Así que, a pesar de esto y  no ignorándolo, hablaré, porque esto es lo que veo y siento dentro de mí, y lo veo porque es lo que me critico y trato de superar en mí vida personal; es lo que quiero convertir en mí mismo, el primero, y luego, si puedo, como lo sufro y experimento en mi, ayudar y dar un poco de luz y ánimo a mis hermanos, todos los bautizados, especialmente a mis hermanos sacerdotes, ungidos por el Santo Espíritu en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo,  que hemos de conocer, amar, vivir, predicar y celebrar.

         Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia nuestra, actual, incluso para los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

 

1. Y EMPECEMOS A DECIRLO  CON HUMILDAD, QUE ES «ANDAR EN VERDAD», PARA BIEN DE LA SANTA IGLESIA

 

          Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único es la oración, oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario, y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

         Le falta belleza y atractivo, el de la santidad, el de los santos, a esta Iglesia actual que se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo natural, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

         Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo; pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente, sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, que para esto vino y se encarnó, teniendo cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

         Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar, por misión y encargo, a otros a esta experiencia de Dios, a la santidad, unión con Dios, gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[6]».

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identicazos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

 

         Encuentro el 14-9-10 en Zenit estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

         A la Iglesia actual le falta oración-conversión personal y humildad, andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

         Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos, y al dejar la conversión, hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración, y al dejar la oración, no podemos tener experiencia de Dios ni hacer apostolado auténtico porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas y no podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor; en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche, y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos; de esta forma, impedimos que Dios entre en nosotros  para que podamos sentirlo, ya que el Hijo de Dios encarnado nos lo dijo bien claro: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; pero a Dios hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él.

         Y lógicamente al decir conversión, también estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna», en la que hay que seguir. Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de amar más a Dios y convertirse totalmente a Él.

         A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como sospechoso, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[7]».

         Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva,  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración convertida a Dios, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros, y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo. Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...

                    

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2. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

 

A). Muy claro y alto lo dijo Mons. Rouco Varela:

 

         B). El mismo Juan Pablo II también lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla, en alguna de sus partes, al final de este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero; y, como sacerdote, asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado. En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mis juventud, del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, pero de la de Cristo, no la mía o la tuya,  para hacer esas acciones.

         Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado, es puro profesionalismo porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

         Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

         El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible; y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él sin experiencia de la misma fe, es como si no existiese, porque no se puede comprender, hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

         Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio, para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida. El Hijo, viendo al Padre entristecido, porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

         La Voluntad, el Amor del Padre fue, al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama, y me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria.

         Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino de «que muero porque no muero».

         Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

 

         Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe, la desilusión de los trabajos apostólicos, que percibimos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica, a la fe experimentada, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

         La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión, y, desde luego, poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca, en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en su humanidad prestada, en el Cristo encarnado en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

         El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona, «in persona Christi», a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida.          Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado.  

8. TODO ESTO LO HA DICHO MEJOR JUAN PABLO II EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE, POCO CONOCIDA Y MEDITADA EN SÍNODOS Y REUNIONES APOSTÓLICAS,  Y MENOS PRACTICADA

 

La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

 

<<Un nuevo dinamismo

 

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

 

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

 

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

 

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

 

CAMINAR DESDE CRISTO

 

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga ntroduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

 

LA SANTIDAD

 

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

 

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

 

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.

VÍSPERAS: LA PRIMERA ORACIÓN EUCARÍSTICA QUE ESCRIBÍ EN MI CUADERNO DE PASTAS GRISES

 

Texto de Juan Pablo II en la NMI:

 

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

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Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico hace ya casi cincuenta años, porque me ordené en junio del 1960 y, si Dios quiere, haré mis bodas de oro sacerdotales en junio del 2010.

La escribí en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos, que, junto al Breviario, me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere--. Y ahora te la voy a exponer tal y como la tengo escrita:    

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste. ¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Última Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con Él  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

¡Ven, Espíritu Santo,

te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

DÍA TERCERO

 

6,30 ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

LAUDES:

 

5.1. VIDA INTERIOR Y ESPIRTTU DE ORACIÓN

 

Toda Religiosa está llamado a vivir desde la fe en un ininterrumpido proceso de conversión, de renovación, intentando actualizar el ser y el actuar de Cristo. Es el reclamo de Dios a una renovación constante a quienes ha elegido para ser continuadores de la vida y misión de su Hijo, con el fin de que lleguemos a la máxima identificación con Cristo.

         Y si esto es tarea inacabada de todo Religioso, vosotras, las Hermanitas, lo debéis de llevar a cabo además como una particular exigencia de la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet. Ella era una mujer de Dios e inmersa en la intimidad con Dios, de profunda vida interior y de exigente espíritu de oración. Y ante este estilo de espiritualidad de vuestra Santa Madre, vosotras no podéis quedaros impasibles o contentaros con hacer, de cuando en cuando, sólo algunas pequeñas rectificaciones externas de conducta, y volver después a la monotonía del desinterés.

Tenéis que propiciar un impulso serio, decidido, de más expresiva autenticidad a todo lo más esencial de la vida cristiana: el cultivo intenso de la vida interior. La vida interior radica en una sublime verdad de fe: la presencia de Dios dentro de nosotros. Dios está en nosotros: Dios vive en nosotros! A través de la gracia santificante —como nos dice San Pedro— «participamos de la naturaleza divina», estamos en comunión vital con Dios, con todo lo que es Dios, con lo común de la Tres Divinas Personas.

En consecuencia hay una relación, comunicación y transmisión de vida con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. ¡Somos «morada» de la Santísima Trinidad! (Jn 14, 23)... Es una realidad sublime que, sin quitarnos de ser humanos, nos diviniza, o puede hacer que todas nuestras vivencias humanas tengan una dimensión divina, transcendente, de valor eterno. Podemos decir con plena convicción de fe: «Dios está en mí y actúa dentro de mí. En consecuencia, yo puedo y debo estar en El, conversar con El, vivir de El, actuar con El...».

Este misterio de relaciones humano-divinas hace que un cristiano sincero, y más aún un Religioso o Religiosa consagrado a Dios en el seguimiento de Cristo, además de vivir una vida humana normal con todas sus implicaciones, pueda llevar una misteriosa vida de fe, de unión con Dios dentro de sí mismo, en la que entra en diálogo vital con El hasta poder dejarse impulsar y configurar en todo por la presencia santa de la Divinidad en su existencia normal. Esto es lo esencial de la «vida interior».

En la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet esta convicción de la «vida interior», como vida de intimidad con Dios y como vida de Dios actuando dentro de nosotros y con nosotros, es la base de toda su actitud, tanto en relación con Dios, como consigo misma o con los demás. Con su estilo y con aquella formación y expresiones de piedad propias de su época, ella viene a manifestar que vive personalmente, y desea que aún mejor se viva en su Congregación, toda la Teología de la Espiritualidad Cristiana, enraizada en el cultivo de una intensa «vida interior»... Sólo así se puede vitalizar el amor que una Hermanita ha de expresar a Dios, a sus Hermanas de Comunidad, y sobre todo a los ancianos...

La Santa Madrevivía constantemente unida a Dios, cultivaba intensamente su intimidad, experimentaba la animación propia de quien se sabe interna e intensamente amada por Dios e impulsada por su Espíritu... Hasta tal punto que ella entendía que eso constituía lo primero y principal, la base o fundamento para poder llevar a cabo todas las demás exigencias de su vida de consagración a Dios y de servicio a los demás.

Las Hermanitas que con ella convivieron coincidían en afirmar que la Santa Madre era una persona de profunda vida interior. «Por su porte exterior —dice un testimonio presencial de su vida— daba a entender que su interior estaba siempre en oración y que no le faltaba nunca la presencia de Dios». «Veía» a Dios en todo, interpretaba su voluntad constantemente, obedecía a su impulso íntimo, estaba atenta a cuanto experimentaba en su intensa vida de oración... Gustaba de estar todo el tiempo posible ante Jesús Sacramentado, y en su presencia alimentaba su anhelo de servir y transfundir el amor divino que llevaba dentro a todas las personas con quienes convivía, y particular- mente a los ancianos a quienes atendía (II 880-881)...

 

Puede la Hermanita cultivar muchos aspectos de la vida cristiana que siempre serán precisos para llevar a cabo su misión; pero Santa Teresa siempre os insistirá que por encima de todo la vida interior, el Espíritu de Dios viviendo y actuando desde la intimidad del corazón, debe de ser la base: «Que no se quede atrás la vida espiritual que es lo más importante», os repite (1 237).

Intentarlo constantemente supone: 1.) poner en práctica toda la purificación que sea precisa —abnegación, conversión—; 2°) dejarse guiar por el Espíritu de Dios, dejarse iluminar por su presencia, dejarse impulsar por su amor; y 3) aspirar a vivir y actuar en continua unión consciente con Dios, unión vital que efectúan en nosotros los Dones del Espíritu Santo.

La Santa Madrees consciente de la necesidad de todo ese proceso; lo cataloga como imprescindible. Y ante la intensa actividad exterior, que sabe tanto acosa a las Hermanitas, no duda en deciros: «Hagamos nuestras ocupaciones acompañadas del espíritu de oración...; porque es imprescindible llevar las cargas del trabajo ayudadas con el fervor del espíritu, y éste sacarlo del recogimiento y de la oración» (II 817). Sin este dinamismo de la vida interior es imposible proceder con sentido evangélico en la ardua actividad que requiere la atención a los ancianos desamparados.


¡Oración, mucha oración, mucho espíritu de unión con Dios! Ella os lo reclama:
«Oremos, oremos con fervor. Con la oración se vencen todas las dificultades» (II 818). Sois conscientes de que en vuestro apostolado las dificultades son muchas. Pero dejarán de ser un inconveniente insuperable cuando la intensidad de vuestra oración alimente la vida interior, actualice la presencia actuante del mismo Espíritu de Dios y consigáis que sea El quien os ilumine, os impulse y os haga proceder en todo con amor. Sólo con una intensa vida de oración se puede llegar a obrar con sentido de Dios, revelando el genuino rostro del amor de Cristo, hecho vida en vosotras.

A unas jóvenes Novicias, que a veces se dejaban vencer por el sueño en el tiempo de oración, con sonriente advertencia y amabilidad fraterna Santa Teresa Jornet les indicó: «Hermanitas, si el primer acto del día lo hacemos mal, ¿qué será durante el resto?.. Pensemos que estamos en presencia de Dios y que le ofrecemos nuestras primicias para que durante el día podamos hacer en todo su santísima voluntad» (II 883). De eso se trata: de hacer en todo la voluntad divina; y esto no será posible sin el impulso vital del Espíritu Divino que habita en nuestro interior. En coherencia, hay que renovar el encuentro con esa presencia divina de manera consciente cada mañana en la oración, de manera reiterada repetidas veces durante la jornada, hasta conseguir que nuestra mente y nuestra actuación se mantengan  
experimentando esa fuerza vivificadora divina durante todo el día. ¡Hacer oración de unión con Dios, que impulse a vivir amándole en todo! Manteniendo esa presencia de vida interior, como quien vive la plena confianza en Dios, en santo abandono en su amor de Padre, es como se consigue cumplir su divina voluntad y se puede realizar y aceptar lo que más convenga al Señor (II 718-719).

Junto a la oración de intimidad con Dios, para vivir su presencia en el corazón y desde ahí animar de manera santificante la vida, la Santa Madre en casi todas sus cartas pide e insiste a sus Hermanitas que hagan oración de súplica: que siempre que vayan a servir a los ancianos, precedan, acompañen y realicen su actividad, suplicando ayuda Dios. Quiere que sean instrumentos del Espíritu que actúe a través de ellas. Por eso es preciso mantener la intimidad con El, y habituarse a una constante y frecuente súplica (1 232 Ss; 378 ss). ¡Hay que mantener la eficacia del apostolado fundamentado en la confianza en la oración, «porque encomendándoselo todo a El
—decía-—- alcanzaremos siempre lo que sea más de su agrado»! (1 378).

«Tenéis que sentiros también solidarias con Dios; impregnadas de su presencia y de su vivencia, para ser unidad de amor con El en vuestra actuación asistencial y de apostolado. En ese aspecto, frecuentemente pide Santa Teresa Jomet a sus hijas aprovechar delicadamente tantas gracias actuales, impulsos de bondad y amor, que Dios —desde la intimidad del corazón— continuamente da... «Si el objetivo personal de cada Hermanita, como exigencia y consecuencia de su entrega a Dios y al servicio a los ancianos, así como condición para orar al estilo de Cristo, es lograr la propia santificación, la Santa Madre entiende que este sublime cometido imprescindible no es posible conseguirlo sin una intensa y profunda vida de oración. Oración para ser santas; y oración para obrar santamente en el ejercicio del apostolado con los ancianos. Tenéis que dejaros llevar por el Espíritu de Dios, mantener una vida de recogimiento, de santo silencio interior, como quien está continuamente dirigiendo toda su mente, su corazón y sus obras a Dios. Sólo desde esa intimidad y espíritu de oración —dice Santa Teresa Jornet— se logra obrar con rectitud de intención, caminar hacia la perfección y fraguar la propia santificación» (II 129-130).

Y una recomendación final, muy propia de la espiritualidad de la Santa Madre: vivir la unidad de amor con la presencia eucarística de Cristo. El amor a la presencia de Cristo Sacramentado y el anhelo de hacer reposadamente y con sosiego la Sagrada Comunión era un anhelo diario de la Santa Teresa Jornet, que os inculcó insistentemente. Ella lo consideraba como un acto diario imprescindible para llenarse de Dios, y para vibrar al ritmo de su amor divino en toda actividad humana. Satisfacer esta necesidad imprescindible de comulgar, visitar frecuentemente el Sagrario y vivir la intimidad con Jesús Sacramentado, era para la Santa Madre el mejor regalo que el Señor le hacía, el impulso santificador que le entusiasmaba, la fortaleza ardiente para obrar bien en todo, la «mayor ventaja» —dice ella— del día para poder sobrellevar con amor y optimismo cuanto la voluntad divina permite o quiere en todo instante (II 565-566).

MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

 

(HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, HABLEMOS AHORA Y DIGAMOS ALGO SOBRE QUÉ Y CÓMO ES LA ORACIÓN EUCARÍSTICA)

 

 

3. LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ES «TRATAR DE AMISTAD» CON JESÚS EUCARISTÍA

 

         Y este trato de amistad con Jesús Eucaristía lo hacemos por la oración personal, llamada «mental» durante siglos, para diferenciarla de la oración vocal o puramente externa, sin encuentro de amor.

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos (que) nos ama» (V 8, 5). Parece como si la Santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo de todos los hombres. De esta forma, Jesucristo, presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario, en la mejor escuela.

         Tratando muchas veces a solas con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos, con amor extremo, dándose; pero sin imponerse. Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de fe y amistad con Cristo, de aprendizaje y práctica del evangelio, de unión y experiencia de Dios, de perdón y ayuda permanente, de vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. Y de esta forma, esta escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte y nos transforma en llamas de amor viva y apostólica. La presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado para nuestras parroquias, para nuestros hogares, catequesis, trabajo, matrimonio y vida ordinaria.

         Pues bien, de esto se trata en este libro, que quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, vida cristiana, liturgia, apostolado...etc. Quiere ser una reflexión sencilla de vida eucarística, de vida de amistad con Jesús Eucaristía, de descubrimiento de su presencia amiga en cada Sagrario de la tierra, desde donde continuamente nos está diciendo:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “Ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Vosotros sois mis amigos”, “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”, “Yo doy la vida por mis amigos”.

         Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencia sacerdotal de almas, grupos parroquiales de hombres, mujeres, matrimonios, grupos de oración... etc.

         Repito: este camino tiene sus particularidades y singularidades. La mayor, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero, si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad externa de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con Él, que poco a poco nos irá descubriendo su rostro, sobre todo en nuestro corazón, donde por el amor le iremos sintiendo más cerca, y nos irá uniendo con Él, tocándole, hasta llegar a fundirnos con Él en una sola realidad en llamas.

         La fe  es la luz de Dios, el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Si Dios nos lo comunica, esto nos supera totalmente en el modo y en el contenido. Y san Juan de la Cruz nos dirá que por eso precisamente, porque nos excede y es la misma luz de Dios, nos deslumbra y nos parece no ver. Y es por exceso de luz, que supera a nuestros sentidos y razón.

         Por eso, al principio, en estas visitas, por estos diálogos, hay que tener paciencia, mientras nuestros sentidos y razón se van adecuando y disponiendo en silencio de sentidos, sin ver ni sentir gran cosa, para dialogar, conocer, y llegar a la unión de amor con el Señor Jesucristo, presente y vivo en el Sagrario,  por ciencia de amor, por noticia amorosa, por fe que se va llenando de ese amor del que está lleno Jesucristo Eucaristía, donde está por amor extremo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor, hasta el extremo de los tiempos.

Esta fe del que quiere unirse a la persona amada, sin ver mucho todavía, hay que pedirla y cultivarla todos los días, especialmente al principio, en que hay que empezar a pasar de una fe heredada, que todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia personal, que nos meta en el diálogo y amistad personal con Jesucristo Eucaristía. Y juntamente con esta fe, desde el primer kilómetro de este camino o trato de amistad, hay que poner la conversión, conversión que debe durar toda la vida; y para mí, que esta es la causa principal de que se deje toda oración verdadera.

Este libro quiere ser una ayuda para amar más a Jesucristo Eucaristía. Lo he escrito pensando en todos los  católicos que tienen este privilegio de poder visitar al Señor sacramentado todos los días o con mucha frecuencia. Jesús está en todos los Sagrarios de la tierra como confidente y amigo, en presencia permanente de amor y amistad, siempre ofrecida, pero nunca impuesta.

         Me gustaría que todos los creyentes, especialmente niños y jóvenes, pasaran todos los días un rato a los pies del maestro y amigo. Y esto es muy fácil: vas andando por la calle, te encuentras una iglesia abierta, y te dices: ahí dentro está Jesús en el Sagrario; voy a entrar un rato a contarle mis cosas, mis penas y alegrías, a rezar por los problemas de mis hijos y familia… Y entras, y ya está. No te digo nada si expresamente sales de casa con este propósito: qué gozada. Lo puse muy claro en la primera página de uno de mis libros; decía así: la mejor escuela de oración: la Eucaristía; el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; el mejor libro de oración y vida cristiana, toda una biblioteca: Jesucristo Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad siempre ofrecida. ¡Qué poco se visita esta biblioteca! ¡Qué poco se abre este libro! ¡Qué poco se dialoga con este maestro y amigo! ¡Si lo visitásemos y escuchásemos con más frecuencia...! Aquí tienes una ayuda.

         Porque el Sagrario es la mejor escuela, el mejor libro, el mejor maestro y el mejor amigo, el mejor gimnasio y el mejor ejercicio para ser feliz, para aprender a amar a Dios y a los hombres, para aprender a sufrir, para tener ayuda y consuelo permanente. Es que todo lo que nos dice el evangelio y la fe es verdad; es verdad que Jesucristo está vivo y resucitado y vive por amor a nosotros en el Sagrario, es verdad que allí le encuentran las almas despiertas y llenas de fe, es Él, y está ahí tan cerca, en el Sagrario, el mismo Cristo de Palestina y del cielo, el que acariciaba a los niños, perdonaba a los pecadores, hablaba con las prostitutas, tocaba a los leprosos, arrastraba a las masas emocionadas…

         El libro que tienes en tus manos es fruto de estos ratos de oración junto al Sagrario, y lo escribo como prueba y testimonio de amistad y agradecimiento al Señor, sacramentado por nuestro amor; y también para ayuda de los que quieran dialogar y tratar de amistad con Él. De Cristo Eucaristía lo he aprendido todo y quiero seguir escuchándole y amándole toda mi vida.

         Para conocer y amar más a Jesús Eucaristía sólo se necesita un poco de fe y de amor, o si queréis, como hablo a  personas ya creyentes, sólo se necesita amar, más simple, querer amar al Señor.

         El que quiere amar a Jesús va a visitarle en el Sagrario, porque ciertamente está en más sitios, como dice el Vaticano II, pero ahí es donde está más real y verdadero, todo entero, con todo su evangelio y salvación, vivo, vivo y resucitado, el Viviente, Alfa y Omega de todo para todos, la Hermosura y la Palabra del Padre para nosotros, en la que el Padre Dios, lleno de Amor Personal y esencial a Él, nos dice en «música callada», en «silencio sonoro» su canción de Amor Personal a los hombres, y nos da todo su Ser por participación de Amor y nos dice la canción de amor más hermosa que ha existido en el mundo, cantada desde el Padre por el Hijo encarnado por la potencia de Amor Personal del Espíritu Santo, su esencia y abrazo infinito de felicidad y de gozo eterno, que quiere ya empezar a compartirlo en la tierra con todos nosotros. Si el cielo es Dios, el Sagrario es el cielo de Dios en la Tierra, porque allí por el Hijo habita toda la Trinidad Santísima.

         El creyente que va a visitar al Amigo que siempre está en casa, ya le está amando con esta expresión de fe personal, simplemente con su presencia en el banco de la iglesia; su presencia ante el Sagrario indica que con su mirada, con su oración, cree, ama y espera en Él, y más tarde o temprano, irá pasando de una fe heredada, más o menos seca, a una fe personal que terminará en experiencia viva del Amado.  Precisamente ésta es la orientación que he querido dar a este libro: invitar a todos los católicos a visitarlo e indicar un poco este camino de oración eucarística, de diálogo y amistad con Jesús en el Sagrario, especialmente en los primeros kilómetros, que hay que andarlos un poco en fe seca, a oscuras de luz y sentimientos, sin sentir ni oír nada o casi gran cosa, sólo barruntándolo por la fe.

         Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro fueron escritas mirando al Sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así fueran también leídas, meditadas y oradas: a los pies del Maestro, como María en Betania.

         Esto para mí es importantísimo, casi determinante. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza y vitalidad. Pensad que muchas  de estas reflexiones fueron escritas hace más de cuarenta años en un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado, ­«contemplata aliis tradere» (predicar a los demás lo que se ha contemplado en la oración; hablar con Dios antes de hablar a los hombres de Dios). Me lo llevaba para anotar lo que el Señor me inspiraba: ideas, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías.

         Este método lo he seguido hasta el día de hoy. Yo hago siempre la oración, todas las mañanas, muy temprano, a solas en la iglesia, mientras la mayor parte de mis feligreses duermen. Hago la oración personal mirando a Jesús en el Sagrario, porque me resulta más cómodo y lógico bajar a donde está Él para hablar y dialogar con Él, porque en el Sagrario y desde el Sagrario me enseña muchas cosas, porque, estando tan cerca, le escucho mejor y me instruye, corrige y me llena de sus sentimientos y aptitudes eucarísticas; ante el  Señor en el Sagrario, me sale espontáneo el diálogo con Él, y teniéndolo tan a mano y entregado y esperándome siempre, no me gusta hacer la oración en ningún otro sitio, porque Él es el Amigo, que siempre está en casa,  que siempre me está esperando.

         Para eso se quedó. Y no quiero defraudarle. Termino: este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía, para el trato de amistad con Él en el Sagrario. Si os sirve para esto,

 

¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!

 

5. NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE VIVA PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO  

 

         Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que santa Teresa…

 

(COMO COMPLEMENTO DE LA FE, PONGO A LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN, DE DIALOGAR Y HABLAR CON CRISTO, “QUE NO ES OTRA COSA ORACIÓN SINO TRATO DE AMISTAD…(Sta. Teresa…, Y PONGO A LA SAMARITANA COMO MODELO DE DIÁLOGO CON CRISTO, CON DOS O TRES PREGUNTAS)

 

1. 3. Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe y del amor

 

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

 

Analicemos el diálogo de Cristo con la Samaritana:

 

Jesucristo llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, donde está el pozo de Jacob. Allí fatigado del camino se sentó junto al pozo, en el borde, pues no tenía brocal. En este marco se va a encontrar con esta mujer, conocida ya para siempre como la Samaritana, símbolo de la humanidad pecadora que tiene sed de Dios pero hay algo más impresionante: Dios tiene sed de ella. Y allí espera Jesús, Dios esperando al hombre.

“Tenía que pasar por Samaria”(v. 4). No era obligatorio geográficamente había tres caminos y dos de ellos no pasaban por Samaria. Ese “tenía” en fuerza de su Amor y de su misión salvadora. Iba en busca de aquella mujer. Está fatigado y cansado. Una vez más, el telón de fondo, como en Caná,  Jesús y la Samaritana representan el diálogo del alma con Cristo Eucaristía. Junto al pozo de Jacob, este pozo del agua material simboliza el pozo, el surtidor del Agua Viva que es el Corazón Eucarístico del Señor, el pozo de aguas infinitas de amor y perdón y misericordia que es el Corazón del Señor, donde está el Agua Viva.

“Era alrededor de la hora sexta”(v. 6). Son estos detalles propios de San Juan. Dirá lo mismo en la Pasión, cuando Pilato saca a Jesús y lo presenta para luego enviarlo a la Cruz, dice también, “era la hora sexta” (Jn 19, 14).

Y así llega una mujer de Samaria a sacar agua. Estaría despreocupada, vendría quizás canturreando, y se encuentra allí con Jesús. Él la está esperando, y aquí también se cumple lo que decía Jesús a Natanael “antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera yo te vi” (Jn 1, 48). Ella no pensaba en Jesús, pero Jesús ya pensaba en ella.

Ella simplemente viene a buscar agua. No es consciente de que Jesús la espera. Como nos pasa tantas veces a nosotros, que vivimos inconscientes de cómo está pesando sobre nosotros el Amor de Jesús, no lo pensamos siquiera. A veces nos enredamos en nuestras preocupaciones o nos sumamos a esa gente que «va a lo suyo».

Vio a aquel hombre judío, cansado, pero nunca se atrevería ella a dirigirle la palabra, ni a ofrecerle agua. Eso no lo haría jamás. En el pozo, mirándole a un lado, coge la cuerda, baja el cántaro hasta el fondo, eran unos treinta metros de profundidad, y lo saca sin ofrecerlo.

Jesús rompe el silencio con aquella expresión impresionante: “Dame de beber”: DIOS se muestra necesitado del hombre; ¡Dame de beber! Es la humildad de Jesús. Es Él, el que es Dios, quien pide un favor a una mujer samaritana. Su bondad y mansedumbre están en esta frase. ¿Cómo se puede decir de una manera tan sencilla? ¿Cómo se puede abrir un corazón así?

Muchas veces se abren más los corazones pidiendo un favor que haciendo un favor, pero nos cuesta pedir un favor, mostrándose uno necesitado. Muchas veces no llegamos a hacer cosas por no pedir un favor, por no abajarnos a eso. Hermanas, imitemos al Señor, no tengamos miedo a mostrarnos limitados, necesitados de los demás, Jesús nos da ejemplo de humildad y verdad.

“Dame de beber!”Es el deseo humilde de Dios que se muestra necesitado del amor del hombre, Tengo sed, dame de beber, es sed de Dios, es sed de dar el Amor de Dios, su mismo Amor, su Espíritu Santo (cf. Jn 7, 39). Con ese amor Dios nos ama y tiene sed del amor de su Criatura y por eso permanece en cada Sagrario de la tierra, con amor extremo y ofrecido, con los brazos abiertos hasta el final de los tiempos. Y no le daremos ese amor, y no pasaremos ratos de amor junto al Sagrario en diálogo de amistad y confianza, en el Sagrario donde Cristo nos muestra su sed de los hombres, de sus criaturas salvadas con sangre de amor y entrega total.

El Sagrario es Dios con sed de amor de sus criaturas de todos los hombres.  Dios tiene sed de ti, de tu amor, como del amor y salvación de la samaritana. Desea que le ames, que le digas: Cristo Eucaristía te amo, te  amo, te amo, sólo eso, aunque seamos pecadores. Estando en el Sagrario, sin decir palabra, nos está diciendo a voces sus deseos de amor: Tengo sed de ti. Tiene sed de tu amor y de tu bien, de tu amistad y salvación. Quiere hacerte feliz, como a la samaritana; hacerte feliz, más allá del agua material, de los bienes terrenos: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… Está hablando el redentor, el Hijo de Dios que ha venido en nuestra búsqueda, que viene en busca de aquella mujer y le expresa su sed interior, aquella que aparece también en la cruz, cuando Jesús grita: Tengo sed, sed que se expresa de una manera gráfica en el Corazón traspasado por la lanza.

Querida hermanita de los pobres, Dios está necesitado de tu amor, es el pobre más pobre y abandonado en todos los Sagrarios de la tierra, Él se ha querido quedar ahí, por realmente, no es metáfora, o poesía, Cristo ha querido necesitar de nuestro amor para ser totalmente feliz, así lo ha deseado y no lo será si tú no le das lo que él tanto desea y espera.  Dios tiene sed de tu amor. Sed de tu Amor Personal. Esto nos resulta incomprensible, pero es verdad, es verdadero, porque nos ama con amor de amistad, dice Santo Tomás de Aquino, y el Señor busca nuestra correspondencia de amor (cf. S.Th. 1, q. 20, a. 2, ad2m), por eso se encarnó y murió en la cruz y san Pablo lo descubrió y vivió: Para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este, crucificado... todo lo considero basura comparado…

El Señor busca nuestra redamación, es decir, nuestra correspondencia de Amor. El amor de amistad es amor mutuo. Al amarme como amigo, no puede no desear que yo le ame: Y por eso tiene sed de mi amor y esto es difícil de entender para nosotros.

Nosotros no queremos o no somos capaces de comprenderlo, porque si comprendiéramos cuánto desea Dios que le amemos no ahorraríamos ningún esfuerzo por saciar esa sed, la sed de Dios. Cómo el Dios infinito va a necesitar de mi amor, de una simple criatura. Pues sí, porque él ha querido necesitar de tu amor, y Él lo tiene todo menos tu amor si tu no se lo das. Y ese amor de Dios es el único que no hace felices, el único, porque el hombre está hecho de tal manera por Dios que no puede saciarse con migajas de criaturas, sino sólo con la hartura de la divinidad. Preguntárselo a todos los que han llegado a sentirlo, a todos los cristianos que llegaron a este amor, a todos los santos, místicos, religiosos o simples cristianos.

¿Me das de beber?Es admirable. Jesús se acerca fatigándose, a través de la vida y pasión, a ese lugar de Samaría, buscando a fe de aquella mujer. Y ante esta propuesta, ella, reacciona desde su nivel humano: “cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber que soy una mujer samaritana?” (v. 9). Él está en un nivel más alto, y nosotros en otro más bajo y no comprendemos; pero la fe es la que no ayuda a superar todos los obstáculos mediante el amor, porque la fe es creer que Dios nos ama y no ha creado por amor amor y para vivir en eterno amor. De ahí el sentido de la vida religiosa, de los votos de amor y por amor. Quiere elevarnos, pero no respondemos todavía y Él no nos abandona, sino que es constante y acaba por elevarnos.

En un diálogo no se trata de convencer al otro, ni de obligarle a que acepte, ni de enmendar lo que plantea. Jesús va dejando caer los temas poco a poco. La iluminación raras veces es instantánea, suele ser lenta, pero es necesaria a constancia de esa presentación. Jesús es también modelo en esto.

Si ella comprendiera que es Hijo de Dios entonces su asombro sería absoluto ¿Cómo tu que siendo Dios me pides de beber a mí que soy un pecador? Este es el asombro ante la Misericordia de Dios. El amor misericordioso que ha venido no a condenar sino a salvar y ahí está el fondo de toda la vida cristiana. Dios que me pide a mí que me fije en Él, con esa actitud de humildad, siendo Dios habla con nosotros, nos pide favores, eso es lo que nos admira a nosotros.

Jesús le responde: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ¡Dame de beber! Tú le pedirías y Él te daría un Agua Viva” (v. 10). Le está indicando que su sed es sed de dar el Agua Viva, pero tiene que conocer el don de Dios. Si lo conocieras tú lo pedirías. Y El empieza a elevar la conversación, el contenido, el diálogo muy alto, sencillamente elevado. Viene a decirle tú me consideras un buen judío, si conocieras el don de Dios y quién te pide de beber.

Ese don de Dios es Él, Canción de Amor en la que el Padre no canta todo su proyecto de amor sobre el hombre, hecho luego carne triturada por amor y pan de Eucaristía: el don de Dios es su Hijo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo...” (Jn 3, 16). Lo había dicho en el diálogo con Nicodemo: .

Esa agua viva más adelante será el Espíritu Santo.

Cuando diga “si alguno tiene sed que venga a mí y beba, de su seno brotarán torrentes de Agua Viva” (Jn 7, 38), ...hasta el conocimiento de su Don.

“Si conocieras el don de Dios...” (v. 10), tú le pedirías? ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que en el fondo tú tienes deseos de esa agua. Lo que falta es concretar ese deseo, saber que es deseo del Agua Viva.

Muchas veces nosotros sentimos una inquietud pero no sabemos cuál es el objeto. Cuando un niño se siente mal no sabe que le falta agua, que lo que tiene es sed. Su madre sí, conoce la necesidad y enseña al niño a saciar su sed. En la juventud existe ese deseo del que habla San Agustín: “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1, 1). Pero no sabe localizar que lo que le falta es ese Don de Dios, si lo conociera, lo apetecería conscientemente.

La gran misión de la Iglesia es hacer este bien a la gente: darle a conocer de tal manera ese Corazón de Cristo, que entienda que lo que tenía dentro y lo que le inquietaba: la necesidad que tenía de Él. Debemos presentarlo así, como esa satisfacción de una necesidad interior. Entonces, la pedirán.

“El que beba de este agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna”(y. 14). La Palabra aceptada se hace vida, una vida que desemboca en la Vida Eterna, “salta” hasta esta. El que la acoge ahora vive de la eternidad y le va acercando, elevando a la eternidad.

“Si conocieras...”:es el deseo del corazón del hombre, que está inquieto buscando al que muchas veces no conoce: a Dios que se hace don para él.

Entonces le dice: “dame de ese agua para que no tenga más sed ni tenga que venir aquí a sacarla” (y. 15). ¿Qué había entendido? Quizás no mucho. No creamos que siempre tengamos que entender todo. Suele ser así, primero un concepto imperfecto, uno se familiariza y luego las cosas van matizando y van quedando más claras. Algo ha captado, de hecho ella le pide: “dame de esa agua”. Al menos entiende que lo que le ofrecen es mejor que lo que tiene.

Jesús se la va a dar, ya la ha pedido, la va a satisfacer. Pero no imaginemos nunca que los dones de Dios sean automáticos. No pensemos que si en la oración pido un corazón puro al salir ya tengo que haberlo obtenido. La petición en general no es nunca un seguro para los vagos.

El que quiere salud debe ir al médico. Puede pedirla a Dios, pero después debe procurar los medios ordinarios. Dios atenderá su petición por medio de estos. Por ejemplo, iluminando al médico. Sería un error pedirla de manera milagrosa. El Señor suele respetar el curso de las cosas, eso requiere un proceso.

Ella le dice: “dame de esa agua” (v. 15). Petición que se atiende pero requiere un proceso. No es simplemente que le da ya esa agua, Jesús la prepara, no la da d repente; el camino es la oración, la oración, pasar todos los días a dialogar con este mismo Cristo sediento de nuestra amistad en el Sagrario; el camino es la oración, solo la oración, yo no conozco otro camino.

 

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quienconfesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que vive en amor  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme solo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

MISA

HOMILÍA DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

 

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

LA CUMBRE DELA ORACIÓN: SAMARITANA, EL TABOR Y PENTECOSTÉS

 

EMPIEZO EVOCANDO EL TABOR, PORQUE PARA DEMOSTRAR QUE NO SE TRATA DE VER FÍSICAMENTE, SINO ESPIRITUALMENTE: El TABOR- PENTECOSTÉS.

 
“Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén.        Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle. Y, cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc 9, 28-36).


         En esta experiencia de gracia del Tabor, los discípulos escogidos por Jesús, sienten la seducción del más bello entre los hijos de los hombres, escuchan la voz del Padre que les pide seguir al Hijo y se sienten envueltos por la nube del Espíritu.
Elijo el episodio del Tabor como el pórtico de entrada a todas las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales, porque aquí es donde la voz del Padre ha revelado al Hijo y porque aquí es donde Jesús ha vivido con sus discípulos una experiencia que los prepara y capacita para comprender más tarde la verdad de la pasión y el camino que les llevará a la cruz y a la resurrección.

         Ellos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos. Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con ellos y para que se sientan y se realicen en el Hijo, como los hijos predilectos del Padre, llamados al desierto de la oración (interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación), a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con ellos. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de experiencia de gracia, donde vamos a transformarnos haciéndonos los verdaderos discípulos de Jesús.

         Quiero comenzar contemplando esta historia evangélica, actualizándola, para que también aquí y ahora, la palabra de Dios, sea creadora de una experiencia religiosa. La composición de lugar de un episodio bíblico nos ayuda, ya que con ella cada uno se hace a sí mismo parte del misterio que vamos a contemplar. Es oír lo que Jesucristo nos dice, en nuestra propia situación existencial; es ver lo que él quiere realizar hoy en nosotros y mediante esta experiencia religiosa que produce en nosotros “lo que se escribió para enseñanza y consuelo nuestro” (Rom 15, 4). Es aprender a ser testigos de Cristo y a elaborar nuestra propia respuesta dentro del tiempo en que nos toca vivir y con los medios históricos que tenemos a nuestra disposición. Comenzamos nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, la palabra de Dios sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida.

         Pero es especialmente en san Lucas donde se halla una teología extraordinaria del hoy salvífico. El tiempo presente es el hoy de que disponemos para salvarnos, para ser felices. El tercer evangelio lo usa con frecuencia relacionándolo con Jesús. Así los ángeles dicen a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (2, 11). Jesús se aplica la profecía de Isaías: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (4, 21). Las gentes proclaman asombradas ante los milagros del Señor: “Hoy hemos visto cosas admirables” (5, 26). A Pedro le dice Jesús: “Hoy no cantará el gallo antes que me hayas negado” (24, 34), y al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23, 43). De este modo los evangelistas expresan su convicción profunda de que Jesús es contemporáneo de todos los hombres. Ahora sigue llamando, hablando y salvando a los que desde siempre ama.
El mismo Dios que se ha revelado a través de una serie de sucesos pasados, continúa revelándose en el presente. Esta actualidad de la palabra de Dios la hace la guía normativa más eficaz de la experiencia religiosa cristiana.

 

Actualicemos esta escena evangélica


         Veamos y escuchemos. Ver y oír es un díptico frecuente en la Biblia para hablar de las realidades celestes. Miremos a Jesús “con sus vestidos resplandecientes”, tan blancos que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo (Mc 9, 3).

         Sintámonos elegidos, arrancados del ambiente en el que vivimos y llamados a subir con él al monte santo. Otros se han quedado en Darburiye —así se llama el pueblo que está en la falda de la montaña donde han permanecido los demás apóstoles y los discípulos— y, que es el símbolo del lugar habitual de la vida, con las preocupaciones cotidianas y quizá envueltos en la rutina.

         “Dijo Yahvé a Moisés: prepárate... sube, al amanecer, al monte Sinaí. Allí, en la cumbre del monte, te presentarás a mí. Descendió Yahvé, en forma de nube, y se puso allí junto a él” (Ex 34, 2.5).

         Nosotros nos encontramos allá abajo, en la rutina. “Prepárate. Sube”. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Pero nosotros hemos de subir.

         Llegamos cansados a este retiro. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “«Si quieres, puedes seguirme...Si alguno se quiere venir conmigo... Estoy a la puerta y llamo... «Si alguien me abre». Es el dulce huésped del alma.

         El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

         La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.

         Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: “tomar la cruz, negarse a sí mismos”. Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

         Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oyeron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

         Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

         Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu santo descendió sobre ellos.

         La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

         Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte en nuestro mundo.
         Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. Y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

         Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino7.

         La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

PERO A PESAR DE HABERLE VISTO Y HABLADO DE LA MUERTE Y PASIÓN, CUANDO LLEGA, TODOS LE DEJAN Y PEDRO LE NIEGA, SÓLO JUAN PEMANECE, EL MÍSTICO.

AHORA EXPONGO PENTECOSTÉS

LA IGLESIAHANACIDO DE LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS, ha nacido de la experiencia del amor de Dios, “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”.

 

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia. No hay experiencia de Dios,  nota esencial y constitutiva  de la Iglesia y de su misión

 

La Iglesiaes proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

         La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

         A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:“Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

         Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

 

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

 

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

 

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

 

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

         Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

         La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

         Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

         Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

         Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

         En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.          Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

 

 

5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido

 

         Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

         Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

         Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

         Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

         Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

         Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta PastoralNovo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

         Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.         En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

         Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

         «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[8]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[9].

         Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[10].

         Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

         Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:

«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[11].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[12].

 

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

 

         Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en».

De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor.

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.
Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor[13].

5. 3. Este mismo Espíritu Santo de Pentecostés, Espíritu de Cristo resucitado, vino también sobre Pablo y todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán 

 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

         Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todoslos días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

 

 

 

 

VISPERAS:

 

UNIDOS POR ELLAS A LA LITURGIA DEL CIELO

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

         Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

         Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

         Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

         ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

 

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

 

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

 

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

 

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

 

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

10,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

Jesús, antes de marcharse, instituyó como misterio total de su vida y misión la Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conseguir por su vida, rematada con la pasión, muerte y resurrección. 

 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

         Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

         A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

         A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

 

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

         Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

         El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

         Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

         Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

         Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

 

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

         Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

 

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

 

Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

         La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

         Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

         Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa.  

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

         Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

         En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

 

 

TERCERA PARTE

 

LA ESPIRITUALIDAD DELA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

 

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

         Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

         Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

         Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

         Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

         Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

          Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

         La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

         Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                 

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...” Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.        Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 

          “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

 

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

 

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

 

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

14. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXIGENCIA DE CREACIÓN, RECREACIÓN, BAUTISMO, ORDEN SACERDOTAL Y APOSTOLADO EN EL ESPÍRITU DE CRISTO

 

         Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo ( Adv. Haer. 4, 20,7).

 Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero). Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado y he sido creado para amar en Dios.

Me parece que en estos tiempos se insiste poco en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres, que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos: la Experiencia del Dios vivo y verdadero, Uno y Trino:

         «La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El «quaerere Deum» y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo» (BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60).

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He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, de cierto desencanto de la fe, de los creyentes teóricos, la mayor necesidad y a la vez la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; por otra parte y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que se ha quedado sin Dios, sin experiencia de Amor; que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios.

Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos y los vecinos no existen, porque no existe Dios Amor en este mundo, lleno de sexo, pero falto de la experiencia de un Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor” y fuente del amor verdadero.

Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida. Y no basta saberlo, hay que vivirlo.

Y esto lo tenemos poco en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Pentecostés, como existió en la Iglesia apostólica y de los Padres de la Iglesia, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia de Dios a este mundo secularizado; ¡qué homilías y sermones más maravillosos sobre el Espíritu Santo y la experiencia de Dios en los primeros siglos de la Iglesia!

Olvidamos, por el bajo nivel de fe de nuestros cristianos actuales, que, por el sacramento del bautismo hemos sido injertados en Cristo resucitado, en su vida y gozo y sentimientos, de los que participamos por la vida de gracia, la misma vida de Dios.

El Vaticano II nos dirá que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a la unión de amor con Dios, a la unión transformadora en Dios, a la visión de Dios, a la felicidad eterna en Dios Trino y Uno. Y para hacer a todos los hombres partícipes de esta gracia y experiencia eterna de Dios que empieza aquí abajo, existe el sacerdocio; los sacerdotes somos presencias sacramentales de Cristo, prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal, o si quieres, los sacerdotes prestan a Cristo su humanidad, su palabra, sus manos, sus sentimientos, su amor, para que Cristo puede seguir cumpliendo el proyecto del Padre, la salvación eterna, llevarlos a todos a la visión intuitiva y eterna en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y esto, si llega a realizarse, se siente y se experimenta. Claramente en los santos. Pero es que todos estamos llamados a esta identidad de vida y sentimientos con Cristo, Único Sacerdote del Altísimo.

Como consecuencia, las ovejas tienen derecho, por proyecto del Padre y del Hijo, y los sacerdotes tenemos la obligación por el Sacramento del Orden, de tener y sentir y vivir los mismos sentimientos de Cristo, o dejar que Cristo los viva en nosotros y a través de nosotros, que es lo mismo.

Las ovejas de Cristo, los bautizados, tienen derecho a exigirnos esta santidad, esta vivencia, esta experiencia de Cristo en nosotros, en razón, tanto de creación por el Padre, como de recreación por el Hijo: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”;  y nosotros tenemos el deber, la misión y la obligación, por el sacramento del Orden, que nos hace ser y existir en Cristo, a tener sus mismos sentimientos, esto es, a vivir en Cristo, a  tener experiencia de lo que somos y existimos, de nuestra identidad en Cristo, de sentir los gozos y vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo... me alegro hasta en mis debilidades, porque así habite en mi la fuerza de Cristo... todo lo puedo en aquel que me llena con su mismo fuerza...”.

Esta misma obligación aparece muchas veces en el evangelio, en los mandatos y recomendaciones de la predicación de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... como los sarmientos están unidos a la vid, así vosotros en mí... sin mí no podéis hacer nada”.

Sin mí no podéis ni debéis hacer nada; y para esto, para no convertirnos en unos profesionales de lo sagrado, necesitamos, por mandato e institución sacerdotal en Cristo, tener experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, necesitamos la experiencia de Cristo en nosotros o nosotros en Cristo para saber, saborear, gustar, comprender, porque no se comprende hasta que no se vive, necesitamos la vivencia de lo que hacemos, predicamos o celebramos.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes…etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según san Juan de la Cruz.

Pregunto a los cristianos bautizados en Cristo: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó? ¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo?.

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero manifestarte que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». 

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, san Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al «sentido», esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios.

Al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino que ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo, necesita tu experiencia, la vivencia de tus sentimientos, necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste. Y este Espíritu es tu experiencia de amor, tu mismo amor sentido y vivido en nosotros, es experiencia de Pentecostés, como en los Apóstoles.

Termino con esta oración de la Beata Isabel de la Trinidad que rezo y medito e interiorizo todas las mañanas en mi oración y que ella compuso de una tacada y sin correcciones el día de su profesión religiosa como Carmelita:

 

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 

Oh Díos mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierta en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñada para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz ¡Oh amado astro mío! fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

Y vos, oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

Oh mis Tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a Vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en Vosotros, hasta que vaya a contemplaros en vuestra Luz, en el abismo de vuestras grandezas.

 

(Sor Isabel de la Santísima Trinidad, 21 noviembre 1904).

4, 30: MEDITACIÓN DE LA TARDE

AÑADO y tomado de mi libro LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

 

D) Pero para todo esto, para enseñar este camino, para formar  y poder dirigir en este camino de experiencia de Dios, hay que recorrerlo primero

 

         Preguntádselo a cualquier santo, quiero decir, a todos los santos. Y como hemos hablado de atender a los necesitados, preguntarle a Madre Teresa de Calcuta de donde sacaba ella y su Congregación la fuerza para atender a los pobres: «He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta, Sal Terrae  2002, p. 91). Me gustaría que esta advertencia de la Madre Teresa de Calcuta la tuvieran muy presentes todos los obispos del mundo cuando han de elegir superiores y formadores de sus seminarios y que esto estuviera presente en todas las escuelas y noviciados y pedagogías de formación sacerdotal o apostólica.

         En nombre vuestro, se lo he preguntado a santa Teresa de Jesús, a san Juan de la Cruz, que son maestros en esta materia... y más recientemente a la Beata sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia... etc., porque son infinidad, y todos me han dicho lo mismo, porque lo han recorrido y experimentado; todos los santos de la Iglesia afirman que  este camino es la oración, la oración, sobre todo, la oración eucarística; pero no una oración primera e iniciática u oración en primeros pasos y grados, que está muy bien, pero que nos permite vivir todavía con defectos e imperfecciones graves; me refiero a la meditación, a la llamada «oración mental». Para la experiencia de Dios y sus misterios, hay que subir un poquito más arriba, hay que purificarse y dejarse purificar más por la «lejía fuerte» del amor de Dios, por lo menos hasta la oración afectiva; y si el Señor quiere y nosotros colaboramos, hasta la oración infusa, porque la infunde Dios en nosotros, no la fabricamos con nuestras reflexiones o ideas; hasta la oración pasiva, hasta ver los resplandores del Tabor.

         Para llegar a esta oración hay que sacrificarse un poco más; convertirnos más a la voluntad de Dios y cumplir más perfectamente sus mandamientos; vaciarnos de nosotros mismos para que habite Dios en plenitud: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; hay que esforzarse por no quedarse en el llano de la mediocridad, como el resto de los Apóstoles y subir por la montaña de la oración, con conversión permanente, como Pedro, Santiago y Juan; los que se quedaron en el llano, no vieron a Cristo transfigurado.

         La culpa de que no lleguemos a esta experiencia y la oración se haga rutinaria y nos canse y a veces nos aburra y la dejemos, es la falta de conversión permanente, es que no queremos vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras idolatrías; y entonces no cabe Dios en nosotros, aunque siempre está deseándolo y para eso nos soñó en su seno trinitario desde toda la eternidad, y roto este primer proyecto de amor, envió a su Hijo que vino en nuestra búsqueda para encontrarnos; para eso es la Eucaristía y su presencia permanente eucarística:  para abrirnos las puertas del cielo, de la Trinidad en la tierra por su presencia en el Sagrario.  Estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe «ni Dios». Parece blasfemo, pero es la verdad.

         Ahí, en el Sagrario,  está Cristo Eucaristía, el Verbo de Dios, Jesucristo, en Eucaristía y ofrenda permanente, en obediencia total, adorando al Padre, con amor extremo a Dios y a los hombres, hasta dar la vida. Es una presencia dinámica y permanente del sacrificio, de la misa ofrecida, no meramente estática. Fíjate, hermano sacerdote, la cantidad de belleza y misterios de vida que nos está enseñando el Señor con sola su presencia, sin decir palabra, en «música callada», que diría san Juan de la Cruz.

         El Sagrario, el pasar ratos largos junto al Sagrario, «estando (o hablando) con el que nos ama», no es una presencia piadosa, una devoción particular más, para almas piadositas y devotas, poco «comprometidas», y apostólica, o algo parecido; no; es una presencia única y totalmente centrada en el corazón apostólico de la Iglesia, dinámica y activa, absolutamente necesaria y esencial para todo sacerdote, para todos los que quieran vivir y emplear su vida al estilo de Cristo, buen pastor; para todos los sacerdotes verdaderos y no puramente profesionales, adoradores de Dios Trino y Uno “ en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor  y Verdad revelada del Hijo, en obediencia total al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

Así lo está cumpliendo allí el mismo Cristo en presencia «memorial», el Único Sacerdote  del Altísimo, con el cual tiene que identificarse en su ser y existir todo sacerdote, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, si es que quiere ser sacerdote de Cristo, y no de sí mismo; si es que, aunque no lo viva, sabe por lo menos de qué va el sacerdocio católico.

Para saber esto, basta estudiar un poco de teología. El vivirlo, ya es otra cosa; por lo menos a mi me cuesta a veces. Y es lo de siempre: hay verdades, realidades que no se comprenden hasta que no se viven, aunque tenga uno un doctorado en teología. Y si no se viven, terminan por olvidarse en su sentido propio y espíritu, y las vivimos según la carne. La eucaristía es la fuente del sacerdocio y del amor  y apostolado auténtico, no meramente oficial.

         Toda la vida de un párroco se define desde el primer día de estar en la parroquia, por su comportamiento con el Sagrario, con Cristo Eucaristía. ¡Es el Señor! No un trasto más de la Iglesia o un recuerdo o una imagen. Si no lo valoras y lo amas, si te aburre Él en persona, no sé cómo se pueda entusiasmar luego a los hombres, niños y jóvenes con Él.

         Mirando al Sagrario se demuestra la profundidad de la fe; si uno cree que es Dios, Cristo mismo en persona, “por quien todas las cosas han sido hechas”, y único Salvador del mundo, quien mora en él.

         Mirando al Sagrario se demuestra el concepto que cada sacerdote tiene de apostolado; y el concepto que tiene de apostolado es el concepto que tenga de Iglesia; y el concepto de Iglesia, es el concepto y o la vivencia que tenga de Cristo, y el concepto de Cristo es su vivencia de Eucaristía por la oración personal, lo que vea y experimente en sus ratos de oración eucarística y Plegaria Eucarística: «que es centro y culmen de toda la vida de la iglesia... fuente de toda vida apostólica y meta de todo apostolado» (Vaticano II).

         Sin vivencia de Eucaristía por relación personal oracional, sin ratos largos de sagrario para llevar las almas de los fieles hasta allí, poco valen a veces tantos organigramas y dinámicas y acciones que llamamos apostolado, que muchas veces no llegan hasta la persona misma de Cristo, sino que nos pasamos toda la vida hablando de verdades, aunque sean verdades, y no llegamos hasta las personas divinas, hasta su persona, hasta Cristo en persona, y por eso, muchas de nuestras dinámicas y apostolados no pasan de la puerta de las reuniones, donde las hemos tenido, porque les falta el alma, el encuentro personal, el Espíritu de Cristo, nos falta experiencia personal de amistad con Cristo vivo, pero vivo, no recuerdo, que eso es la oración eucarística, el diálogo permanente con Jesús en el Sagrario, porque la oración es y debe ser «el alma de todo apostolado», que así se titulaba un libro muy leído en los seminarios en los tiempos de en mi juventud.

         Sin pasar ratos ante el Sagrario, querido hermano sacerdote, no sé cómo podremos entusiasmar a la gente con Él, y convencer a la gente de Él, que siempre está esperándonos con los brazos abiertos. El mejor apostolado y predicación es el ejemplo de la propia vida. Por eso, el sacerdote no puede faltar a esta cita diaria de fe y amor.

         Es que para eso se quedó precisamente en el pan eucarístico: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. No le defraudes. Una simple mirada y se entrega por nada ¡Está tan deseoso de nuestra amistad, de nuestra salvación, de la salvación de todos nuestros feligreses! No olvidemos que para eso se encarnó; para venir en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad y amistad que empieza aquí abjo. Te ama tanto; ama tanto al Padre y su proyecto de amor a los hombres;  te necesita tanto a ti, querido hermano sacerdote, para seguir predicando y salvando.

Nuestra vida es más que esta vida; hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios. Y a Él le duelen tanto los hombres, su salvación eterna, que por eso se quedó tan cerca de nosotros. Es lo único que le importa en el Sagrario; es el deseo y el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Y allí sigue Él entregando su vida por todos los hombres.

Si creemos en la eternidad, en lo definitivo, en lo que vale un alma, y nos preocupa más que todo lo que sea del tiempo, tenemos que ser almas de Sagrario. Porque somos en Él y por El sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades, las de nuestros feligreses, de ese siempre, siempre, siempre para el que el Padre nos soñó y nos espera.

         Sin esta experiencia eucarística, no puede haber experiencia de Dios, ni auténtico  sacerdocio de Cristo en nosotros y por nosotros, ni verdadero apostolado de almas, ni amor de Cristo a los hombres, porque es Él el que nos lo tiene que dar, ni lógicamente, verdadero y sincero amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado en persona, no mero recuerdo o idea o palabra que predicar.

         Todos los cristianos, por el santo bautismo, hemos sido llamados a la santidad, a la unión plena y transformativa con Dios. En Cristo Eucaristía es donde está Dios Padre esperándonos para mostrarnos su rostro lleno de Fuego de su mismo Espíritu Santo, para revelarnos y cantarnos su Canción de Amor Personal a cada uno de nosotros personalmente en su Palabra o Verbo o Revelación del Hijo, en el que nos lo expresa todo y nos está cantando desde toda la eternidad su sinfonía de Amor Personal, escrita en pentagramas de matices y notas personales de vida, belleza y armonía trinitaria, que se escuchan en  «música callada» de oración silenciosa de «quietud», sin palabras, especialmente en oración eucarística, donde nos está diciendo y expresando todo el amor de un Dios infinito que lo tiene todo, buscando el amor de sus criaturas que no pueden darle nada que no tenga, porque dejaría de ser Dios, y tanto amor sin mover los labios, sólo con su presencia de amor, esperando una simple mirada de fe por parte nuestra para entregarse totalmente. Está tan deseoso, porque está tan olvidado, a veces hasta de los suyos, de los que le predican y dicen que le han entregado toda su vida...  como si fuera un trasto más de la Iglesia.

         Muchas veces, en mi oración junto al Sagrario, oigo al Señor que me dice: Pero ¡cómo me tienen tan olvidado algunos sacerdotes! ¡si estoy aquí para decirles lo que le amo!  estoy aquí para amar y no vienen a verme y pasan de largo y luego se atreven a hablar de mí... pero si ése no soy yo... es que llevo años  (y aquí puedes poner los que quieras, 10, 20, 30, 40, 50... años) y no se ha parado ni una sola vez para decirme: Te quiero, Cristo. Gracias.

         Cuando les veo venir hacia la iglesia, después de tanta soledad humana, porque cerráis en exceso mi presencia en las iglesias, y vienen para celebrar la misa conmigo, me alegro y nada más abrir la puerta de la iglesia, abro mis brazos para abrazar a mi sacerdote, y qué decepción, pasa de largo y ni me saluda y me quedo con los brazos abiertos.

         Y celebra la misa; y ni una palabra personal de amor, de comunión con mis sentimientos, y fíjate que, al celebrarla y hacerla presente, digo a través de vosotros: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, y algunos sacerdotes no se acuerdan de mí, de mis emociones y entrega, de mi ilusión por abriros las puertas de la eternidad con nosotros en Trinidad.

         Es más, Gonzalo, algunos entran  y salen sin saludarme y se portan y hablan como si estuvieran en la calle, como si en el Sagrario no estuviera yo esperándole en amistad permanente y ofrecida.

         Menos mal que en algunas parroquias encuentro compañía, amor, ternura, entrega... qué gozo tengo de haberme quedado con mis hermanos los hombres para llevarlos al encuentro con el Padre. Y como soy el mismo en todos los Sagrarios, la soledad de algunos queda suplida y millones de veces superada por las compañías de otros.

         Y mira que  con poco me conformo. Porque yo no necesito de nada. Yo soy Dios. Pero me da pena no llenaros de mi gozo. Para eso me quedé en el Sagrario. Y por nada, con una simple mirada de fe o de amor, no digamos con algún rato de oración, me entrego del todo.

         Díselo a mis sacerdotes. Les sigo esperando. Les amo, porque les amo con el mismo Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con amor eterno de Espíritu Santo». 

         Todos los santos fueron eucarísticos, hombres de oración eucarística. Ni uno solo que no pasara largos ratos junto a Él en el Sagrario. Preguntádselo a los que viven esta experiencia, a los que con san Juan de la Cruz, adoraron la Trinidad en el pan eucarístico: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche», por la fe. Y al contemplarla, no solo meditarla, llegan a decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

         Para eso escribo este libro; para hablar  claro del sacerdocio y de su relación esencial con Cristo Eucaristía por la oración personal permanente que se mantiene viva y nos lleva a la experiencia permanente de lo que somos, celebramos y predicamos, de nuestro ser y existir en Cristo Único Sacerdote del Altísimo.

         Y hablo claro de su amor eucarístico, del amor de Cristo en el Sagrario a cada hombre hasta el final de los tiempos. Yo soy testigo de todo lo escrito. Lo digo con toda humildad, que es decirlo, con toda verdad. Por si pudiera ayudar un poco en este sentido, en esta amistad con el «Amor de los amores». Porque en mi vida cristiana y sacerdotal todo se lo debo a la oración, quiero decir, a Cristo conocido y amado en la oración eucarística, mirando al Sagrario.

         Me gustaría que todos mis hermanos los sacerdotes pudiéramos  llegar al Tabor, para esto hemos sido llamados, ungidos y consagrados por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, para «contemplar» al Hijo amado en el que me complazco, para poder decir con san Pablo y san Juan y tantos y tantas vivientes: “Para mí la vida es Cristo...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.        

2. IMPORTANCIA ESENCIAL DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

 

         Lo acabo de decir. Todo, en mi vida cristiana y sacerdotal, se lo debo a la oración eucarística.  Ya sé que muchos, al leerlo, me habéis corregido automáticamente: no a la oración, sino a Jesús Eucaristía. Sin embargo, yo sigo opinando y expresándome de la misma manera: Yo todo se lo debo a la oración que Cristo Eucaristía me inspira y realiza desde el Sagrario, porque de nada me vale a mí Cristo presente y esperándome en todos los Sagrarios de la tierra, como toda la salvación y la gracia y amor de Dios, si no me encuentro con Él y su amor y salvación a través de la oración personal. A los ratos de amistad «estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», con Jesús Eucaristía en el Sagrario.

         Te lo explico y por partes; todo se lo debo a la oración personal, al trato y encuentro de amistad, a la oración de unión personal; ya sé que la Eucaristía como misa es «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia... meta a la que debe caminar toda la vida de la Iglesia y fuente de donde brota toda su vitalidad», pero de poco me serviría a mí todo este misterio si no entro dentro de él y de los ritos y acciones litúrgicas para encontrarme con Dios Trino y Uno que viene a mí para salvarme y unirme a su vida y felicidad; y esto, como me dice el mismo Concilio Vaticano II, tiene que ser por una participación «plena, consciente y activa...exterior e interior...fructífera....», total, por la oración personal con la cual entro dentro del corazón del misterio que celebro.

Todos sabemos que la liturgia sagrada hace presente el misterio de Dios «ex opere operato»; por eso, aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos de Cristo por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

         Ahora bien, si no hay encuentro personal con Dios que irrumpe en el tiempo y en el espacio,  el misterio sube al cielo y se celebra y queda sobre el altar «ex opere operato», pero no entra en mi corazón, porque eso tiene que ser «ex opere operantis», esto sólo puede ser por mi fe y amor personal que entra en el corazón del rito, por mi relación de amor y de unión personal que se abre y acoge el misterio, esto es, por la oración personal.

         Estoy tan convencido de esto, por mi vida y la experiencia personal y de la Iglesia, que  a veces le digo al Señor: quítame la teología, los afectos, los conocimientos de Ti, hasta la misma fe, pero no me quites la oración personal, mi trato de amistad contigo, porque si soy perseverante en él, aunque haya bajado hasta el abismo del pecado, volveré a subir hasta la cumbre de la santidad.

         Por el contrario, aunque esté en la cumbre del monte Tabor, si dejo y abandono la oración personal, no sé hasta donde pueda bajar, hasta perder la fe, al menos la fe viva y, desde luego, la experiencia de Dios. La historia así lo demuestra en negativo y en positivo, por aquí les vinieron todas las gracias a los santos que ha habido y habrá; y dejar la oración, es el comienzo de muchas deserciones cristianas y sacerdotales. Ni un solo santo que no fuera hombre de oración; luego los habrá más o menos activos, caritativos, de una línea u otra, según los carismas, pero todos, hombres de oración.

         Y esta oración personal siempre la he hecho junto al Sagrario, porque empecé así desde monaguillo, continué en el Seminario, y en mi primer destino pastoral en un pueblo de la Vera, como coadjutor primero, y luego como párroco en Robledillo de la Vera, todas las mañanas, bien temprano, mi oración personal y litúrgica, la hice junto al Sagrario. Nunca en la habitación o en la naturaleza, o mirando al cielo; lo respeto todo, pero teniendo tan cerca al Señor en amistad permanentemente ofrecida en cada Sagrario de la tierra, me sale espontáneo el diálogo, como ejercicio de fe y amor personal, sólo con mirarle.

         Y la verdad es que me dice tantas cosas desde esa presencia «silenciosa», «música callada», en armonía llena de amor, en Canción de Amor cantada eternamente por el Padre con Amor del Espíritu Santo para que todos los hombres la oigamos en concierto de Amor extremo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el cual nos introducen a todos los hombres que quieran oír esta Canción llena de la armonía de Amor del mismo Espíritu del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que lo acepta haciéndolo Padre de Amor en su Hijo.

         Teniéndolo tan cerca.... pudiendo escuchar esta sinfonía de amor Uno y Trinitario,  la verdad es que no comprendo hacer la oración, tener un diálogo de amor con nuestro Dios Trinidad en otro lugar, o no pasar largos ratos todos los días con Él.

         Ahí el Verbo de Dios, la Palabra llena de Amor de Espíritu Santo pronunciada, revelada por el Padre a todos los hombres; es música callada, brazos tendidos de amor... me parece desprecio no abrirle los míos, no quedarme escuchando su Canción de amor personal que me canta a mí personalmente, porque soñó conmigo desde toda la eternidad, desde toda la eternidad vino en mi búsqueda para encontrarse conmigo y abrirme las puertas del cielo ya en la tierra, las puertas de la visión contemplativa, llena de amor, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ha venido en mi búsqueda y ahora, en este Sagrario y momento, es el encuentro soñado y preparado por Él; no puedo despreciarlo, minusvalorarlo, trivializarlo, olvidarlo.

         Las puertas del Sagrario son las puertas del cielo, de la eternidad, porque  el cielo es Dios, y Dios trino y uno está en el Sagrario por el Padre que me dice que me quiere con su Palabra, revelada y hecha en carne de Amor por obra del Espíritu Santo, en el primer Sagrario de la tierra, que es el seno de María, Madre Sacerdotal desde la Encarnación, y luego, un poco de pan en la Noche Santa de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio católico.

         Cierto que sí, que no es fácil ver y escuchar esta Canción de Amor de Dios desde el principio, que no es llegar y pegar, pero para eso está la fe, la fe verdadera sin buscar apoyos sentimentales de ningún tipo al comienzo, sino sólo fe, música callada que para escucharla  hay que afinar mucho el oído, limpiar bien los ojos mediante una conversión sincera que ha de empezar desde ese momento: ¿Pero ahí está Dios? ¿Está Cristo resucitado? ¿Por qué no buscarlo mejor en el evangelio donde escucho más claramente su palabra? ¿Pero ahí está vivo, vivo y resucitado el Cristo de la Magdalena, del ladrón arrepentido, del centurión, de la samaritana, de la mujer que sufría flujos de sangre que con sólo tocarle quedó curada?

         Pues sí, ahí está y yo, con toda la Iglesia, doy fe de su presencia, y la amo, y la busco y me ha seducido, y ya no puedo vivir sin ella; pero ya te digo la principal dificultad para verlo y sentirlo: los pecados; los pecados son una muralla para verlo. Por eso desde el primer momento, si quieres tener experiencia de su amor: conversión, conversión, conversión, seas cardenal, obispo, sacerdote, religioso/a, bautizado: “Los limpios de corazón verán a Dios”. Y los tenemos muy sucios y opacos con nuestro yo personal cuando empezamos este camino que es fundamentalmente camino de amor de conversión. Amo y creo en la medida que me convierto a Cristo y en Cristo.

         La oración personal es esencialmente cuestión de conversión. Si me convierto, si me convierto en amor eucarístico, como el suyo, hasta dar la vida por Dios y los hermanos, hago oración más profunda cada día porque al vaciarme de mí mismo, va entrando Dios. Pero, aunque diga misa, aunque me pase todo el día celebrando liturgias o haciendo oración en su presencia, si no me convierto, si no me convierto en amor silencioso y eucarístico como Él, obediente al Padre hasta dar la vida, adorándole “en espíritu y verdad”, con amor extremo hasta dar la vida vaciándome de mí mismo, para que pueda entrar dentro de mi y hacerme así templo y Sagrario de Dios Trino y Uno, no es posible la oración eucarística, verdaderamente eucarística, que tiene matices y tonos distintos a la simplemente oración «mental».   Si no me convierto en Eucaristía, eucaristizando mi vida, no cabe Dios dentro de mí. No es blasfemia. Es una verdad teológica. Estoy tan lleno de mi mismo que no cabe el amor, los criterios, las actitudes, los sentimientos y la vida de Cristo, auque le coma eucarísticamente, pero no hay comunión verdadera, no le dejo que Él viva en mí: “El que me coma, vivirá por mí”. Después de larga purificación, haré mi primera comunión eucarística, verdaderamente eucarística.

         Y esto y todo en la vida espiritual se hace por el amor personal, por la amistad personal, por el encuentro y diálogo personal, esto es, por la oración personal.

         Este libro es totalmente original en lo que digo y expongo porque  es de cosecha propia; pero no es original en el sentido de que sea la primera vez que lo expongo; no, así no es original, porque  muchas de estas  reflexiones las tengo escritas y expresadas en otros libros míos.

         La mayor originalidad es que aquí las digo en orden, siguiendo el camino de la oración personal eucarística, al menos como yo la he vivido, vivo y la voy descubriendo, teniendo siempre en cuenta que hay tantos caminos como caminantes. Y los respeto. Yo aquí expongo el mío, por si puede servir de ayuda a algún hermano sacerdote o seminarista. Por eso no dogmatizo.

         Expongo y con fuerza, porque es, no mi historia, sino mi vida, mi propia vida cristiana y sacerdotal, y ésa me la sé muy bien, porque para vivirla ha sido necesario muchas veces derramar sangre al tener que matar ese yo que tengo tan metido, al que doy culto, si me descuido, incluso cuando estoy dando culto a Dios.

         Está tan pegado a mi mismo ser y vivir, que hay que pasar por una verdadera muerte  mística, para matarlo.              Y estoy tan experimentado en esto, que no me fío nunca de haberlo matado del todo, porque muchas veces, cuando lo creía ya muerto del todo, lo encuentro riéndose y haciendo mofa de mi diabólicamente; por eso, que no me fío de que esté totalmente muerto este pecado original, este amarme y buscarme y darme culto a mí mismo, verdadera idolatría, sacerdocio innato y natural en todo ser viviente... no me fío de que esté totalmente muerto, hasta media hora después de haber muerto para este mundo y estar ya en la presencia de mis Tres, a quienes adoro y amor con todo mi corazón.

         Las puertas del Sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el Sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el Sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres.

Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el Sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El Sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos. Así lo expresa en esta cancion trinitaria y eucarística, aunque ordinariamente sólo citamos la parte última de su poesía, que es la eucarística, la presencia eucarística. Por eso, antes de llegar a esta parte última eucarística, voy a citar la primera, la trinitaria y advierto que «de noche» para San Juan de la Cruz, significa, por la fe, sin ver con los sentidos o el entendimiento:

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche

 

Aquella eterna fonte está ascondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

Sé que no puede ser cosa tan bella

y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

[Bien sé que tres en sola una agua viva residen, y una de otra se deriva,

aunque es de noche].

 

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.               

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a

oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.

(Es por la fe, a oscura al entendimiento, como se conoce y entra en este misterio)

 Para san Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito. Por eso hay que ir hacia Dios «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el Sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestras soberbia, envidia, ira, lujuria, sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el Sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios.” Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y san Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los Sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de Sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin Él: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste? » (C.9)

¡Señor, pues me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

(Del libro ESPIRITUALIDAD DE SANTA TERESA JORNET,  de Jesús Domínguez Sanabria)

SALUDO INICIAL:

MUY QUERIDAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS:

Así quiso Santa Teresa de Jesús Jornet que os reconociese la Iglesia. Con ese nombre, que suena a ternura infantil y simultáneamente a dedicación heroica, profesáis un estado de vida evangélico de servicio fraterno a tantos ancianos marginados, desvalidos o abandonados. Sois el rostro amoroso de Cristo que continúa hoy en vosotras dando la vida por los más pobres entre los indigentes de nuestra desacralizada sociedad.

VIVIR CENTRADAS EN DIOS PARA AMAR DESDE EL CORAZON DE DIOS

Hay una máxima que Santa Teresa de Jesús Jornet repetía con frecuencia: «Dios en el corazón, la eternidad en la cabeza y el mundo a los pies» (II 880).

Todo su contenido indica que ella vivía tan saturada del amor de Dios que todo cuanto era y hacía partía de una convicción de fe inmersa en cuanto fuese ser de Dios, agradar a Dios y dar gloria a Dios. Fue el gran objetivo de su vida: vivir centrada en Dios, para amar y actuar desde el corazón de Dios, como recóndita en su intimidad..., y desde esa postura de fe y ternura divina, desplegarse exteriormente, convivir fraternalmente, y desgastar la vida sirviendo con gozo a los más desamparados, a los ancianos desvalidos...

Y eso mismo pedía a sus Hermanitas: vivir centradas en Dios, pensando que Dios está en vosotras y en todas vuestras circunstancias, y, en consecuencia, que debéis actuar poseídas del amor de Dios, que impulsa a hacer bien todas las cosas..., y con profundo espíritu de fe, con intensa vida interior, y procediendo en todo por amor, emplear todos vuestros esfuerzos en convivir entre vosotras en unidad..., y con la sagrada misión de atender, ayudar y evangelizar a los ancianos desamparados.

Vuestra Santa Madre, desde que fue consciente de su condición de cristiana hasta el instante de su muerte te, demostró una fe profunda, un anhelo de ser de Dios y un ansia inquebrantable de consagrar su vida a promover la gloria de Dios y su servicio... Y cuando fue madurando en esa vida de fe y de profundidad de amor, quienes la conocieron testifican que «su mirada y su sonrisa eran tan religiosas que daba a entender que estaba siempre unida a Dios como en situación de oración» (II 880)... «En su comportamiento exterior se manifestaba que poseía un gran amor a Dios y que vivía como quien estaba continuamente en su presencia» (II 880)... Eso mismo aconsejaba ella reiteradamente a sus Hermanitas: «Tener mucha unión con Dios.., para alcanzar y conservar la caridad perfecta» (II 880)...

Desde esa intimidad con Dios, como perfecta enamorada de toda la bondad de Dios, veía natural y de conducta espontánea hacerle continuamente a su Buen Dios, a la Divina Providencia, la donación del sacrificio de toda su vida... Era la exigencia lógica que le propiciaba el honor y el gozo de estar consagrada a la gloria y servicio del Señor..., estar constantemente atenta a su divina voluntad..., y vivir pacífica y generosamente abandonada a sus designios amorosos...

Este ejemplo y exhortación de Santa Teresa de Jesús Jornet se convierte ahora en urgencia estimulante, en anhelo ardiente, en invitación vibrante, en reclamo seductor de lo que hoy tiene que ser la vida y testimonio de una Hermanita: estar centrada en Dios..., para vivir todo su servicio a la Iglesia, en comunidad y en la atención a los ancianos, como quien actúa desde el corazón de Dios, con sincera humildad y con espíritu alegre.

Todo esto —teniendo en cuenta el ejemplo de la Santa Madre—, ha de llevar a toda Hermanita, hoy y siempre, a empeñarse con ilusión y continuamente en este variado cometido:

— Estar enamorada de Dios...
— Vivir para glorificar a Dios...
— Permanecer siempre en el Corazón de Dios por medio de una oración y conversión permanente...
— Encarnar el ideal del amor fraterno entre las hermanitas y ancianos...
— Y servir al Señor con humildad y alegría...

Y desde esta santificadora actitud evangélica, desarrollar todo su quehacer diario, vivir su carisma y espiritualidad de Hermanita y dedicar gozosamente su vida a la atención y santificación de los ancianos desamparados...

         Precisamente por eso, la Santa entiende que ese amor y ese servicio ha de hacerse siempre con alegría; porque de lo contrario, difícilmente será expresión de un amor sincero: «Amemos mucho a Dios y sirvámosle con alegría» (1 810)... ¡El amor exige y engendra alegría!.. Y cuando en la vida de una Hermanita no hay alegría, es que falla el amor a Dios, o que éste aún no se ha entendido bien...

El primer fruto de un amor sincero a Dios es que cada Hermanita se sienta muy unida a Él y simultáneamente muy empeñada en vivir la unidad fraterna con todas las demás Hermanitas, para no dividir ni falsificar la sinceridad de su amor a Dios...

En esto la Madre es muy exigente y tajante: «Deseo que el adorable Corazón de Jesús las haya llenado a todas de su divino amor, para que así vivan siempre unidas y amándose mucho unas a otras en este amable Corazón, que ha de ser siempre nuestra mayor felicidad» (II 232). ¡He ahí otra de las razones de la felicidad y de la dicha que debe rezumar toda Hermanita: si su amor a Dios es sincero, tiene que saberse llena de la causa de la felicidad, y demostrarla en la convivencia con sus Hermanas y en el servicio a los ancianos!..

Y otra nota muy interesante que he visto yo en nuestra santa es que en esa línea la Santa Madre une la vivencia del amor a Dios a la conquista de la perfección cristiana: es una consecuencia y una exigencia de estar enamoradas de Dios...; es una condición para servir mejor a los ancianos y hacerlo de manera santificante... En

una circular, con motivo de la Navidad, así se lo expresa a todas las Hermanitas: «Les deseo que el Niño (Dios) les llene en ese sagrado fuego que Él sabe comunicar a las almas humildes a quienes tanto ama, para que abrasadas en esta llama divina puedan correr a volar por el camino de la perfección»... (II 233).

En consecuencia, las Hermanitas tenéis que vivir tan enamoradas de Dios que todo, todo, en vosotras sea y dé ocasión para testimoniar cuanto eso significa...La Iglesia lo necesita... Es la base de vuestra vocación... Es imprescindible para vivir vuestra espiritualidad de consagradas... Vuestra misión de misericordia y atención santificadora a los ancianos lo exige.... Y, en definitiva, es la condición para que os sintáis realizadas y felices...

La Santa Madre lo entendía y os lo decía así: «Cuántos y cuántos avisos nos da Dios nuestro Señor para que de una vez por todas nos resolvamos a amarle y servirle con todas nuestras fuerzas! Seguramente que esto es lo único que Él quiere de nosotras» (II 447)...; porque «en obrar por Dios —como enamoradas de Dios!— es lo que nos queda de sólido para el cielo» (II 644).

         Pues este sacerdote ha venido a vosotras con ilusión para hablaros de este amor a Dios y a los ancianitos, y precisamente desde la oración conversión. Porque para mí estos tres verbos amar a Dios y a los hermanos orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor y significado. En este línea, añadiendo tan solo, que para hacer oración y encontrar a Cristo, esposo del alma, el mejor lugar es el Sagrario, la Eucaristía como presencia, comunión y santa misa.

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Quienes la conocieron —y así se desprende de muchas de sus cartas— no dudan en afirmar que ella se mostraba siempre muy dulce, alegre y acogedora con los ancianos, y que era diligente en comportarse con ellos extremadamente delicada y detallista. Le importaba hacerles felices en todos los aspectos, y cuidaba ante todo que estuviesen contentos, no sólo por estar corporalmente bien atendidos, sino ante todo porque lograsen llegar a sentirse cristianos y a que experimentasen el amor de Dios. Es precisamente en este aspecto en lo que va a mostrarse muy insistente con los Hermanitas: en que cuiden la vida espiritual de los ancianos. ¡Era su más evangélica inquietud!

Exhotación de la Santa Madre a las Hermanitas

QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:

Ante todo, grabad en vuestro corazón, y traducid en vuestra vida este deseo de Santa Teresa Jornet que constituye lo esencial de vuestra misión y el estilo de espiritualidad que la debe ambientar: «Hemos de tener muy presente —os dice— que, al venir a la Religión, nos propusimos un solo fin: servir a Dios en la persona de sus pobres para salvar nuestras almas... No olviden que en casa tenemos esa parte escogida de Dios que son los pobres, y cuanto hiciéremos por ellos Dios lo recibe como hecho en su persona. Cuídenlos como deben. Es la obligación que no quedará sin recompensa, dirigiendo siempre la mirada a un Dios hecho hombre, como el blanco de nuestras obras» (II 441).

¡Es la misión que la Santa Madre propone a las Hermanitas: amar a Dios en los ancianos, «servir a Dios en la persona de esos pobres»...; y hacerlo con la convicción de que «son la parte escogida de Dios»...,:y que «cuanto a ellos hicieren Dios lo recibe como hecho en la Persona de su Hijo Encarnado»!.. Aquí se encierra toda la teología y misión de la vida de una Hermanita de Ancianos Desamparados.

Quizá hay que comenzar por una significativa advertencia que la Santa Madre indica cuando a duras penas ha comenzado la vida de la Congregación: «que a los ancianos hay que tratarles con humildad, suavidad y dulzura... Por eso —añade ella— dudo que sirvan para Hermanitas, quienes posean un carácter adusto y altivo, o quienes sean fáciles para el orgullo y la soberbia» (II 87). ¡Esa compostura de humildad, suavidad de trato y dulzura de comportamiento con los ancianos siempre ha de darse como presupuesto imprescindible! Sin esa contextura de carácter y de actuación, sería difícil conseguir en vosotras la espiritualidad adecuada, o la correcta respuesta vocacional, o la santificación en el ejercicio de vuestra misión de  Hermanitas de Ancianos Desamparados...

Las Hermanitas, de tal manera debéis fundir consagración religiosa con servicio de amor a los ancianos, que entendáis que sólo es posible vivir vuestra consagración y dedicación a Dios, si al mismo tiempo demostráis cordialidad de amor para con los ancianos. Son dos facetas de un mismo amor que se fusionan. No serviréis para ser de Dios, si al mismo tiempo no sois de los ancianos. Y no expresaréis vuestra genuina respuesta vocacional a Dios, si no expresáis el seguimiento y amor de Cristo en vuestra convivencia y servicialidad con ellos.

Precisamente por eso, vuestra Santa Madre no duda en advertiros lo siguiente: « Traten a todos los ancianos con amabilidad, y no se permitan ninguna palabra de desapego, ni siquiera de queja hacia ellos, pues lo que por su bien se sufra ha de servir un día de corona para todos... Sean muy amables con todos, con mucha caridad, que los pobres harto hacen con que se sujeten y nos sufran también a nosotras... Sobre todo procuren santificarlos bien y prepararlos para la muerte» (1 511).

Debéis de entender que no se trata de hacer una simple obra de caridad asistencial con el anciano. Se trata ante todo de demostrarle el mismo amor de Cristo que cura y salva. Es todo un servicio de evangelización; en el que se incluye la promoción humana y la formación religiosa, la atención corporal y la santificación cristiana; hacer que los ancianos vivan como personas con cuanto requiere su dignidad humana, y al mismo tiempo que vivan como sinceros hijos de Dios, con cuanto requiere una auténtica vida cristiana. En definitiva, la Santa Madre os pide que continuéis en cada uno de los ancianos o ancianas a vuestro cargo la misma misión liberadora, redentora y santificadora del mismo Cristo; y que lo realicéis con su mismo amor misericordioso.

He aquí sus mismas palabras: «Sean buenas y cuiden mucho a los ancianitos para que estén contentos y no tengan motivo para quejarse de nada. Procuren dar gusto a todos, sin que se falte en la menor cosa. Antes perderlo todo que faltar en lo más mínimo. Procuren en esto hacerse bien santas» (1 375). La santidad de una Hermanita depende de esta actitud de amor servicial y santificador para con los ancianos.

Meditadlo bien: las Hermanitas sólo lograréis ser santas si, además de demostrar amor de atención corporal a los ancianos, intentáis por todos los medios que ellos también sean santos. Si en la intención y en el esfuerzo de una Hermanita, en el cumplimiento de su misión, no se da esta pretensión evangelizadora, difícilmente logrará conseguir su ideal de seguimiento de Cristo. O sois santas santificando a los ancianos, o no lo seréis de ninguna manera.

La Santa Madre os lo expresa así: «El Señor dio a las Hermanitas el encargo de cuidar y asistir corporalmente a los pobrecitos ancianos, de encaminarlos con sus buenos ejemplos y la práctica de las obras espirituales de misericordia a que levanten el corazón a Dios, se fijen en Él, le conozcan más y más, y, conociéndole, le amen; y, amándole, perseveren en su amor; y, cuando al fin les llegue la hora, mueran en su amistad y gracia» (II 398). ¡He ahí vuestro mejor proyecto de vida!

Ahí radica toda la bienaventuranza evangélica de una Hermanita: haciendo que su amor a los ancianos sea expresión del amor salvador y santificador del mismo Cristo. Eso ciertamente exigirá mucha humildad, mucha abnegación, mucho espíritu de sacrificio, una delicada formación para expresar la debida atención acomodada a las personas y circunstancias, un interés de crecimiento personal en pro de los demás, una mansedumbre a toda prueba de paciencia y generosidad... ¡Pero no temáis; tenéis para ello la gracia de la vocación...; y Cristo no os va a fallar!..

¡Bienaventuradas vosotras si sabéis demostrar con los ancianos un corazón de madre, un alma de apóstol, y una personalidad de santo!.. ¡Bienaventuradas vosotras si intentáis demostrar el mismo estilo de misericordia de Cristo, porque ciertamente alcanzaréis la dicha de la Misericordia de Dios!.. ¡Bienaventuradas vosotras si, al amar a los ancianos, conseguís que ellos también sigan y amen a Cristo, porque entonces el mismo AMOR de Dios os llenará a vosotras el corazón de gozo!..

5. PROYECTAR UNA INTENSA ESPIRITUALIDAD DESDE LA ORACIÓN PERSONAL


         Vivir centradas en Dios para actuar desde su corazón y desgastar la vida en servicio a los demás, es una tarea humanamente imposible. Se precisa una intensa vida espiritual de oración, de gracia, una gran fuerza del Espíritu de Cristo, y mantener una constante visión de fe por la oración permanente.

         Santa Teresa de Jesús Jornet era muy consciente de esta urgencia. Y si lo experimentó desde el principio como simple cristiana que aspiraba a consagrarse a Dios, mucho más se lo propuso cuando vivió como Religiosa y asumió la ardua tarea de la misión del apostolado con los ancianos desamparados. Sin la influencia actuante de la gracia de Dios por la oración y los sacramentos no es posible la perseverancia en la aspiración a la santidad.

Sólo con una intensa vida espiritual santificante se mantiene la vida de consagración a Dios y de servicio a los demás. Y si, en definitiva, el proyecto de vida es el ejercicio constante de la caridad fraterna en servicio a los desamparados, aún se hace más urgente contar con la constante intervención de Dios.

Todo esto implica una fuerte vida de oración, una preocupación por alimentar la presencia de Dios, una perseverancia en la conversión o ascética de la fe, sostenida por la esperanza y vivificada por el amor. Se trata de llegar a la configuración con Cristo, a «cristificarse»: vivir la misma vida de Cristo o hacer
que Cristo viva su vida en vosotras. Este anhelo de «cristificación, que es común para todo cristiano que desee llegar al ideal de la santidad, es todo un reto para vosotras, las Hermanitas, que por vocación abrazáis el estilo de vida del mismo Jesús de Nazaret, consagrado al Padre y entregado a la redención de los marginados, entre los que hoy escogéis a los ancianos desamparados.

En este aspecto, es imprescindible para vosotras cultivar todo cuanto implica el organismo de la vida interior: desarrollar la gracia santificante, como participación en la misma vida de Dios...; aprovechar todas las gracias actuales e impulsos o inspiraciones del Espíritu Santo que continuamente está iluminando vuestra mente y motivando vuestra voluntad para que obréis lo más santo, exigido por el amor...; desarrollar los Dones del Espíritu Santo, que suponen el cultivo de todas las virtudes propias de vuestro estado....; y todo ello, ambientado, acompañado y promovido por una intensa vida de oración... Vuestra Santa Madre era muy consciente de todo esto; lo vivió y os lo inculcó como actitud personal imprescindible para poder responder santamente a vuestra hermosa vocación religiosa.

Y en una Hermanita, que ha de llevar a cabo una constante convivencia de amor en Comunidad y un servicio desinteresado y de generoso sacrificio a los ancianos desamparados, esa intensa vida interior reclama un espíritu alegre, desde una postura constante de humildad. Servir al Señor interiormente y en los ancianos con alegría, con un estilo de generosidad expresado con inmenso gozo, como fruto de un amor sincero, paciente y saturado de mansedumbre...

5.1. VIDA INTERIOR Y ESPIRITU DE ORACIÓN


Todo Religioso está llamado a vivir desde la fe en un ininterrumpido proceso de conversión, de renovación, intentando actualizar el ser y el actuar de Cristo. Es el reclamo de Dios a una renovación constante a quienes ha elegido para ser continuadores de la vida y misión de su Hijo, con el fin de que lleguemos a la máxima identificación con Cristo.

Y si esto es tarea inacabada de todo Religioso, vosotras, las Hermanitas, lo debéis de llevar a cabo además como una particular exigencia de la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet. Ella era una mujer de Dios e inmersa en la intimidad con Dios, de profunda vida interior y de exigente espíritu de oración. Y ante este estilo de espiritualidad de vuestra Santa Madre, vosotras no podéis quedaros impasibles o contentaros con hacer, de cuando en cuando, sólo algunas pequeñas rectificaciones externas de conducta, y volver después a la monotonía del desinterés.

Tenéis que propiciar un impulso serio, decidido, de más expresiva autenticidad a todo lo más esencial de la vida cristiana: el cultivo intenso de la vida interior.
La vida interior radica en una sublime verdad de fe: la presencia de Dios dentro de nosotros. Dios está en nosotros: Dios vive en nosotros! A través de la gracia santificante —como nos dice San Pedro— «participamos de la naturaleza divina», estamos en comunión vital con Dios, con todo lo que es Dios, con lo común de la Tres Divinas Personas.

En consecuencia hay una relación, comunicación y transmisión de vida con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. ¡Somos «morada» de la Santísima Trinidad! (Jn 14, 23)... Es una realidad sublime que, sin quitarnos de ser humanos, nos diviniza, o puede hacer que todas nuestras vivencias humanas tengan una dimensión divina, transcendente, de valor eterno. Podemos decir con plena convicción de fe: «Dios está en mí y actúa dentro de mí. En consecuencia, yo puedo y debo estar en El, conversar con El, vivir de Él, actuar con Él...».

Este misterio de relaciones humano-divinas hace que un cristiano sincero, y más aún un Religioso o Religiosa consagrado a Dios en el seguimiento de Cristo, además de vivir una vida humana normal con todas sus implicaciones, pueda llevar una misteriosa vida de fe, de unión con Dios dentro de sí mismo, en la que entra en diálogo vital con Él hasta poder dejarse impulsar y configurar en todo por la presencia santa de la Divinidad en su existencia normal. Esto es lo esencial de la «vida interior».

En la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet esta convicción de la «vida interior», como vida de intimidad con Dios y como vida de Dios actuando dentro de nosotros y con nosotros, es la base de toda su actitud, tanto en relación con Dios, como consigo misma o con los demás. Con su estilo y con aquella formación y expresiones de piedad propias de su época, ella viene a manifestar que vive personalmente, y desea que aún mejor se viva en su Congregación, toda la Teología de la Espiritualidad Cristiana, enraizada en el cultivo de una intensa «vida interior»... Sólo así se puede vitalizar el amor que una Hermanita ha de expresar a Dios, a sus Hermanas de Comunidad, y sobre todo a los ancianos...

La Santa Madre vivía constantemente unida a Dios, cultivaba intensamente su intimidad, experimentaba la animación propia de quien se sabe interna e intensamente amada por Dios e impulsada por su Espíritu... Hasta tal punto que ella entendía que eso constituía lo primero y principal, la base o fundamento para poder llevar a cabo todas las demás exigencias de su vida de consagración a Dios y de servicio a los demás.

Las Hermanitas que con ella convivieron coincidían en afirmar que la Santa Madre era una persona de profunda vida interior. «Por su porte exterior —dice un testimonio presencial de su vida— daba a entender que su interior estaba siempre en oración y que no le faltaba nunca la presencia de Dios». «Veía» a Dios en todo, interpretaba su voluntad constantemente, obedecía a su impulso íntimo, estaba atenta a cuanto experimentaba en su intensa vida de oración... Gustaba de estar todo el tiempo posible ante Jesús Sacramentado, y en su presencia alimentaba su anhelo de servir y transfundir el amor divino que llevaba dentro a todas las personas con quienes convivía, y particular- mente a los ancianos a quienes atendía (II 880-881)...

Puede la Hermanita cultivar muchos aspectos de la vida cristiana que siempre serán precisos para llevar a cabo su misión; pero Santa Teresa siempre os insistirá que por encima de todo la vida interior, el Espíritu de Dios viviendo y actuando desde la intimidad del corazón, debe de ser la base: «Que no se quede atrás la vida espiritual que es lo más importante», os repite (1 237).

Intentarlo constantemente supone: 1.) poner en práctica toda la purificación que sea precisa —abnegación, conversión—; 2°) dejarse guiar por el Espíritu de Dios, dejarse iluminar por su presencia, dejarse impulsar por su amor; y 3) aspirar a vivir y actuar en continua unión consciente con Dios, unión vital que efectúan en nosotros los Dones del Espíritu Santo.

La Santa Madre es consciente de la necesidad de todo ese proceso; lo cataloga como imprescindible. Y ante la intensa actividad exterior, que sabe tanto acosa a las Hermanitas, no duda en deciros: «Hagamos nuestras ocupaciones acompañadas del espíritu de oración...; porque es imprescindible llevar las cargas del trabajo ayudadas con el fervor del espíritu, y éste sacarlo del recogimiento y de la oración» (II 817). Sin este dinamismo de la vida interior es imposible proceder con sentido evangélico en la ardua actividad que requiere la atención a los ancianos desamparados.
¡Oración, mucha oración, mucho espíritu de unión con Dios! Ella os lo reclama: «Oremos, oremos con fervor. Con la oración se vencen todas las dificultades» (II 818). Sois conscientes de que en vuestro apostolado las dificultades son muchas. Pero dejarán de ser un inconveniente insuperable cuando la intensidad de vuestra oración alimente la vida interior, actualice la presencia actuante del mismo Espíritu de Dios y consigáis que sea Él quien os ilumine, os impulse y os haga proceder en todo con amor. Sólo con una intensa vida de oración se puede llegar a obrar con sentido de Dios, revelando el genuino rostro del amor de Cristo, hecho vida en vosotras.

A unas jóvenes Novicias, que a veces se dejaban vencer por el sueño en el tiempo de oración, con sonriente advertencia y amabilidad fraterna Santa Teresa Jornet les indicó: «Hermanitas, si el primer acto del día lo hacemos mal, ¿qué será durante el resto?.. Pensemos que estamos en presencia de Dios y que le ofrecemos nuestras primicias para que durante el día podamos hacer en todo su santísima voluntad» (II 883). De eso se trata: de hacer en todo la voluntad divina; y esto no será posible sin el impulso vital del Espíritu Divino que habita en nuestro interior. En coherencia, hay que renovar el encuentro con esa presencia divina de manera consciente cada mañana en la oración, de manera reiterada repetidas veces durante la jornada, hasta conseguir que nuestra mente y nuestra actuación se mantengan experimentando esa fuerza vivificadora divina durante todo el día. ¡Hacer oración de unión con Dios, que impulse a vivir amándole en todo! Manteniendo esa presencia de vida interior, como quien vive la plena confianza en Dios, en santo abandono en su amor de Padre, es como se consigue cumplir su divina voluntad y se puede realizar y aceptar lo que más convenga al Señor (II 718-719).

Junto a la oración de intimidad con Dios, para vivir su presencia en el corazón y desde ahí animar de manera santificante la vida, la Santa Madre en casi todas sus cartas pide e insiste a sus Hermanitas que hagan oración de súplica: que siempre que vayan a servir a los ancianos, precedan, acompañen y realicen su actividad, suplicando ayuda Dios. Quiere que sean instrumentos del Espíritu que actúe a través de ellas. Por eso es preciso mantener la intimidad con Él, y habituarse a una constante y frecuente súplica (1 232 ss; 378 ss). ¡Hay que mantener la eficacia del apostolado fundamentado en la confianza en la oración, «porque encomendándoselo todo a Él —decía—- alcanzaremos siempre lo que sea más de su agrado»! (1 378).

«Tenéis que sen tiros también solidarias con Dios; impregnadas de su presencia y de su vivencia, para ser unidad de amor con Él en vuestra actuación asistencial y de apostolado. En ese aspecto, frecuentemente pide Santa Teresa Jornet a sus hijas aprovechar delicadamente tantas gracias actuales, impulsos de bondad y amor, que Dios —desde la intimidad del corazón— continuamente da...

«Si el objetivo personal de cada Hermanita, como exigencia y consecuencia de su entrega a Dios y al servicio a los ancianos, así como condición para orar al estilo de Cristo, es lograr la propia santificación, la Santa Madre entiende que este sublime cometido imprescindible no es posible conseguirlo sin una intensa y profunda vida de oración. Oración para ser santas; y oración para obrar santamente en el ejercicio del apostolado con los ancianos. Tenéis que dejaros llevar por el Espíritu de Dios, mantener una vida de recogimiento, de santo silencio interior, como quien está continuamente dirigiendo toda su mente, su corazón y sus obras a Dios. Sólo desde esa intimidad y espíritu de oración —dice Santa Teresa Jornet— se logra obrar con rectitud de intención, caminar hacia la perfección y fraguar la propia santificación» (II 129-130).

Y una recomendación final, muy propia de la espiritualidad de la Santa Madre: vivir la unidad de amor con la presencia eucarística de Cristo. El amor a la presencia de Cristo Sacramentado y el anhelo de hacer reposadamente y con sosiego la Sagrada Comunión era un anhelo diario de la Santa Teresa Jornet, que os inculcó insistentemente. Ella lo consideraba como un acto diario imprescindible para llenarse de Dios, y para vibrar al ritmo de su amor divino en toda actividad humana. Satisfacer esta necesidad imprescindible de comulgar, visitar frecuentemente el Sagrario y vivir la intimidad con Jesús Sacramentado, era para la Santa Madre el mejor regalo que el Señor le hacía, el impulso santificador que le entusiasmaba, la fortaleza ardiente para obrar bien en todo, la «mayor ventaja» —dice ella— del día para poder sobrellevar con amor y optimismo cuanto la voluntad divina permite o quiere en todo instante (II 565-566).

5.2. SERVIR AL SEÑOR CON HUMILDAD Y ALEGRÍA

La Santa Madre pide a las Hermanitas repetidas veces que sean virtuosas. Pero a la hora de destacar algunas virtudes, además de requerirles la caridad fraterna hasta conseguir la mejor unión de amor en la convivencia y la máxima bondad en el servicio de entrega a la asistencia y atención espiritual a los ancianos, es muy singular el modo cómo les insiste en la humildad y en la alegría.


Y es que la humildad, más que una virtud, es una actitud básica para poder practicar cualquier estilo de conducta santa y santificadora. Pío XII decía que «el comienzo de la perfección cristiana está en la humildad». Sin la humildad no es posible iniciar, continuar ni concluir la aspiración al elevado ideal de la imitación de Cristo, el «manso y humilde de corazón», que nos pide que aprendamos de Él, precisamente esa doble actitud: mansedumbre y humildad (Mt 11, 29).

Tener conciencia de humildad, por nuestra absoluta dependencia de Dios, es la garantía de la mejor fidelidad: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

(Libro de SATURNINO LÓPEZ NOVOA,  J. José Asenjo Pelegrino)

EL FUNDADOR DON SATURNINO LÓPEZ  Y LA OBSERVANCIA DE LAS CONSTITUCIONES

La observancia será un argumento recurrente en las pláticas del Fundador y en sus cartas a Madre Teresa y a las demás Superioras:

«Cuiden las Hermanitas — escribe en 1892 —de ser fieles siempre a la observancia de las Constituciones sin pretextos ni excusas infundadas; persuadiéndose que la mayor perfección consiste en la tal observancia».
Mientras ingresan nuevas postulantes en la casa de la Almoina y crece el número de ancianos, la correspondencia del Fundador con la Superiora General es prácticamente semanal. Ella le consulta sobre la asistencia espiritual de las Hermanitas y su ancianos.

Sobre una novicia le escribe: «Si no se enmienda, no sé Padre si esta chica valdrá para Hermanita, porque tiene poca humildad y murmura con mucha facilidad».

El Fundador, que quiere cortar desde el principio en la pequeña comunidad la murmuración y la falta de obediencia, le contesta:

“En esto no puede disimularse nada, nada; pues el mal ejemplo en las Comunidades es un cáncer, que si al principio no se cura de raíz llega a comerlas. Por consiguiente, con toda la formalidad que el caso pide, y puesto que Vd. ya le ha hecho las correcciones fraternas que la caridad exige, debe Vd. hacerla otra muy seria ante las Consultoras. Si ésta no da resultados, otra ante el Directorio reunido; y si después de estas últimas no hay enmienda formal y verdadera, expulsarla de la Institución. Las murmuraciones en las Comunidades, dice San Bernardo, que son unos hilos con que el demonio forma la tela o red en que pretende enredar a todos los individuos, de suerte que se divida el espíritu y no se entiendan, para que así venga la relajación y con ésta la ruina de la Comunidad. Es de todo punto obligatorio y necesario en los superiores, continúa el Santo, en poner mano firme y sin contemplación alguna, para que los hilos se rompan en el principio y cuando son todavía delgados, pues más tarde se hace difícil el deshacer esta obra diabólica. Con que ahí tiene Vd. el camino que ha de seguir en este asunto. Hay precisión, pues, de principiar por humillarla, contrariando su voluntad, y haciéndola conocer lo que es la obediencia en la Religión».

Aumentan las jóvenes de Huesca que solicitan ingresar en la Congregación; Don Saturnino envía a Madre Teresa ejemplares del folleto que ha publicado para dar a conocer el Instituto en toda España y en Hispanoamérica, y adjunta otra carta para que la lea en comunidad, «y después se archive». El texto programático, venerado por las Hermanitas, es una vibrante invitación a la unidad y una cálida exhortación a la obediencia y a observar las Constituciones, para mantener «aquella paz, armonía y mutua caridad, que les haga vivir siempre unidas en un solo espíritu, el Espíritu del Señor.

Pues así como en el cuerpo humano todos y cada uno de sus miembros obedecen y están ordenados a la voluntad del alma, así también en una comunidad religiosa, todos y cada uno de sus individuos, que son los miembros que forman y constituyen el cuerpo moral de la misma, deben estar presididos, animados y ordenados a la voluntad del Espíritu de Dios; sin lo cual no puede haber entre ellos ese amor mutuo y esa recíproca correspondencia que el mismo Señor exige en los que son sus verdaderos discípulos.

«En esto conoceréis, les decía a sus apóstoles, que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros». Ya lo sabéis, pues, mis queridas Hermanitas; si queréis estar animadas del Espíritu del Señor, necesario es que os améis unas a otras de tal modo que no aparezca entre vosotras división ni diferencia alguna, sino por el contrario que, unidas con el suave lazo de la santa obediencia, manifestéis en todos vuestros actos ser uno el corazón y uno también el espíritu en vosotras.

Nunca escuchéis ni sigáis otra voz que la de Dios, la cual se os comunica por la de vuestros superiores; pues oyéndola y siguiéndola obraréis siempre según la voluntad y espíritu del mismo Dios.

Desgraciada una y mil veces la Religiosa que se separe de esta conducta y que, dando oídos y entrada a las sugestiones del espíritu de amor propio, de sus pasiones o del de Satanás, que ciertamente no es el Espíritu de Dios, sea causa de que en una comunidad se altere el orden, se perturbe la paz y se rompa el lazo de amor y de fraternal afecto que debe unir santamente a sus individuos.

En verdad, que de tal religiosa podría decirse, lo que el Santo Evangelio, de Judas, apóstata del Colegio Apostólico: «que había entrado en ella el espíritu de Satanás».

Ciertamente, que también podía ser comparada a aquel hombre enemigo, de que nos habla el mismo Evangelio, y de quien dice: «que había sembrado la cizaña en el campo bueno». ¡No consienta jamás Nuestro Divino Redentor que suceda caso semejante en la comunidad de las Hermanitas! No lo espero, confiado en la paternal bondad de nuestro Dios, en la especial protección de su Santísima Madre bajo el título de Desamparados, y en los ruegos de los Santos José y Marta, abogados de la Institución. Antes por el contrario, me prometo que esa respetable comunidad, inspirándose siempre en las reglas de sus Constituciones, en la que debe a la alta misión a que está llamada por Dios, y en los consejos y prudentes instrucciones de sus Superiores, sabrá mantener en su seno aquella paz y unión en el Espíritu del Señor que han de atraerle las bendiciones del cielo, el aumento de gracias y virtudes, y la prosperidad del Instituto para mayor honra y gloria de Dios y bien de la humanidad».
         Don Saturnino volverá frecuentemente sobre el tema en pláticas y escritos a las Hermanitas: «Como en un edificio una piedra sostiene a la otra, y todas unidas constituyen un solo cuerpo y le dan solidez; así en una casa de religiosas, unida una hermana a la otra y todas entre sí por el santo vínculo de la caridad, constituyen una sola comunidad, ordenada, estable y observante... Quiera el Señor que las Hermanitas se inspiren siempre en el gran consejo del Apóstol: todas vuestras cosas sean hechas en caridad (1 Cor, 16, 14)».

(HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS, CARISMA Y ESPIRITUALIAD, POR Tomás de Bustos, o.p.)

IV. ESPIRITUALIDAD  ACTIVO-CONTEMPLATIVA: MARTA Y MARÍA


         Uno de los signos de madurez y responsabilidad de una persona consagrada es vivir sus compromisos con coherencia, con perseverancia y equilibrio. Una hermanita ha de intentar vivir su vocación con solidez equilibrada: ni conscientemente disipada, superficial; ni presa de una ensoñación de “falsa mística”. Las Hermanitas siguen a Jesucristo implicándose y cualificando ese seguimiento con el carisma original de Santa Teresa Jornet. Desde esa óptica han de orientar toda su vida y su misión: “hacer las actividades externas acompañadas del espíritu de oración; pues sólo así agradaremos al Señor esto es, practicando las virtudes interiores cuando hagamos la caridad con nuestros ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 817).

En el reciente Documento, publicado por la Sagrada Congregación leemos:
“La oración y la contemplación son el lugar de la acogida de la Palabra de Dios y, a la vez, ellas mismas surgen de la escucha de la Palabra. Sin una vida interior de amor que atrae a sí al Verbo, al Padre, al Espíritu (Jn. 14, 23) no puede haber mirada de fe; en consecuencia, la propia vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se hace opaco y es imposible descubrir en ellos el rostro de Cristo, los acontecimientos de la historia quedan ambiguos cuando no privados de esperanza, la misión apostólica y caritativa degenera en una actividad dispersiva”.

La dimensión oracional y el apostolado han de configurar la personalidad y la espiritualidad cristiana y consagrada de las Hermanitas: “las personas que se han propuesto buscar y amar ante todo a Dios, que nos arnó primero, deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma. Esta experiencia oracional de Dios será expresión de nuestra fe, fuerza para vivir alegres en la esperanza e impulso de caridad en nuestro apostolado. La contemplación, respuesta a la llamada interior del Espíritu, es encuentro con el Padre en la sencillez de una actitud filial.

Esta experiencia de Dios va unificando nuestra vida en el amor, profundiza la comunión entre nosotras y nos hace desear este mismo don para los hermanos. Contemplación y misión son inseparables”. En el proyecto fundacional de Teresa Jornet y su Congregación, la fe y la caridad, para descubrir en los Ancianos el rostro de Jesús recibe también su luz y calor en el ejercicio perseverante de una oración sincera. Así, la oración contribuye eficazmente a la realización de la misión apostólica de las Hermanitas ( Congregación par los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 25. Dimensiones de Vida Dominicana, p. 38).

Las Hijas de Santa Teresa Jornet saben muy bien que su vida entera gira en torno y en función del carisma propio: «El ejercicio constante de la virtud de la Caridad cristiana en el socorro, cuidado y atención.., de los ancianos desvalidos de uno y otro sexo”. (Const. n. 4). Sí. Trabajar, entregarse sin reservas para santificarse ellas y para aliviar a los Desamparados y colaborar en la salvación de las personas ancianas. Esta finalidad carismática va a exigir a las Hermanitas una intensa y, a veces, agotadora actividad. Este hecho real de su vida plantea una pregunta: ¿la vida de oración, la experiencia oracional, la dimensión contemplativa de la Vida Religiosa y la actividad apostólica están reconciliadas o están enfrentadas; son compatibles?. Es vital dar una respuesta correcta a este interrogante. Nos ayudará a sumergirnos en el conocimiento de la espiritualidad de Santa Teresa Jornet. Habremos encontrado el camino adecuado para que las Hermanitas continúen creciendo en la vigorosa vida de su propia espiritualidad.

Cada día caerán más en la cuenta de que la oración les es tan necesaria para su espíritu y para su misión como el comer y beber para su cuerpo. En la oración, Dios nos renueva y “va transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne”.

Como dice un santo dominico: “En la oración y el estudio descubrimos y contemplamos la verdad, rehacemos el corazón humano y descubrimos esa formación del entendimiento por la cual la verdad entendida y asimilada se transforma en amor”. Efectivamente: en la oración la verdad se hace vida, calor, entrega a Dios y a los hermanos. Con esa luz y ese calor, las Hermanitas descubren las necesidades y el grito de sus queridos Ancianos, que están esperando una respuesta de cercanía y amor.

La oración auténtica nos pone frente a frente con el Señor, que nos hace ver su rostro dolorido y triste en los hermanos y nos envía a repartir y anunciar salvación. Ese es el reto evangélico para todas las Hermanitas. Su Madre Fundadora les recuerda su convicción del valor y necesidad de ser fieles a la loración, para que su vocación se robustezca y para que su tarea apostólica sea siempre fecunda.: “a las que salgan a postular encárguelas mucho que no pierdan la oración ningún día. Si no pueden hacerla en los pueblos en donde están, que la hagan por el camino, que el Señor de todas partes nos oye. Si esto hacen, el Señor las asistirá y ayudará con su gracia”. (II, p. 129).

1. Armonía entre acción y contemplación.

La vida mística, contemplativa es el ahondamiento Continuo ( en la verdad-luz-amor del Misterio de Jesucristo. Es la experiencia orante y contemplativa de la verdad de Dios Creador, Padre y Amigo, que se ha revelado en su Hijo Jesús. En definitiva: la vida contemplativa es el encuentro interior y Unitivo de una persona humana con la infinitud divina. Un encuentro que comporta la experiencia íntima de fervor de espíritu y contemplación del ser y vivir de Cristo, en la soledad orante del ser humano. Un encuentro vivencial y palpitante en sintonía con el pensar, sentir y amar de Jesús. Desde esta vivencia es cuando nos sentimos más urgidos para asumir activamente la misión apostólica propia de nuestra vocación.

Santa Teresa Jornet era muy consciente de este valor de su vida consagrada al Señor. Era una mujer contemplativa en la acción, abandonada a la Providencia como un niño en brazos de su madre, cooperadora con Cristo y María en
la salvación de los hombres, “especialmente de los Ancianos más pobres “. Siempre fue fiel a la oración, estaba convencida de su necesidad y eficacia; por eso pedía a los demás que orasen por ella: “No deje de encomendarnos a Dios, que bien lo necesitamos, y yo confío mucho en sus oraciones. Ya nos puede encomendar a Dios para que nos dé espíritu para todo, en especial el desprendimiento y la humildad”. (1, pp. 177-178).

La acción, la actividad y la oración nunca deben éstar en conflicto. El carisma de Santa Teresa Jornet, como experiencia del Espíritu y la misión apostólica que le confía, deben caminar indisolublemente unidos. En el diálogo oracional con Dios, la Madre discernió y encontró el camino vocacional que Jesús había preparado para ella.

La realización apostólica del Proyecto benéfico a favor de los Ancianos fue la puesta en acción de la luz y el amor que experimentó en la oración. “Toda vocación a la vida consagrada ha nacido de la contemplación, de momentos de intensa comunión y de una profunda relación de amistad con Cristo, de la belleza y de la luz que se ha visto resplandecer en su rostro. En la oración se ha madurado el deseo de estar siempre con el Señor y de seguirlo. Toda vocación debe madurar constantemente en esta intimidad con Cristo. Toda realidad de vida consagrada nace cada día y se regenera en la incesante contemplación del rostro de Cristo. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo’, n.25)

Para Teresa, la oración en todas sus formas y manifestaciones, era vital para toda su actividad apostólica. Teresa fue una mujer experta en oración contemplativa y en actividad intensa. En sus dos años de experiencia contemplativa en el monasterio de Briviesca descubrió que el silencio y la oración son fuente de energía misionera. Sintonizaba con lo que enseña el dominico Santo Tomás de Aquino: “Contemplare et conteinplata aliis tradere”. Es decir: buscar y contemplar a Dios en la oración, dialogar amigablemente con Jesucristo, dedicar tiempos especiales de encuentro con el Señor y entregar, repartir con los hermanos, con los Ancianos al Dios contemplado en la oración. Compartir, anunciar a todos a Jesucristo, Salvador del mundo. Eso significa que la oración, el encuentro con Jesús se traduce en la realidad diaria y apostólica de la vida.

En esos encuentros sinceros, sencillos, confiados y a “corazón abierto” ante Dios, se encendía de amor el alma humilde de Teresa para ir a repartir su calor con los Ancianos Desamparados. El amor de Cristo “la urgía”, la quemaba y no podía resistir sin compartirlo con los pobres. En la oración atizaba la llama de su amor a los desvalidos. Toda la actividad apostólica de Santa Teresa era un desbordamiento de su encuentro con el Señor en la oración.

En su diálogo con Jesús recordaba y le presentaba a todos cuantos ella llevaba y amaba en su corazón. En la oración hablaba a Dios de “sus amadas Hermanitas” y de “sus queridos Ancianos”. Y, en la actividad apostólica, en su vida de servicio a la Congregación y a la misión, hablaba a sus Hijas y a los Ancianos de Dios. Su palabra y su vida eran un testimonio de encuentro con Dios y de servicio a los demás. Para la Fundadora de las Hermanitas era una convicción de fe y de experiencia la necesidad vital de la oración: “Era una religiosa de mucha oración..., dando un ejemplo admirable a sus religiosas en la oración”. (II, p. 881). Esta fidelidad y coherencia oracional fueron una constante en su vida. Así lo testifican emocionadas y edificadas las Hermanitas que le conocieron a la Madre Fundadora. El ejemplo de la Madre servía de estímulo para sus Hijas.

2. El pensar y sentir de la Madre.


         Si nos adentramos en los escritos de la Madre Fundadora, nos encontramos con la grata y ejemplar sorpresa de su profundo amor a la oración y al armonioso equilibrio entre oración y actividad.

Necesitaba la oración para ser fiel a Dios y servir con dignidad a los demás. Vivió fielmente una convicción: la oración es el logro de la intimidad con Dios y la gran ocasión para interiorizarle y en la que se manifiesta nuestro espíritu rebosante de espiritualidad. Ella es la primera testigo de esa doble dimensión de su carisma vocacional.

Como auténtica hija de la Iglesia, vive, practica su vida de hermanita en la fe y enseñanza de la Iglesia del Señor, que también hoy nos recuerda el precioso valor de la oración. No quiere que la actividad apostólica de los Consagradas degenere en “estéril activismo”. Recordemos un mensaje: “En la atención dirigida a los hombres, el Espíritu de Jesús nos ilumina y nos enriquece con su sabiduría, con tal de que estemos profundamente penetrados por el espíritu de oración. Tened, pues, conciencia de la importancia de la oración en vuestra vida y aprended a dedicaros generosamente a ella: la fidelidad a la oración cotidiana seguirá siendo para cada una y en cada uno de vosotros una necesidad fundamental y debe ocupar el primer puesto en vuestras Constituciones y en vuestra vida”.

Un pensamiento similar nos lo ofrece el Papa Juan Pablo II:
“Todos necesitamos aprender a escuchar al Otro. Esto comporta una gran fidelidad a la oración litúrgica, personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales”. La espiritualidad de Santa Teresa fue una experiencia vibrante de su alma, como asidua navegante en el limpio mar de la oración.

La Santa Madre estaba convencida de la fecunda eficacia de la oración. Su fe en la oración se refleja con sencillez en una de las cartas que escribió a las Hermanas que embarcaron hacia Cuba: “Muchas han sido las oraciones que se han hecho por Vds. desde que salieron de ésta, no sólo en todas las Casas del Instituto, sino también muchas personas conocidas han dirigido al cielo sus súplicas, pidiendo al Señor les concediese un feliz viaje. Pueden creerme que esos días lo que hacía era redoblar
mis pobres oraciones”. (II, p. 129).

Hace depender la conquista de la caridad, prudencia y paciencia de la fidelidad a la oración: “lo que se requiere es caridad, paciencia y prudencia y oraciones; muchas oraciones para que el Señor le conceda aquellas virtudes”. (II, p. 129). Pide oraciones y agradece las que se hacen por ella, por sus intenciones: “Le doy gracias por las oraciones que ha dirigido al Señor por las viajeras — se refiere a las Hermanitas que han embarcado hacia Cuba -. Tengo gran satisfacción en pensar que han sido muchas las plegarias que se han hecho por ellas en muchas partes...; y no cabe duda que han sido escuchadas, pues han llegado sin novedad”. (II, pp. 128-29).
Pablo VI, “Evangelica Testificatio’, nn. 44 y 45.

Juan Pablo II, Exhortación ‘Vita Consecrata”, n. 38.

Santa Teresa fue siempre consecuente con su fe en Jesús, que fue testigo de oración y nos invita a “orar sin interrupción para no caer denotados y está siempre intercediendo por nosotros ante el Padre”. La Fundadora de las Hermanitas está convencida de una de las verdades de nuestra fe: “la Comunión de los Santos”, que proclamamos en el Credo. Sus cartas terminan habitualmente pidiendo oraciones para ella y su Comunidad y ofreciendo plegarias para las personas o Comunidades a quienes escribe.

La Madre ora por ella, por sus Hijas, por sus queridos Ancianitos, por los bienhechores..., por el mundo entero. Y con la misma fe y sencillez pide que oren a Dios por ella. Necesita la oración para ser fiel a su vocación y ora a Dios por los demás para que también sean fieles a su vocación: “Les encomiendo y encomendaré mucho al Señor para que todas y cada una, en sus respectivas obligaciones, cumplan como buenas religiosas y procuren cuanto esté de su parte que nadie ofenda a Dios en lo más mínimo; y para que no se propongan en sus obras otros fines, que el de agradar a Dios y darle gloria”. (II, p.395). La Madre estaba convencida de esta verdad: Que la oración es el logro de la intimidad con Dios, en la que se manifiesta abiertamente nuestro espíritu. Nos da ese conocimiento de nosotros mismos en el fuego del amor, para que progresemos en nuestra vida consagrada con alegre y firme esperanza. ¡Es que Teresa quería de verdad ser santa!.

La Madre Fundadora era muy consciente de la intensa actividad que exige la misión de las Hermanitas. Pero también creía y sabía que sin la acción del Espíritu Santo, del amor de Dios la actividad es insuficiente. Así nos lo dice el Señor por medio de San Pablo: “uno siembra, otro riega, otro recoge..., pero quien da el crecimiento es el Señor”.

La fecundidad de la misión apostólica de las Hermanitas depende, principalmente de la acción del Espíritu Santo y, en segundo lugar de la calidad y dosis de amor generoso que ellas siembren en todo cuanto hacen. Escuchemos el pensamiento vivido y sentido por la Madre: “Es verdad que nuestra vida es muy activa. Por eso mismo hay que poner mayor cuidado para no derramarnos en las obras exteriores. Cuanto hacemos, por Dios hemos de hacerlo, a Él debemos referirlo; y llevando este cuidado, se nos facilitará toda obra, y se suavizarán asperezas, y lograremos tener presencia de Dios en todos nuestros actos, aún los más ordinarios de la vida, hasta cumplir lo que nos manda el Espíritu Santo, esto es, que cuanto hiciéramos de palabra o de obra, hasta el mismo comer y beber en nombre de Dios lo hagamos”. (II, p. 395).

De una manera muy original, la Fundadora les invita a que armonicen la actividad con la oración-contemplación. Este es su mensaje para las Hermanitas: “En este mismo correo le envío la novena de Santa Marta, para que la hagan con mucho fervor y procuren imitar a la santa bendita en sus virtudes, y viendo cómo en medio de sus actividades pide al Señor ayuda de su hermana, la contemplación, así nosotras a su imitación hagamos nuestras ocupaciones exteriores acompañadas del espíritu de oración. Pues sólo así daremos gusto al Señor esto es, practicando las virtudes cuando hagamos los oficios de caridad con nuestros Ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 772)

Con una sencilla mirada a las Constituciones de las Hermanitas, detectaremos el lugar central que reservan a la vida de oración en sus diversas formas de orar. En Ellas florece una variada gama de la espiritualidad orante de la Congregación: La celebración diaria de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas, la celebración y participación de los Sacramentos, la oración- meditación común y privada...” (Const. nn. 164 al 168; 172 y 175).

Las Hermanitas pueden decir con alegría y sentirse cada día más responsables porque están inmersas en lo que nos dice la Iglesia: “Ya desde hace muchos años, la Liturgia de las Horas y la celebración de la Eucaristía han conseguido un puesto central en la vida de todo tipo de comunidad y fraternidad, dándoles vitalidad bíblica y eclesial. Una auténtica vida espiritual exige que todos, en las diversas vocaciones, dediquen regularmente, cada día, momentos apropiados para profundizar en el coloquio silencioso con Aquel por quien se saben amados, para compartir con Él la propia vida y recibir luz para continuar el camino diario. A veces la fidelidad a la oración personal y litúrgica exigirá un auténtico esfuerzo para no dejarse consumir por el activismo destructor. En caso contrario no se produce fruto: ‘como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí’., (Jn. 15, 4).

En las Constituciones de las Hermanitas ocupa un lugar central todo lo referente a la oración. Todas se han comprometido a ser fieles y coherentes con las Constituciones profesadas libremente, como cauce “familiar!” de su anhelo de santificación y servicio a los Ancianos. Su Madre Fundadora las mira y ayuda desde el cielo, para que continúen con decisión y alegría perseverante por ese camino.
         Según el Evangelio, el carisma de la Congregación de Santa Teresa y las directrices de la Iglesia, todas las Hermanitas han de continuar viviendo una convicción: en su espiritualidad la oración-contemplación y la acción conviven en amigable armonía. En la oración litúrgica y común, las Hermanitas se reúnen, presididas por Jesús, para celebrar y respirar juntas a Dios. En la oración privada se rehacen, se reafirman y renuevan en el tú a tú íntimo y familiar con Dios, para enriquecer y potenciar el “nosotras” de la Comunidad fraterna. Y después, todas se ponen en acción para repartirse y desvivirse unas por otras y por los
ancianos. Acción y contemplación se intercomunican, activan una “simbiosis” de vida en comunión con el Espíritu Santo, con “Dios Amor” y sienten su fuerza irresistible para cuidar generosa y delicadamente a los Ancianos.
 (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo”, n.25).

Tenemos otro testimonio admirable del amor fiel que la Madre Fundadora vivía y sentía por la oración: “Su vida entera era vida de oración y estaba siempre unida a Dios por la oración”. “Observaba con qué serenidad estaba en la oración sumamente fervorosa, hasta tal punto de permanecer impresionada por el tiempo y la manera con que permanecía en la oración”. (11, p. 881). La personalidad orante de Santa Teresa Jornet continúa siendo un mensaje de luz, de vida y espiritualidad para todas las Hermanitas. Mujer de asidua oración y de actividad incansable. De la oración sacaba tanto amor y de su diálogo oracional con Dios brotaba su generosidad y entrega. Teresa era toda para sus Hijas, para los Ancianos. De la ejemplaridad orante de su Madre Fundadora, las Hermanitas se convencerán cada día más de esta verdad: en su espiritualidad, la oración y la acción deben caminar al unísono, la oración les configurará con Cristo y les impulsa a ser espléndidas servidoras de tantos “cristos dolientes y desamparados” que se acercan a sus Hogares. Si todas las Hermanitas continúan tomando en serio su vida de oración-contemplación, consolidarán sin cesar su vocación de seguidoras de Cristo y su entrega para atender a los Ancianos Desamparados, que continúan esperando su presencia entrañable, cálida y fraterna: que cada hermanita sea como el “rostro amable de Jesús” al lado de los Ancianos.

V. ESPIRITUALIDAD DE COMUNIÓN FRATERNA

Voy a comenzar este capítulo inspirándome en las directrices más recientes de la Iglesia. Todos creemos y sabemos que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo, que el mismo Jesús le prometió y que la acompañaría siempre en su singladura por la historia, para que continuase aplicando la Salvación del Enviado por Dios- Padre: “Yo os enviaré otro Abogado, el Espíritu de mi Padre, que os irá enseñando todo acerca de mi. Y sabed que yo estaré siempre con vosotros”. El Magisterio de la Iglesia nos dice: “Si la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada, deberá ser ante todo una espiritualidad de comunión. Este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. En este camino de toda la Iglesia se espera la decisiva contribución de la vida consagrada, por su específica vocación a la vida de comunión en el amor. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios”.

(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. ç

Jesucristo cautivó el corazón de Teresa. El Espíritu Santo despertó en lo más hondo del corazón de la joven catalana una querencia intensa, concreta y muy particular: consagrarse al  Señor y dedicar su vida entera a favor de los Ancianos  Desamparados. Ese es su distintivo, su “carné de identidad vocacional y congregacional”.

La Providencia divina dirigía los  caminos de la vida de Teresa y le mostró un signo, para que iniciara esa peregrinación de amor junto a los Ancianos. En Junio del año 1872, al regresar con su madre del balneario de Estadilla (Huesca) camino de su pueblo natal Aytona, se detuvieron en Barbastro. Fue entonces cuando Teresa tuvo noticia, a través del  celoso sacerdote D. Pedro Llacera, del Proyecto apostólico de D.
Saturnino López Novoa, Maestro de Capilla de la Catedral de1 Huesca.

D. Saturnino deseaba que un Instituto Religioso se dedicara exclusivamente a la asistencia material y espiritual de los Ancianos y Ancianas. En cuanto supo los proyectos y deseos de D. Saturnino, tomó la decisión de renunciar a todo para incorpo-\ rarse a tan esperanzador y benéfico Instituto. Comprobemos la actitud decidida y cristiana de Teresa.

Lo leemos en una carta que, el día 26 de Agosto de 1872, escribió desde Aytona a D. Pedro Llacera: “Si Vd. me quiere para esta Congregación, las renuncio todas por ésta. En cuanto a lo que me dice de irme a Huesca, para mi todo es patria. Soy hija de obediencia. El obedecer es mi dicha. Por tanto, puede disponer como una niña que se pone en manos de su madre, sin ningún temor”. (1, pp. 26-27). Así proclamó su rotundo y sincero sí a Jesucristo y a los Ancianos abandonados. El día 11 de Octubre de 1872, Teresa se incorporó al grupo de Aspirantes que ya estaban reunidas en Barbastro. Su hermana María lo hizo el 18 de Octubre del mismo año. D. Saturnino eligió a Teresa para que dirigiera la incipiente Comunidad-Congregación Fue la primera Superiora General de la Congregación.

En carta a D. Saturnino, Teresa manifiesta la honda sencillez y humildad que anidaban en su corazón: “Sólo por la santa obediencia puedo hacer yo esto, que de lo demás no tengo capacidad para dirigir un pájaro. Pero con todo, a pesar de mi insuficiencia, yo no dejaré de hacer lo posible para cumplir con la obligación que la santa obediencia me ha puesto “. (1, p. 30). ¡Bendito acierto de D. Saturnino!. Como los primeros Apóstoles y alentadas por su amor a Jesucristo y a los Ancianos, y dirigidas por Teresa comenzaron a vivir en Comunidad fraterna.

1. Comunión fraterna.

La Iglesia nos dice: “Se recuerda también, que una tarea en el hoy de las comunidades de vida consagrada es la de fomentar la espiritualidad de comunión, ante todo en su interior..., entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad. Una tarea que exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es la ley de vida”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo’, n. 28.)

Jesucristo es quien eligió a Teresa y ha elegido a cada hermanita. Es una de las manifestaciones del amor que las tiene y de la confianza que ha depositado en ellas. Las Hermanitas han respondido al Señor con un rotundo sí: el de su amor sincero. En definitiva, podemos decir que Jesús es el convocador. Quiere y les propone que vivan en paz “en una misma Casa y realicen una misión común”, que Él les confía.
Unidas por el amor y la misión apostólica, Teresa y sus Hijas hacen vida propia una extraordinaria y significativa verdad, que día a día tendrán que defender y construir. Porque “una comunidad de consagradas es la expresión, de la vivencia gozosa y positiva de los votos; alegría en la pobreza evangélica, cordialidad en el amor oblativo a quienes nos necesitan, sumisión-dependencia-colaboración con el grupo y con los superiores (Dimensiones de la vida dominicana).

Todas unidas, las Hermanitas intentan formar un ambiente similar al de una familia, en donde reina la amistad fraterna y la paz, impregnadas de caridad, para que en esa Comunidad todas encuentren un clima adecuado para el desarrollo de la madurez humana y cristiana integral. Y, a la luz de la fe, descubran el valor de cada persona amada por Dios con infinito amor.

Cada una y todas al unísono procurarán cultivar los grandes valores, que constituyen el núcleo y la belleza de una Comunidad religiosa: espíritu de servicio, caridad-amistad cristiana, disponibilidad, actitud oblativa, capacidad de diálogo fraterno, actitud de acogida y comprensión mutuas, disposición al cambio, a la convivencia y a la conversión, espíritu de oración y colaboración incondicional para la misión común: atender a los Ancianos. (Dimensiones de Vida Dominicana, n. 35).

Son los signos evidentes de que la espiritualidad —la caridad en acción— de la comunión fraterna está viva, palpitante. La Iglesia, haciéndose una pregunta, responde para orientar a quienes han consagrado su vida a Jesucristo: “¿Qué es la espiritualidad de comunión? Con palabras incisivas y capaces de renovar las relaciones y programas, Juan Pablo II enseña: Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están nuestro lado. Y además: Espiritualidad de comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo Místico y, por tanto, como uno que me pertenece.

De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo
que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; es saber dar espacio al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. Sin este camino espiritual, de poco sirven los instrumentos externos de la comunión”.  La espiritualidad de Teresa y su Congregación refleja en su Libro de Familia esos mismos valores de la Comunión fraterna: “Siendo la vida religiosa hogar y escuela de perfección evangélica, las hermanitas han de tener como el primero de los preceptos a observar en la vida comunitaria el mandato nuevo que nos enseñó nuestro divino Maestro y Salvador Jesús: Este es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado “. (Const. n. 211).

Una de las grandes aspiraciones de Santa Teresa Jornet fue y es, que sus Hijas, que todas las Comunidades de su Congregación vivan en un clima comunitario-fraterno auténtico. Lo está reclamando el amor a Jesucristo, un amor compartido con otras Hermanas convocadas también por Jesús a vivir en unidad y comunión “para que el mundo crea “. El “único Espíritu”, que guía y anima a la Iglesia también orientaba a la Madre en su tiempo y sigue orientando a las del presente. La Iglesia nos recuerda: “La espiritualidad de la comunión se presenta como clima espiritual al comienzo del tercer milenio, tarea activa y ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino maestro de un futuro de vida y de testimonio. La santidad y la
 misión pasan por la comunidad, porque Cristo se hace presente en ella y a través de ella. El hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, posibilidad concreta y, más todavía, necesidad insustituible para poder vivir el mandamiento del amor mutuo y por tanto la comunión trinitaria”. ‘
(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: ‘Caminar desde Cristo”, n. 29. Id. n. 29).

Esa actitud fraterna, la unidad en el amor, que refleja espiritualidad de comunión y construye Comunidad es lo que la Madre les pedía y pide hoy a sus Hijas: “Entre las Hermanitas debe haber mucha caridad, verdadera unión fraterna y buena armonía... Y de tal manera han de estar unidas entre s4 que no haya entre ellas la menor aspereza de palabra, ni siquiera de sentimiento; pues sería muy lamentable el notarse que alguna Hermana no procediese de esta manera y fuese causa de desunión y discordia entre ellas. Con la mucha caridad entre todas, se harán llevaderos y suaves los trabajos y molestias que nuestra misión conlleva “. (1, pp. 578-579).

La M. Fundadora no se cansaba de insistir, invitar y animar a todas las Hermanitas para que construyan ese ambiente fraterno de hogar y familia:
“Anímense mucho y cuiden de cumplir bien y ser como Dios quiere. Sobre todo, paz y unión con las Hermanas, y mucha caridad unas con otras “. (1, p. 452). ¡ Qué bien sabía la Madre, cómo vivía y defendía Ella esta verdad: “que la paz se construye sobre la fe y el amor a Jesucristo y a los hermanos, sobre el respeto mutuo, la comunicación humilde, sencilla, sincera y alegre; la preeminencia de la “persona, imagen de Dios”, sobre su “función”, la responsabilidad, la disponibilidad generosa y la participación; el esfuerzo personal para responder a la gracia y la apertura caritativa a los demás”.

La Fundadora de las Hermanitas espera de todas esta ofrenda de amor. Se lo pedía con amor y esperanza de Madre, porque estaba convencida de que la unidad y la paz, como signos del Reino predicado por Jesús, es el mejor “oxígeno espiritual y humano”  para vivir como personas y como consagradas. Cualquier “atentado” contra la unidad y la paz nos deja heridos e indefensos: “Por Dios, tengan Vds. paz y unión que, si no hay paz en casa, es como si no tuviéramos nada..., de lo contrario se fastidiarán Vds. de la vida religiosa y se pondrán en peligro de grandes males”. (1, p. 762).

La Madre es una mujer curtida y experimentada. Sabe que cuando falta la caridad brotan muchos sinsabores y no quiere que sus Hijas sean víctimas de ese malestar: “Faltando la paz, faltó todo bienestar y es imposible que las Hermanas que así viven, tengan un momento de reposo, pues que ha de ver en contra suya a Dios, a sus Hermanas y a su propia conciencia. Así viviendo, no pueden esperar más que infidelidades de presente y de malísimo porvenir en el tiempo y en la eternidad”. (II, p. 104).

La Madre siempre está a favor del verdadero amor, que es la raíz de la paz auténtica que Jesucristo nos brinda y es la paz que nos mantiene unidos y contentos. En esa clave, la Madre alimenta su pensamiento y les invita a las Hermanas para que lo compartan: “les encargo muchísimo que se traten unas a otras con afabilidad y amor de hermanas, no permitiéndose la menor palabra con que puedan ofenderse faltando a la caridad y respeto que deben tenerse entre sí”. (II, p. 403).

Es indudable que el mensaje de la Madre Fundadora está en sintonía con lo que la Iglesia nos dice actualmente: “la misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con un solo corazón y una sola alma, se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas”.Juan Pablo II, Exhortación Apostólica ‘Vita Consecrata’, n. 21f. Id. n. 35.

VI. ESPIRITUALIDAD EUCARÍSTICA Y DE LA CRUZ

         Comienzo este capítulo con un testimonio conmovedor de la fe y del amor que la Fundadora de las Hermanitas vive y siente por la Eucaristía: “Era tan grande su amor a la Eucaristía que la veíamos muchas horas absorta en oración ante el Sagrario en un estado de sumo recogimiento y veneración, y parecía no anhelar otra cosa que el momento de estar en oración ante Jesús Sacramentado”. (II, p. 882). En las Constituciones de las Hermanitas se sitúa a la Eucaristía como centro de su vida individual, comunitaria y de su misión apostólica.

La trayectoria cristiana y consagrada de la Fundadora de las Hermanitas está marcada y rebosante de amor a la Eucaristía. Este amor era algo connatural, vital para su espiritualidad. Teresa hizo suyo el significado teológico-salvífico de la Eucaristía. Creía y sabía que el misterio eucarístico significa y realiza la unión de Dios con cada uno de nosotros y también la unidad comunión entre todo el Pueblo de Dios. Una comunión que tiene perfiles singulares entre las personas que comparten el mismo carisma vocacional, viviendo en comunidad fraternal para realizar una misión peculiar y común. Ninguna Comunidad se edifica en Cristo ni realiza la tarea apostólica, si la Eucaristía no es la raíz y el quicio vital del convivir comunitario.

La celebración de la Liturgia, especialmente de la Eucaristía, constituye el origen- fuente, centro y meta de toda actividad de la Iglesia y de todos los Institutos de Vida Consagrada. Ahí se origina, se cultiva y profundiza la unión con Cristo y la unidad entre todos los miembros de la Comunidad religiosa. Así nos lo enseña la Iglesia:
“Dar un puesto prioritario a la espiritualidad quiere decir partir de la recuperada centralidad de la celebración eucarística, lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Allí Él se hace nuevamente presente entre sus discípulos, explica las Escrituras, hace arder el corazón e ilumina la mente, abre los ojos y se hace ¿ reconocer”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 26).

Junto a su profundo amor eucarístico, Santa Teresa Jornet vive con fe y generosidad su amor a la Cruz. Su espiritualidad también está impregnada de esa dimensión cristina. Teresa asume el dolor, el sacrificio, las dificultades de la vida desde la perspectiva de su fe en Cristo “y Éste crucificado “. Lo acepta como paso previo, para alcanzar la luz de la Resurrección del Señor. El Misterio eucarístico y el de la Cruz presiden la vida de la Fundadora de las Hermanitas y le dan luz y fuerza para ser fiel a la vocación- misión que Jesús le ha confiado. Una fe y un amor que la Madre vivirá la primera y alentará a sus Hijas para que lo acepten y vivan con fe, esperanza y amor.

1. Espiritualidad de la Eucaristía.

Comenzamos recordando la vibrante invitación del Papa Juan Pablo II, que adquiere un relieve muy especial para las personas consagradas: “Encontradlo, queridísimos, y contempladlo de modo especial en la Eucaristía, celebrada y adorada cada como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica”.

La Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la
vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión apostólica. Todos tenemos necesidad del viático diario del encuentro con el Señor, para incluir la cotidianidad en el tiempo de Dios que la celebración del memorial de la Pascua del Señor hace presente”. Es que “la Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión
apostólica”. 

La Fundadora de las Hermanitas alimenta su espiritualidad en ese Misterio de fe y amor. Ella cree sin vacilar que la Eucaristía es la celebración, la actualización sacramental y continuada de la vida, muerte y resurrección del Señor. Para hacerse “pan de vida y bebida de salvación “, Jesús aceptó el designio salvador del Padre: padecer la prueba del dolor y de la muerte en cruz. En esta verdad de fe en Jesucristo, muerto y resucitado, nacía y se alimentaba la espiritualidad y el amor que la Madre sentía por la Eucaristía. De esta profunda experiencia eucarística brotaba todo el amor que Santa Teresa sentía y compartía con sus Hijas y repartía entre sus queridos Ancianitos. Es admirable y conmovedor leer en las cartas de la Madre sus pensamientos y sentimientos de amor al “Sacramento de nuestra fe”.

Sabemos que la delicada salud de la Madre Fundadora le obligaba, a veces, a permanecer en el lecho del dolor y le impedía participar en la Santa Misa. Era entonces cuando su corazón se expansionaba para manifestar sus hondos y sinceros sentimientos. Sentía ansias de Dios, hambre del “Pan de los Angeles” y lo decía en voz alta: “Hace unos días que no bajo a visitar a nuestro Señor y eso es lo que más siento, el no poder ir a la cap illa y estar en cama hasta tarde”. (II, p. 565).

En una carta a su hermana, Sor María dice: “Gracias a Dios, estoy mejor. Es verdad que ayer mañana lo pasé mal, pero yo creo que lo permitió el Señor para que no sintiese tanto el perder la Misa”. (II, p. 521). Pero ella no dejaba de sufrir por el hecho de no tener la satisfacción creyente de asistir a celebrar la Eucaristía y, más aún si era un día litúrgico muy significativo: “El médico me encuentra muy débil y me ha dicho que no vaya mañana — fiesta de Pentecostés — a Misa. Ya puede comprender cuán grande será mi sentimiento”. (II, p. 565).

Es que la Madre encontraba su fuerza y su paz en Jesucristo, por eso anhelaba tanto participar en la Eucaristía y unirse sacramentalmente a El: “mañana sábado, Dios mediante, me traerán al Señor Desde el domingo que no lo he recibido; ya puede pensar silo descaré”. (II, p. 524).

Cuando Teresa puede participar de la Eucaristía, un contraste luminoso de gozo y alegría le inundaba el corazón: “Hoy, gracias a Dios, puedo decirle que he oído Misa y he comulgado”. “Yo me voy a Misa y las encomendaré al Señor. Ya tres días seguidos llevo de comunión. ¡Cuántas gracias me hace el Señor”. (II, p, 550). Con este espíritu gozoso de amor eucarístico, la Madre se congratulaba con sus Hijas. Podemos comprobarlo en una carta que escribía a la Comunidad de Aytona, el 3 de Octubre de 1891: “Tengo muchísima alegría en saber que mañana les llevan al Señor a esa Casa. ¡Sí que desearía encontrarme en ésa!. Mas el Señor lo dispone así, paciencia. Les encargo que sepan ser muy agradecidas al Señor por el gran favor que les hace. En mi nombre háganle alguna visita y procuren obsequiarle haciéndole mucha compañía “. (II, p.4l 3).

Este espíritu de la Madre se refleja meridianamente en las Constituciones de su Congregación. Sitúan a la Eucaristía como vida y centro de la Comunidad. Las Hermanitas reciben fuerza, unidad, esperanza y santidad de esa experiencia de amor eucarístico: “De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana a nosotras la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo, y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”. (Const. n. 164) Las mismas Constituciones recuerdan a las Hermanitas que su participación activa en la Eucaristía es fundamental, esencial para su vida individual, comunitaria y para su misión en beneficio de los Ancianos. En torno a la Eucaristía ha de girar toda su vida y misión: “Todos los días, las hermanitas participarán de la celebración de la Eucaristía, procurando con solícito cuidado exterior y con fervor interno asistir o estar presentes a este misterio de fe, no como extrañas y ¡nudas espectadoras..., sino participando en la acción sagrada y siendo en ella instruidas con la palabra de Dios y fortalecidas en la Mesa del Señor”. (Const. n. 165).

Desde sus orígenes hasta nuestros días la Santa Fundadora y sus Hijas han dedicado su vida al servicio de la Iglesia, “Sacramento Universal de Salvación. Ellas aman y sirven a la Iglesia de Jesús en “esa porción o comunidad del Señor que son los pobres, las Ancianos Desamparados acogidos en sus Casas “. Lo han procurado realizar en armonía con la fe de la Iglesia y centradas en lo que es vida y corazón del Pueblo de Dios: la Eucaristía, “Memorial de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor”.

Así, la espiritualidad eucarística de las Hermanitas de todos los tiempos la han vivido y viven en armonía y comunión con la Iglesia de Jesús. Desde el querer de Cristo, de la Iglesia y su Madre Fundadora han de intentar siempre vivir en la verdad y en el contenido salvífico del “Sacramento de nuestra Fe”: “En la Eucaristía se concentran todas las formas de oración, viene proclamada y acogida la Palabra de Dios, somos interpelados sobre la relación con Dios, con los hermanos, con ¡ todos los hombres: es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. Sacramento de unidad con Cristo, la Eucaristía es contemporáneamente sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de consagrados. En definitiva es fuente de espiritualidad de cada uno y del Instituto entero. (Congregación, nº 26).

Viviendo esta verdad de fe y amor, la espiritualidad de las Hermanitas de hoy también será un testimonio, un anuncio transparente y sincero proclamando “qué fue la muerte del Señor hasta que vuelva”: ¡una entrega de amor al Padre y a los hombres y mujeres de todos los tiempos, principalmente a los Ancianos!

2. Espiritualidad de la Cruz. 

         La cruz, el dolor, el sufrimiento ha sido una experiencia constante y consciente del ser humano. Anta esta cruda y desconcertante realidad, las reacciones son diversas: de rechazo, de incertidumbre, de desesperación, de enfrentamiento con el misterio de Dios. Pero también: de aceptación serena y esperanzada, de solidaridad fraterno-cristiana impulsada por la fe y el amor.

Esta actitud positiva y creyente es la que guío a Santa Teresa Jornet y continúa guiando la vida y misión de todas las Hermanitas. Todas enraízan su vida mirando a Jesús “que nos precede en todo, incluso en el dolor y en la cruz, como signo y medio de redención.

El pensamiento de un grupo de Religiosas nos lo recuerda con sencillez y claridad: “No hay vida religiosa, seguimiento de Cristo, sin ascesis que madure a las personas. Ahí están los santos, los fundadores de Congregaciones, los grandes
maestros, contemplativos, predicadores o educadores. Inexorablemente, la cruz de Cristo forma parte de la vida de sus auténticos discípulos. Otra apreciación sería engañosa, al menos por irreal. Y no es que a la vida religiosa se venga a sufrir, sino que la cruz sobreviene siempre: de forma esperada o de forma inesperada y con distintos rostros: como dureza de trabajo, angustia 1 económica, incomprensión fraterna, infidelidad del amigo, crisis familiares, radicalismo de pobreza, castidad y obediencia, enfermedad, servicio entre marginados, cuidado de ancianos y de enfermos”.

Este pensamiento nos lo recuerda hoy la Iglesia con realismo y claridad: “Vivir la espiritualidad en un continuo caminar desde Cristo significa comenzar siempre a partir del momento más alto de su amor — cuyo misterio guarda la Eucaristía —, cuando en la cruz Él da la vida en la máxima oblación. Los que han sido llamados a vivir los consejos evangélicos mediante la profesión no pueden menos que frecuentar la contemplación del rostro del Crucificado.

Y en otro Documento de la Iglesia, publicado el año 2002 leemos “El rostro del Crucificado es el libro en el que se aprende qué es el amor de Dios y cómo son amados Dios y la humanidad, la fuente de todos los carismas, la síntesis de todas las vocaciones. La consagración, sacrificio total y holocausto perfecto, es el modo sugerido a ellos por el Espíritu Santo para revivir el misterio de Cristo crucificado, venido al mundo para dar su vida en rescate por todos y para responder a su infinito amor.

La historia de la vida consagrada ha expresado esta configuración a Cristo en muchas formas ascéticas que han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad... A lo largo de la historia de la Iglesia las personas consagradas han sabido contemplar el rostro doliente del Señor también fuera de ellos. (Dimensiones de la Vida Dominicana, n. 46. ) (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 27).

Lo han reconocido en los enfermos, en los Ancianos abandonados, en los pobres, en los pecadores... La vocación de estas personas consagradas sigue siendo la de Jesús y, como El asumen sobre sí el dolor y el pecado del mundo des- gastándose, consumiéndose en el amor”.

Santa Teresa Jornet tomó en serio su seguimiento de Cristo. Quiere serle fiel en todo hasta el final. Al Señor le ha escuchado decir y ha constatado que El vive lo que dice: “Yo soy el enviado por el Padre, como signo visible de su amor al mundo. El hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado. Y dirigiéndose a todos dijo: el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con la cruz cada día y véngase conmigo, y allí donde estoy yo estará también mi servidor”. (Lc. 9, 23-26).

La Fundadora de las Hermanitas lo acogió en su corazón. Ella no hizo teorías bonitas y cómodas sobre la “Cruz de Cristo”. Sencilla y generosamente la aceptó tal y como el Señor se la presentaba cada amanecer. Nunca se dejó llevar de la apatía ni de la comodidad. Reaccionó siempre con talante creyente y entrega de amor generoso. Todo lo que en su vida tenía “sabor de cruz” lo interpretaba a la luz de su sincera fe en Cristo crucificado y Redentor del mundo.

Por la historia conocemos que la salud de Teresa era delicada y frágil. Nunca protestaba ni pedía explicaciones al Señor. Aceptó con humilde sencillez su situación personal: era su ofrenda, signo de su amor a Jesús. También conocemos por la historia las dificultades y “peripecias” durante la fundación y consolidación de la Congregación y las fundaciones de las distintas Casas. Sus penurias económicas, sus sufrimientos por las “tensiones” creadas por alguna de las primeras Coniunidades de Hermanitas. ¡Con qué temple, fortaleza, prudencia, serenidad, esperanza, amor y acierto lo iba afrontando, superando y conseguía resolviendo!

La Madre logró transformar “sus cruces cotidianas” con la solidez de su caridad abnegada y generosa. Era una mujer experimentada en las exigencias de seguir a Cristo, “y éste crucificado”. Todo lo encajó con fe, esperanza, amor y humildad: ¡sin amargura! Sí, la Santa Fundadora asumía ella la primera las “cruces” y, con palabras de confianza y aliento, animaba a sus Hijas.

Y puesto que para ella las dificultades entran en los planes de la Providencia divina, que busca lo mejor para sus criaturas, aunque la naturaleza se resista a aceptarlas, la M. Teresa pedirá a todos que le ayuden con ss oraciones para aceptar con alegría “lo que más le convenga para gloria de Dios”. TI, p. 359). “No valgo para nada, yo voy mediana de Salud. Dios sea bendito que así lo quiere”. (II, p. 358).

En una carta que escribe a D. Francisco, en octubre de 1875, ya se refleja bien esta actitud acogedora de cuanto Dios la envía: “Padre, respecto a lo que me dice de la cruz, yo estoy contenta, y cuanto más cerca pueda imitar a mi Esposo Jesús, tanto más contenta estoy. No merezco la paz que Dios me da en medio de todo esto, de lo que no sé cómo dar gracias a Dios”. (1, p. 161). Y en otro momento dirá con serena humildad: “Sigo mediana de salud, pidan al Señor por mi”. “Continúo un poco mejor Quiera el Señor continúe este alivio, si conviene, para poder trabajar a su mayor gloria “. (II, p. 359).

Esta admirable actitud cristiana con que la Madre asume las “pruebas” lo enfoca siempre desde la perspectiva de su amor a Jesucristo: “Su paciencia se demuestra en cómo acepta risueño los sufrimientos a que se somete con su obediencia, humildad y pobreza... Y para que también al espíritu los sufrimientos alcancen, sufre por sus padres, que ve despreciados y padeciendo privaciones con Él, y por lo que ve le espera durante toda su vida, y muy especialmente en su pasión y muerte que tiene a la vista. Sean las que quieran las pruebas al que el Señor nos sujete, ya de necesidad, ya de enfermedades, ya de desprecios y aún de calumnias, sufrámoslas resignadas, que el Niño las endulza con su ejemplo “. (II, p. 230).

Pero la Fundadora de las Hermanitas interpreta y acepta la crudeza dolorosa de la vida, no simplemente resignándose, sino en perspectiva de esperanza: “Como es de suponer durante el santo tiempo de Cuaresma se habrán aprovechado mucho de los grandes ejemplos que nuestro amable Redentor nos da, sobre todo en la última semana, donde nos enseña a amar la cruz y los trabajos. Ya sabemos que el que quiera gozar con Cristo ha de padecer con Él. Sepamos, pues, sacar el debido fruto en todo y nuestras obras serán llenas en la presencia de Dios. La vida es breve y hay que aprovechar el tiempo, para que no nos encuentre con las manos vacías”. (II, p.
586).

Sí. Santa Teresa Jornet aceptó y vivió con la lucidez de la fe y la fortaleza del Espíritu el verdadero sentido y alcance de la ascesis cristiana. Lo acepta como integración de la cruz, como desarrollo normal de la vida humana, de la vida de la gracia y su vida consagrada al Señor. Asume la ascesis, el sufrimiento como factor de equilibrio personal y como lubricante de las tensiones comunitarias. Como imitación de la vida de Cristo pobre, humillado, despreciado y crucificado. Y también, como solidaridad, como cercanía fraterna con los más pobres: Sus queridos Ancianos.

Ella vive la ascesis del seguimiento de Jesús como un medio que sosiega las pasiones, el egoísmo; como un medio que curte, fortalece y santifica a las personas que aman de verdad a Jesucristo. Para la Madre, la ascesis cristiana y de sus Hijas consagradas a Jesús abarca toda la vida al servicio de la Iglesia y de los Ancianos.

Es un programa exigente de laboriosidad, entereza, pobreza, entrega a los demás, abandono de una familia para constituir otra, aceptación obediente y sencilla de trabajos difíciles e ingratos; incluso vida de inseguridad y disponibilidad total “por el Reino de Jesús” que, en su tremenda indefensión en la Cruz, abrió sus labios para pedir ayuda al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Y dando un fuerte grito exclamó: Padre, en tus manos pongo mi vida “. Fue su última palabra: La de la confianza total en su Padre, que veía complaciente que su Hijo querido: “lo había cumplido todo y lo había hecho bien “.


La Santa Madre no sólo da testimonio de que aceptaba las “cruces”, fueran del signo que fueren. Es que, además, orienta y anima a sus hijas para que no se arredren ante nada: “Lo que nos importa es ser buenas. Es verdad que, mientras vivamos en este mundo, no nos ha de faltar algo que ofrecer al Señor pero ¡ánimo!, que Dios está con nosotras, y con su pesadísima Cruz va delante para darnos ejemplo “. (II, 376).

La Madre es lúcida y realista. Por eso dice con sencillez y sentido: “Dicen que el que no sabe sufrir no sabe vivir; con que a ver si Vd. aprende y se hace de corazón grande en Dios y para Dios”. (II, p.59l). La Madre está tan identificada con Dios, que hace suyo lo que nos dice San Pablo: “porque Dios ama al que se da y da con alegría”.

Por eso, ante las dificultades, intenta animar a las Hermanitas: “Hijas mías, este año nos ha tocado la Cruz: llevémosla con alegría “. (1, p. 225). Ese talante de fe, de esperanza, de amor generoso, servicial, sacrificado y humilde es lo que la ilumina y fortalece en todo cuanto sabe a cruz, a dificultad: “Parece que Dios cierra las puertas y nos está probando de muchos lados y se complace en esto; que si no, no estaríamos tan alegres como estamos. El enemigo hace muchos esfuerzos, porque las cosas de Dios tiene sus contrarios y esto nos prueba que ha de ser para gloria de Dios... Yo espero que Dios nos dará fuerzas para vencer las dificultades que ahora se presentan “. (1, pp. 176-177).

Es evidente que la Santa Fundadora habla claro y con autoridad a las Hermanitas. Les recuerda que su vocación, su vida de seguidoras de Jesús es exigente y trabajosa. Les indica y les invita con convicción, que en su recorrido y vivir diarios nunca pierdan de vista a su Señor y Maestro Jesús y que esperen firmemente en Él y confíen en su Palabra, en su Promesa: “ánimo, no temáis, soy yo, que estaré con vosotros siempre “.

Desde esta convicción de fe en la fidelidad de Jesús, la Fundadora de las Hermanitas les decía a sus contemporáneas y continúa diciendo a las que realizan hoy su misión: “Ánimo, Hijas mías, que el Señor está con nosotras”. Con su vida y con su palabra, la Madre supo vivir la espiritualidad de la Cruz y, desde el cielo, sigue siendo un referente luminoso, esperanzado y entrañable para todas las Hermanitas de la historia.

Este espíritu de aceptación de las “cruces” y dificultades de la vida pervive en las Constituciones que todas las Hermanitas han profesado libremente: “La hermanita, que sigue a Jesucristo, nuestro divino .Modelo, por un camino de trabajo difícil y abnegado, procurará conseguir y acrecentar el espíritu interior de sacrificio. A ello le ha de ayudar la práctica de la mortificación, con espíritu de penitencia, según las enseñanzas de la Iglesia y la tradición del Instituto”. (Const. n. 218).

Y como Él está aquí ahora presente, con los brazos abiertos, en amistad permanente todos los días, me parece una falta de educación y cortesía no empezar saludándolo. Espero que todas vosotras ya lo hayáis hecho, como siempre que entráis en cualquier capilla o iglesia, espontáneamente, la primera mirada, el primer beso debe ser siempre para Él, Amor de los amores, esposo del alma, Hermosura y Belleza y Palabra de Dios. Haced este propósito, para que se inicie un diálogo personal que se potenciará en la oración, porque a veces podemos entrar, rezar y decir misa, y salimos como entramos, sin encuentro personal con Cristo personalmente, aunque sí comunitario o litúrgico o celebrando incluso la misa. Es aquello que nos decían en nuestros seminarios o casas de formación al empezar la oración: hagamos un acto de fe y amor en la presencia de Cristo Eucaristía.

         Y ya pregunto y me pregunto: ¿Verdaderamente mi primera mirada y saludo es para Él cuando entro en la capilla o en cualquier iglesia? ¿No es Él verdaderamente mi único esposo y me he consagrado a Él de por vida, para siempre? ¿Es que ha bajado mi fervor, mi amor, es que se ha hecho rutinario? Es que nosotros, los sacerdotes, pasamos muchas veces ante el Sagrario como si fuera un trasto más de la Iglesia ¿Si a mí como sacerdote, el sagrario me aburre o no me dice nada, si no me ven junto al sagrario mis feligreses o mis ancianos, cómo entusiasmar a los demás Cristo o amar como Cristo, si no le amo a Él personalmente o soy delicado con Él cómo serlo y ver su rostro en los hermanos? ¿cómo decir y predicar que ahí vivo y resucitado el Cristo del Evangelio, el que acariciaba a los niños, miraba con amor a los jóvenes, dejaba que le tocara la hemorroisa o le besara los pies y se los enjugara con sus lágrimas la adúltera, ¡qué atrevido y libre y apasionado de amor humano y divino eres, Cristo, sobre todo para aquellos tiempos, fijaos ahora en lo poco que significa la mujer musulmana, qué grande y libre y maravilloso eres, Señor, Dios presente en un trozo de pan y amándome con amor extremo hasta el fin de los tiempos, qué maravilloso poder vivir mi vida, mi vida de religiosa, de esposa virgen con amor total a Ti, que eso significa virginidad o celibato, no meramente ser puro de cuerpo, qué gozo vivir mi vida religiosa con entusiasmo, en cercanía de amor y con amor y por amor a Ti.

         Decía la Madre Teresa de Calcuta, que para ver el rostro de Cristo en los hermanos, en los pobres o en los ancianos, primero tengo que ver y estar y hablar personalmente con el Señor en la oración, en el Sagrario, porque teniéndole tan cerca, el mejor modo de encontrarlo, hablar con Él es el Sagrario, más que mi habitación o la naturaleza, aunque allí también está Dios, pero... aquí está real y verdaderamente presente.

         Así que para Él sea siempre nuestra primera mirada de fe, amor y esperanza. En su presencia y en su encuentro de amor empezamos estos Ejercicios, este desierto de oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», dice santa Teresa. Parece que la santa hizo esta definición de oración mirando al Sagrario.

         De esta forma, si uno va conociendo a Cristo por la oración, termina conociéndole y enamorándose de amor con Él, porque aquí está vivo, lleno de Belleza y Hermosura infinita, en abrazo permanente de amor y amistad. Sentir esto, no digo simplemente creerlo o saberlo teóricamente por teología, es dulzura y miel en los labios, en el corazón, en el alma. Es el cielo anticipado en la tierra porque el cielo es Dios y Él está aquí, en mi vida y en mi corazón.

         Por favor, que Cristo está vivo, vivo, y resucitado, que yo no hablo de un Cristo que existió y nos amó y murió, que no está muerto, que ha resucitado y está vivo, que no está distante ni lejano, que se le puede tocar y amar y hablar y besar,  que es persona, no sólo evangelio, palabra, o virtudes, o valores en los que creo ciertamente. Es que de Cristo persona se habla poco, poco de las Personas divinas, el Padre bueno todo amor, no digamos del Espíritu Santo, que al no tener semejanzas humanas, no tener rostro humano, ni siquiera hemos oído hablar de Él, como dijeron a Pablo aquellos cristianos de Corinto. Cristo es una persona viva y presente en si misma, y lo será para cada uno de nosotros en la medida que yo avance por el camino de la oración, del encuentro personal con Él, no meramente litúrgico o comunitario.

         El cristianismo es una persona, es Jesucristo, es el Amor de Dios encarnado en una humanidad como la nuestra, que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puerta de la eternidad, de la amistad y de la felicidad del nuestro Dios Trino y Una. El Sagrario es la morada de la Trinidad en la tierra, mejor, es la Canción de Amor en la que el Padre nos dice su Palabra, en la que, como dice S. Juan de la Cruz, nos ha dicho todo, y fue pronunciada en silencio, y en el silencio de la oración contemplativa debe ser escuchada: “en el principio sólo existía la Palabra y la Palabra era Dios, es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo...” Jesucristo es la Palabra, la Canción de Amor cantada por el Padre a todos los hombres, en la que nos canta su proyecto de Amor eterno, de felicidad infinita y trinitaria, es el proyecto de Amor del Padre realizado por el Hijo con Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que eternamente el Hijo, aceptando la voluntad y el amor del Padre, le hace Padre de Amor para Él y para todos los hombres, y por su mismo Espíritu Personal de Amor, que es Espíritu Santo, beso y abrazo de la Trinidad, por ese mismo Espíritu, que habita en nosotros y nos alimenta y potencia el pan de la Eucaristía, nos sumergimos ya en la tierra en la misma felicidad y gozo trinitario: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a sumergirme enteramente en Vos, tranquila y segura, como si mi alma ya estuviera en la eternidad, que nada pueda...»

         Es que para mí, para todo cristiano, máxime consagrado personalmente a El por amor, todo tiene que empezar  ahí, en Cristo Eucaristía, centro y culmen de toda la vida de la Iglesia, como nos dice el Vaticano II; Misterio total de  Cristo, Hijo de Dios encarnado por amor extremo, primero en carne humana, y luego en un trozo de pan, que ha venido en mi búsqueda para manifestarme y realizar la prueba máxima de amor dando la vida por mí, para buscarme y abrirme la puerta de la amistad y felicidad trinitaria y sumergirme en el Gozo eterno, para siempre, para siempre de mi Dios Trinidad. Eternidad que ya he empezado en la tierra si yo lo descubro en este pan por el trato personal de amor, por la oración personal, de la que os hablaré largamente, porque yo todo, todo, se lo debo a la oración personal, no meramente litúrgica, especialmente a la oración eucarística, porque si celebrando misa no entro dentro del corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no pasa a mi vida, a mi corazón, a mi experiencia de gozo.


[1] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[4] Cfr F. X. DURRWELL, La Eucaristía, Sacramento Pascual, Sígueme, Salamanca  1892, pag.13).

[5]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009, pag 360

[6]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[7]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[8]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[9]  VATICANO II, L G, n. 59.

[10]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[11]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[12]Ibi. pág. 723

[13]R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

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