EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA LAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS.- PUENTE GENIL (Córdoba) (2003)

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA   LAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS.- PUENTE GENIL(Córdoba) (2003)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.- PLASENCIA. 1966-2018

(VSTV) EJERCICIOS ESPIRITUALES PARA LAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS  DE  PUENTE GENIL (Córdoba) (2003)

 (Aquí pongo material abundante para que el director de los Ejecicios pueda seleccionar y escoger los temas que más convengan según las personas y circunstancias de los ejercitantes, del trabajo y apostolado).

6,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

LAUDES:

SALUDO INICIAL:

MUY QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:
Así quiso Santa Teresa de Jesús Jornet que os reconociese la Iglesia.  Con ese nombre, que suena a ternura infantil y simultáneamente a dedicación heroica, profesáis un estado de vida evangélico de servicio fraterno a tantos ancianos marginados, desvalidos o abandonados. Sois el rostro amoroso de Cristo que continúa hoy en vosotras dando la vida por los más pobres entre los indigentes de nuestra desacralizada sociedad.

VIVIR CENTRADAS EN DIOS PARA AMAR DESDE EL CORAZON DE DIOS

          Hay una máxima que Santa Teresa de Jesús Jornet repetía con frecuencia:
«Dios en el corazón, la eternidad en la cabeza y el mundo a los pies» (II 880).
Todo su contenido indica que ella vivía tan saturada del amor de Dios que todo cuanto era y hacía partía de una convicción de fe inmersa en cuanto fuese ser de Dios, agradar a Dios y dar gloria a Dios. Fue el gran objetivo de su vida: vivir centrada en Dios, para amar y actuar desde el corazón de Dios, como recóndita en su intimidad..., y desde esa postura de fe y ternura divina, desplegarse exteriormente, convivir fraternalmente, y desgastar la vida sirviendo con gozo a los más desamparados, a los ancianos desvalidos...

Y eso mismo pedía a sus Hermanitas: vivir centradas en Dios, pensando que Dios está en vosotras y en todas vuestras circunstancias, y, en consecuencia, que debéis actuar poseídas del amor de Dios, que impulsa a hacer bien todas las cosas..., y con profundo espíritu de fe, con intensa vida interior, y procediendo en todo por amor, emplear todos vuestros esfuerzos en convivir entre vosotras en unidad..., y con la sagrada misión de atender, ayudar y evangelizar a los ancianos desamparados.

Vuestra Santa Madre, desde que fue consciente de su condición de cristiana hasta el instante de su muerte demostró una fe profunda, un anhelo de ser de Dios y un ansia inquebrantable de consagrar su vida a promover la gloria de Dios y su servicio... Y cuando fue madurando en esa vida de fe y de profundidad de amor, quienes la conocieron testifican que «su mirada y su sonrisa eran tan religiosas que daba a entender que estaba siempre unida a Dios como en situación de oración» (II 880)... «En su comportamiento exterior se manifestaba que poseía un gran amor a Dios y que vivía como quien estaba continuamente en su presencia» (II 880)... Eso mismo aconsejaba ella reiteradamente a sus Hermanitas: «Tener mucha unión con Dios.., para alcanzar y conservar la caridad perfecta» (II 880)...

Desde esa intimidad con Dios, como perfecta enamorada de toda la bondad de Dios, veía natural y de conducta espontánea hacerle continuamente a su Buen Dios, a la Divina Providencia, la donación del sacrificio de toda su vida... Era la exigencia lógica que le propiciaba el honor y el gozo de estar consagrada a la gloria y servicio del Señor..., estar constantemente atenta a su divina voluntad..., y vivir pacífica y generosamente abandonada a sus designios amorosos...

Este ejemplo y exhortación de Santa Teresa de Jesús Jornet se convierte ahora en urgencia estimulante, en anhelo ardiente, en invitación vibrante, en reclamo seductor de lo que hoy tiene que ser la vida y testimonio de una Hermanita: estar centrada en Dios..., para vivir todo su servicio a la Iglesia, en comunidad y en la atención a los ancianos, como quien actúa desde el corazón de Dios, con sincera humildad y con espíritu alegre.

Todo esto —teniendo en cuenta el ejemplo de la Santa Madre—, ha de llevar a
toda Hermanita, hoy y siempre, a empeñarse con ilusión y continuamente en este
variado cometido:


— Estar enamorada de Dios...
— Vivir para glorificar a Dios...
— Permanecer siempre en el Corazón de Dios por medio de una oración y conversión
     permanente...
— Encamar el ideal del amor fraterno entre las hermanitas y ancianos...
— Y servir al Señor con humildad y alegría...

 

Y desde esta santificadora actitud evangélica, desarrollar todo su quehacer diario, vivir su carisma y espiritualidad de Hermanita y dedicar gozosamente su vida a la atención y santificación de los ancianos desamparados...

Precisamente por eso, la Santa entiende que ese amor y ese servicio ha de hacerse siempre con alegría; porque de lo contrario, dificilmente será expresión de un amor sincero: «Amemos mucho a Dios y sirvámosle con alegría» (1 810)... ¡El amor exige y engendra alegría!.. Y cuando en la vida de una Hermanita no hay alegría, es que falla el amor a Dios, o que éste aún no se ha entendido bien...

El primer fruto de un amor sincero a Dios es que cada Hermanita se sienta muy unida a El y simultáneamente muy empeñada en vivir la unidad fraterna con todas las demás Hermanitas, para no dividir ni falsificar la sinceridad de su amor a Dios...
En esto la Madre es muy exigente y tajante: «Deseo que el adorable Corazón de Jesús las haya llenado a todas de su divino amor, para que así vivan siempre unidas y amándose mucho unas a otras en este amable Corazón, que ha de ser siempre nuestra mayor felicidad» (II 232). ¡He ahí otra de las razones de la felicidad y de la dicha que debe rezumar toda Hermanita: si su amor a Dios es sincero, tiene que saberse llena de la causa de la felicidad, y demostrarla en la convivencia con sus Hermanas y en el servicio a los ancianos!..

Y otra nota muy interesante que he visto yo en nuestra santa es que en esa línea la Santa Madre une la vivencia del amor a Dios a la conquista de la perfección cristiana: es una consecuencia y una exigencia de estar enamoradas de Dios...; es una condición para servir mejor a los ancianos y hacerlo de manera santificante... En una circular, con motivo de la Navidad, así se lo expresa a todas las Hermanitas: «Les deseo que el Niño (Dios) les llene en ese sagrado fuego que El sabe comunicar a las almas humildes a quienes tanto ama, para que abrasadas en esta llama divina puedan correr a volar por el camino de la perfección»... (II 233).

En consecuencia, las Hermanitas tenéis que vivir tan enamoradas de Dios que todo, todo, en vosotras sea y dé ocasión para testimoniar cuanto eso significa...La Iglesia lo necesita... Es la base de vuestra vocación... Es imprescindible para vivir vuestra espiritualidad de consagradas... Vuestra misión de misericordia y atención santificadora a los ancianos lo exige.... Y, en definitiva, es la condición para que os sintáis realizadas y felices...

La Santa Madre lo entendía y os lo decía así: «Cuántos y cuántos avisos nos da Dios nuestro Señor para que de una vez por todas nos resolvamos a amarle y servirle con todas nuestras fuerzas! Seguramente que esto es lo único que El quiere de nosotras» (II 447)...; porque «en obrar por Dios —como enamoradas de Dios!— es lo que nos queda de sólido para el cielo» (II 644).

 

(Libro ESPIRITUALIDAD DE SANTA TERESA JORNET,

Jesús Domínguez Sanabria)

10,30 MEDITACIÓN DE LA MAÑANA

 

Pues este sacerdote ha venido a vosotras con ilusión para hablaros de este amor a Dios y a los ancianitos, y precisamente desde la oración conversión. Porque para mí estos tres verbos amar a Dios y a los hermanos orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor y significado. En esta línea, añadiendo tan solo, que para hacer oración y encontrar a Cristo, esposo del alma, el mejor lugar es el Sagrario, la Eucaristía como presencia, comunión y santa misa.

 

MEDITACIÓN: «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

 

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

 

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

 

El encuentro con el Padre

 

Para muchos hombres, incluso para un buen número de cristianos, ¿no es cierto que el Padre celestial sigue siendo un desconocido? Los que creen en Dios casi nunca han encontrado en Él a un Padre. Acatan al Soberano Señor que todo lo gobierna. Pero están muy lejos de considerar esta soberanía esencialmente animada por un amor paternal.

El término “Dios” suscita en el espíritu de muchos de ellos la idea de un ser inmenso y temible, de alguien al que no pueden imaginar que se le dé el nombre de padre. Y mucho menos aún pueden suponer que en ese ser todopoderoso pueda haber toda la ternura de un corazón paternal, ni que se deba intentar vivir en su intimidad.

Entre el Padre celestial y sus hijos de la tierra, la distancia parece tan enorme que la definiríamos corno infranqueable. ¡Cuántas veces hay casi un abismo de incomprensión! Para muchos, el Padre del cielo sigue siendo tan sólo un extraño rodeado de riquezas inimaginables, un ser indefinido y lejano del que sólo saben que gobierna el mundo; para algunos aparece como un maestro inflexible que exige justicia, llegando a veces hasta la crueldad.

Sin embargo, bajo esta ignorancia y esta incomprensión, tantas veces descaradamente hostil, sigue existiendo, secreta pero real, una excepcional posibilidad de conocimiento y de comprensión. Esta posibilidad existe porque el Padre ha querido expresamente hacerse conocer y hacerse conocer corno tal, en su amor paternal. Él se nos ha revelado a través de su Hijo, y la simple lectura del Evangelio hace ver inmediatamente hasta qué punto Cristo tenía la preocupación de hablar del Padre, de hacer converger hacia Él la atención de sus discípulos, como hacia la clave de toda su doctrina y de su obra.

Jesús no dejaba de predicar al Padre, de explicar cómo todas las cosas venían de Él y todo volvía a Él. Los apóstoles, sin embargo, tenían la impresión de que este padre se les seguía ocultando, y que les faltaba algo; les faltaba haberlo visto. En el momento en que el Maestro iba a partir, después de la última Cena, Felipe expresa este sentimiento: “Señor —le pide a Jesús—, muéstranos al Padre, y eso nos basta” Jn 14,8).

Cristo había elogiado con tanta frecuencia al Padre que los discípulos deseaban verlo; solamente así sus instrucciones quedarían completadas y su mensaje de salvación captado en su totalidad. Pero, ¿no era desorbitada esta petición? ¿No equivalía a reclamar la visión de lo que había de más profundo en Dios? Esperaríamos que el Maestro respondiese dándola por no oída, o recordándoles que es imposible ver a Dios, que el Padre es alguien que no se muestra a los ojos de los seres terrestres.

Eso sería lo que nuestra sabiduría humana hubiese respondido rápidamente a la demanda de Felipe, pero la respuesta de Jesús es otra. Lejos de juzgarla exagerada e imposible de satisfacer, la petición de Felipe ya ha sido satisfecha: “Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre”.

Felipe había estado viendo al Padre sin darse cuenta de que lo veía. Los discípulos habían asistido en primera fila a la revelación de su corazón paternal sin darse perfecta cuenta de ello. Habían estado totalmente envueltos, por así decirlo, por una manifestación del Padre celestial, la más impresionante de todas, y casi no lo habían reconocido. ¿No es ésa la situación de muchos hombres de hoy? Están rodeados por todas partes de las manifestaciones de la bondad de Dios y no las reconocen en absoluto. En el fondo de sus corazones, como le sucedía a Felipe, existe este deseo de que el Padre se les descubra y de que Dios se les haga más cercano. Y no se dan cuenta de que ese deseo les ha sido concedido ya, que basta solamente con tomar conciencia de ello.

Basta con mirar al Cristo del Evangelio para ver, detrás de todos sus actos y todos sus gestos, a través de todos sus discursos, cómo se dibuja la figura del Padre. El Padre ha venido a nosotros en su Hijo; no se trata precisamente de ir a su encuentro, sino de ver cómo ha venido Él a encontrarse con nosotros.

Cristo nos ha traído la presencia del Padre. Y es importante señalar que ahora nosotros encontramos esa presencia no sólo en las páginas del Evangelio, sino en el fondo mismo de nuestra alma: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Es ahí donde realmente quiere habitar Cristo y el Padre con él.

Mediante la gracia, el interior del corazón humano está penetrado por la presencia del Padre; incluso a aquellos que rehúsan la amistad divina y que no poseen la gracia santificante, les son concedidas otras gracias que tienden a introducir esta presencia. El Padre se encuentra, pues, muy cerca de nosotros, bien porque habita constantemente en nuestra intimidad o bien porque se está ofreciendo incesantemente al amor de quienes lo rechazan. Es él quien ha recorrido la distancia que nos separaba y la ha recorrido en su totalidad. Él está mucho más implicado en nuestra existencia de lo que podemos suponer; cuando nosotros lo creemos lejano, severo o incluso cruel, su presencia está allí, inmediata y ferviente, para desmentir la falsa opinión que tenemos de Él.

¿No deberíamos decir ahora, con respecto a nuestras relaciones con el Padre celestial —más todavía que a las relaciones de un niño con su padre—, que no hay ni puede haber otro ser más capaz de ser penetrado por nosotros en las profundidades de su persona, dado que Él se adentró tan profundamente en la intimidad de la nuestra? Por eso nos volvemos con confianza a las páginas de la Sagrada Escritura, para descubrir en ellas su corazón paternal. Desde dentro, el mismo Padre nos guía en esta búsqueda. En los textos revelados encontramos a esta persona familiar que vive en nosotros, en un reencuentro cada vez más asombroso. Una persona tan admirablemente cercana y accesible y, a la vez, grandiosa en su divina forma de ser Padre.

 

         Cristo, centro de nuestro pensamiento y de nuestra vida

 

Cuando san Pablo, cuya vida interior transcurría en constante familiaridad con Cristo, contemplaba la obra de la redención, no detenía nunca su pensamiento en la persona de Jesús. Y mientras contemplaba esta obra de redención, cuyos frutos veía multiplicarse en su experiencia apostólica, se llenaba de entusiasmo y su agradecimiento se elevaba más allá de Cristo mismo, hasta llegar a Dios Padre.

         Sin embargo, a los ojos del apóstol, el amor que Cristo había manifestado a la humanidad era la mayor de todas las maravillas. Desde el deslumbramiento de su encuentro en el camino de Damasco, Pablo había quedado fascinado por la persona de Jesucristo. Cristo se había situado como Señor en el centro de su existencia y en el centro de cualquier otra concepción suya del mundo. Así las fórmulas “en Cristo”, “en Jesucristo”, “en Cristo nuestro Señor”, brotan frecuentemente de su pluma para expresar la perspectiva fundamental de su pensamiento y de su vida. El gran apóstol vivía en Cristo, hasta el punto que le parecía que su propia vida se perdía para dejar lugar en él a la vida de Cristo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga2,20). Creía y experimentaba en la fe que Cristo dirigía y animaba todo su ardor interior, que en cierto modo Él estaba en la fuente de todas sus acciones vitales. Y lo que reconocía principalmente en el Cristo que habitaba espiritualmente en él, era su amor, aquel amor cuya benevolencia había experimentado en el momento de su primer encuentro.

         Por esto es por lo que, después de haber afirmado “es Cristo quien vive en mí”, añade, como para completar su pensamiento: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,21). El amor que Cristo había demostrado en su sacrificio del Calvario lo concibe san Pablo como algo dirigido a él personalmente; para él ésta era la verdad que iluminaba todas las demás y que afectaba a lo más profundo de su ser, y así uno siente brotar la emoción en sus palabras: “se entregó a sí mismo por mí”.

Quizás, si hubiese querido dejarse llevar más lejos por esta emoción y describir más detalladamente lo que le sugería el pensamiento de este amor dramático de Cristo con respecto a su situación personal, habría podido escribir que el amor del Señor Jesús había pagado un precio de sangre para poder hacer un apóstol de un perseguidor de cristianos. Cristo entregado a la muerte era el precio de su salvación y de su vocación presente. Así podemos comprender que san Pablo considerase toda su existencia pendiente de este amor, toda su vida interior fundamentada sobre él.

         Este amor no se limitaba a un hecho pasado, al drama del Calvario en el que se había manifestado en toda su amplitud. Para san Pablo este amor sigue siendo actual y no cesará jamás de estar presente, porque desde el momento en que tuvo lugar el drama de la pasión y de la resurrección fue un logro definitivo para los hombres.

El apóstol se sabía acompañado en todas partes por este amor, con la certidumbre de que por esa parte no habría jamás un desfallecimiento, ni una infidelidad. Este amor oponía una barrera infranqueable a todas las fuerzas adversas que hubiesen podido infundirle temor; era un seguro contra todos los peligros. “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada...?; como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37).

Cristo había amado a los hombres durante su vida terrena con un amor no del dominio de la carne, sino del espíritu; y toda la fuerza de este amor persiste por encima de todas las tempestades de la existencia humana, hasta el cumplimiento final de nuestros destinos.

San Pablo quiere comunicar a sus fieles esta calurosa convicción de que la alegría y la protección de este amor no les faltará jamás. En este amor se apoya su esperanza, y es con este amor del Salvador con el que quiere afirmar la confianza de todos.

         El amor de Cristo es, por tanto, la realidad central que anima la vida de san Pablo, que lo empuja a la acción: para él es la realidad que se debe conocer por encima de todo y que se sitúa por encima de cualquier sabiduría humana.

 

Por Cristo al Padre

 

Ninguna otra cosa es tan llamativa como el hecho de atribuir al amor de Cristo este lugar central en el pensamiento y en la vida del mensaje cristiano. Así es como san Pablo intenta constantemente encontrarse con Dios Padre a través del Hijo. De forma tan espontánea y tan esencial, que su espíritu se concentra sobre aquella persona que ama a Jesús, reconoce en ella el designio del amor todopoderoso del Padre, y en seguida se eleva hasta Éste. Esta actitud fundamental se encuentra en cada uno de los textos que hemos mencionado.

Cuando afirma que ya no es él mismo quien vive, sino que es Cristo quien vive en él, san Pablo señala a este Cristo como “el Hijo de Dios” que lo ha amado y que se ha entregado a la muerte por él; y deja sobreentender que es el amor de un Hijo y que hemos de descubrir en ello la acción y el amor del Padre. Y acaba de expresar este pensamiento identificando el don de Cristo con la gracia de Dios. No admitir que toda nuestra salvación ha sido conseguida únicamente por el amor de Cristo cuando se sacrificó por nosotros sería “tener por inútil la gracia de Dios” (Ga 2,21). Por esta “gracia de Dios” el apóstol entiende algo más amplio que lo que nosotros llamarnos hoy gracia. Es el favor que el Padre nos  otorgó al danos a su Hijo. Que el amor de Cristo sea la gracia de Dios significa que el don de Jesús en su sacrificio es un don concedido por el Padre. La perspectiva de este origen primero del don de Cristo y su  salvación estaba siempre presente en pensamiento de Pablo, como en el de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Para Pablo, en el Cristo que recorre los caminos de Palestina predicando como en el que muere en la cruz está el amor del Padre en el Hijo entregado a su envío y redención que “proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo” (2 Co 5, 18).

Por tanto, es el Padre quien, ofendido por el pecado del hombre, ha tornado la iniciativa de la reconciliación. Los admirables resultados de la redención proceden de él, y es a él a quien debemos, en principio, toda la transformación de un universo que gemía bajo el peso del pecado en un universo salvado y santificado.

San Pablo habría podido contentarse con mencionar el amor de Cristo, con mostrar cómo su muerte había cambiado todas las cosas en el mundo, Pero no lo hace así: desde el momento en que evoca esta renovación del mundo, su pensamiento se vuelve al Padre y siente la necesidad de decir que todo procede de él. Cristo ha actuado con una maravillosa generosidad, puesto que ha ciado su vida por todos; pero en él estaba actuando el Padre. A quien hemos de ver en Cristo es al Padre que se reconcilia con la humanidad, al Padre que ofrece su perdón y deja de imputar a los hombres sus delitos: “en Cristo estaba Dios, reconciliándose con el mundo”.

         No se puede, por tanto, entender a Cristo, ni todo lo que él hace, si no es viendo en él la presencia del Padre, la acción del Padre. Sería un tremendo error ver exclusivamente el amor que Cristo ha demostrado tenernos como si eso fuese lo primero, como si el Padre no fuese su fuente principal. ¡Qué visión más equivocada tendríamos si quisiésemos oponer este amor ardiente de Cristo a los hombres a una actitud fría, distante o incluso hostil del Padre con respecto a ellos!

Evidentemente, los hombres eran pecadores a los ojos del Padre; pero precisamente el Padre no quiso mirarlos sino a través de Cristo, con una mirada que realizaba la reconciliación y que borraba los pecados. Y hay algo más que esta mirada: en Cristo, según expresión de san Pablo, Dios está presente y Dios actúa. En Él, el Padre completa su obra.

Así pues el amor que Cristo nos ha tenido es la prueba y la manifestación del amor que nos tiene el Padre. Estos dos amores nos llegan al mismo tiempo, de tal manera que no forman más que un único amor. A aquella pregunta, “Quién nos separará del amor de Cristo?”, el apóstol responde: “Estoy seguro que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rorn 8,38-39).

El amor de Cristo es, pues, el amor de Dios en Cristo Jesús; es decir que cuando Cristo nos ama, es el amor del Padre el que recibimos. Porque el amor del Padre a los hombres se ha revelado en el amor de Cristo, se ha condensado en él y ha tomado en él su forma definitiva. Así, el entusiasmo que suscita en san Pablo la certeza de que nada en el mundo podrá separarlo de este Cristo que lo ama, era un entusiasmo todavía más profundo y más sólido, porque, en definitiva, estaba apoyado en la convicción de no poder ser separado del amor del Padre.

zón del Padre mismo se le estaba entregando con toda la omnipotencia de su amor: El Padre se había donado en su Hijo y este don era algo irrepetible y sin posible vuelta atrás.

Por eso, cuando en su predicación san Pablo no quería “saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co 2,1), tenía clara conciencia de enseñar con ella lo que había de más profundo en el corazón del Padre; aquello que él llamaba “el misterio de Dios” (Íbid.) Este misterio es el designio concebido por Dios con vistas a la salvación de los hombres.

Cuando nosotros empleamos hoy el término misterio, nos referimos a la verdad revelada, verdad que sobrepasa nuestra inteligencia si ésta se queda en sí misma. Por “misterio de Dios” san Pablo entiende algo más que una verdad que deba ser creída: es todo un plan de acción elaborado por Dios. Este plan surgió en el secreto de su corazón paternal. Desde mucho tiempo atrás tenía la intención de presentar ante los hombres a Cristo, con su obra de redención en la cruz, pero esta intención seguía oculta; el misterio había sido “mantenido en secreto durante los siglos eternos” (Rom 16,25).

El Padre no desveló su intención más que en el momento en que se realizaba. En Cristo se estaba dispensando este poder del Padre que, por fin, cumplía su sueño, su más decidida voluntad. En Cristo, y más concretamente en Cristo crucificado, estaba contenido todo el “misterio de Dios”. En él, el Padre había revelado y realizado su plan. Por eso, cuando san Pablo presenta a todos sus oyentes a Cristo crucificado se da cuenta de que no solamente les anuncia el “misterio de Dios”, sino que este misterio se sigue realizando a través de su predicación. El Padre, que había actuado a través de Cristo, seguía actuando todavía a través del apóstol que les hablaba de Cristo.

San Pablo hablaba de aquello que era más querido para el Padre, de aquella realidad de Cristo en la que había puesto toda su sabiduría, todo su poder. Por eso, esta sabiduría divina y este poder divino se manifiestan en la predicación con resultados extraordinarios. En sus palabras, Dios está presente con su “misterio”, al mismo tiempo que lo está Cristo.

Y puesto que él reconocía que todas las maravillas de la obra redentora procedían en primer lugar del Padre, es al Padre a quien san Pablo dirige su adoración: “Doblo mis rodillas ante el Padre” (Ef3, 14). Y es al Padre a quien pide para sus fieles la gracia de poder conocer el amor de Cristo. Si la riqueza de Cristo es insondable es, precisamente, porque está encerrada en el “misterio” que el Padre había estado guardando durante tanto tiempo para los hombres.

Si el amor de Cristo sobrepasa todo conocimiento, es porque ese amor llega tan lejos como la sabiduría del Padre, una sabiduría que es “multiforme”, con mil aspectos, y está llena de descubrimientos sorprendentes. Si Cristo nos ha amado en tan gran medida, según una medida colmada, es porque Él poseía la plenitud de la vida divina del Padre.

Era el Padre quien conservaba todos los secretos de Cristo, y era a Él a quien se debía rogar para conocerlos. Solamente el Padre puede abrir a los hombres los tesoros del corazón de Cristo, porque estos tesoros pertenecían antes a su corazón de Padre. En la oración que san Pablo dirige al Padre para que haga a los cristianos capaces de conocer el amor de Cristo, amor que sobrepasa todo conocimiento, no es dificil reconocer un eco de la declaración hecha por Jesús: “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,22). Para poder penetrar en la persona de Jesús, y para
alcanzar la amplitud de su amor, es preciso remontarse al Padre. Como responsable y dirigente de todo el plan de salvación, el Padre se encuentra en el origen del amor de Cristo hacia nosotros: contemplando y admirando este amol; hemos de reconocer en él la obra de su bondad paternal. Para mirar a Cristo hay que elevar los ojos hacia el Padre; para alabar y dar gracias a Cristo como es debido, es preciso dirigir la alabanza y la acción de gracias hacia el Padre.

Y remontándose en cada momento desde Cristo al Padre, san Pablo sabía ya que estaba respondiendo al deseo formal de Cristo mismo. Porque Cristo había atribuido continuamente al Padre el honor de todo lo que él hacía, de sus milagros y de su doctrina; declaraba deberlo todo a él, y se refería a él no solamente como a aquel que había tornado la iniciativa de la obra redentora, sino también corno aquel que la dirigía y la cumplía en el presente.

Sabemos con qué viveza reprendió al joven que quiso ver en su persona una bondad tal que superaba la de Yahvéh: “Maestro bueno”, le había dicho aquel muchacho, con la idea de haber descubierto a un maestro en el cual la bondad sobrepasaba a la del autor de los mandamientos. Ésa es la expresión que Jesús corrige de inmediato: “Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-18). Cristo no quería que se separase su bondad de la del Padre, ni que se prefiriese el uno al otro. Eso hubiera sido uiia ofensa al Padre, del cual proviene toda bondad.

San Pablo había comprendido profundamente esta verdad, y no imitó nunca la actitud de aquel muchacho. Más entusiasta aún que el joven rico frente al amor de Cristo, nunca osó oponer la bondad de Jesús a la de Dios, ni quiso aferrarse a la persona de Cristo corno si él fuese a defenderlo frente a un Dios severo. En el amor de Cristo está el amor del Padre que el apóstol buscó siempre. En el amor que Jesús demostró en su vida terrena por el sacrificio de la cruz, vislumbraba una intención de amor que se había forjado en la eternidad divina, el “misterio” en el que se había concentrado la sabiduría del Padre.

Si nosotros quisiésemos seguir ese camino trazado por san Pablo, la bondad del maestro del Evangelio se nos revelaría con su auténtico rostro, como una expresión de la bondad eterna del Padre. Es al corazón del Padre donde debemos ir si querernos llegar al fondo del corazón de Cristo.

 

 

 

 

EL “MISTERIO” DEL AMOR PATERNO


¿Qué es exactamente este ‘misterio de Dios”, ese designio establecido por la voluntad del Padre que Cristo nos ha revelado? En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que se remontan muy lejos en el pasado: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10).

Uno advierte hasta qué punto subraya san Pablo, en el entusiasmo de su agradecimiento, los dos aspectos esenciales de la obra de nuestra salvación: todo viene del Padre y todo se concentra en Cristo. El Padre está en el origen y Cristo está en el centro. Pero si Cristo está en el centro de todo es por el hecho de que todo el plan de salvación ha salido de un corazón paternal. En este corazón paternal, cuya intención fundamental intuye el apóstol, se encuentra la explicación de todo.

Todo el destino del mundo está dirigido por esta voluntad capital del Padre: Él quiso tenernos como hijos en Jesucristo. Desde toda la eternidad su amor se había volcado sobre su Hijo, este Hijo que san Pablo llama aquí, de una forma sugerente, “el Amado” (más exactamente, y para conservar el matiz del verbo griego en pasado, “aquel que ha sido perfectamente amado”).

Para poder comprender mejor cuál sería la fuerza de este amor, es preciso recordar que el Padre eterno no existe si no es como Padre, que toda su persona consiste en ser Padre. Un padre humano ha sido persona antes de convertirse en padre; en un momento determinado su paternidad viene a añadirse a su calidad de ser humano y a enriquecer su personalidad. El hombre tiene desde el principio un corazón humano, antes de tener un corazón paternal. En su madurez, en su edad adulta, es cuando asume las funciones de padre y adquiere cierta disposición de ánimo para serlo.

Por el contrario, en el seno de la Trinidad el Padre es Padre desde su origen: desde siempre ha sido Padre y se diferencia de la persona del Hijo precisamente por su condición de Padre. Es íntegramente Padre, con la plenitud infinita de la paternidad; no tiene más personalidad que ésa y su corazón no ha existido nunca sino como corazón paterno.

De este modo, Él se vuelca en el Hijo para amarlo, en un impulso que compromete totalmente toda su persona. El Padre no quiere ser otra cosa que mirada hacia su Hijo, don para su Hijo, unión con Su Hijo. Este amor, no lo olvidemos, es tan fuerte y prodigioso, tan absoluto en el don, que, al fundirse con el amor recíproco del Hijo, origina la persona del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y es precisamente en el amor hacia su Hijo donde el Padre ha querido colocar, insertar, su amor hacia los hombres.

Su primera idea, su primer designio, ha sido hacer extensiva en nosotros la paternidad que ya ejercía con respecto al Verbo, su Hijo Único. Ha querido que, viviendo la vida de su Hijo, revestidos de Él y transformados en Él, nosotros seamos también hijos suyos. Él, que no era otra cosa que un Padre en intimidad con su Hijo, ha querido también, con respecto a nosotros, ser esencialmente Padre. Ha querido que su amor hacia nosotros no fuese más que el único amor eterno que dedica a su Hijo.

Por lo tanto, toda la densidad y toda la energía de este amor se han volcado sobre los hombres. El impulso que arrebata la profundidad de su corazón paternal nos ha envuelto en su fervor. Esta mirada de complacencia y de éxtasis que se dedica a la persona del Verbo, se dirigió a una humanidad inmensa, a una humanidad que Él ya contemplaba desde el principio reunida en Cristo.

En un instante nos convertimos en objeto de un amor infinitamente rico, lleno de solicitud y de generosidad, lleno de fuerza y de ternura. Desde el momento en que, cara a cara con su Hijo, el Padre hizo surgir esta imagen de la humanidad reunida en Cristo, se unió a nosotros para siempre en su corazón paterno, y ya no pudo apartar de los hombres la mirada que dirige a su Hijo. No podía habernos hecho entrar más profundamente en su pensamiento y en su corazón. No podía, de otra forma, confiarnos un valor más grande a sus ojos, sino mirándonos únicamente a través de su Hijo tan querido.

Los primeros cristianos habían comprendido qué gran privilegio se les había concedido al por diçigirse a Dios como Padre, y con ese entusiasmo podían gritar: ¡Abba, Padre, papá!” (cf Ga 4,6; Rom 8,15) ¡Cómo no evocar este primer entusiasmo que, incluso antes de la existencia (le los primeros cristianos, había acompañado la perspectiva de filiación divina prometida a los hombres! Era un entusiasmo divino por encima (le ninguna otra cosa.

No podemos ni imaginar ni describir con lenguaje humano alguno, ni con imágenes terrestres, aquel primer grito que se añadió a la riqueza de la vida trinitaria, con un desbordamiento de alegría divina hacia su exterior, el grito del Padre que exclamó: “¡Hijos míos!, ¡hijos míos en mi Hijo!”.

El Padre fue, en efecto, el primero en regocijarse, en exultar con esta nueva paternidad que quiso suscitar, y la alegría de los primeros cristianos no era más que un eco que, en su vibrar, constituía una tímida respuesta a la intención primordial del Padre de ser Padre nuestro.

Ante esta mirada paternal completamente nueva, que contemplaba a los hombres en Cristo, la humanidad no formaba un todo uniforme, como si el amor del Padre se hubiese dirigido simplemente a los hombres en general. Es cierto que esa mirada abarcaba toda la historia del mundo y toda la obra de salvación, pero se detenía también sobre cada uno de los hombre en particular: San Pablo nos dice que con esa mirada primordial el Padre “nos eligió”.

Su amor se dirigía a cada uno de nosotros personalmente; se posaba, en cierto modo, sobre cada hombre queriendo hacer de él, individualmente, un hijo suyo. Y esa elección no quiere decir que el Padre tomase a algunos excluyendo a otros, porque esta elección afectaba a todos los hombres. Significa que el Padre tiene en cuenta a cada uno con sus características personales y quiere a cada uno con un amor especial, distinto del amor que profesa a los otros. Su corazón paternal se da desde ese momento a cada uno con una predilección concreta, que se adapta a las diferentes individualidades que Él querrá crear. Cada uno es elegido por Él como si estuviera solo, con el mismo interés amoroso que si no hubiera estado rodeado de toda una multitud de compañeros. Y, en cada caso, esa elección procedía de las profundidades de un amor insondable.

Además, hemos de tener en cuenta que esta elección es totalmente gratuita y que se dirige a cada uno, no en virtud de sus méritos futuros, sino solamente por pura generosidad del Padre. El Padre no debía nada a nadie; Él era el autor de todo, que hacía surgir ante sus ojos la imagen de una humanidad todavía inexistente.

San Pablo ¡ insiste en el hecho de que el Padre estableció su grandioso proyecto a su gusto, según su libre voluntad. No tomó inspiración fuera de sí mismo y su decisión dependió exclusivamente de Él. Así resulta todavía más impresionante su resolución de hacer de nosotros hijos suyos, ligándose definitivamente a los hombres con un amor paterno irrevocable.

Cuando decimos “a su gusto” tratándose de un ser soberano, estamos sobreentendiendo una libertad que podría limitarse a un juego, o abandonarse a fantasías a costa de otros sin hacerse el menor daño a sí mismo. En su soberanía absoluta, el Padre no pudo utilizar su poder como un juego; en su libre intención, comprometió su corazón paternal. Hizo consistir “su gusto” en una total predilección, en la complacencia que quería derramar sobre sus criaturas adjudicándoles la cualidad de hijos. Su omnipotencia quiso concretarla exclusivamente en su amo..

Y es Él, dándose a sí mismo, el motivo de ese amor extremo. Porque es Él quien ha querido elegimos “en Cristo”. Una elección que se haría teniendo en cuenta, en cada persona humana, el valor que el Padre, al crearla, habría de reconocer en todo ser humano por el hecho de su dignidad de persona. Pero una elección que cada vez reconoce a Cristo recibe de Él un valor infinitamente superior. El Padre elige a cada uno como elegiría a Cristo, su Hijo único. ¿No es maravilloso pensar que el Padre, al mirarnos, quiera ver en nosotros a su Hijo, y que sea de esa misma manera corno nos sigue mirando desde el principio, mucho antes de nuestra existencia, y que será así como nos seguirá contemplando siempre? Hemos sido escogidos y seguimos siendo escogidos de nuevo y en cada instante por esta mirada paternal que, voluntariamente, nos asocia a Cristo.

Ésta es la razón por la cual la elección inicial y definitiva se traduce, en una abundancia de bienes, esa abundancia cuya inmensidad quiere expresar san Pablo con una acumulación de expresiones cada vez más ricas. Si el Padre nos ha prodigado su gracia y nosotros hemos sido colmados de su riqueza, es porque Cristo, en el que ahora nos contempla, justifica toda su generosidad.

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.


La prioridad absoluta del don del Padre


Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA….  (dos versiones, esta((( ))) es una, y a seguida, la otra)

 

(((El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“ y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros, y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia se ve obligada a Ablasfemar@en los días de la Semana Santa, exclamando:  «O felix culpa...», oh feliz culpa, oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal salvador y una salvación tan maravillosa.        

Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad:   “ En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

Sigue San Juan: “ y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo.

         Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir, dentro y fuera de la  Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder.... cuando S. Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  Amada, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría. Todo lo que El sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es cómo entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor del Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios...” En el principio, no existía nada, solo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad...en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en si, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo actor infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino-Espíritu - Santo, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, que sin el Hijo no sería Padre, por la misma potencia infinita de Amor, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz el Padre, el Hijo y el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo amor y esencia infinita, con que el Padre se dice totalmente en Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo(Jn13,3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza.

Él que es Amor quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oraciónB  conversiónB  unión Btransfiguración transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana en hijo adoptado, elevado y amado.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado».

« Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en El transformada, aspira en sí mismo a ella...»

« Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque dado que Dios la haga la merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo como Dios en la misma alma; porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C B 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “ a su imagen y semejanza», palabras estas de la Sagrada Escritura, que tiene una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).)))

 

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SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

 

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

 

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

 

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

A otra alma mística, santa Angela de Foligno, Dios le dijo estas palabras, que son a la vez una exigencia de amor y que se han hecho muy conocidas: «¡No te he amado de bromas! ¡No te he amado quedándome lejos!  Tú eres yo y yo soy tú. Tú estás hecha como me corresponde a mí, estás elevada junto a mí».

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

 

 

SANTA MISA

 

HOMILÍA:

 

LA PRESENCIA EUCARÍSTICAO  POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR A JESÚS EUCARISTÍA

 

LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

 

         Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

 

 

Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

                                                           

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la comunidad (parroquia) y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque es de noche para los sentidos, esto es, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica con luz y seguridad de Cristo mismo que nos dijo ESTO ES MI CUEPO, ESTA ES MI SANGRE, y Él es Dios, y realiza lo que dice, como resucitó a muertos y calmó tempestades.

El sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. (Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa). El sagrario para la parroquia, para la comunidad, es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así lo expresa San Juan de la Cruz:

 

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

                                                                  

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas, cuando llegar verdaderamente a esta experiencia del cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en el pan consagrado,  desean de verdad morir para estar ya plenamente con Él, esa es la prueba, lo hacen y lo dicen porque han llegado por la experiencia a sentirlo y vencer el miedo natural que todos tenemos a la muerte:

 

«Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta vida,

mi Dios y dáme la muerte,

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte,

mira que peno por verte

y mi mal es ta entero,

que muero porque no muero».

 

Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que pasar muchos ratos con el Señor, en fe seca primero, luego purificarse mucho de pecados e imperfecciones, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad.

Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

         Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en ti

         Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti.

         Tú eres el Hijo de Dios.

 

 

 

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

 

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)

        

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

 

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

         Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

         S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

 

         La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

         Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

         Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

        

El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

         <Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

         En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

         Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

         El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

         El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

         «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

         Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

         Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

         ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte          Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 

el cielo que me tienes prometido,   clavado en una cruz y escarnecido, 
ni me mueve el infierno tan temido               muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

para dejar por eso de ofenderte.                     muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,    No me tienes que dar porque te quiera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,      pues aunque lo que espero no esperara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.        lo mismo que te quiero te quisiera.

 

 

         QUERIDAS HERMANAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque es la tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

         Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.

         Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

 

         1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

         Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

 

         2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

         San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

         Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

 

         3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

         -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.

        

         4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

 

 

4, 30: OTRA ORACIÓN DE LA TARDE, PARECIDA A LA ANTERIOR

 

 

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                         

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

 

 

VÍSPERAS :

 

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

 

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

 

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a ti,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[1].

Este es el Cristo que adoramos en el Sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación. Este es el ejemplo que nos da y que debemos imitar. Ahora bien, como nos ama tanto y nuestros defectos impiden esta amistad que El quiere comunicarnos desde su presencia eucarística, después del saludo y el acto de fe casi rutinario, al cabo de algún tiempo empieza a decirnos: oye, qué contento estoy con tu fe y tu amor, con que vengas a visitarme y a contarme y a tratar de amistad,  pero no estoy conforme con tu soberbia, tienes que esforzarte más en la caridad, cuidado con el genio, la afectividad...tienes que seguir avanzando, tenemos que vernos todos los días y yo quiero seguir ayudándote.

Cualquiera que se quede junto al Sagrario todos los días un cuarto de hora, empezará a escuchar estas cosas, porque para eso, para hablarnos y para ayudarnos en este camino se ha quedado en la tierra, en el pan consagrado; después de dar la vida por nosotros en cada misa, se ha quedado el Señor en el Sagrario, para que hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, como hizo Él de toda su vida, en obediencia y adoración hasta el extremo.Por eso es tan importante su presencia eucarística, en la que continua ofreciéndonos  todo su amor, toda su vida, toda su salvación a todos los hombres, especialmentepara los que le adoran en este misterio.

 

SEGUNDO DÍA

 

LAUDES:

 

QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:

 

Ante todo, grabad en vuestro corazón, y traducid en vuestra vida este deseo de Santa Teresa Jomet que constituye lo esencial de vuestra misión y el estilo de espiritualidad que la debe ambientar: «Hemos de tener muy presente —os dice— que, al venir a la Religión, nos propusimos un solo fin: servir a Dios en la persona de sus pobres para salvar nuestras almas... No olviden que en casa tenemos esa parte escogida de Dios que son los pobres, y cuanto hiciéremos por ellos Dios lo recibe como hecho en su persona. Cuídenlos como deben. Es la obligación que no quedará sin recompensa, dirigiendo siempre la mirada a un Dios hecho hombre, como el blanco de nuestras obras» (II 441).

Quienes la conocieron —y así se desprende de muchas de sus cartas— no dudan en afirmar que ella se mostraba siempre muy dulce, alegre y acogedora con los ancianos, y que era diligente en comportarse con ellos extremadamente delicada y detallista. Le importaba hacerles felices en todos los aspectos, y cuidaba ante todo que estuviesen contentos, no sólo por estar corporalmente bien atendidos, sino ante todo porque lograsen llegar a sentirse cristianos y a que experimentasen el amor de Dios. Es precisamente en este aspecto en lo que va a mostrarse muy insistente con los Hermanitas: en que cuiden la vida espiritual de los ancianos. ¡Era su más evangélica inquietud!

 

Exhortación de la Santa Madre a las Hermanitas

 

¡Es la misión que la Santa Madre propone a las Hermanitas: amar a Dios en los ancianos, «servir a Dios en la persona de esos pobres»...; y hacerlo con la convicción de que «son la parte escogida de Dios»...,:y que «cuanto a ellos hicieren Dios lo recibe como hecho en la Persona de su Hijo Encarnado»!.. Aquí se encierra toda la teología y misión de la vida de una Hermanita de Ancianos Desamparados.

Quizá hay que comenzar por una significativa advertencia que la Santa Madre indica cuando a duras penas ha comenzado la vida de la Congregación: «que a los ancianos hay que tratarles con humildad, suavidad y dulzura... Por eso —añade ella— dudo que sirvan para Hermanitas, quienes posean un carácter adusto y altivo, o quienes sean fáciles para el orgullo y la soberbia» (II 87). ¡Esa compostura de humildad, suavidad de trato y dulzura de comportamiento con los ancianos siempre ha de darse como presupuesto imprescindible! Sin esa contextura de carácter y de actuación, sería dificil conseguir en vosotras la espiritualidad adecuada, o la correcta respuesta vocacional, o la santificación en el ejercicio de vuestra misión de Hermanitas de Ancianos Desamparados...

         Las Hermanitas, de tal manera debéis fundir consagración religiosa con servicio de amor a los ancianos, que entendáis que sólo es posible vivir vuestra consagración y dedicación a Dios, si al mismo tiempo demostráis cordialidad de amor para con los ancianos. Son dos facetas de un mismo amor que se fusionan. No serviréis para ser de Dios, si al mismo tiempo no sois de los ancianos. Y no expresaréis vuestra genuina respuesta vocacional a Dios, si no expresáis el seguimiento y amor de Cristo en vuestra convivencia y servicialidad con ellos.

         Precisamente por eso, vuestra Santa Madre no duda en advertiros lo siguiente:

« Traten a todos los ancianos con amabilidad, y no se permitan ninguna palabra de desapego, ni siquiera de queja hacia ellos, pues lo que por su bien se sufra ha de servir un día de corona para todos... Sean muy amables con todos, con mucha caridad, que los pobres harto hacen con que se sujeten y nos sufran también a nosotras... Sobre todo procuren santificarlos bien y prepararlos para la muerte» (1.511).

         Debéis de entender que no se trata de hacer una simple obra de caridad asistencial con el anciano. Se trata ante todo de demostrarle el mismo amor de Cristo que cura y salva. Es todo un servicio de evangelización; en el que se incluye la promoción humana y la formación religiosa, la atención corporal y la santificación cristiana; hacer que los ancianos vivan como personas con cuanto requiere su dignidad humana, y al mismo tiempo que vivan como sinceros hijos de Dios, con cuanto requiere una auténtica vida cristiana. En definitiva, la Santa Madre os pide que continuéis en cada uno de los ancianos o ancianas a vuestro cargo la misma misión liberadora, redentora y santificadora del mismo Cristo; y que lo realicéis con su mismo amor misericordioso.

         He aquí sus mismas palabras: «Sean buenas y cuiden mucho a los ancianitos para que estén contentos y no tengan motivo para quejarse de nada. Procuren dar gusto a todos, sin que se falte en la menor cosa. Antes perderlo todo que faltar en lo más mínimo. Procuren en esto hacerse bien santas» (1 375). La santidad de una Hermanita depende de esta actitud de amor servicial y santificador para con los ancianos.

Meditadlo bien: las Hermanitas sólo lograréis ser santas si, además de demostrar amor de atención corporal a los ancianos, intentáis por todos los medios que ellos también sean santos. Si en la intención y en el esfuerzo de una Hermanita, en el cumplimiento de su misión, no se da esta pretensión evangelizadora, dificilmente logrará conseguir su ideal de seguimiento de Cristo. O sois santas santificando a los ancianos, o no lo seréis de ninguna manera.

La Santa Madreos lo expresa así: «El Señor dio a las Hermanitas el encargo de cuidar y asistir corporalmente a los pobrecitos ancianos, de encaminarlos con sus buenos ejemplos y la práctica de las obras espirituales de misericordia a que levanten el corazón a Dios, se fijen en El, le conozcan más y más, y, conociéndole, le amen; y, amándole, perseveren en su amor; y, cuando al fin les llegue la hora, mueran en su amistad y gracia» (II 398). ¡He ahí vuestro mejor proyecto de vida!

Ahí radica toda la bienaventuranza evangélica de una Hermanita: haciendo que su amor a los ancianos sea expresión del amor salvador y santificador del mismo Cristo. Eso ciertamente exigirá mucha humildad, mucha abnegación, mucho espíritu de sacrificio, una delicada formación para expresar la debida atención acomodada a las personas y circunstancias, un interés de crecimiento personal en pro de los demás, una mansedumbre a toda prueba de paciencia y generosidad... ¡Pero no temáis; tenéis para ello la gracia de la vocación...; y Cristo no os va a fallar!..

¡Bienaventuradas vosotras si sabéis demostrar con los ancianos un corazón de madre, un alma de apóstol, y una personalidad de santo!.. ¡ Bienaventuradas vosotras si intentáis demostrar el mismo estilo de misericordia de Cristo, porque ciertamente alcanzaréis la dicha de la Misericordia de Dios!.. ¡Bienaventuradas vosotras si, al amar a los ancianos, conseguís que ellos también sigan y amen a Cristo, porque entonces el mismo AMOR de Dios os llenará a vosotras el corazón de gozo!..

 

5. PROYECTAR UNA INTENSA ESPIRITUALIDAD DESDE LA ORACIÓN PERSONAL

 

Vivir centradas en Dios para actuar desde su corazón y desgastar la vida en servicio a los demás, es una tarea humanamente imposible. Se precisa una intensa vida espiritual de oración, de gracia, una gran fuerza del Espíritu de Cristo, y mantener una constante visión de fe por la oración permanente.

Santa Teresa de Jesús Jomet era muy consciente de esta urgencia. Y si lo experimentó desde el principio como simple cristiana que aspiraba a consagrarse a Dios, mucho más se lo propuso cuando vivió como Religiosa y asumió la ardua tarea de la misión del apostolado con los ancianos desamparados. Sin la influencia actuante de la gracia de Dios por la oración y los sacramentos no es posible la perseverancia en la aspiración a la santidad.

Sólo con una intensa vida espiritual santificante se mantiene la vida de consagración a Dios y de servicio a los demás. Y si, en definitiva, el proyecto de vida es el ejercicio constante de la caridad fraterna en servicio a los desamparados, aún se hace más urgente contar con la constante intervención de Dios.

Todo esto implica una fuerte vida de oración, una preocupación por alimentar la presencia de Dios, una perseverancia en la conversión o ascética de la fe, sostenida por la esperanza y vivificada por el amor. Se trata de llegar a la configuración con Cristo, a «cristificarse»: vivir la misma vida de Cristo o hacer que Cristo viva su vida en vosotras. Este anhelo de «cristificación, que es común para todo cristiano que desee llegar al ideal de la santidad, es todo un reto para vosotras, las Hermanitas, que por vocación abrazáis el estilo de vida del mismo Jesús de Nazaret, consagrado al Padre y entregado a la redención de los marginados, entre los que hoy escogéis a los ancianos desamparados.

En este aspecto, es imprescindible para vosotras cultivar todo cuanto implica el organismo de la vida interior: desarrollar la gracia santificante, como participación en la misma vida de Dios...; aprovechar todas las gracias actuales e impulsos o inspiraciones del Espíritu Santo que continuamente está iluminando vuestra mente y motivando vuestra voluntad para que obréis lo más santo, exigido por el amor...; desarrollar los Dones del Espíritu Santo, que suponen el cultivo de todas las virtudes propias de vuestro estado....; y todo ello, ambientado, acompañado y promovido por una intensa vida de oración... Vuestra Santa Madre era muy consciente de todo esto; lo vivió y os lo inculcó como actitud personal imprescindible para poder responder santamente a vuestra hermosa vocación religiosa.

Y en una Hermanita, que ha de llevar a cabo una constante convivencia de amor en Comunidad y un servicio desinteresado y de generoso sacrificio a los ancianos desamparados, esa intensa vida interior reclama un espíritu alegre, desde una postura constante de humildad. Servir al Señor interiormente y en los ancianos con alegría, con un estilo de generosidad expresado con inmenso gozo, como fruto de un amor sincero, paciente y saturado de mansedumbre...

 

 

1ª MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

 

 

         QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS DE POLA DE SIERO: con verdadera devoción y encendido afecto he venido hasta vosotras por invitación de vuestra madre y superiora,  mía también, me encanta obedecerla, aunque sea a distancia, hermanita del alma, Matilde Santos, para retirarme con todas vosotras al desierto de la oración, en estos Ejercicios Espirituales, con nuestro amigo y esposo vuestro, Jesucristo Eucaristía, Hijo de Dios, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de obediencia y alabanza al Padre.

          ¡Jesucristo, Tú estás ahí,  Tú estas vivo y vivo y resucitado, Tú eres mi Dios y mi Amor, si no me encuentro personalmente contigo, cómo me pueden llenar tus  verdades, cómo cumpliré tus mandatos de amor a Dios y a los hermanos, si no me encuentro contigo personalmente, con tu mirada, siempre, cada día y momento, al empezar el día, cómo quererte y enamorarme y sentir tu abrazo y tu cuerpo y tu respirar en mí. Y saber que todo esto es verdad, y que lo tengo tan cerca...

         «Jesucristo ¡Eucaristía divina! ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

En unos de mis libros, comienzo así:

 

« INTRODUCCIÓN»

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración eucarísica? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

Ciertamente, todo se lo debo a la oración, pero a la oración eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca, teniéndolo aquí con los brazos abiertos para abrazarnos en amistad permanente, me parece un feo no venir a estar con Él y hablarle de amor y de amistad. Admito la oración en la habitación, contemplando la naturaleza, danzando y otras cosas, como se hace en estos y en todos los tiempos, y está bien, pero para mí la presencia de Cristo en el Sagrario es la presencia de amor y entrega mayor que existe en el mundo.

Por eso, en el primer libro que escribí y que tenéis entre vosotros, saltándome todas las reglas de las poblaciones, añado en este sentido:

 

«LA MEJOR ESCUELADE ORACIÓN: LA EUCARISTÍA

EL MEJOR MAESTRO: JESÚS EUCARISTÍA

EL MEJOR LIBRO DE ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA, TODA UNA BIBLIOTECA: JESUCRISTO EUCARISTÍA COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA DE AMISTAD SIEMPRE OFRECIDA

¡QUÉ POCO SE VISITA ESTA BIBLIOTECA!

¡QUÉ POCO SE ABRE ESTE LIBRO!

¡QUÉ POCO SE DIALOGA CON ESTE MAESTRO Y AMIGO!

¡SI LO VISITÁSEMOS Y ABRIÉRAMOS DE VERDAD!

AQUÍ TIENES UNA AYUDA.

INTRODUCCIÓN

 

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

 

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración  sino trato de amistad con Cristo estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje,  a recorrer este camino, especialmente en estos  kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo que nos dice a todos “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y  trabajo vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas y sequedades y de no sentir nada, en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir con Cristo en silencio pruebas y humillaciones. 

Porque en este camino hay que estar dispuesto a morir al propio yo y sus apetencias, a los cargos y honores: si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo…y  como todos nos buscamos, porque el yo, el amor propio hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta humildad, sudor y lágrimas, pues a callar y ofrecerlo al Señor, para seguir avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, eso se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno.

El Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan a las raíces del yo, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente, aceptando, sufriendo el que te quite hasta la piel del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia… los pecado llamado capitales «por ser cabeza de otros muchos», la mortificación y conversión ordinaria y normal donde todos tenemos que actuar directamente. .

Y lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas  de las pasivas, y quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, identificado con nuestro ser y existir,  metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, cuando creemos que lo estamos haciendo en Dios y por Dios.

Lo tengo muy aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo, hay que convertirse en todo y del todo a Dios, y eso que no he llegado muy alto, sin manifiestos ni hechos singulares, paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, en soledad a veces, sintiese o no sintiese, y con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior, nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración o conversión según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé. Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo.

Y nada más; esta es mi intención; con esta experiencia de pruebas y gozos quiero comunicar mi experiencia de fe y vida cristiana, a todos mis hermanos, a los que quieran leerla, desde la oración personal. 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

LA ORACIÓN

 

1. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses y hermanos sacerdotes para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provocan y comunican por la oración es tan grande que poco a poco me hará recuperar  toda la santidad perdida  y subiré hasta donde estaba antes de dejarla.

Y, en cambio, aunque sea «sacerdote y diga misa» y esté en las alturas de cargos y honores, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, hasta trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: “sin mí no podéis hacer nada...yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. Por eso, la oración, sobre todo, la oración eucarística, se ha convertido en la mejor escuela y fuente y fundamento de todo apostolado: «desde el Sagrario, a la evangelización» ha sido el lema del primer Congreso Internacional de la Adoración eucarística celebrado en Roma 20-24 junio 2011: “Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”: «contemplata aliis tradere».

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todas las diócesis y seminarios del mundo –esencial y absolutamente obligado y necesario por razón de la ordenación sacerdotal-- tuviéramos superiores y obispos, exploradores de Moisés, que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman y dirigen, convirtiendo así la diócesis, el seminario, en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado de la parroquias, de la diócesis, del mundo entero? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¡Señor, concédenos esta gracia a toda la Iglesia, a todos los seminarios!

Sin oración, no somos nada en nuestro ser y existir cristiano o sacerdotal: “sin mí no podéis hacer nada”; pero, por la oración, todos, sacerdotes y seglares, podemos decir con san Pablo: “Para mí la vida es Cristo... todo lo puedo en aquel que me conforta... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”».

         Para orar bien, tenemos que pedir la sabiduría, el sabor de Dios y su conocimiento, como lo hace Salomón, en Sab. 9, 1-10: “Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable”. Y ya antes, en Sab 7, 7-33, había descrito todas las riquezas que le venían con ella: “Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso,  benéfico... Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando...” (7, 7-30).

         Y donde digo oración, quiero decir conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el yo personal, al que damos culto y para el cual vivimos de la mañana a la noche, hasta que el Señor nos lo empieza a descubrir por la oración, por el trato personal con Él. Y aquí nos lo jugamos todo y toda la vida de santidad y apostolado.

Sobre esta materia de la oración y conversión insisto continuamente, porque estoy convencido hasta la médula, por la vida de los santos, y por mi propia experiencia de conversión permanente de este yo que tanto se quiere y se busca en todo, pero cuánto se quiere este Gonzalo y con qué cariño se busca hasta en las cosas de Dios. De esto hablaré más ampliamente en el artículo siguiente.

Pero voy a anticipar algo, citando a un autor que he leído recientemente y con el que coincido totalmente, porque no sólo tenemos las mismas ideas, sino hasta coincidimos en las mismas expresiones. Y como además de este tema de la conversión se habla poco, tanto en nuestras conversaciones o reuniones de arciprestazgo, como en las meditaciones, retiros espirituales y formación permanente, al menos yo no tengo esta suerte, quiero hacerlo con cierta amplitud, para que no se olvide: «El anuncio del Reino, las palabras de Jesús nacen de la oración y de su intimidad filial con el Padre… Para anunciar el Reino hay que vivirlo. El primer anuncio tiene que ser la misma vida del enviado…quien quiera de verdad anunciar seriamente el Reino de Dios y llamar a  la conversión tiene que comenzar viviendo primero con Jesús (por la oración) y como Jesús (por la conversión)... No es un asunto que se pueda resolver con planes de trabajo ni con reuniones de planificación. El tema capital es la conversión de los que hemos de ser los agentes de la evangelización; conversión al amor de Dios y al amor de nuestros prójimos, amor a Jesucristo que murió por ellos y por todos…El enviado tiene que ser antes discípulo, imitador, seguidor y conviviente con el maestro, del todo identificado con Él, en el pensar y en el vivir (Fernando Sebastián, EVANGELIZAR, Madrid 2010, pgs 180-181-186).

         Y este mismo autor, en relación a la nueva evangelización o pastoral evangelizadora, asegura: «La presentación del Evangelio de Jesús tiene que producir en los oyentes una verdadera crisis de conversión… Si somos sinceros tendremos que reconocer que son pocas las actividades pastorales que buscan realmente esta conversión de los oyentes. La catequesis, la preparación para los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del matrimonio y muy especialmente el proceso entero de la Iniciación Cristiana, tendrán que estar centradas muy claramente en este objetivo como algo esencial, y debieran desarrollarse de manera que pudieran alcanzarse con cierta normalidad. ¿De dónde, si no, podremos preparar poco a poco, y con la ayuda del Señor, una comunidad del cristianos cnvencidos y convertidos? (Ib. pag 69).

         Y como cabeza y pastor de todo este proceso,  el Obispo en cada diócesis. Juan Pablo II escribió: «Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado; también en las actuales condiciones sigue siendo muy actual. Se puede decir que una Diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes—la castidad, la práctica de la pobreza, el espíritu de oración, la sencillez, la  finura de conciencia- se graban en cierto sentido en los corazones de los sacerdote. Estos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada del Cristo (¡Levantaos! ¡Vamos! pag 118).

         Insistiendo en este aspecto, dice Don Fernando Sebastián: «La convivencia con Jesús en la oración, el estudio de la Escrituras y de las enseñanzas e la Iglesia de los Santos Padres, de los Papas, tiene que se la ocupación primera del obispo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que no es fácil cumplir de verdad esta primera recomendación. La vida del obispo es muy complicada, tiene que atender a muchas cosas, pero hay que mantener prioridades. La oración y el estudio han de ser siempre nuestra priemra dedicación. Hay que tener la suficiente fuerza de voluntad para mantener habitualmente las horas diarias de oración y estudio. Sin esto no podremos hablar las palabra de Jesús con el Espíritu de Jesús... Sin las hora de silencio, dedicadas a la oración y al estudio, las actividades ministeriales se empobrecen sin remedio. No solo hemos de imitar a Jesús en las actividades de su vida pública, hemos de imitarlo también el las largas horas de oración y silencio durante los años de la vida oculta, en sus frecuentes  vigilias de oración. Para ver el mundo como Jesús hay que tratar de convivir espiritualmente con Él en una oración constante (Ib. 191-192).

 

2. LA IGLESIA  NECESITA SANTOS: EXPERIENCIA DE LO QUE CREEN, PREDICAN Y CELEBRAN

 

         ¿Y por qué esta necesidad de oración en la Iglesia? Porque la Iglesia necesita santos. El orden lógico  de estos dos primeros artículos del presente libro, según mi vivencia y pensamiento, habría sido éste: 1º, La Iglesia actual necesita santos; y 2º, El único camino que conozco para llegar a la santidad es la oración y todos los demás, incluso la oración y la oración y misterios litúrgicos, tienen que ser recorridos con oración personal. Pero como hacerlo así tal vez me hubiera reportado alguna mueca – ¡otra vez lo mismo, ya estamos...!---, he preferido el expuesto.

          Lo que quiero decir en este artículo, pero en voz baja, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, porque es duro y doloroso y te lleva disgustos, es que toda la iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros necesita santidad, unión con Dios, experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo en la Eucaristía,  experiencia de la fe, esperanza y caridad; y por la razón de siempre: nadie da lo que no tiene. Y damos a veces teología, conocimientos, catequesis, pero sin llegar hasta Cristo.

         Y donde digo santidad, quiero decir igualmente amor, oración, unión con Dios, conversión, humildad, andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos: “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán...”: Y el camino único que conozco para llenar de luz de Cristo y sabor espiritual –vida según el Espíritu Santo, “verdad completa”,  a los creyentes y bautizados es la oración, la oración-conversión-amor a Dios sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

              Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y ésta va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo... si la sal se vuelve sosa...”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana» (K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La Experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24).

En este mismo artículo lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

Añado otro testimonio muy claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística» (PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995).

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos o predicamos, ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

Y no subimos a esta montaña de la oración, del Tabor, porque subir por este Monte del Carmelo, de san Juan de la cruz,  supone esfuerzo, matar el yo personal: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo el que vive en mí...”, conversión permanente, toda la vida hasta la transformación en Cristo, humildad permanente, segundos puestos, perdón a todos y en todo.

         Al faltar más santos, más santidad a la Iglesia actual,  le falta atractivo, hermosura y belleza divina a la Iglesia, a las Diócesis, a las parroquias y congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen y enciendan en amor a Cristo y a su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero que debieran ser más abundantes, todos los bautizados, porque todos hemos sido llamados a la santidad, y esta debería ser  el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los mismos formadores de sacerdotes y consagradas/os al Señor, la santidad, la consagración, la razón misma de la vida religiosa tanto activa como contemplativa, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, y por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”. Qué bien lo ha recordado el Papa en esta JMJ que hemos celebrado en Madrid.

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente.    Y digo mediocridad espiritual, porque no me estoy refiriendo ahora a pecados graves, sino al instalamiento en vida mediocre sin fulgores de amor total a Cristo, instalamiento en vida sin deseos de perfección sobrenatural, viviendo una vida llena de mi amor propio, sin tender a la unión total con Cristo, a la santidad, a la vida según el Espíritu del Padre y del Hijo, desde el amor y entusiasmo y enamoramiento por Cristo y  la Santísima Trinidad, de la que no oigo hablar apenas en charlas y meditaciones a los sacerdotes.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios. Y esto se consigue principalmente por la oración.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificarnos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, falta vida espiritual, según el Espíritu, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo vivo y presente en la Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano... Sin esto, Cristo se queda en el pasado, es pura idea, realidad que realizó un proyecto, pero no está vivo en el corazón de los que lo predican, y como consecuencia, en el corazón de los que escuchan. Necesitamos la experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, por la oración un poco elevada, no meramente meditativa, sino contemplativa, unitiva, transformativa.

 

3. LA ORACIÓN, EL CAMINO DE LA SANTIDAD

 

Por eso, la razón de este título que acabo de escribir. Sonaría mejor, tal vez, así: LA ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD; pero he preferido el elegido, porque aquí expreso lo que pienso: que la oración no es camino, un camino más, sino el camino, el camino donde deben confluir y llegar y andar unidos todos los demás caminos, incluso la oración litúrgica, como diré más adelante;  todos deben recorrerse con oración personal, también la oficial y pública de la Iglesia, la litúrgica,  para llegar al corazón de los ritos o a la fuente de la vida sacramental o al fundamento del apostolado, que consiste propiamente en las acciones, sino en el espíritu con que se hagan esas acciones, en el Espíritu de Cristo, que es la caridad pastoral, Espíritu Santo.

Para probar la importancia de la oración basta ver lo que Cristo hizo y meditar sus enseñanzas sobre la misma.  Cristo fue un hombre de oración. Pero no sólo para darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer, sino porque necesitaba de la oración para relacionarse con el Padre por el Espíritu y cumplir su voluntad: “mi comida es hacer la voluntad de mi Padre… hago siempre lo que le agrada… el Padre en mí, yo en vosotros y  vosotros en míí…”, esto es la oración personal.

 El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su vida y de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor.

Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Lc 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35; Lc 5, 16). Ora antes de exigir  a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Mc 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar  (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia; es toda una oración insuperable en forma y fondo (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Mc 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Lc 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

 Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos, en la comparación con su ejemplo, el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

La Iglesiade todos los tiempos también ha insistido siempre en esta necesidad. Me impresionó el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre  de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses:

« Queridos hermanos en el episcopado: El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de <perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo>. Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

         El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).

         Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

         Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

         Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor <de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación> (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: <Contemplata aliis tradere> (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna».

         La oración es un medio necesario, para mí el más necesario, para encontrarme con Cristo y su gracia salvadora, ya que hasta la misma liturgia, en los misterios que celebra y hace presentes, si yo no entro dentro del corazón de los ritos y de las palabras y signos que se realizan, por medio de la oración personal, de la unión de fe y amor con Jesucristo, primer celebrante y principal, en su memorial, todo se queda en el altar o en el evangeliario, ya que no ha habido encuentro de amor y de oración, de amistad personal con Él, sacerdote y victima, o con el corazón y sentido de su Palabra.

         La oración es el camino, el medio más directo y necesario para realizar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y la imitación de las virtudes de Cristo. El contacto asiduo del alma con Dios en fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que nos unen con Dios, se realiza fundamentalmente por medio de la oración y la vida de oración.

La oración es vida y la vida es oración, y la vida-oración y la oración-vida ayuda poderosamente a la unión, contemplación y transformación del alma en Cristo. La oración es transformante, siempre que sea oración, no rutina o pura reflexión teológica. 

Es más, como he dicho, la oración nos facilita más y mejor la participación fructuosa en la liturgia santa, en la acción sagrada, en la irrupción de Dios y su gracia salvadora en el tiempo; la oración personal alimenta, da sentido y eficacia, yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, a todos los demás medios de santificación que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos a su imagen y semejanza, en unirnos a Él para dar frutos de vida eterna: sin mí no podéis hacer nada.

La Eucaristíaes Cristo entero y total, el más completo sacramento de Cristo; pero es memorial, lo hace presente él y nosotros tenemos que unirnos en la oración litúrgica suya y de la Iglesia con nuestra oración personal, con la disposición interior de mente y espíritu para vivirla y participarla.

La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, humildad, confianza y amor, que en conjunto, constituyen la mejor disposición del alma para recibir en abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza o sin perseverancia.

Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el Oficio divino, asistir a Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero su progreso en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes.   Porque el autor principal de nuestra perfección y santidad es Cristo por su Espíritu, y la oración precisamente es la que conserva al alma  en ese contacto de fe y amor que santifica o hace santificadores esos medios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina  gracia, en los mismos sacramentos, entonces, como un soplo  divino, la eleva, abrasa, levanta, y ella, con sorprendente abundancia, recibe y rebasa y comunica, es puente, de esa gracia y favores divinos: somos lo que oramos en Cristo.

La vida sobrenatural de un alma es y se realiza y manifiesta por su unión con Dios, mediante la fe y el amor; y esta santidad o unión con Dios debe, pues, exteriorizarse en actos encendidos de amor en la predicación, en la celebración, en la vida pastoral; es el apostolado, sus actos y acciones, los que reclaman la vida de oración, para que estos reproduzcan de una manera regular e intensa, la vivencia, la experiencia de amor, la unión transformativa en Dios.

Lo importante no es hacer apostolado, sino ser apóstol; lo importante no es aprender las acciones, sino aprender y tener el Espíritu de Cristo; por eso, no todas las acciones que hacemos o se hacen en la Iglesia, son apostolado, sino las que se hacen o hacemos con el Espíritu de Cristo.

Y esto tiene que empezar en el seminario, donde hay que preocuparse y ocuparse en hacer al apóstol, no enseñar solo o principalmente acciones. Y en principio, puede decirse, que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en ser apóstol, ser cristiano auténtico, ser madre o padre cristianos, nuestra unión con Dios, esté uno donde esté, depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por oración no entiendo nada especial, sino la relación o conversación o unión del alma con Dios, o mejor, como dice santa Teresa, «…trato de amistad con Dios estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

Para esta oración inicial, los libros espirituales, sobre todo, comentarios buenos de evangelios, son muy interesantes. A mí me ayudaron mucho. Aunque yo no soy muy seguidor de los jesuitas en materia de oración, soy más bien, carmelita-teresiano-sanjuanista, sin embargo reconozco que me ayudaron a meditar, a reflexionar, aunque hay que esforzarse un poco para que lo que está en el entendimiento, llegue al corazón.

Es, pues, la oración como la fuente y manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo. El alma que se da  regularmente a la oración saca de ellas gracias inefables que la van transformando poco a poco a imagen y semejanza de Cristo: «La puerta, dice santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez, cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap 8).

La oración meditativa de las primeras etapas, a mí me gustan y me ayudaron mucho las meditaciones tipo ignaciano, preámbulo, composición de lugar, punto 1º, 2º etc. Tipo jesuítico, me ayudaron mucho al principio, durante algún tiempo, aunque luego, para hacer oración-oración, oración-diálogo de encuentro y amistad con Cristo, empecé a dejar los libros, hasta el mismo evangelio.

De la oración saca el alma, sobre todo, en etapas elevadas y contemplativas, superadas purificaciones activas y comenzando ya las pasivas de san Juan de la Cruz, gozos celestiales hasta el punto de desear irse con el Amado: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura» «¿Por qué pues has llagado aqueste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, porque así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?»

En estas etapas de unión transformativa el alma vive ya en Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí… para mí la vida es Cristo… una ganancia el morir para estar con Cristo…ni el ojo vio lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, vivo y palpado resucitado, no pura idea o realidad del pasado, se abraza y se entrega al Amado en plenitud de fe y amor, por un movimiento del Espíritu Santo.

En estos kilómetros ya del camino de oración, estamos ya en oración contemplativa, no meramente  meditativa, el alma es más  pasiva, receptiva de la gracia, que activa; porque Dios dirige y provoca esta unión, no  ningún esfuerzo puramente natural: “Nadie puede decir Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo”.

Son etapas ya maravillosas de gozo y, a la vez, de sufrimientos y purificaciones, interiores y exteriores, todas  pasivas y receptivas, que hay que sufrir para llegar a la unión transformativa-contemplativa, una vez que el alma va siendo purgada y purificada por el Espíritu hasta las raíces del yo y de la carne, por la luz de la contemplación, que, a la vez que ilumina, quema, y primero la ciega, noche de fe y amor y esperanza, pero no por falta de luz, sino por exceso de mirar ya de frente, sin mediación de lectura y meditación, el rostro de Dios y su gloria y resplandor directamente, no a través de pasajes evangélicos meditados, o sentimientos que yo fabrico, sino siendo iluminado directamente por el Santo Espíritu en el alma que, en un principio, queda cegada, a la vez que la llena de luz, que poco a poco irá ya acoplándose a esta nueva forma de comunicación con Dios y el resplandor de su Palabra directamente comunicada, no a través de medios de oración, por el mismo Espíritu Santo; y luego, una vez purificada la inteligencia y la voluntad y la memoria del alma, empieza a ver con luz divina, con amor de Espíritu Santo,  no con luces o razones o entendimiento propio, sino con luz y entendimiento divino comunicado al alma directamente y de tal forma que la desborda primero, hasta que el alma se adecua a esta nueva forma divina de comunicarse con Dios, de conocer, ver, amar, gozar y sentir el Amor mismo de Dios Trino y Uno.

 

LOS MÉTODOS. Alguno se sorprenderá de que no haya dicho ni una palabra sobre métodos de oración, a pesar de llevar ya un  rato largo hablando de la misma; ciertamente en ninguno de mis libros he hablado de métodos o formas de orar. Pero, ya que he sacado el tema, quiero decirlo claro y en pocas palabras. Y desde el principio quiero dejarlo bien claro. Pueden ayudar, pero hay tantos métodos como caminantes: «no hay camino, se hace camino al andar». Una cosa es la oración y otra cosa es el método o los métodos. En esto hay muchas escuelas y variedades, dentro de la misma Iglesia. A mí no me enseñaron ninguno. Ya lo diré más adelante.

Hoy día, podemos ver que hay almas que están  persuadidas y así lo enseñan que si no se utiliza tal o cual método, no se puede llegar a tener oración. Lo respeto. Pero no confundir métodos con la esencia de la oración, porque eso acarrea luego funestas consecuencia, y de eso son testigos los tiempos actuales, que han obligado a la misma Iglesia a dar unas aclaraciones precisas en este sentido, porque algunos llegaban para unirse a Cristo a utilizar métodos paganos, psicológicos, laicos y neutros, que no te llevan a Dios. Consecuencia: que se termina dejando la oración y el método, porque no hay encuentro con Cristo sino con realidades psicológicas puramente humanas.

Métodos, para mí, los de nuestros santos, en especial, los maestros de oración: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, de Asís, Teresa del Niño Jesús, Beata Isabel de la Trinidad… y de tantos y tantos, porque son miles. Método seguro y garantizado, el tradicional: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio», dependiendo de la evolución del alma y del progreso en la virtud.

La oración siempre es encuentro y conversación con Dios, primero rezando, luego leyendo y meditando, luego hablando y pidiendo, y finalmente contemplando. Es conversación del alma con Dios, en la cual el alma se explaya más y avanza cada día, si se va convirtiendo y obedeciendo a Dios, explayándose todos los días más en conversación hasta llegar a no necesitar libros para meditar y hablar.

Hay que andar la vía purgativa, que recorren todos los principiantes, aunque dura toda la vida por la conversión permanente; vía iluminativa, llamada así, porque el alma no se esfuerza por discurrir y meditar sino que el conocimiento de Dios se lo dan ya hecho y meditado, el alma no saca el agua del pozo, sino que la lluvia cae del cielo, no hace falta ni la noria, y esto, dice Teresa y Juan de la Cruz, es para los avanzados, los fervoroso, porque los tibios, los que no quieran convertirse, se quedan siempre en la primera etapa y llegan a aburrirse de todo y dejan ordinariamente la oración.

De paso, para que no se quede todo en teoría, si queréis, podíamos preguntarnos: ¿hago oración-meditación, todos los días, a la misma hora y lugar, con el evangelio u otro libro en las manos, como un trabajo obligado? A todo creyente, más, a mis hermanos sacerdotes, me atrevo a preguntarles ¿Cuántas veces he hablado en mi vida de oración personal? ¿Conozco su inicio, camino, progreso y evolución? ¿Podría describir mi vida actual de oración?

Dejemos la respuesta en el aire y pasemos a la vía unitiva, que son los iluminados que han llegado a la unión contemplativa, llamada también unitiva, mística y finalmente transformativa en Dios. Si tenéis dudas sobre esta materia, o necesitan luces para el camino, consulten a san Juan de la Cruz, que de esto sabe mucho, para mí el que más y con mayor claridad y profundidad y lo ha descrito mejor. Pero sabiendo siempre, como él repite, se pone pesado en este asunto, que la oración es más cuestión de amor que de entendimiento. Lo siento por los teólogos y los sabios. Por poco le meten en la hoguera.

El mismo santo nos dice que a los principios hay que buscar y meditar con la razón, pero siempre para llegar «a más amar». Es más, él no trata propiamente del tema de la meditación; lo menciona para decir siempre que hay que pasar más adelante para pasar, por las noches, a la contemplación. Él es maestro de la contemplación, así que habla principalmente para la vía iluminativa, contemplativa y unitiva-transformativa.

Sin embargo, y por experiencia personal y ajena, de  pastoral y equipos de oración, opino, que es bueno a los principios ayudarse de medios de oración, especialmente del evangelio, de libros que te ayuden a reflexionar para amar y convertirte, aunque sea con esfuerzo y sequedad.

Repito que puede uno ayudarse de libros para la meditación, el método ignaciano-jesuítico es muy bueno, que esto puede durar más o menos o incluso toda la vida, según la disposición del alma y su constancia y su generosidad en purgarse o mortificarse de soberbia, avaricia, lujuria, ira…etc, porque para los entendidos, la oración personal propiamente dicha empieza, cuando uno ya no necesita exclusivamente de libros para entrar en contacto con Dios, porque la inteligencia y el corazón están encendidos sin necesidad de esos medios, de esa luz sobrenatural de la fe y de amor que a la vez que ilumina, calienta la voluntad y el corazón y le inspira las vivencias del amor y de ideas y de luces y de todo.

Por estar ya más elevada y cerca de la misma Sabiduría de Dios, «sapere, sabor de Dios», se abandona a Él por amor, para cumplir sus deseos de unión y amistad íntima.

Para orar es necesario recogimiento interior, y para esto, cierta soledad, hasta física; yo, por lo menos estoy mas relajado si estoy solo en la Iglesia, que si estoy en comunidad orante; cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema donde estábamos.

Hay que ir corrigiendo las imperfecciones y pecados que el Seños nos vaya diciendo y  descubriendo en estos encuentros de amistad; para mí esto es lo más importante y la causa principal de que no avancemos y retrocedamos en la oración; lo tengo supertrillado este tema; tenemos que luchar desde el primer momento por cumplir el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser… aceptando con valentía todos los esfuerzos que esto nos exija a lo largo de la vida de oración o de la oración vida, que es la oración hecha vida y la vida hecha oración, que siempre deben ir unidas; de otra forma no hay oración verdadera.

Obrando así, amando así en la oración y en la vida, llegaremos a vaciarnos de todo aquello que pudiera impedir la unión con Dios, el abrazo sentido de su amor, vaciándonos de nosotros mismos y nuestras apetencias, anhelos y deseos para llenarnos sólo de Dios, porque si seguimos llenos de nosotros mismos, de nuestros criterios, aficiones  e imperfecciones, Dios no puede entrar, no cabe; pero si nos vamos vaciando, Él nos va llenando cada vez más y vamos sintiendo su amor, su presencia: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Para eso hemos de entrar en la oración siempre con humildad, con reverencia, en la presencia de Dios, es que nos sentamos junto a Él para hablarle, pedirle, besarle; y hay que hacerlo con mucho respeto en el templo, del alma y de la iglesia, silencio de curiosidades y estar mirando otras cosas, serían un desprecio a Dios; y en este momento la adoración es la actitud que mejor cuadra al alma delante de su Dios: “El Padre goza con aquellos que adoran en espíritu y en verdad”.

Luchemos con todas nuestras fuerzas por ser almas unidas a Dios por la oración y el trato diario de amistad; si perseveramos en esta relación y amistad por la oración podemos estar seguros de que seremos mejores cristianos e hijos “ para mayor gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo” (Jn 14,13).

 

4. LOS HITOS INDICADORES DE MI ORACIÓN

 

Y empiezo diciéndote que, en este camino, como dice el poeta, hay tantos caminos como caminantes: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar». Repito y Dios quiera que por última vez, porque de las cosas de las que estoy convencido soy un remachón, que no expongo mi camino como modelo ni senda a seguir en esta tarea, sino por si puedo ayudar un poco a mis hermanos orantes en su camino de oración o encuentro de amistad con Cristo.

         Por eso, nunca en mi vida, he propuesto a los que empiezan o están ya en camino, métodos o formas concretas de oración: que si sentados que si de rodillas, que si mirando de esta forma o de la otra, a una imagen o a la naturaleza, o con los ojos cerrados, que si respirando así o de la otra manera... Nunca he hablado de métodos, ya lo he dicho, los respeto todos, pero a orar se aprende orando; la oración es cuestión de amor más que de posturas o movimientos; hombre, si tienes alguna ayuda o acompañamiento o la necesitas, mejor.

         Antes de describirte cómo hago mi oración, quiero decirte algunas cosas como introducción para que me entiendas mejor; no te impacientes y te lo explicaré todo, pero es que desde que empecé hasta ahora, son muchos años, y he ido cambiando, quitando y poniendo nuevas  vivencias, pensamientos y sentimientos, a los que yo llamo hitos o mojones en este camino de mi oración personal.

Es más, cuando llegue el momento de hacerlo, te pondré en mayúsculas las partes que he ido añadiendo en estos últimos años, cosa que tu mismo, si quieres, puedes comprobar, porque, al tenerlas ya escritas en otros libros míos publicados anteriormente, notarás lo reformado o añadido. Siempre estoy añadiendo o quitando, según las ideas y sentimientos que el Espíritu Santo me inspira.

         Empecemos. Suena el despertador a las 6 de la mañana; hago la señal de la cruz, lanzo un beso al Cristo crucificado que preside la cabecera de mi dormitorio y le digo: Cristo amigo ¿Qué podemos hacer juntos hoy  en esta jornada para mayor gloria del Padre? Mucho tiempo estuve diciéndole qué puedo hacer por Ti, pero luego, con el tiempo, he llegado a experimentar, lo he comprobado, por la oración, hecha vida, o la vida, hecha oración, que se trabaja apostólicamente mejor acompañado que solo, así que ya le digo: ¿qué vamos a hacer juntos este día? Y lo digo también por aquello de que “el sarmiento debe estar unido a la vid, porque sin mí no podéis hacer nada”.

Pero una cosa es decirlo, incluso predicarlo, y otra, estar convencido y vivirlo y hacerlo; sobre todo, si eres sacerdote, porque todo lo que diga en este libro vale para todo bautizado, para todo el que quiera amar a Dios, para todo el que quiera hacer oración.

No es fácil dejarle actuar en nosotros o que Cristo actúe a través de nosotros, con el genio, la soberbia, las pasiones que tenemos; no es fácil, es cuestión de toda la vida, sobre todo en los principios de la unión o amistad con Cristo; y esto, aunque comulguemos eucarísticamente, porque una cosa es comer y otra, comulgar con Cristo, comulgar con su vida y sentimientos, dejarle que Él viva en nosotros y nos acompañe y actúe por medio de nosotros como Él nos dice: el que me coma vivirá por mi”. Así que al principio me esforzaba y ahora me encanta sentirme acompañado por mi Cristo, Único Sacerdote, que tanto me quiere y me lo demuestra y me paso ratos de gloria con Él; le he prestado mi humanidad y lo siento vivo en mí muchas veces.

De esta forma, cada jornada, tanto por la oración como por el apostolado y la misma vida, se ha convertido en diálogo y oración y comunión permanente con mi Cristo y amigo y todo; reconozco que no ha sido fácil ni a la primera; he tenido muchos intentos y fallos, pero con la gracia de Dios, es decir, con su cariño y paciencia, es que tengo mucho yo, me quiero mucho a mí mismo y me cuesta ceder, lo hemos logrado, de modo que todo el día me encanta, «me recrea y enamora», nunca me encuentro o actúo solo, siempre sintiendo su palabra y aliento y consejo y salvándome clara y manifiestamente hasta  de olvidos y despistes, ya por la edad, pero verdaderos milagros de ideas, acciones, cosas que ni sabía y me las mostraba o las hacía por mí.

Porque apostolado, además, no es todo lo que yo haga o deje de hacer, sino lo que haga con el Espíritu de Cristo, esto es, lo que Cristo haga a través de mí, puesto que por razón del sacerdocio su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, siempre el mismo, qué presente debe estar en nuestra vida, me ha identificado con el ser y existir sacerdotal de Cristo y le he prestado para siempre mi humanidad para que Él viva en mí y actúe con su Espíritu, Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el que soy sumergido y trato de introducir a mis feligreses con el mismo amor y fuego de Cristo, esto es, Espíritu de Cristo, Espíritu Santo.

Y como «una pena entre dos es menos pena y la alegría es mayor si se reparte», me gusta estar unido a Cristo, en diálogo permanente, desde que empiezo la mañana, desde que empiezo mi oración.  

         Repito que no se llega desde el primer día; ha sido un largo camino, porque esto de vivir en Cristo lo he escuchado siempre, desde el seminario; pero no lo había asimilado y practicado sino a través de los años de esfuerzo de oración y vida.

Esto ha supuesto pasar por diversas pruebas y las purificaciones de la vida, naturales y sobrenaturales, todas necesarias, en esto me ayudó mucho la lectura de san Juan de la Cruz, que  me han hecho comprender la necesidad de la conversión permanente, y vivir mi sacerdocio y el sin mi no podéis hacer nada, lo cual es fácil decirlo y escucharlo, pero difícil, imposible, lo he constatado durante años, si Cristo, su Espíritu, no te ayuda.

Pero se tarda, se tarda tiempo en vivirlo. Es que al «ego» le cuesta morir hasta poder decir con san Pablo  “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” o comulgar verdaderamente con Cristo y hacer esa primera comunión en  la que Cristo es verdaderamente el que vive en nosotros: “el que me coma, vivirá por mí”. Tardé mucho tiempo en hacer la verdadera comunión con Cristo, después de mi primera comunión. Y por lo que veo y observo, hay personas, me parece, que todavía no la han hecho.

Decir no soy yo es Cristo quien vive en mí  es fácil; realizarlo, si se quiere hacer de verdad, supone esfuerzo de oración diaria fija en tiempo y hora, conversión continua, que lleva consigo luchas y  caídas pertinentes, y levantarse todos los días, por la oración, para seguir caminando.

         Me gusta estar unido a Él desde que empiezo el día por medio de una oración permanente, del diálogo oracional que no terminará hasta que me vuelva por la noche a la cama. Y a veces ni eso, porque soñamos juntos.

Me estoy refiriendo a mi oración actual, porque, al principio, en mis años de seminario, quitando los dos últimos, mi oración consistía en leer un poco el evangelio comentado por diversos autores, así eran lo libros de oración entonces, o hacer una especie de lectura espiritual leyendo a los autores en boga entonces y que ya he citado en la meditación por la mañana y se acabó; pero sin mucha conexión con el resto de la jornada, ni de pensamiento y menos de obra.

Ahora, en cambio sí la tengo, incluso en horas debidas al descanso, al sueño; es totalmente diferente; te explico: como tengo un mal dormir, es defecto de toda la vida, me despierto varias veces durante la noche; algún tiempo me dedicaba a hablar con Dios, pensar  y  orar, y así pasaba incluso horas, incluso me levantaba horas antes de la cama,  porque creía que ya había descansado totalmente; pero ¿qué pasaba? Pues que no era así; que si empiezo a hablar con mi Cristo, mi Dios Tri-unidad a esas horas, se acabó el dormir más horas esa noche y luego lo noto porque estoy más cansado y agotado durante el día. Así que le digo que lo siento, que me desvela, que no me hable más a esas horas, nos reímos un poco y a dormir, a luchar por dormir, sin pensar ya en Él.

         Hay temporadas que sí puedo hacerlo, por ejemplo, en vacaciones de verano, y me levanto una o dos horas antes, ahora mismo me he levantado a las cinco, y empiezo el día, y todo el día, porque no salgo a veces a la calle, a estar y hablar con Él y escribir al dictado lo más perfetamente que pueda; así he podido escribir mis libros; pero durante el curso parroquial, imposible, ni una línea.

         Quizás te haya sorprendido un poco de que hable mucho de oración o diálogo de amor con nuestro Dios Trino y Uno. Ya te he dicho que en los comienzos de mi oración no fue así ni mucho menos; ni me enteraba ni me relacionaba con mi Dios Trino y Uno.

Toda mi oración era rezar un poco a la Virgen, leer y meditar el evangelio o libro pertinente, tratar de pensar y amar un poco a Cristo, pero muy genérico. No era el Cristo vivo, vivo y resucitado, que luego con los años, me reveló su Espíritu, era el Cristo más bien teórico de la teología, personaje del pasado.

Ya he contado alguna vez mi primera vivencia de Espíritu Santo en el coro de la capilla del Mayor, donde me quedé extasiado de Amor, de Espíritu Santo, después de haber llegado tarde a la novena, por razón de un partido de futbol, donde al venir, un compañero, buen amigo mío, me dijo que dejaba el seminario.

Estas vivencias no se olvidan. Por eso podía contarlo con más detalle; no lo hago, porque repito, que me suena que lo tengo descrito en algún libro; sería cuestión de buscarlo, pero no tengo tiempo y quiero seguir con lo que estoy y no perder el hilo.

         En esto, el orante tiene que ir evolucionando poco a poco para unir la vida con la oración y la oración con la vida. Es un largo proceso, con etapas duras, sobre todo cuando parece que Dios no te escucha, te abandona, estás muy distraído, sobre todo, si sufres por cosas de la vida, de los compañeros, de las pasiones.

Para seguir orando es absolutamente necesario tener muy metido en el alma el deseo y el convencimiento de querer amar más y mejor a Dios, tener siempre presente el principio y fundamento ignaciano, y esto te lo da la oración constante, aunque sea aparentemente seca y más teológica en esos años de seminario, de ahí la diferencia entre el orar jesuita y carmelita, según que se acentúa más el entendimiento o el amor.

Esto se puede potenciar también durante el día, por medio de actos de fe o amor o jaculatorias, como recuerdo de lo orado por la mañana y porque lo necesitas para superar esos momentos duros de la jornada.

Lo que más me ha ayudado a mí y ha sido determinante en mi vida, ya lo he explicado anteriormente, han sido las breves visitas al Santísimo; también me ha ayudado el rezo del santo rosario, paradójicamente más ahora, que tengo oración más intensa, que entonces. Y te explico, cuando no te salga la oración, yo lo hice algunos años, cuando estés en la iglesia y no se te ocurra nada, ponte en pié, coge el rosario, y empieza a caminar rezando el rosario y ya verás qué cantidad de cosas te dice Cristo o la Señora, o le dices tú, o pides o reformas...

De esta forma, sin mayor esfuerzo, tendrás ratos de mayor presencia de Dios durante la jornada, cimentados todos en la oración de la mañana, que se irán prolongando durante el día, con actos breves, a medida que el alma avance en ese amor total a Cristo, hasta que se convierta en oración permanente por el amor permanente y en conversión permanente.

         Esto cuesta años y años y depende mucho del grado de conversión que realices, porque para eso necesitas estar muy atento y unido al Señor, para vaciarse del yo y que Él pueda ir entrando cada vez más en nuestra vida, al irnos vaciando de nuestra soberbia, envidia, lujuria, críticas..., es decir, de todo lo que nos aleja de Dios.

         Otra razón por la que nunca he dado una lección a nadie sobre las formas o los modos o ayudas para hacer oración es porque a mí no me la dieron. Mi madre me enseñó a rezar, a visitar a Cristo Eucaristía, pero siempre rezando y muchas veces entraba en la iglesia con ella y salía, sin haberle siquiera saludado.

 

         Mira cómo empecé yo a orar y meditar. Recuerdo  que aquel día de octubre, cuando llegué al Seminario menor, saludamos al rector y superiores, comimos unos bocadillos que mi madre trajo del pueblo, me hizo la cama, y a las cinco de la tarde, hora torera, y hora en que «la verata o la empresa», como llamábamos entonces al autobús, volvía a mi pueblo, mi madre me abrazó, me dijo que a ser bueno, lloré a solas todo lo que quise, me quedé con un miedo y timidez infinitas.

Después de cenar y un breve recreo, capilla y a dormir; y por la mañana, primer día en el seminario, no sé si a las siete o siete y media, sonó la campana, todos arriba, veinte minutos o media hora para levantarte, vestirte, lavarte la cara y las manos en los lavabos que había en el dormitorio, no había duchas, todo en silencio, sonó otra vez la campana, todos a la capilla, nosotros en los primeros bancos, y allí sin muchas explicaciones, empezamos con el «ofrecimiento de obras» tomadas de las PRÁCTICAS  DE PIEDAD DEL  SEMINARISTA, que más bien hicieron los «mayores», porque nosotros no teníamos el libro; terminado el ofrecimiento hubo un silencio de veinte minutos, en el que algunos, yo no, era muy tímido, aunque muchos no os lo creáis, preguntaron a los de segundo, a los veteranos, qué era aquello y para qué era ese  silencio, y nos decían que era para la meditación. Así fue mi primera escuela de oración y mis primeras meditaciones.

Recuerdo que algún día salía el rector y nos decía algunas palabras, más bien consejos sobre disciplina, y así empecé yo a meditar. A los quince días nos dieron las PRÁCTICAS  DE PIEDAD DEL  SEMINARISTA, y entonces ya pudimos leer alguna cosa, alguna oración durante ese tiempo,  oraciones a Cristo, a la Virgen, consideraciones...

Conservé estas PRÁCTICAS DE PIEDAD DEL SEMINARISTA hasta hace diez años aproximadamente, en que no sé por qué motivo, se las presté a una feligresa y lo que pasa, se me olvidó pedírselas de nuevo, y a ella el devolverlas. Total, que me quedé sin ellas. Y es que guardo en mi corazón con todo cariño toda mi vida de seminario y seminarista: si vienes a mi habitación ahora, puedes encontrarte, junto a la imagen de la Virgen, preciosa talla, copia de la de Alonso Cano, mi fajín del mayor, mis libros de teología subrayados, mis primeras homilías y trabajos escritas a pluma y a mano, no había bolígrafos todavía...Me encanta mi vida de seminario, haber sido seminarista y agradezco y pido mucho al Señor por todos los que me ayudaron en mi camino sacerdotal.

         Yo empecé a hacer oración-oración, oración auténtica, aunque no perfecta, a mis dieciséis años, en el Seminario Mayor, cuando más o menos decidí en serio seguir mi vocación sacerdotal, que era seguir a Cristo sacerdote, y empecé a tomarme en serio mi yo y carácter, porque tenía mucho amor propio, sólo y principalmente pensaba y vivía para mí, y había que empezar a mortificar tanta soberbia, envidia, críticas y demás.

En las meditaciones de aquel tiempo se nos hablaba mucho de cruz, de negación, de mortificación y penitencia y hacer sacrificios para honrar a la Virgen, sobre todo, en la novena de la Inmaculada.

         Empecé también a confesarme con más seriedad y frecuencia, como necesidad y consecuencia de la conversión  que había iniciado en serio; conversión y confesión permanente que deben estar siempre unidas, con frecuencia, y regularidad, cada quince días o casi todas las semanas, pues que me servía a la vez de dirección espiritual seria.

         En el Seminario mayor, viendo cómo meditaban los mayores, los teólogos, sobre todo, viendo y hojeando sus libros de meditación, de lectura espiritual, y la pequeña biblioteca de Espiritualidad que había junto a la Rectoral, de la cual, por espacio de algún tiempo, hasta tres meses, podíamos sacar libros para leer y meditar, empezamos ya a tener más idea de la lectura espiritual, de la meditación, de la oración, sobre todo, con las meditaciones y pláticas de don Eutimio, verdadero maestro y padre espiritual del seminario.

Don Eutimio ha sido una  gracia especialísima de Dios para el Seminario del Plasencia, que todavía perdura, especialmente para mí y mi generación,  con su vida y meditaciones, sobre todo, en relación con la oración, la Eucaristía, la vida de santidad, la mortificación.

Fue mi director y padre espiritual, sobre todo, hasta mi ordenación y primeros años de sacerdocio; le estoy eternamente agradecido y desde el cielo lo estará y estaremos celebrando siempre; luego, aproximadamente quince años después  de mi ordenación, por determinadas causas que nunca he dicho ni diré, mi único director es y será el Espíritu Santo, a quien he conocido y amo con todo mi ser  y corazón y es mi Dios Amor, Beso y Abrazo de mi Dios Trinidad, aliento de vida y amor trinitario en mi alma y en mi vida. Es más, y que nadie pida explicaciones, se cambiaron los papeles y el hijo ayudó al padre, se cambiaron los papeles. Pero él nos dio siempre palabra y ejemplo, orando muchas horas y siendo sacerdote ejemplar.

         Con la ayuda de esa biblioteca empezamos a leer y meditar los comentarios al evangelio y los libros de moda entonces en espiritualidad: Santa Teresa, Santa Teresita, Camino, Charles de Foucauld, Los Ejercicios de san Ignacio...junto con estos que ahora voy a citar y que me he levantado ahora mismo del ordenador, donde estoy escribiendo, porque los conservo en mi biblioteca con el subrayado de entonces a todos mis libros, de entonces y de siempre, censurado por mi amigo, el teólogo Demetrio, pues es una manía que tengo, subrayar todo lo que me gusta de cada libros, para que luego en la segunda lectura o cuando tenga que meditar algo, vaya directamente al grano, por lo menos, a lo que a mí me gusta.

         Entre estos libros que me ayudaron a orar aún conservo LA ORACIÓN CRISTIANA, de Franz M. Moschner, que estuvo de lectura espiritual para todo el Seminario mayor y a mí me hizo mucho bien, aunque luego ya, no estaría de acuerdo en algunos detalles, sobre todo en la oración contemplativa, una vez que leí a san Juan de la Cruz; los libros de  «Hermanito de Jesús», P. Voillaume, principalmente EN EL CORAZÓN DE LAS MASAS y CARTA A LOS HERMANOS; LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, del P. P. Phillipon O. P., que me hizo mucho bien y lo sigo utiizando y lo guardo con cariño y lo he citado en mis libros muchas veces; y finalmente, por no alargarme, INTIMIDAD DIVINA, meditaciones del P. Gabriel de santa María Magdalena O.C.D, que son muy teresiana, teólogicas y litúrgicas; os aconsejo que leáis sus homilias.

         Estos libros y otros que podía citar, me hicieron mucho bien, por eso soy un defensor de la Formación permanente, de la verdadera formación que debe empezar en el seminario, y siempre debe ser personal lógicamente en  cuanto a la recepción, aunque en el modo tenga actos comunitarios, y que debe continuar cada sacerdote, después de salir del seminario.

Estos libros y otros que podía citar, me hicieron mucho bien, por eso soy un defensor de la Formación permanente, de la verdadera formación que debe empezar en el seminario, y siempre debe ser personal lógicamente en  cuanto a la recepción, aunque en el modo tenga actos comunitarios, y que debe continuar cada sacerdote, después de salir del seminario.

Es que algunos piensan que con ir a unas charlas programas en la Diócesis, sea de la naturaleza que sean, que a veces no forman nada, pero eso no es culpa de ellos, ya está todo solucionado.  De suyo se deben programar para que sean una ayuda. Y para eso tienen que tener presente lo que dice la PDV, como luego citaré.

Las charla son un una ayuda, pero no la más importante, que deben ser siempre la oración y vida espiritual personal en la que hay que seguir formándose siempre, como en el estudio teológico ¿cómo es tu oración diaria, tu estudio, tu biblioteca y actos formativos comunitarios? Lo más importante, tanto en el seminario como en toda la vida pastoral formativa, no son las acciones, sino el apóstol: no formar para hacer apostolado, sino para ser apóstol verdadero de Cristo.

Me ha alegrado y confirmado en mi pensamiento leer el libro EVANGELIZAR, del Arzobispo jubilado D. Fernando Sebastián, que, a este respecto, entre otras cosas, dice, se atreve a decir, porque hay ser valiente y estar dispuesto a sufrir, hablando así de claro: «La formación permanente es muy floja en casi todas las Diócesis… Cualquier profesión requiere ahora una formación permanente seria y rigurosa. También el ministerio sacerdotal. No hay razones para pensar que el sacerdote pueda actuar eficazmente en nuestro mundo sin una vida espiritual exigente y una formación profesional bien cualificada y continuamente renovada…

Y un poco antes, en esta misma página, dice: «Tengo la impresión de que el estudio sigue estando todavía muy por debajo de lo conveniente. Las leyes de la Iglesia son menos exigentes…No hay tiempo ni reposo para asomarse a otros libros de envergadura, filosofía, escritura, teología, libros, en fin, cuya lectura requiere más tiempo y atención

 

SEGUNDA PARTE

 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

2, 1. Orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas

 

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡Si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor...! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt 23, 8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

          En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fin, sin quedarnos en las técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fin y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fin donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

 

2. 2. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

Y para aclarar este título, voy a comentar la lectura de la Liturgia de las Horas que hemos leído y meditado hace pocos días, en la fiesta de santa Teresa de Jesús, porque aclara mucho sobre este camino de oración:

 

(Del Libro de su vida, de santa Teresa de Jesús, virgen (Cap. 8, 1-4)

 

Necesidad de la oración

 

No sin causa he ponderado tanto este tiempo de m vida, que bien veo no dará a nadie gusto ver cosa tan ruin, que cierto querría me aborreciesen los que esto leyesen de ver un alma tan pertinaz e ingrata con quien tantas mercedes le ha hecho; y quisiera tener licencia para decir las muchas veces que en este tiempo falté a Dios.

Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas. Y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros, sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años.

Con todo, veo claro la gran misericordia que el Señor hizo conmigo, ya que había de tratar en el mundo, que tuviese ánimo para tener oración; digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición al rey, y saber que lo sabe, y nunca se le quitar de delante; porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios.

Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses —y creo alguna vez año— que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender. Porque va todo lo que escribo dicho con toda verdad, trato ahora esto.

Mas acuérdaseme poco de estos días buenos, y ansi debían ser pocos y muchos de los ruines. Ratos grandes de oración pocos días se pasaban sin tenerlos, si no era estar muy mala y muy ocupada. Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios; procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen, y suplicábalo al Señor; hablaba muchas veces en él.

Ansí que, si no fue el año que tengo dicho, en veintiocho años que ha que comencé oración, más de los dieciocho pasé esta batalla y contienda de tratar con Dios y con el mundo. Los demás, que ahora me quedan por decir, mudose la causa de la guerra, aunque no ha sido pequeña; mas, con estar, a lo que pienso, en servicio de Dios y con conocimiento de la vanidad que es el mundo, todo ha sido suave, como diré después.

Pues para lo que he tanto contado esto es, como he ya dicho, para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud; lo otro para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester, y cómo, si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras que ponga el demonio, en fin tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí.

Cf. Lc 21, 36

 

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Y ahora continuamos nosotros: si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dioses origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generosoe infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde,la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo trascendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fin, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y trascendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemosempezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el Sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo Sagrario, mejor dicho, que Cristo en el Sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los Sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía.

Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el Sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el Sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del Sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

 

2. 4.  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración

(Mi experiencia personal con D. Eutimio)

         El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con S. Pablo: “Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4, 3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíritu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El Sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras: desde su presencia humilde y silenciosa en el Sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”, desde su presencia testimonial en todos los Sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8).

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fin, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fin siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[3].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi...”. Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”

Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

 

PRIMERA PARTE

 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

PARA EMPEZAR O EN LA ESCUELA PRIMARIA DE LA EUCARISTÍA

 

1. 1. Necesidad absoluta de la fe para el encuentro eucarístico

 

         Queridos hermanos, me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que Santa Teresa nos dice,  «que no es otra cosa oración, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».  Al «tratar muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama», poco a poco nos vamos adentrando y encontrando con Él en la Eucaristía que es donde está más presente  «el que nos ama» y esto es en concreto la oración eucarística, hablar, encontrarnos,  tratar de amistad con Jesucristo Eucaristía.

Éste es el mejor camino que yo conozco y he seguido para descubrirlo vivo, vivo y resucitado, y no como un tesoro escondido, sino como un tesoro mostrado, manifestado y predicado abiertamente, permanentemente ofrecido y  ofreciéndose como evangelio vivo, como amistad, como pan de vida, como confidente y amigo para todos los hombres,  en todos los Sagrarios de la tierra. El Sagrario es el nuevo templo de la nueva alianza para encontrarnos y alabar a Dios en la tierra, hasta que lleguemos al templo celeste y contemplarlo glorioso. No es que haya dos Cristos, siempre es el mismo, ayer, hoy y siempre, pero manifestado de forma diferente. “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días. Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19). Cristo Eucaristía es el nuevo sacrificio, la nueva pascua, la nueva alianza, el nuevo culto, el nuevo templo, la nueva tienda de la presencia de Dios y del encuentro, en la que deben reunirse los peregrinos del desierto de la vida, hasta llegar a la tierra prometida, hasta la celebración de la pascua celeste.

Por eso,«la Iglesia, apelando a su derecho de esposa», se considera propietaria y depositaria de este tesoro, por el cual merece la pena venderlo todo para adquirirlo, y  lo guarda con esmero y cuidado extremo y le enciende permanentemente la llama de la fe y del amor más ardiente, y se arrodilla y lo adora y se lo come de amor. “No es el marido dueño de su cuerpo sino la esposa” (1Cor 7, 4). El Sagrario es Jesucristo resucitado en salvación y amistad permanentemente ofrecidas. Quiero decir con esto, que no se trata de un privilegio, de un descubrimiento, que algunos cristianos encuentran por suerte o casualidad, sino que es el encuentro natural de todo creyente, que se tome en serio la fe cristiana, y quiere recorrer de verdad las etapas de este camino.

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe, es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras del Señor, que Él  expresó  bien claro: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo...”; “el que me coma, vivirá por mí...”; “...el agua, que yo le daré, se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” ; “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Y la puerta para entrar en este camino y en esta vida y verdad que nos conducen hasta Dios, es Cristo, por medio de la oración personal hecha liturgia y vida o la oración litúrgica y la vida, hecha oración personal, que para mí todo está unido, pero siempre oración, al menos «a mi parecer». Y  para encontrar en la tierra a Cristo vivo, vivo y resucitado, el Sagrario es «la fonte que mana y corre, aunque es de noche», es decir, sólo por la fe, dando un sí a sus palabras, por encima de toda explicación humana, es como podemos  acercarnos a esta fuente del Amor y de la Vida y de la Salvación, que mana del  Espíritu de Cristo, que es Espíritu Santo: Fuego, Amor, Alma y Vida de mi Dios  Trino y Uno:  Padre,  Hijo y  Espíritu Santo. Ahí está la fuente divina y hasta ahí nos lleva esta agua divina: “que salta hasta la vida eterna”.

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

 en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche».

 

 (S. Juan de la Cruz)

 

El primer paso, para tocar a Jesucristo, escondido en este pan por darnos vida, llamando a las criaturas, manando hasta la vida eterna, es la fe, llena de amor y de esperanza, virtudes sobrenaturales, que nos unen directamente con Dios. Y la fe es fe, es un don de Dios, no la fabricamos nosotros, no se aprende en los libros ni en la teología, hay que pedirla, pedirla intensamente y muchas veces, durante años, en la sequedad y aparente falta de respuesta, en  noche de luz humana y en la oscuridad de nuestros saberes, con esfuerzo  y conversión permanente. El Señor espera de nosotros un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la fe y adoración más que por el camino de la investigación y curiosidad. La presencia de amor y de totalidad por parte de Cristo reclaman presencia de donación por parte del creyente, desde lo más hondo de su corazón.

         La fe es el conocimiento, que Dios tiene de sí mismo y de su vida y amor y de su proyecto de salvación, que se convierten en misterios para el hombre, cuando Él, por ese mismo amor que nos tiene, desea comunicárnoslos. Dios y su vida son misterios para nosotros, porque nos desbordan y no podemos abarcarlos, hay que aceptarlos sólo por la confianza puesta en su palabra y en su persona, en  seguridad de amor, a oscuras del entendimiento que no puede comprender. Para subir tan alto, tan alto, hasta el corazón del  Verbo de Dios, hecho pan de eucaristía, hay que subir  «toda ciencia trascendiendo». Podíamos aplicarle los versos de  S. Juan de la Cruz: «Tras un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance».

Nuestra fe eucarística es un sí, un amén, una respuesta  a la palabra de Cristo, predicada por los Apóstoles, celebrada en la liturgia de la Iglesia, meditada por los creyentes, vivida y experimentada por los santos y anunciada a todos los hombres. La fe y la oración, fruto de la fe, siempre será un misterio, nunca podemos abarcarla perfectamente, sino que será ella la que nos abarca a nosotros y nos domina y nos desborda, porque la oración es encuentro con el Dios vivo e infinito. Será siempre transcendiendo lo creado, en una unión con Dios sentida pero no poseída, pero deseando, siempre deseando más del Amado, en densa oscuridad de fe, llena de amor y de esperanza del encuentro pleno. Y así, envuelta en esta profunda oscuridad de la fe, más cierta y segura que todos los razonamientos humanos,  la criatura, siempre transcendida y «extasiada», salida de sí misma,  llegará  al abrazo y a la unión total con el Amado: «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

Sólo por la fe tocamos y nos unimos  a Dios y a sus misterios: “El evangelio es la salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe” (Rom 1,16-17). A Jesucristo se llega mejor por el evangelio y cogido de la mano de los verdaderos creyentes: los santos, nuestros padres, nuestros sacerdotes... y todos los amigos de Jesús, que  han vivido el evangelio y  han recorrido este camino de oración, del encuentro eucarístico, y nos indican perfectamente cómo se llega hasta El, cuáles son las dificultades, cómo se superan.

         Este camino hay que recorrerlo siempre con la certeza confiada de la fe de la Iglesia, de nuestros padres y catequistas. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María, modelo y madre de la fe, llegó a conocer a su Hijo y a vivir todos sus misterios más y mejor más por la fe, “meditándolos en su corazón”, que por lo que veía con los ojos de la carne. Y esa fe la llevó a descubrir todo el misterio de su Hijo y permaneció fiel hasta la cima del calvario, creyendo, contra toda apariencia humana, que era el Redentor del mundo e Hijo de Dios el que moría solo y abandonado de todos, sin reflejos de gloria ni de cielo, en la cruz. San Agustín llega a decir que María fue más dichosa y más madre de Jesús por la fe, esto es, por haber creído y haberse hecho esclava de su Palabra, que por haberle concebido corporalmente.

Por la fe nosotros sabemos que Jesucristo está en el sacramento, en la Eucaristía, realizando lo que hizo y dijo. Podemos luego tratar de explicarlo según la razón y para eso es la teología, pero hasta ahora no  podemos explicarlo plenamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es el conocimiento que Dios tiene de las cosas, aunque yo, que tengo esa fe, que participo de ese conocimiento, no lo vea, como he dicho antes, porque no puedo ver con la luz y profundidad de Dios. Solo el conocimiento místico se funde en la realidad amada y la conoce. Los místicos son los exploradores que  Moisés mandó por delante a la tierra prometida, y que, al regresar cargados de vivencias y frutos, nos hablan de las  maravillas de la tierra prometida a todos, para animarnos a seguir caminando hasta contemplarla y poseerla.

Por eso, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta, con la ayuda de la Palabra y el Espíritu, conquistar el mundo de la razón con palabras humanas, para que el teólogo o creyente se haga creyente por entero. Por eso, la teología es un apostolado hacia dentro, que trata de evangelizar a la razón,  llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente. "Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cr 10,4s). Dios, que resucita a Cristo con el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica. El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola, humilde, capaz de Dios, como María, que acoge la Palabra de Dios sin comprenderla. Luego, al vivir desde la fe los misterios de Cristo, lo comprende todo desde el amor extremo de Dios al hombre.

Toda la Noche del espíritu, para S. Juan de la Cruz, está originada por este deseo de Dios, de comunicarse con su criatura; el alma queda cegada por el rayo del sol de la luz divina, que para ella se convierte en oscuridad y en ceguedad por excesiva luz y sufre por su limitación en ver y comprender cómo Dios ve su propio Ser y Verdad;  a este conocimiento profundo de Dios se llega mejor amando que razonando, por vía de amor más que por vía de inteligencia, convirtiéndose el alma en «llama de amor viva».

La teología es esclava de la fe y servidora de los fieles; no tiene que «dominar sobre la fe sino contribuir al gozo de los creyentes» (cfr 2 Cr 1,24). Ante los propios misterios la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo. Para seguir siendo discreta y sumisa la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orillas del lago: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú?”. Por lo tanto, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad todo esto que hace y dice el Señor? sino que humildemente dirá: Señor ayúdanos a comprender mejor lo que nos dices y haces:“Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento memorial. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable,  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta la fe y el amor que hagan comunión de sentimientos con el que dijo: “acordaos de mí”, de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas, de mi amor hasta el extremo...[4]

San Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios es mejor el amor que la razón, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo con él en una sola realidad en llamas. Son los místicos, los que experimentan los misterios de Dios y de la fe, que nosotros creemos desde la Teología o celebramos en la liturgia. Para S. Juan de la Cruz, la teología, el conocimiento de Dios debe ser «noticia amorosa, sabiduría de amor, llama de amor viva, que hiere de mi alma en el más profundo centro...» no conocimiento frío, teórico, sin vida. El que quiere conocer a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

Sin esta comunión personal de amor y sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel: "Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: <Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy>. Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez 3, 1-3).

 

(Contar mi caso de fe personal, en la visita que el P. Eutimio me mandó hacer)

 

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

Pues bien, de esto se trata en este libro; este libro, ESTOS EJERCICIOS ESPIRITUALES quieren ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, sacerdocio, vida religiosa o consagrada, bautizados.... Quiere ser libro de vida, quiere ser un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo Eucaristía y el título podía haber sido también   EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS), porque  es el nombre, que, hace más de cuarenta años,  puse en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere-- para anotar las ideas,  que Jesús Eucaristía me inspiraba. Más bien eran vivencias, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías. De aquí el nombre que puse a mi primer libro: EUCARÍSTICAS (VIVENCIAS).

Hay otro título, que,  en razón de la materia y del método empleado, me hubiera gustado también poner al presente libro: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA, PRESENCIA DE AMISTAD Y SALVACIÓN PERMANENTEMENTE OFRECIDAS. Reflejaría perfectamente las intenciones de Cristo en este sacramento, que el autor ha tratado de exponer. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fin de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “yo doy la vida por mis amigos”,”Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

         Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier Sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar en este libro: que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado en la eucaristía y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, -- Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que El no tenga?--, sino porque nosotros necesitamos de El, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencias sacerdotales de almas, seminaristas, grupos de oración...etc, en este libro.

         Brevemente y de otra forma y para que nadie se moleste, lo hago en referencia a mi persona como sacerdote: ¿de qué vale que diga misa si no entro en relación personal con Cristo en la celebración, de qué vale que sepa toda la teología si no la experimento de rodillas, por la oración, de qué vale ser y existir en Cristo sacerdote, si no lo siento por la relación personal, la oración personal es absolutamente necesaria para que la fe heredada, teológica, rutinaria pase a la experiencia de Dios, necesito la oración personal para tener experiencia de lo que soy, predico y celebro.

 

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DOS RESÚMENES DEL ITINERARIO DE LA VIDA DE ORACIÓN; ESTE PRIMERO, TOMADO DEL ÚLTIMO LIBRO LA IGLESIA NECESITA SANTOS. EL SEGUNDO, MÁS LARGO, TOMADO DEL LIBRO: LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

 

15. BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL

 

         Repito y lo hago por tratarse del camino más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, qué es lo que te dice a ti y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos.

Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que empiezan por meses y luego pueden durar años y años, según el proyecto de Dios y la generosidad del hombre, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Y cuando el alma haya sido purificada por esta llama de amor viva de la contemplación, que, a la vez que calienta de amor, la quema todo su amor propio, de todos sus apegos y tendencias al yo personal,  pasando ya totalmente a Dios: “vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi... para mi la vida es Cristo...”, envuelta en esta profunda oscuridad y noche de fe y amor, pero más cierta y segura y feliz que todos los razonamientos y amores humanos del yo,  la criatura, transcendida y «extasiada» y unida o salida de sí misma en Dios,   llegará  al abrazo y a la unión total transformada en el Amado y diciendo y alabando la noche de fe y amor y purificación y purgación y mortificación : «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».

En relación con esta evolución y purificación de la fe, quiero poner una página de un autor muy querido por mí desde mis estudios en Roma; el trabajo es reciente y el autor es  Jean Galot:

    «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de Mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

         Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

         María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

         Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

         Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

         Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

         ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? Hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

         Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

         El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”.

         Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

         En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

 

2. 9.  Breve itinerario de oración eucarística

 

         Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

         Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

         Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

          La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia...   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

         «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del Sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ( no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del Sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...”.

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fin, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión». 

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios:

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

ALo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80)

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

 

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Ti, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

PREGUNTAS:

1. ¿Al entrar en una iglesia o capilla, espontáneamente mi primera mirada y amor es para Cristo en el Sagrario? ¿Tengo esta costumbre ya adquirida?

2. ¿Hago la genuflexión, tengo bien cuidado el Sagrario y no paso ante Cristo Eucaristía o hablo en la Iglesia sin darlo importancia?

3. ¿ La Eucaristía es para mí «centro y culmen de mi vida», como dice el Vaticano II?

MISA: HOMILÍA SOBRE LA EUCARISTIA COMO MISA

HOMILÍA: LA EUCARISTÍA COMO MISA

 

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. También entre vosotras, queridas hermanitas, estoy sorprendido de las horas de oración. Vuestra Madre fue contemplativa. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

         Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

TARDE 4,30: SEGUNDA MEDITACIÓN

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN PROVOCADA Y EXIGIDA POR LA ORACIÓN. VAMOS A HACERLO EN NEGATIVO, CONVERTIRNOS DE ACTITUDES Y ACCIONES QUE HEMOS DE DEJAR PARA IR A LA UNIÓN CON DIOS; Y LO HAREMOS TAMBIÉN EN POSITIVO, PORQUE EN LA VIDA RELIGIOSA Y DE COMUNIDAD, COMO EN TODAS, HAY QUE CONVERTIRSE CADA DÍA MÁS Y MEJOR AL AMOR DE DIOS Y LOS HERMANOS.

 

CONVERSIÓN: RESPUESTA AL PROYECTO Y AMOR DE DIOS CREADOR


         Llegamos, por fin, a la reflexión central de tos Ejercicios. En ella nos abre Dios su mente y su corazón para decirnos cómo piensa El del amor, y cómo ama. Si hacemos lo que nos va a enseñar, habremos regenerado nuestro amor consagrado, y, por lo mismo, habremos dado la respuesta decisiva al proyecto de Dios sobre nosotras, que es vivir la imagen y semejanza que tenemos con El. Y desde aquí podremos emprender, con la fuerza de Dios, el proceso de nuestra transformación, porque habremos dado el puntillazo definitivo a nuestro egoísmo, arrancando de raíz el propio «yo».

Si no escuchamos a Dios ni nos pasamos a su mente y modo de amar, nuestra vida será inútil como buscadoras de Dios, experimentaremos el fracaso al quedar estancadas en el camino de la santidad, enredadas en nuestros propios desórdenes y criterios, y no llegaremos a conocer a Dios aunque estemos en el Monasterio. No experimentaremos el precioso y dilatado camino del amor, y, por lo mismo, de la infinitud de Dios, que Dios mismo nos abre al enseñarnos cómo ama El, y quiere que amemos nosotras, por lógica. Porque este camino se aprende amando, y a Dios se le conoce amando. Porque Dios es amor. Dios sólo transita por el dilatado camino del amor, por eso sólo se le encuentra amando.

Recordemos que el primer fundamento de estos Ejercicios es el de ahondar vivencialmente en nuestras raíces —que son amor, porque son Dios mismo—, donde se construye nuestra consagración como buscadoras de Dios. Pues de esto se trata en esta meditación, de cimentarnos en lo que somos para vivirlo valientemente. Digo valientemente, porque nos va a costar mucho hacerlo, pero es imprescindible que lo hagamos, porque, sin ello, no podremos tener una vinculación total y auténtica con el Dios que buscamos por vocación. Podremos engañarnos con fervores sin trascendencia, pasajeros, pero nunca podremos entrar de lleno en relación con Dios, es decir, en un encuentro vital con El de forma estable y real. Sí, nunca podremos santificarnos sin llegar con nuestro amor más allá de lo que pide la naturaleza:
donde marca la gracia.

Nos lo dice Jesús revelándonos su mente acerca del amor: «Sabéis que se dijo a los antiguos: “No matarás” y “el que matare será reo de juicio”. Pero yo os digo que el que se enoje con su hermano será reo de juicio; el que llame “cretino” a su hermano será reo del Sanedrín y el que le llame “necio” será reo de la gehenna de fuego. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda> (Mt 5,21-24).

¿Está exagerando aquí Jesús? Pues, ¿cómo va a tener la misma culpabilidad matar a un hermano que enojarse con él? Y el que le llame «cretino» o «imbécil», ¿va a merecer un juicio tan severo como era el del Sanedrín? Y si le llama «necio» o «renegado», ¿será reo de la gehenna de fuego? ¿Exagera Jesús? ¡No, hermanas, no! ¡No exagera! Despojémonos de la mentalidad del Antiguo Testamento que no nos revela la plenitud de Dios, y entenderemos a Cristo. Pasémonos y entremos de lleno en la mente y raíz del ser de Dios y veremos que Jesús sólo nos está revelando el corazón de Dios, la exigencia primordial de su mentalidad divina. Dejemos que nos pase el Espíritu del reino de las tinieblas al de su luz maravillosa y pensaremos, actuaremos y hablaremos como lo hicieron los apóstoles desde que recibieron el Espíritu.

San Juan nos dice: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas» (1 Jn 2,9). Vayamos tomando nota, hermanas, que creemos que seguimos a Cristo de cerca, y quizá estemos todavía bajo el dominio de las tinieblas (Col 1,13). Tomemos nota de lo que sigue diciéndonos San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a Los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte». Y coincidiendo con lo que Jesús nos ha dicho antes, añade: «Todo el que odia a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino posee vida eterna en sí mismo» (1 Jn 3,14-15).

¿No tiene relación este texto con el de Mt 25,3 1-46? En él, Cristo nos dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros, porque tuve hambre [...] sed [...] y me disteis de comer, de beber [...] etc. En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos [...] a mí me lo hicisteis».

Aquí se habla de vida eterna, que es la herencia de los que atendieron a Jesús en sus necesidades materiales o morales: «enfermo y me visitasteis...» Siendo esto así, ¿no podemos decir que «enojarse» con el hermano, llamarle «necio», o «renegado» es enojarse con Cristo mismo, porque «cuanto hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis»? Tremendo misterio del amor de Dios con sus criaturas hechas a su imagen y semejanza.

Es lo mismo que dijo Jesús a Saulo cuando éste perseguía a muerte a los cristianos: «Saulo, Saulo —le dijo—, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Tremendo misterio que sólo se llega a entender por el ancho camino del amor. ¿Quién podrá conocer las profundidades del amor divino? ¿Quién puede conocer a Dios? San Juan nos responde: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). No, no conoceremos a Dios si no amamos con un amor verdadero, «no de palabra ni con la boca, sino con obras y según verdad» (1 Jn 3,18).

Así, como nos enseña Jesús: «Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». ¡Oh, Palabras de eternidad que escucharemos cuando estemos pasando a ella! Si hemos cerrado nuestras entrañas al hermano o hermana que necesitaba nuestra ayuda, nuestra comprensión o perdón, no es extraño que Dios no quiera nuestra ofrenda. Es que le hemos ofendido a El. Sí, hermanas, no estamos en clara amistad con Dios si no lo estamos con el hermano. Más claro no nos puede hablar Dios.

Estamos en el momento, pues, de regenerarnos íntegramente. ¡Ojalá pudiera explicar la incidencia tan profunda que tienen los textos que hemos leído en nuestra necesaria regeneración y transformación! Esta meditación ha de ser el revulsivo que nos haga reconocer nuestra equivocación en la práctica del amor, y, por lo mismo, del conocimiento de Dios, si queremos retornar a la santidad de nuestro origen que nos pide nuestra vocación concepcionista. Porque lo que nos exige aquí el Señor es que comencemos a vivir la imagen regenerada de nuestra semejanza con Dios, amor, vida, gracia y perdón para todos. Digo imagen regenerada.

Y porque tenía que estar continuamente perdonándonos, instituyó, por su Hijo, el Sacramento del perdón. Dios sabía que desde el pecado original nuestra relación fraterna tendría que estar presidida por una actitud constante de perdón, ya que nuestra naturaleza desordenada estaría constantemente produciendo desórdenes, mientras no la tuviéramos sometida a la ley del Espíritu, expresándose la mayoría de las veces en la convivencia fraterna; por eso Jesús nos revela la raíz de su modo de amar diciéndonos que «si al presentar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s).

En esta perícopa Jesús nos dice claramente que valora más el amor que nuestra ofrenda, más el perdón a la hermana que nuestra alabanza, más el restablecimiento de la amistad que nuestra oración o sacrificio. Y nos está impulsando con ella a vivir la necesaria y constante actitud de comprensión y acogida de la hermana o hermanos, para establecer la vinculación con Dios, porque sólo el perdón es el que puede abrir la vía del amor al hermano y estrechar la vinculación perfecta con Dios al contactar con sus mismos sentimientos, su modo de ser y de amar.

Aunque me repita, hermanas, preguntémonos: ¿no sería falsa nuestra vinculación con Dios si la tenemos rota con los hermanos? ¿No sería falsa si no está purificado nuestro corazón de la carga del mal que supone no haber sabido perdonar de corazón a la hermana? En esta situación, Dios no puede recibir nuestra ofrenda si el rencor colapsa nuestra vinculación con Dios. Pues lo que «hacemos a uno de sus humildes hermanos se lo hacemos a El». Si Dios proclama que cada hermano o hermana es sacramento vivo de su presencia entre nosotros, ¿no deberíamos tratarnos como vasos sagrados que contienen a Dios? Vasos de tanto valor como supone la Sangre de Cristo derramada por cada uno de ellos. Con esta Sangre preciosa Jesús nos vinculó de nuevo con el Padre. Gracia tenemos para que ahora nosotras, imitándole, nos vinculemos con los hermanos con el amor y el perdón, hasta dar la vida por ellos. Es el modo de que el Padre nos asuma en el perdón otorgado a nosotras en su Hijo.

Y no nos dejemos engañar, hermanas. Dios es muy íntegro. Para que El pueda estar en nuestro corazón y desde él construir nuestra vida monástica, que tiene como meta la unión con él y transformación de nuestro ser en el suyo, hemos de asumir, con todas sus consecuencias, este nuevo modo de amarnos Dios; si no, la regeneración íntima y profunda de nuestra mente, de nuestra voluntad y de nuestro amor no sería lo íntegra y pura que debe ser para establecer el contacto sincero con la divinidad, con su amor y santidad.

Mientras mantengamos alguna actitud de rencor, estamos del lado de Satán, que es el muro que nos impide pasar al lado de Cristo, única Fuerza que puede renovar en nuestro interior la armonía, la paz y el amor original de nuestra creación sin pecado. Si no liberamos nuestro corazón del resentimiento o rencor, ¿no vemos claro, hermanas, que le hacemos difícil a Dios el contacto y vinculación perfecta con nosotras, pues que no asumimos el itinerario por El marcado, que es, repito, el único que nos regenera? Mantener el resentimiento, con plena voluntad, en nuestro corazón es dar el adiós al desarrollo de nuestra vida espiritual. Nunca conseguirá su plenitud.  Habremos fracasado en lo esencial de nuestra vocación.

Cuanto hemos dicho lo resumía Abba Nilo con estas sencillas palabras llenas de sabiduría: «Todo lo que hagas como venganza contra tu hermano que te ha herido, aparecerá al punto en tu corazón a la hora de orar». ¡Cómo no, silo que hacemos al hermano, a Cristo se lo hacemos! (Mt 25,31-46). ¿Cómo establecer la vinculación con El si nos hemos opuesto a El? Además, la venganza ha oscurecido nuestro interior y manchado nuestro corazón. ¿Cómo establecer la unión con el que es Amor y Santidad? Mientras no asumamos su espíritu, será inútil el intento de vinculación con El en la oración.

Recordemos la enseñanza del Maestro: «Deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete antes a reconciliarte con tu hermano E...] después, presenta tu ofrenda». ¿Cuándo entraremos en esta mente de Dios? Si no hay vinculación con el hermano, con la hermana, no puede haberla con Dios. Jesús nos está revelando el secreto, de nuestro avance en la oración, de nuestra configuración con El. ¿Lo aceptamos? Si no lo aceptamos con una creencia práctica, estamos rechazando al Espíritu Santo, divino santificador, que es Amor e impulsa al amor y al perdón, no al rencor.

Entendámoslo, hermanas. Nosotras somos objeto constante de perdón por parte de Dios, porque continuamente pecamos. Si El ve que no perdonamos, ¿cómo va El a unir su espíritu con el nuestro, su amistad con nuestro corazón tan alejado del suyo? Se lo hacemos imposible. Quizá sea ésta la raíz por la que no avancemos notoriamente en la santidad. Quizá sea por esto por lo que no transmitamos a Dios y su paz en nuestro comportamiento. Quizá sea por esto por lo que nos falte la alegría del espíritu. Quizá sea por esto por lo que no tengamos fervor, y, por supuesto, oración. No estamos interesándonos en cumplir su Palabra. Y esto es muy grave para quien debe vivir de ella.

Recordémosla ahora con atención. Recordémosla hablándonos del perdón de las injurias nuevamente. Dejemos que haga resonancia en nuestro corazón la parábola del siervo despiadado que no quiso perdonar a su compañero la pequeña deuda que con él tenía, sino que lo ahogaba exigiéndosela y aunque éste le rogaba arrojado a sus pies que tuviese paciencia con él, que se lo pagaría, le metió en la cárcel.

 Recordemos cómo el señor al enterarse le dijo: «Siervo malvado, te he perdonado toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte apiadado de tu compañero, como yo me apiadé de ti? Y el señor, irritado, lo entregó a los torturadores, hasta que pagase toda la deuda. Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,21-35). ¡Terrible amonestación de un Dios Padre todo bondad, que se muestra duro con los que tratan mal a los hermanos!

Tomemos conciencia honda de esta parábola. Valoremos a Dios y su Palabra para que cambiemos en nuestra conducta con los hermanos y hermanas, con todos. ¿No vernos aquí claramente cómo el Padre quiere que seamos como El, a su imagen y semejanza, y no como el siervo despiadado, de duro corazón? El quiere que nos comprendamos, que nos amemos, que nos perdonemos con amplio corazón. Y lo hace también buscando nuestro bien, porque el rencor, el resentimiento, son semilla del espíritu del mal y productores de turbación, como dije antes, de desorden y falta de paz. Y así nos hacemos daño, mucho daño.

Porque la consecuencia es la lejanía de Dios, y la que nos refiere Jesús: «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano». ¡Qué fracaso en nuestra vida espiritual, hermanas! Porque el Evangelio es la Verdad de Dios, revelación pura de su Ser, no pura metáfora. Por tanto, aquí tenemos aclarada nuestra situación con Dios. Por este pasaje y, según nuestra conciencia esté respecto del perdón, sabemos cómo está Dios con nosotras. Él es amor y perdón, ciertamente, pero nos vuelve a decir que nos perdonará como perdonemos (Mt 6,12).

 “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará las vuestras” (Mt 6,14s). ¡Hermanas, Jesús nos avisa, nos preparamos aquí el juicio! En nuestras manos lo deja, porque será su Palabra la que nos juzgue (Jn 12,48), esa divina Palabra de la que El dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará» (Mt 24,35); esa Palabra que nos ha hablado de amor y perdón al hermano, no de resentimiento y rencor.

Y ya sabemos, además, qué contraria es esta situación que deja anidar en el propio corazón la falta de amor, a la que nos exige nuestra espiritualidad concepcionista para alcanzar la pacificación interna y la limpieza de corazón evocadora de la paz y santidad del Paraíso. Limpieza de corazón que nos recuerda Jesús al decirnos: «Si tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo será oscuridad» (Mt 6,22s). Pues así es aquí. Si dejamos que se establezca en nuestro interior el resentimiento, nuestra alma estará en tinieblas, expuesta a vivir en una situación constante de pecado, porque el resentimiento nos impulsará a ver mal en todo lo que haga la persona a la que no hemos perdonado de corazón, viciando por ello nuestro amor o voluntad y nuestro entendimiento hacia ella, haciéndonos caer en el error del juicio del que tanto nos advirtió Jesús (Mt 7,1-5). «Hipócrita! Quita primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para quitar la paja del ojo de tu hermano». ¡Quitemos, sí, nuestro resentimiento hacia la persona que nos ha ofendido, que ésa puede ser la viga que Jesús nos dice, y luego veremos claro, y que hay luz donde creíamos que había tinieblas en la hermana o hermano!

La siguiente parábola de corte humano nos lo aclara aún más. Escuchemos: «Un hombre perdió su capa y sospechaba del hijo de su vecino. Por eso se puso a observarlo. Efectivamente, su forma de caminar era la típica de un ladrón de capas. Las palabras que decía no podían ser más que de un ladrón de capas. Sus gestos y movimientos eran ios propios de un ladrón de capas. Pero, inesperadamente, entrando un día en casa, aquel hombre encontró su capa. Cuando al día siguiente volvió a ver al hijo de su vecino, ni su forma de caminar, ni su mirada, ni sus gestos le parecieron los de un ladrón de capas» (Agenda Vida religiosa, año 1995).

Oh, hermanas! Qué razón tiene el Señor cuando nos advierte: «Si tu ojo estuviere enfermo todo tu cuerpo será oscuridad». Sí, si nuestro corazón no perdona, nuestra interioridad estará en tinieblas, fría nuestra relación con Dios al quedar destruida nuestra vida de amor.

Porque con la desconfianza hacia la hermana o hermano a los que no hemos perdonado de corazón, habríamos colapsado la posición de conciliación que nos exige Jesús para poder «presentarle nuestra ofrenda». ¿Cómo nos la y a recibir El si el rencor fomenta la oposición, no la colaboración la enemistad, no el amor hacia la hermana o hermano que El no manda amar? ¿Cómo vamos a tener oración, intimidad co Dios, si no cumplimos su Palabra, que nos manda perdonarnos ¿Cómo?

Sí se cumplirá en cambio la suya que nos dice: «Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras». Con rencor o posición de defensa contra alguna hermana, ¿nos atreveríamos a tener oración? Inútil.
Porque nuestra interioridad estará en tinieblas, repito, desequilibrada la vida espiritual al enfriársenos el fervor; y debilitada la vida de la gracia, cobraría fuerza el pecado, y estas fuerzas negativas nos dominarían más y más cerrándonos la posibilidad de vincularnos con Dios, de tener íntima vida de oración con el Dios que nos ha «elegido».

Jesús nos lo recuerda: no podremos vincularnos íntimamente con Dios mientras «algún hermano tenga algo contra ti». No podremos. No. Y lo tendrá mientras no le demostremos un perdón completo, como perdona Dios, que restablezca la confianza y el amor, de modo que volvamos a contar con él como antes de la ofensa. Es lo que quiere Jesús: ¿Que nos costará? Sí, y mucho. Pero mucho más le costó morir a El para que lo hagamos, pues gracia y fuerza nos da para que obremos como nos enseñó. Por tanto, si no lo hacemos, arrastraremos nuestra propia frustración y desconcierto, nuestra desvinculación de los sentimientos y amor de Dios, de su amistad.

En cambio, si perdonamos a imagen y semejanza de Dios, sentiremos el gozo del Espíritu en el alma; sentiremos regenerado nuestro amor y, consecuentemente, sentiremos cómo crece Dios y la fuerza del bien en nuestro interior. Estamos dando respuesta al proyecto creador de Dios, a su modo de amarnos. Incluso nos sentiremos en armonía con toda la creación más fácilmente, porque habremos establecido en nuestro corazón la paz paradisíaca.

Esta purificación y ordenamiento de nuestro ser, que nos viene por el perdón evangélico, o ejercicio puro del amor, será el colirio para nuestros ojos que decíamos el primer día de Ejercicios, el cual nos hará caer en la cuenta de que no toda la culpa, cuando se nos ha ofendido, ha estado en el prójimo. No. Sino también en nosotros mismos. Aunque sólo sea por el hecho de no haberle amado como debiéramos, procurando llenarle de beneficios, como nuestro Padre celestial, «que hace salir el sol sobre justos e injustos y hace llover sobre buenos y malos» (Mt 5,45). Amando así, como Dios, adelantándonos a la ofensa con nuestros beneficios, ¡cuántas ofensas habríamos impedido!

Reflexionemos, reflexionemos sobre el corazón mismo del cristianismo y de nuestra consagración monástica que es el amor. Reflexionemos y veremos cuán obligadas estamos al amor y al perdón, y cuántas veces hemos fallado en ello para ser hijas de nuestro «Padre que está en el cielo», que no quiere que nos conformemos con perdones esporádicos y olvido de la ofensa recibida, sino que tengamos, además, actitud constante de perdón y de servicio, de ayuda a los hermanos. Así es la ley evangélica, aunque en la ofensa toda la culpa haya estado en el otro. Escuchemos el texto completo:

«Sabéis que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo que no resistáis al mal, antes a quien te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra y al que te quiera llevar a juicio para quitarte la túnica déjale también el manto; al que te obligare a ir con él una milla vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda al que desea que le prestes algo. Sabéis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per— siguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos [...] Porque si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No hacen eso los gentiles? Vosotros pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,38-48).

Grabemos fuertemente en el corazón esta enseñanza de nuestro divino Maestro, con firmeza. Porque aquí tenemos expuesto notoriamente el avance de la mente regeneradora del Evangelio hacia el amor perfecto, hacia la santidad. El Antiguo Testamento con su ley «ojo por ojo y diente por diente» nos muestra una mente ofuscada, enredada en el pecado, encorvada ante el peso negativo del mal; en cambio, la nueva ley que brota del «pero yo os digo» evangélico abre paso a una mente regenerada, a la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, que se rige, como el Padre, por el amor, por la actitud benevolente de perdón y comprensión que es la expresión más patente y fuerte del amor. ¡Como que es la esencia del Evangelio! Se dice que es lo más duro, pero es que es el retorno más auténtico a nuestras raíces sobrenaturales, que conforman nuestra existencia con el Dios que nos dio a luz. Es, por tanto, desde donde empezamos a regenerarnos. Lo demás cuesta y cuenta menos. Esto en cambio, cuesta, porque nos hace bajar al fondo de nuestro «yo», de nuestro egoísmo, para darle muerte.

Y es lo que tenemos que vivir los que profesamos seguir a Cristo muy de cerca en su vida y enseñanzas. Gran confusión será para nosotros cuando nos presentemos ante El cara a cara, si en lugar de presentar en el rostro de nuestra alma perdón, comprensión amor, entrega a nuestros hermanos, como El nos enseñó, El ve resentimientos, dureza, juicios, incomprensión. ¿Qué nos dirá el Señor? Contestémonos nosotras a la luz de la divina Palabra que hemos acabado de oír. Reflexionemos... y demos a nuestra vida el giro o cambio que necesita para vivir la imagen y semejanza de Dios que emerge del perdón del Padre a la humanidad, que es lo que tenemos que vivir ahora para ser hijas de nuestro Padre, para sintonizar con su corazón, para echar fuera del nuestro el pecado, herencia del pecado original que nos impulsa al rencor y demás males morales contra los demás. Hagámoslo, y habremos dejado en su lugar el amor, que excluye el pecado.

Para ayudarnos a regenerar así nuestra mente y corazón vamos a arrancar el mal desde ahora mismo. Otras reflexiones o pláticas se ordenan para ofrecernos materia para la meditación y consiguientes propósitos que ordenen nuestro comportamiento. Esta plática exige más. Nos pide, para haberla aprovechado muy bien, que salgamos de aquí con el corazón limpio de todo resentimiento y decididamente orientadas a vivir la actitud constante de perdón, por la gracia del Sacramento de la reconciliación, que facilita nuestra transformación o cambio al espíritu de Dios. Al espíritu que nos ha exigido Jesús al decirnos: «Si al llevar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda y vete a reconciliar con tu hermano ». Sólo si hacemos esto podremos continuar nuestros Ejercicios con provecho. De esta plática, vivida, va a depender el éxito espiritual de los Ejercicios.

Porque, si no conseguimos ahora mismo el paso al espíritu de Dios liberando nuestro corazón de todo resentimiento, no nos recibirá El la ofrenda, es decir, nuestro deseo de vinculación con El, de transformación en El. No nos la recibirá porque no podrá darnos la gracia para conseguirla si nos acercamos al Sacramento del perdón sin presentarle un corazón dispuesto, desatado del rencor, con propósito firme de regirse en adelante por la ley del amor y del perdón, a semejanza del Padre.

Vamos, pues, a disponernos a ello —y esto nos sirve de preparación para la confesión que hemos de hacer— recordando ahora, delante de Jesús Sacramentado, todo el proceso de nuestra vida desde nuestra infancia. Recordemos, despacio, a todas las personas que hicimos sufrir y que nos han hecho sufrir; a todas las que hicimos algún mal y nos lo hicieron, sea cual fuere.

Recordemos, como dice San Ignacio, acontecimientos, lugares, personas, que creemos negativos para nuestra vida y dejaron resentimiento en nuestro interior. Recordémoslos para perdonarlos: rechazos, incomprensiones, experiencias negativas, injurias, engaños, traiciones, calumnias, soledad, efectos de la prepotencia, etc. Todo, recordémoslo ante Jesús Sacramentado para echar de nosotras todos esos recuerdos remansados en nuestra mente haciendo pasar sobre ellos el borrador del amor y del perdón que Jesús y el Padre nos piden. Ellos quieren que acojamos en nuestro corazón y en nuestra mente, en su lugar, su espíritu reconciliador, su espíritu de amor. Es lo único que nos importa en nuestra vida, y lo más importante para construir nuestra comunidad en la paz y el amor. Pues, si no perdonamos de corazón a los que nos hicieron o hacen el mal, anidará en nuestro interior el espíritu de venganza, de autodefensa, y veremos agravios donde no los hay, propio de un corazón y una mente no sanados, no purificados. Recordemos para ayudarnos... «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

¿Cómo no vamos a perdonar, hermanas, si ponemos delante de nuestros ojos todo el mal que hemos hecho y estamos haciendo a los hermanos o hermanas? En esto es en lo que vamos a detenernos ahora. No sólo en perdonar de corazón a quienes nos han ofendido durante toda nuestra vida para expulsar de nuestro corazón el rencor, sino en tomar conciencia clara de que somos objeto de perdón [por parte] de tantas personas a quienes hemos agraviado o actualmente estamos ofendiendo, aun quizá en mayor intensidad de lo que a nosotras nos han ofendido según hemos mencionado arriba: incomprensiones, rechazos, injurias, falta de amor, etc., etc.

Examinemos delante del Señor las actitudes que mantenemos con cada una de las hermanas. ¿Las tratamos a todas igual? ¿Las acogemos a todas igual? ¿Las disculpamos a todas igual...? «Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». Que el recuerdo de esta divina Palabra nos ayude a perdonar a unos y amar a todos.

Un modo eficaz de ayudarnos a llevar a la práctica este perdón que Jesús nos pide y de mejorar nuestro comportamiento con las personas que tratamos fríamente es recordar los beneficios o favores que estas personas nos han hecho. Además de los servicios prestados diariamente, ¿no se debe a ellas nuestra madurez personal y espiritual? Reflexionemos sus virtudes ante el Señor, El las conoce, aunque para nosotras pasen desapercibidas.

 Arrojemos de nuestra mente y de nuestro corazón todo lo negativo, para que en su lugar entren las fuerzas positivas del amor. Es lo único que nos importa. Lo demás..., aun los acontecimientos negativos, nada son y para nada valen. Para nada, sino de obstáculo para entrar en el espíritu y vida de amor de Dios, que esto sí que nos interesa y vale.

Por tanto, mirando a Cristo en el Sagrario, vayamos ofreciéndoles el perdón a unas, y a otras el amor. Vayamos abrazándolas una a una con ci amor que Jesús nos pide y que el Padre nos manifiesta perdonando al administrador infiel, al hijo pródigo, y como nos perdona a cada una de nosotras día tras día, momento tras momento.

Y hagámoslo como Jesús perdonó a los que lo mataban... totalmente, universalmente, disculpando, amando, orando, restableciendo por completo la confianza y el amor, volviendo a contar con ellas en nuestros proyectos comunitarios y aun personales, como nos enseña el Señor; con prudencia en algunos casos, teniendo en cuenta su ineptitud en unas o desacertados consejos en otras, que volverían a producir los mismos daños en nosotras, pero con un amor que restablezca la confianza y el amor hacia ellas, repito, como si nos hubiesen hecho mucho bien y ninguna ofensa.

Hoy es el día de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación para unir perdones. El que Dios nos ofrece perdonando nuestros pecados, y el que nosotras ofrecemos a Dios, perdonando a todas las personas que nos han ofendido. Y cuando nos confesemos, hagamos la intención de que la misma absolución del Sacerdote que nos perdona en nombre de Dios acoja también nuestro perdón a los demás, para que tenga más eficacia, y así salgamos del confesionario transformadas con la fuerza de la gracia sacramental.

Si no podemos confesar hoy, unamos al perdón que ya hemos ofrecido a cuantas personas nos han ofendido el deseo de que este perdón nuestro se una a la primera absolución sacramental que recibamos. Digámoselo así al Padre, a Jesús y al divino Santificador, con toda el alma. La persona que perdona porque agradece a Dios su perdón, y a quien le ha agraviado los beneficios que también ha recibido de ella, está visitada por la gracia de Dios.

A este respecto, quiero recordaros la llamada que nos hizo Jesús el primer día de Ejercicios. Nos dijo: «Mira que estoy a tu puerta llamando, si me abres —si perdonamos echando de nosotras el rencor— entraré en tu casa, y cenaré contigo y tú conmigo». Es decir, se establecerá nuestra vinculación con Dios, amistosa, la amistad original, y como a esposas verdaderas nos dirá: «Te sentaré conmigo en mi trono, como yo, que vencí también y me he sentado en el trono de mi Padre».
Sí, hermanas, Jesús venció. Y venció porque perdonó.

Con este ejemplo y este premio, ¿quién no perdonará a quien le haya ofendido? ¡Duras de corazón seremos e indignas de Dios si no lo hacemos generosamente! ¡Con todo el corazón, con toda el alma! Jesús sabe que esto es nuestra felicidad, por eso desea tanto que lo hagamos. Es porque nos desea. Porque desea estrechar nuestra vinculación y unión con El. Y nos está mostrando el camino. No le despreciemos, que eso sería nuestra destrucción. Hagamos un breve silencio y... respondámosle... ¡Dios nos habita!

Y, suponiendo que nos hemos rendido a tan soberano amor perdonando totalmente a todas las personas que nos hayan herido, celebrémoslo con gozo dando gracias al Señor por su misericordia, por la gracia que nos ha dado para hacerlo. Digamos en el interior del alma: «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24), porque hemos convertido el mal que teníamos en el corazón en bien. Hemos recuperado nuestro amor y la vinculación que teníamos con nuestras raíces, y la gracia de Dios nos habita.

De este modo hemos garantizado el fruto de los Ejercicios. Hemos cumplido la primera condición que nos ha puesto el Señor para establecer la vinculación transformadora, íntegra, con El y con el hermano, y podremos ya «ofrecerle nuestra ofrenda». Hoy podremos entender también el heroísmo de nuestra Madre Santa Beatriz, que perdonó de corazón a quien intentó matarla. Así se llega a la santidad, hermanas, no de otro modo.

Demos gracias a Dios, y pidámosle por intercesión de nuestra Madre Inmaculada y de nuestro Padre San José, de santa Teresa Jornet que nos ayuden a mantener la actitud constante de perdón para perdonar siempre, «hasta setenta veces siete» (Mt 18,22).

Recordamos una vez más, y así terminamos: «Si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s). Que así nos haga el Señor humildes, humildes de corazón por la gloria de su Nombre, para que aprendamos a perdonar, y a pedir perdón a quien ofendamos. Que así sea. Amén.

 

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

 

DESDE LA ORACIÓN PERMANENTE CONVERTIRSE AL AMOR  DE CRISTO PERMANENTE ENTRE LAS HERMANITAS Y ANCIANOS.

 

En esta meditación vamos a tratar de examinar y purificar nuestro amor en lo que tiene de ajeno al de Dios, para reforzar nuestra propia identidad espiritual nacida del Amor que nos dio a luz, y ordenarlo en nuestras relaciones comunitarias. Hemos estado hablando constantemente del amor como se habla de la propia vida, porque vida y amor se unen, pero en esta plática vamos a concretarlo en la vivencia del amor fraterno, el peculiar de la vida comunitaria y religiosa. Nuestra Congregación es fundamentalmente una Comunidad del amor de Dios y de su santidad. La Comunidad de la nueva creación que deja a un lado el propio egoísmo, fruto del viejo pecado, para «acoger» con amor limpio a cuantas Hermanas Dios congregue en nuestra Comunidad evangélica y apostólica en servicio de los ancianos. Esto bien vivido origina amor, comunión.

Por ello vamos a cimentar nuestro amor en la única razón de amar, en Dios. San Juan nos dice: «En cuanto a nosotros, amémonos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Esta es la razón, que Dios nos ama a cada una de nosotras. En cada una y en todas reside el amor eterno de Dios. De aquí que la vida de caridad fraterna es una de las realidades más vivas y eficaces para conseguir la intimidad con Dios. El amor a las Hermanitas, porque Él las ama, nos lleva a Dios, manifiesta a Dios y nos hace participarle. En cambio, la falta de caridad con las Hermanas nos aleja de Dios, hiere a Dios y nos hace ajenas a Dios. No lo expresamos.

Amando como el Padre y Cristo nos amó, sabremos vencer y sobrenaturalizar todas las dificultades que se nos presenten en el ejercicio del amor fraterno. Y tanto más puro y perfecto será el amor a las Hermanitas, cuanto más intenso sea el que tenemos a Dios. Porque no basta amarnos cuando mostramos lo que somos, imagen y semejanza de Dios en nuestra conducta, sino cuando aparecen en nuestro comportamiento las propias debilidades. El Padre y Cristo nos amaron siendo nosotros pecadores, nos dice San Pablo; por ello hemos de amar a los que nos hacen bien y a los que nos hacen mal. Hemos de amar a todos, porque, repito, Dios nos amó primero a nosotras y a esas personas que nos cuesta amar.

Para alcanzar la altura de este amor, de ese amor suyo que amó y oró por los que le mataban, es necesario e imprescindible tener muy apagado el egoísmo, el amor propio, que es cuando alcanzamos la altura del amor de Dios, para que en nuestra interioridad esté dando vida este amor divino a la armonía y bondad, a la «acogida» fraterna que mencionan nuestros Estatutos.

Si esto lo procuramos como hemos reflexionado en las pasadas meditaciones, entonces sí podremos amar en ocasiones difíciles, porque nuestro corazón estará en paz, transformado, lleno de Dios. Y en lugar de sentir debilidad, sentiremos fortaleza, seguridad de que lo que nos rodea está sometido a la fuerza de Dios, que es Amor.

Así le sucedió a Jesús en la Cruz que no sintió enojo ni cobardía ante tanto mal como le rodeaba, sino que como era más potente la paz y el amor de que estaba lleno su corazón, el amor afloró sereno, firme, en el momento cumbre del dolor fisico y moral, alcanzando la cumbre máxima del amor: amar, orar, disculpar y perdonar a los que le mataban.

Avivar, pues, el amor de Dios en nuestro corazón es la clave para mantener vivo el amor fraterno. Y lo avivaremos, hermanas, actualizando en cada momento su presencia, el recuerdo del perdón de Dios, de su amor y acogida siempre que pecamos, de ese amor benigno, lleno de ternura hacia nosotras, que nos hace confiar en El, descansar en El, «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2), como descansó Jesús durante su vida mortal en el Padre. Porque esta vivencia y recuerdo del amor de Dios dará forma, al fin, a nuestro amor fraterno.

Si avivamos la fe en el amor de Dios constantemente, nos será más fácil creer en el amor de los hermanos. Si recordamos serenamente cuánto nos amó, será más fácil amar a los hermanos. Si vivimos la presencia cercana y amistosa del amor de Dios, sabremos mantener la amistad con las hermanas, teniéndolas a todas por amigas como El nos tiene por amigas, lo dice Jesús, y lo recordamos el primer día de Ejercicios.

¡Qué armonía, qué paz o paraíso reinaría en el Monasterio! Es lo que se desprende de la vida, de la persona de Jesús, y de sus obras; ellas nos descubren esta armonía, la paz y el amor constante, fuerte, sincero y generoso del Señor, entregado a los hombres para revelarnos con todo su Ser y Hacer cómo era el amor del Padre a sus criaturas.

Y nos lo supo expresar aun en el abandono de los suyos, en la traición e incomprensión de su pueblo; siempre, siempre y en todo momento amó Jesús. Porque sabía que el amor del Padre no perece, ¡porque es Dios!

Hermanas, me entretengo en esto porque es muy importante. No dudemos que la experiencia del amor que tengamos del Padre y de Jesús será la fuerza y el impulso de nuestro amor fraterno y el que le dé perennidad, como personas que viven de Dios y para Dios, para amar con El y como El.

San Pablo nos concreta este amor de caridad con los hermanos y su valor en el capítulo 13 de su primera carta a los Corintios. Dice: «Aunque hablara las lenguas de los ángeles, aunque tuviese el don de profecía, aunque tuviese tanta fe que trasladara montañas, y aunque distribuyese mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13,1-3).

Y preguntamos, ¿pero es que no es caridad tener el lenguaje de los ángeles, su altura?, ¿es que no es un don divino la profecía?, ¿es que se puede trasladar montañas si no es por una fe animada por la caridad?, ¿es que se pueden distribuir todos los bienes propios entre los pobres según la enseñanza evangélica y no tener caridad?, ¿es que puede haber ascesis tan comprometida como representa entregar nuestro cuerpo a las llamas, sin caridad?

Se puede, hermanas, se puede. Porque todo lo enumerado arriba no es Dios, y la verdadera caridad es Dios. Todo lo de arriba, incluso adquirir conocimientos de Dios para más conocerle, se puede hacer por otros fines no teologales, y entonces no serviría de nada. Podría ser filantropía el hecho de repartir los bienes a los pobres, fanatismo o masoquismo entregar el cuerpo a las llamas. Pero, en cambio, todas estas cosas son caridad si están impulsadas por una vivencia fuerte de Dios, y nuestro amor y caridad sean de Dios mismo, sea El la fuerza que impulse nuestra vida y nuestro hacer.

Entonces es cuando nuestro ser y hacer tendrán las características de la caridad: será paciente, amable, no envidiosa, no jactanciosa, no se engreirá; será decorosa, no buscará su interés, no se irritará; no tomará en cuenta el mal; no se alegrará de la injusticia, se alegrará con la verdad. Todo lo excusaremos. Todo lo creeremos. Todo lo esperaremos. Todo lo soportaremos (1 Cor 13,4-7).

Como veis, hermanas, aquí se habla de virtudes, de santidad, más que de hacer. Porque la caridad es Dios, y sólo tendremos caridad cuando estemos transformadas en Dios; es entonces cuando nuestra caridad tendrá las características de la verdadera caridad. Tendrá destellos de Dios, destellos de eternidad, porque fulgurará en ella la potencia permanente de un amor que es más fuerte que nuestra debilidad humana.

Porque, repito, la vitaliza, la penetra Dios que es Amor. Su amor es el que da valor a cada una de las características de esta letanía de la caridad, es el que da aguante, virtud, bondad, humildad, ternura, paciencia, entrega a los demás. Y, hermanas, si todo esto no lo tenemos en nuestro ser y hacer, seremos nada, nada ante Dios. Porque no tendremos a Dios en nuestro corazón, en nuestra vida.
Por ello, para ayudarnos, vamos a reflexionar brevemente la praxis de cada una de las características de la caridad:


1. La caridad es paciente

 

Sabe aguantar pacientemente las injurias, comprendiendo que debe dar más amor, más comprensión a quien le injuria; deseando con ello devolverle la paz que ha perdido quien ie está molestando quizá sin conciencia plena de lo que está haciendo y de que está siendo víctima de la fuerza del pecado, o instrumento de Dios para nuestro crecimiento espiritual.

A este respecto nos dice Amma Sinclética: «,Por qué odiar al hombre que te entristeció? No es él quien cometió la injusticia sino el diablo; odia la enfermedad, pero no el enfermo». Y San Pedro añade: «No devolváis mal por mal ni injuria por injuria; sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición» (1 Pe 3,9).

Sabe también escuchar serena, pacientemente, sin prisas, aunque no tenga tiempo. Sabe que, en ese momento en el que ie solicitan su tiempo, es Dios quien se lo pide en los hermanos y hermanas. Lo más importante, por ello, es escuchar, porque sabe que es estar con Dios. Escuchar tratando de entrar dentro de los sentimientos de la persona, como entraría Cristo, con atención y humildad, con amor, hasta hacer propios los problemas o preocupaciones de la hermana. Sabe aceptarla tal cual es, con un corazón dilatado, hasta encontrar gusto en escucharla, ci mismo que podría tener en escuchar a Dios, sintonizando con el gusto que la hermana o hermano tiene en hablar.

La caridad sabe descubrir por ello en las personas que importunan a quien necesita nuestra ayuda, nuestra ternura, nuestra comprensión, y sabe ayudar si piden ayuda, sin quejamos de sus inoportunidades, sin quedarnos en sus impertinencias, recordando la exhortación de San Juan: «Quien viendo a su hermano en la necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios? Amémonos con obras y verdad, no de palabra ni de lengua» (1 Jn 3,17s).

 

2. La caridad es amable

 

         La amabilidad como actitud nace de un amor apasionado por Dios; por ello sabe atender con amor las impertinencias de quien sufre. Sabe acompañar la soledad de una anciana o de una enferma angustiada, de alguien que está solo. Sabe darle atención, seguridad, protección, cariño, comprensión, bondad, descanso, amistad. Sabe compartir los bienes espirituales y materiales con ella, despojándose de lo que tiene como nos dice el Señor.

Escuchemos el siguiente hecho desconcertante a los ojos del mundo, pero lógico evangélicamente, que nos enseña a vivir el milagro del amor: «Un día el anciano Besarión habiendo llegado a un pueblo, vio en la plaza un pobre muerto desnudo, se quitó el manto y lo cubrió. Más adelante se encontró con otro pobre desnudo; lleno de generosidad le dio la túnica y cuando éste se alejó vestido, el anciano se acurrucó desnudo cubriéndose con las manos. Pasó por ahí un magistrado que conocía al anciano y le preguntó: ¿Quién te ha despojado? El anciano alargando el libro de los Evangelios que siempre llevaba consigo dijo: ¡Este me ha despojado!».

Así, hermanas, ama la caridad, siempre amable, así vive el Evangelio, colocando los intereses de los demás por encima de los propios, sin esperar recompensa, como hizo Cristo con nosotros, aunque El nos asegura la bienaventuranza de la caridad en su aspecto amable diciéndonos: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido, en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1).


3. La caridad no es envidiosa


         Sabe celebrar los triunfos de los demás como si fueran propios, porque sintoniza de corazón con los sentimientos de alegría del que triunfa en sus proyectos. Porque está llena de Dios no puede entristecerse de las ventajas de ios demás en estima, honores, inteligencia, ni porque las vea mejores en virtud; al contrario, se alegra de ello. Sabe descubrir presencias de la bondad de Dios en las actitudes o valores de los demás, y alegrarse de ello. Sabe también ceder el paso a quien está más dotada, sirviéndolas, si preciso fuese, de pedestal para que brillen sus cualidades. Sabe preocuparse y procurar más amor a las demás que para una misma. Sabe «sentir» a los demás, «amarlos», como dice San Pablo: «Reír con el que ríe, llorar con el que llora» (Rom 12,15).

4. La caridad no es jactanciosa

 

Sabe que nada de lo que tiene es suyo, ni subsiste por ella misma sino por quien la sustenta: «Si te engríes, piensa que tú no sustentas la raíz, sino la raíz a ti» (Rom 11,18). Por elio mantiene constantemente una actitud sincera de humildad ante Dios y ante los hombres, alimentándola en su interior con el recuerdo de los propios pecados y fragilidad humana e intelectual. Sabe que es ciega en las cosas espirituales, que no puede enseñar a otros el conocimiento de Dios, si él no le enseña, por eso no pretende señalar el camino a nadie, ni alardear de saberlo. Sabe que su voz en las cosas de Dios ha de ser su comportamiento silencioso, fiel, bondadoso, humilde, antes que su palabra, porque el arrogante nunca sabrá hablar de Dios con acierto, pues nadie posee la cátedra de la sabiduría de Dios para colocar- se por encima de ellos, sino el humilde. Nos lo dice el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos» (Lc 10,21).


5. La caridad no busca el propio interés


Porque quien está convencida de que su vida física y espiritual es fruto de la gracia divina no puede plantearse sus relaciones fraternas desde el interés. Por ello sabe aceptar a las personas tal cual son, sin cambiarlas al propio modo de ser, sin servirse de las hermanas ni de los acontecimientos para el propio egoísmo.

Porque eso sería amar su propio reflejo, su bienestar, sin tener en cuenta a las demás. Sabe que en la propia renuncia encontrará la paz para la convivencia. Sabe que la caridad no atrapa, sino que sirve y libera al que ama. Ama para darse, no para buscar sus gustos y sus intereses. No domina afectos, rinde el suyo sin esperar recompensa. Sabe que ha de anteponer el interés de los demás al suyo.

 

6. La caridad no toma en cuenta el mal

 

Sino que perdona la ofensa recibida con todo el corazón y la disculpa, no escuchando propias razones sino la razón del amor; la de llevar siempre en el corazón la presencia del amor de Dios que manda excusar siempre el mal, «perdonar hasta setenta veces siete» (Mt 18,21s).

Por ello la caridad no hunde al ofensor, sino que, como el Padre al hijo pródigo, lo levanta hasta su corazón con amor, porque sabe que todos cabemos en el corazón amoroso de Dios, ofensor y ofendido. Y sabe que debe borrar de la mente la ofensa recibida y recordar los beneficios recibidos de la persona que le ofendió, y recuperar la confianza con ella.

Sabe que Dios ha podido permitir la ofensa para que practique la virtud. Escuchemos este ejemplo: «El Abad del monje Libertino, enfurecido, un día echó mano de una banqueta y le golpeó con ella en la cara y en la cabeza dejándole cubierto de cardenales y contusiones. A los que le preguntaban qué le había sucedido les respondía Libertino: “Ayer, por culpa de mis pecados mi cabeza tropezó con una banqueta, y miren cómo estoy”». ¡Que no se nos olvide este testimonio impresionante de que la caridad no tiene en cuenta el mal!

No tiene en cuenta el mal la caridad porque sabe también que muchas veces el ofendido se puede convertir en ofensor. No perdamos por ello la alegría que nos reporta no tomar en cuenta el mal, convirtiendo en amor y paz nuestras relaciones humanas.

 

7. La caridad no se irrita

 

Sabe que el amor vale más que dar satisfacción a la ira, y que los conflictos nacen por falta de amor. Y sabe que el amor es mayor que la injuria recibida, y no puede ahogar lo que vale, el amor, por lo que no vale, la ira. Sabe la caridad que el mal no se cura devolviendo mal, sino amando. Y sabe que más nos curamos del mal que nos han infligido amando, que dando paso al resentimiento.

Por difícil que se nos presente el ejercicio de la caridad ante las grandes contradicciones, nadie puede impedirnos amar, nadie manifestar lo que somos: amor, porque el bien está por encima del mal, el «ser» por encima del «hacer». Hermanas, tomemos las riendas de la razón, y hagamos del amor el impulso de nuestra vida, dando e1 valor que tiene la caridad sobre la malaventurada ira. Escuchemos a Abba Agathón: «Nunca me dormí con un agravio contra alguien, y en la medida que podía, no dejé jamás a nadie dormirse con un agravio contra mí».

 Esto es caridad y mansedumbre, hermanas. Esto es tener un alma buena y haber logrado un temperamento disciplinado, por haberse cimentado en Dios. Abba Poimén corrobora lo dicho con este consejo: «La maldad no suprime de ningún modo a la maldad. Si alguien te hace mal, hazle bien, a fin de suprimir la maldad por tu buena acción. Si el alma se separa de quien discute, ci espíritu de Dios viene sobre ella». Y el Sirácida nos dice: «La boca amable multiplica las afabilidades» (Sir 6,5) porque «la caridad no se irrita».


8. La caridad todo lo excusa

 

         Incluso lo que más nos duele: la falta de amor y comprensión en los momentos difíciles de la vida. Lo excusa porque sabe que Dios puede permitirlo para purificar nuestra falta de amor con los demás. Para que lo descubra, y descubra asimismo que la fuente de la alegría es Dios, que reside en nuestro interior, y es capaz, si nos volvemos a El, de convertir nuestra tristeza en gozo (Jn 16,20), nuestra debilidad en fuerza. Descubre, en fin, que la fuente del amor y de la felicidad, y ci sentido de su vida está dentro de una misma.

Todo lo excusa, porque sabe que nuestra paz no consiste en lo que ocurre a nuestro alrededor, sino en lo que ocurre en nuestro interior. «De dónde vienen las luchas y ios litigios entre vosotros? No provienen acaso de vuestras pasiones que luchan en vuestro interior?» (Sant 4,1). Por eso la caridad nos enseña a quitar importancia a las contrariedades y conflictos para establecernos en la paz, en el amor, que es ci que hace que incluso no los veamos, o silos vemos, sepamos excusarlos. Así nos convertimos en transmisores del amor, de la paz y de la gracia de Dios.

9 La caridad no se alegra de la injusticia


         Porque sabe que los verdaderos logros del amor se alcanzan tratando con ecuanimidad a los hermanos. No se alegra de la injusticia que sería privar de pequeños y grandes detalles de amor y humanidad, de comprensión, de cercanía y amistad a quien tenemos a nuestro lado, aunque no simpaticemos con él, con ella.

Esto es fundamental para hacer justicia en el ámbito de las relaciones fraternales. No se alegra de la injusticia la caridad, sino que goza con la verdad que emana de un amor sin egoísmo con todos, no sólo en el entorno, sino en el ámbito mundial.

Otras muchas cosas se podrían decir de la caridad, que todo lo soporta, que ama sin medida a las hermanas sin utilizarlas para propias satisfacciones e intereses. Se podría decir que el ejercicio del amor nos cambia, nos transforma, nos santifica; y cambia y transforma nuestro entorno, y hace que veamos a los que nos rodean con los ojos de Dios.

Dejémonos, pues, elevar por el amor, no arrastrar por el egoísmo que nos carga de pecado y tira de nuestra vida hacia abajo, hacia el mal. No nos inclinemos a ver dificultades en la práctica del amor. No lo veamos inalcanzable, porque ya sabemos que éste reside en la entraña ms profunda de nuestro ser por estar creadas a imagen de Dios, por tener vida de Dios, gracia divina.

No nos asuste el riesgo de creer en la bondad del hermano, en el bien. No nos asuste amar, agarrándonos a nuestras seguridades, apoyándonos en el erróneo adagio castellano: «Piensa mal y acertarás». No, hermanas, esto es un error pagano que haría crecer nuestra inseguridad, nuestra falta de concordia, de paz, y nos dejaría vacías de amor, vacías de Dios.

         Busquemos nuestra seguridad donde está, en Dios, en el amor, en la caridad, en su fuerza, en la alegría y la paz que ella aporta, porque «la caridad es Dios» (1 Jn 4,8). Y tengamos muy presente que si no sabemos olvidarnos de nosotras mismas no sabremos amar, no sabremos ser cauce del amor de Dios hacia las hermanas, ni sembraremos confianza entre ellas porque el egoísmo es nuestro peor enemigo.

         Hermanas, de una vez para siempre porque nos conviene, antepongamos en todo momento el bien, la paz, el descanso, el amor a las hermanas en el ejercicio de la caridad; antepongámoslo al nuestro.

¡Qué felices seríamos unas y otras! ¡Amemos de verdad en las situaciones difíciles de la convivencia fraterna, que es cuando lo necesitan las hermanas, además del gran desarrollo espiritual que nos aporta haciéndonos crecer en la energía divina, en el amor, en la fe, donde quedará sanado todo nuestro ser, nuestra voluntad, nuestra mente, nuestra sensibilidad, por la energía santificante y depuradora de la caridad, que nos convertirá en un solo ser con Dios por la unión de amor, y un solo sentir con las hermanas!

Esto es grandioso, pero así quiere Dios que nos amemos. Es grandioso, pero posible desde el momento que nos olvidemos de nosotras mismas, porque es la consecuencia de la fuerza creadora o poso divino que Dios dejó en nuestro corazón al crearnos, que llegará a su plenitud si le dejamos desarrollarlo a fuerza de amor.

Es grandioso, sí, y posible, como la resurrección. Pero debe preceder la muerte o aniquilamiento de la fuerza del pecado, en nosotras, que tenemos la vida gloriosa de Dios, el amor.

El Espíritu divino, hoy, en estos Ejercicios, nos reclama para que hagamos elección firme por el amor, dando puntillazos de muerte a nuestro yo cuando nos impulse a herir a la hermana o desconfiar de ella. De lo contrario viviremos la angustia del fracaso, del malestar espiritual, si damos paso en estas situaciones al egoísmo. Si tuviéramos presentes nuestros propios pecados, tendríamos medio camino andado.

         Abba Pior nos enseña, con su ejemplo, a vivir con los ojos puestos en los propios fallos, no en ios de ios demás para poner en peligro el amor. Él, para evitar este peligro, se puso a la espalda una bolsa llena de arena, y puso también un poquito de arena en el bolsillo delantero de su vestido. Así, experimentaba ci peso de sus pecados atrás en la espalda, y exculpaba los pocos pecados del hermano que llevaba delante. ¡Maravillosa sabiduría, guardiana de la paz y amor fraterno!

         Vivamos así, y nos costará menos acoger, comprender, amar a las hermanas, y no nos atreveremos a tratarlas con dureza, con egoísmo. Podríamos decir: aunque nos parezca que lo merecen. Ni juzgaríamos. No nos atreveríamos a juzgar ni siquiera las reacciones fuertes de nadie, porque el recuerdo de nuestros pecados nos quitaría la fuerza para hacerlo. Esto construye la comunidad, hermanas, lo contrario la destruye y, en lugar de ser común unidad, pasaríamos a convertirnos en común división, y así andaríamos desasosegadas, desorientadas, desilusionadas.

         Comprensión, pues, comprensión, mucha caridad y respeto con todas. Juicios contra ninguna. Respeto a su opinión, aunque nos parezca que carece de valor; no importa, a no ser que esté claramente deformada, porque esto formaría una comunidad desorientada.

         Amma Sinclética decía: «Si vivimos en comunidad, no debemos buscar lo que es nuestro, ni seguir nuestra opinión personal». Y Abba Poimén decía: «La vida en común tiene necesidad de tres prácticas: una la humildad, otra la obediencia y la tercera el amor, y poner manos a la obra». Y añadía: «No podrás cumplir con la obra propia de la comunidad a no ser que quites todo deseo de éxito, de egoísmo; quien permanece en la comunidad debe ver a todos los hermanos como uno solo, y cuidar su boca y sus ojos. Así descansará sin preocupación».

         Y así, hermanas, seremos «la comunidad del amor de Dios —la comunidad arrebatada por el espíritu de caridad divina—, la comunidad que se acoge —incondicionalmente— sin escogerse, la comunidad que vive unida para mejor transmitir a Dios —sus perfecciones, su unidad Trinitaria, su caridad—, la comunidad unida para la alabanza, unida para el trabajo, unida en los problemas, unida entre sí.

La comunidad que progresa en la observancia común, en el estilo de vida propio, sin rivalidades, porque cada Monja es tenida en cuenta como miembro vivo, con sus posibilidades, sus limitaciones de cultura, edad, salud. La comunidad de la armonía, de la dulzura, de la paz. En fin, la comunidad de hermanitas, la comunidad comprensiva —la comunidad con calor de familia espiritual—, siempre joven en el espíritu y en la caridad. Como dicen nuestros Estatutos, que no falte a la caridad al reprender una inobservancia, porque es mayor falta de observancia la falta de caridad, que está sobre toda observancia» (Estatutos 93,1-9). Primero habríamos de preguntar por qué esa falta de observancia.

Hermanas, estoy hablando para Monjas aptas para la convivencia fraterna, como dicen nuestras Constituciones. Aquí reside la obligación del discernimiento de vocaciones, para asegurar la paz comunitaria.

Y terminamos, hermanas, porque se nos va el tiempo, con la exhortación de San Pablo: «Como elegidas de Dios, santas y amadas, revistámonos de un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo [donde siempre hay un “sitio” para acoger al que no es acogido por los demás]; sobrellevándoos, perdonándoos mutuamente, del mismo modo que el Señor nos perdonó. Así también nosotros debemos perdonamos. Pero ante todo revistámonos de caridad que es el lazo de la perfección» (Col 3,12-15).

Parece que aquí a San Pablo todavía se le antoja poco sobrellevarnos, perdonamos, tener un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo, aún le parece poco y todavía nos dice que nos revistamos de la caridad, que es el lazo de la perfección. Parece que quiere decirnos, una vez más, lo que hemos venido reflexionando. Que nos revistamos del amor de Dios, de Dios mismo, porque es Dios quien nos puede unir de verdad con todas las características que menciona San Pablo, sólo su amor divino, que es el que tiene fuerza para superar todas las dificultades que puede haber en una convivencia fraterna, y entender que esas dificultades son las que nos ayudan a formar  nuestra espiritualidad y crecer en virtudes.

Por eso llenémonos de Dios, revistámonos de Dios, del amor que es el lazo de la perfección. Pidámosle que nos muestre las gracias y belleza de su rostro divino, que las grabe en nuestro corazón para que podamos revelar en nuestro comportamiento su bondad, la ternura, la entrega, el amor y el perdón de su corazón, con toda verdad y humildad.

Igualmente, continúa San Pablo: «La paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados». Reinará como consecuencia del amor. Sí, hermanas, porque, «si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, el que no ama a su hermano que ve no puede amar a Dios al que no ve; éste es el mandamiento recibido de él, el que ame a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20s).

Pensemos esto despacio, hermanas, muy despacio. Que el amor sea nuestra primera fuerza en la comunidad, que el amor sea más grande que todas las dificultades en la convivencia fraterna. Que sea nuestra delicia vivirlo. Porque el amor es Dios.

Que María, nuestra Madre y Madre del Amor Hermoso nos ayude a vivir el amor de Dios revertido en las Hermanas. Que nuestro Padre San José interceda ante el Señor, para que nos alcance la gracia de vivir nuestra gran vocación al amor fraterno monástico, con la entrega, sacrificio y eficacia con la que él vivió su amor a Jesús y a María. Que nuestra Madre Santa Teresa Jornet, víctima que fue también del amor, nos ayude a vivirlo. Así sea.

 

VAMOS A HABLAR DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN PARA LLEGAR A LA AMISTAD CON CRISTO:

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE PARA ENCONTRARNOS CON CRISTO EUCARISTIA, AHORA AFIRMAMOS QUE LA FE SÓLO SE RECIBE, SE CULTIVA Y SE DESARROLLA POR LA ORACIÓN: TODOS LOS MÍSTICOS: SANTA TERESA: QUE NO ES OTRA COSA ORACIÓN... SAN JUAN DE LA CRUZ: OH NOCHE QUE GUIASTE...

 

INTRODUCCIÓN

 

         El título completo del libro (no está publicado, está precisamente en imprenta, así que sois lo primeros en conocerlo) tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

         Y esta Iglesia somos cada uno de nosotros. Quiero decir, que no basta decir la Iglesia necesita santidad, sino que esta santidad la necesita cada miembro de la Iglesia, esta santidad debe empezar ya en cada uno de nosotros. Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente.

         El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y la congregación religiosa no son los estatutos, sino los religiosos, y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal. 

         Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

         Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

         Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

         Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

         Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

          Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual.

         Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales»[5].

         Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la prudencia y mediocridad del mundo y de la carne; consecuentemente, esta reconversión personal, sin apoyos doctrinales o ejemplos externos, se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde sólo  Dios amado personalmente sobre todas las cosas, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

         Me cuesta escribir este libro también,  porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales; pero siento algo en mi que me empuja a hacerlo por amor a Cristo y a su Iglesia; alguien  me empuja a ser profeta, y no me gusta,  porque sé que decir cosas desagradables, ser profeta, aunque sea  en el nombre del Señor, sin que se me trabe la lengua, lleva consigo incomprensiones, críticas, sufrimientos; tengo experiencia.

         Y me cuesta finalmente hacerlo porque se que todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tenga de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo, no es el que uno aprendió en teología, sino el que uno vive, especialmente, desde la relación personal con Él por la oración.

         Así que, a pesar de esto y  no ignorándolo, hablaré, porque esto es lo que veo y siento dentro de mí, y lo veo porque es lo que me critico y trato de superar en mí vida personal; es lo que quiero convertir en mí mismo, el primero, y luego, si puedo, como lo sufro y experimento en mi, ayudar y dar un poco de luz y ánimo a mis hermanos, todos los bautizados, especialmente a mis hermanos sacerdotes, ungidos por el Santo Espíritu en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo,  que hemos de conocer, amar, vivir, predicar y celebrar.

         Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia nuestra, actual, incluso para los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

 

1. Y EMPECEMOS A DECIRLO  CON HUMILDAD, QUE ES «ANDAR EN VERDAD», PARA BIEN DE LA SANTA IGLESIA

 

          Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único es la oración, oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

         Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario, y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

         Le falta belleza y atractivo, el de la santidad, el de los santos, a esta Iglesia actual que se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo natural, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

         Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo; pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente, sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, que para esto vino y se encarnó, teniendo cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

         Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar, por misión y encargo, a otros a esta experiencia de Dios, a la santidad, unión con Dios, gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[6]».

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identicazos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

 

         Encuentro el 14-9-10 en Zenit estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

         A la Iglesia actual le falta oración-conversión personal y humildad, andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

         Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos, y al dejar la conversión, hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración, y al dejar la oración, no podemos tener experiencia de Dios ni hacer apostolado auténtico porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas y no podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor; en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche, y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos; de esta forma, impedimos que Dios entre en nosotros  para que podamos sentirlo, ya que el Hijo de Dios encarnado nos lo dijo bien claro: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; pero a Dios hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él.

         Y lógicamente al decir conversión, también estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna», en la que hay que seguir. Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de amar más a Dios y convertirse totalmente a Él.

         A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como sospechoso, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[7]».

         Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva,  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración convertida a Dios, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros, y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo. Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...

                    

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2. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

 

A). Muy claro y alto lo dijo Mons. Rouco Varela:

 

         B). El mismo Juan Pablo II también lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla, en alguna de sus partes, al final de este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero; y, como sacerdote, asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado. En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mis juventud, del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, pero de la de Cristo, no la mía o la tuya,  para hacer esas acciones.

         Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado, es puro profesionalismo porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

         Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

         El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible; y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él sin experiencia de la misma fe, es como si no existiese, porque no se puede comprender, hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

         Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio, para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida. El Hijo, viendo al Padre entristecido, porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

         La Voluntad, el Amor del Padre fue, al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama, y me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria.

         Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino de «que muero porque no muero».

         Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

 

         Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe, la desilusión de los trabajos apostólicos, que percibimos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica, a la fe experimentada, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

         La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión, y, desde luego, poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca, en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en su humanidad prestada, en el Cristo encarnado en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

         El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona, «in persona Christi», a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida.          Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado.  

8. TODO ESTO LO HA DICHO MEJOR JUAN PABLO II EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE, POCO CONOCIDA Y MEDITADA EN SÍNODOS Y REUNIONES APOSTÓLICAS,  Y MENOS PRACTICADA

 

La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

 

<<Un nuevo dinamismo

 

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

 

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

 

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

 

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

 

CAMINAR DESDE CRISTO

 

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga ntroduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

 

LA SANTIDAD

 

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

 

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

 

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.

VÍSPERAS: LA PRIMERA ORACIÓN EUCARÍSTICA QUE ESCRIBÍ EN MI CUADERNO DE PASTAS GRISES

 

Texto de Juan Pablo II en la NMI:

 

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

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Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico hace ya casi cincuenta años, porque me ordené en junio del 1960 y, si Dios quiere, haré mis bodas de oro sacerdotales en junio del 2010.

La escribí en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos, que, junto al Breviario, me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere--. Y ahora te la voy a exponer tal y como la tengo escrita:    

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste. ¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Última Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con Él  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

¡Ven, Espíritu Santo,

te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

DÍA TERCERO

 

6,30 ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

LAUDES:

 

5.1. VIDA INTERIOR Y ESPIRTTU DE ORACIÓN

 

Toda Religiosa está llamado a vivir desde la fe en un ininterrumpido proceso de conversión, de renovación, intentando actualizar el ser y el actuar de Cristo. Es el reclamo de Dios a una renovación constante a quienes ha elegido para ser continuadores de la vida y misión de su Hijo, con el fin de que lleguemos a la máxima identificación con Cristo.

         Y si esto es tarea inacabada de todo Religioso, vosotras, las Hermanitas, lo debéis de llevar a cabo además como una particular exigencia de la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet. Ella era una mujer de Dios e inmersa en la intimidad con Dios, de profunda vida interior y de exigente espíritu de oración. Y ante este estilo de espiritualidad de vuestra Santa Madre, vosotras no podéis quedaros impasibles o contentaros con hacer, de cuando en cuando, sólo algunas pequeñas rectificaciones externas de conducta, y volver después a la monotonía del desinterés.

Tenéis que propiciar un impulso serio, decidido, de más expresiva autenticidad a todo lo más esencial de la vida cristiana: el cultivo intenso de la vida interior. La vida interior radica en una sublime verdad de fe: la presencia de Dios dentro de nosotros. Dios está en nosotros: Dios vive en nosotros! A través de la gracia santificante —como nos dice San Pedro— «participamos de la naturaleza divina», estamos en comunión vital con Dios, con todo lo que es Dios, con lo común de la Tres Divinas Personas.

En consecuencia hay una relación, comunicación y transmisión de vida con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. ¡Somos «morada» de la Santísima Trinidad! (Jn 14, 23)... Es una realidad sublime que, sin quitarnos de ser humanos, nos diviniza, o puede hacer que todas nuestras vivencias humanas tengan una dimensión divina, transcendente, de valor eterno. Podemos decir con plena convicción de fe: «Dios está en mí y actúa dentro de mí. En consecuencia, yo puedo y debo estar en El, conversar con El, vivir de El, actuar con El...».

Este misterio de relaciones humano-divinas hace que un cristiano sincero, y más aún un Religioso o Religiosa consagrado a Dios en el seguimiento de Cristo, además de vivir una vida humana normal con todas sus implicaciones, pueda llevar una misteriosa vida de fe, de unión con Dios dentro de sí mismo, en la que entra en diálogo vital con El hasta poder dejarse impulsar y configurar en todo por la presencia santa de la Divinidad en su existencia normal. Esto es lo esencial de la «vida interior».

En la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet esta convicción de la «vida interior», como vida de intimidad con Dios y como vida de Dios actuando dentro de nosotros y con nosotros, es la base de toda su actitud, tanto en relación con Dios, como consigo misma o con los demás. Con su estilo y con aquella formación y expresiones de piedad propias de su época, ella viene a manifestar que vive personalmente, y desea que aún mejor se viva en su Congregación, toda la Teología de la Espiritualidad Cristiana, enraizada en el cultivo de una intensa «vida interior»... Sólo así se puede vitalizar el amor que una Hermanita ha de expresar a Dios, a sus Hermanas de Comunidad, y sobre todo a los ancianos...

La Santa Madrevivía constantemente unida a Dios, cultivaba intensamente su intimidad, experimentaba la animación propia de quien se sabe interna e intensamente amada por Dios e impulsada por su Espíritu... Hasta tal punto que ella entendía que eso constituía lo primero y principal, la base o fundamento para poder llevar a cabo todas las demás exigencias de su vida de consagración a Dios y de servicio a los demás.

Las Hermanitas que con ella convivieron coincidían en afirmar que la Santa Madre era una persona de profunda vida interior. «Por su porte exterior —dice un testimonio presencial de su vida— daba a entender que su interior estaba siempre en oración y que no le faltaba nunca la presencia de Dios». «Veía» a Dios en todo, interpretaba su voluntad constantemente, obedecía a su impulso íntimo, estaba atenta a cuanto experimentaba en su intensa vida de oración... Gustaba de estar todo el tiempo posible ante Jesús Sacramentado, y en su presencia alimentaba su anhelo de servir y transfundir el amor divino que llevaba dentro a todas las personas con quienes convivía, y particular- mente a los ancianos a quienes atendía (II 880-881)...

 

Puede la Hermanita cultivar muchos aspectos de la vida cristiana que siempre serán precisos para llevar a cabo su misión; pero Santa Teresa siempre os insistirá que por encima de todo la vida interior, el Espíritu de Dios viviendo y actuando desde la intimidad del corazón, debe de ser la base: «Que no se quede atrás la vida espiritual que es lo más importante», os repite (1 237).

Intentarlo constantemente supone: 1.) poner en práctica toda la purificación que sea precisa —abnegación, conversión—; 2°) dejarse guiar por el Espíritu de Dios, dejarse iluminar por su presencia, dejarse impulsar por su amor; y 3) aspirar a vivir y actuar en continua unión consciente con Dios, unión vital que efectúan en nosotros los Dones del Espíritu Santo.

La Santa Madrees consciente de la necesidad de todo ese proceso; lo cataloga como imprescindible. Y ante la intensa actividad exterior, que sabe tanto acosa a las Hermanitas, no duda en deciros: «Hagamos nuestras ocupaciones acompañadas del espíritu de oración...; porque es imprescindible llevar las cargas del trabajo ayudadas con el fervor del espíritu, y éste sacarlo del recogimiento y de la oración» (II 817). Sin este dinamismo de la vida interior es imposible proceder con sentido evangélico en la ardua actividad que requiere la atención a los ancianos desamparados.


¡Oración, mucha oración, mucho espíritu de unión con Dios! Ella os lo reclama:
«Oremos, oremos con fervor. Con la oración se vencen todas las dificultades» (II 818). Sois conscientes de que en vuestro apostolado las dificultades son muchas. Pero dejarán de ser un inconveniente insuperable cuando la intensidad de vuestra oración alimente la vida interior, actualice la presencia actuante del mismo Espíritu de Dios y consigáis que sea El quien os ilumine, os impulse y os haga proceder en todo con amor. Sólo con una intensa vida de oración se puede llegar a obrar con sentido de Dios, revelando el genuino rostro del amor de Cristo, hecho vida en vosotras.

A unas jóvenes Novicias, que a veces se dejaban vencer por el sueño en el tiempo de oración, con sonriente advertencia y amabilidad fraterna Santa Teresa Jornet les indicó: «Hermanitas, si el primer acto del día lo hacemos mal, ¿qué será durante el resto?.. Pensemos que estamos en presencia de Dios y que le ofrecemos nuestras primicias para que durante el día podamos hacer en todo su santísima voluntad» (II 883). De eso se trata: de hacer en todo la voluntad divina; y esto no será posible sin el impulso vital del Espíritu Divino que habita en nuestro interior. En coherencia, hay que renovar el encuentro con esa presencia divina de manera consciente cada mañana en la oración, de manera reiterada repetidas veces durante la jornada, hasta conseguir que nuestra mente y nuestra actuación se mantengan  
experimentando esa fuerza vivificadora divina durante todo el día. ¡Hacer oración de unión con Dios, que impulse a vivir amándole en todo! Manteniendo esa presencia de vida interior, como quien vive la plena confianza en Dios, en santo abandono en su amor de Padre, es como se consigue cumplir su divina voluntad y se puede realizar y aceptar lo que más convenga al Señor (II 718-719).

Junto a la oración de intimidad con Dios, para vivir su presencia en el corazón y desde ahí animar de manera santificante la vida, la Santa Madre en casi todas sus cartas pide e insiste a sus Hermanitas que hagan oración de súplica: que siempre que vayan a servir a los ancianos, precedan, acompañen y realicen su actividad, suplicando ayuda Dios. Quiere que sean instrumentos del Espíritu que actúe a través de ellas. Por eso es preciso mantener la intimidad con El, y habituarse a una constante y frecuente súplica (1 232 Ss; 378 ss). ¡Hay que mantener la eficacia del apostolado fundamentado en la confianza en la oración, «porque encomendándoselo todo a El
—decía-—- alcanzaremos siempre lo que sea más de su agrado»! (1 378).

«Tenéis que sentiros también solidarias con Dios; impregnadas de su presencia y de su vivencia, para ser unidad de amor con El en vuestra actuación asistencial y de apostolado. En ese aspecto, frecuentemente pide Santa Teresa Jomet a sus hijas aprovechar delicadamente tantas gracias actuales, impulsos de bondad y amor, que Dios —desde la intimidad del corazón— continuamente da... «Si el objetivo personal de cada Hermanita, como exigencia y consecuencia de su entrega a Dios y al servicio a los ancianos, así como condición para orar al estilo de Cristo, es lograr la propia santificación, la Santa Madre entiende que este sublime cometido imprescindible no es posible conseguirlo sin una intensa y profunda vida de oración. Oración para ser santas; y oración para obrar santamente en el ejercicio del apostolado con los ancianos. Tenéis que dejaros llevar por el Espíritu de Dios, mantener una vida de recogimiento, de santo silencio interior, como quien está continuamente dirigiendo toda su mente, su corazón y sus obras a Dios. Sólo desde esa intimidad y espíritu de oración —dice Santa Teresa Jornet— se logra obrar con rectitud de intención, caminar hacia la perfección y fraguar la propia santificación» (II 129-130).

Y una recomendación final, muy propia de la espiritualidad de la Santa Madre: vivir la unidad de amor con la presencia eucarística de Cristo. El amor a la presencia de Cristo Sacramentado y el anhelo de hacer reposadamente y con sosiego la Sagrada Comunión era un anhelo diario de la Santa Teresa Jornet, que os inculcó insistentemente. Ella lo consideraba como un acto diario imprescindible para llenarse de Dios, y para vibrar al ritmo de su amor divino en toda actividad humana. Satisfacer esta necesidad imprescindible de comulgar, visitar frecuentemente el Sagrario y vivir la intimidad con Jesús Sacramentado, era para la Santa Madre el mejor regalo que el Señor le hacía, el impulso santificador que le entusiasmaba, la fortaleza ardiente para obrar bien en todo, la «mayor ventaja» —dice ella— del día para poder sobrellevar con amor y optimismo cuanto la voluntad divina permite o quiere en todo instante (II 565-566).

MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

 

(HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, HABLEMOS AHORA Y DIGAMOS ALGO SOBRE QUÉ Y CÓMO ES LA ORACIÓN EUCARÍSTICA)

 

 

3. LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ES «TRATAR DE AMISTAD» CON JESÚS EUCARISTÍA

 

         Y este trato de amistad con Jesús Eucaristía lo hacemos por la oración personal, llamada «mental» durante siglos, para diferenciarla de la oración vocal o puramente externa, sin encuentro de amor.

         Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos (que) nos ama» (V 8, 5). Parece como si la Santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo de todos los hombres. De esta forma, Jesucristo, presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario, en la mejor escuela.

         Tratando muchas veces a solas con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos, con amor extremo, dándose; pero sin imponerse. Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de fe y amistad con Cristo, de aprendizaje y práctica del evangelio, de unión y experiencia de Dios, de perdón y ayuda permanente, de vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. Y de esta forma, esta escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte y nos transforma en llamas de amor viva y apostólica. La presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado para nuestras parroquias, para nuestros hogares, catequesis, trabajo, matrimonio y vida ordinaria.

         Pues bien, de esto se trata en este libro, que quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un libro teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, vida cristiana, liturgia, apostolado...etc. Quiere ser una reflexión sencilla de vida eucarística, de vida de amistad con Jesús Eucaristía, de descubrimiento de su presencia amiga en cada Sagrario de la tierra, desde donde continuamente nos está diciendo:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “Ya no os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Vosotros sois mis amigos”, “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”, “Yo doy la vida por mis amigos”.

         Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencia sacerdotal de almas, grupos parroquiales de hombres, mujeres, matrimonios, grupos de oración... etc.

         Repito: este camino tiene sus particularidades y singularidades. La mayor, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero, si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad externa de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con Él, que poco a poco nos irá descubriendo su rostro, sobre todo en nuestro corazón, donde por el amor le iremos sintiendo más cerca, y nos irá uniendo con Él, tocándole, hasta llegar a fundirnos con Él en una sola realidad en llamas.

         La fe  es la luz de Dios, el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Si Dios nos lo comunica, esto nos supera totalmente en el modo y en el contenido. Y san Juan de la Cruz nos dirá que por eso precisamente, porque nos excede y es la misma luz de Dios, nos deslumbra y nos parece no ver. Y es por exceso de luz, que supera a nuestros sentidos y razón.

         Por eso, al principio, en estas visitas, por estos diálogos, hay que tener paciencia, mientras nuestros sentidos y razón se van adecuando y disponiendo en silencio de sentidos, sin ver ni sentir gran cosa, para dialogar, conocer, y llegar a la unión de amor con el Señor Jesucristo, presente y vivo en el Sagrario,  por ciencia de amor, por noticia amorosa, por fe que se va llenando de ese amor del que está lleno Jesucristo Eucaristía, donde está por amor extremo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor, hasta el extremo de los tiempos.

Esta fe del que quiere unirse a la persona amada, sin ver mucho todavía, hay que pedirla y cultivarla todos los días, especialmente al principio, en que hay que empezar a pasar de una fe heredada, que todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia personal, que nos meta en el diálogo y amistad personal con Jesucristo Eucaristía. Y juntamente con esta fe, desde el primer kilómetro de este camino o trato de amistad, hay que poner la conversión, conversión que debe durar toda la vida; y para mí, que esta es la causa principal de que se deje toda oración verdadera.

Este libro quiere ser una ayuda para amar más a Jesucristo Eucaristía. Lo he escrito pensando en todos los  católicos que tienen este privilegio de poder visitar al Señor sacramentado todos los días o con mucha frecuencia. Jesús está en todos los Sagrarios de la tierra como confidente y amigo, en presencia permanente de amor y amistad, siempre ofrecida, pero nunca impuesta.

         Me gustaría que todos los creyentes, especialmente niños y jóvenes, pasaran todos los días un rato a los pies del maestro y amigo. Y esto es muy fácil: vas andando por la calle, te encuentras una iglesia abierta, y te dices: ahí dentro está Jesús en el Sagrario; voy a entrar un rato a contarle mis cosas, mis penas y alegrías, a rezar por los problemas de mis hijos y familia… Y entras, y ya está. No te digo nada si expresamente sales de casa con este propósito: qué gozada. Lo puse muy claro en la primera página de uno de mis libros; decía así: la mejor escuela de oración: la Eucaristía; el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; el mejor libro de oración y vida cristiana, toda una biblioteca: Jesucristo Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad siempre ofrecida. ¡Qué poco se visita esta biblioteca! ¡Qué poco se abre este libro! ¡Qué poco se dialoga con este maestro y amigo! ¡Si lo visitásemos y escuchásemos con más frecuencia...! Aquí tienes una ayuda.

         Porque el Sagrario es la mejor escuela, el mejor libro, el mejor maestro y el mejor amigo, el mejor gimnasio y el mejor ejercicio para ser feliz, para aprender a amar a Dios y a los hombres, para aprender a sufrir, para tener ayuda y consuelo permanente. Es que todo lo que nos dice el evangelio y la fe es verdad; es verdad que Jesucristo está vivo y resucitado y vive por amor a nosotros en el Sagrario, es verdad que allí le encuentran las almas despiertas y llenas de fe, es Él, y está ahí tan cerca, en el Sagrario, el mismo Cristo de Palestina y del cielo, el que acariciaba a los niños, perdonaba a los pecadores, hablaba con las prostitutas, tocaba a los leprosos, arrastraba a las masas emocionadas…

         El libro que tienes en tus manos es fruto de estos ratos de oración junto al Sagrario, y lo escribo como prueba y testimonio de amistad y agradecimiento al Señor, sacramentado por nuestro amor; y también para ayuda de los que quieran dialogar y tratar de amistad con Él. De Cristo Eucaristía lo he aprendido todo y quiero seguir escuchándole y amándole toda mi vida.

         Para conocer y amar más a Jesús Eucaristía sólo se necesita un poco de fe y de amor, o si queréis, como hablo a  personas ya creyentes, sólo se necesita amar, más simple, querer amar al Señor.

         El que quiere amar a Jesús va a visitarle en el Sagrario, porque ciertamente está en más sitios, como dice el Vaticano II, pero ahí es donde está más real y verdadero, todo entero, con todo su evangelio y salvación, vivo, vivo y resucitado, el Viviente, Alfa y Omega de todo para todos, la Hermosura y la Palabra del Padre para nosotros, en la que el Padre Dios, lleno de Amor Personal y esencial a Él, nos dice en «música callada», en «silencio sonoro» su canción de Amor Personal a los hombres, y nos da todo su Ser por participación de Amor y nos dice la canción de amor más hermosa que ha existido en el mundo, cantada desde el Padre por el Hijo encarnado por la potencia de Amor Personal del Espíritu Santo, su esencia y abrazo infinito de felicidad y de gozo eterno, que quiere ya empezar a compartirlo en la tierra con todos nosotros. Si el cielo es Dios, el Sagrario es el cielo de Dios en la Tierra, porque allí por el Hijo habita toda la Trinidad Santísima.

         El creyente que va a visitar al Amigo que siempre está en casa, ya le está amando con esta expresión de fe personal, simplemente con su presencia en el banco de la iglesia; su presencia ante el Sagrario indica que con su mirada, con su oración, cree, ama y espera en Él, y más tarde o temprano, irá pasando de una fe heredada, más o menos seca, a una fe personal que terminará en experiencia viva del Amado.  Precisamente ésta es la orientación que he querido dar a este libro: invitar a todos los católicos a visitarlo e indicar un poco este camino de oración eucarística, de diálogo y amistad con Jesús en el Sagrario, especialmente en los primeros kilómetros, que hay que andarlos un poco en fe seca, a oscuras de luz y sentimientos, sin sentir ni oír nada o casi gran cosa, sólo barruntándolo por la fe.

         Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro fueron escritas mirando al Sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así fueran también leídas, meditadas y oradas: a los pies del Maestro, como María en Betania.

         Esto para mí es importantísimo, casi determinante. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza y vitalidad. Pensad que muchas  de estas reflexiones fueron escritas hace más de cuarenta años en un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado, ­«contemplata aliis tradere» (predicar a los demás lo que se ha contemplado en la oración; hablar con Dios antes de hablar a los hombres de Dios). Me lo llevaba para anotar lo que el Señor me inspiraba: ideas, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías.

         Este método lo he seguido hasta el día de hoy. Yo hago siempre la oración, todas las mañanas, muy temprano, a solas en la iglesia, mientras la mayor parte de mis feligreses duermen. Hago la oración personal mirando a Jesús en el Sagrario, porque me resulta más cómodo y lógico bajar a donde está Él para hablar y dialogar con Él, porque en el Sagrario y desde el Sagrario me enseña muchas cosas, porque, estando tan cerca, le escucho mejor y me instruye, corrige y me llena de sus sentimientos y aptitudes eucarísticas; ante el  Señor en el Sagrario, me sale espontáneo el diálogo con Él, y teniéndolo tan a mano y entregado y esperándome siempre, no me gusta hacer la oración en ningún otro sitio, porque Él es el Amigo, que siempre está en casa,  que siempre me está esperando.

         Para eso se quedó. Y no quiero defraudarle. Termino: este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía, para el trato de amistad con Él en el Sagrario. Si os sirve para esto,

 

¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!

 

5. NECESIDAD ABSOLUTA DE LA FE VIVA PARA EL ENCUENTRO EUCARÍSTICO  

 

         Queridos hermanos: Me gustaría describiros un poco el camino ordinario que hay que seguir para conocer y amar a Jesucristo Eucaristía: es la oración eucarística o sencillamente la oración en general, de la que santa Teresa…

 

(COMO COMPLEMENTO DE LA FE, PONGO A LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN, DE DIALOGAR Y HABLAR CON CRISTO, “QUE NO ES OTRA COSA ORACIÓN SINO TRATO DE AMISTAD…(Sta. Teresa…, Y PONGO A LA SAMARITANA COMO MODELO DE DIÁLOGO CON CRISTO, CON DOS O TRES PREGUNTAS)

 

1. 3. Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe y del amor

 

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

 

Analicemos el diálogo de Cristo con la Samaritana:

 

Jesucristo llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, donde está el pozo de Jacob. Allí fatigado del camino se sentó junto al pozo, en el borde, pues no tenía brocal. En este marco se va a encontrar con esta mujer, conocida ya para siempre como la Samaritana, símbolo de la humanidad pecadora que tiene sed de Dios pero hay algo más impresionante: Dios tiene sed de ella. Y allí espera Jesús, Dios esperando al hombre.

“Tenía que pasar por Samaria”(v. 4). No era obligatorio geográficamente había tres caminos y dos de ellos no pasaban por Samaria. Ese “tenía” en fuerza de su Amor y de su misión salvadora. Iba en busca de aquella mujer. Está fatigado y cansado. Una vez más, el telón de fondo, como en Caná,  Jesús y la Samaritana representan el diálogo del alma con Cristo Eucaristía. Junto al pozo de Jacob, este pozo del agua material simboliza el pozo, el surtidor del Agua Viva que es el Corazón Eucarístico del Señor, el pozo de aguas infinitas de amor y perdón y misericordia que es el Corazón del Señor, donde está el Agua Viva.

“Era alrededor de la hora sexta”(v. 6). Son estos detalles propios de San Juan. Dirá lo mismo en la Pasión, cuando Pilato saca a Jesús y lo presenta para luego enviarlo a la Cruz, dice también, “era la hora sexta” (Jn 19, 14).

Y así llega una mujer de Samaria a sacar agua. Estaría despreocupada, vendría quizás canturreando, y se encuentra allí con Jesús. Él la está esperando, y aquí también se cumple lo que decía Jesús a Natanael “antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera yo te vi” (Jn 1, 48). Ella no pensaba en Jesús, pero Jesús ya pensaba en ella.

Ella simplemente viene a buscar agua. No es consciente de que Jesús la espera. Como nos pasa tantas veces a nosotros, que vivimos inconscientes de cómo está pesando sobre nosotros el Amor de Jesús, no lo pensamos siquiera. A veces nos enredamos en nuestras preocupaciones o nos sumamos a esa gente que «va a lo suyo».

Vio a aquel hombre judío, cansado, pero nunca se atrevería ella a dirigirle la palabra, ni a ofrecerle agua. Eso no lo haría jamás. En el pozo, mirándole a un lado, coge la cuerda, baja el cántaro hasta el fondo, eran unos treinta metros de profundidad, y lo saca sin ofrecerlo.

Jesús rompe el silencio con aquella expresión impresionante: “Dame de beber”: DIOS se muestra necesitado del hombre; ¡Dame de beber! Es la humildad de Jesús. Es Él, el que es Dios, quien pide un favor a una mujer samaritana. Su bondad y mansedumbre están en esta frase. ¿Cómo se puede decir de una manera tan sencilla? ¿Cómo se puede abrir un corazón así?

Muchas veces se abren más los corazones pidiendo un favor que haciendo un favor, pero nos cuesta pedir un favor, mostrándose uno necesitado. Muchas veces no llegamos a hacer cosas por no pedir un favor, por no abajarnos a eso. Hermanas, imitemos al Señor, no tengamos miedo a mostrarnos limitados, necesitados de los demás, Jesús nos da ejemplo de humildad y verdad.

“Dame de beber!”Es el deseo humilde de Dios que se muestra necesitado del amor del hombre, Tengo sed, dame de beber, es sed de Dios, es sed de dar el Amor de Dios, su mismo Amor, su Espíritu Santo (cf. Jn 7, 39). Con ese amor Dios nos ama y tiene sed del amor de su Criatura y por eso permanece en cada Sagrario de la tierra, con amor extremo y ofrecido, con los brazos abiertos hasta el final de los tiempos. Y no le daremos ese amor, y no pasaremos ratos de amor junto al Sagrario en diálogo de amistad y confianza, en el Sagrario donde Cristo nos muestra su sed de los hombres, de sus criaturas salvadas con sangre de amor y entrega total.

El Sagrario es Dios con sed de amor de sus criaturas de todos los hombres.  Dios tiene sed de ti, de tu amor, como del amor y salvación de la samaritana. Desea que le ames, que le digas: Cristo Eucaristía te amo, te  amo, te amo, sólo eso, aunque seamos pecadores. Estando en el Sagrario, sin decir palabra, nos está diciendo a voces sus deseos de amor: Tengo sed de ti. Tiene sed de tu amor y de tu bien, de tu amistad y salvación. Quiere hacerte feliz, como a la samaritana; hacerte feliz, más allá del agua material, de los bienes terrenos: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… Está hablando el redentor, el Hijo de Dios que ha venido en nuestra búsqueda, que viene en busca de aquella mujer y le expresa su sed interior, aquella que aparece también en la cruz, cuando Jesús grita: Tengo sed, sed que se expresa de una manera gráfica en el Corazón traspasado por la lanza.

Querida hermanita de los pobres, Dios está necesitado de tu amor, es el pobre más pobre y abandonado en todos los Sagrarios de la tierra, Él se ha querido quedar ahí, por realmente, no es metáfora, o poesía, Cristo ha querido necesitar de nuestro amor para ser totalmente feliz, así lo ha deseado y no lo será si tú no le das lo que él tanto desea y espera.  Dios tiene sed de tu amor. Sed de tu Amor Personal. Esto nos resulta incomprensible, pero es verdad, es verdadero, porque nos ama con amor de amistad, dice Santo Tomás de Aquino, y el Señor busca nuestra correspondencia de amor (cf. S.Th. 1, q. 20, a. 2, ad2m), por eso se encarnó y murió en la cruz y san Pablo lo descubrió y vivió: Para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este, crucificado... todo lo considero basura comparado…

El Señor busca nuestra redamación, es decir, nuestra correspondencia de Amor. El amor de amistad es amor mutuo. Al amarme como amigo, no puede no desear que yo le ame: Y por eso tiene sed de mi amor y esto es difícil de entender para nosotros.

Nosotros no queremos o no somos capaces de comprenderlo, porque si comprendiéramos cuánto desea Dios que le amemos no ahorraríamos ningún esfuerzo por saciar esa sed, la sed de Dios. Cómo el Dios infinito va a necesitar de mi amor, de una simple criatura. Pues sí, porque él ha querido necesitar de tu amor, y Él lo tiene todo menos tu amor si tu no se lo das. Y ese amor de Dios es el único que no hace felices, el único, porque el hombre está hecho de tal manera por Dios que no puede saciarse con migajas de criaturas, sino sólo con la hartura de la divinidad. Preguntárselo a todos los que han llegado a sentirlo, a todos los cristianos que llegaron a este amor, a todos los santos, místicos, religiosos o simples cristianos.

¿Me das de beber?Es admirable. Jesús se acerca fatigándose, a través de la vida y pasión, a ese lugar de Samaría, buscando a fe de aquella mujer. Y ante esta propuesta, ella, reacciona desde su nivel humano: “cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber que soy una mujer samaritana?” (v. 9). Él está en un nivel más alto, y nosotros en otro más bajo y no comprendemos; pero la fe es la que no ayuda a superar todos los obstáculos mediante el amor, porque la fe es creer que Dios nos ama y no ha creado por amor amor y para vivir en eterno amor. De ahí el sentido de la vida religiosa, de los votos de amor y por amor. Quiere elevarnos, pero no respondemos todavía y Él no nos abandona, sino que es constante y acaba por elevarnos.

En un diálogo no se trata de convencer al otro, ni de obligarle a que acepte, ni de enmendar lo que plantea. Jesús va dejando caer los temas poco a poco. La iluminación raras veces es instantánea, suele ser lenta, pero es necesaria a constancia de esa presentación. Jesús es también modelo en esto.

Si ella comprendiera que es Hijo de Dios entonces su asombro sería absoluto ¿Cómo tu que siendo Dios me pides de beber a mí que soy un pecador? Este es el asombro ante la Misericordia de Dios. El amor misericordioso que ha venido no a condenar sino a salvar y ahí está el fondo de toda la vida cristiana. Dios que me pide a mí que me fije en Él, con esa actitud de humildad, siendo Dios habla con nosotros, nos pide favores, eso es lo que nos admira a nosotros.

Jesús le responde: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ¡Dame de beber! Tú le pedirías y Él te daría un Agua Viva” (v. 10). Le está indicando que su sed es sed de dar el Agua Viva, pero tiene que conocer el don de Dios. Si lo conocieras tú lo pedirías. Y El empieza a elevar la conversación, el contenido, el diálogo muy alto, sencillamente elevado. Viene a decirle tú me consideras un buen judío, si conocieras el don de Dios y quién te pide de beber.

Ese don de Dios es Él, Canción de Amor en la que el Padre no canta todo su proyecto de amor sobre el hombre, hecho luego carne triturada por amor y pan de Eucaristía: el don de Dios es su Hijo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo...” (Jn 3, 16). Lo había dicho en el diálogo con Nicodemo: .

Esa agua viva más adelante será el Espíritu Santo.

Cuando diga “si alguno tiene sed que venga a mí y beba, de su seno brotarán torrentes de Agua Viva” (Jn 7, 38), ...hasta el conocimiento de su Don.

“Si conocieras el don de Dios...” (v. 10), tú le pedirías? ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que en el fondo tú tienes deseos de esa agua. Lo que falta es concretar ese deseo, saber que es deseo del Agua Viva.

Muchas veces nosotros sentimos una inquietud pero no sabemos cuál es el objeto. Cuando un niño se siente mal no sabe que le falta agua, que lo que tiene es sed. Su madre sí, conoce la necesidad y enseña al niño a saciar su sed. En la juventud existe ese deseo del que habla San Agustín: “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1, 1). Pero no sabe localizar que lo que le falta es ese Don de Dios, si lo conociera, lo apetecería conscientemente.

La gran misión de la Iglesia es hacer este bien a la gente: darle a conocer de tal manera ese Corazón de Cristo, que entienda que lo que tenía dentro y lo que le inquietaba: la necesidad que tenía de Él. Debemos presentarlo así, como esa satisfacción de una necesidad interior. Entonces, la pedirán.

“El que beba de este agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna”(y. 14). La Palabra aceptada se hace vida, una vida que desemboca en la Vida Eterna, “salta” hasta esta. El que la acoge ahora vive de la eternidad y le va acercando, elevando a la eternidad.

“Si conocieras...”:es el deseo del corazón del hombre, que está inquieto buscando al que muchas veces no conoce: a Dios que se hace don para él.

Entonces le dice: “dame de ese agua para que no tenga más sed ni tenga que venir aquí a sacarla” (y. 15). ¿Qué había entendido? Quizás no mucho. No creamos que siempre tengamos que entender todo. Suele ser así, primero un concepto imperfecto, uno se familiariza y luego las cosas van matizando y van quedando más claras. Algo ha captado, de hecho ella le pide: “dame de esa agua”. Al menos entiende que lo que le ofrecen es mejor que lo que tiene.

Jesús se la va a dar, ya la ha pedido, la va a satisfacer. Pero no imaginemos nunca que los dones de Dios sean automáticos. No pensemos que si en la oración pido un corazón puro al salir ya tengo que haberlo obtenido. La petición en general no es nunca un seguro para los vagos.

El que quiere salud debe ir al médico. Puede pedirla a Dios, pero después debe procurar los medios ordinarios. Dios atenderá su petición por medio de estos. Por ejemplo, iluminando al médico. Sería un error pedirla de manera milagrosa. El Señor suele respetar el curso de las cosas, eso requiere un proceso.

Ella le dice: “dame de esa agua” (v. 15). Petición que se atiende pero requiere un proceso. No es simplemente que le da ya esa agua, Jesús la prepara, no la da d repente; el camino es la oración, la oración, pasar todos los días a dialogar con este mismo Cristo sediento de nuestra amistad en el Sagrario; el camino es la oración, solo la oración, yo no conozco otro camino.

 

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quienconfesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que vive en amor  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme solo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

MISA

HOMILÍA DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

 

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

LA CUMBRE DELA ORACIÓN: SAMARITANA, EL TABOR Y PENTECOSTÉS

 

EMPIEZO EVOCANDO EL TABOR, PORQUE PARA DEMOSTRAR QUE NO SE TRATA DE VER FÍSICAMENTE, SINO ESPIRITUALMENTE: El TABOR- PENTECOSTÉS.

 
“Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén.        Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle. Y, cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc 9, 28-36).


         En esta experiencia de gracia del Tabor, los discípulos escogidos por Jesús, sienten la seducción del más bello entre los hijos de los hombres, escuchan la voz del Padre que les pide seguir al Hijo y se sienten envueltos por la nube del Espíritu.
Elijo el episodio del Tabor como el pórtico de entrada a todas las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales, porque aquí es donde la voz del Padre ha revelado al Hijo y porque aquí es donde Jesús ha vivido con sus discípulos una experiencia que los prepara y capacita para comprender más tarde la verdad de la pasión y el camino que les llevará a la cruz y a la resurrección.

         Ellos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos. Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con ellos y para que se sientan y se realicen en el Hijo, como los hijos predilectos del Padre, llamados al desierto de la oración (interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación), a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con ellos. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de experiencia de gracia, donde vamos a transformarnos haciéndonos los verdaderos discípulos de Jesús.

         Quiero comenzar contemplando esta historia evangélica, actualizándola, para que también aquí y ahora, la palabra de Dios, sea creadora de una experiencia religiosa. La composición de lugar de un episodio bíblico nos ayuda, ya que con ella cada uno se hace a sí mismo parte del misterio que vamos a contemplar. Es oír lo que Jesucristo nos dice, en nuestra propia situación existencial; es ver lo que él quiere realizar hoy en nosotros y mediante esta experiencia religiosa que produce en nosotros “lo que se escribió para enseñanza y consuelo nuestro” (Rom 15, 4). Es aprender a ser testigos de Cristo y a elaborar nuestra propia respuesta dentro del tiempo en que nos toca vivir y con los medios históricos que tenemos a nuestra disposición. Comenzamos nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, la palabra de Dios sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida.

         Pero es especialmente en san Lucas donde se halla una teología extraordinaria del hoy salvífico. El tiempo presente es el hoy de que disponemos para salvarnos, para ser felices. El tercer evangelio lo usa con frecuencia relacionándolo con Jesús. Así los ángeles dicen a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (2, 11). Jesús se aplica la profecía de Isaías: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (4, 21). Las gentes proclaman asombradas ante los milagros del Señor: “Hoy hemos visto cosas admirables” (5, 26). A Pedro le dice Jesús: “Hoy no cantará el gallo antes que me hayas negado” (24, 34), y al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23, 43). De este modo los evangelistas expresan su convicción profunda de que Jesús es contemporáneo de todos los hombres. Ahora sigue llamando, hablando y salvando a los que desde siempre ama.
El mismo Dios que se ha revelado a través de una serie de sucesos pasados, continúa revelándose en el presente. Esta actualidad de la palabra de Dios la hace la guía normativa más eficaz de la experiencia religiosa cristiana.

 

Actualicemos esta escena evangélica


         Veamos y escuchemos. Ver y oír es un díptico frecuente en la Biblia para hablar de las realidades celestes. Miremos a Jesús “con sus vestidos resplandecientes”, tan blancos que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo (Mc 9, 3).

         Sintámonos elegidos, arrancados del ambiente en el que vivimos y llamados a subir con él al monte santo. Otros se han quedado en Darburiye —así se llama el pueblo que está en la falda de la montaña donde han permanecido los demás apóstoles y los discípulos— y, que es el símbolo del lugar habitual de la vida, con las preocupaciones cotidianas y quizá envueltos en la rutina.

         “Dijo Yahvé a Moisés: prepárate... sube, al amanecer, al monte Sinaí. Allí, en la cumbre del monte, te presentarás a mí. Descendió Yahvé, en forma de nube, y se puso allí junto a él” (Ex 34, 2.5).

         Nosotros nos encontramos allá abajo, en la rutina. “Prepárate. Sube”. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Pero nosotros hemos de subir.

         Llegamos cansados a este retiro. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “«Si quieres, puedes seguirme...Si alguno se quiere venir conmigo... Estoy a la puerta y llamo... «Si alguien me abre». Es el dulce huésped del alma.

         El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

         La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.

         Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: “tomar la cruz, negarse a sí mismos”. Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

         Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oyeron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

         Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

         Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu santo descendió sobre ellos.

         La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

         Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte en nuestro mundo.
         Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. Y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

         Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino7.

         La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

PERO A PESAR DE HABERLE VISTO Y HABLADO DE LA MUERTE Y PASIÓN, CUANDO LLEGA, TODOS LE DEJAN Y PEDRO LE NIEGA, SÓLO JUAN PEMANECE, EL MÍSTICO.

AHORA EXPONGO PENTECOSTÉS

LA IGLESIAHANACIDO DE LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS, ha nacido de la experiencia del amor de Dios, “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”.

 

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia. No hay experiencia de Dios,  nota esencial y constitutiva  de la Iglesia y de su misión

 

La Iglesiaes proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

         La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

         A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:“Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

         Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

 

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

 

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

 

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

 

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

         Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

         La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

         Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

         Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

         Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

         En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.          Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

 

 

5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido

 

         Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

         Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

         Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

         Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

         Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

         Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta PastoralNovo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

         Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.         En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

         Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

         «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[8]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[9].

         Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[10].

         Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

         Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:

«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[11].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[12].

 

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

 

         Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en».

De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor.

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.
Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor[13].

5. 3. Este mismo Espíritu Santo de Pentecostés, Espíritu de Cristo resucitado, vino también sobre Pablo y todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán 

 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

         Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todoslos días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

 

 

 

 

VISPERAS:

 

UNIDOS POR ELLAS A LA LITURGIA DEL CIELO

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

         Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

         Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

         Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

         ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

 

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

 

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

 

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

 

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

 

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

10,30: ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

Jesús, antes de marcharse, instituyó como misterio total de su vida y misión la Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conseguir por su vida, rematada con la pasión, muerte y resurrección. 

 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

         Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

         A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

         A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

 

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

         Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

         El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

         Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

         Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

         Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

 

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

         Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

 

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO.

 

Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

         La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

         Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

         Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa.  

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

         Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

         En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

 

 

TERCERA PARTE

 

LA ESPIRITUALIDAD DELA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

 

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

         Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

         Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

         Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

         Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

         Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

          Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

         La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

         Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                 

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...” Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.        Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 

          “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

 

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

 

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

 

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

14. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXIGENCIA DE CREACIÓN, RECREACIÓN, BAUTISMO, ORDEN SACERDOTAL Y APOSTOLADO EN EL ESPÍRITU DE CRISTO

 

         Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo ( Adv. Haer. 4, 20,7).

 Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero). Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado y he sido creado para amar en Dios.

Me parece que en estos tiempos se insiste poco en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres, que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos: la Experiencia del Dios vivo y verdadero, Uno y Trino:

         «La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El «quaerere Deum» y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo» (BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60).

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He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, de cierto desencanto de la fe, de los creyentes teóricos, la mayor necesidad y a la vez la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; por otra parte y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que se ha quedado sin Dios, sin experiencia de Amor; que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios.

Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos y los vecinos no existen, porque no existe Dios Amor en este mundo, lleno de sexo, pero falto de la experiencia de un Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor” y fuente del amor verdadero.

Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida. Y no basta saberlo, hay que vivirlo.

Y esto lo tenemos poco en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Pentecostés, como existió en la Iglesia apostólica y de los Padres de la Iglesia, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia de Dios a este mundo secularizado; ¡qué homilías y sermones más maravillosos sobre el Espíritu Santo y la experiencia de Dios en los primeros siglos de la Iglesia!

Olvidamos, por el bajo nivel de fe de nuestros cristianos actuales, que, por el sacramento del bautismo hemos sido injertados en Cristo resucitado, en su vida y gozo y sentimientos, de los que participamos por la vida de gracia, la misma vida de Dios.

El Vaticano II nos dirá que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a la unión de amor con Dios, a la unión transformadora en Dios, a la visión de Dios, a la felicidad eterna en Dios Trino y Uno. Y para hacer a todos los hombres partícipes de esta gracia y experiencia eterna de Dios que empieza aquí abajo, existe el sacerdocio; los sacerdotes somos presencias sacramentales de Cristo, prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal, o si quieres, los sacerdotes prestan a Cristo su humanidad, su palabra, sus manos, sus sentimientos, su amor, para que Cristo puede seguir cumpliendo el proyecto del Padre, la salvación eterna, llevarlos a todos a la visión intuitiva y eterna en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y esto, si llega a realizarse, se siente y se experimenta. Claramente en los santos. Pero es que todos estamos llamados a esta identidad de vida y sentimientos con Cristo, Único Sacerdote del Altísimo.

Como consecuencia, las ovejas tienen derecho, por proyecto del Padre y del Hijo, y los sacerdotes tenemos la obligación por el Sacramento del Orden, de tener y sentir y vivir los mismos sentimientos de Cristo, o dejar que Cristo los viva en nosotros y a través de nosotros, que es lo mismo.

Las ovejas de Cristo, los bautizados, tienen derecho a exigirnos esta santidad, esta vivencia, esta experiencia de Cristo en nosotros, en razón, tanto de creación por el Padre, como de recreación por el Hijo: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”;  y nosotros tenemos el deber, la misión y la obligación, por el sacramento del Orden, que nos hace ser y existir en Cristo, a tener sus mismos sentimientos, esto es, a vivir en Cristo, a  tener experiencia de lo que somos y existimos, de nuestra identidad en Cristo, de sentir los gozos y vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo... me alegro hasta en mis debilidades, porque así habite en mi la fuerza de Cristo... todo lo puedo en aquel que me llena con su mismo fuerza...”.

Esta misma obligación aparece muchas veces en el evangelio, en los mandatos y recomendaciones de la predicación de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... como los sarmientos están unidos a la vid, así vosotros en mí... sin mí no podéis hacer nada”.

Sin mí no podéis ni debéis hacer nada; y para esto, para no convertirnos en unos profesionales de lo sagrado, necesitamos, por mandato e institución sacerdotal en Cristo, tener experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, necesitamos la experiencia de Cristo en nosotros o nosotros en Cristo para saber, saborear, gustar, comprender, porque no se comprende hasta que no se vive, necesitamos la vivencia de lo que hacemos, predicamos o celebramos.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes…etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según san Juan de la Cruz.

Pregunto a los cristianos bautizados en Cristo: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó? ¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo?.

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero manifestarte que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». 

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, san Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al «sentido», esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios.

Al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino que ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo, necesita tu experiencia, la vivencia de tus sentimientos, necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste. Y este Espíritu es tu experiencia de amor, tu mismo amor sentido y vivido en nosotros, es experiencia de Pentecostés, como en los Apóstoles.

Termino con esta oración de la Beata Isabel de la Trinidad que rezo y medito e interiorizo todas las mañanas en mi oración y que ella compuso de una tacada y sin correcciones el día de su profesión religiosa como Carmelita:

 

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 

Oh Díos mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierta en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñada para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz ¡Oh amado astro mío! fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

Y vos, oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

Oh mis Tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a Vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en Vosotros, hasta que vaya a contemplaros en vuestra Luz, en el abismo de vuestras grandezas.

 

(Sor Isabel de la Santísima Trinidad, 21 noviembre 1904).

4, 30: MEDITACIÓN DE LA TARDE

AÑADO y tomado de mi libro LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

 

D) Pero para todo esto, para enseñar este camino, para formar  y poder dirigir en este camino de experiencia de Dios, hay que recorrerlo primero

 

         Preguntádselo a cualquier santo, quiero decir, a todos los santos. Y como hemos hablado de atender a los necesitados, preguntarle a Madre Teresa de Calcuta de donde sacaba ella y su Congregación la fuerza para atender a los pobres: «He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta, Sal Terrae  2002, p. 91). Me gustaría que esta advertencia de la Madre Teresa de Calcuta la tuvieran muy presentes todos los obispos del mundo cuando han de elegir superiores y formadores de sus seminarios y que esto estuviera presente en todas las escuelas y noviciados y pedagogías de formación sacerdotal o apostólica.

         En nombre vuestro, se lo he preguntado a santa Teresa de Jesús, a san Juan de la Cruz, que son maestros en esta materia... y más recientemente a la Beata sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia... etc., porque son infinidad, y todos me han dicho lo mismo, porque lo han recorrido y experimentado; todos los santos de la Iglesia afirman que  este camino es la oración, la oración, sobre todo, la oración eucarística; pero no una oración primera e iniciática u oración en primeros pasos y grados, que está muy bien, pero que nos permite vivir todavía con defectos e imperfecciones graves; me refiero a la meditación, a la llamada «oración mental». Para la experiencia de Dios y sus misterios, hay que subir un poquito más arriba, hay que purificarse y dejarse purificar más por la «lejía fuerte» del amor de Dios, por lo menos hasta la oración afectiva; y si el Señor quiere y nosotros colaboramos, hasta la oración infusa, porque la infunde Dios en nosotros, no la fabricamos con nuestras reflexiones o ideas; hasta la oración pasiva, hasta ver los resplandores del Tabor.

         Para llegar a esta oración hay que sacrificarse un poco más; convertirnos más a la voluntad de Dios y cumplir más perfectamente sus mandamientos; vaciarnos de nosotros mismos para que habite Dios en plenitud: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; hay que esforzarse por no quedarse en el llano de la mediocridad, como el resto de los Apóstoles y subir por la montaña de la oración, con conversión permanente, como Pedro, Santiago y Juan; los que se quedaron en el llano, no vieron a Cristo transfigurado.

         La culpa de que no lleguemos a esta experiencia y la oración se haga rutinaria y nos canse y a veces nos aburra y la dejemos, es la falta de conversión permanente, es que no queremos vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras idolatrías; y entonces no cabe Dios en nosotros, aunque siempre está deseándolo y para eso nos soñó en su seno trinitario desde toda la eternidad, y roto este primer proyecto de amor, envió a su Hijo que vino en nuestra búsqueda para encontrarnos; para eso es la Eucaristía y su presencia permanente eucarística:  para abrirnos las puertas del cielo, de la Trinidad en la tierra por su presencia en el Sagrario.  Estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe «ni Dios». Parece blasfemo, pero es la verdad.

         Ahí, en el Sagrario,  está Cristo Eucaristía, el Verbo de Dios, Jesucristo, en Eucaristía y ofrenda permanente, en obediencia total, adorando al Padre, con amor extremo a Dios y a los hombres, hasta dar la vida. Es una presencia dinámica y permanente del sacrificio, de la misa ofrecida, no meramente estática. Fíjate, hermano sacerdote, la cantidad de belleza y misterios de vida que nos está enseñando el Señor con sola su presencia, sin decir palabra, en «música callada», que diría san Juan de la Cruz.

         El Sagrario, el pasar ratos largos junto al Sagrario, «estando (o hablando) con el que nos ama», no es una presencia piadosa, una devoción particular más, para almas piadositas y devotas, poco «comprometidas», y apostólica, o algo parecido; no; es una presencia única y totalmente centrada en el corazón apostólico de la Iglesia, dinámica y activa, absolutamente necesaria y esencial para todo sacerdote, para todos los que quieran vivir y emplear su vida al estilo de Cristo, buen pastor; para todos los sacerdotes verdaderos y no puramente profesionales, adoradores de Dios Trino y Uno “ en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor  y Verdad revelada del Hijo, en obediencia total al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

Así lo está cumpliendo allí el mismo Cristo en presencia «memorial», el Único Sacerdote  del Altísimo, con el cual tiene que identificarse en su ser y existir todo sacerdote, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, si es que quiere ser sacerdote de Cristo, y no de sí mismo; si es que, aunque no lo viva, sabe por lo menos de qué va el sacerdocio católico.

Para saber esto, basta estudiar un poco de teología. El vivirlo, ya es otra cosa; por lo menos a mi me cuesta a veces. Y es lo de siempre: hay verdades, realidades que no se comprenden hasta que no se viven, aunque tenga uno un doctorado en teología. Y si no se viven, terminan por olvidarse en su sentido propio y espíritu, y las vivimos según la carne. La eucaristía es la fuente del sacerdocio y del amor  y apostolado auténtico, no meramente oficial.

         Toda la vida de un párroco se define desde el primer día de estar en la parroquia, por su comportamiento con el Sagrario, con Cristo Eucaristía. ¡Es el Señor! No un trasto más de la Iglesia o un recuerdo o una imagen. Si no lo valoras y lo amas, si te aburre Él en persona, no sé cómo se pueda entusiasmar luego a los hombres, niños y jóvenes con Él.

         Mirando al Sagrario se demuestra la profundidad de la fe; si uno cree que es Dios, Cristo mismo en persona, “por quien todas las cosas han sido hechas”, y único Salvador del mundo, quien mora en él.

         Mirando al Sagrario se demuestra el concepto que cada sacerdote tiene de apostolado; y el concepto que tiene de apostolado es el concepto que tenga de Iglesia; y el concepto de Iglesia, es el concepto y o la vivencia que tenga de Cristo, y el concepto de Cristo es su vivencia de Eucaristía por la oración personal, lo que vea y experimente en sus ratos de oración eucarística y Plegaria Eucarística: «que es centro y culmen de toda la vida de la iglesia... fuente de toda vida apostólica y meta de todo apostolado» (Vaticano II).

         Sin vivencia de Eucaristía por relación personal oracional, sin ratos largos de sagrario para llevar las almas de los fieles hasta allí, poco valen a veces tantos organigramas y dinámicas y acciones que llamamos apostolado, que muchas veces no llegan hasta la persona misma de Cristo, sino que nos pasamos toda la vida hablando de verdades, aunque sean verdades, y no llegamos hasta las personas divinas, hasta su persona, hasta Cristo en persona, y por eso, muchas de nuestras dinámicas y apostolados no pasan de la puerta de las reuniones, donde las hemos tenido, porque les falta el alma, el encuentro personal, el Espíritu de Cristo, nos falta experiencia personal de amistad con Cristo vivo, pero vivo, no recuerdo, que eso es la oración eucarística, el diálogo permanente con Jesús en el Sagrario, porque la oración es y debe ser «el alma de todo apostolado», que así se titulaba un libro muy leído en los seminarios en los tiempos de en mi juventud.

         Sin pasar ratos ante el Sagrario, querido hermano sacerdote, no sé cómo podremos entusiasmar a la gente con Él, y convencer a la gente de Él, que siempre está esperándonos con los brazos abiertos. El mejor apostolado y predicación es el ejemplo de la propia vida. Por eso, el sacerdote no puede faltar a esta cita diaria de fe y amor.

         Es que para eso se quedó precisamente en el pan eucarístico: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. No le defraudes. Una simple mirada y se entrega por nada ¡Está tan deseoso de nuestra amistad, de nuestra salvación, de la salvación de todos nuestros feligreses! No olvidemos que para eso se encarnó; para venir en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad y amistad que empieza aquí abjo. Te ama tanto; ama tanto al Padre y su proyecto de amor a los hombres;  te necesita tanto a ti, querido hermano sacerdote, para seguir predicando y salvando.

Nuestra vida es más que esta vida; hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios. Y a Él le duelen tanto los hombres, su salvación eterna, que por eso se quedó tan cerca de nosotros. Es lo único que le importa en el Sagrario; es el deseo y el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Y allí sigue Él entregando su vida por todos los hombres.

Si creemos en la eternidad, en lo definitivo, en lo que vale un alma, y nos preocupa más que todo lo que sea del tiempo, tenemos que ser almas de Sagrario. Porque somos en Él y por El sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades, las de nuestros feligreses, de ese siempre, siempre, siempre para el que el Padre nos soñó y nos espera.

         Sin esta experiencia eucarística, no puede haber experiencia de Dios, ni auténtico  sacerdocio de Cristo en nosotros y por nosotros, ni verdadero apostolado de almas, ni amor de Cristo a los hombres, porque es Él el que nos lo tiene que dar, ni lógicamente, verdadero y sincero amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado en persona, no mero recuerdo o idea o palabra que predicar.

         Todos los cristianos, por el santo bautismo, hemos sido llamados a la santidad, a la unión plena y transformativa con Dios. En Cristo Eucaristía es donde está Dios Padre esperándonos para mostrarnos su rostro lleno de Fuego de su mismo Espíritu Santo, para revelarnos y cantarnos su Canción de Amor Personal a cada uno de nosotros personalmente en su Palabra o Verbo o Revelación del Hijo, en el que nos lo expresa todo y nos está cantando desde toda la eternidad su sinfonía de Amor Personal, escrita en pentagramas de matices y notas personales de vida, belleza y armonía trinitaria, que se escuchan en  «música callada» de oración silenciosa de «quietud», sin palabras, especialmente en oración eucarística, donde nos está diciendo y expresando todo el amor de un Dios infinito que lo tiene todo, buscando el amor de sus criaturas que no pueden darle nada que no tenga, porque dejaría de ser Dios, y tanto amor sin mover los labios, sólo con su presencia de amor, esperando una simple mirada de fe por parte nuestra para entregarse totalmente. Está tan deseoso, porque está tan olvidado, a veces hasta de los suyos, de los que le predican y dicen que le han entregado toda su vida...  como si fuera un trasto más de la Iglesia.

         Muchas veces, en mi oración junto al Sagrario, oigo al Señor que me dice: Pero ¡cómo me tienen tan olvidado algunos sacerdotes! ¡si estoy aquí para decirles lo que le amo!  estoy aquí para amar y no vienen a verme y pasan de largo y luego se atreven a hablar de mí... pero si ése no soy yo... es que llevo años  (y aquí puedes poner los que quieras, 10, 20, 30, 40, 50... años) y no se ha parado ni una sola vez para decirme: Te quiero, Cristo. Gracias.

         Cuando les veo venir hacia la iglesia, después de tanta soledad humana, porque cerráis en exceso mi presencia en las iglesias, y vienen para celebrar la misa conmigo, me alegro y nada más abrir la puerta de la iglesia, abro mis brazos para abrazar a mi sacerdote, y qué decepción, pasa de largo y ni me saluda y me quedo con los brazos abiertos.

         Y celebra la misa; y ni una palabra personal de amor, de comunión con mis sentimientos, y fíjate que, al celebrarla y hacerla presente, digo a través de vosotros: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, y algunos sacerdotes no se acuerdan de mí, de mis emociones y entrega, de mi ilusión por abriros las puertas de la eternidad con nosotros en Trinidad.

         Es más, Gonzalo, algunos entran  y salen sin saludarme y se portan y hablan como si estuvieran en la calle, como si en el Sagrario no estuviera yo esperándole en amistad permanente y ofrecida.

         Menos mal que en algunas parroquias encuentro compañía, amor, ternura, entrega... qué gozo tengo de haberme quedado con mis hermanos los hombres para llevarlos al encuentro con el Padre. Y como soy el mismo en todos los Sagrarios, la soledad de algunos queda suplida y millones de veces superada por las compañías de otros.

         Y mira que  con poco me conformo. Porque yo no necesito de nada. Yo soy Dios. Pero me da pena no llenaros de mi gozo. Para eso me quedé en el Sagrario. Y por nada, con una simple mirada de fe o de amor, no digamos con algún rato de oración, me entrego del todo.

         Díselo a mis sacerdotes. Les sigo esperando. Les amo, porque les amo con el mismo Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con amor eterno de Espíritu Santo». 

         Todos los santos fueron eucarísticos, hombres de oración eucarística. Ni uno solo que no pasara largos ratos junto a Él en el Sagrario. Preguntádselo a los que viven esta experiencia, a los que con san Juan de la Cruz, adoraron la Trinidad en el pan eucarístico: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche», por la fe. Y al contemplarla, no solo meditarla, llegan a decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

         Para eso escribo este libro; para hablar  claro del sacerdocio y de su relación esencial con Cristo Eucaristía por la oración personal permanente que se mantiene viva y nos lleva a la experiencia permanente de lo que somos, celebramos y predicamos, de nuestro ser y existir en Cristo Único Sacerdote del Altísimo.

         Y hablo claro de su amor eucarístico, del amor de Cristo en el Sagrario a cada hombre hasta el final de los tiempos. Yo soy testigo de todo lo escrito. Lo digo con toda humildad, que es decirlo, con toda verdad. Por si pudiera ayudar un poco en este sentido, en esta amistad con el «Amor de los amores». Porque en mi vida cristiana y sacerdotal todo se lo debo a la oración, quiero decir, a Cristo conocido y amado en la oración eucarística, mirando al Sagrario.

         Me gustaría que todos mis hermanos los sacerdotes pudiéramos  llegar al Tabor, para esto hemos sido llamados, ungidos y consagrados por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, para «contemplar» al Hijo amado en el que me complazco, para poder decir con san Pablo y san Juan y tantos y tantas vivientes: “Para mí la vida es Cristo...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.        

2. IMPORTANCIA ESENCIAL DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL

 

         Lo acabo de decir. Todo, en mi vida cristiana y sacerdotal, se lo debo a la oración eucarística.  Ya sé que muchos, al leerlo, me habéis corregido automáticamente: no a la oración, sino a Jesús Eucaristía. Sin embargo, yo sigo opinando y expresándome de la misma manera: Yo todo se lo debo a la oración que Cristo Eucaristía me inspira y realiza desde el Sagrario, porque de nada me vale a mí Cristo presente y esperándome en todos los Sagrarios de la tierra, como toda la salvación y la gracia y amor de Dios, si no me encuentro con Él y su amor y salvación a través de la oración personal. A los ratos de amistad «estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», con Jesús Eucaristía en el Sagrario.

         Te lo explico y por partes; todo se lo debo a la oración personal, al trato y encuentro de amistad, a la oración de unión personal; ya sé que la Eucaristía como misa es «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia... meta a la que debe caminar toda la vida de la Iglesia y fuente de donde brota toda su vitalidad», pero de poco me serviría a mí todo este misterio si no entro dentro de él y de los ritos y acciones litúrgicas para encontrarme con Dios Trino y Uno que viene a mí para salvarme y unirme a su vida y felicidad; y esto, como me dice el mismo Concilio Vaticano II, tiene que ser por una participación «plena, consciente y activa...exterior e interior...fructífera....», total, por la oración personal con la cual entro dentro del corazón del misterio que celebro.

Todos sabemos que la liturgia sagrada hace presente el misterio de Dios «ex opere operato»; por eso, aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos de Cristo por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

         Ahora bien, si no hay encuentro personal con Dios que irrumpe en el tiempo y en el espacio,  el misterio sube al cielo y se celebra y queda sobre el altar «ex opere operato», pero no entra en mi corazón, porque eso tiene que ser «ex opere operantis», esto sólo puede ser por mi fe y amor personal que entra en el corazón del rito, por mi relación de amor y de unión personal que se abre y acoge el misterio, esto es, por la oración personal.

         Estoy tan convencido de esto, por mi vida y la experiencia personal y de la Iglesia, que  a veces le digo al Señor: quítame la teología, los afectos, los conocimientos de Ti, hasta la misma fe, pero no me quites la oración personal, mi trato de amistad contigo, porque si soy perseverante en él, aunque haya bajado hasta el abismo del pecado, volveré a subir hasta la cumbre de la santidad.

         Por el contrario, aunque esté en la cumbre del monte Tabor, si dejo y abandono la oración personal, no sé hasta donde pueda bajar, hasta perder la fe, al menos la fe viva y, desde luego, la experiencia de Dios. La historia así lo demuestra en negativo y en positivo, por aquí les vinieron todas las gracias a los santos que ha habido y habrá; y dejar la oración, es el comienzo de muchas deserciones cristianas y sacerdotales. Ni un solo santo que no fuera hombre de oración; luego los habrá más o menos activos, caritativos, de una línea u otra, según los carismas, pero todos, hombres de oración.

         Y esta oración personal siempre la he hecho junto al Sagrario, porque empecé así desde monaguillo, continué en el Seminario, y en mi primer destino pastoral en un pueblo de la Vera, como coadjutor primero, y luego como párroco en Robledillo de la Vera, todas las mañanas, bien temprano, mi oración personal y litúrgica, la hice junto al Sagrario. Nunca en la habitación o en la naturaleza, o mirando al cielo; lo respeto todo, pero teniendo tan cerca al Señor en amistad permanentemente ofrecida en cada Sagrario de la tierra, me sale espontáneo el diálogo, como ejercicio de fe y amor personal, sólo con mirarle.

         Y la verdad es que me dice tantas cosas desde esa presencia «silenciosa», «música callada», en armonía llena de amor, en Canción de Amor cantada eternamente por el Padre con Amor del Espíritu Santo para que todos los hombres la oigamos en concierto de Amor extremo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el cual nos introducen a todos los hombres que quieran oír esta Canción llena de la armonía de Amor del mismo Espíritu del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que lo acepta haciéndolo Padre de Amor en su Hijo.

         Teniéndolo tan cerca.... pudiendo escuchar esta sinfonía de amor Uno y Trinitario,  la verdad es que no comprendo hacer la oración, tener un diálogo de amor con nuestro Dios Trinidad en otro lugar, o no pasar largos ratos todos los días con Él.

         Ahí el Verbo de Dios, la Palabra llena de Amor de Espíritu Santo pronunciada, revelada por el Padre a todos los hombres; es música callada, brazos tendidos de amor... me parece desprecio no abrirle los míos, no quedarme escuchando su Canción de amor personal que me canta a mí personalmente, porque soñó conmigo desde toda la eternidad, desde toda la eternidad vino en mi búsqueda para encontrarse conmigo y abrirme las puertas del cielo ya en la tierra, las puertas de la visión contemplativa, llena de amor, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ha venido en mi búsqueda y ahora, en este Sagrario y momento, es el encuentro soñado y preparado por Él; no puedo despreciarlo, minusvalorarlo, trivializarlo, olvidarlo.

         Las puertas del Sagrario son las puertas del cielo, de la eternidad, porque  el cielo es Dios, y Dios trino y uno está en el Sagrario por el Padre que me dice que me quiere con su Palabra, revelada y hecha en carne de Amor por obra del Espíritu Santo, en el primer Sagrario de la tierra, que es el seno de María, Madre Sacerdotal desde la Encarnación, y luego, un poco de pan en la Noche Santa de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio católico.

         Cierto que sí, que no es fácil ver y escuchar esta Canción de Amor de Dios desde el principio, que no es llegar y pegar, pero para eso está la fe, la fe verdadera sin buscar apoyos sentimentales de ningún tipo al comienzo, sino sólo fe, música callada que para escucharla  hay que afinar mucho el oído, limpiar bien los ojos mediante una conversión sincera que ha de empezar desde ese momento: ¿Pero ahí está Dios? ¿Está Cristo resucitado? ¿Por qué no buscarlo mejor en el evangelio donde escucho más claramente su palabra? ¿Pero ahí está vivo, vivo y resucitado el Cristo de la Magdalena, del ladrón arrepentido, del centurión, de la samaritana, de la mujer que sufría flujos de sangre que con sólo tocarle quedó curada?

         Pues sí, ahí está y yo, con toda la Iglesia, doy fe de su presencia, y la amo, y la busco y me ha seducido, y ya no puedo vivir sin ella; pero ya te digo la principal dificultad para verlo y sentirlo: los pecados; los pecados son una muralla para verlo. Por eso desde el primer momento, si quieres tener experiencia de su amor: conversión, conversión, conversión, seas cardenal, obispo, sacerdote, religioso/a, bautizado: “Los limpios de corazón verán a Dios”. Y los tenemos muy sucios y opacos con nuestro yo personal cuando empezamos este camino que es fundamentalmente camino de amor de conversión. Amo y creo en la medida que me convierto a Cristo y en Cristo.

         La oración personal es esencialmente cuestión de conversión. Si me convierto, si me convierto en amor eucarístico, como el suyo, hasta dar la vida por Dios y los hermanos, hago oración más profunda cada día porque al vaciarme de mí mismo, va entrando Dios. Pero, aunque diga misa, aunque me pase todo el día celebrando liturgias o haciendo oración en su presencia, si no me convierto, si no me convierto en amor silencioso y eucarístico como Él, obediente al Padre hasta dar la vida, adorándole “en espíritu y verdad”, con amor extremo hasta dar la vida vaciándome de mí mismo, para que pueda entrar dentro de mi y hacerme así templo y Sagrario de Dios Trino y Uno, no es posible la oración eucarística, verdaderamente eucarística, que tiene matices y tonos distintos a la simplemente oración «mental».   Si no me convierto en Eucaristía, eucaristizando mi vida, no cabe Dios dentro de mí. No es blasfemia. Es una verdad teológica. Estoy tan lleno de mi mismo que no cabe el amor, los criterios, las actitudes, los sentimientos y la vida de Cristo, auque le coma eucarísticamente, pero no hay comunión verdadera, no le dejo que Él viva en mí: “El que me coma, vivirá por mí”. Después de larga purificación, haré mi primera comunión eucarística, verdaderamente eucarística.

         Y esto y todo en la vida espiritual se hace por el amor personal, por la amistad personal, por el encuentro y diálogo personal, esto es, por la oración personal.

         Este libro es totalmente original en lo que digo y expongo porque  es de cosecha propia; pero no es original en el sentido de que sea la primera vez que lo expongo; no, así no es original, porque  muchas de estas  reflexiones las tengo escritas y expresadas en otros libros míos.

         La mayor originalidad es que aquí las digo en orden, siguiendo el camino de la oración personal eucarística, al menos como yo la he vivido, vivo y la voy descubriendo, teniendo siempre en cuenta que hay tantos caminos como caminantes. Y los respeto. Yo aquí expongo el mío, por si puede servir de ayuda a algún hermano sacerdote o seminarista. Por eso no dogmatizo.

         Expongo y con fuerza, porque es, no mi historia, sino mi vida, mi propia vida cristiana y sacerdotal, y ésa me la sé muy bien, porque para vivirla ha sido necesario muchas veces derramar sangre al tener que matar ese yo que tengo tan metido, al que doy culto, si me descuido, incluso cuando estoy dando culto a Dios.

         Está tan pegado a mi mismo ser y vivir, que hay que pasar por una verdadera muerte  mística, para matarlo.              Y estoy tan experimentado en esto, que no me fío nunca de haberlo matado del todo, porque muchas veces, cuando lo creía ya muerto del todo, lo encuentro riéndose y haciendo mofa de mi diabólicamente; por eso, que no me fío de que esté totalmente muerto este pecado original, este amarme y buscarme y darme culto a mí mismo, verdadera idolatría, sacerdocio innato y natural en todo ser viviente... no me fío de que esté totalmente muerto, hasta media hora después de haber muerto para este mundo y estar ya en la presencia de mis Tres, a quienes adoro y amor con todo mi corazón.

         Las puertas del Sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el Sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el Sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres.

Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el Sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El Sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos. Así lo expresa en esta cancion trinitaria y eucarística, aunque ordinariamente sólo citamos la parte última de su poesía, que es la eucarística, la presencia eucarística. Por eso, antes de llegar a esta parte última eucarística, voy a citar la primera, la trinitaria y advierto que «de noche» para San Juan de la Cruz, significa, por la fe, sin ver con los sentidos o el entendimiento:

 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche

 

Aquella eterna fonte está ascondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen della viene,

aunque es de noche.

Sé que no puede ser cosa tan bella

y que cielos y tierra beben della,

aunque es de noche.

[Bien sé que tres en sola una agua viva residen, y una de otra se deriva,

aunque es de noche].

 

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.               

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a

oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.

(Es por la fe, a oscura al entendimiento, como se conoce y entra en este misterio)

 Para san Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito. Por eso hay que ir hacia Dios «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el Sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestras soberbia, envidia, ira, lujuria, sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el Sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios.” Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y san Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los Sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de Sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin Él: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste? » (C.9)

¡Señor, pues me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

(Del libro ESPIRITUALIDAD DE SANTA TERESA JORNET,  de Jesús Domínguez Sanabria)

SALUDO INICIAL:

MUY QUERIDAS HERMANITAS DE ANCIANOS DESAMPARADOS:

Así quiso Santa Teresa de Jesús Jornet que os reconociese la Iglesia. Con ese nombre, que suena a ternura infantil y simultáneamente a dedicación heroica, profesáis un estado de vida evangélico de servicio fraterno a tantos ancianos marginados, desvalidos o abandonados. Sois el rostro amoroso de Cristo que continúa hoy en vosotras dando la vida por los más pobres entre los indigentes de nuestra desacralizada sociedad.

VIVIR CENTRADAS EN DIOS PARA AMAR DESDE EL CORAZON DE DIOS

Hay una máxima que Santa Teresa de Jesús Jornet repetía con frecuencia: «Dios en el corazón, la eternidad en la cabeza y el mundo a los pies» (II 880).

Todo su contenido indica que ella vivía tan saturada del amor de Dios que todo cuanto era y hacía partía de una convicción de fe inmersa en cuanto fuese ser de Dios, agradar a Dios y dar gloria a Dios. Fue el gran objetivo de su vida: vivir centrada en Dios, para amar y actuar desde el corazón de Dios, como recóndita en su intimidad..., y desde esa postura de fe y ternura divina, desplegarse exteriormente, convivir fraternalmente, y desgastar la vida sirviendo con gozo a los más desamparados, a los ancianos desvalidos...

Y eso mismo pedía a sus Hermanitas: vivir centradas en Dios, pensando que Dios está en vosotras y en todas vuestras circunstancias, y, en consecuencia, que debéis actuar poseídas del amor de Dios, que impulsa a hacer bien todas las cosas..., y con profundo espíritu de fe, con intensa vida interior, y procediendo en todo por amor, emplear todos vuestros esfuerzos en convivir entre vosotras en unidad..., y con la sagrada misión de atender, ayudar y evangelizar a los ancianos desamparados.

Vuestra Santa Madre, desde que fue consciente de su condición de cristiana hasta el instante de su muerte te, demostró una fe profunda, un anhelo de ser de Dios y un ansia inquebrantable de consagrar su vida a promover la gloria de Dios y su servicio... Y cuando fue madurando en esa vida de fe y de profundidad de amor, quienes la conocieron testifican que «su mirada y su sonrisa eran tan religiosas que daba a entender que estaba siempre unida a Dios como en situación de oración» (II 880)... «En su comportamiento exterior se manifestaba que poseía un gran amor a Dios y que vivía como quien estaba continuamente en su presencia» (II 880)... Eso mismo aconsejaba ella reiteradamente a sus Hermanitas: «Tener mucha unión con Dios.., para alcanzar y conservar la caridad perfecta» (II 880)...

Desde esa intimidad con Dios, como perfecta enamorada de toda la bondad de Dios, veía natural y de conducta espontánea hacerle continuamente a su Buen Dios, a la Divina Providencia, la donación del sacrificio de toda su vida... Era la exigencia lógica que le propiciaba el honor y el gozo de estar consagrada a la gloria y servicio del Señor..., estar constantemente atenta a su divina voluntad..., y vivir pacífica y generosamente abandonada a sus designios amorosos...

Este ejemplo y exhortación de Santa Teresa de Jesús Jornet se convierte ahora en urgencia estimulante, en anhelo ardiente, en invitación vibrante, en reclamo seductor de lo que hoy tiene que ser la vida y testimonio de una Hermanita: estar centrada en Dios..., para vivir todo su servicio a la Iglesia, en comunidad y en la atención a los ancianos, como quien actúa desde el corazón de Dios, con sincera humildad y con espíritu alegre.

Todo esto —teniendo en cuenta el ejemplo de la Santa Madre—, ha de llevar a toda Hermanita, hoy y siempre, a empeñarse con ilusión y continuamente en este variado cometido:

— Estar enamorada de Dios...
— Vivir para glorificar a Dios...
— Permanecer siempre en el Corazón de Dios por medio de una oración y conversión permanente...
— Encarnar el ideal del amor fraterno entre las hermanitas y ancianos...
— Y servir al Señor con humildad y alegría...

Y desde esta santificadora actitud evangélica, desarrollar todo su quehacer diario, vivir su carisma y espiritualidad de Hermanita y dedicar gozosamente su vida a la atención y santificación de los ancianos desamparados...

         Precisamente por eso, la Santa entiende que ese amor y ese servicio ha de hacerse siempre con alegría; porque de lo contrario, difícilmente será expresión de un amor sincero: «Amemos mucho a Dios y sirvámosle con alegría» (1 810)... ¡El amor exige y engendra alegría!.. Y cuando en la vida de una Hermanita no hay alegría, es que falla el amor a Dios, o que éste aún no se ha entendido bien...

El primer fruto de un amor sincero a Dios es que cada Hermanita se sienta muy unida a Él y simultáneamente muy empeñada en vivir la unidad fraterna con todas las demás Hermanitas, para no dividir ni falsificar la sinceridad de su amor a Dios...

En esto la Madre es muy exigente y tajante: «Deseo que el adorable Corazón de Jesús las haya llenado a todas de su divino amor, para que así vivan siempre unidas y amándose mucho unas a otras en este amable Corazón, que ha de ser siempre nuestra mayor felicidad» (II 232). ¡He ahí otra de las razones de la felicidad y de la dicha que debe rezumar toda Hermanita: si su amor a Dios es sincero, tiene que saberse llena de la causa de la felicidad, y demostrarla en la convivencia con sus Hermanas y en el servicio a los ancianos!..

Y otra nota muy interesante que he visto yo en nuestra santa es que en esa línea la Santa Madre une la vivencia del amor a Dios a la conquista de la perfección cristiana: es una consecuencia y una exigencia de estar enamoradas de Dios...; es una condición para servir mejor a los ancianos y hacerlo de manera santificante... En

una circular, con motivo de la Navidad, así se lo expresa a todas las Hermanitas: «Les deseo que el Niño (Dios) les llene en ese sagrado fuego que Él sabe comunicar a las almas humildes a quienes tanto ama, para que abrasadas en esta llama divina puedan correr a volar por el camino de la perfección»... (II 233).

En consecuencia, las Hermanitas tenéis que vivir tan enamoradas de Dios que todo, todo, en vosotras sea y dé ocasión para testimoniar cuanto eso significa...La Iglesia lo necesita... Es la base de vuestra vocación... Es imprescindible para vivir vuestra espiritualidad de consagradas... Vuestra misión de misericordia y atención santificadora a los ancianos lo exige.... Y, en definitiva, es la condición para que os sintáis realizadas y felices...

La Santa Madre lo entendía y os lo decía así: «Cuántos y cuántos avisos nos da Dios nuestro Señor para que de una vez por todas nos resolvamos a amarle y servirle con todas nuestras fuerzas! Seguramente que esto es lo único que Él quiere de nosotras» (II 447)...; porque «en obrar por Dios —como enamoradas de Dios!— es lo que nos queda de sólido para el cielo» (II 644).

         Pues este sacerdote ha venido a vosotras con ilusión para hablaros de este amor a Dios y a los ancianitos, y precisamente desde la oración conversión. Porque para mí estos tres verbos amar a Dios y a los hermanos orar y convertirse se conjugan igual y tienen el mismo valor y significado. En este línea, añadiendo tan solo, que para hacer oración y encontrar a Cristo, esposo del alma, el mejor lugar es el Sagrario, la Eucaristía como presencia, comunión y santa misa.

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Quienes la conocieron —y así se desprende de muchas de sus cartas— no dudan en afirmar que ella se mostraba siempre muy dulce, alegre y acogedora con los ancianos, y que era diligente en comportarse con ellos extremadamente delicada y detallista. Le importaba hacerles felices en todos los aspectos, y cuidaba ante todo que estuviesen contentos, no sólo por estar corporalmente bien atendidos, sino ante todo porque lograsen llegar a sentirse cristianos y a que experimentasen el amor de Dios. Es precisamente en este aspecto en lo que va a mostrarse muy insistente con los Hermanitas: en que cuiden la vida espiritual de los ancianos. ¡Era su más evangélica inquietud!

Exhotación de la Santa Madre a las Hermanitas

QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS:

Ante todo, grabad en vuestro corazón, y traducid en vuestra vida este deseo de Santa Teresa Jornet que constituye lo esencial de vuestra misión y el estilo de espiritualidad que la debe ambientar: «Hemos de tener muy presente —os dice— que, al venir a la Religión, nos propusimos un solo fin: servir a Dios en la persona de sus pobres para salvar nuestras almas... No olviden que en casa tenemos esa parte escogida de Dios que son los pobres, y cuanto hiciéremos por ellos Dios lo recibe como hecho en su persona. Cuídenlos como deben. Es la obligación que no quedará sin recompensa, dirigiendo siempre la mirada a un Dios hecho hombre, como el blanco de nuestras obras» (II 441).

¡Es la misión que la Santa Madre propone a las Hermanitas: amar a Dios en los ancianos, «servir a Dios en la persona de esos pobres»...; y hacerlo con la convicción de que «son la parte escogida de Dios»...,:y que «cuanto a ellos hicieren Dios lo recibe como hecho en la Persona de su Hijo Encarnado»!.. Aquí se encierra toda la teología y misión de la vida de una Hermanita de Ancianos Desamparados.

Quizá hay que comenzar por una significativa advertencia que la Santa Madre indica cuando a duras penas ha comenzado la vida de la Congregación: «que a los ancianos hay que tratarles con humildad, suavidad y dulzura... Por eso —añade ella— dudo que sirvan para Hermanitas, quienes posean un carácter adusto y altivo, o quienes sean fáciles para el orgullo y la soberbia» (II 87). ¡Esa compostura de humildad, suavidad de trato y dulzura de comportamiento con los ancianos siempre ha de darse como presupuesto imprescindible! Sin esa contextura de carácter y de actuación, sería difícil conseguir en vosotras la espiritualidad adecuada, o la correcta respuesta vocacional, o la santificación en el ejercicio de vuestra misión de  Hermanitas de Ancianos Desamparados...

Las Hermanitas, de tal manera debéis fundir consagración religiosa con servicio de amor a los ancianos, que entendáis que sólo es posible vivir vuestra consagración y dedicación a Dios, si al mismo tiempo demostráis cordialidad de amor para con los ancianos. Son dos facetas de un mismo amor que se fusionan. No serviréis para ser de Dios, si al mismo tiempo no sois de los ancianos. Y no expresaréis vuestra genuina respuesta vocacional a Dios, si no expresáis el seguimiento y amor de Cristo en vuestra convivencia y servicialidad con ellos.

Precisamente por eso, vuestra Santa Madre no duda en advertiros lo siguiente: « Traten a todos los ancianos con amabilidad, y no se permitan ninguna palabra de desapego, ni siquiera de queja hacia ellos, pues lo que por su bien se sufra ha de servir un día de corona para todos... Sean muy amables con todos, con mucha caridad, que los pobres harto hacen con que se sujeten y nos sufran también a nosotras... Sobre todo procuren santificarlos bien y prepararlos para la muerte» (1 511).

Debéis de entender que no se trata de hacer una simple obra de caridad asistencial con el anciano. Se trata ante todo de demostrarle el mismo amor de Cristo que cura y salva. Es todo un servicio de evangelización; en el que se incluye la promoción humana y la formación religiosa, la atención corporal y la santificación cristiana; hacer que los ancianos vivan como personas con cuanto requiere su dignidad humana, y al mismo tiempo que vivan como sinceros hijos de Dios, con cuanto requiere una auténtica vida cristiana. En definitiva, la Santa Madre os pide que continuéis en cada uno de los ancianos o ancianas a vuestro cargo la misma misión liberadora, redentora y santificadora del mismo Cristo; y que lo realicéis con su mismo amor misericordioso.

He aquí sus mismas palabras: «Sean buenas y cuiden mucho a los ancianitos para que estén contentos y no tengan motivo para quejarse de nada. Procuren dar gusto a todos, sin que se falte en la menor cosa. Antes perderlo todo que faltar en lo más mínimo. Procuren en esto hacerse bien santas» (1 375). La santidad de una Hermanita depende de esta actitud de amor servicial y santificador para con los ancianos.

Meditadlo bien: las Hermanitas sólo lograréis ser santas si, además de demostrar amor de atención corporal a los ancianos, intentáis por todos los medios que ellos también sean santos. Si en la intención y en el esfuerzo de una Hermanita, en el cumplimiento de su misión, no se da esta pretensión evangelizadora, difícilmente logrará conseguir su ideal de seguimiento de Cristo. O sois santas santificando a los ancianos, o no lo seréis de ninguna manera.

La Santa Madre os lo expresa así: «El Señor dio a las Hermanitas el encargo de cuidar y asistir corporalmente a los pobrecitos ancianos, de encaminarlos con sus buenos ejemplos y la práctica de las obras espirituales de misericordia a que levanten el corazón a Dios, se fijen en Él, le conozcan más y más, y, conociéndole, le amen; y, amándole, perseveren en su amor; y, cuando al fin les llegue la hora, mueran en su amistad y gracia» (II 398). ¡He ahí vuestro mejor proyecto de vida!

Ahí radica toda la bienaventuranza evangélica de una Hermanita: haciendo que su amor a los ancianos sea expresión del amor salvador y santificador del mismo Cristo. Eso ciertamente exigirá mucha humildad, mucha abnegación, mucho espíritu de sacrificio, una delicada formación para expresar la debida atención acomodada a las personas y circunstancias, un interés de crecimiento personal en pro de los demás, una mansedumbre a toda prueba de paciencia y generosidad... ¡Pero no temáis; tenéis para ello la gracia de la vocación...; y Cristo no os va a fallar!..

¡Bienaventuradas vosotras si sabéis demostrar con los ancianos un corazón de madre, un alma de apóstol, y una personalidad de santo!.. ¡Bienaventuradas vosotras si intentáis demostrar el mismo estilo de misericordia de Cristo, porque ciertamente alcanzaréis la dicha de la Misericordia de Dios!.. ¡Bienaventuradas vosotras si, al amar a los ancianos, conseguís que ellos también sigan y amen a Cristo, porque entonces el mismo AMOR de Dios os llenará a vosotras el corazón de gozo!..

5. PROYECTAR UNA INTENSA ESPIRITUALIDAD DESDE LA ORACIÓN PERSONAL


         Vivir centradas en Dios para actuar desde su corazón y desgastar la vida en servicio a los demás, es una tarea humanamente imposible. Se precisa una intensa vida espiritual de oración, de gracia, una gran fuerza del Espíritu de Cristo, y mantener una constante visión de fe por la oración permanente.

         Santa Teresa de Jesús Jornet era muy consciente de esta urgencia. Y si lo experimentó desde el principio como simple cristiana que aspiraba a consagrarse a Dios, mucho más se lo propuso cuando vivió como Religiosa y asumió la ardua tarea de la misión del apostolado con los ancianos desamparados. Sin la influencia actuante de la gracia de Dios por la oración y los sacramentos no es posible la perseverancia en la aspiración a la santidad.

Sólo con una intensa vida espiritual santificante se mantiene la vida de consagración a Dios y de servicio a los demás. Y si, en definitiva, el proyecto de vida es el ejercicio constante de la caridad fraterna en servicio a los desamparados, aún se hace más urgente contar con la constante intervención de Dios.

Todo esto implica una fuerte vida de oración, una preocupación por alimentar la presencia de Dios, una perseverancia en la conversión o ascética de la fe, sostenida por la esperanza y vivificada por el amor. Se trata de llegar a la configuración con Cristo, a «cristificarse»: vivir la misma vida de Cristo o hacer
que Cristo viva su vida en vosotras. Este anhelo de «cristificación, que es común para todo cristiano que desee llegar al ideal de la santidad, es todo un reto para vosotras, las Hermanitas, que por vocación abrazáis el estilo de vida del mismo Jesús de Nazaret, consagrado al Padre y entregado a la redención de los marginados, entre los que hoy escogéis a los ancianos desamparados.

En este aspecto, es imprescindible para vosotras cultivar todo cuanto implica el organismo de la vida interior: desarrollar la gracia santificante, como participación en la misma vida de Dios...; aprovechar todas las gracias actuales e impulsos o inspiraciones del Espíritu Santo que continuamente está iluminando vuestra mente y motivando vuestra voluntad para que obréis lo más santo, exigido por el amor...; desarrollar los Dones del Espíritu Santo, que suponen el cultivo de todas las virtudes propias de vuestro estado....; y todo ello, ambientado, acompañado y promovido por una intensa vida de oración... Vuestra Santa Madre era muy consciente de todo esto; lo vivió y os lo inculcó como actitud personal imprescindible para poder responder santamente a vuestra hermosa vocación religiosa.

Y en una Hermanita, que ha de llevar a cabo una constante convivencia de amor en Comunidad y un servicio desinteresado y de generoso sacrificio a los ancianos desamparados, esa intensa vida interior reclama un espíritu alegre, desde una postura constante de humildad. Servir al Señor interiormente y en los ancianos con alegría, con un estilo de generosidad expresado con inmenso gozo, como fruto de un amor sincero, paciente y saturado de mansedumbre...

5.1. VIDA INTERIOR Y ESPIRITU DE ORACIÓN


Todo Religioso está llamado a vivir desde la fe en un ininterrumpido proceso de conversión, de renovación, intentando actualizar el ser y el actuar de Cristo. Es el reclamo de Dios a una renovación constante a quienes ha elegido para ser continuadores de la vida y misión de su Hijo, con el fin de que lleguemos a la máxima identificación con Cristo.

Y si esto es tarea inacabada de todo Religioso, vosotras, las Hermanitas, lo debéis de llevar a cabo además como una particular exigencia de la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet. Ella era una mujer de Dios e inmersa en la intimidad con Dios, de profunda vida interior y de exigente espíritu de oración. Y ante este estilo de espiritualidad de vuestra Santa Madre, vosotras no podéis quedaros impasibles o contentaros con hacer, de cuando en cuando, sólo algunas pequeñas rectificaciones externas de conducta, y volver después a la monotonía del desinterés.

Tenéis que propiciar un impulso serio, decidido, de más expresiva autenticidad a todo lo más esencial de la vida cristiana: el cultivo intenso de la vida interior.
La vida interior radica en una sublime verdad de fe: la presencia de Dios dentro de nosotros. Dios está en nosotros: Dios vive en nosotros! A través de la gracia santificante —como nos dice San Pedro— «participamos de la naturaleza divina», estamos en comunión vital con Dios, con todo lo que es Dios, con lo común de la Tres Divinas Personas.

En consecuencia hay una relación, comunicación y transmisión de vida con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. ¡Somos «morada» de la Santísima Trinidad! (Jn 14, 23)... Es una realidad sublime que, sin quitarnos de ser humanos, nos diviniza, o puede hacer que todas nuestras vivencias humanas tengan una dimensión divina, transcendente, de valor eterno. Podemos decir con plena convicción de fe: «Dios está en mí y actúa dentro de mí. En consecuencia, yo puedo y debo estar en El, conversar con El, vivir de Él, actuar con Él...».

Este misterio de relaciones humano-divinas hace que un cristiano sincero, y más aún un Religioso o Religiosa consagrado a Dios en el seguimiento de Cristo, además de vivir una vida humana normal con todas sus implicaciones, pueda llevar una misteriosa vida de fe, de unión con Dios dentro de sí mismo, en la que entra en diálogo vital con Él hasta poder dejarse impulsar y configurar en todo por la presencia santa de la Divinidad en su existencia normal. Esto es lo esencial de la «vida interior».

En la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús Jornet esta convicción de la «vida interior», como vida de intimidad con Dios y como vida de Dios actuando dentro de nosotros y con nosotros, es la base de toda su actitud, tanto en relación con Dios, como consigo misma o con los demás. Con su estilo y con aquella formación y expresiones de piedad propias de su época, ella viene a manifestar que vive personalmente, y desea que aún mejor se viva en su Congregación, toda la Teología de la Espiritualidad Cristiana, enraizada en el cultivo de una intensa «vida interior»... Sólo así se puede vitalizar el amor que una Hermanita ha de expresar a Dios, a sus Hermanas de Comunidad, y sobre todo a los ancianos...

La Santa Madre vivía constantemente unida a Dios, cultivaba intensamente su intimidad, experimentaba la animación propia de quien se sabe interna e intensamente amada por Dios e impulsada por su Espíritu... Hasta tal punto que ella entendía que eso constituía lo primero y principal, la base o fundamento para poder llevar a cabo todas las demás exigencias de su vida de consagración a Dios y de servicio a los demás.

Las Hermanitas que con ella convivieron coincidían en afirmar que la Santa Madre era una persona de profunda vida interior. «Por su porte exterior —dice un testimonio presencial de su vida— daba a entender que su interior estaba siempre en oración y que no le faltaba nunca la presencia de Dios». «Veía» a Dios en todo, interpretaba su voluntad constantemente, obedecía a su impulso íntimo, estaba atenta a cuanto experimentaba en su intensa vida de oración... Gustaba de estar todo el tiempo posible ante Jesús Sacramentado, y en su presencia alimentaba su anhelo de servir y transfundir el amor divino que llevaba dentro a todas las personas con quienes convivía, y particular- mente a los ancianos a quienes atendía (II 880-881)...

Puede la Hermanita cultivar muchos aspectos de la vida cristiana que siempre serán precisos para llevar a cabo su misión; pero Santa Teresa siempre os insistirá que por encima de todo la vida interior, el Espíritu de Dios viviendo y actuando desde la intimidad del corazón, debe de ser la base: «Que no se quede atrás la vida espiritual que es lo más importante», os repite (1 237).

Intentarlo constantemente supone: 1.) poner en práctica toda la purificación que sea precisa —abnegación, conversión—; 2°) dejarse guiar por el Espíritu de Dios, dejarse iluminar por su presencia, dejarse impulsar por su amor; y 3) aspirar a vivir y actuar en continua unión consciente con Dios, unión vital que efectúan en nosotros los Dones del Espíritu Santo.

La Santa Madre es consciente de la necesidad de todo ese proceso; lo cataloga como imprescindible. Y ante la intensa actividad exterior, que sabe tanto acosa a las Hermanitas, no duda en deciros: «Hagamos nuestras ocupaciones acompañadas del espíritu de oración...; porque es imprescindible llevar las cargas del trabajo ayudadas con el fervor del espíritu, y éste sacarlo del recogimiento y de la oración» (II 817). Sin este dinamismo de la vida interior es imposible proceder con sentido evangélico en la ardua actividad que requiere la atención a los ancianos desamparados.
¡Oración, mucha oración, mucho espíritu de unión con Dios! Ella os lo reclama: «Oremos, oremos con fervor. Con la oración se vencen todas las dificultades» (II 818). Sois conscientes de que en vuestro apostolado las dificultades son muchas. Pero dejarán de ser un inconveniente insuperable cuando la intensidad de vuestra oración alimente la vida interior, actualice la presencia actuante del mismo Espíritu de Dios y consigáis que sea Él quien os ilumine, os impulse y os haga proceder en todo con amor. Sólo con una intensa vida de oración se puede llegar a obrar con sentido de Dios, revelando el genuino rostro del amor de Cristo, hecho vida en vosotras.

A unas jóvenes Novicias, que a veces se dejaban vencer por el sueño en el tiempo de oración, con sonriente advertencia y amabilidad fraterna Santa Teresa Jornet les indicó: «Hermanitas, si el primer acto del día lo hacemos mal, ¿qué será durante el resto?.. Pensemos que estamos en presencia de Dios y que le ofrecemos nuestras primicias para que durante el día podamos hacer en todo su santísima voluntad» (II 883). De eso se trata: de hacer en todo la voluntad divina; y esto no será posible sin el impulso vital del Espíritu Divino que habita en nuestro interior. En coherencia, hay que renovar el encuentro con esa presencia divina de manera consciente cada mañana en la oración, de manera reiterada repetidas veces durante la jornada, hasta conseguir que nuestra mente y nuestra actuación se mantengan experimentando esa fuerza vivificadora divina durante todo el día. ¡Hacer oración de unión con Dios, que impulse a vivir amándole en todo! Manteniendo esa presencia de vida interior, como quien vive la plena confianza en Dios, en santo abandono en su amor de Padre, es como se consigue cumplir su divina voluntad y se puede realizar y aceptar lo que más convenga al Señor (II 718-719).

Junto a la oración de intimidad con Dios, para vivir su presencia en el corazón y desde ahí animar de manera santificante la vida, la Santa Madre en casi todas sus cartas pide e insiste a sus Hermanitas que hagan oración de súplica: que siempre que vayan a servir a los ancianos, precedan, acompañen y realicen su actividad, suplicando ayuda Dios. Quiere que sean instrumentos del Espíritu que actúe a través de ellas. Por eso es preciso mantener la intimidad con Él, y habituarse a una constante y frecuente súplica (1 232 ss; 378 ss). ¡Hay que mantener la eficacia del apostolado fundamentado en la confianza en la oración, «porque encomendándoselo todo a Él —decía—- alcanzaremos siempre lo que sea más de su agrado»! (1 378).

«Tenéis que sen tiros también solidarias con Dios; impregnadas de su presencia y de su vivencia, para ser unidad de amor con Él en vuestra actuación asistencial y de apostolado. En ese aspecto, frecuentemente pide Santa Teresa Jornet a sus hijas aprovechar delicadamente tantas gracias actuales, impulsos de bondad y amor, que Dios —desde la intimidad del corazón— continuamente da...

«Si el objetivo personal de cada Hermanita, como exigencia y consecuencia de su entrega a Dios y al servicio a los ancianos, así como condición para orar al estilo de Cristo, es lograr la propia santificación, la Santa Madre entiende que este sublime cometido imprescindible no es posible conseguirlo sin una intensa y profunda vida de oración. Oración para ser santas; y oración para obrar santamente en el ejercicio del apostolado con los ancianos. Tenéis que dejaros llevar por el Espíritu de Dios, mantener una vida de recogimiento, de santo silencio interior, como quien está continuamente dirigiendo toda su mente, su corazón y sus obras a Dios. Sólo desde esa intimidad y espíritu de oración —dice Santa Teresa Jornet— se logra obrar con rectitud de intención, caminar hacia la perfección y fraguar la propia santificación» (II 129-130).

Y una recomendación final, muy propia de la espiritualidad de la Santa Madre: vivir la unidad de amor con la presencia eucarística de Cristo. El amor a la presencia de Cristo Sacramentado y el anhelo de hacer reposadamente y con sosiego la Sagrada Comunión era un anhelo diario de la Santa Teresa Jornet, que os inculcó insistentemente. Ella lo consideraba como un acto diario imprescindible para llenarse de Dios, y para vibrar al ritmo de su amor divino en toda actividad humana. Satisfacer esta necesidad imprescindible de comulgar, visitar frecuentemente el Sagrario y vivir la intimidad con Jesús Sacramentado, era para la Santa Madre el mejor regalo que el Señor le hacía, el impulso santificador que le entusiasmaba, la fortaleza ardiente para obrar bien en todo, la «mayor ventaja» —dice ella— del día para poder sobrellevar con amor y optimismo cuanto la voluntad divina permite o quiere en todo instante (II 565-566).

5.2. SERVIR AL SEÑOR CON HUMILDAD Y ALEGRÍA

La Santa Madre pide a las Hermanitas repetidas veces que sean virtuosas. Pero a la hora de destacar algunas virtudes, además de requerirles la caridad fraterna hasta conseguir la mejor unión de amor en la convivencia y la máxima bondad en el servicio de entrega a la asistencia y atención espiritual a los ancianos, es muy singular el modo cómo les insiste en la humildad y en la alegría.


Y es que la humildad, más que una virtud, es una actitud básica para poder practicar cualquier estilo de conducta santa y santificadora. Pío XII decía que «el comienzo de la perfección cristiana está en la humildad». Sin la humildad no es posible iniciar, continuar ni concluir la aspiración al elevado ideal de la imitación de Cristo, el «manso y humilde de corazón», que nos pide que aprendamos de Él, precisamente esa doble actitud: mansedumbre y humildad (Mt 11, 29).

Tener conciencia de humildad, por nuestra absoluta dependencia de Dios, es la garantía de la mejor fidelidad: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

(Libro de SATURNINO LÓPEZ NOVOA,  J. José Asenjo Pelegrino)

EL FUNDADOR DON SATURNINO LÓPEZ  Y LA OBSERVANCIA DE LAS CONSTITUCIONES

La observancia será un argumento recurrente en las pláticas del Fundador y en sus cartas a Madre Teresa y a las demás Superioras:

«Cuiden las Hermanitas — escribe en 1892 —de ser fieles siempre a la observancia de las Constituciones sin pretextos ni excusas infundadas; persuadiéndose que la mayor perfección consiste en la tal observancia».
Mientras ingresan nuevas postulantes en la casa de la Almoina y crece el número de ancianos, la correspondencia del Fundador con la Superiora General es prácticamente semanal. Ella le consulta sobre la asistencia espiritual de las Hermanitas y su ancianos.

Sobre una novicia le escribe: «Si no se enmienda, no sé Padre si esta chica valdrá para Hermanita, porque tiene poca humildad y murmura con mucha facilidad».

El Fundador, que quiere cortar desde el principio en la pequeña comunidad la murmuración y la falta de obediencia, le contesta:

“En esto no puede disimularse nada, nada; pues el mal ejemplo en las Comunidades es un cáncer, que si al principio no se cura de raíz llega a comerlas. Por consiguiente, con toda la formalidad que el caso pide, y puesto que Vd. ya le ha hecho las correcciones fraternas que la caridad exige, debe Vd. hacerla otra muy seria ante las Consultoras. Si ésta no da resultados, otra ante el Directorio reunido; y si después de estas últimas no hay enmienda formal y verdadera, expulsarla de la Institución. Las murmuraciones en las Comunidades, dice San Bernardo, que son unos hilos con que el demonio forma la tela o red en que pretende enredar a todos los individuos, de suerte que se divida el espíritu y no se entiendan, para que así venga la relajación y con ésta la ruina de la Comunidad. Es de todo punto obligatorio y necesario en los superiores, continúa el Santo, en poner mano firme y sin contemplación alguna, para que los hilos se rompan en el principio y cuando son todavía delgados, pues más tarde se hace difícil el deshacer esta obra diabólica. Con que ahí tiene Vd. el camino que ha de seguir en este asunto. Hay precisión, pues, de principiar por humillarla, contrariando su voluntad, y haciéndola conocer lo que es la obediencia en la Religión».

Aumentan las jóvenes de Huesca que solicitan ingresar en la Congregación; Don Saturnino envía a Madre Teresa ejemplares del folleto que ha publicado para dar a conocer el Instituto en toda España y en Hispanoamérica, y adjunta otra carta para que la lea en comunidad, «y después se archive». El texto programático, venerado por las Hermanitas, es una vibrante invitación a la unidad y una cálida exhortación a la obediencia y a observar las Constituciones, para mantener «aquella paz, armonía y mutua caridad, que les haga vivir siempre unidas en un solo espíritu, el Espíritu del Señor.

Pues así como en el cuerpo humano todos y cada uno de sus miembros obedecen y están ordenados a la voluntad del alma, así también en una comunidad religiosa, todos y cada uno de sus individuos, que son los miembros que forman y constituyen el cuerpo moral de la misma, deben estar presididos, animados y ordenados a la voluntad del Espíritu de Dios; sin lo cual no puede haber entre ellos ese amor mutuo y esa recíproca correspondencia que el mismo Señor exige en los que son sus verdaderos discípulos.

«En esto conoceréis, les decía a sus apóstoles, que sois discípulos míos: si os amáis los unos a los otros». Ya lo sabéis, pues, mis queridas Hermanitas; si queréis estar animadas del Espíritu del Señor, necesario es que os améis unas a otras de tal modo que no aparezca entre vosotras división ni diferencia alguna, sino por el contrario que, unidas con el suave lazo de la santa obediencia, manifestéis en todos vuestros actos ser uno el corazón y uno también el espíritu en vosotras.

Nunca escuchéis ni sigáis otra voz que la de Dios, la cual se os comunica por la de vuestros superiores; pues oyéndola y siguiéndola obraréis siempre según la voluntad y espíritu del mismo Dios.

Desgraciada una y mil veces la Religiosa que se separe de esta conducta y que, dando oídos y entrada a las sugestiones del espíritu de amor propio, de sus pasiones o del de Satanás, que ciertamente no es el Espíritu de Dios, sea causa de que en una comunidad se altere el orden, se perturbe la paz y se rompa el lazo de amor y de fraternal afecto que debe unir santamente a sus individuos.

En verdad, que de tal religiosa podría decirse, lo que el Santo Evangelio, de Judas, apóstata del Colegio Apostólico: «que había entrado en ella el espíritu de Satanás».

Ciertamente, que también podía ser comparada a aquel hombre enemigo, de que nos habla el mismo Evangelio, y de quien dice: «que había sembrado la cizaña en el campo bueno». ¡No consienta jamás Nuestro Divino Redentor que suceda caso semejante en la comunidad de las Hermanitas! No lo espero, confiado en la paternal bondad de nuestro Dios, en la especial protección de su Santísima Madre bajo el título de Desamparados, y en los ruegos de los Santos José y Marta, abogados de la Institución. Antes por el contrario, me prometo que esa respetable comunidad, inspirándose siempre en las reglas de sus Constituciones, en la que debe a la alta misión a que está llamada por Dios, y en los consejos y prudentes instrucciones de sus Superiores, sabrá mantener en su seno aquella paz y unión en el Espíritu del Señor que han de atraerle las bendiciones del cielo, el aumento de gracias y virtudes, y la prosperidad del Instituto para mayor honra y gloria de Dios y bien de la humanidad».
         Don Saturnino volverá frecuentemente sobre el tema en pláticas y escritos a las Hermanitas: «Como en un edificio una piedra sostiene a la otra, y todas unidas constituyen un solo cuerpo y le dan solidez; así en una casa de religiosas, unida una hermana a la otra y todas entre sí por el santo vínculo de la caridad, constituyen una sola comunidad, ordenada, estable y observante... Quiera el Señor que las Hermanitas se inspiren siempre en el gran consejo del Apóstol: todas vuestras cosas sean hechas en caridad (1 Cor, 16, 14)».

(HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS, CARISMA Y ESPIRITUALIAD, POR Tomás de Bustos, o.p.)

IV. ESPIRITUALIDAD  ACTIVO-CONTEMPLATIVA: MARTA Y MARÍA


         Uno de los signos de madurez y responsabilidad de una persona consagrada es vivir sus compromisos con coherencia, con perseverancia y equilibrio. Una hermanita ha de intentar vivir su vocación con solidez equilibrada: ni conscientemente disipada, superficial; ni presa de una ensoñación de “falsa mística”. Las Hermanitas siguen a Jesucristo implicándose y cualificando ese seguimiento con el carisma original de Santa Teresa Jornet. Desde esa óptica han de orientar toda su vida y su misión: “hacer las actividades externas acompañadas del espíritu de oración; pues sólo así agradaremos al Señor esto es, practicando las virtudes interiores cuando hagamos la caridad con nuestros ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 817).

En el reciente Documento, publicado por la Sagrada Congregación leemos:
“La oración y la contemplación son el lugar de la acogida de la Palabra de Dios y, a la vez, ellas mismas surgen de la escucha de la Palabra. Sin una vida interior de amor que atrae a sí al Verbo, al Padre, al Espíritu (Jn. 14, 23) no puede haber mirada de fe; en consecuencia, la propia vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se hace opaco y es imposible descubrir en ellos el rostro de Cristo, los acontecimientos de la historia quedan ambiguos cuando no privados de esperanza, la misión apostólica y caritativa degenera en una actividad dispersiva”.

La dimensión oracional y el apostolado han de configurar la personalidad y la espiritualidad cristiana y consagrada de las Hermanitas: “las personas que se han propuesto buscar y amar ante todo a Dios, que nos arnó primero, deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma. Esta experiencia oracional de Dios será expresión de nuestra fe, fuerza para vivir alegres en la esperanza e impulso de caridad en nuestro apostolado. La contemplación, respuesta a la llamada interior del Espíritu, es encuentro con el Padre en la sencillez de una actitud filial.

Esta experiencia de Dios va unificando nuestra vida en el amor, profundiza la comunión entre nosotras y nos hace desear este mismo don para los hermanos. Contemplación y misión son inseparables”. En el proyecto fundacional de Teresa Jornet y su Congregación, la fe y la caridad, para descubrir en los Ancianos el rostro de Jesús recibe también su luz y calor en el ejercicio perseverante de una oración sincera. Así, la oración contribuye eficazmente a la realización de la misión apostólica de las Hermanitas ( Congregación par los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 25. Dimensiones de Vida Dominicana, p. 38).

Las Hijas de Santa Teresa Jornet saben muy bien que su vida entera gira en torno y en función del carisma propio: «El ejercicio constante de la virtud de la Caridad cristiana en el socorro, cuidado y atención.., de los ancianos desvalidos de uno y otro sexo”. (Const. n. 4). Sí. Trabajar, entregarse sin reservas para santificarse ellas y para aliviar a los Desamparados y colaborar en la salvación de las personas ancianas. Esta finalidad carismática va a exigir a las Hermanitas una intensa y, a veces, agotadora actividad. Este hecho real de su vida plantea una pregunta: ¿la vida de oración, la experiencia oracional, la dimensión contemplativa de la Vida Religiosa y la actividad apostólica están reconciliadas o están enfrentadas; son compatibles?. Es vital dar una respuesta correcta a este interrogante. Nos ayudará a sumergirnos en el conocimiento de la espiritualidad de Santa Teresa Jornet. Habremos encontrado el camino adecuado para que las Hermanitas continúen creciendo en la vigorosa vida de su propia espiritualidad.

Cada día caerán más en la cuenta de que la oración les es tan necesaria para su espíritu y para su misión como el comer y beber para su cuerpo. En la oración, Dios nos renueva y “va transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne”.

Como dice un santo dominico: “En la oración y el estudio descubrimos y contemplamos la verdad, rehacemos el corazón humano y descubrimos esa formación del entendimiento por la cual la verdad entendida y asimilada se transforma en amor”. Efectivamente: en la oración la verdad se hace vida, calor, entrega a Dios y a los hermanos. Con esa luz y ese calor, las Hermanitas descubren las necesidades y el grito de sus queridos Ancianos, que están esperando una respuesta de cercanía y amor.

La oración auténtica nos pone frente a frente con el Señor, que nos hace ver su rostro dolorido y triste en los hermanos y nos envía a repartir y anunciar salvación. Ese es el reto evangélico para todas las Hermanitas. Su Madre Fundadora les recuerda su convicción del valor y necesidad de ser fieles a la loración, para que su vocación se robustezca y para que su tarea apostólica sea siempre fecunda.: “a las que salgan a postular encárguelas mucho que no pierdan la oración ningún día. Si no pueden hacerla en los pueblos en donde están, que la hagan por el camino, que el Señor de todas partes nos oye. Si esto hacen, el Señor las asistirá y ayudará con su gracia”. (II, p. 129).

1. Armonía entre acción y contemplación.

La vida mística, contemplativa es el ahondamiento Continuo ( en la verdad-luz-amor del Misterio de Jesucristo. Es la experiencia orante y contemplativa de la verdad de Dios Creador, Padre y Amigo, que se ha revelado en su Hijo Jesús. En definitiva: la vida contemplativa es el encuentro interior y Unitivo de una persona humana con la infinitud divina. Un encuentro que comporta la experiencia íntima de fervor de espíritu y contemplación del ser y vivir de Cristo, en la soledad orante del ser humano. Un encuentro vivencial y palpitante en sintonía con el pensar, sentir y amar de Jesús. Desde esta vivencia es cuando nos sentimos más urgidos para asumir activamente la misión apostólica propia de nuestra vocación.

Santa Teresa Jornet era muy consciente de este valor de su vida consagrada al Señor. Era una mujer contemplativa en la acción, abandonada a la Providencia como un niño en brazos de su madre, cooperadora con Cristo y María en
la salvación de los hombres, “especialmente de los Ancianos más pobres “. Siempre fue fiel a la oración, estaba convencida de su necesidad y eficacia; por eso pedía a los demás que orasen por ella: “No deje de encomendarnos a Dios, que bien lo necesitamos, y yo confío mucho en sus oraciones. Ya nos puede encomendar a Dios para que nos dé espíritu para todo, en especial el desprendimiento y la humildad”. (1, pp. 177-178).

La acción, la actividad y la oración nunca deben éstar en conflicto. El carisma de Santa Teresa Jornet, como experiencia del Espíritu y la misión apostólica que le confía, deben caminar indisolublemente unidos. En el diálogo oracional con Dios, la Madre discernió y encontró el camino vocacional que Jesús había preparado para ella.

La realización apostólica del Proyecto benéfico a favor de los Ancianos fue la puesta en acción de la luz y el amor que experimentó en la oración. “Toda vocación a la vida consagrada ha nacido de la contemplación, de momentos de intensa comunión y de una profunda relación de amistad con Cristo, de la belleza y de la luz que se ha visto resplandecer en su rostro. En la oración se ha madurado el deseo de estar siempre con el Señor y de seguirlo. Toda vocación debe madurar constantemente en esta intimidad con Cristo. Toda realidad de vida consagrada nace cada día y se regenera en la incesante contemplación del rostro de Cristo. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo’, n.25)

Para Teresa, la oración en todas sus formas y manifestaciones, era vital para toda su actividad apostólica. Teresa fue una mujer experta en oración contemplativa y en actividad intensa. En sus dos años de experiencia contemplativa en el monasterio de Briviesca descubrió que el silencio y la oración son fuente de energía misionera. Sintonizaba con lo que enseña el dominico Santo Tomás de Aquino: “Contemplare et conteinplata aliis tradere”. Es decir: buscar y contemplar a Dios en la oración, dialogar amigablemente con Jesucristo, dedicar tiempos especiales de encuentro con el Señor y entregar, repartir con los hermanos, con los Ancianos al Dios contemplado en la oración. Compartir, anunciar a todos a Jesucristo, Salvador del mundo. Eso significa que la oración, el encuentro con Jesús se traduce en la realidad diaria y apostólica de la vida.

En esos encuentros sinceros, sencillos, confiados y a “corazón abierto” ante Dios, se encendía de amor el alma humilde de Teresa para ir a repartir su calor con los Ancianos Desamparados. El amor de Cristo “la urgía”, la quemaba y no podía resistir sin compartirlo con los pobres. En la oración atizaba la llama de su amor a los desvalidos. Toda la actividad apostólica de Santa Teresa era un desbordamiento de su encuentro con el Señor en la oración.

En su diálogo con Jesús recordaba y le presentaba a todos cuantos ella llevaba y amaba en su corazón. En la oración hablaba a Dios de “sus amadas Hermanitas” y de “sus queridos Ancianos”. Y, en la actividad apostólica, en su vida de servicio a la Congregación y a la misión, hablaba a sus Hijas y a los Ancianos de Dios. Su palabra y su vida eran un testimonio de encuentro con Dios y de servicio a los demás. Para la Fundadora de las Hermanitas era una convicción de fe y de experiencia la necesidad vital de la oración: “Era una religiosa de mucha oración..., dando un ejemplo admirable a sus religiosas en la oración”. (II, p. 881). Esta fidelidad y coherencia oracional fueron una constante en su vida. Así lo testifican emocionadas y edificadas las Hermanitas que le conocieron a la Madre Fundadora. El ejemplo de la Madre servía de estímulo para sus Hijas.

2. El pensar y sentir de la Madre.


         Si nos adentramos en los escritos de la Madre Fundadora, nos encontramos con la grata y ejemplar sorpresa de su profundo amor a la oración y al armonioso equilibrio entre oración y actividad.

Necesitaba la oración para ser fiel a Dios y servir con dignidad a los demás. Vivió fielmente una convicción: la oración es el logro de la intimidad con Dios y la gran ocasión para interiorizarle y en la que se manifiesta nuestro espíritu rebosante de espiritualidad. Ella es la primera testigo de esa doble dimensión de su carisma vocacional.

Como auténtica hija de la Iglesia, vive, practica su vida de hermanita en la fe y enseñanza de la Iglesia del Señor, que también hoy nos recuerda el precioso valor de la oración. No quiere que la actividad apostólica de los Consagradas degenere en “estéril activismo”. Recordemos un mensaje: “En la atención dirigida a los hombres, el Espíritu de Jesús nos ilumina y nos enriquece con su sabiduría, con tal de que estemos profundamente penetrados por el espíritu de oración. Tened, pues, conciencia de la importancia de la oración en vuestra vida y aprended a dedicaros generosamente a ella: la fidelidad a la oración cotidiana seguirá siendo para cada una y en cada uno de vosotros una necesidad fundamental y debe ocupar el primer puesto en vuestras Constituciones y en vuestra vida”.

Un pensamiento similar nos lo ofrece el Papa Juan Pablo II:
“Todos necesitamos aprender a escuchar al Otro. Esto comporta una gran fidelidad a la oración litúrgica, personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales”. La espiritualidad de Santa Teresa fue una experiencia vibrante de su alma, como asidua navegante en el limpio mar de la oración.

La Santa Madre estaba convencida de la fecunda eficacia de la oración. Su fe en la oración se refleja con sencillez en una de las cartas que escribió a las Hermanas que embarcaron hacia Cuba: “Muchas han sido las oraciones que se han hecho por Vds. desde que salieron de ésta, no sólo en todas las Casas del Instituto, sino también muchas personas conocidas han dirigido al cielo sus súplicas, pidiendo al Señor les concediese un feliz viaje. Pueden creerme que esos días lo que hacía era redoblar
mis pobres oraciones”. (II, p. 129).

Hace depender la conquista de la caridad, prudencia y paciencia de la fidelidad a la oración: “lo que se requiere es caridad, paciencia y prudencia y oraciones; muchas oraciones para que el Señor le conceda aquellas virtudes”. (II, p. 129). Pide oraciones y agradece las que se hacen por ella, por sus intenciones: “Le doy gracias por las oraciones que ha dirigido al Señor por las viajeras — se refiere a las Hermanitas que han embarcado hacia Cuba -. Tengo gran satisfacción en pensar que han sido muchas las plegarias que se han hecho por ellas en muchas partes...; y no cabe duda que han sido escuchadas, pues han llegado sin novedad”. (II, pp. 128-29).
Pablo VI, “Evangelica Testificatio’, nn. 44 y 45.

Juan Pablo II, Exhortación ‘Vita Consecrata”, n. 38.

Santa Teresa fue siempre consecuente con su fe en Jesús, que fue testigo de oración y nos invita a “orar sin interrupción para no caer denotados y está siempre intercediendo por nosotros ante el Padre”. La Fundadora de las Hermanitas está convencida de una de las verdades de nuestra fe: “la Comunión de los Santos”, que proclamamos en el Credo. Sus cartas terminan habitualmente pidiendo oraciones para ella y su Comunidad y ofreciendo plegarias para las personas o Comunidades a quienes escribe.

La Madre ora por ella, por sus Hijas, por sus queridos Ancianitos, por los bienhechores..., por el mundo entero. Y con la misma fe y sencillez pide que oren a Dios por ella. Necesita la oración para ser fiel a su vocación y ora a Dios por los demás para que también sean fieles a su vocación: “Les encomiendo y encomendaré mucho al Señor para que todas y cada una, en sus respectivas obligaciones, cumplan como buenas religiosas y procuren cuanto esté de su parte que nadie ofenda a Dios en lo más mínimo; y para que no se propongan en sus obras otros fines, que el de agradar a Dios y darle gloria”. (II, p.395). La Madre estaba convencida de esta verdad: Que la oración es el logro de la intimidad con Dios, en la que se manifiesta abiertamente nuestro espíritu. Nos da ese conocimiento de nosotros mismos en el fuego del amor, para que progresemos en nuestra vida consagrada con alegre y firme esperanza. ¡Es que Teresa quería de verdad ser santa!.

La Madre Fundadora era muy consciente de la intensa actividad que exige la misión de las Hermanitas. Pero también creía y sabía que sin la acción del Espíritu Santo, del amor de Dios la actividad es insuficiente. Así nos lo dice el Señor por medio de San Pablo: “uno siembra, otro riega, otro recoge..., pero quien da el crecimiento es el Señor”.

La fecundidad de la misión apostólica de las Hermanitas depende, principalmente de la acción del Espíritu Santo y, en segundo lugar de la calidad y dosis de amor generoso que ellas siembren en todo cuanto hacen. Escuchemos el pensamiento vivido y sentido por la Madre: “Es verdad que nuestra vida es muy activa. Por eso mismo hay que poner mayor cuidado para no derramarnos en las obras exteriores. Cuanto hacemos, por Dios hemos de hacerlo, a Él debemos referirlo; y llevando este cuidado, se nos facilitará toda obra, y se suavizarán asperezas, y lograremos tener presencia de Dios en todos nuestros actos, aún los más ordinarios de la vida, hasta cumplir lo que nos manda el Espíritu Santo, esto es, que cuanto hiciéramos de palabra o de obra, hasta el mismo comer y beber en nombre de Dios lo hagamos”. (II, p. 395).

De una manera muy original, la Fundadora les invita a que armonicen la actividad con la oración-contemplación. Este es su mensaje para las Hermanitas: “En este mismo correo le envío la novena de Santa Marta, para que la hagan con mucho fervor y procuren imitar a la santa bendita en sus virtudes, y viendo cómo en medio de sus actividades pide al Señor ayuda de su hermana, la contemplación, así nosotras a su imitación hagamos nuestras ocupaciones exteriores acompañadas del espíritu de oración. Pues sólo así daremos gusto al Señor esto es, practicando las virtudes cuando hagamos los oficios de caridad con nuestros Ancianos y Hermanas. Las virtudes interiores que acompañen a la obra exterior”. (II, p. 772)

Con una sencilla mirada a las Constituciones de las Hermanitas, detectaremos el lugar central que reservan a la vida de oración en sus diversas formas de orar. En Ellas florece una variada gama de la espiritualidad orante de la Congregación: La celebración diaria de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas, la celebración y participación de los Sacramentos, la oración- meditación común y privada...” (Const. nn. 164 al 168; 172 y 175).

Las Hermanitas pueden decir con alegría y sentirse cada día más responsables porque están inmersas en lo que nos dice la Iglesia: “Ya desde hace muchos años, la Liturgia de las Horas y la celebración de la Eucaristía han conseguido un puesto central en la vida de todo tipo de comunidad y fraternidad, dándoles vitalidad bíblica y eclesial. Una auténtica vida espiritual exige que todos, en las diversas vocaciones, dediquen regularmente, cada día, momentos apropiados para profundizar en el coloquio silencioso con Aquel por quien se saben amados, para compartir con Él la propia vida y recibir luz para continuar el camino diario. A veces la fidelidad a la oración personal y litúrgica exigirá un auténtico esfuerzo para no dejarse consumir por el activismo destructor. En caso contrario no se produce fruto: ‘como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí’., (Jn. 15, 4).

En las Constituciones de las Hermanitas ocupa un lugar central todo lo referente a la oración. Todas se han comprometido a ser fieles y coherentes con las Constituciones profesadas libremente, como cauce “familiar!” de su anhelo de santificación y servicio a los Ancianos. Su Madre Fundadora las mira y ayuda desde el cielo, para que continúen con decisión y alegría perseverante por ese camino.
         Según el Evangelio, el carisma de la Congregación de Santa Teresa y las directrices de la Iglesia, todas las Hermanitas han de continuar viviendo una convicción: en su espiritualidad la oración-contemplación y la acción conviven en amigable armonía. En la oración litúrgica y común, las Hermanitas se reúnen, presididas por Jesús, para celebrar y respirar juntas a Dios. En la oración privada se rehacen, se reafirman y renuevan en el tú a tú íntimo y familiar con Dios, para enriquecer y potenciar el “nosotras” de la Comunidad fraterna. Y después, todas se ponen en acción para repartirse y desvivirse unas por otras y por los
ancianos. Acción y contemplación se intercomunican, activan una “simbiosis” de vida en comunión con el Espíritu Santo, con “Dios Amor” y sienten su fuerza irresistible para cuidar generosa y delicadamente a los Ancianos.
 (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo”, n.25).

Tenemos otro testimonio admirable del amor fiel que la Madre Fundadora vivía y sentía por la oración: “Su vida entera era vida de oración y estaba siempre unida a Dios por la oración”. “Observaba con qué serenidad estaba en la oración sumamente fervorosa, hasta tal punto de permanecer impresionada por el tiempo y la manera con que permanecía en la oración”. (11, p. 881). La personalidad orante de Santa Teresa Jornet continúa siendo un mensaje de luz, de vida y espiritualidad para todas las Hermanitas. Mujer de asidua oración y de actividad incansable. De la oración sacaba tanto amor y de su diálogo oracional con Dios brotaba su generosidad y entrega. Teresa era toda para sus Hijas, para los Ancianos. De la ejemplaridad orante de su Madre Fundadora, las Hermanitas se convencerán cada día más de esta verdad: en su espiritualidad, la oración y la acción deben caminar al unísono, la oración les configurará con Cristo y les impulsa a ser espléndidas servidoras de tantos “cristos dolientes y desamparados” que se acercan a sus Hogares. Si todas las Hermanitas continúan tomando en serio su vida de oración-contemplación, consolidarán sin cesar su vocación de seguidoras de Cristo y su entrega para atender a los Ancianos Desamparados, que continúan esperando su presencia entrañable, cálida y fraterna: que cada hermanita sea como el “rostro amable de Jesús” al lado de los Ancianos.

V. ESPIRITUALIDAD DE COMUNIÓN FRATERNA

Voy a comenzar este capítulo inspirándome en las directrices más recientes de la Iglesia. Todos creemos y sabemos que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo, que el mismo Jesús le prometió y que la acompañaría siempre en su singladura por la historia, para que continuase aplicando la Salvación del Enviado por Dios- Padre: “Yo os enviaré otro Abogado, el Espíritu de mi Padre, que os irá enseñando todo acerca de mi. Y sabed que yo estaré siempre con vosotros”. El Magisterio de la Iglesia nos dice: “Si la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa de las Familias de vida consagrada, deberá ser ante todo una espiritualidad de comunión. Este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. En este camino de toda la Iglesia se espera la decisiva contribución de la vida consagrada, por su específica vocación a la vida de comunión en el amor. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios”.

(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. ç

Jesucristo cautivó el corazón de Teresa. El Espíritu Santo despertó en lo más hondo del corazón de la joven catalana una querencia intensa, concreta y muy particular: consagrarse al  Señor y dedicar su vida entera a favor de los Ancianos  Desamparados. Ese es su distintivo, su “carné de identidad vocacional y congregacional”.

La Providencia divina dirigía los  caminos de la vida de Teresa y le mostró un signo, para que iniciara esa peregrinación de amor junto a los Ancianos. En Junio del año 1872, al regresar con su madre del balneario de Estadilla (Huesca) camino de su pueblo natal Aytona, se detuvieron en Barbastro. Fue entonces cuando Teresa tuvo noticia, a través del  celoso sacerdote D. Pedro Llacera, del Proyecto apostólico de D.
Saturnino López Novoa, Maestro de Capilla de la Catedral de1 Huesca.

D. Saturnino deseaba que un Instituto Religioso se dedicara exclusivamente a la asistencia material y espiritual de los Ancianos y Ancianas. En cuanto supo los proyectos y deseos de D. Saturnino, tomó la decisión de renunciar a todo para incorpo-\ rarse a tan esperanzador y benéfico Instituto. Comprobemos la actitud decidida y cristiana de Teresa.

Lo leemos en una carta que, el día 26 de Agosto de 1872, escribió desde Aytona a D. Pedro Llacera: “Si Vd. me quiere para esta Congregación, las renuncio todas por ésta. En cuanto a lo que me dice de irme a Huesca, para mi todo es patria. Soy hija de obediencia. El obedecer es mi dicha. Por tanto, puede disponer como una niña que se pone en manos de su madre, sin ningún temor”. (1, pp. 26-27). Así proclamó su rotundo y sincero sí a Jesucristo y a los Ancianos abandonados. El día 11 de Octubre de 1872, Teresa se incorporó al grupo de Aspirantes que ya estaban reunidas en Barbastro. Su hermana María lo hizo el 18 de Octubre del mismo año. D. Saturnino eligió a Teresa para que dirigiera la incipiente Comunidad-Congregación Fue la primera Superiora General de la Congregación.

En carta a D. Saturnino, Teresa manifiesta la honda sencillez y humildad que anidaban en su corazón: “Sólo por la santa obediencia puedo hacer yo esto, que de lo demás no tengo capacidad para dirigir un pájaro. Pero con todo, a pesar de mi insuficiencia, yo no dejaré de hacer lo posible para cumplir con la obligación que la santa obediencia me ha puesto “. (1, p. 30). ¡Bendito acierto de D. Saturnino!. Como los primeros Apóstoles y alentadas por su amor a Jesucristo y a los Ancianos, y dirigidas por Teresa comenzaron a vivir en Comunidad fraterna.

1. Comunión fraterna.

La Iglesia nos dice: “Se recuerda también, que una tarea en el hoy de las comunidades de vida consagrada es la de fomentar la espiritualidad de comunión, ante todo en su interior..., entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad. Una tarea que exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es la ley de vida”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: Caminar desde Cristo’, n. 28.)

Jesucristo es quien eligió a Teresa y ha elegido a cada hermanita. Es una de las manifestaciones del amor que las tiene y de la confianza que ha depositado en ellas. Las Hermanitas han respondido al Señor con un rotundo sí: el de su amor sincero. En definitiva, podemos decir que Jesús es el convocador. Quiere y les propone que vivan en paz “en una misma Casa y realicen una misión común”, que Él les confía.
Unidas por el amor y la misión apostólica, Teresa y sus Hijas hacen vida propia una extraordinaria y significativa verdad, que día a día tendrán que defender y construir. Porque “una comunidad de consagradas es la expresión, de la vivencia gozosa y positiva de los votos; alegría en la pobreza evangélica, cordialidad en el amor oblativo a quienes nos necesitan, sumisión-dependencia-colaboración con el grupo y con los superiores (Dimensiones de la vida dominicana).

Todas unidas, las Hermanitas intentan formar un ambiente similar al de una familia, en donde reina la amistad fraterna y la paz, impregnadas de caridad, para que en esa Comunidad todas encuentren un clima adecuado para el desarrollo de la madurez humana y cristiana integral. Y, a la luz de la fe, descubran el valor de cada persona amada por Dios con infinito amor.

Cada una y todas al unísono procurarán cultivar los grandes valores, que constituyen el núcleo y la belleza de una Comunidad religiosa: espíritu de servicio, caridad-amistad cristiana, disponibilidad, actitud oblativa, capacidad de diálogo fraterno, actitud de acogida y comprensión mutuas, disposición al cambio, a la convivencia y a la conversión, espíritu de oración y colaboración incondicional para la misión común: atender a los Ancianos. (Dimensiones de Vida Dominicana, n. 35).

Son los signos evidentes de que la espiritualidad —la caridad en acción— de la comunión fraterna está viva, palpitante. La Iglesia, haciéndose una pregunta, responde para orientar a quienes han consagrado su vida a Jesucristo: “¿Qué es la espiritualidad de comunión? Con palabras incisivas y capaces de renovar las relaciones y programas, Juan Pablo II enseña: Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están nuestro lado. Y además: Espiritualidad de comunión significa capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo Místico y, por tanto, como uno que me pertenece.

De este principio derivan con lógica apremiante algunas consecuencias en el modo de sentir y de obrar: compartir las alegrías y los sufrimientos de los hermanos; intuir sus deseos y atender a sus necesidades; ofrecerles una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo
que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios; es saber dar espacio al hermano llevando mutuamente los unos las cargas de los otros. Sin este camino espiritual, de poco sirven los instrumentos externos de la comunión”.  La espiritualidad de Teresa y su Congregación refleja en su Libro de Familia esos mismos valores de la Comunión fraterna: “Siendo la vida religiosa hogar y escuela de perfección evangélica, las hermanitas han de tener como el primero de los preceptos a observar en la vida comunitaria el mandato nuevo que nos enseñó nuestro divino Maestro y Salvador Jesús: Este es mi precepto, que os améis unos a otros como yo os he amado “. (Const. n. 211).

Una de las grandes aspiraciones de Santa Teresa Jornet fue y es, que sus Hijas, que todas las Comunidades de su Congregación vivan en un clima comunitario-fraterno auténtico. Lo está reclamando el amor a Jesucristo, un amor compartido con otras Hermanas convocadas también por Jesús a vivir en unidad y comunión “para que el mundo crea “. El “único Espíritu”, que guía y anima a la Iglesia también orientaba a la Madre en su tiempo y sigue orientando a las del presente. La Iglesia nos recuerda: “La espiritualidad de la comunión se presenta como clima espiritual al comienzo del tercer milenio, tarea activa y ejemplar de la vida consagrada a todos los niveles. Es el camino maestro de un futuro de vida y de testimonio. La santidad y la
 misión pasan por la comunidad, porque Cristo se hace presente en ella y a través de ella. El hermano y la hermana se convierten en sacramento de Cristo y del encuentro con Dios, posibilidad concreta y, más todavía, necesidad insustituible para poder vivir el mandamiento del amor mutuo y por tanto la comunión trinitaria”. ‘
(Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: ‘Caminar desde Cristo”, n. 29. Id. n. 29).

Esa actitud fraterna, la unidad en el amor, que refleja espiritualidad de comunión y construye Comunidad es lo que la Madre les pedía y pide hoy a sus Hijas: “Entre las Hermanitas debe haber mucha caridad, verdadera unión fraterna y buena armonía... Y de tal manera han de estar unidas entre s4 que no haya entre ellas la menor aspereza de palabra, ni siquiera de sentimiento; pues sería muy lamentable el notarse que alguna Hermana no procediese de esta manera y fuese causa de desunión y discordia entre ellas. Con la mucha caridad entre todas, se harán llevaderos y suaves los trabajos y molestias que nuestra misión conlleva “. (1, pp. 578-579).

La M. Fundadora no se cansaba de insistir, invitar y animar a todas las Hermanitas para que construyan ese ambiente fraterno de hogar y familia:
“Anímense mucho y cuiden de cumplir bien y ser como Dios quiere. Sobre todo, paz y unión con las Hermanas, y mucha caridad unas con otras “. (1, p. 452). ¡ Qué bien sabía la Madre, cómo vivía y defendía Ella esta verdad: “que la paz se construye sobre la fe y el amor a Jesucristo y a los hermanos, sobre el respeto mutuo, la comunicación humilde, sencilla, sincera y alegre; la preeminencia de la “persona, imagen de Dios”, sobre su “función”, la responsabilidad, la disponibilidad generosa y la participación; el esfuerzo personal para responder a la gracia y la apertura caritativa a los demás”.

La Fundadora de las Hermanitas espera de todas esta ofrenda de amor. Se lo pedía con amor y esperanza de Madre, porque estaba convencida de que la unidad y la paz, como signos del Reino predicado por Jesús, es el mejor “oxígeno espiritual y humano”  para vivir como personas y como consagradas. Cualquier “atentado” contra la unidad y la paz nos deja heridos e indefensos: “Por Dios, tengan Vds. paz y unión que, si no hay paz en casa, es como si no tuviéramos nada..., de lo contrario se fastidiarán Vds. de la vida religiosa y se pondrán en peligro de grandes males”. (1, p. 762).

La Madre es una mujer curtida y experimentada. Sabe que cuando falta la caridad brotan muchos sinsabores y no quiere que sus Hijas sean víctimas de ese malestar: “Faltando la paz, faltó todo bienestar y es imposible que las Hermanas que así viven, tengan un momento de reposo, pues que ha de ver en contra suya a Dios, a sus Hermanas y a su propia conciencia. Así viviendo, no pueden esperar más que infidelidades de presente y de malísimo porvenir en el tiempo y en la eternidad”. (II, p. 104).

La Madre siempre está a favor del verdadero amor, que es la raíz de la paz auténtica que Jesucristo nos brinda y es la paz que nos mantiene unidos y contentos. En esa clave, la Madre alimenta su pensamiento y les invita a las Hermanas para que lo compartan: “les encargo muchísimo que se traten unas a otras con afabilidad y amor de hermanas, no permitiéndose la menor palabra con que puedan ofenderse faltando a la caridad y respeto que deben tenerse entre sí”. (II, p. 403).

Es indudable que el mensaje de la Madre Fundadora está en sintonía con lo que la Iglesia nos dice actualmente: “la misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con un solo corazón y una sola alma, se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas”.Juan Pablo II, Exhortación Apostólica ‘Vita Consecrata’, n. 21f. Id. n. 35.

VI. ESPIRITUALIDAD EUCARÍSTICA Y DE LA CRUZ

         Comienzo este capítulo con un testimonio conmovedor de la fe y del amor que la Fundadora de las Hermanitas vive y siente por la Eucaristía: “Era tan grande su amor a la Eucaristía que la veíamos muchas horas absorta en oración ante el Sagrario en un estado de sumo recogimiento y veneración, y parecía no anhelar otra cosa que el momento de estar en oración ante Jesús Sacramentado”. (II, p. 882). En las Constituciones de las Hermanitas se sitúa a la Eucaristía como centro de su vida individual, comunitaria y de su misión apostólica.

La trayectoria cristiana y consagrada de la Fundadora de las Hermanitas está marcada y rebosante de amor a la Eucaristía. Este amor era algo connatural, vital para su espiritualidad. Teresa hizo suyo el significado teológico-salvífico de la Eucaristía. Creía y sabía que el misterio eucarístico significa y realiza la unión de Dios con cada uno de nosotros y también la unidad comunión entre todo el Pueblo de Dios. Una comunión que tiene perfiles singulares entre las personas que comparten el mismo carisma vocacional, viviendo en comunidad fraternal para realizar una misión peculiar y común. Ninguna Comunidad se edifica en Cristo ni realiza la tarea apostólica, si la Eucaristía no es la raíz y el quicio vital del convivir comunitario.

La celebración de la Liturgia, especialmente de la Eucaristía, constituye el origen- fuente, centro y meta de toda actividad de la Iglesia y de todos los Institutos de Vida Consagrada. Ahí se origina, se cultiva y profundiza la unión con Cristo y la unidad entre todos los miembros de la Comunidad religiosa. Así nos lo enseña la Iglesia:
“Dar un puesto prioritario a la espiritualidad quiere decir partir de la recuperada centralidad de la celebración eucarística, lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Allí Él se hace nuevamente presente entre sus discípulos, explica las Escrituras, hace arder el corazón e ilumina la mente, abre los ojos y se hace ¿ reconocer”. (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 26).

Junto a su profundo amor eucarístico, Santa Teresa Jornet vive con fe y generosidad su amor a la Cruz. Su espiritualidad también está impregnada de esa dimensión cristina. Teresa asume el dolor, el sacrificio, las dificultades de la vida desde la perspectiva de su fe en Cristo “y Éste crucificado “. Lo acepta como paso previo, para alcanzar la luz de la Resurrección del Señor. El Misterio eucarístico y el de la Cruz presiden la vida de la Fundadora de las Hermanitas y le dan luz y fuerza para ser fiel a la vocación- misión que Jesús le ha confiado. Una fe y un amor que la Madre vivirá la primera y alentará a sus Hijas para que lo acepten y vivan con fe, esperanza y amor.

1. Espiritualidad de la Eucaristía.

Comenzamos recordando la vibrante invitación del Papa Juan Pablo II, que adquiere un relieve muy especial para las personas consagradas: “Encontradlo, queridísimos, y contempladlo de modo especial en la Eucaristía, celebrada y adorada cada como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica”.

La Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la
vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión apostólica. Todos tenemos necesidad del viático diario del encuentro con el Señor, para incluir la cotidianidad en el tiempo de Dios que la celebración del memorial de la Pascua del Señor hace presente”. Es que “la Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, corazón de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria, la misión
apostólica”. 

La Fundadora de las Hermanitas alimenta su espiritualidad en ese Misterio de fe y amor. Ella cree sin vacilar que la Eucaristía es la celebración, la actualización sacramental y continuada de la vida, muerte y resurrección del Señor. Para hacerse “pan de vida y bebida de salvación “, Jesús aceptó el designio salvador del Padre: padecer la prueba del dolor y de la muerte en cruz. En esta verdad de fe en Jesucristo, muerto y resucitado, nacía y se alimentaba la espiritualidad y el amor que la Madre sentía por la Eucaristía. De esta profunda experiencia eucarística brotaba todo el amor que Santa Teresa sentía y compartía con sus Hijas y repartía entre sus queridos Ancianitos. Es admirable y conmovedor leer en las cartas de la Madre sus pensamientos y sentimientos de amor al “Sacramento de nuestra fe”.

Sabemos que la delicada salud de la Madre Fundadora le obligaba, a veces, a permanecer en el lecho del dolor y le impedía participar en la Santa Misa. Era entonces cuando su corazón se expansionaba para manifestar sus hondos y sinceros sentimientos. Sentía ansias de Dios, hambre del “Pan de los Angeles” y lo decía en voz alta: “Hace unos días que no bajo a visitar a nuestro Señor y eso es lo que más siento, el no poder ir a la cap illa y estar en cama hasta tarde”. (II, p. 565).

En una carta a su hermana, Sor María dice: “Gracias a Dios, estoy mejor. Es verdad que ayer mañana lo pasé mal, pero yo creo que lo permitió el Señor para que no sintiese tanto el perder la Misa”. (II, p. 521). Pero ella no dejaba de sufrir por el hecho de no tener la satisfacción creyente de asistir a celebrar la Eucaristía y, más aún si era un día litúrgico muy significativo: “El médico me encuentra muy débil y me ha dicho que no vaya mañana — fiesta de Pentecostés — a Misa. Ya puede comprender cuán grande será mi sentimiento”. (II, p. 565).

Es que la Madre encontraba su fuerza y su paz en Jesucristo, por eso anhelaba tanto participar en la Eucaristía y unirse sacramentalmente a El: “mañana sábado, Dios mediante, me traerán al Señor Desde el domingo que no lo he recibido; ya puede pensar silo descaré”. (II, p. 524).

Cuando Teresa puede participar de la Eucaristía, un contraste luminoso de gozo y alegría le inundaba el corazón: “Hoy, gracias a Dios, puedo decirle que he oído Misa y he comulgado”. “Yo me voy a Misa y las encomendaré al Señor. Ya tres días seguidos llevo de comunión. ¡Cuántas gracias me hace el Señor”. (II, p, 550). Con este espíritu gozoso de amor eucarístico, la Madre se congratulaba con sus Hijas. Podemos comprobarlo en una carta que escribía a la Comunidad de Aytona, el 3 de Octubre de 1891: “Tengo muchísima alegría en saber que mañana les llevan al Señor a esa Casa. ¡Sí que desearía encontrarme en ésa!. Mas el Señor lo dispone así, paciencia. Les encargo que sepan ser muy agradecidas al Señor por el gran favor que les hace. En mi nombre háganle alguna visita y procuren obsequiarle haciéndole mucha compañía “. (II, p.4l 3).

Este espíritu de la Madre se refleja meridianamente en las Constituciones de su Congregación. Sitúan a la Eucaristía como vida y centro de la Comunidad. Las Hermanitas reciben fuerza, unidad, esperanza y santidad de esa experiencia de amor eucarístico: “De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana a nosotras la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo, y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”. (Const. n. 164) Las mismas Constituciones recuerdan a las Hermanitas que su participación activa en la Eucaristía es fundamental, esencial para su vida individual, comunitaria y para su misión en beneficio de los Ancianos. En torno a la Eucaristía ha de girar toda su vida y misión: “Todos los días, las hermanitas participarán de la celebración de la Eucaristía, procurando con solícito cuidado exterior y con fervor interno asistir o estar presentes a este misterio de fe, no como extrañas y ¡nudas espectadoras..., sino participando en la acción sagrada y siendo en ella instruidas con la palabra de Dios y fortalecidas en la Mesa del Señor”. (Const. n. 165).

Desde sus orígenes hasta nuestros días la Santa Fundadora y sus Hijas han dedicado su vida al servicio de la Iglesia, “Sacramento Universal de Salvación. Ellas aman y sirven a la Iglesia de Jesús en “esa porción o comunidad del Señor que son los pobres, las Ancianos Desamparados acogidos en sus Casas “. Lo han procurado realizar en armonía con la fe de la Iglesia y centradas en lo que es vida y corazón del Pueblo de Dios: la Eucaristía, “Memorial de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor”.

Así, la espiritualidad eucarística de las Hermanitas de todos los tiempos la han vivido y viven en armonía y comunión con la Iglesia de Jesús. Desde el querer de Cristo, de la Iglesia y su Madre Fundadora han de intentar siempre vivir en la verdad y en el contenido salvífico del “Sacramento de nuestra Fe”: “En la Eucaristía se concentran todas las formas de oración, viene proclamada y acogida la Palabra de Dios, somos interpelados sobre la relación con Dios, con los hermanos, con ¡ todos los hombres: es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. Sacramento de unidad con Cristo, la Eucaristía es contemporáneamente sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de consagrados. En definitiva es fuente de espiritualidad de cada uno y del Instituto entero. (Congregación, nº 26).

Viviendo esta verdad de fe y amor, la espiritualidad de las Hermanitas de hoy también será un testimonio, un anuncio transparente y sincero proclamando “qué fue la muerte del Señor hasta que vuelva”: ¡una entrega de amor al Padre y a los hombres y mujeres de todos los tiempos, principalmente a los Ancianos!

2. Espiritualidad de la Cruz. 

         La cruz, el dolor, el sufrimiento ha sido una experiencia constante y consciente del ser humano. Anta esta cruda y desconcertante realidad, las reacciones son diversas: de rechazo, de incertidumbre, de desesperación, de enfrentamiento con el misterio de Dios. Pero también: de aceptación serena y esperanzada, de solidaridad fraterno-cristiana impulsada por la fe y el amor.

Esta actitud positiva y creyente es la que guío a Santa Teresa Jornet y continúa guiando la vida y misión de todas las Hermanitas. Todas enraízan su vida mirando a Jesús “que nos precede en todo, incluso en el dolor y en la cruz, como signo y medio de redención.

El pensamiento de un grupo de Religiosas nos lo recuerda con sencillez y claridad: “No hay vida religiosa, seguimiento de Cristo, sin ascesis que madure a las personas. Ahí están los santos, los fundadores de Congregaciones, los grandes
maestros, contemplativos, predicadores o educadores. Inexorablemente, la cruz de Cristo forma parte de la vida de sus auténticos discípulos. Otra apreciación sería engañosa, al menos por irreal. Y no es que a la vida religiosa se venga a sufrir, sino que la cruz sobreviene siempre: de forma esperada o de forma inesperada y con distintos rostros: como dureza de trabajo, angustia 1 económica, incomprensión fraterna, infidelidad del amigo, crisis familiares, radicalismo de pobreza, castidad y obediencia, enfermedad, servicio entre marginados, cuidado de ancianos y de enfermos”.

Este pensamiento nos lo recuerda hoy la Iglesia con realismo y claridad: “Vivir la espiritualidad en un continuo caminar desde Cristo significa comenzar siempre a partir del momento más alto de su amor — cuyo misterio guarda la Eucaristía —, cuando en la cruz Él da la vida en la máxima oblación. Los que han sido llamados a vivir los consejos evangélicos mediante la profesión no pueden menos que frecuentar la contemplación del rostro del Crucificado.

Y en otro Documento de la Iglesia, publicado el año 2002 leemos “El rostro del Crucificado es el libro en el que se aprende qué es el amor de Dios y cómo son amados Dios y la humanidad, la fuente de todos los carismas, la síntesis de todas las vocaciones. La consagración, sacrificio total y holocausto perfecto, es el modo sugerido a ellos por el Espíritu Santo para revivir el misterio de Cristo crucificado, venido al mundo para dar su vida en rescate por todos y para responder a su infinito amor.

La historia de la vida consagrada ha expresado esta configuración a Cristo en muchas formas ascéticas que han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad... A lo largo de la historia de la Iglesia las personas consagradas han sabido contemplar el rostro doliente del Señor también fuera de ellos. (Dimensiones de la Vida Dominicana, n. 46. ) (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: “Caminar desde Cristo”, n. 27).

Lo han reconocido en los enfermos, en los Ancianos abandonados, en los pobres, en los pecadores... La vocación de estas personas consagradas sigue siendo la de Jesús y, como El asumen sobre sí el dolor y el pecado del mundo des- gastándose, consumiéndose en el amor”.

Santa Teresa Jornet tomó en serio su seguimiento de Cristo. Quiere serle fiel en todo hasta el final. Al Señor le ha escuchado decir y ha constatado que El vive lo que dice: “Yo soy el enviado por el Padre, como signo visible de su amor al mundo. El hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado. Y dirigiéndose a todos dijo: el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con la cruz cada día y véngase conmigo, y allí donde estoy yo estará también mi servidor”. (Lc. 9, 23-26).

La Fundadora de las Hermanitas lo acogió en su corazón. Ella no hizo teorías bonitas y cómodas sobre la “Cruz de Cristo”. Sencilla y generosamente la aceptó tal y como el Señor se la presentaba cada amanecer. Nunca se dejó llevar de la apatía ni de la comodidad. Reaccionó siempre con talante creyente y entrega de amor generoso. Todo lo que en su vida tenía “sabor de cruz” lo interpretaba a la luz de su sincera fe en Cristo crucificado y Redentor del mundo.

Por la historia conocemos que la salud de Teresa era delicada y frágil. Nunca protestaba ni pedía explicaciones al Señor. Aceptó con humilde sencillez su situación personal: era su ofrenda, signo de su amor a Jesús. También conocemos por la historia las dificultades y “peripecias” durante la fundación y consolidación de la Congregación y las fundaciones de las distintas Casas. Sus penurias económicas, sus sufrimientos por las “tensiones” creadas por alguna de las primeras Coniunidades de Hermanitas. ¡Con qué temple, fortaleza, prudencia, serenidad, esperanza, amor y acierto lo iba afrontando, superando y conseguía resolviendo!

La Madre logró transformar “sus cruces cotidianas” con la solidez de su caridad abnegada y generosa. Era una mujer experimentada en las exigencias de seguir a Cristo, “y éste crucificado”. Todo lo encajó con fe, esperanza, amor y humildad: ¡sin amargura! Sí, la Santa Fundadora asumía ella la primera las “cruces” y, con palabras de confianza y aliento, animaba a sus Hijas.

Y puesto que para ella las dificultades entran en los planes de la Providencia divina, que busca lo mejor para sus criaturas, aunque la naturaleza se resista a aceptarlas, la M. Teresa pedirá a todos que le ayuden con ss oraciones para aceptar con alegría “lo que más le convenga para gloria de Dios”. TI, p. 359). “No valgo para nada, yo voy mediana de Salud. Dios sea bendito que así lo quiere”. (II, p. 358).

En una carta que escribe a D. Francisco, en octubre de 1875, ya se refleja bien esta actitud acogedora de cuanto Dios la envía: “Padre, respecto a lo que me dice de la cruz, yo estoy contenta, y cuanto más cerca pueda imitar a mi Esposo Jesús, tanto más contenta estoy. No merezco la paz que Dios me da en medio de todo esto, de lo que no sé cómo dar gracias a Dios”. (1, p. 161). Y en otro momento dirá con serena humildad: “Sigo mediana de salud, pidan al Señor por mi”. “Continúo un poco mejor Quiera el Señor continúe este alivio, si conviene, para poder trabajar a su mayor gloria “. (II, p. 359).

Esta admirable actitud cristiana con que la Madre asume las “pruebas” lo enfoca siempre desde la perspectiva de su amor a Jesucristo: “Su paciencia se demuestra en cómo acepta risueño los sufrimientos a que se somete con su obediencia, humildad y pobreza... Y para que también al espíritu los sufrimientos alcancen, sufre por sus padres, que ve despreciados y padeciendo privaciones con Él, y por lo que ve le espera durante toda su vida, y muy especialmente en su pasión y muerte que tiene a la vista. Sean las que quieran las pruebas al que el Señor nos sujete, ya de necesidad, ya de enfermedades, ya de desprecios y aún de calumnias, sufrámoslas resignadas, que el Niño las endulza con su ejemplo “. (II, p. 230).

Pero la Fundadora de las Hermanitas interpreta y acepta la crudeza dolorosa de la vida, no simplemente resignándose, sino en perspectiva de esperanza: “Como es de suponer durante el santo tiempo de Cuaresma se habrán aprovechado mucho de los grandes ejemplos que nuestro amable Redentor nos da, sobre todo en la última semana, donde nos enseña a amar la cruz y los trabajos. Ya sabemos que el que quiera gozar con Cristo ha de padecer con Él. Sepamos, pues, sacar el debido fruto en todo y nuestras obras serán llenas en la presencia de Dios. La vida es breve y hay que aprovechar el tiempo, para que no nos encuentre con las manos vacías”. (II, p.
586).

Sí. Santa Teresa Jornet aceptó y vivió con la lucidez de la fe y la fortaleza del Espíritu el verdadero sentido y alcance de la ascesis cristiana. Lo acepta como integración de la cruz, como desarrollo normal de la vida humana, de la vida de la gracia y su vida consagrada al Señor. Asume la ascesis, el sufrimiento como factor de equilibrio personal y como lubricante de las tensiones comunitarias. Como imitación de la vida de Cristo pobre, humillado, despreciado y crucificado. Y también, como solidaridad, como cercanía fraterna con los más pobres: Sus queridos Ancianos.

Ella vive la ascesis del seguimiento de Jesús como un medio que sosiega las pasiones, el egoísmo; como un medio que curte, fortalece y santifica a las personas que aman de verdad a Jesucristo. Para la Madre, la ascesis cristiana y de sus Hijas consagradas a Jesús abarca toda la vida al servicio de la Iglesia y de los Ancianos.

Es un programa exigente de laboriosidad, entereza, pobreza, entrega a los demás, abandono de una familia para constituir otra, aceptación obediente y sencilla de trabajos difíciles e ingratos; incluso vida de inseguridad y disponibilidad total “por el Reino de Jesús” que, en su tremenda indefensión en la Cruz, abrió sus labios para pedir ayuda al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Y dando un fuerte grito exclamó: Padre, en tus manos pongo mi vida “. Fue su última palabra: La de la confianza total en su Padre, que veía complaciente que su Hijo querido: “lo había cumplido todo y lo había hecho bien “.


La Santa Madre no sólo da testimonio de que aceptaba las “cruces”, fueran del signo que fueren. Es que, además, orienta y anima a sus hijas para que no se arredren ante nada: “Lo que nos importa es ser buenas. Es verdad que, mientras vivamos en este mundo, no nos ha de faltar algo que ofrecer al Señor pero ¡ánimo!, que Dios está con nosotras, y con su pesadísima Cruz va delante para darnos ejemplo “. (II, 376).

La Madre es lúcida y realista. Por eso dice con sencillez y sentido: “Dicen que el que no sabe sufrir no sabe vivir; con que a ver si Vd. aprende y se hace de corazón grande en Dios y para Dios”. (II, p.59l). La Madre está tan identificada con Dios, que hace suyo lo que nos dice San Pablo: “porque Dios ama al que se da y da con alegría”.

Por eso, ante las dificultades, intenta animar a las Hermanitas: “Hijas mías, este año nos ha tocado la Cruz: llevémosla con alegría “. (1, p. 225). Ese talante de fe, de esperanza, de amor generoso, servicial, sacrificado y humilde es lo que la ilumina y fortalece en todo cuanto sabe a cruz, a dificultad: “Parece que Dios cierra las puertas y nos está probando de muchos lados y se complace en esto; que si no, no estaríamos tan alegres como estamos. El enemigo hace muchos esfuerzos, porque las cosas de Dios tiene sus contrarios y esto nos prueba que ha de ser para gloria de Dios... Yo espero que Dios nos dará fuerzas para vencer las dificultades que ahora se presentan “. (1, pp. 176-177).

Es evidente que la Santa Fundadora habla claro y con autoridad a las Hermanitas. Les recuerda que su vocación, su vida de seguidoras de Jesús es exigente y trabajosa. Les indica y les invita con convicción, que en su recorrido y vivir diarios nunca pierdan de vista a su Señor y Maestro Jesús y que esperen firmemente en Él y confíen en su Palabra, en su Promesa: “ánimo, no temáis, soy yo, que estaré con vosotros siempre “.

Desde esta convicción de fe en la fidelidad de Jesús, la Fundadora de las Hermanitas les decía a sus contemporáneas y continúa diciendo a las que realizan hoy su misión: “Ánimo, Hijas mías, que el Señor está con nosotras”. Con su vida y con su palabra, la Madre supo vivir la espiritualidad de la Cruz y, desde el cielo, sigue siendo un referente luminoso, esperanzado y entrañable para todas las Hermanitas de la historia.

Este espíritu de aceptación de las “cruces” y dificultades de la vida pervive en las Constituciones que todas las Hermanitas han profesado libremente: “La hermanita, que sigue a Jesucristo, nuestro divino .Modelo, por un camino de trabajo difícil y abnegado, procurará conseguir y acrecentar el espíritu interior de sacrificio. A ello le ha de ayudar la práctica de la mortificación, con espíritu de penitencia, según las enseñanzas de la Iglesia y la tradición del Instituto”. (Const. n. 218).

Y como Él está aquí ahora presente, con los brazos abiertos, en amistad permanente todos los días, me parece una falta de educación y cortesía no empezar saludándolo. Espero que todas vosotras ya lo hayáis hecho, como siempre que entráis en cualquier capilla o iglesia, espontáneamente, la primera mirada, el primer beso debe ser siempre para Él, Amor de los amores, esposo del alma, Hermosura y Belleza y Palabra de Dios. Haced este propósito, para que se inicie un diálogo personal que se potenciará en la oración, porque a veces podemos entrar, rezar y decir misa, y salimos como entramos, sin encuentro personal con Cristo personalmente, aunque sí comunitario o litúrgico o celebrando incluso la misa. Es aquello que nos decían en nuestros seminarios o casas de formación al empezar la oración: hagamos un acto de fe y amor en la presencia de Cristo Eucaristía.

         Y ya pregunto y me pregunto: ¿Verdaderamente mi primera mirada y saludo es para Él cuando entro en la capilla o en cualquier iglesia? ¿No es Él verdaderamente mi único esposo y me he consagrado a Él de por vida, para siempre? ¿Es que ha bajado mi fervor, mi amor, es que se ha hecho rutinario? Es que nosotros, los sacerdotes, pasamos muchas veces ante el Sagrario como si fuera un trasto más de la Iglesia ¿Si a mí como sacerdote, el sagrario me aburre o no me dice nada, si no me ven junto al sagrario mis feligreses o mis ancianos, cómo entusiasmar a los demás Cristo o amar como Cristo, si no le amo a Él personalmente o soy delicado con Él cómo serlo y ver su rostro en los hermanos? ¿cómo decir y predicar que ahí vivo y resucitado el Cristo del Evangelio, el que acariciaba a los niños, miraba con amor a los jóvenes, dejaba que le tocara la hemorroisa o le besara los pies y se los enjugara con sus lágrimas la adúltera, ¡qué atrevido y libre y apasionado de amor humano y divino eres, Cristo, sobre todo para aquellos tiempos, fijaos ahora en lo poco que significa la mujer musulmana, qué grande y libre y maravilloso eres, Señor, Dios presente en un trozo de pan y amándome con amor extremo hasta el fin de los tiempos, qué maravilloso poder vivir mi vida, mi vida de religiosa, de esposa virgen con amor total a Ti, que eso significa virginidad o celibato, no meramente ser puro de cuerpo, qué gozo vivir mi vida religiosa con entusiasmo, en cercanía de amor y con amor y por amor a Ti.

         Decía la Madre Teresa de Calcuta, que para ver el rostro de Cristo en los hermanos, en los pobres o en los ancianos, primero tengo que ver y estar y hablar personalmente con el Señor en la oración, en el Sagrario, porque teniéndole tan cerca, el mejor modo de encontrarlo, hablar con Él es el Sagrario, más que mi habitación o la naturaleza, aunque allí también está Dios, pero... aquí está real y verdaderamente presente.

         Así que para Él sea siempre nuestra primera mirada de fe, amor y esperanza. En su presencia y en su encuentro de amor empezamos estos Ejercicios, este desierto de oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», dice santa Teresa. Parece que la santa hizo esta definición de oración mirando al Sagrario.

         De esta forma, si uno va conociendo a Cristo por la oración, termina conociéndole y enamorándose de amor con Él, porque aquí está vivo, lleno de Belleza y Hermosura infinita, en abrazo permanente de amor y amistad. Sentir esto, no digo simplemente creerlo o saberlo teóricamente por teología, es dulzura y miel en los labios, en el corazón, en el alma. Es el cielo anticipado en la tierra porque el cielo es Dios y Él está aquí, en mi vida y en mi corazón.

         Por favor, que Cristo está vivo, vivo, y resucitado, que yo no hablo de un Cristo que existió y nos amó y murió, que no está muerto, que ha resucitado y está vivo, que no está distante ni lejano, que se le puede tocar y amar y hablar y besar,  que es persona, no sólo evangelio, palabra, o virtudes, o valores en los que creo ciertamente. Es que de Cristo persona se habla poco, poco de las Personas divinas, el Padre bueno todo amor, no digamos del Espíritu Santo, que al no tener semejanzas humanas, no tener rostro humano, ni siquiera hemos oído hablar de Él, como dijeron a Pablo aquellos cristianos de Corinto. Cristo es una persona viva y presente en si misma, y lo será para cada uno de nosotros en la medida que yo avance por el camino de la oración, del encuentro personal con Él, no meramente litúrgico o comunitario.

         El cristianismo es una persona, es Jesucristo, es el Amor de Dios encarnado en una humanidad como la nuestra, que vino en nuestra búsqueda para abrirnos las puerta de la eternidad, de la amistad y de la felicidad del nuestro Dios Trino y Una. El Sagrario es la morada de la Trinidad en la tierra, mejor, es la Canción de Amor en la que el Padre nos dice su Palabra, en la que, como dice S. Juan de la Cruz, nos ha dicho todo, y fue pronunciada en silencio, y en el silencio de la oración contemplativa debe ser escuchada: “en el principio sólo existía la Palabra y la Palabra era Dios, es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo...” Jesucristo es la Palabra, la Canción de Amor cantada por el Padre a todos los hombres, en la que nos canta su proyecto de Amor eterno, de felicidad infinita y trinitaria, es el proyecto de Amor del Padre realizado por el Hijo con Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que eternamente el Hijo, aceptando la voluntad y el amor del Padre, le hace Padre de Amor para Él y para todos los hombres, y por su mismo Espíritu Personal de Amor, que es Espíritu Santo, beso y abrazo de la Trinidad, por ese mismo Espíritu, que habita en nosotros y nos alimenta y potencia el pan de la Eucaristía, nos sumergimos ya en la tierra en la misma felicidad y gozo trinitario: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudarme a sumergirme enteramente en Vos, tranquila y segura, como si mi alma ya estuviera en la eternidad, que nada pueda...»

         Es que para mí, para todo cristiano, máxime consagrado personalmente a El por amor, todo tiene que empezar  ahí, en Cristo Eucaristía, centro y culmen de toda la vida de la Iglesia, como nos dice el Vaticano II; Misterio total de  Cristo, Hijo de Dios encarnado por amor extremo, primero en carne humana, y luego en un trozo de pan, que ha venido en mi búsqueda para manifestarme y realizar la prueba máxima de amor dando la vida por mí, para buscarme y abrirme la puerta de la amistad y felicidad trinitaria y sumergirme en el Gozo eterno, para siempre, para siempre de mi Dios Trinidad. Eternidad que ya he empezado en la tierra si yo lo descubro en este pan por el trato personal de amor, por la oración personal, de la que os hablaré largamente, porque yo todo, todo, se lo debo a la oración personal, no meramente litúrgica, especialmente a la oración eucarística, porque si celebrando misa no entro dentro del corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no pasa a mi vida, a mi corazón, a mi experiencia de gozo.


[1] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

[4] Cfr F. X. DURRWELL, La Eucaristía, Sacramento Pascual, Sígueme, Salamanca  1892, pag.13).

[5]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009, pag 360

[6]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[7]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[8]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[9]  VATICANO II, L G, n. 59.

[10]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[11]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[12]Ibi. pág. 723

[13]R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

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