LA IGLESIA ACTUAL Y SIEMPRE NECESITA SANTOS PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

LA IGLESIA ACTUAL Y SIEMPRE NECESITA SANTOS

LA IGLESIA  ACTUAL Y SIEMPRE NECESITA SANTOS, SANTIDAD, EXPERIENCIA DE DIOS. EXPERIENCIA DE LO QUE ES Y PREDICA Y DEBE COMUNICAR

«El cristiano del siglo futuro será un místico, o no será cristiano»

(K. Rahner)

¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos!

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

INTRODUCCIÓN

  El título completo del libro tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

  Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.   

  Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

  Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

  Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

  Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

  Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

  La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

  Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

   Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

  Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual.

  Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos. En cambio, si las consecuencias del Vaticano II han sido capaces de provocar las quejas de un Papa que lo había deseado, Pablo VI («nos esperábamos una primavera y ha llegado un invierno»), es porque sus indicaciones han sido gestionadas por teólogos, por intelectuales»[1].

 Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la prudencia y mediocridad del mundo y de la carne; consecuentemente, esta reconversión personal, sin apoyos doctrinales o ejemplos externos, se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde sólo  Dios amado personalmente sobre todas las cosas, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

  Me cuesta escribir este libro también,  porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales; pero siento algo en mi que me empuja a hacerlo por amor a Cristo y a su Iglesia; alguien  me empuja a ser profeta, y no me gusta,  porque sé que decir cosas desagradables, ser profeta, aunque sea  en el nombre del Señor, sin que se me trabe la lengua, lleva consigo incomprensiones, críticas, sufrimientos; tengo experiencia.

  Y me cuesta finalmente hacerlo porque se que todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tenga de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo, no es el que uno aprendió en teología, sino el que uno vive, especialmente, desde la relación personal con Él por la oración.

  Así que, a pesar de esto y  no ignorándolo, hablaré, porque esto es lo que veo y siento dentro de mí, y lo veo porque es lo que me critico y trato de superar en mí vida personal; es lo que quiero convertir en mí mismo, el primero, y luego, si puedo, como lo sufro y experimento en mi, ayudar y dar un poco de luz y ánimo a mis hermanos, todos los bautizados, especialmente a mis hermanos sacerdotes, ungidos por el Santo Espíritu en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo,  que hemos de conocer, amar, vivir, predicar y celebrar.

  Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia nuestra, actual, incluso para los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

OTRA INTRODUCCIÓN DE UNO DE MIS LIBROS

  La Iglesia y el mundo siempre los ha necesitado y el Señor lo dijo muchas veces: “Quien quiera ser discípulo mío…Sed santos, como vuestro Padre celetial es santo…etc….”, pero ahora más que en otros tiempos debido al materialismo, ateismo e increencia reinante en vidas, medios, radios y televisiones.

  Por eso, el título completo de este libro, en un mundo ateo y secularizado, tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón gravados sería: LA  IGLESIA NECESITA OBISPOS Y SACERDOTES SANTOS  CON EXPERIENCIA DE LO QUE SON, PREDICAN Y CELEBRAN; pero por brevedad he puesto el que está porque en mi vida sacerdotal y en mis ratos de oración  con Cristo Eucaristía he descubierto que el más necesita esta santidad soy yo, para vivir unido a Cristo, en su ser y existir sacerdotal. Y para eso he comprobado por la palabra del Señor y por mi propia vida sacerdotal que el mejor camino es la oración personal y diaria y eucarística. Y en este sentido y con esta intención quiero publicar este libro.

La iglesia, desde su origen junto a Jesús: “sin mí no podéis hacer nada; yo soy la vid, vosotros, los sarmientos…”, siempre los ha necesitado, pero ahora más por las circunstancias actuales.

Y también necesitamos madres santas, madres sacerdotales, que siembren la fe y cultiven la vocación sacerdotal rezando con sus hijos desde el seno materno como los años 1940- 80 que yo viví como seminarista y párroco en España. En aquells años en todas las diócesis  iglesias llenas diariamente en la misa y sagrarios visitados a todas horas desde la mañana y claro, seminarios a tope.

La Iglesia necesita en estos tiempos santidad porque Cristo así la quiso e instituyó y así fueron los primeros apóstoles, obispos y sacerdotes y cristianos, unidos a Cristo, elegidos por Él para ser prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal en las humanidades  de otros hombres. Y por esto el título que he puesto a  este libro: LA IGLESIA NECESITA SACERDOTES SANTOS.

PRIMERA PARTE

LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

 

1.-LA  IGLESIA NECESITA OBISPOS Y SACERDOTES SANTOS

La Iglesia actual y de todos los tiempos, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros, por ser prolongación de Cristo necesita santidad, unión de vida y amor con Cristo; la iglesia es santa y apostólica, necesita santidad de vida y amor a Dios, necesita siempre experiencia de lo que cree y predica y celebra y esta experiencia viene solo por la oración y santidad de vida.

  Esto mismo te lo puedo expresar de otra forma expresiones y palabras que repetimos en momentos oportunos, pero que luego no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de los medios pastorales sino de los misms pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema fundamentalmente de formas o modos de catequesis sino de catequistas: la catequesis es el catequista.

El problema del apostolado de la Iglesia es y será siempre esencialmentalmente problema de apóstoles formados e identificados con Cristo en santidad y unidad de su ser y existir sacerdotal  junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”.  El estar con Él primero y luego ser enviado es condición fundamental y esencial para ser su apóstol y representante y hacer apostolado  conforme al Corazón de sacerdital de Cristo, es decir, el estar con Él, la oración será prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y a su caridad pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para que siga salvando a los hermanos y para eso debo identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.    

  Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo para que Él pueda prolongar en mí y por mí su salvación; y esto todos los días de mi vida por la gracia y carácter sacerdotal del bautismo pero sobre todo, por mi identificación con Él por el Orden sacerdotal.

  Y para eso necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su mismo amor porque yo no sé amar así, yo no tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; para eso necesito pedírselo todos los días y trabajarlo todos los días, tratar de conocerlo en profundidad y en verdad; necesito hablar, revisar, encontrarme con É y todo esto se hace principalmente por la oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios y a los demás. Son las consecuencias del pecado original. Y la santidad es eso, es la unión total de amor con Dios de todo bautizado que en mí sacerdote  es la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo.

  Y al vaciarme de mí mismo para llenarme solo de Él viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me voy vaciando de todo mi «yo» y todo lo mío que le impedía llenarme.

Desgraciadamente no somos conscientes de esto, de que mi “yo” y mis pecados es lo impide la experiencia de Cristo y su evangelio en mí, la experiencia de Dios en nosotros, porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios ni la vida de Cristo ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme a mí mismo más que a Dios y a todos los hermanos. De esta forma no dejo a Dios que sea Dios y Señor de mi persona y facultades; el dios de mi vida soy «yo» y me busco y me doy culto de la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios, sin ser consciente de ello por no tener ratos de oración y encuentros sinceros con Él, esos ratos de oración que siempre se convierten automáticamente en ratos de amor a Dios sobre mí mismo sobre todas las cosas por la  oración-conversión-

  Por eso donde digo oración-experiencia de Dios quiero poner y decir igualmente oración-conversión-santidad de vida, de unión con Dios,de humildad-andar en verdad, de vida espiritual, “verdad completa”, esto es, verdad completa de vida y conversión total de Cristo en mí por Amor de Espíritu Santo, que así fue como los Apóstoles se identificaron y experimentaron a Cristo por la presencia del Espíritu Santo estando en oración y que ante, a pesar de verlo y tratarlo no lo habían logrado. Bueno, en Pentecosté estando con María, la madre de Jesús lo consiguieron porque la devoción verdadera a María es también una ayuda muy importante en este camino de la experienca de la fe, de la vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas, con experiencia de lo que somos, predicamos y vivimos, como Ella mismo lo tuvo.

  Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad, más santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia, desde su conocimiento y amor sentido y experimentado en y por la oración, por el encuentro diario y afectivo con Cristo, sobre todo, en el Sagrario. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, sobre todo de los sacerdotes y consagrados, incluso por los no creyentes. De hecho a cuántos cristianos y sacerdotes vemos en la iglesia haciendo oración, sobre todo, ante el Sagrario.

  La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente nos valore, se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas “viendo cómo se aman” y amen a Dios y a los hermanos “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal el que da vida de su Espíritu Santo a los sacerdotes y nos hace canal ancho de la mism para los hermanos.

  Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro porque exige en todos nosotros, en mí, el primero, mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos y oscuridades de lo natural por las virtudes auténticas y verdaderas y sobrenaturales de fe, esperanza y amor purificados que nos unen directamente con Dios y es duro también porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que exige esta reconversión y santidad permanente y fomentada siempre por los santos pastores de turno en la Iglesia sino de toda una vida vivida en amor y conversión permanentes por medio de la oración-conversión diaria.

   Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los Seminarios y Casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones consagradas al Señor el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, que se inicia ya en la tierra  y para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, siendo modelo el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que se realiza únicamente por el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en un Pentecostés permanente de oración con María, la madre, como los Apóstoles, para que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”.

  Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios no es cuestión de una operación rápida por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado o a nivel personal, convivencias, una tanda de ejercicios espirituales, reuniones espirituales o pastorales; todo esto ayuda, pueden ayudar, pero para esto primero hay que reconocerse enfermo con el cáncer del pecado original del yo que desde que uno nace en el seno materno se ama a sí mismo más que a Dios y a la misma madre, no digamos a los hombres, hay que ser conscientes de esto y luego tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Hay que reconocer que actualmente la iglesia y en general los sacerdotes actualmente estamos instalados en la mediocridad, en la falta de santidad y de  tensión a la perfección espiritual y a la unión total con Dios.

  Tenemos además muy cerca la experiencia del Vaticanos II. Alguien ha dicho «que si el Concilio de Trento provocó un despertar, una sacudida, un extraordinario golpe de riñones a un organismo que parecía echado a perder, fue porque aquellos documentos fueron tomados en serio y hechos realidad por una multitud de santos.

  Por lo tanto, esto que quiero decir y expresar, supone en la misma Iglesia, Diócesis, Congregaciones, Institutos, Órdenes religiosas, Seminarios, casas de formación o noviciados y en la Iglesia, -- por aquello de “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán, no sirve más que para que la tiren fuera y la pise la gente”-- supone, repito, una conversión personal, un cambio doloroso y largo que debe durar toda la vida, el cambio del Espíritu de Dios sobre la carne, la prioridad de Dios y santidad y unión con Dios y seguimiento de Cristo en humildad y servicio sobre la mediocridad del mundo y de la carne.

Consecuentemente esta reconversión personal sin apoyos doctrinales o ejemplos externos se hace más penosa, antipática, no deseada, porque hay que hacerlo desde Dios amado personalmente sobre todas las cosas todos los días, y para eso necesitamos la oración o encuentro personal y revisión diaria de nuestras vidas mediante la meditación de la vida de Cristo en el evangelio y lo que te ayude, a veces sin apoyos institucionales y reconocidos que antes existían con más abundancia y visibilidad. Y reconozco que el Papa Benedicto XVI, algunos Obispos y Congregaciones están hablando y actuando muy claro en este sentido últimamente. Lean los discursos del Papa Benedicto a Obispos, institutos..., la Congregación del Clero... etc.

  Me cuesta escribir este libro porque este tipo de escritos no reporta alabanzas ni honores personales y porque sé que en esta materia de la santidad todo depende del concepto que cada uno tenga de Cristo, de Iglesia, de apostolado. Y el concepto que cada uno tiene de apostolado e Iglesia, es el que tiene personalmente de Cristo; y el concepto que tenemos de Cristo cada uno no es el que uno aprendió en teología sino el que cada uno vive por la relación personal y diaria con Él por la oración y la eucaristía diaria que cuesta y a veces se abandonan y entonces no se avanza en la unión, santidad y experiencia de amistad personal con Él. Y si esta falla, sin no hay santidad no podemos santificar con abundancia porque es canal de la gracia se ha estrechado. Porque aunque uno sea obispo o tenga doctorado en Teología, como no sea hombre santo por la oración y conversión, no tendrá experiencia de Cristo porque nadie puede dar lo que no tiene aunque lo tenga estudiado o deba predicarlo celebrarlo.

  Entre todos hemos de dar más belleza, atractivo y hermosura a esta Iglesia de Cristo, Iglesia nuestra, mediante nuestra santidad de vida y experiencia de Cristo incluso los no creyentes, para “viendo vuestras buenas obras den gloria y alaben al Padre Dios del cielo”.

2.- “CREO EN LA IGLESIA QUE  ES UNA, SANTA....”

   La Iglesia tiene que ser santa por voluntad de Cristo. Constato por ejemplo que la Iglesia, actualmente  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad en vida personal y apostólica, experiencia de lo que somos y predicamos; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta vida según el Espíritu, vida espiritual, Espíritu Santo, faltan santos, falta experiencia de Dios no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

  Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo” porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica sino encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único para esto es la oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa de Jesús.

  Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

  A esta Iglesia actual le falta la belleza y atractivo de la santidad, el de los santos, porque se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo humano, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

  Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o de nosotros, sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, puesto que para esto vino y se encarnó teniendo más cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

  Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

  Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

  En la Iglesia actual, con los ordenadores, móviles, facebook, tuwwiter… etc… está todo muy bien establecido y reglamentado en general; no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos que los vivan y los cumplan, falta experiencia personal de la gracia y del misterio que realizamos; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural que realizamos por los sacramento pero se realiza a través de los canales de la gracia de Dios que somos nosotros los sacerdotes y de esto se habla y nos preocupamos poco.

  Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar a otros por misión y encargo esta experiencia de Dios, la santidad, la unión con Dios, el gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

  «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[2]».

  Nos falta experiencia de Dios, experiencia de lo que predicamos y celebramos, tenemos teología pero nos falta mística de lo que sabemos y creemos, por eso  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido.

Los sacerdote tenemos que ser «notarios» espirituales y místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque con vivencia espiritual y personal podemos certificar la verdad de lo que creemos, predicamos y celebramos, la verdad de Dios y sus misterios que tanto necesita este mundo y nuestras parroquias, la verdad de la Eucaristía que celebramos, de su presencia permanente de Amor a todos los hombres en el Sagrario o en la misa que debe ser  «centro y cúlmen de la vida cristiana», de nuestras vidas y de la vida de nuestras parroquias, como dice el Vaticano II.

  Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta santidad, conversión, la muerte del yo, subir con esfuerzo diario y permanente por el camino de la oración-conversión que nos vacie de nosotros mismos y nos llene de Cristo, que nos haga humildes como Él, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos para seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

  Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificados con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

  En Zenit del 14-9-2010 encuentro estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

  A la Iglesia actual nos falta el triángulo oración-conversión personal- amor a Dios sobre todas las cosas, esto es amar, orar y convertirse para andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

  Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla repetidas veces en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos y al dejar la conversión hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración como encuentro con Dios y así no podemos tener experiencia de Dios, de su amor ni hacer apostolado auténtico porque el canal de gracia que somos nosotros se ha obstruido porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas.

No podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos, mejores parroquias, mejores títulos.

Esta es la causa que impide que Dios entre en nosotros y le sintamos porque para sentir el abrazo y amor de Dios que nos dice el Señor: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”, hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él; y esto supone, como he dicho, conversión: negarse a sí mismo para llenarse de Dios.

  Y al decir conversión lógicamente estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna». Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de queres amar más a Dios y convertirse a Él.

  A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como un poco secular, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[3]».

 Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, a la santidad, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración y trato de amor todos los días con Jesús,

sobre todo, en el Sagrario, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo.

Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos y celebramos. Y para eso aconsejo el sacramento de la confesión frecuente con propósito permanente de superación y conversión, sobre todo en esta etapa primera que dura años, según el grado de nuestra generosidad y constancia.

  Tristemente hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios; yo lo noto en mí mismo, por eso insisto tanto y la describo abundantemente y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos en nuestras vidas al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, y no tenemos todos los días y a la hora determinada el encuentro de amistad con Él porque nos aburre Cristo y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos sobre todo de sus ideas y evangelio pero no de la persona de Cristo Jesús, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres y todo esto porque nos falta contacto personal, relación de amistad; y todo lo sustuimos con el conocimiento teológico o catequista, ordinariamente frío.

  Para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él y hacernos felices? 

Si no me ven junto al Sagrario, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar de oración eucarística a mi gente, al mundo, de amistad gozosa con Cristo Eucaristía,  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...Y nada de decir que no tengo tiempo, es que nos falta fe y amor, porque para los facebot, tuiwiter, wasadde y otras cosas… sí que lo tenemos, pero para Dios, para Cristo Eucaristía… no tengo tiempo, qué pena, no tenemos es fe viva y amor personal y verdadero para hacerlo.

3. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

EL MISMO JUAN PABLO II lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla en alguna de sus partes ahora en este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero y lo he constatado, qué poco se habla de santidad, de oración…También como sacerdote asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado.

En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mi juventud, qué poco se habla del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, del amor a Cristo y de Cristo que tenemos que dar y tener para darlo, para hacer sus acciones y vivir su amor.

  Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración y unión personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado de Cristo, es puro trabajo profesional  porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

  Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

  El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él, sin experiencia de la misma fe  es como si no existiese, porque no se puede creer y sentir hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

  Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio. El Hijo, viendo al Padre entristecido porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

  La Voluntad, el Amor del Padre fue al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta ciertemente para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y cuando se llega ahí por la oración es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria de la que empiezo a disfrutar en la tierra. Porque si esto no se llega a sentir es como si Dios no existiera, que es lo que les pasa a muchos hombres y mujeres en este mundo, donde los políticos han quitado a Dios para ser ellos los dioses y los que digan lo que está bien o mal y robar y demás porque ellos son los dioses.

  Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios en el cielo y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, todos los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino del «que muero porque no muero».

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno todos los días al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

  Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe no creída, la desilusión de los trabajos apostólicos percibidos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica a la fe vivida, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo conocimiento, gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

  La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión y desde luego poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en la humanidad prestada en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

  El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona que debe ser  y existir «in persona Christi», Cristo Camino,  Verdad y  Vida encarnado en todo sacerdote.

  Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado. Todo esto lo ha expuesto mejor el Papa S. Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”.

4.- LA ORACIÓN, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO CRISTIANO EN “NOVO MILLENNIO INEUNTE.

Por eso qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, ya canonizado cuando publico la tercera edición de este libro, en esta Carta Apostólica, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo» sino que nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado y para eso la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración; por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y para conseguir esta santidad de vida, la oración...la oración diaria y a hora fija,  caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana, esto es, hecha y realizada en Cristo y con Cristo.

Qué pena tengo pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, Sínodos y reuniones pastorales sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia y dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar luego lo aprendido escuchandole al Señor como los discípulos en Palestina.

Si yo consigo que una persona ore y se ponga en relación directa con Cristo mediante la oración-meditación-contemplación, he conseguido el fín de todo apostolado, el encuentro personal con Dios, al que luego trataré de llevar todos los demás hermanos con los que me encuentre y sea enviado y lo haré directamente sin acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero sin entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. Cuánto mejor sería llevar las almas hasta el final, enseñarles y hacerles orar y encontrar a Cristo personalmente y desde ahí recorrer el camino de la fe, de la santificación y del aposolado con los demás.

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración primero meditativa y luego contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta” resulta que quien está totalmente unido a Dios es el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol y el que más y mejor puede ayudar a los hermanos en este camino y todo porque se ha encontrado con Cristo por la oración diaria: “sin mí no podéis hacer nada”.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa lo que más le interesa es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado quiere subrayar y recalcar como lo primero y fundamental la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado y para eso la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Cristo, que asi lo hizo en su vida. Por eso el Papa nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Es que no comprendo qué apostolado pueda hacer aquel sacerdote que no hace oración y tenga trato diario con el Señor, encuentro afectivo y efectivo para el “opus operantis” que debemos preparar para llevar las almas a Dios. No sé cómo podrá entusiasmar a sus feligreses con el Señor un sacerdote que le aburre la oración, que no tiene trato de amistad con Él, eso es oración según santa Teresa, “trato de amistad estando muchasa veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”. Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

<<Un nuevo dinamismo>>

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.

1. Y EMPECEMOS A DECIRLO  CON HUMILDAD, QUE ES «ANDAR EN VERDAD»

   Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

  Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos. Y el camino único es la oración, oración, oración-conversión-amor sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

  Y quiero quedar muy claro desde el principio que este libro está escrito no desde la crítica de los defectos actuales en la Iglesia en su ser y existir en Cristo Cabeza, sino desde el dolor de que Dios Padre no sea conocido y amado en su proyecto de amor total y felicidad experiencial con el hombre; desde el dolor de la no experiencia de los brazos extendidos por el Hijo que vino en nuestra búsqueda para abrirnos nuevamente las puerta de la misma intimidad y experiencia de gozo trinitario, y desde la ignorancia de la Persona y Acción santificadora en la Iglesia del Espíritu de Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que hemos sido invitados y admitidos y sumergidos por la potencia de Amor de su mismo Amor, de su mismo Espíritu de Amor Uno y Trinitario,  en que fuimos bautizados, confirmados y alimentados por los sacramentos de la iniciación cristiana.

  Le falta belleza y atractivo, el de la santidad, el de los santos, a esta Iglesia actual que se queda más en lo exterior de su acción santificadora sin buscar y entrar en la vida de la gracia, en la participación en la vida y belleza divina, en la primacía de lo sobrenatural. Se puede constatar que la mayor parte de las normas y reuniones versan sobre lo natural, las dinámicas humanas, sin dirigirse y trabajar por la unión divina, por la verdadera transformación del hombre en Dios para la que hemos sido soñados y creados y recreados por Cristo y el Espíritu Santo.

  Ya he repetido muchas veces que mucho me preocupa la secularización del mundo; pero la peor de todas y la que más me preocupa es la secularización de la misma Iglesia, que debe ser el fermento del mundo y la minoría salvadora del hombre y de la sociedad. Y que conste que no estoy hablando de pecados de la Iglesia actual o sacerdotes, porque en esto no veo cosas graves ordinariamente, sino de secularización, de pérdida de sentido y fervor sobrenatural que teníamos que transmitir en nombre de Cristo a este mundo, que para esto vino y se encarnó, teniendo cuidado del consejo y advertencia que nos dio: “estar en el mundo sin ser del mundo”

  Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

  Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo”.

  En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien establecido y reglamentado, en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, en nosotros no cuenta ni preocupa si se habla o no de ella; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

  Y falta esta experiencia, porque falta oración personal, relación personal e íntima de amor y amistad con Cristo, con Dios nuestro Padre, con el Espíritu de Amor, especialmente en los que tenemos que llevar, por misión y encargo, a otros a esta experiencia de Dios, a la santidad, unión con Dios, gozo de la fe y del amor y de la esperanza cristiana.

  «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana[4]».

  No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «notarios» espirituales o místicos de Cristo, testigos de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

  Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios.

  Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identicazos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

  Encuentro el 14-9-10 en Zenit estas palabras del Papa Benedicto XVI referida a los nuevos Obispos: «Se trata de una profunda perspectiva de fe y no sencillamente humana, administrativa o de cuño sociológico en la que se coloca el ministerio del obispo, el cual no es un mero gobernante o un burócrata, o un simple moderador y organizador de la vida diocesana».

  A la Iglesia actual le falta oración-conversión personal y humildad, andar en la verdad de Cristo: sin mí no podéis hacer nada; para no programar y hacer directorios y dinámicas donde no aparece la necesidad de la gracia y la oración, es puro adorno esta palabra a veces, pero no se ve y se siente su convencimiento y necesidad en los mismos documentos y reuniones pastorales, y consiguientemente, en la vida personal y apostólica.

  Nos falta conversión llana y sencilla, de la que el Señor nos habla en el evangelio: “Si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a si mismo tome su cruz y me siga”; y de conversión se habla poco en las charlas de «formación permanente» y demás reuniones apostólicas, porque es un tema antipático, poco atractivo; la conversión nos duele, nos hace sufrir, y esta es la causa principal de que dejemos o fallemos en la oración, y nos canse y nos aburra, porque nos cuesta convertirnos, y al dejar la conversión, hemos dejado el camino absolutamente necesario para la oración, y al dejar la oración, no podemos tener experiencia de Dios ni hacer apostolado auténtico porque hemos dejado de amar a Dios sobre todas las cosas y no podemos sentir su presencia y gozo, al estar llenos de nosotros mismos y de nuestras cosas y deseos, hasta el punto de que no cabe Dios, como vida y amor; en nosotros, al estar y permanecer siempre llenos de nuestro «yo», de nuestro amor propio, del «yo» al que damos culto de la mañana a la noche, y no vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros apetitos y deseos de poder y honor y primeros puestos; de esta forma, impedimos que Dios entre en nosotros  para que podamos sentirlo, ya que el Hijo de Dios encarnado nos lo dijo bien claro: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; pero a Dios hay que amarlo sobre todas las cosas  para que podamos sentirnos habitados y amados por Él.

  Y lógicamente al decir conversión, también estoy implícitamente hablando de la frecuencia de acercarnos al  sacramento de la Penitencia, --muy abandonado actualmente por los bautizados en Cristo, como todos podemos constatarlo--, donde manifestamos ante Dios nuestro propósito permanente de convertirnos y luchar por la vida en plenitud de su amor. Si no hay conversión permanente a Dios el sacramento de la Penitencia pierde su sentido porque éste se nos da «para perdón de los pecados, aumento de gracia y recompensa de vida eterna», en la que hay que seguir. Qué alegría me dan las personas que van con este deseo de amar más a Dios y convertirse totalmente a Él.

  A este propósito K. Rahner,  teólogo nada «beato», sino más bien tenido en su tiempo como sospechoso, nos dice: «Y hay otros muchos clásicos de la literatura espiritual, cuyo desconocimiento implicaría sencillamente en un buen cristiano ligereza de espíritu y de espiritualidad. Evidentemente el confesonario no es el tenderete anticuado de un moderno psiquiatra, y no debe ser tomado en tal sentido ni por quien está al lado de acá ni por quien está al lado de allá de la rejilla. No es fácil prever la función perfectamente concreta que la confesión frecuente va a tener en la vida de un cristiano serio del futuro. Es muy posible que también en ese campo hayan de producirse algunas modificaciones por razones legítimas. Pero eso no es motivo en manera alguna para relegar la confesión frecuente de devoción al museo de antigüedades eclesiásticas. Quien en este campo se dedica a demoler sin construir al mismo tiempo, no ha captado el espíritu de verdadera seriedad ética y de autocrítica en la vida del cristiano[5]».

 Por lo tanto, la causa de todo esto, de no aspirar a la experiencia de Dios, de no amarle sobre todas las cosas, de no tender a la unión y santidad que recibimos como semilla en nuestro bautismo, no digamos en el carácter y gracia sacerdotal del Orden, en definitiva,  para mí está en la falta de oración-conversión personal permanente, oración convertida a Dios, en no caminar en dirección total a Dios, superando todos los demás amores, para que podamos encontrarnos en unión de amistad y unión perfecta con Él y pueda morar en nosotros, y, si somos sacerdotes, para que todo mi ser y existir pueda identificarse totalmente con el ser y existir sacerdotal de Cristo. Por esto no puede haber santidad sacerdotal, unión de amor total, transformación en lo que somos y hacemos y predicamos.

  Hay mucha mediocridad en nosotros, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

  Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano...

2. ALGUNOS TESTIMONIOS Y PRUEBAS

A). Muy claro y alto lo dijo Mons. Rouco Varela[6]:

«III. Un programa pastoral para la esperanza. Permítanme recordar algún aspecto de tales prioridades: «La floración de santos ha sido siempre la mejor respuesta de la Iglesia a los tiempos difíciles». En esta afirmación notable se centra la llamada que el Plan Pastoral pone a la cabeza de sus prioridades cuando invita al encuentro renovado con el Misterio de Cristo. Porque, en efecto, si «la santidad ha de ser la perspectiva de nuestro camino pastoral y el fundamento de toda programación», es precisamente porque ser santos no consiste en otra cosa que en la transformación de nuestras vidas a imagen de Cristo y en virtud de la fuerza de su Espíritu. El cultivo de la vida interior, en la escuela de los grandes maestros de nuestra tradición mística española, es el medio imprescindible para el camino de la santidad en el que nuestras iglesias se hallan, gracias a Dios, cada vez más seriamente empeñadas.

  Naturalmente, si no hay Dios, no hay santidad; sin la presencia del Dios vivo en medio de la existencia humana, la palabra «santidad», resultaría poco más que un vocablo anticuado o carente de sentido. La transformación de la vida en Cristo es nada más y nada menos que la divinización de nuestro ser, otorgada por el Espíritu del Redentor. Esa es la vocación a la que está llamado cada ser humano: la comunión de vida con el mismo Dios, el Santo.

  De ahí que --según nos pide el Plan Pastoral en un párrafo que merece la pena citar-- sea «preciso poner a Dios como centro de nuestro anuncio y de toda la pastoral; hablar de Dios no como de un aspecto o tema de la fe, sino como el objeto central, el principio y el fin de toda la creación, el sentido, fundamento, plenitud y felicidad del hombre. Hoy no son suficientes los signos de solidaridad; son necesarias las palabras que desvelen a la humanidad el rostro del Dios único y verdadero.

Hay que volver a hablar de Dios con lenguaje fresco y vital. Hemos de anunciar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunidad de amor, que nos invita a su amistad; que por Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, nos ha redimido y nos da la posibilidad de ser hijos de Dios por la donación del Espíritu Santo; que a través de la Iglesia y de los sacramentos nos comunica la vida divina, que es la gracia, anticipo de la vida y la felicidad eterna, a la que estamos llamados».

  «Anunciando sin descanso el amor eterno de Dios por cada persona, la Iglesia presta a la Humanidad el mayor de los servicios. Algunos dirán que se trata de una tarea absolutamente trasnochada e inútil; no faltará incluso algún católico que, desorientado por los cantos de sirena del modo de vida inmanentista, considere secundaria la referencia a Dios y a la Vida eterna para la existencia en este mundo.

Sin embargo, no sólo la experiencia creyente, sino también la mera experiencia histórica pone hoy de manifiesto que las viejas ideologías agnósticas y ateas son absolutamente incapaces de dar lo que prometen; es más, la historia del siglo XX ha dejado en evidencia sus consecuencias reales. Prometieron liberación y acabar con los desfavorecidos…

  El programa pastoral señalado en nuestro Plan pastoral es, por tanto, un programa de esperanza. El programa de la santidad, de la unión con Dios, es el programa del futuro».

  B). El mismo Juan Pablo II también lo expresó claro y profundo para la toda la Iglesia Universal  en su Carta  Pastoral Novo Millennio Ineunte. Por eso he querido transcribirla, en alguna de sus partes, al final de este libro. Qué poco se ha tenido en cuenta sus enseñanzas y propuestas para la programación pastoral en el nuevo milenio; es que  he sido testigo y he leído mucho sobre sínodos y asambleas pastorales y programas diocesanos de Apostolado en todas las diócesis de España y del mundo entero; y, como sacerdote, asisto a reuniones pastorales en España y leo sobre esta materia en Revistas y documentos, y qué poco o nada se habla de santidad, unión con Dios, conversión y oración, base de todo apostolado. En algunos sínodos no he visto apenas mencionada la misma palabra santidad. Métete en Internet y lo verás, porque allí salen todos los documentos de las diócesis. Todo se reduce a programas y dinámicas, todo al exterior, a las acciones, y poco se habla de la oración, «alma de todo apostolado», título de un libro de mis juventud, del Espíritu de Cristo, de la caridad pastoral, pero de la de Cristo, no la mía o la tuya,  para hacer esas acciones.

  Sin el Espíritu de Cristo, sin santidad y unión con Cristo por oración personal no podemos hacer las acciones de Cristo. Hacemos actividades, pero no son apostolado, es puro profesionalismo porque ya dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

  Y esta necesidad de experiencia de Dios viene exigida desde la misma creación del hombre por Amor gratuito del Espíritu Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, para cuyo gozo nos han soñado y nos han querido sumergir eternamente.

  El hombre es más que este tiempo y este espacio, el hombre ha sido soñado por Dios para una eternidad de experiencia de su mismo gozo esencial trinitario y original. Por eso, el hombre jamás se podrá saciar o sentir satisfecho con las migajas de las criaturas; el hombre ha sido soñado y creado por Dios por Amor infinito de Espíritu Santo para ser inundado, extasiado, saliendo de sí mismo para ser sumergido en el mismo Gozo y Amor y Gloria del Dios Trino y Uno. Este misterio es inimaginable e indescriptible; y es verdad, pero si no se siente, si sólo se cree en él sin experiencia de la misma fe, es como si no existiese, porque no se puede comprender, hasta que no se vive por la experiencia de Dios.

  Para esto es para lo que vino el Hijo en nuestra búsqueda, esta es la razón y la explicación de toda su vida y del evangelio, para abrirnos las puertas de la Amistad y Unión Trinitaria por participación de su misma vida. El Hijo, viendo al Padre entristecido, porque su primer proyecto de Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo y Gozo trinitario, había sido destruido, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

  La Voluntad, el Amor del Padre fue, al crear al hombre, hacerle partícipe de su mismo gozo esencial. Y repito, esto no es sólo para saberlo o creerlo por la fe  meramente profesada y creída que basta para salvarnos, es necesario experimentarlo por la fe vivida, que nos llena del mismo gozo y belleza y hermosura y gloria y dicha de Dios. Y es cuando uno dice: Esto es Verdad, Dios es Verdad, Dios existe y me ama, porque lo siento, me está amando, luego existe, luego existo, porque Dios me ama, y me ama para su misma dicha y felicidad eterna y trinitaria.

  Por eso a veces pienso que el dicho de san Ignacio, que tantas veces hemos oído y meditado en los Ejercicios Espirituales: «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma», podía parafrasearse pidiendo permiso al santo, de esta forma: «el hombre ha sido soñado y creado para gozar de la experiencia de Dios y, mediante esto, empezar el cielo en la tierra». Porque es verdad, es algo que podemos vivir ya en la tierra. Testigos, los místicos, los santos, los cristianos espirituales, de vida según el Espíritu Santo,  que por gracia de Dios tengo en mi parroquia y que tanto me han ayudado en este camino de «que muero porque no muero».

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

  Creo que hoy necesitamos la experiencia de Dios para superar el desencanto de la fe, la desilusión de los trabajos apostólicos, que percibimos en muchos hermanos, incluso consagrados/as, que no han pasado de la fe meramente teórica o teológica, a la fe experimentada, a la experiencia de esa fe que no sólo salva, sino que nos llena de la presencia de Dios, de su mismo gozo y amor de Espíritu Santo, que llena de contemplación y resplandores divinos y trinitarios el alma, inflamada en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro».

  La fe puramente creída, seca y sin enamoramiento, puede crear lejanía del objeto amado, incluso desencanto al tocar todos los días el misterio, y no vivirlo; y el desencanto puede crear tristeza, dudas, desilusión, y, desde luego, poca vida  cristiana alegre y gozosa, poco amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo ahí tan cerca, en el Pan consagrado, o en el mismo sacerdote, que debe tener los mismos sentimientos de Cristo encarnado en su humanidad prestada, en el Cristo encarnado en el barro de otros hombres, que es y debe ser todo sacerdote..

  El sacerdote debe ser como Cristo, en razón de su identidad sacerdotal en el mismo ser y existir de Cristo. Debe ser santo. A imagen del Buen Pastor, en el sacerdote no hay lugar para una vida mediocre. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. De hecho, sin la santidad sacerdotal todo se derrumba, no hay identidad con Cristo, no puede ofrecer en su persona, «in persona Christi», a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida.

  Por el sacramento del Orden todo sacerdote está obligado a conocer, vivir y comunicar a Cristo: Cristo conocido, Cristo vivido, Cristo comunicado.  

  C). El Cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia, igualmente lo ha predicado recientemente en una bella meditación en esta misma línea con el título «Conversión y misión» durante el encuentro internacional de sacerdotes en la conclusión del Año Sacerdotal, 19 junio 2010; paso a transcribir algunos párrafos:

Al comenzar la meditación, dice:

«Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo».

(Pongo los números tal cual los hallé en la revista, pero las negrillas son de mi parte)

3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote.

4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse «en su casa» en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.

  En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad?

6. ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.

  D). El Capítulo General de los Oblatos de María Inmaculada. No quiero terminar estos testimonios sin  exponer la celebración de un Capítulo General de los Oblatos de María Inmaculada sobre la necesidad de la conversión personal e institucional en la Iglesia actual; me parece muy oportuno por su verdad y acierto, y me gustaría que muchas Órdenes, Congregaciones de religiosos/as, Institutos de Consagrados/as, muchos Consejos Nacionales y Diocesanos, parroquiales y todos nosotros, párrocos y sacerdotes, tuviéramos presentes y diéramos prioridad a la oración y conversión, al programar cada inicio de curso el programa pastoral con catequistas y laicos comprometidos.

  ROMA, miércoles, 8 septiembre 2010 (ZENIT.org).- Del 8 de septiembre al 8 de octubre se está celebrando en Roma el capítulo general de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada sobre el tema de la conversión.

  La asamblea reúne a 89 religiosos de todo el mundo para vivir lo que sus Constituciones y Reglas llaman: «un tiempo privilegiado de reflexión y conversión comunitarias.   Juntos, y unidos a la Iglesia, discernimos la voluntad de Dios en las necesidades urgentes de nuestro tiempo y le damos gracias por la obra de salvación que lleva a cabo por medio de nosotros».

  Al terminar sus doce años de servicio como superior general, el padre Wilhelm Steckling, undécimo sucesor de san Eugenio de Mazenod, en su informe al Capítulo general, ha recordado a toda la Congregación la centralidad de este importante momento en la historia de la Familia oblata.
       «El tema de nuestro Capítulo, sorprendentemente, no es la misión, sino la conversión», asegura. El capítulo, como han acordado los religiosos tiene este objetivo: «Centrados en la persona de Jesucristo, la fuente de nuestra misión, nos comprometemos a una conversión profunda y comunitaria».

  El proceso de preparación del capítulo ha estado guiado por el lema: «Conversión: un nuevo corazón - un nuevo espíritu - una nueva misión». 

E). Un convertido, gran conocedor y apologeta de la iglesia, Vittorio Messori, así lo manifiesta en uno de sus últimos libros.

  En su libro POR QUÉ CREO, una vida para dar razón de la fe, Madrid 2009,  este autor católico italiano, gran apologeta, muy leído en el mundo entero, en diálogo con Andrea Tornielli, expresa su pensamiento sobre la Iglesia y su conversión personal al catolicismo.

  En las últimas páginas del mismo, precisamente con las dos últimas preguntas que le hace su amigo Andrea y con las que termina el libro, encuentro estas palabras suyas que transcribo a continuación:

-- ¿Qué crees que necesita más la Iglesia de hoy?  :

  «Lo que más ha necesitado y más necesitará la Iglesia de siempre: preservar una fe segura y sólida, que es su verdadero y único patrimonio del que se derivan la oración y una santidad que ejerza la caridad <total>...»

  «Es lo que ocurre también hoy, como ha sucedido en todo tiempo. Pero la característica que verdaderamente me parece peligrosa de la crisis actual es que no es crisis de estructuras por renovar, sino de fe por reencontrar y por solidificar. Todo consiste, ya lo hemos dicho, en volver a aceptar —sin síes condicionales ni peros— el Catecismo, síntesis de Escritura y Tradición sobre lo que podemos y debemos creer».

  «La cuestión no es cómo organizar o reorganizar la estructura, sino ser conscientes de que esta estructura forma parte inescindible del proyecto divino de la Encarnación. Y sin embargo no es otra cosa que el envoltorio provisional del Misterio de Cristo. El problema de los problemas no es preservar por medio de <aggiornamenti> y de restauraciones, la <concha>, sino vigilar que no se vacíe de la <perla>. No sucederá, no podrá suceder, pero si se apagase la fe, si se empañase la <spes contra spem>, si viniera a menos la creencia tenaz y plena en el «escándalo y locura» de la muerte y resurrección de Jesús, llegarían sin duda el colapso y la irrelevancia. Y del detritus (descomposición) de la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» surgiría una institución filantrópica, una organización de voluntariado, un ente social, un movimiento sindical; y así todo. Cosas respetables, obviamente, pero a las que debería aplicarse la implacable sentencia de Jesús: “Si la sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? Para nada sirve más que para ser arrojada fuera y pisoteada por los hombres”.

—Hemos llegado al final. ¿Con qué palabras, con qué mensaje querrías cerrar este coloquio nuestro que ha recorrido toda tu existencia?

—Discursos como éstos, lo sabes bien, no se pueden concluir, sólo se pueden interrumpir. Pero si no tuviera más remedio que contestar a tu pregunta, la contestaría con cuatro versículos del sexto capítulo del Evangelio de Juan, que me parece que resumen el balance de una vida de pecador, pero dedicada a la búsqueda de la fe y de sus razones:

  “Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y no iban ya con él. Entonces Jesús dijo a los doce:<¿Es que también vosotros queréis marcharos?> Le respondió Simón Pedro: <Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios>»[7].

F.) FRANZ HENGSBACH, obispo alemán de Essen, lo dijo maravillosa y proféticamente hace treinta y seis años 

  Había yo terminado este libro que estás leyendo y lo había enviado a Edibesa para que lo imprimiera y publicara. Providencialmente, al día siguiente, para mi lectura espiritual, escogí un libro de mi biblioteca que estaba como perdido entre  revistas y demás de hace más de veinte años. La razón era que necesitaba espacio, tiré las revistas que estaban pasadas ya de tiempo y temas, cojo el libro, empiezo a leer y, ¡qué sorpresa y providencia del Santo Espíritu! me encuentro con ideas expuestas ya hace treinta y seis años y actualísimas para los tiempos actuales y coincidentes con las expuestas aquí, en mi libro,. Por eso, no puedo resistir el gozo de exponerlas. Porque es un argumento y autoridad más a favor de lo que estoy diciendo.

  El libro se titula UN NUEVO COMIENZO,  Pláticas sobre la oración y la Eucaristía, Patmos, Madrid 1977.  Se trata de las conferencias y homilías cuaresmales, que Franz Hengsbach, obispo de Essen predicó en el año1974  sobre el tema «La renovación  por la Oración», precisamente tema central de mi libro, y en el 1975 sobre «La Sagrada Eucaristía», supercoincidente tambien. (Todo lo que va en negrillas al citar sus palabras es obra mía, no del autor alemán; lo hago para resaltar sus afirmaciones).

  Dice el obispo Franz Hengsbach en la presentación alemana de su libro: «La oración constituye, con los sacramentos, el comienzo poderoso que Cristo nos ofrece; con la Santa Eucaristía nos ha donado la fuente de la nueva vida. Así que —explica el obispo alemán— ambas temáticas se complementan». Con lenguaje sencillo y directo, el obispo alemán habla de verdades centrales de la fe cristiana e invita a incorporarlas en la propia vida.

  «Hemos venido desde la Iglesia de Munich, la iglesia madre de nuestro obispado. Desde hace mil cien años alberga la tumba de un santo, el obispo San Alfredo, el fundador de la comunidad cristiana y la ciudad de Essen. Si hubiéramos continuado nuestro peregrinaje una hora más hacia el sur, hubiéramos llegado a la tumba de otro santo, el obispo San Ludgerio.

  ¿Nos damos cuenta del significado de vivir en una región con la tumba de dos santos? ¿No hay ya en nuestro tiempo sitio para santos? ¿No tienen sentido ya, para la grandeza humana, e] heroísmo, la fe y el amor? Nuestro tiempo sufre un déficit de humanidad y un déficit de santos. Es la consecuencia de hallarse inmerso en un mundo de máquinas, planificaciones y ordenadores. La humanidad es objeto de elaboradas investigaciones, de análisis sociológicos y de pruebas psicológicas. La individualidad del hombre se ve amenazada por el número de una ficha, puede desaparecer tras los asientos de un banco de datos.

  Cuanto más amenazados de desaparición están la humanidad y el hombre, más aumenta la inhumanidad, la violencia, la brutalidad. Mientras se desprecia el espíritu de santidad, se ensalzan, por el contrario, toda clase de maldades y desvergüenzas.

  ¿Qué va a ser de los hombres? Esta pregunta se nos repite una y otra vez, sin evasivas. ¿Y qué va a ser de la Fe?

¿No habrá en este mundo, totalmente deshumanizado y planificado, lugar para que el Espíritu de Dios alcance y conmueva al hombre? ¿Se han acabado los santos porque los hombres están más convencidos de sus logros, sus planificaciones y programas, que de ser criaturas de Dios? ¿No es ya verdad lo que decían las Tablas de la Ley, que bajaron del monte Sinaí: “¡ Yo soy el Señor, tu Dios!”?

  « PERO ESTO TIENE CONSECUENCIAS. Hoy se habla demasiado frecuentemente de reformas y modificaciones. Apenas queda un elemento de la vida, desde la escuela hasta las leyes penales, del que no se soliciten reformas. Pues más importante y fundamental que la reforma de la comunidad y las leyes es la reforma espiritual del hombre, que consiste en la renovación del espíritu y el alma. Esto significa, para nosotros los cristianos, en primer lugar, una <renovación personal>. La oración es meditación. Es dirigir a Dios el pensamiento desde el punto de vista del hombre y descubrir con ello el amor de Dios y su misericordia. Así nos hacemos conscientes de nuestras faltas, pero no para que ellas nos separen de Dios, sino para que nos sintamos atraídos hacia El.

  Con la oración conseguimos una visión nueva de nuestras propias culpas. Dios viene a nuestro encuentro, nos toma del brazo y nos dirige hacia el banquete en su casa. Nuestra peregrinación es un símbolo de nuestros primeros esfuerzos para conseguir la oración y el arrepentimiento.

  Con esto llegamos a la segunda petición que quería haceros sentir: la renovación de nuestras oraciones. Con la oración aprende el hombre que no está solo, que hay alguien con quien puede hablar y que le ama. En la oración se abre el hombre al amor de Dios y se confía a El. Con ella obtiene el hombre la medida justa de su comportamiento con sus semejantes. Porque Dios ama al que ama a sus semejantes. ¿Cómo podríamos amar a nuestros semejantes sin el amor de Dios?

  Con la oración obtenemos también la medida del comportamiento correcto en nuestras tareas diarias, en nuestros trabajos y el valor de nuestras preocupaciones. De Dios proviene todo. Él lo sabe todo y Él lo hace todo. Pero esto no es para que podamos cruzarnos de brazos, sino para que sepamos que no podemos conseguir nada solos. Sabemos que aquellos que aman a Dios alcanzan el bien. Sabemos que, verdaderamente, no debemos temer nada, porque la oración hace florecer una vida santa. Por tanto, no nos quejemos, demos fama al Año Santo, consiguiendo que en él oren los hombres, las mujeres, las familias, los sacerdotes y las iglesias.

  Un camino especialmente valioso para llegar a la oración ha sido siempre el de los ejercicios o retiros espirituales. A todos se nos invita a ellos. Ahora habla mucho la medicina de descansos de recuperación y los médicos recomiendan curas de primavera. ¿No sería también lógico que nos sometiéramos a una cura de renovación espiritual, por medio de los retiros?

  Y aún nos queda una tercera cosa. Renovémonos por medio de la penitencia. Es una palabra que parece pasada de moda. ¿Quién va a vencerse a sí mismo? ¿Quién quiere sacrificarse? ¿Quién va a renunciar a algo que desea? ¿No vive la mayoría bajo la ley de poseerlo todo, verlo todo, probarlo todo y disfrutar de todo?

  Nosotros queremos salvar la libertad humana, nuestra propia libertad, con esta renuncia. Por medio de la abstinencia, el ayuno y la limosna. ¡De nuevo palabras antiguas! Pero que tienen eterna vigencia, porque demuestran que el hombre puede liberarse a sí mismo, puede examinar su conciencia y retornar a Dios por la penitencia y la oracion, por el autosacrificio y la renuncia.

«RENOVACIÓN POR LA CONVERSIÓN Y PENITENCIA “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Juan 10, 10). En cualquier momento puede renovarnos su espíritu. Cada renovación es, por tanto, la fuerza del nuevo comienzo que ha traído Cristo. Esta renovación se produce porque nos despojamos de todo lo que es viejo y de todo lo que nos esclaviza. La renovación es una conversión. La conversión, en el lenguaje de la Biblia, se llama penitencia.

  Verdaderamente, todo el proceso de la vida es una renovación continua. Cada oración, cada encuentro con Cristo, en sus sacramentos, es una conversión. Pero, junto a estas renovaciones continuas, existen también tiempos especiales de renovación. ¿Qué es lo que debe renovarse con nuestra conversión? Debemos renovarnos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Debe renovarse la Iglesia y nuestra comunidad con Cristo en ella. Debe renovarse también el mundo en que vivimos, la sociedad, todas las relaciones de la vida y el trabajo. Porque no estamos aquí para nosotros solos, sino para ser la luz y la levadura del mundo»

  «EL CORAZÓN RENOVADO. Jesucristo, para renovar el mundo, no ha comenzado por crear nuevas estructuras, ni por cambiar las proporciones externas. No ha buscado sucesos espectaculares que saltaran de inmediato a los ojos del mundo. Ha buscado que se le abriera en obediencia incondicional y que pudiera utilizarlo para humanización de Dios... No dependemos de nuestros propios conceptos, nuestros derechos, nuestras esperanzas e inquietudes. Sólo debemos dejarnos guiar y poner oídos a aquello que Dios quiere de nosotros personalmente.

  <El corazón renovado es la piedra angular de la Iglesia renovada>. Tampoco esta regla general tiene excepciones. Todos los movimientos con los que verdaderamente se renueva la Iglesia se fundan en conversiones aisladas; primero, de individualidades, y luego, de la sociedad; primero, el recomienzo aislado, y luego, el de toda la comunidad. Es como una creación de la fuente siempre nueva del Evangelio.

  Los santos como Francisco de Asís, Catalina de Siena e Ignacio de Loyola no se dedicaron a hacer planes sobre las medidas a tomar y las estructuras que era necesario renovar para modernizar y hacer funcional la Iglesia. Simplemente tomaron en serio el Evangelio. Con ello obtuvieron tan actual claridad y vida, que hicieron decir de ellos: así se puede vivir, así se debe vivir, esto es lo que Jesús predicaba.

  Naturalmente, de ello se derivaron también modificaciones externas. También se crearon estructuras y planificaciones, y organizaciones. Pero el comienzo es siempre la vida, el corazón, el compromiso de sumisión incondicional. También se renovará la Iglesia si la amamos con un corazón renovado».

  «III EL MUNDO RENOVADO. La Iglesia no es el objetivo final. “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Juan 3, 16). Rara vez ha habido una generación que se haya podido dar más cuenta que la nuestra, de la necesidad de renovación del mundo.

  «...para activar al mundo. Cuando Jesús quiso realizar la gran maravilla de la multiplicación del pan, asustó a sus discípulos diciéndoles: “Dadles vosotros de comer” (Marcos 6, 37). No tenían nada con qué alimentar a tantos millares. Pero cuando un muchacho le llevó un par de panes y peces, quedó con ellos satisfecha la multitud.

  La humanidad clama hoy por una renovación total y completa de los hombres, de la Iglesia y del mundo. El Señor también nos habló hoy a nosotros, a sus discípulos. Nosotros debemos conseguir la nueva vida. ¿Cómo podremos lograrlo? Sólo podemos ofrecer nuestro débil corazón y nuestras escasas fuerzas.

  Pero cuando con fe incondicional pongamos al servicio del Señor este corazón y nuestro esfuerzo, puede hoy mismo renovarse el tiempo. Los hombres pueden oír ya el eco de sus palabras: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5). ¡Su Gracia sea con todos nosotros!

PARTE PRIMERA

LA EXPERIENCIA DEDIOS

1. LA EXPERIENCIA DE DIOS

  Lo primero que quiero decir es qué entiendo yo por Experiencia de Dios. Desde luego nada del Oriente, ni de respiraciones ni posturas ni cantos o danzas especiales. Mi comprensión es la de la Tradición, la de nuestros místicos, la que hemos meditado todos, desde los Apóstoles hasta hoy, desde san Juan, san Pablo, Padres de la Iglesia, sobre todo, Oriental, hasta pasar a Catalina de Siena, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Teresita, Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Madre Teresa de Calcuta, Hermana Trinidad de la Santa Iglesia, bueno, ésta todavía no ha muerto y no está canonizada, pero a pocos santos he visto yo hablar de y con experiencia de Dios, como a esta hija de la Iglesia. Estos son los que yo más o menos he estudiado. Por otra parte, por si alguno quiere profundizar más en este tema, lo tengo ampliamente estudiado en mi libro titulado precisamente LA EXPERIENCIA DE DIOS (Edibesa, Madrid 2007).

  Yo quiero hablar de este tema de la Experiencia de Dios, porque estoy convencido de la necesidad de la misma en  el mundo y en el hombre actual. Quiero decir que en otros tiempos bastaba  la piedad popular o la fe heredada, para ser buen cristiano o sacerdote, porque el ambiente creyente te ayudaba y te sostenía; pero hoy día han desaparecido todos estos apoyos; por tanto, si mi fe y vida personal cristiana o apostólica depende de que los demás me ayuden o no; de que el Obispo o los hermanos sacerdotes me valoren o no; de que la Iglesia esté llena de fieles o no; de que mis apostolados tengan éxito, sean reconocidos o no; de que los mismos creyentes o feligreses me valoren o no... al fallar estos apoyos,  me vendré abajo, estaré triste y no tendré el gozo del Señor para comunicarlo, para que la gente crea en Él y le siga, por no tener una relación personal intensa con Cristo y depender sólo o principalmente de Él.

  Hoy el gozo de fe, el gozo de creer en la Eucaristía, de ser cristiano o sacerdote, el fuego apostólico, la caridad pastoral, el deseo de dar a conocer y amar a Jesucristo, vivo, vivo y resucitado, amigo y confidente del alma, depende de mi relación personal y gozosa con Dios, con Cristo, con mi Dios Trino y Uno; depende, y ésta es la afirmación fundamental de este libro y la razón de que lo escriba, de mi Experiencia de Dios, sin necesidad de otros apoyos que antes tenía; y aquí está la afirmación principal: el camino único para esta experiencia personal con Dios, con Cristo vivo y resucitado, especialmente en la Eucaristía, es el camino de la oración; pero no inicial o meditativa, sino de una oración ya afectiva, unitiva, esto es, que haya subido hasta el monte Tabor, hasta la experiencia mística, por la oración contemplativa, después de larga y profunda purificación, que me vacíe totalmente de mi yo y mis cosas, y al sentirme lleno de Dios, de Cristo, poder decir con San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo...todo lo puedo en aquel que me conforta”.

  A mí me parece que a la Iglesia actual le falta experiencia de Dios, experiencia mística, experiencia de lo que predica, celebra, catequiza...  tanto en su parte alta: Cardenales, Obispos, Sacerdotes y en religiosos y religiosas, especialmente de «clausura», que son como los profesionales de la experiencia de Dios, de la oración contemplativa, como en la parte más baja: simples bautizados, catequistas, cooperadores, padres y madres cristianos...

  No estoy hablando de la fe creída, porque en la Iglesia actual hay muchos y buenos creyentes, teólogos y pastoralistas. Estoy hablando de experiencia de la fe, de la experiencia de Cristo resucitado, de haber subido un poco más alto por el  monte de la oración contemplativa hasta ver, oír y sentir a Dios en la altura del Tabor y poder decir: ¡Dios existe y me ama, me siento amado! pero de verdad, desde dentro, desde no poder reprimirlo, porque no soy el que fabrica estos sentimientos, me vienen dados por Dios mismo.

  Y esta falta de experiencia mística, de gozo en Dios, de certeza en la Verdad, de certeza en Jesucristo vivo y resucitado hasta poder decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado; cesó todo y dejéme mi cuidado entre las azucenas olvidado...» porque uno ya no puede ni sabe vivir sin Él, sin sentir este amor, pero de verdad, no de palabra o imaginación, como los que van al Oriente a buscar esta experiencia, esta carencia viene por la falta de oración personal, de trato de amistad afectiva y diaria con Él.

  Yo observo, pregunto y veo, después de cincuenta y tantos años de sacerdocio, que la mayor parte de los sacerdotes y de los anteriormente mencionados, no hacemos por gusto o por necesidad o por obligación, la oración personal diaria; no somos constantes y asiduos, como un deber y trabajo, al trato personal de amistad con Cristo «estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama»;  con Jesucristo que existe y nos ama de verdad y está en el Sagrario, pero no de palabra, sino de verdad, y nos espera todos los días con los brazos abiertos en amistad permanentemente ofrecida.

  Y tú me dirás ahora, querido hermano: si a ti te aburre personalmente Cristo, ¿cómo vas a entusiasmar a la gente cuando hables de Él? ¿con qué convencimiento y fuego dirás que es tu gozo y amor? si te cansa el estar y hablar con Él, y no tienes relación personal de amistad con Él, ni te ven junto al Sagrario, ¿cómo podrás decir que Él está allí y es Dios y la Hermosura y la Canción de Amor del Padre a los hombres? cuando te oigan hablar de Él, dirán para sus adentros: «eso no se lo cree ni él mismo»; con esa fe que no se vive y experimenta ¿cómo van a aumentar sus visitadores y amigos y adoradores y creyentes si a ti no te ven adorarlo ni visitarlo... ? Hablarás con teología, con ideas aprendidas pero sin fuego, sin entusiasmo, porque hablarás de una realidad aprendida, pero no amada y vivida; hablarás como un profesor, un profesional, pero no como un amigo, un testigo, uno que lo ve y lo siente y es feliz por Él y con Él  y que vive lo que predica, celebra o hace apostólicamente.

  Como consecuencia de no tener este trato de amistad con Él, no sólo no somos apóstoles según el corazón de Cristo, porque no le tratamos personalmente y no tenemos sus mismos sentimientos a los que estamos llamados a vivir en razón de nuestra identidad sacerdotal con Él; sino que hemos dejado también de ser discípulos humildes, necesitados siempre de su presencia, ayuda, ejemplo; algo muy frecuente en nuestras vidas sacerdotales, una vez que salimos del seminario o de los centros de formación.

  Al llegar a las parroquias o campos de apostolado, nos han y nos hemos convertido automáticamente en maestros, que, al desarrollar esta misión, olvidamos que tenemos que seguir siendo discípulos humildes toda la vida en relación con Cristo, Único sacerdote del Altísimo; discípulos humildes y obedientes que hemos de escucharle todos los días para aprenderlo todo de Él en el trato personal con Él, cómo ser y vivir su sacerdocio único,  convirtiéndonos así también en sus mejores seguidores, pisando sus mismas huellas, con sus mismos sentimientos en relación al Padre y a los hombres: “si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo tome su cruz y me siga”.

  Hemos olvidado nuestra condición de discípulos y  aprendices y seguidores de su vida y evangelio, que pisan o tratan de pisar todos los día humildemente sus mismas huellas de adoración y obediencia al Padre, poniendo toda nuestra vida de rodillas ante Él por una obediencia victimal en la propia santificación y salvación de las almas; en definitiva, que le dejamos a Dios ser Dios de nosotros y de toda nuestra vida, y nosotros, por la adoración y obediencia hasta la muerte del yo, nos convertimos en verdaderas criaturas e hijos suyos por identificación con el Hijo amado, hijos en el Hijo, por la unión de vida y santidad.

  Nunca debemos olvidar nuestra condición de discípulos, toda la vida somos discípulos, y para eso es absolutamente necesaria la oración personal, pero no como mera lectura o meditación que llega al conocimiento de Dios, sino que todo tiene que llegar hasta el corazón, al amor personal a Cristo.

  Si no tenemos relación personal con Cristo por el encuentro diario de amor, llegaremos así a perder nuestra condición de «discípulos», de alumnos permanentes de discipulado y seguimiento de Cristo en la obediencia total al Padre hasta dar la vida matando al «yo» que nos domina, y es dueño de nuestra persona y actividad y deseos y proyectos durante toda la vida.

  Nuestro yo se ha convertido en el dios que adoramos, ídolo al que servimos y damos culto de la mañana a la noche, también en la parte alta de la Iglesia. Lo veo, lo olfateo, lo descubro en nombramientos, ascensos, grupos de presión y demás.

  Tenemos un poco olvidado en estos tiempos y se practica poco  “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga... el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío...”. “El negarse a sí mismo” es condición indispensable para ser discípulo de un Cristo que llevó las cruces de todos, que “siendo Dios se rebajó y tomó la condición de esclavo...”.

  Y termino esta idea repitiendo que se ha perdido esa condición de discípulo y de pisar sus mismas huellas por no escucharle en la oración personal; no basta la oración litúrgica, es necesaria la relación personal, la oración personal que entra en el corazón de los ritos y apostolado, y vive todo lo que el sacerdote predica, celebra y hace; sin el Espíritu de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, porque se hacen  sin identificarnos con el ser y existir de Cristo Único Sacerdote, al que hemos prestado nuestra humanidad, y ese fuego, experiencia,  Espíritu de Cristo, se recibe en la oración: “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlo a predicar”.  Es más, aunque le vieron resucitado, Jesús les dijo: “Os conviene que  yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo... cuando venga, Él os llevará a la verdad completa”.

2. RESUMIENDO:

  No llegamos a la experiencia mística de Dios, porque no hacemos oración, y no hacemos oración contemplativa, unitiva, porque esto supone transformación en Cristo; y esta transformación, preguntádselo a san Juan de la Cruz, que es lo principal por lo que escribió sus libros, supone y exige la muerte de nuestro yo, exige  mortificación y purificación y esto es doloroso, terriblemente doloroso en etapas un poco elevadas; y por eso dejamos la oración; esta es la razón última por la que abandonamos la oración personal: porque ésta nos va exigiendo la muerte de nuestros sentidos y pecados y proyectos y formas egoístas de vivir, porque Dios nos quiere poseer totalmente con su amor, y estamos tan llenos de nosotros mismos, de nuestros deseos y ambiciones y amor propio que no cabe «ni Dios»,  y esto ni el mismo Dios lo puede hacer, con todo su poder infinito, si nosotros, libremente, no le permitimos hacerlo; lo que ocurre es que, al hacerlo Dios y no nosotros, como estábamos acostumbrados en la primera purificación y oración, a que era más nuestra que de Dios, y por eso tenían aún muchas imperfecciones, resulta que el alma cree que ha perdido la fe y el amor, porque no los siente como antes, no hace ella la oración y la purgación, las va haciendo Dios directamente y nos va vaciando de nosotros mismos, de nuestras ideas y afectos egoístas, al mismo tiempo que se nos da directamente por unión de amor que a la vez que nos da vivencia y calor nos purifica.

  Entonces, y a medida que vayamos permitiendo a Dios obrar su purga y purificación en nosotros, va entrando Dios en nuestra vida y amor, y lo vamos sintiendo, y gozando y experimentando;  pero una cosa es cortar las ramas de mi yo, del pecado original, del cariño que me tengo a mí mismo que siempre me estoy buscando, y otra cosa es cuando Dios  toma las riendas de esta purificación, porque nosotros no podemos ni sabemos hacerlo en estas alturas de la oración contemplativa en que Dios quiere sumergirnos; tiene que ser su Amor, su Amor Personal de Dios Uno y Trino, Espíritu Santo por el amor loco y apasionado que nos tiene, el que se dispone a quitar las raíces del yo, de nuestros defectos, y entramos en las noches pasivas de la fe y del amor de san Juan de la Cruz, y acompañamos a Cristo en el Getsemaní de nuestra pasión y muerte de las raíces de nuestro yo, porque uno siente como si Dios le hubiera abandonado porque no lo siente como antes, porque siente con y en Cristo como si estuviera abandonado del mismo Dios, como a Cristo le «abandonó la divinidad» para que pudiera sufrir y redimirnos de nuestros pecados:“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.

  Pasadas estas limpiezas y purificaciones y muertes de las raíces del yo, consecuencia del pecado original, viene la experiencia mística, la oración contemplativa, la unión total con Dios en cuanto es posible en esta vida, viene el éxtasis, el salir de nosotros mismos para vivir en Dios, pero con toda mi vida poseída y llena de mis Tres:

«Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.         

Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido;

que andando enamorada,

me hice perdidiza, y fui ganada».   

3.  LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXPERIENCIA DE LA GRACIA

  K. Rahner, gran teólogo del siglo XX, expresa muy bien esta necesidad:    

  « ¿Hemos tenido alguna vez y de veras la experiencia de la gracia? No nos referimos a cualquier sentimiento piadoso, a una elevación religiosa de día de fiesta o a una dulce consolación, sino a la experiencia de la gracia precisamente; a la visitación del Espíritu del Dios Trinitario, la cual se hizo realidad en Cristo, por su encarnación y muerte en cruz. ¿Pero es que se puede tener experiencia de la gracia en esta vida? Afirmarlo ¿no sería destruir la fe, la nube claroscura que nos cubre mientras peregrinamos por la vida? Los místicos, sin embargo, nos dicen --y estarían dispuestos a testificar con su vida la verdad de su afirmación-- que ellos han tenido experiencia de Dios y, por tanto, de la gracia. Pero el conocimiento experimental de Dios en la mística es una cosa oscura y misteriosa de la que no se puede hablar cuando no se ha tenido, y de la que no se hablará si se tiene. Nuestra pregunta, por tanto, no puede ser contestada sencillamente a priori. ¿Habrá tal vez grados en la experiencia de la gracia y serán accesibles los más bajos incluso para nosotros?”[8].

  Por eso, para que no haya dudas de qué experiencia trato, he puesto el calificativo de mística, para que quede claro que no la podemos hacer nosotros, sino obra gratuita del Dios Amor Trinitario, y que nosotros la sufrimos «de mi alma en el más profundo centro», somos teópatas. Y el camino para esta experiencia es la oración, la oración y la oración. Y no hay otro. Así lo afirma San Juan de la Cruz y todos nuestros místicos, los de la Iglesia de todos los tiempos.

  Dice a este respecto el Santo Doctor: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado»; «Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en sí mismo a ella... porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza»[9]

  Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario. Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”, palabras estas de la Sagrada Escritura, que tienen una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

  Dios nos ha creado por amor y para el amor, ésta es la única realidad que puede llenar al hombre y no puede ser sustituida por el consumismo de las cosas, incluso de amor llamado sexo, porque estamos llamados a la experiencia del Amor Divino.

  Los documentos últimos de la Iglesia nos hablan continuamente de la necesidad de esta experiencia. Quiero subrayar que trato de este tema con gusto, ilusión e interés, porque nunca he visto en los documentos oficiales de la Iglesia hablar  tanto y con tanta claridad y desparpajo de la necesidad de esta experiencia de Dios para la vida cristiana y sacerdotal, para el apostolado auténtico y eficaz, para el gozo de ser y existir sacerdotal.

  ¡Qué lástima que esta realidad tan maravillosa y necesaria  no se cultive como debiera y es absolutamente necesaria en nuestros Seminarios, y siga ignorada muchas veces en nuestras programaciones y reuniones apostólicas y sacerdotales!

La oración contemplativa en San Juan de la Cruz  no es contemplación separada de la vida, ni puramente intelectual ni fabricada por manos humanas; la contemplación pasiva de San Juan de la Cruz es obra de Dios en el alma y está hecha de la misma vida de Dios metida en la misma vida y ser del orante, en la inteligencia y la voluntad, en la misma sustancia del alma, como el Santo gusta repetir, sentida y vivida y experimentada, y desde esa experiencia y vida, comprendida, gozada y sumergida en la misma esencia divina por su gracia participada en plenitud por la contemplación purificadora que Dios mismo obra en el alma.

Por eso, únicamente lo que viene dado de Dios, y al modo de Dios, sólo lo que es pura gracia, «sobrenatural», puede definitivamente, en verdad, conectar al creyente con Dios. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo de Dios, y según Dios, se irá imponiendo. Contemplación que, por vivencia teologal, será expresión y signo calificadísimo de la relación interpersonal, definición existencial de la comunión del hombre con Dios, y no tanto, y desde luego no antes, de una forma oracional concreta, porque ya la oración no depende del sujeto, sino de Dios que le ilumina según su proyecto de amor. Sobre esta base y estructura teologal se asienta la palabra sanjuanista sobre la oración contemplación. Y sobre ella están escritas las páginas que siguen, que es la última parte de mi última lección como despedida de Profesor de Espiritualidad en el Seminario:

«Voy a iniciar un poco esta lectura del Cántico espiritual y Llama de amor viva, pero os invito a que la continuemos luego en nuestros ratos de oración y lectura espiritual. Sería el mejor fruto de esta lección que tan atentamente habéis escuchado, sobre todo, en estos tiempos de ateismo y secularismo, en que tanto la necesitamos, como expongo más ampliamente en mi libro LA EXPERIENCIA DE DIOS, meta  y cumbre de la vida y apostolado cristianos (Edibesa, Madrid 2006).

Karl Rahner, con voz profética, nos dijo: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios... porque vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológica escritas por cristianos se habla de la «muerte de Dios». Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo y aún a conciencia del descrédito de la palabra «mística» - que bien entendida no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo sino que se identifica con ella- cabría decir que el cristiano del futuro o será un místico es decir, una persona que ha experimentado algo o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y publica, ni en un ambiente religiosos generalizado, previos a la experiencia y a la decisión propia... Por la gracia, sin quedar enredado en la jungla de nuestra dialéctica, se nos da a conocer como «tal» por una absoluta manifestación de que quiere ser, y es, nuestro Dios. »[10] .

Qué necesidad tenemos, tiene el mundo entero, de la experiencia de Dios. Este mundo ateo, materialista y vacío de lo trascendente. Es el mejor apostolado, la mejor gracia que podemos comunicarle. De esto hablo ampliamente en un artículo que ha publicado la Revista Teológica Sacerdotal Surge, de la Universidad de Vitoria, en su último número mayo-junio 2006: RETOS DEL SACERDOTE MODERNO, que a su vez es un resumen de una parte de mi libro ya publicado: SACERDOS I, Tentaciones y retos del Sacerdote actual,  (Edibesa, 2ª edic. Madrid 2009).

Cuando uno siente que Dios existe y es Verdad, que Cristo existe y es Verdad, que su Amor-Espíritu Santo existe y es verdad y esto se siente y se experimenta como Él lo siente y a veces lo vemos expresado en el evangelio de San Juan: “ Como el Padre me ama a mí, así os he amado yo; permaneced en mi amor”; “Yo en ellos y tú en mí, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mi”; fijaos bien, nos ama el Padre con el mismo amor de Espíritu Santo que ama al Hijo, y nos lo da por participación, por gracia, por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, porque nosotros no podemos ni sabemos fabricar estas luces de contemplación de amor, de experiencias y sentimientos y amores infinitos y nos sentimos amados por el Padre en el Hijo, porque por la oración-conversión-transformación nos vamos identificando con Él hasta el punto de que el Padre no ve diferencia entre el Hijo Amado y los hijos, porque estamos llenos de la misma luz del Verbo, en el que el Padre ha puesto todas su complacencias.

Cuando la simple criatura se ve y se siente amada y preferida singular y eternamente por Dios, más amada por Él que por uno mismo, --me ama más que yo me amo y me puedo amar y me ha querido crear para amarme así y para que lo ame así igualmente-- y esto es verdad y lo siento y no es pura teoría, es carne de mi carne y me amará así ahora y siempre, --qué confianza, qué seguridad, qué gozo, Dios mío, penetra todo mi ser y lo domina y lo eleva y lo consume...-- recibiendo en mi alma el beso de su mismo Amor eterno e infinito, que es su Espíritu Santo, recibido por su gracia, pronunciando mi propio nombre en su Palabra llena de Amor de su mismo Espíritu, Palabra pronunciada luego en carne humana…en carnes humanas…

Dice San Juan de la Cruz: el Padre, desde toda la eternidad, no ha tenido tiempo más que para pronunciar una sola Palabra y en ella nos lo dijo todo, y la pronunció en silencio, es decir, en oración, en diálogo de amor sin ruido, contemplándose en su infinito Ser por sí mismo en Verdad y Vida infinita, y así debe ser escuchada, en el silencio de la oración, en la misma Palabra del Padre pronunciada llena de amor para todos nosotros.

Cuando Dios personalmente pronuncia para ti esta misma Palabra llena de luz y hermosura y verdad y belleza en la oración personal, de tú a tú,  en un TÚ, persona divina, «inmenso Padre», trascendentemente cercano, «divinamente» comunicativo, y en un yo que, porque naciendo de este TÚ y avanzando en creciente dinamismo hacia Él, se percibe, padece y goza, como una «pretensión» infinita incolmable de Dios, el diálogo se ha hecho Trinidad, la amistad se ha hecho beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, la intimidad se ha fundido en esencia divina, en el Ser Infinito del Dios Trino y Uno.

«Si el hombre busca a Dios, más le busca su Amado a él», repite San Juan de la Cruz. Entre personas anda el juego: Dios y el hombre, en mutua gravitación amorosa, llenan todo el escenario de la experiencia de Dios sanjuanista. Quisiera que cada uno de los creyentes, pudiera decir a Dios, al Cristo vivo y resucitado de nuestras Eucaristías y Sagrarios, como Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis propios ojos”( Job 42, 5); o con palabras del Místico Doctor: «Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche; aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche». 

La oración contemplativa personal, comunitaria o litúrgica, siempre nos hace entrar, como los exploradores enviados por Moisés, en la tierra prometida para volver cargados de los frutos que Dios nos ha preparado, y  el explorador contemplativo,  que ha visto y sentido todo esto, pero de verdad, no sólo por teología, o de oídas o teóricamente, sino por la experiencia del Dios vivo, vuelve siempre de esa oración cargado de gozo, de dones de santidad y de deseos de volver; pero con los hermanos. He ahí  la esencia del cristianismo.

He aquí la clave del apostolado sacerdotal o del sacerdote verdaderamente apostólico, de la verdadera experiencia de Dios en la oración personal o litúrgica, el final de la oración sanjuanista, hasta el punto de que todos los cristianos, al escuchar la Palabra, celebrar los misterios, vivir la vida de gracia y de las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, puedan decir del misterio de Dios como los paisanos de la samaritana: “Ya no creemos por lo que tú nos dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo” (Jn 4, 42).

Cuando uno lee el Cántico y Llama de amor viva de san Juan de la Cruz, uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco el final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Oigamos al Místico Doctor hablarnos de la unión  y transformación total, substancial en Dios:

  «Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma?» (CB 39, 3-6).

Y cuando el alma llega a estas alturas y siente todo esto, con amor y experiencia viva de Dios, puede exclamar con San Juan de la Cruz: «No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré de que no te tardarás si yo te espero. ¿Con qué dilaciones esperas…?

Míos son los cielos y mía la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre.

Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón» (Dichos 1, 26-27).

Y como la experiencia de Dios es inefable, San Juan de la Cruz la expresa en palabras poéticas llenas de símbolos, que iluminan el misterio, pero no abarcándolo y circunscribiéndolo, sino dejándose abrazar por él. La experiencia de Dios es vivir el abrazo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre  en el mismo Amor Trinitario de Espíritu Santo:

 Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

4. LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE CREER EN CRISTO EUCARISTÍA: CORPUS CHRISTI

  ¡Qué gozo ser católico, tener fe, celebrar el Corpus Christi, creer en Jesucristo Eucaristía! ¡Qué gozo haberme encontrado con Él, saber que no estoy solo, que Él me acompaña, que mi vida tiene  sentido! ¡Qué gozo saber que Alguien me ama, que si existo, es que Dios me ama, y en el Corpus Christi, en el Hijo Eucaristía, me ama hasta el extremo; hasta el extremo del tiempo, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas, hasta el extremo de dar la vida por mí, hasta el extremo de ser Dios y, por amor, hacerse hombre, y venir en mi búsqueda, para abrirme las puertas de la amistad y amor de mi Dios Trino y Uno! ¡Qué gozo saber que se ha quedado para siempre conmigo en cada Sagrario de la tierra, con los brazos abiertos, en amistad permanentemente ofrecida!

  ¡Cómo no amarlo, adorarlo y comerlo! ¡ cómo no besarlo y abrazarlo y llevarlo sobre los hombros por calles y plazas, gritando y cantando, proclamando que Dios existe y nos ama, que la vida tiene sentido y es un privilegio existir, porque ya no moriremos nunca; que nuestra vida es más que esta vida y que este tiempo y este espacio; que soy eternidad, porque el Hijo de Dios me lo ha ganado con su muerte y resurrección, que hace presente en la Eucaristía, “de una vez para siempre”, donde me dice: “yo soy el pan de la vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente”!

  ¡Cómo no proclamarlo y gritarlo cuando todo esto se  sabe por la fe, pero, sobre todo, se puede gustar y saborear ya aquí abajo, y empieza el cielo en la tierra, y se viven ratos de eternidad, en encuentros de amistad y oración junto al Sagrario, donde el Padre permanentemente me está diciendo su Palabra de Amor en el Hijo, encarnado, primero en carne, luego, en el pan consagrado, por la potencia de Amor, que es su Espíritu Santo!

  Jesucristo en el Sagrario está siempre en  Eucaristía, intercesión y oblación perenne  al Padre por sus hermanos, los hombres, en «música callada»; me está cantando, “revelando” la canción de Amor “extremo”,  del Padre al hombre por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la que me dice: no te olvido, te amo, te ofrezco mi vida y amistad permanente y quiero hacerte partícipe de mi misma vida y sentimientos: “yo doy la vida por vosotros... a vosotros no os llamo siervos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha revelado el Padre, os lo he dado a conocer”.

  Cristo Eucaristía ¡qué gozo haberte conocido por la fe, sobre todo, por la fe viva y experimentada en la oración personal y litúrgica, no meramente creída o celebrada! ¡Qué gozo haberme encontrado contigo por la oración personal y eucarística: «que no es otra cosa oración... sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Parece como si la santa hubiera hecho esta definición mirando al sagrario.

  Por eso, qué necesidad absoluta tiene la Iglesia de todos los tiempos de tener, especialmente en los seminarios y noviciados y casas de formación,  montañeros que hayan subido hasta la cumbre del Tabor eucarístico, y puedan enseñar, no sólo teórica, sino vivencialmente, este camino; estamos necesitados de exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la vivencia eucarística y puedan volver cargados de frutos, para enseñar la ruta, dejando otros caminos que no llegan hasta el corazón del pan o de los ritos sagrados, hasta las personas divinas, a pesar de muchos movimientos y dinámicas.

  El único camino es la oración permanente que nos lleva a la conversión o comunión permanente con la vida y sentimientos de Cristo; hay que vaciarse, porque estamos muy llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nosotros; lo tenemos todo, pero nos falta el Todo, que es Cristo.

  Sobre la necesidad de oración permanente leo este texto de K. Rahner, teólogo tenido por muy contestatario: «Es evidente que no existe ningún mandamiento de Dios ni de la Iglesia que nos mande orar precisamente al levantarnos, al acostarnos o antes de comer. Quien, aun sin esas prácticas, está dado a la oración, puede tranquilamente prescindir de ellas con plena libertad cristiana. ¿Pero estará realmente entregado a la oración, será capaz de orar realmente ante Dios en los grandes momentos decisivos de la vida, aquel para quien la oración sólo es el producto de una disposición de ánimo momentánea, o sólo lo <litúrgico> del culto comunitario, y no se ha fijado previamente sus propios tiempos de oración, a los que se obliga a sí mismo con plena libertad? Es curioso: se consideran como llenas de sentido las más complicadas técnicas del yoga, y se rechazan como pasadas de moda las antiguas formas de orar y meditar cristianas[11]».

  Señor, por qué me amas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto... ¿qué puede darte el hombre que Tú no tengas? No lo entiendo, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo... Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo...”.

  ¡Gracias, Padre, por tu amor extremo en el Hijo encarnado y eucarístico «por obra del Espíritu Santo!

  ¡Jesucristo, Eucaristía perfecta, nosotros creemos en Ti, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios!

5. LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE SER  

    SACERDOTE

  En el Año Sacerdotal que se prolongó hasta el 11 de junio de 2010, celebé gozosamente con mis compañeros de curso, ingresados en el seminario menor de Plasencia en octubre del 1948, nuestras bodas de oro sacerdotales, mis cincuenta años de sacerdote de Cristo.

  Y precisamente las celebramos el 11 de junio, día en que concluyó el Año Sacerdotal proclamado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150 aniversario de la muerte (dies natalis) de San Juan María Vianney.

  Ese día, cincuenta años atrás, en la Catedral placentina, fuimos consagrados sacerdotes todos los del curso por nuestro queridísimo obispo Juan Pedro Zarranz y Pueyo.
       Uno de esos días, en mi oración, hablando con Cristo, Sacerdote Único del Altísimo, le hice la siguiente pregunta: «Jesucristo, Eucaristía perfecta y Sacerdote Único del Altísimo, confidente y amigo del alma, nosotros te decimos todos los días lo que tú eres para nosotros; y veo que te agrada, porque nos lo demuestras con afectos y gozos que nos comunicas en ratos de oración, en el trabajo apostólico, sobre todo, en la santa misa; yo, ahora, en nombre de todos los sacerdotes, especialmente de mis condiscípulos, que este año hacemos las bodas de oro, te pregunto a Ti: ¿qué soy yo, qué somos nosotros, los sacerdotes para Ti?».

  Y así sentí su respuesta: «Vosotros, los sacerdotes, sois mi corazón y mi vida, mi amor y mi entrega total al Padre y a mis hermanos, los hombres; querido sacerdote, tú eres todo mi ser y existir en el tiempo, tú eres mi adoración y alabanza al Padre y puente eterno en mí de salvación, de la gracia y vida divina para nuestros hermanos, los hombres; tú eres mis manos y mis pies; tú eres mi vida y mi palabra, mi amor y mi ser y existir encarnado en tu humanidad prestada».
       «Tú, querido sacerdote, eres y vives --seguía experimentando en la oración— mi sacerdocio encarnado y hecho vida en ti, en todos vosotros, en la humanidad y vida que me habéis entregado, en las manos y el corazón que me prestáis desde el día de vuestra ordenación, y por eso, sin ti, no puedo dar gloria al Padre ni salvar a los hombres en la realización histórica y actual de Salvación; sin vosotros, sacerdotes, no sé ni quiero ni puedo vivir, porque os he amado eternamente, os he elegido y sois presencia sacramental de mi persona y vida; os lo dije en la larga oración de despedida y ordenación sacerdotal de la Última Cena, llena de pasión de amor que luego se derramará en sacrificio: “... en aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.., yo soy la vid, vosotros, los sarmientos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer... En verdad, en verdad os digo que quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe a quien me ha enviado; “Haced esto en memoria mía”.

  «Te he soñado en el seno del Padre y te besé con un beso de Amor de Espíritu Santo, el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre; y el día 11 de junio del 1960, fuiste ungido y consagrado sacerdos in aeternum, porque fuiste injertado en el Único Sacerdote del Altísimo por la potencia de Amor del Espíritu Santo. Para eso te elegí y te llamé por tu nombre y te preferí entre millones de hombres que existirán; te necesito para ser feliz y hacer feliz al Padre, al Dios Trino y Uno, que te eligió entre millones de seres; eres un privilegiado; eres un cheque de salvación eterna para los hombres firmado con mi sangre en que te concedo todo lo que pides porque lo haces «in persona Christi» “in laudem gloriae eius” (Trinitatis).

  Sin tu humanidad prestada, amado sacerdote, yo no podría consagrar, ni perdonar ni bautizar... contigo y en ti quiero ejercer ante el Padre eternamente la alabanza de su gloria, serás mi sacerdote eternamente para la salvación de los hombres, lo seguirás ejerciendo como adoración y alabanza y glorificación eternamente en el cielo junto a mí “Cordero degollado ante el trono de Dios...”, eternamente intercediendo por ellos , como lo hacen ya los que os han precedido, cuyos nombres están para siempre inscritos con fuego del Dios Amor, Abrazo y Beso eterno de Dios Tri-Unidad, Amor de Espíritu Santo: «Tu es sacerdos in aeternum».
«Queridos sacerdotes, os necesito. El Sacerdote Único del Altísimo os necesita»; así lo escucho con gozo en la asamblea santa reunida en torno a mí: «Tú necesitas mis manos, mi cansancio que a otros descansen, amor que quiera seguir amando».

6. ¡QUÉ BELLEZA TAN GRANDE SER Y EXISTIR EN CRISTO, ÚNICO SACERDOTE DEL ALTÍSIMO!

  Queridos amigos:

  ¡Qué gozo ser sacerdote de Cristo! ¡Qué gozo saber que el Padre  nos soñó y nos creó para ser sacerdotes “in laudem gloriae eius”, para  alabanza de su gloria, en el Hijo amado y encarnado, Sacerdote Único del Altísimo, para una eternidad de felicidad pontifical con Él, como puentes entre el cielo y  la tierra, para llevar los dones y la gracia de Dios a los hombres y  llevar el amor y agradecimiento de los hombres hasta Dios,  en el mismo ser y existir sacerdotal del Hijo ya triunfante y glorioso, “Cordero degollado ante el trono de Dios”!

  ¡Qué gozo ser prolongación en el tiempo y en la eternidad, ante el trono del Padre, aclamado por los ancianos y los santos, del Hijo que, viendo al Padre entristecido por el pecado de Adán que nos impedía ser hijos y herederos de su misma felicidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”; y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos los hombres las puertas de la eternidad y felicidad con Dios, y fue consagrado y ungido  Sacerdote del Altísimo “por obra del Espíritu Santo” en el seno de María, Madre sacerdotal de Cristo, y nos escogió a nosotros para vivir y existir y actuar siempre en Él y como Él, para hacernos en Él y con Él canales de gracia y salvación para los hombres y de amistad y amor divino por ese mismo Beso y Abrazo de Espíritu Santo en la Trinidad Divina!

  ¡Que gozo más grande haber sido elegido, preferido entre millones de hombres para ser y existir en Él, porque Él pronunció mi nombre con amor divino de Espíritu Santo y en el día de mi ordenación sacerdotal me besó, me ungió, me consagró con su mismo Espíritu, Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y me unió y me identificó con su ser y existir sacerdotal por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, y se encarnó en mí y yo le presté mi humanidad para que siguiera amando, perdonando, consagrando, ya que Él resucitado y celeste, está fuera ya del tiempo y del espacio y necesita la humanidad supletoria de otros hombres para seguir salvando a nuestros hermanos, los hombres! El sacerdote es otro Cristo.

  ¡Qué gozo ser otro Cristo, presencia sacramental de Cristo, prolongación de su ser y existir sacerdotal, poseer su «exousia», poder actuar «in persona Christi», ser prolongación sacramental de su Salvación!

  Soy otro Cristo, sí, es verdad, humanidad prestada, corazón y vida prestada para siempre, pies y manos prestadas eternamente, también en el cielo, y lo quiero ser y me esforzaré de tal forma ya en la tierra, que el Padre no encuentre diferencias entre el Hijo y los hijos, entre el Hijo Sacerdote y los hijos sacerdotes.

  Quiero ser, como Él, un cheque de salvación eterna para mis hermanos los hombres firmado por el Padre en el mismo y Único Sacerdote, nacido de mi hermosa nazarena, Virgen bella, madre sacerdotal, María, Cristo Jesús, que rompió el cheque de la deuda que teníamos contraída desde nuestros primeros padres.

  En el sacramento del Orden, por la unción de Amor del Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos une a Jesucristo,  Único Sacerdote del Altísimo,  identificándonos en su mismo ser y existir sacerdotal, hasta tal punto que el Padre acepta nuestro sacrificio eucarístico, como realmente es, esto es, ofrecido por su Sacerdote Único identificado con los hijos sacerdotes y elegidos sacerdotes por el mismo Padre, que se siente complacido totalmente por este sacrificio porque no ve diferencias entre Cristo y los otros «cristos» que le han prestado su humanidad para que sea Él quien pueda seguir salvando, ya que es el único sacerdote, el único pontífice, con el cual nos identificamos, el único puente entre lo humano y lo divino, por donde nos vienen todos los bienes de la Salvación a los hombres, y por donde suben todas nuestras súplicas y alabanzas al Padre.

7. LA EXPERIENCIA DE TENER JUNTO A MÍ, COMO JUAN, A MARÍA, VIRGEN BELLA Y MADRE SACERDOTAL

  Escribí hace tiempo: Estamos en el AÑO SACERDOTAL,  estamos a punto de comenzar el mes de María, mayo, y en este mes  de junio haré mis BODAS DE ORO SACERDOTALES; pues bien, esta mañana, en mi oración personal me he atrevido a dirigir esta pregunta a MARÍA, MUJER, VIRGEN Y MADRE SACERDOTAL: MARÍA ¿QUÉ SOMOS NOSOTROS, LOS SACERDOTES, PARA TI?

  Es que lo ordinario, en mi ratos de conversación con Ella, es que le pida cosas o le dé gracias por las recibidas o le diga cosas bellas, porque es linda y hermosa y se lo expresemos llenos de amor con palabras propias o con oraciones ya hechas; esta mañana no le he dicho lo que nosotros, los sacerdotes, pensamos de ella, sino que he sido un poco curioso y atrevido, y quiero saber lo que Ella piensa de nosotros. Me atreví a preguntarle, teniendo presente AÑO SACERDOTAL, BODAS DE ORO SACERDOTALES, ¿qué somos nosotros, sacerdotes, para Ti, María, hermosa nazarena, Virgen bella, Madre sacerdotal, Madre del alma?

¡María, Hermosa Nazarena, Virgen Bella,

               Madre Sacerdotal, Madre del alma¡

               Cuánto te quiero, cuánto nos quieres!

  Y Ella nos dice a todos:

 -- por encargo del Hijo desde la cruz: “he ahí a tu madre, he ahí a tu hijo”, vosotros sois              testamento de entrega y de amor y de sangre de mi Hijo;

--vosotros, sacerdotes, en Juan y por voluntad expresada de mi Hijo, sois mis hijos predilectos de amor y sangre y lágrimas y entrega de vida de madre por todos en el Hijo; 

--yo soy vuestra madre y vosotros sois mis hijos predilectos, tú eres mi hijo predilecto «no sin designio divino» (Vaticano II) por voluntad del Padre en el Hijo;

-- tú eres mi hijo sacerdote, tu eres mi hijo del alma, porque te identificas con mi Hijo en su ser y existir sacerdotal; no veo diferencia sacerdotal entre ti y Él, sois idénticos sacerdotalmente, Él eres tú, tú eres Él, por eso te amo igual que a Él, porque Él es el Hijo de Dios encarnado y tú eres el hijo en el Hijo hasta tal punto identificado sacerdotalmente ante el Padre y ante mí, su madre, que no veo diferencia, sois idénticos sacerdotalmente, porque le amo a Él en ti y a ti en Él;

-- tú eres mi Hijo Jesús sacerdote, te quiero, te quiero, bésame, ven a mis brazos y estréchame, abrázame y siente mis pechos maternales de Virgen, Mujer y Madre Sacerdotal, con toda confianza, con la misma confianza y ternura del Hijo, porque eres hijo en el Hijo por proyecto del Padre y por voluntad y deseo testamentario y lleno de amor extremo del Hijo en la cruz;

-- tú eres el encargo más gozoso y profundo y eterno que he recibido del Hijo, eres su testamento, su última voluntad, que cumplo con todo amor hasta dar la vida por ti si fuera necesario, si tú lo necesitas, como lo hice entonces, porque morí no muriendo, no pudiendo morir por ayudar a los sacerdotes recién ordenados, muriendo y viéndolo y sufriéndolo todo en el Hijo Sacerdote y Víctima por toda la Iglesia, especialmente por los nuevos sacerdotes de todos los tiempos.

-- Sacerdotes de mi hijo Jesús, soy eternamente madre vuestra sacerdotal por voluntad de mi Hijo; y os quiero y me preocupo eternamente como madre sacerdotal de cada uno, y os espero a todos en el cielo, porque el “hijo de la perdición” no existe más entre los llamados, ya que fue único para siempre.

  Esto es lo que me dijo la Virgen. Te lo comunico para que participes de este gozo sacerdotal.

¡Gracias, María, Madre Sacerdotal y Sacerdote de Cristo!

¡SALVE, MARÍA,

HERMOSA NAZARENA,

VIRGEN BELLA,

MADRE SACERDOTAL!

MADRE DEL ALMA!

¡CUÁNTO TE QUEREMOS!

¡CUÁNTO NOS QUIERES!

¡GRACIAS POR HABERNOS DADO A TU HIJO, SACERDOTE     ÚNICO DEL ALTÍSIMO!

¡GRACIAS POR HABERNOS AYUDADO A SER Y EXISTIR SACERDOTALMENTE EN ÉL!

¡Y GRACIAS TAMBIÉN, POR QUERER SER NUESTRA MADRE SACERDOTAL!

¡NUESTRA MADRE Y MODELO!

¡GRACIAS!

8. EL RETO O LA NECESIDAD MÁS APREMIANTE  DE LA IGLESIA SERÁ SIEMPRE EL RETO O PROBLEMA DE EXPERIENCIA DE DIOS, DE EXPERIENCIA MÍSTICA;

Y EL PROBLEMA O CAMINO DE LA EXPERIENCIA DE DIOS, SERÁ SIEMPRE CAMINO DE ORACIÓN; SIN ORACIÓN, NO HAY EXPERIENCIA DE DIOS, ORACIÓN MÍSTICA;

Y EL ÚNICO CAMINO O ESCALA  PARA LLEGAR A LA EXPERIENCIA DE DIOS, A LA ORACIÓN MÍSTICA, SERÁ SIEMPRE EL CAMINO DE LA  CONVERSIÓN, PURIFICACIÓN, NEGACIÓN.

  Podéis preguntárselo a todos los santos; ellos recorrieron este camino; unos más y otros, menos; por eso, no todos tuvieron la misma profundidad y gozo de esta experiencias; pero eso, sí, la tuvieron tanto contemplativos como activos, incluso la madre Teresa, que solo la citan para hablar de los pobres, pero ella se atreve a recomendar la oración, incluso a los mismos obispos.  

  Para esto, sobre todo, escribió san Juan de la Cruz todas sus obras: los tres libros de la Subida del Monte Carmelo y los dos de la Noche, para que no se despistasen las almas que Dios quería llevar hasta esta unión de amor, pero no encontraban directores por falta de experiencia del camino; y el Cántico y  Llama de amor viva, para entusiasmarlas con las alturas y belleza de esta unión, experiencia o contemplación de Dios.

  Es ella, la experiencia de Dios, la que indica la verdad de nuestra oración, de nuestra fe, de nuestra vida, de nuestro apostolado; todo depende de nuestro encuentro de amor con Dios; y para que éste exista, me tengo que vaciar de mí mismo por estos encuentros de amor por la oración, para que me llene Dios, es decir, me tengo que convertir totalmente a Dios: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Entendida así la oración, orar, amar y convertirse se conjugan igual. Si me canso de orar, me canso de amar y convertirme. Si quiero amar, quiero orar y convertirme más a Dios.

  Y la relación es evidente: si uno no hace oración, porque le aburre y le cansa, no sé cómo podrá entusiasmar a la gente con Él, cómo va a hablar y entusiasmar con la oración a su gente; y si no hay oración, no hay santidad auténtica y profunda en la parroquia, en las congregaciones, en las organizaciones eclesiales. Y esto es lo que yo veo mucho en la Iglesia actual, tanto arriba como abajo. Sí; si predicamos a Cristo, hablamos de Él, nos movemos y hacemos liturgias, pero no como testigos o experiencia de la Persona o Palabra que hablamos o celebramos o comulgamos, y eso se nota; sino como buenos profesionales, sabios teólogos o liturgos, pero sin la necesaria experiencia de Dios, de lo que predicamos, celebramos o hacemos.

  Pienso que había que salir del Seminario iniciados en esta experiencia de lo que aprendemos en teología o practicamos en liturgia. Luego será muy difícil. Para esto necesitamos unos superiores y sacerdotes y directores espirituales que hayan subido por la montaña de la oración hasta el Tabor, porque nadie da lo que no tiene; no podemos hacer vivir lo que nosotros no vivimos; podemos dar las ideas, pero no la vivencia de ellas, si no la tenemos por la oración; y para esto necesitamos Obispos que se enteren de qué va esto, y elijan a las personas aptas para esta misión; porque si ellos mismos no tienen esta experiencia,  los eligen según otras categorías; y así será el apostolado y la Iglesia que hagamos.

  El Seminario es la presencia de Cristo que más hay que cuidar en la tierra, porque de allí han de salir “Jesús llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. De nuestros Seminarios salen los futuros Papa, Cardenales, Obispos y pastores de la Iglesia y cada uno construye la Iglesia según la vivencia que tiene de Cristo, no según la teología que aprendió, sino con la teología que vive en su corazón; la que no se vive, termina olvidándose; nos pasa a todos.

  Y estas son las ideas o vivencias o realidades que quisiera transmitir en este libro; por eso son muchos los títulos que me gustaría haber puesto; te lo explico un poco con este artículo que leí hace años:

 «El P. Lesser es un sacerdote diocesano inglés, bien conocido entre los lectores católicos de la India. Nacido en la India de padres ingleses, hizo su carrera eclesiástica en Inglaterra. Ordenado sacerdote optó por una diócesis de la India, y desde hace varios años trabaja como misionero en el estado de Rajasthan.

Hace pocos años dictó una serie de conferencias en la BBC de Londres, sobre famosos líderes religiosos de la India. El P. Lesser ofrece en un artículo reciente, los resultados de una encuesta de los obispos de la India, cuyo fin era investigar y descubrir la razón por la que un buen número de católicos han abandonado la Iglesia Católica para unirse a grupos Pentecostales. La razón más convincente parece ser la falta de experiencia de Dios en la Iglesia Católica.

El P. Lesser se pregunta: ¿Cómo pueden tener nuestros católicos una profunda experiencia de Dios si no la reciben de sus sacerdotes? Y con lógica contundente sigue interrogándose: ¿Cómo pueden los sacerdotes ofrecer a sus fieles una experiencia de Dios, si ellos mismos no la poseen? ¿Y cómo pueden poseerla sin una intensa unión con Dios en la oración?

El P. Lesser da una respuesta clara y perentoria. Los sacerdotes de hoy no han sido formados en el Seminario en una atmósfera de oración. No han aprendido a orar, no han entendido la necesidad de la oración. Para probar su tesis el P. Lesser cita un artículo que leyó en una revista inglesa, referente a los franciscanos de Gran Bretaña. Los franciscanos ingleses iban perdiendo por defección un buen número de sus sacerdotes. Contrataron a un psicólogo profesional para investigar las causas. No encontraron respuestas satisfactorias en la psicología.

Fuera del contexto de la investigación, un seminarista hizo una observación casual a propósito de que en los siete años de su formación en el Seminario no había oído ni una sola plática o conferencia sobre la oración. Casi todos los presentes confirmaron que lo mismo les había ocurrido a ellos. El autor del artículo visitó conventos y consultó a muchos sacerdotes, y llegó a la conclusión de que la experiencia del joven franciscano era una experiencia muy extendida entre los sacerdotes de diversas tradiciones.

El P. Lesser examina de nuevo la cuestión: ¿No nos está ocurriendo algo semejante en la India? Los formadores en Seminarios menores, reciben con frecuencia de sus obispos esta admonición: Dad a vuestros estudiantes una buena formación espiritual, pues si no la reciben en el Seminario menor, no la van a recibir en el Seminario mayor.

A continuación relata la revelación que le hizo un profesor de uno de los más prestigiosos Seminarios de la India. Se lamentaba el sabio y devoto sacerdote de que durante el reciente campeonato mundial de cricket (en la India el cricket despierta un entusiasmo rayando la locura) los seminaristas estaban pegados a la televisión con notable detrimento de los estudios. Esto sin contar el daño para la vida y actividad espiritual.

A los seminaristas se les deja que campen por sus respetos en su formación espiritual, cuando no reciben ninguna clase de incentivos o estímulos de los formadores, y por otra parte están expuestos a muchas tentaciones e invitaciones al mal desde el mundo fuera del Seminario.

El P. Lesser entra en un detallado programa de sólida formación espiritual en nuestros Seminarios, y hace responsables a los profesores y formadores de hacer un estricto seguimiento o acompañamiento espiritual a sus jóvenes.

El P. Lesser concluye el artículo: Todo seminarista, al entrar en el Seminario, desea ser un buen sacerdote. ¿Pero puede uno ser un buen sacerdote si no es un hombre que hace oración, si no es santo, si no es un hombre de Dios?

Hay muchos sacerdotes, dice el autor del artículo, que son eruditos, muchos están sumergidos en trabajo social o en otras actividades apostólicas, pero son pocos los sacerdotes que pueden comunicar una experiencia de Dios porque ellos no son hombres de oración, hombres de Dios.

¡El Padre Lesser ha dado en el clavo!»

  (Gujerat, octubre 1996, nº 578, pág 3-4).

Jesús es Palabra Eterna del Padre, Diálogo Eterno de Amor Personal de Espíritu Santo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que se dicen y aman y se hacen Padre e Hijo; “Y la Palabra se hizo  carne”  en María por obra de ese mismo Amor de Espíritu Santo, y mientras “María meditaba todas estas cosas en su corazón”, la Palabra “fue revelada”, “se hizo” Canción de Amor en la que el Padre nos canta a todos los hombres todo su proyecto de Amor; pronunciada «en silencio de amor», debe ser escuchada «en silencio de amor», en «música callada» de amor,  en oración contemplativa.  

9. EMPECEMOS: EL PROBLEMA O EL CAMINO DE LA EXPERIENCIA DE DIOS, SERÁ SIEMPRE PROBLEMA DE ORACIÓN; SIN ORACIÓN, NO HAY EXPERIENCIA DE DIOS, NI ORACIÓN MÍSTICA, NI CERTEZA Y VERDAD EXPERIMENTADA DE DIOS

  Perdonadme que repita que el problema de la Iglesia es y será siempre problema de la experiencia de Dios, de la experiencia mística, de experiencia de lo que cree y predica y celebra, esto es, de unión con Dios, de santidad, de identidad con el ser y existir sacerdotal de Cristo que hemos recibido en el Sacramento del Orden o en el santo Bautismo, de experiencia de lo que predicamos, celebramos y administramos.

  Dios es Dios, y tenemos que dejarle que Dios sea Dios, y nosotros, simples criaturas; que sea Dios de nuestra vida y en la Iglesia; y nosotros, criaturas, siempre criaturas; y para eso, todo hay que ponerse y ponerlo  todo de rodillas ante Él, nosotros y nuestra vida, deseos, ambiciones, porque así es la única forma de que nos pueda amar como Dios infinito con su mismo  Amor de Espíritu Santo, Amor personal con el que nos soñó y nos creó en el Hijo, en la Palabra-Canción de Amor, para una eternidad de felicidad en su mismo Amor Trinitario, Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.  Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,  y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron... La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre...Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”.

  El Padre nos envió al Hijo, como Sacerdote Único y Salvador, al que tenemos nosotros, los sacerdotes le prestamos nuestra humanidad, identificándonos totalmente con su mismo ser y existir sacerdotal, para que Él pueda seguir predicando, perdonando, bautizando y salvando a todos los hombres, por nuestra vida, sentimientos y humanidad prestada.

  Jesucristo Sacerdote Único del Altísimo es la Única Palabra y Proyecto de Amor que el Padre ha pronunciado, es la Canción de Amor extremo  del Padre y del Hijo a los hombres: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”, vida eterna que empieza aquí abajo por el bautismo, por la que nos llamamos y hacemos hijos en el Hijo, y nos “revela” toda su esencia de Amor y Felicidad infinita.

  Y esta Palabra, dice san Juan de la Cruz, la pronunció el Padre en el «silencio» de Amor Personal de Espíritu Santo, y en silencio de amor y en «música callada» de oración personal –oración contemplativa- debe ser escuchada para sentirla y experimentarla.

  No puedo estar veinte, treinta, cuarenta, cincuenta   años orando, predicando, diciendo que Cristo está vivo, o celebrando a Cristo Resucitado y su misterio de amor en la Eucaristía, y, sin embargo, para mí sigue muerto, y se reduce a pura idea o teología estudiada, pero no vivida, y no tener experiencia de Cristo, de su evangelio, de su amor loco y apasionado, de un Cristo vivo, vivo y resucitado en la Eucaristía que celebro y comulgo y celebro, y no saber-saborear-  personalmente su amor y relación de amistad en tantos años.

  Si es así, algo falla en mi vida; si es así, ciertamente me salvaré, con la fe creída y profesada, pero algo falla, si después de tanto años, no puedo decir personalmente lo que Cristo es para mí, qué me dice o revela, cómo es Cristo para mí,  y cómo es su Amor y Gozo, después de cientos y miles de comuniones, de miles de días de tratar con Él, por lo menos, externa y oficialmente, porque mis misas son válidas; algo falta en mi vida, porque Él vino para ser nuestro amigo y confidente, para eso está en el Sagrario con los brazos abiertos en amistad permanente, algo falla en mí si no llego a tener experiencia de Él, de su presencia, su abrazo, su emoción, no oír que te dice: te amo, estás salvado, después de tantos años de trato y relación personal con Él; o verme así en un apuro, si alguien me pregunta: Y tú, después de treinta o cuarenta años de estar junto a Él y predicarle, no puedes decirme cómo es, cómo te ama, qué te dice, qué sientes, qué te dice en la misa,  al comulgarlo, al tocarlo, al estar ratos hablando con Él... algo falla, si no puedo expresar todo esto.   

Y donde pongo que el problema de la Iglesia es y será siempre problema de experiencia de Dios, se puede poner igualmente... es problema de oración, de conversión, de santidad, de unión con Dios, de vida espiritual, de vida según el Espíritu, de vida evangélica, de vivir en perfección las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad...

  Pregúntenselo a san Pablo, san Juan, san Pedro... y a todos los verdaderos apóstoles de Cristo que han existido y existirán. No basta el «todo vale» y el puro profesionalismo, lo ha dicho muy claro el Señor: “vosotros sois los sarmientos... sin mí no podéis hacer nada”.

  Cristo repitió varias veces a los Apóstoles que necesitaban recibir al Espíritu Santo para llegar a la  “Verdad completa”, esto es, a la “Verdad” que es Él, pero “completa”, llena de Amor, de Espíritu Santo vivido.  

  Jesucristo es la Palabra de Amor del Padre en la que con Amor de Espíritu Santo nos dice todo su Proyecto, su Idea Única y Total de Amor y Salvación para nosotros, pero “completa”, esto es, con fuego vivencia de Amor de Espíritu Santo, que al sentirla en el corazón, los Apóstoles no pudieron contener ese amor vivencial y les hizo abrir las puertas y quitar lo cerrojos. El Espíritu Santo les llevó a la “Verdad completa”, porque es la misma Verdad, el mismo Cristo Resucitado, pero no hecho evangelio o palabras, sino hecho fuego, evangelio experimentado y palabra quemante, que no pueden contener y tienen que comunicarla en «llama de amor viva».

  Y ¿cómo lo recibieron?: “Estaban todos en el cenáculo reunidos en oración con María, la madre de Jesús”; Jesús quiso que viniera en ese momento, cuando estaban “en oración”, para indicarnos que así hay que prepararse para recibirlo, y “con María” como la primera vez que vino sobre ella; ahora Cristo resucitado viene sobre toda la Iglesia, y no viene hecho tiempo y espacio, como vino al seno de María, hecho carne, sino hecho fuego y llama de Amor Viva, Amor de su Espíritu Santo, Amor invisible para los ojos carnales y solo viviente y experimentado entonces y siempre sobre las almas en oración contemplativa, unitiva, transformante por el fuego de Pentecostés.

  Hasta que no vino sobre los Apóstoles esta vivencia  hecha llama de Amor viva, aunque lo habían visto resucitado y habían celebrado la Eucaristía con Él, no abrieron los cerrojos  y las puertas.

10. SIN ORACIÓN VERDADERA, NO HAY SANTIDAD AUTÉNTICA O EXPERIENCIA DE DIOS O IDENTIDAD CON EL SER Y EXISTIR SACERDOTAL DE CRISTO

  “Sin mí no podéis hacer nada”. Y nuevamente aquí habría que añadir algunos títulos o palabras, porque yo no me refiero a la oración primera, «de principiantes», sino de «aprovechados», a la oración afectiva o contemplativa, es decir, a la oración unitiva que aspira a la identificación total con Cristo: “yo soy la vid, vosotros los sarmientos”, identidad con su ser y existir sacerdotal, identidad del santo Bautismo, cuya vivencia a muchas almas, por ejemplo, a la Beata Isabel de la Trinidad la llevó a las cumbres de la mística trinitaria, a la identificación de todo cristiano con su misma vida y sentimientos, de la participación de la gracia, de la misma vida trinitaria comunicada por el Espíritu Santo en el santo bautismo.

  El sacramento del Orden lleva al sacerdote a prestar a Cristo su humanidad para que Él siga predicando, salvando, bautizando, consagrando...; para vivir esto hay que llegar a una oración un poco elevada, que ha mortificado ya parte de los sentidos y que no es pura reflexión, sino amor y experiencia de Dios que por el amor contemplativo aspira a la unión de vida y sentimientos con Cristo y por eso mismo rechaza todo pecado, que no quiere convivir con el pecado; aunque sea venial, que lo rechaza y se esfuerza por descubrirlo oculto en el examen diario de mañana y noche,  y pide perdón en la confesión frecuente y oración diaria; uno tiene o ha llegado a la oración afectiva cuando uno empieza a sentir gozo  y presencia de Dios en la oración, no le cansa, no le aburre, no le cuesta tanto trabajo, como al principio, siente el gozo de la presencia y ayuda del Señor.

  Si vas a san Juan de la Cruz o a santa Teresa o a nuestros muchos santos y místicos lo encontrarás muy bien explicado. Mejor que en otros libros actuales sobre oración que todo lo hacen consistir en imaginaciones o posturas y respiraciones especiales. Pero no veo que hablen mucho de conversión. Yo no niego nada. Pero leyendo a los que tuvieron experiencia de Dios, las noches purgativas son absolutamente necesarias.

  Es más, san Juan de la Cruz empieza a hablarnos de oración, de meditación o de la oración discursiva, y él no dice nada o casi nada de cómo es o hay que hacerla y sólo se preocupa y habla de negaciones de sentidos, inteligencia, memoria, voluntad, de purificaciones y noches de la oración contemplativa o unitiva o transformativa o pasiva.

  Resumen: cada uno de nosotros ama a Cristo y trabaja y predica y hace apostolado según el concepto que tiene de Iglesia, de evangelio y de Cristo; y cada uno conoce o tiene el concepto de Cristo, Iglesia y Evangelio según la vivencia que tiene de Cristo; y cada uno tiene la vivencia de Cristo que recibe en su oración personal; y según esta experiencia de Cristo, tiene el sentido de Iglesia y trabaja y hace apostolado y predica con más o menos fuego y unión de amor, no según lo que estudió en teología, porque estas verdades teológicas, si no se viven, terminan olvidándose, porque se quedaron sólo en el entendimiento y no llegaron al corazón, a la vivencia.    

  La teología, como el evangelio, sólo se comprenden cuando se viven; mejor, no se comprenden completamente, hasta que no se viven; desgraciadamente, si esto no fuera verdad, todos los teólogos serían o debieran ser santos y místicos; y  la única forma que conozco de vivir y experimentar y sentir y gozar y decir Dios existe y es verdad y me ama y me siento verdaderamente amado por Él, es la oración personal, pero un poco elevada, no basta la mera meditación.

  Es lo que veo tanto en maestros como discípulos de la oración personal. Ni siquiera la oración litúrgica es experiencia por sí sola, aunque es el fundamento, porque si no hay relación y encuentro personal, «aunque diga misa», todo se queda en el altar o en el evangeliario, porque no entro dentro del corazón del misterio celebrado y de los ritos por medio de mi diálogo personal con Cristo.

11. EL ÚNICO CAMINO PARA LLEGAR HASTA  LA EXPERIENCIA DE DIOS ES LA ORACIÓN-CONVERSIÓN-AMOR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS.

  TODA ORACIÓN VERDADERA LLEVA A LA CONVERSIÓN. La oración auténtica lleva a convertirse mirando solo a Dios, prefiriéndole a todas las cosas, para abrazarse y unirse a Él en matrimonio de amor eterno, amándole sobre todas las cosas y prefiriéndole a todas las cosas.

  Ahí es donde Cristo prueba la sinceridad de nuestro amor, amándole sobre nosotros mismos, sobre nuestros éxitos y puestos, y esforzándonos por vivir su misma vida y sentimientos, pisando sus mismas huellas de obediencia al Padre y humildad, cumpliendo en todo la voluntad del Padre.

  Y es que nosotros no podemos llegar a fabricar este amor a Dios sobre todas las cosas, este no buscarnos a nosotros mismos, es decir, amar a Dios como Él se ama, con su mismo Amor de Espíritu Santo; nuestro amor es egoísta, desde el pecado original, nos buscamos a nosotros mismos antes que a Dios, nos amamos a nosotros mismos sobre todas las cosas, porque desde el seno de nuestra madre, por el pecado original, nos buscamos y nos queremos más que a Dios; este amor total y gratuito sin buscarme a mí mismo incluso en la cosas de Dios, es divino, es el Amor del Espíritu Santo, sólo Dios puede fabricarlo en la oración con el barro de mis facultades limitadas, porque es el amor infinito con que Dios se ama y nos ama; Dios nos ama gratuitamente ¿qué podemos darle nosotros a Dios que no tenga? nos ama para hacernos felices con su misma felicidad y esa es infinita y yo no puedo ni se amar infinitamente porque no soy Dios y Dios quiere que ame así y me ha destinado a amar y ser feliz eternamente amando así y eso empieza aquí abajo por la oración contemplativa.

  Muchas veces le digo: Señor, dame tu amor para que yo pueda amar así --(de ahí viene el éxtasis de los místicos, porque al sentir ese amor salen de sí mismo para amar en Dios y como Dios)--, comunícame por contemplación, por amor contemplativo, ese Amor de Espíritu Santo con que Tú nos amas, porque yo no sé fabricar ese amor, no puedo hacerlo, soy finito y humano, aunque te ame con todo mi corazón, yo no sé amar sin buscarme a mí mismo, me busco más  que a todos y en todo, comunícame ese amar gratuitamente,–agapé-, por hacer feliz al hermano, no –amor erótico--, que se busca siempre a sí mismo.

  Yo no sé amar así. Por eso, Señor, envíame tu Espíritu de Amor, para que yo ame como Tú nos amas. Para este amar sobre el propio ego, sobre todas las cosas, necesito la conversión, pero no para un rato, o para un día, o para cincuenta años, sino toda la vida. Y para esto tenemos que llegar a una oración más elevada, que nos convierte o transforma totalmente en Dios por la gracia en cuanto es posible y Dios ha proyectado sobre cada uno; hay que llegar a la oración pasiva, al amor pasivo, que no sé hacer o fabricar, sino que lo hace y fabrica Dios en mí por participación de su vida y amor divino, por la oración contemplativa, unitiva y transformativa.

  Yo sólo tengo que aceptarla y sufrirla, porque como oración unitiva y transformativa, esa llama de Amor de Espíritu Santo tiene que quemar primero en mí todos mis defectos de memoria, entendimiento y voluntad egoístas hasta sus raíces; yo tengo que ser sufriente, patógeno de esta acción purificatoria de las raíces de mi yo y mis sentidos y defectos por el amor transformativo de mi Dios, para luego, una vez quemadas y a ese ritmo, ir sintiendo ese Amor, ese mismo Amor de Dios que me ama purificándome y luego abrazándome, besándome y uniéndome-santificándome-transformándome en Vida y Amor Trinitario.

  Y claro, para esto, hay que convertirse mucho, totalmente, porque si estoy lleno de mí mismo, no cabe Dios en mí, lo echo fuera, no lo dejo entrar y llenarme todo, totalmente. Yo siento y experimento a Dios en la medida en que me he vaciado de mi mismo.

  Y para  eso, como he dicho y diré siempre, primero tengo yo que echar fuera mi propios amores  y afectos que estén sobre o contra Dios, el buscarme a mí mismo en mis sentidos, placeres, soberbia, orgullo, envidia, críticas, ídolos de dinero, puestos, honores... y luego, cuando yo ya haya hecho todo lo que debía y podía con la ayuda ordinaria de Dios, viene Dios directamente en mi ayuda por su Espíritu Santo, Llama de Amor Viva, por el camino de la oración pasiva y contemplativa y remata la obra. Qué bien lo describe san Juan de la Cruz  en sus libros al explicar sus poesías de Llama de amor viva y la Noche:

«¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva

acaba ya si quieres,                          

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado

que a vida eterna sabe                        

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida has trocado.»

«¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado».

  Pero ¡anda! que no hay que sufrir durante años y años hasta llegar a las raíces del yo, hasta vencer las tensiones permanentes del pecado original que dura toda la vida, aunque esta mortificación primera se siente más; luego, la conversión es permanente, pero más suave, una vez que el yo ha sido crucificado con pruebas internas, externas, calumnias, celotipias, segundos puestos... así que muchos se echan para atrás y no hay conversión ni oración total, quedándose en zonas más bajas del culto al yo, aunque toda la vida recen los salmos, o mediten el evangelio o hablen o escriban de oración... se nota a la legua quién tiene experiencia de oración, de Dios.

  A mí me parece que a la Iglesia, y no sólo en su parte baja, sino arriba, en la alta, le falta parte de esta purgación y mortificación permanente y, por eso mismo, falta experiencia de Dios; no encuentro muchos sacerdotes y obispos en esta dinámica de oración-conversión, de mortificación permanente del yo. Y lo peor de todo esto es que somos nosotros los maestros de la oración-conversión, los que hemos de llevar a otros por este camino, por voluntad de Dios y vocación sacerdotal.

  Ya he dicho muchas veces que la Iglesia necesita de exploradores, como los de Moisés, que hayan llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios, y vuelvan cargados de frutos para alegrarnos y enseñarnos el camino. Es que si no  se ha recorrido, no se sabe; si no hemos subido con Pedro, Santiago y Juan a la cumbre del Tabor, no podemos contemplar a Cristo transfigurado y decir: qué bien se está aquí. Lo peor es cuando esto ocurre en los seminarios o en los noviciados o casas de Formación, donde han de ser enseñados los seminaristas o novicios en este camino, y los directores no lo han recorrido. Así estamos. Cómo se nota. Es que es una excepción hoy día encontrar formadores entendidos en este camino de la santidad, de la experiencia de Dios, de la conversión total a Cristo. Y no lo digo por decirlo; lo digo con mucha pena y años de ver y examinar...

  En este sentido podría citar infinidad de textos de san Juan de la Cruz, de santa Teresa, santa Catalina de Siena Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa del Niño Jesús, Sor Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld, donde hablan de la necesidad de la oración-conversión permanente para tener esta experiencia. Y no sólo entre los santos canonizados; tengo el consuelo, Dios sea bendito, bendecido, porque me ha dado el consuelo de encontrar entre mis feligreses y feligresas, verdaderos místicos, verdaderas místicas. Algunos de ellos me han enseñado bellezas de este camino. Podría citarlos. Pero me voy a conformar con citar a la Madre Teresa de Calcuta, que se singularizó por su amor a los pobres más pobres, y cuyo centenario de nacimiento estamos celebrando desde el 26 de agosto del 2010.

Hoy que se habla tanto del compromiso solidario y del voluntariado con los más pobres, la Madre Teresa de Calcuta, que ha tocado la pobreza como pocos, que ha curado muchas heridas, que ha recogido a los niños y moribundos de las calles para que mueran con dignidad, esta nueva santa nos habla de la oración para poder realizar estos compromisos cristianamente:

 Hablando de la necesidad de la oración la madre Teresa se atreve a hablar, de esta manera tan atrevida, incluso a los Obispos:

«No es posible comprometerse en el apostolado directo sin ser un alma de oración... Tenemos que ser conscientes de que somos uno con Cristo, como él era consciente de que era uno con el Padre. Nuestra actividad es verdaderamente apostólica sólo en la medida en que le permitimos que actúe en nosotros a través de nosotros con su poder, con su deseo con su amor» 

«Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre nuestro...No les enseñó ningún método ni técnica particular. Sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí».

(JEAN  MAALOUF, Escritos Esenciales, Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae  2002, pág. 78-9)

12. AMOR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS, ORACIÓN YCONVERSIÓN, SE CONJUGAN IGUAL Y EL ORDEN NO ALTERA EL PRODUCTO

  Lo repetiré muchas veces en mi vida, en mis libros y conversaciones. Para mí, el único camino para mantenerse en forma sacerdotalmente, para vivir y hacer vivir la fe y el amor a Dios, para llegar al gozo de la fe, del apostolado y de la vida sacerdotal o cristiana, es la auténtica y verdadera oración que es siempre encuentro de vida y amor con Cristo; si no hay conversión a Él de toda mi vida, si me canso, si dejo la conversión, es que he dejado la oración, aunque aparentemente tenga el tiempo señalado o el libro sobre mis manos; y esto que digo vale para todo creyente, todo cristiano, todo bautizado, y si menciono especialmente a los sacerdotes es por mi condición sacerdotal, porque lo he vivido como sacerdote, y porque quiero corregirme y aconsejar con amor para que otros puedan corregirse con la ayuda de la gracia.

  Y esa ayuda, lo repetiré mil veces, viene fundamentalmente por la relación personal con Cristo, por la oración personal que me lleva a la conversión personal de todo mi ser y existir en Cristo, que me lleva a vivir lo que soy, mi identidad con el Único y Eterno Sacerdote.

  Esto me ha obligado a poner cómo ha sido mi evolución en la oración, cómo hago mi oración, aunque alguno pueda pensar que es autocomplacencia. Lo hago única y exclusivamente, exponiendo también mis errores y pecados, para aconsejar y ayudar en este camino que considero esencial para la vida cristiana y sacerdotal.

12. 1. Y lo primero y principal, que quiero decir en este aspecto, es aconsejar la conveniencia de tener una escalera con escalones hechos y seguros para subir a la unión de amor con Dios, que eso es oración; quiero aconsejar, desde el primer momento, la conveniencia, para mí necesidad, de tener una ruta marcada para todos los días cuando voy a la oración, para no despistarme o depender de que tenga más o menos ideas, gusto, ganas; un  camino fijo y fijado de ayudas para el camino, ayudas de invocaciones y oraciones, como de lecturas de evangelio, libros, himnos... etc, y  terminar siempre con la revisión-conversión de vida en tres o cuatro puntos principales, para recorrerlo todos los días hacia el encuentro de amor con Dios, que ha de durar toda la vida.

  Si deseo y pretendo amar a Dios sobre todas las cosas, tengo que luchar todos los días para preferir la voluntad y el amor de Dios sobre esas cosas, especialmente las apetencias y deseos de mi yo que se busca siempre a sí mismo incluso en las cosas de Dios; y esta tensión permanente hacia Dios sobre mi amor propio me lleva a la conversión permanente de mi yo; y todo esto lo voy viendo y meditando y descubriendo todos los días en la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», y que por lo tanto es para todos los días, es permanente,  porque la oración permanente es la que tiene que alimentar el amor permanente a Dios sobre todas las cosas, lo cual me exige la conversión permanente a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre el cansancio o la falta de tiempo o de ganas en hacer la oración: debo dejar a Dios ser Dios y yo ser siempre criatura suya, que me pongo y pongo toda mi vida de rodillas ante Él.

  Por eso, y siempre en línea de consejo, invito a que se empiece la oración personal con alguna invocación al Espíritu Santo, a Cristo, a la Virgen; lo correcto sería la Invocación al Espíritu Santo, aunque no se entienda bien esto para un principiante porque “ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”, pero necesitamos de su gracia y de sus dones, sobre todo, de sus dones de inteligencia y sabiduría, de gustar y saborear las verdades que meditamos, para que nos vaya llevando a la “verdad completa” de Dios, del evangelio, de la fe, del cristianismo. Él es el verdadero director espiritual de la Iglesia por deseos de Cristo Resucitado.

  Entre esas oraciones iniciales y preparatorias hay que escoger algunas que nos gusten y nos pongan en relación  con Jesucristo Eucaristía y la Virgen Madre, que es el mejor camino de encuentro con Cristo “porque meditaba todas estas cosas en su corazón”, ayudas imprescindibles para hacer oración «que no es otra cosa sino trato de amistad, estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».  

  Como he dicho, estas oraciones nos sirven a modo de mojones fijos de nuestra oración personal, por los cuales hay que pasar todos los días, parándonos, meditándolas, dialogando con el Señor, con la Virgen, porque no se trata de rezarlas simplemente o decirlas seguidas y se acabó, sino añadiendo nuestras propias reflexiones, oraciones, peticiones y vivencias hasta llegar poco a poco, si queremos, a hacerlas originales.

  La ventaja de estas oraciones o mojones o escaleras fijas para subir hasta Dios todos los días es que, cuando uno se pierda o se despiste o se salga de ruta por distracciones, incluso distracciones santas que surgen en el diálogo con Dios, el orante pueda volver a coger el camino de su oración, del encuentro personal con Cristo y la Virgen.     

  Por mi experiencia en este camino, ya que he iniciado a muchas personas en la oración, como luego  te diré, es necesario no dejarlo cada día a lo que salga, a la improvisación, a lo que Dios te inspire o a ti se te ocurra o descubras cada día, porque muchas veces no se te ocurrirá nada, o no te sentirás inspirado, o tendrás otras preocupaciones o te despistarás, perderás la pista,  y esto te dará la sensación de estar perdiendo el tiempo, esto despista, aburre, y hace que no sea atractiva la oración.

Por otra parte, no tengo que dejar la oración para cuando tenga inspiración, o me guste o tenga algo que decir o pedir, porque muchos días no tendré nada que decir o no se me ocurrirá nada que meditar o no sabré cómo hacerla o qué decir a Dios. Y menos he de dejar la oración de todos los días para cuando tenga tiempo, porque entonces no lo tendré y terminaré abandonándola.

La oración hay que concebirla como un trabajo, una obligación, y por lo tanto costoso,  que tengo para con Dios y para conmigo mismo y mis hermanos, los hombres, si quiero santificarme y santificar a los demás; pero no difícil, porque no sepa lo que tengo que hacer.

La oración es un trabajo, como el estudiar si quiero aprobar el curso; el más importante que tengo que hacer para progresar en mi vida espiritual, me guste o no me guste; y si mi trabajo va a ser verdaderamente sacerdotal, es absolutamente necesario en mi vida de sacerdote, seminarista o simple cristiano para poder hablar a los hombres de Dios con verdadera experiencia de lo que predico y celebro, para que Dios pueda comunicarme sus pensamientos y deseos de salvación sobre los hombres, su proyecto y sentimientos y gracias y dones y ganas de trabajar y el modo de hacerlo perfecto: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. El estar con Él es condición indispensable para poder identificarse con su ser y existir sacerdotal, con su vida y sentimientos.  

Repito: es muy conveniente tener un esquema fijo, una espina dorsal que luego tendrás que ir rellenando de meditación, reflexiones o sentimientos o peticiones o manifestación de penas o alegrías o de lo que sea, pero que sepas cómo hay que empezar y continuar, cuando lo que estabas meditando se acabe o se vaya o te olvides o vengan otros pensamientos que te despisten, que incluso pueden ser peticiones o deseos o pensamientos sanos y santificadores; pero se acabaron y ahora qué; con estos mojones  sabrás siempre volver a donde estabas y coger nuevamente el camino.

13.  LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA SERÁ SIEMPRE  LA POBREZA ESPIRITUAL Y MÍSTICA, DE VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU DE CRISTO

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y Sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes deben ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar la Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

14. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXIGENCIA DE CREACIÓN, RECREACIÓN, BAUTISMO, ORDEN SACERDOTAL Y APOSTOLADO EN EL ESPÍRITU DE CRISTO

  Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo ( Adv. Haer. 4, 20,7).

 Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero). Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado y he sido creado para amar en Dios.

Me parece que en estos tiempos se insiste poco en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres, que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos: la Experiencia del Dios vivo y verdadero, Uno y Trino:

  «La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El «quaerere Deum» y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo» (BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60).

He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, de cierto desencanto de la fe, de los creyentes teóricos, la mayor necesidad y a la vez la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; por otra parte y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que se ha quedado sin Dios, sin experiencia de Amor; que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios.

Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos y los vecinos no existen, porque no existe Dios Amor en este mundo, lleno de sexo, pero falto de la experiencia de un Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor” y fuente del amor verdadero.

Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida. Y no basta saberlo, hay que vivirlo.

Y esto lo tenemos poco en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Pentecostés, como existió en la Iglesia apostólica y de los Padres de la Iglesia, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia de Dios a este mundo secularizado; ¡qué homilías y sermones más maravillosos sobre el Espíritu Santo y la experiencia de Dios en los primeros siglos de la Iglesia!

Olvidamos, por el bajo nivel de fe de nuestros cristianos actuales, que, por el sacramento del bautismo hemos sido injertados en Cristo resucitado, en su vida y gozo y sentimientos, de los que participamos por la vida de gracia, la misma vida de Dios.

El Vaticano II nos dirá que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a la unión de amor con Dios, a la unión transformadora en Dios, a la visión de Dios, a la felicidad eterna en Dios Trino y Uno. Y para hacer a todos los hombres partícipes de esta gracia y experiencia eterna de Dios que empieza aquí abajo, existe el sacerdocio; los sacerdotes somos presencias sacramentales de Cristo, prolongación de su mismo ser y existir sacerdotal, o si quieres, los sacerdotes prestan a Cristo su humanidad, su palabra, sus manos, sus sentimientos, su amor, para que Cristo puede seguir cumpliendo el proyecto del Padre, la salvación eterna, llevarlos a todos a la visión intuitiva y eterna en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y esto, si llega a realizarse, se siente y se experimenta. Claramente en los santos. Pero es que todos estamos llamados a esta identidad de vida y sentimientos con Cristo, Único Sacerdote del Altísimo.

Como consecuencia, las ovejas tienen derecho, por proyecto del Padre y del Hijo, y los sacerdotes tenemos la obligación por el Sacramento del Orden, de tener y sentir y vivir los mismos sentimientos de Cristo, o dejar que Cristo los viva en nosotros y a través de nosotros, que es lo mismo.

Las ovejas de Cristo, los bautizados, tienen derecho a exigirnos esta santidad, esta vivencia, esta experiencia de Cristo en nosotros, en razón, tanto de creación por el Padre, como de recreación por el Hijo: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”;  y nosotros tenemos el deber, la misión y la obligación, por el sacramento del Orden, que nos hace ser y existir en Cristo, a tener sus mismos sentimientos, esto es, a vivir en Cristo, a  tener experiencia de lo que somos y existimos, de nuestra identidad en Cristo, de sentir los gozos y vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... para mí la vida es Cristo... me alegro hasta en mis debilidades, porque así habite en mi la fuerza de Cristo... todo lo puedo en aquel que me llena con su mismo fuerza...”.

Esta misma obligación aparece muchas veces en el evangelio, en los mandatos y recomendaciones de la predicación de Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... como los sarmientos están unidos a la vid, así vosotros en mí... sin mí no podéis hacer nada”.

Sin mí no podéis ni debéis hacer nada; y para esto, para no convertirnos en unos profesionales de lo sagrado, necesitamos, por mandato e institución sacerdotal en Cristo, tener experiencia de lo que somos y existimos en Cristo, necesitamos la experiencia de Cristo en nosotros o nosotros en Cristo para saber, saborear, gustar, comprender, porque no se comprende hasta que no se vive, necesitamos la vivencia de lo que hacemos, predicamos o celebramos.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes…etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según san Juan de la Cruz.

Pregunto a los cristianos bautizados en Cristo: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó? ¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo?.

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero manifestarte que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». 

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, san Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al «sentido», esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios.

Al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino que ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo, necesita tu experiencia, la vivencia de tus sentimientos, necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste. Y este Espíritu es tu experiencia de amor, tu mismo amor sentido y vivido en nosotros, es experiencia de Pentecostés, como en los Apóstoles.

15. BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL

  Repito y lo hago por tratarse del camino más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, qué es lo que te dice a ti y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por ti; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas..... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos.

Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

  Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

  Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que empiezan por meses y luego pueden durar años y años, según el proyecto de Dios y la generosidad del hombre, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

   La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Y cuando el alma haya sido purificada por esta llama de amor viva de la contemplación, que, a la vez que calienta de amor, la quema todo su amor propio, de todos sus apegos y tendencias al yo personal,  pasando ya totalmente a Dios: “vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi... para mi la vida es Cristo...”, envuelta en esta profunda oscuridad y noche de fe y amor, pero más cierta y segura y feliz que todos los razonamientos y amores humanos del yo,  la criatura, transcendida y «extasiada» y unida o salida de sí misma en Dios,   llegará  al abrazo y a la unión total transformada en el Amado y diciendo y alabando la noche de fe y amor y purificación y purgación y mortificación : «Oh noche que guiaste, oh noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada».En relación con esta evolución y purificación de la fe, quiero poner una página de un autor muy querido por mí desde mis estudios en Roma; el trabajo es reciente y el autor es  Jean Galot:

  «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de Mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

  Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

  María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

  Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

  Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

  Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

  ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? Hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

  Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

  El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”. Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

  En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

¡Ven, Espíritu Santo,te necesitamos,

te necesitaesta Iglesia nuestra!

 

SEGUNDA PARTE

LA EXPERIENCIA DE DIOS, NOTA ORIGINAL Y CONSTITUTIVA DE LA IGLESIA

  Lo tengo tan metido esto en el alma, que la invocación «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, al saludarle a mi Dios Trino y Uno, todos los días, al empezar la oración personal, la he traducido de la siguiente manera, como luego verás explicado en este libro:  En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, que me santifica, que me transforma en vida y amor trinitarios.

1.  SIN PENTECOSTÉS, NO HAY IGLESIA

Cristo quiso que la Iglesia fuese constituida desde Pentecostés, desde la experiencia de Dios por el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el cual nos sumergen por la potencia de Amor del Espíritu Santo: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí... Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa... Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”.

  Cuando los Apóstoles experimentaron las palabras y los hechos salvadores de Cristo por su Espíritu, por el mismo Cristo, pero no hecho gestos y palabras externas como hasta entonces, sino hecho Espíritu Santo, Fuego de Dios y Llama de Amor viva de Cristo resucitado, al experimentarlo a Cristo completo y total en su corazón, no pudieron contenerlo, y quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y Pedro echó un sermón que le salía del corazón, de la vivencia de lo que creía y experimentaba en su corazón, lleno del fuego de amor de Espíritu Santo que simbolizaban las llamas sobre sus cabezas:

  “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? ...cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.» Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» «¡Están llenos de mosto!»  Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios:  Derramaré mi Espíritu sobre toda carne,  y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu...  Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. «Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis...A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y  para  todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.» Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: «Salvaos de esta generación perversa.» Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas”.

2.  “OS CONVIENE QUE YO ME VAYA... CUANDO VENGA EL ESPÍRITU SANTO, ÉL OS LLEVARÁ A LA VERDAD COMPLETA” 

La Iglesia es proyecto de la Santísima Trinidad; proyecto del Padre que nos soñó y creó para una  vida eterna de Amor y Felicidad Trinitaria por el envío de Cristo histórico y encarnado, Cristo muerto y resucitado, enviando desde el gozo y la gloria del Padre, “sentado a la derecha... cordero de Dios degollado ante el trono de Dios”, descendiendo hecho Fuego y Llama de Amor viva, Amor de  Espíritu  Santo, Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en que se abrazan y besan, y en el que, desde Pentecostés, quieren sumergirnos a todos los bautizados hechos hijos en el Hijo, por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

  La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, en Pentecostés eterno y permanente, es y será siempre:

  A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…” 

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:: “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

  Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, en el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el que nos han querido sumergir y bautizar y llenar, Espíritu Santo, esta memoria, siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la Iglesia y en el mundo se convierte en

B) «MEMORIAL DE LA IGLESIA», que la constituye y hace presente, a la vez que con su fuerza creadora hace presente, especialmente en los sacramentos, todos por obra del Espíritu Santo, los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opus Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía, y en el ser y existir de la Iglesia.

C) Este memorial hace presente la EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE de la vida nueva y apostólica, conseguida por la muerte y resurrección de Cristo y comunicada por el fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

D) Y esa EXPERIENCIA DE DIOS es “VERDAD COMPLETA” del misterio completo y total de Cristo, a saber, de Cristo no solo conocido en la mente, sino hallado y experimentado y amado en el corazón de la Iglesia y sus bautizados con la experiencia de lo que cree, vive, predica y celebra.

E) La experiencia de Dios se convierte en FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

  Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

  La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

  Qué texto más impresionante. Perdonadme que lo repita. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y cúlmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad maravillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

  Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

  Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

  En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vio triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre. Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

3. LOS APÓSTOLES FUERON TRANSFORMADOS EN PENTECOSTÉS EN LLAMAS ARDIENTES DEL AMOR APOSTÓLICO POR LA EXPERIENCIA DEL ESPÍRITU SANTO, PROMETIDO POR CRISTO

  Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿Por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

  Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

  Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación: Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

  Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

  Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

  Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta Apostólicade Juan Pablo II  Novo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.

  Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.

  En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

  Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

  «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[12]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[13].

  Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[14].

  Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

  Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:

«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[15].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[16].

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

  Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en». De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, abrazo y beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

«El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. 

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.

Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor»[17].

4. EL MISMO ESPÍRITU SANTO DE PENTECOSTÉS VINO TAMBIÉN SOBRE PABLO Y TODOS LOS VERDADEROS APÓSTOLES QUE HAN EXISTIDO Y EXISTIRÁN 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

  Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas. La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

TERCERA PARTE

«EL CRISTIANO DEL SIGLO FUTURO SERÁ UN MÍSTICO O NO SERÁ CRISTIANO».

EXIGENCIAS DE EXPERIENCIA DE DIOS  EN LA IGLESIA ACTUAL

  K, Rahner lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida, que cito repetidamente en este libro: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

  Y añado otro testimonio claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística»[18].

1. ¡VEN, ESPÍRITU SANTO, TE NECESITAMOS!

  ¡Te necesita tu iglesia para ser y existir auténtica, y para vencer los desencantos y decepciones de una fe puramente conceptual y profesional.

  Necesitamos la Experiencia de Dios, necesitamos la experiencia espiritual, del Espíritu Santo, de la oración mística con María la madre de Jesús, para que llegue un nuevo Pentecostés a la Iglesia actual, para superar tantos miedos y cerrojos, tanto desencanto de la fe por parte de muchos cristianos y algunos sacerdotes y consagrados, faltos de ilusión por el Cristo más hermoso y bello del mundo, el Hijo Divino, la Hermosura reflejada “revelada” por el Padre más Bella de cuanto existe. Pero hay que tocarlo, como la hemorroisa, como la Magdalena, como la cananea, como Juan y Pablo, como tantas y tantos <notarios> y místicos y testigos que han existido y existirán. Así es como se cura esta enfermedad, esta ausencia: «Sácame de aquesta vida, mi Dios y dame la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es tan entero, que muerto porque no muero».

  Es que sin Pentecostés, sin el Espíritu de Cristo, sin Evangelio experimentado, sin Cristo vivido, no podemos hacer las acciones de Cristo con su mismo amor y sentimientos; eso sólo se puede hacer identificados por unión de amor con Él,  desde la fe vivida, sentida, experimentada en el mismo ser y existir sacerdotal de Cristo, desde haber recibido y vivido la palabra o el evangelio o los hechos de Cristo con y por su mismo Espíritu, que eso les pasó a los Apóstoles en Pentecostés; habían visto a Cristo resucitado, incluso celebrado la comida eucarística con Él, pero siguieron con las puertas cerradas y los cerrojos echados. Cuando recibieron el Espíritu Santo, como el Señor se lo había recomendado repetidas veces, aunque ellos no lo comprendían, y precisamente “en oración con María la madre de Jesús”, sólo entonces comprendieron y recibieron plena y totalmente, “la verdad completa”, eso es, al mismo Cristo, pero como Verdad sentida, identificada, Verdad que no se queda sólo en la mente sino que llegó al corazón y los quemó, porque era Amor Personal de Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en que fueron sumergidos; lee a Juan, a Pablo, Pedro...;no era sólo Cristo puro concepto, idea, teología, palabra, o liturgias o gestos externos, sino  el mismo Cristo hecho fuego y llama de amor viva de su Espíritu, y entonces no pudieron contenerse, y abrieron las puertas y cerrojos y predicaron como testigos, como lo hizo Pedro en aquel momento en que había llegado por la experiencia a la “verdad completa”, Verdad de Cristo y Fuego de Espíritu Santo,  y todos dieron la vida por Él, sin huir y sin miedos, como no lo hicieron antes de Pentecostés.

  Por eso siempre deben estar unidas estas realidades: Cristo Resucitado, Espíritu Santo, Pentecostés, oración con María la madre de Jesús y recibir  lenguas de fuego que queman el corazón y la palabra y los gestos de los Apóstoles y de los cristianos de todos los tiempos.

  Y esta falta de vivencia, de experiencia de oración no meramente meditativa, sino contemplativa, de unión transformativa en Dios, se nota en la vida de la Iglesia, en la vida de sacerdotes o bautizados, porque es grande la diferencia en la forma de hablar o celebrar o vivir o actuar de un testigo, a la de un profesor o profesional de lo sagrado. No es que esta carencia haga inútiles nuestras oraciones, acciones, apostolados, predicaciones, no,  lo que ocurre es que no se hacen plenamente «in persona Christi”, no tienen toda la eficacia de quien nos dijo: “sin mí no podéis hacer nada”, no podemos hacerlo como Pedro, después de la vivencia de Cristo, pero hecho llama de amor viva en su corazón; entonces comprendió a Cristo entero y completo..

  Yo creo, me parece a mí, que hablamos mucho y celebramos mucho y muy bien externamente, pero nos falta experiencia de lo que predicamos, de la Eucaristía que celebramos; así que todo se queda en el Evangeliario o en el altar; nos quedamos fuera, en la puerta, en el exterior, sin entrar en el interior y el corazón de los ritos y palabras y misterios que celebramos, no sentimos el gozo de Cristo que nos salva, ni su agonía a veces, ni el perfume ni el aroma de María que está junto a su hijo en la cruz, no sentimos su aliento jadeante y luego su gozo de Cristo glorioso y resucitado, de Cristo vivo, vivo, no muerto; es que muchos no se han enterado, porque no lo sienten, que Cristo está vivo, vivo y resucitado en el pan consagrado, y así nos quedamos sin entrar y abrazarnos con el Cristo resucitado que se nos aparece en cada Eucaristía, no llegamos a la “verdad completa”, esto es, a sentir por su Espíritu a Cristo que, por medio de nuestra humanidad prestada, celebra y predica y hace presente «como memorial» toda su vida y misterio total y completo, para nuestro entendimiento, comprensión y vivencia.

  Nos falta humildad en la Iglesia de hoy, en obispos y sacerdotes, para reconocerlo, para reconocer que nos buscamos más a nosotros mismos que a Dios, incluso en sus obras, y por eso nos encontramos solos en los misterios, sin Cristo, sin su presencia y amor. Llevo siglos sin oír hablar de esta virtud, de la virtud de la humildad y eso que Jesús dijo “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, no dijo aprended de mí a hacer milagros. . Yo creo que la mayor parte de los cristianos no saben ni en qué consiste. Y la necesitamos tanto si nos consideramos simples criaturas, si le queremos dejar a Dios que sea Dios: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando  por uno de tantos... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2,6ss).

  Y al amarnos y buscarnos más a nosotros mismo que a Dios, nos falta su amor y vivencia, y nos falta convencimiento, certeza de lo que predicamos o hacemos, nos falta enamoramiento, éxtasis-salir de nosotros mismos hasta sumergirnos en Él-, nos falta gozo,  amor sin límites, nos falta el corazón y espiritualidad, vida en y según y con el Espíritu de Cristo, tanto personalmente en nuestras vidas como en nuestras acciones. Sí, creemos; creemos en Cristo Eucaristía, creemos en nuestro sacerdocio, creemos y amamos a nuestra Madre Sacerdotal, María, pero nos falta la experiencia y el gozo de lo que creemos, la vivencia de nuestro sacerdocio, de nuestra identificación con Cristo, el gozo de ser sacerdote; o el gozo de tener una Madre Sacerdotal, la Hermosa Nazarena, Virgen Bella, María. Te lo explico.

2.  NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA IGLESIA ACTUAL

  La exposición de este tema, sobre la experiencia mística de Dios, está motivada también, porque ésta es la razón primera y última de nuestra existencia humana; todos hemos sido creados para esta unión y transformación de amor plena en Dios Trino y Uno. Si existo es que Dios me ama y me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo en su misma esencia trinitaria. Si existo es que Dios me ama y quiere que yo le ame y me una a Él eternamente en su misma felicidad.

  Quisiera ahora desarrollar este tema de la urgencia o necesidad de la experiencia de Dios en el  hombre y en la Iglesia actual desde los diversos campos que ofrece y nosotros vivimos en el mundo presente.

2. 1 NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE LA EXISTENCIA Y SENTIDO DE LA VIDA HUMANA 

  Ésta es la razón de mi ser y existir como hombre. No tienes que buscar razones de la existencia de Dios: existes, luego eres amado, dirá otro autor. Si el hombre pierde esta búsqueda del Dios que le ama y le da la existencia, no se encuentra a sí mismo. Si existo, es que soy amado por Dios. He sido creado por su amor para la amistad eterna con Él. Y ésta es la causa del vacío existencial actual de la humanidad, porque el hombre se ha quedado sin Dios, sin amor, porque el hombre quiere llenarse de todo, y quiere llenar sus casas, a sus hijos de todo, y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta Amor, nos falta el Todo, que es Dios.

Y nosotros no podemos saciarnos con migajas de criaturas, estamos hechos para la hartura de la divinidad, que es amor infinito y, porque es amor infinito, es la felicidad infinita: “Dios es amor… en esto consiste el Amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1 Jn 3, 8-10).

  Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser y amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es y subsiste, piensa desde toda la eternidad en crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él y por Él y como Él.

  El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su ser Amor en sí mismo, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen esencialmente igual a sí mismo que es Hijo de su contemplación de su ser infinito Amor, que el Hijo recibe del Padre, haciéndole Padre al aceptar esencialmente ser Hijo en el mismo Amor dado y aceptado y retornado de nuevo al Padre, que es Espíritu Santo, infinito y eterno como el Padre y el Hijo.

  Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo.

  Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo acto infinito de Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo.

  El Padre, por su fuego de amor divino --Espíritu Santo--, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, por la misma potencia infinita de su Amor, que es el mismo Santo Espíritu, que sin el Hijo no sería Padre, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz —Espíritu Santo— el Padre y el Hijo por el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas en una misma vida, en un mismo Amor esencial infinito, con que el Padre se dice totalmente en su Palabra, en su Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor al Padre.

  Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo (Jn 13, 3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor, como dice San Juan de la Cruz. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17,5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13).

  Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, criaturas pascuales, pasados del mundo al Padre en la última y definitiva Alianza en el Hijo, Jesús de Nazaret, que ya está totalmente Verbalizado en el cielo, a la derecha del Padre, totalmente hijo en el Hijo, igual al Padre por la potencia del Espíritu Santo.

  Y Dios, que es Amor, quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita hermosura trinitaria y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de Ser y Felicidad y Amor.

  Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oración- conversión –transfiguración-- unión transformante. El Padre, lleno de amor, ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana.

   El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que por la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra”

 (Ef 1,3.10).

  Dice K. Rahner: «Desde ahí podríamos comprender qué especie de pasión secreta vive en los verdaderos hombres del espíritu y en los santos. Ellos quieren hacer esta experiencia. Se les ha dado saborear el espíritu. Mientras que la mayoría de los hombres consideran estas experiencias como desagradables, interrupciones no del todo evitables de la verdadera vida normal, en la que el espíritu es tan sólo el condimento y el adorno de otra vida, pero no lo sustantivo y buscado por sí mismo, los hombres de espíritu y los santos han gustado el espíritu puro.

En cierta manera, ellos beben el espíritu sin mezcla, y no sólo gozan de él como de un condimento de la existencia terrena. De ahí su extraña vida, su pobreza, su anhelo de humildad, su anhelo de morir, su estar dispuestos a padecer, su secreto anhelo de martirio. Saben que el hombre, en cuanto espíritu  --en la existencia real y no sólo en la especulación—, debe vivir en realidad en el límite entre Dios y el mundo, entre el tiempo y la eternidad; y tratan de cerciorarse continuamente de que ellos lo hacen realmente, de que el espíritu no es en ellos sólo un medio del estilo humano de vivir”[19].

  Esta misma realidad del deseo de Dios,  pero desde el mismo ser natural del hombre, que es espíritu finito, lo expresaba muy bien un teólogo español, Juan Alfaro: «El hombre lleva impresa en lo más profundo de sí mismo una radical antinomia: es espíritu finito… Porque es espíritu, el hombre está abierto hacia el horizonte ilimitado del ser; es capaz de trascender todo lo finito y de trascenderse a sí mismo, porque se siente internamente atraído hacia un más allá sin frontera.

  En su actividad libre el hombre no puede sustraerse a la atracción de un valor absoluto; el horizonte de lo absoluto se le impone a priori. Tampoco puede sustraerse a la aspiración innata a la propia plenitud; esta orientación radical de la voluntad humana es también apriórica.      

  El entendimiento humano no puede alcanzar su plena quietud (encontrando la solución definitiva al problema radical del ser, problema que él mismo descubre) sino en la intuición del infinito, del ser fontal en sí mismo; mientras no llega a esta intuición, se encuentra en la necesidad interna de buscar indefinidamente una respuesta ulterior a su deseo espontáneo e incoercible de conocer.

  La aspiración fundamental de la voluntad humana hacia un valor real absoluto no puede saciarse plenamente sino en la posesión inmediata del bien infinito. La apertura hacia el infinito en sí mismo, como término absolutamente último y absolutamente posible, constituye la orientación más profunda del hombre; en ella se revela el hombre como «capax Dei, imago Dei»… Porque es espíritu finito, no puede el hombre llegar por sí mismo al infinito; Dios trasciende la capacidad dinámica de la criatura intelectual.

  Esta es la gran paradoja del hombre; es finito en su estructura óntica y está orientado hacia el infinito, como término absoluto de su interna finalidad; es limitado en la potencia activa de su dinamismo e ilimitado en la aspiración íntima, que regula ese mismo dinamismo; no puede saciarse plenamente sino en el infinito y no puede por sí mismo llegar al infinito; solamente puede tener conciencia de sí mismo bajo la atracción interna de un absoluto, que no puede alcanzar; no puede autoposeerse en el ejercicio de su libertad sino tendiendo a un trascendente, que está más allá»[20].

  San Agustín describe, en lenta ascensión, cómo se va sintiendo cada vez más dominado por este descubrimiento. El autor empieza por entrar estremecido en las honduras de su espíritu, «en las vastas salas de la memoria, donde están los tesoros de imágenes sin número que los sentidos han traído de todas las cosas posibles»: todo lo que pertenece al mundo, sea material o espiritual, tiene allí su lugar.

Pero el espíritu sabe también de Dios, y así parece también que Dios tenga su sitio en el espíritu; San Agustín reúne las razones para que la «vida bienaventurada» en Dios esté identificada con el más hondo «recuerdo», y la verdad de la vida humana sea inseparable de la verdad absoluta. Sin embargo, el espíritu no considera la verdad eterna como su propia luz: «Tú estás elevado por encima de toda mutación. Nunca Te pude encontrar, para conocerte, sino en Ti, por encima de mí... Oh Verdad, estás presente en todo y para todos los que te piden consejo, y contestas a la vez todas las diversas preguntas. Contestas claramente, pero no todos pueden oír claramente. Todos Te preguntan para oír el consejo que quieren oír, pero no siempre oyen lo que quieren. Tu mejor servidor es el que no pretende tanto oír lo que quiere cuanto querer lo que oye de Ti »[21].

«Con esto se inicia el tema que ya no se interrumpirá. La luz del espíritu humano es una luz que escucha, una luz en diálogo: “No era éste la luz, sino para atestiguar de la luz” (1Jn 1,8).

  «El hombre vive su espiritualidad en su incontenible aspiración al infinito; vive su propia finitud en la ausencia de ese mismo infinito, que no puede ni alcanzar ni dejar de esperar; la más íntima vivencia humana es simultáneamente anhelo-ausencia del infinito.

La existencia del hombre encierra una tensión dramática entre una aspiración ilimitada (expresión de su espiritualidad) y una impotencia de realizarla (expresión de su finitud creatural); esta tensión viviente corresponde a la antinomia óntica radical del hombre, como espíritu finito.

  Esta su radical antinomia constituye precisamente la apertura del hombre a la gracia. Porque es espíritu, el hombre es capaz del infinito en sí mismo y solamente puede alcanzar su perfección absolutamente última en la visión de Dios; la intuición del infinito corresponde a su más íntima aspiración. Así se manifiesta la inmanencia de lo sobrenatural.

  Aquí se revelan simultáneamente la grandeza y la impotencia del hombre: su grandeza, porque el hombre solamente puede alcanzar la plenitud de su ser en la unión inmediata con el infinito; su impotencia, porque solamente puede llegar a su propia plenitud, como gracia. La plenitud del hombre no puede consistir sino en su unión inmediata con un infinito personal. El hombre no puede llegar a su perfección absolutamente última, sino en una unión inmediata con Dios como de persona a persona, es decir, en la relación “yo-tú”. Éste es el primer aspecto de la relación entre persona y gracia».[22]

  En este aspecto es muy interesante el estudio de R. Guardini sobre la estructura personal del acto de fe: «Este encuentro no es una pura esperanza; por  la fe entra ya actualmente el hombre en comunión personal con Dios en la vivencia de una relación de persona a persona con Él; la experiencia fundamental de la fe es una misteriosa presencia y cercanía de Dios, que internamente atrae hacia la unión inmediata con Él. La fe incluye una adhesión  intelectual a un mensaje: pero incluye sobre todo una relación viviente del  hombre a Dios, como de persona a persona»[23].

  La donación personal de Dios al hombre se consuma en la gloria, cuando Dios le manifiesta cara a cara el secreto íntimo de su ser personal. Imaginarse la visión de Dios como si fuera solamente la contemplación de un objeto infinito o la intuición de una esencia ilimitada, sería despojarla de su más auténtico significado.

  La visión es ante todo el encuentro personal inmediato con el Dios vivo por amor: en ella coinciden la autorrevelación plena de Dios, la revelación plena de su personalidad y su plena donación personal al hombre. Dios abre al hombre el «Sancta Sanctorum» de su vida personal y le introduce en el proceso viviente del misterio trinitario, que está constituido por las relaciones personales y subsistentes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es una revelación, que es simultáneamente participación vital en la vida personal divina.     

  La plenitud definitiva de la persona creada se realiza en la participación en el misterio de la personalidad divina mediante una relación personal inmediata a las divinas personas en el proceso vital de sus mutuas relaciones subsistentes. Las facultades espirituales humanas alcanzan una quietud absoluta y viviente en su contacto inmediato con el infinito.

  La visión de Dios, plenitud de la gracia, comporta como su efecto propio una plenitud divinizante y supercreatural de la persona como persona, es decir, como autoposesión-autodonación. Es preciso admitir que la consumación de la gracia tiene lugar de parte de Dios y de parte del hombre en la línea de lo personal; incluye una plena donación personal de Dios y una plena autoposesión-autodonación del hombre, que es la elevación suprema posible de su personalidad.[24]

2. 2. NECESIDAD Y URGENCIA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS  DESDE LA INCREENCIA DEL MUNDO ACTUAL

  Si es verdad, como dijo K. Rahner, que «el cristiano del siglo futuro será un místico o no será», la urgencia de educar en la oración y de orar concretamente con experiencia normal del creyente que escucha la Revelación de Dios y dialoga con Él, se sitúa entre las tareas más importantes del futuro de la Iglesia.

  Hace ya tiempo que el final del cristianismo convencional está urgiendo un cristianismo convencido. Crecer en la identidad de la vida cristiana conlleva un contacto cotidiano con el Dios vivo, prolongar y profundizar en la oración las riquezas de la gracias del bautismo y de la confirmación y el flujo vital de la Eucaristía para permanecer en Cristo, vivir y encarnar el evangelio, dejarse habitar y guiar por el espíritu.

  Pablo VI dijo con palabras certeras que «la Iglesia es una comunidad de orantes y su tarea principal es la de enseñar a orar».

Y un gran liturgo: «Ha nacido una convicción profunda: hay que orar, para ser cristiano. Una convicción que en algunas páginas se convierte en un doble reto. Uno dirigido a los teólogos, para que traten y pongan en el lugar que les corresponde en la teología dogmática a la oración cristiana. El otro, dirigido a los pastoralistas, para que pongan de relieve en esta teología práctica la importancia que tiene la plegaría cristiana y den relieve a la iniciación y al acompañamiento de los cristianos en los caminos de la comunión con Dios»[25]

 Juan Pablo II, en laNovoMillennio Ineunte ha desarrollado este tema de una forma clara, profunda y completa. Las circunstancias actuales del mundo y de la Iglesia están gritando como los discípulos al Señor: “Queremos ver a Jesús...Enséñanos a orar”.

Por eso, para nosotros, no hay duda alguna de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la  condición humana que es la experiencia de Dios.

  El fenómeno de la increencia, en sus manifestaciones diversas de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para qué vivo, por qué vivo…o por parte de muchos bautizados, alejados o no de la Iglesia,  como desencanto o desilusión o decepción de la fe puramente creída,  ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios.

  «El sueco Wilfrid Stinissen considera este vacío interior como una «neurosis fundamental» del hombre actual, que tiene su origen en la falta de comunicación con Dios. Según Stinissen, se trata de «una neurosis profunda, que resulta de la pérdida de contacto, por parte del hombre, con el nivel trascendente de su ser y que se precipita en un abismo de absurdo y soledad». A este nivel, la psicología no tiene ningún poder.

  Ninguna escuela psicológica puede curar esa neurosis originada por el hecho de que la persona se encuentra fuera de su ser auténtico. Por ello, son cada vez más los que comienzan a sospechar que, sofocada o reprimida la vida interior, el hombre contemporáneo podrá lograr que su existencia sea más agradable en un aspecto u otro, pero su problema más hondo quedará sin resolver»[26].

  Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral que nos impida acercar a Cristo y su experiencia salvadora a este hombre moderno.

  «En el curso de la historia social, el ateísmo se ha aproximado de manera especial al nuevo tipo del hombre técnico. Se está formando la opinión de que todo puede «hacerse»; por todas partes las cosas «marchan sin Dios»; más aún, se dice que el verdadero autodesarrollo del hombre y sus conquistas más elevadas sólo se harán realidad una vez que se haya eliminado el obstáculo de las vinculaciones y ataduras transcendentes.

Esto coloca, sin duda alguna, al cristianismo ante una difícil prueba; pero, a la vez, produce un esclarecimiento de la posición religiosa en su conjunto.

Una vez desaparecidos todos los obstáculos externos derivados de autoridades e instituciones condicionadas por el cristianismo, y una vez que ciertos sistemas políticos gigantescos se han hecho dueños de todo el poder, han apartado de sí toda responsabilidad frente a una instancia superior y se disponen a configurar la existencia entera desde un punto de vista puramente mundano; se verá así que el hombre puede existir realmente sin Dios. Este es el experimento más terrible que jamás se ha emprendido.

Las víctimas que han costado hasta ahora y la brutalidad y las infamias con que ha atentado contra el ser humano, representan algo negativo, que no se compensa con ningún progreso científico-técnico y social. Además de esto, la psicología ha demostrado que todo impulso psicológico auténtico, que no encuentra satisfacción, hace enfermar.

De esta manera se verá qué resultados tendrá al final la destrucción del más hondo impulso de la humanidad, y no olvidemos que el experimento no ha pasado de sus comienzos»[27].

  Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin algunas apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios por la palabra de los verdaderos testigos, pasando de una fe heredada a una fe personal, a ser creyentes de cuerpo entero, convencidos por experiencia personal de lo que creemos, predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás.

  Para esto es necesaria la experiencia de Dios en el sacerdote moderno, éste es su reto, y que a veces no se tiene, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, porque el ambiente era fundamentalmente cristiano, y también porque ahora no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

  Este ambiente nos obliga a ser creyentes enteros, apoyados solamente en Cristo, algo imprescindible en todas las épocas, pero más en esta sociedad actual de laicismo ateo. Sin esta vivencia de Dios, sin esta experiencia mística, la acción pastoral no llega a crear comunión mística con el Hijo de Dios encarnado en Jesús.

Sin experiencia, se predica una doctrina sobre Cristo, se transmiten ideas y conceptos de un sistema, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con Él. De esta forma la presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas y explicadas, que realmente vividas.

Falta en no pocos cristianos, también sacerdotes, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como persona, amistad y trato personal con alguien a quien no se ve con los ojos de la carne ni se puede comprender desde la sola razón, pero que la fe, si se le busca con más hondura, no se cansa de descubrir, adentrándose en un nuevo modo de conocer y amar a una persona divina,  que existe y que está en el centro del propio vivir y en la que uno encuentra el sentido del propio vivir, del hombre y del mundo.

  En nuestra teología y en nuestras predicaciones hay verdades, pero falta el encuentro con las personas de esas verdades; en nuestra liturgia hay ritos y ceremonias hermosas, pero falta a veces el encuentro con las personas divinas que realizan y están presentes en las acciones mistéricas, no llegamos a veces al encuentro con el Cristo que se ofrece, se inmola y nos dice en cada acción litúrgica:, “acordaos de mí”,  pero no le encontramos presente, no hay memorial de encuentro personal y actual con el Cristo  que celebra sus misterios; y por tanto, no nos acordamos de Él.      Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo  y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, internet, películas y muchos libros y novelas… laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los «mass media», en los cenáculos académicos, en las tertulias de la tarde en las teles, en las reuniones de pseudofilósofos.      

  Y para terminar esta línea sobre la opacidad de Dios  en el mundo actual, escribe Lucién Marie, citando a Leon Bloy.  «Es notable que, en una época en la que la información y la técnica se han convertido en la hechicera del mundo, no se encuentre un individuo que dé a los hombres noticia de su Creador. Éste está ausente de las ciudades, del campo... está ausente de las leyes, de la ciencia, de las artes, de la política, de la educación, de las costumbres. Está ausente incluso de la vida religiosa en el sentido de que los que todavía quieren ser sus amigos más íntimos, parece no tener ningún deseo de su presencia»[28].

  Martín Buber describe así el mundo actual: «oscurecimiento de la luz del cielo, eclipse de Dios, eso es, de hecho, lo característico de la hora del mundo en que vivimos»[29].  Este mundo secularizado, con políticas que solo buscan el «bienestar material» y hacia el cual dirigen la cultura, la educación y las leyes que hacen y construyen al hombre, ha dado y seguirá dando este hombre vacío, sin sentido y sin capacidad de introspección y de silencio interior para descubrir su tesoro, un hombre sin Dios, sin sentimientos, sin alma, sin vivencias de nada, necesitado, por tanto, de la experiencia fundante del Absoluto, a quien busca con loco frenesí sin  saberlo, porque las migajas de criaturas no pueden saciar el hambre de Absoluto que tiene todo hombre metido en sus entrañas, humano y divino... un hombre de la «muerte y silencio de Dios», en la oscuridad del ser y existir, en un mundo que a nivel global está metido en la noche del hombre y de la vida, solo le puede salvar la experiencia de ese Ser Infinito que ha metido dentro del hombre este hambre, que sólo puede ser saciada por la hartura de la Divinidad y que lo explica y lo integra todo en el Único existente fundante.

  Estamos dotados de la presencia de Dios, pero no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla. “Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón” (Rm 10, 8); “Dios no está lejos de cada uno de nosotros” (Hch 17, 27). Pero con frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre ha disipado su sustancia (Lc 15, 13), vive fuera de sí, separado de su raíz, es decir, de sí mismo, volcado sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres.

El encuentro con Dios, «del a1ma, en el más profundo centro», supone una existencia que camina hacia ese centro, supone, pues, una persona que vive su vida como propia, que no se reduce a identificarse con las modas vigentes o con las decisiones que otros toman por ella.

Dice a este respecto Martín Velasco: «Dios no aparece a una mirada cualquiera. No aparece, por ejemplo, a la mirada dispersa del hombre distraído, a la persona perdida en el divertimiento, disipada en el olvido sistemático de sí misma. El encuentro con Dios «del alma en el más profundo centro», supone un existencia que camina hacia ese centro, que supera la identificación de sí misma con las funciones que ejerce, las posesiones que acumula y la acciones que realiza… Dios no aparece tampoco a una mirada anónima como la que caracteriza al hombre masificado… Tampoco a una mirada superficial… sin llegar al por qué radical del asombro… San Juan de la Cruz ha insistido en que para llegar a la contemplación, a la unión en Dios, el hombre debe abandonar el espíritu de posesión y adoptar el espíritu de pobreza y desasimiento»[30].

Teilhard de Chardin resumía su propio proceso en una página admirable:

 «Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que ilumina superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida… ¿Qué ciencia podrá nunca revelar al hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de voluntad y de amor de que está hecha la vida? Sin duda no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno a nosotros el que ha desencadenado esta corriente... El hombre, dice la Escritura, no puede añadir una sola pulgada a su talla. Y todavía menos puede aumentar en una sola unidad el ritmo fundamental que regula la maduración de su espíritu y de su corazón»[31].

2.  3. NECESIDAD Y URGENCIA DE EXPERIENCIA DE DIOS DESDE EL MISMO SER Y EXISTIR ECLESIAL Y SACERDOTAL: EXPERIENCIA DE LO QUE SOMOS, PREDICAMOS Y CELEBRAMOS

  La exposición de este tema también está motivada por la urgencia y necesidad del mismo, dado el ambiente de ateísmo práctico, que inunda la vida, y el peligro de desánimo en los sacerdotes, que nos obliga a tener experiencia de lo que somos, vivimos, predicamos y celebramos, como ha dicho abiertamente el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI.: «Como aquellos peregrinos de hace dos mil años (queremos ver a Jesús), los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver».

  He expuesto este tema largamente en mis libros SACERDOS I y II: Tentaciones y retos del sacerdote actual[32] (Edibesa, 2ª edición, Madrid 2007), que paso a exponer brevemente.

  Estas tentaciones y los retos que plantean nos piden a todos los cristianos, especialmente a los sacerdotes, una fuerte experiencia de Dios, como fundamento de toda nuestra vida pastoral, poniendo la santidad «como la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral», y recordándonos que «hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral».

  Quiero hablar de estos retos o tentaciones o urgencias o necesidades de la iglesia y del sacerdote actual en este mundo que se ha quedado sin Dios, sin sentido de la vida, no sabe de donde viene y a dónde va, puro nihilismo existencial; un mundo que en Adán no le deja a Dios, sino que la criatura se ha querido convertir en Dios, y decir lo que es bueno y es malo, y se ha quedado desnudo, triste, vacío, expulsado del paraíso y de la amistad de hablar todas las tardes con Dios.

  Debido a la situación del mundo actual con la Iglesia y el sacerdote, surgen unas realidades que se presentan como   retos o tentaciones a la Iglesia y a los sacerdotes actuales; es que no sé cuál debiera ser la palabra más adecuada; porque depende de cómo se considere lo que el sacerdote tiene que hacer en determinadas circunstancias, cómo tiene que reaccionar y actuar, y desde dónde.

  Si hablo de realidades que están dentro de mí, como algunas de las que voy a decir, puedo considerarlas tentaciones, que debo superar. Reto parece más bien algo externo, distinto a mí; sería considerar determinados objetivos, que están fuera o dentro de mí, pero son distintos a mi «yo» y son como un desafío que se presentan en mi camino y debo superarlos, en una carrera de obstáculos y dificultades, como en una carrera deportiva de vallas. Si estas realidades se encuentran dentro del sujeto, no sólo son retos, sino tentaciones que sentimos y debemos luchar por superarlas.

No debemos pensar que algunos de estos problemas o tentaciones actuales, como las he titulado, sean debidos a que el sacerdote de hoy esté mejor o peor formado que el de ayer, ni tampoco que sea menos virtuoso o menos luchador.

Lo que quiere expresar el título es que el sacerdote de hoy vive en un momento histórico, en el que cuesta vivir o se viven con mayor dificultad algunas partes tanto de su ser, como de su existir y actuar sacerdotal, por motivos ambientales y sociales del momento, que interpelan, incluso rechazan, la misma realidad sacerdotal, así como comportamientos morales antes valorados, incluso verdades y doctrinas del Evangelio, en otros tiempos admitidos sin discusión; son estas circunstancias constituidas por el relativismo absoluto, el secularismo dominante, el laicismo ateo, el rechazo de todo mandamiento u obligación moral, la pérdida de la castidad cristiana como virtud, el erotismo circundante, relaciones prematrimoniales, separaciones, divorcios expréss, abortos, eutanasia, uniones homosexuales, violencia del género, que es sencillamente un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: crímenes de esposos que matan a sus esposas, a veces con sus hijos y viceversa. ¡Vamos, ni los animales! En muchas cosas estamos ya por debajo de los animales.

Todo esto induce al sacerdote a pensar que vive en un mundo extraño; a no encontrar su sitio en el mundo, en la Iglesia y en sí mismo, originándole desazón interna, inseguridades interiores y exteriores y decepción respecto a lo que es y a lo que hace y  tiene que predicar; en definitiva, que este no es el mundo que conoció en su niñez y juventud, al cual fue enviado y para el cual quiso ser sacerdote. Se siente extranjero en su propio país.

Está claro, pues, que el mundo actual nos presenta unos retos. Es esencial captarlos para poder hacer labor pastoral eficaz, sin equivocarnos. No basta trabajar, tratar al enfermo, hay que hacerlo acertadamente. Porque si no lo hacemos así, puede ocurrir que estemos tratando al enfermo, a nuestra parroquia enferma, a nuestro mundo enfermo, pero lo estemos haciendo mal, porque le estamos curando el mal de ojos, por ejemplo, y lo que tiene es cáncer de pulmón, que le está agotando y no le deja respirar o el corazón está infartado y débil.

Así que nuestro trabajo pastoral muchas veces, amén de agotador, resulta ineficaz: primero, por el ambiente que nos rodea y lo invade y lo domina todo; y segundo, porque estamos tratando al enfermo de un mal, que no es el verdadero y fundamental, sino tal vez efecto externo de un mal más profundo, que es el verdadero causante de la enfermedad. Y entonces, al no ver mejoría en el enfermo, quiero decir, no ver vida y hechos cristianos, ver que no cambia y no da testimonio con criterios y hechos evangélicos, nos desilusionamos y nos descorazonamos y viene el cansancio espiritual y pastoral, la rutina y la parálisis y la muerte pastoral de la parroquia.

Ante estas tentaciones y crisis, hay sacerdotes que se secularizan mental o espiritualmente, incluso realmente; otros ceden y abandonan la tarea encomendada por el sacramento del Orden sacerdotal, sustituyéndolas por otras más cercanas a una ONG que al carisma específico recibido; algunos las arrastran durante su vida, con pérdida de fuerza apostólica, verdaderamente eficaz y santificadora; otros viven un sacerdocio profesional de acciones de Cristo, pero sin el espíritu de Cristo; y la mayoría trata de superarlas con la mirada puesta en el Señor, haciendo lo que pueden, y lo que no pueden, tratan de comprarlo hecho, mediante la oración confiada y humilde y la paciencia, otro nombre de la esperanza típicamente cristiana, trabajando y esperando siempre en el Señor; pero verdaderamente en el Señor, no como otras veces, que decíamos esto, pero en el fondo confiábamos en lo nuestro y si esto no era como lo teníamos programado, perdíamos toda esperanza en el apostolado.

Ante esta crisis de ateísmo y secularismo circundante, la mirada principal se dirige espontáneamente a los Seminarios, donde tienen que formarse los futuros sacerdotes. Por falta de orientación y espiritualidad seria y verdadera a veces, en la que no fueron formados, entre otras causas, por carecer de formadores apropiados o de obispos que se preocupen como deben de lo más importante de la diócesis que es su Seminario, corremos el riesgo, en los tiempos en que estamos y próximos que vienen, de que venga una nueva oleada de secularizaciones en sacerdotes, especialmente jóvenes, porque no fueron formados en la vida según el Espíritu, en la oración y la vida de experiencia de Cristo para estos tiempos tan duros y difíciles de ateísmo, del «silencio y de la muerte de Dios».

Tiempos difíciles también para la vivencia del celibato sacerdotal, porque ni se cree en Dios ni en el sacerdocio ni en la posibilidad de un amor total y exclusivo a Dios, esponsal, parte positiva del amor célibe, que como parte negativa, es una tensión permanente hacia el amor perfecto y gratuito, como el de Cristo sacerdote, que no exigió jamás en su trato con la mujer, amor de esposa, esto es, recompensa de carne o cuerpo o materia. Muchas veces no se tiene la debida preocupación por la personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral de los formadores. Y las consecuencias podemos sufrirlas, porque el evangelio sigue siendo verdad eterna: “Sin mí no podéis hacer nada”.

Resulta paradójico que siendo habitual esta situación en el sacerdote moderno, sin embargo no hablemos casi nunca de ellas en nuestras reuniones pastorales y nos limitemos a programar acciones y más acciones externas sin entrar dentro del corazón de las mismas, del espíritu y motor apostólico, que es el amor total y exclusivo a Cristo, y del camino para conseguirlo, que es la oración permanente que nos lleve al amor permanente por la conversión permanente, toda la vida, hasta el encuentro definitivo. Así que seguimos igual y no avanzamos o avanzamos poco. ¡Pero cuántas y cuántas reuniones donde lo único que nos preocupa y de lo que hablamos es de acciones pastorales y jamás del espíritu de esas acciones, que es el Espíritu de Cristo! Y sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo, aunque estén programadas por nuestro Obispo o por el Papa.

Finalmente hay otra razón más poderosa y difícil que nos impide ver esta situación: y es que cada uno pensamos de las realidades apostólicas según el concepto de Iglesia que tenemos y queremos llevar a efecto en nuestra parroquia y en nuestra vida; pero cada uno tiene el concepto de Iglesia, según el concepto de Cristo y Evangelio que tiene; y como la teología ya la hemos olvidado, resulta que cada uno tiene el concepto de Jesucristo y su Evangelio según su vivencia personal; total que ya puede ser uno cardenal, obispo o simple párroco, cada uno termina teniendo el concepto de apostolado según su vivencia de Cristo y Evangelio y como esto es según su oración y santidad personal, total, que cada uno hace la pastoral que vive en Cristo y si no vive, pues hay acciones pero no de Cristo, porque nos falta su Espíritu, su Amor, que es Espíritu de Dios; no hay verdadera «encarnación» de su evangelio en nuestra vida pastoral, porque nos falta la potencia de su Espíritu, el Espíritu Santo, que obró su Encarnación en el seno de María. Y a veces vivimos y pensamos poco y oramos menos, por eso al enfermo, a la Iglesia, al mundo, cada uno lo ve desde su punto de vista, quiero decir, desde su vivencia personal de Cristo. Así que programas no faltan, pero...

Por eso, el sacerdote actual necesita experiencia de lo que predica y celebra, y esto sólo es posible por la oración personal, como repetiré hasta la saciedad. Necesitamos vivencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, necesitamos comulgar con su misma vida, con sus mismos sentimientos; necesitamos ver a Cristo para tener la luz del camino, de la verdad y de la vida cristiana. Y la vivencia de esto sólo es posible mediante la oración personal, la conversión permanente a Dios, el amar y tratar de amar a Dios sobre todas las cosas, por la oración-encuentro de amor: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Pidamos al Señor Jesucristo que nos envíe su Espíritu, que visite nuestras mentes, para que acertemos a ver las tentaciones y los males de nuestra sociedad, los retos de nuestro sacerdocio y apostolado y renueve los deseos de curarlos “en Espíritu y Verdad”, esto es, en fuego de Espíritu Santo y en la Verdad del Verbo de Dios; de trabajar “según el Espíritu”, pero el Espíritu Santo, no según el espíritu en letra minúscula, que es el nuestro, y encienda nuestros corazones, pobres corazones, que, por culpa de esos trombos de nuestras arterias debilitadas e infartadas a veces de vivencia de Cristo, de Espíritu de Fuego de Dios, de fe, esperanza y amor sobrenatural, no son capaces de llevar fuego divino al corazón propio y al de nuestros feligreses; pidámosle al Señor que nos envíe todos los días su Espíritu Santo de Luz y de Fuego, en los ratos de Eucaristía y oración personal, para que nos renueve en el amor y encienda en nosotros el deseo de curarnos y curar a todos, venciendo esas tentaciones con ilusión de misacantano, de sacerdote enamorado de Cristo y su misión.

Hay que invocar en estos tiempos continuamente al Espíritu Santo: Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, necesitamos que renueves en tu Iglesia y en nosotros la experiencia de Pentecostés en unos apóstoles que, aunque habían visto a Cristo resucitado, no tenían tu fuego, tu llama de amor viva para predicarlo y dar la vida por Él; necesitamos la potencia de Amor del Espíritu Santo que nos ungió sacramentalmente y nos hizo sacerdotes de Cristo, porque Él es la memoria el memorial que hace presentes, sobre todo en la Eucaristía, los dichos y hechos salvadores de Cristo, presencializándolos, para que, haciéndolos presentes y morando siempre en nosotros, sea «in labore, requies; in aestu, temperies; in fletu, solatium»: descanso en el trabajo, aire fresco en el calor del estío y desierto mundano y pasional, consuelo en nuestras penas. Sólo Él es el verdadero médico de nuestros males y de los del mundo: «lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium; flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium...»: lava lo sucio, riega lo seco y árido, sana lo enfermo; doblega el ánimo rígido y erguido, calienta el corazón frío de amor, endereza lo que se ha desviado.

2. 4 NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS PARA SUPERAR  LA CULTURA DE LA «MUERTE DE DIOS» Y DE LA «POSMODERNIDAD»

Con la «muerte de Dios» en el modernismo y postmodernismo, con su ateísmo materialista, ideológico y existencial, por el laicismo reinante que confunde laico con laicismo ateo, el sacerdote se ha quedado sin sitio, sin rol, sin trabajo ni oficio, sin papel y necesita su experiencia personal de Dios, la relación de amistad personal con Él, porque no tiene apoyos externos, sino enemigos permanentes.

Si Dios no existe, para qué sacerdotes; para qué personas que nos hablen en su nombre y nos impongan normas de vida y mandamientos que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Por eso el sacerdote necesita experiencia personal de lo que es y predica y celebra porque el ambiente y el mundo no ayudan como antes, que todos eran mayoritariamente cristianos. Ahora no tiene apoyos. Tiene que tener conciencia de su identidad y ser testigo de lo que predica. Necesita vivencia de Dios y esto sólo es posible por la oración personal.

Esta es una de las primeras y principales causas por las que el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes ni de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie de posibles faltas o pecados.

El proceso, sin embargo, es el inverso: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, el hombre es el que dice lo que está bien o está mal, tratando de justificarse y no tener que dar cuenta a nadie de su vida; Dios no existe, porque no me interesa que existan sus órdenes y mandamientos; haga lo que haga nadie me puede señalar con el dedo acusador; a los que delinquen, no les interesa que existan la policía ni los jueces ni la cárcel.

  Así que tenemos la tentación de cambiar el evangelio, olvidar la misión por la que me impusieron las manos y olvidar mi rol sacerdotal y la tarea de ser mediador y puente entre Dios, eterno y trascendente, y los hombres. Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes para este hombre y mundo actual, convertir la Iglesia en una ONG humanitaria. Sin embargo Cristo lo dijo bien claro: “En verdad en verdad os digo: Vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros: Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 26-27); “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”.

Y de esta pérdida del poder social de la Iglesia, por estos motivos de interés material, pasamos ahora a enumerar otros motivos de contenido intelectual. Si Dios no existe, para qué sacerdotes que nos hablen en nombre de Él y nos impongan normas de comportamiento que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Por esta causa también, el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes y de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie; aunque a mí me gusta decirlo al revés: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, tratando de justificarse y no tener que dar a nadie cuenta de su vida; Dios no existe, no existe juicio e infierno, y así podemos vivir tranquilos, no sé si también morir tranquilos, porque mi experiencia en algunos casos ha sido contraria.

No creyendo, me evito complicaciones y que me señalen con el dedo; así no hay que obedecer los mandatos de Dios, ni siquiera cumplir con lo que llamábamos ley natural; ahora cada uno hace lo que le apetece y la sociedad se lo autoriza, bajo el pretexto de libertad y políticamente «correcto». Éste es el grito y la consigna de los jóvenes actuales, en general: «Yo hago lo que me apetece». Y eso es libertad y autonomía y dominio de mi persona y mis territorios. Y si Dios se opone, no quiero Dios, ni Iglesia, ni curas.

En esta situación, el sacerdote no sabe qué ofrecerle, y corre el peligro de acomodarse a los valores intramundanos, renunciando a la esencia de su trabajo pastoral de eternidad, de vida más allá de esta vida, de trascendencia, de encuentro eterno con Dios, sustituyéndolo por trabajos culturales, sociales, caritativos... para ser así valorado por el pueblo.

Es el peligro de convertir la Iglesia en una ONG caritativa, social y humanitaria, para ser valorados por la gente, que, al no valorar la fe y tal vez no tener la verdadera, porque a nosotros nos da miedo predicarla y se hace uno antipático si predica el evangelio auténtico y exigente, a Cristo que me exige dejarlo todo por seguirlo, que termina en una cruz, por predicar lo que predicaba, ocurre que por todo esto, la gente no tiene o no vive la fe verdadera y el sacerdote tiene a veces la impresión de vivir en un país extranjero, como si no estuviéramos ya realmente en un país de misión.

Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes. Cristo lo dijo bien claro: “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado, que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Si la Iglesia, si los curas no hablan más claro de un Dios personal, de la vida con Él que es eternidad y vida más allá de esta vida; si la Iglesia no dice abiertamente para qué existe, para qué la instituyó Cristo, pregunto: ¿dónde queda el proyecto del Padre sobre el hombre? Ésta no es la Iglesia de Cristo.

El desarrollo de la técnica y del consumismo ha metido dentro de nosotros una forma de pensar y actuar que mira sólo al rendimiento, a la productividad, a la eficacia, especialmente eficacia gratificante para el individuo; no interesa nada lo que mi acción pueda ser en relación con la realización integral y completa del hombre, del sentido último de mi vida; además sólo me interesa el presente, lo otro, el final del hombre, de la existencia, es algo que no puedo saber y por eso no me interesa. El hombre moderno se encoge de hombros sobre el sentido de su vida: ¿de dónde vengo, a dónde voy, para qué existo? Ante cualquier planteamiento sobre el destino del mundo, sobre la relación con Dios, el hombre moderno no entiende, no responde, porque eso no tiene utilidad inmediata y práctica, pragmática.

Mientras tanto, la vida se va vaciando de su verdadero contenido interior, trascendente. El hombre moderno se queda sin metas ni referencias. Los valores humanos son sustituidos por los intereses superficiales de cada cual. A la información televisiva se le llama cultura. El cine es la biblioteca actual y salón de lectura permanente. En los medios te citan más películas que libros. La religión ha pasado de ser interior y determinante del hombre y su destino, a ser puro dato cultural. De hecho ni los mismos sacramentos como el bautismo, la confirmación o la Eucaristía son compromisos de vida.

Los resultados son deplorables. El hombre moderno es cada vez más indiferente a lo verdaderamente importante de su vida, a lo trascendente. No le interesan los grandes temas de su existencia: ¿por qué existe, para qué existe, cual es el sentido último de su existencia? No tiene por tanto certezas firmes y convicciones profundas. Poco a poco se va convirtiendo en un ser trivial y ligero, cargado de tópicos televisivos, incapaz de pensar e interiorizar sobre sí mismo y su vida. Sólo le interesa lo presente; y de lo presente, sólo lo que agrada, lo que se puede ver y tocar, lo placentero, lo que le da placer al consumirlo, el consumismo, sacarle jugo a la vida.

Para eso ha quitado todas las prohibiciones y vallas; es bueno lo que le gusta, y malo lo que le disgusta. Eso es todo. Y no hay objetivos superiores, ni valores espirituales ni morales, ni personales ni familiares, ni célibes ni matrimoniales. Y si al asumir ciertos cargos públicos se compromete con ellos, es pura palabrería, como vemos en la mayoría de los políticos del mundo, porque falta el convencimiento superior, la razón superior, el valor Dios, para cumplirlos. Porque si aún con el valor Dios cuesta a veces, qué será sin Él. Hoy, el valor supremo es pasarlo bien en la vida, sea como sea; y no hay mayor valor que éste ni nada ni nadie más importante. Y si para esto tengo que romper mi matrimonio y perder o hacer sufrir a mis hijos, no me importa, me voy con la que me place.

Esta situación de la sociedad es el motivo de que parte del clero se sienta tentado de abandonar su ministerio propiamente sacerdotal, los apostolados propiamente religiosos, su dimensión de relación con Dios y salvación trascendente, que nos relacionan y nos unen directamente con Dios y sustituirlos por actividades paralelas. O de hacer lo sagrado de la forma menos comprometida y más agradable a la feligresía: nada de predicar las partes exigentes del Evangelio, para que la gente entienda y lo pase bien en la Iglesia todo es un juego, como ahora se enseña a los niños en las escuelas y en la tele, todo se aprende con juegos, nada de pensar y reflexionar, todo es imagen: celebraciones comunitarias de la penitencia, nada de privadas que son más antipáticas y me da reparos; misas donde se lean artículos de periódico en lugar de la Palabra de Dios, ofrendas y más ofrendas explicadas y simbolizadas y hechas de “mimos”, a los que se le da más importancia que a la consagración de la misa...

Lo que diga la Liturgia, la gloria y el honor de Dios no importa, se da por supuesto; lo importante es que la gente no se aburra y se lo pase bien. Así que se lo pasan bien pero no dan gloria a Dios ni se santifican y siempre están igual y peor, hasta que dejan todo.

Es lo mismo que pasa con los grupos apostólicos de jóvenes y adultos; empiezas a ser <comprensivo> con ellos, empiezas a rebajar las exigencias y termina desapareciendo el grupo, porque ha perdido la razón de estar reunidos en nombre de Cristo, ya que ha sido previamente abandonado por el grupo en sus exigencias personales y evangélicas; y como ya no estamos “reunidos dos o más en su nombre” se acabó el grupo cristiano, no nos queremos y nos aburrimos, porque fueron perdiendo las fuerzas para reunirse, amarse y perdonarse. Dejaron de estar “dos o más reunidos en mi nombre”.

Por eso, hoy, en las mismas actividades apostólicas con niños, jóvenes, Confirmación, matrimonios... muchas veces no se ora en sus reuniones ni se habla de Cristo, de castidad, de gracia, ni de conversión, ni de salvación o condenación, ni de Eucaristía; en Confirmación, según los catequistas, todo esto es muy elevado, o no engancha con la juventud; así que hay que hablar de relaciones chicos-chicas, marginación, la pobreza en el mundo, ecología; y Cristo no interesa. Sé de chicos que dijeron no creer en Cristo, la catequista en persona me lo dijo, y fueron confirmados.

Los retiros espirituales y acampadas de oración de antes se sustituyen por <camping> o campamentos ecológicos, de defensa de la naturaleza, campamentos naturales, nada de sobrenaturales o para lo sobrenatural, todo es defensa del medio ambiente, de los animales, de las plantas... convivencias puramente festivas de mimos y teatros, donde la Eucaristía diaria no aparece, la oración y el silencio es sustituido por otras actividades o representaciones, y así todo lo demás; y en definitiva todo esto, simplemente por la terrible dificultad que encuentra hoy en la sociedad la penetración del Evangelio y la vida de gracia y santificación, el cumplimiento de los mandamientos. Queremos un Cristianismo que se pueda “consumir”, consumista, que me agrade; nada de predicar lo que Cristo predicó: agrade o no agrade a la comodidad o el instinto.

Los valores esenciales de la religión cristiana han perdido su fuerza en razón del consumismo, naturalismo y materialismo reinantes, seguidos con fervor religioso por parte de una sociedad que va descristianizándose y ante los cuales, el sacerdote, que no tenga vivencia personal de Dios, de la gracia, de la Eucaristía, de Cristo, se encuentra solo y desamparado.

Hoy, el sacerdote se encuentra «insignificante», porque no tiene el apoyo ni es valorado por esta misma sociedad, que antes creía y necesitaba de su ministerio tanto social como religioso; como consecuencia, esto hace que haya cogido desprevenido a muchos sacerdotes, que vivían de una fe heredada de sus padres y apoyada en sus gentes, pueblo, formadores; si de esta fe heredada, no llegaron a una personal y directa en Cristo, por medio de una vivencia “en Espíritu y Verdad” en el ejercicio de su oración personal y participación eucarística, porque se quedó en ritual, y no llegaron a la “verdad completa” de los Apóstoles en Pentecostés, y de tantos sacerdotes santos y santas actuales, canonizados o no, estos sacerdotes van a sufrir y lo van a pasar mal, si no vuelven a la oración personal como los Apóstoles.

Ellos se reunieron “con Maria, la madre de Jesús”, y su Hijo resucitado le envió el Espíritu Santo prometido; Cristo les había dicho: “Me voy y vuelvo a vosotros”, pero volvió hecho amor ardiente; volvió el mismo Cristo Resucitado pero hecho fuego de Espíritu Santo, que es su Espíritu de Amor ardiente y eterno al Padre y del Padre al Hijo; volvió hecho llama de amor viva y lo sintieron y lo vivieron y ya lo comprendieron todo y entendieron lo que Cristo les había predicado hasta entonces, pero cada uno lo entendía a su modo; ahora lo entendieron todos igual y al mismo Cristo, porque no fueron sus ojos o su inteligencia las que comprendieron o le vieron, sino su corazón, le conocieron por Amor de Espíritu Santo, y el amor conoce fundiéndose en una realidad en llamas con el objeto amado, como las madres a los hijos... y desaparecieron los miedos y las dudas para siempre, porque su fe y su amor no se apoyaba ni en los milagros ni en lo visto y oído, en lo que tenían dentro del alma por la vivencia y experiencia directa y personal de la persona amada. Ésta es la razón definitiva del amor célibe, del celibato. No compartir el corazón esponsal con nadie.

Sin ser conscientes, muchos cristianos y sacerdotes, para creer y vivir la fe y vida cristiana, para vivir el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos antes más en el ambiente cristiano, en que todos creían, en que todos recibían los sacramentos y respetaban al cura y no había dudas ni problemas sobre la fe y el ministerio sacerdotal, nos apoyábamos más en esto que en la propia vivencia personal; no la necesitábamos, nos bastaba ver el fruto del apostolado, la fe de la gente.

Cuando esto desaparece, el que no tenga fe personalmente adquirida y vivencial de su ser sacerdotal en Cristo, al no haber pasado de una fe heredada o apoyada principalmente en estos motivos humanos o puramente teológicos, a una fe personal y experiencia de Dios, por las noches de fe, esperanza y amor sobrenaturales, con que Dios somete a los suyos para prepararlos para este encuentro, como podemos ver en la vida de todos los que han llegado a esta fe vivencial en Dios, resulta que el sacerdote moderno se encuentra sin apoyos externos y como los internos tampoco los tiene, se encuentra solo, desorientado, con dudas sobre su ser y existir sacerdotal, por carencia de vivencia personal de lo que predica y celebra, acentuado, como repito, por la falta también de respuesta y apoyo humano y moral de la gente que le escuchaba o valoraba en el ejercicio natural de su ministerio. Si todo el exterior falla, si los demás le ignoran, le “ningunean”, si él no tiene vivencia de fe personal y no tiene vida de oración verdadera, encuentra una dificultad muy grande para explicarse a sí mismo su sacerdocio, su existencia sacerdotal y su ministerio, y corre el peligro de sustituir el sacerdocio de Cristo, por otros sacerdocios, quizás más valorados por la gente no bien formadas cristianamente.

En relación con todo esto que estoy diciendo y unido a ello, nos encontramos además y particularmente con el mundo joven y su libertad sexual sin relación ninguna a norma o moral cristiana. Y con estos jóvenes tenemos que trabajar, y a estos confirmamos y estos jóvenes se casan en la iglesia, aunque dudo que sea por la Iglesia, en Cristo.

Sobre este ambiente no cristiano, que hoy nos invade a todos, especialmente a la juventud, he leído:

«Hay que añadir que esta exuberancia de vida instintiva —el triunfo del «pathos» sobre el «logos»— lleva también consigo el gusto por la sensación. En la medida en que disminuye la capacidad de pensar, aumenta la necesidad de verlo todo y de tocarlo todo y de probarlo todo. Los modernos medios de expresión audiovisual están incapacitando a las nuevas generaciones para tener ideas abstractas y, en consecuencia, para pensar.

El gusto por la sensación que caracteriza a la juventud de hoy, prisionera por otra parte de una sociedad que saca partido excitando la instintividad del hombre, significa un debilitamiento de las defensas naturales del hombre.

Los jóvenes de nuestro tiempo son especialmente débiles en materia de castidad. El hecho de que las nuevas generaciones vivan la sexualidad como algo «in-significante» o como pura «diversión» tiene secuelas muy serias. Lo estamos viendo todos los días.

A la extrema libertad de movimientos de que goza, por la dejación de los padres, la gente joven, se añade el hecho de que vive sumergida en un mundo que en que el erotismo, a través de los modernos medios de difusión, es un instrumento económicamente rentable.

Y otro detalle que hay que tener muy presente a la hora de calibrar las consecuencias de esta explotación de los sentidos: se está diluyendo el concepto de obligación moral. Al  principio general de que tengo que hacer algo por obligación, me guste o no me guste, las nuevas generaciones responden: lo hago si me apetece y no lo hago si no me apetece. Así de claro. La obligación moral brilla por su ausencia. En definitiva, «anomía» a «troche y moche»[33].

2. 5. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS PARA SUPERAR LA APARENTE INEFICACIA DEL TRABAJO PASTORAL

Va unido a lo anterior. Y lo primero que quiero decir es que, en el pasado, había sacerdotes en crisis, eran crisis personales, pero no había una crisis del sacerdocio en cuanto tal. Hoy hemos pasado de la crisis del sacerdote a la crisis del sacerdocio. Hemos pasado de la crisis personal a la crisis de la institución sacerdotal, en parte debido también al poco éxito, respuesta o atracción que suscita en el mundo actual.

  En España, hasta hace pocos años, el sacerdote era mediador entre Dios y los hombres, y en doble aspecto: social y religioso, esto es, el sacerdote era valedor no sólo ante Dios y la Iglesia, sino ante la sociedad y los poderes públicos. Todavía recuerdo haber ido a Organismos nacionales de Madrid para conseguir dineros y realizaciones para mis pueblos… Ahora a ningún sacerdote se le ocurre tal cosa.

  Ahora no hay ningún sacerdote a quien se le ocurra ir a Madrid o a la Autonomía ni a la capital de provincia ni siquiera a su Ayuntamiento, si es ciudad importante, para resolver nada de este tipo: primero, porque ya hay otras instituciones políticas que lo hacen; segundo, porque no sólo no es aceptado, sino ignorado y ridiculizado y mal visto. Es más, es que es «ninguneado» hasta en cometidos propiamente religiosos; pensad en fiestas religiosas que se han paganizado; procesiones de Semana Santa, que ya son más acontecimientos «culturales» que religiosos, como así se les denomina; muchas fiestas patronales, donde ya manda y organiza más el Ayuntamiento o la cofradía que el párroco... ¡lo que tienen que sufrir y tragar algunos sacerdotes! ¡Más de lo que quieren y debieran!

  Qué contraste con aquellos tiempos, porque yo llegué a conocer a algún sacerdote, que era el verdadero alcalde del pueblo en lo divino y humano. Y hasta cerraban salones y prohibían fiestas profanas y las religiosas había que celebrarlas como Dios manda y no se entraba en su iglesia sin velos o en mangas cortas... No lo hice nunca. Pero lo presencié.

Porque muchas fiestas, que empezaron y fueron durante años y siglos estrictamente religiosas y cristianas, hoy han pasado a ser «fiestas de interés turístico», sencillamente laicas, de interés autonómico o nacional, puramente folklóricas, por orden y decreto del Ayuntamiento o de la Junta, y así, con toda naturalidad las describen los medios, que muchas veces, al hacerlo, se olvidan de la parroquia y no mencionan ni al cura ni lo religioso.

Pues bien, toda esa influencia social del sacerdote ha desaparecido, en la mayoría de los casos, para bien; en otros, como el enumerado últimamente, para mal; quedamos reducidos al papel de una ONG, que sirve al sentimiento religioso vago y generalizado, donde lo específicamente cristiano no aparece ni se celebra, aunque se trate de los misterios más exclusivamente nuestros, pero que, al no haber ya una fe popular y ambiental sana, se las considera puramente sociales o culturales; se han paganizado y olvidado su origen religioso, tanto en Semana Santa, como en otras fiestas patronales de los pueblos que tienen por objeto celebrar estos misterios.

De esta forma, el sacerdocio cristiano y lo que representa ha perdido su contenido, su rol, su misión, su autoridad pertinente. Y ahora son más importantes los cohetes y las verbenas que se organizan o el pregonero de turno o el cantante que viene para amenizar las fiestas, que tuvieron un origen típicamente cristiano, pero que ahora no aparece y ha quedado reducida a lo profano, a fiesta «cultural» o de «interés turístico».

Estos modos y maneras anteriores, a veces no estrictamente sacerdotales ni apostólicos, hicieron, sin embargo, que el sacerdocio y gremio clerical se sintiese valorado por el pueblo y por nuestras mismas familias, porque les daba poder humano y divino ante las gentes, aumentaban las vocaciones en las familias, y era interesante para muchos de nosotros, que nos sentíamos protagonistas en medio del pueblo y de los nuestros. Ahora, en cambio, no lo somos muchas veces ni en lo nuestro. Por eso también han descendido las vocaciones y no son valoradas por los padres y madres cristianas. El sacerdocio ha perdido poder y estima.

No digamos nada si a todo esto añadimos las ayudas económicas que prestábamos en tiempos de hambre o necesidades y me estoy refiriendo hasta los años setenta y tantos... «la Ayuda Social Americana»... Entre mis libros aparecen a veces esos «vales», que utilizábamos para poner los alimentos que dábamos a una familia, y que como eran tipo ficha, yo los empleaba para anotar las ideas de la homilía pertinente. La sociedad ya no recurre a nosotros para esos problemas. Siempre debió ser así, porque no era lo nuestro. Pero fue. Y ahora con las bodas civiles y algún intento de primera comunión civil no recurren a nosotros ni para lo nuestro. Ya no somos imprescindibles para un pueblo que no cree.

Y repetiré una y mil veces que yo no me he ordenado sacerdote, mejor, no me impusieron las manos para hacer obras de caridad, ni dar de comer ni hacer hospitales, ni asilos, ni repartir pan o medicinas; si hay que hacerlo, lo hago, pero no es eso para lo que me ordenaron ni me impusieron las manos. Debo trabajar para que nadie pase hambre, pero no es lo mío sacerdotal; debo preocuparme de que el hermano necesitado tenga ayuda, alguien cuide a los enfermos, pero yo no fui ordenado sacerdote para eso; lo fui esencialmente para la Eucaristía, la Palabra, la Guía del Pueblo de Dios, y si en ocasiones hay que organizar acciones caritativas y echar una mano, lo hago, pero no es la misión propia para la que Dios me llamó al sacerdocio.

Hay que tener mucho cuidado con desviaciones de los ministerios propiamente sacerdotales, que llevan directamente a Dios y lo sobrenatural, sustituyéndolos por otros servicios a veces más apreciados por las mismas gentes religiosas y no religiosas, por necesitarlos materialmente y que hacen que muchos curas seamos valorados, pero no por lo propiamente sacerdotal, sino por otras dimensiones, que, a veces, abarcan la mayor parte de nuestro apostolado.

El cura no es el asistente social del pueblo, empeñado en problemas puramente humanos y temporales de nuestra gente, con detrimento y olvido de la misión ministerial de la Palabra y Eucaristía y Salvación eterna y trascendente. Repito: hay que luchar por mandato de Cristo para que se hagan, y si hay que hacerlos, porque otros, que deben hacerlos, no los hacen, lo hacemos; pero no es mi cometido ministerial; y para eso, nada mejor que repasar la Oración que reza el Obispo para ordenarme sacerdote, que analizaré en otro libro, y que marcó todo mi ser y existir sacerdotal.

Mi misión es procurar de palabra y de acción que la caridad llegue a todos, pero la Caridad de Cristo, el amor de Cristo, el que lo conozcan y le sigamos, y desde ahí, todo lo demás. El corazón de mi mensaje será siempre Cristo, la filiación divina, la gracia y salvación eterna y trascendente para la cual vino y se encarnó; también curó enfermos, dio de comer a los hambrientos, pero no se encarnó para esto, no dio de comer a todos ni todos los días, ni la dimensión puramente humana fue la razón de su venida, sino aceptar y asumir todo lo humano para hacerlo divino, trascendente, hacernos hijos amados del Padre, y desde ahí y por eso, ayudar a los hombres en todo, pero mirando siempre lo trascendente y eterno y definitivo. ¿Cómo salvar al hombre si no lo redimo de su ignorancia y pobreza sobrenatural? Ese es el origen y el fin de mi sacerdocio, porque es Cristo. Y para eso, oración, oración personal, trato diario de amistad con Cristo, especialmente en el Sagrario.

5. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA PERSONAL DE DIOS EN EL SACERDOTE ACTUAL ANTE LAS IGLESIAS VACÍAS DE CREYENTES Y LLENAS DE TURISTAS,

Porque si no llegó a la fe personal, por la relación de amistad personal con Cristo por la oración, al perder este apoyo, y ver la iglesia vacía, algunos se quedan sin fuerzas para seguir con ánimo y luchar contra el ambiente. Como consecuencia aparece el desánimo, la tristeza y desconfianza en el sacerdote ante las iglesias vacías y celebraciones diezmadas; los templos permanecen abiertos para visitas turísticas y sólo se llenan en conciertos corales o artísticos, en actos «oficiales», profanos muchas veces; es cuando vemos juventud, porque en las celebraciones religiosas, la mayor parte de los participantes son personas mayores. El sacerdote que preside ordinariamente también es entrado en años.

  Por otra parte, lo que no se ve en la tele, no existe; y Dios y la Iglesia no aparecen en los medios de comunicación intencionadamente. Es más: lo que dice la tele es verdad: «lo ha dicho la televisión»; con el poder de la imagen, todos los días, los que suben a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc... predican y convencen a las gentes, sin el mínimo sentido crítico, de todo lo contrario al evangelio, y los llevan como una riada o vendaval a las separaciones y divorcios, a los divorcios exprés, a la uniones homosexuales, porque eso es lo que sale en la tele y en las películas; y eso tiene más fuerza que la predicación del cura; y eso si los sacerdotes y los obispos se atreven a condenar con constancia los errores y pecados de sus gentes. De esta forma la Iglesia se ha quedado sin poder moral, porque ahora son los políticos los que deciden lo que está bien y lo que está mal, mejor dicho, «lo políticamente correcto».

Lo que no se anuncia en la tele, radio y periódicos, no existe. Aunque sea el mejor y más eficaz. Pregúntenselo a las empresas y a las gentes. Ahora bien, la Iglesia no sale en la tele, no se anuncia, no predica su doctrina en los medios, luego no existe; no se habla de ella y del evangelio en la calle y con los amigos; total, que el cristianismo, la moral católica, la familia cristiana, el evangelio, los valores cristianos, el matrimonio con amor exclusivo y para siempre no existen»[34].

  Ante un mundo ateo, instituciones ateas, consumismo y materialismo ateo, «cabría decir que el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano». Este texto de K. Rahner, tan repetido en documentos actuales, voy a transcribirlo con mayor integridad:  

   «Para tener el valor de mantener una relación inmediata con el Dios indecible en el sentido de esa sobria espiritualidad, y también para tener el valor de aceptar esa manifestación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia, se necesita evidentemente algo más que una toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana.

            Se necesita una mistagogia o iniciación a la experiencia religiosa que muchos estiman no poder encontrar en sí mismos; una mistagogia de tal especie que uno mismo pueda llegar a ser su propio mistagogo... Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo, y aun a conciencia del descrédito de la palabra «mística» —que, bien entendida, no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo, sino que se identifica con ella—, cabría decir que el cristiano del futuro o será un «místico», es decir, una persona que ha «experimentado» algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales”[35].

  El sacerdote y todo hombre pueden tener muchas y variadas presencias o experiencias de Dios, pero la experiencia de Dios no está bien tratada en los estudios de los Seminarios y Universidades, es considerada excepcional, propia  de élites, para grupos selectos de personas religiosas, sin tener en cuenta las palabras del Papa en la NMI: «Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas»[36].

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre repetiré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

Si no estamos a solas con Él todos los días, --eso es la oración personal--, nos faltará la fe y el amor verdaderos para hacerle presente en palabras y acciones ante los hombres, nuestros hermanos; nuestro apostolado se mantendrá a niveles muy bajos de amor y eficacia salvífica, porque ya lo dijo el Señor: “sin mí no podéis hacer nada…”.

En los místicos siempre hubo unidad entre oración y vida.  Para Juan de la Cruz, la oración conduce a la vida y amor al hermano e inflama en el servicio apostólico. Entre tantos textos que nos recuerdan el profundo sentido apostólico de Juan de la Cruz, cuando el cristiano que vive la perfecta vida en Cristo lo imita en el amor del prójimo, nos place citar aquel Dictamen o Enseñanza espiritual, n° 10, de Eliseo de los Mártires, que nos ofrece una enseñanza y una imagen viva de Juan convertido en fuente de agua también para los demás.

Decía «que es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor. Porque, cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y es tanto el fervor y fuerza de su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solo al cielo, procuran con ansias y celestiales efectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto este de la perfecta oración y contemplación»

La pedagogía de los santos del Carmelo ofrece un camino de interiorización enraizado en la experiencia cristiana, basado en el misterio de la presencia de Dios en nosotros y en el crecimiento en la vida teologal y en el amor a la Iglesia y los hermanos. Ambos parten de Cristo y en Él encuentran al maestro de la oración, al mediador de la comunión con Dios que abre la oración a la comunión perfecta en la Trinidad y orienta hacia el servicio eclesial. Muchos contemplativos son verdaderos apóstoles y patrono de apostolados concretos[37].

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar «in persona Christi». Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice.

Me gustaría no tener que hablar así, ni tener que decir estas cosas, porque me supone incomprensión y reacciones dolorosas hacia mi persona; sé muy bien las reacciones desagradables que suscita en algunos hermanos, especialmente en algunos ambientes apostólicos; lo acepto con paz , pero esto es lo que veo y observo en algunos sectores de la Iglesia,  especialmente de la Iglesia de arriba, cabeza del Cuerpo Místico, desde donde la sangre santificadora tiene que llegar a los fieles y a todo el cuerpo, desde el Corazón de Cristo, a través de Obispos o sacerdotes, sacramentos de su presencia y canales de su gracia.

Y donde pongo sacerdote, pongo,  igualmente y con la misma fuerza y verdad, a todo cristiano, a todo creyente que quiera conocer, amar y seguir a Cristo, sea catequista, madre o padre cristiano, colaboradores apostólicos, que, al no tener una unión fuerte y personal de sentimientos y amor y vida con Cristo, esta sangre redentora no llegará en plenitud o con la plenitud necesaria al resto de los miembros del cuerpo de la Iglesia, de la parroquia, de la familia, de los catequizandos, porque las arterias están obstruidas por los criterios y programas y acciones puramente profesionales y por imperfecciones personales, incluso a veces infartadas las venas y los sarmientos, porque el corazón no vive ni vibra de amor, por falta de oración vivencial con la fuente que mana y corre, que es Jesucristo vivo y resucitado, Jesucristo Eucaristía: «qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche».

Queridos hermanos, queridos apóstoles de Cristo, hay que purificar la fe, los criterios, los sentidos, la mente y el corazón por la purificación de la noche de los sentidos y del espíritu por medio de la oración permanente que nos lleve a la conversión permanente, esto es, a la vivencia de la unción permanente en Cristo, para lo cual necesitamos hacer todos los días oración, vivir la Eucaristía, no sólo creer y celebrarla; desde Pentecostés, tiene que ser todo a partir de una fe purificada, sin criterios ni sentidos humanos, por la acción y el fuego de la oración contemplativa. Por cierto que esta poesía de San Juan de la Cruz, citada anteriormente, está dedicada a la Santísima Trinidad, a la vida trinitaria, cuyo manantial para nosotros, los hombres, el Doctor Místico lo pone en la Eucaristía.

Y ya, sin quererlo, he dicho donde está y encuentro el camino para esta experiencia viva, encendida, apasionada, infundida, impactada por Dios en el alma; el manantial y la fuente y el corazón de esta experiencia está en la oración personal en sus grados medios y más elevados de contemplación y de unión, realizada por Dios directamente en el alma, especialmente en la oración eucarística; es que teniendo allí la fuente, teniendo al Señor allí esperándonos como a la samaritana en el brocal del pozo del sagrario, no comprendo que no se le busque allí para encontrarle, para hablarle, para pedirle,  preguntarle y amarle.

Hay que subir por la montaña de la oración para verle a Cristo transfigurado en la cumbre del Tabor; para ser testigos ante los hermanos, --que tanto lo necesitan en estos tiempos de increencia--, de que Cristo está vivo y resucitado y llena tu vida de sacerdote, catequista, madre o padre cristiano; de que el cristianismo no es un sistema de verdades o valores sino una persona viva que llena de Luz y Verdad mi vida, --para qué vivo, y por qué y a dónde voy--, con el cual podemos hablar y dialogar y amar y sentirnos amados, porque para esa alma Cristo está realmente vivo y el sepulcro quedó vacío para siempre; y este Cristo vivo y resucitado es verdad, existe y es verdad, y llena mi vida y está en el Sagrario, en la Eucaristía  y me gusta estar con Él por lo que me dice y ama, y noto que su contacto me llena de vida y de amor y de amistad eterna conmigo y con todos los hombres. Es que si no lo encuentro en la Eucaristía, en el Sagrario, sólo en la predicación o acción, porque hablo de Él, en el fondo es pura teoría, un sistema de valores, pero en mi corazón está muerto, no ha resucitado, porque no lo encuentro vivo allí donde realmente está.

Hay que llegar a esta vivencia para que la religión no se convierta en una filosofía o un programa meramente ético, sino en una persona que murió por los que amaba y vino a nuestro encuentro, para que todos tengamos su misma vida, amor y felicidad; para eso vino y se encarnó y murió y resucitó y permanece en sacramento permanente de amistad que es la Eucaristía como misa, comunión y presencia, para ser amigo nuestro, para llevar a todos los hombres a la amistad con nuestro adorado Dios Trino y Uno, que éste fue el proyecto primero del Padre, recuperado de forma admirable por Él, puesto que para esto nos soñó el Padre y para esto fuimos creados, según sus mismas palabras: “Vosotros en mí, yo en vosotros, para que todos sean consumados en la unidad… el Padre os ama…” o con San Juan:  “Dios es amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su hijo como propiciación de nuestros pecados…”.

En una palabra, que todos nosotros, los cristianos, pero, sobre todo, los sacerdotes, estamos llamados, desde la unción y el mandato de Cristo, a ser testigos de esto que hacemos y predicamos,  y de esta forma, cuando queramos predicar a los hermanos estas verdades de Cristo y su Evangelio, nos  saldrán quemantes y convincentes. De otra forma, saldrán sí, ciertamente, pero no  quemarán ni contagiarán entusiasmo.

Necesitamos exploradores, testigos de la tierra prometida, de la amistad y la felicidad con Dios como sentido último y definitivo de la vida, testigos de que el pan eucarístico está lleno de Cristo que llena: “si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… yo soy el pan de vida… si alguno viene a mi no pasará más hambre…” y, por eso, le visitas todos los días y has puesto tu tienda a la sombra del sagrario y allí permaneces atado por el amor y no necesitas más que a Él; es más, sienten hambre de amar como Él, de tener sus mismos sentimientos, su misma vida y por eso no pueden pasar el día sin acercarse a su banquete y comerle de amor. Y éste debe ser el trabajo apostólico más importante, permanente y diario, que no acabará sino en el cielo. Hay que hacerlo todos los días, no cuando tengamos tiempo, porque Dios tuvo todo el tiempo por y para nosotros.

Necesitamos predicadores, que no sólo predican, sino que son testigos de lo que dicen, como los exploradores que mandó Moisés a la tierra prometida, y que vinieron cargados de los frutos que habían visto y palpado y comido. Éstas son las almas de oración profunda y permanente. Así convencieron a sus hermanos israelitas a caminar y sufrir y luchar hasta conquistar la tierra prometida.

Cuando se llega a esta experiencia, uno reconoce que ahí está la Verdad y la Vida; y lo único que lamenta es no haberlo hecho antes. Mirad cómo se expresa San Agustín en sus Confesiones, en este texto que viene el día de su fiesta, en la Liturgia de las Horas:

«¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y ví con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y  podrás comerme. Y no me transformarás en sustancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí.

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti»[38].

6. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA Y FE PERSONAL DE DIOS ANTE LA INSUFICIENCIA DE UNA FE HEREDADA Y FALTA DE APOYOS

¿Habéis pensado por qué muchos millones de españoles se han alejado de la Iglesia en estos tiempos modernos? Por muchas razones ciertamente. Pero para mí, una de las más importantes es que la Iglesia no tiene ese poder económico, esa influencia social, esa posibilidad de hablar con los jefes de la economía o incluso influir en su nombramiento, como tenía antes; y al no tenerlo, ya no les interesa una Iglesia pobre, sin poder; y se han ido, se han alejado, pero no de la fe, en el fondo no la tenían, sino de la “insignificancia” de lo religioso, que antes tanto significaba en lo humano, social y económico.

Ahora la gente va a otros sitios, a otros centros de poder social y político, de poder económico, que eso en el fondo es la política, y eso está hoy acaparado por el poder político y económico, que son los que acaparan también los medios de comunicación, los que suben todos los días a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc...        Consecuencia: que antes, mucha gente, sin ser nosotros conscientes ni ellos, iban al sacerdote, a la Iglesia más por lo que podían conseguir de ella y por medio de ella, que por Cristo y por potenciar su fe y su vida en Él; como ahora la parroquia no tiene ese poder influyente en lo económico y social, porque se lo ha llevado todo la política, pues allí va la gente, demostrándose así que muchos de nuestros feligreses venían a la parroquia más por las ventajas materiales y de enchufes que pudieran conseguir, que por la fe y la necesidad de vivir la vida cristiana, la vida de gracia y amor a Dios. He dicho muchos, pero no todos, porque ahora tenemos un resto de Yahvé más cristiano que aquellos.

¿Que esto no es verdad? ¿Que a ti no te parece que esta sea una de las causas principales del entusiasmo religioso de otros tiempos y de la ausencia actual de muchos bautizados en nuestras iglesias? Hagamos una prueba: Imagínate por un momento que la Iglesia volviera a tener aquel poder de antes; ya verías cómo empezaban a llenarse otra vez nuestros templos, a saludar, visitar y simpatizar con el párroco para pedirle favores, enchufes, colocaciones de los hijos... y no como ahora, que te has esforzado en hacer una boda que te venía en vacaciones, o un bautizo en días no designados... etc. y, al día siguiente, ni te saludan.

Es muy importante reflexionar y meditar sobre esto, sobre los deseos materiales de ahora y de siempre del hombre, sobre la tentación del demonio al mismo Cristo: “haz que estas piedras se conviertan en pan”, del deseo y tentación permanente del hombre de querer reducirlo todo, hasta lo sagrado y religioso, a éxito y poder temporal.

«Es que mi hija murió, es que Dios no me solucionó el problema que le encomendé, es que mi padre se separó, es que mi hijo está enfermo o no aprueba la oposición o no encuentra trabajo...» y le echan la culpa a Dios y muchos se han alejado de la Iglesia y de la fe por estos motivos también; y por esto, mucha gente ha dejado de rezar y creer y venir a la iglesia, porque ellos sólo quieren un Dios que les favorezca y esté a su disposición, que convierta las piedras en pan, en éxitos temporales, como San Judas, en algunos templos, que es más visitado que el mismo Cristo en el sagrario. ¿Por qué San Judas y algunos santos tienen tanto éxito y son tan visitados? ¿Por qué su ejemplo y su culto y veneración le ayuda a los devotos a ser mejores cristianos, cumplir mejor los mandamientos de Dios, a ser apóstoles de Cristo? ¡Ni hablar! Con todo mi respeto, pero con toda verdad, porque le van a salir bien todos sus asuntos materiales, es decir, por el egoísmo innato, que nos arrastra a todos y a algunos les lleva a la superstición.

Ésta es una de las razones por las que los políticos no quieren que la Iglesia tenga ni poder moral, social, ni caritativo... por eso la silencian totalmente en los medios y la persiguen y quieren suplantarla y considerarla como una ONG más, y para matrimonios y bautizos y primeras comuniones ya están las civiles de algunos ayuntamientos y para caridad, que siempre ha sido nota importante y especifica de la Iglesia, ahora está la Cruz Roja y las ONG.

Y no digamos otra faceta más de los medios de comunicación, que nos ridiculizan a cada paso y te ponen como modelo muchas veces de servicios sociales y humanos a las ONG de turno, verdaderos negocios a veces, como está escrito y demostrado, y silencian en los mismos lugares de pobreza o cataclismos a nuestras Misiones, la obra religiosa, caritativa y social y humana y divina más impresionante del mundo, con hombres y mujeres religiosos entregados de por vida a estar con los más pobres y necesitados, sin recompensa económica y humana y social de ningún tipo; verdadera presencia de Cristo entre los más pobres de los pobres.

Menos mal que, a veces, hasta los periodistas ateos, como uno que recuerdo ahora, y que así se declaró por la televisión, manifestó su asombro, en un reportaje de calamidades de un país africano, por lo que hacían los misioneros y misioneras y cómo morían allí después de 40 y 50 años de vivir olvidados, sin haber vuelto a la patria.

Tenemos que reconocer con tristeza y verdad, que hasta hace unos años, no todos los españoles iban por Cristo a la Iglesia; no recibían los sacramentos desde la fe, no se acercaban a Dios por ser Dios, sino por los beneficios que podían recibir de Él o de su Iglesia y de sus sacerdotes. Cosa que ahora no ocurre, porque el que no tiene fe, abiertamente lo dice y no va y nadie le dice nada ni se lo echa en cara, porque son muchos, son millones, no como antes, que iba todo el pueblo.

En cuanto la Iglesia perdió este poder, miles de jóvenes y matrimonios se han ido a donde están las ganancias posibles. Y ésta es una de las razones principales por las que no vienen ya a nuestras iglesias ni llenan nuestros templos y las misas están más vacías y se han hecho ateos. Un Dios que no les hace más ricos, sanos, poderosos... no les sirve. Además, «yo hago lo que me apetece», éste es su lema y su grito de libertad, mejor dicho, su grito de acción y vida en todo; decir Dios, es decir, mandamientos: el sexto, el noveno y el primero y todos los demás... es obedecer; solución: no creo, soy ateo y no tengo que obedecer ni dar cuentas a nadie. El ateísmo no es como el de nuestros tiempos jóvenes; discutíamos con los estudiantes con razones filosóficas y nosotros argüíamos con las “vías de Santo Tomás”. Ahora ni un sólo argumento filosófico o científico, ahora no se piensa ni estudia en los libros; ahora se «vive» sólo el tiempo presente y lo más cómoda y placenteramente posible: «yo hago lo que me apetece»: regla suprema de vida y de moral. Y Dios no me apetece porque entonces no puedo hacer lo que me apetece y en el horizonte veo sus mandamientos.

Y repito: si la Iglesia volviera a tener poder social, económico y hasta político como entonces, que nunca debió tenerlo ni dejarse seducir por ellos, como en otros tiempos los tuvieron hasta los Papas, en épocas determinadas de la Historia; repito, que, como ahora pudiéramos otra vez colocar y enchufar a la gente como antes ante los poderes económicos, sociales, y necesitasen de los informes de los sacerdotes para muchas profesiones y colocaciones y puestos de trabajo como en aquellos tiempos ¡cuántos informes me tocó hacer para enchufar a la gente! Repito e insisto en decir y afirmar que las Iglesias otra vez volverían a estar llenas. Haced la prueba mentalmente. Y fijaos en situaciones de iglesia parecidas a la nuestra de hace años, en países de América Latina, África, Oceanía... el mismo poder de los muljaindines musulmanes... es lo mismo de la Iglesia de siglos atrás, cuando tuvo estos poderes, y los Papas eran reyes.

Y esto mismo, pero de otra forma, es lo que en el fondo está presente en la vida y apostolado de algunos sacerdotes, que al no tener un amor, una experiencia personal de Cristo y de la eternidad que Cristo nos ganó, sentida y vivida y experimentada personalmente, viven mirando más lo humano que lo divino que nos trajo, más lo presente que la salvación eterna, por la cual se encarnó; se valora más lo humano que lo divino, lo puramente material que lo espiritual, porque esto es lo que más valora, aprecia y busca la gente. Y si el sacerdote no está apercibido y no vive lo trascendente, se queda sin el sentido de su sacerdocio, de los valores eternos, sin la exclusividad de cielo y del Dios que nos espera, como valor supremo de la vida y existencia humana. Y no sólo en los de abajo, sino quizás en escalas más altas al mero párroco. Sobre todo en teólogos de la liberación y de la modernidad. Mucho laicismo, trabajo del hombre para el hombre, porque eso es lo que la gente busca.

CUARTA  PARTE

RETOS MÁS IMPORTANTES QUE SE   PRESENTAN A LA IGLESIA Y A LOS SACERDOTES  EN EL MUNDO ACTUAL

Estos son algunos de los retos más importantes que se le presentan al sacerdote en el mundo actual.

1. PRIMER RETO: LOS TIEMPOS ACTUALES EXIGEN DE NOSOTROS SACERDOTES UNA FE  VIVENCIAL EN CRISTO, PORQUE NO BASTA EL AMOR HEREDADO Y ORDINARIO; HOY  NECESITAMOS UN AMOR EXTRAORDINARIO Y PERSONAL A CRISTO VIVO Y RESUCITADO, NO  PURAMENTE CONCEPTO O IDEA TEOLÓGÍCA

  Hoy no basta tener un amor ordinario a Cristo, hoy el sacerdote necesita un amor extraordinario, y ese amor solo se encuentra en la oración personal, especialmente eucarística, junto al Sagrario; y desde esta experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado luego puede hablar y predicarle como testigo convencido y viviente de lo que dice y celebra en la Eucaristía, no desde la teología o una fe que no se ha convertido en vida y vivencia por el encuentro de relación y amistad personal de la oración contemplativa:

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche. 

Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras
porque es de noche. 

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche. 

(de noche: por la fe)

Todos percibimos, aunque sea de manera muy genérica, que algo está cambiando profundamente en la conciencia religiosa de nuestra sociedad; en el mundo cristiano español hay separaciones, divorcios, abortos, eutanasia, uniones homosexuales, violencia del género, que es un eufemismo de los políticos actuales para no llamar a las cosas por su nombre, como es el matar un esposo a su esposa o viceversa, y más grave, matar a la esposa y madre con los hijos, y cosa inaudita, matar la esposa y madre a sus hijos juntamente con su esposo...

Lógicamente si esto ha cambiado en lo más profundo del hombre, también se tambalean otras convicciones íntimas de ese mismo hombre, que antes decíamos que era «naturaliter christianus», cristiano por naturaleza; pero como ahora no se respeta ni la ley natural, ni los lazos y vínculos y compromisos naturales, ni el amor natural, ni la verdad natural, tampoco se respeta lo más natural que existe, que es Dios, Dios creador del mundo, de los astros, de la vida y de la razón y el sentido del hombre sobre la tierra.

Dios no existe, ha dejado de existir «naturalmente» en el corazón del hombre, en la familia, en la educación de los padres, en la Escuela, en la Universidad; ahora sólo puede existir «sobrenaturalmente», «milagrosamente», es decir, al margen de lo natural, sin el apoyo de la educación, de la escuela, de la formación humana, incluso de la familia, la cosa más natural, donde ya no se habla de Cristo ni de religión.

Si la escuela no da religión, si la familia no educa en la fe y la educación humana en la escuela es deficiente, la Iglesia debe suplirlas, debe cambiar sus catequesis, sus exigencias, su preparación para los sacramentos, porque de esta forma no son recibidos con las condiciones que Cristo quiso al instituirlos y la Iglesia debe exigirlas para administrar los sacramentos de bautizos, primera comunión, bodas... ¿Qué pasa entonces? Pues lo que pasa, muchos disgustos pastorales, porque vemos que estos sacramentos de Cristo se dan muchas veces sin la fe debida a Cristo y necesaria para su eficacia. Así que muchas veces la parroquia es un supermercado más de la ciudad, pero de artículos religiosos.

Y lamento tener que empezar diciendo que seguimos celebrando Sínodos y reuniones pastorales y arciprestales con un concepto rancio y anticuado de apostolado, sin dar primacía a la gracia, al “sin mí no podéis hacer nada”, suponiendo en los bautizados la fe cristiana que precisamente hay que transmitir. Páginas y más páginas, libros enteros, conferenciantes teólogos que hablan como si todo dependiera de nosotros, de nuestras actividades y organigramas y poco o nada de la espiritualidad del apostolado.

Dice Juan Pablo II en la Novomillennio ineunte, al tratar de decirnos cómo debemos trabajar y orientar la renovación pastoral en el tercer milenio, para que no se ponga en puras programaciones de actividades pastorales, como seguimos haciendo, sino en la primacía de nuestra unión con Cristo, en la primacía de la espiritualidad de nuestras acciones, el buscar directamente a Cristo, la fe, la vida de amor a Dios en nuestras actividades, pero no de una forma «transversal», sino directa y fundamentalmente, como inicio, camino y final de todo apostolado:

«Primacía de la gracia

38. En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración».

Tenemos que orar personalmente, incluso en la oración litúrgica, entrando así en el corazón de los ritos y misterios celebrados, no sólo litúrgicamente, y encontrar en ellos a Cristo vivo y celebrante, puesto que es el que los realiza y al que presto mi humanidad, mis manos y mis labios para que pueda realizarlos en «memorial eterno» dentro del espacio y del tiempo.

Hemos de exigir la fe personal en Cristo a nuestros feligreses, a no ser que queramos seguir bautizando, confirmando, casando... sin necesidad de la fe en Cristo a quien no conocen ni siguen nuestros «sacramentandos»; sin catequesis para sembrar o potenciar o convertirlos a la fe en Cristo; sin confirmar a nuestra juventud en la fe, casando en la iglesia, pero no por la Iglesia o en Cristo, como muchos novios que ni creen ni lo tienen presente a la hora de unirse en matrimonio, que no es sacramento además, porque no es amor exclusivo y para toda la vida, sino hasta que dure, y a veces no dura ni el viaje de novios. Conozco casos. Los canonistas te dicen que esos matrimonios son nulos. No es honrado ser testigos de ese sacramento en esas condiciones.

¿Cuántos sacerdotes piensan que dar el bautismo a niños en la fe de sus padres, que positivamente dicen y manifiestan no creer ni rezar, les ayudará luego a rezar y recibir una educación cristiana a estos niños bautizados en estas condiciones? Cuando te encuentras con casos parecidos, ¿cuántas veces tienes que cambiar la liturgia del bautismo sobre la marcha, porque sientes vergüenza para decir que los padres son testigos de la fe, se comprometen a educar en la fe cristiana a sus hijos y ellos son pareja de hecho, no están casados, están “arrejuntaos” que decíamos antes o han dicho no a Dios casándose en el Ayuntamiento y ahora dicen sí a Dios pidiendo el bautismo que damos a los hijos pero apoyándonos en la fe de los padres? ¿Y cómo van a creerse los niños de Primera Comunión que Jesucristo es Hijo de Dios y Señor y está en el pan consagrado, cuando sus padres no comulgan nunca ni les han visto de rodillas nunca en la iglesia, ni van a misa los domingos, ni han rezado con ellos en casa y sólo aparecen por la iglesia el día de su Primera Comunión? ¿Para qué sirven los cursillos prematrimoniales para chicos que confiesan no creer en Cristo, viven al margen de la Iglesia, incluso votan contra ella y la critican continuamente y que lógicamente se casarán “en la”, pero no “por la Iglesia” porque es un marco muy bonito para la ceremonia y las fotos del recuerdo? ¿Cuántos enfermos rechazan la Comunión, al sacerdote y la Unción y luego algunos sacerdotes, por sistema, para quedar bien con la familia y demás, les meten en el cielo en la homilía, sin contar con Dios, el único que salva o condena?

Si sigue, como actualmente, sin el apoyo natural de los padres, la Iglesia lo tiene muy difícil para educar en la fe a estos niños, para los cuales sus padres son como dios, son los que más los quieren y aman y se fían de ellos, como si fueran el Dios verdadero. Muchos padres modernos ni creen, ni rezan ni van a misa ni les hablan de Dios a sus hijos ni sus hijos les ven de rodillas nunca ante Dios, aunque pidan bautismos, comuniones y demás para sus hijos; uds. me dirán...

Todo esto que he dicho ahora, no lo he dicho porque quiera analizar la pastoral de los sacramentos y sus dificultades; no, no es lo que pretendo ni lo que me interesa ahora. Lo que me interesa ahora es decir que todo esto puede influir muy negativamente en la fe y en la vida espiritual no sólo de los que reciben así los sacramentos, sino de los mismos sacerdotes que puedan administrarlos de esta forma. Y lo que decía el Vaticano II, de que la vida litúrgica tenía que ser fuente y cima de toda la vida cristiana, se convierte en un cáncer de la vida espiritual de los sacerdotes, si no se atreven a administrarlos como Dios quiere y la Liturgia y la Teología y la Moral mandan. Y puede matar su sacerdocio, no digamos su alegría y gozo sacerdotal.

¡Cuánta mentira! ¡Qué paradoja, que todos nos estamos tragando sin meter mano en el problema y estamos bautizando y dando comuniones y confirmando sin hacer más cristianos, más jóvenes confirmados en una fe que algunos públicamente dicen no tener y le confirmamos en el Espíritu Santo, a quien no conocen ni han oído hablar de Él, porque en muchas catequesis de Confirmación ni se habla de Él, porque sería un tema muy elevado para los chicos y se aburren! Confirmarse en una fe que no estamos convencidos de que la tengan, bautizar en la fe de unos padres que no la tienen, casarse en Cristo en quien no creen ni quieren comprometerse en un amor exclusivo y para siempre como el de Cristo.

¿Dónde está la exigencia absolutamente necesaria de la fe en Cristo para poder recibir los sacramentos? ¿Por qué no tenemos en cuenta lo que exige la teología y la moral católica y está definido dogmáticamente para recibir los sacramentos? Si yo no lo hago así, por no tener disgustos y problemas, estoy negando a Jesucristo, no creo que Dios sea lo primero y absoluto, que exija ser adorado y que yo me ponga de rodillas ante su Persona y mandatos, no valoro la fe y la gracia del Señor, estoy demostrándome que mi fe no es sincera, porque no estoy dispuesto a defenderla contra indiferentes, ignorantes conscientes o enemigos de la misma.

Lo he dicho y predicado muchas veces: la gente de ahora es buena; vienen los novios al cursillo prematrimonial, son buena gente, pero no tienen ni idea del evangelio, de las parábolas, de Cristo ni de su doctrina ni de sus enseñanzas, ni saben ni rezar, te preguntan qué es eso de la Inmaculada, sencillamente porque ya no se lo enseñan de niños ni en casa, ni en la escuela y a veces... con ciertos modos de preparar a los sacramentos, ni en las catequesis.

Antes veíamos claro que el hombre era «naturalmente cristiano», porque, aunque no fuera a misa, el ambiente lo protegía, las costumbres eran cristianas, el ambiente era cristiano y la familia era cristiana. Ahora, el niño y el joven y el adulto no tienen apoyos, y esto es lo que quiero decir también en relación con el sacerdote, ha perdido el apoyo de los padres que piden sacramentos; ha perdido el apoyo del ambiente cristiano, de las costumbres cristianas... por tanto, tiene un reto: tiene que pasar de una fe heredada o social o popular o comunitaria a una fe personal, vivida y elaborada desde sólo Dios, sin apoyos de personas, individuos y teología y moral, que ya no se viven.

Todo este reto se convierte automáticamente en una tentación, que le llevaría a secularizar los sacramentos y luego su espiritualidad personal y luego su mismo ser y actuar sacerdotal, al dar los sacramentos sin las disposiciones exigidas por Cristo, para no sufrir y complicar su existencia y su relación con los padres o jóvenes «ateos», en la petición o recepción de los sacramentos.

Por otra parte, ahora también, el fenómeno de la increencia, en sus diversas manifestaciones de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para que vivo, por qué vivo... ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios, que tiene como denominador común que Dios no me tiene que decir lo que está bien o mal moralmente sino que son los votos, con lo que decidimos lo bueno y lo malo, mejor dicho, «lo correcto» en las circunstancias actuales: de ahí, el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales, son buenas porque lo dice el hombre; lo que haya dicho Dios no cuenta, no existe para nosotros. Ha bastado que un partido tenga un puñado de votos más para que esto sea la verdad y aquello, falso. No se busca el bien o la perfección de la persona, sin imponer mis intereses, imponiendo mi opinión y mis apetencias instintivas.

Como consecuencia de esta cultura de la increencia, cada uno decide lo que está bien y lo que está mal y que ordinariamente es lo que le apetece: «yo hago lo que me apetece», es la frase que más se repite en la calle y en la televisión; esto ha dado origen a unos comportamientos colectivos que tienen como denominador común, la no necesidad de Dios, acostumbrándonos a vivir en la caducidad del tiempo y de las cosas, sin trascendencia y eternidad, sin otra mirada superior de criterios y de vida, que es la del Dios infinito, que nos creó por amor y nos ha llamado a compartir su misma felicidad para la que fuimos creados, empeñándose el hombre por acomodarse a esta finitud, que nos llena de las migajas de las cosas finitas, -consumismo-, y nos priva de la hartura y de la plenitud de Dios, lo cual, por otra parte, está produciendo más vacíos, depresiones, suicidios, crímenes... que nunca, porque queremos suplir nuestros deseos de lo infinito, con cosas y más cosas, y llenamos nuestras casas de todo, y a nuestros hijos les damos y les llenamos de todo, y ahora resulta que les falta todo, porque les falta todo, que es Dios. Dios no cuenta para nada a la hora de orientar o motivar la vida humana y diaria. Esta es una herencia más del marxismo, del paraíso en la tierra, para lo cual ha evolucionado de una filosofía atea, no hay más cielo que lo presente, a un pragmatismo real utilitarista y consumista, y ha pasado de la ideología, que no arrastraba, a la estrategia utilitarista y consumista atea, sin Dios, para mantenerse en el poder.

Y como esto da votos, le han imitado hasta los partidos de raíces cristianas. Por eso, ahora, todos los partidos políticos, unos más que otros, van buscando los votos de la mayoría, y como la mayoría nunca será exigente, no establecen leyes que exijan para conseguir esos valores humanos que no se pueden conseguir de otra forma, ni eduquen hacia lo superior, hacia la cumbre de lo perfecto humanamente que siempre será con esfuerzo y abnegación; no, ahora todo debe ser fácil, dulce, placentero, sencillo; la vida, la enseñanza, un juego. Lo exigente se llama no práctico. Citaré una vez más a José M. Lahidalga:

«La gente joven acusa una cierta <flojera> personal: la abnegación a la baja. Vamos a terminar nuestro boceto. Y no queremos hacerlo sin ofrecer a nuestros lectores un pequeño comentario sobre una actitud personal que observamos en nuestros jóvenes y que nos llama poderosamente la atención. Nos referimos a esa especial <flojera> que acusa, en general, la gente joven cuando tiene que habérsela con las dificultades de la vida. Quizá una consecuencia del hedonismo que les rodea en las sociedades opulentas. Lo tienen todo y les cuesta privarse de algo que les apetece. Lo quieren tener, y ya.Al instante. No saben esperar y dar tiempo al tiempo.

Los que somos mayores, muy mayores, y hemos pasado por situaciones de pobreza y escasez, tendemos a calificar de <blandos> a estos jóvenes de ahora. Pensamos: no tienen el <espíritu de sacrificio> que se nos inculcó a nosotros. No aguantan nada. Se derrumban enseguida. Tiran la toalla.

Los creyentes, fieles al Evangelio, hemos hecho nuestra, por lo menos en teoría, una actitud fundamental, que es algo más que una actitud religiosa. Pensamos que vale también en el mundo secularizado en que vivimos. La convivencia, por ejemplo, en pareja o en familia, no es posible sin una buena dosis de abnegación o negación de sí mismo. Pensar en los otros y querer ayudarles, si no hay esa actitud humana, que no tiene por qué tener una motivación religiosa, es un deseo vano.

Esta palabra —abnegación— tiene hoy mala prensa. Sobre todo en las nuevas generaciones. Se piensa que es lo contrario a la autoestima o al amor a sí mismo o a la realización personal a tope. Se piensa que es como tener que renunciar a algo que nos gusta. Una especie de amputación de la persona. El Diccionario de la Lengua nos da una pista nada despreciable para no sacar las cosas de quicio. «Abnegación: sentimiento altruista que mueve al sacrificio de los propios afectos o intereses en servicio de Dios o para el bien del prójimo>.

Lo que sí podemos afirmar es que el mundo, nuestro mundo, está en crisis. Y en este mundo en crisis la juventud, nuestra juventud, está ejerciendo un papel importante. No vamos a decir, una vez más, que el sintagma <crisis es una polisemia. Ya lo hemos glosado muchas veces, y aquí mismo. Comporta un doble significado. Hay una crisis-peligro (cambio a peor) y una crisis-oportunidad (cambio a mejor). Y la gente joven está participando, y, activamente, en la doble vertiente del cambio. Lo hemos podido comprobar respecto de la realidad humana del matrimonio. Ya están sugeridos los cambios. Conocemos los dos aspectos de la crisis. Los lectores ya están al tanto de <lo que va de ayer a hoy>. Nuestros jóvenes están poniendo en peligro algunos valores sustanciales en la visión humana y cristiana de la vida. Lo dicho en nuestra colaboración anterior. Y esto hay que denunciarlo sin complejos[39]».

El concepto sobre el hombre, la vida, el matrimonio, la sociedad es ateo, sin Dios, sin religión, sin racionalidad completa, y, desde luego, sin trascendencia. Por eso se lo ponen muy difícil al evangelio, porque tenemos que luchar contra unas actitudes y comportamientos pragmáticos más que contra un pensamiento filosófico o racional sobre el hombre y la sociedad, caracterizado por un estilo de vida consumista superficial, de disfrute inmediato, de sólo lo presente, el futuro no importa, de trivialidad no comprometida en nada y menos religioso, de alergia al estudio, a la reflexión, a la filosofía de las cosas y, lógicamente, a la mirada trascendente de la vida, a las preguntas últimas que nos trae el evangelio de Cristo.

Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo, y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, Internet, películas y muchos libros y novelas... laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los «mass media», en los cenáculos académicos, en las reuniones de pseudofilósofos. en las tertulias de la tarde en las teles, verdadera droga para muchas mujeres y jubilados que permanecen en casa.

Y este aire y ambiente es lo que respiran a bocanadas llenas nuestros feligreses, contra el cual los párrocos, los catequistas, los padres de familia se las ven y se las desean para educar en la verdad, en la constancia, en la renuncia, en el amor, en la verdad del hombre y del matrimonio a sus hijos, y no digamos en la fe, desprestigiada públicamente y desaparecida de la educación. ¿Cómo educar en la fe cristiana a estos jóvenes del botellón, de las relaciones prematrimoniales, de la píldora abortiva, del aborto a los dieciocho años, del alcohol y la droga, del «yo hago lo que me apetece»

Así es cómo la increencia, desde la vida y desde la práctica, ha llegado hasta nuestros templos y acciones sagradas, que corren el peligro de no ser acciones de Cristo, de no ser sacramentales y santificadoras, porque ni dan gloria a Dios ni santifican a los que las celebran, porque a veces se realizan en la increencia, sin fe en el mismo Cristo y en los misterios que celebramos, consagrando más bien esa increencia en muchos bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y bodas que no deben hacerse, si tenemos presente a Cristo y su evangelio: “Tú crees en mí”; “Si alguno quiere ser discípulo mío, —yo no obligo, yo no te fuerzo a ser de los míos, pero si tú lo quieres ser—niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Conocer a Cristo, seguir y cumplir sus mandamientos, celebrar su Eucaristía, es imprescindible, a no ser que nos acostumbremos a dar sacramentos sin Cristo, a confirmar en la fe sin fe en Cristo... Y como “Jesús es el mismo ayer, y hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos, pues muchos comen pero no comulgan con el Señor; muchos son bautizados pero no son convertidos, porque no tienen ni viven en condiciones para desarrollar esa fe, amor y esperanza, virtudes sobrenaturales que nos unen a Cristo y muchos se casan en la Iglesia, porque es muy bonito el marco para las fotos y demás, pero no se casan en el Señor.

Es el consumismo que ha llegado a la Iglesia. El consumismo religioso, el “tomar y llevar” de las tiendas; la parroquia es una tienda más, que me vende y barato, un producto que no me exige fe, ni práctica religiosa ni vida cristiana ni conversión ni me cuesta ningún cambio en mi vida, ni me exige creer y practicar el evangelio. Eso está bien para llenar el tiempo de algunas homilías pero nada más. Porque luego no se exige nada de eso en la vida del cristiano.

2 SEGUNDO RETO: HOY, PARA NO CAER EN UNA PASTORAL PROFESIONAL Y SECULARIZANTE, SE NECESITA UNA FE PROFÉTICA, PERSONAL Y VIVENCIAL EN EL SACERDOTE.

Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no viene o se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral, que nos impida acercar al Cristo verdadero a este hombre moderno.

La tentación descrita anteriormente no puede rebajar nuestra acción pastoral al nivel de lo que le gusta al hombre actual, rebajando igualmente la moral, la teología y la liturgia, reduciéndolas a meros conceptos, necesarios para aprobar en el Seminario, predicar luego, pero no para exigirlo en la práctica, porque nadie nos lleva el control de esto. Cristo sí lo lleva, porque “Él es el camino, la verdad y la vida” y no quiere esta pastoral o liturgia donde Él no es camino de la Verdad y por tanto no puede ser vida para los que reciben así los sacramentos, que de esa forma no santifican ni llevan al encuentro personal y salvador con Él.

En los tiempos actuales ateos y rebajados moralmente, para no caer en una pastoral mediocre, es necesaria la fe y la experiencia de Dios en los sacerdotes; este es su reto, y que a veces no se entiende, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, y también porque ahora, no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

El ambiente de la sociedad actual nos obliga a ser creyentes cabales y enteros, apoyados solamente en Cristo, sin ayuda a veces de catequistas convencidos, tan necesarios siempre, y sin padres verdaderamente creyentes y religiosos, imprescindibles en todas las épocas, sino laicos y ateos, que no apoyan, es más, pueden contradecir con su comportamiento, falto de fe y práctica religiosa cristiana, lo que nosotros enseñamos y debemos exigir en nombre de la verdad de la fe y celebramos en la misma liturgia de los sacramentos, que tenemos que cambiar sobre la marcha, sobre todo el bautismo, porque cinco veces le dice la Iglesia que deben responsabilizarse y dar testimonio de la fe cristiana y los padres o no están casados o lo están por lo civil o nunca les hemos visto celebrar el domingo con la comunidad.

Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios, a ser creyentes de cuerpo entero, que convencidos por experiencia personal de lo que predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo, de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás. Y como esto cuesta, no esperes mucha ayuda de hermanos sacerdotes para esta pastoral.

La acción pastoral actual, la Liturgia, las catequesis, actualmente, muchas veces, no nos llevan a un encuentro con las personas divinas, sólo a conocimientos y verdades. Mucha teología y poco encuentro personal. Se predica una doctrina sobre Cristo, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con él. La presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas, que realmente vividas. Falta en no pocos cristianos, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como alguien a quien se busca conocer con más hondura, al que no se cansa uno de descubrir, del que se recibe continuamente miradas y toques de amor, alguien que está en el centro del propio vivir y sin el que uno se derrumbaría y caería en el sinsentido de una vida absurda.

Para que nuestro trabajo pastoral pueda ser comunicación viva de la salvación de Dios, sería necesario, a mi juicio, un cambio de rumbo fundamental, para lo cual se requiere que, en el origen de nuestra acción evangelizadora, ha de estar Cristo, pero no simplemente como fundador o legislador, sino vivo y resucitado, como está en la Eucaristía, en la Palabra, en la Asamblea, como Espíritu que da vida, como sembrador de lo Absoluto, como camino actual, que lleva al Padre.

Antes, un cristiano, aunque no tuviera una fe personal viva, la fe social le mantenía. Hoy, como esa fe ha desaparecido, nos obliga a pasar de una fe heredada a una fe experimentada personalmente en Cristo. Si no es así, no tendremos convencimiento, ni fuerzas, ni deseos, ni constancia para comunicarla a los demás.

Necesitamos una pastoral con interioridad, hecha en Espíritu Santo. Y para eso, nuestra vinculación mística con Cristo. Necesitamos fe personal apoyada directamente en Dios, que se haga viva caridad apostólica, operante por el Espíritu Santo; una fe, que haya hecho la experiencia de ese camino, desde fe heredada hasta fe personal y experimentada por la Oración y Eucaristía; que haya recorrido, en general, desde oración discursiva, pasando por la afectiva, hasta oración de unión con Dios contemplativa, como explico en otra parte de mi libro; una fe, que, en los sacramentos y en la Eucaristía, haya pasado de hacer los ritos, a celebrar con Cristo y comulgar con Cristo “en Espíritu y Verdad”.

Se acabaron las formas y las apariencias externas, los moldes, que antes bastaban. Hoy estos no son suficientes para ser predicadores o catequistas de la fe; hoy hay que ser testigos de la fe; hoy no se puede hablar de oración, de vida espiritual sin ser un montañero experimentado de la oración y de la experiencia de Dios, para luego enseñar el camino recorrido en tu oración personal hasta llegar a la cima del encuentro personal con Cristo, hasta poder decir: Dios existe y me ama, Cristo ha resucitado y vive y me ama, lo siento y experimento, y ha bajado y está aquí en el pan consagrado y me salva, como lo hicieron y siguen haciendo madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Isabel de la Trinidad, Teresita, Teresa, Juan de la Cruz y tantos y tantos y algunas personas de nuestras parroquias, que tienen experiencia del Dios vivo, en largos ratos de intimidad y oración personal y eucarística y que tanto bien les hace y está haciendo a la comunidad luego con su presencia y en reuniones.

Hoy, las circunstancias hacen imprescindible la experiencia del Dios vivo, precisamente porque el pueblo cristiano la ha perdido con la lluvia ácida del consumismo, hasta el punto de que debemos hacer extensible a todos los creyentes el pensamiento y las palabras de Karl Rhaner: «el cristiano del mañana será un místico, o no será, “no será cristiano». Y esto vale y con mayor razón para nosotros, sacerdotes.

Cuando yo estudiaba en el Seminario, los enemigos de la religión eran filósofos y la mayor parte de las objeciones y dificultades eran metafísicas, venían de la gente intelectual; ahora no hay dificultades metafísicas, nadie te pone razones abstractas para rechazar la religión, ahora es el consumismo, la reducción del hombre al instinto el que se encarga de la ley natural y sobrenatural y se carga lo divino.

No hay leyes, conductas ni mandamientos que guardar, cada uno puede hacer lo que le plazca: «Yo hago lo que me apetece» es hoy, en general, el principio regulador de la vida humana: por eso no hay matrimonio fiel, familia estable, sexo masculino o femenino, amor y defensa de la vida como algo sagrado e intocable, ni yo me comprometo toda la vida en el matrimonio, no; sino que yo me caso hasta que me canse, y por si no fuera suficiente ya la ley anterior del divorcio o parejas de hecho, ahora se aprueba el divorcio de fin de semana, de viaje de novios, el divorcio exprés... o las uniones homosexuales, que harán esquizofrénicos a los hijos sin padre o sin madre, sobre todo sin madre, sin tener la ternura y la experiencia de una madre... Y cuando te lleguen estos niños y niñas con dos padres o con dos madres, ahora tú transmíteles la fe, bautiza, da la primera comunión a estos niños, a esta generación... tendrán que cambiar antes los Rituales de Bautismo, Confirmación...

El consumismo se ha cargado la metafísica y la ley natural, los valores humanos morales, éticos, religiosos. La ley suprema, el dios de la vida a quien se sirve, es el consumismo. Y cuando no solo una cosa, sino incluso una persona humana no valga para consumir, no aporte placer o utilidad, la matamos, aunque sea vida humana; y para no llamarlo por su nombre, este crimen lo regulamos por leyes y lo legitimamos para salvar al que más puede y así tenemos abortos, eutanasias, manipulación de embriones de vida humana y todo lo que venga y que no tiene todavía nombre...

Así hemos convertido la vida humana y el mundo en una fábrica de producir y consumir. Y hemos matado el amor, la gratuidad, el deber, la renuncia, el sacrificio, la fidelidad, el amor... todo es hasta que me convenga.

Y si una madre es capaz de matar a su propio hijo y todos los demás lo consentimos y aprobamos con nuestros votos, hemos matado entre nosotros el amor, la vida humana, porque no esperemos que una madre que mata a su hijo va a cuidar luego de su padre anciano o enfermo, para eso está la eutanasia física o social, aunque se les llame centros de recogida; y menos esperemos que ame al vecino o al de enfrente o que perdone, como Cristo nos enseña en el evangelio... estamos incapacitados ya para amar en plenitud, como Cristo quiere, y por tanto, para ser felices en plenitud.

Así que nos queremos menos todos, estamos todos más tristes, los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos más tristes, tenemos menos confianza en amigos y en la gente. ¿Existen hoy vecinos..., amigos... amor de madre?

Al desaparecer Cristo y su verdad sobre el hombre, sobre el matrimonio, sobre la sociedad, ha desaparecido el modelo obligado del amor extremo, obedeciendo al Padre, hasta dar la vida. Ha desaparecido la moral auténtica, porque ha desaparecido antes la relación y la referencia a Dios de nuestro obrar; desaparece la religión, la religación y el deseo de unión y perfección en Dios. Y no me vengáis con casos particulares, yo hablo de la mayoría, yo estoy hablando de la sociedad en general.

Esta falta de fe, de experiencia de Dios y de vinculación mística con Cristo, en el sacerdote, favorecetodo un estilo de trabajo pastoral marcado predominantemente por lo exterior, por la actividad, la planificación y la organización, con una clara minusvaloración de lo contemplativo, de lo interior, de vida según el Espíritu, de «atención a lo interior y estarse amando al Amado». Estarse amando al Amado en la oración o en la Pastoral o en la Liturgia bien celebrada algunos sacerdotes lo consideran poco práctico, poco pastoral. Por eso, de estos temas, jamás se habla en las reuniones de arciprestazgo o pastorales; queda por si algún conferenciante de turno viene de paso. Se trabaja intensamente buscando un cierto tipo de eficacia y rendimiento pastoral, pero se trabaja como si no existiera el misterio.

«Y esto lo podemos ver en los diversos campos. En la evangelización, predomina hoy en la Iglesia una concepción excesivamente doctrinal. El cristianismo es un sistema de verdades, no una persona. Para muchos, lo decisivo parece ser propagar el mensaje y la doctrina de Jesucristo. Naturalmente, esta manera de entender las cosas, crea todo un estilo de acción pastoral.

Se busca, antes que nada, medios eficaces y de poder, que aseguren la propagación del mensaje cristiano frente a otras ideologías y corrientes de opinión; se promueven estructuras y se organizan acciones que permitan una transmisión eficaz del pensamiento cristiano; existe verdadera preocupación por hacer crecer el número y la capacidad pastoral de laicos comprometidos (catequistas, monitores, profesores de religión...). Todo ello es, sin duda, necesario, pues evangelizar implica también anunciar un mensaje. Pero se olvida algo esencial: el Evangelio no es solo ni sobre todo una doctrina, sino la persona de Jesucristo y la experiencia de salvación que en él se nos ofrece. Por eso, para evangelizar es necesario hacer presente en la historia de los pueblos, en la convivencia de las gentes, en el corazón de las personas, la experiencia salvadora, liberadora, iluminadora, esperanzadora que nace de Jesucristo.

Por todo ello, no basta cultivar la adhesión doctrinal a Jesucristo. El acto catequético, la predicación y la misma teología, cuando se configuran al estilo de cualquier otra exposición doctrinal, corren el riesgo de convertirse en palabras, a veces hermosas y brillantes, que pueden satisfacer la inteligencia, pero que no alimentan el espíritu ni comunican la presencia salvadora de Dios. Y, sin embargo, el hombre de hoy está necesitado de que alguien le ayude a descubrir esa presencia de Dios latente en lo hondo de su corazón.

Lo mismo se ha de decir de la pastoral litúrgica. Con frecuencia, las celebraciones aparecen escoradas hacia el discurso racional, la efusión sentimental o la exteriorización ritual, con un claro déficit de experiencia interior. Se hacen esfuerzos importantes por devolver a la liturgia su lugar central en la vida de la comunidad cristiana, pero falta muchas veces una interiorización del misterio salvador que se celebra y una personalización de la Palabra que se proclama. Se canta y se ora con los labios, pero el corazón está con frecuencia demasiado ausente»[40].

3. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS POR LA SECULARIZACIÓN DE LA FE EN UNA MALA (CIVIL-SOCIAL) ADMINISTRACION DE LOS SACRAMENTOS

La secularización es el resultado de un proceso histórico que señala una vigorosa toma de conciencia de la autonomía del hombre y de los valores terrenos sin necesidad de relacionarlos con Dios: cultura, arte, moral, política...

El hombre se ha convertido en el centro del mundo, quitándole a Dios. El hombre moderno ha vuelto a comer del árbol del bien y del mal, como Adán, y ya no tiene en cuenta en mirar a Dios para saber lo que está bien o mal, es él quien dicta la moral, lo que hay que hacer o rechazar como bueno y como malo. El cosmos y la naturaleza ya no son principios orientadores; el hombre ha sometido al cosmos y a la naturaleza y las domina. Y de esta forma el hombre es el creador de la ciencia, de la moral, de las leyes. El hombre es el sentido y la explicación de este mundo en evolución permanente. La naturaleza gira en torno al hombre y está a su servicio.

Por eso, el hombre ya no busca el encuentro con el Absoluto en la contemplación de la naturaleza. Hoy muchos jóvenes y adultos no saben mirar la naturaleza como obra salida de las manos del Creador y no saben cantar con San Juan de la Cruz:

1.      ¿A dónde te escondiste,

  Amado, y me dejaste con gemido?

  Como el ciervo huiste,

  habiéndome herido;

  salí tras ti clamando, y eras ido.

2.      Pastores los que fuerdes

  allá por las majadas al otero,

  si por ventura vierdes

  aquel que yo más quiero,

  decidle que adolezco, peno y muero.

3.      Buscando mis amores

  iré por esos montes y riberas;

  ni cogeré las flores

  ni temeré las fieras,

  y pasaré los fuertes y fronteras.

4.      ¡Oh bosques y espesuras

  plantadas por la mano del Amado!,

  ¡oh prado de verduras

  de flores esmaltado!,

  decid si por vosotros ha pasado.

5.      Mil gracias derramando

  pasó por estos sotos con presura

  y, yéndoles mirando,

  con sola su figura

  vestidos los dejó de hermosura.

Y desde esta exaltación de los valores profanos y antropocéntricos, desligados de toda relación a Dios y a la naturaleza y a los valores humanos naturales, es corto el camino que nos conduce a la desvalorización de la Salvación Eterna y Divina. No hay más salvación que la humana y terrena. El hombre no necesita de la religión, ni de Cristo ni de su gracia ni de Dios. Como se ve fácilmente, toda esta manera de pensar y de actuar crea interrogantes a la esencia del cristianismo, a la naturaleza de la misión de la Iglesia y al significado y finalidad del sacerdocio ministerial.

En un mundo así secularizado, lógicamente el trabajo y la función del sacerdote no es comprendida; para muchos es algo inútil y superado, propio de otras épocas de ignorancia, o a lo sumo, es un profesional del culto para un resto de creyentes mayores y jubilados de la vida real, que aún permanece, o simplemente un agente social de ciertos servicios sociales, pero nada más, y sin relevancia de ningún tipo. Debe prestar ese servicio siempre que se lo pidan y sin necesidad de fe o de haber vivido o no dentro de la comunidad cristiana, sin saber cómo vive o ha vivido o muerto, cosas que ya ni se preguntan por el mismo sacerdote. Se trata de bautismo, de bodas, te lo traen muerto, tú lo entierras, aunque haya sido un perseguidor de todo lo cristiano o haya manifestado públicamente ser no creyente. Lo puedes enterrar y rezar por él, pero no hacerle una homilía que le metas en el cielo. Se puede hablar de muchas más cosas de la vida resucitada. 

Esto hace que el sacerdote y lo que hace se considere insignificante, porque la gente no lo pide o celebra en relación o referencia a Dios ni a la fe, sencillamente, porque no creen ni se le exige la fe; de esta forma, el sacerdote, acomplejado ante su trabajo, desea a veces otros trabajos complementarios, que le den la sensación de ser útil y valorado por trabajar como los demás.

Por razón de esta secularización, el trabajo pastoral es martirial, porque supone mucha valentía ser testigo claro y valiente de la fe en Cristo, y lleva consigo muchos sufrimientos e incomprensiones por parte incluso de los mismos creyentes. Quiero decir más llanamente: el apostolado hecho con fe y desde la fe supone hoy recibir muchas bofetadas, necesarias todas desde una administración correcta y santificadora de la gracia de la Predicación y de los Sacramentos.

Por eso, el apostolado, medio de santificación para el sacerdote, realizado debidamente y desde la caridad pastoral, se ha vuelto hoy sumamente peligroso, una verdadera trampa, un verdadero peligro, una verdadera tentación, que puede llevar consigo la autodestrucción de su identidad sacerdotal, desde una administración no profética de los dones de Dios. Hoy no se trata de que un sacerdote sea más profeta que otro, hoy todos debemos ser profetas y testigos, esto es, mártires y testigos de la fe.

Me explico: viene uno a pedirte un sacramento; tú estás convencido de que no debes dárselo, porque para algo sabes Liturgia y Teología y sabes que sin fe y las debidas condiciones no se debe conceder. Por presiones ambientales, por miedo a ser profeta incomprendido, a defender la gloria y el honor debidos a Dios, por miedo a incomprensiones y críticas... celebras el sacramento. Aparentemente no pasa nada; desde luego, externamente, no se nota nada, la gente ha quedado agradecida y no “como otros sacerdotes que...”; por otra parte Dios está mudo, no porque no hable claro por los evangelios y la doctrina de la Iglesia, o porque la teología y la moral católica no hablen con claridad sobre las condiciones de ser discípulo de Cristo o de recibir los sacramentos, sino porque no hay mayor sordo, que el que no quiere oír.

Es tan violento a veces celebrar los sacramentos en estas condiciones, que, como los Rituales están hechos desde la fe y para creyentes, sobre la marcha, en la administración del bautismo, por ejemplo, hay que suprimir o modificar algunas preguntas y oraciones en la celebración, porque resultan violentas o suenan a mofa para estos padres concretos, que no tienen fe o no la viven como es obligado, incluso, públicamente.

Pero hay sacerdotes tan <comprensivos>, por no decir otro calificativo, que sería el correcto, que cambian hasta la misma naturaleza del sacramento que están administrando, teniendo que cambiar su misma teología, y hasta su misma liturgia que está hecha desde una concepción correcta teológica y litúrgicamente del sacramento, del misterio que se está celebrando.

Pues bien, con esta forma de dar los sacramentos ni damos gloria a Dios ni santificamos a los hombres ni hacemos Iglesia ni realizamos la misión que se nos ha encomendado ni nos santificamos en nuestro sacerdocio y apostolado, como nos pide el Vaticano II, por la caridad pastoral. Se olvida hoy la forma de hacer cristianos en los primeros y en todos los tiempos: “Id por el mundo entero y predicad el evangelio: los crean que sean bautizados y entren a formar parte de la Iglesia”; así no hacemos Iglesia; nadie se va agregando; es más, de esta forma estamos destruyendo el concepto y la realidad de comunidad, y estamos perdiendo la fe viva y verdadera en Dios y sus misterios y las iglesias cada vez más vacías, porque a estos hermanos y a estos sacramentados no les volvemos a ver más por la iglesia. A otros, sí, a los que recibieron o pidieron los sacramentos como la Iglesia quiere y nos manda. Y estos son los que quedan y nos acompañan en la comunidad.

Sin embargo, Dios existe, y aunque no le escuchemos, Él lo ve todo, y ve que preferimos nuestra honra a la suya, y como Dios es Dios, y no puede dejar de serlo, no puede menos de ser Verdad y Vida; ¿y qué pasa? Pues que te alejas de Él actuando de esta forma y a la vez autodestruyes tu sacerdocio y a la verdadera Iglesia de Cristo.

El itinerario es el siguiente: no has valorado el sacramento, presencia viva de Cristo y de su gracia; la gente se da cuenta también de que esto no tiene valor porque lo vendes a ningún precio de fe y de estima por el Señor; si lo haces así, como consecuencia, no tendrá valor a la larga para ti y, de esta forma va entrando dentro de ti el microbio que destruye tu fe y amor personal a Cristo, el cáncer de pulmón que poco a poco te dejará sin aire ni respiración de fe y amor verdadero y personal al Cristo presente y que actúa en los sacramentos; así, sin tú quererlo y darte cuenta, al dar los sacramentos y la gracia y los dones de Dios sin valorarlos, poco a poco entra dentro de tu corazón el convencimiento de que no tiene valor en sí lo que haces: tu ministerio, tu sacerdocio no vale nada; Dios no vale nada... es la crisis de fe, de sacerdocio, de apostolado verdadero y auténtico...

Pero no hemos terminado. Ahora todos, de una forma u otra, pertenecemos a un arciprestazgo, a una unidad pastoral y programamos conjuntamente... ¿qué pasa? Como cada uno piensa según vive, salen estos y otros temas, hay discusiones, ¿qué hacemos? Pobre Iglesia de Cristo...

Te has preferido a Dios y esto, hecho con continuidad, produce crisis de identidad sacerdotal. No valoramos lo que administramos; no valemos, por tanto, tampoco nada los administradores, porque lo que administramos no tiene ningún valor para la gente ni tampoco para nosotros mismos, se puede dar por nada, sin fe, porque la gente no se disguste.

De esta forma tu sacerdocio termina no valiendo nada para ti. Esta es la causa de la secularización exterior y total del sacerdote que deja el sacerdocio, pero también de la secularización interior del sacerdote que puede llevar hasta el abandono de su santificación, del gozo sacerdotal, de la búsqueda, mirando a Dios por encima de toda otra mirada, la verdadera eficacia apostólica.

No, si los sacramentos se dan, pero luego nos quejamos de que la gente no viene a la Iglesia ni aumentan los grupos de postcomunión o confirmación; no hay grupo de adultos que quieran cultivar la fe y el amor a Dios... para qué van a venir y molestarse, si las cosas de la Iglesia se las dan igualmente; es más, incluso para gente sin formación y poca fe como la de ahora, estos sacerdotes son buenos, trabajadores y sobre todo, “muy comprensivos”. Y así un sacerdote puede llegar a perder su identidad sacerdotal. Las consecuencias y el resultado son crisis de fe desde una mala administración de lo sagrado. Rutina y cansancio en una caridad pastoral mal realizada, porque no se realiza en el amor y en la fe en Cristo, sino en nuestra comodidad y falta de compromiso: “Los Apóstoles predicaban la palabra de Dios, y los que creían se bautizaban y entraban a formar parte de la comunidad”.

4. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE MI VIDA DE PÁRROCO, EN CONTINUA RELACIÓN CON ESTOS PROBLEMAS.

Esto mismo, desde otros niveles, lo veo descrito así por J.A. Pagola:

«Todo lo que venimos diciendo favorece el desarrollo y sostenimiento de la mediocridad espiritual como fenómeno generalizado. Esta mediocridad no se debe sólo a la debilidad, la impotencia o la infidelidad de cada individuo, sino que se debe también, y sobre todo, al clima general que creamos entre todos en el interior de la Iglesia, por una forma empobrecida de entender y de vivir el hecho religioso.

Muchos cristianos, observantes fieles y practicantes piadosos, no llegarán a sospechar nunca la experiencia salvadora que podría significar para ellos una comunión más vital con el Dios de Jesucristo.

Este clima generalizado de mediocridad espiritual produce como primera consecuencia una especie de bloqueo de la acción evangelizadora. A la Iglesia concreta de cada lugar se le hace difícil ahondar en la fidelidad a su misión. Solo una experiencia nueva del Espíritu de Cristo resucitado presente en ella la podría hacer menos dependiente de un pasado poco evangélico, menos sujeta a las presiones mundanas del presente...

Ante esta mediocridad y falta de vigor espiritual, uno no puede evitar la sensación de que en todo esto se oculta una larvada infidelidad. Una infidelidad de contornos poco precisos, que no es fácil decir exactamente en qué consiste, que no procede siempre de las intenciones y de las actuaciones concretas de quienes se desgastan en el trabajo pastoral, pero que está ahí en la raíz de todo, impidiendo la expansión de la verdadera evangelización. Esto no es la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con Jesús y que quedaron sacudidos por la presencia transformadora del Resucitado. Aquí falta Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, acogido en el fondo de los corazones.

La falta de una experiencia mística de la salvación cristiana trae consigo el riesgo de desfigurar y pervertir la acción pastoral. La evangelización no brota del corazón, como irradiación o prolongación de lo que vive el evangelizador. Es fácil, entonces, que el trabajo pastoral se convierta en una actividad más entre otras, incluso a veces más absorbentes por ser más vinculantes para uno.

Pero, sobre todo, cuando falta la experiencia mística de Jesucristo, pronto aparecen los signos que la delatan: el trabajo pastoral se convierte fácilmente en actividad profesional; la evangelización es propaganda religiosa ideologizada desde la izquierda o desde la derecha; la liturgia, en ritualismo vacío de espíritu; la acción caritativa, en servicio social o filantrópico. Pero hay más. No es fácil vivir en el mundo sin ser del mundo.

Ser fiel al evangelio sin caer prisionero de lo que se piensa, se siente y se vive en medio de la sociedad. Una pastoral, espiritualmente débil, fácilmente se deja arrastrar por «el mundo». Quien no se inspira en Jesucristo, termina copiando de los hombres. Cuántos esfuerzos de renovación, «aggiornamento» y adaptación han terminado en una pastoral que era más «de este mundo» que «de Dios».

En esta misma línea, es fácil observar cómo nobles esfuerzos de acción pastoral terminan, a veces, sometidos a una ideología de un signo u otro, que prevalece sobre lo esencial de la fe. Cuando falta unión mística con Cristo es fácil el riesgo de sentirse más vinculado a ciertas ideologías de la época que a la misma fe. Brota entonces la ambigüedad e, incluso, el escepticismo y la incredulidad sobre la fuerza transformadora del evangelio»[41].

Y qué pasa si el sacerdote se niega a administrar los sacramentos de esta forma. Pues primero: que Dios existe, que Cristo existe, al menos para el sacerdote y para los verdaderos creyentes y parroquianos; segundo: que los sacramentos son algo importante y, para recibirlos, no basta pedirlos sino que hay que prepararse y tener condiciones particulares de fe, esperanza y amor cristianos; tercero: que la gente se entera de que el sacerdote valora lo que hace y a lo que ha entregado su vida, negándose a dar los misterios de Dios a ningún precio; y de esta forma, esta pastoral, si se hace con prudencia, hace bien a Dios, a la Iglesia, al cura, a la feligresía y al pueblo, a la verdad y moral católica. Y cuarto, y esto es lo más importante: esto da gloria a Dios, hace Iglesia y nos santifica y salva a todos, y manifiesta que Cristo existe y es verdad, y es verdad todo lo que dijo e hizo.

Para explicar un poco más esta dificultad, bastante generalizada hoy en la Iglesia, teníamos que meditar un poco en el evangelio, cuando Pedro, ante la pregunta de Cristo, de qué dice la gente de Él, Pedro, en nombre de todos los Apóstoles, responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Afirma la Mesianidad y la Divinidad de Jesús. Esta profesión de fe es la esencia de todo cristianismo. Sin esta fe en la divinidad y medianidad de Jesús no hay catolicismo. Esta es la puerta para entrar en la fe de la Iglesia Católica.

Afirmar que Cristo es Dios significa estar dispuesto a poner de rodillas toda nuestra vida delante de Él y todo cuanto soy; significa vivir para Él, esforzarse porque Él sea lo absoluto de mi vida. Así lo entiende el católico verdadero. Todos los bautizados en Cristo han hecho esta profesión de fe y entrega. Para esto hay que luchar, orar, convertirse todos los días. Esto es lo que significa vivir la fe.

Este Evangelio desarrolla dos aspectos: primero la Mesianidad: “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado”; luego la Divinidad: “y resucitar al tercer día”. Pedro, que en el Evangelio anterior no había tenido dificultad en confesar ambos aspectos, ahora le cuesta trabajo comprender el sufrimiento de Cristo. Y Pedro se opone a este camino porque Él no sabe que ese es el camino que el Padre le ha trazado a Jesús. Y Jesús adora al Padre y quiere cumplir totalmente su voluntad aunque le lleve por la pasión y la muerte hasta la resurrección. Jesús quiere obedecer, entregando su vida al Padre, para la salvación de los hombres, con amor extremo, hasta dar la vida. Y Jesús le llama Satanás a Pedro. A quien hace poco le había bendecido ahora le maldice.

¿Por qué esta reacción tan fuerte y distinta de Jesús en relación con Pedro? Porque Jesús quiere obedecer al Padre hasta dar la vida, adorando su voluntad, antes que a los                         hombres, incluso ante la incomprensión de Pedro y los Apóstoles; y Pedro, con su deseo de alejarle de ese sufrimiento, del que él no sabe la razón, trata de desviar a Jesús del camino de la voluntad del Padre, a quien Él adora con amor extremo. Aprendamos esta lección todos los sacerdotes, tan necesaria en estos tiempos tan martiriales de fe y de sangre derramada.

5. LA EXPERIENCIA DE DIOS DESAPARECE SI ADMINISTRAMOS BAUTIZOS CIVILES, PRIMERAS COMUNIONES CIVILES Y  BODAS CIVILES DENTRO DE NUESTRAS IGLESIAS

Porque se dan como si Dios no existiera en los sacramentos. Es un peligro inmenso para los sacerdotes, para su vivencia de fe. Y lo peor y lo trágico de todos estos sacramentos, a los que yo me atrevo a llamar civiles, no es lo que supone de imitación o mofa de los católicos, porque se den en el Ayuntamiento por el Alcalde o los Concejales; lo peor de todo y el reto que se nos plantea a los sacerdotes católicos es que se celebren, no en el Ayuntamiento, que ya es triste, sino en nuestras propias iglesias, como ya he dicho anteriormente, y nosotros seamos los oficiantes.

Porque vamos a ver: ¿qué es lo que se requiere para recibir los sacramentos católicos? Fe, lo primero fe, y en algunos, además de creer en Jesucristo, estar en gracia y estar dispuestos a vivir según el Evangelio.

Los Apóstoles encontraron un mundo más difícil que el nuestro. ¿Qué hicieron? ¿Cambiaron el evangelio? ¿Qué hicieron en la primitiva Iglesia, qué exigían los Apóstoles para entrar en la comunidad cristiana? “Los Apóstoles predicaban la palabra de Dios, y los que creían se bautizaban y entraban a formar parte de la comunidad”. ¿Qué fueron los catecumenados de los primeros siglos, para qué y en qué consistían aquellas catequesis mistagógicas, qué pasos tenían que dar y por qué habían establecido esos pasos para recibir los sacramentos, especialmente la Eucaristía? Eran los pasos necesarios de formación y vivencia de la fe para recibir los sacramentos con verdad y dignidad, para gloria y alabanza de Dios, en la que pocas veces se piensa y siente, y para la santificación de los creyentes en Cristo.

Este es el segundo o tercero, bueno, este es otro reto que tenemos en el momento actual: la cristiana, la necesaria, la correcta administración de los sacramentos, de la gracia y los dones de Cristo.

Paradójicamente, para no necesitar de estas exigencias, junto a la increencia religiosa cristiana, se está produciendo en la sociedad actual el fenómeno sustitutorio de los <nuevos cultos>, esto es, el consumismo religioso, un supermercado de cultos, sacramentos, religiones y dioses. Y lo cristiano para muchos es una más.

Cuando parecía que el hombre moderno había secularizado la cultura, resulta que el consumismo religioso actual ofrece al hombre moderno una carta muy surtida de toda clase de sectas, ritos, religiones, cultos diabólicos, magias, amuletos, tarot, espiritismo, supersticiones y cosas peores si hablamos de sectas satánicas, ocultismo, magia negra..., etc.

Y es que está claro que el hombre no puede vivir sin Dios, sin religión, y cuando este sentimiento religioso no se orienta correctamente, cae en la idolatría de las cosas, en el consumismo, que quiere sustituir a Dios por los objetos, y hace así dios a los adivinos, videntes, horóscopos, como advertía ya Chesterton con su proverbial causticidad: <Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo>.

Y es que cuando Dios deja de ser nuestro fin, nuestra vida, nuestra razón de ser y existir y amar..., nuestra seguridad y razón de vivir y la felicidad la queremos poner en las cosas presentes. Ante el reto de las falsas religiones, ante el reto de los sacramentos civiles, es la hora de la verdadera religión, de la verdadera experiencia de Dios, de sacerdotes que tengan experiencia de lo que predican y celebran, de la verdadera experiencia cristiana en nuestros feligreses, madres y esposos cristianos, al menos, para que nos sirvan de orientación y apoyo.

Porque si no hay experiencia, si celebras años y años la misa, la comunión, y no has sentido nada... si crees en el Cristo del Sagrario y no le saludas ni te pasas un rato ante Él todos los días, no digo tanto rato como ante la tele o tu ordenador..., si te aburre Cristo o su evangelio no te dice nada y así lo demuestras con tu forma de comportarte ante Él... mira que yo soy sacerdote desde hace 50 años... a mí no me vengas con cuentos..., si te aburre Cristo, tú no puedes entusiasmar a la gente con Él, ni con su Eucaristía, misterios, verdades... ¿como vas a entusiasmar a la gente con Cristo, querido hermano sacerdote, si a ti te aburre?

Es la hora de la autenticidad, de ser verdaderamente santos, místicos, convertidos, la hora de vivir en conversión permanente a Él, de ser testigo del Invisible, del Misterio del Dios verdadero.

Ante estos hechos modernos, el reto y la urgencia pastoral no es la reacción violenta, sino «firmiter in re, suaviter in modo»; es la hora no de rechazos bruscos y posturas reaccionarias, sino de exponer con calma y paciencia en cada petición de un sacramento una verdadera catequesis sobre él y sus condiciones para que ellos mismos juzguen si creen en Cristo, en la Iglesia, si viven o están dispuestos a vivir el evangelio

Por nuestra parte, es la hora de una mayor purificación de nuestra fe y apostolado; es la hora de la fe viva y trabajada mediante una oración de conversión y de Eucaristía permanentes; es la hora de la verdad, de la mística verdadera, de la experiencia de Dios, de la fe y el culto experimentado y vivido, de la oración que pasó por la meditación y la oración afectiva, por lo menos, en que ya se siente el primer gozo y experiencia de Dios, y mejor si avanzamos a la unión con Dios en la oración contemplativa, donde ya no te deja pensar y discurrir el Señor, porque estás en el Tabor y sólo puedes decir: qué bien se está aquí: son los sacerdotes de la oración diaria, aunque en temporadas cueste; la hago porque Dios es Dios, la hago, sienta o no sienta, porque quiero amarle sobre todas las cosas, también sobre mi egoísmo de sentir o no sentir; a estos nadie ni nada les tumba ni les asusta, ni el pecado ni la misma muerte porque han llegado a la experiencia del cielo en la tierra, que es Dios, y Él está dentro de ti.

Sin esta experiencia, sin esta vivencia, con sólo ideas y teologías, en que la religión se convirtió simplemente en un sistema más de verdades, como aquellos sistemas de ideas abstractas de filosofía, que estudiábamos en nuestros años de seminario, es muy difícil, por no decir imposible, que el agua viva, el Dios vivo llegue a los que nos escuchan, porque la vida de Dios se comunica, a través de nosotros, a los hermanos, al modo de los sarmientos: “yo soy la vida y vosotros, los sarmientos... si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto... sin mí no podéis hacer nada...”.

Los Apóstoles fueron sarmientos muy distintos antes y después de Pentecostés; y era el mismo Cristo, incluso le vieron resucitado y le tocaron, pero permanecieron con las puertas cerradas, “por miedo a los judíos”; era el mismo evangelio, el mismo Cristo, ya resucitado, creían las mismas verdades, pero no se atrevían a predicarlo “por miedo a los judíos”. ¡Por miedo a los judíos! Con qué humildad, con qué sinceridad lo expresan los evangelios para que nosotros aprendamos. Y eran los Apóstoles de Cristo, nuestros padres en la fe. De seguro que más de uno me criticará por hablar así. Pero no me importa, aunque sufra por ello. Quiero seguir el modo evangélico, decir la verdad, aunque duela. Pero vamos a lo que estamos diciendo. ¿Por qué cambiaron radicalmente los Apóstoles con la venida del Espíritu Santo? Ya lo he dicho y lo repetiré muchas veces en mi vida. Porque fue Pentecostés, porque vino el Espíritu Santo, que es el mismo Cristo, pero hecho fuego y llama de amor viva, Espíritu de Amor del Dios Trino y Uno, y lo sintieron en amor vivo por dentro, en su mismo espíritu, y al sentirlo así, lo comprendieron todo porque lo experimentaron, y ya no pudieron permanecer por más tiempo en silencio, abrieron los cerrojos y las puertas para que todos les escuchasen y todos, aun siendo de diversas lenguas, los entendieron, porque hablaban el lenguaje del Amor del Dios que es Amor, pero desde la experiencia, no desde el puro conocimiento o teoría.

Cristo ha de pasar en nosotros de ser teología y concepto verdadero a ser llama de amor viva en nuestro corazón, como en los Apóstoles. Pero es necesario un Pentecostés. Y para que haya Pentecostés “los apóstoles estaban reunidos en oración con María, la madre de Jesús”. Sólo por la oración llegamos a Pentecostés, a tener experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado.

Por eso, la Iglesia siempre ha tenido y ha necesitado en todos los siglos, santos y místicos que tanto bien nos han hecho a todos. Y este reto es el que nos pide la carta Apostólica de Juan Pablo II NMI, para mí no suficientemente estudiada y asimilada por la Iglesia, especialmente los que tienen que dirigir por los diversos aspectos de la vida pastoral: el primer apostolado de la Iglesia, el primero y fundamental, la santidad; y para ser santos, el camino es la oración, la oración y la oración que nos lleva a la conversión permanente hasta la Unión con Dios. En Cristo conocido y amado en la oración, radica todo mi apostolado, si quiero hacerlo con Cristo y desde Cristo como sarmiento suyo. No todas mis acciones son verdaderamente apostólicas, para que lo sean, necesito la vida, la savia de Cristo, porque soy sarmiento suyo: “Y ni el que planta ni el que riega... sino el que da el incremento, Cristo”. «Oh Dios mío, quién te buscara con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean» (S. Juan de la Cruz).

¡Señor, que te busquemos siempre de verdad, en todo y sobre todas las cosas y circunstancias!

6. OTRO RETO: EL SACERDOTE MODERNO, EN UN MUNDO CON MÁS SEXO Y MENOS AMOR, TIENE MAYORES DIFICULTADES DE FE Y SEGUIMIENTO TOTAL A CRISTO.

Aquí meteríamos también todas las tentaciones provenientes de la condición celibataria del sacerdote en un mundo lleno de sensualismo. Ahora, no se concibe una amistad pura, sólo por afecto limpio; ahora, desde la juventud, todo es y está orientado al sexo; la tele, las películas, la vida misma actual de chicos y chicas, en simples encuentros primeros o semanales, termina en el sexo indiscriminado, por puro pasatiempo. Y el sacerdote es célibe, lo cual no es solamente que no puede tener relaciones sexuales con una mujer, que es lo que todo el mundo entiende por el celibato, sino que no puede tener amor y ayuda de esposa, de amar a una mujer con amor total de esposa, porque ese amor el célibe lo tiene y consagra a Dios, sólo a Dios, y por Él y desde Él puede amar a todos.

Y esto obliga a mayor soledad que antes; por una parte, por el peligro ambiental; y por otra, por el peligro personal de la virtud de la castidad, hoy incluso poco valorada y públicamente pisoteada y ridiculizada; sobre todo, porque se ha entronizado el sexo por el sexo y sin amor. Con todo lo cual, nuestro instinto, nuestra carne, que todos tenemos, como los mismos santos, algunos de los cuales fueron peores que nosotros en esta materia antes de convertirse y llegar al amor total de Cristo, nuestros instintos, repito, se sienten más incentivados hacia lo carnal, que impide este amor total a Cristo sobre todas las cosas, incluso sobre el amor conyugal y de entrega a una esposa, a una mujer.

Y que conste ya desde este momento, que jamás defenderemos el celibato ni queremos ser célibes porque el matrimonio sea más imperfecto, no; léase el Vaticano II; de esto los Padres del Concilio tuvieron mucho cuidado cuando hablaron del celibato, ya que antes de hablar de él en el Presbyterorum ordinis habían hablado y defendido el matrimonio, como camino de santidad, y la llamada de todos los hombres, sea cual sea su estado, a la santidad.

Por eso esta tentación de ser célibes en un mundo con más sexo y menos amor se convierte para nosotros automáticamente en un reto, en un camino de santidad, que aceptamos al ser sacerdotes, donde puede haber o no haber fallos, pueden existir más o menos, ¡nunca escándalo público! ¡Dios lo quiera y lo consiga! porque lo quiere y nos ha llamado a amarle, a amarnos en totalidad y gratuidad sin recompensa de instinto. Este es nuestro reto: tender siempre al amor total a Cristo y por Cristo, con amor total y gratuito, sin recompensa de sentidos, a los hermanos y hermanas.

Al sustituirse el amor por el sexo, se le complica la vida al sacerdote celibatario, porque la gente tiene esa mentalidad y no va a hacer una excepción con el cura. Así que tenemos que tener más cuidado, sobre todo, con el Internet que lo facilita a todas horas y fácilmente, sin complicaciones. Antes, el sacerdote podía tener más compañías femeninas, hoy es más peligroso por los motivos aducidos. En consecuencia, el sacerdote se encuentra más solo afectivamente, máxime cuando ya la hermana o la sobrina ya no quieren vivir en el pueblo o necesitan trabajar.

Si tiene una <canónica> relativamente joven, la gente desconfía; si la tienes mayor, debes tú cuidar de ella; si no la tienes, de no ser un manitas, la cosa no marcha bien en la cocina o en la limpieza del piso y te toca comer todos los días de latas y conservas y precocinados. Tampoco la economía de un cura da para una buena asistenta. Hoy hay muchos que no lo consiguen, quedándose solos y aislados en la casa parroquial, fría y melancólica. Tampoco se encuentran fácilmente, digo que sean aptas y apropiadas. La propia familia te deja solo: ya no hay sobrinas, ni tías solteras, quedan sólo las madres....

Por otra parte se han hecho tentativas de vida en común entre sacerdotes, y la cosa no resulta fácil: diferencias de gustos, costumbres, egoísmos, amor propio, mentalidades diversas. De todas formas nosotros no somos religiosos. Y a los religiosos la vida comunitaria tampoco les resulta fácil. Porque viven juntos, pero a veces separados, no comunitariamente. En tiempos pasados, el sacerdote siempre encontró abundante y más que suficiente compañía en sus feligreses. El ambiente y las circunstancias eran distintas. Pero el hombre será siempre hombre y la mujer, mujer. Si de niño o joven el sacerdote no tuvo rostros femeninos de amor célibe que le amaran gratuitamente, sin nada de sexo, como son sus padres, sus hermanas y amigas de infancia o juventud, le va a ser más costoso este camino del amor célibe, que en definitiva es amar con totalidad de amor a Dios y con esa gratuidad de amor de Dios a los hermanos. Esta es la parte positiva del celibato. La negativa es huir de lo carnal, es amar gratuitamente a la mujer o al hombre sin recompensas de carne.

Dice J. LAPLACE:

<En efecto, es peligroso presentar tan de prisa la cumbre de todo amor. Dios es el Amor, pero es invisible, y, como de todo lo que es invisible, corremos el riesgo de que la imaginación nos haga de Él la idea que nosotros queremos. El amor no es verdadero sino cuando es palpable. A menudo he sentido ganas de decir a tal o cual joven que sueña con la donación total: ¿Quieres darte a Dios? Tienes tal potencia de imaginación que, incluso a los seres que te rodean, empleas años enteros en descubrirlos como en realidad son, aunque estén en tu presencia en carne y hueso para hacerse recordar de ti. Con mucha más razón si pretendes amar a Dios, a quien no ves. Crearás de él una idea que no tendrá nada de común con la realidad. Hay que tomar al pie de la letra la frase de San Juan: «Aquel que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»[42].

Para ser exactos, aún hay que decir: ¿cómo amará a sus semejantes quien no ha aprendido, siendo amado él mismo, lo que es amar? Ésta es una etapa frecuentemente pasada en silencio. Decís a ese muchacho replegado sobre sí mismo: Date a los demás. Pero, ¿qué sentido tiene para él esta invitación? Él se reparte con buena voluntad en obras generosas, se inquieta por saber si hace el bien como es debido, se esfuerza en imitar a éste o a aquél. Pero el amor sigue siéndole ajeno. No puede amar sino en la medida en que ha sido amado y en que ha sido alguien bajo la mirada de otro.

Por tanto, hay que partir de la experiencia que cada cual hace del amor desde su primera juventud. Estamos marcados por ella hasta en las profundidades de nuestro ser. Déle un padre y una madre, se podría decir en muchas ocasiones a tal o cual director espiritual impotente para inspirar a su dirigido el sentido de la oración o de la donación de sí. El desbloqueo de los problemas afectivos permitiría la apertura a una vida espiritual y a la comunicación con los demás.

Para que el sacerdote no vea el amor a Dios y a los demás como un puro sueño, debe apoyarse en esta experiencia que todo ser, desde su juventud, hace del amor con que es amado. El contacto prolongado con las vidas sacerdotales —como con las otras, de seguro— pone ante esta evidencia: muchas dificultades de la edad madura tienen sus raíces en infancias mal aceptadas o mal conocidas. Incluso existen expresiones de generosidad apostólica que corresponden, si se las mira más de cerca, a esfuerzos inconscientes por huir de una infancia que avergüenza. Este o aquel muchacho, admirado de todos por su abnegación, hubo de darse cuenta un día de que, en su proyecto de vida sacerdotal, trataba de huir de unos padres que no le amaban. Tales situaciones no son tan raras. Algunas caídas de la edad madura se explican por estas carencias de amor.

Hay que volver a estos humildes comienzos —si fuera verdad que en la obra de Dios hay estadios inferiores o desdeñables—. Estamos implicados en una historia —la nuestra— en la que todo permanece. El amor dado es primeramente un amor recibido. El hombre debe ser reconocido antes de darse él mismo. Movimiento en dos tiempos, que sólo cesa al cesar la vida. Así aprendemos el amor y nos convertimos en centro de relaciones.

Pero, ¿y si esta inmersión en mis raíces me hace comprobar que el amor no ha tenido para mí un rostro humano? ¿Qué puedo hacer, entonces? Por lo menos, no escapar a esta objetivación de mí mismo y reconocer en mí esa necesidad fundamental que todos tenemos de ser amados.

El amor evangélico siempre tiene este rostro humano, y a través de este mismos rostro es como el hombre conoce el amor de Dios>.

Por eso la base de relación con la mujer, que es muy importante para la vida personal y pastoral del sacerdote, depende en su parte principal del concepto y vivencia que el sacerdote tenga del celibato. Qué mujeres más santas y trabajadoras y ejemplares y entregadas a Cristo he encontrado y sigo encontrando en mi vida. Verdaderas mujeres cristianas, llenas del Espíritu de Cristo, de Espíritu Santo. Estas mujeres saben amar y ayudar y darse gratuitamente desde la vivencia de su amor a Dios, sin pensar ni complicarte la vida.

Pero junto a estas, ya sabemos todo cuál es el denominador común de la mujer y del hombre, máxime en estos tiempos, donde para los mismos jóvenes de ambos sexos el erotismo es puro divertimiento, mientras que a nosotros nos va la vida en ello.

Todos sabemos cómo aman la mujer y el hombre, siempre van buscando algo de recompensa, de carne. Estamos hechos así instintivamente. San Pablo: “carne y espíritu, deseo lo que es mejor pero hago lo que no quiero, el cuerpo lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne”. Es el pecado original. No asustarse. No taparse los ojos ni ignorarlo: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias: quiere decir que estamos bien constituidos por Dios; ahora ni hundirse en la soledad o en la tristeza. A luchar se ha dicho hasta que el espíritu venza a la carne. Y mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada. Y Dios siempre nos perdona. Pero la carne seguirá pidiendo su ración cada día hasta que sea vencida; en unos, desde el principio, o porque no se enteraron o prometieron amar a Dios con todo su corazón y sus fuerzas o sus circunstancias personales les fueron más favorables: hermanas, amigas de infancia inocentes, buenos amigos; otros tendrán que luchar más, pero todos vencerán. Siempre luchando. Y todos llegaremos a ser santos, a estar unidos a Dios totalmente. Y de esto tenemos muchos ejemplos en la Iglesia. De los canonizados y no canonizados. Y algunos canonizados no fueron siempre ejemplares.

Con estas mujeres, verdaderas cristianas, no tienes complicaciones, ni la misma feligresía lo ve mal, pero con otras... hay que tener mucho cuidado, máxime si tú mismo sientes tentaciones de complicarte la vida, a no vivir en plenitud la promesa hecha en tu ordenación de amar a Dios sobre todas las cosas, en este caso, sobre todas las mujeres.

Las que más nos pueden complicar son las <gatimansas >de turno, que nunca faltan, sobre todo, si el mismo sacerdote inconscientemente, por puro instinto natural, las va buscando. Y hoy ya la edad y otras cosas no importan, porque ya no hay peligro de tener hijos con los medios que existen. Y con los instintos de la carne no se puede jugar; hay que tener control absoluto, absoluto y total cuidado y unirse a Cristo sacerdote y víctima en la Eucaristía diaria en su cruz y sangre derramada por amor total a Dios y a los hermanos, con donación y entrega absoluta; es el momento del <nunca, nada, con nadie> que explico a mis alumnos del Seminario. Somos así. Es el instinto, me da lo mismo de comer, de beber o de lo que sea, siempre pide su ración egoísta, para él solo, sin pensar en el hombre completo y en sus deseos de amor total a Dios y a los hermanos, bueno, en este caso más especialmente a las hermanas.

La maduración de la castidad en general, como parte de la vida cristiana, es fruto del amor a Cristo y de su gracia. Mucha oración ante el Sagrario, mucha Eucaristía y mucha devoción a la Madre Inmaculada. Todo esto era natural antes en una familia y ambiente cristianos. Por eso las jóvenes de nuestro tiempo eran castas. Si alguna quedaba embarazada se casaba en privado. Las diversiones y demás eran totalmente distintas a las de ahora. Hoy, hasta la familia, los hermanos, pueden complicar la cosa por su manera de pensar o vivir.

Hasta hace poco la gente aceptaba sin más dificultades que el sexo era para el matrimonio y para fundar una familia. Sin embargo la revolución sexual de los años ochenta, alimentada por la política, con deseos de ganarse los votos de los jóvenes, propugnó la liberación sexual total desde los dieciséis años con la difusión de los anticonceptivos y preservativos, afirmando el derecho al placer como un derecho personal propio sin intromisiones ajenas, consideradas intromisiones ajenas. En consecuencia el sexo se ha convertido en algo cada vez más trivializado y comercializado, y desde luego, nada de pecado. Puro consumismo. Usar y tirar. Pero claro, para el cura, sobre todo joven, esto es una complicación más, una dificultad mayor a superar.

Esta soledad exaspera y agiganta más el problema del celibato propiamente dicho. Máxime, cuando la castidad se ha hecho hoy más difícil para todos, no sólo para el sacerdote, por el ambiente pansensual y erótico que lo envuelve todo en las diversas expresiones de la vida moderna, sino porque pocos jóvenes la guardan conforme a la mentalidad de la Iglesia, ya que la consideran un bien personal y, por tanto, pueden disfrutar de él cuando quieran y como quieran; y así se enseña y practica en muchos programas y películas y pornografía de televisión, y así lo enseñan en las aulas públicas y privadas, y ya se encargan los psicólogos de turno, por dinero y popularidad, de pregonarlo y el Gran Hermano de plasmarlo en la pantalla.

Los adolescentes y los jóvenes son ilustrados en esta materia sin la más mínima referencia moral en los Colegios y Universidades; los jóvenes ya no la guardan, por la institucionalización de las relaciones prematrimoniales, desde los dieciséis años; y solo lo que preocupa a los padres y a los educadores de la sociedad es la prevención del sida y hasta las madres colocan a sus hijas los preservativos pertinentes en los bolsos para los fines de semana en el botellón o para las excursiones o veraneos juntos de chicos y chicas y novios y ahora gays y lesbianas.

Menudo lío. Y conozco sacerdotes que han dejado de organizar acampadas y fines de semana parroquiales por este motivo. Y tú predica ahora la castidad: sinceramente: ¿cuánto tiempo que no predicamos esta virtud cristiana? ¿Por qué no lo hacemos?

Y al celibato en concreto, hoy y siempre, le llueven dificultades desde todos los campos: teológico, pastoral, social, individual, psicológico, ambiental... Es problema de amor, divino para sublimarlo; humano, para complicarlo. Todos conocemos su problemática y sus leyes. Primera: los sacerdotes, todos los sacerdotes, desde los altos a los más bajos, desde los más fervorosos a los menos, desde los más místicos hasta los más apocados, todos estamos bien constituidos; así que nadie se engañe: a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, y a mayores estímulos sexuales, ahora potenciados con Internet, películas, Tele y demás, mayores y más reacciones sexuales, bueno si uno es normal y está bien constituido, repito. Y mientras todo vaya en esta dirección, vaya... lo peor es que vengan otras tentaciones más perversas. Ya hay que tener mucho cuidado con lo que tenemos o te encuentras sin buscarlo, pero si encima lo buscas... Por amor a Dios, por amor a la Iglesia, por el escándalo que quita la fe a nuestros feligreses, esto jamás, jamás, jamás. Cuidado con los niños, cuidado con otras tendencias más perversas...

Dios quiso el sexo, nos creó sexualizados y es un bien de la naturaleza y Dios quiere que la forma natural de vivirlo sea el matrimonio. Cristo fue verdadero hombre, hombre completo, pero no quiso casarse, el Padre no le señaló el matrimonio como camino para cumplir su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Si Cristo hubiera visto en esto la voluntad de su Padre, nos lo habría predicado. Y sus sacerdotes podríamos seguir sus pasos.

Pero el ser célibe, por voluntad y amor total al Padre, no impidió que Cristo amara tiernamente a sus amigos y amigas, como no tienen reparo en expresarlo los evangelios; es más, se dejó querer hasta formas de ser abrazado, besado y bañado de lágrimas en los pies... que nosotros y máxime, en aquel tiempo y con aquel concepto de mujer, nos extraña, pero apasiona.¡Qué maravilloso eres, Cristo, qué libre y qué dueño y señor de tus sentimientos!

Por eso, me disgusta, pero no me ha impresionado absolutamente nada que en estos tiempos de tan poca fe y respeto a las personas, hayan hecho algunas películas blasfemas en este sentido. Le quisieron mucho las mujeres y no sé si todas desde el principio le quisieron bien en este aspecto, pero Él con su palabras, gestos y vida las cambió a todas, incluso a las prostitutas, a las adúlteras, a las mujeres de mala vida, con las que hablaba y se relacionaba, y de lo que le acusaron los escribas y fariseos, cosa que ellos, para no mancharse, no podían hacer.

El sacerdote tiene que amar así a la mujer, como Cristo, con amor célibe y casto. La virtud de la castidad es una virtud típicamente cristiana; en otros tiempos era virtud ordinaria para niños, jóvenes y adultos, por el mero hecho de estar bautizados y estar llamados a vivir la vocación cristiana en plenitud.; ahora, por las actuales circunstancias, pocos la viven y parece como si esto solo fuera para sacerdotes y religiosos y los que se preparan para serlo, porque el resto, desde niños, son educados en sentido contrario. Así que los sacerdotes, pero sobre todo, los seminaristas, se quedan solos en esta lucha. Y los seminaristas lo tienen más difícil, por ellos, por el ambiente y por las mismas chicas que le consideran objeto de conquista apreciable, en los mismos centros de bachillerato, donde ellos tienen que ir, porque algunos seminarios no lo tienen.

En el Colegio Español de Roma, nos echaron un día la película de Pasolini <El Evangelio según San Mateo>. Y no olvidaré en la vida la escena de Cristo mirando con mirada de amor y misericordia a la adúltera y de la adúltera agradecida y sorprendida ante tanto amor de aquel hombre que la miraba y la amaba de forma distinta a todos los hombres que había conocido. Ningún hombre le había mirado hasta entonces con tanto amor y con tanto deseo de quererla. Aquella mujer adultera no volvió a pecar. No sé si volvería a vivir con su marido; a lo mejor formó parte de las seguidoras de Cristo ¡Santa adúltera! Enséñame a mi a mirar y amar a Cristo como tú le amaste! ¡Cristo, enséñame a mirar y amar a la mujer como Tú!

Ahora otra mujer: la samaritana, la de los cinco maridos. No sé qué tendría Cristo que las enamoraba. Era una forma distinta de mirar, de hablar, de amar. Yo se lo pido todos los días y sigo aprendiendo. Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados. Los afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor. Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea: “los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna...” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros pozos de aguas que no sacian plenamente. Todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacian. Yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de esta agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y, como mis amigos y antepasados, tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor, tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y la felicidad que da. Déjame, Señor, que esta tarde, cansado del camino de la vida, lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme sólo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Sin Tí todo me falta. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti. <Sólo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta>.

Y para terminar, otra mujer. Esta dice el Evangelio expresamente que quería tocarle. Casi pecado. Sobre ella tengo escrito: Hemorroísa divina, creyente, decidida, enséñame a tocar a Cristo con fe y esperanza. (Comentario del Evangelio de Mateo 9, 20-26)

¡Hemorroísa divina, creyente, decidida y valiente, enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera creer y confiar como tú en Jesús, para tener esa capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu presencia con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra Enséñame a dialogar con Cristo, a comulgarlo y recibirlo. Reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con fe en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza!

“Dijéronle los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse. El les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt 19, 11-12).

La Bibliade Jerusalén dice textualmente en el Evangelio según San Lucas, capítulo 8: «Mujeres que acompañaban a Jesús»: “A continuación iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes”.

Termino con Lucas, en capítulo 7: “Le invitó un fariseo a él, y entrando en su casa, se puso a la mesa. Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, sabiendo que estaba a la mesa en la casa del fariseo y con un pomo de alabastro de ungüento se puso detrás de Él, junto a sus pies, llorando y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza y besaba sus pies y los ungía con el ungüento. Viendo lo cual, el fariseo que le había invitado dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, porque era una pecadora. Tomando Jesús la palabra, le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte. El dijo: Maestro, habla. Un prestamista tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, se lo condonó a ambos. ¿Quién, pues, le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Supongo que aquel a quien condonó más. Díjole: Bien has respondido, “Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, y ésta ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”.

¿Qué dirían nuestros feligreses si vieran que alguna mujer tuviera gestos como estos con nosotros en un convite de bodas? Pues que estábamos liados... Pues Cristo no lo estuvo. Y lo que quiero decir también con todos estos pasajes evangélicos es que el celibato no nos impide el amor, el afecto a la mujer; y que hasta llegar al pecado, hay mucho camino o ninguno, si uno ha hecho en serio esta promesa y lucha por mantenerla y no escoge jamás este camino para tratar con la mujer; todo depende de nuestra intención; precisamente porque sabemos que a estímulos ordinarios, reacciones ordinarias, y no hay que dejarse engañar ni por los sentidos, ni por el maligno ni por nadie; en esta materia, nuestro propósito: “nunca, nada, con nadie ...

Desde luego, qué maravilloso eres Cristo, qué valiente, qué manera de amar y dejarte amar; yo también quiero amar y amarte así: qué hombre más libre eres, Señor, hasta del pecado, claro. Ayúdame a amar y ser amado así. Cristo es la única razón de mi celibato; quiero rezar siempre: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y gloria, por los siglos de los siglos. Amen”.

6. 1   NECESIDAD DE LA ORACIÓN PERSONAL PERMANENTE PARA VIVIR EL CELIBATO CON CRISTO Y COMO CRISTO, SACERDOTE Y VÍCTIMA DE AMOR TOTAL AL PADRE Y A LOS HOMBRES, SUS HERMANOS.

Lo primero que hay que decir es que el celibato es amar gratuitamente a los hombres, en donación total, sin egoísmo carnal.

El celibato, en positivo, es un reto de querer amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma y con todo mi ser sacerdotal, que me compromete y obliga al amor total y exclusivo y gratuito sin afecto carnal que sería el aspecto negativo, la cara negativa de la plenitud de ese amor. Por lo tanto, el amor célibe es esencial y vivencialmente positivo, por Él y por el reino de los cielos. Es escatológico, es “el esjatón”, el final inaugurado en el tiempo, es lo último hecho presente: el cielo nuevo, la tierra nueva, el amor eterno a Dios y a los hermanos iniciado en el camino hacia la eternidad, es el “serán como ángeles”.

Hay documentos de la Iglesia muy claros hoy sobre la naturaleza y finalidad del celibato. Virgen o Célibe no consiste en no casarse o en mantenerse como un solterón, solterona, no; célibe es una forma específica y experiencial de amar a Dios sobre todas las personas y cosas, es no tener amor y actitudes y comportamientos y compromisos de esposo o esposa sino con Dios, incluso aunque en miS relaciones con otras personas de mi parroquia, en concreto mujeres, no tenga relaciones carnales. Repito, el amor célibe es primariamente virginal, sin amores y actitudes esponsales con criaturas y consecuentemente o como vivencia connatural es casto total de cuerpo, que sería el reverso negativo de este amor total y plenamente gratuito de recompensa afectiva corporal.

Por lo tanto, si mi mentalidad es que el celibato ha sido el precio que he tenido que pagar para ser sacerdote, como no exista el deseo de transformarme en Cristo Sacerdote, esas razones quedan inundadas por el sensualismo actual del ambiente que no protege tanto como antes, aunque con esa mentalidad ahora y siempre será muy difícil vivir el celibato, y como consecuencia, nos será muy difícil ser célibes de corazón por el reino de Dios. Si el sacerdote piensa así, le parecerá excesivo el precio.

Para algunos el celibato tendría que ser opcional. Y fue opcional, pero incluido en la opción sacerdotal, que me obliga a identificarme o tratar de identificarme todos los días en lo que celebro, la Eucaristía, la Acción de gracias al Padre por todos los beneficios que me han venido por la vida nueva y resucitada que hace el Señor presente sobre el altar y de la cual participo y con la cual comulgo, y que mete en mi alma y cuerpo la “sangre derramada” y las llagas de Cristo, que da su vida en amor total al Padre y virginal a los hermanos, con entrega gratuita, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida. Con ese amor y con esa vida comulgo en el momento central de mi sacerdocio y del cristianismo, de mi seguimiento personal e identificación sacerdotal y victimal con Cristo: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo”; “El que me come vivirá por mí”. Para este amor, para este sacrificio agradable a Dios, para esta vivencia, lo he dicho millones de veces y lo repetiré todas las que pueda y sean necesarias, la oración, la oración, la oración permanente que me lleva al amor permanente y a la conversión permanente. Mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, porque el amor de Dios cura todas las heridas y limpia mi corazón de toda mancha sin dejar rastro. No me gusta escuchar en las confesiones: me acuso de los pecados de mi vida pasada, porque es como desconfiar de la misericordia de Dios. Y si es por el dolor de la ofensa, ya no queda ni rastro de la herida.

Tengo que ser humilde, aceptar que necesito de su gracia y aceptar con sacrificio de mis instintos su ayuda, que me lleva a veces a identificarme con Cristo crucificado en su cuerpo y sangre derramada. Y pido a mis hermanos y hermanas y a toda la asamblea cristiana que me contempla en mi vida diaria: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre Todopoderoso».

Repito: el sacerdocio celibatario es una vocación que me llama a amar a Cristo sobre todas las personas, incluido mi propio yo, mis propias inclinaciones egoístas. Y vivir esta lucha es vida celibataria, realizar mi vocación al sacerdocio, a la santidad. No es primero querer ser sacerdote y luego célibe, por exigencias del sacerdocio, sino todo unido; no es una renuncia al amor sino una invitación del Señor a amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, para poder sentirme amado totalmente por Cristo Sacerdote, en mi vocación sacerdotal, en la llamada que me hizo a vivir su ser y existir sacerdotal.

6. 2. LA EXPERIENCIA DE DIOS TE AYUDA A VIVIR ESTE AMOR CÉLIBE EN DONACIÓN TOTAL Y SIN EGOÍSMOS EN UN MUNDO QUE NO SABE AMAR ASÍ, NI VALORA LA CASTIDAD, NI CREE EN EL DIOS, POR QUIEN LO VIVES.

Vivir el celibato en un mundo así, a veces es esquizofrénico, y continuamente chocante, porque las instituciones, el matrimonio, las costumbres sexuales han cambiado tanto, bueno, la mentalidad del mundo actual, en general, ha cambiado tanto en los veinte últimos años, que te parece vivir en otro planeta, en otro mundo; tu pisas la misma tierra de antes, tienes relaciones con los niños, los jóvenes y los adultos de ahora por tu dimensión pastoral, y te das cuenta que esos niños y jóvenes y adultos no son los que tú conociste cuando eras como ellos, ni los que conociste cuando decidiste ser sacerdote y cuando empezaste tu labor parroquial y pastoral.

Así que si hablas con ellos entras en continuas discusiones porque no piensas ni puedes pensar desde el evangelio como ellos y nunca tienes un rato largo de diálogo en el que no tenga que discutir por no estar de acuerdo con lo que dicen o viven. Además, no hace falta que hables con ellos, viendo lo que hacen públicamente; antes los hubieran llevado a la cárcel por escándalo público. Pero eso ya no existe, el escándalo evangélico. Es otro mundo, otra mentalidad, otros matrimonios, otros hombres de otro planeta mental y existencial.

Es decir, que te toca ahora vivir en esta tierra atea, sin Dios, pero tú no piensas, desde tu vida de sesenta o setenta años y desde el evangelio en otras realidades, en otras formas que has visto de vivir el matrimonio, la familia, la juventud... quieres pisar otras calles, otros caminos; por otra parte te encuentras con que la televisión jamás piensa, ni por equivocación, lo que tú piensas y vives; ahí no existe ni primero ni sexto ni noveno mandamiento, sino que se exalta y bendice todo lo contrario. En razón del instinto siempre hubo dificultades en esta materia, porque al no saber amar así la mujer, aunque tú estés preparado y luches, su repuesta siempre va en ese sentido, si no ha aprendido a amarte como tu madre o hermana. Pero es que ahora eso ni se concibe, porque nada más conocer un joven a una chica, ya están pensando en la cama.

Como consecuencia de todo esto, en esta materia del celibato y lo digo claro desde el principio, ni ayudas de tipo psicológico ni terapias ni grupo ni pastillas... todas las ayudas tienen que ser cristianas, espirituales, de vida según el Espíritu Santo; estoy hablando de casos ordinarios, de lo normal; mucha oración ante el Sagrario, mucha victimación en la misa, mucha cruz y sangre derramada, mucho sacrificio de todo, devoción tierna a la Virgen, ser humilde, confesarse siempre y mucha dirección espiritual, si tienes la suerte de tener junto a ti un amigo o un hombre de Dios; no tratar jamás de sustituir el Espíritu de Dios por el de los hombres; ni sustituir el Espíritu Santo por psicólogos; en caso de enfermedad, lo que sea necesario, ir al médico y a los medios curativos humanos; pero ninguna solución puramente humana sino tratar de cumplir lo prometido, amando a Dios sobre todas las cosas y para eso, lo mismo de siempre: oración, oración, oración permanente, y un buen director espiritual, un buen psicólogo de la gracia, de los caminos del espíritu, y mucha humildad, aceptación de sí mismo, sin jamás hundirse y desanimarse, sabiendo que se trata de debilidad y no de malicia, pero que pueden destruir nuestra vida sacerdotal, y si son determinados fallos, podemos causar daños y escándalos irreparables; eso, jamás, jamás.

Como en lo negativo se trata de mortificar la carne, es un reto continuo, y para eso mucha constancia ascética y mucha paciencia, mucha paciencia y poca soberbia para aceptarnos como somos, pobres y necesitados continuamente de la gracia de Dios y sobre todo, como he dicho, vida de oración y conversión permanente, fundamento de toda la vida cristiana, que no hay que dejar nunca, y lo dicho, mil veces caído, mil veces levantado y no pasa nada, absolutamente nada, siempre que me levante, siempre que no me instale y permanezca en el pecado, siempre que diga: perdón, Dios, es la última vez.

Mi soberbia es el mayor peligro; porque yo quisiera ser totalmente limpio de todo, ofrecerle a Dios mi alma y mi cuerpo limpios, más que nada, para no sentirme humillado, más que por su gloria, y ahí está mi soberbia; sin embargo, debo pensar que Dios también me acepta así, porque me lo ha dicho mil veces por su Hijo, me acepta luchando, «simul justus y peccator», en lucha permanente, siempre levantándome, porque eso indica que le quiero amar sobre todas las cosas y la gracia de Dios terminará venciendo en mí, como en San Pablo:

“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.

Descubro, pues, esta ley; en queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!

Así, pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado” (Rom 7, 14-25).

A mí me parece que se puede interpretar perfectamente mirando los problemas de la carne en relación con la sexualidad. Así piensan algunos autores. Y lo que siente Pablo y lo que dice es para todos los cristianos. Y es Palabra revelada, verdadera. En concreto la Biblia de Jerusalén pone una nota que dice: «7.24 Lit. “del cuerpo de esta muerte”.- El cuerpo con los miembros que lo componen Rom 12,4; 1Co 12, 12-14s, es decir, el hombre en su realidad sensible, 1Co, 3;2, Co 10, 10 y sexual, Rom 4,19; 1 Co 6,16; 7, 4; Ef 5,28, interesa a Pablo en cuanto campo de la vida moral y religiosa».

Otro autor: “La perturbación de la armonía del individuo por el pecado aparece de la manera más palpable en el terrible desconcierto interno del hombre. Con palabras realmente impresionantes, San Pablo nos describe (Rom 7) este efecto del pecado, sobre el trasfondo de la impotencia de la ley del Antiguo Testamento. No cabe duda de que el Apóstol, en este capítulo, piensa en el hombre irredento que no sabe nada de la salvación en Cristo. El grito de desesperación, que escuchamos en el v. 24, con su ardiente súplica de un redentor, y la subsiguiente observación de que yo “por mí solo” (e.d. sin la gracia) no encuentro el equilibrio interior: muestra claramente que San Agustín y Lutero estaban equivocados, al considerar estas palabras como la descripción de la existencia cristiana. Es verdad que la impresionante y la clara perspectiva del estado efectivo del hombre pre-cristiano se describe desde el punto de vista de las luces proporcionadas por el Cristianismo; sin que San Pablo afirme por eso que dicho individuo tenga ya conciencia clara de la miseria y gravedad de su situación. Ni tampoco el empleo de la primera persona del singular significa que la descripción del Apóstol se refiera a sus propias experiencias, y. g. a algún doloroso “pecado” personal cometido en su juventud. Sino que el <yo> es realmente una forma retórica, que expresa una verdad universal en forma de enunciado personal. Pero, indudablemente, no es pura retórica. La propia experiencia y la observación de la vida resuenan en el fondo de esta frase, y hacen que estas estremecedoras palabras sean plenamente inteligibles para todos. Además, sería difícil decir que San Pablo se traslada aquí sencillamente al alma del primer hombre, por más que la manera de expresarse en los vv. 9-11 muestre muchas resonancias con la historia bíblica del paraíso, y no excluya que el recuerdo de dicho relato haya influido en la forma de la expresión. De todos modos, “la miseria de toda la humanidad” ha conmovido aquí al Apóstol”[43].

Quiero terminar este apartado con el ejemplo de vida y doctrina de San Pablo, sincero como pocos; mira su historia; tiene un problema, que hasta parece que pudiera ser de alguna lacra del cuerpo: “Por tres veces le he pedido a Dios que me libre de este estímulo de Satanás...”; “tres veces” quiere decir que lo lleva muchísimo tiempo, que está cansado y desesperado. Como respuesta a su petición: “te basta mi gracia” y San Pablo sigue luchando; cuando Dios quiere y nosotros cooperamos, podremos decir con el Apóstol, que siente ya la gracia y la ayuda de Dios, hecha victoria: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”; “libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: me alegro en mis debilidades porque así hago habitar en mi la fuerza de Cristo”; y luego, cuando la gracia de Dios termina venciendo totalmente, dirá: “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi”.

 ¡Fantástico Pablo!

7. CONCLUSIONES: MEDIOS Y AYUDAS CONCRETAS PARA RESPONDER A ESTAS URGENCIAS Y RETOS.

A.-    Oración personal, diaria y fija, en hora y tiempo.

B.-    Oración personal, diaria y fija, en hora y tiempo, que me lleve todos los días a la lucha y conversión permanente y me haga sentir necesidad permanente de Dios, de su perdón y gracia.

C.-    Profunda devoción eucarística y mirada suplicante a María, que nos ayuden a vivir la espiritualidad-identidad de lo que somos sacramentalmente: “Sin mí no podéis hacer nada”.

1. Esto debe ser siempre el fundamento de nuestro ser y existir sacerdotal. Sin acomodarnos al mundo, porque no somos del mundo, ni seglares católicos. Propósito: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”; mil veces caído, mil veces levantado, en cualquier materia, y no me desanimo, porque Dios es mi padre y siempre me perdona; ese es su «castigo», que, como nuestro Dios es “Dios Amor”, su esencia es amar y si deja de amar, deja de existir, nuestro Dios, según San Juan no puede dejar de amar; así que siempre nos perdona y de verdad; pero me confesaré humildemente siempre ante Él, sin desanimarme, pasaré un rato largo pidiéndole perdón y fuerzas e iré luego al mismo sacerdote, si puedo; muchos santos fueron más pecadores que yo, pero no me apoyaré en esto jamás; y de la lujuria, lucha diaria y humilde, mirando al Señor en el Sagrario que te dice:“Ni se miente entre vosotros”, “si tus pies... si tu mano... si tu ojo... son objeto de escándalo... arráncatelo, más te vale...” . Y desde luego todos los días pidiendo y consagrándote a la Virgen Inmaculada: «Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial princesa, Virgen sagrada María, te consagro en este día alma, vida y corazón, mírame con compasión, no me dejes, Madre mía».

No olvidar que soy sacerdote de Cristo en medio del mundo, pero sin ser del mundo. A cada vocación y estado, una espiritualidad concreta. No como en tiempos pasados, que nos querían hacer a todos religiosos. O como ahora, en algunos sitios, que nos quieren confundir con los seglares bautizados. Somos sacerdotes de Cristo y en Cristo. Estamos en el mundo pero sin ser del mundo.

Una espiritualidad entendida así pone orden a los diversos ministerios y aclara su importancia, encontrando su razón de ser, en definitiva, en los valores del Reino de Dios, donde Dios sea lo primero y absoluto en mi vida, todos los demás, hermanos, y hacer una mesa del Pan y la Palabra muy grande, muy grande y apostólica

2. « imita lo que conmemoras...»

La liturgia de la ordenación de los presbíteros contiene una antigua oración que acompaña la entrega del cáliz y la patena al neopresbítero y que termina con estas hermosas palabras, ya mencionadas anteriormente, que resumen toda la espiritualidad sacerdotal:

«Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor».

Dios quiera que estas palabras resuenen siempre en la vida de sus presbíteros como eco de la liturgia de la ordenación. La Iglesia nos pide en esta oración que seamos conscientes de lo que celebramos en ese momento para vivirlo luego durante toda la vida. Vive durante toda la vida lo que un día celebraste en tu ordenación.

El momento celebrativo de la ordenación se convierte para los presbíteros en el momento fontal de su espiritualidad y de su ministerio por la unción del Espíritu Santo, que les configura a Cristo y a su misión salvadora, para construir el pueblo santo de Dios para la consumación de la Historia de la Salvación.

La ordenación es ya el inicio de la misión; y la misión no es más que prolongar durante toda la vida la unión gozosa que el Señor dispuso, por manos del Obispo, en la ordenación presbiteral. El nuevo Ritual de Ordenación es un precioso instrumento que la Iglesia pone en nuestras manos no sólo para celebrar dignamente este sacramento sino también para meditar y aclamar el insondable misterio de amor que Dios realizó en nuestra vida por la ordenación presbiteral.

Aquí se fundamenta su espiritualidad, su grandeza y, a la vez, pequeñez, el todo y la nada del ser y existir sacerdotal, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a San Agustín, que yo vi y leí muchas veces, sin entenderlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo Jaraíz de la Vera, cuando aún era monaguillo, y que más tarde pude traducirlas siendo seminarista:

  “O sacerdos, tu qui es?

  Non es a te, quia de nihilo.

  Non es ad te, quia mediator ad Deum.

  Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

  Non es tuus, quia servus omnium.

  No es tu, quia Deus es.

  Quid ergo es?

  Nihil et omnia, o sacerdos.

  ¡Oh sacerdote ¿quién eres tú?

  No existes desde ti, porque vienes de la nada.

  No llevas hacia ti, porque eres mediador hacia Dios.

  No vives para ti, porque eres esposo de la Iglesia.

  No eres posesión tuya, porque eres siervo de todos.

  No eres tú, porque representas a Dios

  ¿Qué eres, por tanto?

  Nada y todo, oh sacerdote.

8. TODO ESTO LO HA DICHO MEJOR JUAN PABLO II EN LA CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE, POCO CONOCIDA Y MEDITADA EN SÍNODOS Y REUNIONES APOSTÓLICAS,  Y MENOS PRACTICADA

La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo millennio ineunte

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

<<Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

LA ORACIÓN

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

Primacía de la gracia

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

Escucha de la Palabra

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo >>.


[1]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009, pag 360

[2]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[3]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[4]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24

[5]K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, o.c. pag 18

[6]Cfr. Discurso del Cardenal Antonio María Rouco en la sesión inaugural de la LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (22—11-2004)

[7]VITTORIO MESSORI, Por qué creo, Madrid 2009,  pags 360-362.

[8] K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA III, Madrid 1968, p 103.

[9]CB 39, 4.

[10]K. RAHNER, La experiencia del Dios incomprensible, Escritos de Teología VII, Madrid 1967, pág 25

[11]K.RAHNER, Escritos de Teología VII, La actual espiritualidad de la Iglesia, Madrid 1996, pag 20

[12]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[13]  VATICANO II, L G, n. 59.

[14]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[15]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[16]Ibi. pág. 723

[17]R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

[18]PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995.

[19]K. RAHNER, Escritos de Teología III, Madrid 1968, p 105.

[20]JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA,  Persona y gracia, págs 345-346.

[21]SAN AGUSTÍN, Confesiones, libro X, 25-26.

[22]Cfr ROMANO GUARDINI, El problema de Dios en el hombre actual, pág.126 ss.

[23]Cfr. ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 43

[24]Cfr JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA, Persona y gracia, Madrid 1973, p347-369.

[25]JESÚS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 7-8.

[26] Cfr.  J. MARTIN VELASCO, La Experiencia Cristianade Dios, Madrid 1995, p 149 ss.

[27]ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 22-23.

[28]LUCIEN MARIE, L`experience de Dieu, Actualité du message de Saint Jean de la Croix. Parìs, 1968

[29]MARTIN BUBER, Eclipse de Dios, Buenos Aires,1997, pág 124.

[30]MARTÍN VELASCO, Ibidem, pág 29-30.

[31]TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino, Madrid 1972, pp. 54-55.

[32]Cfr GONZALO APARICIO, SACERDOS I-II, 2ª edic. Edibesa, Madrid 2007.

[33]JOSÉ M. LAHIDALGA, La gente joven, algunos de sus rasgos fundamentales, SURGE, mayo-junio 2005

[34]Cfr GONZALO APARICIO, Tentaciones del Sacerdote actual, SURGE, mayo-junio 2006, pp. 190-218

[35]K. RAHNER, Espiritualidad antigua y actual,  Escritos de Teología VII, Madrid 1967, p. 25.     

[36]Novo millennio ineunte, 32

[37]JESUS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 207-210.

[38]SAN AGUSTÍN, Confesones: Libros 7, 10. 18; 10, 27: CSEL 33, 157-163. 255.

[39]JOSÉ M. LAHIDALGA, La gente joven, algunos de sus rasgos fundamentales, SURGE,  mayo-junio 2005, pag 25.6.

[40]JOSÉ A. PAGOLA, Experiencia de Dios y Evangelización, San Sebastián 1998

[41]JOSÉ A. PAGOLA, Experiencia de Dios y evangelización, San Sebastián 1998, pp.22-32.

[42]J. LAPLACE, El sacerdote, hacia una nueva manera de vivir. Herder Barcelona, 1971, p.90

[43]MAX  MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966, pp. 404

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