EJERCICIOS ESPIRITUALES (TEMAS DE LÓPEZ MELÚS Y ALGUNOS MÍOS)PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA: 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EJERCICIOS ESPIRITUALES

(TEMAS DE LÓPEZ MELÚS Y ALGUNOS MÍOS)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.-PLASENCIA: 1966-2018

VSTETV. ESTOS EJERCICIOS SON ÚLTIMOS 2015; elaborados desde EJERCICIOS ESPIRITUALES LÓPEZ MELÚS y algunos temas míos.

Para más temas de Ejercicios ver especialmente algunos de mis libros,

      EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)

Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como

ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3, 13).

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a se rvir» (Mt 20, 28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19, 26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

(CABEZUELA DEL VALLE)

(Ver algunas de estas meditaciones en mi libro TU CUERPO Y SANGRE, SEÑOR)

«VEN, ESPÍRITU DIVINO, MANDA TU LUZ...

MEDITACIÓN: Muy querido hermano sacerdote Don Bernabé, que tanto amor e interés tienes por la conversión de tu parroquia a Cristo, queridos hermanos y amigos todos de Cabezuela: S. Ignacio de Loyola, en el principio y fundamento de los Ejercicios Espirituales, nos dice:«El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma». Esta es la razón de la existencia del hombre sobre la tierra porque expresa el mismo pensamiento de Cristo contenido en los evangelios: ¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?

Yo solo pregunto una cosa: todos morimos, muchos han muerto, pregunto sin malicia, solo para pensarlo y meditarlo e interiorizarlo: si no se han salvado, de qué todo lo que fueron y tuvieron en la tierra? Yo, Gonzalo, que os hablo, me pregunto: cómo me gustaría estar en la hora de mi muerte, el momento más importante para entrar en la eternidad, en el siempre, siempre que me espera. Pues piénsalo ahora en este momento de gracia que Dios te ha concedido, en lugar de quedarte en casa viendo la tele, y haz propón hacer lo que te gustaría haber hecho en el momento de partir para ese siempre, siempre en Dios para el que fuiste creado, fuimos soñados por el Padre Dios.

Hermanos, Aprovechemos este tiempo de gracia y salvación que Dios nos concede en este santa cuaresma para convertirnos más a su amor o potenciar nuestra vida de gracia si ya la tenemos y la tenemos la mayoría, pero pidámosla, si la necesitan  nuestros hijos y nietos y el resto de los hombres, si la han perdido, para que la reencuentren y los lleve a la salvación de Cristo.

Repitiendo la afirmación de san Ignacio… el hombre ha sido…

PREGUNTO YO AHORA, OS PREGUNTO A TODOS:  ¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR  A DIOS?

Respuesta: PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO. Así que cuando algún hijo o nieto, al hacerle tú esta pregunta, te diga responda por qué tengo que rezar, o ser obediente, en definitiva, por qué tengo que amar a Dios e ir a misa: … ya sabes lo que tienes que responderle, PORQUE ÉL NOS AMÓ PRIMERO.

Cuando me santiguo todos los días para empezar mi oración personal, yo lo hago así: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… en el nombre del

San Juan lo fundamenta toda esta verdad maravillosamente, en su primera carta, capítulo cuarto, cuando nos dice: " Dios es amor…En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10),

Y esta afirmación es muy parecida a esta otra afirmación del mismo apóstol san Juan, que para mí, junto con san Pablo, son los Apóstoles más profundos, los que han tenido mayor experiencia en la tierra por su oración subida y contemplativa, del misterio de Dios, de la vida de Dios en el hombre y con los hombres: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna, porque Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él”.

Para mí encierra tal riqueza de teología, vida, experiencia, amor, contemplación, sobre todo mirando a Cristo crucificado, al Hijo entregado por nuestros pecados, que os invito a que traigaís mañana a los que no suelen venir a estos actos, para que el Señor le diga: os amor, estáis salvados, he dado mi vida por vosotros… porque es posible ser cofrade y sacarlo en procesión, pero no sentir y escuchar a Cristo que dice a todos los que le llevan o le contemplan: Estoy aquí por amor a ti, para que tú seas feliz eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno.     

QUERIDOS HERMANOS: “Dios es Amor…en esto consiste el Amor, no en que nosotros… SI EXISTIMOS, ES QUE DIOS NOS HA AMADO Y NOS HA LLAMADO A COMPARTIR CON ÉL SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO. Qué maravilla existir, qué gozo inmenso ser hombre, ser mujer, no moriré, viviré siempre, siempre, soy eternidad, llamado a compartir la misma eternidad y felicidad infinita de mi Dios Trinidad, de mi Dios Trino y Uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Qué gozo ser  católico, tener fe en Cristo, CREER en Dios nuestro Padre, qué pena ver este mundo en el que muchos de nuestros hermanos han perdido la fe, y con ello, el sentido de la vida; al alejarse de Dios, no saben de donde vienen y a donde van, ni para qué viven… muchos hermanos de esta España nuestra actual, viven en noche de la fe en Dios Padre creador y salvador el hombre, vive en el nihilismo existencial, vive sin dirección a lo infinito, a la Verdad absoluta, todo es terreno, horizontal, sin verticalidad del cielo y del Dios Amor, y por eso no hay paz ni gozo, ni matrimonio para siempre, ni familia unida, ni vecinos…porque falta Dios, el Amor fuente de toda amor, y viene el aborto y la eutanasia… porque si  una niña tiene derecho a un crimen, a matar… tú me diras cuando los padres sean ancianos ….porque Dios es amor y sin Dios no hay amor ni felicidad ni gozo pleno y permanente, aun en medio de las pruebas de la vida y dificultades…

En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre Creador gratuito del amor, de la vida, de la felicidad del hombre… pero qué puedo yo darle a Dios que El no tenga… describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que empiezan en su mismo ser divino y amor antes de que nada existe, nos dice: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado.

         San Pablo nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos, hijos para siempre, demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre, para que viviéramos en la misma felicidad de nuestro Dios trino y uno.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito de ser infinito en vida y amor y verdad y felicidad, fuera de un antes y un después, esto es, fuera del tiempo. En esto del ser como del amor, la iniciativa, el principio, el origen siempre es de Dios. Por eso, el hombre, cualquier criatura, tú, ahora, cuando miras y rezas a Dios, te encuentras con una mirada que te ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo del amor primero.

En el principio no existía nada, solo Dios. Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

Y esta es la razón de que el hombre, a pesar de todo el sexo y placeres y gustos terrenos, jamás puede saciarse, porque todos son finitos, criaturas, migajas de criatura y nosotros, desde nuestro nacimiento y creación por Dios, estamos hechos para lo infinito, para la hartura de la divinidad.

Querida hermana, querido hermano, SI EXISTES, ES QUE DIOS TE AMA. Ha pensado en tí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándote en su esencia infinita, llena de luz y de amor, te ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3).

Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  te da la existencia, en el beso y amor de tus padres, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser Amor divino dado y recibido, que mora ya para siempre en tí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANOS, SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Y te ha elegido para vivir eternamente ya, para se feliz en su misma felicidad infinita, eso es el cielo, la vida de gracia desarrollada en plenitud en la resurrección. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANO, SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial  de la vida cristiana, de la vida de gracia, participación de la misma vida divina, de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don; yo soy eterno, yo no moriré nunca: yo no dejaré de existir, viviré siempre en Dios.

QUERIDA HERMANA, QUERIDO HERMANO, SI EXISTES, ES QUE ESTÁS LLAMADA, LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar en Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos del Valle y de  mi tierra de la Vera extremeña en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos, de mis hijos, queridos padres; de nuestros queridos feligreses, queridos sacerdotes o catequistas o parroquianas: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio o cristianismo o bautizado, y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozándose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Como aquel canto de juventud: gracias por la vida que me ha dado tanto, una eternidad. Quiero mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amo y no me siento amado por Él. Y sentirme amado por Él es el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios lo siento dentro de mí: «Quedéme y olvidéme, el rostro… Yo comprendo a los místicos, a los que llegan a esta alturas de sentir el Amor Dios, todo depende de mi grado de oración y conversión a Dios. Santa Teresa: «Sácame de aquesta vida….

 Por eso, cristiano completo, “en verdad completa”,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo... ¿busco yo  amar de verdad a Dios cumpliendo sus mandamientos  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de rezos y letanías?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el. Creedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14 ,9).

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi mi bautismo, mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme y en vosotros padres, al daros vuestros hijos, que son sus hijos, que son eternidades. Los padres, sobre todos, los sacerdotes somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 YO SOLO CREO EN LA ETERNIDAD Y SOLO QUIERO VIVIR YA PARA LA ETERNIDAD. La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios... QUÉ HACE TODO UN DIOS EN EL SAGRARIO… NO LO COMPRENDO… CUANTO VALE UN HOMBRE…. ENTREGÓ SU VIDA Y AHORA PERMANECE CON LOS BRAZOS ABIERTOS…

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices en la misma felicidad eterna de Dios Trino y Uno, mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión, que lo aprendamos de memoria y lo repitamos esta noche y mañana hasta la meditación: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo primero y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4, 9-10).

(SILENCIO)

QUERIDOS HERMANOS: SOLO DIOS, SOLO DIOS; Y DESDE DIOS, LA VIDA, LAS FAMILIIA, LOS HIJOS, EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD. CANTEMOS TODOS:

-- NO ADORÉIS A NADIE MÁS QUE DIOS…

-- PADRE NUESTRO QUE ESTÁ EN EL CIELO, SANTIFICADO…

-- «Señor Jesucristo,, que dijiste a tus apóstoles, mi paz os dejo, mi paz os doy…

-- DAOS FRATERNALMENTE LA PAZ…

El Señor esté con vosotros… La bendición de Dios todopoderoso Padre, Hijo y… Podéis ir en paz.

SEGUNDA MEDITACIÓN

“TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU PROPIO HIJO…”

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo ésto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesia es y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan , por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

 

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

       Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

       S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

       La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

       Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

       Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

       El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

       < Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

       En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

       Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

       El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

       El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

       «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

       Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

       Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

       ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte       

el cielo que me tienes prometido,  

 ni me mueve el infierno tan temido,

para dejar por eso de ofenderte

Tú me mueves, Señor,  muéveme el verte 

clavado en una cruz y escarnecido, 

muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

muévenme tus afrentas y tu muerte.

y aunque no hubiera infierno, te temiera.       
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,  

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno te temiera

 No me tienes que dar porque te quiera     

pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.

       QUERIDAS HERMANAS CARMELITAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque esa tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

       Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.       Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

       1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

       Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

       2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

       San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

       Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

       3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

       -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.     

       4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

     PRIMERA MEDITACIÓN: EL TABOR

       Queridas hermanas: Elijo este episodio del Tabor como pórtico de entrada en los Ejercicios Espirituales porque a nosotros nos ha elegido el Señor con esta gracia extraordinaria de estos días de recogimiento en silencio oracional, para que, subiendo por  la montaña de la oración, lleguemos a la contemplación y vivencia del Cristo vivo, vivo y resucitado, que os eligió como esposas suyas, para siempre, eternamente, con amor único, exclusivo y total.

       En los ejercicios espirituales se realiza un proceso de iluminación, de Tabor, de contemplación del rostro y de la vida de Cristo, distinta de cuando estamos en el llano, en la mediocridad espiritual. Es el mismo Cristo, pero si no subo por la montaña de la oración hasta la cumbre de la contemplación, no puedo decir con san Pedro: ¡qué bien se está aquí!. Todos los que de vosotros podáis decir esto, y os guste ir a la oración todos los días y lo paséis bien en el encuentro de amor con Cristo en la oración personal, es que habéis empezado esta contemplación de la belleza y hermosura del Hijo amado del Padre, en el que tiene todas sus complacencias y habéis comenzado ya el cielo en la tierra, porque el cielo es Dios, y Dios Trino y Uno está ya en tu vida.

       Los ejercicios espirituales deben ayudarnos en este proceso espiritual, en esta subida del monte Carmelo de san Juan de la Cruz, subida por el monte de la oración personal para llegar a la unión con el Esposo, Cantar de los cantares,  para el beso y el abrazo con Cristo, y con él y por su Espíritu, al abrazo y la experiencia de Dios Trino y Uno.

       Por otra parte, dar ejercicios a otra persona es una experiencia espiritual, que siendo diferente de la que tiene el que los recibe, tiene idéntica característica: experimentar directamente la cercanía y la comunicación con Dios. Ha de estar radicalmente orientado sólo a Dios, para dejarle actuar a él. Tiene que ser espejo de la comunicación de Dios con el ejercitante y no solamente actor. No puede llenar, con sus ideas y sentimientos por muy elevados que sean, el espacio que sólo corresponde a Dios. Es sólo un testigo que transmite la experiencia de su fe.

       Por eso, cada vez, me parece más sobrecogedora la experiencia de dar ejercicios, porque es asistir al milagro de la comunicación de Dios con los hombres: Profunda ha de ser la humildad del instrumento, desbordado por el mismo Dios. El que da ejercicios espirituales, vuelve a pasar por la experiencia que tiene de Dios en su vida personal.

       El que hace ejercicios acude a ellos para tener un encuentro con el Señor. La novedad de estos días consiste en privilegiar la experiencia como lugar de comunicación inmediata con Dios. Que no se trata de conocer más el evangelio, la doctrina, la fe, las parábolas, la cristología, la teología de lo que sea, sino de experimentarla, de sentir la acción y la luz del Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, y vivir el evangelio, a Cristo, porque a Cristo y al evangelio no se les comprende, hasta que no se viven, hasta que no se les experimenta, como los tres en el Tabor, o los Apóstoles reunidos con María la madre de Jesús en Pentecostés, hasta que no llega y viene el mismo Cristo, pero no hecho palabras o milagros, como antes de resucitar,  sino hecho fuego y llama de amor viva en su corazón y lo sienten y les quema; y entonces ya no pueden resistir la llama de su Amor, Amor de Espíritu Santo, que se manifiesta visiblemente sobre sus cabezas y abren los cerrojos y las puertas y pierden el miedo y dan la vida por Él.

       Por eso en la primera página de un libro mío, cuyo título es LA IGLESIA NECESITA SANTOS, tengo escrito lo siguiente: (leer libro) 

“INTRODUCCIÓN

       “El título completo del libro tal como lo tengo en mi mente y en mi corazón, y que me urge decirlo alto y claro, pero con humildad, que es «andar en verdad», según santa Teresa; de lo que estoy convencido y quiero decirme y exigirme a mí mismo, el primero, pero en voz baja, porque es duro y doloroso, aunque suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, toda la Iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros; lo que tristemente veo y contemplo y vivo en la Iglesia actual, es el siguiente título: LA IGLESIA ACTUAL ESTÁ NECESITADA DE SANTOS, DE SANTIDAD, DE  EXPERIENCIA DE DIOS,  o también, EN LA IGLESIA ACTUAL FALTAN SANTOS, SANTIDAD, añadiendo un subtítulo de súplica al Espíritu Santo, al Amor Personal de santificación en Dios: ¡Ven, Espíritu Santo, te necesitamos, te necesita esta Iglesia nuestra!

       Esto mismo te lo puedo expresar con otros nombres y afirmaciones, que repetimos en momentos oportunos, pero que no practicamos ni vivimos mayoritariamente. El problema de la pastoral de la Iglesia no es problema de pastoral sino de pastores; como el problema de la catequesis en la Iglesia no será problema de catequesis, sino de catequistas: la catequesis es el catequista; y el problema del apostolado de la Iglesia será siempre fundamentalmente problema de apóstoles, formados junto al Corazón del Único Pastor y Sacerdote, Jesucristo que “llamó a los quiso para que  estuvieran con Él y enviarlos a predicar”; el estar con Él es condición fundamental y esencial para ser apóstol y hacer apostolado cristiano, conforme al Corazón de Cristo, es decir, la oración es prioritaria a la misión; oración personal que me lleve a la conversión total en Él, a su  vida y sentimientos y Caridad Pastoral, que no es mi amor, sino el amor de Cristo Pastor actuando a través de mi humanidad que se la presto para identificarme totalmente con su ser y existir y actuar  sacerdotal.   

       Yo tengo que amar con el mismo amor de Cristo, o si prefieres, yo tengo que prestar toda mi humanidad, todo mi ser y existir a Cristo, para que Él pueda prolongar en mí y por mí, su salvación; y esto, todos los días de mi vida, tanto por la gracia del bautismo como del Orden sacerdotal.

       Pero para eso, necesito que Cristo me comunique su caridad pastoral, su amor, porque yo no sé amar así, yo no lo tengo ni puedo fabricar ese amor “hasta el extremo” al Padre y a los hombres; y para eso necesito pedírselo todos los días, tratar todos los días de conocerlo en profundidad y en verdad, necesito hablar, revisar, encontrarme con Él, necesito oración permanente: «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama».

       Para vivir este amor y realizarlo en mí y en mis hermanos, necesito de la oración permanente que me lleve a la conversión permanente, porque hasta media hora de haber muerto no estaré convencido de que he dejado de amarme a mí mismo más que a Dios. Son las consecuencias del pecado original. Y eso, es la santidad, la unión total de amor con Dios de todo bautizado o la identidad total con el ser y existir sacerdotal de Cristo..

       Y al vaciarme de mí mismo, viene la experiencia del Dios vivo, de Cristo vivo, vivo y resucitado, “que estaba muerto” para mí; viene el gozo y la vivencia de lo que creo, predico, celebro, porque Dios Uno y Trino me habita y me llena, porque me he vaciado de todo mi «yo» y lo mío. Es que no somos conscientes de esto, de que esto es lo impide la experiencia mística, la experiencia de Dios en nosotros; porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe  Dios, ni la vida de Cristo, ni los sentimientos y el amor de Cristo, porque se lo impide mi «yo», el amarme sobre Dios y todos los hermanos y todas la cosas; no dejaba que Dios fuera Dios; el dios era mi «yo» y me daba culto de da la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios.

       Por eso, donde digo experiencia de Dios, podía poner igualmente santidad, oración, unión con Dios, conversión, humildad-andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

       Son realidades cristianas que no veo ahora con frecuencia en la Iglesia. Por eso, le falta hermosura y belleza divina y atractivo a la Iglesia actualmente, a las Diócesis, a las congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen con Cristo y su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero debieran ser más abundantes, debiera ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

       La santidad, la experiencia de lo que creemos y celebramos, es la mejor apologética de la existencia y vida de Dios; el mejor argumento para que la gente crea y se haga cristiana y siga esperando en Dios superando pruebas, “viendo cómo se aman”, y aman a Dios y a los hermanos, “hasta el extremo”, porque es Cristo mismo, desde la espiritualidad bautismal y sacerdotal, el que lo realiza a través de nosotros.

       Comprendo que parte de lo que voy a expresar en este libro es duro, pero es la realidad misma, tal y como yo la veo. Es duro, porque supone en todos nosotros mayor humildad, mortificación, cambio de proyectos y deseos, oscuridades de lo natural por las virtudes de fe, esperanza y amor sobrenaturales y auténticas, apoyadas sólo en Dios;  es duro porque, aún suponiendo la «prudencia» de los teólogos de turno y la lucha continua y permanente en la Iglesia “entre el espíritu y la carne”, no es cuestión de cinco, diez o quince años lo que supone esta reconversión y santidad que debieran ser intensivas y permanentes en la Iglesia.

        Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los sacerdotes y congregaciones ejemplares consagradas al Señor, la santidad, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”,

       Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad espiritual, porque en este libro no me refiero a pecados graves, como estos de la pedofilia y otros de los que tanto se habla actualmente por parte de los medios, sino del instalamiento, de la falta de santidad, de tensión a la perfección espiritual”.

Por eso, el hacer y vivir unos ejercicios espirituales deber ser un ejercicio intenso de oración personal, de subir con Cristo al monte Tabor para contemplar más vivamente su rostro, o subir al monte Carmelo por la oración contemplativa como nos indica san Juan de la Cruz; de todas formas, retirarse a la oración en unos ejercicios espirituales es una predilección por parte de Dios, de su Espíritu. Tenemos que invocarle y pedirle continuamente su ayuda. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de estos ejercitantes y director, del fuego de tu amor, amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el que nos quieren sumergir como vemos en esta escena del Tabor.

Por la contemplación del Tabor, los discípulos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos.

Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un cairós, deciros que sois unos privilegiados, al haber sido elegidos para ver el rostro de Cristo transfigurado, en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con vosotros/as y para que os sintáis iluminados por la luz y belleza y resplandor del Hijo amado hasta el punto de que el Padre no vea diferencia entre el Hijo y los hijos llenos de la misma luz y amor.

Como los tres elegidos, habéis sido preferidas para la cumbre de la montaña, del Tabor, con interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación—, a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con vosotros. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de gracia, donde vamos a tratar de ser y hacernos mejores discípulos de Jesús.

Por experiencia todos sabemos la necesidad que tenemos de estos días de retiro, de soledad con Dios, de oración. Os digo esto desde el evangelio, desde la experiencia de la Iglesia, de los santos, y de muchos de vosotros. En uno de mis libros titulado NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN LA VIDA SACERDOTAL tengo escrito:

PRÓLOGO

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.”

Queridos hermanos-as,(leo Lucas 9, 28-36) comenzamos hoy nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, su persona, su palabra y su testimonio sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida. Le necesitamos, porque en la escena del Tabor no solo Jesús sino los tres discípulos elegidos fueron transfigurados. Los envolvió una luz luminosa, le deslumbró una luz esplendorosa, que se quedó solo en la inteligencia o en la visión exterior, sino que les penetró hasta el corazón, “qué bien se está aquí”, sintiendo en aquellos momentos una transfiguración interior, que les haría mucha falta hacer cuando llegase la noche oscura de la pasión y la muerte, y este fue el propósito de Cristo al elegirlos.

El monte, en la tradición bíblica, es el lugar privilegiado para el encuentro del hombre con Dios. Jesús lo eligió también como lugar privilegiado para su oración (Mc 6,46...). En Mt 17,1 y en Mc 9, 2, Jesús sube a la montaña para ser transfigurado; en Lucas Jesús sube a la montaña para orar, y mientras estaba orando el aspecto de su rostro cambió  y sus vestidos se hicieron de una blancura fulgurante. La enseñanza de este episodio lucano parece sugerir que todo cristiano, en el encuentro con Dios en la montaña de la oración, tendría que experimentar una transformación semejante a la del Señor.

Para ser testigo del Dios vivo en un mundo marcado por la ausencia y silencio de Dios, el cristiano necesita una experiencia viva y personal de él. Karl Rahner ha escrito sobre la espiritualidad cristiana del futuro: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios». Y sacaba esta conclusión: «El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano». Ha de unir el coraje y el compromiso de un profeta y la experiencia de Dios de un contemplativo, siguiendo el camino vivido y proclamado por el Señor.

En medio del proceso de secularización que vivimos hoy, todos necesitamos la oración diaria, a tiempo fijo, ya hablaremos, porque sin ella, lo que no se vive, se olvida, aunque lo prediquemos, porque falta vivencia. El cristiano del futuro tiene que llegar a la experiencia de lo que cree o celebra, el santo del futuro será el que venga del desierto, como Moisés, con aquel resplandor en el rostro que él traía después de haber hablado con Yahvé.

La profecía de la pasión y las palabras del Maestro sobre la cruz (9, 22-26) habían colmado de tristeza a los discípulos; ahora se llenan de ánimo y de gozo, pues la transfiguración es una anticipación de la resurrección.

De hecho, cuando Jesús se los llevó a los tres a Getsemaní, se durmieron ante Cristo que estaba orando y muerto de tristeza: “No habéis podido orar una hora conmigo... velad y orad para no caer en la tentación”, porque “Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño”. Y como no oran como el Maestro en Getsemaní,  este sueño que abruma a los tres apóstoles, será la causa de que Pedro le niegue al Maestro porque no ha sido capaz de orar como él le pidió, porque se ha dormido en el huerto. Lucas quiere enseñar a los cristianos, a quienes escribe su evangelio, que la vigilancia y la oración son necesarias para comprender los planes de Dios, para sentir su presencia y su fuerza en nuestras vidas, para vencer miedos y cobardías en su seguimiento.

Pedro, sin esfuerzo especial de su parte, se ha visto dentro de un mundo que le fascina y quiere la salvación sin tener que pasar por el sacrificio, ni la cruz; es la tentación propia del hombre de todos los tiempos, de la que tomaban parte los discípulos de Emaús (24, 26).

(((Los tres discípulos saben que la nube indica la presencia perceptible de Dios y por eso «se llenaron de temor», que puede ser la reacción humana ante una presencia divina extraordinaria. Lucas lo expresa en el caso de Zacarías (1, 12), en el de María (1, 29), en el de los pastores (2, 9), y en el de la gente ante los milagros de Jesús (5, 10; 8, 35). Mateo lo explícita más mencionando un gesto de adoración: «cayeron rostro en tierra, llenos de miedo» (17, 6).

El pobre pecador siente un fuerte temor religioso ante la cercanía de Dios, tres veces santo, como lo expresa Isaías: «Ay de mí, que estoy perdido, pues hombre de labios impuros soy!» (6, 5). Es lo primero que experimentará Pedro ante el episodio de la primera pesca milagrosa (Lc 5, 8). Asombro y estremecimiento.

Por eso Jesús siempre produce fascinación. «¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Resulta difícil escapar de la seducción de Jesús. También Jeremías se sintió seducido por Yahvé: «Tú me sedujiste Yahvé y me dejé seducir. Tú eras más fuerte y fui vencido. Siento en mi corazón como un fuego abrasador» (20, 7.9). Como Jeremías, como Pedro, como tantos otros seducidos, arrebatados, forzados, así nosotros, en este Tabor de nuestro retiro nos sentimos fascinados ante la presencia de Jesucristo, ante esta experiencia de gracia))).

«Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido, escuchadle» (9, 35). Al final del relato vemos que Jesús «se encontró solo» (9, 36). Ya no hay ningún maestro o profeta fuera de él. Moisés y Elías le han cedido el puesto, se han eclipsado.

San Juan de la Cruz escribe: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez, en esta sola Palabra y no tiene más que hablar... Nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez (Heb 1, 1.2)...

Porque le podría responder Dios de esta manera diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él; porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas...

Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Este es mi amado Hijo en que me he complacido, a él oíd; ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas y se la di a él. Oídle a él porque yo no tengo más fe que revelar ni más cosas que manifestar».

Desde entonces la última palabra del Padre es «escuchadle» porque ya sólo Jesucristo será el profeta prometido, en cuya boca Yahvé pondrá sus palabras (Dt 18, 18). El será el que dictará su ley a las naciones (Is 42, 1).

Vivamos esta escena evangélica, como los discípulos. Nosotros, como ellos, nos encontrábamos antes allá abajo, en la rutina. Hermano,  prepárate  y sube a la montaña de la oración estos días. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Nos lo dará gratuitamente el Padre que nos soñó para una eternidad de gozo trinitario. Pero nosotros hemos de subir, mientras vamos caminando en la fe, en la esperanza y en el amor, virtudes sobrenaturales, que como dice muy bien san Juan de la Cruz, si las purificamos de imperfecciones, nos llevarán a la contemplación del rostro de Cristo en la tierra: <quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado>.

Es posible que lleguemos un poco cansados a este retiro o con preocupaciones y problemas. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “Si quieres, puedes seguirme”. “Si alguno se quiere venir conmigo”;  “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y haremos morada en él”. Es el dulce huésped del alma.

El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.

Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: «tomar la cruz, negarse a sí mismos». Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oye ron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu Santo descendió sobre ellos.

La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte de nuestro yo y sus pasiones.

Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino.

La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

El único camino que conozco para este encuentro es la oración personal; oración que es conversión al Cristo que oro y medito y contemplo, como explicaré más adelante; para ese amor, para amar a Dios y a Jesucristo, el Señor, con amor de Espíritu Santo, esto es, con experiencia de que que creemos o meditamos, hay que subir por el monte de la oración-amor- conversión hasta la cumbre de la contemplación y gozo de la belleza y hermosura del Hijo amada del Padre.

       Por lo tanto, y bien claro, desde el principio. Yo voy a hablaros de un Cristo, vivo, vivo y resucitado en su Palabra y en la Eucaristía, no de un Cristo teología o rito o meramente idea o conocimiento; y,el único camino que conozco para esto es la oración personal, que si es verdadera, automáticamente se convierte en conversión de vida, en oración que transforma la vida o vida que es y se hace oración; y todo esto, tiene como principio y fin y fundamento esencial el primer mandamiento: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser.

 Estos tres verbos amar, orar y convertirse se conjugan igual y el orden no altera el producto: me he cansado de amar a Dios sobre todas las cosas, es porque me he cansado o me canso de convertirme a Él sobre todas las cosas y me entonces me cansa el orar, me distraigo, me aburre, no encuentro a Cristo, ; por el contrario, aunque caiga mil veces, lucho por amar a Dios sobre todas las cosas y convertirme a Él sobre todo, entonces me sale la oración, la necesito, tengo deseos de encontrarme con Él y orar, y hablar, y pedir, y revisar... y por lo tanto, o deseo orar todos los días, lo hago porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas y quiero convertirme a Él sobre todas las cosas; me he cansado de  convertirme y estoy instalado en mi defectos, aunque no sean graves, automáticamente me he cansado de orar y de amar a Dios sobre todos mis defectos, sí, si tendré la media o la hora oficial de oración, meditación e incluso de la Liturgia de las horas, pero no hay encuentro personal de amor con Cristo, puro recitar, me aburre la oración, siempre estoy igual, no me dice nada nuevo, no hay encuentro con mi Cristo, y esto, aunque sea cura y diga misa; puro rito, no entro dentro de corazón de su Palabra, de la Plegaria Eucarística, de los ritos, me quedo fuera porque no hay oración personal y no entro en el corazón de su Palabra y o de los ritos y me encuentro con Cristo que me dice: te amo, estoy aquí por ti, doy la vida por ti. Y lógicamente no hay ni existe en mi corazón el gozo, la vivencia, la experiencia de lo que medito o celebro))).

OTRA PRIMERA MEDITACIÓN

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, es para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración... estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo, como lo hacen otros muchos cristianos, para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, en momentos duros de oscuridad e incomprensión, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje, a recorrer este camino, especialmente en estos kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo sobre todo y en todo, que es lo mismo que querer amar a Dios sobre todas las cosas.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental: conversión, amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todo, prefiriéndole al propio yo, al que damos culto, sin darnos muchas veces cuenta, desde la mañana a la noche. Esta es la principal dificultad para hacer oración cristiana.

Quizás no sea muy pedagógico empezar hablando así de las exigencias de la oración, pero lo hago para que nadie se engañe, porque veo mucho escrito sobre el tema, pero la verdad es que no entran dentro del corazón y del fundamento de la oración, siguiendo a nuestros grandes maestros y precisamente españoles: Teresa y Juan de la Cruz.

Convencido de esta verdad, deseo ofrecer, siguiendo mi propio camino de oración, algunas orientaciones y unos consejos, lo más sencillos y concretos posibles, con el fin de ayudar a toda persona de buena voluntad y deseosa de hacer oración, de encontrarse con Cristo vivo, vivo y resucitado, para que no se deje abatir por cantos de sirena y dificultades que, inevitablemente, ha de encontrar.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y trabajo el vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas de pecados o imperfecciones, o sequedades y de no sentir nada en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo, con el Dios vivo y verdadero.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir a los que me contemplan: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo especialmente para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir en, con y por Cristo en silencio toda clase de pruebas y humillaciones, vengan de donde vengan.

Por eso, para mí este camino de la oración es camino principalmente de conversión. La oración es querer conocer y amar más a Jesús; es querer ser no solo amigo que conversa con Él todos los días, sino discípulo que quiere seguirle, conocerle más cada día por la oración para seguirle mejor en la vida; porque oración y vida se conjugan igual; la oración es vida, y la vida es oración . Y ya lo sabemos el camino marcado por el Señor: "Quien quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga"; esto dicho en negativo; porque en positivo se enuncia así: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser ".

Por eso, en este camino hay que estar dispuesto a seguir y amar a Dios sobre el propio yo y las propias apetencias, sobre los propios planes y proyectos y cargos y honores, a buscar y seguir al Señor por Él mismo, no por las añadiduras que le acompañan: si alguno quiere ser discípulo mí...; y la muerte del yo es larga y dura, esas son las noches de san Juan de la Cruz, porque todos nos buscamos siempre y en primer lugar a nosotros mismos, el propio yo, el amor propio, y hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta sudor y lágrimas y lágrimas... es la práctica de la humildad en grados sucesivos hasta el último, según tu amor a Cristo, según el Espíritu Santo te ilumine y tú quieras dejarte purificar y ser víctima de tu propio sacrificio, de la muerte de tu propio yo con Cristo, para vivir la vida nueva de la gracia, de la amistad plena y total con tu Padre Dios, para amarle sólo a Él, sólo a Él sobre todas las cosas, olvidando o dejando en segundo lugar nuestras apetencias, avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas, ocupando segundos puestos en la vida y en todo, como nos enseñó el Señor, para ocupar los primeros en su amor.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche. No digamos si ocupamos algún puesto importante.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, lo cual se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, en las pruebas exteriores de soberbia, avaricia...etc, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, en relación directa con Dios, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno, dejarse limpiar y purificar de tanto yo que impide el Yo de Dios, la persona de Cristo vivo en nosotros, porque se trata de que "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí".

En este camino, el Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan no a las ramas de la persona, sino a las raíces del yo, a la muerte espiritual, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente dejándose limpiar y purificar, aceptando, sufriendo el que te quiten hasta las raíces del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia... los pecados llamados capitales «por ser cabeza de otros muchos»; se trata de la mortificación y conversión ordinaria y normal, que todos podemos hacer y donde todos tenemos que actuar directamente. .

  • lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas de las pasivas, que no se olvidan, y por eso quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, en los apostolados cuando creemos que todo lo estamos haciendo en Dios y por Dios, sin darnos cuenta de que nos buscamos a nosotros mismos en muchos actos nuestros.

          Y lo tengo muy sabido y aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo; hay que convertirse en todo y del todo a Dios; y eso que no he llegado muy alto, sin gestos ni hechos singulares, sino paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, poquito a poco, en soledad humana y divina, porque estando tan cerca actuando el Espíritu de Cristo, ni se le nota, y mira que uno le pide ayuda y grita, y nada, como si no oyera o estuviera muerto ¡que duras las pruebas de fe!

          En estas etapas "hay que esperar y confiar en Dios contra toda esperanza ", como dice san Pablo; y siempre, se sienta o no se sienta nada en la oración, esperar con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, de la vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior; por favor, para atravesar estas etapas, nada de mencionar nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé.

          Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo. Ya diré algo más de esta materia cuando mencione métodos de oración.

          Y nada más para introducir y aclarar mis intenciones al escribir este libro; con él, al describir estas experiencias de pruebas y gozos quiero comunicar mi camino de oración, camino de fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que son las únicas que nos unen a Dios, para ayudar, si puedo, a todos mis hermanos sacerdotes o bautizados, a los que quieran leerlas para practicarlas desde la oración personal, único camino que yo conozco y obligatorio para llegar a Dios aún por el camino de la liturgia, donde si por ella, por la oración personal no llego al corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no entra en mi corazón.

          Quiero terminar diciendo que, por la oración personal, sobre todo incrustada en la oración litúrgica, el cielo empieza en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios vive y se manifiesta como Amor de Abba, papá del cielo, en Canción de Amor revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con Amor de Espíritu Santo: "Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. " Y al sentirse uno habitado por la Santísima Trinidad...«Semper vivens in Trinitate, cum María, in vitam aeternam», lema de mi vida: siempre viviendo en Trinidad, con María, hasta la vida eterna, en revelación de amor y ternura y belleza infinitas, pero de verdad, no de palabra, uno vive el cielo en la tierra y desea morirse para estar en plenitud de vida y gozo y unión con los Tres, sintiendo aquí ya en la tierra el gozo de vivir, de sentirse amado, pero de verdad, no de pura palabra o poesía, por los Tres, como tan hermosamente lo expresó Sor (ya beata) Isabel de la Trinidad en esta oración que rezo y pido a Dios Trinidad vivirla todos los días:

«Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni nacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora...»(Beata Isabel de la Trinidad)

«Quédeme y olvidóme,

el rostro recliné sobre el amado,

cesó todo y dejeme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

(San Juan de la Cruz)

CAPÍTULO PRIMERO

LA ORACIÓN

1. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses y hermanos sacerdotes para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica por la oración es tan grande que poco a poco me hará recuperar toda la santidad perdida y subiré hasta donde estaba antes de dejarla.

Y, en cambio, aunque sea «sacerdote y diga misa» y esté en alturas de apostolados, cargos y honores, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, hasta trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: "sin mí no podéis hacer nada...yo soy la vid, vosotros los sarmientos ".

Por eso, la oración, sobre todo, la oración eucarística, se ha convertido en la mejor escuela y fuente y fundamento de todo apostolado: «desde el Sagrario, a la evangelización» ha sido el lema del primer Congreso Internacional de la Adoración eucarística celebrado en Roma 20-24 junio 2011: "Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar": «contemplata alus tradere».

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todas las diócesis y seminarios del mundo -esencial y absolutamente obligado y necesario por razón de la ordenación sacerdotal— tuviéramos superiores y obispos, exploradores de Moisés, que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman y dirigen, convirtiendo así la diócesis, el seminario, en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado de la parroquias, de la diócesis, del mundo entero? Si eso es así, ¿por que no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¡Señor, concédenos esta gracia a toda la Iglesia, a todos los seminarios!

Sin oración, no somos nada en nuestro ser y existir cristiano o sacerdotal: "sin mí no podéis hacer nada "; pero, por la oración, todos, sacerdotes y seglares, podemos decir con san Pablo: 'Para mí la vida es Cristo... todo lo puedo en aquel que me conforta... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... "».

Para orar bien, tenemos que pedir la sabiduría, el sabor de Dios y su conocimiento, como lo hace Salomón, en Sab. 9, 1-10: "Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable ". Y ya antes, en Sab 7, 7-33, había descrito todas las riquezas que le venían con ella: "Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso, benéfico.. Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando... " (7, 7-30).

Y donde digo oración, quiero decir conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el yo personal, al que damos culto y para el cual vivimos de la mañana a la noche, hasta que el Señor nos lo empieza a descubrir por la oración, por el trato personal con Él. Y aquí nos lo jugamos todo y toda la vida de santidad y apostolado.

Sobre esta materia de la oración y conversión insisto continuamente, porque estoy convencido hasta la médula, por la vida de la Iglesia, de los santos, por el evangelio meditado, y por mi propia experiencia de conversión permanente de este yo que tanto se quiere y se busca en todo; pero cuánto se quiere este Gonzalo y con qué cariño se busca hasta en las cosas de Dios. De esto hablaré más ampliamente en el artículo siguiente.

Pero voy a anticipar algo, citando a un autor que he leído recientemente y con el que coincido totalmente, porque no sólo tenemos las mismas ideas, sino hasta coincidimos en las mismas expresiones. Y como además de este tema de la conversión  se habla  poco,   tanto   en  nuestras   conversaciones   o   reuniones   de arciprestazgo, como en las meditaciones, retiros espirituales y formación permanente, al menos yo no tengo esta suerte, quiero hacerlo con cierta amplitud, para que no se olvide: «El anuncio del Reino, las palabras de Jesús nacen de la oración y de su intimidad filial con el Padre... Para anunciar el Reino hay que vivirlo.

El primer anuncio tiene que ser la misma vida del enviado...quien quiera de verdad anunciar seriamente el Reino de Dios y llamar a la conversión tiene que comenzar viviendo primero con Jesús (por la oración) y como Jesús (por la conversión)... No es un asunto que se pueda resolver con planes de trabajo ni con reuniones de planificación. El tema capital es la conversión de los que hemos de ser los agentes de la evangelización; conversión al amor de Dios y al amor de nuestros prójimos, amor a Jesucristo que murió por ellos y por todos...El enviado tiene que ser antes discípulo, imitador, seguidor y conviviente con el maestro, del todo identificado con El, en el pensar y en el vivir (Fernando Sebastián, EVANGELIZAR, Madrid 2010, pgs 180-181-186).

Y  este mismo autor, en relación a la nueva evangelización o pastoral evangelizadora, asegura: «La presentación del Evangelio de Jesús tiene que producir en los oyentes una verdadera crisis de conversión... Si somos sinceros tendremos que reconocer que son ocas las actividades pastorales que buscan realmente esta
conversión de los oyentes.

La catequesis, la preparación para los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del matrimonio y muy especialmente el proceso entero de la Iniciación Cristiana, tendrán que estar centradas muy claramente en este objetivo como algo esencial, y debieran desarrollarse de manera que pudieran
alcanzarse con cierta normalidad. ¿De dónde, si no, podremos preparar poco a poco, y con la ayuda del Señor, una comunidad de cristianos convencidos y convertidos? (Ib. pag 69).

Ycomo cabeza y pastor de todo este proceso, el Obispo en cada diócesis. Juan Pablo II escribió: «Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado; también en las actuales condiciones sigue siendo muy actual. Se
puede decir que una Diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes—la castidad, la práctica de la pobreza, el espíritu de oración, la sencillez, la finura de conciencia- se graban en cierto sentido en los corazones de los sacerdotes. Estos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada del Cristo (¡Levantaos! ¡Vamos! pag 118).

Insistiendo en este aspecto, dice Don Fernando Sebastián: «La convivencia con Jesús en la oración, el estudio de la Escrituras y de las enseñanzas en la Iglesia de los Santos Padres, de los Papas, tiene que ser la ocupación primera del obispo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que no es fácil cumplir de verdad esta primera recomendación.

La vida del obispo es muy complicada, tiene que atender a muchas cosas, pero hay que mantener prioridades. La oración y el estudio han de ser siempre nuestra primera dedicación. Hay que tener la suficiente fuerza de voluntad para mantener habitualmente las horas diarias de oración y estudio. Sin esto no podremos hablar las palabras de Jesús con el Espíritu de Jesús...

Sin las horas de silencio, dedicadas a la oración y al estudio, las actividades ministeriales se empobrecen sin remedio. No solo hemos de imitar a Jesús en las actividades de su vida pública, hemos de imitarlo también en las largas horas de oración y silencio durante los años de la vida oculta, en sus frecuentes vigilias de oración. Para ver el mundo como Jesús hay que tratar de convivir espiritualmente con El en una oración constante (Ib. 191-192).

2. LA IGLESIA NECESITA SANTOS: EXPERIENCIA DE LO QUE CREE, PREDICA Y CELEBRA

¿Y por qué esta necesidad de oración en la Iglesia? Porque la Iglesia necesita santos. El orden lógico de estos dos primeros artículos del presente libro, según mi vivencia y pensamiento, habría sido éste: Io, La Iglesia actual necesita santos; y 2o, El único camino que conozco para llegar a la santidad es la oración y todos los demás, incluso la oración y la oración y misterios litúrgicos, tienen que ser recorridos con oración personal. Pero como hacerlo así tal vez me hubiera reportado alguna mueca -¡otra vez lo mismo, ya estamos...!—, he preferido el expuesto.

Lo que quiero decir en este artículo, en voz baja, pero suficientemente alto, para que todos puedan oírlo, porque es duro y doloroso y te lleva disgustos, es que toda la iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros necesita santidad, unión con Dios, experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo en la Eucaristía, experiencia de la fe, esperanza y caridad; y por la razón de siempre: nadie da lo que no tiene, "sin mí no podéis hacer nada... " Y damos a veces mucha teología, conocimientos, catequesis, pero sin dar a Cristo, sencillamente porque no le tenemos. Y no le tenemos, porque estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe Dios, Cristo, pero sí la teología.

Ydonde digo santidad, quiero decir igualmente amor, oración, unión con Dios, conversión, humildad, andar en verdad, vida espiritual, "verdad completa ", esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo,
con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística y amor total a Dios sobre todas las cosas.

Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente, tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

Yfalta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó "hasta el extremo", porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con El, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos: "si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán... ": Y el camino único que conozco para llenar de luz de Cristo y sabor espiritual -vida según el Espíritu Santo, "verdad completa ", a los creyentes y bautizados es la oración, la oración-conversión-amor a Dios sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin.

Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: "En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos " (Mt 5,13-16).

Se ve ya que la lluvia acida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y ésta va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: "estar en el mundo sin ser del mundo... si la sal se vuelve sosa... ".

En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien ordenado, establecido y reglamentado; en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia, de la vida en Cristo, de lo que predicamos o celebramos; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, ya que en nosotros no cuenta ni preocupa lo que debiera, ni si se habla de ella con la primacía o intensidad que merece; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

«La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana» (K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La Experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24).

En este mismo artículo lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

Añado otro testimonio muy claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística» (PAÚL ZULEHNER, Misión Abierta, abril-mayo 1995).

No somos místicos, no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos o predicamos, ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria, y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «testigos», «notarios» espirituales o místicos de Cristo, videntes de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y culmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

Yno subimos a esta montaña de la oración, del Tabor, porque subir por este Monte del Carmelo, de san Juan de la cruz, supone esfuerzo, matar el yo personal: "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo el que vive en mí... ", conversión permanente, toda
la vida hasta la transformación en Cristo, humildad permanente, segundos puestos, perdón a todos y en todo.

Al faltar más santos, más santidad a la Iglesia actual, le falta atractivo, hermosura y belleza divina a la Iglesia, a las Diócesis, a las parroquias y congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen y enciendan en amor a Cristo y a su Iglesia. Que sí, que los hay. Pero que debieran ser más abundantes, todos los bautizados, porque todos hemos sido llamados a la santidad, y esta debería ser el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los mismos formadores de sacerdotes y consagradas/os al Señor, la santidad, la consagración, la razón misma de la vida religiosa tanto activa como contemplativa, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, y por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que "te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo ". Qué bien lo ha recordado el Papa en esta JMJ que hemos celebrado en Madrid.

Yllegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente. Y digo mediocridad
espiritual, porque no me estoy refiriendo ahora a pecados graves, sino a cierto desencanto de la fe y vida cristiana, al instalamiento en vida mediocre sin fulgores de amor total a Cristo, instalamiento en vida sin deseos de perfección obrenatural, viviendo una vida llena de mi amor propio, sin tender a la unión total con Cristo, a la
santidad, a la vida según el Espíritu del Padre y del Hijo, desde el amor y entusiasmo y enamoramiento por Cristo y la Santísima Trinidad, de la que no oigo hablar apenas en charlas y meditaciones a los sacerdotes.

Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior -oración— y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como El y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios. Y esto se consigue principalmente por la oración.

Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificarnos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

Hay mucha mediocridad en nosotros, falta vida espiritual, según el Espíritu, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;   y hablamos de El como un profesor que explica su materia, hablamos de El como de una persona que hemos estudiado y conocido por teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio, pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él? ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo vivo y presente en la Eucaristía? Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano... Sin esto, Cristo se queda en el pasado, es pura idea, realidad que realizó un proyecto, pero no está vivo en el corazón de los que lo predican, y como consecuencia, en el corazón de los que escuchan. Necesitamos la experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, por la oración un poco elevada, no meramente meditativa, sino contemplativa, unitiva, transformativa para poder ser puentes entre las dos orillas, para que los hombres puedan pasar por nosotros, como otros cristos, hasta el Padre.

3. LA ORACIÓN, EL CAMINO DE LA SANTIDAD

Este título que acabo de escribir, sonaría mejor, tal vez, así: LA ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD; pero he preferido el elegido, porque aquí expreso lo que pienso: que la oración no es un camino más, sino el camino, el camino fundamental en el que deben confluir y llegar y andar unidos todos los demás caminos, incluso el camino de la oración litúrgica y la misma plegaria eucarística, compuesta principalmente de la Palabra y del Sacramento, verdaderamente pontifical, puente, irrupción de Dios en el tiempo, como diré más adelante y sobre la cual he escrito dos de mis libros; todos deben recorrerse con oración personal, también la oficial y pública de la Iglesia, la litúrgica, la Palabra de Dios, la sacramental del pan y del vino, donde no hay que quedarse en los ritos externos, sino llegar al corazón de los ritos o a la fuente de la vida sacramental para sentir a Cristo que nos dice: os amo, estoy dando mi vida por vosotros, estáis salvados... y sentir el perfume de la Virgen, junto al Hijo, santo su vida con Él por nosotros; por la oración hay que llegar también al fundamento del apostolado, que consiste propiamente, no en las meras acciones, sino en el Espíritu con que debemos hacer tales acciones, en el Espíritu de Cristo, que es la caridad pastoral, Espíritu Santo, que es el santificador y salvador.

Para probar la importancia de la oración basta ver lo que Cristo hizo y meditar sus enseñanzas sobre la misma. Cristo fue un hombre de oración. Pero no sólo para darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer, sino porque necesitaba de la oración para relacionarse con el Padre por el Espíritu y cumplir su voluntad: "mi comida es hacer la voluntad de mi Padre... hago siempre lo que le agrada... el Padre en mí, yo en vosotros y vosotros en mí... ", esto es la oración personal.

El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su vida y de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor.

Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Le 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Me 1,35; Le 5, 16). Ora antes de exigir a sus Apóstoles una profesión de fe (Le 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Me 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar (Le 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Ultima Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia; es toda una oración insuperable en forma y fondo (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Me 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Le 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos, en la comparación con su ejemplo, el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

La Iglesia de todos los tiempos también ha insistido siempre en esta necesidad. Me impresionó el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses:

«Queridos hermanos en el episcopado: El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de <perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo>. Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Le 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Me 3, 14).

Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor <de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación> (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: <Contemplata alus tradere> (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna».

La oración es el medio necesario más importante y necesario para encontrarme con Cristo y su gracia salvadora, ya que hasta la misma liturgia, en los misterios que celebra y hace presentes, si yo no entro dentro del corazón de los ritos y de las palabras y signos que se realizan, por medio de la oración personal, de la unión de fe y amor con Jesucristo, primer celebrante y principal, en su memorial, todo se queda en el altar o en el evangeliario, ya que no ha habido encuentro de amor y de oración, de amistad personal con Él, sacerdote y victima, o con el corazón y sentido de su Palabra.

La oración es el camino, el medio más directo y necesario para realizar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y la imitación de las virtudes de Cristo. El contacto asiduo del alma con Dios en fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que nos unen con Dios, se realiza fundamentalmente por medio de la oración y la vida de oración.

La oración es vida y la vida es oración, y la vida-oración y la oración-vida ayuda poderosamente a la unión, contemplación y transformación del alma en Cristo. La oración es transformante, siempre que sea oración, no rutina o pura reflexión teológica.

Es más, como he dicho, la oración nos facilita más y mejor la participación fructuosa en la liturgia santa, en la acción sagrada, en la irrupción de Dios y su gracia salvadora en el tiempo; la oración personal alimenta, da sentido y eficacia, yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, a todos los demás medios de santificación que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos a su imagen y semejanza, en unirnos a Él para dar frutos de vida eterna: sin mí no podéis hacer nada.

La Eucaristía es Cristo entero y total, el más completo sacramento de Cristo; pero es memorial, lo hace presente él y nosotros tenemos que unirnos en la oración litúrgica suya y de la Iglesia con nuestra oración personal, con la disposición interior de mente y espíritu para vivirla y participarla.

La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, humildad, confianza y amor, que en conjunto, constituyen la mejor disposición del alma para recibir en abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza o sin perseverancia.

Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el Oficio divino, asistir a Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero su progreso en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. Porque el autor principal de nuestra perfección y santidad es Cristo por su Espíritu, y la oración precisamente es la que conserva al alma en ese contacto de fe y amor que santifica o hace santificadores esos medios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, en los mismos sacramentos, entonces, como un soplo divino, la eleva, abrasa, levanta, y ella, con sorprendente abundancia, recibe y rebasa y comunica, es puente, de esa gracia y favores divinos: somos lo que oramos en Cristo.

La vida sobrenatural de un alma es y se realiza y manifiesta por su unión con Dios, mediante la fe y el amor; y esta santidad o unión con Dios debe, pues, exteriorizarse en actos encendidos de amor en la predicación, en la celebración, en la vida pastoral; es el apostolado, sus actos y acciones, los que reclaman la vida de oración, para que estos reproduzcan de una manera regular e intensa, la vivencia, la experiencia de amor, la unión transformativa en Dios.

Lo importante no es hacer apostolado, sino hacer al apóstol; lo importante no es aprender las acciones, sino ser apóstol, aprender y tener el Espíritu de Cristo; porque no todas las acciones que hacemos o se hacen en la Iglesia, son apostolado, sino las que se hacen o hacemos con el Espíritu de Cristo.

Y esto tiene que empezar en el seminario, donde hay que preocuparse y ocuparse de hacer al apóstol, no enseñar solo teología o a practicar o realizar principalmente acciones. Y en principio, puede decirse, que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en ser apóstol, ser cristiano auténtico, ser madre o padre cristianos, nuestra unión con Dios, esté uno donde esté, depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por oración no entiendo nada especial, sino la relación o conversación o unión del alma con Dios, o mejor, como dice santa Teresa, «...trato de amistad con Dios estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

Para esta oración inicial, los libros espirituales, sobre todo, comentarios buenos de evangelios, son muy interesantes. A mí me ayudaron mucho. Aunque yo no soy muy seguidor de los jesuítas en materia de oración, soy más bien, carmelita-teresiano-sanjuanista, sin embargo reconozco que me ayudaron a meditar, a reflexionar, aunque hay que esforzarse un poco para que lo que está en el entendimiento, llegue al corazón.

Es, pues, la oración como la fuente y manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo. El alma que se da regularmente a la oración saca de ellas gracias inefables que la van transformando poco a poco a imagen y semejanza de Cristo: «La puerta, dice santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez, cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap 8).

La oración meditativa de las primeras etapas, a mí me gusta y me ayudaron mucho las meditaciones tipo ignaciano, preámbulo, composición de lugar, punto Io, etc. Tipo jesuítico, me ayudaron mucho al principio, durante algún tiempo, aunque luego, para hacer oración-oración, oración-diálogo de encuentro y amistad con Cristo, empecé a dejar los libros, hasta el mismo evangelio.

De la oración saca el alma, sobre todo, en etapas elevadas y contemplativas, superadas purificaciones activas y comenzando ya las pasivas de san Juan de la Cruz, gozos celestiales hasta el punto de desear irse con el Amado: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura» «¿Por qué pues has llagado aqueste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, porque así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?»

En estas etapas de unión transformativa el alma vive ya en Cristo: "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí... para mí la vida es Cristo... una ganancia el morir para estar con Cristo...ni el ojo vio lo que Dios tiene preparado para los que le aman ".

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, vivo y palpado resucitado, no pura idea o realidad del pasado, se abraza y se entrega al Amado en plenitud de fe y amor, por un movimiento del Espíritu Santo.

En estos kilómetros del camino de oración, estamos ya en oración contemplativa, no meramente meditativa, el alma es más pasiva, receptiva de la gracia, que activa; porque Dios dirige y provoca esta unión, no ningún esfuerzo puramente natural, sino desde y por la gracia, por la vida de Dios en nosotros: "Nadie puede decir Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo ".

Son etapas ya maravillosas de gozo y, a la vez, de sufrimientos y purificaciones, interiores y exteriores, todas pasivas y receptivas, que hay que sufrir para llegar a la unión transformativa-contemplativa, una vez que el alma va siendo purgada y purificada por el Espíritu hasta las raíces del yo y de la carne, por la luz de la contemplación, que, a la vez que ilumina, quema, y primero la ciega, noche de fe y amor y esperanza, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, de mirar ya de frente, sin mediación de lectura y meditación, la misma Luz que es Cristo, el rostro de Dios y su gloria y resplandor directamente, no a través de pasajes evangélicos meditados, o sentimientos que yo fabrico, sino siendo iluminado directamente por el Santo Espíritu en el alma que, en un principio, queda cegada, a la vez que la llena de luz, que poco a poco irá ya acoplándose a esta nueva forma de comunicación con Dios y el resplandor de su Palabra directamente comunicada, no a través de medios de oración, por el mismo Espíritu Santo; y luego, una vez purificada la inteligencia y la voluntad y la memoria del alma, empieza a ver con luz divina, con amor de Espíritu Santo, no con luces o razones o entendimiento propio, sino con luz y entendimiento divino comunicado al alma directamente y de tal forma que la desborda primero, hasta que el alma se adecúa a esta nueva forma divina de comunicarse con Dios, de conocer, ver, amar, gozar y sentir el Amor mismo de Dios Trino y Uno. Es la vida de la gracia, de la participación en la misma vida y amor y felicidad divinas.

LOS MÉTODOS. Alguno se sorprenderá de que no haya dicho ni una palabra sobre métodos de oración, a pesar de llevar ya un rato largo hablando de la misma; ciertamente en ninguno de mis libros he hablado de métodos o formas de orar. Pero, ya que he sacado el tema, quiero decirlo claro y en pocas palabras.

Y desde el principio quiero decir que una cosa es la oración y otra cosa es el método o los métodos. En esto hay muchas escuelas y variedades, dentro de la misma Iglesia. A mí no me enseñaron ninguno. Ya lo diré más adelante. Algún método es necesario, porque es un camino que hay que recorrer. Pueden ayudar, pero hay tantos métodos como caminantes; y teniendo siempre en cuenta lo del poeta: «caminantes, no hay camino, se hace camino al andar».

Cada uno puede irse construyendo su propio camino dentro del único camino que es Cristo, llegar a Cristo. La etapas tradicionales ya las sabemos: «lectio», «meditatio», «oratio», «contemplatio».

Hoy día, podemos ver que hay almas que están persuadidas y así lo enseñan que si no se utiliza tal o cual método, no se puede llegar a tener oración. Lo respeto. Pero no confundir métodos con la esencia de la oración, porque eso acarrea luego funestas consecuencia, y de eso son testigos los tiempos actuales, que han obligado a la misma Iglesia a dar unas aclaraciones precisas en este sentido, porque algunos llegaban para unirse a Cristo a utilizar métodos paganos, psicológicos, laicos y neutros, que no te llevan a Dios. Consecuencia: que se termina dejando la oración y el método, porque no hay encuentro con Cristo sino con realidades psicológicas puramente humanas.

Métodos, para mí, los de nuestros santos, en especial, los maestros de oración: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, de Asís, Teresa del Niño Jesús, Beata Isabel de la Trinidad... y de tantos y tantos, porque son miles. Que leamos sus escritos y vivamos su oración.

Método seguro y garantizado, el tradicional: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio», dependiendo de la evolución del alma y del progreso en la virtud, con todas las notas y matices personales que queramos ir añadiendo.

La oración siempre es encuentro y conversación con Dios, primero rezando, luego leyendo y meditando, luego hablando y pidiendo, y finalmente contemplando. Es conversación del alma con Dios, en la cual el alma se explaya más y avanza cada día, si se va convirtiendo y obedeciendo a Dios, explayándose todos los días más en conversación hasta llegar a no necesitar libros para meditar y hablar.

Tú cambia los nombres y las formas, pero hay que andar la vía purgativa, que recorren todos los principiantes, aunque dura toda la vida por la conversión permanente; vía iluminativa, llamada así, porque el alma no se esfuerza por discurrir y meditar sino que el conocimiento de Dios se lo dan ya hecho y meditado, el alma no saca el agua del pozo, sino que la lluvia cae del cielo, no hace falta ni la noria, y esto, dice Teresa y Juan de la Cruz, es para los avanzados, los fervoroso, porque los tibios, los que no quieran convertirse, se quedan siempre en la primera etapa y llegan a aburrirse de todo y dejan ordinariamente la oración.

De paso, para que no se quede todo en teoría, si queréis, podíamos preguntarnos: ¿hago oración-meditación, todos los días, a la misma hora y lugar, con el evangelio u otro libro en las manos, como un trabajo obligado? A todo creyente, más, a mis hermanos sacerdotes, me atrevo a preguntarles ¿Cuántas veces he hablado en mi vida de oración personal? ¿Conozco su inicio, camino, progreso y evolución? ¿Podría describir mi vida actual de oración?

Dejemos la respuesta en el aire y pasemos a la vía unitiva, que son los iluminados que han llegado a la unión contemplativa, llamada también unitiva, mística y finalmente transformativa en Dios.

Si tenéis dudas sobre esta materia, o necesitan luces para el camino, consulten a san Juan de la Cruz, que de esto sabe mucho, para mí el que más y con mayor claridad y profundidad y lo ha descrito mejor. Pero sabiendo siempre, como él repite, se pone pesado en este asunto, que la oración es más cuestión de amor que de entendimiento. Lo siento por los teólogos y los sabios. Por poco le meten en la hoguera.

El mismo santo nos dice que a los principios hay que buscar y meditar con la razón, pero siempre para llegar «a más amar». Es más, él no trata propiamente del tema de la meditación; lo menciona para decir siempre que hay que pasar más adelante para pasar, por las noches, a la contemplación. Él es maestro de la contemplación, así que habla principalmente para la vía iluminativa, contemplativa y unitiva-transformativa.

Sin embargo, y por experiencia personal y ajena, de pastoral y equipos de oración que dirijo durante toda mi vida sacerdotal, opino, que es bueno a los principios ayudarse de medios de oración, especialmente del evangelio, de evangelios comentados o meditados por autores espirituales, o de otros libros que te ayuden a reflexionar para amar y convertirte, aunque sea costoso y con esfuerzo y sequedad. Yo aconsejo y creo necesaria, a parte de la oración diaria meditada, la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales, de libros de santos o de autores espirituales estupendos de todos los tiempos; personalmente a mí me han hecho mucho bien algunos santos y autores jesuítas y escritores de los años 1950-2000, para mí no todavía superados por autores modernos. Y no cito porque la lista sería larga. Están todos bien subrayados, como a mí me gusta, en mi biblioteca. Repito: aconsejo la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales.

Insisto en que es necesario al principio ayudarse de libros para la meditación, el método ignaciano-jesuítico es muy bueno, que esto puede durar más o menos o incluso toda la vida, según la disposición del alma y su constancia y su generosidad en purgarse o mortificarse de soberbia, avaricia, lujuria, ira...etc, porque para los entendidos, la oración personal propiamente dicha empieza, cuando uno ya no necesita exclusivamente de libros para entrar en contacto con Dios, porque la inteligencia y el corazón están encendidos sin necesidad de esos medios, de esa luz sobrenatural de la fe y de amor que a la vez que ilumina, calienta la voluntad y el corazón y le inspira las vivencias del amor y de ideas y de luces y de todo.

Por estar ya más elevada y cerca de la misma Sabiduría de Dios, «sapere, sabor de Dios», se abandona a Él por amor, para cumplir sus deseos de unión y amistad íntima.

Para orar es necesario recogimiento interior, y para esto, cierta soledad, hasta física; yo, por lo menos estoy mas relajado si estoy solo en la Iglesia, que si estoy en comunidad orante; cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema donde estábamos.

Hay que ir corrigiendo las imperfecciones y pecados que el Señor nos vaya diciendo y descubriendo en estos encuentros de amistad; para mí esto es lo más importante y la causa principal de que no avancemos y retrocedamos en la oración; lo tengo supertrillado este tema; tenemos que luchar desde el primer momento por cumplir el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... aceptando con valentía todos los esfuerzos que esto nos exija a lo largo de la vida de oración o de la oración vida, que es la oración hecha vida y la vida hecha oración, que siempre deben ir unidas; de otra forma no hay oración verdadera.

Obrando así, amando así en la oración y en la vida, llegaremos a vaciarnos de todo aquello que pudiera impedir la unión con Dios, el abrazo sentido de su amor, vaciándonos de nosotros mismos y nuestras apetencias, anhelos y deseos para llenarnos sólo de Dios, porque si seguimos llenos de nosotros mismos, de nuestros criterios, aficiones e imperfecciones, Dios no puede entrar, no cabe, no tiene sitio en nosotros; pero si nos vamos vaciando, Él nos va llenando cada vez más y vamos sintiendo su amor, su presencia: "Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él".

Para eso hemos de entrar en la oración siempre con humildad, con reverencia, en la presencia de Dios, es que nos sentamos junto a Él para hablarle, pedirle, besarle; y hay que hacerlo con mucho respeto en el templo, del alma y de la iglesia, silencio de curiosidades y estar mirando otras cosas, serían un desprecio a Dios; y en este momento la adoración es la actitud que mejor cuadra al alma delante de su Dios: "El Padre goza con aquellos que adoran en espíritu y en verdad".

Luchemos con todas nuestras fuerzas por ser almas unidas a Dios por la oración y el trato diario de amistad; si perseveramos en esta relación y amistad por la oración podemos estar seguros de que seremos mejores cristianos e hijos " para mayor gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo " (Jn 14,13).

Termino: En este sentido, no hay método de oración, como no hay un conjunto de recetas, de procedimientos que bastara aplicar para orar bien. La verdadera oración contemplativa es un don que Dios nos concede, pero hemos de aprender a recibirlo.

Es necesario insistir sobre este punto, hoy sobre todo, a causa de la amplia difusión de los métodos orientales de meditación como el Yoga, el Zen, etc.; a causa también de nuestra mentalidad moderna que pretende reducir todo a técnicas; a causa, en fin, de esa tentación del espíritu humano por hacer de la vida —incluso de la vida espiritual— algo que se puede manejar a voluntad; todo esto hace que se pueda tener, más o menos conscientemente, una imagen de la vida de oración como de una especie de «Yoga» cristiano.

El progreso en la oración se lograría gracias a procesos de concentración mental y de recogimiento, de técnicas de respiración adecuadas, de posturas corporales, de repetición de ciertas fórmulas, etc. Una vez dominados estos elementos por medio del hábito, el individuo podría acceder a un estado de consciencia superior.

Esta visión de las cosas que subyace en las técnicas orientales influye a veces en un concepto de la oración y de la vida mística en el cristianismo que da de ellas una visión completamente errónea. Errónea, porque se refiere a métodos en los que, a fin de cuentas, lo determinante es el esfuerzo del hombre, mientras que en el cristianismo todo es gracia, don gratuito de Dios.

Es cierto que puede haber alguna relación psicológica entre el asceta o «espiritual» oriental y el contemplativo cristiano, pero es superficial; la diferencia esencial es la que ya hemos expuesto; en un caso se trata de una técnica, de una actividad que depende esencialmente del hombre y de sus aptitudes, mientras que en el otro, al contrario, se trata de Dios, que se da libre y gratuitamente al hombre. La iniciativa siempre es de Dios y nosotros colaboramos por su gracia.

SEGUNDA MEDITACIÓN: ESCUCHAR COMO DISCÍPULOS

(Aquí estaría mejor la meditación tercera: Queremos ver a Jesús)

       Al final de la meditación anterior hemos oído al Padre de los cielos que nos decía refiriéndose al Hijo: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Ya, desde el antiguo Testamento Yavéh Dios pide el silencio de la oración para ser escuchado y  comunicarse con sus elegidos: “El Señor Yahvé mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos” (Is 50, 4). “Escucha, Israel, Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé”(Dt 6, 4). Y en el Nuevo Testamento Jesús se retira siempre al silencio de la oración para hablar con su Padre e invita a los discípulos  a que le acompañen; y cuando elige a sus discípulos pasó toda la noche en oración y por la mañana “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlo a predicar”.  El estar con Él es la primera e indispensable condición para que los discípulo le escuchen y comprendan desde el diálogo afectuosos y encendido el mensaje que trae desde el cielo y puedan luego transmitir lo que han contemplado y escuchado.

       El cristiano ha de cultivar una relación personal con el Señor. Los días de ejercicios son para lograr esa relación, relación que hay que mantener con Cristo resucitado, presente en nuestra vida.

       Los ejercicios espirituales son un tiempo de experiencia de Dios en un clima de escucha de la palabra. Son una invitación a la intimidad y a la comunión con él. Al ser un don del Espíritu, una gracia de Dios, la iniciativa es divina. El Señor dispone el alma, la abre, la hace dócil. El tomará posesión, dirigirá e iluminará nuestra vida.

       (( Puedo añadir algo de lo mucho que tengo en este sentido)). Hemos de saber que todo en este retiro atañe a Dios más que a nosotros. Por eso, el estar con él es lo más importante y absolutamente necesario. La actividad es toda de Dios y nuestra aportación consistirá en dejarse hacer. Amar a Dios es dar cabida en nuestro corazón al amor que él nos regala; orar es dejar que el Espíritu ore en nosotros con gemidos inenarrables. Santos son los santificados, limpios los purificados.

       Por eso, para poder amarle y sentir que yo le amo con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con toda mi alma (Dt 6, 5; Mt 22, 37), es necesario primero saber que él nos ama hasta el colmo del amor (Jn 13, 1; 15, 13), y entonces él nos concede la gracia de experimentar que le podemos corresponder con su mismo amor, el que él derrama en nuestros corazones por el Espíritu santo (Rom 5, 5).que nos ha sido dado y desde aquí luego, como sacerdotes o cristianos o religiosos/as podemos actuar y comunicar lo que hemos visto y sentido. No todas las acciones que hacemos son apostolado, sino las que hacemos con el Espíritu de Cristo.

       Amor que no sólo es anterior al nuestro, sino que es la causa de nuestro amor. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero... Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 10.19). Creer en su amor es la mejor manera de amarle. Dejarse amar para aprender a amarle de verdad.

       La tragedia del hombre actual es que no tiene conciencia de ser amado por Dios y la psicología afirma que para aprender a amar, es necesario saberse amado; sólo quien se sabe amado, se siente provocado al amor.

       San Pablo quería que los cristianos fueran conscientes del amor apasionado que Dios les tenía y hace su oración de rodillas a fin de pedir con más fuerza para lograr que experimenten la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que excede todo conocimiento (Ef 3, 14-19).

       Ya en la Carta a los romanos encontramos el mensaje del amor de Dios en tres textos: “Somos los amados de Dios” (1, 7). “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (5, 5). “Nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios” (8, 39). Jesús que es la Palabra divina afirma: «E1 Padre os ama!» (Jn 16, 27). ¡Dios es amor!

       (AQUÍ PUEDO PONER MI PRIMERA MEDITACION. EN ESTO CONSISTE EL AMOR... SI EXISTO ES QUE Dios me ama...).    

       Y si hemos venido a los ejercicios es para escucharle y hacernos mejores discípulos suyos. Estos días son a propósito para hacemos discípulos de Jesucristo, conforme a su corazón que nos llama para estar con Él y sentir nuestra presencia y aliento y amor. Ser discípulo de Jesucristo no consiste en aprender de memoria sus lecciones, sino en entrar en contacto con él y así los alumnos aprenden la lección del maestro; los discípulos le siguen copiando su manera de vivir. El concepto de discípulo en la Biblia, sobre todo, en el A. T. es pues mucho más rico que el de alumno. Y esto a pesar de la etimología y procedencia latina de discípulo, de «discere» —aprender—; sin embargo su significado en el mundo griego y en el judaísmo es rico y profundo.

       El discípulo. además de aprender teóricamente las enseñanzas del maestro, que es lo que haría un simple alumno, asimila hasta su modo de comportarse, de tal modo que adquirir conocimientos tiene menos valor, si se compara y relaciona con su manera de vivir; por eso, el discípulo no sólo asiste a la escuela del maestro sino que debe convivir con él.

       En los evangelios sinópticos, seguir, ir detrás, sólo se aplica a una persona viva, a Jesús. San Pablo ya habla de imitar. Pide al cristiano su imitación (1 Tes 1, 6; 1 Cor 11, 1). Habla también de imitar a Dios viviendo en el amor como Cristo (Ef 5, 1.2). Hay que obrar en todo como Jesucristo. El como se convierte en la norma fundamental del obrar cristiano. El apóstol nos pide que “nos acojamos mutuamente como nos acogió Cristo para gloria de Dios” (Rom 15, 7). “Como el Señor os perdonó, perdonaos mutuamente si alguno tiene queja contra otro” (Col 3, 13).

       También en el evangelio de san Juan es el mismo Jesús quien nos pide su imitación: “Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (13, 15); y para eso nos da el mandamiento nuevo: “que como yo os he amado, así os améis los unos a los otros” (13, 34), y en su primera carta escribe que “quien permanece en Cristo, debe vivir como vivió él” (2, 6), y que “nosotros amamos porque él nos amó primero”(4, 19).

       Y esta es la esencia del apostolado cristiano, la acción de Cristo en nosotros y por nosotros, actuar y hablar y celebrar en su mismo Espíritu en nosotros, en los hermanos y en el mundo. El apostolado no es algo nuestro, sino de Cristo en y por nosotros, de Cristo que tiene necesidad de nuestra humanidad supletoria para hacerlo. La fe se transmite por medio de personas comprometidas que proclaman la buena nueva de Cristo. El haber estado con él y vivir con él es indispensable para ser apóstol de Cristo, el testimonio del verdadero discípulo que vive las bienaventuranzas, es condición indispensable y sitúa a los hombres frente a los valores decisivos de su existencia, obligándoles a salir de su indiferencia. Es dar un revulsivo al hombre, creando en él una inquietud religiosa. Del testimonio dimana un atractivo, una fascinación que invita a creer y a aceptar los valores que se atestiguan y que el discípulo ha experimentado ya en su propio ser.

       Solamente el anuncio del testigo de Cristo en palabra y vida, puede y es capaz de sorprender, inquietar, impulsar a la búsqueda, a la aceptación, a la profesión de la fe, a la transformación de la vida, a la imitación del evangelizador, por contagio, máxime hoy, que no basta un amor ordinario, sino que se requiere un amor extraordinario a Cristo, propio del que tiene experiencia y vivencia de su presencia y amor, sobre todo, eucarística.

       Toda comunicación de tema religioso lleva siempre un fuerte contenido de testimonio y de transmisión. El autor de la misma, no es un frío actor que queda al margen del auditorio y de las palabras. Es un testigo. Nos cuenta lo que ha visto y oído en su interior, al contacto con la doctrina que abraza; lo que la voz/ honda del Espíritu le ha comunicado, lo que la palabra de Dios le ha dicho en su confrontación con la vida. Su comunicación forma parte de la vida misma por lo que tiene de experiencia vivida y por el compromiso que entraña.

       Hay que llegar a ser testigo: ser testigo no es hacer propaganda, ni llamar la atención ni programar un marketing...: es vivir el misterio. Es vivir de tal manera, que la vida sea inexplicable si Dios no existe y uno le ha visto y sentido.

       Ha de haber coherencia entre lo que se predica y la vida de quien lo predica. Este es un aspecto importante del papel del testigo y es el aspecto que de manera decisiva contribuye más a la aceptación de lo proclamado.

       El hombre de hoy nos pregunta sobre nuestra experiencia de Dios, de Jesucristo resucitado, al que nosotros anunciamos como presente. El evangelizador de nuestros días ha de manifestar esa experiencia, siendo testigo como los apóstoles (Hech 2, 32), buen olor de Cristo como dice san Pablo (2 Cor 2, 15), enseñando que Jesucristo vive y resucitado y que se le puede encontrar, tocar y hablar con él, sobre todo, teniéndolo tan cerca en el sagrario.

       Las personas que han experimentado a Cristo se han sentido siempre más pobres e indigentes y necesitados de su ayuda que los demás porque es Jesús quien se deja entrever y les dice: “Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, sin mí no podéis hacer nada”. Hace bien el recordar la frase de Teresa de Lisieux y que hizo vibrar a Francia: «Cuanto más pobre seas, más te amará Jesús». En el silencio hay que redescubrir persona y palabra de Dios y su presencia en lo que parece ausencia.

       San Lucas subraya que el pueblo judío estaba entusiasmado y maravillados por el comportamiento y la vida de la primera comunidad cristiana. El testimonio de estos primeros cristianos estaba en la irradiación de su fe y en la fuerza del ejemplo de su vida. De la vida de esta primitiva comunidad se desencadenaba un poder de encanto que provocaba la admiración y simpatía de todos que, aunque no acepten el evangelio, perciben toda su fascinación (Hech 5, 13.14). De esta unidad entre ideas y vida, de este testimonio, emanaba aquel hechizo (Hech 2, 42-47) de los primeros discípulos de Jesucristo. Hoy falta este encanto de la fe, porque falta experiencia de la misma, falta vivencia, vida de fe y amor de Cristo. Y esto no solo en la parte baja de la Iglesia sino arriba también.

       El impacto que producía la vida de los primeros seguidores de Jesús, lo que asombraba, atraía y convencía a los paganos, lo que provocaba la adhesión al cristianismo, era el espectáculo de la vida de caridad de los cristianos. Ese amor visible en el mundo, parecía humanamente inexplicable. Era tal el encanto que producía este espectáculo que todos quedaban asombrados. Si en la vida de la primitiva comunidad cristiana no se hubiese dado este espectáculo de caridad incesante, el mundo sería todavía pagano. El día en que esto desaparezca, el mundo volverá a ser pagano. NO ES TAL VEZ LO QUE ESTÁ OCURRIENDO AHORA EN ESPAÑA Y EUROPA. ¡Cómo hemos de seguir comprometiéndonos para actualizar con nuestra vida el hechizo que producía la de los primeros cristianos!

       Muchas veces pienso que uno de los signos de los tiempos que hemos de vivir, está en las palabras de Jesucristo cuando nos pide hoy que los hombres vean nuestras buenas obras para que glorifiquen al Padre de los cielos (Mt 5, 10). Es lo mismo que nos pide san Pablo si actualizamos lo que escribe a Tito: “Muéstrate en todo como un modelo de buenas obras” (2, 7), y a Timoteo: “Sé modelo para los fieles en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe y en la pureza” (1 Tim 4, 12).

       En estos ejercicios espirituales buscamos la soledad con Dios, en la serenidad y en la paz, para hacernos enamorados del Señor, como escribe san Juan de la Cruz: «Olvido de lo criado, memoria del criador, atención a lo interior y estarse amando al Amado».

       Hemos venido a pasar unos días en silencio y en oración. Deseamos escuchar la voz de Dios. Esta huida del trabajo y del ajetreo la consideramos necesaria para acumular energía y dedicarnos después con mayor empeño a la tarea que Dios nos ha confiado en el mundo.

       Jesús nos dice como a los apóstoles “que aguardemos en Jerusalén la promesa del Padre: Que recibiremos la fuerza del Espíritu para ser sus testigos hasta los confines de la tierra” (Hech 1, 4-8). Pero al hombre de nuestros días, le cuesta aguardar. No sabe permanecer quieto. Ha de estar moviéndose siempre. Prefiere el duro trabajo antes de soportar el sufrimiento que le produce permanecer quieto. Se siente más a gusto trabajando y emborrachado de actividad.

       Los que guiados por su equivocada buena voluntad creen que todo lo que se necesita hoy es una estrategia de nuevos métodos y marketing y estructuras y ordenadores o entrega a las apremiantes necesidades de los hermanos y no alimentan esa disponibilidad desde la fuerza inagotable de Dios, terminan por agostar su espíritu y se cansan pronto de la imperfección de los hombres, ingratos y duros, a veces, fluctuantes e inconsecuentes otras, a los que sólo se les puede llevar a Dios a través de un gran amor personal y viendo en ellos al ser que respetando su singularidad los envuelve y los sobrepasa: Jesucristo.

       Los ejercicios espirituales son el mejor tiempo que puede dedicar el discípulo a tratar de amistad con Dios, que esa es la definición que Teresa de Jesús hace de la oración: «no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama»; los ejercicios espirituales son el mejor tiempo para ponerse en silencio bajo su mirada, a dejarse mirar por él, a llenarse de luz para, después, poderla comunicar y ofrecer a todos los hombres. Estos días son de intensa oración y no de novedad, o de estudio o de discusión. Debe intensificarse el silencio, la oración, la apertura a Dios, al que hay que escuchar como discípulos.

       Le vamos a pedir “a Aquél que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar” (Ef 3, 20), que nos regale “un corazón que sepa escuchar, que entienda para juzgar” (1 Re 3, 9), y nos ayude “a caminar en la luz, como él mismo está en la luz” (1 Jn 1, 7).

       Estos días de retiro son los más adecuados para seguir a Cristo hasta el monte para orar, a donde ser retiraba tantas veces contemplativo, para recibir el don de Dios que se nos comunica en la oración, que nos hace partícipes de la experiencia de Jesús. Para mantenernos fieles a las exigencias del seguimiento es necesaria esta experiencia contemplativa. Seguir a Jesucristo es seguirlo en su oración, en la que él expresaba su absoluta intimidad con su Padre y se entregaba a su voluntad.

       Jesús oró y —“el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8)— continúa su oración “siempre vivo intercediendo por nosotros” (Heb 7, 25). Por nuestra oración nos incorporamos a la suya. Ella es una necesidad de amor. No hay verdadera amistad y colaboración con el Señor sin permanente diálogo y comunicación con él. En ese encuentro con la persona de Jesús es donde desarrollamos la «connaturalidad» con Él, para ver las cosas y actuar como Él, al tener por participación su misma vida y naturaleza de gracia, su mismo ser y existir sacerdotal, para amar igual que Él al Padre y a los hermanos, para reaccionar y amar más según nos narra el evangelio.

       Cuando contemplamos el evangelio, hacemos presente el misterio en nuestra mente y en nuestro corazón, y nos hacemos presentes nosotros mismos en el misterio, o dicho de otro modo, nos dejamos evangelizar por la palabra de Dios, comprometiendo nuestro espíritu con ella. Entonces alcanzamos la mayor hondura posible, la que nos da el Espíritu Santo que mueve nuestra oración.

       Ni siquiera nos deben afectar nuestras distracciones. Lo que importa es el fruto que el Espíritu santo obra en nosotros. En nuestras distracciones aflora todo aquello que nos ayuda a conocernos mejor. Afloran en esos momentos las motivaciones profundas de nuestro subconsciente, las personas y cosas y asuntos que nos preocupan. Todo eso forma parte, de algún modo, de la sinceridad de nuestra oración y hay que entregarlo al Señor.

       Resumiendo, hoy la Iglesia como entonces y siempre necesitará la experiencia de los que cree y predica. Y el único camino es la oración-conversión, lo repetiré toda mi vida.

Hoy, necesitamos contemplativos, que tengan experiencia de Dios por la oración sanjuanista de la unión o transformación total en Dios. Mañana, en el futuro, no se podrá ser cristiano sin ser contemplativos, y no se puede ser contemplativo sin haber pasado de la oración meditativa, por la noches purificatorias del espíritu, despojándose del yo que impide la posesión total de Dios en nosotros y que, al vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros defectos y posesiones, que impedían o impiden la plena posesión de Dios, al estar llenos de cosas y del yo, poseer la experiencia de Dios en nosotros por habitarnos nuestro Dios trino y uno: “Si alguno me ama, mi padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. Debemos vivir atentos como se pide en Dt 6, 4: “Escucha—shemá— Israel, Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé”. Jesús recoge estas palabras que llenan todo el antiguo testamento, la ley y los profetas. “Escuchad y entended” (Mt 15, 10). “Mirad cómo escucháis” (Lc 8, 18). Debemos ser personas en actitud de escucha para dejar que la palabra de Dios germine en nuestras almas.

       “Moisés convocó a todo Israel y les dijo: Escucha Israel los preceptos y las normas que yo pronuncio hoy a tus oídos. Apréndelos y cuida de ponerlos en práctica” (Dt 5, 1). “Escucha Israel..., que estas palabras que yo te dicto hoy queden grabadas en tu corazón”; y sigue diciendo con ardiente insistencia: “Las atarás a tu mano como un signo y ponlas en tu frente como señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas” (Dt 6, 4-9).

       Recordemos el relato lleno de frescor del pequeño Samuel que oye la palabra de Dios y, sin embargo, el sumo sacerdote Elí no oye nada; pero a la tercera vez que Samuel escucha aquella voz, Elí le dice al pequeño: “Cuando te sientas llamado otra vez, responde: Habla Yahvé que tu siervo escucha” (1 Sam 3, 1-10).

       Todavía es más significativo el episodio de Salomón, cuando, siendo aún joven, va en peregrinación a Gabaón a ofrecer sacrificios. Se le aparece Dios y le dice: “Pídeme lo que quieras que te dé”, y Salomón responde: “Da a tu siervo un corazón que escuche. Agradó a los ojos del Señor esta súplica de Salomón”. Y además de concederle riquezas y victorias sobre sus enemigos, que no había pedido, le dijo: “Cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente” (1 Re 3, 4-14).

       La sabiduría es el fruto de un corazón que escucha. Para tener un corazón sabio e inteligente, es necesario antes que ese corazón esté silencioso y abierto a Dios. Dios habla a Isaías y le revela lo que debe ser su siervo. “El Señor, Yahvé, me ha dado lengua de discípulo. Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como los discípulos; Yahvé me ha abierto el oído” (50, 4.5).

       El verbo recordar en el mundo oriental posee tonalidades distintas de las que tiene en nuestro mundo occidental. Para nosotros recordar es una actividad puramente intelectual, meramente subjetiva. Para ellos es algo objetivo que se produce por una realidad superior; es en cierto modo algo actual. Es revivir lo que sucedió. No es recuerdo, es memorial.

       Recordar es colocar otra vez en el corazón. Por eso, cuando algo se olvida, hay que achacarlo con frecuencia al corazón, no a la memoria. El profeta Isaías recomienda recordar los sucesos pasados para que el israelita pueda percibir la diferencia que hay entre el Dios verdadero y los dioses falsos (46, 8.9). La memoria de la historia ha ayudado a Israel a mantenerse fiel a Yahvé (Sal 44, 2.3; 78, 2; 105, 8-45; Dt 11, 1-7).

       El recordar, que no es estarse pasivo o refugiarse en el pasado, comporta un dinamismo para comprender lo acaecido y hasta para revivirlo. Se contempla el pasado, los hechos de la historia, con el fin de caminar en el presente y lanzarse hacia el futuro.

       Se recuerdan los acontecimientos para resucitarlos en las fiestas religiosas, en las que se celebra su aniversario: Rosh-hashana, el día primero del año, el día de la creación del mundo; Pesah, la pascua, es la salida de Egipto; Shabuot, pentecostés, el don de la ley (la torá); Sukkot, tabernáculos, la fiesta de las cabañas, de la estancia en el desierto; Hanukkah, las luminarias, la consagración del templo por Judas Macabeo; Purim, la fiesta de Ester...

       Cada fiesta es una evocación. No se trata de relatar la historia sino de vivirla o mejor de revivirla. En nuestras conmemoraciones recordamos el hecho pasado o glorificamos al hombre desaparecido. Distinguimos el pasado, el presente y el futuro.    En aquellos tiempos celebrar un hecho era revivirlo, resucitarlo. La conmemoración para el israelita es esencialmente una reconstitución. Un ejemplo tenemos en Purim, la fiesta de Ester. Cuando el oficiante lee la Meguilla de Ester y relata lo que quería hacer el impío Amán, el auditorio no permanece pasivo, sino que vibra ante los episodios, y se conmueve tembloroso por si se repudia a Ester, o por si sucumbe Mardoqueo. Los niños, en especial, patalean cuando se nombra a Amán. Un griterío retumba en toda la sinagoga.

       Los acontecimientos y las palabras se actualizan en las celebraciones. La memoria se hacía dinámica y actualizante. El hombre bíblico recordando la historia de Israel, conoce a su Dios (Sal 105, 5) y aprende a vivir como su fiel servidor. Este recuerdo es su alimento principal en días de aflicción y tribulación. Y cuando se pregunta por qué Yahvé permite que le sucedan estas cosas, escucha las palabras de Moisés: “No temas. Acuérdate de lo que Yahvé, tu Dios, hizo para salvarte” (Dt 7, 18). Al igual que el israelita recordando las liberaciones de parte de Dios, se dispone a acoger la liberación definitiva, como lo cantará más tarde Zacarías (Lc 1, 69), así el verdadero discípulo de Jesús, que recuerda todos los acontecimientos de la vida de su Maestro, especialmente las atenciones y delicadezas con que lo ha colmado, lo envolverá todo en su hágase, acogiendo plenamente el misterio de la salvación.

MEDITACIÓN DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES: LA ETERNIDAD

(En lugar de hablar muerte, juicio, infierno y gloria, hacerlo de esta manera añadiendo mi pregón de semana santa; tambien como tengo en B pregón y resurrección; también mi primera si existo y este pregón con resurrección; también puedo poner eternidad tomado de Cantalamessa pg 92- 102; en capitulo 4 lo tengo entero)

       QUERIDOS AMIGOS: Hemos meditado en la anterior oración el texto de san Juan: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.  (no olvidar para esa meditación el pregón de semana santa) Nosotros creemos en el nombre del Padre que nos soñó, nos creó en el amor de nuestro padres y nos dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de la eternidad, y en el nombre del Espíritu Santo que nos ama, nos santifica y nos transforma en vida eterna y amor trinitario.

       San Ignacio, para hablarnos de la eternidad que nos espera y para la que hemos sido creado, nos habla también de muerte, juicio, infierno y gloria en los fundamentos de sus Ejercicios. Nosotros lo vamos a seguir, pero de una forma distinta. Porque si hablamos de estas verdades que nos esperan en la eternidad, a veces nos asustamos y decimos que es ir a Dios por el camino del temor, sin embargo, las estamos confesando siempre que hablamos de la gracia de Dios, que es participar en la vida divina, o como parafraseaba san Máximo el Confesor: «partícipes de la eternidad divina». Nosotros somos eternidad por la gracia de Dios, nuestra vida es más que esta vida por privilegio divino que nos hace partícipes de su vida.

       Los Padres de la Iglesia decían: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera dios». Nosotros podemos decir: la eternidad ha entrado en el tiempo para que el tiempo pudiese alcanzar la eternidad. Jesús ha venido no sólo para hablarnos y ganarnos la eternidad sino para darnos la vida divina. El salto de la eternidad al tiempo por Cristo hace posible el salto del tiempo a la eternidad. La esperanza en nuestra eternidad forma parte, por tanto, del dogma cristológico; brota de él como su objeto y su fruto. La esperanza en la eternidad es el corolario de la fe en la encarnación.

       En una ocasión, M. de Unamuno le respondió así a un amigo que le reprochaba su anhelo de eternidad como si fuera una forma de orgullo o de presunción: «No digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo demuestre; digo que lo necesitamos, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella todo me es indiferente. ¡La necesito! ¡La necesito! Sin ella ya no hay alegría de vivir y la alegría de vivir no tiene nada que decirme. Es demasiado fácil afirmar: «Hay que vivir, es necesario contentarse con la vida». Precisamente los que aman la eternidad no desprecian la vida de aquí abajo: dice Unamuno: No aman de verdad la vida los que gozan de ella día a día, sin preocuparse de saber si habrán de perderla del todo o no...Amo tanto la vida —escribe el mismo autor—, que perderla me parece el peor de los males». Y san Agustín nos dirá: «De qué sirve vivir bien, si no nos es dado vivir siempre? (Quid prodest bene vive re, si non datur semper vivere?).

       Jesucristo vino enviado por el Padre para que tuviéramos vida eterna: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

       Queridos hermanos, si nos preguntamos cómo se puede justificar la pretensión de la fe cristiana de prometer una vida eterna y de amenazar con una pena igualmente eterna por actos realizados en el tiempo. La única respuesta válida a este problema, que se ha llamado “el nudo gordiano de la fe cristiana”, es la que se basa en la fe en la encarnación de Dios. En Cristo la eternidad ha aparecido en el tiempo; él ha merecido para el hombre una salvación eterna. Ante él —pero sólo ante él— se puede poner ese acto que, aun habiendo sido realizado en el tiempo, decide sobre la eternidad.
Este acto consiste, en la práctica, en creer en la divinidad de Cristo: “Os escribo esto para que sepáis que vosotros, que creéis en el nombre del Hijo de Dios, tenéis la vida eterna”(lJn 5,13); y también: “Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”(Jn 11,26). Y en infinidad de textos donde Cristo nos dice que ha venido “para que tengamos vida eterna... yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.. La fe en la divinidad de Cristo abre la puerta de la vida eterna, permite dar el salto infinito. Delante de Jesucristo, precisamente porque es hombre y Dios al mismo tiempo, es posible tomar una decisión que tenga repercusiones eternas.

 ¡Eternidad!, ¡eternidad! (Cantalamessa, 94: Jesucristo, el santo de Dios)

       Hemos llegado, por fin, al momento de recoger el fruto de nuestra vida cristiana, de nuestra fe en Cristo, de todo el camino hecho en el seguimiento de Cristo: la eternidad, la vida eterna. Aquí nos vamos detener en esta meditación. Nos ceñiremos en torno a esta palabra hasta hacerla revivir. Le daremos calor, por así decirlo, con nuestro aliento hasta que vuelva a la vida ordinaria, a que sea objeto de nuestras conversaciones. Porque eternidad es hoy día una palabra muerta, de la que no se habla ni en Iglesia, en nuestras homilías, en nuestras conversaciones; la hemos dejado morir como se deja morir a un niño o a una niña abandonada que nadie amamanta ya. Por eso, es necesario que resuene en la Iglesia el grito: “Eternidad!, ¡eternidad!”
       ¿Qué ha sucedido con esta palabra, que en otro tiempo era el motor secreto o la vela que empujaba a la Iglesia peregrina en el tiempo, que levantaba hacia arriba los corazones, el polo de atracción de los pensamientos de los creyentes, especialmente de almas consagradas que perdían su vida para este mundo y la ponían al servicio de la Iglesia y de Cristo para ganarla para la vida eterna? La lámpara se ha puesto silenciosamente bajo el celemín, la bandera ha sido replegada como en un ejército en retirada. «El más allá se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta el punto de que se bromea incluso pensando que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia entera» S. KIERKEGAARD, Postilla conclusiva, 4, en Obras, o.c., 458.

       ((Este fenómeno tiene un nombre muy concreto. Definido en relación al tiempo, se llama secularismo o temporalismo; definido en relación al espacio, se llama inmanentismo. Este es hoy el punto en el que la fe, después de haber acogido una cultura determinada, debe demostrar que sabe también contestarla desde dentro de ella misma, impulsándola a superar sus cerrazones arbitrarias y sus incoherencias.

       Secularismo significa olvidar o poner entre paréntesis el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al saeculum, es decir, al tiempo presente y a este mundo. Está considerado como la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna; y, desgraciadamente, todos estamos, unos de una manera y otros de otra, amenazados por ella. A menudo también nosotros, que en teoría luchamos contra el secularismo, somos sus cómplices o sus víctimas. Estamos «mundanizados»; hemos perdido el sentido, el gusto y la familiaridad con lo eterno. Sobre la palabra «eternidad», o «más allá» (que es su equivalente en términos espaciales), ha caído en primer lugar la sospecha marxista, según la cual ésta aliena del compromiso histórico de transformar el mundo y mejorar las condiciones de la vida presente, y es, por ello, una especie de coartada o de evasión. Poco a poco, con la sospecha, han caído sobre ella el olvido y el silencio. El materialismo y el consumismo han hecho el resto en la sociedad opulenta, consiguiendo incluso que parezca extraño o casi inconveniente que se hable aún de eternidad entre personas cultas y a la altura de los tiempos.))

        ¿Quién se atreve a hablar aún de los «novísimos», es decir, de las cosas últimas —muerte, juicio, infierno, paraíso—, que son, respectivamente, el inicio y las formas de la eternidad? ¿Cuándo oímos la última predicación sobre la vida eterna? Y, sin embargo, se puede decir que Jesús, en el evangelio, no habla de otra cosa que de ella.

       ¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de la muerte: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Cor 15,32). El deseo natural de vivir «siempre», deformado, se convierte en el deseo o frenesí de vivir «bien», es decir, placenteramente. La calidad se resuelve en la cantidad. Viene a faltar una de las motivaciones más eficaces de la vida moral.

       Quizá este debilitamiento de la idea de eternidad no actúa en los creyentes del mismo modo; no lleva a una conclusión tan grosera como la referida por el apóstol; pero actúa también en ellos, sobre todo disminuyendo la capacidad de afrontar con coraje el sufrimiento. Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas que se manejan con una sola mano y tienen en un lado el plato sobre el que se colocan las cosas que se van a pesar y en el otro una barra graduada que determina el peso o la medida. Si se se pierde la medida, todo lo que se ponga en el plato hará elevarse la barra y hará inclinarse hacia la tierra la balanza. Todo lleva ventaja, todo vence fácilmente, incluso un montoncillo de plumas  Pues así somos nosotros, a eso nos hemos reducido. Hemos perdido el peso, la medida de todo, que es la eternidad, y así las cosas y los sufrimientos terrenos arrojan fácilmente nuestra alma por tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo.

       Jesús decía: “Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtatelos y tíralos lejos de ti. Más te vale entrar en la vida manco o cojo que con las dos manos o los dos pies ser arrojado al fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo y tíralo lejos de ti. Es mejor entrar con un solo ojo en la vida que con dos ojos ser arrojado al fuego” (cf Mt 18,8- 9). Aquí se ve cómo actúa la medida de la eternidad cuando está presente y operante; a lo que es capaz de llegar. Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, encontramos ya excesivo que se nos pida cerrar los ojos ante un espectáculo poco conveniente.

       Al contrario, mientras estás en la tierra, abrumado por la tribulación, coloca con la fe, en la otra parte de la balanza, el peso desmesurado que es el pensamiento de la eternidad, y verás cómo el peso de la tribulación se hace más ligero y soportable. Digámonos a nosotros mismos: ¿Qué es esto comparado con la eternidad? Mil años son “un día” (1Pe 3,8), son “como el ayer que ya pasó, como un turno de la vigilia de la noche” (Sal 90,4). ¿Pero qué digo “un día”? Son un momento, menos que un soplo.
       A propósito de pesos y de medidas, recordemos lo que dice san Pablo, que también en punto de sufrimiento le había tocado en suerte una medida insólitamente abundante: “El peso momentáneo y ligero de nuestras penalidades produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria para los que no miramos las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las visibles son temporales, las ¡invisibles eternas” (2Cor 4,17-18). El peso de la tribulación es “ligero” precisamente porque es “momentáneo”, el de la gloria está “sobre toda medida” precisamente porque es “eterno”. Por eso el mismo apóstol puede decir: “Estimo que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rom 8,18).

       San Francisco de Asís, en el célebre «capítulo de las esteras», hizo a sus hermanos un memorable discurso sobre este tema: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido; pero mucho mayores nos las tiene Dios prometidas si observamos las que le prometimos y esperamos con certeza las que él nos promete. El deleite del mundo es breve, pero la pena que le sigue después es perpetua; pequeño es el sufrimiento de esta vida, pero la gloria de la otra es infinita»

       Nuestro amigo filósofo Kierkegaard expresaba con un lenguaje más refinado este mismo concepto del Pobrecillo. «Se sufre —decía— una sola vez, pero el triunfo es eterno. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que se triunfa también una sola vez? Así es. Sin embargo, hay una diferencia infinita: la única vez del sufrimiento es un instante, pero la única vez del triunfo es la eternidad; de esa vez que se sufre, una vez que pasa, no queda nada; y lo mismo, pero en otro sentido, de la única vez que se triunfa, porque no pasa nunca; la única vez del sufrimiento es un paso, una transición; la única vez del triunfo es un triunfo que dura eternamente»  S. KIERKEGAARD, Las obras del amor II, 1, Guadarrama, Madrid.

       Me viene a la mente una imagen. Una masa de gente heterogénea y ocupada: hay quien trabaja, quien ríe, quien llora, quien va, quien viene y quien está aparte y sin consuelo. Llega jadeando, desde lejos, un anciano y dice al oído del primero que encuentra una palabra; después, siempre corriendo, se la dice a otro. Quien la ha escuchado corre a repetírsela a otro, y éste a otro. Y he aquí que se produce un cambio inesperado: el que estaba por el suelo desconsolado se levanta y va corriendo a decírselo a los de su casa, el que corría se detiene y vuelve sobre sus pasos; algunos que reñían, mostrando amenazadoramente su puño cerrado el uno bajo la barbilla del otro, se echan los brazos al cuello llorando. ¿Cuál ha sido la palabra que ha provocado este cambio? ¡La palabra “eternidad”!

       La humanidad entera es esta muchedumbre. Y la palabra que debe difundirse en medio de ella, como una antorcha ardiente, como la señal luminosa que los centinelas se transmitían en otro tiempo de una torre a otra, es precisamente la palabra «eternidad!, ¡eternidad!». La Iglesia debe ser ese anciano mensajero. Debe hacer resonar esta palabra en los oídos de la gente y proclamarla desde los tejados de la ciudad. ¡Ay si también ella perdiese la «medida»!; sería como si la sal perdiese el sabor. ¿Quién preservará entonces la vida de la corrupción y de la vanidad? ¿Quién tendrá el coraje de repetir aún a los hombres de hoy aquel verso lleno de sabiduría cristiana: «Todo, excepto lo eterno, en el mundo es vano»? Todo, excepto lo eterno y lo que de alguna manera conduce a ello.

       Filósofos, poetas, todos pueden hablar de eternidad y de infinito; pero sólo la Iglesia —como depositaria del misterio del hombre— puede hacer de esta palabra algo más que un vago sentimiento de «nostalgia de lo totalmente otro». Existe, en efecto, este peligro. Que «se introduzca la eternidad en el tiempo, doblegándola por medio de la fantasía». «Así interpretada produce un efecto mágico. No se sabe si es un sueño o una realidad, y se tiene la impresión de que ella misma se ha puesto a jugar dentro del instante, clavándole sus ojos de una manera melancólica y soñadora». El evangelio impide que se vacíe así la eternidad, llamando inmediatamente la atención sobre lo que ha de hacerse: “Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 18,18). La eternidad se convierte en la gran “tarea” de la vida, aquello por lo que afanarse noche y día.

       5. Nostalgia de eternidad

       Decía que la eternidad no es para los creyentes sólo una «nostalgia de lo totalmente otro». Y, sin embargo, también es eso. No es que yo crea en la preexistencia de las almas y, por tanto, que hemos caído en el tiempo, después de haber vivido primero en la eternidad y gustado de ella, como pensaban Platón y Orígenes. Hablo de nostalgia en el sentido de que hemos sido creados para la eternidad, en el corazón la anhelamos; por eso está inquieto e insatisfecho hasta que reposa en ella. Lo que Agustín decía de la felicidad, lo podemos decir también de la eternidad: «Dónde he conocido la eternidad para recordarla y desearla?».     

       ¿A qué se reduce el hombre si se le quita la eternidad del corazón y de la mente? Queda desnaturalizado, en el sentido fuerte del término, si es verdad, como dice la misma filosofía, que el hombre es «un ser finito, capaz de infinito». Si se niega lo eterno en el hombre, hay que exclamar al momento, como hizo Macbeth después de haber matado al rey: «...desde este instante no hay nada serio en el destino humano: todo es juguete; gloria y renombre han muerto. ¡El vino de la gloria se ha esparcido!» (Shakespeare). Pero creo que se puede hablar también de nostalgia de eternidad en un sentido más sencillo y concreto. ¿Quién es el hombre o la mujer que repasando sus años juveniles no recuerda un momento, una circunstancia en la que ha tenido como un barrunto de la eternidad, se ha como asomado a su umbral, la ha vislumbrado, aunque quizá no sepa decir nada de aquel momento? Recuerdo un momento así en mi vida. Era yo un niño. Era verano y, acalorado, me tendí sobre la hierba con la cara hacia arriba. Mi mirada era atraída por el azul del cielo, atravesado acá y allá por alguna ligera nubecilla blanquísima. Pensaba: ¿Qué hay sobre esa bóveda azul? ¿Y más arriba aún? ¿Y más arriba todavía? Y así, en oleadas sucesivas, mi mente se elevaba hacia el infinito y se perdía, como quien mirando fijamente al sol queda deslumbrado y no ve ya nada. El infinito del espacio reclamaba el del tiempo. Qué significa —me decía— eternidad? ¡Siempre más! ¡Siempre más! Mil años, y no es más que el principio. De nuevo mi mente se perdía; pero era una sensación agradable que me hacía crecer. Comprendía lo que escribe Leopardi en El infinito: «Me es dulce naufragar en este mar». Intuía lo que el poeta quería decir cuando hablaba de «interminables espacios y sobrehu4 manos silencios» que se asoman a la mente. Tanto, que me atrevería a decir a los jóvenes: Paraos, tumbaos boca arriba sobre la hierba, si es necesario, y mirad una vez el cielo con calma. No busquéis el estremecimiento del infinito en otra parte, en la droga, donde sólo hay engaño y muerte. Existe otro modo bien distinto de salir del «límite» y sentir la emoción genuina de la eternidad. Buscad el infinito en lo alto, no en lo bajo; por encima de vosotros, no por debajo de vosotros”.

        Sé muy bien lo que nos impide hablar así la mayoría de las veces, cuál es la duda que quita a los creyentes la «franqueza». El peso de la eternidad —decimos para nosotros— será todo lo desmesurado que se quiera y mayor que el de la tribulación, pero nosotros cargamos con nuestras cruces en el tiempo, no en la eternidad; nuestras fuerzas son las del tiempo, no las de la eternidad; caminamos en la fe, no en la visión, como dice el apóstol (2Cor 5,7). En el fondo, lo único que podemos oponer al atractivo de las cosas visibles es la esperanza de las cosas invisibles; lo único que podemos oponer al gozo inmediato de las cosas de aquí abajo es la promesa de la felicidad eterna. «Queremos ser felices en esta carne. ¡Es tan dulce esta vida!», decía ya la gente en tiempos de san Agustín.

       Pero es precisamente éste el error que nosotros los creyentes debemos desvanecer. No es en absoluto verdad que la eternidad aquí abajo sea sólo una promesa y una esperanza. ¡Es también una presencia y una experiencia! Es el momento de recordar lo que hemos aprendido del dogma cristológico. En Cristo “la vida eterna que estaba junto al Padre se ha hecho visible”. Nosotros —dice Juan— la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado y tocado (cf l Jn 1,1-3). Con Cristo, verbo encarnado, la eternidad ha hecho irrupción en el tiempo, y nosotros tenemos experiencia de ello cada vez que creemos, porque quien cree “tiene ya la vida eterna” (cf lJn 5,13). Cada vez que en la eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo; cada vez que escuchamos de Jesús las “palabras de vida eterna” (cf Jn 6,68). Es una experiencia provisional, imperfecta, pero verdadera y suficiente para darnos la certeza de que la eternidad existe de verdad, de que el tiempo no lo es todo.

       La presencia, a manera de primicias, de la eternidad en la Iglesia y en cada uno de nosotros tiene un nombre propio: se llama Espíritu Santo. Es definido como “garantía de nuestra herencia” (Ef 1,14; 2Cor 5,5), y nos ha sido dada para que, habiendo recibido las primicias, anhelemos la plenitud. «Cristo —escribe san Agustín— nos ha dado el anticipo del Espíritu Santo con el cual él, que de ningún modo podría engañarnos, ha querido darnos seguridad del cumplimiento de su promesa, aunque sin el anticipo la habría ciertamente mantenido. ¿Qué es lo que ha prometido? Ha prometido la vida eterna, de la que es anticipo el Espíritu que nos ha dado. La vida eterna es posesión de quien ya ha llegado a la morada; su anticipo es el consuelo de quien está aún de viaje. Es más exacto decir anticipo que prenda: los dos términos pueden parecer similares, pero hay entre ellos una diferencia no despreciable de significado. Tanto con el anticipo como con la prenda se quiere garantizar que se mantendrá lo que se ha prometido; pero mientras la prenda es devuelta cuando se alcanza aquello por lo que se la había recibido, el anticipo, en cambio, no es restituido, sino que se le añade lo que falta hasta completar lo que se debe».31. Por el Espíritu Santo gemimos interiormente, esperando entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf Rom 8,20-23). El, que es “un Espíritu eterno” (Heb 9,14), es capaz de encender en nosotros la verdadera nostalgia de la eternidad y hacer de nuevo de la palabra eternidad una palabra viva y palpitante, que suscita alegría y no miedo.

       El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahvé, el El Espíritu atrae hacia lo alto. El es la Ruah Jahvé, el aliento de Dios. Se ha inventado recientemente un método para sacar a flote naves y objetos hundidos en el fondo del mar. Consiste en introducir aire en ellos mediante cámaras de aire especiales, de manera que los restos se desprenden del fondo y van subiendo poco a poco al ser más ligeros que el agua. Nosotros, los hombres de hoy, somos como esos cuerpos caídos en el fondo del mar. Estamos «hundidos» en la temporalidad y en la mundanidad. Estamos «secularizados». El Espíritu Santo ha sido infundido en la Iglesia con un objetivo de elevarnos del fondo, hacia arriba, cada vez más arriba, hasta hacernos volver a contemplar el cielo infinito y exclamar llenos de gozosa esperanza: ¡Eternidad!, ¡eternidad!

TERCERA MEDITACIÓN: QUEREMOS VER A JESÚS (López Melus)

“Unos griegos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: Señor, queremos ver a Jesús”(Jn 12, 31).

       Ver a Jesús resucitado era la condición indispensable que se exigía en la Iglesia primitiva para ser apóstol (Hech 1, 21.22). San Pablo tuvo que mostrar esta condición para ser reconocido como apóstol, en nada, añade, inferior a los doce, porque vio al Señor: “No soy yo apóstol? ¿acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9, 1).

       Ver a Jesús es lo esencial para el apóstol que ha de ser un testigo y debe dar testimonio de lo que ha visto y oído, si quiere que su doctrina sea aceptada. El apóstol no es un profesional que transmite lo aprendido, sino un testigo, un enamorado que dice fielmente cuanto ha presenciado.

       Para hablar de Jesucristo es necesario haberle visto y haber vivido con él; haber asimilado su humildad, su bondad, a fin de que los hombres, que lo ignoran, lo reconozcan a través de su parecido con él.

       Estos días de ejercicios espirituales, no son para leer libros, ni para adquirir ideas nuevas, sino para encontramos con Jesucristo y para profundizar nuestra intimidad con él. Hay que consagrarle todo nuestro tiempo, ofrendarle todo nuestro amor, derrochar a sus pies todo el tesoro del precioso ungüento de nuestra vida, como hizo la pecadora perdonada (Lc 7, 37.38) y María la hermana de Lázaro y de Marta (Jn 12, 3), porque a los pobres los tenemos cada día con nosotros, y Jesús quiere ser amado especial y personalmente por cada uno de sus discípulos, además de recibir el amor que debemos otorgarle en el prójimo y en los pobres. Por eso, al igual que a Pedro, antes de confiarnos el cuidado de los hermanos, nos somete a prueba y nos pregunta: ¿me amas?

       Es necesario tener un encuentro personal con él, en el que nos sintamos llamados por nuestro nombre, y sólo de ese modo podremos comunicar algo vital, la buena nueva. Para que nuestro mensaje sea creíble, hemos de anunciar lo que hemos visto.

       En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto; si expone solamente cuanto sabe de oídas, no sirve su testimonio. Ananías le dice a Saulo: “Has de ser testigo ante los hombres de lo que has visto” (Hech 22, 15). Es lo mismo que le ratifica el Señor: “Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto, como de las que te manifestaré” (Hech 26, 16).

       ¡Qué fascinación tan profunda se siente al leer el prólogo de la primera carta de san Juan!: “Lo que hemos visto con nuestros ojos..., lo que contemplamos..., y nosotros hemos visto y testificamos...”. Al oír semejantes palabras se produce en nosotros un deseo profundo. Soñamos con la posibilidad de encontrar físicamente a Jesús, de verle, de tocarle, de escucharle. ¿Es posible, hoy, para nosotros, repetir la experiencia que tuvieron los primeros testigos? Nosotros no podemos ver y tocar como ellos hicieron, pero mediante su testimonio podemos alcanzar la comunión con el Padre y con el Hijo. Dice san Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 3).

       Los primeros testigos descubrieron el misterio dentro de la historia humana de Jesús. San Juan escribe que ellos vieron y tocaron la misma vida eterna: “Lo que hemos visto y tocado acerca de la Palabra de la vida»; descubrieron otra realidad que estaba escondida, que no se podía ver, ni tocar, pero que se les manifestó, a través de aquellas experiencias sensibles, que aquel hombre «era la Palabra que estaba en Dios” (Jn 1, 1) y “que se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros y hemos visto su gloria como del Unigénito del Padre” (Jn 1, 14).

       Juan y los primeros discípulos nos anuncian lo que han visto para que vivamos en comunión con ellos. Así se transmite el hecho cristiano. Los testigos inmediatos lo comunican a los de la segunda generación y después ellos a nosotros. A los de la segunda generación les dice que también ellos han conocido al que es desde el principio: 1 Jn 2, 13; 3, 11).

       Para Juan los que reciben el mensaje cristiano, participan de la experiencia de los discípulos inmediatos, aunque no estuvieron presentes en los hechos. A nosotros se nos permite volver a vivir aquellas primeras experiencias, las que recibieron, hace casi dos mil años, los primeros seguidores de Jesús.

       Al igual que Pedro y Juan que vieron a Jesús y convivieron con él, los cristianos comprometidos, los santos de nuestros días, son hombres que están en contacto directo con Jesucristo y son tan contemplativos como pudieran serlo sus apóstoles de hace veinte siglos.

       En estos ejercicios espirituales hay que lograr ser almas de oración, almas contemplativas; debemos dedicar mucho tiempo a la conversación personal, al diálogo íntimo con el Señor. No estamos aquí para aprender teología, sino para vivir una experiencia de gracia, una experiencia de Dios.

       El cristiano de nuestros días ya no se entusiasma con hacer una renovación y modernización en las estructuras de la Iglesia, como algunos soñaron después del Vaticano II, sino que busca a Dios, tiene hambre de Dios. Y nosotros, aunque dispongamos de todos los medios modernos, si carecemos de la experiencia directa y personal de Dios, no seremos verdaderos evangelizadores. Si no tenemos a Dios, no podremos darlo a los demás.

       En un congreso internacional de laicos en Roma, pudimos escuchar testimonios impresionantes. Un hindú nos habló de los misioneros que les envía occidente: «He oído hablar mucho en estos últimos años sobre la liturgia alemana, del catecismo holandés, sobre nuevos caminos teológicos, sobre esto o aquello. Pero, no he oído nada sobre Jesucristo, sobre la oración y la contemplación. ¿Por qué nos enviáis misioneros interesados en tantas cosas, pero que no nos muestran el rostro de Cristo?».

       Aquel hindú nos enseñaba lo que ahora nos pide el papa Juan Pablo II: que nuestra misión evangelizadora no sea solamente un programa de bienestar social o económico. Nuestro anuncio evangélico es la persona de Jesús: «El reino de Dios no es un concepto, o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible».

       Para que nuestra predicación sea eficaz, hemos de hablar desde nuestra propia experiencia religiosa mostrando a los hombres el camino que nosotros hemos recorrido, sin limitarnos a enseñar lo que hemos aprendido en los libros.

       San Juan describe en su evangelio (12, 20-28) una escena singular que se actualiza frecuentemente en nuestros días. Unos griegos se dirigen a Felipe, el de Betsaida, y le ruegan: “Queremos ver a Jesús”. Es lo que quieren los hombres de hoy: que les revelemos con mayor claridad el rostro de Cristo.

       Ante el proceso de secularización que se nos ha echado encima, hay muchos que creen que los hombres rechazan a Dios. Sin embargo, este aparente abandono de Dios está purificando su imagen. Dios deja de ser la solución mágica para todos los problemas y va mostrando su verdadero rostro. Un Dios que interpela, que exige y, a veces, hasta deja al hombre en aparente abandono, sin respuesta. Un Dios que libera, que fascina y asombra. El materialismo no ha podido sofocar estos interrogantes profundos del hombre que siente ansias de trascendencia.

       Pero es igualmente cierto que nuestra fe encuentra hoy más dificultades que nunca. Se halla sacudida y a la intemperie de todos los vientos, y ya no es una fuerza como la que animaba a los primeros cristianos, comprometidos por completo, a nivel individual y comunitario; sino que es más bien, así dice Charles Moeller, «como una frágil luz, en la noche, a la que hay que cuidar y proteger de toda amenaza, para que siga alumbrando».

       Es una crisis de crecimiento que puede ser dramática, si quien la experimenta no la conoce. Es preciso proyectar luz sobre ella para que deje de presentarse como un fantasma atemorizante. No hay que tener miedo; nos hace fuertes la resurrección de Jesucristo, que madura en la Iglesia, como una primavera en la muerte aparente del invierno.

       Nuestras vidas, tan poco cristianas en general, han velado, mejor que revelado el rostro de Dios. Las teologías de la muerte de Dios son, muchas veces, una reacción contra el Dios que nos hemos formado. Ellas nos hacen pensar en los primeros cristianos a quienes se acusaba de ateos por no adorar a los dioses paganos, cuando ellos decían con san Justino: «Nosotros somos ateos de esos dioses».

       Se ha abusado del nombre de Dios y, en lugar de proclamar su bondad-santidad, se ha presentado su caricatura, engendrando el ateísmo, como ha reconocido claramente el concilio: «En esta génesis del ateísmo, pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».

       Hemos de estar muy atentos para comprender lo que está sucediendo en este tiempo nuestro de cambios vertiginosos. El acontecer del mundo se halla bajo el signo del tiempo venidero. Es una transformación formidable la que estamos viviendo, y hay que estar en el mundo, sin ser del mundo (Jn 17, 14-16). Alternar como si no se alternase (1 Cor 7, 29.31). Esto, no interpretado en sentido pesimista, ni como la actitud estoica de la apatía, sino porque el tiempo pasa. “No os acomodéis al mundo presente sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2).

       Muchas cosas se renuevan y lo que satisfacía a los hombres de antes, hoy suena a falso. Muchos se apartan de la Iglesia, porque no encuentran solución a sus problemas, sobre todo, materiales: enfermedades, fracasos, trabajo, separaciones… etc.

       Por una parte, hay una exigencia nueva y urgente de conformar la fe con la palabra de Dios, según el evangelio; de que exista verdadero compromiso con las realidades terrestres, evadidos como estamos, a veces, en una niebla ilusoria.

       Y, por otra, se critica y se pone en tela de juicio la misma fe; vivimos un momento de confusión aunque no de desesperanza.

       En estos días de retiro, nos damos cuenta de que el gran enemigo de Dios es nuestro propio yo con sus afecciones desordenadas. San Ignacio insiste en que «los ejercicios espirituales son para vencerse el hombre a sí mismo, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea».

       Vivir íntegramente el evangelio

       Hemos de vivir íntegramente el evangelio. Hay una peligrosa tendencia a mutilarlo, reteniendo sólo determinados aspectos del mismo. «No cedáis a la tentación, frecuente en nuestros días, de elegir, entre las páginas del evangelio, las que corresponden a vuestras preocupaciones o a las exigencias de vuestra acción. Debemos volver constantemente a todo el evangelio, precisamente cuando más o menos conscientemente hay tendencia a pasar por alto las páginas que nos molestan. El mensaje de Jesús no consiente ser reducido a detalles. Las palabras del evangelio no se nos han entregado para ilustrar nuestras acciones personales, sino para cambiarnos el corazón».

       Existe hoy una gran sensibilidad para la vertiente de la caridad, del amor al prójimo. Se habla mucho de opción por los pobres, pero se olvida que el evangelio, además de orientar hacia el prójimo, es también, en primer lugar, un llamamiento a la vida de unión con Dios: a la oración y a la adoración. Por eso, no hay que olvidar que el hombre se realiza más plenamente en todas sus dimensiones, si no renuncia a esta de la adoración, oración e intimidad con Dios. Jesucristo se ha dado totalmente a los hombres, de tal manera que se ha podido decir de él que es un «ser para los demás». Pero primordialmente estuvo siempre abierto al Padre y desde aquí, a los demás. Primer mandamiento.

       Al subrayar sólo un aspecto, se nos da un evangelio incompleto. De los dos mandamientos básicos, se recuerda el segundo y se olvida el primero. Es falsa esta pretendida fidelidad al evangelio, dado que el evangelio consiste fundamentalmente en los dos que forman un único precepto. Y para cumplir el primero, la oración personal, el encuentro de amor con Él todos los días es lo principal. Y desde aquí, como hacía el Hijo, ha de salir y fundamentarse toda la vida y actividad. Nada podrá sustituir a la oración profunda y personal, a la unión con Dios; descuidarla, es un grave peligro para el hombre, para la Iglesia. Sólo la superficialidad y la ligereza de algunos ha contribuido a crear, a veces, un clima en el que fuera posible imaginar una vida auténticamente cristiana sin la oración.

       La postura correcta se da cuando el creyente es fiel a Dios y al hombre, al evangelio y a la historia. De lo contrario, se mutila el mensaje evangélico. No es auténtico. Se puede profundizar cada aspecto, hasta descubrir el otro. Es más, uno de los dos extremos, bien vivido, nos debe conducir indefectiblemente al otro.

“Queremos ver a Jesús”.

       Lo que aquellos griegos dijeron a Felipe, lo gritan hoy los hombres frente a la Iglesia. Quieren que la Iglesia, que nosotros, los cristianos, seamos el signo de la presencia de Jesús.

       ¿En nuestra vida, en nuestras costumbres, en nuestros gestos transparentamos a Cristo? Es lo único que desean ver y encontrar los que nos abordan y se acercan a nosotros.

       El grito “queremos ver a Jesús” brota del corazón de los hombres en cada rincón de la tierra. Los hombres esperan que les anunciemos un Dios presente en nuestras vidas. Pero eso solamente lo podemos realizar a partir de nuestra propia experiencia de encuentro con Cristo. Es lo que pide Pablo VI: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible».

       El grito de “queremos ver a Jesús” se va apagando donde los hombres no encuentran transparencia de una vida coherente con el evangelio. Necesitan el contacto de quienes viven del encuentro: “hemos encontrado a Jesús de Nazaret” (Jn 1, 45) y de la visión de Jesucristo: “hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Como acaba de escribir Juan Pablo II: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Heb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)». El mismo Papa afirma que los seguidores de Jesús están llamados a «transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima»”.

       Lo que escribió san Agustín: «Dios ha creado el hombre para él y por eso está inquieto nuestro corazón hasta que no descanse en él», se subraya en la doctrina actual de la Iglesia: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

       Como la tierra reseca ansía la lluvia para hacerse fecunda, “así, Dios mío, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63, 2). El Padre de los cielos ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encontrarle: “Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 3).

       Hace falta encontrarnos con Jesucristo, adquirir una vivencia de fe. La fe provoca un vuelco a la existencia. Antes, todo giraba en torno a uno mismo; ahora con el nacimiento de la fe, todo comienza a girar en torno a Jesucristo, que se ha adueñado de nuestra persona y de nuestra vida.

       Al hablar de la fe, una cosa es creer que Jesús es el Hijo de Dios y otra es creer en él. “No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). Creer en él significa tener confianza y sobre esa confianza construir nuestra propia vida. Esa confianza total en Cristo debe ocupar el puesto de toda seguridad humana. Siempre hay que ir dando pasos en esa fe en Cristo Jesús. Nunca se acaba de progresar en ella. Confiar cada vez más, abandonarse en él hasta hacer de nuestra fe en Jesús la razón de nuestra vida, como escribe san Pablo de sí mismo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). La fe especialmente en el evangelio de san Juan, se concentra en la persona de Jesucristo y se revela en toda su plenitud. Creer es escucharle, escuchar su voz y sus palabras (5, 24; 6, 45; 10, 27); ser su discípulo (8, 31), permanecer en él, en su palabra o en su amor (6, 56; 15, 7.9).

       La fe no es un simple acto, es ante todo una actitud. El signo de que ha surgido la fe es que todo no sigue igual, sino que todo va cambiando: la vida va configurándose según el evangelio. El hombre nuevo estrena una vida nueva, más generosa, más desinteresada, más humana, más fraternal. Jesús, en el evangelio, siempre hace al oyente la misma interpelación: «Sígueme».

       El mensaje de Jesucristo es un camino; es una vida. Ante las exigencias de la fe se impone la fidelidad, que se traduce en la vida. La fe incide en la totalidad de la persona. Por eso, para el creyente, la pregunta fundamental será la que los judíos hicieron a los apóstoles el primer día de pentecostés, después de haber oído, con el corazón compungido, la predicación de Pedro: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hech 2, 37). Es la pregunta por la acción. A esta pregunta fundamental Pedro contestó: “Convertíos” (2, 38); es decir: cambiad de vida, sed distintos, sed nuevos (Mc 1, 15). El creyente lo es en la medida en que va captando el aire, el espíritu, el estilo de Jesús, y lo lleva a su vida para que ésta sea imagen, eco, reflejo, transparencia de Jesús. Creer en Jesús es ir trasladando a nuestra vida los rasgos que configuraban la suya.

       Lo más valioso que tenemos los cristianos es nuestra fe en Cristo. Este es nuestro gran tesoro. Por eso, esta es nuestra misión cada día: Agradecer nuestra fe, celebrar nuestra fe, disfrutar nuestra fe, alimentar nuestra fe y, sobre todo, vivir nuestra fe. Viviéndola, podemos contagiarla a los demás.

       Siempre impresionan mucho los testimonios de los que no tienen fe y desearían tener ese don. Un moderno escritor argüía agudamente: «Si yo tuviera fe, si pudiera creer que Dios existe, sería perpetuamente feliz. No podría interesarme ya en otra cosa que no fuese Dios. Me sentiría rodeado de ternura y protección. Si tuviera fe en Dios, si mi vida no fuese más que la demora de su encuentro con él, aunque esta vida fuese dolorosa, sería suave como la larga espera de la mujer amada, de cuya llegada se está absolutamente seguro. Si tuviera fe, nada me importaría. Si tuviera fe me parece que yo sería naturalmente bueno con todo el mundo»... Una fe auténtica y viva debería transformar nuestra vida y obligarnos a hacer una nueva jerarquía de valores.

Los cristianos eso es lo que necesitamos: ir creciendo en el conocimiento del Señor (2 Pe 3, 18). Esta es la tarea de nuestra vida (Jn 17, 3).

       Es aleccionador comprobar cómo, en el nuevo testamento, los grupos cristianos son invitados constantemente a animarse mutuamente por medio de la palabra y las buenas obras, en la fe y en el amor a Jesús. Los textos son muy numerosos; recordemos dos de la Carta a los hebreos (3, 13; 10, 25). Naturalmente, nuestras palabras tienen que ser auténticas, expresión fiel de lo que sentimos por dentro. San Pablo decía: “Creemos y por eso hablamos” (2 Cor 4, 13).

       Leyendo a san Pablo uno siente nostalgia por aquellas reuniones que celebraban los primeros cristianos, tan animadas, tan espontáneas, tan exultantes, tan llenas de vida, en las que unos a otros se animaban en la fe en Jesús por medio de la palabra.

       El cristiano, carta de Cristo

       El santo, al imitar a Jesucristo, no se convierte en una copia auténtica. Sigue siendo enteramente hombre con su originalidad, novedad, con su capacidad y sus debilidades, pero Dios aparece en él con fuertes destellos.

       No hay un molde en el evangelio por el que el Maestro trate de uniformar a todos. Cristo acepta a cada uno tal como es, y lo hace rendir precisamente con su temperamento, cualidades y hasta con sus defectos. Misteriosamente sigue siendo válida la frase de san Pablo a los colosenses: “Suplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo en su cuerpo que es la Iglesia” (1, 24).

       La santidad de Jesucristo es multiforme, y la participan caracteres tan diversos como Pedro y Juan, Felipe y Santiago, Pablo y... La gracia no destruye la naturaleza. Ninguna de sus tendencias naturales ha sido sacrificada; en lugar de neutralizarlas, son orientadas a su centro, Cristo. La santidad no es destrucción, sino plenitud y perfección.

       San Pablo, escribiendo a los corintios les dice: “Vosotros sois la carta de Cristo” (2 Cor 3, 3). En nuestro diario vivir, jornada tras jornada, vamos escribiendo esta carta; y los demás, contemplando nuestras obras, la pueden ir leyendo.

       Esta es la gran gloria y la gran responsabilidad de los creyentes: ser para los demás carta de Cristo; podemos y debemos serlo para todos. Viéndonos, tienen que captar el aire, el espíritu, el estilo de Cristo. Al encontrarse con nosotros, han de poder percibir, a través de nuestras obras y palabras, un eco de cómo era y de cómo vivía Jesús.

       Viviendo el evangelio visibilizamos a Jesucristo, lo hacemos creíble y atractivo para los demás; así todos pueden vislumbrar e intuir en nuestra manera de actuar, de vivir, de reaccionar, el estilo de Jesús, ese espíritu que animó e inspiró su vida. Sería una suerte para ellos encontrarse con nosotros, si nuestra vida fuera una viva, clara y radiante transparencia de la del Maestro.

       Pablo en la misma Carta a los corintios, les dice que deben ser el perfume de Cristo (2, 15) y como un maravilloso espejo en el que se refleje la gloria del Señor (3, 18). Este es el verdadero seguimiento y equivale a “revestirse del Señor” (Rom 13, 14), que es una manera fuerte de indicar que en el seguimiento hemos de actualizar a Jesús hasta poder decir: “Mi vida produce a Cristo Jesús”, que parece ser la mejor traducción de Flp 1, 21. Ya en el camino de Damasco se reveló como presente y viviente en los cristianos (Hech 9, 25). Continuamente y de muchas manera describe su fusión vital con él: convivir con Cristo y conmorir con él (Rom 6, 8; 2 Tim 2, 11); estar concrucificados y consepultados con el Señor (Rom 6, 4.8; Col 2, 12); conresucitados y conglorificados con él (Rom 8, 17; Col 2, 18); consentarse y conreinar con Cristo (1 Cor 4, 8; Ef 2, 6). Somos coherederos (Ef 3, 6) todos los que el Padre predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29).

       El cristiano, al seguir a Jesucristo de la manera más perfecta, reproduce su vida, de modo que lo hace creíble y visible  (Col 1, 24).

       Como consecuencia del seguimiento del Señor y de su unión personal con él, sus discípulos no pretenden tener morada fija (Mt 8, 20; Lc 9, 58), ya que deben estar siempre a disposición de los demás para gastarse y desgastarse por todos (2 Cor 12, 15). Esta disponibilidad hay que entenderla, no sólo respecto de las cosas exteriores y materiales, sino sobre todo del propio tiempo, de las cualidades personales y de los dones que cada uno posee.

       Nuestra personalidad no estará en nuestros talentos o circunstancias, sino en que Jesucristo, a través de nosotros, ame al Padre y a los hermanos. Por eso, al orar, es como si prestásemos a Jesucristo nuestros labios y nuestro corazón, para que él pueda continuar su plegaria aquí en la tierra, ya que “se ha hecho nuestra sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1, 30).

       Dios nos ha elegido para ser en su presencia santos e inmaculados (Ef 1, 4.5), semejantes a su imagen (Rom 8, 29); entonces tendrá igualmente sus complacencias en nosotros (Mc 1, 11). El camino nos lo marca san Pablo como a su discípulo: “Que nuestro progreso sea a todos patente” (1 Tim 4, 15), hasta “presentar los rasgos de Cristo, pintados en el lienzo de nuestra vida” (Gál 3, 1).

       Mientras haya hombres en el mundo, el recuerdo de Jesús de Nazaret será punzante, luminoso y liberador, seguirá acompañándoles, acosándoles, inquietándoles. Jesús de Nazaret no es un personaje del pasado, sino que es de ayer, de hoy y de mañana (Heb 13, 8). Por eso, Jesucristo nunca se ha marchado, porque está en medio de nosotros hasta la consumación de la historia. El lo prometió: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

       Después de 20 siglos, el cristianismo no vive de la nostalgia del pasado, sino que anuncia, celebra y vive una presencia. Jesús está en medio de nosotros, está en las personas buenas, limpias, justas, bondadosas, religiosas. Está en los santos. Pero también está, y de una forma especial, en el pobre, en el marginado, en el drogadicto, en el preso, en los pecadores... En ellos queremos ver y descubrir a Jesús. A través de todos ellos vemos y nos encontramos al Señor.

CUARTA MEDITACION:

ELEGIDOS COMO HIJOS EN DIOS PADRE (López Melus) 

  1.  

 “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él, por el amor. El nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya”(Ef 1, 3-6).

       Quiero comenzar con este cántico de alabanza a Dios que brota del corazón a la pluma del apóstol. Pablo se presenta en su madurez, a los sesenta-setenta años, como apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios.

       Comprendemos que el Benedictus de Zacarías y el Magnficat de María, por el estado de ánimo de ambos, sean cánticos de exultación y de alabanza. Pero Pablo, cuando escribe este texto de la Carta a los efesios, se encuentra prisionero en Roma, atado con cadenas, envuelto en toda clase de privaciones, sin poder cumplir el encargo divino de llevar el evangelio hasta los confines de la tierra (Hech 9, 15), mientras se siente responsable de la preocupación-solicitud por todas las Iglesias que de él necesitan (2 Cor 11, 28). Y, en medio de este dolor, en el fondo de tanta oscuridad, sale con este canto de agradecimiento a Dios Padre de Jesús y nuestro

       La doctrina paulina está centrada en Cristo, pero sin olvidar que todo procede del Padre. Si leemos la Carta a los romanos, echaremos de ver que, en los once primeros capítulos que constituyen la parte dogmática, las alusiones a Dios Padre son mucho más numerosas (148) que las que hace a Jesucristo que son 67. San Pablo llama a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. En el Antiguo Testamento se le nombra como el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob.

       Ahora es otro el nombre que le da san Pablo. Es como la quintaesencia del cristianismo. Dios es Padre. Ya los profetas, e influido por ellos el Deuteronomio, nos han desvelado la paternidad de Dios. Aunque en el Antiguo Testamento sólo hay quince pasajes en los que se llama padre a Dios (siempre se entiende solamente en sentido figurado y colectivo), y ninguno de ellos está escrito en una oración dirigida a él (Dt 32, 6; 2 Sam 7, 14; 1 Crón 17, 13; 22, 10; 28, 6; Sal 89, 27; Is 63, 16; 64, 7; Jer 3, 4.19; 31, 9; Mal 1, 6; 2, 10). A esta cifra hay que añadir algunos textos en los que se habla de Yahvé como de un padre terreno o de Israel como de su hijo (Os 11, 1). El texto más antiguo en el que Dios llama a Israel su primogénito es Ex 4, 22.

       Sin embargo, en los evangelios, Dios es llamado Padre por Jesús 170 veces. Siempre se dirige a Dios con este término lleno de ternura. El uso tan numeroso de esta expresión, es uno de los puntos en que Jesucristo se diferencia más de la religión de Israel y es un signo de que los evangelistas están relatando las mismísimas palabras de Jesús.

       Jesús empleó continuamente el término abba-padre al dirigirse a Dios. Este término arameo no se encuentra en ninguna de las oraciones judías. Es un modo de hablar propio de Jesucristo, a la vez que la expresión de su poder y de su conciencia de ser el Hijo de Dios en sentido estricto.

       El abba, por ser una invocación, nos conduce al hondón del ser de Jesús, allí donde se sabe amado por su Padre. Allí está la fuente de su serenidad y de su confianza. Allí es donde aprende, como por ósmosis, que Dios es amor. Cuando se descubre el sentido hondo de esta invocación, se vive de modo más auténtico —con una confianza que libera y que nos ayuda a asumir nuestras responsabilidades— desde la confianza en Dios, hasta el servicio de los hermanos. La costumbre de llamar a Dios abba manifiesta la peculiaridad de su conciencia de hijo y de su experiencia religiosa.

       Esa invocación es el núcleo del mensaje y de la vivencia más íntima de la experiencia de Cristo y revela el fondo de su conciencia. El abba es el amor total y gratuito, es el puro don. En los evangelios aparece 170 veces en los labios de Jesús (4 en Mc, 15 en Lc, 42 en Mt y 109 en Jn). La comunidad cristiana, como aparece en estas referencias evangélicas (desde san Marcos, el eco más inmediato del kerigma primitivo, al último de los evangelios, el cuarto) fue introduciendo cada vez más el término abba —padre— en las palabras de Jesús, al igual que hace la nueva liturgia que ha ido reemplazando, en las plegarias eucarísticas, la palabra Señor por la palabra Padre.

       El término abba que no era nuevo en el vocabulario familiar, sí lo es en su aplicación a Dios. Precisamente por la familiaridad y confianza infantil que comporta, papá querido, los judíos nunca lo habían utilizado para dirigirse a Yahvé. Es la fórmula que Jesús empleará siempre en su oración, excepto en la cruz cuando al recitar el salmo 22 llama a su abba, Dios mío (Mt 27, 46).

       Esta palabra era totalmente ignorada en el Antiguo Testamento. Ningún judío era capaz de pronunciarla dirigiéndose a Dios; le parecía que haciéndolo, profanaba la majestad divina.

       Este modo de expresarse de Jesús era una novedad absoluta y, con ello, manifestaba su experiencia de Hijo.

       No sólo es el distintivo del Hijo, no sólo lo retrata perfectamente, sino que nos revela su vivencia más honda, aquella infancia en que permaneció siempre junto al Padre. De ese modo expresaba por completo el secreto íntimo de su ser. Se ha afirmado que en esta palabra de significado tan denso, está contenida toda la cristología.

       Toda la vida y acción de Jesús se refiere al Padre: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que le ve hacer al Padre” (Jn 5, 19); “No hago nada por mi propia cuenta; sino lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo” (Jn 8, 28); “El Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hacer” (Jn 12, 49). Su confianza en el Padre es ilimitada: “El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29); “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tu siempre me escuchas” (Jn 11, 41.42).

       Las primeras palabras que de Jesús ha conservado el evangelio, demuestran una viva conciencia de su condición singular de Hijo: “¿No sabíais que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49); y las últimas que pronunció un momento antes de morir, manifiestan su ilimitada confianza en su abba: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

       Curiosamente el único momento en que se pone expresamente en labios de Jesús el abba, que era su invocación habitual a Dios, es en la oración en el huerto (Mc 14, 36). Aquí, ya no es sólo una expresión de seguridad y confianza infantiles, sino la expresión de un corazón sumiso y angustiado. Es el momento de la soledad y del abandono, cuando brota esta exclamación de un corazón totalmente sumiso.

       Esta invocación la seguirán usando los cristianos, con la fuerza de la presencia del Espíritu —según el texto paulino—, uniendo, de ese modo, la vida y la doctrina del Señor con la predicación y tradición apostólica (Gál 4, 6.7; Rom 8, 14-17). Del estudio de la palabra aramea abba se deduce que era peculiar de Jesús, lo que demuestra que tenía conciencia de ser hijo de Dios en sentido estricto, con lo que nos enseña la revelación del misterio trinitario.

       Jesús, en su oración y para manifestar su especial intimidad con Dios, lo llama abba. Esa experiencia de Dios, Jesús la ha comunicado a sus discípulos. Esa invocación, en Cristo surge del sentimiento profundo de saberse invadido por una experiencia, la de su Padre, y nosotros con esa experiencia, comunicada por él, podemos vivir con serenidad profunda, aceptando el mundo que nos rodea y teniendo fortaleza para transformarlo. Y no hace falta para vivir este don de la filiación divina ocultar la parte negativa de nuestra vida, como hace el fariseo de la parábola (Lx 18, 9-12). El Padre no nos quiere menos por ser pecadores.

       Pero tenía que ser todavía más singular la intimidad que Jesús, antes que a sus discípulos, había manifestado a José y a María, mientras vivían juntos en Nazaret. Los cristianos de todos los tiempos han sido conscientes de ese don y por eso, la «oración del Señor» ocupa un lugar central en el canon de la misa tanto en oriente como en occidente, y la suelen preceder unas palabras donde se expresa el atrevimiento que significa el dirigirse a Dios con dicho término.

       Naturalmente, hay una diferencia ilimitada entre la paternidad de Dios respecto a Jesucristo y a nosotros, pero resulta pobre la expresión, de llamarnos hijos «adoptivos», ya que la adopción no da naturaleza nueva, sino sólo derecho a la herencia. Sin embargo, por la gracia, participamos de su misma naturaleza divina. Por Cristo, con él y en él, Dios es nuestro Padre; porque nosotros somos de verdad, aunque misteriosamente, una misma cosa con Jesucristo (Gál 3, 28), cuerpo suyo (Ef 4, 15.16), y desde el bautismo estamos injertados en él (Rom 6, 5).

       Somos verdaderos hijos de Dios. El es padre de los hombres en sentido literal. Nos ha engendrado y comunicado su propia vida: somos nacidos de Dios (Jn 1, 12); semilla divina, germen de Dios (1 Jn 3, 9); ahora, somos hijos de Dios (1 Jn 3, 2); poseemos una verdadera participación de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) y una vida nueva (Rom 6, 4).

       Dios es nuestro padre. Es mucho más padre nuestro que los padres terrenos de sus hijos. En los hombres la paternidad es algo accidental, no necesario. Dios es siempre y esencialmente padre. Es la idea de paternidad la que resume mejor que ninguna otra la relación de Dios con los hombres y la experiencia filial es para el ser humano la primera y fundamental. Y al llamar Padre a Dios usamos su nombre propio y personal, el nombre más adecuado.

       No es, pues, la paternidad en lo humano, el modelo original, y la paternidad divina una idealización de la humana. Se ha dicho que no se da un antropomorfismo al llamar padre a Dios, pero sí se da un teomorfismo al llamar padre al hombre, ya que es el padre humano quien se apropia ese nombre divino. La paternidad divina, el título de Padre dado a Dios, es lo primero y cualquier otro queda subordinado a él. San Pablo ha escrito: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14.15).

       Es verdad que en Dios no hay mas que un nacimiento: el del Hijo, pero se extiende a todos los hombres. Todos hemos nacido con él, somos hijos en el Hijo.

Jesús resucitado al hacer a María Magdalena anunciadora de la buena noticia, le dice:      “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre que es vuestro padre, a mi Dios que es vuestro Dios” (Jn 20, 17). Cristo no quiere marcar diferencia entre su filiación y la de sus hermanos, como se ha expresado en tantas traducciones. El kai repetido no tiene valor adversativo, sino conjuntivo; no expresa diferencia sino unión, fusión.

«Llenos de alegría por ser hijos de Dios», decimos en una de las introducciones al Padrenuestro en la celebración de la eucaristía. Es el gran regalo: “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). La salvación, la vida eterna, queda sobreentendida, viene en segundo lugar: “Si somos hijos de Dios también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom 8, 17). Jesús nos enseñó a llamar Padre a Dios (Mt 6, 9; Lc 11, 2) y Dios ha enviado su espíritu a nuestros corazones para que nosotros le llamemos abba (Gál 4, 6; Rom 8, 15).

(Después del texto del principio de Efesios 1 3-6, empezar aquí la meditación y seguir)

       El título de Padre es lo primero y todo otro nombre debe estar subordinado a él: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Mt 11,25; Lc 10, 21). La alabanza ha de estar impregnada por una actitud filial.

       La realidad de esta filiación divina, el saberse hijos de Dios, ha sido el arranque, el origen de muchas vidas santas que han producido gran impacto en la Iglesia: Francisco de Asís, Teresa de Lisieux,... El primero, en la línea del total desprendimiento, y la segunda, en una infancia espiritual que es fortaleza; pero ambos con el mismo fundamento: Dios es mi Padre.

       Le vamos a pedir al Padre bueno de los cielos la actitud del niño que se abandona en los brazos de Dios: “Yahvé, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superen mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño destetado en el regazo de su madre; como un niño destetado está mi alma en mí” (Sal 131, 1.2).

(Seguir aquí: “Venid conmigo. Llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 1,17; 3,14)

  1. LLAMADOS A ESTAR CON ÉL: ELEGIDOS EN DIOS PADRE POR EL HIJO PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARLOS A PREDICAR.

“Venid conmigo. Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”(Mc 1, 17; 3, 14).

       Este Padre de Jesús y nuestro “nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor..., para ser sus hijos por medio de Jesucristo... Para alabanza de la gloria de su gracia con que nos agració en el Amado”.

       Hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo. Desde la eternidad somos objeto del amor divino; ¿lo pensamos? ¿lo vivimos?; pura prodigalidad de Dios que nos ama. El Padre nos ama, pues desde siempre hemos estado unidos en su pensamiento a Cristo Jesús. La expresión paulina en Cristo, tan repetida en sus cartas, es como el sumario de toda su cristología. Significa la unión mística de los fieles con Cristo, de la que emana toda la dignidad de los cristianos.

       Hay que descubrir el amor de Dios que se esconde en cada hombre, en cada una de sus circunstancias. Si el Padre pensó en nosotros y nos eligió antes de la creación del mundo y nos ha amado con amor irrepetible, debemos encontrar en nosotros señales de ese amor. Sólo con leer una frase de Jesucristo y saber que nos la dice ahora a nosotros —como la palabra de Dios es viva y eterna, es también para nosotros— nos habría de llenar de verdadera alegría. Después de un encuentro con Cristo en el que siempre deja huellas, nos convertimos en signos de su presencia.

Llamadas al seguimiento

       Nos ha elegido para ser santos, consagrados exclusivamente a su servicio. Veremos que nos ha llamado para estar con él. Esta pertenencia exclusiva a Dios exige una vida plena a la que sólo haciéndonos criaturas nuevas (Ef 4, 22-24; 2 Cor 5, 17) podemos aspirar; viviendo la vida de Cristo, su santidad se hace nuestra (1 Cor 1, 30). Cristo, en nosotros, es el verdadero objeto de las complacencias divinas. Somos hijos en el Hijo y por eso se complace también en nosotros (Mc 1, 11).

       San Pablo, al utilizar la expresión en el Amado, en lugar de Cristo, enseña que el amor-gracia nos hace profundamente felices ya que Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito (Jn 3, 16). Somos objeto de la benevolencia divina que no puede menos de trazar en nosotros los rasgos inefables del Amado. ¡Qué confianza debe animar al cristiano si se sabe amado con el mismo amor que el Padre tiene a su Hijo!

       Como composición de lugar para esta meditación puede servir cualquiera de las llamadas de Jesús al seguimiento.

       En el Pirke Abot, en los dichos de los padres, se aconseja a quien quiera formarse que se busque un maestro. Siempre eran los discípulos quienes elegían. Siempre los rabinos eran elegidos por los propios discípulos, según su propia conveniencia; se decidían por el que mejor respondía a sus gustos y aspiraciones. Con Jesús la cosa cambia. El es quien elige. A veces, no acepta a algunos que quieren seguirle. Así procede con el escriba que le dijo: “Te seguiré a donde quiera que vayas” (Mt 8, 19.20), o con el que le pide: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre” (Mt 8, 2 1.22), o con el endemoniado de Gerasa que le pedía lo tomase con él. No se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo”(Mc 5, 18.19).

       Es Jesús quien llama: “Venid conmigo... y ellos -inmediatamente, al instante-, le siguieron” (Mc 1, 17.18). Inmediatamente es la palabra clave. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por no haberse decidido a hacer inmediatamente lo que se debía hacer! O se refugia uno en el ayer, o se aplaza para mañana lo que habría que realizar hoy, ahora mismo. Lo que no haga hoy, nunca tendré la posibilidad de hacerlo. La realización de uno mismo, sólo es posible en el momento que transcurre.

       Los llamados dejan redes, barca, familia..., pero es san Lucas quien recalca el despojo total de todo para seguir a Cristo, añadiendo el «afentes panta», el «dejándolo todo» después de cada llamada.

       Los apóstoles dejándolo todo, le siguieron. No lo dejan porque les ha convencido una doctrina sino porque les había cautivado una persona. Se hacen sus seguidores no porque han abandonado algo, sino porque han encontrado a alguien que les ha fascinado.

       La escena del joven rico es tierna y triste a la vez (Lc 18, 18- 23). A esta escena hace referencia un diálogo conmovedor entre Tescelín y Humbelina, el padre y la hermana de san Bernardo, sobre la ida al monasterio de Bartolomé, el hermano menor. «Bartolomé tiene apenas 16 años. ¿Es posible que Dios llame a alguien tan joven a una vida tan inhumana? Tengo el corazón destrozado pensando en él. Es tan sencillo, tan candoroso, tan encantador, dice Humbelina.

       También yo pienso en él, responde Tescelín. La verdad es que casi le prohibí ir al monasterio. Pero, precisamente, cuando iba a hacerlo, el evangelio me proporcionó un contraste aterrador. Recordarás la historia del joven rico ¿verdad?

       —,Aquel que se alejó tristemente porque poseía cuantiosos bienes? —Ese. —Pues piénsalo Humbelina. ¡Se alejó de Jesús! Es un pensamiento aterrador y eso después de decir Jesús: "Ven y sígueme”. Luego, pensé en aquel otro joven que se hallaba trabajando con su padre, componiendo redes y se convirtió (escucha bien Humbelina), se convirtió en el discípulo amado, amado por Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Ya ves por qué di mi bendición a Bartolomé, aunque sólo tenga 15 años. Ha abandonado padre y redes con tanta presteza, como lo hiciera san Juan y ¡yo espero que llegue a ser el discípulo amado!».

       El seguimiento y el amor son el camino para realizarse en plenitud y hacerse el discípulo amado. El amor es el eje revolucionario de todas las acciones del hombre. Y no hay duda de que si se ama, se capacita para el dominio de sí mismo y se es capaz de dejarlo todo.

       En el evangelio de san Juan (1, 35-39) se da una primera llamada, un primer encuentro precioso de Jesús con los discípulos. Unos 70 años después del acontecimiento, el evangelista se acuerda hasta de la hora exacta; eran como las cuatro de la tarde. Este detalle confiere a todo el relato el sello de un testimonio personal. Recuerda las palabras, las circunstancias y muestras de cariño. Además utiliza el verbo menein, propio de este evangelista, alma contemplativa, que significa permanecer, morar, quedarse con él, y expresa intimidad mística con Cristo.

       Aunque esta llamada y primer encuentro sea provisorio, tiene una importancia especial estos días, como la de un primer amor al que hay que volver. En la Biblia hay llamadas a ese primer amor; como cuando Yahvé nos ataba con lazos de amor, nos ponía entre sus rodillas, nos acercaba a sus mejillas y nos seducía para ganarnos el corazón (Os 11, 3.4). Recordemos encuentros llenos de ternura con Jesucristo.

       Cada año, con los peregrinos a tierra santa, vivimos experiencias de gracia, encuentros y llamadas especiales del Señor. La presencia de Jesucristo la sentimos en todas partes. Lo encontramos en cada lugar. Es imposible el poder huir de su presencia. No se trata sólo de la presencia de Dios, en cuya inmensidad se siente uno abrasado, sino de la de Jesús, hombre, hermano y amigo. En cada lugar santo, Dios nos llama a cada uno, como llamó a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, a Pedro, a Juan, a Felipe, a Pablo...

       Bernanos, en el Diario de un cura rural, reflexiona sobre esa llamada. Todos son llamados, mas no de la misma manera. Un día, los ojos del Señor se fijaron sobre nosotros y según el lugar y la hora, nuestra llamada ha tomado una dirección particular. Bernanos dice que él se hallaba en el huerto de los Olivos en el preciso instante en que el Maestro le pone la mano sobre la espalda y le pregunta ¿duermes?

De la poesía de Tagore emana una honda religiosidad y un emotivo calor humano. Mirad cómo describe las distintas llamadas del Señor: «Viniste a mi puerta con el alba. Y aún me enfadé porque me habías despertado; y no te hice caso y te fuiste. Viniste al mediodía pidiendo agua. Yo me incomodé porque estaba trabajando; y te despedí de mal humor.        Viniste anocheciendo, con tus antorchas llameantes. Me diste espanto y te cerré la puerta. Ahora, en la media noche, sentado solo en mi cuarto oscuro, te llamo que vuelvas, a ti a quien eché con insulto».

       Y podemos recordar la entrañable poesía de Lope de Vega:

«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue Jesús mío, que a mi puerta cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío, secó las llagas de tus plantas puras! ¡Cuántas veces el ángel me decía, alma, asómate agora a la ventana, y cuántas, hermosura soberana, mañana le abriremos respondía, para lo mismo responder mañana!».

El cristiano, seguidor de Jesús

       En la historia de la salvación, lo primero que aparece, en los relatos de vocación del Antiguo Testamento, es la llamada de Dios: a Abrahán (Gén 12, 1-4), a Samuel (1 Sam 3, 1-14), a Isaías (Is 6, 1-13)... Y lo mismo sucede en los evangelios, donde Jesús llama a Simón y a Andrés (Mc 1, 16-18), a Santiago y a Juan (Mc 1, 19.20), a Leví (Mc 2, 14)... Más tarde, subió al monte y “llama a los que él quiso y vinieron donde él” (Mc 3, 13). Llama a los que él tenía en el corazón: ezelen. Esta insistencia está subrayada con el autós que significa él, que no hacía falta gramaticalmente, a los que él quiso. Ninguna cualidad, ningún atractivo, se atribuye al que es llamado. Sólo es Jesús quien los tiene en el corazón y por eso los elige, los llama para que estén con él (Mc 3, 14).

       En las primeras llamadas los discípulos le siguieron, fueron tras él. Aquí dice que se fueron con él, dejaron su sitio y se fueron donde Jesús estaba; se pusieron en la situación que se encontraba él. Se trata de estar con él, con una presencia física, de acompañarle. “Para que estuvieran con él”. El verbo en subjuntivo estuvieran, indica estabilidad de por vida, para que le acompañaran con una presencia física.

       Cuando durante la pasión, la portera de Caifás, se dirige a Pedro para acusarle, no le dice tú eres su discípulo sino “tú eres de los que estaban con Jesús de Nazaret” (Mc 14, 67). Los discípulos son los que están con él. La llamada era para que estuvieran siempre físicamente con el Maestro y para enviarles a predicar. Para predicar el Reino, es decir, a Jesucristo. Se comprende que tengan que estar con él para testimoniarle. No están para ser instruidos y una vez hechos maestros, predicar ellos la doctrina recibida, sino para «conocerle» íntimamente y después dar testimonio del único Maestro.

       De la escena del primer encuentro de los discípulos con Jesús: “fueron, vieron donde moraba, y se quedaron con él aquél día” (Jn 1, 38.39), se desprende que con él, en primer lugar, no se aprende una doctrina, sino un modo de vivir y esto sólo puede realizarse cuando se experimenta la convivencia con el Señor.

       El objeto primordial de la evangelización no consiste en enseñar un número de verdades, leyes, preceptos..., sino en llevar a los hombres a un encuentro personal con Jesucristo, haciéndolos discípulos suyos.

       Los discípulos no son los repetidores de lo que han oído, sino los que prolongan y ensanchan la acción de Jesús. Estar con él para identificarse con su manera de vivir y actuar, para repetirlo y prolongarlo de la misma forma. Así preparó Jesús a sus apóstoles y del mismo modo nos prepara a nosotros, los llamados a estar con él.

       La radicalidad de la llamada exige la entrega incondicional, que comporta ruptura con el hombre viejo (Ef 4, 22), renunciar a todo lo que pueda impedir el seguimiento, abandonar todo lo que pueda oponerse al servicio del Reino: renuncia a los bienes de fortuna (Lc 9, 57.58; 18, 22), a los lazos familiares (Lc 9, 59.60) y a la propia vida (Mt 10, 39). Sin esa conversión total no hay propiamente seguidores de Jesús.

       La entrega del discípulo responde a la intervención gratuita y amorosa de Dios: “El nos ha amado primero” (1 Jn 4, 10.19). Pero, el seguimiento no se agota con el cumplimiento de estas renuncias. El abandono de todos estos bienes no constituye el seguimiento, aunque puede ser una ayuda que nos capacita para seguirle más libremente. La finalidad del seguimiento no está en estas rupturas, renuncias o abandonos, sino en Jesús mismo. Los llama para estar con él. La humanidad de Cristo juega un papel decisivo pues es la única fuente de vida para sus seguidores. Su amor para con nosotros, que es personal, entrañable y gratuito, es lo primero y la causa del nuestro hacia él. San Bernardo decía: «Amamos porque somos amados. Al amar, nos hacemos acreedores a un mayor amor».

       A la llamada sigue la unión con Cristo, comienzo del hombre nuevo (Ef 4, 23.24). Durante su vida, Jesús predica la conversión al Reino, mas es después de la pascua, cuando el predicador del Reino se convierte en el Reino mismo, cuando como escribe Orígenes, Cristo es autobasileia, el reino de Dios se realiza en su persona. Entonces es cuando se empieza a entender el seguimiento como la vida en Cristo, una identificación con él: “Que hagamos lo mismo que hizo Jesús” (Jn 13, 15), “que procedamos como él procedió” (1 Jn 2, 6), “que tengamos su misma actitud” (Flp 2, 5).

       El término seguimiento ha triunfado desde Lutero, mientras la palabra imitación ha tenido mala prensa, como si ésta representase el orgulloso intento humano de igualarse a Jesús. Pero habría que tener en cuenta que Jesucristo al hacernos partícipes de su vida y de su doctrina, nos atrae irresistiblemente y en ese sentido quiere la imitación de sus seguidores, sin olvidar que es el mismo Maestro quien nos pide que seamos imitadores de la perfección de Dios (Mt 5, 48) y de su misericordia (Lc 6, 36) y que lo imitemos a él (Mt 11, 29; Jn 13, 15).

       En la tradición cristiana se asemeja frecuentemente el seguir a Cristo con imitarle; ya san Agustín decía: «¿Qué, pues, significa seguir sino imitar?». Si se sigue al Maestro es para imitarle y no sólo para adquirir su doctrina que se puede aprender de otras maneras.

       San Beda el Venerable hace este delicioso comentario a la llamada de Cristo al seguimiento: «Sígueme, que quiere decir, imítame. Le dijo: sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar, porque quien dice que permanece en Cristo, debe vivir como vivió él».

       Es natural que al hablar de imitación, no nos referimos a una imitación mimética, anacrónica, que olvide la historia y al Espíritu presente en ella, como tampoco se puede olvidar la diversidad de carismas y de vocaciones que se dan en la comunidad de los seguidores del Señor.

       El santo es un imitador de Jesucristo. La frase de san Pablo, varias veces repetida en sus cartas, “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11, 1), es el resumen de toda la doctrina y vida del apóstol. San Pablo toma esta palabra del teatro. El intérprete de una obra se identifica de tal modo con su personaje, que acaba por adquirir sus rasgos. El sed imitadores míos se convierte en «interpretadme a mí».  Cada cristiano tiene esta doble función: ser intérprete y prototipo, como se afirma en el primer escrito del nuevo testamento: “Por vuestra parte os hicisteis imitadores nuestros y del Señor..., de esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes” (1 Tes 1, 6.7).

       Nosotros debemos identificamos con Cristo de tal modo que se nos pueda confundir con él. Actuamos en este mundo sensible, cuando Cristo ya no puede hacerlo de esta forma.     La santidad, pues, consistirá en la conformación de nuestro ser con el de Cristo. La conformación ontológica, primero; la moral, después.

       La fuerza de Dios se manifiesta en la flaqueza

       El evangelio nos habla de una llamada totalizadora, que hizo Jesús después de haber pasado toda la noche en oración (Lc 6, 12.13). “Llamó a los que quiso... No vosotros me habéis elegido a mí, sino yo a vosotros... Los llamó para estar con él, para que vivieran con él...”

             Y Dios sigue llamando hoy y nuestra elección es fruto de su amor. Dios nos ha elegido antes de nacer porque su amor es eterno y la llamada divina no depende de nuestros méritos o cualidades, sino exclusivamente de su amor. Es una llamada enteramente gratuita. Si existo, es que Dios me ama, me ha elegido...

       Al igual que san Pablo en Gálatas actualiza el texto de Jeremías, nosotros podemos y debemos hacer lo mismo. Yahvé le dice a Jeremías: “Antes de haberte formado en el vientre materno te conocía; y antes de que nacieses, te tenía consagrado. Yo profeta de las naciones te constituí” (1, 5). San Pablo escribe: “Mas cuando aquél que me separó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mi a su Hijo” (Gál 1, 15.16).

       Dios es quien toma la iniciativa y esto es fuente de optimismo, que en estos momentos de confusión y de inseguridad, recordarlo y saberlo, nos llena de serenidad y de paz. Ser conscientes de nuestra debilidad es motivo de la mayor confianza.

       Este modo de proceder de Dios con toda clase de gente pobre, sin prestigio humano alguno, adquiere categoría de ley. Esta es la ley y en ella pone su ideal el verdadero israelita: “Conocerme porque yo soy Yahvé, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra y en eso me complazco” (Jer 9, 23). Jeremías, al igual que otros profetas, resume la religión verdadera en el conocimiento de Yahvé. Pero los judíos dieron a este texto una interpretación nomista, legalista, fundados en la versión de los LXX, que había cambiado el sujeto del verbo hacer; de ese modo ya no era Yahvé, sino el hombre, el que hacía merced, derecho y justicia, es decir, que el judío se constituía en el autor de su propia salvación; podía gloriarse en sus obras, causa de su justificación.

       San Pablo, abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda suficiencia, glorificación (Gál 2, 16; Rom 3, 2 1-28), y añadirá machaconamente: “Pues habéis sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8.9).

       Dios ha elegido lo pobre, lo débil, lo frágil, lo irrelevante, lo sin prestigio y sin influjo (1 Cor 1, 27-31). Por eso, el ser consciente de nuestra debilidad es motivo de gran confianza, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la flaqueza (2 Cor 12, 9). Santo Tomás de Aquino profundiza en este obrar divino, afirmando que un artista recibe tanta mayor gloria cuanto más frágil y deleznable es la materia con la que hace su obra de arte; de este modo, nuestra miseria engrandece la obra de Dios.

       Ser conscientes de nuestra bajeza, no es ignorancia de los dones que recibimos continuamente; es la conciencia y aceptación de nuestra constante indigencia. En la medida que crece la convicción de nuestra pobreza, de nuestra nada, aumenta nuestra capacidad de recibir los dones de Dios. Debemos ser conscientes de nuestra incapacidad y miseria para que así podamos recibir la gracia, como algo gratuito y no como un derecho adquirido.

       Nosotros pensamos que para hacer las cosas es necesario el poder, las cualidades, pero la lógica del Señor, sus caminos, son diversos de los nuestros. El nos enseña que el verdadero poder está en la debilidad, en la pobreza. Esta ha sido la doctrina divna enseñada a través de la historia y manifestada por el apóstol de las gentes.

       Sin un reconocimiento de nuestra miseria, no se puede progresar en la vida espiritual. Cuando se llega a esta constatación, se ha puesto la base sobre la que Dios podrá edificar, porque es él quien obra nuestra santidad y no nosotros.

       Para que Dios pueda ejercer plenamente su fuerza, es necesario que el hombre se sienta y se sepa débil. Uno de los textos más extraordinarios de las cartas paulinas es el que acabamos de citar: “Para que no me engría, fuéme dado un aguijón en mi carne” (2 Cor 12, 7-10), no de mi carne como dice la Vulgata.

       San Pablo, en principio, concibe este aguijón como un obstáculo que se opone a su apostolado. Por eso, pide repetidamente a Dios que se lo quite. Pero el Señor que escucha la oración de su apóstol, le da la razón de porqué no quiere alejar este obstáculo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. El poder de Dios alcanza su punto culminante en la debilidad y pequeñez del apóstol. Para el hombre es una paradoja apoyarse en su debilidad. Y san Pablo, que antes, al ver la pequeñez e insignificancia de los elegidos, se había gloriado en el Señor (1 Cor 1, 27-3 1), ahora afirma que “con sumo gusto, me gloriaré, sobre todo, en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo… todo lo puedo en aquel que me conforta”. Utiliza la misma palabra —que habite, eskenosen-episkenosen— que se ha usado para hablar de la encarnación (Jn 1, 14) y con la que se expresaba la presencia de Dios sobre el arca de la alianza y sobre el templo de Jerusalén.

       En la medida en que uno se siente débil, posee la certeza de que es fuerte. De ese modo no podemos caer en la tentación de atribuirnos lo que es obra de Dios. El proceso que ha vivido san Pablo es para nosotros una lección magistral de la pedagogía divina. Nunca es el hombre tentado en una medida superior a sus fuerzas. Siempre la gracia de Dios —mi gracia te basta, dice el Señor—, es suficiente para que la tentación pueda ser vencida. Es llegar a comprender que Dios nos quiere débiles para poder manifestar, con toda holgura, su infinita ternura, convirtiendo nuestra fragilidad aceptada en fortaleza suya.

       La evolución del apóstol puede concebirse así: Antes de su conversión, Saulo se gloriaba en sí mismo (Gál 1, 14; Flp 3, 6). Más tarde, Pablo se gloría en el Señor (1 Cor 1, 31). Al final, después de haber dado un paso de gigante en el camino de la santidad, el apóstol se gloría en sus flaquezas (2 Cor 12, 9).

La humildad es la verdad

       En latín los términos hombre y humildad se derivan de la misma palabra humus, que significa tierra-suelo. A través de la historia de la humanidad, Dios derriba a los soberbios y da su gracia a los humildes (Prov 3, 34).

       En la Biblia se presentan muchos ejemplos en los que Yahvé ha ejercitado su poder abatiendo a los soberbios, como hizo con los constructores de la torre de Babel (Gén 11, 7-10). La soberbia, la arrogancia, es lo más detestable a los ojos de Dios; por ella el hombre se constituye a sí mismo en centro del universo, desplazando al Señor. En la literatura sapiencial aparece con frecuencia la acción de Dios que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes (Sal 113, 7.8; Job 5, 11; Edo 10, 14.18).

       Jesucristo enseña la misma doctrina al notar que los invitados eligen los primeros puestos en el banquete de bodas (Lc 14, 11), y cuando propone la parábola del fariseo y del publicano, saca la misma conclusión, afirmando que el que se humille será ensalzado (Lc 18, 14); y proclama que serán bienaventurados los que tienen hambre porque serán saciados y anuncia la desdicha de los que están hartos, porque tendrán hambre (Lc 6, 21).

       Santa Teresa de Jesús ha escrito: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad».

       San Pablo, muchos siglos antes, llegó a la misma conclusión y pide que no nos tengamos en más de lo que debemos tenernos, y que caminemos sin complacemos en grandezas, sino más bien seamos atraídos por lo humilde (Rom 12, 3.6).

       Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad. Es el concepto de verdad el que subraya el apóstol al hablar de la humildad: “Qué tienes que no hayas recibido? ¿y por qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7). “Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). No podemos confiar en nosotros ni podemos atribuirnos cosa alguna, ya que nuestra capacidad y confianza viene sólo de Dios por Cristo (2 Cor 3, 4.5).

       Pero atención, como la humildad es la verdad, es igualmente cierto que el vaso de barro está colmado de tesoros (2 Cor 4, 7), y el hombre, como canta el salmo 8, ha sido coronado de gloria y de esplendor y «los que esperamos la revelación de nuestro Señor Jesucristo, hemos sido enriquecidos en todo y no nos falta ningún don de gracia (1 Cor 1, 5.7).

       ¡Todo es gracia!, son las últimas palabras del cura d’Ambriocourt, el personaje del Diario de un cura rural de Bernanos. Es decir, todo lo bueno es gratuito. No es conquista nuestra.

       Pero es necesario el reconocimiento de dichos dones y la gratitud. Tantos dones exigen un corazón humilde, que es el lugar en el que prefiere habitar el Señor (Is 66, 1.2). Y sólo a los humildes, a los pequeños, les revela sus secretos (Lc 10, 21).

       En María encontramos el mejor ejemplo de humildad-verdad, como canta el Magnificat: Dios se ha fijado en su humilde condición, en su pequeñez, en su bajeza. Su elección no es un premio a su humildad. No es la virtud de la humildad lo que ha movido a Dios para llenarle de su gracia, pues de tal modo se destruiría toda su gratuidad. Es verdad que Dios ha visto la humildad de María, el sentimiento que ella tiene de su pequeñez, pero la Virgen sólo sabe de su bajeza e insignificancia. El verdadero humilde no se reconoce como tal; el perfume de esa virtud sólo lo percibe Dios, no la persona que lo emana. María ve su bajeza, Dios mira su humildad.

       Esta doctrina se confirma con la repuesta de san Francisco de Asís al hermano Maseo, al preguntarle la causa de por qué todo el mundo fuera corriendo tras él y desease verle. «¿Quieres saber —dijo Francisco— por qué Dios me ha elegido a mí y por qué todo el mundo viene tras de mí? Esto depende del hecho de que los ojos del Altísimo no han visto, entre los pecadores, a nadie más vil, ni más insuficiente, ni más gran pecador que yo».

Hace falta tener los ojos de Francisco y el corazón del pobre de Asís para poder dar esa respuesta y poder decir eso. Siempre me parece sobresaliente la síntesis de san Agustín:

       Miseria y misericordia; miseria mía, misericordia de Dios. ¿Por qué me has llamado, por qué me has elegido, tan inepto, tan necio, tan pobre de espíritu y de corazón? Lo sé: Dios ha elegido lo necio, lo débil, lo despreciable para que ningún hombre pueda gloriarse ante Dios (1 Cor 1, 27-29)».

       Al que carece de pobreza, le falta esa humildad, autenticidad, verdad. Mozart, sobre algunos de sus conciertos que menos le gustaban, decía: «Son brillantes, pero les falta pobreza».

       San Bernardo trae una reflexión que ilumina esta doctrina: «El verdadero humilde siempre quiere ser considerado vil, no ser proclamado humilde»9. «El encanto de las rosas es que siendo tan hermosas no conocen que lo son», palabras que José M. Pemán pone en boca de Ignacio, dirigidas a Javier . María, al ser llamada madre de Dios por Isabel, proclama la grandeza del Señor, no sus méritos de esclava. La Virgen, durante toda su vida, fue consciente de su nada y en ella permaneció en el silencio, sin pretensiones, se despojó de su condición de madre del Señor, y como su Hijo, tomó condición de esclava, apareciendo en su porte exterior como una mujer cualquiera (cf. Flp 2, 7).

SOMOS LLAMADOS PARA ESTAR CON ÉL

       De hecho, gran parte de su vida, Jesús la dedica a formar a sus discípulos. Van a ser sus testigos. Tienen que haberle visto, contemplado y tocado (1 Jn 1, 1). Esto es lo único esencial para el apóstol que ha de ser testigo. Recibimos una revelación especial en el contacto vital con Jesucristo.

       Por esta razón, san Pablo escribe que fue llamado por Dios, ya desde el vientre de su madre, para revelarle a su Hijo (Gál 1, 16). Este aspecto es esencial para la vocación a la que hemos sido llamados, pues la revelación no ha de ser sólo por ciencia, sino especialmente por experiencia, por la unión íntima con Jesucristo. El centro de nuestra llamada es una referencia constante a la persona de Jesús y a su seguimiento. Sólo podemos colaborar con él en la medida en que él viva en nosotros. No hemos sido llamados para realizar algo, sino para entregamos a alguien, para consagrarnos a la persona del Señor. El fundamento de nuestra vocación es esta vida de intimidad con Jesucristo día tras día, hasta llegar a la identificación con él, identificación descrita tan vigorosamente en las cartas de san Pablo, y que a través de la vida de la Iglesia se ha considerado como la meta a alcanzar para todo cristiano.

       San Ignacio, en la petición de las meditaciones de la segunda semana, propone pedir el conocimiento interno de Jesús para más amarlo y seguirlo. La identificación con Cristo es la meta a la que ha de tender cada cristiano. La relación amorosa con el Señor, no es fruto de un esfuerzo humano, sino un don que hemos de hacer objeto de nuestra oración-petición.

       Un grupo de hombres y mujeres convivieron con Jesús, compartieron su vida y se relacionaron con él, de maneras diferentes según su modo de ser. Se mostraron con su maestro con la espontaneidad que inspira la presencia de quien ama. Y resulta provechoso detectar el progreso de sus seguidores, desde aquel primer amor (Jn 1, 35-5 1), hasta la identificación en plenitud de amor con la intimidad de su persona (Jn 21, 15-27). La condición divina de Jesús, no fue obstáculo para la amistad con él.

Un conocimiento más profundo y una relación personal distinta surge después de la resurrección del Señor.

       Después de la muerte de Jesús, los suyos participando del misterio del Señor, se llenaron de tristeza y hubieron de superar su ausencia, pero cuando resucitó, se creó una nueva relación de amistad. La alegría desbordante de los apóstoles es el efecto de una nueva relación amistosa con el Señor. Una nueva presencia vivida en la fe, que les dará fuerza para llegar hasta el martirio. El trato íntimo que antes habían tenido con él, ahora llega a la plenitud.

       Pero atención, Jesús califica de superior la relación íntima que tendrán los que sin haberle visto hayan creído (Jn 2, 29) y san Pedro se refiere con gozo a los que aman a Cristo sin haberle visto (1 Pe 1, 18).

       San Pablo, en todas sus cartas, anuncia su experiencia íntima de amistad con Cristo. Es consciente, desde el episodio de Damasco, de la presencia de Cristo resucitado en su vida, hasta confesar que ya no vive él, sino Jesucristo en él (Gál 2, 20). Es una adhesión personal a una presencia invisible, a Jesús que vive en él; es Cristo quien nos asegura su presencia real en nosotros (Mt 18, 20; 28, 20) y nos capacita para tener con él una relación de amistad (Jn 15, 15).

       Jesús, por su condición divina, dos mil años después de su muerte, es un ser vivo que nos asegura su presencia real entre nosotros, y por su condición humana, nos hace posible una relación amorosa y cordial con él.

       Para conseguir esta realidad se requiere un conocimiento profundo de la humanidad de Jesús a través de los evangelios, de los hechos y dichos del Señor, de sus gestos y palabras. Pero, sin pararnos en lo exterior, sino llegando al espíritu que animó sus actitudes fundamentales, al núcleo más íntimo de su ser.

       En el amor a Jesús buscamos la identificación con él a través del amor, es decir, la transformación de nuestra propia vida. «Amarlo más, para seguirle de más cerca», dice san Ignacio de Loyola.

       El término del amor es la transformación de la propia vida que se realiza mediante una entrega al pobre, al marginado, que es testimonio de la presencia de lo invisible de Cristo en el mundo.

       La imitación de Jesús consiste en vivir el espíritu que animó sus actitudes fundamentales y que exige una renuncia a las seguridades humanas. Es confiar sólo en Dios y entregarse a él.

       La presencia real, aunque invisible, de Jesús resucitado, es motivo suficiente para que se establezca una verdadera amistad. Amistad que han tenido los santos y que viven ahora muchas personas buenas a quienes Jesús les ha otorgado su intimidad. Por medio de la oración-contemplación y del servicio a los demás, adquirimos luces nuevas que nos permiten penetrar más y más en esta intimidad con el Señor.

       Pero, ¿es posible esa penetración en la intimidad con el Señor? ¿se puede utilizar el término amistad para hablar de la relación del hombre con Dios? Aristóteles se pregunta si es posible la amistad para con Dios y responde: «No hay amistad sino donde el amor es recíproco. Para con Dios la amistad no puede ser tal. Sólo un insensato puede decir que ama a Dios, ya que el amor sólo es posible entre iguales». Y entre Dios y el hombre la desigualdad es absoluta y radical.

       Frente a la palabra de Dios, el hombre responde con el silencio y la adoración, pues Dios de ordinario habla en el silencio. «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo y ésta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída por el alma». Si hacemos silencio en nuestro corazón, entonces entra remos en el silencio de Dios y le oiremos y le sentiremos. San Ignacio de Antioquía escribía: «El que de verdad posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto». A veces, en la oración se tiene un sentimiento ausencia de Dios. Pero sentir la ausencia de quien se ama, es un manera de presencia. Y esto, sobre todo, porque sabemos por 1a fe, que él está presente, aunque escondido. La presencia de Dios la encontraremos hasta «entre los pucheros».

       Juan Esquerda Bifet dice: «Cuando la palabra de Dios pare silencio, y cuando su presencia parece ausencia, la relación personal con Cristo nos hace descubrir que ese silencio es sonoro y que esa ausencia es una presencia más honda». Es la «música callada» de san Juan de la Cruz.

       Al aparecer Jesús en la historia de los hombres, hubo un cambio radical. Desde entonces fue posible establecer una relación de amistad con Dios. Pero, después de su muerte, ¿la presencia real, pero invisible de Cristo, es condición suficiente para que se pueda realizar la verdadera amistad? En las amistades humanas, la plena comunión nunca se puede dar del todo; siempre un núcleo íntimo que no puede ser comunicado. Mas esta plena comunión es posible en la amistad con Jesucristo, por ser la palabra más íntima de Dios dada a los hombres. Es «más íntimo que mi yo íntimo» (san Agustín). La relación amorosa del cristiano con Cristo, por medio de la oración y del contacto con la palabra, le colma de luces para penetrar más y más en el conocimiento de la intimidad del Señor. Cuando se consigue vivir amistad con Jesús, establecer esa relación íntima con él y llegar hasta la identificación con Dios a través de la humanidad Jesús, se consigue la paz, la verdadera bienaventuranza ya este mundo.    En esta meditación le pedimos a Dios el regalo de ser capaces de establecer una relación personal e íntima con Jesús, lo que nos dará ya, mientras vivamos en la tierra, la verdadera felicidad.Estar con el maestro era el gran deseo y el gran deber entre los judíos. En el talmud se exige que el discípulo tenga relación personal con el maestro. La instrucción se conseguía mejor viendo la conducta del maestro y de modo más perfecto que si sólo se le oía. Hasta en nuestros días se dice que al profesor se le valora y acepta, en primer lugar por lo que es, en segundo lugar por lo que hace, y en tercer lugar por lo que dice.

       Nosotros, estos días, aprenderemos a valorar los ratos de sagrario, en relación íntima con el Señor, para llegar a ser sus confidentes y testigos de sus acciones.

(Aquí puedo añadir algo de mis libros)

QUINTA MEDITACIÓN

El desierto: interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación

“Venid vosotros al desierto para descansar un poco” (Mc 6,f31).

       Como composición viendo el lugar, vamos a Cafarnaún, la / ciudad de Jesús (Mt 9, 1) y nos introducimos en la casa de Pedro. En el rincón principal de la casa, la anfitriona, la suegra de Pedro, prepararía una estera y una especie de almohada (como en la barca, Mc 4, 38) para que durmiese Jesús. Pero «cuando todavía era muy oscuro, se levantó y se fue a un lugar solitario —al desierto— y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron tras él y, al encontrarle, le dicen: todos te buscan» (Mc 1, 35-37).

       Cuanto más crece la fama de Jesús y más le necesitan todos, se retira con mayor frecuencia al desierto buscando el diálogo con su Padre. San Lucas afirma lo mismo en un precioso sumario. «Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para oírle y para ser curados de sus enfermedades, pero él se retiraba al desierto en donde oraba» (5, 15.16).

       «Todos te buscan». ¡Cuidado!, si al ser fieles a nuestra misión, si al multiplicarse nuestros trabajos y preocupaciones, no nos queda tiempo para la oración.

       Estos ejercicios deben ser ante todo un estar con Dios en el desierto. Escuchad lo que nos dice Jesús: «Venid vosotros al desierto para descansar un poco». Hoy, más que nunca, experimentamos la urgente necesidad del silencio, de la soledad, de Ja contemplación.

       Después de un tiempo sin haber vivido una experiencia de retiro y oración, sentimos cansancio, fatiga, desaliento. Al hacernos mayores, debemos ser mejores. Conforme pasan los años hemos de aprender a simplificar nuestras resoluciones, a dejamos guiar por Jesucristo para que él lleve nuestra cruz y dirija nuestra vida.

Ha llegado el momento de conocerle. El conocimiento del que habla la Biblia, las más de las veces, sobrepasa el puro conocer intelectual, e implica un saber experimental, una noticia afectiva \ y amorosa. Conocer a alguien es acercarse a él con afecto. Una persona conocida, es el pariente, el amigo. El conocer bíblico implica conocimiento y amor, las dos cosas juntas: «En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: yo le conozco y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso» (1 Jn 2, 3.4). Conocer es amar; amar es cumplir los mandamientos de Dios, de Jesucristo: «Si uno ama a Dios, ese es conocido por él» (1 Cor 8, 3). Ser conocido por Dios es sinónimo de ser amado por él.

       En estos días aprendemos a conocerlo, es decir, a adquirir una experiencia como la que tuvieron los discípulos por el contacto vivo y personal con el Maestro. Nuestro conocimiento está más elaborado teológicamente, pero necesitamos de esa frescura, de esa adhesión amorosa a la persona de Jesús. El desierto es ese lugar y ese momento ideal que nos brinda la ocasión de tener tal experiencia de conocer y amar.

El desierto como lugar geográfico

       El credo israelita (Dt 26, 5-9) presenta el paso por el desierto, la liberación de Egipto, como la más grande acción de Dios. La peregrinación por el desierto tiene la mayor importancia (Jos 24, 7). «Guió a su pueblo por el desierto, porque es eterno su amor» (Sal 136, 16).

       El desierto es una tierra no bendecida por Dios, donde no hay agua (Gén 2, 5), imposible de habitar (Is 6, 11), poblada de demonios (Lev 16, 10) y bestias maléficas (Is 13, 21). Dios hizo pasar a su pueblo por esa tierra espantosa (Dt 1, 19), antes de llevarle a otra que manase leche y miel. El periodo del desierto prefigura el juicio final (Ez 20). En él, el pueblo tienta a Dios: infidelidad, murmuraciones, rebeliones. Recordemos el becerro de oro (Ex 32).

Las tradiciones de Israel describen el desierto como el periodo de la infidelidad del pueblo, pero Dios no lo abandona, aunque utiliza sustitutivos suyos: un ángel, el arca de la alianza.

El desierto revela el corazón del hombre incapaz de triunfar de la prueba. En él el hombre se enfrenta consigo mismo. Es el crisol donde todo se purifica: duplicidad, falsos rostros, falsas seguridades; sin atavíos y en manos de Dios. En él habitan sólo Dios y Satán, poderes que superan al hombre. El desierto pone el corazón al desnudo y le obliga a tomar una decisión. Es el tiempo de la tentación y tentación es mirar hacia atrás, hacia las falsas seguridades y las satisfacciones temporales. San Pablo nos alerta contra esta tentación (Flp 3, 13).

       En el desierto, Agar se encontró con Yahvé (Gén 21, 14-20), Elías se fortaleció para poder llegar hasta el monte de Dios, el -{oreb (1 Re 19, 5-8). David aprendió a confiaEn el desierto Yahvé hizo la alianza con su pueblo y éste le prometió fidelidad. Por eso, las almas preocupadas por la justicia y la equidad (1 Mac 2, 29.30), y las que no buscan contaminarse con la impureza (2 Mac 5, 27), huirán al desierto como a un lugar de refugio para guardar su fe.

Hay que tener en cuenta que los cuatro evangelios, al presentar el ministerio de Juan el Bautista, ponen en el desierto el anuncio de la salvación y que el Precursor se aplica a sí mismo las palabras del profeta Isaías (40, 3): «Voz del que dama en el desierto»... A partir del texto de Isaías fue cuando se divulgó la tradición de que la redención del pueblo se efectuaría en el desierto. Existía la creencia de que el Mesías se manifestará en él (Mt 24, 26). Idéntica era la opinión de los rabinos: «El Mesías conduciría a sus seguidores al desierto (midbar)»2.

El desierto, lugar retirado donde nadie habita (Lc 8, 29), es a donde Jesús se apartaba, a veces, buscando la soledad para su oración (Mc 1, 35; Lc 4, 42; 5, 16) y a donde llevaba a sus discípulos para librarse de las masas entusiasmadas con su predicación (Mc 6, 31.32.35).

También la Iglesia, simbolizada en Yahvé (Sal 63) que le libró de las iras de Saúl (1 Sam 23, 14).

       Oración es saber que mi voz llegó a Dios. Por encima de la gracia concedida o no, oración es saber que mis palabras sonaron en los oídos divinos, que la tierra tocó el cielo. ¿Qué importa el resultado de la oración cuando tenemos el «contacto»?

Yo escribí la carta, y ahora sé que la carta llegó y la carta fue leída. Eso es lo que me interesa. El buen musulmán continuó yendo todos los días a la mezquita, al rincón marcado por sus rodillas, para dar gracias porque su oración había llegado a Dios.

San Juan de la Cruz ha escrito: «Una palabra habló el Padre que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma»5.

El silencio en la vida de Jesús es impresionante. Sus treinta años de silencio en la vida oculta de Nazaret, su soledad en el desierto, en las noches de oración solitaria con el Padre, su silencio extremo en su pasión y muerte, su soledad más completa abandonado por sus discípulos (Mc 14, 50) y sintiéndose abandonado completamente por su Padre (Mt 27, 46). Hasta el triunfo de la resurrección se realiza en el silencio de la noche.

El silencio es necesario para escuchar la voz de Dios en lo más profundo de nuestro corazón.

Hemos de crear clima de silencio para que la palabra oída o leída lleve a la oración. Esta ha sido la lección que nos han dejado los anacoretas, los padres y doctores de la Iglesia. Y que ahora, sigue en los signos de los tiempos. Gustavo Gutiérrez, fundador de la teología de la liberación, afirma que: «El acto primero de la teología delante del misterio de Dios en el misterio del pobre, es el silencio en la contemplación y en la práctica»6.

La oración, el silencio, el desierto, no nos aleja de la historia ni de la vida. El silencio es una distancia que aproxima, hace nuestro corazón más sensible para oír a los sin voz, a los marginados, a los excluidos como dicen en el Vicariato de San Miguel de Sucumbios (Ecuador).

El silencio posibilita la reflexión más profunda y la decisión más madura ayudándonos a crecer en la humilde conciencia de la presencia de Dios, que es la condición necesaria para escuchar su voz en la oración y en la acción.

       El silencio nos capacita para la comunicación con Dios que habita en el hondón de nuestro ser a donde no puede llegar el ruido de nuestras palabras. Permanecer en profundo silencio ante Dios ya es orar; el silencio no sólo es un medio que favorece la oración, sino que es la oración en su estado más puro.

En las grandes conmociones, ante una tragedia o una alegría inmensa, las palabras son inútiles; la única forma de expresión es el silencio. Así sucede ante toda profunda experiencia de Dios. El estupor, la fascinación que lo sagrado nos produce, nos conduce necesariamente al silencio.

En el desierto nos fortalecemos del acoso de las turbas; supone para el alma descanso en la soledad. Por eso, ha tenido siempre sus apasionados amantes a quienes la civilización hacía sentir su intensa nostalgia, como los anacoretas cuyo lema rezaba: preso de un amor inefable por la soledad. Belleza austera la del desierto manifestada en la experiencia casi abrumadora de Dios.

El desierto como idea teológica

Es interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación. En la historia de la salvación, siempre que Dios ha querido realizar algo grande, ha llevado a los hombres al desierto. Allí se ha puesto de manifiesto la significación religiosa de ese lugar, a través del cual el hombre logra su identidad al encontrarse con la misericordia y el poder de Dios que de modo especial se manifiestan en el desierto.

Dios quiso que su pueblo naciera en el desierto, haciendo de su permanencia en él una época privilegiada. Por eso, la estancia en el desierto es un tiempo ideal. De ese modo lo entendieron los recabitas (Jer 35), que habitaban en tiendas para manifestar su reprobación de la civilización, e igualmente los qumranitas que rompieron con el sacerdocio del templo y fueron a vivir a Qumrán. Pero Yahvé prometió una tierra enseñando que la permanencia en el desierto era sólo provisional. Nos ha llamado no a vivir siempre en el desierto, sino a atravesar el desierto para vivir en una tierra que mana leche y miel.

Ante la idea de que el desierto es sólo aridez y soledad, hemos caído en la tentación de pensar que permanecer allí es algo inútil. Sin embargo, tiene el sentido de la pobreza, de la austeridad, de la sencillez más absoluta, pues se trata de ponernos en las manos de solo Dios —no sabemos qué nos va a pedir— y hemos de dejarnos conducir para que nos lleve como a su pueblo, donde él quiera y como él quiera. Es la actitud que adquirió en el desierto el padre Carlos de Foucauld: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras...». Su experiencia nos la dejó escrita: «Es preciso pasar al desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios. Es allí donde uno se vacía y se aparta de todo lo que no es Dios, desalojando completamente esa pequeña casa de nuestra alma, a fin de dejar únicamente a Dios todo el espacio. Es indispensable. Es un tiempo de gracia. Es un periodo a través del cual debe pasar necesariamente toda el alma que desee dar fruto; porque al alma le hace falta este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, y a través de todas estas cosas Dios instaura en el alma su reino, formando en ella el espíritu interior, la vida íntima con Dios en la fe, la esperanza y el amor»7.

El desierto es un lugar privilegiado para el encuentro con Dios. Más que un lugar geográfico, es una situación personal,

es un espacio singular para romper con las ataduras del mundo y adentramos en la órbita de lo sagrado, quitándonos las sandalias para acercarnos al Señor. Es el lugar apropiado para vivir la pobreza y el silencio, donde se escucha la voz del Espíritu. En el desierto se purifica uno de la esclavitud de tantos ídolos y se prepara para llegar al oasis de la tierra prometida.

Lo que es esencial en el desierto es el desasimiento total y la paciente y callada espera de Dios en la inactividad de nuestras potencias.

El desierto supone la detención de todas nuestras actividades; a esta actitud nos conduce el sondear las intenciones de Dios al prescribir el reposo sabático.

Este precepto distingue y separa el sábado de los otros seis días de la semana. Esta separación es la que santifica el sábado y hace de él un día consagrado a Yahvé. El verbo hebreo qds que significa santificar está al principio y al final del texto, (v.

8 y 11).

La característica de este día es la suspensión de las actividades y del trabajo. Los seis días del trabajo se asimilan a la esclavitud de Egipto y el descanso sabático a la liberación. El pueblo ha pasado del trabajo de la servidumbre, al descanso de la libertad. El esclavo no conoce el descanso, no es dueño de su tiempo ni de su persona; es una propiedad de su amo. Sólo en la libertad es libre pudiendo alternar el trabajo con el reposo.

La doctrina del sabbat es la manifestación de que todo, Israel, el mundo, el tiempo, es de Yahvé; todo es obra suya y le pertenece a él. El mejor modo de reconocer la grandeza y la majestad de Dios es dejar de hacer para darle a Yahvé todo el tiempo. Todo le pertenece. Eso es lo que se pretende con el mandamiento del descanso sabático, con la consagración de ese día a Yahvé.

La idea de santificación de ese día va unida a la paralización de toda obra: interrupción de todo trabajo, aceptar la inactividad, en beneficio de la contemplación (Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15). Es la consagración del tiempo a Dios, una ofrenda, el diezmo de nuestro tiempo. Por eso, no perderá el mundo, ni disminuirá nuestro amor al hombre. Además la entrega a los demás gasta. Y sólo el amor personal a Dios puede dar lozanía a la entrega a los hombres.

El desierto, la ofrenda del tiempo a Dios, es más urgente en nuestros días. Tenemos el peligro de perder nuestro propio con- trol y la escala de valores de nuestras actividades. Negar el desierto implica negar la dimensión vertical de la existencia. La única que nos puede llevar a la plena madurez de la unión con Dios, a la contemplación, no tanto a mirar a Dios, como a ser mirados por él.

El significado del desierto es soledad para orar. Dios es el huésped que viene y tiene derecho a la detención de toda actividad. En oriente, todo se inmoviliza a la llegada del huésped (Gén 18, 1-7): El dueño retrasa el viaje, la mujer amontona la ropa sin lavar. En el desierto, en la oración, Dios viene a nosotros.

Necesidad del desierto

Todo lo que nos parece difícil, lo que nos asusta y angustia, cuanto nos llena de ansiedad hay que ponerlo bajo la atenta mirada del Señor.

Hoy se escribe acerca de la teología del ocio; se habla de años sabáticos y aumenta la necesidad de acudir al desierto por amor, para estar con Dios; es el ansia ardiente de permanecer a solas con el amado, de decirle que se le ama y de sentirnos amados por él.

«Entremos en su descanso» (Heb 4, 11). Jeremías escribe que en el silencio se encuentra a Yahvé. «Te llevaré a la soledad y te hablaré al corazón» (Os 2, 16).

San Juan de la Cruz dice: «,Cómo no sientes o ves a Dios que está en tu alma?; porque está escondido. Te has de esconder tú y lo hallarás en tu escondrijo». Es necesario ir al desierto para oír la voz de Dios, hoy más que nunca tan absorbidos por lo exterior, y probaremos la alegría nueva de una respuesta embriagadora: «He aquí que estoy contigo» (Is 58, 9).

El desierto será un camino hacia Dios, si es aceptado por un espíritu realmente pobre. Es necesario el desprendimiento interior, fruto de una pobreza realmente vivida, para no sentirnos anonadados a la vista del desierto, y para encontrar en él un camino de libertad hacia Dios. Las tentaciones de instaurar el reino de Dios por medios distintos de los empleados por Jesús, no serán definitivamente vencidas más que en el desierto, como lo fueron por Jesús.

A través de la Biblia, el desierto, la soledad, es el lugar favorable para la contemplación, para el amor, «pues tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará» (Mt 6, 6). Para eso el amado lleva a la sulamita al desierto, lejos de la corte, donde ella poseía todo menos la ternura; y en el desierto encontró el amor.

El desierto es la síntesis completa de la espiritualidad bíblica, fundamental para entender la pedagogía de Yahvé. Todos los hombres de Dios, del antiguo y del nuevo testamento, han tenido su experiencia de desierto y en él han encontrado su identidad, su misión, y la fuerza para ser fieles al Señor y a sí mismos.

En el desierto se adquiere la experiencia de nuestra radical inutilidad. Somos reducidos a la pasividad, a la aceptación de la inactividad, reducidos a sólo ser, a saber que sólo Dios es Dios mientras vamos descubriendo nuestra vocación de colaborar con él.

Entonces el desierto se convierte en vergel, florece cuando sólo buscamos a Jesucristo, su voluntad, su intimidad, y no nuestro triunfo entre los hombres.

El desierto es el lugar privilegiado para conocer el corazón de Dios. En el monte Horeb, Elías gozó de la presencia del corazón apacible de su Dios en el susurro de una brisa suave (1 Re 19, 12.13). La esposa infiel es llevada al desierto donde Dios le hablará a su corazón.

El desierto, como idea teológica, es algo fundamental en nuestra religión, ya que en el evangelio, el primado se refiere a Dios y a su reino, no al hombre. Cuando se dice que el amor a Dios es el primer mandamiento, no pretende afirmarse sólo una primacía de hecho (el primer mandamiento es primero, porque en la sagrada Escritura viene antes del segundo), sino una prioridad de derecho, de valor; Dios es el primero y debe ser amado por sí mismo y en sí mismo, alabado y glorificado por su gran gloria.

Pero esto es precisamente lo que hace el desierto, la oración. Es por tanto una afirmación práctica del primado de Dios y una manera de vivir y practicar el primer mandamiento. El mismo hecho de quitar cierto tiempo para uno mismo e incluso para el servicio del prójimo, a fin de dedicarlo exclusivamente a Dios, es un testimonio de su trascendencia.

Se puede y se debe hacer oración de la caridad, del trabajo en favor de los demás; se puede y se debe ver, amar y servir a Dios en los otros y, por ello, hacer de los actos de caridad hacia el prójimo, actos de caridad para con Dios, realizando la unión del primero y segundo mandamiento; sin embargo, esto no resulta posible sino para quien se ha ejercitado en la oración propia y verdadera; no se llega a ser «contemplativo en la acción» a menos de haberse ejercitado en la contemplación.

Esto significa que no se encuentra a Dios en la caridad con el prójimo si no se le ha encontrado ya en la oración, en el desierto.

Defender la primacía de la oración, es defender la primacía del amor a Dios, del primer mandamiento: «Este es el más gran- de y el primer mandamiento» (Mt 22, 38).

H. U. von Balthasar señala la trágica situación de nuestra época en que el hombre se encuentra en la prisión de su naturaleza, afirmando, en principio, que lo único que vale la pena es el hombre, para darse luego cuenta que, en definitiva, tampoco vale la pena. Se pregunta: «¿Podrá hallar la liberación amando simplemente al hombre? y responde: No, si no encuentro a Dios en el hermano, si en el amor no exhalo ningún álito de infinitud, si no puedo amar al hermano por un amor que venga de mucho más

lejos que de mi capacidad finita de amar, silo que en nuestro encuentro pueda llevar el sublime nombre de amor no viene de Dios y va a Dios, no valdrá la pena emprender la aventura porque no liberará al hombre de su cárcel ni de su soledad».

Para iluminar y profundizar en esta doctrina, quiero referir un episodio que me ha hecho mucho bien y que sucedió entre la incansable sor Bandona, religiosa de la madre Teresa de Calcuta y Ananda, una joven india, paria, que más tarde llegaría a profesar en la misma congregación. Mucho tuvo que luchar la religiosa para educar a Ananda y ayudarle a penetrar en el secreto del amor de Dios. Se necesitaron varios meses para desactivar la rebeldía de la joven intocable.

¿Por qué pierdes tanto tiempo encerrándote en la capilla sin hacer nada?, preguntó Ananda un día a sor Bandona. Este tiempo sería más útil para los leprosos.

La religiosa buscó una respuesta capaz de llegar a la imaginación de Ananda. Lo hago porque estoy casada con Dios y tengo que dar una parte de mi tiempo a mi esposo.

Sor Bandona sabía que esta noción de nupcias divinas era familiar para todos los indios. La bhakti, la filosofía religiosa induista, también casaba con un amor apasionado a los adeptos de Vishnú y de Krishna con sus dioses y les sometía a su voluntad como la mujer que ama se somete a su esposo. En consecuencia, la necesidad de compartir su vida con su esposo era un concepto que podía comprender, sin esfuerzo, la pequeña ex-leprosa.

La religiosa explotó hábilmente el paralelismo. A nadie se le ocurriría acusar a un hombre de «perder su tiempo con su mujer», explicó. El tiempo que dedican el uno al otro, es indispensable para la armonía de la pareja. Los seres que no sepan encontrarlo se alejarán totalmente el uno del otro. Lo mismo ocurría con ella y con sus compañeras de la leprosería. Aunque cada uno de sus actos, a lo largo de la jornada, era un testimonio de amor destinado a su Dios-esposo, también tenían que demostrarle su amor de una manera desinteresada y ser capaces de darle cada día una hora o dos para él y con él, sin esperar nada a cambio.

Como sor Bandona esperaba, esta imagen acabó conmoviendo a la joven india. Una noche, cuando la religiosa estaba arrodillada en la capilla de la leprosería para su hora de adoración, oyó un roce de pies. Se volvió y descubrió a Ananda, con la cabeza      cubierta con un velo de algodón blanco. Le hizo señas para que se acercase. Y señalando al Cristo crucificado de la pared, dijo con voz muy clara: «Ya lo ves, Señor, estamos aquí. Nos sentimos agotadas por la fatiga, nos morimos de sueño, pero venimos aquí, para estar contigo, para decirte simplemente que te amamos» 8.

Las almas contemplativas, como sor Bandona, como todos los que vienen del desierto, son los que están presentes en su tiempo, condividiendo su vida con sus hermanos los hombres. Esto lo proclamaron los religiosos de vida contemplativa: «El contemplativo, que por vocación se retira al desierto... sabe reconocerse en las pruebas que asaltan a algunos cristianos. Comprende sus penas y distingue el sentido de las mismas. Conoce la noche oscura: ‘Dios mío, Dios mío, ¿ por qué me has abando- nado?’ (Sal 22, 2; Mt 27, 46). El desierto pone al desnudo el corazón; aleja nuestros pretextos, nuestras coartadas, nuestras imágenes imperfectas de Dios; nos reduce a lo esencial. Entonces es cuando se manifiestan, en la profundidad de nuestra miseria, las maravillas de la misericordia de Dios»9.

La contemplación de estos hombres de Dios no es una virtud cerrada en sí misma. No podemos quedarnos en ser sólo contemplativos en la oración y decirle al Señor: «Maestro, qué bueno es estar aquí!» (Lc 9, 13). Debemos ser contemplativos en la acción y, en frase de santo Tomás, «las cosas contempladas entregarlas a los demás». Nuestro Dios no es un Dios estático; es un fuego devorador. En la experiencia del desierto, nuestro corazón no puede permanecer intacto. El contacto con ese fuego devorador nos quema y opera en nosotros una profunda purificación; nos despoja de nuestro egoísmo y nos obliga a salir de nosotros mismos para encontrar al hombre, nuestro hermano. Dios quiere establecer su Reino y necesita de nuestra colaboración. Entonces somos capaces de luchar contra el sistema de una sociedad injusta y nos hacemos libres ante ella. Mas esto sólo lo podremos realizar en la medida que en nuestra contemplación

vayamos venciendo la injusticia que anida en nuestro propio corazón, cristianizando esas porciones de nuestro ser todavía llenas de violencia, de egoísmo y de instintos de posesión. Hacernos pobres desde la contemplación para optar por los pobres desde nuestra propia pobreza.

El desierto, la contemplación, no es olvido de la historia, ni evasión de la problemática del mundo, sino que nos hace descubrir el plan de Dios, el paso del Señor por la historia, la actividad incesante y creadora del Espíritu santo. Necesitamos hacer silencio en nuestro entorno para descubrir la auténtica dimensión de las cosas, para verlas en sus justas proporciones.

El desierto, así vivido, nos hace comprender tres cosas: que lo único que importa es Dios; que Jesucristo se hizo hombre y vive entre los hombres y peregrina con nosotros hacia el Padre; y que la eternidad está empezada, y caminamos con Cristo hacia la consumación (1 Cor 15, 24-28).

El desierto nos ayuda a descifrar el misterio de la cruz, a superar su escándalo (1 Cor 1, 23), a gustar la fecundidad de los sufrimientos (Col 1, 24; Jn 12, 24); nos da equilibrio, al ponernos en contacto con Jesucristo que es nuestra paz (Ef 2, 14), nos hace saborear los secretos del Padre (Mt 11, 25), y echando el temor, nos lleva a la plenitud del amor (1 Jn 4, 18).

SEXTA MEDITACIÓN

El desierto como época privilegiada

Por eso voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón. Aquel día ella me llamará marido mío... Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré conmigo en libertad y tu conocerás a Yahvé(Os 2, 16.18.2 1.22)

En la película El violinista sobre el tejado, se añora un mundo donde con paz y serenidad gozosa se pueda celebrar el sabbat.

Al judaísmo se le ha llamado la religión del tiempo y nos enseña a santificarlo. La palabra qadosh: santo, sagrado que manifiesta la majestad de lo divino, la primera vez que se usa en la Biblia, no se refiere a un lugar (altar, montaña), sino al tiempo. «Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gén 2, 3).

«En seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra... y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20, 11).

Dios podía haber creado un lugar santo para establecer un santuario, mas para la Biblia lo principal es la santidad del tiempo. Los sabbats son las grandes catedrales. La mayoría de las festividades dependen de la estación del año o de las horas del día. Como en el mundo musulmán, la oración se hace cinco veces al día, también en Israel la mañana, la tarde y la noche nos traen la llamada a la oración.

La santidad del espacio, la creación del tabernáculo sólo se mandó después de la caída del pueblo al adorar el becerro de oro. Dios consagró el tiempo, Moisés el tabernáculo (Núm 7, 1).

       interés, ni tratando asuntos, entonces te deleitarás en Yahvé» (58, 13.14). Aunque haya actos de los que abstenerse el séptimo día, es porque ciertamente este día se nos ha dado para nuestro descanso y para adquirir el placer en el deleite del culto a Yahvé. «Santifica el sabbat con alimentos escogidos, con vestidos hermosos; deleita tu alma con el placer y yo te recompensaré por este mismo placer»2. El sábado supone alegría, santidad y descanso; la alegría es parte de este mundo; la santidad y el descanso pertenecen al mundo venidero. Por eso decimos: «Alégrense los cielos, regocíjese la tierra!» (Sal 96, 11).

El sábado se reviste de una felicidad que arrebata el alma, es como un clima diferente lo que se respira. Un rabí dijo a su amigo: ¡Qué preciosa es la fiesta de los tabernáculos, de los Sucot! Mientras permaneces en la tienda, incluso nuestro cuerpo se ve rodeado de la santidad, de la miztzvah, a lo que el amigo le contestó: el sabbat es aún más que eso. Durante la fiesta puedes salir momentáneamente de la tienda, mientras que el sabbat te envuelve dondequiera que vayas. Es un día que ennoblece el alma y hace sabio al cuerpo.

Después de haber creado todo, dice Gén 1, 31: «Y, atardeció y amaneció: día sexto». Y en Ex 20, 11 se describe: «En seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contiene y el séptimo descansó»; por eso, bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado. Si Dios concluyó su obra el día sexto, ¿cómo se afirma en Gén 2, 2: «Y, dio por concluida Dios en el día séptimo la labor que había hecho?». Es natural que ante tal afirmación de la Escritura, dedujeran los rabinos que en el sába-1 do hubo un acto de creación. Fue creada la menujá, ya que los cielos y la tierra fueron creados en los seis días anteriores. Menujá, equivale a decir descanso, no en sentido negativo; no se trata de una mera abstención del trabajo, sino que supone tranquilidad, paz, reposo y serenidad gozosa. «Eso es lo que fue creado el séptimo día»3. Con el término de menujá se describe en Job 3, 13, el estado que él anhela para después de su vida, «descansar tranquilo, dormir en paz». El salmo 23, 2 habla de «las aguas de reposo», utilizando el mismo término hebreo.

Se describe en Gén 2, 2 el descanso del Creador como el de un artesano que termina su obra. A imitación de Dios, la Carta a los hebreos afirma «que queda un descanso sabático para el pueblo de Dios. Quien entra en su descanso, también él descansa de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos. Esforcémonos pues, por entrar en ese descanso» (Heb 4, 9-11). Descanso tan completo (Lev 25, 4), que no puede darse en la tierra, en Canaán, sino en el cielo. Del término hebreo menujá, en griego catapausis, se pasó a hablar de un descanso celestial, de plenitud, de dicha, del sabbat. El sábado es la imagen de un mundo venidero; es el día sagrado (Ex 31, 14), llamado «delicia» y «honorable» (Is 58, 13). Ultimamente se ha convertido en un sinónimo de la vida eterna.

Filón afirma: «El séptimo día es día de fiesta no sólo de una única ciudad o de una sola comarca, sino de la creación entera, fiesta a la única que es estrictamente justo llamar universal y aniversario del mundo»4.

En el Servicio nocturno, se afirma que el sabbat es «el fin de la creación del cielo y de la tierra».

La celebración del sabbat, como día de descanso, es según una antigua sabiduría judía, lo que enseña a entender todo lo creado como obra de Dios. El creador acabó su obra con la fiesta del sabbat. Yahvé bendijo su obra con el reposo; cesó de trabajar. Por amor de esta fiesta fue creado todo lo que existe. Y para no estar Dios solo en la fiesta creó el cielo, la tierra, las estrellas, los mares, los animales y por último a los hombres. Todos están invitados a esta fiesta. Por esto Yahvé, como rezan los salmos, encuentra complacencia en todas sus obras y los cielos pregonan su gloria. La corona de la creación es el sabbat, no el hombre. Todas las cosas, también el hombre, son bendecidas en la fiesta del sabbat. Con su descanso Dios alcanza su meta y los hombres que celebran el sabbat reconocen el mundo como obra de Dios. El sabbat es la terapia para nuestras almas inquietas y nuestros cuerpos fatigados.

Por Flavio Josefo conocemos el culto extremado del sabbat entre los esenios5.

«Cántico para el día del sábado», es el título del salmo 92. Y de él hace rabí Natán este comentario: «Día de no comer ni beber, sin compra ni venta, pero en el que los justos se sentarán en tronos y sus cabezas ostentarán coronas, mientras se deleitan en el esplendor de la ‘shekinah’, es decir, de la presencia de Yahvé».

Ya no hay más que un descanso, el de Dios, y los fieles han de participar de su gloria. El descanso-gozo del hombre es un don, un entrar en el gozo del Señor, una participación en la propia bienaventuranza divina (Mt 25, 2 1.23). En la gozosa celebración del sábado, del descanso eterno, alabamos a Dios.

El judío de nuestros días, en la liturgia matutina del sabbat, reza: «Dios revistió de belleza el día del descanso; él llamó al sabbat deleite. Dicho día anima a todas las criaturas a entonar himnos a Yahvé, diciendo: ¡Es bueno dar gracias al Señor!».

Con frecuencia he llevado a los peregrinos al anochecer del viernes a la sinagoga del gran rabinato de Jerusalén o al Muro occidental, de las lamentaciones lo llamamos nosotros, para que viesen la celebración del sabbat. Van todos los judíos, ataviados con los mejores vestidos y el sábado es acogido como una novia, tal como bellamente canta este himno llamado Leka-Dodi, ven amado mío.

«Ven, amado mío, al encuentro de tu novia. El sabbat se acerca, vayamos a acogerlo.

El Señor es uno y su nombre es uno. A él el honor, la gloria y la alabanza. Salgamos al encuentro del sabbat, porque él es la fuente de la bendición, consagrado desde los tiempos antiguos, objetivo de la creación en el pensamiento primero. Santuario del rey, ciudad real, ¡En pie! ¡Levántate de tus ruinas! Después de haber permanecido en el valle de lágrimas él te colmará de su misericordia. ¡Sacúdete el polvo! ¡En pie!

Vístete el traje de fiesta, pueblo mío. Gracias al hijo de Jesé, de Belén, acerca a mi alma la salvación. ¡ Despiértate, despiértate! porque viene tu luz; ¡sé iluminado! ¡Animo, ánimo, entona un cántico, sobre ti resplandece la gloria del Señor! Por causa de ti tu Dios se alegrará desierto como época privilegiada supone la presencia y el amor de Dios. Toda la historia de Israel habla del desierto como del tiempo de los desposorios de Yahvé con su pueblo. Los profetas recordarán a Dios en el desierto como a un viñador, como a un buen pastor, como a un padre amoroso, y como al esposo más tierno.

El tema de la viña se utilizó desde antiguo como una imagen que describe la intimidad amorosa y fiel de Yahvé con su pueblo Israel. Conmovedora es la canción de la viña, poema compuesto

por Isaías al comienzo de su ministerio (5, 1-4) acerca de lo que Dios hizo con su pueblo: «Cayó la viña, la despedregó, la plantó de cepa exquisita... ¿qué más se puede ya hacer a mi viña que no lo haya hecho yo?».

«Israel era una vid frondosa» (Os 10, 1) que «yo había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima» (Jer 2, 21), «y era fecunda, exuberante por la abundancia de agua» (Ez 19, 10).

Igualmente con el tema del buen pastor nos han llevado los escritores sagrados a gustar la intimidad con Dios. «Será él quien pastoree su rebaño, recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva y trata con cuidado a las paridas» (Is 40, 11). «Las apacentaré en buenos pastos... reposarán en buena majada..., yo mismo las llevaré a reposar. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma» (Ez 34, 14-16).

Jesús es el pastor (Jn 10) que nos conduce al desierto de verdes praderas (Sal 23), donde las ovejas, los cristianos, descansan a la sombra y pacen a gusto, sin prisas ni agitación, alegres y despreocupadas. Saben que Jesús es el buen pastor, que está con

ellas y eso les basta.

       Los profetas considerarán la época del desierto como la edad de oro de Israel, que será «posesión santa para Yahvé y primicia de su cosecha» (Jer 2, 3). Y, aunque la misericordia de Yahvé aparezca inagotable, ante la infidelidad del pueblo, Dios mismo le exigirá una vuelta a la experiencia del desierto para escuchar la voz del único que le puede salvar (Os 2, 16).

Ha sido en el desierto donde Dios se ha manifestado como el esposo más tierno y ha recurrido a ese tipo de amor apasionado por el hombre: «Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sheol la pasión; son saetas de fuego, una llama de Yahvé» (Cant 8, 6). Afirma que «la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62, 5); y hay que notar que aquí no se subraya la alegría de la esposa, sino la de Dios, de la misma manera que en la parábola del hijo pródigo, no se habla de la alegría del hijo, sino de la del padre. La quiere con un amor eterno (Is 54, 8), y la hizo suya (Ez 16, 8).

En el amor de los esposos hay un intercambio de dones y el más perfecto es el don mutuo, entre ambos, donde se da la igualdad más perfecta. En la liturgia de la epifanía se proclama este amor de esposo, manifestado ahora en la nueva alianza: «Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial esposo, después de que Cristo lavó sus culpas en el Jordán».

El amor de Dios es tan apasionado, que, a veces, se habla de un Dios celoso: «Porque Yahvé, tu Dios, es un fuego devorador, es un Dios celoso» (Dt 4, 24). Pero estos celos de Yahvé no son un indicio de debilidad como en el hombre, sino que él teme por la debilidad de su criatura, si se marcha con otros falsos amantes (ídolos), y se pierde. Los celos de Yahvé son un signo de la ternura, del amor.

Dios se ha enamorado de su criatura: «Te he amado con amor eterno, te tomaré como esposa mía para siempre» (Os 2, 21). «Tu eres precioso a mis ojos, eres valioso y yo te amo» (Is 43, 4).

Pero hemos de recordar que él no busca su propio bien, sino el nuestro. Nos ama por razón de nosotros mismos con amor puramente gratuito. Ama para realizar al hombre. Es verdad que todo es para su gloria, aunque la verdadera gloria de Dios no depende de nosotros, ni es algo que nosotros aportamos; sin embargo, al realizarnos plenamente somos su gloria: «la gloria de Dios es el hombre viviente» como dice san Ireneo, quien añade también esta aseveración complementaria: «La gloria del hombre es Dios»7. Es el mismo santo quien ha escrito que Dios no creó a Adán porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien concederle sus beneficios. Beneficia a quienes le sirven por el mismo hecho de servirle, y a quienes le siguen por el mismo hecho de seguirle, pero no recibe de ellos ningún beneficio, puesto que es perfecto y no tiene necesidad de nada. El, no teniendo necesidad de nada, ofrecía su comunión a quienes tenían necesidad de él8.

Volvamos de cuando en cuando al desierto para descubrir la fidelidad y el amor primero. Los recabitas presentarán el desierto como necesario para el ejercicio de los verdaderos valores religiosos (Jer 35, 6-10). Aun cuando el pueblo pudo descansar a la sombra de la higuera y de la parra (Amós), añoraba el desierto vivido en la inseguridad, cuando nada poseía, sino la presencia y la dulzura del primer amor. Entonces Dios había «conocido» a Israel, y éste a su Señor.

El desierto, Jesucristo y nosotros

También el desierto fue para Cristo tiempo de tentación, de silencio y de presencia de Dios. Igualmente cada cristiano ha de atravesar su desierto personal y hacer la prueba de que su fidelidad es capaz de vencer la inseguridad, la duda y la sequedad.

El desierto para Israel era camino hacia la tierra prometida. Jesucristo se retiró a él para prepararse mejor a cumplir su misión.

San Juan ha insistido que en Jesucristo, en su persona, se realizan los grandes signos que se refieren al desierto. Así el desierto es como la figura de una realidad superior que iba a llegar en la plenitud de los tiempos. Jesús se presenta como quien realiza en su persona los dones maravillosos de tiempos anteriores. El es nuestro desierto: es el agua viva (cap. 4), el pan bajado del cielo (cap. 6), el camino (cap. 14), la luz en la noche (cap. 9), la serpiente elevada en cruz que da la vida a los que la miran (cap. 3), el cordero pascual (cap. 1). En él podemos vencer las tentaciones, con él tenemos la comunión perfecta con Dios. Latambién esta aseveración complementaria: «La gloria del hombre es Dios»7. Es el mismo santo quien ha escrito que Dios no creó a Adán porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien concederle sus beneficios. Beneficia a quienes le sirven por el mismo hecho de servirle, y a quienes le siguen por el mismo hecho de seguirle, pero no recibe de ellos ningún beneficio, puesto que es perfecto y no tiene necesidad de nada. El, no teniendo necesidad de nada, ofrecía su comunión a quienes tenían necesidad de él8.

Volvamos de cuando en cuando al desierto para descubrir la fidelidad y el amor primero. Los recabitas presentarán el desierto como necesario para el ejercicio de los verdaderos valores religiosos (Jer 35, 6-10). Aun cuando el pueblo pudo descansar a la sombra de la higuera y de la parra (Amós), añoraba el desierto vivido en la inseguridad, cuando nada poseía, sino la presencia y la dulzura del primer amor. Entonces Dios había «conocido» a Israel, y éste a su Señor.

Los ejercicios espirituales suponen para nosotros un desierto que no es una evasión, ni huida del mundo y, que es necesario pasarlo como medio para llegar a un verdadero encuentro con Dios.

No puede haber una verdadera vida de oración si no se tiene una experiencia del desierto, que se realiza, no en la referencia a una situación geográfica, sino en la relación personal con Jesucristo mismo. En él tenemos la comunión perfecta con Dios.

Los ejercicios espirituales, al ser días especiales en los que el Espíritu está en nosotros de modo singular, son la mejor celebración de un largo sabbat y el preludio de la entrada en el Reino, que para los cristianos ya se realiza y se celebra en el día del Señor, en el domingo.

Fueron los primeros cristianos quienes comenzaron a festejar como la gran fiesta el día primero de la semana, al día siguiente del sábado, en el mismo día que Jesucristo resucitó.

Los primeros documentos escritos sobre los orígenes del domingo son 1 Cor 16, 2; Hech 20, 7 y Ap 1, 10. San Pablo les dice a los corintios cuál es el momento señalado para ir preparando la colecta en favor de los pobres: «Cada día primero de la semana» (1 Cor 16, 2), que era el día de la reunión.

En Hech 20, 7 san Lucas escribe en primera persona como testigo ocular: «El primer día de la semana estando nosotros reunidos para la fracción del pan», expresión que designa el día en que se celebraba la eucaristía. Más tarde, se designa ya al primer día de la semana, como día del Señor, es decir, el domingo: «Fui arrebatado en espíritu el día del Señor» (Ap 1, 10).

La resurrección de Jesucristo está señalada en los cuatro evangelios como un hecho acaecido el día después del sábado o el primer día de la semana (Mt 28, 1; Mc 16, 1.9; Lc 24, 1; Jn 20, 1).

Esta es la razón principal para justificar la celebración del domingo cristiano y el único motivo para cambiar el sabbat judío y pasar el reposo sabático al domingo, al día del Señor.

Todo lo que acabamos de exponer sobre el sabbat y hasta la misma idea teológica del desierto bíblico, para los discípulos de Jesús, se actualiza y se concreta en el domingo, en el día del Señor, como ya es citado con ese nombre por el evangelista san Juan (Ap 1, lO). El sabbat judío se ha convertido en el domingo cristiano.

SÉPTIMA MEDITACIÓN: ENCUENTRO CON CRISTO

Fueron(los dos discípulos), vieron donde vivía y se quedaron con Jesús aquel día (Jn 1, 39).

Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me hospede yo en tu casa(Lc 19, 5).

       La vida eterna es conocer al único Dios verdadero y a su enviado, a su hijo Jesucristo (Jn 17, 3). Encontrarnos con él mientras vivimos en la tierra y gozar de su presencia en el cielo.

       Los ejercicios espirituales son para adquirir un conocimiento profundo de Cristo, conocimiento que supera las fuerzas humanas y que sólo lo adquiere aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27).

       El conocer bíblico no se encuentra en la ciencia sino en la vida. Conocer desborda el saber humano y expresa una relación de experiencia, de vida. Conocer algo es poseer experiencia de ello. Este conocimiento de tipo existencial y que siempre es vivencia amorosa, conduce a la imitación, a una asimilación profunda, hasta llegar a una identificación con Cristo (Gál 2, 20).

       Los hechos y dichos de Jesús no son tanto acontecimientos pasados sino actuales con Jesucristo resucitado y viviente hoy en el mundo; contemplarlos es el camino para adquirir ese encuentro con Jesucristo viviente en la Iglesia y habitando en nosotros.

       Nos ha llamado para estar con él. Los ejercicios espirituales son momentos privilegiados para iniciar este encuentro y para profundizarlo con la persona viva de Jesús, como con un tú que da sentido pleno a nuestra vida. Son para penetrar en lo más hondo de su ser, son para hacer nuestra persona a la medida de la suya.

       El autor del cuarto evangelio, capítulo 1, narrando su propia experiencia, nos enseña cómo se hace uno discípulo de Jesús. Encontrándose con él. En ese encuentro se inició una amistad, una relación que durará para siempre. Los rabinos enseñaban a sus discípulos hasta el número de preceptos, seiscientos trece, que habían de saber de memoria para cumplirlos. Jesús les invita simplemente a estar con él. Y es que el cristianismo no es primordialmente una doctrina, sino una persona, la de Jesucristo, que nos abre el corazón para aceptar del todo a los demas.

       En la vida de san Pablo tenemos un encuentro tipo, el encuentro personal con Cristo, que dividió su vida en dos mitades perfectas. Después del episodio del camino de Damasco (Hech 9, 22.26), lo que antes tenía por ventaja, ahora lo considera como
¡ pérdida, como basura (Flp 3, 7-10). El anhelo del apóstol es tan irresistible que con tal de alcanzar al Señor, no le importa desprenderse de todo, hasta de su cuerpo. Habla de un conocimiento superior, sublime hyperejon (Flp 3, 8), distinto de los otros conocimientos que experimentó en otras ocasiones (2 Cor 5, 16). Impresiona la expresión «a fin de conocerle a él». Este conocimiento sublime de la persona de Cristo, no nos deja neutrales. Es una experiencia de gracia que hemos de adquirir estos días, para que Jesucristo se convierta en nuestro centro, nuestro bien supremo, el único objeto de nuestra vida, nuestra razón de ser, nuestra alegría y nuestro gozo. Vamos a pedir al Padre de los cielos que nos conceda ese conocimiento sublime de Cristo resucitado, que no está lejano, sino en nuestro corazón; que sintamos una experiencia de su presencia, hasta poder exclamar con Job (42, 5): «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos».

       Como composición viendo el lugar nos serviremos de los encuentros de algunas personas con Jesús, a través de las escenas evangélicas; ellos serán modelo para nuestro encuentro.

       Cuando uno se encuentra con Jesucristo y se produce el flechazo y ese encuentro transforma el corazón, entonces crece el deseo de mostrar a los hombres el rostro amable y enamorado de Jesús, y es cuando hemos de insistir en que ese amor que se engendra en el contacto con el Señor, ha de expandirse a todos y ha de ser generoso, comprometido y solidario.

       Hemos de buscar un encuentro sincero y valiente con su persona, hay que creerle a él y adquirir una experiencia viva de lo que es encontrarse personalmente con el Señor.

       El encontrarse con Jesús, ha de comportar una incidencia en ( los problemas de nuestra vida real, hasta descubrir que ese encuentro es la única respuesta absoluta a nuestras esperanzas y necesidades más profundas.

       Es fácil, según nuestros condicionamientos y manera de ser, el deformar la imagen de Jesús, imagen que hemos de purificar constantemente con nuestra adhesión a su persona, hasta convertirla en principio de renovación e impulsor de una nueva vida, ¡ dando pasos decisivos, imitando de manera concreta sus gestos1 y estilo de vivir.

       Tenemos el ejemplo de sus primeros seguidores que se encontraron con él, que escucharon sus palabras, que se identificaron con su causa, sufrieron con su muerte y tuvieron la experienci de convivir con el Resucitado y después de identificarse con su persona, proclamaron la buena noticia hasta los confines de la tierra.

       El encuentro con Jesucristo nos hace criaturas capaces de creer lo que él creyó, luchar por lo que él luchó, morir con la esperanza con la que él murió.Vamos a penetrar lo más hondo posible en los encuentros que leemos en las páginas evangélicas. Al presenciar estos encuentros intentaremos traspasar el sentido profundo de lo que allí se realiza, aunque nos sintamos por una parte subyugados y, en otro aspecto, desconcertados.

       Esta palabra eterna de Dios que llama, que invade todo tiempo y espacio, se hace presente; palabra que nos llama, nos interpela y espera nuestra respuesta. Comentar estos encuentros, constituye ya de por sí una cierta audacia, pues ¿cómo penetrar en el corazón de Jesucristo cuando se acerca a cada una de aquellas personas y cómo adivinar también lo que ellas sentirían en el interior de su espíritu cuando se veían envueltas por la presencia y la palabra divina? Difícil saberlo. La respuesta la podemos encontrar en las consecuencias, en el cambio de conducta que experimentaron después de haber convivido con él.

       Lo que siempre será evidente, es que todo encuentro con Jesús es salvífico; que llevará sus frutos, que nunca dejará indiferente a quien ha estado en contacto con él.

       Los relatos evangélicos nos dan clara prueba de ello. La experiencia religiosa de la Biblia se interpreta adecuadamente bajo la categoría de encuentro, cuyo valor e importancia se alcanza a través de los testimonios que hablan de él, reproduciendo la experiencia de los testigos.

       Su encuentro con diversas personas Jesús y la samaritana (Jn 4, 7-42). En el encuentro con la samaritana, Jesús toma la iniciativa al pedir agua para aplacar su sed en aquel día ardiente y ofrecerse a sí mismo como agua viva para transformar a aquella mujer. El diálogo que sostuvo con ella es profundo, aleccionador y magistralmente llevado, hasta tal extremo, que el mismo Jesús se revela como el Mesías esperado; esta mujer inteligente e inquieta por lo religioso, a pesar de su vida no correcta, escucha, se alarma, se admira, pregunta y pide, convirtiéndose al final en mujer apóstol, que va a llevar a su pueblo el mensaje que ha recibido del profeta.

       El relato tiene una apasionante fuerza teológica. El profeta habla de aquella agua viva que salta en el corazón del hombre hasta la vida eterna, de los que adoran al Padre en espíritu y en verdad, desplazando todo punto geográfico; de que su alimento es hacer la voluntad del que lo envió y acabar su obra.
La narración es vital, acogedora, densa, y se concreta en la conversión de muchos de los samaritanos que le conocieron, no sólo por las palabras de su paisana, sino porque permaneció con ellos durante dos días.

JESÚS Y LA MUJER ADÚLTERA (Jn 8, 3-11).

 Este encuentro se produce cuando escribas y fariseos, para tentar a Jesús, le llevan a una mujer cogida en flagrante adulterio y a quien la ley de Moisés mandaba apedrear.

       Los escribas y fariseos conocen la ley, o mejor, la letra de la ley que usan como trampa contra Jesús. La oposición no es entre la ley y la misericordia, sino entre la trampa y la verdad. Jesús viene a llevar la ley a la plenitud, es decir, viene a traer la misericordia, misericordia que vence al pecado y muestra el rostro de Dios.
Jesús, con especial sagacidad, calla y escribe enel suelo. Deja remansar los pensamientos; sus enemigos le instan a que hable y lo hace con una frase que será lapidaria: «El que de vosotros esté libre de pecado, que arroje la primera piedra». Dirime la cuestión provocada, de una manera inesperada y contundente.

La mujer debió sentirse azotada por la humillación y el miedo y permanece quieta y callada. Entonces, cuando todos han huido, es cuando el Maestro la interpela: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿nadie te ha condenado? Nadie, Señor. Jesús le dijo: tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más». Jesús prohíbe emitir juicios severos sobre la culpabilidad de los demás, vino no a condenar, sino a salvar a los pecadores. Este encuentro sí que ha hecho a la adúltera una mujer nueva, agradecida y fiel.

       Jesús y la pecadora perdonada (Lc 7, 36-50). El encuentro de la pecadora arrepentida se realiza en la casa de un fariseo, a la que el Maestro ha sido invitado. En medio del banquete una mujer se acerca a él llorando y, de una forma poco común pero conmovedora, besa sus pies, los riega con sus lágrimas, y los unge con su ungüento; de esta forma expresa apasionadamente su amor, su arrepentimiento y la esperanza de ser salvada.

       La escena desconcierta al fariseo que descalifica a Jesús, como profeta, por no conocer que le toca una mujer pública. Jesús reacciona y muestra al fariseo su poca gentileza al no recibirlo según las costumbres judías de la hospitalidad; lo contrario que ha hecho esa pecadora. Y, dirigiéndose a él, le dice: «Por lo cual te digo que a esta mujer le son perdonados sus muchos pecados y por eso manifiesta mucho amor. A quien poco se le perdona, poco ama». Palabras misteriosas del Señor. Hay una relación directa entre sentirse pecadora y perdonada y, por lo tanto, agradecida y amante, y saberse justo sin necesidad de perdón y por lo tanto carente de agradecimiento y amor. Y dirigiéndose a la mujer le dijo: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado. Vete en paz». La mujer que entró pecadora, se ha convertido en la mujer perdonada, salvada, con un bagaje interior muy valioso, pues Jesús al despedirla le regaló uno de sus mejores dones, la paz.


JESÚS Y MARÍA MAGDALENA (Jn 20, 1-18).

Pocos datos de esta mujer nos suministra el evangelio: que Jesús echó de ella siete demonios y que una vez liberada se une al grupo de las mujeres que le seguían y asistían con sus bienes en la vida pública; más tarde se encuentra al pie de la cruz con la madre de Jesús; conoció al Señor y se enamoró de él, siguiéndole hasta más allá de la muerte.

       Todos los evangelistas la nombran en las apariciones del Resucitado, pero es san Juan el que nos describe su encuentro con Jesús en un estilo personal, idílico, trascendente. Se le aparece en figura de hortelano y no lo reconoce; habrá de llamarla por su nombre: ¡María!, para que ella caiga a sus pies y pronuncie, en una síntesis de amor, la palabra «rabboni», Maestro mío. Todo su ser se dilata en una eclosión profunda de amor y su corazón entona un himno de alegría.

       Este libro lo he titulado «Desierto: una experiencia de gracia». Hay experiencias de gracia, momentos especiales, «kairoi» se llaman bíblicamente, en que lo divino irrumpe en lo humano y lo transforma. Todos los que queremos ser santos, tenemos la alegría de haber experimentado algunas de esas experiencias. La lectura, meditación de las páginas de este libro puede contribuir a ello. María Magdalena tiene una experiencia personal al sentir- se llamada por su propio nombre. Esta experiencia de gracia, esta experiencia personal, en la Magdalena, en nosotros, transforma todo, nos descubre la realidad de lo que está escondido y nos
¡hace contemplar lo que antes éramos incapaces de ver. Es la experiencia de Dios, la experiencia de enamorarse de Jesucristo, la experiencia de sentirse profundamente amados por él. A veces, un texto bíblico, nos hace sentir una profundidad jamás experimentada, como la que experimentó esta mujer al oír «María» de labios del Señor.

       Sobre este encuentro me impresionó un texto anónimo, que leí en la Patrología latina, de un monje del siglo XIII, y quiero hacer partícipe de la experiencia de gracia que sentí al meditar las palabras que este autor pone en labios de Jesús, dirigidas a María: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? ¿no sabes que posees ya a aquél que tú buscas? Tienes ya el gozo eterno y verdadero, ¿y te pones a llorar? Este gozo está en lo más íntimo de tu ser, ¿y todavía lo estás buscando fuera? Tú estás ahí, fuera del sepulcro llorando. Tu corazón es mi sepulcro. Es allí donde yo estoy, no ya muerto, sino descansando vivo para siempre. Tu alma es mi jardín. Tenías razón al pensar que yo era el jardinero. Yo soy el nuevo Adán. Trabajo en mi paraíso y vigilo todo lo que sucede. Tus lágrimas, tu amor, tu deseo: todas esas cosas son obra mía. Tú me posees en lo más íntimo de ti misma sin saberlo y por eso precisamente me buscas fuera. Por eso, también me apareceré a ti fuera, y te haré así volver a ti misma, para hacerte encontrar en lo más íntimo de tu ser a aquél a quien buscas en otra parte».
       Después del encuentro, Jesús le pide que no le retenga más y la envía a una misión extraordinaria, prueba de su total con-, fianza en ella, la nombra apóstol de sus propios apóstoles, a ella que es el primer testigo de la resurrección.

No obstante, al abrigo de este encuentro y de esta extraordinaria realidad —una mujer, primer testigo de la resurrección—, uno se pregunta qué quiso decir o revelar Jesucristo cuando revolucionó el proceso histórico de la salvación introduciendo a una mujer en la encrucijada más importante y misteriosa de la humanidad. ¿Quiso él romper todas las lanzas, que a lo largo de la historia, pudieran obstaculizar el progreso de la mujer en todas las formas? ¿significó este acontecimiento una llamada, más allá de toda lógica, a lo femenino? ¿quiso que fuera como un recordatorio de ternura, hacia todo lo maternal que fecunda la tierra, dando a esta palabra su acepción más amplia y fecunda? ¿quiso abrir las puertas de todos los continentes, para que la mujer pudiera a través de la historia dejar su huella? En verdad, que comentar la significación de este hecho y sus consecuencias, des- borda todo pensamiento humano y cristiano.

JESÚS Y NICODEMO (Jn 3, 1-21).

También Jesús ha tenido encuentros singulares con hombres. Nicodemo, un fariseo visitante nocturno, intuye que Jesús ha venido de parte de Dios por las obras que hace. Jesús le habla del amor que Dios tiene al mundo, de que hay que nacer de nuevo. Nicodemo se asombra, pregunta y escucha. El Señor le aclara que «hay que nacer de lo alto. El viento sopla dondequiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». Y, el hombre que nace de esta manera misteriosa, será el que podrá emprender la aventura de la salvación, rindiendo todas sus armas a Dios y sintiéndose su hijo; sabiendo que él ya no se posee; que en adelante otro le llevará, probablemente, a donde él no quiera. Hay que oír esta voz venida de lo alto, y darle cobijo en nuestro regazo cálido e íntimo. Hay que ponerse en camino, ligeros de equipaje, esperar que este viento del Espíritu se nos haga brisa suave, como a Elías (1 Re 19, 12.13) o viento impetuoso como a los apóstoles (Hech 2, 2). Nicodemo, que se encontró con Jesús de noche, vuelve a aparecer en el episodio del enterramiento del Señor; quiso preparar su sepultura y trajo unos treinta quilos de mirra y áloe, lo que demuestra la hondura de su conversión, consecuencia de aquel encuentro que lo hizo verdadero discípulo. Este hombre marcado por una espiritualidad legalista, nace de nuevo y empieza a vivir una vida según el Espíritu.

JESÚS Y EL BUEN LADRÓN (Lc 23, 40-43).

Tres hombres que agonizan y que apenas se sostienen en el madero de su suplicio. Cuando la tierra entera está como expectante ante la muerte del que se llamó y era el Hijo de Dios, se realiza un encuentro sin precedentes entre dos agonizantes. Uno pide y otro recompensa. Las palabras oídas son inauditas, van más allá de toda lógica humana. Uno de los malhechores suplicó: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino. Jesús le respondió: Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso». Este cruce de palabras entre dos moribundos, en las que se habla de un reino después de muerto y de un paraíso inmediato, trastorna y convulsiona toda lógica. La respuesta de Jesús sobrepasa toda esperanza. No un día determinado, sino hoy, participará del paraíso, de ese mundo futuro que no está relegado al final, sino que se inaugura con la muerte y resurrección del Señor.
La humildad de corazón del buen ladrón, reconociendo su culpa le capacita para recibir la verdad de Jesús. ¡Es tan necesaria esta actitud de pobreza y de confianza para que el encuentro con Cristo dé su fruto! Aquí se resalta más la misericordia de Dios que no se resiste sino ante la soberbia.

       Este encuentro, que se realiza en el Calvario, invita a todo hombre a esperar siempre contra toda esperanza (Rom 4, 18), porque para Dios nada hay imposible (Lc 1, 37).

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ENTUSIASMA Y LLENA DE GOZO


       Jesús les habló de muchas cosas en parábolas; en todo el capítulo trece de Mateo explica las parábolas del reino de los cielos, y al final, les narra la del tesoro escondido en el campo y la de la perla preciosa. El gozo es tan grande que el hombre que encuentro el tesoro va y vende cuanto tiene y compra el campo aquel; lo mismo el mercader que al encontrar una perla de gran valor, va vende cuanto tiene y la compra. Al encuentro con el tesoro y con la perla de gran valor corresponde el desprendimiento de todo lo que se posee y sobre todo el gozo que ya desde el principio es inmenso.

       Ejemplos de ese gozo se describen en el encuentro de Jesús con los Magos (Mt 2, 10), con los pastores (Lc 2, 10), para finalizar en el encuentro escatológico, al entrar en el gozo del Señor (Mt 25, 21.23).

       Hay encuentros con Jesucristo donde el gozo desborda. El primero de los encuentros, lo describe san Juan (1, 35-39). A los setenta años, recuerda el evangelista, hasta la hora precisa (eran como las cuatro de la tarde), las palabras que se intercambiaron, y las circunstancias. Nosotros desearíamos saber más cosas: en qué lugar exacto estuvieron. ¿Vivía en algún lugar concreto? ¿tal vez cerca del Jordán? ¿les invitó a merendar? ¿de qué hablaron?; todo debió ser maravilloso, pues permanecieron con él todo el día y a ese encuentro siguió el acercamiento de muchos discípulos. Además san Juan usa el verbo menein para expresar lo que sucedió aquella tarde. Es un verbo que indica intimidad mística con Jesucristo: permanecieron con él. Fue un encuentro fulgurante.

       Permanecer con Jesucristo es la condición indispensable para creer, para convertirse, porque sólo estando con él, se puede ver y creer que es el Hijo de Dios. San Juan trae 68 veces el verbo menein, permanecer; lo utiliza al narrar encuentros evangélicos en los que Jesús invita a sus discípulos para que permanezcan en su palabra y en su amor. A veces, se pasa de un permanecer junto a él, a un permanecer en él, pero incluso en las fórmulas de inmanencia, ese permanecer interiormente siempre está en relación con la manifestación histórica, visible de la Palabra de Dios hecha carne. En este episodio, este verbo aparece tres veces: «,Dónde permaneces? Fueron y vieron dónde permanecía y permanecieron con él aquel día» (Jn 1, 38.39). Al verle, los discípulos del Bautista, se asombraron, y permaneciendo con él, ese asombro del comienzo se renueva, se confirma mientras permanecen junto a Jesús y después lo comunican a los demás.

       Lo que identifica a los discípulos de Jesús y los diferencia de los demás, no son sus cualidades sino que son los que permanecen junto a él. El permanecer con Jesús implica vivir como Jesús, andar como anduvo él (1 Jn 2, 6). «Todo el que permanece en él, no peca» (1 Jn 3, 6.9). En esta convivencia crece el asombro, se abandona uno del todo a Jesucristo y se vuelve impecable.

       En el encuentro de Mateo es Jesús quien tiene la iniciativa y, a partir de dicho encuentro con él, cambia radicalmente toda su vida, dejando la oficina de recaudación de impuestos y, siguiéndole. Es un encuentro gozoso, subrayado por el banquete (9, 9.10). A renglón seguido, ante la pregunta de los discípulos de Juan sobre el ayuno, responde Jesús: «Acaso pueden estar tristes los invitados a la boda mientras está con ellos el esposo?». En el lugar paralelo de Mc 2, 19 y de Lc 5, 34, se afirma que no pueden ayunar mientras está con ellos; y aquí se dice que no pueden llorar (Mt 9, 15). El encuentro con Cristo tiene que colmar de alegría. Lo mismo sucede en el encuentro con Zaqueo (Lc 19, 1-10). Este manifiesta un interés especial que se ve expresado en los dos verbos: buscar y ver. Trataba de ver quién era Jesús.

       La decisión casi infantil de subir al sicómoro y tan impropia de su condición de jefe, revela la sinceridad y la intensidad de su deseo de ver a Jesús, de tener un encuentro con él. Jesús le dirige una mirada de amor, lo llama por su nombre y se ofrece a hospedarse en su casa.

       El evangelista parece expresar el interés que la gente pecadora tiene por Jesucristo, en contraposición con la indiferencia y hostilidad en los representantes del pueblo. Pero la iniciativa parte de Jesús, que cuando pasa debajo del sicómoro, eleva su mirada y se dirige al publicano con ternura. Ante las palabras de Jesús invitándose a su casa, la tensión en Zaqueo se convierte en gozo. Se apresuró a bajar del árbol al que había subido para ver pasar al Señor y lo recibió con alegría. El verbo jairein, que utiliza aquí, no significa una simple satisfacción, sino una participación de la felicidad mesiánica. El ángel invitaba a María a alegrarse, jaire, y ahora, tal invitación se hace a un pecador convertido. El encuentro con Cristo le llena de paz y de gozo, y para manifestarlo, le invita a un banquete como significado de la vida nueva que acaba de estrenar.

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ES SIEMPRE TRANSFORMANTE

       Las primeras palabras del Maestro en la predicación del evangelio son éstas: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). La metanoia o conversión que pide Jesús etimológicamente significa cambio de mente, no significa «haced penitencia», como traduce la Vulgata. Es una mirada al pasado, es una renuncia al pecado, acompañada de una conversión, epistrefein, por la que uno se vuelve hacia Dios e inicia una vida nueva.

       Entonces se sigue verdaderamente a Jesucristo, estando íntimamente asociado a él. Ninguna zona de nuestra vida debe quedar fuera de la soberanía de Cristo en nosotros. El es el centro de nuestra vida. El seguimiento, el encuentro, después de la resurrección, es singularmente unión con él: «Ser uno con Cristo» (Gál 3, 27.28).

       «Es necesario, como dice el concilio, que todos los miembros se asemejen a él, hasta que Cristo quede formado en ellos (Gál 4, 19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con él, consepultados y resucitados juntamente con él, hasta que correinemos con él. Peregrinos todavía sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con él para ser con él glorificados (Rom 8, 17)»2.

       Si no me hago hombre nuevo, permanezco fuera del Reino. «Hay que despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 22-24). Por el encuentro con Jesús hemos resucitado a una vida nueva, y aunque «nuestra vida está oculta con Cristo en Dios, hemos de buscar las cosas de arriba donde él está sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1-4). Esto exige «revestirnos de Cristo» (Gál 3, 27) y «asimilar sus mismos sentimientos» (Flp 2, 5). Pues «el que está en Cristo es una nueva criatura; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17). «En efecto, somos hechura suya; creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2, 10).

       La transformación en Zaqueo fue instantánea. Aquel amor gratuito le conmovió. Se sintió fascinado por Jesús. Y sin que se le hiciera la menor alusión a su vida, Zaqueo se comprometió del todo. El encuentro con Cristo significó una revolución en su jerarquía de valores. Zaqueo, al cruzarse su mirada con la mirada llena de ternura del Maestro, al saberse acogido y amado, comienza a ser un hombre nuevo. Fue el inefable amor de Jesús el que transformó todo su ser. San Lucas, dice: «puesto en pie», para dar mayor énfasis a la resolución de dar a los pobres la mitad de sus bienes. La conversión a Dios lleva consigo la conversión al hermano.

       Zaqueo comienza una vida nueva, una vida reconciliada con Dios y con los hombres a los que antes había defraudado por avaricia. El gesto de la restitución de los bienes defraudados es un verdadero acto de conversión.

       Como texto bíblico iluminador al comenzar este capítulo pongo el relato de Zaqueo. Siempre me ha parecido que en él se concentra la teología del tercer evangelio. Según la creencia de/ los fariseos, la salvación sólo podía haber entrado en casa d4 Zaqueo después de cambiar de conducta y de devolver el diner robado. Jesús obra de manera diversa. Lleva la iniciativa de todo\ el episodio. Le dice que baje, le pide hospedarse en su casa. Na-I da menciona de su vida pasada. Y Zaqueo decide su conversión,J conversión que es la consecuencia de la acogida del Señor qu se encamina en busca de lo que estaba «perdido»: la oveja (L 15, 4-6), la moneda (y. 8.9), y el hijo (y. 23.32).

       El encuentro con Jesucristo hace hombres nuevos capaces d ver las transparencias finísimas de la caridad. El encuentro con Cristo no es auténtico, si no crea situaciones nuevas en nuestra vidas. Este encuentro en nuestra vida diaria se verifica en la contemplación. Quien con generosidad se toma cada día, en la meditación, el tiempo suficiente para esperar al Señor, fijando en él la mirada, quedará transformado. Esta transformación que se realiza en nuestro encuentro con Jesucristo se sitúa a un nivel tan profundo, que sólo el Espíritu santo es quien lo puede realizar de modo tan íntimo.

EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO ES GRADUAL Y MADURA LENTAMENTE

       Así sucede por la densidad del misterio de Cristo, hasta que podamos comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y podamos conocer su amor que «excede a todo conocimiento» (Ef 3, 18.19), y por la dificultad de poner en acto y de cumplir todas las exigencias. El que quiera seguirle ha de tomar su cruz cada día (Lc 9, 23) y ha de ser como el grano de trigo que se siembra y que ha de introducirse dentro de la tierra y desaparecer si quiere dar fruto (Jn 12, 24). Y, hemos de recordar que aunque las aves del cielo tienen nidos, el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58), y que nuestra primera misión es anunciar el Reino, dejando que los muertos entierren a sus muertos (Lc 9, 60).

       Además, el encuentro con Jesucristo, no viene de visión, sino de la fe, envuelto, a veces, en la oscuridad, con incertezas. Mas, nosotros, como Moisés, «debemos permanecer firmes como si viéramos al Invisible» (Heb 11, 27). El cristianismo no es una ciencia que se aprende de una vez, sino una experiencia de vida que se va construyendo poco a poco.

       Por eso, bienaventurado el tenaz en la búsqueda de Jesús, dichoso quien no se da por desanimado en los largos años de este caminar. Es lo que enseña san Gregorio de Nisa, uno de los grandes padres capadocios: «Por la trascendencia de los bienes que descubre, a medida de su progreso, el alma tiene la impresión de estar siempre al comienzo de su camino hacia Dios. Por eso la Palabra dice ¡levántate! al que ya se ha levantado, y ¡ven! al que ha venido ya. Porque quien sube no se para nunca, yendo de comienzo en comienzo por comienzos que nunca tendrán fin».

       Reflexionemos en la paciente pedagogía del Maestro con los apóstoles. Convive con ellos durante dos o tres años y no consigue hacerlos verdaderos discípulos. Hasta el final siguen con ¡ celos pueriles (Lc 22, 24-27) y, en el mismo momento de la ascensión, todavía esperan los apóstoles una restauración temporal de la realeza davídica (Hech 1, 6). Y san Pablo, ya próximo a la muerte —las cartas de la cautividad las escribe del 61 al 63, poco antes de morir—, seguirá haciendo esfuerzos para asimilar las insondables riquezas de Cristo (Ef 3, 8), y en Flp 3, 12.13 confiesa que todavía no ha conseguido la perfección y, que olvidando el pasado, corre y continúa su carrera para alcanzarla.

       El encuentro con Jesucristo no es idéntico en cada hombre. En la construcción del Reino los dones y carismas están todos en el mismo plano. De todo se precisa. Dios nos crea a los hombres, con dones, con temperamentos diferentes, con intuiciones y entusiasmos diversos, para luego quitárselos en su encuentro con él. La persona que se encuentra con Jesús cambia radicalmente, se potencian los valores y las gracias recibidas y como lógica consecuencia van desapareciendo defectos y egoísmos, hasta conseguir una total disposición a los designios del Señor.

       Los mismos apóstoles, los seguidores inmediatos de Jesús, sus discípulos, siguen siendo diferentes después del encuentro vivo y prolongado con el Maestro.

       Sus más íntimos, no sólo se acercaron a él en circunstancias distintas, sino que reaccionaron ante Jesús de modo muy diferente, según su carácter y su modo personal de ser. Se siguieron mostrando ante Jesucristo de manera espontánea, como ante un amigo a quien nada se le oculta y ante quien uno se manifiesta tal cual es.

       Así, Pedro aparece lleno de reacciones primarias, dictadas por el impulso de su corazón fogoso y espontáneo.

       Se entrega a Jesús con generosidad y es el primero en el amor, el que quiere dar la vida por el Maestro (Mt 26, 35). Impulsivo, cuando intenta marchar sobre las aguas para acercarse al Señor (Mt 14, 28-30) y dispuesto a matar a espada al que tocase a su Maestro (Mt 26, 5 1.52). Lo confiesa como el Hijo de Dios (Mt 16, 15), al que quiere apartar de la cruz (Mt 16, 22), deseando permanecer siempre junto a él en el gozo del Tabor (Mt 17, 4). Es que se le escapa el misterio del Reino y por eso su vida estará salpicada de crisis que le impiden ver cuál es la voluntad de Dios. Por eso, es el único que reniega de Cristo en el momento de la debilidad y de la oscuridad.

       Juan es un místico, un contemplativo. Siempre hay una intencionalidad en lo que escribe; limpio de corazón, ardiente; su amor es más fuerte, tan fuerte como su fe. Es el discípulo amado, como lo afirma cinco veces en su evangelio (13, 23; 19, 6; 20, 2; 21, 7.20).

       Por ser el amigo íntimo de Jesús tiene una sensibilidad más aguda y le permite ver de lejos y reconocer al Maestro resucitado cuando los demás apóstoles no lo ven (Jn 21, 7). Jesucristo lo colma de delicadezas cuando le permite posar la cabeza sobre
su pecho (Jn 13, 25) y cuando le confía a su madre (Jn 19, 27) para que la tenga entre sus cosas más valiosas e íntimas.

       Felipe es la bondad personificada, tan bueno ya desde el principio que lleva a Natanael a Jesús (Jn 1, 45.46). Es tan buena persona que los griegos recurren a él cuando quieren ver al Maestro, aunque por ser tímido y no atreverse a llevarles 61 solo, busca a Andrés para que le acompañe (Jn 12, 20-22). Jesús confía en él, pero le quiere probar para saber cómo se las arreglaría para dar de comer a tanta gente (Jn 6, 5-7). El gozo de Jesús debió de ser inmenso cuando Felipe le pide que les muestre al Padre y con eso basta (Jn 14, 8).

       También entre los que se acercaron íntimamente a él, podemos incluir a Pablo, aunque su encuentro con Jesucristo desborda todas nuestras capacidades de comprensión. Fue un encuentro, no en la vida diaria, mientras el Maestro vivía en Palestina, sino en un momento esplendoroso, ya resucitado.

       El apóstol aparece lleno de coraje, nombra a Jesucristo 1.003 veces en sus cartas; es el hombre de la acción y de la contemplación. Es capaz de reflexiones teológicas profundas que no le alejan de los problemas concretos.

       Cuando hablo de enamorarnos de Jesucristo en nuestra oración y en el servicio a los hermanos, suelo poner siempre como ejemplo a san Pablo. Parece más fácil que Pedro, Santiago, Juan, Felipe o Andrés,... se enamoraran de Jesús, de ese ser vivo y humano lleno de cualidades y bondades con quien vivían. Sin embargo Pablo no convivió con él. El camino de Pablo para seguir a Cristo es más semejante al nuestro, más accesible y más capaz de ser imitado, porque nosotros tampoco hemos visto a Jesús ni lo hemos tocado. Los evangelios nos van describiendo cómo todas estas personas que tuvieron encuentros con Cristo, esa atracción que sentían por él al principio, al cabo de un tiempo, después de Pentecostés, se convirtió en una identificación con Jesucristo.

       EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO, PURO DON


El encuentro con Jesucristo no es tanto una conquista como un don. Es una gracia completamente gratuita y sucede no por iniciativa del hombre, sino por condescendencia del Señor. Hay que pedirlo en estos ejercicios espirituales. Sólo por la fe, «a los que creen en su nombre, les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). «Nadie puede venir a mí, les dijo Jesús, si el Padre no lo atrae» (Jn 6, 44).

       Conocer a Jesucristo significa encontrarse con él. Así es como conocemos a las personas. Hay diferencia entre saber acerca de una persona y conocerla, pues esto sólo es posible cuando nos encontramos personalmente con ella. Este es el conocimiento que adquieren los samaritanos después que aquella mujer samaritana les presentase a Jesús (Jn 4, 39-42), pues le dijeron: «Ya no creemos por tus palabras, pues nosotros le hemos oído y conocido». Le vamos a pedir a Jesús que los que nos oigan puedan decir como los samaritanos que ya no creen por nuestras palabras sino porque a través de nosotros han visto a Jesucristo. San Pablo apreciaba de tal modo «la sublimidad del conocimiento de Cristo» que estaba dispuesto a dar todo por él (Flp 3, 7-10). El conocimiento de Cristo Jesús es nuestro tesoro, la perla preciosa. Los otros conocimientos, títulos, diplomas, no valen para nada sin el de Jesús. Es puro don del cielo. Sólo hay que hacer una cosa: pedirlo en nuestra oración.

       Gandhi que admiraba a Jesús, que vivió con heroicidad la doctrina del sermón de la montaña y que nunca se hizo cristiano, fue quien confesó que aceptar a Jesús como Hijo de Dios es un puro don que a él no se le había concedido.

Un pastor protestante gran admirador suyo le escribió, con amor, manifestándole su decepción pues a pesar de que los principios cristianos le habían ayudado a ser verdaderamente grande, no había encontrado a la persona de Jesús. Le sugería que, a través de las bienaventuranzas, intentara llegar a Jesús y luego nos dijera lo que había encontrado, pues en occidente, añadía, necesitamos de su testimonio.

       Gandhi le contestó a vuelta de correo: «Aprecio enormemente el amor que se refleja en su carta y su bienintencionada sugerencia, pero mi dificultad viene de muy atrás. Otros amigos ya me han sugerido con anterioridad algo parecido. Pero no puedo adoptar esa postura intelectualmente, es preciso que el corazón se sienta tocado. Saulo no se convirtió en Pablo mediante un esfuerzo intelectual, sino porque algo tocó su corazón. Lo único que puedo decir es que mi corazón está abierto y que no actúo de manera interesada. Deseo encontrar la verdad y ver a Dios cara a cara».

       Como el cristiano que escribió a Gandhi, yo también, con amor, he escrito algunas cartas o he sugerido a algún ser querido o a alguien de quien necesitaríamos su ejemplo, que dieran el paso y que, a través de la lectura-meditación del evangelio, llegara a comprender la persona de Jesús. Es verdad que el encuentro es puro don de Dios, pero no hemos de cansarnos de descubrir a Cristo para dejarnos cautivar de su bondad y de su amor, hasta enamorarnos de él. Cuanto más le conozcamos, más le amaremos hasta llegar a aquel amor tan profundo e intenso que hace exclamar a san Pablo: «i Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación? ¿la angustia?.., ni la muerte, ni la vida, ni criatura alguna...» (Rom 8, 35-39).

       En todos los encuentros que hemos meditado, la iniciativa parte de Dios: Abrahán, Moisés, los profetas,..., los apóstoles, Zaqueo, la samaritana, Pablo. Todo es gratuito. Nada depende de nuestras cualidades, sino exclusivamente de su amor.

       A veces, parece que el encuentro se ha realizado por el deseo del hombre, como en la pecadora que unge los pies del Señor (Le 7), pero también en esa escena, es el encanto de Cristo el que cautiva y prepara el encuentro. Saber esto es importante para nuestra vida espiritual, pues crea en nosotros una actitud de humildad y de gratitud y, además, nos abre y nos dispone a las iniciativas del Espíritu santo, a dejarnos dirigir por él, a dejarnos hacer para que realice su obra en nosotros.

       EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO, MISTERIO DE AMOR

       Pocos le entendieron, pocos le siguieron. Muchos, que le vieron y que estuvieron con él, no tuvieron un encuentro auténtico y verdadero, es decir, no llegaron a conocerle en sentido bíblico.

       Se proclama el siervo sufriente, cuando todos esperaban a un gran señor. Ha venido, no a ser servido sino a servir (Mt 20, 28). La dificultad no sólo proviene del misterio de su persona, sino también por las exigencias radicales que impone a sus seguidores.
       Su vida, siempre plantea un problema. Muy pocas de las personas que le encontraron, se hicieron sus discípulos.

       En lugar de enumerar los obstáculos que se oponen a lograr un auténtico encuentro con Cristo, me voy a fijar sólo en el mayor y que contiene prácticamente a casi todos los demás: el sentido de autosuficiencia, de confianza en la propia bondad o en las propias obras. Recordemos la parábola del fariseo que despreciaba a los demás y del publicano, el único, que baja justificado porque se reconoce pecador ante Dios (Lc 18, 9.14).

       El sentimiento de pecado es la condición primordial para encontrarse auténticamente con Jesús. Lo experimenta san Pedro después de la pesca milagrosa (Lc 5, 8). San Pablo, el abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda kaugesis, suficiencia, glorificación (Gál 2, 16; Rom 3, 21-28) y añadirá machaconamente: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe, sino que viene de Dios» (Ef 2, 8.9). ¿Qué es este gloriarse que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea y es. Esto es lo que hace un judío educado en las escuelas de los escribas y fariseos; al cumplir la ley, viene a ser él mismo, con sus obras, el que gana la salvación. Por obras, entiende san Pablo, lo que el hombre hace por sí, independientemente de la gracia de Dios.

       Esta autosuficiencia, se puede manifestar igualmente en la seguridad de la propia ciencia, de la propia doctrina, comprendida la teológica. Si nuestra doctrina se erige como medida de la verdad, no encontraremos a Cristo. Esto ha sucedido, a veces, a los sabios y prudentes, a los que Jesús, que es el Maestro, les ha ocultado los misterios del Reino y se los ha revelado a los pequeños, a los discípulos (Mt 11, 25).

Esta suficiencia se manifiesta en el cerrarse egoístamente a los demás. Es lo que sucedió a Simón el fariseo, el que invitó a Jesús (Lc 7, 36-50), quien encerrado en su pureza farisaica, se escandaliza de que el Maestro acepte el gesto de una pecadora pública, que con sus lágrimas le mojaba los pies, y con sus cabe- ¡los se los secaba; que besaba los pies y los ungía con perfume. El fariseo desconocía que hay más amor donde más se ha perdonado. Como él pensaba que Dios no tenía nada que perdonarle, era incapaz de amar. Aunque ya antes hemos reflexionado sobre este encuentro quiero indicar que el versículo 47, según el texto original griego se puede traducir: «le son perdonados sus muchos pecados porque ha amado mucho». Los gestos de la mujer demuestran un gran amor, amor que merece el perdón de sus faltas.

       Pero igualmente se puede traducir: «le son perdonados sus muchos pecados y por eso manifiesta mucho amor». Gusta más esta segunda traducción que además se ilumina con la parábola de los dos deudores: «Amará más aquél a quien se le perdonó más».
       Traduciendo de este modo, tocamos un punto esencial para entender cómo es el Reino que nos ha traído Jesús. Es un don que se da gratis a todos los hombres. Los fariseos enseñaban que hay que merecerlo. Y al igual que los sacerdotes-saduceos exigían el cumplimiento de la ley y los sacrificios del templo. Ya comentamos en el capítulo IV, el texto de Jeremías 9, 23, texto que califico de esencial para entender cómo llegó el judío a constituirse en autor de su propia salvación.

Jesucristo enseña que el Reino se da gratis a los hombres, sin que ellos lo merezcan y aunque no lo merezcan. Basta con estar dispuesto a recibirlo como un don y a aceptarlo como tal. Por eso, la conversión no es una obra puramente humana, sino don de Dios. El perdón y el amor se reciben gratis y eso capacita al hombre para responder con todas sus fuerzas. Dios, lo veremos en la parábola del hijo pródigo, es el padre que otea el horizonte para ver si vuelve el hijo, y cuando éste regresa no le pregunta o le reprocha, sino que se echa a su cuello y lo abraza.

       Jesús predica que Dios es amor, e invita a la conversión, que es el fruto de haber recibido el amor de Dios, y se manifiesta con el agradecimiento de saberse amado por él. En la historia de Israel se da un pragmatismo de cuatro términos por este orden: pecado, castigo, arrepentimiento y salvación. Pero en el profeta Ezequiel encontramos un orden diferente, en el que se echa de ver un mayor progreso en la revelación: pecado, castigo, salvación y arrepentimiento. Todo en la historia de la salvación es un don gratuito y, de este modo, es únicamente obra de Dios. El arrepentimiento es fruto de la salvación ya realizada como en este episodio de la pecadora perdonada (siguiendo) la segunda traducción del versículo 47 de este suceso evangélico). El perdón mayor produce en ella el mayor amor.

       ¡ La vida de aquella mujer cambia cuando se encuentra con Jesús, que no la margina por su vida pecadora, ni por su condición social, sino que la respeta, la acoge y la ama.       Nosotros, al ser conscientes de lo mucho que nos perdona el Señor, estamos obligados a manifestarle mucho amor. Para finalizar esta meditación formulamos una pregunta: ¿Cómo tendremos un encuentro fuerte con Jesucristo en estos ejercicios espirituales? Nuestro encuentro con él hoy será diferente del que tuvieron sus seguidores inmediatos, pues ya no es al Jesús de Nazaret a quien seguimos, sino al resucitado, que está sentado a la diestra del Padre (Mc 16, 19). Por una parte nuestro encuentro es más fácil porque la experiencia histórica de sus contemporáneos permanece válida, y la fe de los apóstoles y de todos los santos que nos han precedido hacen más creíble la buena nueva, el evangelio.

       Por otra parte, es más difícil porque carecemos de aquellas vivencias de los discípulos que le seguían y vivían con él, y porque no siempre somos transparencia de Jesucristo y signos suyos en el mundo. Le vamos a pedir al Padre bueno de los cielos que cada uno de nosotros seamos signo que hable de Jesús a todos los hombres.

OCTAVA MEDITACIÓN: SOMOS PECADORES, NECESITAMOS DE CONVERSIÓN

       “Si decimos: no tenemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y justificarnos de toda injusticia. Si decimos: no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo, el justo. El es victima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn, 1, 8—2, 2).


       En este texto se afirma rotundamente que hemos pecado, que somos pecadores. Por eso, esta meditación se podría comenzar leyendo el capítulo 16 del libro del profeta Ezequiel, la historia simbólica de Jerusalén, parábola misteriosa y dolorosa de una esposa infiel, prostituida y adúltera. Su lenguaje crudo, engendra vergüenza y confusión por ser la historia de nuestra vida pecadora.

       Creados por Dios a su imagen y semejanza (Gén 1, 26), por Dios que es amor (1 Jn 4, 8.16), creados para ser amor, hemos ensuciado su imagen, nos hemos prostituido, hemos corrido tras los ídolos y ahora nos hemos de convertir para servir al Dios vivo y verdadero (1 Tes 1, 9).

       Toda la historia del pueblo escogido nos habla de la existencia del pecado, demuestra la corrupción de costumbres. El yahvista del siglo X, autor de Gén 3, pretendió dar respuesta al problema del origen del mal, que puede concebirse así: el hombre, creado por Dios a su imagen, es un ser para el creador; nacido del amor de Dios y para amarle. Llamado a la intimidad con Dios, sólo en su amistad es en la única atmósfera en la que se puede realizar.

       El autor de la Biblia enseña dos cosas ciertas, una que ha recibido de su fe: Dios ha creado al hombre para que sea dichoso y libre; no ha creado el pecado, ni el mal. Otra, que sabe por experiencia: que el hombre es malo, pecador. La corrupción de costumbres es universal. El pecado exterior: la desobediencia, y el interior: el orgullo, entran en el mundo. Se invierte el orden establecido por Dios y se deforma su imagen. Los efectos son: separación de Dios, división entre los hombres, desarmonía en la naturaleza, dolor y muerte.

       El pecado es rechazo del amor de Dios y en los profetas se llama fornicación, infidelidad y adulterio.

       El escritor de Gén 3 usa una especie de parábola para ilustrar las trágicas consecuencias del pecado, como constata en sí mismo y en sus contemporáneos. En sus comienzos, la situación era privilegiada. Dios, como un alfarero, ha hecho una estatua de barro; le sopla en las narices, le hace ser viviente, humano, espiritual, y le coloca en el jardín del Edén.

       Hay aquí abundancia de antropomorfismos, como en general aparecen en toda la Biblia. Interesa clarificar el valor de los antropomorfismos, pues no se trata de imágenes carentes de realidad. A este respecto, la opinión de los estudiosos del antiguo testamento es prácticamente unánime. Los antropomorfismos no pretenden diseñar un Dios antropomórfico, ni humanizar a Dios. Más bien, intentan traer al Dios viviente cerca del hombre; pretenden inculcar en la conciencia humana la personalidad viva de Dios, y así mantener y fortalecer la vida y el sentimiento religioso del hombre. Tienden a que el hombre no conciba a Dios como una idea abstracta, como un ser lejano y despreocupado de él, como un ser que permanece indiferente ante su situación y su pecado. Buscan presentar el ser divino a la conciencia del hombre, con todo su apasionado dinamismo, para que el hombre pueda encontrarse con Dios con la misma intensidad y concreción con que se encuentra con un hombre.

       El antropomorfismo encierra una riqueza superior al sentido que, primariamente, nos puede venir del término. Es una revelación, al modo humano, que si bien esconde las profundidades del misterio de Dios, al mismo tiempo, de algún modo, las manifiesta y revela. A este respecto, me parece significativo un texto de Pinchas Lápide: «Así, si existiese un Dios que no fuera comunicable, éste no sería un Dios hebreo, pues nosotros los hebreos vemos este mundo solamente de modo teocéntrico, pero a nuestro Dios, lo experimentamos solamente de modo antropocéntrico. Nosotros, no conocemos algún Dios-en sí, o sea, un dios de los filósofos griegos. Nos es desconocido un aseísmo. Nosotros solamente podemos experimentar un Dios que se nos da a conocer en modo antropocéntrico. Por tal motivo todos los atributos judaicos de Dios, están orientados al hombre. ¿Qué otra cosa son bondad, gracia, misericordia y amor, sino atributos antropocéntricos? Así y solo así nosotros podemos experimentar a Dios, sin pretender agotar, Dios nos guarde, su esencia. Sería una blasfemia, pero solamente de este modo lo podemos experimentar, a través de sus modos de revelación, como por ejemplo la bondad, la misericordia y el amor».

       Ezequiel, en una elegía que hace contra el rey de Tiro, reproduce el pecado de Gén 3 e ilustra gráficamente el aspecto del pecado, no sólo como ofensa a Dios, sino especialmente como mal para el hombre mismo. Para santo Tomás de Aquino, el pecado no sería una ofensa a Dios, sino se opusiese al bien del hombre, pues afirma «Dios no se siente ofendido por nosotros, sino en la medida en que actuamos contra nuestro propio bien».

       El pecado es lo más contrario al proyecto de Dios sobre el hombre. Es como el no ser. Santo Tomás se atrevió a afirmar que mientras los hombres son pecadores, no existen. El pecado puede llevar al infierno, no propiamente por una condena de Dios, sin por la condena del propio hombre. Es un estado de separación de Dios escogido por el hombre y no un castigo de Dios infligido al pecador.

       Como ha escrito el papa Juan Pablo II: «El destino a la condenación eterna, no es otra cosa que el definitivo rechazo de Dios. En ella no es tanto Dios quien rechaza al hombre, como el hombre quien rechaza a Dios».

       Karl Rahner ha escrito: «La pena del pecado es un dolor intrínseco causado por el mismo pecado; no es un castigo adicional de Dios».

       Este es el sentido del concepto de ira de Dios, tan frecuente en la Biblia. Esta ira sale del corazón herido y angustiado de un Padre que quiere lo mejor para sus hijos y les advierte del peligro tremendo de perder la vida para siempre.

       El Padre, que es bueno, quiere que también nosotros lo seamos. Si no lo somos, nos exponemos a perderlo todo para toda la eternidad. Si se consumase esa verdadera catástrofe, sería el hombre quien se condenase a sí mismo; al cerrarse al amor, ya no puede ser amigo de Dios; es más, considera a Dios como enemigo. En este sentido es como únicamente podemos hablar de la ira de Dios.

       El cardenal Carlo Maria Martini ha escrito acerca de «la situación insoportablemente dolorosa de separación de Cristo, de la exclusión eterna del diálogo del amor divino; trágica posibilidad pero necesaria si se quiere tomar en serio la libertad de aceptar o rechazar lo que Dios ha dado al hombre»4.

      Universalidad de la salvación

       Aunque la fe cristiana proclama la realidad de la salvación universal, la posibilidad real del infierno expresa la responsabilidad de la libertad de que Dios ha dotado al hombre. Dios quiere ser aceptado libremente. Nadie puede salvarse contra su propia voluntad. Dios quiere la salvación de todos, por eso san Pablo habla de desbordar, de rebosar de esperanza (Rom 15, 13). Dada la victoria de Jesucristo sobre el pecado y sobre la muerte hay que esperar la salvación de la humanidad. Esa esperanza exige la radicalidad de nuestro amor cristiano.

       Mientras que la posibilidad real de una condenación eterna impone una seriedad a la existencia del hombre, también es cierto que la voluntad salvífica de Dios nos anima a una entrega llena de esperanza en su infinita misericordia.

       En los símbolos de fe de la Iglesia primitiva se afirma que Jesucristo ha traído la salvación no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres. Y el concilio Vaticano II sostiene que la salvación la ofrece Dios, por caminos misteriosos, también a todos los que no conocen a Cristo. En el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia dice: «Aunque el Señor puede conducir a los hombres que ignoran el evangelio inculpablemente por caminos que él sabe a la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios» (n.° 7). Estos caminos sólo conocidos por Dios son la obediencia a la propia conciencia recta, adhesión a la verdad, obrar el bien y evitar el mal. En el juicio final, Mt 25, 3 1-46, que es el sumario de todo el evangelio, la salvación es para todos los que han socorrido a los necesitados, conozcan o no a Jesucristo.

       Leyendo en profundidad los textos bíblicos del nuevo testamento, se siente una invitación, se abre la posibilidad para esperar la salvación de todos los hombres. En el plan de Dios ninguno queda excluido de la posibilidad de salvarse. Ya en la presentación del niño Jesús en el templo se afirma que «Dios ha preparado la salvación a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles» (Lc 2, 30-32).

       «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5, 21). «Todo Israel será salvo» (Rom 11, 26). «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rom 11, 32). «Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud» (Heb 9, 28). «Dios tuvo a bien resucitar por Cristo y para Cristo todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19.20). «Dios Padre se propuso realizar en la plenitud de los tiempos, y hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9.10). «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.., porque sólo hay un solo Dios y solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos» (1 Tim 2, 5.6). «Se ha manifestado la gracia de Dios salvador a todos los hombres» (Tit 2, 11). «El Señor no se retrasa en el cumplimiento de las promesas, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 Pe 3, 9). «Cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). «Para que tu Hijo dé la vida eterna a todos los que tú le has dado» (Jn 17, 2).

       Con frecuencia se ha restringido el sentido de estos textos bíblicos de salvación universal. Por eso pienso que sería bueno y provechoso meditar también este largo texto paulino, tan denso y tan maravilloso: «Por el pecado de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte. ¡ Cuánto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la salvación! Por tanto, si el pecado de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la salvación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno, todos se convertirán en justos. Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y así como reinó el pecado causando la muerte, así también por Jesucristo nuestro Señor reinará la gracia causando la salvación y la vida eterna» (Rom 5, 17-21).

       Considerarse pecador es un don del espíritu. Debemos tener gratitud por todo lo que nos ha sucedido, no sólo por los bienes recibidos sino también por los males. «Bienes y males, vida y muerte, pobreza y riqueza vienen del Señor» (Edo 11, 14). Todo es don de Dios hasta los fracasos: «Acuérdate de todo el camino que Yahvé, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte» (Dt 8, 2). Hubo pecados e infidelidades: «Acuérdate. No olvides que irritaste a Yahvé» (Dt 9, 7).

       Pero Dios es ternura y misericordia, también cuando castiga. Es más, como escribe Tagore, sólo el que ama puede castigar: «Di de él cuanto quieras, pero yo sé mejor que tú y que nadie de las faltas de mi niño. Yo no lo quiero porque es bueno, sino porque es mi hijo. ¿Y, cómo has de saber tú el tesoro que él es, tú que tratas de pesar sus méritos con sus faltas? Cuando yo tengo que castigarlo, es más mío que nunca. Cuando le hago llorar, mi corazón llora con él. Sólo yo tengo el derecho de acusarlo y penarlo, porque solamente el que ama puede castigar».

       En el Deuteronomio se pide que procuremos sacar una lección al recordar los sufrimientos y humillaciones por las que pasamos y no violemos los derechos del extranjero y dejemos parte de la recolección y de la vendimia para los pobres (24, 17-22). Recuerda lo que en favor tuyo hizo el Señor al faraón (7, 18.19), y ese recuerdo será tu fortaleza, esa realidad te ayudará a superar tu turbación y a comprender que Dios todo lo ha dispuesto para tu bien. Considerarse pecador es un don de Dios, pues ayuda a comprender que Dios es misericordioso con los pobres y con los pecadores.

Somos pecadores

       Pecadores son los que, reconociéndose como tales, se abren a la salvación, y justos los que estando convencidos de su justicia, se cierran al evangelio (Lc 18, 9-14): Parábola del fariseo y del publicano.

       En estos textos aparece que la predilección de Dios por ellos es gratuita, pero no arbitraria. Aunque Dios exige en los pecadores algunas disposiciones, éstas no son suficientes para la salvación. Dios nos salva por pura misericordia y, de ese modo, la elección de Dios es puramente gratuita. Pobre es el que acepta la salvación como don de Dios. Los pequeños y los pecadores del evangelio son los beneficiarios de la buena nueva que será anunciada a los pobres (Is 61, 1-3).

       El reino de Dios se acerca a los pobres (Mt 11, 5; Lc 4, 18; 6, 20), y para Jesús los pobres son los pecadores, publicanos, prostitutas (Mc 2, 16; Mt 11, 19; 21, 32; Lc 15, 1); los sencillos (Mt 11, 25); los pequeños (Mc 9, 12; Mt 10, 42; 18, 10.14), los más pequeños (Mt 25, 40.45), los que ejercen profesiones despreciadas (Lc 18, 11). Son personas difamadas, las que gozan de baja reputación y estima, los incultos e ignorantes, cuya ignorancia les cerraba la puerta de acceso a la salvación. Son los despreciados de la sociedad, «la turba maldita que no conoce la ley», como les llaman los fariseos (Jn 7, 49).

       Jesús comparte la mesa con los pecadores, publicanos, marginados (Mt 9, 11; Lc 15, 2), lo que en el mundo oriental supone una de las mayores expresiones de intimidad que pueden darse y expresan una relación de confianza total. Sirve hasta para rehabilitar a un cautivo (2 Re 25, 27-30). Jesucristo solía hablar del Reino inminente como de una comunidad de mesa (Lc 22, 16). En esta línea habría que sopesar esta actitud de Jesús de comer con los pecadores.

       La predilección de Jesús por los publicanos y pecadores está descrita maravillosamente en el capítulo 15 de Lucas. Estas parábolas revelan que el Reino es para todos y que las predilecciones de Dios son para los más necesitados. De ahí, la alegría de encontrar la oveja perdida. Es natural que 99 valen más que una, pero una, en cuanto perdida, está por encima de las 99. La alegría que siente el pastor por encontrar la oveja perdida, es mayor que la que experimenta por todas las demás que permanecen en el redil.

       Esto resulta tan difícil de entender que fuera de la tradición sinóptica, el sentido conflictivo y provocativo de esta parábola parece haberse falsificado pronto. En el evangelio apócrifo de Tomás, encontrado en Nag Hamadi, se narra esta parábola con sentido diferente. La oveja que se ha perdido es la más gorda, la preferida del pastor y por eso él deja a las demás para ir a buscarla: «El Reino se parece a un pastor que tenía cien ovejas. Se perdió una de ellas que era la más gorda. El dejó las otras noventa y nueve y buscó a esta sola hasta encontrarla. Tras esa fatiga le dijo: Te amo más que a las noventa y nueve». En la parábola evangélica no hay ninguna preferencia anterior. Sencillamente por haberse perdido es la más querida. La parábola describe la misericordia infinita de Dios.

       Lo mismo ha sucedido en las parábolas de Lázaro y de los obreros de la viña. También en éstas hay añadidos significativos que cambian la doctrina del Señor. Donde Jesús habla de un mendigo sin más, los apócrifos añaden que era un escriba piadoso, y de los jornaleros de la viña, dice que habían trabajado en dos horas más que sus compañeros en todo el día.

       Hace tiempo que he reflexionado sobre estas añadiduras a las parábolas. Al leer la parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16) y al comprobar que el amo paga igual a los que trabajaron una hora que a los que durante la jornada soportaron el peso del día y el calor, se queda uno perplejo. Además, ¿por qué pagó primero a los últimos creando una falsa expectativa en los primeros haciéndoles creer que ellos recibirían un jornal mayor?

       El amo, al obrar de ese modo, quería que los trabajadores de/ primera hora se alegraran comprobando su generosidad y que ellos se sintieran dichosos de haber podido trabajar —estar cori su amo— todo el día.

       No se puede, al hablar de Dios, utilizar nuestra manera mez- quina de pensar y actuar. Es otro el modo de obrar divino. Espera que todos se sientan felices de estar en su presencia sin que jamás se les ocurra hacer comparaciones. Dios, como un amante  incomprendido, les reprocha que sientan envidia por su generosidad. ¿Por qué os enfadáis tanto si vosotros habéis estado conmigo todo el día y os he dado lo que me habíais pedido? Es lo mismo que el padre le dice al hijo mayor en la parábola que vamos a contemplar: Hijo mío, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Esto es lo único importante y no el cordero para el banquete a la vuelta del hijo menor.

       A Dios no lo podemos catalogar como al amo que trata de sacar el máximo rendimiento al precio más bajo, sino que lo hemos de contemplar como el padre que todo lo perdona, que lo da todo y que no mide su amor según nuestro comportamiento. Dios Padre-entrañable es el tema del capítulo siguiente. «Desde las entrañas de mi madre ha anunciado mi nombre y lo tiene tatuado en la palma de sus manos» (Is 49, 2.16). «Porque tú has formado mis entrañas, me has tejido en el vientre de mi madre» (Sal 139, 13). Nos ama antes de que nadie pueda demostrarnos su amor (1 Jn 4, 19), nos tiene un amor ilimitado y quiere que sus hijos amados sean tan cariñosos como él.

       En las parábolas originales de Jesús no se dan estas añadiduras; se trata de un pobre, de unos trabajadores desempleados, de una oveja perdida. Sólo por eso son bienaventurados. La misma doctrina se desprende de la parábola de los invitados a la cena. Los ricos rehusaron asistir (Lc 14, 16-24). Tenían cosas muy importantes a las que atender. Si los pobres disfrutaron del banquete, no fue porque eran más tus, sino porque no tenían motivos para dejar de asistir. No hay en estas parábolas una canonización de la pobreza como fuente de valores y de virtudes. Las manos de los pobres no están más limpias, pero sí más vacías para recibir el don del Reino. Carentes de otros bienes, acogen con más facilidad la ayuda que se les ofrece. Dios concede el Reino a los marginados, a los desgraciados, por la fidelidad que se debe a sí mismo, ya que como reivindicador de toda justicia, ha de ser el valedor de los pobres en un mundo en el que ellos son tan injustamente tratados. Jesucristo ha optado por ellos, no porque sean mejores, sino porque son marginados, porque están fuera de los que se creen de rango superior. Esa es la bondad misericordiosa de Dios.

       Jesús responde a la acusación que le hacen de que come con publicanos y pecadores (Mt 9, 10-13), diciendo que no necesitan de médico los fuertes —los sanos en Lucas—, sino los enfermos. No se afirma que los publicanos y pecadores sean más buenos, pero se niega la superioridad de los fariseos. Ellos se creen sanos, y por lo tanto desconocen la necesidad del médico.

       Jesús en Mateo, al citar el texto de Oseas, «misericordia quiero y no sacrificio», enseña que el ser justos no es obra de hombre (por ejemplo, de su penitencia), sino de la bondad de Dios. El fariseo se gloría —no es como el resto de los hombres— (Lc 18, 11), mientras que el publicano no tiene de qué presumir. Hay una natural tendencia a cerrarse en el poderoso y a abrirse en el marginado. Más tarde el Maestro, sacará todas las consecuencias de esta doctrina: «Los publicanos y las prostitutas entrarán en el Reino antes que vosotros» (Mt 21, 31). Pues los sanos no se saben necesitados de médico y los enfermos sí. El conocimiento de esa necesidad lleva a la conversión.

       Se trata de ser conscientes de que somos pecadores —vaso de barro (2 Cor 4, 7)—, como expresa este pensamiento de Romano Guardini: «Cuando Jesús dice que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores, no quiere decir que excluye a los justos de la salvación, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores, no existen para la redención, o mejor dicho, su redención consiste, ante todo, en que descubran y reconozcan que son pecadores». Y también es interesante la reflexión de san Agustín: «Al decir Jesús que ha venido a llamar a los pecadores, es claro que los llama para que dejen de ser pecadores; no se imaginen los hombres que, como Dios ama a los pecadores, será bueno que ellos tengan pecado siempre para que así los ame Cristo. Cristo ama a los pecadores, como el médico al enfermo, es decir, para bajar la fiebre y sanarle; no le quiere mantener enfermo por el placer de visitarle, quiere que sane; de ese modo Cristo no viene a llamar a los justos, viene a llamar a los pecadores para justificar a los impíos».

La parábola del hijo pródigo

       Meditemos la parábola del hijo pródigo (Lc 15), o mejor, podríamos llamarla del padre amoroso y misericordioso, ya que expresa la espléndida revelación del amor de Dios.

       Ante el escándalo que los fariseos y escribas experimentan al ver a Jesús acogiendo a los pecadores y sentándose a la mesa para comer con ellos, él les cuenta esta parábola.

       Más que pensar en un hijo que derrocha o en otro hijo que cumple, hay que reflexionar en un corazón que ama, en un Padre-Dios-misericordioso y lleno de ternura.

       Los fariseos no pueden comprender a un Mesías sentado a la mesa entre toda clase de pecadores. También a nosotros nos cuesta entenderlo. Dios es siempre sorprendente.

       La parábola del hijo pródigo es tan hermosa, tan soberana en su sencillez, tan clara para su entendimiento, tan universal en sus consecuencias, tan tierna en su exposición, que no necesita ningún otro comentario que pueda enriquecerla o aclararla. Basta con sólo su enunciado para que sus palabras atraviesen el corazón de cualquier hombre que la escuche.

       Charles Péguy ha escrito: «Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables hombres y ha tocado en el corazón del hombre un punto único, secreto, misterioso, inaccesible a los demás. Durante todos los siglos y en la eternidad los hombres llorarán por ella y sobre ella, fieles e infieles por toda la eternidad hasta el día del juicio y hasta en el mismo juicio.

       Esta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, la que ha tenido más éxito temporal y eterno. Es célebre incluso entre los impíos y ha encontrado en ellos un orificio de entrada y quizá es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío, como un clavo de ternura. Puesto que él dijo: un hombre tenía dos hijos... y el que la oye por centésima vez es como si la oyera por vez primera. ¡Qué punto sensible ha encontrado en el corazón del hombre!».

       San Lucas comienza así: «Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos dijo al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde...» (15, 12-32).

Conocemos el contenido de la parábola. El hijo menor huye de la casa paterna. Busca una libertad mayor y desea enriquecer- se con nuevas y desconocidas experiencias. Se lanza a una vida de aventuras, buscando su felicidad.

Todos estamos retratados en este hijo insatisfecho que se cansa de todo, del cariño, de la abundancia, del trabajo de cada día. Después se cansará de las juergas. Todos somos hijos pródigos, despreciamos los alimentos de la mesa paterna y buscamos con ansiedad las bellotas de los cerdos.

       Pero, entrando dentro de sí, se dio cuenta de lo que había perdido, y comenzó a hambrear, no sólo el pan, sino el amor y la ternura del padre. Se llena de coraje, ante lo difícil del retorno a la casa paterna. Le parece imposible que después de lo que ha hecho tenga abierta la puerta de la casa. Pero, «para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37). El Señor puede hacer que el rico Zaqueo se haga tan delgado que quepa por el ojo de una aguja (Lc 18, 25; 19, 9).

       Muchas veces debió añorar la casa paterna. Por eso vuelve; y vuelve, porque en la lejanía de la casa que dejó atrás, descubre su miseria, su desvalimiento y el cobijo que el corazón del padre le proporcionaba.

       El equipaje de la vuelta es bien distinto del que se llevó en la huida. Se ha divertido, pero el sufrimiento que ha recibido por ello ha sido mucho más profundo y duro que todos los placeres que le pudo proporcionar su aventura. El andamiaje que al partir había construido, hecho de su libertad, de sus pasiones y de su dinero, se ha venido abajo. No quedaba nada. A lo más los escombros de lo derruido.

       Acepta el fracaso. Ahora vuelve hambriento, pobre, inerme, con la cordura del arrepentido. Se pone en camino para ir al encuentro de su padre, con el hatillo al hombro de su propio discurso, que el dolor ha preparado y que el padre, en su gozo y en su alegría, no va a necesitar para perdonarlo.

El padre ocupa el lugar central de la parábola. Dios es el padre entrañable, no un policía de tráfico que está esperando que cometamos una infracción para podernos multar. No nos ajusta las cuentas cuando volvemos a él, sino que nos recibe con efusión de abrazos y besos y nos regala el traje de fiesta y nos prepara el cordero cebado.

       El Padre que nos revela Jesús en esta parábola no es el padre que oprime y castiga. Es el padre que deja a sus hijos hasta la libertad de alejarse de él y derrochar la herencia; el padre que abraza al hijo extraviado y que lo premia dándole el perdón.

       El amor y la esperanza seguían intactos en el corazón paterno. Todos los días salía a la puerta de su casa y oteaba el camino para ver si le venía y lanzarse a correr a su encuentro.

       La parábola describe minuciosamente y con lenguaje rico en símbolos el mejor vestido, sandalias, anillo, y sobre todo, la alegría por este hijo que estaba perdido y ha sido hallado, que esta ba muerto y ha vuelto a la vida. Y esta alegría, como toda alegría profunda, necesita ser comunicada y por eso, manda preparar un banquete, signo más alto todavía del amor del padre.

       Este hijo con el perdón ha recuperado todos sus bienes, el puesto que antes ocupaba en la casa. La acogida paterna ha sido completa, total, sin fisura alguna. El sentido profundo de la parábola hay que extenderlo a todos aquellos hijos que, a través del tiempo, constituirán la humanidad entera. Es la parábola de la gran misericordia de Dios y de la esperanza del hombre.

       El encuentro.

       Leamos pausadamente el texto: «Cuando todavía estaba lejos, le vio su padre». Le ve antes con el corazón que con los ojos. Las cosas más hermosas son invisibles a los ojos y sólo visibles al corazón. En sueños le había visto muchas veces. Ahora, le ve en realidad.

       «Conmovido, corrió». Las entrañas de padre se conmocionaron. Sus ojos llenos de alegría se cubrieron de lágrimas. Corre con los brazos abiertos. ¿De dónde saca tanta energía? Es la prisa del amor.

       «Se echó a su cuello». No permitió que él cayera de rodillas a sus pies. El abrazo tan cálido fue capaz de meterlo dentro de sus entrañas.       «Y le besó efusivamente». Esta es la estampa más preciosa. Apenas le deja hablar; su ternura se lo impide.

       El evangelista Lucas hace entrar en escena al hijo mayor cuando ya se ha desarrollado lo esencial de la parábola. No obstante tiene mucha importancia observar el comportamiento de este personaje en el que muchos también podríamos reconocernos. Al volver de su trabajo y conocer la noticia de la vuelta de su hermano, se irrita y se niega a entrar en casa. Representa la parte sombría de la fiesta. No tiene entrañas. Hubiese preferido que su hermano no volviera. Todo habría sido para él: el cariño del padre y la herencia.

       El ha cumplido con todos sus deberes y nunca se celebró fiesta alguna por ello. Rehúye participar en el gozo familiar, que naturalmente debería haber sido su gozo. Tal vez nunca se sintió hijo en la casa del padre y, consiguientemente, tampoco hermano de su hermano.

       El hijo mayor, centrado en sí mismo, está convencido de su justicia y de su trabajo bien realizado. Nada le preocupa la suerte de su hermano y no es capaz de derribar el muro de su egoísmo y de recibir con entrañas de misericordia a su hermano.

       Pero es el amor entrañable del padre, su bondad, lo que ayuda a derribar los muros que nos separan y a superar nuestros egoísmos para dar cabida al hermano en nuestro hogar y a compartir con él nuestros bienes. La bondad del padre incluye también al hermano mayor: le incita al amor, a hacer espacio para el hermano en su corazón y a compartir con él sus dones.

       Y aquí vuelve la figura del padre a cobrar nuevo relieve. También sale a su encuentro y le dice palabras admirables: «Hijo, tu siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo». Y el padre proclama por segunda vez la causa de su gozo profundo: «Porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Con esta nueva proclamación de la misericordia infinita del padre Dios, se cierra la narración de la más maravillosa de las parábolas.

       Pero, atención, ya que todos podemos ser a la vez hijos pródigos e hijos fieles, participando de los pecados de los dos.

       A veces, se teme que el hijo pródigo, después de la fiesta que se organizó en su honor, acabe por sentirse superior a su hermano mayor y al verse favorecido por una especial predilección del padre, se vaya creyendo acreedor a ella y vaya contrayendo los mismos defectos del mayor. Lo hermoso sería que también el hermano mayor se considerase pródigo, reconociéndose pecador y que «volviera» a la casa paterna, de la que nunca se ausentó y cayera en los brazos de su padre.

       «Tal es la ternura del corazón de nuestro Dios, sus entrañas de misericordia» (Lc 1, 78). El hijo pródigo, gracias al perdón, ha descubierto toda la ternura del corazón de su padre. Cuando el hijo se da cuenta de la alegría con que lo recibe, se aproxima a él con una nueva intimidad. La pérdida se convierte en ganancia. Al saborear el perdón adquiere un conocimiento profundo, no sólo del amor de Dios, sino también de su propio pecado.

       El perdón del padre significa un don mayor que todos los anteriores que disfrutaba en la casa paterna. La nueva creación supera con creces a la primera, como decíamos antes en la liturgia de la eucaristía: «Oh Dios que maravillosamente has creado la humana naturaleza y más maravillosamente la has restablecido!». El hijo perdonado puede exclamar con la liturgia de la noche del sábado santo: ¡Oh feliz culpa!... El pecado ha hecho posible un progreso, un enriquecimiento, no sólo porque la segunda restauración aventaja a la primera creación, sino porque el perdón del padre ha revelado al hijo la verdadera magnitud del perdón divino. Gracias a ese perdón tan generoso, el pródigo ha podido saber hasta dónde llegaba la ternura del padre para con él.

Necesitados de conversión

       Al percibir, como el hijo pródigo, la ternura del corazón de nuestro Padre, sentimos profundos deseos de conversión. Queremos cambiar la ruta y la meta de nuestra vida, dándole un nuevo sentido a nuestra existencia y realizar una opción fundamental distinta de la que poseíamos, haciendo una nueva jerarquía de valores: ya no interesa la gloria, la fama, el éxito, los negocios, sino Cristo que es el centro de nuestra vida y por el que nos ponemos al servicio de todos para hacerlos bienaventurados.

       Un caso concreto y de la vida de cada día puede iluminarnos. Por eso me gusta lo que afirma Colette de su padre. «Por ella, su mujer, le había gustado al principio lucir, hasta el día en que al crecer el amor, mi padre prescindió del deseo de deslumbrar a mi madre»7.

       La conversión es el núcleo central de la doctrina de Jesús, sus primeras palabras que son, a la vez, un sumario o el programa del evangelio (Mc 1, 15). No es un mero cambio de mente o de ideas, sino la realización de un modo de vida evangélico. Es volver a nacer (Jn 3, 3), renovando el espíritu y revistiéndonos del hombre nuevo (Ef 4, 23.24), ya que el que está en Cristo es una nueva creación (2 Cor 5, 17). No importa que ese nuevo nacimiento exija que nuestro hombre viejo sea crucificado (Rom 6, 6) y tenga que desaparecer como el grano de trigo para que produzca mucho fruto (Jn 12, 24): Si el grano de trigo no cae en tierra no habrá vida en él.

       Para convertirnos hay que descender al hondón de nuestro ser. Tenemos que adquirir una nueva personalidad que no se realiza modificando la envoltura de nuestro ser, como no se cambia de personalidad al variar de traje. Hay que adquirir un espíritu nuevo, el Espíritu de Jesús. Hay que transformar el hombre carnal en hombre espiritual realizando la metamorfosis del gusano de seda en mariposa, como de modo tan gráfico describe santa Teresa de Jesús.

       Esta transformación se suele experimentar en días de ejercicios espirituales. Impresiona oír: ¡Cómo he cambiado! ¡soy otra persona! Quiero traer aquí el siguiente testimonio que me confió un ejercitante: «He sido el primer sorprendido por la práctica de este tipo de ejercicios espirituales basados en la Biblia, pero tengo que admitir que me han sacado de la rutina y la tibieza; me han impactado profundamente y han transformado totalmente mi vida, acercándome a Jesús, en el desierto de este corto retiro de mi vida y de mi actividad.

       He conocido a Jesús, su vida, su palabra y su oración por la descripción de los evangelistas y la meditación de las distintas citas bíblicas.

       Vivimos en tiempos de estudio y de investigación, necesarios para adentramos en el conocimiento de las cosas, y sólo conociendo a Jesús, se le puede amar, querer y seguir. Nuestra religión, lo ha dicho el director de los ejercicios, no es una doctrina, ni una filosofía, es una vida, la de Cristo.

       Sin sentimentalismos, en estos ejercicios he sentido que Jesús me ha llamado para estar con él; y quiero, siguiendo la senda de las huellas que el Señor dejó en el monte de los Olivos (las que buscó san Ignacio) no apartarme de ellas, para con seguimiento y amor vivirle hasta el fin de mis días»8.

       Pero atención, los que dejaron de ahondar en el proceso de su conversión, de nuevo cayeron en la mediocridad y en la tibieza. Jesús se lamentó de los que después de haber puesto la mano en el arado, volvieron la vista atrás (Lc 9, 62) y de los que después de haberse sentido atraídos por él, se escandalizaron de su doctrina (Jn 6, 60). Igualmente san Pablo se queja de que Demas le ha abandonado por amor a este mundo (2 Tim 4, 10) y de otros, entre ellos Himeneo y Alejandro, que atraídos, en principio, por el evangelio, después abandonaron su camino y naufragaron en la fe (1 Tim 1, 19.20).

       La conversión es un proceso lento que necesita mucho tiempo, esfuerzo y constancia para realizar la transformación interior y llegar a ser otra persona.

       La conversión es un cambio radical de la persona y como la raíz de la persona está en su mentalidad y en su afectividad, conversión es cambiar de mente y de corazón. La verdadera conversión evangélica no es algo que se realiza de golpe, sino que es un proceso interior que sucede poco a poco y debe durar toda la vida. Es un cambio interior que afecta a todo el ser. No algo estático sino dinámico y se refiere a la manera de pensar, de amar, de vivir. Es un cambio completo de dirección adhiriéndose a Jesucristo para caminar siempre con él.

       La experiencia de Dios la descubrimos especialmente al percibir que escribe derecho en las líneas que nosotros hemos hecho torcidas. Lo encontramos en los momentos difíciles de la vida abriendo futuro y dando sentido. «De los diamantes no sale nada, del estiércol nacen flores», es una frase que explica esta realidad.

       Quien tiene alguna vivencia fuerte de Dios está habilitado para descubrir al Dios que se ha colado por nuestras fisuras. Tenemos experiencia de que él puede realizar maravillas a través de nuestras debilidades y miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia nos capacita para buscar y hallar a Dios en todas las cosas. Descubrirle en la creación, en la historia, en el hombre, es conseguir una experiencia de la vida distinta en todos los aspectos. La experiencia de Dios se ha comparado con el horizonte que divisamos en un día luminoso. Cuanto más caminamos hacia él, más se aleja. Karl Rahner lo expresa así: «Cuanto más amamos a Dios más experimentamos su lejanía siempre creciente y más nos estremecerá el santo imperativo de sus exigencias».

       Como la verdadera conversión no es algo que se realiza de golpe, se puede dar el caso de alguien que desprecie la experiencia de Dios por no constatar de inmediato sus efectos claros. Y que se pregunte: ¿Cómo pudo haber sido lo experimentado una vivencia del amor de Dios si sigo detestando a tal compañero, si sigo siendo mezquino, rencoroso y tengo tan poca fe? Pero quiero recalcar que esa experiencia de Dios, que estremece y embarga, requiere un cierto tiempo para que se convierta en vivencia y penetre en todas las dimensiones de la persona. Hay que aterrizar de alguna manera esos deseos que embargan para que no queden en el aire. Es lo que repito a las personas que pasan una temporada de consuelos, de luces, de presencia del Espíritu para que vayan formando un nuevo ser a fin de que aparezca de nuevo y permanezca estable el santo que llevamos dentro. El sello que deja en el hombre la experiencia de Dios es la paz del espíritu.

       La metanoia es un cambio del ser entero, es volver a nacer de nuevo como le dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 3); es hacer una jerarquía de valores distinta como Pablo (Flp 3, 7); es cambiar el corazón de piedra en un corazón de carne (Ez 36, 26); es gbriarse en la cruz de Cristo hasta llegar a ser nosotros un crucificado para el mundo (Gál 6, 14); es morir con Cristo para resucitar con él (Col 3, 1-3).

       Una conversión tan total no se puede conseguir con nuestras propias fuerzas. Si confiamos en nuestro esfuerzo no acabaremos de convertirnos nunca. Al creer que progresamos en virtud, comenzamos a perder humildad. La santidad no es una conquista, es un don, un regalo del cielo. La conversión es casi imperceptible, «la hierba crece en el silencio y en la soledad de la noche, sin hacer ruido». El que se sabe santo pierde frescura, lozanía. El que hace esfuerzos para serlo a veces se deshumaniza. El mayor ataque que realiza Jesús va contra los que se sabían santos, hasidim, los fariseos, y afirma que: «el que se siente miserable, ruin y pecador, sale del templo justificado» (Lc 18, 14).

       La fascinación de Jesucristo es imprescindible, pero ha de encarnarse en los hechos concretos de cada día, hechos que manifiestan que la conversión es verdadera. «Obras son amores y no buenas razones», afirmaba santa Teresa de Jesús, mujer de tan altos ideales y tan concreta en sus realizaciones, aplicando el refranero español.

Ya meditamos la llamada de Jesucristo al seguimiento, es decir, a la conversión, a venderlo todo con tal de adquirir esa perla y ese tesoro que supone el seguir al Señor. Una llamada tan radical sólo Dios puede hacerla y es que en verdad seguir a Jesús, es seguir a Dios. Pero este darlo todo en el seguimiento de Jesucristo no es una ley que se imponga a todos en su literalidad. Es el ideal del cristiano. Pero, aunque a todos se propone este seguimiento de exigencias tan radicales y la renuncia se extiewde no sólo a los bienes de este mundo sino a la propia vida, sin embargo, no se impone con la inflexibilidad impersonal de una ley; sino como un llamamiento personal que tiene en cuenta la situación de cada uno, y donde caben todas las modalidades y diferencias en el seguimiento.

       El seguimiento de Jesucristo supone renuncia a la propia seguridad, a la propia fama y hasta a la propia vida. Mas esa renuncia no se asume como un deseo de mortificación ascética, ni como un vencimiento para fortalecer la voluntad, sino por el hecho de ponerse en la misma orientación que dirigió la vida de Jesús.

       Ser cristiano es seguir a Jesucristo por amor. El, como a Pedro (Jn 21, 15-19), nos pregunta si le amamos y nosotros respondemos que sí. «Entonces, sígueme». El cristianismo no consiste solamente en conocer las enseñanzas de Jesús, la vida cristiana se da en el seguimiento de Jesús. Sólo allí se realiza nuestra fidelidad. Es el único criterio que poseemos para valorar nuestra espiritualidad. No se da una espiritualidad de la oración, sino del seguimiento, que nos conduce a incorporarnos a la oración del Señor. No existe una espiritualidad de la pobreza, sino del seguimiento, que nos irá despojando de muchas cosas, si seguimos a un Jesucristo pobre. Tampoco hay una espiritualidad de la cruz, sino del seguimiento, seguimiento que, a veces, nos exigirá tomar la cruz. No hay espiritualidad del compromiso, pues la entrega al hermano es el fruto de haberse puesto en la misma orientación que llevó la vida del Maestro.

       Todo cristiano está llamado al dinamismo de su conversión personal y a vivir los valores del evangelio. Esta exigencia evangélica es universal y en ella no hay privilegios o acepción de personas. Todos, si escuchamos las palabras del Maestro y las ponemos en practica, edificamos sobre roca el edificio de la santidad (Mt 7, 24.25).

Pedro, un hecho de vida

       Como un hecho de vida, estudiemos la conversión de Pedro al seguimiento de Jesús, en dos momentos importantes. Los dos suceden en el lago de Genesaret, al comienzo de la vida pública (Lc 5, 1-11) y después de la resurrección (Jn 21, 15-19).

       El primer momento es el de la pesca milagrosa. Pedro, des1 pués de haber pasado toda la noche sin pescar nada, fiado en las

palabras del Maestro, echa de nuevo las redes al mar, y al ver tan gran cantidad de peces, cae de rodillas ante él y consciente de sus miserias le dice: «Aléjate de mí, Señor, que soy un pobre pecador». Jesús lo llama: «No temas. Desde ahora, serás pescador de hombres». Pedro se entrega y la conversión es total, pues Lucas, el evangelista del radicalismo en el seguimiento, añade: «Dejándolo todo, le siguieron».

       Mas a través de los acontecimientos de la vida pública nos damos cuenta de que la conversión de Pedro flaquea. Es verdad que hay entusiasmo y generosidad, pero confía demasiado en sí mismo. La idea que tiene del Reino que predica su Maestro es superficial. Como todos, esperaba un Mesías temporal; por eso, se puso a reprender a Jesús cuando les hablaba de su muerte (Mt 16, 21.22). Al final de la vida pública, todavía discuten entre sí quién era el mayor (Mc 9, 34) y hasta después de la resurrección, esperan la restauración de Israel (Hech 1, 6).

       Pero fue durante la pasión, cuando Pedro experimenta su mayor crisis. El, que había dicho lleno de fervor que no abandonaría al Maestro, aunque lo hicieran los demás (Mt 26, 35), fue el primero en negarle. Se derrumbó; su autosuficiencia se evaporó. ¡El miedo fue más fuerte que su entrega.

       La segunda escena sucede en el mismo lugar (Jn 21), pero se han realizado ya las cosas transcendentales. De nuevo, lo apóstoles no han pescado nada durante la noche, y otra vez a mandato del Señor, la red se llena de peces, 153 de los grandes. Y Jesús aprovecha para llamarle de nuevo a la conversión. Y, a la pregunta tres veces repetida, Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?, no responde que le quiere más que los demás, como hubiese dicho antes de la pasión. Dice sencillamente: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». La respuesta es menos impulsiva, hasta parece menos entusiasta, pero es más serena, más lúcida. Su conversión es más profunda.

       Pedro, aislado de todos los que aparecen en esta escena, es el único que ha de responder a las preguntas de Cristo resucitado. Nadie puede hacerlo por él. Las dos primeras respuestas que da son superficiales; en la tercera aflora todo su pasado y su gran humildad. Las dos primeras veces en la pregunta si «le ama» se usa el verbo agapao, que es la forma más elevada del amor y significa benevolencia, preferencia y respeto, y sólo la tercera vez se utiliza el verbo fileo que tiene un matiz afectivo y emocional, de mayor ternura, y por eso Pedro se entristece al comprobar que Jesús duda de su amor sensible y ardiente, como le había demostrado tantas veces.

       La conciencia acumulada de sus fallos, le ha hecho más humilde y ahora su entrega no se fundamenta en sus posibilidades sino en la palabra del Señor que le llama. Ahora se entrega a un Jesús crucificado y a un reino que no es de este mundo. Antes, había dejado barca y redes pero no se había entregado a sí mismo. Ahora ha alcanzado la madurez para seguir a Cristo en la profundidad de su vida de fe.

       Lo sucedido en Pedro es un modelo para ahondar en nuestra conversión, y caminar como él de una conversión superficial a otra en profundidad de fe. Un día fuimos especialmente llamados y respondimos, al parecer, con generosidad. Todo nos estimulaba. Saboreábamos la presencia del Señor. La oración nos fortalecía. El compromiso con los hombres nos llenaba. Estábamos tan entusiasmados, que superábamos con gozo los sacrificios, las renuncias, las cruces.

       Pero vino el cansancio, se turbó el primer entusiasmo y apareció una creciente insensibilidad. La oración se nos hizo difícil y fatigosa. Al ver que ya no era eficaz para nuestra acción, llegó la tentación de abandonarla. Y vinieron desilusiones, fracasos. La pobreza, la entrega a los demás, se resiente y va perdiendo su primer sabor. Y nos vamos instalando, perdiendo el primer amor. Y viene la tentación del desaliento y nos creemos inútiles.

       El desaliento, el desencanto, la desesperanza, es el pecado actual de los cristianos. Hay que creer que Jesucristo, que su espíritu está con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20)., El tesoro que llevamos en vasos de barro es una fuerza tan extra- ordinaria que es de Dios y no de nosotros (2 Cor 4, 7), sin olvidar que los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios (1 Cor 12, 22). Por eso san Pablo se complace en sus flaquezas, pues cuando se siente débil es cuando es fuerte (2 Cor 12, 10). Ya nos enseñó Jesús que el reino de Dios es como la semilla depositada en la tierra. Aunque el sembrador duerma o se levante de noche o de día, la semilla brota, echa la raíz, luego viene el tallo, la espiga y luego el grano abundante (Mc 4, 26-28).

       La tentación de la inutilidad sigue rondando ahora a muchas personas consagradas, a muchos cristianos comprometidos. Hay un día dramático para casi todos, en el que uno se pregunta ¿valía la pena tanto esfuerzo, tanto sacrificio, tanta entrega en el seguimiento? Esto sucede cuando nos damos cuenta de tantos esfuerzos inútiles. Entonces habría que gritar que no somos inútiles, sino más necesarios que nunca, porque Jesucristo es hoy, más que nunca, necesario y es a él al que hemos de transparentar, y habría que recordar el consejo de Bernanos a los jóvenes: «Pase lo que pase no os amarguéis, no os avinagréis. El mundo puede olvidaros, arrinconaros, pisotearos, pero lo que es a la amargura, sólo puede conduciros vuestra propia cobardía o vuestra propia mediocridad».

       Conscientes de que somos pecadores, del mismo modo que a Pedro, después de la pasión, también Jesús nos quiere conducir a nosotros a una conversión en la fe, más profunda, no apoyada en nuestras capacidades personales, sino en la palabra de Dios. Esta crisis de nuestro seguimiento cristiano nos llevará a una conversión más madura y decisiva, a otra forma de seguimiento más fundado en el evangelio y menos en el deseo de realizarnos y de tener influencia, a otra oración menos sentida y más fundamentada en el seguimiento de Jesús, a otra pobreza menos exterior pero más solidaria con Cristo pobre y los marginados.

       Hay que redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo. Seguir orando, entregándose a los demás, y esperando en la aridez y en la oscuridad; y dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús.Sigamos a Jesús y a ser posible, sin perder nuestro entusiasmo inicial, dejándonos conducir por él, sabiendo de quién nos hemos fiado, «porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tim 1, 12), o mejor aún, sabiendo que Cristo es quien se fio de mí (1 Tim 1, 12).     

NOVENA MEDITACIÓN: DIOS PADRE DE AMOR Y MISERICORDIA

“Yahvé pasó delante de Moisés y exclamó: Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”(Ex 34, 6).

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”(1 Jn 4, 16).

       En esta meditación nos vamos a introducir en el hondón del corazón-amor de Dios. La misericordia, el amor —Dios Padre entrañable— es uno de los conceptos fundamentales que llenan toda la revelación del antiguo y del nuevo testamento, muy actualizado y presencializado en el Hijo, el Cristo de la Misericordia, de santa Faustian Kowalska, propagadora moderna de esta devoción antigua y de siempre.

       San Pablo en 2 Cor, al saludar a los cristianos de la esta ciudad, les recuerda, con un lenguaje sobrecogedor, el origen altísimo de esta sublime virtud: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos nosotros consolar a todos los que se encuentran en tribulación, con la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (1, 3.4).

       ¡La misericordia, hija de Dios! Ella preside la historia de la salvación: la redención no es sino la gran misericordia, la total misericordia: “Es el gran misterio escondido desde el comienzo de los siglos y de las generaciones, y ahora manifestado a sus santos” (Col 1, 26).

       Igualmente, san Pedro, en su primera carta, hablando de la esperanza de nuestra salvación, dice que «nos reengendró por su gran misericordia a una esperanza viva» (1, 3).

       Esta gran misericordia, fue anunciada ya en el paraíso después de la primera caída (Gén 3, 15); sellada en el pacto solemne de la alianza con Noé, con los patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob... (Gén 9, 11; 17, 9; Ex 19, 5); cumplida en figura, en el paso de Israel por el desierto.

       Misericordia celebrada también solemnemente en los salmos (103, 2-17) y en innumerables pasajes del antiguo testamento. Realmente, la historia de la salvación es la revelación de la misericordia divina. Ama a todos los seres que crea (Sab 11, 24), quiere el bien de su pueblo (Jer 11, 4; 31, lss). La salida de Egipto y la entrada en Canaán se conmemoran como manifestaciones de su misericordia (Ex 18, 8.9). La alianza y la torá son las pruebas de su gran misericordia (Bar 2, 27) hasta sus correcciones proceden de su bondad, para que esperemos en su misericordia (Sab 12, 22). Y todo, porque es bueno Yahvé, para siempre su amor (Sal 100, 5).

       Los salmos son un cántico a su misericordia (118 y 136, el hallel y el gran hallel): «Dad gracias al Señor porque es bueno porque es eterna su misericordia, porque su amor no tiene fin».

       La misericordia es el atributo divino más subrayado en el antiguo testamento. Y, todo esto, porque la esencia de la naturaleza divina es el amor. El nos amó primero (1 Jn 4, 19), pues amó a Israel cuando era niño (Os 11, 1) y antes, a nuestros padres, (Dt 4, 37). Nos amó con amor eterno (Jer 31, 3). Hay un lazo tan estrecho entre el amor de Dios y el amor a Dios, que es imposible nuestro amor a Dios si él no nos ama primero (1 Jn 4, 10). Por eso, nuestro amor sólo existe como respuesta. Dios ha sido nuestro Maestro en el amor (1 Tes 4, 9). En esta línea se puede entender la invitación de Jesucristo a ser misericordiosos como el Padre Dios lo es (Lc 6, 36).

       Si cualquier tema bíblico-cristiano se ha de estudiar a partir del antiguo testamento, con más razón se ha de hacer en el del amor de Dios y a Dios, pues es el mismo Jesús quien nos pone en este camino citando Dt 6, 4-9 al responder sobre cuál es el mandamiento mayor (Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-34; Lc 10, 25-28). Si lo esencial de la ley nueva se halla ya en el antiguo testamento es necesario estudiar y profundizar en la noción de amor a través de toda la Biblia para apoderarnos de su gran riqueza y significación. Guiados por las palabras de Jesús, comprenderemos esta realidad bosquejada en el antiguo testamento y que halla en el nuevo su perfección y cumplimiento. De este modo, con un estudio progresivo de esta virtud, se llega a una inteligencia total y compleja del agape (amor) que es la esencia de la vida cristiana.

       Debemos, pues, estudiar este amor en la Biblia, en donde, como afirma san Agustín, «al abrir, en cada una de las páginas de la Escritura, se encuentra la caridad». Afirmo esto, pues mientras en español los distintos tipos de amor los expresamos con el mismo verbo amar, en griego, lengua en la que fueron compuestos los evangelios, existen cuatro verbos distintos para expresarlo.

       Erao significa amar en sentido sexual. Se refiere a la atracción mutua del hombre y la mujer. «El rey Asuero amó (erao) a Ester más que a las otras mujeres» (Est 2, 17).

       Stergo expresa el amor familiar, el cariño entre padres e hijos. Se refiere al amor que no se merece, que brota de los lazos de carne y sangre. «Como buenos hermanos sed cariñosos (stergo) unos con otros» (Rom 12, 10).

       Fileo se reserva para el amor de amistad que supone reciprocidad. Jesús en el discurso de despedida repite tres veces el término filos amigo referido a los discípulos (Jn 15, 13-15).

       Agapao expresa el amor de benevolencia, el amor capaz de dar sin esperar nada a cambio. Es el amor desinteresado. La palabra agape es el amor de caridad que no consiste tanto en lo afectivo, sino en lo efectivo; es el amor total.

       Esta reflexión sobre los términos que significan amor, nos va a ayudar a penetrar en el uso del verbo agapao, que es el que utiliza siempre Jesús, y que expresa la esencia fundamental del nuevo testamento: Dios es amor (1 Jn 4, 8.16), Dios tiene muchas entrañas de madre (Sant 5, 11).

       ¿Puede Dios sufrir?

       Dios aparece directamente afectado por el sufrimiento de los hombres, compartiéndolo cuando ellos padecen. Se muestra como impotente para evitar el dolor de sus criaturas. Este parece ser el sentido de Is 63, 9 según la interpretación de los masoretas:

       «Yahvé se angustió en todas sus angustias» (las de Israel). A esta interpretación se aproxima un pasaje del Talmud: «Cuando Dios recuerda a sus hijos que viven en la miseria entre las naciones del mundo, deja caer dos lágrimas en el océano y el estruendo llega a los confines de la tierra».

       El Dios de la Biblia es un Dios que reacciona ante los acontecimientos humanos afectado por las respuestas de Israel y que sufre por la infidelidad de su pueblo, que se compadece de sus miserias y sufrimientos.

En los profetas, especialmente, es donde se presenta un Dios cercano a las necesidades humanas y vulnerable ante el comportamiento de los hombres. Se puede decir que el sufrimiento de Dios es un elemento constitutivo de su acción divina.

       En el pathos divino Yahvé sale de sí mismo y entra en su pueblo elegido. Su ser lo convierte en estar con y pone su interés en su alianza con Israel. Por eso, se ve alcanzado por las experiencias y dolores de su pueblo. Toma al hombre en serio hasta el punto de padecer por las acciones del hombre y hasta ser herido por ellas. Cuando el filósofo Espinoza afirma que Dios ni ama, ni se irrita, desconoce por completo el pathos de Dios. La cólera de Dios es precisamente su amor herido y es un dolor que le llega al corazón. Su cólera es la expresión de su permanente interés por su pueblo. Lo contrario significaría indiferencia.

       Moltmann afirma «que entre el sufrimiento involuntario causado por otro y la imposibilidad substancial de sufrir, hay otras fonnas de sufrimiento, o sea, el activo o del amor, en el que uno se abre libremente para ser alcanzado por otro. Existe el sufrimiento involuntario, además el aceptado, y también el del amor. Si Dios fuera impasible en todos los sentidos y, por tanto, absolutamente, también sería incapaz de amar. Quien puede amar, es también pasible, pues se abre a sí mismo a los sufrimientos que acarrea el amor, siendo superior a ellos, por la fuerza de su amor». Dios es capaz de sufrir porque es capaz de amar, su esencia es su misericordia.

       Estamos acostumbrados a pensar que el Dios del antiguo testamento es un Dios justiciero, mientras que el del nuevo, es un Dios misericordioso. Pero Juan Pablo jI4 dedica un capítulo a la misericordia de Dios en el antiguo testamento, en el que afirma: «El concepto de misericordia tiene en el antiguo testamento un largo y rico desarrollo». De esta misericordia, los libros del antiguo testamento nos ofrecen muchos testimonios.

       El papa se fija especialmente en dos de los ténninos: jesed—lealtad en el amor— y rajamim —entrañas—. El primero, dice, es más propio del padre, el segundo de la madre.

       La jesed supone la relación entre dos personas que se aman y que se deben mutuamente amor: entre dos esposos, entre padres e hijos, entre amigos, entre personas que se debeñ favores; y significa la fidelidad a ese amor. No es un amor instintivo, pasional, que no obedece a las normas. Es una fidelidad consciente a la obligación del amor que uno tiene. De algún modo, es una respuesta a un deber interior, una fidelidad a sí mismo.

       Rajamim significa entrañas, y de ahí ternura y amor instintivo. El vocablo tiene su raíz en la palabra rejem —el seno materno—, en el que el hijo es concebido y gestado. Para los semitas, la ternura maternal tiene su sede y su origen en el seno materno. Como dice el papa: «Del vínculo más profundo y original, más aún, de la unión que liga a la madre con el hijo, se puede decir que este amor es totalmente gratuito y sin ningún merecimiento; y de este modo, establece una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Por eso, es una variante, casi femenina, de esa misma fidelidad masculina hacia sí mismo, indicada por la jesed».

Dios es amor

       Dios es, por consiguiente, la fuente también de ese amor sin freno, más allá de lo razonable, que brota de las entrañas y que solemos atribuir más a la madre porque en ella es más característico y se manifiesta sin rebozo alguno. Así las entrañas maternales resultan ser una revelación necesaria de Dios sin la cual su figura quedaría mutilada.

       Dios es amor, es el título del salmo 103, «la flor más bella del árbol de la fe», como le ha llamado Weiser’6.

       En la plenitud de la revelación, se da la más entrañable definición de que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16).

       El sentido de este enunciado que aparece en san Juan, lo tenemos en las palabras que siguen a continuación: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (y.’ 9). Juan no especula o hace filosofía; constata lo que ha sucedido: Dios es amor y con esto basta.

       Todo lo demás viene a ser o deducción, o comentario, o requisito, o sinónimo de amor. San Agustín reconoce aquí el culmen de la revelación y del pensamiento de Juan: «Aunque no se dijera absolutamente nada más en las páginas de la sagrada Escritura y solamente oyéramos de la boca del Espíritu santo que Dios es amor, nos bastaría»’7.

       Juan que es un místico, un contemplativo, que reclinó su cabeza sobre el pecho del Maestro, da esta definición, sacada del fruto de su contemplación de las manifestaciones de Dios, a través de la historia, y de todo lo que vio y palpó acerca de la Pala¡ bra de la vida (1 Jn 1, 1-4).

       En estos ejercicios espirituales hemos de aprender a reclinar’ nuestra cabeza sobre el pecho de Jesús y a sentirnos y sabernos cada uno «su discípulo amado».

       La expresión, «el discípulo al que amaba Jesús», se encuentra cinco veces en el evangelio (13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7.20). En el 13, 25 añade que se recostó sobre el pecho del Señor. Pero sólo en 21, 20 a la expresión «el discípulo al que amaba Jesús», se une una doble determinación: «El que le seguía y el que en la cena se recostó sobre el pecho».

       Esta segunda determinación explica la primera. Explica de qué manera —distinta del modo que sigue Pedro a Jesús— seguirá Juan siempre al Maestro: como un testimonio, como el que recostó su cabeza sobre su pecho. Así se pensaba que permanecería en la Iglesia hasta que el Señor volviese, porque se creía que Juan no iba a morir. Fundado en esto, presenta san Agustín las vocaciones respectivas de Pedro y Juan, como modelos de vida activa y contemplativa. La tradición patrística griega utiliza un solo nombre para expresar la vocación del discípulo amado, epistethios; título honorífico que significa el que se recostó sobre el pecho de Jesús.

       Orígenes quiso demostrar lo importante que es pasar de la letra y buscar el sentido espiritual, el profundo e insondable de la Escritura. Por eso, leyendo más allá de lo escrito, describe la relación personal del discípulo amado con Jesús en la última cena, cuando estaba sobre el pecho del Señor, uniendo esta escena con la de Jesús vuelto hacia el seno del Padre (Jn 1, 18). Sólo así el verdadero discípulo puede comprender el misterio de Jesús que viene del Padre.

       El amor es el atributo que mejor da a conocer la naturaleza divina, el que Dios ha manifestado plenamente en la vida de los hombres, y esto es tan gran verdad, que Juan no lo considera aquí como un atributo, sino como la expresión de la misma naturaleza de Dios.

       Si Dios es amor, el hombre creado a su imagen es un ser amante.

       Dios es Padre, y su amor es, por lo tanto, paternal. A nosotros se nos exige solamente una conducta filial. En eso consiste la santidad y todo el sermón del monte está proclamado para probarlo. Así, se nos dice: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44.45).

       Tenemos que orar con confianza porque nuestro Padre sabe lo que necesitamos (Mt 6, 8), y lo mismo la limosna, que la oración, que el ayuno, hay que hacerlo en lo oculto, porque nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará (Mt 6, 4.6.18). Y hemos de perdonar a los hombres sus ofensas para que también nos perdone a nosotros nuestro Padre celestial (Mt 6, 14).

       Nuestra conducta filial, nuestro deber de hijos, consistirá en ser misericordiosos (Lc 6, 36), en ser perfectos (Mt 5, 45) como nuestro Padre.

       En esa actitud filial reside la santidad que fue vivida plenamente por Jesucristo: «Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 10). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

       Jesús es nuestro único modelo de conducta, por eso debemos tener sus mismos sentimientos (Flp 2, 5) y amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (Jn 13, 34; 15, 12); pero no se trata de una mera imitación sino de una transformación en Cristo. El apóstol «sufre hasta ver a Cristo formado en sus fieles» (Gál 4, 19), «mientras nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa» (2 Cor 3, 18).

       El mismo discípulo amado, al hablar de la gloria que vio en Jesucristo (1, 14), se refiere más que a sus milagros, a su condescendencia, a su paciencia con los discípulos, a su misericordia, a su amor. Un padre de la época subapostólica escribe que en los atardeceres fríos de Palestina, cuando Jesús y los apóstoles se acostaban en los descampados para dormir a la intemperie, alguno de ellos vio cómo el Maestro se despertaba y pasaba junto a cada uno de ellos y los tapaba. Probablemente allí y en situaciones semejantes, llenas de la ternura infinita de su Rabí, aprendió Juan que Dios es amor. También nosotros lo hemos aprendido en la historia de nuestra pobre vida, en todas las circunstancias de nuestra existencia, en el calor y en la luz de la oración de cada día.

       En Jesucristo se ha encarnado el amor de Yahvé para con los débiles, la blandura materna de nuestro Dios. Ha sido compasivo con los pobres, con los pecadores, con los marginados y ante ellos se conmocionaba en sus entrañas, en sus splagjna que es la traducción griega del hebreo rajamin. Se ha llegado a afirmar que la emoción visceral de Jesús ante el hombre necesitado es el nuevo testamento de la compasión de Dios, la revelación definitiva de la entrañable misericordia, de las entrañas maternas del Dios de Israel. El término splagjnon se utiliza siempre y sólo en los evangelios en referencia a Jesús como una característica de su actuación, designando de este modo un atributo del obrar divino.

       Jesús es la encamación del amor del Padre. Un antiguo escrito cristiano parafraseando al cuarto evangelio (1, 14) escribe: «El amor del Padre se ha echo carne en él»’9.

       Santa Teresa de Jesús ha vivido la experiencia de ese amor que nos tiene el Señor: «Siempre que se piense de Cristo nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene: que amor saca amor... Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo»20.

       Siempre Jesucristo será nuestro modelo, puesto que en él se encarnó toda la misericordia de Dios (Tit 3, 4-7). De modo expresivo, en todos los evangelios sinópticos, se reservan para Jesucristo, o para los personajes que lo simbolizan, expresiones como «tuvo compasión», «se conmovió en sus entrañas», «se conmocionó del todo». Así, ante el leproso (Mc 1, 40-42); antes de la multiplicación de los panes, ante la muchedumbre que le seguía (Mc 6, 34; 8, 1.2); ante el dolor de la viuda de Naín (Lc 7, 12); ante los pobres ciegos de Jericó (Mt 20, 34); o ante la muchedumbre que se encuentra como oveja sin pastor (Mt 9, 36-38).

       Verdaderamente, en Jesucristo se desvela el secreto del amor de Dios (Jn 1, 18), y él mismo nos ha dicho «que no existe mayor amor que dar la vida por el que se ama» (Jn 15, 13).

       Un Dios perdonador es algo realmente desacostumbrado en las demás religiones. En el mundo griego la divinidad es un ser soberanamente impasible, indiferente a la vida de los hombres.

       El Dios de Jesús lo ha revolucionado todo; es un ser que está por encima de los méritos y de las buenas obras, y para quien los pecadores y los desgraciados, son los preferidos. Al hombre pagano, esto le resulta inconcebible; prefiere un Dios que castigue a un Dios que perdone. Sin embargo, el Dios que aparece en el evangelio, en la doctrina y en la vida de Jesucristo, es un Dios, cuyo poder y cuya justicia, están siempre condicionados por la misericordia, por la ternura; un Dios en el que todo su poder se desarrolla en el amor, en el perdón. Esa es la petición del salmista: «Acuérdate, Yahvé, de tu ternura y de tu amor que son eternas» (Sal 25, 6). De su amor, se acuerda el Señor cuando perdona, cuando ante el pecador se conmueven sus entrañas (Jer31, 20), cuando del pecado no vuelve a acordarse (Jer 31, 34). Se olvida de nuestros pecados al arrojarlos al fondo del mar (Miq 7, 19), y cuando los limpia y los borra (Is 43, 25), o cuando ni los apunta (Sal 32, 1.2).

       Cuando el orante pide a Yahvé que «cree en él un corazón puro» (Sal 51, 12), usa el verbo hará exclusivo de Dios y designa el acto por el que da existencia a algo nuevo, como aparece en Gén 1, 1 para describir la creación, sacando a los seres de la nada. El corazón pecador del hombre ha sido renovado. Del pecado perdonado ya no queda ni el recuerdo. El amor de Dios ha realizado el milagro. El hombre ha sido hecho criatura nueva, hijo de Dios.

       Según el testimonio del antiguo testamento, Dios libremente y por la sobreabundancia de su amor ha hecho una opción por el hombre, se ha comprometido con él y con su historia y ha querido ser afectado por las vicisitudes de los hombres. Es un Dios que sufre con el pueblo y por el pueblo, porque lo ama. Sus entrañas se conmueven por Israel, en una extraña pero admirable mezcla de amor y dolor salvíficos (Jer 31, 20; Os 11, 7-9).

       Las entrañas de Dios se conmueven, Jesucristo se conmocionó del todo, por eso san Pablo aparece siempre conmovido cuando habla de ese amor: «Me amó y se entregó a la muerte por mí!» (Gál 2, 20; Rom 8, 35). Nos invita a observar nuestra vida y los miedos que en ella se anidan: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligros, tristezas, complejos... Nada de esto puede resistir al amor de Dios. Toda esta situación, estos sufrimientos, hemos de ponerlos a la luz del pensamiento y de la realidad de saber que Dios nos ama.

       San Pablo se siente conmovido al hablarnos del amor de Dios, de Jesucristo.

       Nosotros también estamos conmovidos, conmocionados. La conmoción es la respuesta más digna del corazón humano, ante la manifestación de un gran amor. Es lo que produce mayor bien a quien la recibe y ninguna palabra puede sustituirla. Es abrir nuestro propio corazón al de Cristo y al del hermano. Es algo íntimo ante lo que se siente pudor, pero no se puede esconder por completo sin privar al otro de algo que le pertenece porque ha nacido para él. Jesús no escondió su conmoción ante la viuda de Naín, ante las hermanas de Lázaro. Cuando Dios nos da a conocer su amor nos conmocionamos para acogerlo.

       Dios reveló en Cristo su divinidad, pero no en la doxa de una figura divina (Flp 2, 6), sino vaciándose de ella, en la kenosis de una figura de siervo (Flp 2, 7), revelando a la vez la sobreabundancia de su gracia (Rom 5, 20). Así mostró Dios el amor más grande: dándose en la entrega del Hijo.

       Ya hemos dicho que Dios no es indiferente al hombre ya que la Palabra se hizo carne. La única motivación: el amor; la única finalidad: nuestra salvación, nuestra felicidad. Pero, aún más asombroso e incomprensible es el camino que Dios elige: la entrega del Hijo, la cruz, como si quisiera que el Crucificado asumiera todo el sufrimiento del mundo. ¿No es este el acto supremo de compasión? Mirando desde el Crucificado, al Dios que estaba en él, no podemos afirmar, sin más, que Dios es inmutable e impasible (en el sentido de la filosofía griega), que es mdiferente al sufrimiento del hombre, al dolor de Jesucristo. Más bien, al contemplar la incomprensible dimensión que asume el compromiso (libre y amoroso) de Dios con el hombre en la encarnación del Verbo y en la locura de la cruz, tendremos que afirmar que Dios ha querido dejarse afectar por la historia del hombre y, con el amor compasivo de un padre, comparte el sufrimiento de sus hijos. Pero no para perderse a sí mismo en dicho sufrimiento, sino para transformarlo en resurrección por la fuerza de su amor.

       El Dios de la Biblia es un apasionado por el hombre. No le da lo mismo que el hombre se cierre ante él o se abra, que esté mudo o sea comunicativo, que no confíe en él o que sepa de quien se ha fiado. Nicolás Cabasilas, un teólogo ortodoxo del siglo XIV, afirma que Dios es manikos eros, es una locura de amor.

DÉCIMA MEDITACIÓN: AMARÁS AL SEÑOR TU DIOS CON TODO TU CORAZÓN, CON TODA TU ALMA...

“Jesús le contestó al escriba: el primer mandamiento es: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es:

amarás a tu prójimo como a ti mismo”(Mc 12, 29-31).

“Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó”(1 Jn 3, 23).

Si Dios es amor, el hombre ha de amarle del todo, como se manda en Dt 6, 4-9: «Escucha Israel: Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes; las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio ante tus ojos, las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas».

       Uno de los mitsvot —mandamientos— más importantes, y que se ha de cumplir diariamente, es el que se refiere a los tefilin. Son cajitas de cuero que contienen, escritas en pergamino, cuatro secciones de la torá: Ex 13, 7-10, sobre el deber de acordarse de su liberación del yugo egipcio; Ex 13, 14-16, la obligación de informar a los hijos de todo lo que Yahvé hizo con ellos en Egipto; Dt 6, 4-9, el shemá: proclamación de la unidad de Dios, a quien hay que amar del todo; y Dt 11, 13-21, Dios recompensará a los que observen su preceptos y castigará a los que no los cumplan.

       Una de las cajitas se pone en el brazo izquierdo, para que descanse cerca del corazón, sede de las emociones, con una correa de cuero, enrollada alrededor de la mano izquierda, y del dedo medio, para simbolizar el anillo nupcial, es decir, los esponsales de Yahvé con Israel (Os 2, 21.22).

       Otra cajita se coloca encima de la frente, para que descanse sobre el cerebro. Otra sobre las puertas, para que al salir o entrar, al tocarla —besándose después la mano— dirija nuestros actos y nuestros pasos. A esta se llama mezuza.

       En los evangelios sinópticos se da un gran relieve a este texto, que se llama el gran mandamiento, mandamiento el más importante del antiguo testamento, y que sólo se encuentra en el Deuteronomio. En el libro de los Reyes, aparece una expresión equivalente (2 Re 23, 25), hablando del piadoso rey Josías: «No hubo antes que él ninguno que se volviera de ese modo a Yahvé (el verbo hebreo sub, volverse, aquí significa amar) con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza».

       Toda la religión revelada se resume en este precepto, que el judaísmo lo considerará como la esencia misma del antiguo testamento. El shemá: Escucha, Israel, es una profesión de fe, como un credoS7i aba —añadiéndole Núm 15, 37-4 1— dos veces al día, antes de salir el sol y después de puesto. No se podía decir en lugar impuro, pero sí en cualquier posición, lavadas las manos y usando filacterias. Las filacterias hay que llevarlas en la frente, ante los ojos, en las manos y en el corazón, es decir, en la fuente más profunda y personal del amor. La religión de Yahvé, concebida como amor, es totalitaria, exclusiva.

       En Ex 20, 5 al presentar a Yahvé como Dios celoso, ‘el qanna, insiste en la relación exclusiva que liga a Israel con su Dios. Pero es en Dt 6, 5 donde se expresa esta exigencia de exclusividad: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo...». Yahvé es el único absoluto para Israel, y por ello reclama una entrega total.

       La triple repetición del adjetivo kol, todo, requiere el máximo esfuerzo en las tres fuentes del amor. En realidad, tanto el alma, como el corazón, implican ya en sí totalidad. Aquí se refiere a algo que pertenece al hombre entero.

Más que de una imposición, se trata de una respuesta natural al amor infinito que Yahvé ha manifestado para con su pueblo en toda su historia, a través de la elección, de la alianza y de una serie indefinida de beneficios. Es la más sublime de las respuestas.   Respuesta, que su pueblo podrá llevar a cabo, pues es el mismo Dios quien se ha comprometido para que la cumpla: «Yahvé, tu Dios, circuncidará tu corazón, y el corazón de tu descendencia, de modo que ames a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, para que vivas» (Dt 30, 6).

       Hay que amar a Dios, con toda la intensidad, y empleando todas las facultades y cada una de ellas ha de ser asumida por la caridad. El rabinismo’ comentará: «Con todo corazón significa: con las dos inclinaciones, la buena y la mala. Con toda el alma: aunque él tome la vida. Con todas tus fuerzas: con todo tu bien».

        tiempos de Adriano (132-135), cuando se martirizaba a rabí Aquiba, el santo mártir del judaísmo, (su martirio fue en Cesarea, su sepulcro está en Tiberíades), se le oyó rezar el shemá, mientras explicaba a sus discípulos: «Hasta ahora he amado a Dios con todo mi corazón, guardando para él mis sentimientos y afectos, le he amado con todas mis fuerzas, dándole todo lo que poseía: bienes, tiempo..., pero todavía no le había amado con toda mi alma; ahora lo puedo hacer, entregándole mi vida. Ahora que puedo vivir este texto, ¿acaso no debo gozarme en ello?».

       Pienso que ahora, en la plenitud de la revelación, ya en la nueva alianza, cada uno de nosotros, la persona religiosa y el cristiano comprometido, puede decir que ama a Dios con toda su alma, porque le entrega su vida cada día. Nuestra vida es co- mo un martirio.

       Amar a Dios con todo el corazón (leb en hebreo, significa el hombre interior, todo entero) indica no sólo que nuestros afectos han de estar dirigidos a él, sino que toda la realidad interior psicológica ha de tender a Dios.

       El corazón es la sede del pensamiento (Edo 17, 6), de la inteligencia (Prov 16, 21), de los sentimientos (Os 2, 16), de los recuerdos, los proyectos, las decisiones.

       El corazón es la fuente misma de nuestra personalidad consciente, inteligente y libre, y puede ser conocido por los demás hombres de una manera indirecta, por lo que a través de él se manifiesta: el rostro (Edo 13, 25), los labios (Prov 16, 23), los actos (Lc 6, 45).

       En la Biblia se da suma importancia al corazón pues lo que define al hombre es precisamente aquello que proviene del corazón (Mc 7, 21), lo único que Dios valora, no las apariencias (1 Sam 16, 7). Y cuanto Dios desea del hombre es que le entregue su corazón (Prov 23, 26).

       En el mandamiento capital la forma enfática, «con todo el corazón», tan frecuente en el lenguaje semftico, sirve para expresar un amor total.

       Pero el corazón humano es débil (Jer 5, 23) y, muchas veces, tiene doblez (Os 10, 2); por eso el hombre necesita, para encontrar a Dios, presentarse ante él con un corazón contrito y humillado (Sal 51, 19), y Dios, compadecido, nos dará un corazón nuevo (Ez 36, 26). Este corazón nuevo, de carne, es el que nos permitirá conocer a Dios (Mt 5, 8), y hará que en nosotros esté siempre la alegría (Rom 5, 5).

       Hay que amar a Dios con toda nuestra alma (en hebreo nefes, evoca la idea de movimiento del apetito, emoción vehemente, pasión). No se refiere al alma como algo separado del cuerpo, sino como parte integrante del hombre. Hay que amar a Dios desde la esencia de nuestra condición de hombres, con toda nuestra vida, ya que el alma es el signo de la vida.

       Nuestro yo está en el alma. Ella es la caja de resonancia de la persona entera y por eso es afectada por todos los fenómenos vitales: tiene hambre (Sal 107, 9), desfallece (Sal 42, 6), tiene sed (Sal 63, 2).

Del alma procede la alegría (Sal 35, 9), el amor (1 Sam 18, 1), la esperanza (Sal 130, 5).

       Los sentimientos del alma son el goce (Sal 86, 4), la turbación (Jn 12, 27), la tristeza (Mt 26, 38), el alivio (Heb 12, 3). Está hecha para amar (Gén 34, 3); es capaz de odiar (Sal 11, 5); se complace en los demás (Mt 12, 18); y su fin es bendecir siempre al Señor (Sal 103, 2).

       Amar a Dios con toda nuestra fuerza (en hebreo meod, amplitud, abundancia, exceso) significa amarle con toda nuestra potencia vital, nuestra salud, nuestros bienes, en todo momento y

en toda circunstancia, y con todo lo que poseemos. Todo ello hay que ponerlo al servicio de Dios. El mismo es quien da la fuerza (Sal 18 y 62; Flp 4, 13).

       los que son misericordiosos con los demás, porque Dios será misericordioso con ellos» (Mt 5, 7). Tal es la transcripción literal de esta bienaventuranza en la que también se ha usado el pasivo divino, utilizado por los judíos para no tener que pronunciar el nombre de Dios.

       J. Jeremias3 escribe «que aunque es verdad que Jesús utilizó sin dificultad el nombre de Dios (Mc tiene 35 ejemplos en sus palabras, Mt 33 y Lc 65), se acomodó notablemente a la costumbre de la época, al hablar de la acción de Dios por medio de

circunlocuciones».

       Para observar con la mayor minuciosidad posible el segundo mandamiento (Ex 20, 7; Dt 5, 11), y evitar cualquier abuso del nombre de Dios, se había prohibido, ya antes de Cristo, pronunciar el tetragrama santísimo: Yahvé.

En las palabras de Jesús encontramos muchas circunlocuciones (utilizadas ya en el antiguo testamento para nombrar al innombrable: homa —sabiduría—, menra —palabra—, sekinah—presencia—) y entre ellas la principal es el uso del pasivo divino; aparece casi cien veces. Muchas palabras de Jesús no adquieren pleno sentido sino cuando nos damos cuenta de que la forma pasiva está indicando veladamente la acción de Dios.

       Los hombres deben mostrarse misericordiosos con los demás, del mismo modo que Dios lo hace con todos. Hemos de imitarle, hemos de tomar ejemplo de él. El hombre ha de mostrarse misericordioso para alcanzar él mismo la misericordia, para conseguir la felicidad futura.

       Entre la misericordia de Dios y la de los hombres, ha de haber una relación muy especial. La misericordia divina entraña una obligación para con el hombre, que ha de conformarse a la conducta de Dios: el hombre debe seguir su ejemplo y mostrarse misericordioso como él.

       El Dios de la misericordia la exige a sus fieles; en Miqueas, quien la practica, se hace verdadero fiel (6, 8), y en Oseas tiene más importancia que los sacrificios (6, 6).

       El nuevo testamento prolonga esta doctrina y le da plenitud, ya que es en Jesucristo donde se ha encarnado la misericordia (Tit 3, 4-7), pues Dios se ha hecho hombre para llegar a ser más misericordioso (Heb 2, 17; 4, 15), capaz de mostrarse compasivo con los ignorantes y extraviados, ya que también él está rodeado de debilidad. ¡ Cómo será Dios de misericordioso con nosotros, si él se ha rodeado de debilidad al tomar carne, al hacerse hombre!

       Jesucristo proclama constantemente la misericordia: con sus palabras y con su vida. En la cruz, lo primero que hace es pedir perdón para los que le maltratan y, además, los excusa, diciendo que no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Si pensásemos profundamente en esto, nosotros seríamos capaces también de excusar y perdonar.

       Existe una especie de ley de talión en la misericordia: Dios la usará con los hombres, tanto como ellos la usen con los otros hombres. Si somos misericordiosos con los que nos ofenden, comprendiendo que muchas veces no saben bien lo que hacen. Dios será pura misericordia para con nosotros. La ley del talión: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie» (Dt 19, 21), en un mundo en el que la justicia se la aplicaba cada uno, donde no había autoridad suprema estable, donde justicia y venganza eran coincidentes, reprimía el derecho de la venganza, y no era tan dura como a primera vista parece, porque sin ella la ferocidad de las pasiones de los hombres hubiera hecho que se excediesen en la venganza y, así, ésta quedaba limitada a la equivalencia exacta del mal recibido.

       Lc 6, 36 nos propone nada menos que a Dios como modelo para nuestra misericordia, cambiando el «sed perfectos» de Mt 5, 48 en «sed misericordiosos como vuestro Padre». Esta es una característica de Lucas, como se deja ver en la parábola del buen samaritano (10, 25-37), que casi no es más que la descripción de la misericordia del corazón de Jesucristo; y sobre todo el capítulo 15, escrito totalmente para remachar que Jesucristo es la gran misericordia. Con razón Dante4 ha llamado a san Lucas «el evangelista de la misericordia de Cristo» En esta línea está la expresión que condensa todo su evangelio: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (19, 10); «y no hay salvación en ningún otro; pues ningún otro nombre debajo del cielo ha sido dado a los hombres, para podernos salvar» (Hech 4, 12).

       El adjetivo eleemon (misericordioso), usado así en esta bienaventuranza, aparece solamente una vez en el nuevo testamento (Heb 2, 17); sin embargo el sustantivo eleos (misericordia) se encuentra 20 veces, tres de ellas en Mt: en 9, 13 al término del banquete en casa de Leví, junto con la respuesta que da a los fariseos, escandalizados al verlo en la mesa con los pecadores. Jesús les cita a Os 6, 6, para recordarles la primacía absoluta de la misericordia sobre los holocaustos y sacrificios. En 12, 7 recuerda el mismo texto de Oseas, en la escena de las espigas. Los fariseos reprochan a los discípulos no guardar el reposo sabático, pero el Maestro afirma su inculpabilidad. Dios exige, sobre todo, la misericordia con el prójimo, y para ello, lo primero que debe evitarse son los juicios temerarios; les advierte de la gravedad que implica condenar a los inocentes. Y en 23, 23, al anatematizar a los fariseos, enseña que la misericordia es lo más importante de la ley, aunque nombra también la justicia y la buena fe (en el paralelo de Lev 11, 42 añade: amor de Dios). Para el Señor, lo esencial es la misericordia.

       La misericordia de Dios tiene también función de ejemplaridad. Además de que, ya lo hemos dicho, se da una especie de ley de talión: si el hombre es misericordioso con los otros, Dios lo será también con él (Sal 18, 26-27; Mt 6, 12-14).

       La virtud de la misericordia no es un sentimiento, sino una actitud práctica que se debe traducir en algo positivo: compartir con el necesitado, condescendencia con el débil, perdón al que nos ha injuriado, servicio al prójimo, disponibilidad. Es una virtud opuesta al egoísmo, y está impregnada de generosidad.

       La misericordia es algo más que la compasión del corazón; es la solidaridad y el compromiso eficaz con el prójimo. El paradigma de la doctrina de Jesucristo sobre la misericordia, es decir, sobre la práctica evangélica del amor fraterno, lo tenemos expuesto en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) y en la del juicio final (Mt 25, 3 1-46). Estas parábolas nos hablan de la misericordia con los pobres y los desgraciados; y la parábola de la oveja perdida y del hijo pródigo nos recuerdan la misericordia con los pecadores. La misericordia ha de ser un compromiso a realizar tanto con el pobre (miseria material), como con el pe¡ cador (miseria espiritual). Los pobres y los pecadores son los privilegiados del Reino.

       Aunque la idea de imitar a Dios está ausente del antiguo testamento, en esta línea de la misericordia divina se dan ciertas recomendaciones a los hombres: como Yahvé hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al forastero, ámale tú también (Dt

10, 18.19).

       Esta obligación impuesta a los judíos de ser misericordiosos con sus hermanos, se hace más imperiosa en el nuevo testamento. San Pedro (1 Pe 3, 8), la recomienda a los fieles, y san Pablo establece la necesidad de ser misericordiosos, al ejemplo de Dios y de Jesucristo (Ef 4, 32; Col 3, 12).

       La actuación primordial de la misericordia es perdonar, y se ejerce con los que nos ofenden. Es natural que haya personas que nos proporcionan sufrimientos —aun sin desearlo—, porque somos pobres, débiles, limitados y, a veces, hacemos el mal incluso pensando hacer el bien. Sucede también, entre los hombres, que se tienden deliberadamente asechanzas unos a otros. La actuación propia de la misericordia será perdonar a todos cuantos nos ofenden y nos hacen sufrir; y de esa misericordia-perdón va a depender la obtención segura para nosotros de la divina misericordia. Dios ha querido que el uso de su misericordia pasase por la misma medida de la nuestra con nuestros deudores, teniendo en cuenta su infinitud y nuestra flaqueza (Mt 7, 1-2). ¡Cómo debemos reflexionar sobre todas estas cosas para comprenderlas en profundidad y para que nos calen hondamente y se conviertan en vida de nuestra vida!

       Cuando juzgamos a otros nos juzgamos a nosotros mismos. Jesús nos exigió no juzgar para no ser juzgados. El anatema que formulamos contra otros, equivale a nuestra condena. A los misericordiosos —que no se atreven a juzgar a los demás— les ha ofrecido Jesucristo la más bella de las recompensas: el no ser juzgados-condenados, al tiempo de comparecer ante el justo tribunal de Dios. El perdón que Dios nos otorga está condicionado —así lo pedimos en la oración dominical (Mt 6, 12)— al nuestro. ¡Cuántas veces enjuiciamos a los demás, sin conocer sus motivaciones, prejuzgándolas, equivocándonos casi siempre! Esta es la manera más fácil de condenarnos a nosotros mismos, pues le estamos pidiendo a Dios que lo haga así con nosotros, cuando condenamos a los demás; le suplicamos que no sea misericordioso, ni compasivo, ni bueno, cuando nosotros no lo somos con los demás...

       Nuestro perdón total para el resto de los hombres, se tornará en indulgencia plenaria para nosotros (Mt 6, 14.15). Parece que no creemos esto cuando nos ensañamos con los demás. Personas que dicen querer ser buenas, ¡qué dureza de juicio tienen! ¿Influirá en ellas la desocupación, la pereza y la ociosidad? El que trabaja mucho no tiene tiempo de ocuparse en enjuiciar vidas ajenas.

       Los santos no juzgan, ni condenan a los demás, sino que los comprenden, los aman y actúan así porque se colocan en el lugar de los otros y piensan que si la misericordia de Dios no hubiese actuado sobre ellos, y hubiesen vivido en otras circunstancias, posiblemente serían peores. Y, por eso, son humildes, comprensivos, bondadosos. Los santos se han sabido santificados por Dios. No se han inventado pecados para poder suplicar la divina misericordia. Teresa de Lisieux ha sabido interpretar claramente la santidad: «A mí Jesús me ha perdonado más que a los santos pecadores, puesto que me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer»5.

       De todos es conocido aquello que se ha dicho siempre: «Lo que hace un hombre, puede hacerlo otro»... Advertencia clarísima para comprender que nadie puede sentirse seguro, sin la gracia divina.

       Esta es la misma doctrina que enseña Jesucristo en la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18, 23-35). Un señor condonó una gran deuda a un siervo; luego, éste no quiere perdonar una insignificancia a un consiervo suyo. «No debías tú, le dice el señor, haber tenido misericordia con tu compañero, como yo la tuve de ti?». ¡Corazón despiadado, que sobre sí acarrea el castigo final! «Porque tendrá un juicio sin misericordia, el que no tuvo misericordia», como de manera tajante se afirma en Sant 2, 13. Esta misericordia, de la que habla Santiago, es la caridad para con el prójimo, especialmente respecto del pobre.

       La misericordia es grata a Dios y hace agradables los sacrificios, obteniendo para nosotros la divina misericordia.

       Toda forma de caridad con el prójimo se incluye dentro de esta misericordia. Dicho aserto se confirma por deducción de lo que en san Mateo se enseña en la apoteósica descripción del juicio final: juicio de condenación para unos y de salvación para otros.

       El de salvación, aunque no lo diga con los propios términos, es un juicio de misericordia, un cántico a esta virtud; los premiados, los benditos, serán aquellos que hayan puesto en práctica lo que se llama por antonomasia «obras de misericordia». «Venid los benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me disteis posada; desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a mí» (Mt 25, 34-36).

       Esta enumeración está inspirada en la quemilut hosadim que los rabí llamaban obras de misericordia. Para rabí Simeón el justo (siglo III a. C.), ellas, con la torá y el culto, forman las tres columnas que sostienen el mundo6.

       Y rabí Simlaí (siglo III) decía que la observancia de estas obras se encontraba tanto al principio de la ley, como al final, pues al principio de la torá, Dios viste a nuestros primeros padres que estaban desnudos (Gén 3, 21) y al fin de la misma torá, Yahvé sepulta a Moisés (Dt 34, 6).

       La misericordia es el común denominador de las seis obras por las que los hombres serán juzgados: hambre, sed, sin morada, desnudo, enfermo, encarcelado. En Mateo se insiste en la solemnidad del juicio (25, 31), en la universalidad (y. 32) y en su carácter cristológico (dice mi Padre y mis hermanos: y. 34.40), para subrayar la importancia decisiva de las obras de misericordia. Sobre ellas recaerá el juicio de Dios. Con esta doctrina, Jesucristo se opone radicalmente a los fariseos, que condenaban irremisiblemente a los que no compartiesen su ideal. El misericordioso ni juzgará ni condenará, y de este modo él tampoco será condenado por Dios (Mt 7, 1.2).

       He ahí la misericordia, en especial para nuestros deudores. Misericordia en general para toda necesidad, en relación a toda miseria humana. Misericordia de proyección universal ante la estrecha concepción de los fariseos, que limitaban su ejercicio a los de su raza o a los de su secta, llegando la escuela rabínica a establecer el principio de que estaba prohibido manifestar misericordia hacia el ignorante de la ley.

       Misericordia sin límites en el objeto, sin límites en su destino, sin límites en sí misma, como originada en la infinita misericordia de Dios. Misericordia, floración de la caridad y de la gracia, difundida por Dios en los corazones de los hombres (Rom 5, 5).

       De todo lo dicho se desprende que Dios actuará con nosotros tal como nosotros hayamos actuado con los demás, según hayamos juzgado a nuestros hermanos y según como les hayamos tratado, en todas sus necesidades espirituales y materiales. Si fuimos dulces para consolar, finos para alegrar, desprendidos para atender a otros más pobres que nosotros... En una palabra, si nuestras actitudes han sido de misericordia, el juicio divino sobre nosotros el último día será también misericordioso.

       Queremos, igualmente, poner de relieve que en la parábola del deudor sin entrañas (Mt 18), en la que no se habla de misericordia sino de paciencia (y. 26.29), en el reproche que constituye la conclusión, dice: «j,No debías tú también tener misericordia de tu compañero como yo la tuve de ti?» (y. 33). El siervo debía haber imitado la conducta de su señor, y por no hacerlo, éste cambia su misericordia en cólera y castigo (y. 34). Pero todavía podemos ir más lejos, y fijarnos en el final de la parábola, donde se exige un perdón total para cada uno de los hermanos (y. 35), si queremos que nos perdone del todo nuestro Padre celestial. Es un modo de proclamar que la conducta del hombre determinará la de Dios. Esta línea de Mateo aparece también en la oración principal. Insiste en la petición del perdón. Se pide a Dios que nos perdone, así como nosotros —en la misma medida que perdonamos (6, 12)—; mientras en Lucas se dice «perdónanos porque también nosotros perdonamos» (11, 4). Por eso, el primer evangelista continúa: «Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os las perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (y. 14). Todo esto explica la importancia del perdón para comprender la misericordia en san Mateo.

       Volviendo de nuevo a la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18, 23-35), se puede profundizar más en qué consiste este perdonar sin límites las faltas del otro. El camino lo tenemos en toda la historia de la salvación y Dios mismo es el ejemplo de la paciencia en la cólera, de la generosidad en la misericordia. El hombre que quiere practicar la misericordia a ejemplo de Dios, no debe estar solamente inclinado a perdonar, sino también a ejercer la misericordia respecto a los miserables. Las obras de misericordia fluyen de la compasión ante la miseria humana. Las obras de misericordia son absolutamente indispensables en la vida del cristiano y constituyen incluso el criterio absoluto de la distinción entre los justos y los injustos en el juicio final.

       Todas estas obras de misericordia, recordadas explícitamente en el juicio final (Mt 25, 35.36), se sitúan en el campo de las relaciones interhumanas. En la concepción cristiana, la misericordia es soberanamente independiente de todo sistema político-social donde se vive, y siempre el hombre encuentra en él la posibilidad de ejercer una obra de misericordia. Nunca las estructuras podrán pretender absorber o reemplazar las relaciones interhumanas. Los cambios de estructuras, siempre necesarios cuando se pueda, no deben ser jamás para el cristiano una excusa para eludir las obras concretas de la misericordia.

Cambiar el corazón para transformar el mundo

       No olvidemos que no hay estructuras sin personas, sin hombres concretos. «Cambia el corazón del hombre y lo otro vendrá por añadidura».

       La clave de todo cambio social es el hombre. Las estructuras, las normas de vida, las leyes no tienen eficacia por sí mismas. Son una ayuda. Nunca podrán suplir al hombre. Es el hombre —la persona— el que debe cambiar para asegurar la transformación que deseamos. No podemos transformar el mundo sin poner de nuestra parte el esfuerzo y el sacrificio indispensable para hacernos mejores.

       Este ejemplo nos muestra que para cambiar las estructuras y conseguir un mundo nuevo, el camino eficaz es revestirse del hombre nuevo, crearlo, hasta alcanzar una asimilación vital con el modo de pensar y vivir de Jesucristo (Col 3, 10); es «despojar- se del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias y renovar el espíritu de su mente, revistiéndose de Jesucristo» (Ef 4, 22-24); es realizar la nueva creación (2 Cor 5, 17), o vivir la nueva vida (Rom 6, 4). El hombre que vive de ese modo transforma todas las relaciones humanas, económicas, religiosas, familiares, sociales, políticas. Por eso, transformar al hombre es lo mismo que transformar el mundo. Porque el hombre es lo primero; «las intimaciones proféticas, escribe Kahlefeld7, no tienden a transformar el mundo, como tampoco el mensaje de Jesús a los pobres intentaba cambiar el mundo. Pretende, más bien, la transformación del hombre, pero no del hombre en general, sino del individuo insustituible al que se dirige y cuya obediencia reclama». Y en los mismos documentos del CELAM8 se afirma: «La originalidad del mensaje cristiano, no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras sino en la insistencia en la conversión del hombre, que exige luego ese cambio».

       Mas, aunque el hombre es siempre el principio y el fin de ese cambio, también es verdad que entre el hombre y el mundo existe una interrelación tan mutua e inevitable que la transformación de ambos debe intentarse a la vez.

       No debemos olvidar que Jesucristo, al unir indisolublemente el amor de Dios con el amor del prójimo, estableció, en el corazón del mismo hombre, las bases del cambio social más profundo y más radical que ha conocido la historia. No hay verdadero amor de Dios, no hay salvación si no se ama eficazmente, si no se hace justicia al prójimo. Cristo se solidariza personalmente con el pobre y el oprimido, a quienes hace sus hermanos preferidos. Siempre será verdad aquello que, cuanto más nos acercamos a Cristo, tanto más nos acercamos los unos a los otros.

       El padre Foucauld escribía a su amigo Luis Massignon, al final de su vida, en carta de 1 de agosto de 1916: «No hay, creo, palabra del evangelio que me haya producido una impresión más profunda y transformado más mi vida que ésta: ‘Todo lo que hacéis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis’. Si uno piensa que estas palabras son las de la verdad increada, las de la boca que ha dicho: ‘Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre...’, con qué fuerza uno es arrastrado a buscar y a amar a Jesús en estos pequeños, estos pecadores, estos pobres, poniendo todos sus mediosespirituales para la conversión de las almas, y todos los medios materiales para el alivio de las miserias temporales»’°.

       El cristiano no puede pretender su identificación con Jesucristo y usar los medios que ofenden a la justicia. No hemos de luchar los unos contra los otros en el odio, ni estar los unos sin los otros en el egoísmo, sino compartir (2 Cor 8, 13-15), vivir los unos con los otros en el amor, en solidaridad mutua y con responsabilidad.

       Es de suma importancia que este servicio al pobre vaya en la línea que nos marca el concilio Vaticano II: «Cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas y no sólo los efectos de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben, se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa, y se vayan bastando por sí mismos»”.

       Lo mismo que en geometría, en la geometría cristiana simbolizada por la cruz, las dos dimensiones horizontal y vertical quedan inseparablemente unidas en un punto. No puede haber verdadera opción vertical sin el amor al prójimo, que implica necesariamente la justicia. Y toda opción horizontal, si es genuina y desinteresada, inevitablemente termina por acercarnos a Dios, por hambrear toda justicia.

       Estas dos dimensiones no son para el cristiano dos regiones paralelas, sino que la una condiciona a la otra. El hombre cristiano, en su unión con Dios, debe encontrar la fuerza para su compromiso social y a la vez sólo establece una auténtica relación con Dios cuando ama verdaderamente al prójimo. Jesucristo expresó su pretensión de relativizar y radicalizar todo al unir el amor a Dios con el amor al prójimo y hacer de este amor el centro de su vida. Demostró que estas dos dimensiones han de ser conciliadas; sin ser idénticas, se condicionan mutuamente. Sólo se sabe qué es la radicalidad del amor cristiano al prójimo si se conoce quién es Dios y si se le ama con todo el ser. La dignidad del hombre está fundada en su orientación a Dios. Solamente cuando se toma en serio al hombre, se sabe algo de Dios y sólo cuando se sabe algo de Dios se puede tomar en serio al hombre y amarlo. De este modo, se condicionan mutuamente el amor a Dios y al prójimo, sin que por eso lleguen a identificarse.Pero, como veremos en el capítulo siguiente, será Jesucristo quien los identificará uniendo indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo.

       Es impresionante la afirmación del doctor Vis ser Hooft, presidente honorario que fue del Consejo ecuménico de las iglesias, sobre esta dimensión del cristianismo: «Un cristiano que perdiera su dimensión vertical, perdería su sal. No sólo sería insípido, sino también inútil para el mundo. Pero un cristiano que use las preocupaciones verticales como un medio de escapar a sus responsabilidades respecto al hombre y a su vida común, sería ni más ni menos que un rechazo de la encarnación... Es tiempo de comprender que todo miembro de la Iglesia que rehúsa prácticamente tomar una responsabilidad respecto de los desheredados, donde quiera que estén, es tan culpable de herejía como los que rechazan tal o cual artículo de la fe».

       Para terminar esta densa meditación en la que hemos reflexionado cuál es el mandamiento capital y para impulsarnos más en el amor al prójimo, me permito recordar el doble descubrimiento sobre el amor, confiado por santa Teresa del Niño Jesús. El primero es muy conocido: «Durante la oración mis deseos me hacían sufrir un verdadero martirio: abría las epístolas de san Pablo para buscar una respuesta. Cayeron ante mis ojos los capítulos 12 y 13 de la primera epístola a los corintios. Encontré consuelo en esta frase: ‘Buscad con ardor los dones perfectos y todavía os mostraré un camino más excelente’ (1 Cor 12, 31). El apóstol explica cómo los dones más perfectos son nada sin el amor. La caridad es el camino por excelencia que conduce con seguridad a Dios... Finalmente había encontrado reposo... Comprendí que el amor reúne todas las vocaciones, que el amor es todo; qu abraza todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, qu es eterno»12.

       Es sorprendente notar que, después de esta primera ilumin ción, la santa hacía alusión a un segundo descubrimiento. Sant Teresa escribe: «Este año, querida madre, el Señor me ha concdido la gracia de comprender qué cosa es la caridad; primero lo comprendía, es verdad, pero de un modo imperfecto; no había profundizado estas palabras de Jesús: ‘El segundo mandamiento es semejante al primero: amarás al prójimo como a ti mismo’. Me dedicaba sobre todo a amar a Dios y amándolo he comprendido que el amor debe traducirse no sólo en palabras, porque: ‘No aquéllos que dicen: ¡Señor, Señor! entrarán en el reino de los cielos, sino más bien aquellos que hacen la voluntad de Dios’. Esta voluntad, Jesús la ha hecho conocer varias veces... Pero en la última cena... El quiere dar un mandamiento nuevo: ‘como yo os he amado a vosotros, amaos el uno al otro’... Cuando el Señor había mandado a su pueblo amar al prójimo como a sí mismo, no había venido sobre la tierra; así, sabiendo bien hasta qué punto se ama la propia persona, no podía pedir a sus criaturas un amor más grande para el prójimo. Mas, cuando Jesús da a sus apóstoles un mandamiento nuevo, su propio mandamiento, como dirá en otro lugar, no habla de amar al prójimo como a sí mismo, sino más bien de amarle como él, Jesús, le ha amado, como le amará hasta la consumación de los siglos. Señor, sé que vos no mandas algo imposible; conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes bien que nunca podré amar a mis hermanas, como las amas tú, si tú mismo, ¡oh mi Jesús!, no las amas en mí. Oh, ¡ cómo amo vuestro mandamiento porque me da la seguridad que vuestra voluntad es de amar en mí a todos aquellos que vos mandasteis amar!»’3.

       No se podía, me parece, expresar en términos más claros y al mismo tiempo más simples, aquello que significa la palabra de Jesús en la última cena: «Amaos como yo os he amado», revelándonos la verdadera dimensión vertical del amor fraterno. No en amar al hombre por Dios, sino que Jesucristo lo ame por mí, a través de mí.

       Esta misma doctrina la encontramos en el concilio Vaticano II: «Cristo, revelando el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. El cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos recibe las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor»’4. «El pueblo mesiánico tiene por ley el nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amó a nosotros (Jn 13, 34)»15•¡Qué vacío tan inmenso hay en el corazón del hombre cuando éste no se encuentra lleno del amor de Dios! Deberíamos releer y contemplar, escuchar de la boca de san Agustín estas palabras:      «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera y así por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tu creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que si no estuviesen en ti no existirían. Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré y ahora te anhelo; te saboreé y tuve hambre y sed de ti; me tocaste y me quemé de ardor por la paz que tú me diste.

11ª.  JESUS UNE AMO A DIOS Y A LOS HOMBRES

“Se levantó un legista y dijo para ponerle a prueba: Maestro ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿cómo lees? Respondió: Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Díjole entonces: bien has respondido. Haz eso y vivirás” (Lc 10, 25-28).

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los Otros”(Jn 13, 34).

       Uno de los signos de los tiempos se manifiesta en el hambre y sed de justicia que siente hoy, de modo singular, todo cristiano comprometido. Es tender a la perfección, cumplir la voluntad de Dios que llama siempre a una sobreabundancia que rebasa lo propuesto en las leyes y en los mandamientos.

       Pero, este hambre y sed de justicia, que nos exige para ser perfectos, no ha de circunscribirse sólo a nosotros. Hay que hambrear el reino de Dios, su gracia, la justicia para todos los hombres. No podemos guardarla para nosotros mismos, porque eso demostraría que no teníamos verdadera hambre y sed de justicia.

       Ya los profetas, en nombre de Dios, nos exigen hambrear esa justicia para todos, haciéndonos ver la imposibilidad de rendir un culto a Dios limpio y auténtico si nos desentendemos de nuestros hermanos. Dice el profeta Jeremías: «No os creáis seguros con vuestras palabras engañosas. No os llenéis la boca diciendo:

el templo del Señor» (7, 4). Eso no vale, si no se traduce en la práctica en justicia y caridad. Y Amós, el profeta que más fustiga el pecado cometido contra los hombres, dice cómo a Yahvé le desagradan los sacrificios y ofrendas si no van acompañados con buenas obras (5, 2 1-24).

       Las prácticas cultuales se habían convertido en un tranquilizante de las conciencias, como ha sucedido muchas veces en la historia de la humanidad. Todo comenzó en el siglo XI antes de Jesucristo, con un episodio que enfrentó al profeta Samuel con el rey Saúl. Este, en lugar de exterminar todo el botín recogido en la guerra, como era la voluntad de Yahvé, se sirve de él para ofrecer sacrificios al Señor. Esto hace exclamar a Samuel: «,Acaso se complace Yahvé en los holocaustos y sacrificios, como en la obediencia a sus palabras?, mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros» (1 Sam 15, 22).

       Los profetas han puesto de relieve que el culto no puede ir acompañado de injusticias manifiestas. No se puede compaginar «el menudear en la plegaria, si las manos están llenas de sangre» (Is 1, 15). De ese modo no se agrada a Yahvé, se le irrita. Han escrito que el Mesías vendrá no sólo a liberarnos del pecado sino también de todas las injusticias: «Para que fluya el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne» (Am 5, 24); por eso dice Yahvé: «Haced justicia cada mañana, y salvad al oprimido de la mano del opresor, so pena de que brote como fuego mi cólera» (Jer 21, 11.12); «el ayuno que el Señor quiere consiste en desatar los lazos de la maldad, dar libertad a los oprimidos, partir con el hambriento el pan» (Is 58, 6.7); «hacer justicia al huérfano, librar al débil del más fuerte, al pobre de su explotador» (Sal

10, 18; 35, 10).

       Hay, pues, a lo largo del antiguo testamento identificación entre la justicia y la defensa de los pobres. «Practicad el derecho y la justicia y librad al oprimido de las manos del opresor» (Jer 22, 3). «El que es justo, no oprime a nadie, no comete rapiña,

da su pan al hambriento y viste al desnudo, aparta su mano de la injusticia» (Ez 18, 5-9). La conversión de un hombre se realiza cuando deja de explotar al pobre y acude en su defensa (Ez 18, 30.3 1; Os 12, 7).

       Dios eligió a Abrahán para que enseñase a su descendencia a practicar la justicia (Gén 18, 19), a buscar a Yahvé y a cumplir sus palabras, ya que «los que buscáis la justicia, buscáis a Yahvé» (Is 51, 1), y «justicia es la palabra de Yahvé» (Sal 33, 4.5).

       El rey, al igual que Dios, ha de gobernar con justicia a su pueblo: «Hará justicia a los humildes del pueblo, salvará a los hijos de los pobres» (Sal 72, 1-4).

El eco de esta liberación resuena todavía con más vigor en el nuevo testamento, ya desde el Magnificat de la Señora (Lc 1, 52.53), para aprender qué significa aquello de quiero misericordia y no sacrificio (Os 6, 6; Mt 9, 13), y se insiste en no descuidar lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia, la fe (Mt 23, 23), en vivir para la justicia (1 Pe 2, 24), sin tener miedo aunque tengamos que sufrir algo por causa de la justicia (1 Pe 3, 14), amando a los hermanos, ya que el que no los ama, permanece en la muerte (1 Jn 3, 14) y quien los ama, cumple toda la ley en plenitud (Rom 13, 8-10).

Jesús proclama el reino de Dios interviniendo en la historia concreta de los hombres de su tiempo, asumiendo los dolores y esperanzas de su momento histórico. Anuncia que él está en medio de ellos para actualizar el amor al Padre. Se acerca a los pecadores, a los pobres, a los marginados de su tiempo, y rompe de ese modo con las coordenadas sociorreligiosas de su época, a pesar de las incomprensiones, calumnias y contradicciones que ello le ocasiona.

       Ha dado más importancia al hombre que a la ley. Prefirió la justicia y la misericordia (citando Os 6, 6) a los ritos cultuales y a los sacrificios. Trajo una escala de valores nueva predicando el perdón y el amor.

       Relativiza el valor absoluto de la observancia religiosa, y reivindica que el acceso al Padre está en el servicio al pobre donde Dios se esconde de forma anónima. A este servicio, debe subordinarse la práctica del culto y el mismo ejercicio necesario de la oración.

       Jesús dice: «Si llevas tu ofrenda al altar y recuerdas que tu hermano está contra ti (por lo que haces o por lo que con tu negligencia dejas de hacer), deja allí la ofrenda, y no la presentes hasta que no te reconcilies con tu hermano» (Mt 5, 23.24). «Cuando os pongáis de pie a orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas», añade el mismo Señor (Mc 11, 25). Toda la Escritura nos advierte de esta unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo: «Si alguno, que posee bienes en la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en el amor de Dios?, hijitos, no amemos de palabra y de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 17.18).

       La antigua concepción de la justicia —el justo era recompensado en la medida de sus buenas obras y el pecador castigado en el grado de sus pecados— causaba malestar a muchos de la época de Jesús. El judío de entonces, dada la nueva sensibilidad, consideraba insuficiente la moral del antiguo testamento, fundada en la división simple de los hombres en justos y pecadores. Además, ¿hasta dónde y hasta quiénes llegaba el amor y la misericordia de Dios?

       Jesucristo enseñará: «Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 14.15). Ya en un libro tardío del antiguo testamento, encontramos la mejor síntesis de esta nueva ética: «Rencor e ira son también abominables, esa es la propiedad del pecador. Recuerda los mandamientos y no tengas rencor a tu prójimo, recuerda la alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa» (Edo 27, 30; 28, 7). Y un rabino, de unas décadas después de Jesús, considera igualmente el comportamiento caritativo hacia el prójimo como condición indispensable para reconciliarse con Dios: «Las faltas cometidas por un hombre contra su prójimo, no las perdonará el día de kippur —expiación—, a menos que se reconcilie con el prójimo».

       El amor al prójimo merece la recompensa divina, como enseña Jesús al final del sermón del monte (Mt 7, 1.2; Lc 6, 37.38). Estos textos tienen un importante paralelo con la carta de san Clemente Romano, del año 96, citando unas palabras que atribuye al Señor: «Sed misericordiosos y encontraréis misericordia; perdonad y se os perdonará; según hagáis, se hará con vosotros; según deis se os dará; según juzguéis se os juzgará; según hagáis el bien se os hará bien a vosotros: con la medida que midáis se os medirá a vosotros».

       De aquí, que no se pueda separar conversión personal y reforma de estructuras injustas. La primera es fundamental, pero no será auténtica si no nos lleva a vivir sus consecuencias.

       La justicia-santidad de la bienaventuranza comienza por la conversión del corazón transformando a las personas. Jesús enseñó  que el reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17, 21), y

que hay que renacer para entrar en el Reino (Jn 3, 5). Hay que revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4, 24).

Mas esta justicia-santidad tiene una dimensión social. Todas las realidades humanas, la cultura, la economía; todas las relaciones sociales, la familia, la sociedad; todo ha de ser redimido y santificado. El magisterio de la Iglesia insiste especialmente en esta doctrina como lo ha proclamado el papa Juan Pablo II en Brasil, en Puebla y en santo Domingo: que la construcción del reino de Dios es inseparable del trabajo por la justicia; que la santidad cristiana exige el servicio al pobre y el compromiso por su liberación integral.

       Esta justicia-santidad que tiene una dimensión social, y que entraña la liberación integral del hombre, no sólo exige el esfuerzo y el compromiso del cristiano, sino que lleva consigo una bendición de Dios en esta vida como germen de promesa futura. Tenemos que desearla y ponerla en nuestra oración de petición. Oran

do nos abrimos al Dios que llena nuestros límites y espolea nuestro compromiso. De ese modo nos dejamos invadir de su justicia para construir la justicia en el mundo, entre todos los hombres.

       En el caso de Zaqueo tenemos un ejemplo tipo. Su conversión es personal y el Señor no le exige nada revolucionario o político para proclamarlo hijo de Abrahán. Pero su conversión es una opción radical tremendamente efectiva y que llega a todos aquellos con quienes se desenvuelve su vida social: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien le devolveré el cuádruple». La religión de Jesucristo, bien entendida, tiene una fuerza tal que, vivida en su plenitud, cambiaría las estructuras.

       En la meditación del encuentro con Jesucristo fue el ejemplo de Zaqueo el que nos iluminó y ayudó a comprender que el encuentro con el Señor es siempre transformante, nos hace criaturas nuevas.

JESÚS RENOVO Y AMPLIÓ EL MANDAMIENTO NUEVO

       En ninguna parte del antigo tewtamento se relaconan literalmente o se aproximan estos dos preceptos. Sin embargo, tienen relaciones mutuas y lazos muy estrechos. Así, el deber de amar a Dios deriva de la obligación de servirle, y este servicio incluye también deberes para con el prójimo, que se nos presentan como una imitación de Dios, es decir, que el amor al prójimo dimana del amor a Dios.

       El mandamiento del amor es el mandamiento capital, la esencia misma del evangelio. Jesús lo renovó profundamente y lo amplió en cuatro direcciones:

1) Unió indisolublemente el amor a Dios y al prójimo.

2) Todas las exigencias divinas y humanas las redujo a ese doble precepto.

3) El término prójimo, tan restringido en el judaísmo, lo extendió a todo hombre, hasta al enemigo.

4) Marcó una opción preferencial por los marginados y los pobres con quienes se identificó.

       Jesucristo ha puesto una conexión interna e indisoluble entre ambos preceptos, aunque serán sus apóstoles los que han de sacar las últimas consecuencias. Para san Juan en su primera carta (3, 15.17; 4, 12.16.21; 5, 1.2), todo el amor a Dios es ilusorio si no se vuelve al prójimo; y a su vez, el amor al prójimo tiene el riesgo de hacerse pura filantropía, cuando no llega al don de sí, a imitación de Jesucristo, porque el amor ha de arrancar del mismo corazón de Cristo, del amor de Dios, el único que puede inspirar al hombre una total y absoluta generosidad. San Agustín comentando la frase de san Juan exclama: «El que dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, miente», y añade: «El que ama al hermano, ama a Dios. ¿Cómo puedes amar al hermano y no amar el amor? y amando el amor, amas a Dios, ¿o es que has olvidado que Dios es amor? (1 Jn 4, 8.16). Si Dios es amor, el que ama el amor ama a Dios. Ama, pues, al hermano y ya estás seguro. Por eso se engaña, se equivoca, el que dice que ama al prójimo y no ama a Dios». Y, concluye el santo: «Necesario es, pues, que quien ama al hermano, ama a Dios porque Dios es amor»3.

       Estos dos mandamientos no son para el cristiano dos cosas separadas. El cristiano debe encontrar en su amor a Dios la fuerza para su compromiso con el hombre, y a la inversa, sólo puede relacionarse íntimamente con Dios, cuando ama verdaderamente a su prójimo.

       Jesús, al insistir en que todos somos hermanos (Mt 23, 8.9) y al subrayar el amor al prójimo (Jn 13, 34), ha hecho del amor fraterno el signo de la identidad cristiana y la prueba decisiva de su seguimiento.

       Hoy no gusta afirmar que en el cristianismo hay un verticalismo y un horizontalismo, sino es necesario decir que estas dos dimensiones tienen que entremezciarse mutuamente. Dios crea el amor y es amor. Y el amor siempre se refiere al prójimo. El misterio radica en que Dios está en él. Karl Barth ha escrito que «en Jesucristo se ha decidido para siempre que Dios no está nunca sin el hombre»4.

Esto es tomar la encarnación del Hijo de Dios al pie de la letra. Ya no hay que amar al hombre por Cristo, sino amar a Jesucristo en el hombre. Ya no hay dos amores —Jesucristo los ha unido indisolublemente— sino uno solo, pero siendo el segundo la expresión y realización del primero. En el moribundo, en el desgraciado, bajo las apariencias de la miseria y del dolor está la realidad total del Señor. Jesucristo vive en el pobre, en el prójimo, y no es que el pobre se le parezca, nos lo recuerde, es que es él escondido, invisible, pero real.

       José M. Cabodevilla5 comenta el texto de 1 Jn 4, 20: «Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve». Y dice: «El amor a los hermanos constituye la demostración del amor a Dios; su única prueba fehaciente. ¿Cómo podríamos saber de otra manera si le amamos o no? En el amor a Dios es muy posible engañar y engañarse, ya que fácilmente llegamos a confundir a Dios con cualquier quimera de nuestra cabeza, con cualquier necesidad de nuestro corazón. He aquí el único criterio infalible: no hay amor a Dios sin amor fraterno. Este es la verificación de aquél, no sólo lo demuestra sino que lo hace verdadero.

       Dios está en nuestro prójimo. Y lo está no de una forma simbólica, como está el rey en una estatua suya a la que se debe honrar. Ni tan poco lo está por delegación, como el rey en cada uno de sus embajadores. ¿De qué forma está? A juzgar por la descripción del juicio final, cuando Cristo reconoce como hechos a su propia persona los servicios prestados al pobre, al hambriento, al herido; él no se presenta como un rey que quisiera premiar las atenciones dispensadas a algunos de sus representantes. Todos estos ejemplos adolecen de insuficiencia y exterioridad. Dios está en los hombres mucho más íntimamente. No como el vino en una botella, sino como el alcohol en el vino. ¿Quién podrá separarlos?

       Dios está realmente presente en nuestros hermanos y basta; lo demás es letra menuda. Porque se trata principalmente de una afirmación cargada de consecuencias prácticas, mucho más que de un enunciado teórico susceptible de ulteriores precisiones. Quien no ama al prójimo no ama a Dios. ¿Podría afirmarse que amamos a Dios en el prójimo si amamos al prójimo en Dios? Amamos de veras a Dios si amamos de veras al prójimo. El prójimo viene a ser nuestro lugar de cita y encuentro con Dios».

       Al concilio debemos el redescubrimiento del carácter comunitario de la vocación humana y que el hermano es el sitio privilegiado del encuentro con Dios. «Por lo cual el amor de Dios y del prójimo es el primero y mayor mandamiento. La sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: amarás al prójimo como a ti mismo... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13, 9-10; 1 Jn 4, 20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo»6. Utiliza el concilio la atrevida reducción que hace san Pablo de todos los mandamientos al amor del prójimo. En la Sacrosantum concilium se inserta el texto: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Frase que no aparece en ningún documento oficial de la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo. El amor a Dios es lo primero, pero la expresión válida del amor a Dios es el amor al hombre; y si aquel amor es real, se traduce en servicio. Pero Dios en sí mismo no necesita ser servido, lo es todo, lo posee todo; en cambio, el hombre, sí necesita ser servido. Por eso, el único servicio a Dios, está lleno de deberes para con el prójimo (Am 5, 21-24; Jer 22, 13-16; Is 1, 10-20).

En conclusión, el amor y el servicio a Dios pasan por el amor y el servicio al hombre, es decir, que para ser fieles a Dios, hay que ser fieles al hombre.

       «Se puede afirmar con todo derecho que el ágape es verdaderamente el punto central del cristianismo. Todo está señalado con su impronta y sin este impulso el cristianismo perdería la propia originalidad. El amor constituye la concepción fundamental y original del cristianismo» (A. Nigrén). Todos los preceptos se recapitulan en el gran precepto que engloba a todos y les da su razón de ser: la caridad. San Pablo afirma que todos los demás se resumen en... Es reunir los diversos elementos en torno a un eje central, en función de un principio de armonía que asume. Equivale al «de él penden» de Mateo 22, 40 todos los demás preceptos y en él se resumen. El amor «es por tanto» (Rom 13, 10) la ley en su plenitud. No se puede practicar una virtud o cumplir una obligación moral sin que el amor al prójimo no esté implicado de algún modo. Se puede, pues, afirmar, que el que ama, estando en armonía con el único principio de la moral de la nueva alianza, cumple íntegramente la ley.

       Para san Pablo, pues, sólo existe un único precepto: amar al prójimo, «el que le ama, ha observado del todo la ley» (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14), pues el amor al prójimo es amor por Dios, es amor de Dios. Además, el apóstol utiliza el verbo pleroo, que significa observar con plenitud. La razón es que el amor no es una norma de acción, sino una fuerza, un dinamismo.

       Esta doctrina, hasta sus últimas consecuencias, la encontramos en Jn 13, 34.35, y en el juicio final, la atención del Señor se fijará exclusivamente en el amor al prójimo (Mt 25, 3 1-46). Unicamente del amor al prójimo, no del amor a Dios, se habla en la primera carta de san Juan (3, 16-23) y en las cartas de san Pablo (2 Tes 1, 3; Gál 5, 6; Ef 1, 15).

Mateo 25, sumario del evangelio

       A través de toda la historia de la salvación hay una exigencia del amor de Dios en favor de los necesitados, de los desgraciados, que culmina en la escena del juicio final (Mt 25): los condenados son los que han ignorado a los postergados socialmente y se han mostrado insensibles a sus aflicciones. Solamente nos salva la actitud del amor ante las debilidades humanas. En este juicio definitivo, se trata de la justicia o injusticia con la que tropieza la historia humana día a día y del amor realizado en En las obras de misericordia se realiza el encuentro con Jesucristo

       La originalidad de la doctrina de Jesucristo, sobre los actos de misericordia para con los desheredados, es que con dichos actos se realizan las máximas dimensiones religiosas, la relación personal e inmediata con él.

       Que Dios premia las obras de misericordia, hechas a los pobres, es una doctrina que se encuentra tanto en los libros de la sabiduría egipcia, como en la literatura rabínica, pero el Señor nos revela, en la escenificación que hace del juicio final, un mis- teno más hondo, el de su identificación con el necesitado, y que, al practicar la misericordia con el desvalido, se realiza el encuentro maravilloso con su persona.

       Muchos cristianos de nuestros días —y éste podría ser también uno de los signos de los tiempos—, realizan en el amor al marginado el encuentro con el Señor. Impresiona la oración que el rey Balduino trae en su diario después de haber visitado una región inundada de Bélgica: «Gracias, Dios mío, por haberme inspirado para que fuera a estar en medio de esas pobres gentes.

       Algunas habían perdido prácticamente todo. A una señora anciana, especialmente triste y desamparada, que ni siquiera tenía abrigo para protegerse del frío, he tenido la alegría de darle el mío. Gracias, Señor mío y Dios mío, por haber podido darte mi abrigo para cubrirte y calentarte. ¡Qué alegría me has proporcionado!» 9.

       Nunca sabemos con quién nos encontramos. Así Abrahán hospeda a tres hombres que llegan a su tienda, y después se da cuenta que son tres mensajeros de Yahvé, o el mismo Yahvé (Gén 18). Simón de Cirene es obligado a llevar la cruz de un condenado a muerte (Mc 15, 21), y no sabía él, entonces, que llevaba el instrumento de la salvación, y que ayudaba al mismq Jesucristo; se nombra a sus hijos Alejandro y Rufo, ya cñstianos, en el libro de los Hechos. Pablo no sabe que al perseguir a los cristianos, es a Cristo a quien persigue (Hech 9, 5). Casos semejantes han sucedido en el correr de la historia de la Iglesia, como se narra en la vida de san Juan de Dios, de san Martín de Tours... El padre Congar cita lo que le fue narrado por un testigo: un sacerdote italiano, que acababa de llegar a Francia a pedir por sus obras, pidió hospitalidad en una casa parroquial de París. Cuando don Bosco fue canonizado —porque el sacerdote era él—, uno de los sacerdotes que le habían recibido, dijo: «Si hubiéramos sabido que era un santo, le hubiéramos dado la mejor habitación y no la buhardilla».

       El amor al prójimo es esencial en la caridad cristiana, como el amor a Dios. Los dos son inseparables. El segundo mandamiento es semejante al primero. La Biblia no nos habla de Dios sin hablarnos a la vez del hombre, y a la inversa. Es inseparablemente teología para el hombre y antropología para Dios.

       Los santos padres no han dudado en comparar y poner al mismo nivel las dos presencias de Jesucristo: la presencia en la eucaristía y la presencia en el hombre, en el pobre. No intentaba hacer retórica san Juan Crisóstomo10 cuando pronunciaba estas palabras, en cierto modo escandalosas: «j,Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo olvides cuando está desnudo. No debes honrarlo aquí, con telas de seda, para olvidarlo fuera, donde padece frío y desnudez. Porque el que ha dicho: ‘Este es mi cuerpo’, es el mismo que ha dicho: ‘Me habéis visto hambriento y no me habéis dado de comer, y en la medida que lo habéis hecho con estos pequeños, mis hermanos, conmigo lo hicisteis’... ¿Qué utilidad hay en que la mesa de Cristo esté llena de copas de oro, cuando él muere de hambre? Empieza por saciar al hambriento y, después, con lo que te sobre, adorna también su mesa. Al adornar la casa, debes tener cuidado de no olvidar a tu hermano afligido, porque este templo, el hombre, es más precioso que aquél». Y explica: «Este altar (el constituido por los propios miembros de Cristo) es más augusto que aquél (el altar del antiguo y nuevo testamento donde se ofrece el sacrificio). El primero, en efecto, es digno de veneración por razón de la víctima que ofreces en él; el segundo, porque está construido por la víctima misma; el primero, porque siendo todo de piedra, está consagrado por el cuerpo de Cristo que recibe; el segundo porque él es el cuerpo de Cristo. Además, este altar, te es posible contemplarlo por todas partes, en las calles y sobre las plazas, y en cualquier momento puedes celebrar en él el sacrificio».

12ª.  JESÚS, PERSONA SINGULAR Y SIN IGUAL

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13, 8)

La singularidad de Jesús no se fundamenta propiamente ni en su doctrina ni en el estilo de vida que llevaba. Radica en el esplendor de su persona y no en el efecto de lo que hace o de lo que dice. Sus obras y sus palabras son solamente la expresión exterior de lo que se oculta en el hondón de su ser. Al querer precisar la imagen humana de Jesús nos situamos ante una tarea imposible de realizar. La contemplación de Jesucristo nos introduce en una personalidad inagotable.

       San Ireneo se preguntaba qué era lo que nos había traído Jesús y respondía: «Sabed que nos ha traído toda novedad viniendo él mismo»1. Lo nuevo es él, la irradiación de su persona. Es singular por lo que «él es» (Jn 8, 28.58; 13, 19; 18, 5-8).

Como portada de este capítulo pongo este largo texto maravilloso e iluminador tomado de un discurso que pronunció el papa Pablo VI en un momento en que estaba fascinado por Cristo Jesús. Se trata del discurso dirigido a los jóvenes, a los trabajadores, a los pobres, al pueblo filipino2: «Cristo sí, yo siento la ne- 1 cesidad de anunciarlo, no puedo callarlo, ‘iay de mí si no pro- clamara el evangelio’ (1 Cor 9, 16). Yo he sido mandado por él, por Cristo mismo, para eso. Yo soy apóstol, soy testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es mi misión, tanto más apremiante es el amor que me impulsa a ella (cf. 2 Cor 5, 14). Yo debo confesar su nombre: Jesús es el Cristo, el hijo de Dios vivo (Mt 16, 17). El es el que manifiesta al Dios invisible, es primogénito de toda criatura, es fundamento de todas las cosas. Es el maestro de la humanidad, es el Redentor. El ha nacido, muerto y resucitado por nosotros. Es el centro de la história y del mundo. Es aquél que nos conoce y nos ama, es el compañero y el amigo de nuestra vida; es el hombre del dolor y de la esperanza. El es aquél que debe venir y que debe, un día, ser nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

       Yo no acabaría nunca de hablar de él. El es la luz, es la verdad; más aún es ‘el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14, 6). El es el pan y la fuente de agua viva para nuestra hambre y para nuestra sed. Es el pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo y nuestro hermano. El, como nosotros y más que nosotros, ha sido pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido y paciente. Para nosotros habló, hizo milagros, instituyó un reino en el que los pobres son bienaventurados, donde la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, donde los que aspiran a la justicia son reivindicados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón y donde todos son hermanos.

       A vosotros cristianos os repito su nombre, a todos os lo anuncio: Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. El es el rey del nuevo mundo, el secreto de la historia, la clave de nuestros destinos. El es el mediador, el puente entre el cielo y la tierra. El es, por antonomasia, el Hijo del hombre, porque él es el hijo de Dios, eterno e infinito. El es el hijo de María, la bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne y nuestra madre en la participación en el espíritu del cuerpo místico.

       ¡Jesucristo! Recordadlo: éste es el objeto perenne de nuestra predicación; es la voz que nosotros hacemos resonar por toda la tierra (cf. Rom 10, 18) y por los siglos de los siglos (Rom 9, 5)».

       Jesús es un personaje de nuestro mundo y de nuestra historia. Nace en el reinado de Augusto, muere en el de Tiberio; es contemporáneo de Filón, de Tito Livio, de Séneca. Virgilio, de haberse hecho mayor, hubiese convivido con él. De la generación inmediata son Nerón, Flavio Josefo, Plutarco, Tácito. Rabinos de su tiempo son Hillel, Sammay, Gamaliel. Recordad a Herodes, Pilato, Caifás... «Jesús era un judío y no ha dejado de serlo. Jesús era plenamente un hombre de su tiempo y de su ambiente, el ambiente judío-palestino del siglo primero, cuyas angustias y esperanzas ha compartido»3. Esta afirmación recuerda una anécdota de Juan XXIII, narrada por Pinchas Lápide, quien había llevado de regalo al papa un álbum de las obras de Chagail. El papa se quedó observando la piadosa pintura «judío rezando» y después de un momento preguntó: —¿,Cómo se llaman las correas éstas? —filacterias, santidad, repliqué. —Eso ya lo sé; pregunto la palabra hebrea. —Tefihin. —De tefilá que es oración ¿no? —Sí, señor. —Y el pañolón de rezar se llama talit, ¿no? Pinchas Lápide asintió. Se produjo un largo silencio. Por fin dijo el papa casi hablando consigo mismo: —Así es como me lo imaginé yo siempre. Con talit y tefilín en los hombros y en la frente... al rabino Jesús de Nazaret.

       Jesús pertenece a nuestro mundo y a nuestra historia pero es diferente, no es como los demás. Es inclasificable pues rompe todos los esquemas y los rebasa; desconcierta.

       No se puede identificar con ninguno de los tipos más representativos de su tiempo (rabinos, sacerdotes, profetas).

       Jesús no fue un sacerdote del templo, fue un laico que predicó el reino de Dios. No fue un zelota que proclamó una teocracia nacional y religiosa. No fue un religioso esenio que odiase a los hijos de las tinieblas, sino que predica un mensaje gozoso de Dios para los pecadores. Jesús no fue un fariseo que afirmaba que el reino de Dios llegaría por el cumplimiento de la ley, sino que anunció que se realizaría por la acción graciosa de Dios y por la acogida prestada por el hombre.

       La singularidad de Jesús es que está más cerca de Dios que los sacerdotes, que es más libre ante el mundo que los ascetas. Ha venido a cumplir la voluntad de Dios, es decir, a hacer el bien a los hombres.

       Su singularidad consiste en que siendo fiel a la ley de Dios, no le importa no cumplirla en algún caso particular. Para él el hombre es la medida del sábado y de la ley. Más importante que los sacrificios del templo es la reconciliación y el servicio a los hermanos.

       Exige la transformación del individuo para cambiar a la socie- dad, sin excluir a nadie, ni siquiera a los enemigos, y escandaliza) a las personas piadosas al identificarse con los rechazados y marginados, con el pueblo (‘am-ha-ha’arez).

Predica un Dios perdonador que se pone de lado de los pecadores y concede él personalmente el perdón, haciendo posible la rehabilitación de los pecadores y marginados. Con Jesús ha hecho irrupción el reino de la reconciliación, del amor y de la paz.

       Su vida y su pretensión fue una insoportable provocación, especialmente para las autoridades y para los círculos más piadosos: su interpretación nueva de la ley y del culto; el poner su autoridad por encima de la de Moisés; el atribuirse poder para perdonar pecados; sus comidas con los pecadores y la llamada a su seguimiento. Las tensiones y contrastes que produce su doctrina y su vida le condujeron a la muerte.

       Su actitud frente al poder no agradaba a los saduceos, su doctrina de amor y no violencia no podía ser aceptada por los zelotas y al confesar que ignoraba el día y la hora (Mc 13, 32) del fin del mundo se oponía a los visionarios apocalípticos.

Su poder de relativizar                                                                                      

       El poder de relativizar y radicalizar lo expresó Jesús haciendo del amor a Dios y al prójimo un único precepto y de este único mandamiento el centro de su vida. Este hecho le permite relativizar un montón de leyes, de preceptos, de costumbres, de ritos y de instituciones religiosas. La autoridad que ejerce al radicalizar la entrega al prójimo necesitado escandaliza a las jerarquías del judaísmo.

       Infravalora los ritos que sólo tocan al exterior. Es en el interior, en el corazón, donde se realiza el encuentro del hombre con Dios. La contaminación no viene de lo que hay fuera del hombre (Mc 7, 15). Eso no lo mancha. Del corazón es de donde procede todo lo malo (Mt 15, 19). De ahí, la necesidad de una purificación interior y de una conversión interior antes que de una buena apariencia que descuida lo que más vale y llevamos dentro. De ese modo se rompe la distinción entre lo sagrado y lo profano.

       El culto de adoración a Yahvé ya no estará vinculado a un espacio sagrado; ni a Samaria, al monte Garizín, como afirman los samaritanos, ni a Jerusalén, al monte Mona, como sostienen los judíos, sino que en el mundo entero es donde los verdaderos adoradores darán culto en espíritu y en verdad (Jn 4, 2 1-24).

       Jesús cambia la ley del ayuno frente a la vida ascética del Bautista y hasta le llaman comedor y bebedor de vino; y enseña que los invitados a la boda no deben ayunar mientras el esposo está con ellos (Mc 2, 19). El ha traído la buena nueva, la irrupción de la alegría y un tiempo de fiesta. Por eso, no predica el anuncio de un juicio, «un día de venganza para nuestro Dios», sino solamente «un año de gracias de Yahvé» (Is 61, 1.2). En la cita de este texto que se aplica a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret, omite las palabras referidas a la venganza y al juicio (Lc 4, 19).

       Desde el primer momento de su aparición en la vida pública se arrogó una inaudita autoridad. Nada más hacer su entrada en Cafarnaún, su ciudad (Mt 9, 1), «se asombraban de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad» (Mc 1, 22).

       Y, antes de acabar este día «todos quedaron pasmados de suerte que se preguntaban unos a otros diciendo: ¿qué es esto? Nuevo modo de enseñar con autoridad» (Mc 1, 27). A todos preocupa, apasiona y desconcierta la persona de Jesús y su actuación, y por eso no dejan de hacerse la pregunta decisiva: «,quién será éste?» (Mc 4, 41). Ante el inaudito poder con que actúa Jesús 1 «se maravillaban las turbas diciendo: nunca jamás se vio tal en Israel» (Mt 9, 33). Y, le preguntan: «,Con qué potestad haces esto? ¿quién te dio tal autoridad para hacerlo?» (Mc 11, 28).

Jesús es más que Jonás y más que Salomón (Mt 12, 41.42) y será bienaventurado quien no se escandalice de él (Mt 11, 6).

       Esta actitud de Jesús, y el haber puesto su autoridad por encima de la de Moisés, beneficia al hombre que puede coger espigas en sábado (Mc 2, 23) y ser curado en dicho día, porque «el sábado fue instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), aunque para los judíos sea la más sagrada de las observancias que tienen que guardar.

       Los judíos, maliciosamente, hablaron a Pilato de «aquel seductor» (Mt 27, 63). Más bien habría que decir que Jesús era realmente cautivador; de hecho se ganó el corazón y la adhesión de sus discípulos: «vayamos y muramos con él» (Jn 11, 16).

La riqueza de su personalidad rompe todos los moldes. Si nos fijamos en una faceta, al punto vemos otra que parece escapar a nuestra capacidad de comprensión.

       Jesús habló como nadie jamás lo hizo, con plenitud de fuerza, con el vigor que otorga la verdad. Tenía conciencia de pronunciar la última palabra, la decisiva.

Su concepción virginal

       La singularidad de Jesús comienza ya en su concepción virginal realizada por obra del Espíritu santo.

       Los personajes más importantes del antiguo testamento nacieron de madres estériles por una gracia especial de Yahvé: Isaac (Gén 21, 1-3); Sansón (Jue 13, 2.3); Samuel (1 Sam 1, 5-20); Juan Bautista (Lc 1, 7.24).

       En la concepción de Jesús, José no tuvo intervención carnal alguna. Esa es la gran singularidad de Jesús. El Mesías ha de nacer de la familia de David. Es como un dogma bíblico. Así aparece Jesús en el comienzo del evangelio de Mateo (1, 1) y en Lucas (1, 3 1.32). Lo proclama san Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (Hech 13, 23) y en sus cartas (Rom 1, 3; 2 Tim 2, 8). También se afirma en el Apocalipsis (5, 5; 22, 16).

       El origen de María carece de importancia; únicamente de los hombres se hacen genealogías. Sin embargo, sólo María es la verdadera madre de Jesús, que ha de ser de la tribu de David según la carne (Hech 2, 30; Rom 1, 3). Por eso, algunos escrito- res eclesiásticos antiguos, atribuyeron a María un origen davídico. Otros afirman que es de la tribu de Leví por estar emparentada con Isabel (Lc 1, 5.36), que es una de las hijas de Aarón. Las afirmaciones de estos escritores eclesiásticos reflejan concepciones teológicas diferentes.

       Estas afirmaciones abren nuevos horizontes que están en conexión con los escritos de Qumrán, en los que se esperaba un doble Mesías, uno descendiente de David, y otro descendiente de Aarón. Jesús unía en su persona todas las esperanzas de las comunidades esenias y el cumplimiento de las profecías, como testimonia su precursor (Jn 1, 19-23). Ya san Agustín, aun afirmando que María pertenecía a la descendencia de David, admitía la conveniencia de que fuera de ascendencia levítica: «Convenía que la carne del Señor procediera no sólo de estirpe regia, sino también de la sacerdotal»4. Hasta de ese modo Jesucristo sería sacerdote y rey.

       José (Mt 1, 20) es quien introduce jurídicamente a Jesús en la descendencia de David. José es el padre de Jesús. Lo expresa san Francisco de Sales con un símil delicioso: una paloma con un dátil en el pico pasa por encima de mi huerto. Se le cae el dátil, y en mi huerto nace una palmera. La palmera es mía aunque no la haya plantado yo. María, esposa de José, es su huerto y en ella nace la palmera, Jesús, por obra del Espíritu santo.

       La paternidad de José era necesaria para salvar el origen davídico del Mesías, aun en el supuesto que María fuese descendiente de David, pues en el judaísmo la pertenencia familiar, la descendencia jurídica era por la línea paterna.

       El ángel le pide a José que tome a María y la lleve a su casa —es el paso de desposada a esposa— para que pueda él ponerle el nombre al niño e introducirlo en la familia de David, citando a Is 7, 14.

       Según la mentalidad hebrea, para la cual el linaje se transmite a través de la paternidad legal, se salvaría la descendencia davídica de Jesús por la paternidad de san José. La paternidad de José es pues singular. Por esta razón es también singular la filiación davídica de Jesús.

Jesús es un maestro singular

       En Nazaret no había una escuela bíblica, no existía la bet-hamidrash, centro superior de estudios bíblicos. Pero, Jesús sin haber frecuentado centro alguno de estudios superiores, sin haber estado sentado a los pies de un rabí, sí lo estuvo san Pablo (Hech 22, 3), sin haber sido discípulo (en hebreo talmid), obtiene la categoría de maestro —hakan—. ¡ Cómo impresiona que Nicodemo, miembro del sanedrín, lo llame rabí (Jn 4, 2)!

       Era un grado académico que se otorgaba al final de los estudios, en la ceremonia de imposición de manos, llamada semiká. Este título en el tiempo del nuevo testamento, equivalía al de doctor en teología y derecho. Ya en el primer encuentro de Jesús con los que más tarde serán sus discípulos, escuchamos: «Ellos le dijeron: Rabí, que traducido quiere decir: maestro, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38).

       Los rabinos se valoraban por la fidelidad a la enseñanza de sus maestros o a la antigua tradición. Jesús «enseña, no como los escribas, sino como quien tiene autoridad» (Mt 7, 29).

       En las seis famosas antítesis del sermón del monte (Mt 5, 21- 48) es donde se transparenta en primer lugar ese poder y autoridad de Jesús. No se opone a la doctrina de un rabí cualquiera, sino a la del mismo Moisés, incluso se coloca en contra de la ley que es la expresión de la voluntad de Yahvé.

       El «pero yo os digo» no tiene paralelos en el ambiente judío y tuvo que causar una increíble sorpresa. Es la afirmación más rotunda y clara de la máxima autoridad.

Los rabinos sólo podían deducir el sentido de la torá, que es riquísimo pues tiene 70 aspectos, cuando interpretaban la ley. El padre Alejandro Díez Macho nos hablaba del sentido sencillo (peshat) que aflora en la superficie de la Biblia, y el sentido recóndito (derash), el que está soterrado, el que hay que buscar5.

       Tras cada uno de los seis puntos de la ley de Moisés, Jesús nos da su interpretación personal y en el caso del divorcio que Moisés permite, él legisla contra dicha ley con su abolición. Según Dt 24, 1 el hombre podía repudiar a su mujer si encontraba en ella algo que no le agradaba (según Hillel, rabino del tiempo de Jesús, si se le quemaba la comida). Jesús reprueba no sólo esa interpretación de la ley sino la ley misma de Moisés, enseñando que «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»... y añadiendo que ese precepto lo dio Moisés en razón de «vuestra dureza de corazón», mas desde un principio no ha sido así (Mt 19, 6.8).

       Sorprendente resulta el arrogarse una autoridad superior a la de Moisés. En el judaísmo no podemos encontrar paralelo alguno, pues a ningún rabí se le podía ocurrir polemizar con Moisés o rivalizar con él. De haberlo hecho, habría dejado de serlo, porque la autoridad de rabino le venía precisamente de Moisés. Nadie podía tampoco abrogar la ley, pues eso le convertiría en un falso profeta. Y Jesús lo hace en este caso, como lo hace con respecto al sábado (Mc 2, 27) y a las normas para la purificación (Mc 7, 1-23).

       Otra singularidad muy especial de Jesús es la aplicación que hace a su persona de varios pasajes de la Escritura. Los rabinos nunca se atrevieron a hacerlo. Jesús lo hace con diversos textos del antiguo testamento, como cuando afirma que «en él ha de cumplirse la Escritura» (Lc 22, 37) en lo que se refiere al Siervo de Yahvé (Is 53), y cuando a la pregunta solemne del pontífice de «si es el Hijo del Bendito» contesta aplicándose la profecía del «Hijo del hombre, sentado a la diestra de Dios y que vendrá sobre las nubes» (Dan 7, 13.14; Mc 14, 61.62).

       Nunca un rabí pudo pronunciar la sentencia de Jesús: «Escudriñad las Escrituras. Ellas dan testimonio de mí» (Jn 5, 39).

       Impresionante es también que en la sinagoga de Nazaret afirma que él es el heraldo prometido en el profeta Isaías (61, 1-3) a quien el «Espíritu santo ha ungido para evangelizar a los pobres» (Lc 4, 18-21).

       Esta escena que trae el tercer evangelio tiene un relieve singular. Marcos la sitúa en otro contexto (6, 1-6).

       Jesús, en Marcos, aparece predicando el Reino (1, 15), en Lucas realizando las obras del Reino. Después de haber leído Isaías (61, 1-3) afirma solemnemente que aquella profecía se ha cumplido en su persona.

       El es el hoy de la salvación. La etapa final, la definitiva intervención de Dios, se acaba de realizar (Heb 1, 1).

Jesús, maestro, es quien elige a sus discípulos

       La singularidad de Jesús está igualmente en el seguimiento que exige a sus discípulos. Pocas de sus palabras manifiestan tan claro la pretensión de su poder como las llamadas al seguimiento. En los evangelios sinópticos se habla de la necesidad de seguir a Jesús; en Juan, la llamada es para creer en él.

       A todos exige que le sigan pero no para que aprendan unos preceptos, una determinada doctrina sino «para que estén con él» (Mc 3, 14); para que permanezcan siempre con él para toda.la vida. Exige el seguimiento a Leví (Mc 2, 14), al joven rico (Mc 10, 21), a otro discípulo (Lc 9, 59) y al ciego de Jericó después de curado (Mc 10, 52). Los cuatro primeros discípulos le siguen incondicionalmente después de ser llamados (Mt 4, 18-22).

       Los rabinos eran elegidos por sus discípulos. En el caso de Jesús es él quien elige, y es el que toma la iniciativa y llama a los que quiere.

       Invita a seguirle y no para un tiempo determinado, sino para que sigan siendo sus discípulos única y definitivamente.

       Los rabinos enseñaban en lugares cerrados. Jesús en las calles, en las plazas, en el campo, donde se presentaba la ocasión.

       En cuanto a las exigencias del mensaje de Jesús sobre el seguimiento, hay que tener en cuenta que él es un oriental y que hablaba sirviéndose de imágenes, de metáforas, de comparaciones y que hay expresiones que no se pueden tomar al pie de la letra, por ejemplo: «Vended vuestros bienes y dadios en limosna» (Lc 12, 33); «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33); «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). En estos textos de lo que se trata es de una entrega total, de un seguimiento sin componendas, seguimiento que exige una opción por un mundo de valores nuevo, hacer una nueva jerarquía de valores, hasta llegar a tener por estiércol lo que antes se tuvo por ventaja, como le sucedió a san Pablo cuando fue alcanzado por Cristo Jesús (Flp 3, 8; 2 Cor 5, 14).

       Estas normas tan radicales hay que encarnarlas dentro de la vocación universal a la santidad, según la situación de cada uno y que dependerán del grado de vinculación con la persona de Jesús, teniendo en cuenta que la finalidad del seguimiento no está en la renuncia a los bienes de este mundo sino en Jesús mismo.

Su modo de enseñar

       Jesús ha sido un rabí singular. El uso de la parábola como método de enseñanza, no se conocía. El lo utiliza frecuentemente. Sólo dos parábolas se encuentran en el antiguo testamento:

la del profeta Natán a David (2 Sam 12, 1-7) y la de la viña de Isaías (5, 1-7).

       También es peculiar el uso que hace del paralelismo antitético (una frase enuncia un pensamiento y a continuación otra expresa lo contrario). Jesús lo utiliza con mucha mayor frecuencia que los rabinos y pone el énfasis, no en el primer miembro como hacían los rabinos, sino en el segundo: «El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado» (Mt 23, 12). El acento recae no en que Dios humillará al que se ensalce, sino que ensalzará al que se humille.

       Todavía es más singular el uso que el Señor hace del amén, en verdad, así es, os lo juro, anteponiéndolo a ciertas frases que quiere subrayar. En el Apocalipsis y en la liturgia judía hay frases que acaban en amén. Pero sólo Jesús lo usa para que preceda a las frases que quiere reforzar. Encontramos en los evangelios 59 frases introducidas por dicha expresión.

       Del uso del pasivo divino ya hablamos en el capítulo 2. Es un modo bíblico de expresarse sin nombrar a Dios, el innombrable, que es el sujeto de este verbo. Jesús que nombra hasta 170 veces a Dios con el título de Padre, se acomodó también a la costumbre de no abusar del nombre de Dios. Sólo en los evangelios sinópticos hay 96 pasivos divinos puestos en los labios de Jesús. Los rabinos los solían usar refiriéndose a lo que Dios hará al final de los tiempos. Jesús lo utiliza para hablar de lo que Dios hace ya en el presente.

       Jesús, aunque es un rabí original, se acomoda también al modo de enseñar de su tiempo.

       Se han estudiado las relaciones del maestro judío y sus discípulos, los talmidín. Estos memorizaban y después transmitían al pie de la letra las enseñanzas de sus rabinos.

       Interesa resaltar que muchas palabras del Señor se consideran auténticas tal como él las pronunció. Hoy, el filólogo, tiene confianza en la autenticidad de los logia de Jesús, confianza que se deriva del carácter marcadamente semítico de tales dichos, en el color palestinense de ciertas expresiones y en los arameísmos.

       Después de los estudios de Gerhardson6 se conoce mejor el método de enseñar de los tannaím que usando fórmulas fijas en su predicación lograban que sus discípulos retuvieran de memoria todo lo enseñado. Utilizaban métodos pedagógicos especiales practicados ya en tiempo de Jesucristo, como nemotecnias, repeticiones, clichés, métodos que se transparentan en los relatos evangélicos.

       El mensaje se transmitía de manera oral; los discípulos debían memorizar los textos principales mediante repeticiones continuas de las mismas palabras. El rígido control del rabino garantizaba la conservación literal de la materia transmitida mediante todas esas técnicas. Sobre todo en los dichos de Jesús encontramos huellas de estos procedimientos típicos de la tradición oral.

       La originalidad de esta transmisión de los evangelios está en que los evangelistas, al escribir la historia de la salvación operada por Cristo, reflejan ya la fe pospascual de la Iglesia y la propia. El fin que intentan al escribirlos no es simplemente narrar una historia sino hacer llegar a la fe partiendo de la historia. Nos ponen en contacto con la existencia del Jesús histórico y juntamente suscitan la fe en él como el Hijo de Dios. Esta combinación de lo histórico y lo trascendente, de la fe y de la historia, está dentro de la originalidad de los evangelios.

Con Jesús ha llegado el reino de Dios

       Singular es la conciencia que Jesús tiene de ser el enviado de Dios por antonomasia, el Hijo de Dios. Se distingue de los siervos enviados por Yahvé; es su Hijo, el heredero (Mt 21, 34-39).

       El es el que trae la salvación escatológica, por eso son bienaventurados los discípulos que lo ven, porque muchos profetas y reyes quisieron verlo y no lo vieron (Lc 10, 24). «Y el mismo Abrahán se regocijó con la esperanza de ver su día. Lo vio y se alegró» (Jn 8, 56).

       Jesús llega a identificarse con Yahvé de tal modo que cuando en el antiguo testamento se espera la acción de Dios, Jesús la ve realizada en él; así la profecía de Isaías 35, 5 que se refiere al mismo Yahvé, él la afirma realizada en su persona: «Se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos» (Lc 7, 20-23).

       Una pretensión inaudita se da en la frase de Jesús con la que se proclama el juez escatológico para toda la humanidad: «Todo aquél que se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial; pero a quien me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre celestial» (Mt 10, 32.33).

       La singularidad se manifiesta plenamente en el anuncio del reino de Dios como buena noticia de justificación para los pecadores. Al afirmar que la justicia de Dios es pura gracia y perdón nos muestra una nueva imagen de Dios. Promete el Reino a los pecadores independientemente de la observancia de la ley dejando fuera del Reino a los que se creen justos. Sólo el pecador es el que fue justificado (Lc 18, 14). Esta doctrina está en contra de la religiosidad de Israel que se basaba en la justicia de la ley. Esta doctrina resulta revolucionaria pues la ley deja de ser la norma y el criterio. Jesús con su inaudita autoridad rompe aquellos esquemas en los que se fundamenta la religión de Israel.

       El reino de Dios «ha llegado ya, pero todavía no» según la famosa frase de Oscar Cullmann’.

       Ya ha llegado el Reino de Dios, la salvación para todos. Los rabinos lo esperaban cercano, los esenios en especial, pero nunca dijeron que ya había llegado. Jesús une su llegada a su persona.

       A veces, afirma, que ya ha llegado el Reino (Lc 11, 20; otras enseña que está próximo, Mc 1, 15).

       Es verdad que el verbo arameo qarab, significa estar cerca y llegar, pero la explicación está en que, por una parte el reino de Dios ya ha llegado con el nacimiento de Jesús, y por otra ha de ir viniendo con victorias sobre el pecado, las enfermedades y la muerte.

       El Reino que ya ha llegado con la vida, muerte y resurrección de Jesús, llegará a su plenitud en su parusía. Ya no habrá otro reinado integral, ya estamos en los tiempos escatológicos, en el último periodo de la historia, aunque haya que esperar muchos siglos hasta la venida definitiva. Pero esa espera, medida con los ojos de Dios, está cercana. Lo enseña san Pedro citando el salmo 90, 4: «Un día para el Señor es como mil años y mil años como un día. No es que el Señor vaya despacio en el cumplimiento de su promesa, como algunos suponen, sino que tiene mucha paciencia con nosotros, porque no quiere que algunos se pierdan, sino que todos vengan a la penitencia. Pero vendrá el día del Señor como un ladrón» (2 Pe 3, 8-10).

       Parece, según este texto de san Pedro, que la falta de penitencia y los pecados de los hombres alejan el tiempo de la segunda venida o parusía y que «las santas costumbres y las obras de piedad» la aproximan (2 Pe 3, 11). También la oración la acerca; por eso Jesús nos ha mandado rezar el Padrenuestro cuyas tres peticiones suplican que venga pronto el reinado de Dios. Lajaculatona preferida por los primeros cristianos era marana tha, ven Señor Jesús (1 Cor 16, 22; Ap 22, 20).

       En los evangelios sinópticos se acentúa el «todavía no», en Juan «el ya».

       También es singular la doctrina de Jesús respecto del ritmo de la venida del reino de Dios pues, mientras el Bautista y sus discípulos predicaban que el reinado de Dios se iba a establecer de golpe (Mt 3, 10), él anunciaba que se establecería poco a poco. Esa es su enseñanza en muchas parábolas. Significativo es especialmente el ritmo de crecimiento en la parábola de la semilla que germina, va creciendo; fructifica primero en hierba, luego espiga, luego grano (Mc 4, 26-29).

       El Reino es como el grano de mostaza, la semilla más pequeña que cuando se ha desarrollado es mayor que todas las hortalizas y se hace un árbol (Mt 13, 32); es como la levadura que hace fermentar la masa (Mt 13, 33)...

       En la primitiva cristiandad hubo disgustos por no entender el ritmo del Reino y vivir obsesionada por la prisa. Los profetas habían anunciado que con la venida del Mesías «la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé como las aguas cubren el mar» (Is 11, 9); que «Yahvé pondrá su ley y la escribirá en nuestro corazón, que hará con nosotros una alianza nueva.., que todos conocerán a Yahvé, porque perdonará su culpa y de sus pecados no volverá a acordarse» (Jer 31, 33.34); que les dará un corazón nuevo, un corazón de carne y les infundirá su espíritu en su interior y hará que caminen por sus sendas (Ez 36, 26.27).

       Muchos de los primeros cristianos creían que los pecados habían de desaparecer instantáneamente. Se llamaban a sí mismos los santos, como lo hace san Pablo a quienes dirige sus cartas y como expresa la primera carta de san Juan (3, 6.9) afirmando que el cristiano ya no podrá pecar.

Su comida con los pecadores

       Es verdad que ya el profeta Isaías había anunciado la buena nueva para los pobres, para los oprimidos, para los cautivos... Pero, el concepto de pobre anunciado por Jesús, resultó escandaloso para la clase dirigente de su tiempo.

       También los profetas habían predicho que «el resto de Israel» sería el que aceptaría el Reino inaugurado por el Mesías. Pero, igualmente fue escandaloso para los jefes judíos el concepto de «resto» predicado por Jesús.

       Los fariseos, los hasidim, los santos, los separados, no aceptaron que otros y no ellos fueran los pobres y fueran el resto. ¿A caso no eran ellos lo que se lavaban las manos antes de comer, como si fueran sacerdotes, los que rezaban y ayunaban más veces que los demás, los que pagaban el diezmo de las cosas más insignificantes?

       Impresiona oír a Jesús al proclamar conmocionado cuál es para él el resto de Israel: «No temas, rebañito pequeño, porque plugo a vuestro Padre daros el Reino» (Lc 12, 32). Hay abundantes textos en los que se ilustra esta doctrina (Mt 18, 1-4; 19, 13.14; Mc 9, 33-37; 10, 13-16; Lc 9, 46-48; 18, 15-17) cuando el Señor habla de que hacerse niño es la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos.

       En el evangelio el niño aparece no como un ideal sino como un símbolo. La motivación de este simbolismo está en su pequeñez e impotencia, en su forma natural de ser. El niño es el ser desposeído de todo, el que espera todo de sus padres, el ser que confía sin límites en los demás y se fía de todo. Los niños en aquel tiempo ni eran estimados ni eran objeto de atención. En este contexto hacerse niño es reducirse a la nada, aceptar ser tenido por nada.

       Los niños son beneficiarios del Reino no por mérito propio sino por la complacencia de Dios. Se debe a una predilección del Señor por todo lo que es pequeño. Se conceden los dones de Dios de forma gratuita a quienes no se consideran con derecho a ellos, mientras son rechazados los que creen que les pertenecen.

       También para Jesús los beneficiarios del Reino son los pecadores. Ya meditamos a fondo esta doctrina en el capítulo octavo eligiendo un texto de Guardini: «Cuando Jesús dice que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores no quiere decir que excluya a los justos de la salvación, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores no existen para la redención o mejor dicho su redención consiste ante todo en que descubran y reconozcan que son pecadores».

       También Jesús es singular al elegir tales destinatarios para su reino. Comer con los pecadores fue una radical novedad. En los sinópticos se designan como pecadores a los publicanos y paganos. La expresión «publicanos y pecadores» (Mc 2, 15) quiere afirmar que los publicanos son pecadores. Esta acción de comer con gente marginada, contaminada, usurera, este gesto profético del Señor levantó las protestas de los fariseos que intuyeron que Jesús actuando de ese modo estaba comunicando la nueva y definitiva acción de Dios para con los pobres y los pecadores.

       La comida con los pecadores (Mt 9, 10; Lc 15, 2) es otro rasgo de su singularidad; es un gesto socialmente revolucionario. Estas comidas tienen en los evangelios un profundo significado que escapa a la compresión del hombre de hoy. Comer y beber juntos era una forma de sellar un pacto (Gén 31, 54). Y los profetas presentaron la salvación mesiánica bajo la imagen de una comida de grasos manjares y vinos fermentados (Is 25, 6). 1

       Estas comidas del Señor con los pecadores eran para proclamar el perdón que Dios les otorga y simbolizaban una llamada a la alianza y a su amistad. Estas comidas eran un gesto profético que está anunciando que comienza el año de gracia, que se proclama la amnistía para todos, porque Dios es un Padre que) perdona incondicionalmente. Los escribas y fariseos, más que1 oponerse a Jesús por su libre interpretación de la ley, lo hacen porque con este modo de proceder está manifestando un nuevo rostro de Dios. Parece un misterio incomprensible el que haya personas «religiosas» que sientan una incapacidad casi física para soportar la bondad de Dios con los pecadores. Y Jesús no sólo se sienta a la mesa con ellos sino que los perdona (Mc 2, 5-7).

       En nuestro mundo contemporáneo parece haberse extraviado el significado del perdón, de la compasión y de la misericordia. Ha escrito el papa Juan Pablo II: «La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y a arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parece producir una cierta desazón en el hombre»8. Con este perdón, Jesús no sólo se pone en contra de la ley sino que ocupa el lugar que únicamente puede pertenecer a Dios.

       Para el pecador de todos los tiempos lo que está haciendo Jesús es el evangelio, es la buena noticia.

       El comer en común representaba en tiempos del Señor mucho más que un mero acto social; tenía capacidad para instaurar un nuevo tipo de relaciones humanas que suponían una comunidad de vida entre los comensales e implicaban una fuerte dimensión religiosa de cada uno frente a Dios.

       En esta práctica de Jesús se revela un nuevo concepto de Dios. Estas comidas manifestaban la disposición de Dios al perdón, una misericordia sin condicionamientos previos, la preocupación de Dios por lo perdido. El Padre de los cielos prefiere buscar al hombre pecador antes que quedarse con los que le fueron fieles, y prepara una fiesta para celebrar su conversión (Lc 15, 22.29).

       Su comportamiento comiendo con los pecadores creaba una situación nueva. Su predicación sobre Dios era su autopredicación; su experiencia humana era vehículo de su experiencia personal de Dios. Jesús tenía la osadía de presentarse como quien conoce y actualiza el proceder de Dios; su actuación era como la copia del obrar divino. Al actuar como el Padre estaba invitando a que se aceptara el comportamiento divino para con los últimos de la sociedad, para los que no tenían ni voz ni voto, para los marginados y pecadores que no podían aspirar a ser tenidos en cuenta.

       Los fariseos fundamentados en la Biblia reprueban que Jesús se atreva a comer con esa clase de personas. Ya en el salmo primero se llama «bienaventurado al varón que no se sienta en la reunión con los pecadores» (y. 1), y en el salmo 15, 4 se exige despreciar al pecador para habitar en el monte santo. El israelita piadoso sólo con hombres piadosos puede comer (Edo 9, 16), es decir, no puede participar en banquetes con los malvados (Sal 101,4).

       Sin embargo, Jesús ha acogido a los pecadores y ha comido con ellos. Los fariseos quieren desacreditarle y dicen a sus discípulos: «Cómo es que come con los publicanos y pecadores?»(Mc 2, 16). La respuesta del Señor manifiesta que los sanos no tienen necesidad de médico sino solamente los enfermos y él ha venido como médico para sanarles y traerles la plenitud de la salvación (y. 17).

       La sorprendente asiduidad de las comidas de Jesús con los pecadores, va haciendo que sus enemigos pronuncien contra él palabras ofensivas y lleguen hasta el insulto, llamándole «glotón y borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34).

       Las parábolas de la misericordia, que son el corazón del tercer evangelio, están precedidas de un sumario lucano: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle y los escribas y fariseos murmuraban diciendo: éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 1.2). «Acoge» a todos y lo hace con gozo y entusiasmo. «Come», el tiempo del verbo está en presente y significa una practica habitual. Lucas ha dejado constancia de una conducta habitual de Jesús. Este es uno de los hechos cuya historicidad es indiscutible según el criterio de discontinuidad y de desemejanza que se aplica a hechos que están contra el ambiente religioso judío de la época y que a la predicación cristiana le parecían provocativos. Este hecho insólito y frecuente, verdaderamente audaz, se compagina con la doctrina que ha predicado el Señor. «Vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos» (Mt 8, 11). «Cuando des un banquete no llames a tus parientes ni a tus vecinos ricos pues ellos te pueden volver a invitar. Llama a los pobres» (Lc 14, 12.13). Las comidas con los pecadores eran una exhortación a la conversión; en ellas Jesús les mostraba la cercanía de Dios, les enseñaba una imagen nueva de Dios.

       La práctica profética de Jesús, al poner el bien del hombre por encima de las instituciones religiosas, lo llevó a la muerte.

       En el Reino anunciado por Jesús los privilegiados son los pobres, los marginados, los despreciados. De ese modo revela la bondad del Padre bueno de los cielos. Pero más que esta predicación fue su actuación la que provoca su condena a la muerte de cruz. Puso por encima del imperativo religioso la buena nueva: devolver la dignidad a los oprimidos, liberar a los cautivos, acoger a los marginados.

       A Jesús no le resultó fácil obrar de este modo; sus parientes lo toman por loco (Mc 3, 21); sus paisanos se escandalizan de él (Mc 6, 4); lo expulsan de la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 29).

       Lorenzo Gomis sintetiza la vida de Jesús subrayando su comida con los pecadores: «Era un hombre de pueblo, carpintero de oficio. No llevaba corona, ni espada, ni cilicio. A los hombres piadosos los sacaba de quicio. Comía con los malos. No tenía otro oficio». Para iluminar la singularidad de Jesús realizada en su costumbre de comer con los pecadores, vamos a reflexionar sobre el texto de Ap 3, 20 donde el Señor se invita a cenar con la Iglesia de Laodicea que era la comunidad más pecadora entre todas las de Asia.

       El gesto del Señor de invitarse a cenar es una reiteración de un hecho habitual durante su vida pública. Jesús no sólo acepta la invitación de los pecadores, sino que, como sucedió en el caso de Zaqueo, él mismo se invita a comer con el jefe de publicanos.

       En esta escena descrita en el Apocalipsis es el Señor quien está a la puerta llamando, el que se invita y quiere que se le abra la puerta para entrar y cenar con esta Iglesia pecadora (Ap 3, 15-20).

       El siempre sigue llamando a los pecadores. Esta Iglesia de Laodicea es, entre las siete Iglesias de Asia, la que está más hundida en el pecado, en estado de permanente tibieza y de miseria espiritual; es la más desgraciada y miserable, la que se ufana de no carecer de nada y está desnuda y ciega (y. 17). Alardea de soberbia piadosa, orgullo que repugna al Señor. Su conducta produce asco y por eso es tan duro el juicio que le espera: «Estoy para vomitarte de mi boca» (y. 16).

Y a esta comunidad pecadora es a la que el Señor llama a la conversión y le dirige las palabras más hermosas y tiernas, las frases más preñadas de afecto en todo el nuevo testamento y, como se ha dicho, es la voz del Amado a la amada: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si uno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

       Al leer, al meditar este texto tan hermoso, queda uno prendado de su hechizo. Es una llamada de alguien que está de pie junto a la puerta y pide entrar. Al abrirle, le introduce en la intimidad, y viene luego una cena en la que se da el encuentro amoroso. Parece que toda la Biblia se pueda resumir en esta escena, pues la historia de la salvación ha sido una visita de Dios al hombre. Como afirma el concilio Vaticano II: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) habla a los hombres como amigos movido por su gran amor (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14.15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía».

       Ahora, en este texto del Apocalipsis, el amigo necesitado que está a la puerta pidiendo acogida, se actualiza en la persona de Jesucristo que quiere hacer alianza de amor con esta comunidad pecadora y quiere cenar con ella en la intimidad de la noche.

Novedad en su modo de orar

       Quiero finalizar este capítulo reflexionando sobre la principal singularidad de Jesús, su modo de orar, aunque sea de modo bre ve pues ya lo meditamos al hablar de Jesús como Hijo del Padre (cap. 4 y 16).

       Jesús tuvo conciencia de su especialísima relación con Dios a quien llama con la expresión aramea de abba que constituye una inconcebible novedad. Ningún israelita piadoso hubiese osado usarla; jamás un judío se podía permitir una relación tan íntima con Dios. Sólo se podía utilizar en el lenguaje familiar y dirigida al padre de carne y sangre. En ninguno de los libros de plegarias, en ninguna oración litúrgica, hay un solo caso en el que se invoque a Yahvé con esa expresión.

       Hay sólo tres pasajes del antiguo testamento, dos de ellos en el libro de Jeremías, en los que se llama a Yahvé abbí, padre mío, y que en el targum (traducción aramea del antiguo testamento), se traduce con la expresión ribboni, maestro mío. «,Es que entonces mismo no me llamabas Padre mío?» (3, 4). «Yo había dicho:

sí, te tendré como ami hijo... y añadí Padre me llamarás» (3, 19). Y otro pasaje en el salmo 89, 27, donde se traduce como abba. «El me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de salvación!».

       En la oración es donde más se evidencia la gran singularidad de Jesús, su diferencia del judaísmo. Siempre se dirigió a Dios con la palabra abba y no sólo en Getsemanf (Mc 14, 36), donde consta explícitamente, sino en todo el evangelio por debajo del texto griego al hacer la versión al arameo se descubre esta expresión tan tierna y tan del agrado de Jesús.

       En la Iglesia primitiva, en las cartas de san Pablo aparece dos veces literalmente esta expresión (Gál 4, 6; Rom 8, 15) y en los dos textos es el Espíritu de Jesús el que al hacemos hijos de Dios nos capacita y nos permite exclamar: ¡Abba, Padre!

La nueva era, nueva evangelización

       Todos los autores del nuevo testamento son conscientes de que con Jesús se inaugura una nueva era en la historia, la etapa de laplenitud (Mc 1, 15; Gál 4,4; 1 Cor 10, 11; 1 Pe 1,20; Heb / 1, 2). Todas las promesas han comenzado a realizarse en Jesucristo: «En él son el sí de Dios, el amén a Dios para su gloria por medio de nosotros» (2 Cor 1, 20).

       Jesucristo es el centro del tiempo. Los tiempos de la historia —pasado, presente y futuro— son referidos a Jesús (Heb 13, 8). Para Mateo la vida terrena de Jesús es el cumplimiento del anti guo testamento. Para Lucas Jesús es el centro del tiempo. Para el Apocalipsis es el alfa y la omega, el principio y el fin. Todo lo que precede es sólo anuncio y preparación. El es la clave y la cumbre de todo. Todo en Cristo Jesús se hace nuevo. Es la nueva creación (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17), el hombre nuevo (Col 3, 10; Ef 2, 15). «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

       Jesús habla del vino nuevo (Mc 2, 22), de vida nueva (Rom 6, 4), de alianza nueva (Lc 22, 20), de mandamiento nuevo (Jn 13, 34). Jesús trae la originalidad, la novedad. Su mensaje es original porque es volver a lo que era desde el principio, a lo

originario (1 Jn 2, 7; 2 Jn 5).

       Ha venido a hacernos plenamente hombres: hombres nuevos, santos, liberados de nuestras pasiones y egoísmos, para poder vivir la entrega radical al amor de Dios y al de los hermanos.

       En esta línea está la petición del papa Juan Pablo II sobre la nueva evangelización que hemos de emprender antes del año 2.000. Pide que sea «nueva en su ardor, nueva en su método, nueva en su expresión».

       La nueva evangelización será «nueva en su ardor» si nace devuna nueva experiencia de Dios y va acompañada de una nueva visión del pasado y de una crítica positiva de la realidad presente.

       La nueva evangelización será «nueva en su método» si el que evangeliza es un verdadero testigo, capaz de revelar a los hombres el verdadero rostro de Dios, pues en nuestros días el testimonio de nuestra vida se ha convertido en condición necesaria

para la eficacia de nuestra evangelización.

       La nueva evangelización será «nueva en su expresión» si hay coherencia entre lo que se predica y la vida de quien lo predica, llegando a ser el pueblo de Dios, la Iglesia, el signo eficaz donde Dios, donde Cristo se revela a sí mismo. «Ella, la Iglesia, nosotros, es la carta de Cristo, conocida y leída por todos los hombres, escrita no con tinta sino con el espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3, 2.3).

       Los santos, seres singulares

       Jesús es singular. ES un personaje de ayer, hoy y mañana (Hb 13, 8). Desde la encarnación está siempre en medio de nosotros (Mt 1, 23; 18, 20; 28, 20). Son muchas sus maravillosas presencias en medio del mundo. Está de modo singular en los santos.

       El comienzo de este capítulo, lo inicié con un largo texto de Pablo VI sobre Jesucristo, el más maravilloso y singular, y lo quiero concluir con otro también extenso sobre los santos, seres igualmente singulares y lo hago contestando a una pregunta que a todos nos inquieta, nos preocupa y nos obsesiona. Tenemos que ser santos; sí, lo seremos (cap. 23). ¿Cómo? Aporto la respuesta de Henri de Lubac que ya cité en otro libro mío’°.

       «Nadie puede hoy aventurarse en serio a dibujar los rasgos particulares que caracterizaran a los santos de mañana... Estemos seguros de que el santo que esperamos no será muy conforme con nuestras ideas, nuestros propósitos y nuestros gustos. Cuando se presente, nos chocará quizá; al menos nos desconcertará. Si Dios lo suscita entre nosotros, tendremos la tentación de rechazarlo, quizá pasemos a su lado sin verlo.

        muy diferente que deba ser de sus numerosos predecesores, el santo reproducirá sin duda sus rasgos esenciales y sólo de eso podremos fiarnos. Será pobre, humilde, sin fortuna. Tendrá el espíritu de las bienaventuranzas. No maldecirá, ni adulará. Tomará el evangelio a la letra, es decir, en todo su rigor. Una dura ascesis le habrá liberado de sí mismo. Tomará sobre sí la cruz de su Salvador y se esforzará por seguirle... Débil como todo hombre, pero dócil al espíritu, tendrá su parte en la virtud de discernimiento prometida a la Iglesia, y no se dejará asustar por las renovaciones más radicales como tampoco seducir por las novedades falsas. Como tantos de sus predecesores, con actitudes nuevas que correspondan a situaciones nuevas, será el defensor y el apoyo de los oprimidos. Quizá también un conductor de hombres, hasta llegar a fundar, sin haberlo pretendido, algo de su estilo nuevo que nos sorprenda en un principio. Incluso puede llegar a jugar un papel en la ciudad y las mil trompetas de la opinión pública divulgarán su nombre. O, por el contrario, vivirá aislado, inadvertido entre la masa... ¿llegará a ser calumniado, traicionado, abandonado por los suyos? La sencilla verdad humana del evangelio es de todos los tiempos. Bajo formas y en ocasiones que no podemos prever, se hundirá en el misterio del sufrimiento, del abandono, de la soledad íntima. Llegará a ser otro Cristo: no un hombre que pretenda ser más que Cristo sino un hombre cuyo ideal, cuya vida entera consista en configurarse con él. Y, entonces a través de sí mismo, como a través de su Maestro y en total dependencia con su Maestro, el rostro de Dios, digo bien, el rostro de Dios se hará visible».

       El santo de hoy será el hombre que vivirá el espíritu de las bienaventuranzas: la pobreza y el amor como su Maestro y tendrá por Padre a Dios que es amor (1 Jn 4, 8.16), entregándose a él en un abandono total.

       El santo, como decía mi hermano Justo en una de sus «pinceladas» hablando de Emilio Parra, es un hombre poseído por Dios, que impresiona, totalmente atrapado por Cristo Jesús, ejemplar por su bondad sin límites, su perenne sonrisa y su entrega sin reservas. Una luz puesta en lo alto para iluminar e interpelar.

13ª.  JESUCRISTO ÚNICO PRINCIPIO Y FUNDAMENTO

“Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, Jesucristo”(1 Cor 3, 11).

       Nuestra meditación del principio y fundamento (en san Ignacio: «El hombre es creado para hacer reverencia y servir a Dios... Las otras cosas de la tierra son creadas para el hombre... que ha de usar en tanto en cuanto»...), es esencialmente cristológica y cristocéntrica, ya que todos hemos sido elegidos en él antes de la fundación del mundo (Ef 1, 4). El es la roca viva en que nuestro ser encuentra consistencia (Col 1, 17). Fuera de él todo es arena movediza. Con él formamos un solo ser (Gál 3, 28), somos una sola vida con él, como los sarmientos con la vid (Jn 15, 5).

       En estos ejercicios espirituales, Jesucristo lo abarca todo: él es nuestro único fundamento, nuestro único camino, nuestra única verdad y nuestra única vida (Jn 14, 6). Por eso, los ejercicios han de ser una contemplación amorosa de Jesucristo hasta quedar realmente cautivados y fascinados por su persona, desbordados por él y colmados en todas nuestras aspiraciones.

       Pensando en la nueva evangelización de la que habla Juan Pablo II y que nos prepara para el afio 2.000, hemos de tener en cuenta lo que decía el cardenal Ratzinger: «La Iglesia debe hablar ante todo de Dios. La Iglesia debe preguntarse si no habla demasiado de sí misma, mientras deja en la sombra el anuncio de Dios. El discurso de la Iglesia no debe ser un anuncio de dogmas, ni de prescripciones, sino anuncio de Dios que se nos revela en Cristo. El Dios del que nos habla el evangelio no es una primera causa lejana; él nos ha mostrado su corazón en Cristo que nos ha amado y nos ama hasta el final, hasta la cruz»1.

       Esta es la originalidad de la espiritualidad cristiana: que seguimos a un Dios que asumió la condición humana; que vivió nuestras experiencias; que tuvo éxitos y fracasos, alegrías y sufrimientos; que hizo opciones y que se entregó por los hombres en una cruz.

       Por eso, toda la espiritualidad del cristianismo es el encuentro con la humanidad de Cristo. El Jesús de la historia es el único modelo de nuestro seguimiento. De ese modo ya no se puede caer en la tentación de hacer de Jesús una ideología o de adaptarlo a nuestra imagen o a nuestros intereses.

       La historia concreta de Jesús —lo que hizo y dijo (Hech 1, 1)— es la fuente primaria de la experiencia cristiana, lo que constituye la salvación definitiva ofrecida por Dios a todos los hombres. Los evangelios se concentran en la vida pública de Jesús, y especialmente en su muerte y resurrección. No se puede objetar contra los evangelistas por omitir lo que sucedió en los treinta y tantos años de su vida privada, pues éste era el proceder de los hagiógrafos antiguos que, al escribir la vida de sus héroes, apenas hablaban de los primeros 30 ó 40 años.

       Sólo Jesús de Nazaret nos revela el verdadero rostro de Dios y nos capacita para tener un encuentro con él. El camino recorrido por Jesús muestra que es un Dios humano, y que el hombre es criatura con vocación divina. Así lo expresa el concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»2.

       Hay que llevar a los hombres al encuentro personal con Jesucristo, único salvador, haciéndolos discípulos suyos (Mt 28, 19). Pues «todo empezó en un encuentro»3 cuando algunos hombres se decidieron por la referencia incondicional a la persona de Jesús. Referencia que nació de un encuentro en la vida diaria, de una experiencia de salvación transmitida por una persona de carne y hueso.

       Después de la experiencia de ese encuentro, el seguimiento de Jesús había comenzado. Sus seguidores percibieron que sus vidas quedaban vinculadas a la persona de Jesús y acabaron por comprender que era el Hijo de Dios.

       El evangelista Juan nos cuenta a través de su propia experiencia, cómo uno se hace discípulo de Jesús: «El Bautista estaba 1 allí con sus discípulos y vio a Jesús que pasaba. Este es el cordero de Dios, dijo. Sus discípulos, al oírlo, se fueron con el Señor y permanecieron con él aquel día» (1, 35-39).

       El encuentro de las personas con el Maestro es el comienzo de una relación, de una amistad destinada a durar para siempre. Nada de abstracto en este modo de hacerse discípulo de Cristo. Nos invita a estar con él y ellos fueron y se quedaron con Jesús.

       El encuentro con Jesús es lo principal de nuestra fe cristiana. El punto inicial ye! final de todo: el alfa y la omega (Ap 1, 8). Para conocer a la persona de Jesucristo hay que entrar en contacto real con él. A la persona sólo se la conoce entrando en relación con ella. Encontrarse con Jesús es aceptarlo como el centro de nuestra vida y de toda nuestra razón de ser, y si el encuentro es verdadero, producirá frutos insospechados. Todos tenemos experiencia de algunos descubrimientos impresionantes y desconcertantes. Debemos no sólo creer en su persona, sino verle, contemplarle y tocarle con nuestras manos. San Agustín ha reflexionado acerca de cómo se puede tocar a Cristo, si está sentado ya en el cielo: «Toca a Cristo quien cree en Cristo, y añade que, a veces, en un momento nuestro espíritu es deslumbrado por el esplendor de la verdad, como una lámpara... Es una especie de

contacto espiritual por la realidad creída»4.

       Se puede afirmar que el cristianismo no es una filosofía, ni siquiera una doctrina, sino una vida. El evangelio mismo, más que una proclamación teórica de una doctrina, es una acción eficaz de salvación; no se trata puramente de algo, sino de Alguien.

       Todo se concentra en Jesucristo y tiene valor por él. Toda nuestra teología es creer no en algo sino en Alguien y vivir según él. Lo primero en el cristianismo no es la doctrina sobre Jesús, sino su persona. Ella es la que abre nuestro corazón a la acepta ción de la Iglesia, Iglesia cuya obligación principal es presentar a Jesucristo a los hombres. No se acepta a Jesús por la autoridad de la Iglesia sino que por Jesús se acepta a la Iglesia.

       Tenemos que mostrarlo al mundo de un modo sencillo y atractivo. Muchos, al comprobar que nuestras liturgias y nuestraspredicaciones no son vibrantes sino frías y asépticas, se van de la Iglesia. Ante la desvandada de católicos que se marchan a sectas protestantes, especialmente en América latina y en el Brasil, sería digno de tenerse en cuenta la fascinación que provoca ese tipo de predicación sugestiva e inmediata en los hombres de nuestro tiempo.

Hay que dar pasos decisivos en el sublime conocimiento de Cristo Jesús, de su persona, que es el dogma central de nuestra fe y, de ese modo, haremos posible a los hombres de hoy un encuentro personal con Cristo resucitado, encuentro que, si es verdadero, producirá en nosotros los mismos efectos que produjo en san Pablo dividiendo su vida en dos mitades perfectas: antes y después. «Lo que antes tuve por ventaja ahora lo juzgo daño; ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, tengo las cosas por basura» (Flp 3, 7-10).

       Impresiona el pronombre él, que utiliza el apóstol. Escribe:

«A fin de conocerle a él»; se trata de una persona de carne y hueso, supone conocer a Jesús de un modo concreto y vivo, no a través de libros o por medio de su doctrina. Carlos de Foucauld afirmaba que cuando conoció a Jesús como persona viva y con- creta, inició el camino del seguimiento, de la santidad. Cuando se conoce a Cristo, de ese modo, se considera como pérdida todo lo demás y se engendra en el corazón un anhelo irresistible de alcanzar al Señor, de desprenderse de todo para estar siempre con él. Este sublime conocimiento consiste en reconocer a Jesús como el bien supremo, el centro de toda nuestra vida, nuestra única razón de ser, nuestra alegría y nuestro gozo.

       La santidad de Jesús está ligada plenamente a su humanidad, que es «en todo a semejanza de la nuestra, a excepción del pecado» (Heb 4, 15)

Santidad de Jesús

       Jesús será santo, como le dice Gabriel a María (Lc 1, 35); es el santo de Dios (Jn 6, 69). Con el título de santo se le llama en el Apocalipsis (3, 7). A él nadie le puede acusar de haber cometido pecado alguno (Jn 8, 46). En Jesús no hay pecado (1 Jn 3, 5). En este sentido continúan los testimonios apostólicos: «Al que no conoció pecado» (2 Cor 5, 21); «En quien no hubo pecado» (1 Pe 2, 22). «El, que era santo, inocente y sin mancha» (Heb 7, 26).

       Los apóstoles, a través de la luz de la resurrección, adquirieron la certeza de esa ausencia de pecado en Cristo. La resurrección no creó la santidad de Jesús, sino que iluminó la realidad de que era el santo de Dios. La santidad de Cristo es el reflejo de la santidad misma de Dios: «Es el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia» (Heb 1, 3).

       Jesús ha vivido la santidad en cada momento de su vida, en cada situación concreta; así las bienaventuranzas no son un bello programa que entrega a sus discípulos, son su misma vida que les desvela, invitándoles a entrar en su misma esfera de santidad.

       Lo que más impresiona de la personalidad de Jesucristo es su obediencia a la voluntad del Padre, su libertad de todo otro condicionamiento: «Mi alimento es cumplir la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).

       La santidad de Jesús consiste en su adhesión total y constante a la voluntad de su Padre: «Yo hago siempre lo que a él le agrada» (Jn 8, 29). La voluntad del Padre se le iba manifestando cada vez más según se iba desarrollando su humanidad, crecía su santidad (Lc 2, 40.52), hasta llegar al culmen de su terrible hágase de Getsemaní. De esta tensión a la santidad tenemos signos reveladores, como cuando exclama: Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50).

       Después de haber reflexionado sobre la santidad de Jesucristo vamos a hacerlo ahora sobre la imitación.

       Es verdad que ya hemos sido santificados en Cristo, que se hizo para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor 1, 30). Al igual que en Jesús aparece una progresiva manifestación de la plenitud de santidad que poseía ya desde la eternidad (Lc 2, 40.52), san Pablo llama a ser santos a los ya santificados en Cristo Jesús (1 Cor 1, 2), y porque el que os ha llamado es santo, también vosotros sed santos en todo (1 Pe 1, 15). Jesús creció en gracia y en santidad, como lo hizo en sabiduría y en estatura (Lc 2, 52). Se santificó a sí mismo (Jn 17, 19) al entregarse a la voluntad del Padre. Esto no quiere decir que su entrega a la voluntad del Padre fuese imperfecta en algún momento. Siempre fue perfecta en el grado del desarrollo en que se encontraba suhumanidad. Esta santidad subjetiva de Jesús no era la misma antes del «hágase» del huerto de los Olivos que lo fue después.

       Esta reflexión de lo vivido por Jesús nos ayuda a nosotros a realizar lo que tenemos que hacer.

       San Bernardo, de vez en cuando, entraba en diálogo consigo mismo y se preguntaba: «Bernardo, a qué has venido? ¿para qué has entrado en el monasterio?»5. Debemos hacernos nosotros con frecuencia una pregunta semejante. Sólo estamos en este mundo para ser buenos, para ser santos: «La única equivocación es no ser santos». San Roberto, uno de los tres monjes rebeldes, hablando de su padre que vivió sencillamente esos hechos que llamamos cosas del momento, pero que tienen una duración eterna y que se viven bajo la mirada del eterno, recuerda las últimas palabras que le dijo cuando se iba a hacer monje: «Sólo hay un error en la vida: el de no ser santos»6. Para eso nacemos, para eso estamos aquí en estos días de desierto: para no cometer el único error de nuestra vida. Para no caer en la única tristeza, como afirma León Bioy: «Sólo hay una tristeza: no ser santos».

       Debemos llenarnos de deseos de santidad. Nada importante se realiza sin grandes deseos. No se hace uno santo sin un gran deseo de llegar a serlo. A este respecto san Agustín nos hace una sugerencia: «Toda la vida del buen cristiano consiste en un deseo de santidad»7.

       Si queremos tener una profunda experiencia de Dios, si queremos ser santos a imitación de Jesucristo, la primera condición es tener un deseo de Dios, querer verle, buscarle. Dios no puede resistirse al hombre que le desea ardientemente.

Ese deseo se ha llamado sabiduría misteriosa y escondida. Para poder poseerla, para tener ese gran deseo de santidad hay que pedirlo al Espíritu santo pues es él quien únicamente nos lo puede infundir. San Buenaventura ha escrito: «Esta sabiduría misteriosa y escondida nadie la conoce sino quien la recibe, nadie la recibe sino quien la desea y nadie la desea sino quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu santo enviado por Cristo»8.

       Ya meditamos que el que encuentra a Jesucristo ha hallado el mayor tesoro. Es una pena no desearlo con más ansias. Nuestra vida está atestada de muchas más cosas y nos impide entender el desasosiego que embargaba a san Agustín cuando exclamaba: ¡Señor, nos hiciste para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti! Hay que orar en esta meditación pidiendo este deseo de Dios.

Mientras Jesús vivió en Palestina, su humanidad, su vida terrena nunca se puso en duda: ¿No es éste el carpintero? (Mc 6, 3), el hijo del carpintero (Mt 13, 55), el hijo de José (Lc 4, 22; Jn 1, 45)?

Era un hombre como todos los demás. Se sabía su oficio: tekton —carpintero—. Se conocía el nombre de su madre, María, y de sus hermanos, es decir, de sus parientes más próximos (Mc 6, 3).

Se ponía en juicio su divinidad: «Tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10, 33).

       Sin embargo, al final del primer siglo, hay quienes niegan que Cristo haya nacido según la carne (1 Jn 4, 2; 2 Jn 7). San Ignacio de Antioquía tenía la gran preocupación de demostrar la humanidad de Jesús, que había nacido, padecido y muerto verdaderamente y no sólo en apariencia, como dicen algunos sin Dios y sin fe9.

       El nuevo testamento afirma que Jesús no es sólo un hombre verdadero, sino que es el último Adán (1 Cor 15, 45), «el hombre nuevo, el creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 24).

       Jesús es la imagen de cómo tiene que ser el hombre porque él es la verdadera imagen de Dios (Col 1, 15), y somos nosotros los que estamos obligados a identificamos con la imagen del Hijo (Rom 8, 29). Jesucristo es el arquetipo del hombre, el que lo modela, y lo configura definiendo la propia naturaleza humana.

       Cuando se afirma que la humanidad de Jesús es idéntica a la nuestra, «a excepción del pecado» (Heb 4, 15), no queremos afirmar que fue en todo hombre verdadero excepto en el pecado, pues el pecado no sólo no es un rasgo esencial a la naturaleza humana, sino lo único añadido, espurio y falso al proyecto de Dios sobre el hombre; es lo menos humano. El pecado es como el no ser. Santo Tomás de Aquino ha escrito: «Mientras los hombres son pecadores no existen»’°.

       Los que viven en pecado es como si no existieran. Jesús es el verdadero hombre porque no tiene pecado. Hace años leí en san Agustín algo que me impresionó: «Hasta qué punto ha llegado la perversión humana que quien es vencido por la lujuria es considerado hombre, mientras no se considera como tal a quien la vence. No son hombres los que vencen el mal, se ha llegado a decir, y lo son, en cambio, los que son vencidos por él»11.

       El texto subyugante de la Carta a los hebreos (2, 17; 4, 15)

dice que participó de nuestras debilidades y flaquezas para ser pontífice misericordioso, y que fue tentado, en todo, excepto en el pecado, es decir, se afirma que padeció las consecuencias del pecado: dolor, tristeza, temblor, pavor, pero no la concupiscencia que lleva desordenadamente al pecado, pues ello supondría que vivía en él la consecuencia del pecado original, y éste no existió en Cristo. Su inclinación natural fue igual a la nuestra, padeció tentaciones como nosotros, miedo a la muerte y angustia. La encarnación no se realizó en carne pecadora, sí en carne semejante a la carne pecadora, carne herida por el pecado. San Agustín afirma: «Precisamente por ti, Dios se ha hecho hombre. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne de pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no hubiera llevado a cabo esta misericordia»12.

       Que Jesús es verdadero hombre y que posee una voluntad humana, se manifiesta en el episodio de Getsemaní, en la lucha entre la voluntad del Padre y la suya. Pero la voluntad humana estuvo siempre sometida a la divina como lo afirma el tercer concilio de Constantinopla contra los monoteletas. La sumisión de la voluntad de Cristo a la de su Padre es lo constitutivo del misterio de la agonía que significa lucha y combate. Hay que distinguir entre las dos voluntades y Jesús se somete a la del Padre. La repugnancia a aceptar la cruz es algo muy humano y que se puede dar sin que ello suponga pecado alguno. Dios ha puesto en la sensibilidad del hombre la capacidad de reaccionar ante lo que le contraría, ante el dolor, ante la cruz, y no hay que olvidar que Jesús tomó la naturaleza humana en todo, excepto en el pecado.

       Cuando Jesús habla de la cruz, de la muerte, a sus apóstoles, éstos se rebelan contra ella. También Jesucristo siente la rebelión en lo más profundo de su humanidad y sólo la supera con un esfuerzo de su voluntad aceptando los designios del Padre, pero el esfuerzo es tal que le hace sudar sangre (Lc 22, 44). Esta escena de Getsemanf aporta datos muy significativos sobre la sensibilidad humana del Señor.

Como un hombre cualquiera Vamos a adentramos lo más posible en el estudio de la persona de Jesús para que, al conocerle con mayor profundidad, nos enamoremos del que es nuestro único principio y fundamento.

       En los evangelios se destaca, en general, el aspecto humano de Jesús. Siguiendo sus páginas, queremos contemplar a Jesús tomando posturas o actitudes frente a las diversas situaciones de aquel entorno socio-político-religioso palestinense en el que se desenvolvió su vida terrena. La conducta de Jesucristo será, con frecuencia, desconcertante y extraña, y provocará indignación y escándalo; son innumerables las escenas en las que reacciona ante los diversos grupos, ante las diversas instituciones, y en circunstancias tan diferentes. El espíritu de Jesús de Nazaret se va reflejando en estas escenas, mil detalles asoman a través de su vida, y con ellos podemos ir configurando su imagen.

       Una lectura atenta de los evangelios hace emerger ante nuestros ojos una figura admirable, llena de nobleza y dignidad y, al mismo tiempo, extraordinariamente familiar y próxima. No es una imagen esquemática, estilizada, como en las representaciones míticas, sino profundamente humana y compleja, en la que, en perfecto equilibrio, se unen los rasgos al parecer más contradictorios. Las fuentes evangélicas ponen más de relieve el aspecto humano que el divino; aunque la fe y el culto miran más a su divinidad; pero acudiendo a uno u a otro aspecto, o unificando los dos, el creyente sabe que Jesús expresa su realización total: Dios y Hombre.

       El evangelio nos habla del desarrollo armónico entre el cuerpo y el alma de Cristo. Hay en él una perfecta correlación entre el desarrollo psíquico y somático.

       Lucas, médico, es quien más datos nos ha legado acerca del cuerpo físico del Señor, hasta recoge las diversas fases por las que ha pasado su cuerpo: estado de embrión, fruto de su vientre (1, 42); habla del ciclo natural de nueve meses, antes de darlo a luz su madre (2, 6-7); es niño (2, 17.40); luego joven (2, 43), y añade que su cuerpo aumenta en estatura (2, 52), y se vigorizaba (desarrollo físico). Se robustecía en espíritu, llenándose de sabiduría (desarrollo intelectual). Crecía en gracia delante de Dios y de los hombres (desarrollo espiritual). En la armonía de estos tres componentes está la perfección. Al proclamar, y más, al vivir las bienaventuranzas, no hace sino decirnos que él es el modelo armonioso de todo tipo de santidad.

       Jesús de Nazaret se inserta en nuestro tiempo y en nuestra historia. No asume, simplemente, la naturaleza humana, sino esta naturaleza humana concreta e individual, y vive una historia y un destino humanos. Es uno de nuestra raza. No se asomó, solamente, a nuestra tierra y a nuestra historia para ver un poco desde lejos, un poco desde fuera, cómo vivíamos y cómo éramos los hombres, sino que se zambulló en la corriente de nuestra historia, tan turbia, tan agitada, tan revuelta, convirtiéndose él en un eslabón más en esa gran cadena de todas las generaciones humanas.

       Se encarnó en la vida ordinaria de los hombres de su tiempo. Se identificó con la causa de los marginados. Estuvo más cerca que nadie de los que sufren. Lloró por la muerte de los amigos.

       Jesús de Nazaret sufrió las limitaciones y debilidades que comporta la naturaleza humana; vivió de una manera real y profunda las experiencias más diversas, en el devenir de su existencia histórica. Pasó hambre y sed, frío y calor (Mt 4, 2; Jn 19, 28); se conmovió hondamente como puede hacerlo un hombre cualquiera; en su vida hay gozo y lágrimas (Jn 11, 35; Lc 10, 21); se indigna y se sorprende (Mc 3, 5; Jn 2, 15.16; Lc 17, 17.18); se desilusiona y se admira (Jn 3, 10; Mt 15, 28; Le 7, 9); parece sentir curiosidad y hace preguntas, pero cuando se las hacen a él no siempre contesta (Mt 16, 13; 21, 27); se compadece y fustiga (Mc 1, 35; Le 19, 5; Mt 26, 40); tiene su corazón en tensión hasta que llegue su hora y cuando esta llega entra en la tristeza y en el pavor (Le 12, 50; Mt 26, 38) rozando para el hombre el límite de lo previsible.

       Su sensibilidad se manifiesta de modo singular en un espíritu abierto a los encantos y bellezas de la naturaleza. Pasa la mayor  parte de su vida pública en el campo, al aire libre, en contacto con la naturaleza, contemplando el paisaje de su tierra, admirando las maravillas grandes y pequeñas de la creación. Toda su vida transcurre en continuas caminatas a través de los montes y llanuras de su patria.

Leamos el evangelio y apreciaremos la exquisita sensibilidad de Jesucristo, indicio de esa limpieza de corazón que valora hasta las cosas más pequeñas y se conmueve ante ellas; habla del sol y de la lluvia (Mt 5, 45); del arrebol y del viento del sur (Le 12, 54.55); de los pajarillos tan pequeños, que se compran dos por un as en el mercado (Mt 10, 29); de los perros que lamen las heridas (Le 16, 21); de las gallinas que cobijan bajo sus alas a los polluelos (Mt 23, 37)...

       Jesús observa atentamente las actividades y las costumbres de los hombres. Por sus discursos pasan finamente observados los hombres de todas las profesiones y clases sociales.

       Se enfrentó con los que eran los grandes obstáculos —los poderosos, los dirigentes religiosos y políticos— para crear esa tierra nueva, esa humanidad nueva que él había venido a traer.

       Luchó contra toda injusticia aun previendo que tal enfrentamiento a fuerzas tan poderosas le llevaría a la cruz.

       Nos cuesta admitir que Jesús ha sido verdaderamente un hombre como nosotros, que trabajó para ganarse la vida, que pasó hambre y sed, y que tenía necesidad de amistad, que conoció la tristeza y el miedo, que escogió ser desconocido, incomprendido, humillado, aun cuando habría podido imponerse por actos de poder. A los que vivían cerca de él, les hacía falta la fe tanto como a nosotros. ¿Cómo se manifiesta que él es Dios? ¿por su potencia, por su poder? No, sino que se manifiesta por la impotencia y la debilidad. Sólo tuvo la fuerza de su amor. Es el Dios conmovido en sus entrañas por la miseria humana, aparentemente impotente, tan humano aparentemente como los demás. Toda la historia de la Iglesia está ahí para atestiguar que la fuerza del Espíritu ha continuado la obra de Jesús valiéndose de los pobres y que ellos, durante toda esa historia, han sido ignorados, perseguidos, lo mismo que Jesús.

       Vivió, como todos, el dramatismo entero de la existencia humana. Su status social no tuvo nada de especial; al contrario, su estilo de vida era exactamente idéntico al de los de su misma condición.

       Jesús será siempre el paradigma humano perfecto, por ser el ideal del hombre. En esta línea el sermón de la montaña nunca puede ser tildado de antihumano, si quien lo garantiza con su propia persona ha sido un hombre que ha compartido en todo nuestra existencia, menos en aquello que esclaviza al hombre, que le resta su libertad, que le hace en el fondo, menos hombre en su sentido profundo.

       Ha sido la Palabra hecha «carne», Jesucristo, con todo su sentido de solidaridad y comunión con la realidad humana quien ha venido a restaurar, quien ha rehecho la imagen de Dios, haciéndola aflorar desde las categorías más limpias del hombre.

       San Pablo dirá que Jesús es idéntico a los hombres, como un hombre cualquiera (Flp 2, 7), que es hombre (1 Tim 2, 5). Asemejado en todo a sus hermanos para ser misericordioso (Heb 2, 17; 4, 15). Es interesante constatar su ambiente de soledad, tal como nos la refieren los evangelios. Nadie lo comprende: ni sus paisanos, que se escandalizan de él (Mc 6, 3), ni sus parientes que lo tienen por loco (Mc 3, 21), ni sus discípulos... Vivió todas las vicisitudes del hombre de su tiempo y para más asemejarse a él, pasó por todas las pruebas.

       «Actuando como un hombre cualquiera, dice san Pablo, se rebajó y se sometió a la muerte, una muerte de cruz». Bebió con miedo, sorbo a sorbo, todo el drama del hombre, sin ahorrarse ni una sola gota.

       «Como un hombre cualquiera»: Aquí está la clave del misterio. Jesús como modelo para el hombre, se despojó de toda ostentación, de todo poder y vanagloria. Para salvar y dignificar al hombre, tomó la condición de siervo y como siervo murió. Su solidaridad con la raza humana no fue algo superficial, meramente ejemplar, sino una asunción total y escogida. Su muerte fue una exigencia de su encarnación. Por eso, él salvó la naturaleza humana que asumió.

       Jesucristo vino del Padre (Jn 16, 28), y nació de mujer (Gál \4, 4). Descendería del cielo como la lluvia y surgiría de la tierra como una semilla (Is 11, 1). Será Dios fuerte y niño (Is 9, 5). A la vez que viene de arriba (Jn 8, 23) es de la semilla de David (Rom 1, 3).

       La genealogía de Jesús en Mateo es descendente, de Dios hacia el hombre, pues ha de cargar con nuestros pecados. La Palabra de Dios se hace carne (Jn 1, 14), carne —la parte más frágil del hombre—, «como la hierba» (Is 40, 6).

       Fue un hombre cualquiera, es cierto, pero se puede afirmar que no fue del todo un hombre cualquiera. Su nacimiento fue anunciado por los profetas y su concepción nada tuvo que ver con la nuestra. Tuvo una relación especialísima con Dios, sintiéndose naturalmente su hijo, y se atrevió, nadie hasta entonces lo había hecho, a llamar a Dios su abba querido.

       Habla con autoridad y en su predicación rompe todos los esquemas filosóficos y religiosos de su tiempo. Obra con libertad soberana ante las personas, los acontecimientos y las cosas. Lleva una vida escandalosa para los biempensantes de su tiempo. Cura en sábado, perdona los pecados y avala su doctrina con signos milagrosos. Afirma que el que apuesta por él tendrá la vida eterna. Es cierto que se pone a la cola de los pecadores para recibir el bautismo en el Jordán, pero también es cierto que se transfigura y que tanto en el bautismo como en la transfiguración se oye la voz del Padre llamándole su hijo unigénito, el predilecto. Muere y resucita y envía sus discípulos a proclamar la buena nueva a toda criatura y promete su presencia con nosotros hasta el fin de los tiempos. La verdad es que Jesús de Nazaret fue como un hombre cualquiera y no fue un hombre cualquiera.

       Jesús se experimentó hombre en la acepción más completa y acabada del vocablo. Sus contemporáneos lo juzgaron así: ¿no es éste el carpintero? (Mc 6, 3); ¿no es éste el hijo del carpintero? (Mt 13, 55); ¿no es éste el hijo de José? (Lc 4, 24), aun intuyendo muchas veces que sus acciones, sus palabras y exigencias, desbordaban y rompían de manera insólita y radical sus esquemas habituales de vida. Lo que Jesús hizo y dijo (Hech 1, 1) no lo llegaron a entender casi nunca bien (Mc 8, 17), ni aun sus más íntimos, hasta después de la resurrección.

Jesús, modelo de todo tipo de santidad

       Los evangelios nos presentan su extraordinaria talla moral. Nada más inocente, más puro, más noble y más santo. Esta imagen es tan sublime, que era imposible que unos sencillos y pobres escritores pudieran sacar de su propia fantasía una figura tan rica y compleja, tan luminosa y serena, tan grandiosa y libre, de no habérsela encontrado corporalmente ante sus ojos.

       Su rectitud puede observarse en todas las manifestaciones de su vida; igualmente su elevado grado de comprensión y delicadeza que, aparentemente, sólo parece romperse cuando se enfrenta con los fariseos. Si obra así, es porque tiene demasiadas razones para hacerlo. Detesta en ellos su avidez por los bienes materiales, disimulada bajo una escrupulosa observancia externa (Mc 7, 11) y reprueba su religiosidad llena de fonnalismos. Ellos, comportándose de ese modo, obrando así, destruían lo esencial de la personalidad y de la misión de Jesucristo, que es el amor y la verdad. Tenía que desenmascararlos, aunque eso le acarrease la muerte. En sí, la condescendencia del Salvador no habría comprometido su misión esencialmente, pero sí hubiera empañado, su libertad de acción. Si les dirigió frases durísimas, van dictadas por un celo ardiente de la gloria de Dios, y son consecuencia de su rectitud máxima (Lc 11, 37-54).

En los evangelios se admira la lucidez extraordinaria de sus:

juicios y la firmeza inquebrantable de su voluntad, mayor todavía de la que exige a sus discípulos (Lc 9, 62). Su sinceridad fue reconocida por sus mismos enemigos (Mc 12, 14). Nada le arredra cuando se trata de dar testimonio de la verdad, nada de vacilación o temor (Jn 18, 37).

       La clave de la personalidad de Jesús está en la enorme autenticidad, en su coherencia entre lo que vivía y decía. Es dulce y misericordioso, tierno y compasivo, pero plenamente exigente cuando se trata de defender la justicia y cuando en contra de los fariseos, declara su predilección por los pobres, por los marginados, por los pecadores.

       Es en extremo atractivo: todo el pueblo se quedaba embobado cuando le oía (Lc 19, 48); los niños se le acercan confiadamente y hasta ha de intervenir para que sus discípulos no se lo impidiesen (Lc 18, 15); después de uno de sus discursos, una mujer entusiasmada le echó un piropo de sabor andaluz: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que mamaste» (Lc 11, 27). Hay un tal embrujo en su persona, que una palabra, un gesto suyo podía arrastrar en pos de sí a los que llamaba.

       Por doquier despertaba oleadas de entusiasmo, admiración y simpatía; tal era el encanto, la fascinación, el hechizo, el magnetismo, que irradiaba la persona de Jesús de Nazaret.

       Su figura corporal era inmensamente atractiva y fascinadora. Ya en el evangelio de la infancia se afirma como progresaba en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). La fascinación que se desprendía de su persona atraía a las multitudes (Mc 8, 2). Su mirada debió ser seductora pues en san Marcos, el eco más inmediato del kerigma primitivo, al relatar una frase importante del Maestro añade y «mirándoles, dijo» (3, 34; 5, 32; 10, 21...). Las miradas de Jesús transparentaban todo su interior. Ahora sus miradas de resucitado penetran en nuestra vida. Hay que dejarse mirar por él y devolverle nuestra mirada; que sea como un reflejo de la suya. La oración es un cruce de miradas. Jesús mira a cada uno tal como es para ayudarle y transformarlo; tiene para cada uno una mirada especial, distinta. Su mirada es una declaración de amor (Mc 10, 21).

       Tiene una delicadeza y finura de sentimientos extraordinaria, que aparecen sobre todo en la descripción de sus parábolas: de la dracma perdida (Lc 15, 8), del buen pastor (Jn 10, 11), del hijo pródigo (Lc 15, 11).

       Es hipersensible. Sensibilidad mayor de lo normal: «Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12, 50).

       Este deseo, expresado en otros lugares, en las profecías de la pasión —«es preciso que el Hijo del Hombre sufra» o «que beba el cáliz del dolor»—, está en contraste con la escena de Getsemanf donde quiere que se aleje este cáliz, mientras pasa por una terrible desolación y comienza a «sentir pavor y angustia, porque su alma está triste hasta el punto de morir» (Mc 14, 34).

       Después del tercer anuncio de la pasión antes del episodio de la transfiguración, los apóstoles quedan desconcertados ante la doctrina de la cruz. Se revelan contra ella. En Getsemaní es Jesús quien siente en su ser humano la rebelión ante la cruz, aunque la supera con un esfuerzo que le hace sudar sangre. La sensibilidad humana de Jesucristo aparece con claridad en el huerto de los Olivos. Las burlas, la flagelación, la coronación de espinas, la cruz... Todo el drama de la pasión está colocado bajo el signo del querer divino. La respuesta de Jesús, como dice Blas Pascal, «fue un sí proferido en el horror de la noche».

       Posee dotes de tolerancia y condescendencia, delicadeza... aunque esto no quiere decir que Jesús tuviera un carácter débil o poco enérgico. Jesucristo es el culmen de la naturaleza humana: poseía el temperamento y el carácter más valioso que se puede concebir. Tenía una emotividad muy fuerte, aunque controla da. Los ataques contra los escribas y fariseos (Mt 23; Le 11), indican una violencia de expresión muy enérgica.

       Los discípulos le siguen, pero no le comprenden; interpretan sus palabras en un sentido puramente material (Mc 6, 52; 8, 14- 16; Jn 2, 22). Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen (Mc 8, 18). Jesús se encuentra en medio de ellos, algunas veces, en una infinita lejanía. No le comprendían. Sin embargo, y precisamente por esto, se consagró con paciencia y perseverancia a la formación de sus discípulos.

Jesús está abierto a la alegría. Una suave sonrisa florecería siempre en su rostro. Y los evangelios nos hablan de ello (Le 10, 21-24; Jn 15, 11; 17, 13). El mensaje de Jesucristo es un brioso pregón de alegría, que no puede ser proclamado sino en un tono radiante y jubiloso, y sólo puede convencer, si el que lo anuncia lleva en sí mismo la alegría.

       Comparte el regocijo humano. Toma parte en las fiestas y alegrías de los hombres con tanta libertad y hasta tal modo, que sus adversarios le llamaran «comilón y borracho» (Mt 11, 19).

       Jesucristo nos revela a Dios en el mundo existencial de su relación con el Padre, de su comunión con él, y en su vivir como Hijo que conoce los misterios de Dios, su Padre. De esta manera, Jesús, como Hijo, llama, modela, transforma, salva, y se hará, como decimos, modelo perfecto de todas las coyunturas y para todas las opciones fundamentales de la vida del hombre.

       Por lo tanto, después de la encarnación, la santidad consiste en «seguir los pasos de Cristo» (1 Pe 2, 21), en asimilarnos a su persona y a su mensaje. La santidad es una provocación del amor. Carlos de Foucauld escribe: «Yo no puedo concebir el amor sin una necesidad imperiosa de ser igual, de parecerse a la persona amada, y sobre todo de pasar las mismas penas, los mismos trabajos, toda la dureza de vida...»; por esto él se santificó en cuanto descubrió a Jesucristo como persona.

       La virtud cristiana es una copia de la de Jesucristo. Los santos son reproducciones de ese modelo.

       La vida real de Jesucristo será la clave para saber concretamente qué es la pobreza, la mansedumbre, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, el ansia de libertad.

       En realidad, del mismo modo que Jesús se puso como modelo de mansedumbre, y nos mandó que siguiéramos tras él con la cruz, igualmente pudo muy bien formular así las bienaventuranzas: quien quiera la dicha en el fondo del alma, la felicidad posible en la tierra y la perfecta bienaventuranza en el cielo, que sea pobre como yo, manso, puro, misericordioso, mártir de la justicia. Nos dice a todos: «Porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros como yo he hecho... felices vosotros, si sabiendo tales cosas, las hacéis» (Jn 13, 15-17). «Y para esto habéis sido llamados ya que Cristo también padeció por vosotros, dejándoos su ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21).

       Sólo a través de Jesús, nuestro modelo divino, hecho carne para darnos la posibilidad de seguir sus pasos, seremos hombres

de Dios, identificándonos con él.

       La misión de los cristianos es ser transparencias de Jesucristo y signos de él en el mundo. A veces, en lugar de ser signo, que habla de Jesús, nos convertimos en contrasigno, signo que separa y divide.

       El cristiano es enviado de Cristo, como Jesús lo es del Padre. Nuestra misión consiste en copiar en nosotros los rasgos de Jesucristo, su modo de ser, su mentalidad y su obrar, para que los hombres que aún lo ignoran, le descubran a través de nuestro parecido con él. Seamos la efigie, resplandor de Cristo, como él es del Padre (Heb 1, 2.3). No podemos deformar su imagen. Para eso, hay que obrar como él. El como es lazo de unión de esta triple realidad: el Padre, Jesús, nosotros (Jn 15, 4.5.9.10.12). Debemos obrar como Dios (Mt 5, 48; Lc 6, 36). Debemos transparentar ese amor que ha puesto en su Unigénito (Mc 1, 11).

       Jesucristo en el sermón del monte nos exhorta a edificar nuestra casa sobre roca (Mt 7, 24.25); quiere que seamos prudentes y que la edifiquemos sobre algo sólido. Pero, es san Pablo quien enseña que Cristo es el único fundamento que se nos ha dado para edificar sobre él el edificio de nuestra santidad. Este fundamento no ha sido fabricado por nosotros, sino que el Padre bueno de los cielos nos lo ha regalado. De ahí ha de brotar nuestra gratitud y la actitud de humildad para acoger este cimiento tal como el Padre nos lo ofrece. No podemos buscar otro fuera de él. Siempre se tiene la tentación de buscar otros fundamentos de fuera; en el antiguo testamento las alianzas con los pueblos vecinos; ahora el poder, el prestigio, el honor, el dinero, el placer...

       San Pablo asegura que no ha buscado nada fuera de Jesucristo; sólo predica a Cristo crucificado, escándalo y necedad para algunos, mas para nosotros, fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23). El cristiano ha de encontrar su solidez, no en el podci de los hombres, sino en la debilidad de la cruz, en lo que el mundo califica de bajo y despreciable. Si la cruz de Jesús es nuestro fundamento, hemos de vivir la cruz, es decir, la fragilidad, la debilidad, y participar de la pobreza y del dolor de los hombres.

Al cimentar nuestra vida en Cristo, al encontrarlo «ante la sublimidad del conocimiento de Cristo, mi Señor, por quien perdi todas las cosas y las tengo por basura» (Flp 3, 8), nos sentimos capaces de venderlo todo para adquirir esa perla preciosa (Mt 13, 46) y con ella una experiencia de alegría profunda.

       San Pablo nos dice que llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Cor 4, 7). Nuestra pequeñez, nuestra bajeza, es el vaso de barro, y Jesús es el tesoro, nuestro único cimiento.

       Jesucristo es nuestro principio y fundamento (1 Cor 3, 11). Nadie puede poner otro. Toda nuestra seguridad la hemos de cimentar en él. No se comience la edificación sin haber puesto el único fundamento válido para sostener el edificio. San Agustín pedía que «no antepongan nada a Cristo, lo mismo que al edificar no se coloca nada antes que el cimiento»’3. Petición que coincide con la de san Cipriano: «No anteponer absolutamente nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros»14.

       Nada, ni nadie, nos podrá separar de su amor (Rom 8, 35). El, desnudo en la cruz, no se apoyó en los suyos sino que permaneció fiel a su Padre, en quien únicamente se sostuvo. Nosotros, ahora, más que nunca, inseguros, fluctuantes, carentes de los apoyos de antaño, nos hemos de refugiar en el Señor, como en la única raíz según la expresión clarividente de san Agustín: «Mi raíz es Cristo»’5.

       Un encuentro personal, de experiencia, con Jesús, tiene que devolvernos la seguridad y la paz perdidas. Una apertura con él hacia el Padre y en el servicio al hombre. El cristiano, en el encuentro con la persona de Jesús, siendo testigo de su resurrección, será un testimonio que irá dejando en todo lo que toque un halo de eternidad y de trascendencia, mientras abre a los hombres el camino de la esperanza.

       La transformación moral exterior seguirá a la interior. El programa de conducta vendrá luego. «El que permanece en él, debe de vivir como vivió él» (1 Jn 2, 6). Hay que despojarse del hombre viejo y vestirse del nuevo sin interrupción (Col 3, 9.10). Leemos en Ef 4, 22-24 que en la vida cristiana no todo viene de golpe; necesitamos de una renovación continua; aquí está la raíz bíblica de la necesidad de la meditación, del desierto. De este modo la conformación se hace cada vez más perfecta, hasta el gozo del cielo (1 Jn 3, 2).      Estamos pues llamados a revestirnos del hombre nuevo, es decir, a abandonar la propia voluntad (egoísmo, vanidad), a negamos a nosotros mismos y a abrazar la voluntad de Dios.   San Pablo afirma que no hemos de buscar nuestro propio agrado sino tratar de agradar al prójimo, «pues tampoco Cristo buscó su propio agrado» (Rom 15, 1-3). No debemos hacer lo que humanamente hablando nos gustaría. Y aunque, a veces, no sepamos con certeza lo que Dios quiere de nosotros, sí sabemos lo que debemos hacer. Y siempre somos conscientes de que nuestro deber es seguir a Jesús y obrar como él, para cumplir del todo la voluntad del Padre. Su lema y el nuestro nos lo manifiesta con estas palabras: «No busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). El hombre nuevo es el que sigue a Cristo y se fusiona con quien es nuestro único principio y fundamento.

14ª.  JESUCRISTO POBRE

       Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza (2 Cor 8, 9).

Al iniciar esta meditación de Jesucristo pobre, va a servirnos de ayuda el echar una mirada al tercer evangelio, pues ha sido san Lucas quien ha percibido los tiernos matices del mensaje de Jesús sobre la pobreza y sobre su vida de pobre.

       Aunque en el tercer evangelio se respira por todas partes el perfume de la pobreza, el término ptojós se usa sólo diez veces, y se refiere al pobre en sentido social, económico, pero, con frecuencia, lleva unido el sentido moral de humildad, de pobreza de espíritu.

       4, 18: Episodio en la sinagoga de Nazaret, puesto por Lucas al principio de la vida pública, y al que da un gran relieve. Unicamente él cita el texto de Is 61, 1-3.

       7, 22: Escena en donde Jesucristo refiere el mismo texto a los enviados del Bautista.

       Al igual que el profeta, al ver la situación social de sus oyentes —Israel humillado, empobrecido—, los llama anawim (en hebreo), del mismo modo el evangelista, ante las gentes que siguen al Maestro, los llama ptojoi (en griego).

       6, 20: Frente a la pobreza de espíritu de Mateo, Lucas llama bienaventurados a los pobres, simplemente, sin adjetivación alguna. Al traducir el término hebreo, no por prais, sino por ptojós, quiere darle una resonancia social. Mateo, aunque también lo traduce por ptojós, al añadirle to pneumatí, trasplanta el sentido social al religioso.

       14, 13.21: Sólo el desecho de la sociedad humana participa en la gran cena, en el reino de Dios. En el texto paralelo de Mt 22, 1-14 no aparece el vocablo ptojoi.

       16, 20.22: Pinta con mucho afecto a Lázaro, tan pobre económicamente.

       18, 22; 19, 8: Tanto en el episodio del joven rico (príncipe, dice Lucas), como en el de Zaqueo, se trata de los realmente pobres, a quienes se les da dinero.

       21, 3: Jesucristo admira a esa viuda tan pobre. La grandeza de esa acción no se mide por lo que realmente da, sino por lo que se deja sin dar. Lo da todo.

       Esta meditación va a ser una buena ayuda para llegar al hondón del corazón pobre de Jesucristo.

       Es significativo que la única vez que Jesucristo se propone como modelo para que le imitemos, parece referirse a su pobreza, haciéndola la nota característica de toda su vida. Opinamos que esa es la mejor traducción del «aprended de mf que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El término subyacente al prais kai tapeinós, es el arameo anwana o el hebreo anaw: pobre, humilde. Los críticos piensan que la fuente aramea decía simplemente «Yo soy pobre», y que el traductor griego ha ampliado este término con las nociones de humildad ante el Padre y condescendencia ante los hombres.

       Ortensio de Spinetoli’ ha traducido: «Porque yo también soy pobre y humilde de corazón». Jesús tiene todavía una razón más inmediata que ofrecer —al hablar de modelo a imitar—: su ejemplo, su vida humilde y pobre, el modo como él ha llevado su yugo. El no sólo es el Hijo, sino que también es pobre y humilde. Praeis sería sinónimo de ptojos. La pobreza en este caso no tiene un sentido social, sino religioso; denota humildad, despojo, desapego. Esta actitud que llega hasta la mejor tradición bíblica, ha requerido a Jesús para que nos dé hasta la última explicación. Con su ejemplo, el yugo llega a ser verdaderamente fácil y gozoso. Todos podemos acercarnos a él con confianza, pues tiene todo el poder de Dios y toda la experiencia de un hombre cualquiera. No está ni tan lejos ni tan alto, para desconocer las debilidades de la naturaleza humana. También él, durante toda su existencia terrena, se encontró como todos nosotros en una condición de pobre y de siervo.

       De esta traducción pobre y humilde de corazón, Feuillet2 hace la siguiente paráfrasis: «Teniendo un alma de pobre y estando en comunión con la miseria de la humanidad, y en total indigencia en presencia de Dios, no ignora nada de nuestra natural debilidad».

       Jesús se sabe, se afirma y se siente pobre, y conoce el sentido de pobre en el antiguo testamento. El concepto de pobre (ani o anaw) de la Biblia es enormemente amplio: abarca a todos los que sufren carencias, a los que no tienen salud, prestigio social, belleza, conocimientos, aprecio, libertad, etc.

       Mas no basta para ser pobre, en sentido bíblico, experimentar alguna carencia. Es esencial la confianza en el Señor. El concepto de pobre bíblico es exactamente el contrario del de rico; éste pone su confianza, su salvación, en los bienes de este mundo; aquél pone su confianza en Dios.

       Para nosotros la pobreza es carencia de bienes; es el hombre que está desprovisto. Para el hombre de la Biblia, más sensible a la inferioridad social, pobre es el hombre sin derechos, a quien nadie hace caso y es presa de los poderosos.

       Los pobres de la Biblia son los marginados en cualquier orden: en lo religioso, en lo social, en lo económico... El pobre no es sólo un indigente, sino un inferior, un pequeño, un oprimido. Por esta razón, cuando los pobres intentaron espiritualizar su condición, pusieron su ideal no en el desprendimiento de los bienes terrenos, sino en la sumisión a la voluntad de Yahvé.

       El sentido de anaw (pobre), es semejante al de muslim en árabe; el término árabe islam significa la obediencia total del hombre a Dios. Ambos términos expresan en el fondo lo mismo: la humildad, la sujeción voluntaria y total del israelita a Yahvé, como la del musulmán a Alá, denotando particularmente la pequeñez del hombre, su impotencia y su miseria en comparación con el creador.

        ambos casos se trata de reconocer a Dios como el Señor, la fuente absoluta de todo, y de ser conscientes de nuestra indigencia absoluta. Lutero hizo de esta convicción, la base de su teología. En su comentario de la Carta a los romanos, escribe:

       «Sólo la oveja descarriada es buscada, sólo el cautivo es liberado, sólo el pobre es enriquecido, sólo el débil es fortalecido, sólo el humillado es exaltado, sólo lo que está vacío es llenado y sólo es construido lo que no estaba»3.

Jesús fue pobre y vivió como pobre, pero no conoció la miseria, ni padeció excesivas dificultades económicas.

       Aunque nada sabemos, en concreto, de su vida en Nazaret, como miembro de una familia de pueblo, trabajadora, ganaría lo suficiente para el sustento diario. El hecho de que supiese leer (Lc 4, 16-24) demuestra que tuvo una formación humana de la que carecían otras gentes de su tiempo. Una lectura atenta del evangelio acaba con la imagen de un Jesús que vive en la miseria. Mounier dirá que «el cristianismo, así como no es un dolorismo, tampoco es un pauperismo».

No obstante, también su vida estuvo marcada por la pobreza: «Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la habitación principal (katalima), y se bajan a habitar en la gruta» (Lc 2, 7), la pequeña habitación, recogida y abrigada que existía en las casas.

       La ofrenda de la purificación consiste en llevar al templo dos tórtolas o palominos (Lc 2, 24), la ofrenda de los pobres, como dice el Levítico (12, 8). Aquí tenemos una declaración oficial, religiosa y jurídica de su pobreza.

Vida de pobreza en su vida oculta, en el trabajo de cada día. es éste el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6, 3). Es un trabajador, nacido de una mujer sencilla, todo lo contrario del poderoso Mesías que ellos esperaban. Y san José, artesano y trabajador, conseguía con su esfuerzo el sustento diario de la familia. Sus contemporáneos recordaban tanto el oficio de artesano ejercido por José, que la gran sorpresa producida en ellos ante la sabia predicación de Jesús era precisamente que aquellas cosas maravillosas saliesen de labios del hijo del carpintero (Mt 13, 55).

       Jesús era carpintero (Mc 6, 3); la voz tekton aplicada a Jesús significa artífice en general, el que trabaja una materia, madera, hierro, piedra..., corresponde al hebreo horest al que se añade el nombre de la materia en que se trabaja: artífice de madera y de piedra (2 Sam 5, 11). San Hilario4 entendió que José y Jesús eran herreros. Pero ya desde muy antiguo se tradujo ese vocablo por carpintero. Su significado es el de artesano pero, cuando se emplea sin otra indicación, expresa el oficio de carpintero. Así aparece igualmente en Is 40, 20 y en Homero5. San Justino, natural de Nablus (Samaria), asegura en el diálogo con Trifón que Jesús «hacía trabajos manuales, arados y yugos»6.

       Abandonó su oficio al comenzar su vida pública y lo mismo él que sus discípulos se dedicaban a una vida itinerante y misionera. Aunque en su vida pública parece ser que tenía los recursos necesarios para vivir, hay una frase muy significativa, dirigida al escriba que quiere seguirle y que parece estar en contra de una vida instalada y cómoda: «Las zorras tienen guaridas y las aves

delcielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20; Lc 9, 58).

       Con esa frase quiere expresar una existencia desinstalada, más o menos errante y marginal. R. Bultmann cree que originariamente este dicho describiría la situación precaria del hombre en esta vida, en contraposición con la seguridad de las bestias que poseen guaridas y la de las aves con nidos. E. Schweizer7 opina que esa expresión del Maestro pone de relieve el riesgo y la inseguridad que caracterizan la trayectoria del Señor y de sus discípulos. El camino elegido por Jesucristo y el propuesto a sus seguidores carece de todo tipo de seguridad. Esa frase no indica simplemente una situación de carencia o de escasez, expresa la indigencia extrema de quien vive errante e indefenso, privado de un mínimo lugar para poder cobijarse.

       En su vida publica tampoco se puede decir que vivió en estado de estrechez absoluta, pues tenía una bolsa para sus gastos (Jn 12, 6), y le acompañaban mujeres acomodadas, que le servían con sus bienes (Mc 15, 41; Lc 8, 2.3). Tiene amigos ricos (Jn 19, 38-42), y posee buenos vestidos (Jn 19, 23.24).

       Es sorprendente que Jesús, a pesar de pertenecer a una clase media de un pueblo, se mezclase socialmente con los más débiles y se identificara con ellos. Jesucristo optó voluntariamente por los pobres y marginados.

       Siempre resulta aleccionador su modo concreto de comportar- se respecto de los bienes materiales. Sabe que de ellos tenemos necesidad. Impresiona la perfección de su libertad respecto de las personas y de las cosas y precisamente esta libertad constituye la más completa expresión de su pobreza interior.

       Actitud de pobreza en servir a los demás. Toda su vida es un servicio. Llega incluso a lavar los pies de sus discípulos (Jn 13, 5), acción propia de esclavos. Ya les había dicho que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28).

       Pobreza total, muriendo en la cruz donde le despojaron hasta de sus vestidos (Mt 27, 35), y donde el sepulcro para su cuerpo se lo cede un discípulo (Mt 27, 59.60).

       Cristo, al hacerse hombre, 0pta por la pobreza efectiva, y llega a identificarse con el pobre en la escena del juicio final, una de las páginas más impresionantes del evangelio (Mt 25, 40).

       En efecto, Jesucristo fue pobre por libre elección, desprendido de todo lo que no fuese la voluntad del Padre. En esta dependencia absoluta está la quintaesencja de su pobreza. Nos lo ha dicho de modo admirable san Pablo (2 Cor 8, 9). Aquí el apóstol interpreta el misterio de la encarnación y el de la redención en función de la caridad. Jesucristo, que es rico en gloria y honor, al hacerse hombre, vino a ser pobre, sujeto a las necesidades materiales. Impresiona nás la presentación que hace de su pobreza abismal, de su kenosjs, anonadamiento, pues «siendo de naturaleza divina, se despojó de ella, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 5-8) y de este modo puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaquezas: «Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser pontífice misericordioso» (Heb 2, 17; 4, 15).

       Jesucristo no 0pta por la pobreza porque sea un bien en sí misma, sino porque el amor le lleva a solidarizarse con los pobres para, desde dentro, lograr la superación de esta situación injusta. La estrategia de Jesús no es la de un benefactor que, permaneciendo en su situación de privilegio, echa una mano al que está abajo, sino que es la de quien se solidariza con el que está abajo para caminar ahora hacia la plenitud y la liberación participando en la aventura humana.

       Esta pobreza de Jesús, condición de pobre en sentido econó1 mico y de pobre de espíritu, es algo que pertenece a lo más nuclear de los evangelios y que goza de la más rigurosa autenticidad histórica.

       En efecto, hay un criterio admitido hasta por los críticos más radicales, muy útil para poner a plena luz lo más original y nuevo de Jesús. Se llama criterio de desemejanza y de discontinuidad. Se aplica a los hechos y dichos de Jesús, que son irreducibles a la concepción judeo-cristiana, especialmente aquellos que la tradición primitiva ha querido dulcificar o modificar porque aparecían como algo excesivamente audaz: que Jesús fue pobre y que predicó la buena noticia a los pobres.

Fue verdaderamente pobre. E. Bloch, marxista, nos ha dejado escrito: «Es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno. Las sagas no pintan cuadros de miseria, y menos aún,. los mantienen durante toda su vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja, y el patíbulo al final..., todo eso está hecho con mate rial histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda» 8.

       Guarda paralelismo con la marginación de su origen, su muerte fuera de la ciudad (Heb 13, 12). Fue marginado en su origen y en su fin, como dicen los evangelios. Es contado entre los delincuentes (Lc 22, 37), término que viene de Isaías (53, 12): transgresores de la ley, y por eso, expulsados de la comunidad.

       Le llaman perturbado mental (Mc 3, 21); seductor (Mt 27, 63) —seductor de las clases bajas e ignorantes—. Jesús pobre y servidor de los pobres, proclama el reino de Dios interviniendo en la historia concreta de los hombres de su tiempo, asumiendo sus dolores y esperanzas.

En Jesús aparece una libertad soberana de cara a todas las cosas. Nada puede encadenarle; a pesar de ello, él quiso ser pobre y ya en su encarnación realizó su opción radical por la pobreza del ser. En este contexto nace la opción preferencial por

los pobres. M. Azevedo ha definido la diferencia entre la pobreza del ser y la del tener: «La pobreza del ser es el vaciamiento de poder y de prestigio, forma de riqueza a la que indistintamente tienden todos los hombres. La pobreza del tener reside sobre todo en la afirmación consciente y experimentada de la precariedad de las cosas y de su incapacidad para dar la felicidad a que todo hombre aspira»9. La segunda sin la primera no tiene sentido o se reduce a un puro esqueleto falto de vida.

       La libertad y la disponibilidad o la indiferencia, frente al poseer o al carecer, ha sido una de las leyes del trabajo apostólico que dirigió la vida de san Pablo. El apóstol, unas veces, fue excesivamente bien tratado, como en Malta (Hech 28, 7-10), y otras, conoció el hambre, los azotes, la cárcel (2 Cor 11, 23-37). En esta línea le había precedido su Maestro, bien cuidado en Betania (Lc 10, 3 8-42) y que, en otras ocasiones, no tiene donde reclinar la cabeza (Lc 9, 58).

       El ideal, pues, no está en carecer o en abundar, sino en ser libre ante la abundancia o ante la privación, como lo fueron el Maestro y su apóstol. Este anuncia personalmente la ley de la pobreza evangélica: «He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé vivir con estrechez y sé andar sobrado. Ninguna situación tiene secretos para mí: saciedad o hambre, abundancia o privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 11-13).

       La pobreza evangélica entraña una disponibilidad total en cada circunstancia. Mas el rico siempre tendrá una excusa para escurrir el bulto y no se sentirá con fuerzas para aceptar la invitación del Señor (Lc 14, 15-24). El pobre nada tiene que perder y es más libre para todo, hasta para decir la verdad sin pensar si tal verdad le resulta provechosa o le conduce a la muerte. En el ejercicio de la pobreza se aprende la paciencia, la calma, la tranquilidad, el no irritarse, el comprender el punto de vista de los demás y la fuerza necesaria para soportar las humillaciones y las injusticias.

La pobreza bienaventurada

       La pobreza bienaventurada hay que entenderla, no por la cantidad de cosas que se poseen, sino en el modo de usarlas, en poseerlas sin ser poseídos por ellas, en la libertad interior conque las buscamos, las poseemos y las dejamos, en la limpieza de corazón con que las manejamos, las multiplicamos y las repartimos.

       Los textos clave para adquirir la sabiduría de la pobreza los encontramos en 1 Cor 7, 29-3 1 y 13, 3: «Os digo, pues, hermanos: el tiempo es corto, por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, comosi no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa». Y, «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha».

       Los que compran, como si no poseyesen (katejontes es poseer con avidez), porque la apariencia de este mundo pasa. Para el hombre de hoy, comprometido en el desarrollo del mundo, que quiere ser fiel a sus deberes con la sociedad, estas palabras de san Pablo pueden resultar duras y casi escandalosas. Sí, es ver dad que los cristianos son muchas veces modelo de virtudes profesionales, pero también es cierto que en algunos círculos y en determinados momentos de la historia, se les ha tachado de despreciar las realidades terrenas, poniendo su mirada solamente en la eternidad. No obstante, las palabras de Pablo son tajantes y claras; el «como si no» cristiano, está cargado de significado, y no puede confundirse con una especie de desencanto, desconfianza o recelo hacia las satisfacciones que las realidades materiales proporcionan al hombre. Eso no sería esperanza ante este mundo que pasa. El «como si no» que san Pablo recomienda a los corintios, no niega todo lo que de bello, de justo, y de amable hay en las cosas (Flp 4, 8), sino que incluye un respeto hacia ellas. No es miedo, ni idolatría, de los bienes temporales, sino mas bien la distancia justa para no dejarse dominar por ellos, ya que «todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 21-23).

       Y «si no tengo amor, nada soy». He aquí un elemento esencial sin el cual pobreza o riqueza no significan nada para el reino      de los cielos. El poseer o carecer, el usar o abstenerse de algo, el dar absolutamente todo, hasta el despojo total, adquieren valor sólo al estar vivificados por la caridad y en función del amor a Dios y a los hombres. Un único amor que, cuando se vive de verdad, no puede menos que abrir el corazón hacia los otros.

       Este texto paulino (1 Cor 13, 3) da luz para profundizar en la doctrina del sermón del monte, donde Jesucristo nos pide que hagamos en secreto la oración, la limosna y el ayuno (Mt 6, 2.4.6), por el peligro que tenemos de hacer en provecho nuestro hasta los mayores sacrificios. Incluso, en el vivir la pobreza, en la entrega de nuestros bienes, puede esconderse solapadamente la búsqueda de la propia gloria. Basta que un motivo de vanagloria, inspire mi acción, para que pierda valor.

       No hay grandeza ni gloria del don divino, que nos lleve vencer por sí misma la tentación de apropiarnos del don en provecho nuestro, para felicidad y exaltación nuestra, como si nos hubiera sido dado para poseerlo y disfrutado solamente. A veces, el hombre se entrega, para huir de la caridad, del amor verdadero. Pero cuando ese don divino es el mismo Jesús, no es posible que se nos dé, sin llenar el alma de agradecimiento y humildad, del verdadero amor.

       Sólo quien ama puede vivir la pobreza evangélica. Sin amor, la pobreza es una mutilación, no una bienaventuranza. Por esta razón, hay que comenzar amando antes de plantearnos el problema de ser pobres.

             Bienaventurados los pobres, dice el Señor, no porque sean mejores. No hay en estas palabras una cananonjzación de la pobreza como fuente de valores y de virtudes. Sus manos no son más limpias, pero sí están vacías para recibir el don del Reino; carentes de Otros bienes, acogen con más facilidad la ayuda que se les ofrece. Si sólo los pobres disfrutaron del banquete —los ricos rehusaron acudir (Lc 14, 16-24)— no fue porque eran más virtuosos, sino porque no tenían motivos para dejar de asistir.

       La evangelización de los pobres es un signo de que la salvación ya está presente entre nosotros; por eso son proclamados bienaventurados.

       La bienaventuranza no sólo es una llamada a sentir con el pobre, sino que también es una exigencia para hacernos pobres. Todo cristiano, que vive la bienaventuranza de la pobreza, tiene que expresarla en alguna forma de desprendimiento exterior. Esta pobreza interior que se expresa al exterior, no es solamente un consejo evangélico, como se le solía llamar. Nos encontramos ante un mandato de la pobreza evangélica, esencial para seguir , a Jesús. Es una exigencia universal del cristianismo, una llamada del Señor a cada cristiano (Lc 14, 33). La respuesta ha de ser constante, permanente, según las circunstancias, la cultura, el temperamento... La pobreza no es solamente carencia o desprendimiento de bienes materiales. Hay otros desprendimientos o carencias más hondos y valiosos, como el desprendimiento ante las diversas formas de poder, de prestigio, ante la crítica... El pobre, no se opone tanto al que tiene bienes de fortuna, sino al orgulloso, al prepotente, al suficiente, al que ha puesto su centro de interés fuera de los valores del reino de Dios.

El sentido de pobre en la Biblia

       Jesucristo, citando palabras de Isaías (61, 1-3), dirá que su misión es evangelizar a los pobres; y para los profetas, el término «pobre» no puede significar el que ignora la ley, sino, al contrario, el que más sabe y mejor la conoce, de modo sencillo y experimental. No tienen gran cultura, pero su vida está pendiente de los deseos de Dios, de su amor por él; aceptan siempre su voluntad, sin murmurar. Conocen su ley mejor que los que sólo teóricamente están muy versados sobre su letra. Ellos tienen experiencia viva y vivificante de Dios, que impresiona y sobrecoge. Los pobres, de los que hablan los profetas, son los más sabios. Todos conocemos alguna de esas personas sencillas, jóvenes o ancianas, que apenas conocen nada de lo que el mundo estima como sabiduría, pero que con un sentido intuitivo, adquirido misteriosamente, de realidades más altas, y viviendo una experiencia de Dios, a quien conocen y tratan como el Padre bueno de los cielos, aceptan la dureza de su destino hecho de tantas causas: injusticia, trabajo excesivo, soledad, desamor, desamparo, etc. Y, sin embargo, a pesar de todo lo malo que les acaece, lo reciben con sosiego y dan gracias al Dios que cuida del hilo de su vida como de los pajarillos... ¿No se estremece uno ante ellos viendo la encamación viva de las bienaventuranzas?

       No se ha reflexionado demasiado en el pobre, como engendrador de sabios, como revelador de Dios. Sin embargo, es un camino para encontrar la verdadera sabiduría. En contacto con él desaparecen nuestras falsas seguridades e ilusiones, como la nieve desaparece ante el sol. Nos sentimos vacíos, vanos y falsos. Vemos que no sabemos nada. Ya no somos juzgadores de los demás, sino que nos juzgamos a nosotros mismos, y de ese modo, nos disponemos para entender la voz de la verdad, haciéndonos verdaderos sabios.

       Al hablar así de los pobres, es natural que recuerde a aquellas personas bondadosas y pobres con las que hemos tenido cierta intimidad y que tanto han influido en nuestra vida. Me refiero a esos seres sencillos y buenos, sinceros y auténticos, que viven lo que dicen, y que en el contexto de sus vidas, no parece haber nada de sobresaliente, que en ningún orden deslumbran, pero que a la sombra de ellos, una sombra discreta, casi pobre, se puede nutrir a otros seres de cosas sumamente valiosas. Es natural que, al hablar de este modo, esté pensando también en mi madre, Felipa, una mujer pobre y sencilla, que vivió el espíritu de las bienaventuranzas. Con seres así, se clarifica la atmósfera, se limpia el corazón, se hace un mundo mejor. A estos pobres y pequeñuelos, es a quienes el Padre de los cielos revela su ciencia, sus misterios; estas cosas son las que oculta a los sabios. Tal ha sido su beneplácito (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21).

       En verdad, los espíritus humildes y los corazones más próximos a Dios, tienen una manera de verlo todo y acogerlo todo con una simpatía y comprensión que, a veces, nos asombra y nos inspira un gran respeto. Nada proporciona mejor la impresión de que Dios habita en un hombre, y de que ese hombre es humilde, pobre y bienaventurado, que esa mirada limpia y sencilla que todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, todo lo ama.

       Al acabar esta meditación sobre Jesús pobre, como el camino que nos lleva al Padre, quiero subrayar que identificándonos con su humildad-pobreza, con su sencillez-bondad, nosotros por su divina y amorosa condescendencia, nos iremos haciendo camino por el que Cristo venga de nuevo al mundo. Cierto que Jesús dispone de otros caminos para llegar a los hombres: camino de eucaristía, camino de oración, caminos de gracia, caminos de presencia invisible; pero sólo tiene un camino para de alguna manera volver a encarnarse, para hacerse sensible, visible a los hombres: nosotros. De nosotros depende principalmente que el mundo sepa que el Padre lo ha enviado (Jn 17, 21).

       ¡Nosotros! Abisma pensar que Cristo haya querido someterse a esta especie de segunda y mayor aniquilación que la primera, «en la que se anonadó a sí mismo, tomando la naturaleza de sieryo» (Flp 2, 7), al volver a encarnarse místicamente, no ya en la humanidad santísima que recibió de la Virgen, sino en nuestra

humanidad pecadora. Esforcémonos, pues, en alcanzar la medida

de Cristo (Ef 4, 7), en ser su imagen y semejanza, para no minimizarlo, ni desfigurarlo en nosotros mismos; para no hacerle testificar contra sí mismo.

15ª.  JESÚS, MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”(Mt 11, 29).

       Jesucristo, la única vez que se propone como modelo, de modo literal y directo, se llama a sí mismo prais kai tapeinós—manso y humilde—. Es, pues, sumamente importante captar el significado del adjetivo manso, en el griego del antiguo testamento y en el extrabíblico.

       En la versión griega del antiguo testamento, el término hebreo anawim (literalmente, inclinados, postergados) no se traduce únicamente por pobres, ptojoi, sino también por suaves, dulces, mansos, prais. San Mateo debió tener delante el y. 11 del salmo 37 al escribir su bienaventuranza de los mansos. El autor del salmo, pretende apaciguar a los judíos piadosos que se escandalizan del hecho de que los malhechores viven con bienestar y prosperidad, mientras los justos son víctimas de toda clase de adversidades y miserias: «Desiste de la cólera, renuncia al enojo, no te acalores, que es peor, pues los malos serán extirpados, y quien espera en Yahvé poseerá la tierra. Un poco más y el impío ya no será, le buscarás en su lugar y no estará. Los mansos poseerán la tierra y gozarán de gran paz» (Sal 37, 8-11). La Biblia griega, los LXX, traduce este término por «los mansos, los dulces». Esta traducción no da más que un aspecto del concepto de los anawim; subraya el hecho de que el pobre no se irrita, no se escandaliza viendo el éxito de los injustos, sino que espera con paciencia que Dios restablezca el derecho.

       En el griego literario y popular indica la idea de dulzura. Para Aristóteles en su Etica, prais, es el imperturbable, un estado moral medio entre la ira excesiva y la total insensibilidad.

       En la literatura rabínica dice el Sabbat 21: «Sé siempre dulce, humilde» y, se da preferencia a la escuela de Hillel, que se caracterizó por su mansedumbre, sobre la escuela de Sammay, cuya nota característica era la dureza.

       Un ejemplo característico de mansedumbre lo tenemos en el caso de Moisés «que era un hombre extremadamente dulce, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra» (Núm 12, 3). Myriam y Aarón murmuran contra Moisés por haberse casado con una cusita. Pero el dulce Moisés no hace caso, ni se defiende contra eso. El Señor mismo debe intervenir para proteger a Moisés contra Myriam y Aarón. Yahvé convoca a los culpables en la tienda del encuentro y, en su cólera, castiga a Myriam con la lepra. Entonces Moisés hace un gesto de una dulzura inmensa, intercede por Myriam. Le suplica al Señor que la cure. Ante la injusticia, de la que es víctima, Moisés permanece paciente y dulce. El mismo Yahvé se irrita por lo que se ha hecho a su siervo fiel, mientras Moisés actúa dulcemente. Ante la ira de Yahvé contra los que calumnian a Moisés, es él mismo, dulce y paciente, quien intercede al Señor para calmarle. Y en el Eclesiástico, donde tanto se valora la mansedumbre (1, 27), y se manda responder al saludo de paz con dulzura (4, 8), donde se dice que el que tenga una esposa con ternura y mansedumbre en los labios, será el marido más dichoso de los hombres (36, 23), al hacer el elogio de Moisés, escribe que «Dios lo eligió entre toda carne y que en fidelidad y dulzura lo santificó» (45, 4).

       En el nuevo testamento este vocablo significa dulzura, mansedumbre. En la primera carta de san Pedro (3, 4) se exige un espíritu dulce como el adorno principal de la mujer. En 1 Cor 4, 21, habla el apóstol de la alternativa entre la dureza del palo y el espíritu de mansedumbre; un buen maestro tiene que utilizar ambas cosas: la que más convenga en determinadas circunstancias o a determinados individuos.

       La mansedumbre, en Gál 5, 23, es un fruto del Espíritu. En la parenesis cristiana se asocia a la humildad y la dulzura: Col 3, 12: «Revestíos como elegidos de Dios de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y, paciencia...». La humildad, unida siempre con la mansedumbre y, a veces, también con la paciencia, la finura y la delicadeza en el trato; Ef 4, 2: «con toda humildad, mansedumbre y paciencia»; Gál 6, 1: «con espíritu de mansedumbre, corregidle»; así hay que corregir siempre para que la corrección sea eficaz con equilibrio y mansedumbre; 1 Pe 3, 8: «sed comprensivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos, suaves y humildes». También la Didajé exhorta enel mismo sentido: «Hijo mío, muéstrate manso, ya que los mansos heredarán la tierra. Se paciente en el sufrimiento, misericordioso, sin engaño, sencillo y bueno, y ten siempre reverencia

a las palabras que has escuchado» (3, 6).

       Tanto los ejemplos de la tradición rabínica como la parenesis cristiana, dan a conocer el sentido que da Mateo a esta bienaventuranza de los mansos. Se trata de gentes que no se irritan, cuando son contrariados; que no se encolerizan, cuando se les hace la vida difícil; que no son inclinados a querellarse y mantienen su equilibrio en una situación conflictiva. Los dulces irradian un calor atrayente y, a veces obtienen de los hombres cosas que éstos no harían jamás por otro. Un hombre manso de corazón es siempre dueño de sí, no intenta dominar, ni imponerse, y está siempre pronto a inclinarse y a humillarse ante los demás. Un hombre así es también para su prójimo fuente de bienaventuranza.

       El adjetivo prais además de en 1 Pe 3, 4, aparece tres veces en Mateo (5, 4; 11, 29; 21, 5). El texto de Mateo (21, 5) es una cita del profeta Zacarías (9, 9). No hay acuerdo entre los exegetas sobre la clase de dulzura que hay que atribuir al Mesías que montado en un pollino hace su entrada en Jerusalén. Algunos piensan que Zacarías habla de un Mesías pobre y humilde, insignificante a los ojos de los hombres. Barth habla de su pequeñez y humillación: «El Mesías, prais, es el que renuncia a su poder y a su gloria, emprendiendo el camino de la humillación, que debe conducirlo a la cruz»1.

       En verdad que el adjetivo prais es el decisivo para entender qué sentido ha querido dar el evangelista a este episodio trayendo la cita de Zacarías. La cuestión a dilucidar será establecer qué relación hay entre la dulzura atribuida a Jesucristo y la cabalgadura que él elige.

       Como ha dicho Légasse2, «el asno, como cabalgadura, en el contexto bíblico, no es una señal de pobreza, ni necesariamente de humildad». El asno se opone al caballo, la cabalgadura de los guerreros, como dice el mismo Zacarías a continuación: «El —tuMesías montado en un asno— suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate y él proclamará la paz a las naciones» (9, 10). El Mesías opuesto al rey guerrero, rehúsa la violencia y debe ser llamado dulce de corazón.

       En este mismo sentido emplea el evangelista Mateo cinco veces el verbo: splagjnizomai. «ser movido a compasión» (9, 36; 14, 14; 15, 32; 18, 27; 20, 34) que puede iluminarnos para calar hondo en su retrato de «tierno corazón» (11, 29), retrato que nos muestra al mismo Jesús aplicándose el largo texto de Is 42, 1-4: «No disputará, ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante», donde se describe toda su mansedumbre y dulzura. En este texto de Mt 12, 18-21 se llama a Jesús el siervo de Yahvé y se subraya su actitud humilde; pertenece al núcleo esencial de su predicación y se describe y personifica la mansedumbre activa y sufriente del Señor.

       Este «no disputar, ni gritar, el no quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha humeante», no es efecto de debilidad ni en Jesús ni en sus discípulos, sino la prueba principal de su fuerza soberana, de su amor al hombre. El Maestro no se propuso vencer a nadie, sino atraer: «Si quieres... puedes seguirme»... Es renunciar a toda clase de fuerza-coacción y optar por la mansedumbre-dulzura, esa nueva fuerza que dimana de la verdad, de la justicia y del amor.

       Mateo, pues, con prais ha querido designar otra cosa distinta a pobre o humilde. Es una actitud de alma parecida a la que recomienda la bienaventuranza de los misericordiosos. Estudiando las dos, comparándolas, cada una proyecta luz nueva sobre la otra, y esta profundización en ambas es espiritualmente muy provechosa.

       Jesucristo, maestro dulce de corazón. No modelo de los pequeñuelos o de los cansados y fatigados, sino maestro que ofrece alivio y descanso a estos sobrecargados. Su actitud contrasta con la de los fariseos, que imponían cargas pesadas sobre los hombros de sus discípulos (Mt 23, 4). Este rasgo es la característica del comportamiento del Señor con los suyos y, quizá, el haber puesto aquí Mateo antes manso que humilde (11, 29) —lo contrario que en las bienaventuranzas (5, 3.4)—, fue para poner el acento sobre esta cualidad y resaltar, de ese modo, la dulzura de Jesús.

       Jesucristo no es un rabí severo, no hay que temer ser de sus

talmidim (discípulos). Sus mandamientos no son pesados para el que ama (1 Jn 5, 3). San Agustín comenta el texto diciendo:   «En aquello que se ama o no se advierte el cansancio o se ama N la misma fatiga». El que está cimentado en el amor (Ef 3, 17)’ recibe una fuerza que lo hace inconmovible. Todavía hay personas que temen entregarse del todo a Dios porque piensan que su entrega significará un camino de cruz, dolor, humillaciones... Además de que estas cosas salpican más o menos la vida de todo hombre, sea piadoso o no, y aunque son caminos por los que Dios puede conducir la existencia de sus predilectos, por otra parte, no es necesariamente el único camino, ni para todos, en sus grados más extremos. Dios es amor, no podemos temer entregamos al amor. Que si es exigente en la donación, compensa con creces en sus gracias.

       Si Cristo se describe a sí mismo al proclamar las bienaventuranzas, hay que tener siempre presente, lo hemos dicho ya, que la única vez que se propone como modelo con palabras concretas, se presenta como manso y humilde de corazón. Luego esta bienaventuranza de la mansedumbre, humildad, dulzura, finura, es la que más nos hace penetrar en la personalidad de nuestro maestro y acercarnos a su intimidad.

       Jesucristo es nuestro modelo (Mt 11, 28-30): aprended de mí, dejaos instruir por mí, venid a mi escuela y no temáis, los que estáis cansados y sobrecargados por llevar mi yugo, pues yo soy dulce y humilde de corazón. Las prescripciones del maestro son garantía de que su enseñanza no contiene nada inútil y que no sea indispensable. En este sentido es interesante ver cómo el decreto de los apóstoles no impone más cargas que las imprescindibles (Hech 15, 28.29), e interpreta las palabras de san Pedro que «no quiere poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres, ni nosotros pudimos llevar» (Hech 15, 10).

       Jesucristo, al enseñarnos la dulzura y humildad de su corazón, nos da motivos para animarnos a seguirle aunque nos encontremos cansados. Las cualidades de un maestro así, inspiran confianza.

La mansedumbre, virtud cristiana

       Frente a la dureza farisaica, Jesucristo se define como dulzura, alivio, refugio y fortaleza de las almas (Mt 11, 29-30). En este texto queda detenninado el aspecto fundamental de la naturaleza de la mansedumbre. Es, ante todo, humildad de corazón. La conjunción que une manso y humilde, bien podría sustituirse por el signo de igualdad: manso = humilde de corazón. Esta mansedumbre-humildad es descrita bellamente por san Pablo en su Carta a los colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de sentimientos de compasión, de bon dad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándoo mutuamente y perdonándoos si alguno tiene queja de otro. Com el Señor os perdonó, así también vosotros. Y por encima de tod esto, revestíos de la caridad que es el vínculo de la perfección»

(3, 12-14).

       Santiago recomienda la dulzura que se opone a la cólera y a toda clase de disputas (1, 19-21), y enseña que la verdadera sabiduría, opuesta a la envidia y a la ira, está impregnada de dulzura (3, 13-17).San Pablo une igualmente la dulzura con la bondad-benigni dad (2 Cor 10, 1), y le pide a su discípulo Tito, que recuerde los cristianos que sean apacibles —no pendencieros— y qu muestren una perfecta mansedumbre con todos los hombres (Tit

3, 2).

       La unión de la mansedumbre con la paciencia, en todos estos textos apostólicos, nos da luz para profundizar en el término prais con la significación de pacífico, no violento, desprovisto de agresividad.

En realidad, en este sentido, la mansedumbre no es una vir- tud, sino un complejo de virtudes. Es una forma especial de humudad y de caridad que abarca la condescendencia, la indulgencia, la suavidad y la misma misericordia. Hablando, sin embargo, con todo rigor, es una virtud específicamente distinta, pero absolutamente inseparable (dentro del organismo de la vida sobrenatural) de las virtudes afines que se acaban de señalar.

       La mansedumbre-dulzura de esta bienaventuranza es un aspecto de la humildad que se ejerce siendo amables en nuestras relaciones para con el prójimo. Tenemos en Jesús el modelo perfecto, que no grita ni quiebra la caña cascada (Mt 12, 19-20) y que pleno de compasión con los desgraciados, proclama que Dios quiere más la misericordia que el sacrificio (Mt 9, 13; 12, 7). Esta virtud, manifestada en esta bienaventuranza, es la forma más delicada del amor, de la caridad que es paciente y servicial, que La mansedumbre es antes que nada humildad de corazón, con todo su cortejo de virtudes. La suavidad es el sentido más sobresaliente y más perceptible de la misma. Pero la mansedumbre no es sólo suavidad. La verdadera mansedumbre, la cristiana, la que es reflejo de la de Cristo, está penetrada de fortaleza. Suavidad y fortaleza: armonía divina de contrarios, vértice de convergencia de virtudes en equilibrio soberano. Virtud compleja y sublime la mansedumbre, que recuerda el modo «suave-fuerte» divino, de obrar (Sab 8, 1). Y esto, que se acaba de afirmar, no es pura especulación. Tratamos de la mansedumbre cristiana, resplandeciente en Cristo con todo su esplendor y en su plena perfección esencial. El es verdaderamente suavidad y fortaleza. Pues es Cristo, en efecto, dulce Señor y Juez indulgente: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Y es también la fortaleza de Dios, que fustiga el mal, la hipocresía farisaica (Mt 23) y la profanación del templo (Mt 21, 12-17); que se enfrenta con Pilato con una soberana dignidad (Jn 18, 28-38), y ante el sanedrín responde con suavidad y fortaleza al criado que le hiere en la mejilla: «Si hablé mal, demuéstramelO, si bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23). Abre su boca para lanzar terrible anatema contra el escándalo: así se expresa la fortaleza de Dios (Mt 5, 29.30; 18, 6.7) en su comunicación con el hombre.

       Suavidad y fortaleza, he ahí, pues, la mansedumbre cristiana. La mansedumbre de todo cristiano debe ser reflejo de aquella de Cristo. Pero encarnada esta virtud en el hombre caído, lógicamente ha de quedar modificada, lo mismo en la suavidad que en la fortaleza. Igual que su maestro, el cristiano ha de soportar las injusticias, perdonar, comprender, compadecer. Y su indulgencia que se funda, a la vez, en el amor, como la de Jesús, encuentra nueva razón en su misma debilidad y en su propio pecado, para obligarle a perdonar y, así, ser perdonado él mismo por el Padre común «que está en los cielos». Su comprensión también se reforzará ante la triste y personal experiencia de la propia miseria. Como Cristo, el cristiano ha de tener mansedumbre tejida con la fortaleza, ha de resistir el mal, haciéndole frente con resuelta firmeza. Pero este frente, unido en Jesucristo que no conoció el pecado, «j,quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8, 46), se desdobla en el cristiano. El discípulo ha de emplear a fondo la fuerza de la mansedumbre frente a los enemigos de dentro, no sólo de fuera, para dominar en su propia tierra, para dominarse a sí mismo, comenzando de esta manera a establecer el reino de Dios en su propia alma: «El reino de los cielos sufre violencia y los esforzados lo arrebatan» (Mt 11, 12), «nadie que ponga la mano en el arado y mire atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc 9, 62).

       Nada común, pues, entre la mansedumbre y la debilidad de carácter, la cobardía o la inercia. No son mansos, según el evangelio, los débiles, los amorfos, los que no tienen personalidad o carecen de valor. Esta interpretación sería una calumniosa deformación de la mansedumbre cristiana, toda suavidad y fortaleza, heroísmo constante y escuela de martirio, voluntario, amoroso, escondido.

       Dice santo Tomás de Aquino que «la mansedumbre pertenece al don de la fortaleza, pues, al decir de san Ambrosio, a la fortaleza le toca vencer la ira y frenar la indignación»3, y añade que se necesita más fortaleza para resistir que para atacar y, por eso, el martirio es el acto supremo de fortaleza y al mismo tiempo de mansedumbre4.

       Charles du Bos, comenta el texto paulino «cuando soy débil, soy fuerte» y dice: «que la mansedumbre, que el acto de perdonar y de tener compasión puedan ser el atributo, el atributo máximo de la omnipotencia divina, es lo que constituye el valor altísimo, la maravilla de semejante texto. A primera vista, a una vista puramente humana, demasiado humana, puede parecer que el acto de perdonar, de tener compasión, y la misericordia misma, no requieren tanta fuerza; que son, ciertamente, actos valiosos en sí, pero pertenecientes a un orden más negativo que positivo, que, por buenos que sean en sí mismos, más que de una omnipotencia, pueden emanar de cierta debilidad o, al menos, ser compatibles con ella. Nada de esto, y, sin salir siquiera del dominio de la mirada humana, la experiencia nos ha enseñado pronto, que hace falta un máximo de fuerza para perdonar, para tener compasión, para perdonar verdaderamente, para ser verdaderamente dulce, manso, misericordioso»5.

       Nada más fácil que ser duro. La fuerza verdadera es la del hombre capaz de correr el riesgo de ser considerado débil, la del que tiene para todos, incluso para sí mismo, entrañas de misencordia. Para descubrir que ésta es la verdadera fortaleza, fue necesaria la venida de Jesucristo y lo que él mismo inspiró a san Pablo: «Cuando me siento débil, entonces soy fuerte». El cristianismo ha creado el más indisoluble de todos los vínculos entre la debilidad y la fuerza, y, desde el cristianismo, una fuerza que no tenga consigo, que no contenga en sí esta debilidad, no es nada. Esto es lo que han intuido muchas almas de vida interior.

       San Francisco de Sales fue uno de los santos que comprendió bien el sentido de la dulzura cristiana y lo plasmó en una frase breve: «Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre». La dulzura cristiana es uiia cualidad extraordinaria, que supone una gran fortaleza. Para perder el control y echarlo todo a rodar, no hay que ser fuertes, es muy fácil: hay que serlo, ciertamente para dominar nervios y emociones y mostrarse siempre afable.

       Juan Pablo II nos dirá: «Manso es aquél que vive en Dios. No se trata de cobardía, sino de auténtico valor espiritual de quien sabe enfrentarse al mundo hostil, no con ira, ni violencia, sino con benignidad y amabilidad; venciendo el mal con el bien, buscando lo que une y no lo que divide, lo positivo y no lo negativo, para poseer así la tierra y construir en ella la civilización del amor»6.

       Manso es el que muestra con suavidad su fortaleza interior. Luchar sin agresividad por un mundo más justo y más humano implica valentía y coraje. Se ha afirmado, en verdad, que el odio es una forma de cobardía y la violencia una forma de debilidad.

       Lo contrario escribe F. Nietzsche: «Cuando los oprimidos, los pisoteados, los esclavizados, bajo el imperio de la astucia vindicativa, de la impotencia, dicen: ‘Seamos lo contrario de los malos, es decir, buenos. Bueno es el que no ejerce violencia sobre nadie, el que no ofende, ni ataca, ni usa represalias y deja a Dios el cuidado de la venganza’...; todo esto quiere decir, en suma, escuchándolo fríamente y sin prejuicios: ‘Nosotros los débiles somos decididamente débiles; por consiguiente haremos bien en no hacer todo aquello para lo cual no tengamos bastante fuerza’. Pero esta amarga comprobación... gracias a esta falsa moneda, a este imponente engaño de sí mismo, ha tomado la exterioridad pomposa de la virtud que sabe esperar»7.

       Sin embargo, la renuncia a la violencia, exige la mayor fortaleza y sólo los mansos ganan las grandes batallas. Recordando en la película «Gandhi» el momento cumbre del film, cuando la resistencia pasiva de aquel batallón de indios se deja machacar por los soldados del Reino Unido, quiero traer aquí otro ejemplo semejante que acaeció en los días de Jesús de Nazaret y que venció el poder del procurador Poncio Pilato. El prefecto de Judea quiso introducir en Jerusalén, el año 26 de nuestra era, imágenes del emperador, que para los judíos eran consideradas como ídolos. La población de Jerusalén se resistió.

Narra Flavio Josefo que los judíos afluyeron a su residencia de Cesarea y durante cinco días con sus noches ininterrumpidamente estuvieron de rodillas sin moverse. Pilato hizo que fuesen a un estadio en que los recibió como juez. Pero hizo acordonar a los judíos manifestantes, por tres filas de soldados con las espadas desenvainadas.

       «Mas los judíos se arrojaron al suelo compactamente como de común acuerdo, ofrecían sus cuellos y gritaban que estaban dispuestos a morir antes que quebrantar las leyes de sus padres. Profundamente admirado del ardor de su piedad, Pilato dio orden de alejar inmediatamente los estandartes de Jerusalén»8.

La mansedumbre es, pues, la actitud opuesta a la violencia y a la cólera. Los dulces poseerán la tierra, no por la fuerza de las armas, sino a base de paciencia. El distintivo de Yahvé expresado en muchos salmos, es el ser tardo a la cólera y grande en amor (145, 8), y cuando hablamos de la definición de Dios en el antiguo testamento, hemos citado el texto fundamental del Exodo (34, 6), donde se afirma que es tardo a la ira y rico en amor y fidelidad.

       Los mansos serán los dueños del mundo, pues «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, en tran de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo». Cuanto más se manifiesta la grandeza de Dios, mayor ha de ser nuestra confianza. Dios siempre perdona porque es todopoderoso. Sólo los débiles no saben perdonar. Leemos en el libro de la Sabiduría «Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan... Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (11, 23.26).Para que Dios ejerza su misericordia nos exige una sola condición: ponerse en la cola de los pecadores, como hizo Jesús para recibir el bautismo de Juan el Bautista (Mc 1, 19).

       Del mismo modo que la omnipotencia de Dios es la mayor manifestación de su misericordia, así la mayor demostración de la fortaleza humana se dan en la mansedumbre. Esta necesita una energía tan grande y tan superior que supone un don de lo alto. Lo vamos a pedir como regalo de esta meditación y vamos a concluir con la oración del domingo XXVI del tiempo ordinario:

«Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo»

16ª.  JESÚS MAESTRO DE ORACIÓN

    “Abbá, Padre”(Mc 14, 36). “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino”        (Lc 11, 2). “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10).

       En nuestra composición de lugar, según la expresión ignaciana, vamos a subir al monte Olivete y a entrar en la gruta del Paternoster, en la «gruta mística», donde Jesús enseñaba a los apóstoles a orar. Estos días vamos a crear un clima sereno y gozoso de oración.

       ¡Saber orar, qué envidia! «Mientras el hombre está ensimismado en su oración, escribe Isaac de Nínive en el siglo VII, de repente brota una fuente de delicias en su corazón que refresca todas sus potencias. Sus ojos brillan, su cabeza se inclina, sus

rodillas apenas encuentran apoyo en la tierra a causa de la alegría y regocijo de la gracia que invade todo su cuerpo».

       San Agustín escribe: «Tu deseo es tu oración. Si el deseo es continuo, continua es también la oración».

       Hay una ecuación que impresiona: «Un hombre de oración es igual a un hombre de Dios y, un hombre de Dios es igual a un hombre de influencia espiritual», afirma el cardenal Basil Hume. Luego un hombre de oración es un hombre de influencia espiritual.

       Jesús desciende de un pueblo que sabe orar y, que, gracias a un orden fijo en la oración, ésta ocupa en el judaísmo un lugar primordial.

En el nuevo testamento hay abundantes textos sobre la oración. De ella se habla con dos expresiones: 22 veces se usa elverbo deomai, orar, y 18 veces el sustantivo deésis, oración; 87 veces el verbo proseujomaj, orar y 37 veces el sustantivo proseujé, oración. Es uno de los temas más frecuentes y repetidos en la revelación. En total hay 184 textos sobre la oración.

       Hay dos formas fundamentales de oración, como actitud y como acto. La oración como actitud aparece en numerosos textos donde se habla de ella como algo continuo, que se hace sin inte¡ rrupción, como lo enseña Jesús en la parábola de la viuda: hay que orar siempre, sin desfallecer (Lc 18). Se trata de un deseo

constante, más que de un acto que se hace en un momento determinado. San Pablo recomienda a los cristianos orar en todo tiempo, en toda circunstancia (Flp 4, 6; Ef 6, 18). Se trata de una actitud constante, que nunca se debe interrumpir. Es una actitud que ayuda a vivir la vida en profundidad.

       También aparece la oración como acto en numerosos textos donde se presenta a Jesucristo orando. El hizo mucha oración como acto separado y aparte; y de manera frecuente: «Después de despedir a la gente, subió al monte a solas, aparte de los de-

más, separadamente, para orar» (Mt 14, 23). En san Lucas es donde más frecuentemente se muestra a Jesús en este acto único y exclusivo.

       A primera vista cabría decir que él no tenía por qué hacer oración. Estaba unido con Dios; él era Dios. Pero también era hombre y encarnaba el ideal del hombre creyente; es el jefe de fila (Heb 12, 2) de los creyentes, el hombre de oración.

       La actitud y los actos de oración se ensamblan necesariamente. Si hay actitud se darán actos y se darán de manera frecuente e insistente. De la misma manera que cuando hay amistad y afecto hacia alguien, inevitablemente hay presencia y ratos de convivencia. Esto nos ha de mover a avivar el afecto hacia Jesús para valorar y desear más los ratos de estar a solas con él.

       Los actos son necesarios, indispensables, como los pilares que sostienen un edificio. Hay que adquirir lo que se ha llamado «hábito de presencia de Dios».

En este clima vivía el verdadero israelita, y la piadosa familia de Nazaret.

Jesús procede de una familia piadosa. Sus padres iban todos los años a Jerusalén, a la fiesta de la pascua (Lc 2, 41). Y el evangelio de san Juan nos confirma, especialmente, que Jesús subía al templo en las fiestas. Y el templo es llamado la casa de oración (Is 56, 7; Mt 21, 13).

       El evangelio de la infancia de san Lucas subraya la profunda piedad de la sagrada familia, su exquisita religiosidad cumpliendo la ley del Señor y su participación en el culto del templo de Jerusalén (2, 22-24.27.41.42).

Asistía al culto sinagogal, «según costumbre» (Lc 4, 16). Las primeras palabras de Jesús en los evangelios ante el reproche de su madre por no haberles seguido de vuelta a Nazaret, son «j,no sabíais que debía estar en la casa de mi Padre?», es decir, debía permanecer en esta casa de oración. Los judíos desde niños participaban en el culto de la sinagoga (Dt 31, 12), y en ella oraban. Se leían las Escrituras. Se escuchaba la predicación. Se cantaban los salmos y las bendiciones. La oración del kaddis era la última plegaria que todos hacían.

       Indicios de esa costumbre piadosa, de los ratos de oración durante el día, los tenemos hasta en el modo de preguntar Jesús al doctor de la ley en Lucas 10, 26 donde dice en el texto original: «j,Cómo recitas tú?» y, no dice ¿cómo lees?, dando a entender su costumbre de recitar el shemá, la profesión de fe. Se confirma todavía más que Jesús recitaba las plegarias de su pueblo, pues, a la pregunta que le hace el escriba sobre cuál es el mandamiento mayor, en lugar de comenzar a citar Dt 6, 5, el mandamiento de amar a Dios, también añade el versículo anterior (Dt 6, 4) que es como se iniciaba la oración del shemá, «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor» (Mc 12, 29).

       El ver al Maestro, que tenía ratos fijos de oración, servía de ejemplo y norma para la primitiva comunidad cristiana. En la Didajé (8, 3), el primer catecismo de esta comunidad, se manda recitar tres veces al día el Padrenuestro. Y, los textos paulinos pidiendo orar día y noche, sin interrupción, siempre, constantemente (1 Tes 5, 17; Rom 12, 12), podrían referirse a la observancia de los ratos fijos de oración.

Toda la jornada impregnada de oración     

       A estos momentos fijos de oración, el israelita añadía otros muchos durante el día. Todo en la vida del judío piadoso estaba impregnado de oración. Toda su morada está envuelta en la presencia de Yahvé su Dios, cuyo nombre verá grabado en su casa sobre el umbral de la puerta. Se llama mezuza al tubo de metal que contiene un pergamino con párrafos de la ley (Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Núm 15, 37-41), y que los judíos colocan sobre las puertas, para que al salir o al entrar, al tocarla, besándose después la mano, Yahvé dirija nuestros pasos y nuestros actos.

Aunque toda la jornada estaba impregnada de lo sobrenatural,

todo israelita piadoso vivía tiempos especiales dedicados al culto divino; debía interrumpir sus ocupaciones varias veces al día para tener un encuentro con Dios. El sabía que «siete veces al día había que alabar a Yahvé por sus juicios» (Sal 119, 164).

A Dios se le invoca siempre: al entrar y al salir, al comenzar cualquier obra y al acabarla. «Aquél que usa de los bienes de este mundo sin recitar una bendición —dice el talmud— profana una cosa santa».

       Rabí Meír decía que «no existe nadie en Israel que no pronuncie cien bendiciones cada día: todo israelita tiene que rezar el shemá junto con otras oraciones, y las oraciones de las dieciocho bendiciones tres veces a lo largo de la jornada y, al cumplir los otros mandamientos, él los bendice en cierto modo».

       El buen israelita se introduce desde su niñez y con toda su alma en este mundo de la oración. Para Jesús estos momentos en los que aprendería y practicaría oraciones, serían los más preferidos y esperados. «Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás» (Sal 145, 2). Le diría a Yahvé: «Ya de mañana oyes mi voz; de mañana te presento mis súplicas» (Sal 5, 4) y al anochecer: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú sólo Señor me haces vivir tranquilo» (Sal 4, 9).

       Mientras los sacerdotes celebran sus funciones en el templo, los judíos diseminados por toda la nación rezan en esos tiempos determinados; así Pedro «sube a orar a la terraza al mediodía» (Hech 10, 9); Pedro y Juan van a orar al templo a la hora del sacrificio de la tarde (Hech 3, 1).

       De ejemplos como éstos hemos de aprender a vivir con Dios en medio de las tareas y los afanes de cada día —a recurrir al desierto ambulante que llevamos en nuestro interior—, al amanecer y al atardecer recitando el shemá (Dt 6, 4-9), y por la mañana, al mediodía y al anochecer, con la oración por excelencia, la tefilla, que era y es la obligación religiosa del piadoso israelita.

       Las palabras con que R. Arón resume la infancia de Jesús pueden aplicarse igualmente al judío de su tiempo: «La comida, \ el vestuario, esos elementos esenciales de la educación de un  niño se presentan al joven Jesús impregnados de un sentido religioso que transfigura y exalta sus aspectos más cotidianos. La humilde morada, en donde se despierta a la vida, se santifica así para él gracias a los ritos necesarios y también a la bendiciones. No había acto, familiar o banal, que no fuese el objeto de una bendición. El mundo en el que vive el judío es un mundo enteramente sagrado. Sus aspectos, los más laicos en apariencia, están ligados a lo divino»1.

       Hay cien bendiciones-oraciones que jalonan la jornada de un judío: según el comentario Midrash Rabbá a Números 18, estas cien bendiciones fueron establecidas por el rey David. Lo cierto es que ya estaban fijadas en la época del nuevo testamento.

       Acompañan toda la vida del judío, desde que se acuesta hasta que se levanta y desde que se levanta hasta que se acuesta. Al irse a acostar por la noche: «Bendito seas tú, eterno Dios nuestro, rey del universo, que viertes el sueño sobre mis ojos y el sopor sobre mis párpados». Según el talmud el sueño tiene cierta afinidad con la muerte: «El sueño es la sesentava parte de la muerte, lo mismo que el sábado es la sexagésima parte de las delicias de la vida futura». El despertar es como la vuelta del alma al cuerpo y se acompaña con una bendición, que evoca la resurrección: «Bendito seas... que haces revivir los muertos».

       Todos los gestos que se llevan a cabo después de despertar son objeto de bendiciones. Cuando se abren los ojos..., cuando se levanta..., y cuando se lava y se viste. El aseo es un deber religioso. El judío piadoso, mientras se lavaba recitaría el salmo 26, 6.7 y añadiría: «Bendito seas... que vistes a los que están desnudos».

       Cuando se pone de pie..., mientras permanece en pie..., al dar los primeros pasos..., cuando se pone las sandalias... «Bendito seas... que te has preocupado de todas nuestras necesidades».

       Cuando llega la hora de la comida, las bendiciones-oraciones se multiplican: sobre el pan, sobre el vino, sobre los alimentos, sobre los frutos de los árboles, sobre los productos de la tierra...; al terminar la comida: «Bendito seas... que alimentas a todas las criaturas».

       Durante todo el día: si se respira algún perfume, si se ven los primeros brotes de la primavera, si ha recibido buenas noticias, si encuentra algún amigo, si se recupera de una enfermedad.. El piadoso israelita mientras está entregado a los deberes de la casa, o a los pequeños trabajos del campo... recuerda sus compromisos con Yahvé y entabla coloquios con él. Ya desde niño aprendió a dirigirse a Dios con toda su alma, y lleno de gratitud «da gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia, porque su amor no tiene fin» (Sal 136, 1).

       El mundo judío está iluminado y santificado por la oración. Tres son las principales oraciones del hombre religioso.

1ª. Al amanecer y al atardecer recitará la confesión de fe en el Dios único, llamada «shemá», que es como el «credo fundamental» de la fe de Israel (Dt 6, 4-9).

2ª Además recitaba tres veces al día —por la mañana, al mediodía y por la tarde— la tefihla, la oración por excelencia del judaísmo, que es un himno compuesto de bendiciones. Se llama también amidá o shemone esre (18 bendiciones).

3ª A la recitación del credo fundamental y de la plegaria por excelencia seguía en la sinagoga, al concluir el culto, la oración aramea breve del «kaddish».

La oración del maestro, modelo de la de sus discípulos

       Debemos acercarnos a la oración concreta del Maestro si queremos orar según su espíritu y de ese modo ahondar en sus rasgos esenciales, y ver de dónde arranca y a dónde conduce su oración. Esa será la mejor manera de discernir qué hay de común entre nuestra oración y la suya.

       Sólo Jesús es el modelo de nuestra oración. Siempre impresiona constatar la frecuencia con que Jesucristo oraba y la necesidad que sentía de hacerlo. Tenemos las instrucciones dadas por él a los discípulos acerca de la oración. Poseemos noticias de los lugares donde oraba, pero sabemos poco sobre su modo de orar.

Vayamos a los evangelios para descubrir cómo oraba Jesús, ya que su oración es el modelo y el prototipo que ha de inspirar la oración de sus seguidores.

       Si nuestra oración es algo esencialmente secreto, distinto de las palabras y gestos que la suelen acompañar y que por ser el acto de fe por excelencia trasciende las fórmulas que la expresan, ¿cómo podemos hablar de la oración del Maestro, de ese Jesús que vive esa asombrosa intimidad con el Padre? La sola palabra abba —papá querido— que pronuncia en Getsemaní (Mc 14, 36) nos manifiesta toda su intimidad con Dios, ese abismo insondable que vive en su oración.

       Sin embargo, hemos de hablar de la oración del Señor, conocer lo que nos enseñó, y saber cómo rezaba él.

       Los apóstoles le hacen a Jesús una doble súplica: «Señor, enséñanos a orar. Muéstranos al Padre». Si llegamos a descubrir al Padre, nuestra oración será muy fácil, pues orar es mirar al Padre, sentir el gozo de su presencia y entregarse a su voluntad. Si nuestra vida se convierte en un «hágase» gozoso y total al Padre, nuestra vida será verdaderamente oración, una transparencia de Dios que vive en nosotros. Hemos de irradiar a Cristo para que los demás aprendan a orar, más que por lo que decimos, por lo que somos. Jesús enseñó a orar, por lo que él oraba. Los apóstoles se sentían impresionados al verle orar, sentían ellos también necesidad de orar y le piden que les enseñe una oración nueva. Tenían abundante material para orar: los salmos y las demás oraciones del pueblo de Israel. Pero necesitaban aprender a orar de un modo nuevo. El contexto de la oración de su Maestro es el de un Dios cercano que es Padre y nos ama. En una oración semejante hay entrega, donación gozosa a este Padre para hacer su voluntad.

       Los apóstoles, que eran expertos en la oración hebrea de aquel tiempo, estaban impresionados por la singularidad de la oración de su Maestro y, por eso, le piden que les enseñe a orar (Lc 11, 1). La estampa de Jesús orante es uno de los aspectos mejor atestiguados del Jesús de la historia. Lo encontramos orando por la mañana (Mc 1, 35), por la noche (Mt 14, 23), y pasaba toda la noche en oración (Lc 6, 12); oraba continuamente (Lc 5, 16). Los momentos más importantes de su vida están acompañados de la oración.

       En los evangelios, se descubre la imagen de Jesús orante, sumergido en el Padre, buscando el desierto, el silencio de la noche, la serenidad del monte. La oración de Jesús, más que a un lugar, monte, desierto, sinagoga, templo de Jerusalén, está ligada a una persona, al Padre. El lugar de su oración es su unión con el Padre. Tiene conciencia muy fuerte de que es el Hijo, que necesita estar en soledad frente al Padre. Desde la eternidad, el Verbo, la Palabra estaba en diálogo pros hacia el Padre (Jn 1, 1). Un diálogo de amor, porque Dios es amor (1 Jn 4, 8.16). Este diálogo trascendente entre las tres divinas Personas, se llama oración y por eso podemos afirmar que en el principio existía la oración. La Palabra encamada, por medio de la oración, permanece junto al Padre, vuelta a él, metida del todo en su seno. La oración de Jesús es un acto de entrega filial: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42) es la base para la misión salvadora de la humanidad. La intimidad con el Padre se hace cercanía misericordiosa para con los hombres sus hermanos.

       Hoy, entre los cristianos, existe un mayor deseo de contemplación y sentimos la obligación de ser testigos de la luz y del amor, de entrar en Jesús por la oración para después salir al mundo y ser portadores de esa luz nueva y de la alegría de Dios que es amor.

       Orar es estar junto al Padre, mirarle, sentir el gozo de su pre\ sencia. Orar es amar. Cuando se ama a alguien de verdad, su \ rostro está continuamente ante los ojos mientras se hace cual\ quier cosa. Contemplamos el rostro del ser amado, en cualquier acción y circunstancia. Si amamos de verdad no podemos separar la vida y la respiración de la oración. En la oración, muchas ve- / ces, no se necesitan palabras. La mirada silenciosa ya es oración. En la oración, Dios entra en nosotros y nosotros en él. Es entonces cuando la vida se ve de modo diferente, pues el rostro del Padre estará siempre frente a nosotros. Y, a medida que transcurre nuestra vida, se va rompiendo lentamente el velo que nos separa de Dios, «se rompe el velo de este dulce encuentro» (san Juan de la Cruz) y empezamos a percibir las facciones y la figura del Señor, que se nos revela en la oración.

       Los apóstoles le oyeron muchas veces orar, pues entonces no se rezaba en voz baja. La oración silenciosa y sin palabras no existía. El talmud refiere que, a veces, se pedía: «No recéis tan alto» a los que lo hacían en el templo. En arameo rezar se dice gritar. La oración de Jesús era escuchada y él quiso que la suya fuese el modelo de cómo ha de ser la nuestra, y eso es lo que nos anima a hablar de ella con respeto y amor.

       Los evangelios sinópticos nos transmiten dos oraciones suyas (Mt 11, 25-30; Mc 14, 36) y las palabras de la cruz que son oraciones sublimes (Mc 15, 34; Lc 23, 34.46). En el cuarto evangelio se citan tres oraciones más (11, 41.42; 12, 27.28; 17).

La oración de Jesús rompe los moldes de la costumbre piadosajudía, los sobrepasa. El no se contenta con la oración familiar, litúrgica, sino que pasa incluso noches enteras en oración, en soledad (Lc 6, 12).

       La oración de petición es la única forma de oración que nos enseí’ió el Maestro. Interesa saber cómo los evangelistas nos han transmitido esa enseñanza. Cada uno, a través de su propia redacción, expresa un matiz particular. Los cuatro parten de un único principio y origen: Jesús que nos ha enseñado a orar, a pedir, a dirigirnos al Padre.

       Marcos presenta un clima de oración, de trato con Dios, para que la petición que es una exigencia de fe, exenta por tanto de toda duda, sea escuchada. Hay conexión entre petición y concesión.

       «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (11, 24). (También trae textos en 9, 23.24.28.29; 11, 23.25). Insiste en la necesidad de ese clima de oración para que la petición sea escuchada y exige universalidad en el objeto de la petición, actitud de fe y seguridad de obtener lo que se pide.

       Mateo parte de la bondad de Dios que concede lo que se pide y exige la fe que no duda. También anota el sentido eclesial, la unión entre los que piden reunidos en nombre de Cristo. «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla y al que llama, se le abrirá» (7, 7.8). (Igualmente tiene esta doctrina en 6, 9-13; 7, 9-11; 17, 20.21; 18, 19.20; 21, 21.22).

       Presenta la tradición más antigua, subrayando la seguridad de que Dios escucha y otorga: «Y se os dará». Toda petición será concedida incluyendo algo tan insólito como el traslado de un monte (21, 22). La unión de los cristianos entre sí y la permanencia de Jesús en ellos garantiza el fruto de nuestra petición: Jesús es el Dios con nosotros (1, 23) y estará siempre (28, 20), porque está con los que piden en su nombre (18, 20).

       Lucas presenta una concepción más elaborada sobre la oración-petición, que entra primordialmente dentro de la tónica general de todo su evangelio. El texto 11, 9.10 es idéntico al de Mateo 7, 7.8; mas, mientras en Mateo se escribe para demostrar que la petición ha sido conseguida, Lucas lo relata para exhortar a la petición. El texto 11, 1-13, se refiere a la oración enseñada por Jesús. La parábola de la viuda inoportuna y del juez inicuo (18, 1-8) la inserta en un contexto escatológico (17, 20-37) para subrayar aún más la insistencia en la petición. Si Dios da lo mejor, el Espíritu santo (11, 13), no se negará a conceder todo cuanto pedimos en nuestra oración.

       El motivo que utiliza san Lucas para exhortarnos a la oración- petición es la actitud de Jesús orante. San Lucas quiere sumergir a los cristianos en un clima de oración a imitación de Jesús modelo de oración.

       Y al poner la oración del Padrenuestro en imperativo presente (11, 2), que en griego indica acción continua y reiterada, enseña que hay que rezarla —orar, pedir y perdonar— no una sola vez, como se afirma en Mateo (6, 9) que pone el verbo en aoristo que significa acción puntual, sino siempre, constantemente (18, 1;21, 36).

       Juan toma de la tradición sinóptica la conexión entre petición y concesión (15, 7.16; 16, 23.24). Se concederá todo lo que se, pida, pero a todos los requisitos necesarios para que la oración surta efecto añade la expresión característica: Jesús enseña, exige que la petición ha de hacerse «en su nombre», lo que implica una atmósfera de unión con él, de intimidad, de amistad (15, 16; 16, 26.27).

       San Juan en su primera carta indica que la actitud de fe en Jesús y el amor a los hermanos consigue de Dios cuanto se pide (1 Jn 3, 22.23).

       El Padre nos otorga lo que pedimos en nombre de Jesús (16, 23). Pero es el mismo Jesús quien nos va a conceder lo que le pedimos en su nombre (14, 13). Hay en Juan una petición dirigida a Jesús que concede el mismo Jesús y en la que interviene el Padre que actúa en el Hijo (14, 10) y en la que es glorificado el Padre (14, 13). El Padre accede a la petición que se le hace en nombre de Jesús porque ama al Hijo. Y Jesús accede a lo que se le pide a él para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

San Lucas, el evangelista de la oración

       Pero volvamos a san Lucas a quien se ha llamado el evangelista de la oración. Sitúa a Jesucristo orando en los ocho momentos principales de su vida. La oración le acompaña en todos los acontecimientos más importantes. La oración ocupa un lugar esencial en la vida de Jesús.

       1. En el bautismo (3, 21.22). Sólo Lucas menciona esta oración de Jesús: «Se bautizó y mientras oraba...». Recibe su misión como Mesías, como Hijo de Dios, en la oración.

       2. En el desierto (4, 1-13). No va allí a hacer penitencia sino a orar, a tener un diálogo con su Abba. «Solía retirarse al desierto y permanecía orando» (5, 16).

       3. En la elección de los apóstoles (6, 12.13). Sólo el tercer evangelista dice que, antes de llamar a los doce, pasó toda la noche orando a Dios. La vocación de los apóstoles es fruto de la oración de Jesús.

       4. En la confesión de Pedro en Cesarea (9, 18-21). La oración del Señor precede a este diálogo decisivo con sus discípulos; ella

es la que dirige su acción.

       5. En la transfiguración (9, 28.29). En los otros evangelistas Jesús sube a la montaña para ser transfigurado; en Lucas, sube para orar y, la manifestación del Padre, es una respuesta a la oración.

       6. En el monte de los olivos (en el tercer evangelio no aparece el nombre de Getsemaní [22, 39-461), Lucas ha centrado el episodio en la enseñanza que debe tener en cuenta el cristiano para no caer en tentación. En este episodio aparecen cinco veces los términos orar y oración.

       7. Ante la negación de Pedro (22, 32). La oración de Jesús no le librará de la caída, pero le ayudará al arrepentimiento y dará, al primer apóstol, un corazón misericordioso para confirmar en la fe a los hermanos.

       8. En la cruz (23, 34.46). Sólo san Lucas presenta a Jesús orando por sus verdugos (23, 34). Es una oración de perdón que corresponde a su enseñanza sobre el amor a los enemigos. En Mateo (27, 46) y Marcos (15, 34), la oración de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?», podría escandalizar a los paganos que no conocían los salmos. Lc 23, 46 pone en labios de Jesús otra oración: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Sal 31, 6).

       Pero, hay que subrayar que Jesús no solamente ora en los momentos más trascendentales de su vida sino que lo hace siempre, cada día, en cada momento; toda su vida es oración. Y es también san Lucas, especialista en darnos sumarios de la actuación de los discípulos de Jesús, en Hech 2, 42-47; 4, 32-35, quien también en su evangelio nos aporta un resumen que sintetiza la oración de Jesús y toda su actividad: «Su fama se extendía cada vez más, y una numerosa multitud acudía para oírle y para

que los curase de sus enfermedades. Pero él se retiraba al desierto donde oraba» (5, 16).

       Es Mc 1 quien mejor nos describe un día tipo del Maestro: Comienza levantándose de madrugada, cuando todavía estaba  muy oscuro, salió y se fue a un lugar solitario y se puso a haceroración. «Todos te buscan», le dicen. Vayamos a otra parte. A predicar. Y recorre toda Galilea. Antes entró en la sinagoga de Cafarnaún, donde se lee la Escritura y se ora. Cura a la suegra de Simón, y ella le sirve la comida.

       Es verdad que Jesús es el hombre para los demás, que vive tan pendiente de todos que, a veces, no le queda tiempo ni para comer (Mc 6, 31), pero no ha caído en la tentación del activismo, de la dispersión, sino que toda su actividad está impregnada de oración, del diálogo con su Padre. No sólo practica los ratos fijos de oración, como hijo de su pueblo, no sólo busca momentos de oración, en soledad, o en medio de su actividad, sino que toda su acción la convierte en oración. El valor que concede a la oración se confirma en el episodio del endemoniado epiléptico. Cuando los discípulos no pueden expulsar al demonio, Jesús les dice: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9, 29)... Jesús, que vive en oración, actúa siempre sostenido por ella, su oración impregna todo su existir.

       A imitación del Maestro, también el alma del apóstol ha de estar inmersa en la oración. La vida activa ha de proceder de la contemplativa, manifestando en el exterior lo que ha visto, ha contemplado y tocado con sus manos acerca de la Palabra de la vida (1 Jn 1, 1). Escribe san Agustín: «Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de exhalar lo que hubiera bebido y esparcir aquello de que se hubiera llenado»2.

       Los apóstoles, instruidos por el testimonio y por las palabras de su Maestro, tomaron la resolución de dejar ciertas obras y «dedicarse a la oración» y «sólo después» al «ministerio de la Palabra» (Hech 6, 4). San Bernardo trae una sentencia de gran fuerza y vigor que parece ser el mejor comentario a esta decisión de los apóstoles: «Estas tres cosas quedan: la palabra, el ejemplo y la oración; pero la mayor de las tres es la oración».

       Jesús ha buscado para orar el ambiente que más favorece la intimidad con Dios: la soledad de la noche (Mc 1, 35; Lc 6, 12); el desierto, «interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación» (Lc 5, 16; Mt 14, 23).

       Jesús ora con frecuencia solo, aun cuando se encuentra con sus discípulos. Escribe san Lucas: «Mientras él estaba orando a solas, se hallaban con él los discípulos» (9, 18). San Beda el Venerable ha escrito: «En ningún lugar se dice que él haya orado con los discípulos. Por todas partes él ora solo, porque los deseos del hombre no pueden comprender el designio de Dios; nadie \ puede llegar a ser partícipe de este misterio interior junto con Cristo»3.

       Jesús añade a sus palabras actitudes exteriores. En los evangelios se recuerdan sus actitudes externas en la oración: Elevó los ojos al cielo (Mc 7, 34; Jn 17, 1). En general, oraría de pie como era costumbre, pero, a veces, en medio de la angustia, oraba de rodillas (Lc 22, 41) o con el rostro en tierra (Mt 26, 39).

Jesucristo da instrucciones singulares acerca de la oración

       En Lc 11, 9-13 se está pensando en la actitud de los mendigos y en lo porfiados que son. Su tenacidad les conduce al éxito. Sería bueno advertir que en los versículos 9 y 10 se utiliza el pasivo divino, es decir, que el sujeto es Dios. El será el que nos dará y el que nos abrirá.

       También Jesucristo indica las características que debe tener nuestra oración. Ha de ser constante y confiada, es decir, debemos tener la certeza de ser escuchados. En el evangelio de san Lucas se insiste particularmente en la constancia y en la perseverancia que hay que tener en la oración. Lo expone en la parábola del amigo importuno (11,5-8), que recibe los panes, únicamente por su insistencia y en la parábola de la viuda y el juez (18, 1-8), que Jesús utilizó para explicar que hay que rezar siempre sin desfallecer.

       Jesús no sólo nos dice que pidamos con humildad lo que necesitamos, sino que quiere que insistamos en nuestra oración. En estas parábolas nos urge a que lo hagamos. Orando con insistencia nos purificamos y nos hacemos hijos de Dios.  Debemos aprender a vivir esta oración continua, insistente, incesante, en la certeza confiada de que obtendremos el don del Espíritu, convirtiéndonos en hijos de Dios.

       Igualmente para Pablo, el maestro de Lucas, la oración ha de ser incesante, día y noche, y además con insistencia (1 Tes 1, 2; 5, 17). Para demostrar la intensidad y la insistencia de la oración, compone el adverbio uperekperisóu, sobreabundantemente.

       Es más, Pablo, aun cuando está prisionero, entre cadenas, y no puede predicar la buena nueva, es consciente de que por medio de la oración permanece apóstol, siempre y en todo lugar. Su apostolado continúa porque pide por los colosenses, los de Laodicea... Conoce la eficacia de la oración y sabe que la oración es primordial para la vida apostólica. Para él, la oración y la vida apostólica son dos aspectos, igualmente necesarios, de una misma realidad.

       Por eso pide oraciones por él y por su apostolado ya en sus primeras cartas y hasta en las últimas al final de su vida: «Hermanos, orad por nosotros» (1 Tes 5, 25). «Orad por nosotros para que la palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria» (2 Tes 3, 1). «Sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones» (Flp 1, 19). «Orad también por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la palabra y podamos anunciar el misterio de Cristo» (Col 4, 3).

       Para pedir con tenacidad hay que sentirse mendigo. Pedir es propio de la criatura, del indigente, del pobre. En la Biblia abunda la oración-petición y, a veces, hasta se habla de luchar contra Dios con nuestras oraciones (Rom 15, 30; Col 4, 12). Es una idea llena de atrevimiento, actualizada ya en el diálogo de Abrahán con Dios, acerca de la suerte de Sodoma y Gomorra (Gén 18, 22-32), y realizada en la oración: lucha de Moisés contra Dios en favor de su pueblo (Ex 32, 30-32; 33, 12-17). Jesucristo mismo se acomodó a esa manera de pensar, al hablar de la oración en parábolas.

       Son expresiones llenas de imágenes, que muestran la pobreza de nuestro lenguaje, ya que no podemos hacer que Dios quiera lo que no quería, pues su voluntad es perfecta: «Yo soy el Señor y no cambio». Y tampoco él necesita de nuestras peticiones, como si ignorase nuestras necesidades pues «vuestro Padre celestial sabe de lo que tenéis necesidad» (Mt 6, 32).

       La petición es para recalcar nuestra necesidad. Dice santo Tomás de Aquino que al hombre le manifestamos nuestra necesidad para doblegarle4. Al pedir a Dios, no es para manifestarle algo que no conoce, ni para hacer que su voluntad quiera lo que no quería...; la petición es necesaria para nosotros, porque por ella nos hacemos capaces de recibir. La oración nos hace aptos para ello.

       Lo mismo repite en otro lugar: «La oración le es necesaria al hombre para obtener algo de Dios, no a causa de Dios, sino a causa del que reza porque así se hace capaz de recibir»5.

       Nosotros, al orar, no tratamos de cambiar la voluntad de Dios, que equivaldría a afirmar que su voluntad no es perfecta, lo cual sería una injuria contra su sabiduría y amor. Ya hubo filósofos, Kant entre ellos, que se escandalizaban de que los cristianos, mediante la oración, querían cambiar los planes de Dios respecto de los hombres.

       Rezando no tratamos de hacer que la voluntad divina quiera lo que no quería, sino que rezamos porque es Dios quien suscita nuestra oración y nos la inspira. Esta doctrina la resume maravillosamente una oración de las letanías mayores: «Te rogamos, Señor, que anticipándote a nuestras oraciones, nuestras obras empiecen siempre en ti y en ti terminen».

       Por esta causa la oración jamás es inoportuna ya que, mediante ella, forzamos a Dios a concedernos lo que él mismo nos quiere regalar. Permite que nos dispongamos a recibir lo que nos quiere dar. Así, la oración más perfecta será la que más plenamente se conforme con la voluntad de Dios, como fue la de JeII sús en Getsemaní.

       El fin de la oración no es tanto obtener lo que pedimos, como hacernos otros. Sería preciso ir más lejos, diciendo que pedir algo a Dios nos transforma poco a poco en personas capaces de renunciar, a veces, a lo que pedimos.

Se ha dicho que Dios respeta demasiado la libertad de los hombres para arreglar, con un golpe mágico, el mundo que ellos mismos han organizado; pero a su oración confiada y entregada, él responde convirtiendo el corazón de los hombres para que acepten este mundo tal como es, y para que trabajen en transformarlo.Dios no cambia el mundo porque se le suplique; respeta demasiado el orden que hay establecido y la libertad de sus criaturas que lo transforman. Pero sí cambia la voluntad de los hombres, a quienes se ha fijado la tarea de trabajarlo libremente.

       La oración no cambia el acontecimiento —más que cuando Dios responde a ella por el milagro, pero cambia al hombre en el acontecimiento, ya que el hecho mismo no tiene finalmente otro sentido que el que el hombre le confiere. Cambia la perspectiva, el corazón. El hombre ve que Dios puede escucharle de otras maneras, que eso entra en los planes y caminos de Dios, antes desconocidos para él, y más altos que los suyos, como el cielo está sobre la tierra (Is 55, 8-9).

       Orar es un modo de mostrar confianza y esperanza aunque al orar no pretendemos siempre que Dios intervenga y menos aún que supla nuestro quehacer en el mundo, sino que manifestamos nuestra confianza en la fuerza del Espíritu que acompaña nuestro caminar en la historia. Al orar, nuestra petición a Dios es para que derrame su fuerza y amor haciéndonos capaces no sólo de asumir nuestra pobreza sino de luchar para suprimirla en los hombres nuestros hermanos.

       La petición, pues, nos hace sentirnos pobres ante Dios. Pobre tiene el sentido de piadoso, Coincidiendo con aquellos anawim del antiguo testamento; SU humildad les predisponía a la confianza y esperanza en Dios.

       Dice san Agustín: «Puede resultar extraño que nos exhorte a orar Aquél que conoce nuestras necesidades, antes de que se las expongamos, sj no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerjos sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignific»ó

Pero nuestra oración hace mayor esa capacidad de recibir los dones de Dios. Su presencia en nosotros es inalterable. Dios no cambia, pero cambian nuestras relaciones con él según la intensidad de nuestra oración y de nuestro amor. Cuanto más acogemos a Dios, la manifestación en nosotros de él será más perfecta.

       Al orar, nuestra unión con Jesucristo se hace más densa y se produce una penetración más entrañable por medio de la experiencia afectiva que alcanza la oración, y entonces la semejanza con el Señor llega a ser cada vez más profunda.

Cuando oramos Jesús se manifiesta más próximo, presente y vivo en el hondón de nuestro corazón y resplandece su rostro sobre nosotros, y nos salva por su amor (Sal 31, 17).

       Todo eso nos dará una profundidad y una ternura, que alimentará toda nuestra experiencia religiosa y en definitiva toda nuestra vida humana. Esta experiencia es como una presencia viva que acompaña toda situación concreta.

Esos ratos de oración, de intimidad, que aconsejo siempre en los ejercicios espirituales, son momentos propicios para dar pasos decisivos, y al mismo tiempo vamos educando nuestros sentidos y nuestro espíritu para que nuestras vidas tengan una sintonía vivificante con Jesús.

       Pero esa intimidad con Jesucristo no la podemos aislar de la gran relación que tenemos con los hombres. Esta dimensión de apertura real al hermano es lo que hace que cada día conozcamos más a Dios, porque él se tiene que manifestar allí donde la conciencia de fraternidad está despierta y sensible y el amor por el hombre se hace activo porque ese es precisamente el lugar exacto de visibilidad de Dios en el mundo. El Jesucristo que no se ve se hace visible en el hombre a quien se ve (Mt 25). El crecimiento en el amor a Dios y al prójimo es un don del Espíritu (Rom 5, 5; 8, 14-17). Este don se consigue mediante la oración, mediante el trato íntimo con Dios, indispensable para descubrir el amor.

Oración de petición y de acción de gracias

       A nosotros no nos preocupa conocer si la oración puede o no cambiar la voluntad de Dios. Nada interesa elucubrar para dar solución a esa objeción filosófica. Nos basta saber que Jesucristo dijo que todo lo que pidiéramos nos sería concedido, como lo comprobamos en el episodio de la curación de Ezequías (2 Re 20) y en el milagro de las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Nada es imposible para la oración-petición tal como Jesús nos la enseñó.

       Hemos de desear ardientemente los dones del Espíritu santo. Hay que pedirlos con martilleante insistencia que es lo que agrada al Sefíor, como podemos observar en el episodio de la cananea, que no se rindió ni ante el desaire de Jesús (Mt 15, 21-28) ,y por eso, le curó a su hija.

       Sorprenden las palabras del Maestro sobre la oración de petición: «Todo el que pide recibe» (Le 11, 10). No hace distinción entre santos y pecadores, ¿somos capaces de creerlo?, e insiste, ¿qué padre hay entre vosotros que si su hijo le pide un pez, le da una culebra? Si pues vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre de los cielos? Dios nos da todo lo que necesitamos. Todo el que pide recibe. Dios no indaga si somos dignos o indignos. El más grande de 1os pecadores, si ora, si grita, puede ser un contemplativo, como asegura Macario de Egipto, uno de los padres del desierto: «Hasta un niño con toda su debilidad y su incapacidad para acercarse a su madre por su propio pie puede, no obstante, llamar su atención gritando y llorando, movido por su deseo. Y, entonces, la madre se compadece de él, a la vez que se siente complacida por el hecho de que el pequeño la desee de tal modo. Y como él no pude ir hacia su madre, ella obedeciendo a los deseos del niño y a su propio amor de madre, lo toma en sus brazos, lo acaricia tiernamente y le da el pecho. Pues bien, con el mismo amor sP comporta Dios con el alma que acude a él y suspira por él».

       La oración-petición es oración de alabanza y de acción de gracias. Al alabar a Dios, agradecemos las maravillas que hace con nosotros. No se puede separar la alabanza del agradecimiento. Glorificar a Dios vale lo mismo que darle gracias. Tenemos el ejemplo del Magnificat de la Señora que une la gran alabanza con el mayor agradecimiento recordando los favores concedidos por Yahvé a su humilde esclava y a todos los pobres y humillados de la tierra. San Juan de la Cruz dice que el agradecimiento del hombre tiene tres primores: «El primero agradece los bienes naturales y espirituales que ha recibido, El segundo es la delectación grande que tiene en alabar a Dios. El tercero es alabanza sólo por lo que Dios es, lo cual es mucho más fuerte y deleitable»7.

       San Pablo recomienda mezclar la oración de súplica propiamente dicha con la acción de gracias, pues nos enseña a agradecer el favor al mismo tiempo que lo solicitamos, no después de haberlo obtenido: «Presentad a Dios vuestras peticiones mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6).

       Jesucristo quiso enseñarnos que la fe es necesaria para poder

hacer bien la oración-petición y ya no nos dice solamente que unamos la petición con la acción de gracias, ni tampoco «creed para que recibáis», sino que creamos que ya hemos recibido lo que pedimos: «cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que ya la habéis recibido y la obtendréis» (Mc 11, 24).

       El auténtico hombre de Dios, el santo del futuro, sencillo y contemplativo, vivirá en una continua oración de acción de gracias porque su confianza en Dios será ilimitada.

       La oración-petición es la única forma de oración que el Maestro nos enseñó. El conoce nuestras necesidades pero quiere que se las digamos; parece que desea recibir nuestras súplicas y que necesita de ellas para actuar; quiere que conscientes de la expresión: «Sin mí no podéis hacer nada», a través de nuestras peticiones vivamos la experiencia de nuestra necesidad y dependencia de él, y que seamos agradecidos. San Pablo es maestro en la oración de acción de gracias. Ya en sus primeras cartas «da gracias a Dios sin cesar» (1 Tes 2, 13); «ése es nuestro deber: dar gracias a Dios continuamente» (2 Tes 1, 3). Su acción de gracias es ininterrumpida: «No ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones» (Ef 1, 16); «damos gracias sin cesar a Dios por vosotros en vuestras oraciones» (Col 1, 3).

       Prorrumpe en un cántico de agradecimiento por la fe de los romanos (Rom 1, 8); lo hace igualmente cuando experimenta la ayuda del Señor (2 Cor 2, 14) y cuando ora por los demás (1 Tes . 1, 2; Flp 1, 3).       Quiere que sus discípulos le imiten: «En todo dad gracias» (1 Tes 5, 18); «rebosad en acción de gracias, tal como se os enseñó» (Col 2, 7); «sed agradecidos» (Col 3, 15); «cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos» (Col 3, 16); «velad en la oración con la acción de gracias» (Col 4, 2); «presentad vuestras peticiones, acompañadas de la acción de gracias» (Flp 4, 6); «el servicio de esta ofrenda redunde en abundantes acciones de gracias» (2 Cor 9, 12).

       Es necesario «dar gracias en toda circunstancia» (1 Tes 5, 18), hasta que nuestra acción de gracias sea continua, puesto que los dones de Dios son incesantes. Seamos capaces de vivir en esta actitud de agradecimiento en medio de cualquier actividad, como pide el apóstol de la acción de gracias: «Y todo cuanto hagáis o digáis, hacedio en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17).

        Impresiona ver cómo se conmociona Jesús ante los nueve ¡ leprosos curados que no vuelven a darle las gracias, y su exclamación ante el único que muestra su agradecimiento (Lc 17, 11-19). Aquella queja amarga es una enseñanza de cómo valora el Señor el que seamos agradecidos.

Un tiempo para orar

       Volvamos de nuevo al capítulo 11 del evangelio de san Lucas y, actualicemos, haciendo nuestro el ruego de uno de los discípulos: «Señor, enséfjanos a orar».

Esta petición es hoy, entre la gente, mucho más frecuente de lo que nos parece. En cursillos bíblicos, en ejercicios espirituales, se lamentan de no saber orar. Me contaban de una reciente encuesta sobre la oración en los Estados Unidos —el país del activismo—, en que la mayor parte de los encuestados decía que de vez en cuando se acordaba de Dios y que oraba. ¡Cuántas veces en las escuelas bíblicas en las que participo me han pedido que les enseñe a orar! Si nosotros no accedemos a esas peticiones, se irán a otras formas orientales de meditación, o a sectas donde la practican.

       También nosotros, hemos de recurrir al Maestro para aprender a orar. El resolverá nuestras dificultades que hacen difícil la oración cuando se le dedica mucho tiempo: aburrimiento, cansancio, repugnancia, aridez.

       Santa Teresa de Jesús escribe en el libro de su vida que, en ciertas épocas, sentía tal repugnancia en la oración que tenía que armarse de valor para entrar en la Iglesia: «Y muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penítencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Sé por experiencia, cuán penosa es dicha prueba; requiere más valor que todas las pruebas del mundo»8. Y no hemos de olvidar, para valorar esta afirmación, que ella había padecido toda clase de cruces y aflicciones.

       La oración no es tarea fácil, pero tampoco excesivamente difícil. Basta con dedicarle un tiempo suficiente dentro de nuestra intimidad personal, teniendo en cuenta que en la oración cristiana, la iniciativa parte siempre de Dios: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae» (Jn 6, 44).

       El evangelio nos pide fe y confianza, perseverancia, sosiego y paz interior, pues sólo en ese ámbito es posible y se puede gozar de la experiencia de la oración.

       Sin embargo, en nuestros días se experimentan grandes difij cultades, especialmente la falta de tiempo. No tengo tiempo, es una frase que decimos y escuchamos frecuentemente. Tenemos el peligro del activismo. Nos sobrecargamos de ocupaciones —decía al comentar la carta de Lutero y la de san Bernardo al papa Eugenio III (capítulo 2)— y casi no nos queda tiempo para la contemplación, para el desierto, para la oración.

       Hay que buscar tiempo para orar. A. Bloom ha escrito: «No voy a tratar de convencerle de que tiene mucho tiempo y puede orar si quiere; quiero hablar de administrar el tiempo en mediode las tensiones, la agitación y la vida. No le voy a explicar cómo conseguir tiempo: sólo diré que si tratamos de perder un poco menos de tiempo, tendremos más; si usamos las migajas del tiempo que perdemos para obtener pequeños momentos de retiro y oración, descubriremos que hay grandes cantidades de tiempo»9.

       Santa Teresa tenía un hermano carnal con el problema de falta de tiempo para la oración. Acababa de volver de las Indias con deseos de conversión. Y entró en el círculo de los orantes con su hermana. Compró una finca y le sucedió como al invitado a la cena (Lc 14, 18), que comenzó a excusarse ante su hermana de que ya no tenía tiempo para orar. ¡Qué más hubiera querido él, que tantos consejos le había pedido a la santa para ser un alma de oración! Pero, ahora había comenzado a tirar por otro camino. Su hermana no se anduvo con rodeos y le dijo: «No piense que cuando tuviera mucho tiempo, tuviera más oración. Desengáñese de eso». Ella se dio cuenta que se trataba de un engaño, pues sabía por experiencia que sus años de más trabajo, cansada, enferma, en carromatos por los caminos de Andalucía y Castilla, habían sido los años de una oración más fuerte, intensa y comprometida.

       Hay que saber dosificar el trabajo introduciendo en él el tiempo de la oración, asignando un tiempo concreto para orar. No sería coherente designar un tiempo adecuado para todo en la vida, menos para la oración. Santa Teresa habla hasta de «la hora que tenía por mí de estar», es decir, de la hora de la oración que se había impuesto.

       La elección del tiempo y de la duración de la oración de contemplación depende de una voluntad decidida reveladora de los secretos del corazón. No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme decisión de no dejarlo y volverlo a tomar, cualesquiera que sean las pruebas y la sequedad del encuentro. «Buscad todos los días el rostro de los santos y sacad fuerza de sus palabras», es la invitación contenida en la Didajé, el primer catecismo de la cristiandad primitiva.

       Conocemos a muchas personas que dan testimonio del cambio que se ha producido en su vida desde que se decidieron a dedicar una hora al día de oración personal, de meditación, de desierto. Antes decían que no tenían tiempo, luego entendieron que el tiempo es cuestión de preferencias y que se saca tiempo para lo que se prefiere; reservaron en su agenda una hora cada día para la oración personal, defendiéndola contra todo lo demás e hicieron esa opción preferencial para estar con el Señor. Ahora viven enamoradas de Jesucristo y entregadas al servicio de los hermanos.

       La experiencia de Jesucristo es un don, pero exige nuestra colaboración. Nada de prisas. El tiempo cuenta mucho. Se tiene tiempo para lo que se ama. Al Señor se le encuentra cuando cada día se busca seriamente un rato largo para estar con él. Y, además de esa hora, de que habla santa Teresa, hay que encontrar momentos para dialogar con él, para recitar jaculatorias como decíamos antes.

       Esta experiencia con Jesús está en relación directa con nuestra entrega al amor. Cuando se vive en el amor al hermano, se encuentran motivos y tiempo para orar y para darse a los demás. Una experiencia de oración es necesaria para evangelizar.

Al salir de ese largo rato de oración es bueno hacer esta reflexión: Ahora comienzo a ser como Jesús. Señor, que los que me vean, te vean; los que me oigan, te oigan. Hoy salgo resuelto a ser y a actuar como tú y me preguntaré en cada situación: ¿qué haría Jesús en mi lugar?

       La oración es la vida del corazón nuevo. Como afirma san Gregorio Nacianceno: «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar»’°. «Pero no se puede orar ‘en todo tiempo’ si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración». La fuente de alegrías está dentro de nosotros. Ahí hay que encontrar a Dios. Sólo cuando el hombre se instala en Dios aterriza en el descanso y en la paz.

       Jesús nos recomendó la oración personal, privada: «Tu cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6, 6). Por eso, para que la oración sea eficaz hay que hacerla en el retiro, dedicándole un tiempo fuera de las cosas ordinarias. Pero ese tiempo ha de ser largo. Los padres del desierto, los anacoretas, enseñaban que, para hablar a Dios en la oración, hace falta sosiego y tiempo prolongado en el que poco a poco el alma se impregna de Dios plenamente.

       No sólo en los monasterios, sino también en nuestras clases de Biblia, reflexionamos acerca de la lectio divina, como lo hace Guido II, monje cartujo del siglo XII: «Un día, ocupado en un trabajo manual, comencé a pensar en la actividad espiritual del hombre e, improvisadamente, se me presentaron cuatro escalones espirituales: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación.

       La lectura es el estudio atento de la Escritura, con un espíritu esforzado en su comprensión. La meditación es una operación de la inteligencia que se concreta con la ayuda de la razón, en la investigación de la verdad escondida. La oración es volver con fervor el propio corazón a Dios para evitar el mal y llegar al bien. La contemplación es, por así decir, una elevación del alma que se alza sobre sí misma hacia Dios, gustando las alegrías de la eterna dulzura.

       La lectura busca la dulzura de la vida beata, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la gusta.

La lectura, en cierto modo, lleva el alimento a la boca; la meditación la mastica y desmenuza; la oración obtiene el gustar- lo; la contemplación es la misma dulzura que alegra y reconforta.

       La lectura se encuentra en la corteza, la meditación en el meollo, la oración en el pedido del deseo, la contemplación en la dilección de la dulzura alcanzada»’2.

Uno de los signos de los tiempos es el uso de la Biblia para orar.

       En el libro «Jesucristo Salvador del mundo» se afirma: «El instrumento más oportuno para una lectura personal y comunitaria, altamente edificante e interiorizada de la historia de Jesús parece ser hoy la lectio divina, que es una lectura orante de los evangelios. En la lectio la palabra de Jesús no sólo es escuchada y meditada, sino sobre todo orada y acogida. Custodiada en el corazón de los fieles les lleva a una conversión continua y a un armónico testimonio apostólico»

       El magisterio de la Iglesia, a través de la Congregación para la doctrina de la fe, reconoce explícitamente que, la oración bíblica debe ser considerada como prototipo para una oración auténticamente cristiana y como criterio para valorar cualquier modo de orar, que pretenda presentarse como tal. El documento alude a la multiplicidad de modos posibles de oración cristiana: «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración en la variedad y riqueza de oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre que Jesucristo ha dicho ser. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará pues conducir, no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu santo que le guía, a través de Cristo, al Padre»’4.

       Los cristianos saben ahora, de modo especial, que la Escritura les pone en contacto con Dios. Como dice Jesucristo, «son bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28).

       La oración, sobre todo cuando uno se encuentra triste o abatido, es la mejor ofrenda de nuestro tiempo, de ese tiempo que parece que no pasa, y que hay que ofrecérselo al Señor. Es el mejor homenaje. Esto es todavía más importante en nuestros días, donde no siempre se valora la gratuidad.

       «La oración es una experiencia de gratuidad. Ese acto ‘ocioso’, ese tiempo ‘desperdiciado’ nos recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil. Dios no es de este mundo. La gratuidad de su don, creadora de necesidades profundas, nos libera... de toda alienación»’5.

       Para orar, hay que pedir la sabiduría, como lo hace Salomón: «Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los santos cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable» (Sab 9, 1.10). Vamos a usar el capítulo siete de este libro sagrado, pues nos va a ayudar haciéndonos amigos de Dios: «Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... No la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y a la belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en sus manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso, benéfico... Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando...» (7, 7-30).

       La oración no es un instrumento psicológico para tranquilizarnos, ni tampoco un mero remedio para neutralizar nuestras frustraciones, ni la panacea para salir de las depresiones.

       La verdadera oración no es una huida, ni un refugio para solazarnos; presupone una conversión interior. La paz psicológica y la paz de Jesucristo pueden coincidir, pero no son equivalentes. La oración tampoco es para conseguir gustos interiores, experiencias agradables. No siempre el encuentro con Dios es una experiencia sensible. Puede suceder eso, y entonces, en frase de santa Teresa: «miel sobre hojuelas», pero la oración no aparta al alma de la lucha diaria.

       Cuando la Biblia habla del encuentro con Dios de algunas personas, siempre menciona las cosas a las que han tenido que renunciar, sacrificios que han tenido que realizar, o tareas, las más de la veces desagradables, que han llevado a cabo. ¡Cuánto le cuesta a Moisés la misión que Yahvé le impone de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto!

       Y ¡cómo tiene que luchar Jeremías contra Dios porque ha sido más fuerte que él, porque le ha vencido y se ha hecho la irrisión y la burla de todo el mundo! (20, 7).

Al encontrarnos con Jesús en la oración, hemos de escuchar su voz y estar dispuestos a realizar lo que nos pida, aunque nos cueste o nos desagrade, como le anuncia a Pedro para cuando sea viejo (Jn 21, 18).

Testimonios de almas de oración

       Lo principal para ser alma de oración es orar, es ponerse a orar. El dedicar ese tiempo especial para hacerlo es lo que más cuesta a los sacerdotes y a muchos cristianos. Siempre hay algo que hacer, siempre hay urgencias inevitables que hemos de realizar. A veces, a las religiosas les digo que no alaben a los sacerdotes por sus muchos trabajos apostólicos sino porque saben que son almas de oración, que son capaces de dedicar cada día una hora o dos, a Jesús, estando en intimidad con él.

       Carlos de Foucauld ha escrito que «orar es pensar en Jesús amándole. Cuanto más se ama, mejor se ora. La oración es la atención del alma fija amorosamente en Cristo y cuanto más amorosa es la atención, mejor es la oración»’6.

       La madre Teresa de Calcuta nos ha regalado lo que ella llama sus «tarjetas de visita» y que manifiestan su alma orante, entregada al servicio de los más desfavorecidos y nos ensefian su metodología que se compone de seis pasos esenciales:

«El fruto del silencio es la oración.

El fruto de la oración es la fe.

El fruto de la fe es el amor.

El fruto del amor es el servicio.

El fruto del servicio es la paz»’7.

       Para santa Teresa de Jesús «la oración mental no es otra co Sa, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama»’8. La oración es siempre un diálogo de amor entre Dios y el hombre. Santa Teresa la reducía a un encuentro de miradas. La mirada es la revelación del corazón, de sus deseos, de sus entregas, de su intimidad, de su amor. «No os pido, escribe, que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones en vuestro entendimiento; no quiero más de que le miréis»’9. «No está la cosa, añade, en pensar mucho, sino en amar mucho, y así lo que más os despertare a amar, eso haced»20.

       Y para san Juan de la Cruz la verdadera oración es sólo la contemplación que supone recogimiento inicial y teologal, noticia amorosa de Dios y unión transfonnante.

       El cura de Ars describe deliciosamente qué es la oración: «La oración no es otra cosa que la unión con Dios. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra pobre comprensión.

       La oración es una degustación anticipada del cielo; hace que una parte del paraíso baje a nosotros. Nunca nos deja sin dulzura. Es como una miel que se derrama sobre el alma y la endulza del todo. En la oración hecha debidamente se funden las penas como la nieve ante el sol»2’.

       Pablo VI escribía: «No olvidéis el testimonio de la historia: la fidelidad a la oración o el descuido de la misma son el paradigma de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa»22.

       Y Juan Pablo II pide que «no se deje de dedicar con renovada convicción un tiempo suficientemente largo a la oración ante el Señor para manifestarle nuestro amor y sobre todo para sentirse amados por él»23.

       Ante las dificultades para discernir la auténtica oración, hoy se propone el criterio de la eficacia. La oración ha de producir una conducta de amor y de servicio al prójimo. Si la oración no produce obras de virtud, hay que dudar de que sea verdadera; es decir, hay que llegar a ser contemplativos en la acción.

       No se puede comprender una vida contemplativa que no tenga relación directa e inmediata con el compromiso. La oración siempre desemboca en el compromiso, como escribió santa Teresa a sus monjas contemplativas: «En las obras y efectos de después, se conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse».

       Dedicando a Dios el tiempo necesario de oración se aprende a emplear el tiempo para escuchar, acoger y ayudar al prójimo. Y ya no falta tiempo para orar, para trabajar. El tiempo lo distribuye el apóstol según el peso de su amor.

       Los discípulos de Jesús estaban impresionados por lo que percibían en el rostro del Maestro, después de sus prolongadas oraciones. Quien ha presenciado el rostro de un gran orante, tras su intensa plegaria, puede atestiguarlo.

       El Padrenuestro es el camino a seguir, la oración que Jesucristo les enseña y que los mantendrá unidos como la nueva comunidad de salvación. Ya sabemos, pues, cómo oraba Jesús. El Padrenuestro en las tres primeras peticiones es el cardiograma de su propia oración. Ha nacido de la oración de Jesús y, por eso, es modelo de toda oración. Es la oración del cuerpo místico de Cristo, breviario de todo evangelio, resumen de la Escritura, símbolo de la gratuidad de la gracia.

       Jesús rezaba, oraba, y sabemos cómo. Pero, ¿reza el Padre bueno de los cielos? Martín Descalzo se preguntaba ¿cómo podría ser el «Padrenuestro» de Dios? ¿de qué tipo podría ser la oración con la que Dios contesta cada vez que los ojos de los hombres se alzan al cielo y ponen en sus labios —millones de veces en el planeta— esas dos palabras milagrosas: Padre nuestro?

       Y pienso que esa oración podría ser algo parecido a ésta: «Hijo mío que estás en la tierra, preocupado, solitario, tentado; yo conozco perfectamente tu nombre y lo pronuncio como santificándolo, porque te amo. No, no estás solo, sino habitado por mí, y juntos construimos este reino del que tú vas a ser el heredero. Me gusta que hagas mi voluntad porque mi voluntad es que tú seas feliz, ya que la gloria de Dios es el hombre viviente. Cuenta siempre conmigo y tendrás el pan para hoy, no te preocupes, sólo te pido que sepas compartirlo con tus hermanos. Sabes que perdono todas tus ofensas, antes incluso que las cometas, por eso te pido que hagas lo mismo con los que a ti te ofenden. Para que nunca caigas en la tentación, cógete fuerte de mi mano y yo te libraré del mal, pobre y querido hijo mío».

       ¿Es así? ¿no es así? ¿quién puede saber los pensamientos de Dios? Realmente lo único que sabemos de él es lo que él mismo ha querido decirnos. Y, en la Biblia, nos ha explicado de mil maneras que él nos ama mucho más de lo que podemos sospechar; que él quiere a los hombres más que la gallina a sus polluelos; que una madre puede llegar a traicionar a sus hijos, pero que él jamás traicionará ni abandonará a los suyos; que él cuida con amor hasta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza.

       Para ser almas de oración, como Jesucristo nos enseña, hay que hablar con Dios y no solamente hablar de Dios. «Quien evangeliza sin rezar, terminará por no evangelizar. No sólo olvida cargar sus baterías, lo que hace es hundirse en la hipocresía. ¿Cómo podrá hablar de alguien como de una persona viva y viviente, si no se dirige nunca a él? Quien dice de Dios él, sin jamás decir tú, está olvidando poco a poco los rasgos del rostro de Dios. Llegará pronto el día, en que Dios no será más que una idea y, enseguida, una palabra solamente. Lo que sucede es que ya desde el principio hay un fallo de lógica. Es imposible hablar  de un Dios a quien no se habla jamás.  La idea de Dios, separada del diálogo con él, no se concreta incluso si la rodeamos de múltiples acciones a nivel temporal. La vivencia de la evangelización no lleva consigo únicamente el acercamiento entre los hombres, implica al mismo tiempo el diálogo con Dios»24.

       Ahora vamos a trasladarnos de la «gruta mística» al hogar de una familia cristiana, relatando un hecho que hace bien el escucharlo, pues se trata de una experiencia de oración, de la presencia de encarnación de lo divino en el tiempo, tal como la vivió el padre Duval a sus seis años y tal como él lo describe:

       «En casa, nada de piedad expansiva y solemne; sólo cada día el rezo del rosario en común, pero es algo que recuerdo claramente y lo recordaré mientras viva... Yo iba aprendiendo que hace falta hablar con Dios despacio, seria y delicadamente. Es curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre. El, que por sus trabajos en el campo o por el acarreo de madera siempre estaba cansado, que no se avergonzaba de manifestarlo al volver a casa, después de cenar se arrodillaba, los codos sobre la silla, la frente entre sus manos, sin mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin toser, sin impacientarse. Y yo pensaba: Mi padre, que es tan valiente es insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con Dios! Debe ser muy grande Dios para que mi padre se arrodille ante él y también muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse de ropa.

       En cambio, a mi madre, nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba en medio, el más pequeño en sus brazos, su vestido negro hasta los tacones, sus hermosos cabellos caídos sobre el cuello, y todos nosotros a su alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta a cabo, sin perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más curioso es que no paraba de mirarnos, uno tras Otro, una mirada para uno, más larga para los pequeños. Nos miraba, pero no decía nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o hablasen en voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato volcase algún puchero. Y yo pensaba: Debe ser sencillo Dios cuando se le puede hablar teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe ser una persona muy importante para que mi madre no haga caso ni del gato ni de la tormenta. Lasmanos de mi padre, los labios de mi madre me enseñaron de Dios más que mi catecismo»25.

17ª.   EL ESPÍRITU SANTO

“Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo yfortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé”(Is 11, 2).

       ¿Quién es el Espíritu santo? No lo conocemos como al Hijo o al Padre. Al Hijo le conocemos bien porque se hizo hombre, porque asumió la condición humana, porque tuvo una historia como la nuestra. Sus palabras, sus obras y sus gestos nos desvelan su persona.

       También conocemos al Padre, que se revela en el Hijo. «Quien me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14, 8), afirma Jesús, porque él es el rostro visible del Dios invisible. Sólo en él se revela Dios, poderoso y pobre (Is 53, 4; Mt 8, 17).

       El Espíritu no tiene un rostro, ni un nombre capaz de evocar una figura humana.

       El Espíritu santo se manifiesta en nosotros por sus efectos, por su acción, ya que nos da a conocer al Padre y al Hijo. El Espíritu proyecta luz sobre Jesucristo y lo da a conocer. San Pablo afirma que Cristo «es el misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado por el Espíritu santo a sus apóstoles y profetas» (Ef 3, 5). Tampoco se puede confesar que Jesús es el Señor sino en el mismo Espíritu (1 Cor 12, 3). Es como la luz que no se puede ver, pero gracias a ella vemos.

       Si dividimos la historia de la salvación, en tres grandes etapas, la primera es la del Padre, la segunda es la de Jesucristo, que es el centro de la historia, y la tercera es la del Espíritu santo, que es el tiempo de la Iglesia.

       El Espíritu santo es como el viento que sopla donde y como quiere y no se sabe de dónde viene (Jn 3, 8). Pero existen sus efectos que son maravillosos.

En la inauguración de la conferencia ecuménica de Uppsala (Suecia), el metropolita ortodoxo de Lattaquie (Siria), bajo el lema de «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), pronunció estas densas palabras: «Sin el Espíritu santo, Dios está lejos; Cristo se encuentra en el pasado; el evangelio es letra !muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, despotismo; la misión, propaganda; el culto una evocación; y la vida cristiana, una moral de esclavos. Pero, en el Espíritu santo y en

permanente comunión con él, el cosmos queda elevado y gime en el alumbramiento del Reino; el hombre se mantiene en lucha contra la carne; Cristo resucitado está presente; el evangelio es poder y vida; la Iglesia significa comunión trinitaria; la autoridad es un servicio liberador; la misión es un nuevo pentecostés; la liturgia es memorial y anticipación y toda la vida cristiana queda deificada»1.

       Sin el Espíritu, Dios es infinita lejanía y con él es cercanía infinita, ternura y misericordia entrañable.

       Si, como decíamos, dividimos la historia de la salvación en tres grandes etapas, la primera es la del Padre, la segunda es la de Jesucristo, que es el centro de la historia, y la tercera es la del Espíritu santo, que es el tiempo de la Iglesia.

En este tiempo de la Iglesia, Jesucristo ya no está entre nosotros, como lo estaba en su vida pública. No lo podemos ver, ni contemplar, ni tocar con nuestras manos (1 Jn 1, 1). Pero está presente de otro modo, en su palabra, en la eucaristía y por su Espíritu (Mt 18, 20) y además está en los pobres-marginados (Mt 25).

       Ya estamos en el tiempo del Espíritu, arras de la salvación futura. Nuestros tiempos son su plena efusión (Ji 2, 28-32; Hech

17-21). El Espíritu renueva nuestro espíritu, pero aún no ha vencido a la carne sometida al pecado.

       La resurrección es prenda de que el Espíritu resucitará nuestros cuerpos pneumatizánclolos (1 Cor 15, 49; Col 3, 1). Pues cada uno de nosotros tiene su politeuma, su derecho de ciudadanía en el cielo, mientras esperamos la transformación de nuestro cuerpo (Flp 3, 20.21), hasta que el Espíritu que resucitó a Cristo dé vida a nuestros cuerpos mortales (Rom 8, 11).

       Esta presencia de Jesús, por medio de su Espíritu, es más importante que la presencia física. «Pero, yo os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, mas, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama Abba-Padre, que nos hace hijos de Dios (Gál 4, 6; Rom 8, 16). Esa acción del Espíritu es la que prolonga la presencia de Jesucristo en la Iglesia.

       Toda la vida cristiana se desarrolla bajo la acción del Espíritu. Para la oración, fundamental en la vida cristiana, es necesario el Espíritu. Sólo él nos enseña a orar. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables y el que escruta los corazones conoce cuál es la intención del Espíritu y que su intercesión por los santos es como Dios quiere» (Rom 8, 26.27).

       La presencia del Espíritu en el cristiano es la que le hace orar con las disposiciones del Hijo. Es más, no se limita a enseñarnos cómo hemos de orar, sino que ora con nosotros. No nos da una ley de oración, sino la gracia de la oración. Nos arranca de nuestro corazón la oración hipócrita como Jesús dijo a los fariseos (Mt 15, 7.8) citando un pasaje de Isaías (29, 13); nos hace hombres nuevos, en los que el Espíritu ama la verdad en lo íntimo del ser, la sinceridad del corazón (Sal 51, 8).

       El Abba-Padre es el principio de esa oración en el Espíritu (Ef 6, 18). Ese grito es de Jesús, del que ora en nosotros, a través del Espíritu.

       El Espíritu no puede llamar a Dios Padre, pues él no es el engendrado, sino el que procede y, por eso, uno de los ascetas de la antigüedad, Diadoco de Fótice decía que «el Espíritu santo es como una madre que enseña a su propio hijo a decir papá y repite ese nombre con él, hasta que lo acostumbra a llamar al padre incluso en el sueño».

       En estos ejercicios vamos a pedir al Espíritu santo que nos haga sentirnos hijos de Dios. Las almas que lo consiguen han obtenido el gran regalo y sienten como una luz nueva que las envuelve, una experiencia gozosa que les enternece al saborear que Dios es su Padre y, como antes dijimos, la realidad de esta filiación divina ha sido el arranque, el origen de muchas vidas de santos.

       Señor, necesitamos de tu Espíritu, de aquella fuerza divina que daba vida en la primera creación, y que como el ángel Gabriel dice a María, que el Espíritu santo descienda sobre nosotros, «como el Espíritu creador de Yahvé que aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gén 1, 2) y que la virtud del Altísimo nos cubra con su sombra, «como la nube, la gloria de Yahvé, cubriendo la tienda de la reunión, llenando la morada» (Ex 40, 34).

       Esta acción del Espíritu producirá en cada uno de nosotros la criatura nueva, y no sólo nos dará fuerzas, sino que nos dotará de una nueva personalidad. Y nos «revestiremos del hombre nuevo, el creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24).

       La vida cristiana que es la nueva existencia o mejor la nueva creación, es obra del Espíritu (Jn 6, 63; Gál 5, 5). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también conforme al Espíritu» (Gál 5, 25), como exige san Pablo en esta exhortación.

       Según el concilio Vaticano II, siguiendo la comparación hecha por los santos Padres, el Espíritu santo es como el alma de la Iglesia. El Espíritu de Yahvé en el antiguo testamento, el que fecundó la masa informe de la que surgió la obra de la creación es el Espíritu santo que se comunicaba a las personas que Dios escogía para llevar a cabo una misión en el pueblo de Israel, es aquella fuerza divina que ha transformado a tantos hombres haciéndoles capaces de gestos y vidas extraordinarias. Los jueces de Israel, sin poder poner resistencia, sencillos hijos de aldeanos, Sansón, Gedeón, Saúl, David..., fueron cambiados brusca y totalmente. No sólo tuvieron la capacidad de gestos excepcionales sino que se vieron dotados de una nueva personalidad, se sintieron con ánimo y fuerza para realizar la difícil misión de liberar a su pueblo (Ex 15, 11; 35, 31; Jue 3, 10; 6, 34; 11, 29; 14, 6; Is 11, 2; Jer 20, 7).

       El mismo Espíritu que después transformará a los débiles pescadores de Galilea en las columnas de la Iglesia, en apóstoles que, con el holocausto de su vida, darán el supremo testimonio de amor por los hermanos.

       Ese mismo Espíritu que en estos días privilegiados hará de cada ejercitante una persona buena, santa, capacitándonos para realizar la difícil misión de hermosear el rostro de la Iglesia, pues él es quien nos mueve a superar todo egoísmo y nos lleva a la perfección en el amor a Dios y al hombre.

       A estos días privilegiados, los llamamos ejercicios espirituales en referencia directa al Espíritu santo, ya que él es el protagonista de los mismos. No se llaman espirituales porque en ellos ejercitamos nuestras facultades superiores: pensar, meditar..., sino que, como dice san Ignacio, «por este nombre de ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mentalmente y de otras espirituales operaciones. Porque así como el pasear, el caminar y correr son exercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios espirituales»2.

       El Espíritu santo es el que ejercita, guía, conduce, enseña, transforma. Nosotros hemos de dejarnos ejercitar por él. «Todos los que son guiados por el espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rom 8, 14).

       El Espíritu santo nos hace sentirnos hijos de Dios: «El es el que se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16). Esta acción del Espíritu se realiza, a veces, de forma repentina. En ejercicios espirituales hay momentos en que miro el reloj y digo la hora exacta para subrayar ese momento en que nuestra alma es inundada con la luz nueva del Espíritu y es entonces cuando su acción nos revela de modo nuevo que Dios es nuestro Padre. En ese instante es cuando sentimos la experiencia de la paternidad de Dios. Esa experiencia enternece nuestro corazón y aparece en nosotros una gran confianza y una ternura jamás experimentada.

       El Espíritu santo, más que un simple maestro interior, es el principio de una vida propiamente divina. Es el director de estos días de ejercicios si queremos que merezcan el calificativo de espirituales.

       Nuestra actitud fundamental será facilitar su acción, dejarle hacer y actuar, siéndole dóciles para que, como decimos en la oración litúrgica, «sintamos rectamente con el mismo Espíritu y gocemos siempre de su consuelo».

       El Espíritu no se puede comprar, como quería hacer Simón el Mago (Hech 8, 18), sino que es un don que se regala para el servicio de los demás. Este don no lo podemos comprar ni exigir, ni merecer; este don es la persona misma del Espíritu santo. Ha de ser acogido como un don, que nunca podemos apropiárnoslo o disponer de él. Puesto que es el Espíritu del Padre y del Hijo, lo único que podemos hacer es aceptar que dirija nuestra existencia y nuestra vida. Acoger el Espíritu implica un vaciarse de nosotros, un dejarle ser mi yo más profundo; que él sea el que hable en nosotros, el que actúe en nosotros, como afirma san Pablo (Gál 2, 20; Flp 1, 21...). Es necesaria una apertura incondicional de nuestro ser al Espíritu del Señor Jesús. Hay que dar pasos decisivos para que él dirija nuestra vida.

       El don del Espíritu se nos da para conducirnos a Cristo, para configurarnos con él. para llevarnos a la plenitud de la verdad (Jn 16, 13), a la verdad que es Jesús (Jn 14, 6), para ser sus testigos, los testigos de la verdad.

       Se nos concede siempre, en cada momento, y por eso hay que pedirlo incesantemente, dejando actuar a Dios, que lo da cuando quiere y como quiere. Esto exige del cristiano la disponibilidad, el sacrificio del propio yo y aceptar el riesgo de vivir a la intemperie, dejándonos conducir por el Espíritu para que disponga nuestro futuro.

       En la primitiva comunidad cristiana es el Espíritu el que manda lo que se ha de hacer: a Pedro le dice «ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja al momento y vete con ellos, sin vacilar» (Hech 10, 19.20) y lo lanza a evangelizar a los paganos. El mismo Espíritu que está permanentemente actuando, a Pablo le impide realizar sus proyectos y le marca Otro camino a seguir (Hech 16, 7-10). Es natural que el camino a seguir sea el mismo que anduvo Jesús, camino de sufrimiento, de persecución y de lucha. En el discurso-despedida del apóstol a los presbíteros de la Iglesia de Efeso, les dice: «Como forzado, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones» (Hech 20, 22.23).

       San Pablo, el modelo de apóstoles, es esencialmente un hombre «atado de pies y manos por el Espíritu». Lo que es verdad en Pablo debe aplicarse también a todos los cristianos comprometidos.

       Sólo se es fiel en la medida en que se descubren los caminos del Espíritu santo y se siguen. Nuestra primera actividad será estar a la escucha para colaborar con él. De este modo, al ser conducidos por el Espíritu, nos vamos haciendo los verdaderos discípulos del Señor.

Papel del Espíritu en la transmisión de las palabras de Jesús

       Una pregunta importante hay que hacerse acerca de la acción del Espíritu santo en la transmisión de la buena nueva. ¿Cuál es la acción del Espíritu santo cuando los evangelistas refieren hechos y dichos del Señor? «Sólo el Espíritu es el que da vida; las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6, 63) y, sin él, la misma Sagrada Escritura, sería letra muerta (2 Cor 3, 6). El Espíritu que anima la palabra de Dios nos descubre su significado más profundo.

       Ante esta maravillosa realidad, se podría formular este interrogante: ¿Acaso esta acción del Espíritu, esta fe pospascual, deformó la doctrina de Jesús, su figura, sus palabras? Lo digo, pues el método de la historia de las formas ha hablado de la inasequibilidad de la doctrina de Jesucristo; niega el paso del Cristo de la fe al Jesús de la historia. Pero, ya la instrucción de la Pontificia comisión bíblica rechazó tal suposición: «No hay razón para negar que lo que en realidad hizo y dijo el Señor, los apóstoles lo trasmitieron a sus oyentes con una inteligencia más plena que la que ellos mismos habían gozado, instruidos por los sucesos gloriosos de Cristo y guiados por la luz del Espíritu de la verdad».

       Lo que en la vida de Jesucristo estaba, a veces, oscuro o no plenamente entendido, los apóstoles lo predicaron, no con la mayor fidelidad posible, es decir, con aquella misma oscuridad que ellos pudieron sentir al escucharlo por primera vez, sino interpretado con una nueva inteligencia, con la luz pascual y de pentecostés.

En la última cena (Jn 16, 12-14), al final de su vida, cuando ya no le queda tiempo para adoctrinar a sus discípulos, afirma que no les ha dicho las cosas más importantes. «Aun tengo que deciros muchas cosas». ¿Por qué no se las ha dicho antes? «Porque no pueden comprenderlo todo ahora». ¿Se las dirá, tal vez, en aquellos momentos en que convive con ellos y discurren entre la resurrección y la ascensión? No están preparados aún. El mismo día de la ascensión continúan los discípulos con la misma mentalidad de antaño: «,Señor, es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hech 1, 6). No es todavía momento oportuno de decirles esas muchas cosas. Jesús decidirá cuándo y cómo se las dirá: «Cuando haya venido el Espíritu santo Paráclito, que os enviará el Padre en mi nombre, os enseñará todas esas cosas, y os sugerirá —os hará recordar— todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).

       En el primer texto (16, 12-14), la actividad del Espíritu santo se traduce por anaggellein, y en el segundo (14, 26) por hypomnesein. Pero un examen más detenido muestra que anaggellein, traducido comúnmente por anunciar, es en literatura apocalíptica, sobre todo en Daniel, un término técnico que equivale a «explicar», «interpretar» algo oscuro, por ejemplo un sueño misterioso, una profecía difícil de entender y también que hypomnesein no significa simplemente actualizar el recuerdo de algo pasado, sino además «explicar», «interpretar».

       El Espíritu da testimonio de Jesús al recordar sus palabras. Es sabido que el tema del recuerdo alude al desvelamiento de las palabras y hechos de Jesús, descubriendo en ellos toda su dimensión teológica. Esta dimensión total se ha logrado por la reflexión de la comunidad bajo la acción del Espíritu. No solamente eso, sino que el Espíritu recuerda las palabras de Jesús a la comunidad, las actualiza y aplica a la nueva situación en que la comunidad vive, para que, desde ellas, resuelvan los nuevos problemas planteados.

       Esta es la actividad del Espíritu santo, quien no hablará de su parte, ni pronunciará palabras suyas, sino de Jesucristo. Esto queda patente leyendo Jn 2, 18-22: «Los judíos tomaron la palabra y le dijeron: ¿Qué señal das para obrar así? Respondió Jesús y dijo: destruid este templo y en tres días lo levantaré. Replicaron los judíos: cuarenta y seis años se han empleado para construir este templo y ¿tu vas a levantarlo en tres días?». Estas palabras pronunciadas entonces, en aquel templo que acababa de purificar, tenían un único sentido y nadie podía entender otra cosa: se tenían que referir al templo de piedra, reconstruido por Herodes. Sin embargo, el evangelista añade: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto y creyeron en la Escritura y en la palabra de Jesús». Estas tres últimas líneas nos muestran, de manera fehaciente la distancia que puede haber entre las palabras históricas de Jesús y la inteligencia pospascual de los apóstoles.

       Todas esas «muchas cosas», las más importantes, están en el nuevo testamento, que transmite fielmente los hechos y los dichos de Jesucristo, interpretados a la luz de la resurrección y del Espíritu. Esta tradición interpretativa nos ofrece una imagen que responde más plenamente a la realidad que la mera historia de lo que aconteció. Esta tradición interpretativa es historia, aunque no en sentido moderno y occidental.

El evangelista interpreta los hechos y las palabras de Jesús, no de manera que primero narre el suceso con rigurosa fidelidad cronística, y después añada la interpretación (como, por excepción, sucede en Jn 2, 22), sino que la interpretación de los hechos, o actualización de la doctrina de Jesús, es dada ya en el mismo momento en que se narra el suceso, o se citan las palabras. Alguna vez los dichos del Señor se relatan poniendo ya la explicación en boca del mismo. Esto lo tenemos en Mt 12, 38- 40: «A esta generación malvada y adúltera se le dará la señal de Jonás el profeta». Pero aquí —compárese este texto con el paralelo de Lc 11, 29.30— se da la interpretación de esta profecía enigmática de Jesús, y se pone dicha interpretación en los labios del Maestro: «Así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el vientre de la tierra». Interpretación que falta en Lucas y que supone en Mateo el desarrollo pospascual de aquella oscura profecía. La verdadera profecía es oscura y sólo se puede entender plenamente a la luz de su cumplimiento. Aquí se trata de una verdadera profecía de Jesucristo; pero su inteligencia por los apóstoles se obtuvo después de la resurrec- ción del Señor. No importa que Mateo ponga la interpretación

ya en los labios de Jesús. Es verdad que esto puede no agradar- nos a nosotros, pero hay que tener en cuenta el modo de redactar de Mateo y la luz de la resurrección, el papel del Espíritu santo y su acción en la transmisión de las palabras de Jesús.

       Varias veces se ha subrayado el papel del Espíritu en la transmisión del evangelio. Jesús había dicho: «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre y que yo os enviaré de junto al Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26), «El recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (16, 14). Cuando venga el Espíritu, Jesús seguirá hablando a través de él, y ya no hablará en parábolas, sino del Padre con toda claridad (16, 25). ¿Cuándo sucederá? Se habla del futuro. Estamos en la última cena, en el momento final de la vida terrena de Jesús, próximo a su muerte, y sin tiempo para revelarles nada. Este futuro tampoco alude a la vida del cielo, cuando tendremos la , posesión de todo y no necesitaremos de revelación alguna. Estas \j palabras se refieren a todo el tiempo después de pentecostés, al JI tiempo de la Iglesia, cuando el Espíritu guíe a los cristianos a! la verdad completa (16, 13) para que conozcan lo que realment& aconteció. Será el mismo Jesús quien después de la resurrección y venida del Espíritu santo continuará revelando al Padre.

       El Espíritu santo es la luz que nos ayuda a leer e interpretar de manera siempre nueva y profunda la palabra de Dios. Lo afirma san Ireneo cuando escribe que «la verdad revelada es como un licor precioso contenido en un vaso valioso; por obra del Espíritu santo se rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también

el vaso que lo contiene»3.

       La doctrina del cuarto evangelio acerca del Espíritu para renovar a la Iglesia a través de la Escritura, coincide con la de sa& Pablo cuando afirma que «Cristo Jesús es el misterio que ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). Sólo «en el Espíritu santo se puede proclamar que Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3).

El Espíritu nos hace criaturas nuevas

       El profeta Isaías, al anunciar la venida del Mesías, dice que el Espíritu del Señor reposará sobre él, «espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yahvé» (11, 2). El texto hebreo no menciona el don de piedad, pero sí los LXX y la Vulgata.

       Nosotros, por haber sido incorporados a Cristo en el bautismo, participamos de esos mismos dones.

       En la tradición rabínica se suele atribuir a Salomón el don de sabiduría y de entendimiento. El de consejo y fortaleza a David; y el don de ciencia y de temor a Abrahán, Isaac y Jacob.

       El Espíritu es un don que no se pude adquirir con nuestras propias fuerzas. Será Yahvé quien lo enviará sobre toda la tierra. El Señor limpiará de toda culpa cuando lave las manchas y el resto de Jerusalén será llamado santo (Is 4, 2-6). Traerá fecundidad paradisiaca y paz ubérrima. «Entonces el desierto se convertirá en vergel y el vergel se hará bosque» (Is 32, 5). «Yo derramaré agua en el suelo sediento, arroyos en lo seco; derramaré mi Espíritu sobre tu posteridad, mi bendición en tu descendencia» (Is 44, 3). Borrará el pecado y la ocasión de pecar. «Sobre

la casa de David y los habitantes de Jerusalén derramaré un espíritu de gracia y de oración» (Zac 12, 10).

       Cuando Yahvé envíe su espíritu se realizará la alianza nueva: «Pondrá su ley en ellos y la escribirá en su corazón y él será su Dios y ellos serán su pueblo» (Jer 31, 31.33), y en el profeta Ezequiel añade: «Os claré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu» (36, 26.27).

       El mismo Dios «manifestará en ellos su santidad a los ojos de las naciones» (Ez 28, 25).

       En Jl 3, 1-5 se anuncia que vendrán discípulos nuevos, que por una particular efusión del Espíritu, llevarán la ley escrita en el corazón. (San Pedro toma este texto en Hech 3, 17-21).

             En la plenitud de la revelación ya se han realizado estos efectos maravillosos que el Espíritu santo produce en los cristianos como afirma el discípulo amado, el que reposó sobre el pecho del Señor: «Todo el que permanece en él no peca. Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él y no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3, 6.9).

       Jesucristo le dice a Nicodemo: «No te maravilles de que te he dicho: es preciso nacer de arriba. El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3, 7.8). Quizá estas palabras son una de las definiciones más profundas y acabadas de lo que puede entrañar para el hombre su aventura espiritual, su caminar hacia Dios, hacia el cielo. Hay aquí todo un proyecto de vida para el ser humano.

       La acción del Espíritu parte del interior, pero ahora ya la conocéis porque permanece y está en vosotros (Jn 14, 17). Hemos visto que en el antiguo testamento se revela como una fuerza divina que transforma a las personas para hacerlas capaces de realizar obras prodigiosas. No sólo les da fuerzas, sino que las dota de una nueva personalidad. Es como el comienzo de los cielos nuevos y la tierra nueva, profetizada en Is 65, 17-25). Esto se realiza cuando el Espíritu de Yahvé dinamiza a Besalel confiriéndole habilidad, pericia y experiencia para ejecutar toda clase de trabajos haciendo la morada y el santuario (Ex 35, 31), a Gedeón para liberar a su pueblo de los madianitas (Jue 6, 14), a Saúl para profetizar y cambiarlo en otro hombre (1 Sam 10, 6), a Jeremías dándole fuerzas y energías sobre las gentes y los reinos (Jer 1, 10).

       En el nuevo testamento, los mismos apóstoles, apocados, tímidos y tristes (Emaús), después de pentecostés se muestran valientes y radiantes dando testimonio.

       También a nosotros, perplejos, cobardes, tristes, nos cambia en valientes, ardorosos y radiantes.

       Esta fuerza nueva del Espíritu pertenece al tiempo de la Iglesia. El es el dispensador de esa fuerza y se hace presente en su dádiva. Lo que Jesús fue para sus discípulos inmediatos, eso es el Espíritu santo ahora para los cristianos en la Iglesia.

San Pablo hace una extensa explicación de los dones del Espíritu y de su empleo en provecho de la Iglesia (1 Cor 12—14). Por ellos, la primitiva comunidad cristiana ejercía una fuerza de atracción, producía un tal hechizo sobre los de fuera, que en ello veían la prueba eminente de la divinidad de la Iglesia. Lo que Jesús fue para los discípulos que le seguían por los caminos de Palestina, es el Espíritu santo ahora para los cristianos.

San Lucas, evangelista del Espíritu Santo

       Pero quiero insistir, por creerlo provechoso, que ha sido san Lucas, quien a la vez que ha subrayado que Jesús es el centro del tiempo, ha puesto de manifiesto el papel del Espíritu santo tanto con referencia a Jesucristo, como a sus apóstoles, y por eso ha merecido este tercer evangelio ser llamado el evangelio del Espíritu santo. Mateo y Marcos nombran muy pocas veces al Espíritu santo y, sólo con relación a Jesús para manifestar que está en él. Ya en el evangelio de la infancia, el Espíritu santo entra y actúa en los personajes principales. Así Juan el Bautista «será lleno del Espíritu santo ya desde el seno de su madre» (1, 15).

       El espíritu profético lo llenará desde el principio como a Jeremías. La concepción virginal de Cristo es obra del Espíritu santo que desciende sobre la Virgen (1, 35). También a Isabel la llena el Espíritu santo y por eso levanta su voz y alaba a María (1, 41). Igualmente, Zacarías es lleno del Espíritu santo para profetizar (1, 67). Y del mismo Bautista se dice que crecía y se fortalecía en el Espíritu (1, 80). El anciano Simeón posee el Espíritu santo que mora sobre él (2, 25), quien le había revelado que vería al ungido del Señor (2, 26), y después lo conduce al templo para que se realizase esta revelación (2, 27).

       Lucas ha subrayado la actividad del Espíritu santo en la vida de Jesús. El mismo bautismo de Cristo será distinto del de Juan. Cristo bautizará en el Espíritu santo (3, 16). De modo visible bajará el Espíritu santo sobre Jesús en su bautismo (3, 22). Desde entonces el Espíritu dirigirá toda la vida del Señor. Lleno de él y por él es conducido al desierto (4, 1.2), y «con la fuerza del Espíritu volvió a Galilea» (4, 14) para comenzar su ministerio. Es bueno advertir que en Mc 1, 12 Jesús es movido, empujado por el Espíritu hacia el desierto, mientras en Lc 4, 1.14 camina con el Espíritu. Tanto en la predicación como en sus milagros actuará en virtud de él. En la sinagoga de Nazaret dice que el Espíritu del Señor está sobre sí, al aplicarse la profecía de Isaías (61, 1-3). Hay que advertir toda la importancia de este tema en san Lucas, que coloca este episodio, no en la mitad de la vida pública como Mateo (13, 53-58) y Marcos (6, 1-6), sino al principio, para enseñarnos que ésta va a ser la norma. Todo permanecerá sometido en Jesús al influjo y eficacia del poder del Espíritu santo. Poder y virtud que seguirán actuando en Cristo cuando obre milagros (5, 17; 6, 19; 11, 20).

       Por último hay un texto muy significativo, por estar dentro de un contexto de gozo y de alegría, tema preferido de Lucas, y que nos introduce en un himno de alegría mesiánica, donde Jesús se estremece de gozo en el Espíritu santo (10, 21-24).

       - Mas el Espíritu santo no sólo actúa en Jesús, sino también en los discípulos, aspecto que casi por completo está ausente en los otros sinópticos. «El Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu santo a los que se lo pidieren» (11, 13). Y él os enseñará en aquel momento lo que conviene decir (12, 12). Cristo subirá al cielo a cumplir lo prometido en nombre de su Padre. Les va a enviar el Espíritu, la fuerza de lo alto, para ser instrumentos eficaces en la misión que se les ha confiado, misión de testigos hasta el extremo de la tierra (24, 49).

       Pero será en los Hechos (el llamado libro del Espíritu santo) donde san Lucas, al narrar el nacimiento y la expansión de la Iglesia primitiva, indica que todo es obra del Espíritu santo (2, 1-21). De él recibirán la fuerza para ser testigos «hasta el último confín de la tierra» (1, 8). El Espíritu dirigirá incluso materialmente, geográficamente podemos decir, a los apóstoles; les impedirá o les obligará a ir a un lugar o a otro (16, 6.7). Cuando se sientan llenos de su fuerza, hablarán no sólo con libertad, sino hasta con osadía (4, 31). En este libro se pone de relieve que en la vida de la Iglesia, ya desde el principio, el protagonismo corresponde al Espíritu.

       Jesús se retiró al desierto para recibir al Espíritu y hoy nos dice a los cristianos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu santo, qu vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en tod Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1, 8) De ese modo viene a nosotros el reino de Dios recibiendo 1 fuerza del Espíritu para dar testimonio del Señor.Hoy le pedimos al Espíritu que realice en nosotros lo que hizo a los profetas y a los apóstoles y que aunque nuestro peque ser proteste, que nos obligue a proclamar aquella palabra q venía de ellos, pero que no había nacido en ellos, sino que era palabra tuya.  El amor es el primer fruto del Espíritu (Gál 5, 22) y, si amor, de nada sirven las virtudes. Pues «el amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sidi dado» (Rom 5, 5).

       Estos días hemos de escuchar el mandato de Jesús de no apartamos de Jerusalén. Si aguardamos la promesa (Hech 1, 41) perseverando en la oración (Hech 1, 14) y dedicamos largas hora consagrando a esto nuestro tiempo, cargaremos las baterías para después expandir nuestra luz y así podremos ofrecerla a los hombres.

       El Espíritu es capaz de transformarnos a nosotros y al mundo. Hay que sentir la vivencia de que podemos transformar a los demás, si nos llenamos del Espíritu que actúa especialmente a través de hombres espirituales que son los que están llenos del Espíritu de Cristo de una manera viva y constatable.

       No hemos venido aquí para aprender una teología del Espíritu santo, sino para tener un encuentro con Jesucristo y adquirir una experiencia de su Espíritu. No estamos para profundizar en una teología del mismo, sino para gustar de la experiencia de poseerlo. Los hombres no buscan solamente que les enseñemos una teología de Dios sino que necesitan y buscan en nosotros a Dios. Sólo en el silencio —la voz de Dios es delicada y suave— oímos al Espíritu que nos habla con gemidos inefables (Rom 8, 26). Tengamos ansias, grandes deseos de encontrarnos con Dios, de oír los gemidos inefables de su Espíritu.    Oremos con el salmista: «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (Sal 104, 30) y acabemos esta meditación con esta impresionante plegaria litúrgica:

«Ven, Espíritu divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

 

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.Amén».

18ª.  LA EUCARISTÍA

“Porque recibí del Señor lo que os he trasmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío. Así mismo también la copa después de cenar diciendo: esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga”(1 Cor 11, 23-26).

       La última cena, en la que se instituye la eucaristía, significa, en la tradición sinóptica, la inauguración de la nueva alianza por Jesús.

       En los ejercicios espirituales, la eucaristía es una contempla ción fundamental y por eso como fruto de esta meditación hay que pedir al Espíritu santo que nos introduzca en el misterio del amor de Dios, en un nuevo estadio de la vida cristiana, en el amor a Jesucristo por sí mismo. Es, en la eucaristía, donde nos admite a una relación totalmente nueva con él: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos» (Jn 15, 15). Y, como la eucaristía es un sacrificio, es aquí donde mejor se puede comprender la frase del Señor: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

       El concilio Vaticano II enseña que la eucaristía es el sacramento de la divinización y cristificación del mundo: «El mismo Señor que nos revela que Dios es amor (1 Jn 4, 8.16), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento del amor, dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos, en la cena de la comunión fraterna y pregustacjt5n del banquete celestial».

       Vamos a dar pasos, siguiendo el progreso de la revelación, desde las bendiciones, sacrificios y holocaustos de la antigua alianza, para llegar a la plenitud, al culmen de todos ellos, realizados en la última cena, en la eucaristía.

       Para comenzar, nos vamos a servir de la luz que nos presta el texto del profeta Malaquías (1, 11). En contraposición de los sacrificios mezquinos ofrecidos en el templo de Jerusalén, el profeta anuncia «que en todo lugar, desde la salida del sol hasta el ocaso, se ofrecerá un nuevo sacrificio de incienso y una oblación pura».

       Son muy diversas las interpretaciones que se han dado a este versículo. Sólo me voy a fijar en la interpretación mesiánica, que ya se contiene en el primer catecismo cristiano, que glosando - Mal 1, 11 dice: «Este sacrificio, la eucaristía, es aquél del que habló Dios diciendo, que en todo lugar y tiempo se me ofrezca un sacrificio puro».

       Después del abandono del culto judío, la realización plena de este vaticinio, se encuentra en el sacrificio eucarístico y de adoración, «en espíritu y en verdad», como dice Jesús a la samaritana (Jn 4, 24). Así lo han interpretado los santos Padres, san Justino3, san Ireneo4, san Juan Crisóstomo5...

       Se confirma ser ésta la tradición de la Iglesia, en el uso que de este vaticinio hace el concilio de Trento6 y el concilio Vaticano II, quien enseña «que es propio del sacerdote el consumar la edificación del cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta», y cita la profecía de Mal 1, 11.

       Los sacrificios en el antiguo testamento

Reflexionemos acerca de las bendiciones y sacrificios del antiguo testamento, pues eso nos puede ayudar a comprender el clima religioso en el que crece Jesús.

Uno de los textos más antiguos y que aparece fuera del contexto cultual es la oración-bendición del siervo de Abrahán: «Se postró el hombre y adoró a Yahvé diciendo: bendito sea Yahvé, el Dios de mi señor Abrahán que no ha retirado su favor para mi señor» (Gén 24, 26.27).

       Otro texto todavía más clarificador es el que relata el encuentro de Abrahán con Melquisedec, rey de Salem. «Este le presentó pan y vino pues era sacerdote del Dios altísimo y le bendijo diciendo: Que el Dios altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abrán. Bendito sea el Dios altísimo que entregó a tus enemigos en tus manos. Y Abrán diole el diezmo de todo» (Gén 14, 19.20). Aquí ya se insinúa el contexto cúltico por ser Melquisedec sacerdote, por la ofrenda del pan y del vino y porque Abrán le entrega el diezmo de todo.

       Y todavía cito un tercer texto en el que ya hay bendición, banquete y sacrificio: «Jetró dijo a Moisés: Bendito sea Yahvé que os ha librado de los egipcios y ha salvado al pueblo de su poder. Después Jetró, sacerdote, ofreció un holocausto y sacrificios a Dios, y Aarón y todos los ancianos de Israel fueron a comer con el suegro de Moisés en presencia de Dios» (Ex 18, 10.12).

       Verdaderamente que los sacrificios del antiguo testamento son una prefiguración de la eucaristía. La dimensión principal de la misa es el sacrificio y los ritos del sacrificio que aparecen, a través del antiguo testamento, acaban confluyendo en ella.

       Yahvé dice a Moisés que vaya al rey de Egipto y le diga: «Permite que vayamos camino de tres días al desierto para ofrecer sacrificios a Yahvé nuestro Dios» (Ex 3, 18).

       El sacrifico de un animal era el usual entre los pueblos nómadas. Se inmolaba un macho, carnero o cabrito. Parece que no se sacrificaban corderos. Lo de cordero pascual, que decimos nosotros, puede venir del texto de Jn 1, 29, que es una alusión a Is 53, 7. El animal se había de desangrar completamente con el uso de un cuchillo.

       La pascua se solía celebrar en familia, en el lugar en el que vivían, aunque ya en el Dt 16, 5.6 se impone la obligación de peregrinar a Jerusalén para celebrarla allí.

«La carne la comerán asada al fuego, no cruda ni cocida, y con ácimos, pan sin levadura y con hierbas amargas. Lo habéis de comer deprisa, ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, el bastón en vuestra mano» (Ex 12, 8-11). Todas estas prescripciones no se han observado siempre, pero los samaritanos todavía las cumplen en nuestros días. Los judíos, ya en tiempo de Jesús, la comían sentados, echados. Como los israelitas tuvieron que salir tan deprisa de Egipto, no pudieron preparar el pan fermentado, y por eso se prescribe comerlo sin levadura. Las hierbas amargas son las propias del desierto, con las que los beduinos condimentan sus comidas y aquí puede hacer alusión a la vida amarga que les proporcionaban los egipcios.

       La fiesta de pascua se celebraba durante la luna llena de primavera, en el mes de Nisán; es la noche de mayor claridad. Se llama pascua (Ex 12, 12) del hebreo pesah, pasar, saltar, y que se aplica a la salida de Egipto.

       Para el israelita las fiestas no son conmemorativas, sino efectivas; esta doctrina ya la hemos reflexionado en profundidad en el capitulo primero. El judío, cada mes de Nisán, actualiza la salida de Egipto, celebra su pascua, como si él mismo pasase de la esclavitud a la libertad: «El hombre de toda generación está obligado a considerarse como si él mismo hubiese salido de Egipto y llegase a una tierra que mana leche y miel. Por eso, todos están obligados a dar gracias a Yahvé por nuestros padres, y por nosotros, que nos ha liberado de la esclavitud y de la aflicción y nos ha llevado a la libertad y a la alegría»8.

       Lo esencial del sacrificio pascual es la inmolación del animal; se divide en tres partes, una dedicada a Yahvé, otra para el sacerdote y una tercera parte para el oferente.

       La sangre, donde está la vida, pertenece sólo a Dios; no la puede comer el hombre (Lev 3, 17; 19, 26). La sangre con la grasa se ofrece a Dios. El pecho y la pata derecha son para el sacerdote. El resto es para el que la ofrece, que la ha de comer con toda su familia en un banquete festivo.

       El banquete es una comida santa, como un comulgar con Dios (1 Cor 10, 18). Se habla de comer en presencia de Yahvé, pues el fiel come el don que ha sido consagrado a la divinidad. Yahvé es el anfitrión, no el comensal. Se trata de un sacrifico de alianza o de comunión.

       En el antiguo testamento existen también otras clases de sacrificios: el de holocausto en el que toda la víctima —excepto la sangre— es quemada. El holocausto es la ofrenda por excelencia, el sacrificio quemado, el perfume agradable a Yahvé. San Pablo a sus fieles más queridos —a los Filipenses— les dice que el subsidio, sacrificio, que ha recibido de ellos, «es un incienso perfumado, un sacrifico aceptable que agrada a Dios» (4, 18).

       Todo sacrificio, al suponer una renuncia por parte del hombre, afianza la comunión con Dios, si estaba rota o no era perfecta. El sacrificio espía el pecado y con el progreso de la revelación, en el pueblo de Israel, pasa a ocupar el primer lugar. El hombre, al ser consciente de que es pecador, de que no cumple la ley divina, siente la necesidad de una reparación y va aprendiendo que el perdón, como predican los profetas, se obtiene con un corazón contrito y humillado. Más tarde, en Is 53, 7, se describe al Siervo de Yahvé como el cordero que va a ser inmolado. De ese modo, se llega a la plenitud del nuevo testamento, a Jesús, el cordero inmolado que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). El sacrificio expiatorio tiene su culminación en Jesucristo y el sacrificio de la pascua judía llega a su plenitud en la cena pascual de Jesús, en su banquete eucarístico.

Relatos de la institucion de la eucaristía

       Dos: Mc 14, 22-25 y Mt 26, 26-29 de tradición de Jerusalén. Dos: 1 Cor 11, 23-26 y Le 22, 19.20, de tradición antioquena.

       En estos relatos no hay descripción de la cena pascual. Sólo quieren mencionar lo que en ella hubo de nuevo. Nada dicen sobre los platos de la cena. Describen un hecho histórico estilizado eliminando los detalles de aquella cena festiva judía, dejando sólo lo que actualizaba la celebración litúrgica de la eucaristía y ayudaba a los fieles cristianos a los que se dirigían sus escritos.

       Del análisis de los relatos, resulta que estos no han sido tomados al pie de la letra —calcados materialmente— por los evangelistas, pero representan un suceso, el más antiguo del evangelio, anterior a los evangelios mismos. Los relatos de la institución se originan en el culto de la comunidad. Nos describen la última cena de Jesús, no de manera historiográfica, sino haciendo una simplificación a la luz y en la perspectiva de lo que tiene valor para la celebración litúrgica de la comunidad.

        El término alianza —berit, en hebreo; diaze que, en griego— laparece en los cuatro relatos en la consagración del vino. Marcos jy Mateo hablan de la sangre de la alianza, unida al pacto del Sinaí: «Esta es la sangre de la alianza que hace con vosotros Yahvé» (Ex 24, 8).

       El texto más antiguo es el de la primera Carta a los corintios, en el que Pablo hace una reflexión teológica añadiendo nueva a alianza que reclama el texto cumbre del profetismo (Jer 31, 31), y donde aparece una tendencia apologética al hablar de beber la sangre. El vocabulario no es paulino. Es casi idéntico al de Lucas. Afirma que lo ha recibido del Señor y lo escribe el año cincuenta y seis. Lo predicó el cuarenta y nueve y lo recibió antes en Antioquía hacia el año cuarenta y cinco. Llega hasta el Señor, hasta el primer decenio de la cena pascual.

       La identidad de las palabras de Jesús en la consagración del pan es perfecta. La diferencia en lo del vino es aparente: «Este (cáliz) es la (nueva) alianza en mi sangre» (1 Cor y Lc). «Este (cáliz) es mi sangre de la alianza» (Mc y Mt).

       Los verbos que utiliza san Pablo recibir y transmitir son términos correlativos a tradición. Nos quiere decir que el origen de lo que nos transmite se remonta al Señor.

En Mc 14, 24 y en Mt 26, 28 Jesús habla de la sangre derramada por muchos; pero muchos es la fórmula semita para decir todos. Esta expresión se une con la de Is 53, 12. En estos dos textos —leer especialmente Is 49, 6; 52, 14— muchos equivale a todos: Se subraya que el Siervo de Yahvé, que Jesucristo, «es la luz de todas las gentes, para que su salvación alcance hasta los confines de la tierra». El Señor, al hablar de su sangre derramada por todos, identifica su muerte expiatoria con la del Siervo de Yahvé que realizará «la alianza con todo el pueblo» (Is 42, 6; 49, 8).

       En Lc 22, 20, al decir «derramada por vosotros», pasa del estilo indirecto al directo y los muchos, los todos, son en aquel momento la comunidad que está presente en la eucaristía. Esa tendencia lucana se manifiesta de moso especial en las bienaventuranzas que las proclama en segunda persona del plural.

       También respecto del cáliz, mientras en Marcos dice «bebieron todos de él» (14, 23), en Mateo leemos: «Bebed todos de él» (26, 27).

       San Pablo comienza el relato: «la noche en que iba a ser entregado», que recoge el canon romano de la eucaristía. Es dar importancia a las circunstancias y al momento exacto de la institución.

       La cena del Señor (1 Cor 11, 20) o la fracción del pan (1 Cor 10, 16; Hech 20, 7) no era simplemente una fiesta conmemorativa de la muerte del Señor (1 Cor 11, 26), sino una real comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo (1 Cor 10, 16). Es una actualización del sacrificio y de la redención de Jesucristo, cuyo fruto comunica a los que en ella participan.

       El texto de san Marcos que se ha calificado de arameizante, y que precede a las palabras de Jesús, tiene una solemnidad peculiar, propia de una función cúltica. Utiliza cinco verbos seguidos: «Tomó, bendijo, partió, dio y dijo» (14, 22).

       Las palabras cuerpo y sangre deben entenderse en el sentido de la antropología semita, para la cual el hombre no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo; y paralelamente se puede hablar de »a sangre; ella es la sede de la vida (Dt 12, 23; Lev 17, 11.14) y es también la persona viviente.

       La expresión «esto es mi cuerpo», que traen en las cuatro instituciones de la eucaristía, el término cuerpo (soma en griego, guph en arameo, la lengua empleada por Jesús) no significa la parte material del hombre, sino el hombre completo, «yo mis- mo». «Esto soy yo mismo», advirtiendo que en la consagración del cáliz en san Lucas (22, 20) falta el verbo copulativo ser —estin— (en cambio se encuentra en Pablo y en los otros evangelistt y de hecho ni en arameo ni en hebreo hay cópula verbal, no se usa el verbo ser. La frase es puramente nominal y tiene más \\ fuerza en estilo semita: «Esto, yo mismo». Las palabras que nos transmiten son como un guión condensado de lo que había que hacer en la celebración de la eucaristía según la voluntad de Jesucristo.

       El mandato del Señor: «Haced esto en memoria de mí» solamente lo trae san Pablo, en la consagración del pan y del vino

(1 Cor 11, 24.25) y san Lucas en el pan (22, 19). Puede tratarse de una rúbrica para que sea cumplida, no pronunciada. Luego, en época posterior, parece que hubo necesidad de recordar este mandato del Señor y nosotros lo proclamamos en nuestras celebraciones.

       «En memoria de mí» es fórmula utilizada en el antiguo testamento, que tiene siempre por sujeto a Yahvé, a fin de que se acuerde (Edo 45, 9.11.16), y con el fin que intervenga en favor de su pueblo, según prometió desde antiguo y juró a nuestro padre Abrahán (Lc 1, 70-75).

       Los sinópticos describen la cena de la institución eucarística como la cena pascual. Según ellos Jesús instituye la eucaristía en la celebración de la cena pascual judía, la noche entre el 14 y el 15 de Nisán.

       Según el evangelio de san Juan, Cristo es crucificado la tarde inmediata anterior a esa noche (18, 28), pues los judíos no entraron en el pretorio de Pilato para no contaminarse —penetrar en la casa de un gentil constituía una impureza legal— y poder comer la pascua. El día de la preparación de la pascua, Pilato entregó a Jesús para que lo crucificaran (19, 14).

       Se han dado muchas soluciones para conciliar los datos contradictorios que dan los evangelistas. Puede ser que Jesús anticipase un día la cena pascual, como consta que hacían otros grupos de judíos. Pero los evangelistas nos han transmitido la cena pascual, descrita a la luz de la primitiva celebración de la pascua cristiana. Es la eucaristía la que ocupa el lugar del cordero pascual, que ni se nombra; ella ocupa el lugar central. El cuarto evangelio con otro orden cronológico trae la misma doctrina y confirma el mensaje teológico de los otros evangelistas.

       Juan describe que a la hora de sexta (doce del mediodía) se condena a muerte a Jesús, que carga con su cruz hasta el Calvario (19, 14-17). Mateo dice que muere a la hora de nona (tres de la tarde: 27, 45-50), y así coincide implícitamente con Juan (19, 17.18). Por la Misná sabemos que los corderos eran inmolados a las tres de la tarde. De ese modo el cuarto evangelio demuestra que Jesús es el verdadero cordero pascual inmolado por todos. Más todavía, Juan afirma que los soldados no quebraron las piernas de Jesús porque ya había muerto y lo cita como cumplimiento de la Escritura (19, 36), referido al mandato de Exodo 12, 46 respecto al cordero pascual al que no había que quebrar ningún hueso. Con estas palabras el evangelista san Juan enseña que Jesús es el verdadero cordero sacrificado para la redención de muchos, es decir, de todos. Y nosotros, gracias a esta enseñanza, penetramos en el misterio del valor del sacrificio incruento de la última cena y de su unión con el sacrificio cruento de la cruz.

Teología de la eucaristía en el cuarto evangelio

       Ahora nos vamos a introducir en el evangelio de san Juan, que es el evangelio de un contenido litúrgico más profundo y que todo él apunta a la liturgia eucarística.

Es verdad que no tiene narración de la cena pascual y nada dice de la institución de la eucaristía; pero el largo discurso de despedida (cap. 13-17) está colocado dentro de una cena en vísperas de la pascua. Como sería demasiado extenso el espigar, a través de todo su escrito, momentos en que trata de la eucaristía, me voy a fijar solamente en el capítulo sexto.

       San Juan al escribir no soma cuerpo, sino sarx carne, refleja más de cerca la expresión primigenia, traduce más exactamente el término arameo expresado por Jesús. Dice: «El pan que yo le voy a dar es mi carne para la vida del mundo» (6, 51). El pan se ha identificado con la persona de Jesús (6, 4 1.48). Los Padres más antiguos de la Iglesia al hablar de la eucaristía usan la expresión «carne» y no cuerpo; así san Ignacio de Antioquía en numerosas referencias a la eucaristía9. En la ciudad de Antioquía se pudo conservar la tradición aramea de las palabras de Jesús. También san Justino utiliza la misma terminología10.

       La vida depende de la carne y de la sangre. La palabra carne sugiere la relación entre la eucaristía y la encarnación. Fue la Palabra la que se hizo carne (Jn 1, 14). Y la palabra sangre subraya que la eucaristía es un acto sacrificial y alude a la pasión- muerte en la cruz. Con la expresión «para la vida del mundo» se enseña una absoluta universalidad, la vida es para todos. Es la carne de Jesús lo que se da «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Esta afirmación me permite hacer una digresión para saldar la deuda que el cristianismo tiene pendiente con la carne. La doctrina de Platón y el maniqueísmo hizo que se considerase a la carne como uno de los tres enemigos del alma. Eso afirmaban también nuestros catecismos. Sin embargo, el relato del Génesis presenta a Dios moldeando el barro, la carne, el cuerpo del primer hombre y cuando acaba su obra con la creación de la pareja humana, afirma que «todo era muy bueno».

       La carne, el cuerpo, son parte esencial de nuestro ser, y no se puede decir que son enemigos del hombre, son regalos del creador, un don de Dios. El enemigo es la carne y el espíritu cuando están marcados por la ley del pecado; el enemigo es «el hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias» (Ef 4, 22). Nuestra fe afirma que la palabra de Dios se hizo carne (Jn 1, 14), y Tertuliano escribía que «la carne es el gozne por donde nos viene la salvación».

       Tenemos motivos para amar nuestra «carne, nuestro cuerpo que es miembro de Cristo, templo del Espíritu» (1 Cor 6, 15.19) y regalo de Dios que un día resucitará. «Creo en la resurrección de la carne», proclama la nueva forma litúrgica de nuestro credo. A esta motivación cristológica y pneumatológica sigue otra motivación escatológica: amar nuestra carne por su destino eterno pues resucitará el último día. La pureza cristiana no se fundamenta en el desprecio del cuerpo sino en la gran estima de la dignidad. El evangelio no predica la huida de la carne sino su salvación. El cuerpo, la carne unida al alma, le acompañará en todo lo que le suceda en el futuro. El cristiano es el que más motivos tiene para conservar la carne limpia, inmaculada. Por eso, san Pablo acaba escribiendo: «Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (y. 20).

       Algunos opinan que en los versículos 53-58 tenemos una homilía sobre la eucaristía, y de ese modo podemos saber cómo los primeros cristianos proclamaban la muerte de Jesús en la celebración litúrgica de la eucaristía. En el 6, 51, san Juan que no recoge las palabras del Señor sobre el pan y el cáliz, nos ha conservado la fórmula de la institución.

       Al concluir esta meditación me voy a referir solamente a los tres efectos que la comunión produce en el cristiano, pues aunque san Juan no relata la institución de la eucaristía, nos da sobre ella la teología más profunda (Jn 6, 56-58): V. 56: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él».

       Al principio del cuarto evangelio se presenta a Jesús como el cordero que quita el pecado del mundo (1, 29); es el que da su carne en comida y para la vida del mundo (6, 51). La palabra carne que parece ser la que usó Jesús sobre el pan de la eucaristía, puede utilizarla el evangelista para combatir el docetismo del final de siglo: la espiritualización indebida de la humanidad del Señor. El que comulga mora en Cristo y Jesús en él: es el primer efecto de la comunión. El verbo menein —morar, habitar, permanecer, estar con— nos introduce en la teología de la inmanencia, propia de este evangelio. Este permanecer uno en otro, une al Padre, al Hijo y al cristiano. Lo mismo que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 14, 10.11), Jesucristo está en el cristiano, los fieles en el Padre y en el Hijo (Jn 17, 2 1.23).

       La inhabitación del Padre y del Hijo, no es algo estático, sino dinámico, y a través del Hijo va al cristiano. Este morar con el Padre y el Hijo es como el constitutivo esencial de toda la vida cristiana. Esta adhesión a Jesús, esta comunión íntima con él, cambia al cristiano, le hace vivir identificándolo con el Señor. Es lo mismo que se afirma en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15, 4.5). Es necesario adherirse a Jesucristo para dar fruto. El sarmiento, separado de la vid, no tiene vida propia, no puede dar fruto, necesita de la savia de la vid, del Espíritu que comunica Jesús. Hay que comer su carne y beber su sangre, asimilarse a su vida y muerte. De ese modo queda unido con el Señor, mora en él, participa de su misma vida. Por la eucaristía entramos en contacto con la misma persona de Jesucristo, «que se vierte en nosotros y con nosotros se funde, cambiándonos y transformándonos en él, como una gota de agua en un infinito océano de ungüento perfumado. Tales son los efectos que puede producir este ungüento en aquellos que lo encuentran: no los perfuma simplemente, no los hace sólo respirar este perfume, sino que transforma su propia sustancia en el perfume de este ungüento y llegamos a ser el buen olor de Cristo»’1.

       El papa Juan Pablo II ha escrito que «es en la celebración de los sacramentos, pero sobre todo en la eucaristía, culmen y fuente de la vida de la Iglesia y de toda la evangelización, donde se realiza nuestro encuentro salvífico con Cristo, al que nos unimos místicamente formando su Iglesia»’2.

V. 57: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y Este es el segundo efecto de la comunión: Jesús vive en nosotros: yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí».

       Se llama sacrificio a la oblación de una cosa sensible, por su destrucción total o equivalente, hecha a Dios por un legítimo ministro para manifestar el supremo dominio que tiene sobre nosotros. «El que come mi carne, vivirá por mí», dice el Señor, es decir, dejará de vivir su vida, se realizará en él una especie de destrucción para que sólo Jesucristo viva ya en nosotros. Del mismo modo que al comer, el alimento que tomamos deja de existir, al ser asimilado por el hombre, así también el que comul- ga es asimilado por Jesús que es el superior. Nos asimila de tal modo que nuestra vida queda transformada en la suya. Ya no somos nosotros los que caminamos, pensamos, amamos..., es él quien realiza todo a través de nosotros. ¿Quiere esto decir que nosotros hemos de volver a hacer lo que él hizo, reproducir materialmente sus acciones y poner nuestros pies en sus pisadas nosotros hemos de

siguiendo sus huellas? ¿va a consistir sólo en reproducir el rostro de Cristo, como el espejo refleja los objetos? No, para que se realice esta transformación, para que él viva en nosotros hay que hacer lo que él habría hecho si se hubiera encontrado en mi lugar, y fuera como yo soy; es ponerme tan cerca de su acción, permanecer tan dócil a su Espíritu, que pueda por mí y en mí completar su obra e irradiarla a través de toda la vida.

       No se trata de una imitación haciendo lo que a nosotros nos parece que haría Jesús, sino de dejarle hacer lo que él quiere realizar ahora en nosotros a través de su Espíritu. Esto sucede porque al estar penetrados de su Espíritu, de su estilo y de su palabra, actuamos y reaccionamos como el Señor; es conseguir una identificación con Cristo, un perderse en él, de tal modo que ya sólo exista uno, él (Gál 3, 28).

       Produce escalofríos meditar en este efecto de la eucaristía. Desde ahora, a través de nosotros, los demás verán los rasgos, la bondad, la delicadeza del Señor. Nuestra vida será una transparencia de la suya Seremos su perfume su carta y su espejo (2 Cor 2, 15; 3, 3.18).

       Cristo recibe la vida del Padre y esa vida la comunica a sus jeles. Entre el que comulga y Jesucristo existe una relación vital parecida a la que se da entre el Hijo y el Padre.

       En el sacrificio se da un despojo total, una oblación como la de Jesús al Padre. Todo lo que nosotros poseemos, también nuestro propio ser, lo hemos recibido de Dios, es un don divino. Po demos despojarnos, hacer oblación de muchas cosas, pero no de nuestra vida. No podemos aniquilarnos haciendo a Dios la oblación de nuestro ser. Nos debemos desprender de nuestras posesiones, pero no podemos hacer la ofrenda de nuestra vida. Sin embargo la ofrendamos al comulgar, ya que entonces es Cristo quien va a vivir en nosotros, en nuestro lugar. Es Dios el que acepta nuestra oblación, nos consagra, nos sacrifica, nos eleva a otra esfera superior, nos da su vida divina, y desaparecemos nosotros.

       En este versículo, la expresión de Jesús afirmando que nos y realista que el texto de la segunda carta de san Pedro (1, 4), otorga una participación en su misma vida, es mucho más fuerte donde también se habla de participar de la naturaleza divina.

       San Alberto Magno al comentar «el que me come vivirá por mí» escribe: «Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento... Es como si dijera: tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para que incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo».

       V. 58: «Este es el pan bajado del cielo..., el que coma este para, vivirá para siempre».

       Este es el tercer efecto de la eucaristía, de la comunión. En una oración muy antigua, la Iglesia proclama que «en este sagrado banquete se nos da ¡aprenda de la futura gloria». La eucaristía es el signo más manifiesto, la prenda más segura de que resucitaremos. San Ignacio de Antioquía ha escrito que «partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre»’4. Mientras se desmorona nuestra habitación terrena, vamos construyendo una habitación celestial (2 Cor 5, 1.2), «porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»15.

       La comunión va dejando en nuestro cuerpo semillas, gérmenes de inmortalidad. Resucitaremos. Lo ha proclamado el Maestro de modo solemne en Betania, en su diálogo con Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25).

       Con estas palabras de Jesús se encendió para todos la luz de la esperanza. Hay que acogerlas con fe, creerlas de verdad, pues ellas descifran e iluminan definitivamente el sentido de la vida del hombre y de la historia. Se ha dicho que aunque se hubieran perdido las enseñanzas del Maestro y aunque hubiera desaparecido el recuerdo de la vida de Jesús y se hubieran conservado, en un trocito de pergamino del tamaño de un sello de correos, las palabras de Jesucristo a Marta, con estas solas palabras nos podríamos sentir inmensamente bienaventurados. Estas palabras, no sólo son infinitamente luminosas y bellas, sino que son también verdaderas, como lo confirmó resucitando a Lázaro a renglón seguido. La resurrección de su amigo no sólo fue una prueba de su poder y de su amor misericordioso hacia sus hermanos, sino una confirmación solemne de las palabras que acababa de pronunciar. Sí, resucitaremos.

       En el cuarto evangelio se afirma que esta resurrección ya se está realizando en el tiempo presente. «Ya ha llegado la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído, vivirán» (5, 25). Y san Juan escribe que «nosotros sabemos que ya hemos pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3, 14). Esta certeza no suprime la espera de la resurrección final, pero ya desde ahora, por la resurrección de Cristo, nuestra vida se ha transformado.

       Igualmente para san Pablo la vida nueva del cristiano es ya la vida del resucitado. Por eso se le impone una fe de resucitado, una vida de criatura nueva: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1.2).

       Como «ya somos ciudadanos del cielo, esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este cuerpo de miseria en cuerpo de gloria» (Flp 3, 20.21), pues poseemos las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), y ya se nos ha dado en arras el Espíritu (2 Cor 5, 5). Es verdad que ahora «nuestra vida está todavía oculta con Cristo en Dios, pero al final llegará a ser manifiesta y gloriosa, cuando aparezca Cristo y nosotros aparezcamos también gloriosos con él» (Col 3, 3.4).

       Después de haber meditado acerca de los maravillosos frutos de la eucaristía, nos preguntamos: ¿Cómo se puede explicar que las personas que comulgamos con frecuencia sigamos teniendo las mismas faltas e idénticos defectos, sin dar pasos definitivos en la identificación con Jesucristo? Elías, con la fuerza de aquel alimento con que le reconfortó el ángel, caminó hasta llegar al monte de Dios (1 Re 19, 8). ¿Por qué nosotros no somos capaces de llegar a la santidad después de alimentarnos con el cuerpo y la sangre del Señor? Al comer su carne y beber su sangre, hemos de cambiar nuestra mente y nuestro corazón (Mc 1, 15) y adquirir sus mismos sentimientos (Flp 2, 5).

19ª. MEDITACIÓN: LA CRUZ

“Si alguno quiere venir detrás de m niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”(Lc 9, 23).

“¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado por el mundo”(Gál 6, 14).

       Dios no se complace en el sufrimiento de nadie. Esta verdad se repite ya con toda claridad desde los libros sapienciales del antiguo testamento. Este es el sentido profundo del relato de la creación del hombre. Dios lo colocó en el paraíso, bajo su protección, al resguardo del dolor y de la muerte. Pero fue el pecado el que rompió esta alianza y trajo el dolor y la muerte sobre la humanidad y sobre la tierra.

       Lo especial del cristianismo es que Dios mismo ha asumido el dolor humano en su Hijo convirtiéndolo en instrumento de salvación.

Por eso el cristianismo tiene una profunda sensación de triunfo. La cruz siempre acaba en resurrección, aunque muchas veces querríamos llegar a la resurrección sin pasar por la cruz. Pero desde que Jesús murió en ella, el camino de la cruz es también el de sus seguidores.

       La cruz y el amor. La cruz es un misterio, a la vez que un hecho histórico. Es la mayor prueba de amor de Dios a los hombres. Y como dice san Agustín: «No hay ninguna invitación más grande al amor, que prevenir amando»l.

       Lo más importante en lo referente al amor de Dios no es que el hombre ame a Dios, sino que Dios ama al hombre y además el amor de Dios es lo primero (1 Jn 4, 10.19).

       Jesucristo habló de la cruz de mil maneras. Quizá la más preciosa es la del grano de trigo que se echa en la tierra para que desaparezca y dé mucho fruto (Jn 12, 24).

       Es fácil comprender la reacción de uno que no entiende de agricultura, ante el despilfarro de arrojar los granos de trigo a la tierra. Pero el sembrador le responderá: gracias a esta siembra, habrá después espigas doradas, harina en la artesa y abundancia de pan en la mesa. A través de este símil que usó Jesús podemos ya vislumbrar el misterio de la cruz.

       Las cruces nos purifican, nos podan, nos hacen sufrir, nos hermosean, nos transforman. Pero es la cruz de Jesucristo la que nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldito (Gál 3, 13); en Dt 21, 23 se llama maldito al que muere en la cruz.

       La expresión: «Me amó y se entregó en la cruz por mí» (Gál 2, 20), son palabras que cambian toda maldición en bendición y que atravesaron el corazón de Pablo. Desde entonces somos los discípulos del Crucificado y por esto «predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23.24). Esto hace de cada discípulo un crucificado para el mundo (Gál 6, 14).

La cruz no tiene valor en sí misma, sino por Jesucristo que muere en ella. Sin llevarla no se puede pertenecer al grupo de los seguidores de Jesús. La cruz, en muchos textos del nuevo testamento, designa una doctrina, un estilo de vida, un camino, como se le suele llamar en el libro de los Hechos. La cruz, antes instrumento de tortura, por el hecho de haber muerto Jesús en ella llegó a ser el ideal de santidad, ya que todo cristiano está llamado a reproducirla en su vida.

       La vida cristiana consiste en reproducir esa imagen de Cristo:

«A los que han sido llamados, a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Hemos de reproducir no sólo la imagen de Cristo glorioso, sino la del Siervo de Yahvé, del crucificado que predica san Pablo (1 Cor 1, 23).

       Como el seguidor de Jesús ha de entregar su vida en fidelidad al Padre —como hizo el Señor—, ha de seguirle también en el sufrimiento y en la cruz y «llevará en su cuerpo las señales de Jesús», las cicatrices de los malos tratos soportados por él (Gál 6, 17). «Llevamos siempre en nuestro cuerpo, por todas partes, los sufrimientos de muerte de Jesús» (2 Cor 4, 10).

       Esta ha sido la convicción de muchos santos, como san Juan de la Cruz quien escribe que, para entrar en esas riquezas de sabiduría, la puerta es la cruz que es angosta2, y santa Teresa con su gracejo afirma: «Creer que admite Dios a su amistad estrecha a gente regalada y sin trabajos, es disparate»3.

       Este ha sido el camino muchas veces marcado por Dios a sus elegidos: «Dios nos prueba como a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abrahán, cómo probó a Isaac y lo que sucedió a Jacob en Mesopotamia de Siria, cuando apacentaba los rebaños de su tío Labán. Pues como los probó a ellos para medir su corazón, así nos castiga a nosotros, sus siervos, no como venganza sino como amonestación» (Jdt 8, 25-27).

       Veamos brevemente algunos textos de los sinópticos y de san Pablo sobre la cruz. Jesús exige a los que quieren ser sus discípulos, que se nieguen a sí mismos, que tomen su cruz y le sigan. Estas exigencias que, en principio, se dirigían a un grupo de personas, fueron extendiéndose a círculos más amplios. Los autores del nuevo testamento no sólo las ampliaron dirigiéndolas a todos los cristianos, sino que también iluminaron el sentido de tales exigencias.

       La expresión: «el que no toma su cruz y sigue a Jesús, no puede ser su discípulo» se afirma cinco veces en los evangelios sinópticos (Mt 10, 38; 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23; 14, 27).

       En Mt 10, 38; 16, 24 las palabras de llevar la cruz se dirigen solamente a los discípulos que acompañan al Maestro. En Mc 8, 34 se dirigen a todo el pueblo.

       En Lc 14, 27 habla a la mucha gente que le seguía y en 9, 23 las amplía todavía más, dirigiéndolas a todos. Al aplicarlas a todos, y no sólo a los doce, cambia el sentido de estas exigencias. A los discípulos más inmediatos les pedía el seguimiento

hasta el martirio, si era necesario. Ahora, al aplicar este texto a todos los cristianos, y más todavía, al añadir que se refiere a la cruz de «cada día», ya no se trata del martirio sino de la cruz que la vida diaria aportará a los seguidores de Jesús. Con este añadido de san Lucas, la metáfora de «llevar la cruz» queda espiritualizada y ya no se refiere al martirio, a la muerte, sino a las penalidades de la vida cotidiana. Habla a los cristianos de todos los tiempos de las contrariedades que han de sobrellevar en la vida diaria.

       Para san Pablo la cruz incluye la adhesión a la voluntad de Dios, como el supremo valor sobre todas las cosas. «Se gloría en la cruz por la que el mundo está crucificado para él y él para el mundo» (Gál 6, 14). Habría que advertir que el verbo staurotaj está en perfecto, es decir, que se trata de un pasado pero cuyo efecto permanece en el presente: la oposición del apóstol hacia el mundo (mundo como lo opuesto a Dios) se ha realizado para siempre: «Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Gál 5, 24). Se trata de una deciSión voluntaria dando muerte al hombre viejo, comprometiéndose a llevar una vida nueva (Rom 6, 4).

       La sabiduría de la cruz es tema singularmente paulino (1 Cor 1, 17-31). Después del fracaso de Atenas, donde quiso imitar a filósofos y retóricos (Hech 17), se concretó a exponer sencillamente la predicación de la cruz y su fuerza salvadora. Y en el himno cristológico de Flp 2, 6-11 afirma que la muerte en la cruz, a la que Cristo se sometió, es la expresión de la obediencia plena a la voluntad del Padre.

       Jesucristo no dulcifica la cruz. Ha de obedecer la voluntad del Padre e ir a Jerusalén para morir crucificado (Mt 16, 21), pues es necesario que se cumpla lo que está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos, acerca de él (Lc 24, 25- 27.44).

       San Pablo habla de los rasgos de Cristo crucificado que han sido pintados en el discípulo (Gál 3, 1), como ya en el antiguo testamento se manda a Ezequiel (9, 4-6) que pase por la ciudad de Jerusalén y marque con una cruz en la frente a los hombres... Y, a los otros, les dice a continuación que no hieran ni maten al que lleve la cruz en la frente.

       El misterio del dolor y de la cruz

       La cruz, el mal, el sufrimiento es un misterio difícil reasimilar. Tacamos aquí el problema tremendo que desde siempre ha venido acuciando al pensamiento humano como enigma indescifrable. Raisa Maritain, escribiendo sobre su vida y sus amigos, recuerda la siguiente experiencia: «A la edad de catorce años comencé a plantearme algunas preguntas acerca de Dios. Desde el momento que sabía hasta qué punto (al menos lo intuía) pueden ser infelices y malvados los hombres, me preguntaba si verdaderamente Dios existía. Recuerdo claramente que razonaba así: si Dios existe, es infinitamente bueno y omnipotente. Pero, si es bueno, ¿por qué permite el sufrimiento? Y si es omnipotente, ¿por qué tolera a los malvados? Por lo tanto Dios no es ni omnipotente, ni infinitamente bueno, o sea, no existe».

       De este modo piensan muchas de las personas de nuestro mundo actual. La realidad del sufrimiento no es fácil de relacionar con la afirmación de la existencia de Dios, y menos aún de un Dios-Amor, infinitamente bueno. No son pocos los hombres que no pueden relacionar ambas afirmaciones y viven desconcertados y angustiados.

       Dentro de esta perspectiva es significativa la postura del filósofo analítico B. Mitchell, para quien la existencia del dolor y del mal, falsifican de algún modo, ya que no conclusivamente, la afirmación de que Dios ama a los hombres5. Esta posición de un filósofo, que trataba de defender la religión, me parece muy representativa de la mentalidad del hombre moderno, que se enfrenta al misterio de Dios desde el misterio del dolor, con un planteamiento de alternativa ante la imposibilidad de conjugar los dos misterios.

       El escándalo de nuestra historia de sufrimientos, en sus justas dimensiones, aunque de una manera complicada pero realista, se lo planteaba ya el griego Epicuro: «O Dios quiere quitar el mal del mundo, mas no puede, o ciertamente puede, mas no quiere. O él no quiere y no puede evitarlo, o bien puede y quiere quitarlo. Si quiere, pero no puede, es impotente. Si puede, mas no quiere, no ama (la duda humana: si Dios es amor o si Dios existe, es el mismo problema). Si no quiere ni puede, entonces no es el Dios bueno y además es impotente. Si él quiere y puede (ésta es la sola posibilidad que se le debe como a Dios), entonces ¿de dónde viene el mal actual y por qué no lo quita?».

       Juan Pablo II afirma que «la cruz de Cristo sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre. Cristo crucificado es la prueba suprema de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre».

       Pablo VI decía: «La pasión de Cristo no es un sufrimiento en la serie infinita de sufrimientos de la humanidad. Jesús hace suyo el reino desolado del sufrimiento humano. Por la cruz polariza él todo dolor del hombre. Jesús se esconde en este rostro humano. La humanidad dolorosa se convierte en símbolo, en signo, en sacramento humano, que oculta la presencia mística, misteriosa de Jesús. Jesús está en todo el que sufre, lo sepa él o no lo sepa, y esto no sólo para compartir, sino para atribuir a estos sufrimientos la misma virtud de redención que su cruz tuvo para el mundo»’8.

Según estas palabras del papa el dolor del hombre, de todo hombre, lo sepa él o no lo sepa, es redentor, porque Dios ha querido sufrir con el hombre, haciendo suyo todo dolor humano. Parece que Dios sólo quiere salvar a todo hombre, por eso nadie, ni uno solo, se escapa del sufrimiento. El misterio del dolor del hombre es una faceta del amor de Dios, y por decirlo de alguna manera, el sufrimiento humano es la misteriosa coartada de Dios para que ninguno de sus hijos se pierda. Es difícil entender este misterio sin fe, pero se pueden encajar la gran misericordia y el poder de Dios, nuestra libertad y nuestro sufrimiento. Por eso pueden ir unidos el dolor y la grandeza del hombre.

Sólo en Jesucristo la cruz adquiere todo su sentido

       Los primeros cristianos estaban persuadidos de que profesando la fe en Jesucristo, como Hijo de Dios y viviendo esta fe, chocarían con la oposición y la resistencia del entorno judío y pagano. Sabían también que esta oposición podía degenerar en odio, maledicencia, injurias, persecución, exclusión. Estas persecuciones, y estas penas aceptadas, eran la garantía de la veracidad de su fe. De forma paradójica este sufrimiento, por causa de Jesucristo, constituía una fuente de dicha. Desde el comienzo habían comprendido que hacerse cristiano significaba entrar en una comunión de sufrimiento. Se comparaban a los profetas del antiguo testamento: ellos también fueron perseguidos y hasta ejecutados, a causa de la fidelidad a su misión divina. Sentían hasta físicamente la solidaridad profunda con la pasión y la muerte del Señor. Unidos a él, conservaban su confianza en Dios en medio de las tribulaciones, y esperaban el premio definitivo para el juicio final. Numerosos textos confirman esta convicción profunda de los primeros cristianos: Hech 5, 41; 1 Tes 1, 6; 2 Cor 4, 17; 8, 12; Sant 1, 12; 1 Pe 3, 14; Heb 10, 32-36.

       Para nosotros, los cristianos, no cabe hablar de contradicción; pero sigue siendo un misterio. Un misterio que, a la luz de Cristo paciente, se ve como señal clara de bendición; aunque permanezca impenetrable siempre su inconmensurable profundidad.

       Hoy el cristiano se ha convertido en signo de contradicción. Más que nunca es el hombre crucificado.Es la cruz de no ver claro. La cruz de no ser comprendidos en nuestras exigencias y aceptados en nuestras limitaciones. La cruz de no saber comprender plenamente a los demás. La cruz de luchar por la justicia.

       La cruz de no entender del todo el lenguaje de las generaciones nuevas. La cruz de la impotencia. La cruz de tener que despojarnos de un pensamiento que nos parecía infalible, desprendernos de actitudes que nos resultaban seguras, abandonar métodos que ya habíamos asimilado. La cruz de tener que estar siempre disponibles para escuchar, para aprender, para empezar de nuevo todos los días.

       Ante tan poderosa tarea, y que debe desarrollarse en un medio tan difícil, sabe Dios cuántas veces hemos experimentado los cristianos la realidad de las predicciones de Cristo: «En el mundo tendréis grandes tribulaciones»(Jn 16, 33)y la desazón que acosaba a san Pablo cuando escribía: «Tengo que hacerme débil con los débiles, para ganar a los débiles» (1 Cor 9, 22); «nosotros somos reputados como necios por amor de Cristo, pues para mí tengo que Dios, a nosotros, los evangelizadores, nos trata como a los últimos, como a condenados a muerte, haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (1 Cor 4, 9-10).

       Descubrir el valor purificador y santificador del dolor, es comprender que no hay don más maravilloso del amor de Dios que el poder llegar a la plena identificación con el Crucificado, hasta repetir con san Pablo: «Lejos de mí el gloriarme en otra cosa, que en la cruz de mi Señor Jesucristo» (Gál 6, 14). En esta identificación con el Crucificado se llega a la comprensión del dolor que redime y salva, y es entonces, cuando la cruz del cristiano llega a ser salvífica.

       La respuesta cristiana al problema del sufrimiento y de la cruz la encontramos en las palabras de san Pablo: «Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8, 18). La cruz ha sido convertida por Cristo en instrumento de purificación, en crecimiento en el amor, en camino del cielo.

       «Completo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

       La pasión de Cristo, su redención, es completa, pero queda siempre abierta nuestra participación en su valor salvífico. Uniendo nuestros sufrimientos a los de Jesucristo nos hacemos intercesores ante Dios en favor de la Iglesia. Por medio de nuestros sufrimientos podemos hacer presente en nuestra vida la fuerza redentora de su pasión y asumir este sufrimiento como precio de nuestra entrega al bien de los hermanos, identificados con Jesucristo sobre el que pesan las cruces de la humanidad. Al asumir el dolor en Cristo se puede llegar a ser verdaderamente bienaventurado en esta vida con una felicidad profunda y verdadera. El dolor es como el combustible del amor, la roca firme sobre la que se edifica la propia felicidad, hecha de paciencia, esperanza, como escribe san Pablo en esta especie de escalera en el sufrimiento: «Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia virtud probada; la virtud probada esperanza; la esperanza no falla porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo» (Rom 5, 3-5).

       Sólo en el cristianismo es donde la cruz encuentra todo su significado, no porque se acepte la cruz como un valor. Sería una desgracia que los cristianos emplearan la teología de la esperanza como una ayuda religiosa para evitar la experiencia de la cruz que se hace inevitable a todos los hombres. No hay teología de la esperanza que no lo sea, a la vez, teología de la cruz. No se puede dar una teología cristiana sin el recuerdo vivificador del sufrimiento de Jesucristo en la cruz.

       El significado del dolor y de la cruz adquiere valor sólo a causa de Jesús que asumió toda condición humana, el sufrimiento y la cruz. El seguimiento de Cristo es el que nos lleva a la abnegación y a la cruz, y de ese modo nos hace crecer en la vida según el Espíritu. Como estamos arraigados en el egoísmo y tenemos tendencia al pecado, la cruz cristiana es el camino que nos conduce a la conversión, dando muerte al hombre viejo (Rom 6, 6) y renunciando a nosotros mismos (Lc 14, 33). Aunque la dimensión más rica y eminente de la cruz en la espiritualidad cristiana está en el compromiso fiel con Cristo que experimentó la cruz, identificándonos con él.

Los cristianos, herederos del Crucificado

       Es un hecho la persecución que el pueblo de Dios sufrió por parte de los imperios circundantes. Y, dentro de Israel, los profetas, predilectos de Yahvé, vivieron siempre bajo el signo de la persecución. Un golpe de vista sobre la historia del pueblo de Dios muestra que los verdaderos testigos han sufrido siempre. Los falsos, no. Los que adulaban a los reyes y contemporizaban con sus desmanes, esos vivían bien. Pero los profetas, que predicaban la verdad, obtenían desprecios, oprobios, azotes, martirio, muerte... Eso es, dice el Señor a los escribas y fariseos, lo que hicieron vuestros padres con los profetas que os precedieron, es lo que haréis vosotros con los profetas, sabios y letrados que os enviaré: los azotaréis, los crucificaréis, los mataréis (Mt 23, 29-35).

       Los cristianos heredarán del judaísmo la convicción de que Israel había perseguido constantemente a los profetas. Lo confiesa Elías: «Los hijos de Israel han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela» (1 Re 19, 10). Y otro profeta pone en boca de Yahvé estas palabras: «Ha devorado vuestra espada a vuestros profetas, como el león cuando estraga» (Jer 2, 30). El libro segundo de las Crónicas relata la actuación de Dios por medio de sus mensajeros, enviándoles avisos, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Mas ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciando sus palabras, mofándose de sus profetas (36, 15-16).

       El continuo cruzarse de la persecución con la vida del justo, debería tener su explicación. A veces los profetas, movidos por Dios, parecen enfrentarse a él, como exigiéndole una aclaración del misterio.

       A medida que la luz de la revelación va intensificando su claridad, se destaca más el sentido de la persecución, y va esbozándose la bienaventuranza de la aflicción, del dolor, de la persecución de la cruz.

       El salmista invoca a Dios, que al fin castigará a los impíos y protegerá a los justos (Sal 94, 3-11.23): la prosperidad de los malos es sólo aparente.

De una manera ya perfecta, el libro de la Sabiduría —último libro escrito del antiguo testamento y, por tanto, con un progreso de revelación muy notable— coloca ante la vista la escena final: los impíos, al ver a los justos en la heredad de Dios, dirán: nos equivocamos. Nos hartamos de andar por las sendas de la impiedad... todo aquello pasó como una sombra... Los justos, en cambio, viven eternamente; en el Señor está su recompensa. Recibirán por eso de mano del Señor, la corona real del honor, y la diadema de la hermosura (5, 1-16).

       Con plena luz aparece todo esto en el nuevo testamento. La persecución, la cruz en general, es esencial a la vida cristiana. Cristo, a cuya imagen debemos conformarnos por voluntad del Padre, fue perseguido desde su cuna por Herodes, y toda su vida sería un caminar bajo la cruz hasta el monte Calvario. Es el gran perseguido, el divino crucificado. La cruz, hasta entonces, estigma de maldición, sería por designio divino, el instrumento necesario de la redención. Era preciso que el Mesías padeciese, y así entrase en su gloria, dirá a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). Padecimiento y gloria, persecución y dicha, son ya realidades siempre inseparables, desde que Cristo transfiguró en gloria el oprobio de la cruz.

       Ya no hay otro camino de bienaventuranza, sino el de la persecución. Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14, 6) quiso él mismo recorrerlo primero. Para ejemplaridad y como guía nos precedió acosado de persecuciones. Lo mismo nos predice a sus discípulos (Jn 15.18; 16, 2-4): «Si el mundo os aborrece, sabed que primero me aborreció a mí...».

       También los otros evangelistas abundan en el mismo sentido (Mt 10, 16.22; Lc 12, 11). Bien pronto comenzaron a cumplirse las profecías del Salvador: los apóstoles, los mártires, los cristianos de las primeras generaciones y de todos los tiempos, caminaron, caminan y caminarán bajo el signo de la persecución, como leemos en los Hechos de los apóstoles y en la historia de la Iglesia. Pero el cumplimiento del anuncio repetido por Jesús se realizará plenamente: la cruz de Cristo es fuente de alegría supraterrena y de divina fortaleza; alegría de san Esteban, viendo los cielos abiertos, mientras le apedreaban (Hech 7, 55-56); gozo de los apóstoles, al ser azotados por el nombre de Jesús (Hech 5, 40-41).

       Resplandece esta alegría en las actas de mártires. Su entusiasmo llega hasta el ardiente deseo de morir por Cristo. Esto es, sin duda, uno de los mayores milagros del cristianismo. Conmovedora es en extremo la petición de san Ignacio mártir, en que les ruega no interceder por él, condenado ya al martirio. «Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo». «Ojalá goce yo de las fieras que están para mí destinadas, y hago votos para que se muestren ansiosas conmigo! Yo mismo, las azuzaré para que me devoren rápidamente»19.

       Desde el principio se suceden los testimonios ininterrumpidos en las vidas de los mártires, de las vírgenes, de los ascetas y en las biografías de los santos de cualquier época y lugar (cómo no pensar en Francisco de Asís que le explica al hermano León qué es la perfecta alegría?), en las impetuosas revelaciones de los místicos, como escribe Teresa de Lisieux: «En algunos momentos mi corazón se ve acometido por la tempestad, le parece que no existe otra cosa a no ser las nubes que lo rodean; ése es el momento de la alegría perfecta»; «mucho he sufrido desde que estoy en la tierra, pero si en mi infancia he sufrido con tristeza, ahora no sufro así, sino en la alegría y en la paz, y soy realmente  feliz de sufrir».

       Alegraos al compartir los padecimientos de Cristo. Elegir el sufrimiento de Cristo significa elegirle a él, independientemente de cualquier ventaja; es crecer en el amor del que nos ha amado hasta el extremo (Jn 13, 1). Hemos de amarle, no por el beneficio que nos pueda reportar su amor: «no me tienes que dar porque te quiera, pues aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera». Al saberse amado por Jesucristo, se quiere compartir con él todo lo suyo, también naturalmente su cruz.

       También la literatura cristiana ha creado inolvidables personajes que encarnan el misterio de la alegría en el sufrimiento.

       Así, Mitia —en Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski— acepta un sufrimiento injusto: «Nosotros los condenados, encadenados en nuestro dolor resucitaremos a la alegría, sin la cual un hombre no puede vivir, ni Dios existir, porque él es quien otorga la alegría. Un condenado, no puede vivir sin Dios, menos aún que un hombre libre. Entonces nosotros, hombres del subsuelo, desde las vísceras de la tierra, haremos subir un trágico himno para el Dios de la alegría. ¡Que viva Dios y su divina alegría! Yo la amo».

       También Violaine —en La anunciación a María, de Paul Claudel—, creada para ser feliz y no para el mal, ni para el dolor, que se vuelve leprosa por inexpresable caridad, confiesa: «Sin embargo, yo he conocido la alegría, hace hoy ocho años, cuando mi corazón me fue arrebatado. ¡Y cuánto le pedí loca mente a Dios que me durase y que no cesase jamás! Y Dios, extrañamente, accedió a mis ruegos».

       Del mismo modo Chantal —en La alegría, de Bernanos—después de haberle dado a don Chevance su alegría de muchacha, recibe a cambio otra, de las viejas manos cogidas por la muerte y penetra así —observando la amarga agonía del sacerdote moribundo— en el misterio de aquella alegría crucificada que también ella espera: el recuerdo que de aquello había conservado, permanecía como una sombra entre ella y la divina presencia, que era la única fuente de su alegría.

       «Tú, que tanto sufres, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras que dijiste despreciar?». Así escarnecía el carcelero a la mártir Felícitas, atenazada por los dolores del parto. Pero recibía una sublime respuesta, incomprensible para él: «Ahora soy yo quien sufre lo que sufre, pero allí habrá otro que sufrirá por mí, porque también yo sufro por él».

       Hay cruces y sufrimientos que renuevan a los cristianos y a la Iglesia. El sufrimiento del apóstol, por ser testigo del evangelio; el sufrimiento del amor, y del que da su vida por la justicia

en el mundo, dan seguridad y renuevan a la Iglesia. La participa ción en los sufrimientos de Jesucristo nos lleva a la resurrección (Jn 12, 24), porque bajo esta cruz no está sólo nuestra vida, ni la vida de la Iglesia actual, sino «la vida de Jesús que se manifiesta en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10) y añade: «para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal» (y. 11).

       Ante todo, la pertenencia total a Cristo que ha enlazado indisolublemente en su propia carne la alegría y el dolor, y que sigue viviendo en los miembros de su Iglesia —prolongándose mística mente— esa inefable conjunción. Sería preciso volver a leer a Dante, en el capítulo XI del Paraíso, sobre la pobreza como esposa crucificada de Cristo y de Francisco de Asís.

       La cruz acaba en resurrección, pero mientras se vive en la aflicción, el amor del ser querido o la aceptación del despojo total, constituyen una ayuda valiosa para llevar con garbo la cruz, y gozar ya, en este mundo, del poder de la resurrección.

       Para probar este aserto, traigo dos testimonios escogidos; el primero por estar apoyado en la fuerza de un gran amor, y el segundo por estar fundado en la aceptación plena de la ausencia de ese gran amor.

       El primero se refiere al conde Helmuth, víctima de la persecución de Hitler, ahorcado a los 38 años en su prisión de Berlín. En una carta a su esposa, tres días antes de morir, revela los sentimientos más íntimos de su alma profundamente cristiana. «Y ahora quiero hablar de ti. No te he mencionado aún porque tú tienes en mí un lugar muy distinto del que tienen los otros. Tú no eres un instrumento de Dios para hacer de mí lo que soy. Eres, más bien, yo mismo. Tú eres para mí el capítulo 13 de la primera Carta a los corintios, capítulo sin el cual un hombre no es un hombre. Sin ti yo habría recibido el amor, como lo recibí de mi madre, con alegría y reconocimiento, de la misma manera que se agradece al sol el calor. Pero sin ti yo no habría conocido el amor... Tú eres esa parte de mí mismo que solamente a mí me puede faltar. Juntos formamos un ser humano. Esto es verdad, totalmente verdadero. Somos... una idea del creador»20.

       El segundo no es menos significativo. Se publicó bajo el título: «Testimonio de un hogar desecho». Se refiere a una esposa que se ve abandonada, humillada, ultrajada, de la que se adueña un inmenso dolor, angustia y desesperación.

       Pasados meses enteros de lucha contra la tentación de rebeldía, meses de oración y de reflexión, el Espíritu le dictó una línea de conducta y se dejó conducir por él. «Entonces comprendí», escribe, «que el que pierde su vida, la gana.... Me fui llenando de paz interior, con conciencia clara de obedecer a las sugestiones del Espíritu. Pero había una cosa que yo no había llegado ni a imaginar. Todo esto verificaría en mí ese desprendimiento total que me conduciría a Dios, a ese Dios al que se había dirigido mi oración en los tiempos en que todo me sonreía. Despojada de todo rencor y egoísmo, me vi entonces, y solamente entonces, libre para amar a Dios con amor inmenso y, en él, a todos los que había puesto en mi camino. Me sentía inundada de alegría. Y, poco a poco, al decir de mis amigos, la serenidad distendió la crispación dolorosa de mis gestos. Me sentía ligera, alada.

       Este despojo total hizo nacer en mí el deseo ardiente de que los demás se aprovechasen del testimonio de mi vida, y de las gracias que Dios me había concedido»21.

El grano de trigo enterrado da mucho fruto

       La cruz es un misterio transformante, porque para el que la mira con ojos de amor, para el que la ve en Cristo formando un todo con él, ya no es ignominia, sino única esperanza como canta la liturgia.

       Misterio es la cruz de Jesucristo, misterio es la cruz de la Iglesia, misterio es la cruz de cada cristiano en particular. Pero, desde que Jesús murió en ella, no puede ya ésta tener otro significado que no sea de bendición, de predilección divina. No pueden los discípulos ser de mejor condición que su Maestro, ni pueden ser los otros hijos más considerados que el Unigénito del Padre.

       Las vidas de los santos han sido expresión inefable de esta verdad; también ellos han seguido gozosos este camino. Los cristianos somos, en frase de san Agustín, los herederos del Crucificado. La cruz, pues, a la luz de Cristo, aparece como un don, como un honor, como una participación de la redención, para completar lo que falta a la pasión de Cristo. Esto lo expresa muy gráficamente la beata Isabel de la santísima Trinidad, al exclamar en una de sus elevaciones: «Que sea yo para él una especie de humanidad complementaria, en la cual pueda él renovar por completo su misterio.., sufrir aún por la gloria de su Padre, para remediar las necesidades de su Iglesia».

       Impresiona ese diálogo conmovedor que, ante el dolor —sufrimiento— de los inocentes y la prosperidad de los malvados, el profeta Jeremías entabla con el Señor: «Muy justo eres, Yahvé, para que vaya a discutir contigo; pero déjame decirte sólo una cosa: ¿Por qué es próspero el camino de los impíos y son afortunados los perdidos y los malvados?» (12, 1). Este es el enigma que tratan de resolver algunos salmos, entre ellos el 73, y que trae confundido al salmista. Cuenta cómo «casi nada faltó para que sus pies resbalaran, pues miró con envidia a los impíos viendo su prosperidad, su vientre sano y pingüe, sin dolores, sin tribulaciones como los otros hombres, con los ojos que les saltan de puro gordos. Yo, en cambio, he conservado limpio mi cora- zón... y soy flagelado de continuo». Luego, añade que vio cómo la prosperidad de los malvados era efímera; mientras que la dicha del justo consiste en estar con Dios. Con esto deja entrever ya la recompensa del justo en la otra vida. Este es el bien absoluto. «Yo estaré siempre a tu lado, pues tú me has tomado de la diestra. Fuera de ti nada deseo sobre la tierra. Mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor».

       Reflexionemos sobre la conmovedora pregunta de Jeremías y volvamos a releer este salmo 73, en momentos de depresión y desazón por los avatares de la vida. Al avanzar la revelación, y ofrecernos la seguridad de la vida dichosa de ultratumba, com¡ prendemos los planes de Dios, consintiendo que se encuentren personas buenas y pobres a la vez; santas y perseguidas. Hay una eternidad para poner las cosas en orden. Si el punto final lo pusiera la muerte del hombre, eso no sería justo, sería impropio de la santidad de Yahvé.

       No se puede decir de una familia donde todo va viento en popa que está muy bendecida por Dios. ¿Qué sería entonces de otras casas donde todo va mal en apariencia? ¿se podría decir que no están bendecidas por él? ¡La cruz es muy difícil de entender! Quizá, por eso, se pudiera decir que la extrema grandeza del cristianismo proviene de que no busca un remedio sobrenatural para el sufrimiento, sino un uso sobrenatural de los sufrimientos.

       San Ignacio de Loyola, en sus ejercicios espirituales, habla de un tercer grado de humildad —quizá mejor llamarle de santidad—, que lo expresa así: «La tercera es humildad perfectísima, es saber, cuando incluyendo la primera y la segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina Majestad, por imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio, ni prudente en este mundo»22.

       El amor a Cristo pobre, lleno de oprobios y humillado, le lleva al deseo de parecerse a él. De ese modo puede vencer y anular su egoísmo. No se trata de preferir la pobreza a la riqueza, ni el deshonor al honor, sino de ser pobre con Cristo pobre, antes que rico, y de aceptar oprobios con Cristo lleno de ellos, antes que honores. No hay otro motivo que el parecerse más. Es la ternura de la imitación del ser amado, que constituye la más grande perfección. Pero, como no resulta fácil saber cuándo nuestra humildad y pobreza son exactamente como las de Jesús, san Ignacio no acaba concretando un programa o una lista de exigencias, sino que concluye con una petición: «Que el Señor nuestro le quiera elegir en esta tercera mayor y mejor humildad»23.

       El amor del corazón no soporta ser feliz, mientras su Amado vivió en privaciones, contradicción y cruz (el ejemplo de santa Catalina de Siena prefiriendo la corona de espinas a la de rosas

—que Jesucristo le ofrecía con igual mérito para ella—, porque la esposa no podía estar coronada de rosas, si el esposo lo estaba de espinas).

       El que no entienda el espíritu de este tercer grado de santidad, no podrá nunca comprender a hombres como Pablo, ni a los santos, ni lo esencial del evangelio.

Para aceptar bien la cruz, hay que estar enamorados de Jesucristo.

       Hay momentos especiales en la vida —pueden ser estos días de retiro— en los que la llamada a seguir a Cristo humillado y crucificado es más apremiante. Es la plena oblación. La virtud no es algo descarnado; sólo a través de Jesús y encarnados en él, se puede entender y vivir la humillación y la cruz. El concilio Vaticano II ha dicho: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios en espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria»24. Formando un solo ser con Cristo, nuestra vida moral debe configurarse con la suya y obrar como él.

       Es necesario morir poco a poco a muchas cosas. Hay ocasiones en nuestra vida que sólo se pueden solucionar aceptando el misterio de la cruz. Y no podemos venerar, adorar su cruz, si rechazamos la nuestra. Aceptar la nuestra en su profundidad es saber que la hora de la oscuridad puede ser la mejor hora para verle y que un dolor, por espantoso que sea, también puede ser el momento verdadero que tenemos para demostrar si somos capaces de entregar a Cristo toda nuestra vida, como expresión de un amor total a él.

En la vida, cada conquista lleva consigo una renuncia. No hay fruto que no haya deshecho una flor. Y, como le dice el pájaro a san Raimundo Lulio: «,Si por amor no padecieras algún trabajo con qué amarías al amado?», o la raposa al pequeño príncipe:

«Uno corre el riesgo de llorar un poco cuando se ha dejado cautivar» 25.

La cruz acaba siempre en resurrección. Lo que el invierno es para la primavera, es la cruz para la resurrección. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida» (1 Jn 3, 14). Debemos ser cristianos que vivamos radiantes la resurrección. Este es el mensaje que el mundo espera de nosotros. La causa de la carencia de vocaciones a la vida consagrada es seguramente consecuencia de una falta de hondura de nuestra fe y por eso no irradiamos alegría. Cuando no se vive la experiencia de Dios, el evangelio deja de ser seductor, y en lugar de ser un tesoro que nos realiza y nos llena de vida, se convierte en una carga pesada que no alegra el corazón.

San Agustín nos refiere, en una de sus páginas más bellas, que durante la noche de la vigilia pascual, los paganos se acostaban llenos de inquietud, no dormían. Por la mañana, al amanecer, acudían a las puertas de las iglesias esperando la salida de los cristianos, quienes habían pasado toda la noche viviendo la eucaristía de la resurrección de Jesús. Al ver sus rostros transfigurados, muchos paganos se hacían cristianos. «En esta aparición, dice el santo, muchos conocieron a Cristo».

El único rostro que Cristo puede mostrar hoy a nuestros contemporáneos para convencerles y convertirlos es el nuestro.

20ª. MEDITACIÓN : LA RESURRECCIÓN

“Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce...”(1 Cor 15, 3-5).

 

       En Mc 16, 6 el ángel se apareció a las mujeres, en la mañana del día siguiente al sábado y les dijo: «No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí». Con humildad y amor nos vamos a acercar al misterio de la resurrección, el único capaz de cambiar nuestro corazón y el mundo que nos rodea.

       Después de haber seguido a Jesús en la noche oscura de la pasión, es ahora el momento para que el grano de trigo caído en tierra dé mucho fruto. Serafino de Sarov (el santo más querido en Rusia, que durante muchos años vivió como un anacoreta, sin hablar ni siquiera con el que le llevaba la comida) fue enviado por Dios a predicar y a quienes iban al monasterio, les decía: «Cristo ha resucitado! esta es mi alegría». Esta es también la nuestra.

       Nosotros nos felicitamos el día de la resurrección del Señor y decimos: ¡Felices pascuas! El pueblo ruso, y los cristianos ortodoxos en general, se saludan diciendo: Jristos Voskrese! (¡Cristo ha resucitado!).

       La resurrección es el instante en que la muerte se transformó en vida, en que la cruz ya no aparece como «escándalo y locura, sino como poder y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 23.24).

       La resurrección es el misterio central del cristianismo, es el fundamento de la fe cristiana, el contenido esencial de la predica ción, el coronamiento de la historia y la confirmación de que nuestra salvación es ya una realidad.

       Entre los caminos a recorrer, ante el anuncio de la resurrección, elegimos el de creer para comprender, según la enseñanza de san Juan, quien al final de su evangelio escribe: «Estas señales fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (20, 31). Otro es el camino del apóstol Tomás que quiere comprender para creer, que quiere meter el dedo en el agujero de los clavos y la mano en el costado, mas ante las palabras de Cristo y la visión de su cuerpo resucitado siente cómo han desaparecido todas sus dudas y exclama: ¡ Señor mío y Dios mío!, mientras escucha que es más bienaventurado el que cree sin haber visto (Jn 20, 24-29). Por eso nosotros, en esta meditación, elegimos el camino de la fe.

       La proclamación de la resurrección del Señor en cuanto predicada para ser creída y vivida, cambió el mundo, transformó a los hombres y dio lugar al nacimiento de la Iglesia.

       San Pablo desarrolla el valor soteriológico de la resurrección cuando afirma «que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25), y cuando escribe: «si creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9). La salvación depende no sólo de la muerte sino también de la resurrección. Por la muerte se perdonan nuestros pecados, pero la nueva criatura, la filiación divina es el fruto de la resurrección.

       «Ha sido resucitado, día, a causa de, para nuestra justificación». Es un pasivo divino (el Padre lo ha resucitado). Para el apóstol nuestra justificación se realiza por nuestra unión con Cristo resucitado que posee toda la vida divina y que la comunica a sus miembros (1 Cor 1, 30; 2 Cor 5, 15.21). La fórmula «en Cristo», tan frecuente en Pablo, se refiere generalmente a Cristo resucitado. El Padre, al resucitar a su Hijo, no sólo ha transformado su cuerpo mortal, sino que lo ha constituido principio de la vida para todos los hombres que habían de formar un solo cuerpo con él: «Estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2, 5.6).

       San Agustín escribe que «no es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo»’. La muerte de Cristo es la prueba suprema de su amor sin fin al hombre, pues «no hay mayor amor que dar la vida por el que se ama» (Jn 15, 13), pero el testimonio supremo de su verdad, sólo queda atestiguado por la resurrección. El haber resucitado a Jesús de la muerte, es la prueba más segura que Dios ha dado a los hombres (Hech 17, 31).

       Podemos hoy transmitir, en un lenguaje comprensible para el hombre de nuestros días, el mensaje pascual, el acontecimiento de la resurrección, lo que quisieron decir los autores del nuevo testamento al proclamar que Jesús ha resucitado. Los nuevos métodos de la exégesis —la crítica literaria usando la historia de las formas, la historia de las tradiciones y la historia de la redacción— pueden prestar una ayuda valiosa para expresar la buena nueva de manera accesible a la cultura contemporánea2. Aplicando todos estos criterios de autenticidad histórica hemos de afirmar que la resurrección es un acontecimiento histórico atestiguado por los escritos del nuevo testamento. Es el hecho culmen de los cuatro evangelios.

       Los apóstoles reflexionando sobre el sepulcro vacío y encontrándose con las apariciones del Señor, llegaron a la convicción de que Jesús ha resucitado. «Dios lo resucitó de entre los muertos» (Hech 3, 15; 4, 10). Es un hecho que aconteció en Jesús, testimoniado por los que le vieron después de haber sido crucificado y sepultado.

       La resurrección es un acontecimiento concreto que atañe esencialmente a Jesús y a la pneumatización de su cuerpo terreno.

La resurrección de Jesús se puede calificar de hecho que tiene sus amarras en la historia, pues interviene modificando los acontecimientos y fue percibido por muchos testigos, o se puede llamar hecho metahistórico por trascender la historia, aunque la toca. Se refiere no sólo a la obra de Jesús, sino también a su persona, que afectó a su cuerpo enterrado en el sepulcro, y que se manifestó desde fuera a sus apóstoles y discípulos más inmediatos, por medio de algún contacto real mediante las apariciones.

       De hecho real fue considerada la resurrección por la primitiva comunidad cristiana: «Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). El encuentro con Jesús resucitado es lo que provocó en los apóstoles la fe en la resurrección. Los discípulos estaban tristes, miedosos, incrédulos después de la muerte del Maestro y sólo un gran acontecimiento pudo cambiarlos y devolverles un entusiasmo mucho mayor que el primitivo.

       El hecho de la resurrección desborda el ámbito de la investigación científica; es un hecho real, aunque la ciencia experimental no llegue a él. Es algo del todo nuevo, imposible de medir. Es una obra realizada por Dios, la más importante y decisiva er nuestra historia y que ha dejado rastros en ella.

       La resurrección, aunque trasciende la historia, está encuadrada entre hechos que pertenecen a la misma; aunque no puede ser comprendida de un modo empírico por métodos históricos, se puede hablar de ella como de algo verdaderamente real porque ha dejado sus efectos en la historia: la tumba vacía, las apariciones, el cambio producido en los apóstoles y el mismo nacimiento de la Iglesia. Es un suceso real que tiene incidencia en la historia.

       La resurrección de Jesús, desde el comienzo del cristianismo, ha sido el fundamento de la fe y el contenido esencial de la predicación cristiana primitiva, como es lo fundamental ahora según la afirmación del catecismo de la Iglesia Católica: «La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primitiva comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la tradición, establecida en los documentos del nuevo testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz»(n.° 638).

       El anuncio fundamental, lo que ocupa el lugar primordial en los estratos más antiguos de la predicación cristiana, es que Jesús ha resucitado de verdad. Esto es suficiente para que el acto de fe del creyente tenga un fundamento histórico. El que haya balbuceos y discrepancias al describir las apariciones, respecto al número, orden y lugar, refuerzan la verdad del hecho, al comprobar que no se trata de algo preparado para convencer. Sabemos que los mismos apóstoles, al principio, dudaron y opusieron resistencia para aceptar la realidad.

       Hay que tener en cuenta la sobriedad de los evangelios al relatar el acontecimiento de la resurrección de Jesús que encontró a los apóstoles en un clima de desánimo y desilusión por el final (desastroso de su muerte en cruz. Sólo después de la pascua prenderán plenamente el misterio. La luz pascual iluminará la realidad de la vida terrena de su Maestro; los apóstoles pasan de un conocimiento imperfecto y superficial a la confesión plena, y de ese modo adquirirá la fortaleza necesaria para la confesión de su fe hasta la entrega de su propia vida.

       El ciclo de la resurrección no tiene la amplitud de las narraciones de la pasión y no refleja una tradición tan antigua y tan concorde. Sin embargo, el testimonio apostólico constituye lo que es necesario para que el acto de fe tenga un fundamento histórico y sea aceptable para el cristiano.

       El exegeta debe fundarse ante todo en la doctrina de la fe. «El punto de partida esencial es la fe en la buena noticia anunciada por Jesús. Si la aceptamos sin reservas, la resolución al problema de los acontecimientos pascuales se resolverá de la

forma más simple»3.

       Para san Pablo la resurrección es como la piedra angular del misterio de Cristo, criterio absoluto de su evangelio. Por eso ante las dudas de los fieles de Corinto sobre la realidad de la resurrección tenemos la afirmación del apóstol: «Si Cristo no ha resucitado, yana es nuestra fe, nuestra predicación está vacía» (1 Cor 15, 14). Pero, ni en los evangelios, ni en Pablo, se describe) el hecho de la resurrección. Sí, la muerte, sepultura y apariciones. No hay ningún testigo que afirme haber presenciado el hecho mismo de la resurrección. La resurrección para los evangelistas es un hecho real, pero no observable. Ellos son conscientes de la imposibilidad de describir el momento y el modo cómo resucita Jesús. No tenemos contacto directo con el hecho de la resurrección de Cristo y lo que ésta supuso; sólo podemos conocerlo a través de las formas literarias en que se expresa la con ciencia apostólica y del cambio producido en los apóstoles. La resurrección del Señor ha dejado una huella profunda en la conciencia de los discípulos. Esta experiencia se ha recogido en unos textos que han llegado a nosotros. La Iglesia canta en el pregón de la vigilia de pascua: «Qué noche tan dichosa, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!».

       En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento y ningún evangelio lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió, pues ninguna criatura humana estuvo presente, sólo el Padre. La liturgia de la Iglesia pone en boca de Cristo resucitado, como antífona de entrada en la eucaristía del día de pascua, este grito de alegría dirigido a su Padre: « ¡ He resucitado y todavía estoy junto a ti! Has puesto sobre mí tu mano. Tu sabiduría ha sido maravillosa» (Sal 139, 5.6).

       Aunque se puede afirmar, sin exagerar, que todo el nuevos testamento es un gran testimonio sobre la resurrección de Jesucristo, sin embargo, las confesiones de fe, frecuentes en el libro de los Hechos y en los escritos auténticamente paulinos (1 Cor 15, 3-5; Rom 10, 9) son las que gozan de mayor antigüedad y a las que se les concede el mayor valor desde el punto de vista crítico histórico para fundamentar el hecho de la resurrección de Jesús.

       San Pablo, antes de que se escribieran los evangelios sinópticos, aplicó a Jesús, en sus confesiones de fe, el lenguaje de la resurrección final de los muertos. Ya en su primer escrito afirma que «Dios resucitó, despertó a Jesús, su hijo, de entre los muertos» (1 Tes 1, 10), pues «si creemos que Jesús murió y resucitó, Dios por Jesús tomará consigo a los que durmieron con él» (1 Tes 4, 4). «Si creyeres en tu corazón que Dios, al Señor Jesús, le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9).

Desde la más antigua predicación apostólica, el anuncio de la resurrección iba siempre acompañado de la mención de testigos. Si Jesús, después de muerto se ha aparecido, ha sido visto por testigos, es porque ha resucitado. Así al elegir en lugar de Judas a uno para completar el número de los doce en el colegio apostólico, se busca a quien, después de haber convivido con el Maestro durante la vida pública, sea testigo de la resurrección (Hech 1, 22). Siempre que se proclama la buena noticia de la resurrección, se añade: «nosotros somos testigos» (Hech 2, 32; 3, 15; 5, 32; 10, 41). Se atestigua la resurrección, probando que se había manifestado a sus discípulos después de su muerte.

       Interesa saber cómo los textos del nuevo testamento y los datos de la tradición interpretan la resurrección del Señor. La verdad cristiana, para que siga siendo vida, hay que traducirla en el lenguaje de nuestro tiempo. Sólo así, como afirma el concilio Vaticano II: «La verdad revelada puede ser percibida siempre de modo más profundo, ser entendida mejor y propuesta de modo más adecuado»4.

       La predicación cristiana primitiva hay que buscarla en las fórmulas prepaulinas y presinópticas, en las confesiones de fe y especialmente en los discursos de Pedro y Pablo.

       Las confesiones de fe o credos son los testimonios más antiguos del nuevo testamento; antes de que los evangelios fuesen tradición escrita, existieron esas fórmulas pascuales, y son también anteriores al mismo escrito en que se hallan. Pablo los en-, contró ya elaborados en las mismas comunidades que visitó.

       El más antiguo de todos los testimonios, testimonio de toda garantía, lo encontramos en la primera carta a los de Corinto (15, 3-8): «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último como a un aborto, se me apareció también a mí».

       San Pablo escribe este texto el año 56, pero tanto la doctrina, como su formulación es anterior. La recibe o en Antioquía el año 41, o ya en Damasco el 35. Es una fórmula casi contemporánea del hecho que atestigua y, por sus semitismos, parece ser originaria de los que hablaban hebreo o arameo. «Os he entregado lo que yo mismo he recibido», expresión usada en el judaísmo, nunca por Pablo, para transmitir una tradición. «Cristo murió por nuestros pecados» tampoco es lenguaje paulino, sino el que se usaba en el kerigma. El apóstol diría: «como está escrito» y no «según las Escrituras» como proclama el testimonio. Igualmente la expresión: «se apareció, fue visto por Cefas» indica que es de origen semítico.

       El texto está articulado de modo que unos verbos confirman a otros: el que murió es el que fue sepultado y ese mismo resucitó en sentido propio y real, y para que nadie piense en una resurrección metafórica, añade que fue visto, que se apareció.

       El verbo griego que utiliza es egegertai: ha sido resucitado, en tiempo perfecto, que se usa para cuando se refiere a un acontecimiento pasado, pero cuyo efecto dura y se perpetua en el presente.

       Y para subrayar la realidad de la resurrección de Jesús refiere las apariciones del Resucitado usando el verbo opthe: fue visto, que se refiere, no a sueños o visiones subjetivas, sino a percepciones reales, externas al sujeto que las ve.

       El contexto es un argumento de san Pablo en favor de la resurrección de los muertos, a partir de la resurrección de Cristo. El no resucitó porque los muertos resuciten, sino al revés: los muertos resucitarán porque Cristo ya ha resucitado, como primicias de los que murieron; lo que prueba es que para el apóstol, la resurrección de Jesús no es materia discutida, sino un dato original de certeza absoluta, capaz de fundamentar las otras verdades.

       Este credo tan breve, por su antigüedad y sobriedad, constituye el testimonio más auténtico sobre la resurrección de Jesús.

       En el capítulo tercero, ya meditamos que ver a Jesús es lo esencial para el apóstol, que ha de ser testigo y debe dar testimonio de lo que ha visto, si quiere que su doctrina sea aceptada. En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto (Hech 22, 15; 26, 16).

Tradiciones narrativas sobre las apariciones en los evangelios

       Son narraciones independientes, diferentes, con lagunas. No nos dan una visión concordada de los hechos; no hay que armonizarlas. Mateo y Marcos las sitúan en Galilea. Lucas en Jerusalén y excluye a las mujeres, añadiendo que no vieron más que ángeles. Juan en Jerusalén y en Galilea.

       Los evangelistas no tienen necesidad de presentar los hechos en sucesión correcta; tienen divergencias y hasta pequeñas contradicciones sin que la confusión resultante moleste o inquiete. Todos subrayan que el hecho en sí mismo es cierto, pero claramente se ve que no se ha podido precisar cómo se desarrolló.

La resurrección de Jesús no era esperada por sus discípulos, de tal modo que cuando las mujeres les hablaron del sepulcro vacío y de apariciones, les parecieron delirios y alucinaciones (Mc 16, 10-13). Por eso el Señor les reprendió fuertemente (Mc 16, 14).

       Los discípulos, ni quedan desconcertados ni dudan ante la resurrección de Lázaro (Jn 11, 33.34). Esa vuelta a la vida anterior es un milagro que admiten con facilidad. Pero las apariciones de Jesús les desconciertan. Es una experiencia distinta de otras que han tenido ante los milagros de Jesús. Aquí no se trata de una simple supervivencia del Maestro, de un milagro consistente en el retorno a su vida de antes. Es algo tan desconcertante que carecen de palabras para expresarlo. Intentan muy sobriamente hacernos partícipes de su vivencia: «Jesús ha resucitado».

       Las confesiones de fe (1 Cor 15; Hech 2-5) atestiguan que la resurrección no es una creación teológica de unos entusiastas, sino un testimonio de hechos acontecidos, el testimonio de un impacto que se les impuso.

       Estas fórmulas proclamando la obra grande de Dios realizada en Jesús, recuerdan el credo judío (Dt 26, 5-11), cuando la mano fuerte y el tenso brazo de Yahvé realizó señales y prodigios.

       La fe en la resurrección que nos transmiten es el fruto del impacto recibido por los apóstoles en virtud de las apariciones, de lo que ellos han percibido.

Los relatos se han compuesto según los géneros literarios o maneras de escribir propios de la época. El suceso de Emaús aparece influido por el género literario de los relatos de teofanías. La comida de Jesús («comió delante de ellos»: Lc 24, 41- 43) es para recalcar la corporeidad, es decir, su realidad personal (no es un espíritu o un fantasma).

       Todos estos datos, manifestación de su condición corporal nueva y su identidad con el Crucificado, no tienen otro motivo que el subrayar la verdad de la resurrección, que está conectada de modo tan indisoluble con una serie de datos históricos, y por ellos podemos llegar a una certeza plena del acontecimiento. San Lucas que escribe para el mundo griego, que no admitía la resurrección de los cuerpos, y que podían entender la resurrección de Jesús como una simple idea de supervivencia, echa mano de ese realismo exagerado en el que el Señor aparece tal y como era antes y tal como había actuado cuando convivía con ellos. Estos rasgos sólo tienen valor para enseñamos que Jesús resucitado es la misma persona que ellos conocieron, aunque está en una situación distinta, y por eso, a pesar de ser él mismo, ellos lo ven de modo diferente.

       Lucas al situar todas las apariciones en un día, las localiza en Jerusalén. Además organiza su evangelio comenzando en Jerusalén (1, 8) para terminar en la misma ciudad (24, 49-53), desde donde se difundirá la buena nueva hasta el fin del mundo (Hech 1, 8). El hace historia y teología a la vez y Jerusalén es su lugar teológico. Por eso cambia el texto de Mc 16, 7: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá a Galilea; allí le veréis como os ha dicho», por «acordaos cómo os hablé estando en Galilea» (24, 6). Para la Biblia, Jerusalén posee un significado histórico salvífico de primer orden: «De Sión (Jerusalén) viene la salvación» (Is 59, 20; Sal 14, 7; 110, 2; Rom 11, 26). Pero hay fundamento real de las apariciones en Jerusalén (Jn 20), confirmado también por Pablo: «Durante muchos días se apareció a los que, con él, habían subido de Galilea a Jerusalén, que son ahora sus testigos ante el pueblo» (Hech 13, 31).

       En la proclamación más antigua de la resurrección, el lenguaje es variado y múltiple: exaltación del hijo del hombre (lenguaje apocalíptico). El humillado ha sido exaltado: «El, el mismo que bajó, es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4, 10). El muerto ha resucitado: «Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom 10, 9). Se utiliza el verbo egerte, despertar: se ha despertado de los muertos; o el verbo anéste, con el sentido de ponerse en pie: «se levantó».

       San Lucas para expresar la resurrección emplea la palabra vida, término menos hiriente para la sensibilidad griega. Entre paréntesis, habría que tener en cuenta que al hablar de la vida futura en los últimos libros del antiguo testamento, donde hay ya plenitud de revelación en esta materia, en el libro de la Sabiduría, que surge en el mundo griego, se habla de inmortalidad (5, 1-16), y en el de 2 Macabeos, escrito en el mundo semita, se habla de resurrección de cuerpos. El pasaje de 2 Mac 7, 9-36 posee un gran peso específico; el segundo de los siete hermanos martirizados afirma que «el rey del mundo les resucitará a una vida eterna» y el tercero espera hasta recuperar en el cielo las manos que ahora pierde. Los resucitados tendrán un cuerpo nuevo. Sin el cuerpo, la vida es impensable, según la antropología bíblica.

       El tercer evangelista llamando vida a la resurrección, quiere evitar una concepción demasiado material de la misma, no se piense que consiste en una simple vivificación de un cadáver, como en el caso de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín o de la hija de Jairo. San Lucas, al iniciar el libro de los Hechos, habla de Jesús, «que se había presentado vivo durante cuarenta días» (Hech 1, 3) y pone en boca de Festo, ante el rey Agripa, estas significativas palabras sobre las acusaciones de los judíos contra Pablo: «Los acusadores ningún crimen adujeron de los que yo sospechaba, sólo cuestiones acerca de un tal Jesús, muerto, pero que Pablo se empeñaba en que vivía» (Hech 25, 19). «,Por qué buscáis entre los muertos al que vive?», dijeron los ángeles a las mujeres (Lc 24, 5).

Resurrección corporal

       La resurrección que se realizará al final de los tiempos, sirvió a la primitiva comunidad cristiana para facilitar la fe en la resurrección de Jesús y nos sirve ahora para comprender qué entendían por resurrección y cómo ésta afecta a la corporeidad y a los sepulcros (Mt 27, 52.53).

       Los milagros de Jesús son signos que le acreditan como el Hijo de Dios. Mas la realidad del cuerpo resucitado del Señor es el milagro por antonomasia, el que desborda todas nuestras capacidades. El mismo Jesús apeló a él, cuando le pidieron una señal que justificara su intervención con autoridad en la expulsión de los mercaderes del templo: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré» (Jn 2, 19, palabras reinterpretadas después de su resurrección: 2, 21.22). También en los sinópticos Jesús apela al signo de Jonás (Lc 11, 29-32), desarrollado en Mateo con el milagro de su resurrección (12, 40).

       Santo Tomás de Aquino distingue entre milagros ocultos para los que se necesita la fe y milagros manifiestos que la provocan: «En cuanto a los milagros divinos hemos de advertir que algunos de ellos son objeto de la fe, por ejemplo, el parto virginal, la resurrección del Señor y el sacramento del altar. Estos son los que más ha querido ocultar el Señor, para que la fe en ellos sea más meritoria. Al contrario, otros milagros son pruebas de la fe. Y estos deben ser manifiestos»5.

       Los evangelistas narran que cuando Cristo se aparece, se identifica por referencia su cuerpo: les muestra las manos, los pies y el costado; les invita a que lo toquen y come delante de ellos.

       Se manifiesta a los once, insertándose en las circunstancias de su vida cotidiana, las mismas que había convivido con ellos en su vida pública. No se identifica por referencia su persona, que sería un concepto extraño al judaísmo, sino a su «cuerpo resucitado», en expresión vigorosa de san Pablo (1 Cor 15, 44).

       La liturgia de la Iglesia pone el salmo 30 en los maitines del sábado santo y en el domingo después de pascua. Lo que para el pueblo de Israel era como una imagen, es para Jesús una realidad maravillosa: «Tú me has levantado... Has sacado mi alma del abismo..., me has hecho revivir...» (y 2.4).

       Goza uno imaginando los primeros instantes de Jesús cuando salió del sehol para revivir. San Pedro lo resume diciendo: «Muerto en la carne, vivificado por el espíritu» (1 Pe 3, 18). Lo mismo dice san Pablo: «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente, el último Adán, Cristo, espíritu que da vida» (1 Cor 15, 45).

       Pero la fórmula más sorprendente es ésta: «El cuerpo sembrado corruptible, resucita incorruptible; si se siembra vileza, resucita gloria; sembrado débil, resucita lleno de fortaleza. Sembrado cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44). El cuerpo se hace inmortal, glorioso (y. 53).

       A través de todos estos textos vemos que la resurrección de Cristo es mucho más que una simple reanimación biológica. No se trata para Jesús de volver a su vida limitada de antes, circunscrita a un pueblo, sometida a las leyes de una nación, reducida a unas acciones concretas para con las ovejas de la casa de Israel..., sino que se ha convertido en «Espíritu vivificante», el Señor de la historia para todos los hombres de todos los tiempos.

       Esta es la fe de la Iglesia, como lo afirmó san Pedro el día de pentecostés, citando a David que «habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el sheol, ni su carne vería la corrupción» (Hech 2, 31; Sal 16, 10), y lo mismo predicó san Pablo en Antioquía de Pisidia (Hech 13, 35-37).

       San Pablo compara la resurrección de los hombres, que es la referencia básica de la resurrección de Jesús, a una semilla que, enterrada, brota transformada desde el hondo de la tierra. Afirma, pues, la identidad del cuerpo resucitado y transformado, con el cuerpo sepultado. Hay que advertir, además, que el que habla es

un judío y para ellos la resurrección sin cuerpo no tiene sentido.

       Al hablar de la resurrección universal, varias veces toca el tema de la transformación del cuerpo terreno, suspira por la redenciónde nuestro cuerpo (Rom 9, 23) y espera al Salvador y Señor Jesús, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme su cuerpo glorioso (Flp 3, 21). Del mismo modo que la resurrección de Jesús no puede quedar reducida a la reanimación del tampoco se puede hablar de una resurrección en la que los despojos no hayan sido pneumatizados. La victoria de Cristo ha sido ganada en el mismo lugar de la derrota, en el cuerpo.

       Todos los testigos coinciden en afirmar la identidad del Resucitado con el Crucificado. Por eso se insiste en las llagas y se citan las Escrituras. La resurrección lo ha transformado, mas el resucitado es el Jesús de Nazaret, que había sido crucificado y sepultado. Pero, para reconocerle, era necesario que Jesús tomara la iniciativa. Es verdad que su vida había cambiado, pero conservaba todas las señas de su identidad incluso sus llagas...; le reconocen a través de esas señales.

       El magisterio de la Iglesia, a través de los siglos, se limita a enunciar los elementos fundamentales del dogma de la resurrección. El concilio Vaticano II habla varias veces del misterio pascual y de sus efectos salvíficos, pero sin entrar en detalles de orden histórico, ni hablar sobre el modo de interpretar las apariciones. Los documentos de la Iglesia subrayan que la resurrección ha dejado huellas en la historia y que es la glorificación de la humanidad de Jesús, de su alma y de su cuerpo. La fe de la Iglesia confirma la resurrección en la identidad de su cuerpo histórico ya glorificado. Sostiene que los apóstoles vieron realmente al Señor y por consiguiente el cuerpo resucitado de Jesús de algún modo incidió en sus sentidos.

       Pablo VI, a los participantes del simposio teológico sobre la resurrección, después de haber afirmado que Cristo ha resucitado, añade: «Sí, el Señor se ha transformado. Vive de modo diferente a como lo hizo hasta entonces. Su existencia presente nos resulta incomprensible. Y, sin embargo, es corporal, contiene a Jesús todo entero. No se trata de una simple supervivencia gloriosa de su yo. Estamos ante una realidad profunda y compleja, de una nueva vida, plenamente humana. Hoy, como ayer, el testimonio de los Once y de sus compañeros, es capaz, con la gracia del Espíritu santo, de suscitar la auténtica fe: ¡Es cierto!, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro»6.

       En el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, aprobado por Juan Pablo II se afirma que «el misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el nuevo testamento y concluye: la fe en la resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios»7. También se afirma que «la resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primitiva comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la tradición, establecida en los documentos del nuevo testamento» (ibid.).

       Las apariciones son una experiencia cierta, viva y real que transformó a los discípulos. A través de ellas Cristo actuó sobre los ojos y los sentidos de sus apóstoles. Jesucristo mediante su cuerpo glorioso, se hace presente entre los suyos de modo indudable, aunque no tengamos imágenes adecuadas para expresamos. Pero sabemos que hay un vínculo real entre el cuerpo de Jesús muerto y sepultado y el cuerpo glorificado. Primero porque en el cuerpo de Cristo crucificado y sepultado es donde se efectuó la redención de los hombres. Es natural que este cuerpo que acaba de morir en la cruz para redimir al mundo y que está sepultado, participe de la resurrección. Y segundo, por la insistencia en la primitiva predicación apostólica, al afirmar un vínculo real entre el cuerpo crucificado del Señor y su resurrección (1 Cor 15, 4).

La tumba vacía

       El papa Juan Pablo II decía: «El primer dato que registran los evangelios es el de la tumba vacía. No es en sí una prueba directa pero se constata que su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la resurrección. Todos los relatos evangélicos insisten en esta noticia de la primera hora, históricamente sólida.

       Sin embargo las apariciones de Cristo fueron la experiencia decisiva. Ciertamente fue una experiencia singularísima, pero del todo creíble, dada la confianza que merecen todos los que se vieron implicados en ella. No sólo fueron Pedro y los demás apóstoles, sino también un buen número de discípulos, hombres y mujeres, a quienes se les apareció el Resucitado en situaciones y circunstancias diversas, como testimonia también san Pablo (1 Cor 15, 4_8)»8.

       Las apariciones son la prueba definitiva para garantizar la realidad de la resurrección, pero también el descubrimiento del sepulcro vacío forma parte de las tradiciones transmitidas por \ los primeros testimonios. El texto de Mc 16, 1-8 es la narración más antigua. La Iglesia le dio valor confirmatorio. Probada la resurrección por las apariciones, la tumba vacía la confirma; puede justificar y confirmar la fe cristiana en la resurrección de Jesús.

       Se ha insistido en que el relato de san Marcos del sepulcro vacío no desempeña un papel importante y que tiene una intención apologética, pero, de tenerla, se hubiera excedido en narrar la verificación del hallazgo, hubiera puesto como testigos a los hombres, a los apóstoles, y nada hubiese dicho de la perplejidad, miedo y dudas que todo ello les había producido a las mujeres.

       El sepulcro vacío se menciona en el evangelio de san Juan. Tres veces dice María Magdalena que «se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (20, 2.13.15). En la tradición de Juan se habla del sepulcro nuevo —lo llaman monumento, no fosa común—, en el que entierran a Jesús y en el que nadie había sido depositado (20, 40.41). Pedro entró y estaba vacío (vio las vendas y el sudario). Entró también el otro discípulo, «y vio y creyó» (20, 3-10).

       San Pablo conoce la tradición del sepulcro vacío, pues yuxtapone sepultura y resurrección (1 Cor 15, 3). Predica que «fue sepultado y que fue resucitado», es decir, afirma que dejó vacío el sepulcro, porque la concepción semita de la resurrección implica el cuerpo físico que al resucitar abandona la sepultura. La mención del tercer día, más que una referencia a textos del antiguo testamento, se utiliza para narrar el momento en que se descubre el sepulcro vacío, al día siguiente del sábado, cuando según los judíos debía empezar la corrupción del cadáver.

       El sepulcro vacío, aunque por sí solo es un signo ambiguo, sujeto a distintas interpretaciones, es una señal que se da a todos (las apariciones sólo a los testigos elegidos). Es una invitación a la fe, pero todavía no produce la fe.

       La tumba vacía presentada como una sefial ambigua, a partir de las apariciones, puede leerse por la fe como un signo de la resurrección, es decir, que no se formula como prueba de la resurrección, sino como referencia a ella y como signo. Vale como refrendo de las apariciones. Como se ha dicho: No se cree por el sepulcro vacío, pero no se puede creer sin el sepulcro vacío. De por sí solo, no es prueba de la resurrección, pero tampoco! es irrelevante. Según todos los evangelios el sepulcro fue hallado vacío la mañana del tercer día.

       La tumba vacía es una señal que Dios ha regalado a la Iglesia primitiva y a nosotros; es más, es como el punto de encuentro entre la fe y la historia. Enseña que la resurrección de Jesús, desenvuelta en un profundo misterio, ha dejado una señal real en la historia. Si el Padre no hubiese transformado el cuerpo del Hijo mediante la pneumatización, sino hecho un cuerpo nuevo, tendríamos una creación, no una resurrección. Además en nuestros días, que mediante el método de la historia de las formas estudiamos el paso del Cristo de la fe al Jesús de la historia, el sepulcro vacío es señal y punto de encuentro entre fe e historia y tiene gran relieve en cuanto señal evidente de la continuidad histórica, o mejor, de la identidad física entre el Cristo crucificado y el resucitado, entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.

       El asegurar que el Resucitado asumió los despojos mortales del Crucificado, dejando la tumba vacía, es destacar el aspecto importante, la identidad del crucificado y sepultado con el resucitado, siendo el mismo cuerpo —aunque en situación distinta—, es la misma persona. Para la mentalidad judía, una resurrección indica necesariamente un sepulcro vacío, pues a diferencia de la mentalidad griega que distingue dos elementos separables (alma y cuerpo), la antropología bíblica entiende al hombre como una unidad psicológica, cuerpo y alma integrados. Para ellos, el cuerpo no es una parte, sino la manifestación de la persona.

       Irrecosnoscibilidad de Jesús

       Los textos primitivos, al hablar de las apariciones, utilizan el verbo griego ofteh subrayando la percepcción visual, la que tiene lugar a través de los ojos, la que se impone desde fuera como una realidad distinta de nosotros. «Se apareció, o mejor, se hizo ver». El acento recae en Cristo; es un pasivo divino en el que el sujeto es Dios, aquí es Jesucristo. Aunque se trata de una persona, que los apóstoles han visto antes, en la vida pública, ahora actúa desde otra dimensión que no es visible a los ojos puramente humanos. Jesús tiene ahora una existencia distinta a la de antes. Es alguien invisible que se hace ver, que se revela. «Jesús se ha presentado él mismo vivo» (Hech 1, 3). El mismo toma la iniciativa y se comunica a sus discípulos; es quien se impone y se hace presente. Después de resucitado se percibe a través de los ojos como una realidad distinta, que se impone desde fuera aunque pertenece a otro ámbito distinto del de los sentidos.

       El Resucitado crea en sus discípulos unos ojos nuevos haciéndoles posible la comprensión de lo sucedido y fundando la realidad de la fe. El aparecido les capacita para su visión que será descrita, más que como visión ocular, como una revelación de Dios, «que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6). En el rostro de Jesucristo crucificado y resucitado apareció el resplandor de la gloria de Dios.

       La presencia de Cristo no puede concebirse como un puro encuentro físico; es un don. San Pablo subraya el carácter gratuito de su encuentro con Cristo y lo presenta también como una revelación (Gál 1, 15.16). San Pedro proclama que el «Señor se manifestó no a todo el pueblo, sino a los testigos, de antemano escogidos por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él, después de resucitado de entre los muertos» (Hech 10, 41).

       Los testigos más antiguos describen las apariciones como corporales, no como visiones subjetivas. Aunque Pablo distingue la aparición de Damasco (Hech 9, 22.26; 1 Cor 15, 8, a la que se refiere en 1 Cor 9, 1) de las otras visiones y revelaciones que tuvo otras veces (2 Cor 12) y la compara con la aparición a Pedro, a los once, a Santiago y a los quinientos hermanos, sin embargo la aparición al apóstol se manifiesta como una visión de lo alto y las que tiene Cristo con los apóstoles se manifiestan en las circunstancias de la vida diaria, idénticas a las vividas con ellos en su vida pública, para que le puedan reconocer.

       Mas el modo de ser de Cristo, después de resucitado, es distinto del que los apóstoles experimentaron en las circunstancias de su vida cotidiana. El cuerpo de los resucitados es muy distinto de la realidad que conocemos, como explica san Pablo, al hablar de las cualidades de que estará revestido el cuerpo espiritual y celeste (1 Cor 15, 35-49). De ahí la irreconocibilidad de Jesús que los evangelistas señalan. No pertenece ya a nuestro mundo, sino al de Dios. Sólo puede verle aquél a quien él mismo se hace ver (Hech 10, 41), y cuando en esa visión está interesado el corazón. En principio, los discípulos de Emaús no le reconocieron, y sólo al final se les abrieron los ojos (Lc 24, 16.31). Los once creyeron ver un espíritu, hasta que les mostró las manos y los pies (Lc 24, 37-40). María Magdalena tampoco le reconoce al principio y sólo después se da cuenta que está hablando con su Maestro (Jn 20, 14.16). También les costó reconocerle a los discípulos que estaban pescando en el lago de Tiberíades (Jn 21, 4.12).

       No es María Magdalena quien lo reconoce, o los apóstoles o los de Emaús, sino que es Jesús quien les concede la gracia de dejarse ver, de que le reconozcan. Se ha realizado un cambio en el Señor resucitado. Por eso, la Magdalena no lo reconoce. Es que Jesús no ha vuelto a su vida anterior (como la nuestra) sino que ha resucitado. Sólo le conoce al oír hablar a su Maestro. En el evangelio de san Juan se subraya el reconocimiento de Jesús a través de su palabra, en el de san Lucas a través de la eucaristía (Emaús).

       Jesús se acercó visiblemente a los discípulos de Emaús pero no le reconocieron. Antes del encuentro en el camino, el Señor ya estaba con ellos de modo invisible puesto que si hablaban de él y tenían vivo su recuerdo es porque Jesús «estaba en medio de ellos» (Mt 18, 20). Huyeron tristes del cenáculo, pero Jesucristo quería hacerles sentir su presencia. Y fue, después de reconocerle al partir el pan, y desaparecer, cuando esa ausencia se convirtió en una especial presencia, en el corazón, como cuando «les ardía el corazón mientras les hablaba en el camino y les abría el sentido de las Escrituras» (Lc 24, 32).

       Las apariciones no son la resurrección sino su resplandor. Ellas hacen accesible a los hombres al Jesús resucitado. Los apóstoles tuvieron certeza absoluta de la presencia de Cristo resucitado y por eso son los testigos de la resurrección.

Jesús, con su resurrección, abrió una puerta a la plenitud e hizo que entrase en el corazón humano una esperanza indestructible.

       La resurrección de Jesús no supone un regreso a la vida biológica que había disfrutado antes, como sucedió al hijo de la viuda de Nafn, sino que, conservando su identidad se manifiesta totalmente transfigurado y plenamente realizado. Lo que sucedió no fue la revificación de un cadáver, sino la radical transformación de la realidad terrena de Jesús. Santo Tomás de Aquino afirma que «Cristo resucitado no volvió a la vida comúnmente conocida por los hombres, sino que asumió ‘la vida inmortal y conforme a Dios’»9. Porque su cuerpo resucitado, aun manteniendo su realidad humana fue transfigurado, convertido en cuerpo glorioso, pneumático-espiritual (1 Cor 14, 44): fue transformado de corruptible en incorruptible, de débil en fuerte, de animal en espiritual (1 Cor 15, 43-45). La resurrección es la verificación de su anuncio de liberación total, especialmente con relación al dominio de la muerte. En la confesión de fe de 1 Cor 15 se llama por su nombre a la sepultura y se asegura que no fue el último peldaño en el descenso terrestre de Jesús. La fórmula «resucitó al tercer día según las Escrituras», es una alusión al salmo 16, 10: «No dejarás a tu santo conocer la corrupción». Jesús resucita antes de que comience la corrupción.

Nuestra resurrección

       «Hay una conexión íntima entre el hecho de la resurrección de Cristo y la esperanza de nuestra futura resurrección (1 Cor 15, 12). Cristo resucitado constituye también el fundamento de nuestra esperanza que se abre más allá de los confines de esta nuestra vida terrena. En efecto ‘si sólo para esta vida terrena tenemos la esperanza puesta en Cristo ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!’ (1 Cor 15, 19). Sin tal esperanza sería imposible llevar una vida cristiana»°.

       En la resurrección se dio la irrupción divina del reino de Dios. Los discípulos hicieron verdad esa irrupción de la resurrección viviendo una vida nueva. No sólo predicaron que Cristo había resucitado, sino que dieron pasos decisivos de tal modo que su vida reflejaba aquel encuentro con el Resucitado y, deese modo, ellos fueron el verdadero testimonio de la resurrec1 ción. Allí está el alcance teológico-salvífico de la misma, que aparece, sobre todo, como victoria sobre la muerte, como cumplimiento del plan de Dios (realización del Reino según las Escrituras). Con ella Jesús ha sido constituido Hijo de Dios con poder, levantado a los cielos y sentado a la diestra de Dios (Mc 16, 19).

       El Padre es quien ha hecho entrar en Jesús su Espíritu y el sepulcro se ha abierto y ha vuelto a vivir; ese mismo Espíritu que ha resucitado a Cristo, resucitará también nuestros cuerpos mortales (Rom 8, 11). Y será Cristo resucitado quien haga derramar una plena efusión del Espíritu, «efusión que no se había dado antes, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39; Hech 1; 2).

       Si Jesús resucitó, también nosotros le seguiremos y viviremos todos con él (1 Cor 15, 20-22), porque para nosotros se ha abier¡ to una puerta al futuro y ha entrado en el corazón del hombre una esperanza desbordante. Y, de ese modo, podemos «dar res- puesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3, 15).

       Sólo en el Resucitado descubrimos los seguidores de Jesús, de manera decisiva, a ese Dios que san Pablo llama el Dios de la esperanza (Rom 15, 13). Al saber «la poderosa virtud que Dios ejerció en Cristo resucitándole de los muertos, conocemos la esperanza a la que nos ha llamado» (Ef 1, 18-20). El Padre al resucitar a Jesús se nos ha revelado como el salvador de la vida que al final nos espera, al vencer el poder destructor de la muerte.

       Generalmente Ja resurrección aparece como obra del Padre; así en «Jesús ha resucitado» (1 Cor 15, 4) se usa el pasivo divino para evitar la mención explícita del nombre de Dios. El tiempo del verbo es perfecto, mientras los verbos referentes a la muerte, sepultura y apariciones están en aoristo (14, 3-6). El aoristo significa acción puntual. El perfecto, en cambio, expresa un hecho, sucedido en el pasado, pero cuyo efecto continúa en el presente 11. El que resucitó en el pasado sigue en el presente con la existencia nueva de resucitado. Lucas lo presenta como el que vive (24, 5.23). En el Apocalipsis (1, 20) también se manifiesta como el que vive.

       La fuerza de Dios, su poder, es quien produce la vida en Jesús y en nosotros (2 Cor 13, 4), pues la resurrección es por la manifestación del poder de Dios (1 Sam 2, 6; Mc 12, 24).

       La resurrección en Jesús es un comenzar a estar vivo, pero no con la vida mortal de antes, sino con una vida que no volverá a dejar de existir. Tiene el mismo cuerpo de antes, el que fue crucificado y sepultado, pero por la resurrección, su cuerpo se ha convertido en cuerpo espiritual, participa de la vida divina y ya no puede morir (Rom 6, 9). Los que resuciten después de Cristo tampoco tendrán un cuerpo sujeto a la corrupción, sino espiritual (1 Cor 15, 42-47).

Jesús en su resurrección fue exaltado (Jn 12, 32; Flp 2, 9), glorificado (Jn 12, 16.28; Hech 3, 13), elevado (Hech 1, 2.11), sentado a la derecha de Dios (Mc 16, 19; Rom 8, 34).

       La glorificación adquiere aún mayor relieve, ya que Dios al resucitar a Jesús lo constituyó en Hijo suyo con poder, según el espíritu de santidad (Rom 1, 4). Jesús, al despojarse de su condición divina (Flp 2, 6.7) y quedar eclipsado en la debilidad de la carne, mantiene su filiación divina antes de Ja resurrección; pero después de la restirrección se manifiesta como Hijo de Dios con plenitud de poder.

       Los apóstoles, al predicar la resurrección, proclamaban su significado para nosotros, como esperanza de vida futura (1 Pe 1, 3) y como liberación de nuestros pecados (1 Cor 15, 3.17; Lc 24, 47; Hech 10, 43). «Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que murieron» (1 Cor 15, 20; Col 1, 18); en virtud de nuestra unión con él, también nosotros resucitaremos participando de su gloria. El es el primogénito de muchos hermanos (Rom 8, 29). Lo que para nosotros será futuro, en Jesús ya es presente. Su resurrección es el principio y fundamento de la resurrección de los muertos (1 Cor 15, 23). «Así como todos murieron en Adán, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida» (1 Cor 15, 2 1.22). Los cristianos ya han sido sepultados y resucitados con Cristo (Col 3, 1; Ef 2, 5.6), pues todos los que se han revestido de Cristo son una nueva creación (Gál 3, 27; 2 Cor 5, 17). El estar con Cristo es el presupuesto para la futura resurrección (2 Cor 4, 11). Ese estar con Cristo incluye ese espíritu, ese germen divino, esa vida nueva que producirá la resurrección. Por eso, llama al Espíritu, las arras de nuestro revestimiento con el cuerpo celeste (2 Cor 5, 4.5; Rom 8, 23).

       Nosotros resucitaremos como escribe san Pablo a los tesalonj¡ censes en su primera carta (4, 14-17). Seremos transformados a semejanza de Cristo (Flp 3, 21).

       En tiempos de Jesús era común entre los judíos la creencia de la resurrección de los cuerpos (los justos para la vida eterna, los pecadores para la eterna ignominia, Dan 12, 2). San Pablo, ante el tribunal de Cesarea, declara la misma fe de sus compatriotas (Hech 24, 15).

       Si Cristo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte (Hech 2, 24), saltándose todas las leyes de la naturaleza, no hay dificultad para admitir la resurrección de los hombres. Para la omnipotencia divina nada hay imposible.

       La resurrección de Cristo es una victoria sobre la muerte; con ella dominó sobre vivos y muertos. Nosotros, tanto si morimos con Cristo, como si vivimos con él, tendremos como coronamiento la vida eterna (Rom 14, 7-9).

       Los muertos resucitan al quedar asumidos en una realidad definitiva y bondadosa que llamamos Dios. Penetran en un mundo donde Dios será todo en todas las cosas. Ahora, mientras esperamos la resurrección, anticipada en la de Cristo, hemos de prepararla, comprometiéndonos con todos aquellos ideales y valores que significaron la vida de Jesús y que el Padre aprobó resucitándolo de entre los muertos.

       Con la salida de Cristo del sepulcro comenzaron ya los cielos nuevos y la tierra nueva. Todos suspiramos por un mundo donde «no haya ni muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4). La muerte es la condición fundamental que actualmente existe en el mundo. Pero el hombre aspira a la superación de la muerte. La resurrección de Cristo nos asegura que esa aspiración es posible. Que la muerte no pertenece irrevocablemente a la estructura de lo creado. El poder de Dios llega hasta el interior del hombre, no termina al borde de la materia. Creer en la resurrección es creer en el poder de Dios que es esperanza y alegría; la muerte acaba en resurrección.

       La resurrección es la introducción del hombre —cuerpo y alma— en el reino de Dios, donde la muerte y el dolor y el pecado fueron aniquilados. Para nosotros, después de la resurrección de Jesucristo, ya no hay utopía (no existe lugar), sino topía:

existe ese lugar, que es la resurrección como transformación de toda la realidad humana. «El mismo Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a vuestros

cuerpos mortales en virtud de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). El Espíritu santo que nos comunica la gracia, que es el germen de la gloria, será quien nos otorgará la gloria del alma y la resurrección del cuerpo.

       El germen de la resurrección, de la gloria, es depositado en  el interior del cristiano y no ha de perderse con la muerte del hombre: «El que cree en el Hijo, tiene la vida eterna» (Jn 3, 16.36; 5, 24; 11, 26).

       «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad (Hech 1, 7). La figura de este mundo pasa (1 Cor 7, 31), pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra (2 Cor 5, 2; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1) donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de  saciar y de rebosar todos los anhelos de paz que surgen del corazón humano (1 Cor 2, 9; Ap 21, 3-7). No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. El Reino está ya miste riosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección»’2.

       La escatología, la apertura al futuro último y eterno nunca puede generar falta de compromiso o alienación. Tampoco puede engendrar miedo o temor. El hombre, ante el misterio de la muerte, está perplejo acerca de la desesperanza escatológica de

que todo se acabe para siempre.

       Se ha afirmado que la preocupación del más allá, la esperanza de no morir, es el todo de la religión.

       La predicación cristiana está hoy centrada en el anuncio de \ la caridad, no en el evangelio de la resurrección. Y, hasta caben malentendidos, al hablar solamente de la caridad ya que ésta puede convertirse en una actitud social, sin que surja del corazón del evangelio. Nos equivocamos si para ganar a los hombres sólo predicamos la promoción social en una línea horizontalista, sin entrar en la dimensión escatológica. Y la pobre gente que necesita consuelo y esperanza y seguridad futura y que carece de todo medio económico, hundida en su pobreza, va a las apariciones y a las sectas (según el CELAM, cada día son varios los miles que abandonan la Iglesia católica) porque les hablan de Dios, de la resurrección, de la vida eterna, del cielo. Pero el cristiano sabiendo que, cuando venga el Señor, se consumará la perfección, lejos de temer esta venida, la desea, como la esposa desea la vuelta del esposo que marchó de viaje. San Pablo pide «a los hermanos que, respecto de los muertos, no se entristezcan como los demás que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13), sino que «esperen a Jesús que ha de venir de los cielos, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (1 Tes 1, 10) y «así siempre estarán con el Señor» (1 Tes 4, 17). Juan Pablo II afirma que «nuestro mundo, tan desarrollado y civilizado, no es capaz de liberar al hombre del sufrimiento y mucho menos de liberarlo de la muerte»’3.

       El concilio Vaticano II enseña cómo «el hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Todos los esfuerzos de la técnica moderna no pueden calmar esta ansiedad del hombre. La Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal entró en la historia a con- 1 secuencia del pecado (Sab 1, 13; Rom 5, 21; 6, 23). Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte (1 Cor l5,56.57)»

La resurrección de Cristo es el principio de una vida nueva

       La fe afirma que la muerte no es lo último, lo definitivo, y que el hombre, cuerpo y alma, resucitará. Esto resultaba escandaloso para los saduceos que cuentan al Maestro la historia de la mujer casada siete veces (Lc 20, 27-40), y para los filósofos de Atenas, que no podían admitir que la cárcel del alma (así llamaban al cuerpo), acceda al mundo de Dios.

       La humanidad entera sueña con la situación que describe el Apocalipsis, cuando se realice la nueva alianza y «Dios ponga morada entre los hombres. Dios mismo estará con ellos y enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni cansancio, porque el mundo viejo ya pasó» (21, 3.4).

El problema que hoy se plantea el hombre, la pregunta que le interesa no es la de qué es, sino la de qué será, cuál es el futuro que le espera. El futuro que aflora es el que describe el relato bíblico del paraíso (Gén 2) que, aunque está proyectado sobre / el pasado, es una profecía de lo que será el futuro: armonía y felicidad, paz total entre el hombre y la naturaleza, de los hombres entre sí y con Dios.

       El reino de Dios en su sentido pleno es la liquidación del  pecado con todas sus consecuencias en el hombre y en el mundo y la transfiguración del cosmos según Dios.La resurrección es la transfiguración total del hombre: el ser corruptible se reviste de incorruptibilidad y el mortal de inmortalidad (1 Cor 15, 54-57). Dios no sustituye lo viejo por lo nuevo, sino que hace brotar lo nuevo de lo viejo. Consoladoras son las palabras del prefacio primero de la misa de difuntos que son la mejor reflexión y comentario de 2 Cor 5, 1-5: «En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección. Y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». Bellamente el concilio Vaticano II expresa esta doctrina: «Vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad y permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre»15.

       Los cristianos no huimos de este mundo al otro, sino que con este mundo vamos al futuro.

       Es un error el dividir la historia en sagrada y profana. Sólo hay una historia. La historia de la salvación se realiza en la historia. Ya estamos construyendo el mundo futuro. La salvación no consiste en esperar otro mundo, sino en contribuir a que del viejo emerja el nuevo, ayudando «a la creación entera que gime y siente dolores de parto» (Rom 8, 22). El fin del mundo no será la destrucción de lo que ahora conocemos pues creemos con san Ireneo que «ni la sustancia, ni la esencia de la creación, serán aniquilados; lo que debe pasar es su forma temporal»’6.

       En el Credo de los apóstoles confesamos la resurrección de la carne. En el símbolo niceno-constantinopolitano se afirma la resurrección de los muertos. En los textos del nuevo testamento no aparece la palabra resurrección de la carne, sí en cambio resurrección de los muertos. Jesús vincula la eucaristía con la resurrección (Jn 6, 54-58), resurrección que pasa por comer su carne y beber su sangre, es decir, que se refiere a nuestro cuerpo o mejor al hombre entero, cuerpo y alma, según la antropología bíblica.

       El hombre al que Dios crea y llama a esta nueva vida de resurrección es el hombre total, con toda su historia: sus vivencias, el amor dado y recibido, los acontecimientos en los que ha sufrido, luchado, vencido o fracasado, las alegrías, las lágrimas, la muerte, todo será resucitado y transfigurado con Cristo. Serán transfiguradas y rehechas, por la potencia de la vida resucitada de Cristo, todas las relaciones humanas, relaciones de amistad, de afecto fraterno, de trabajo, de apostolado, de tal modo que nuestra manera de comunicarnos y reconciliarnos en la tierra llegue a ser un anticipo de nuestra comunicación en el cielo, pregustando la perfecta comunión de todos nosotros entre nosotros y con Dios, que se realizará de modo pleno en la eternidad, en la Jerusalén celeste.

       ¡Cómo hemos de esforzarnos en amar, en dar amor, ya que todo será resucitado y transfigurado en Cristo, en el cielo!

       La Gaudium et spes nos ofrece un párrafo maravilloso en el que enseña una nueva teología de la esperanza cristiana: el hombre total, con toda su historia, es el llamado a esta vida nueva de resurrección: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal... Este reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección»’7.

        No se puede, pues, minusvalorar el tiempo frente a la eternidad, no se puede infravalorar la historia presente frente a la vida futura. Mientras vivimos, estamos construyendo con nuestras manos el mundo futuro, que no estará separado de nuestro mundo actual, sino que será su remate y perfección. Será «el cielo nuevo y la tierra nueva», iluminados y transfigurados, que predijeran Is 65, 17-25, 2 Pe 3, 13 y Ap 21, 1. Todo será obra de Dios, y obra también a la que nosotros hemos de contribuir con

nuestra aportación terrena. ¡Cómo hemos de trabajar, orar, amar, para construir el mundo futuro! ¡Cómo hemos de realizar, mientras vivimos en la tierra, la misión esencial que nos ha encomendado Jesús: «Ser la sal de la tierra, la ciudad puesta sobre la cima del monte, y la luz que alumbre a todos los hombres!» (Mt 5, 13-16).

       San Pablo en las cartas de la cautividad puntualiza que la resurrección de los hombres es la vida nueva en Cristo que se da ya ahora. «Cierto es que Dios nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2, 6), pero sólo «por fe, no por visión real» (2 Cor 5, 7), «sólo en esperanza que no se ve es como estamos salvados» (Rom 8, 24). Es verdad que «ya somos hijos de Dios, pero lo que seremos, aún no se ha manifestado» (1 Jn 3, 2). De ahí ese «nuestro continuo anhelar la manifestación de los hijos de Dios..., el ansiar ser libertados de la servidumbre, de la corrupción,... y entre dolores de parto suspirar por la filiación, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 19-23). La resurrección de Cristo es el comienzo y, de algún modo ya, la realización de la resurrección universal de los muertos y de la nuestra. La muerte-resurrección de Cristo es el comienzo de la irrupción del reino de Dios: «Ha resucitado como• primicia de los que murieron» (1 Cor 15, 20); «Es el primogénito de los muertos» (Col 1, 18). Como afirma el concilio Vaticano II: «La plenitud de los tiempos ha llegado pues hasta nosotros (1 Cor 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aún en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

       San Pablo escribe que en el bautismo «es uno sepultado para participar en la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4), pues «el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,/ 17). Y hasta se atreve a afirmar que los bautizados ya están resucitados: «Si fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba donde él está sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), concluyendo con claridad que «de gracia hemos sido salvados, y no resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2, 5.6).

       En la resurrección de Jesús ha comenzado ya la nuestra. El mismo espíritu por el que Jesús resucitó habita ya en los cristianos y constituye las arras del futuro cuerpo glorioso. Cada día se va realizando la resurrección del hombre interior, pues no hay sólo una resurrección del cuerpo, hay también una resurrección del corazón. La resurrección de la carne será en el último día, la del corazón se realiza cada día. Esta es la que depende de nosotros y en la que debemos trabajar sin cesar. Ante las apariciones de Jesús, ante aquellos signos que deslumbraron a los apóstoles, nos alerta san León Magno y nos pide que los hagamos realidad aquí y ahora: «Que aparezcan también ahora en nuestra ciudad los signos de la futura resurrección y lo que debe cumplirse en los cuerpos, que se cumpla ya ahora en los corazones»’9.

       En el capítulo de la santidad reflexionamos sobre si se puede cambiar, si uno se puede hacer santo. La esperanza viva que procede de la resurrección es la que embarcó a los primeros discípulos haciéndoles criaturas nuevas. La experiencia de los santos que transmite a la Iglesia toda la riqueza de la resurrección de Cristo, y que ha sido capaz de transformar durante dos milenios a los pecadores en santos, nos abre el corazón a la esperanza que procede de la resurrección del Señor y nos embarga como un soplo renovador. Por eso, en esta meditación experimentamos que algo va a cambiar en nuestra vida, que todo no va a ser igual. Aunque otras veces hayamos sentido esto mismo y después la realidad nos lo haya desmentido, esta vez será distinto. Al esperar de este modo en plenitud de confianza, se conmoverá el corazón de Dios y nos ayudará: el signo de la futura resurrección se cumple ahora en nuestro corazón.

Significado de la resurrección

1. Para la persona de Jesucristo. Con ella se constituye hijo de Dios con poder (Rom 1, 4), juez y Señor de vivos y muertos (Hech 10, 42; Rom 14, 9). Por ella recibió un-nombre-sobre-todo-nombre (Flp 2, 9).

       Jesús, en su vida terrena, ha vivido no en la gloria del hijo e Dios, sino en la kenosis de su condición de esclavo (Flp 2, ). Ha vivido con toda pobreza la condición humana llegando a ser en todo, excepto en el pecado, semejante a los hombres (Heb 2, 17; Rom 8, 3). Mas la resurrección descubre quién era verdaderamente Jesús, y lo que había de desconcertante y extrardinario en sus palabras y acciones. A la luz de la resurrección hay que leer la vida de Cristo, como lo han hecho los testimoos más auténticos de la Iglesia primitiva. Por eso, la vida de Jesús que ofrecen los evangelios es más verdadera y recoge más profundamente «lo que hizo y dijo» (Hech 1, 1), que una pura historia que se quedara en la superficie.

       Y, sobre todo, la resurrección revela el sentido de la muerte de Jesucristo que quedaba misterioso y desconcertante. Ha querido morir para cumplir el designio del Padre (Mc 8, 31). La muerte de Jesús aparece como el camino que conduce a la vida, como el instrumento de la redención (Jn 12, 24).

       La resurrección se presenta como un triunfo de Jesús, como el sí dado por el Padre a la pretensión y a la persona de Cristo. Sin resurrección, la vida y la muerte del Señor quedarían incompletas. Ella sanciona la misión y la identidad de Jesús. Vida, muerte y resurrección forman una trilogía inseparable. Jesús muere así porque ha vivido de ese modo, y vive así para morir de ese modo. La resurrección es una rehabilitación. A partir de la luz de la resurrección, los discípulos hubieron de corregir sus concepciones políticas y triunfalistas del reino de Dios, y admitir que el reinado de Dios se realiza en el amor y no por el poder. Ella igualmente reivindica la pretensión de Jesús: un reino en el que el hombre sea libre, un culto en espíritu y en verdad, en una comunidad sin marginados, y donde la vida humana esté cobijada al calor de la paternidad de Dios.

2.° Para el hombre y para el mundo. La resurrección ha transformado radicalmente la situación del hombre y del mundo, haciéndole pasar, aunque todavía no plenamente, del eón presente  al futuro. En el eón presente dominaba el demonio, el pecado y la muerte. Estas potencias las ha vencido con su muerte-resurrección (Rom 6, 9; Heb 2, 14.15).

       San Pablo, al menos en cuatro ocasiones, evoca el acontecimiento que cambió el curso de su historia, que transformó su vida y que dio un vuelco a su existencia: Gál 1, 13-24; 1 Cor 9, 1.2; 15, 8; Flp 3, 7-14. Refiere la repercusión que ha tenido en su vida el encuentro con el Resucitado. Lo sintetiza en tres momentos: antes, en y después. Antes era fiel observante y perseguidor. En el momento en que vio a Cristo resucitado y lo alcanzó salvíficamente, inauguró una vida nueva. Después, cuando su vida quedó radicalmente cambiada, se produjo una ruptura total con su vida anterior, e hizo una nueva jerarquía de valores.

       El hombre, adhiriéndose a Cristo resucitado, muere al pecado, llega a ser un hombre nuevo, que ya no vive en la carne, sino en el espíritu (Rom 6, 4-6; 7, 5; 8, 9) y que ya no puede pecar (1 Jn 3, 6.9 [texto misterioso]).

       La resurrección ha inaugurado el reino escatológico. Todavía no es el fin, pero sí el comienzo del fin, cuando Cristo en su segunda parusía venza a sus enemigos y le queden sometidas todas las cosas (1 Cor 15, 24-28).

       Pero además de su significado cristológico, la resurrección tiene un sentido soteriológico para cada uno de nosotros: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le ha resucitado entre los muertos, serás salvo» (Rom 10, 9). Su resurrección hace posible y realiza la nuestra.

       Es verdad que la resurrección de Cristo no anula lo que tiene de dramático y trágico la existencia humana. Hasta la segunda venida el pecado dominará en el hombre y en el mundo. Mas el triunfo definitivo no será del pecado, pues ahora ya en la humanidad obra una fuerza divina que proviene de la resurrección, fuerza que al hombre le libra del pecado y del egoísmo y engendra la caridad que le hace sentir el grito desgarrador de los marginados, de los oprimidos, de los pobres y le da fuerzas que le empeñan en la liberación de todos. A la fuerza de la violencia opone la de la verdad y la de la justicia. De ese modo crece un mundo nuevo que comienza hoy: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo. Mirad que yo realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 19). Esto nuevo que brota de la resurrección es lo que ha dado fuerzas a los hombres para luchar y transformar este mundo en que vivimos.

       La resurrección constituyó para los seguidores de Jesús una experiencia de conversión total. Fue un volver a él, abandonándose plenamente en su poder y viviendo la presencia del Maestro en medio de ellos. Ante el escándalo de la cruz y la muerte ignominiosa de Jesús, lo abandonan y huyen (Mc 14, 50). Ahora, después de la resurrección, manifiestan una adhesión inquebrantable. De una situación de crisis, pasan a una actitud de fe. Este cambio brotó de un encuentro con quien se mostró vivo después de la muerte, y de un proceso progresivo de cuanto encierra la resurrección y que se describe en los relatos evangélicos.

       La fe en la resurrección surge de una profundización de las palabras de Jesús pronunciadas en su vida pública (Lc 24, 6-8), de creer en las Escrituras y de apoyarse en los signos que presenciaron (sepulcro vacío y encuentros con el Resucitado).Fuera de la percepción humana cae el hecho de la resurrección, lo que se verificó en Jesús, la nueva dimensión de su cuerpo convertido en espíritu vivificante, y hasta las mismas apariciones que no eran observables por cualquiera, pues significaban una penetración en profundidad de las Escrituras y de las palabras del Señor.

       Los que siguieron a los apóstoles llegaron a la aceptación de la resurrección en una actitud de fe (1 Cor 15, 1.2), como nos sucede a nosotros; mas para llegar a adquirir esta fe, para crear un clima de crecimiento se insiste en el ahondamiento de la Escritura y en la fracción del pan (Lc 24, 6.7.26.27.30-35.44).

       Esta es la vida nueva que surge de la resurrección con la que el creyente muestra que Cristo resucitado continúa todavía vivo en la vida de los cristianos. Esta vida personal e íntima se comparte con los otros en la comunidad eclesial, y crece al expandir- la a los demás tal como hizo María Magdalena al comunicar la buena nueva a los discípulos (Jn 20, 18) y como los de Emaús 1,8 al grupo de los apóstoles (Lc 24, 33-35), a quienes se les confió la misión de evangelizar a todo el mundo (Mt 28, 18-20; Hech 1, 8)

       La resurrección de Cristo es la esperanza del hombre y del mundo y la luz que clarifica el camino doloroso de la humanidad y da sentido a la historia humana. Si Cristo no hubiese resucitado no sólo sería yana nuestra fe, sino también nuestra esperanza.

       Los primeros cristianos no sólo predicaron a Jesús resucitado sino que lo hicieron presente en sus vidas y en la de aquellas comunidades. ¿Cómo podemos nosotros hacer hoy presente a Cristo resucitado? No se trata de presentarlo de modo abstracto en la predicación. La transformación que Cristo ha experimentado en su humanidad gloriosa se ha de comunicar a todos los hombres. De Cristo resucitado procede toda la gracia y toda la santidad. Esta es la experiencia que vivieron los apóstoles y que es ahora la norma y el fundamento de la nuestra.

       La predicación apostólica de la resurrección era eficaz por estar avalada con una manifestación de signos del Espíritu santo (don de lenguas, de curaciones, de milagros, de profecía... 1 Coi1 12), pero sobre todo por el hechizo que producía la vida de lo cristianos, por las señales que manifestaban de manera fehaciente que la comunidad vivía la resurrección: celebración de la eucaristía, oración en el templo, alegría, comunión de corazones (koinonía), caridad en el compartir lo que cada uno poseía, entregados en el servicio desinteresado, al pobre, al marginado (Hech

2, 43-47; 4, 32-35). La primitiva comunidad vivía de Cristo resucitado. La predicación del Señor resucitado resulta ineficaz se refiere sólo a un hecho del pasado y no viene ejemplificada en la realidad de una comunidad en la que obra el Espíritu. Fue Cristo resucitado quien comenzó en sí mismo la transformación del mundo y ahora la continúa en la Iglesia.

       Todo se hace nuevo con la resurrección de Jesús, donde me- diante la glorificación de su cuerpo ha puesto la levadura para la renovación y transformación del mundo entero.       La eficacia de la resurrección que se hizo efectiva cuando se realizó, continúa en el presente renovando a la humanidad y, se prolongará hasta el fin de los tiempos a través de esa vida que no perece.

       La resurrección posee una significación salvífica de primer orden porque representa la victoria sobre la muerte y el pecado. Es el signo que acredita que Jesús es el Hijo de Dios. Es el milagro por excelencia y constituye el centro mismo del cristianismo. Es el acontecimiento clave dentro de la historia de la humanidad que la modifica, puesto que la victoria final la anticipa en Jesucristo. Es la victoria definitiva sobre el mal y sobre todo límite humano; es la primicia de nuestra resurrección y de donde sacamos la fuerza para nuestro compromiso cristiano y para nuestra esperanza en el futuro. Creer en la resurrección equivale a afirmar que Cristo está vivo, junto al Padre y entre nosotros, y que el Señor resucitado 1nos asegura la vida eterna más allá de la historia. Y porque Jesu¡ cristo ha resucitado, el bien es más consistente que el mal, la verdad es más sólida que la mentira, la alegría es más radical que la tristeza, la generosidad es más verdadera que el egoísmo, la gracia es más fuerte que el pecado, la vida más que la muerte. La resurrección de Jesús es para el cristianismo el acontecimiento central de toda la historia humana.

21ª.  ALEGRÍA DEL CORAZÓN

“La alegría del corazón es la vida del hombre, el regocijo del varón, prolongación de sus días”(Ecl 30, 22).

“Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres”(Flp 4, 4).

       El hombre es el ser conflictivo. El pecado original, más aún los pecados personales nos ponen en estado de debilidad, de impotencia, que provoca desequilibrio, tensiones, depresiones, y a veces desemboca en tragedia. Es la ley de los miembros: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que detesto» (Rom

7, 19).

       Además, este estado conflictivo parece ser hoy uno de los signos de los tiempos en nuestro contexto histórico, y en el momento religioso que vive la humanidad. Antes, todo parecía patente y claro. Ahora, vivimos momentos de crisis, de perplejidad, de confusión, de inseguridad. Ahora, resulta fácil comprender que Dios nos salva, no por su omnipotencia, sino por su debilidad (Mt 8, 17).

       Por todo eso, vamos a reflexionar sobre la alegría, no propiamente del sentimiento de dicha sensible y pasajera, sino de la auténtica alegría que hunde su raíz en la buena nueva, que se funda en Jesucristo.

       A la tristeza se la consideraba pecado capital en nuestros catecismos antes de san Gregorio Magno; fue este papa quien pensando que la tristeza y la pereza fueran lo mismo, excluyó de la lista de los pecados capitales la tristeza.

       Es verdad que no toda la tristeza es pecado; hay dolor en el alma; hay momentos de tristeza y horas oscuras hasta en las almas más alegres y santas. El mismo Jesús, el hombre más gozoso y que no podía pecar, confesó en Getsemaní «que su alma estaba triste hasta el punto de morir» (Mc 14, 34). Quien no conozca esas horas oscuras poco sabe de la vida.

       A veces, la experiencia del cristiano está marcada con una tristeza singular, que el no creyente no puede comprender. Por una parte ve que con Jesucristo ya ha comenzado un mundo nuevo, que tiende hacia su plenitud definitiva. Por otra parte, ve con más claridad que los otros hombres, que el mundo que le rodea está sumergido en una atmósfera de pecado y de ausencia de Dios. ¡ Cuántos padres asisten impotentes y tristes al espectáculo de sus hijos que vuelven la espalda a su ideal religioso bajo la presión de la mentalidad del mundo actual! ¡Cuántos cristianos se entristecen viendo cómo el mal se va introduciendo de modo oculto en la vida pública, en los medios de trabajo, en la escuela y hasta en las comunidades eclesiales!

A veces, hasta las personas más comprometidas han de reconocer que por su debilidad y estado de pecado contribuyen al dominio del mal. Si vivimos el compromiso cristiano y no llevamos una vida superficial, no podemos permanecer indiferentes sino que estaremos afligidos y tristes ante la destrucción que el mal opera en la vida de los hombres.

       Pero hay una tristeza que es pecado, a la que se rinde el hombre por falta de coraje. Es la de quienes no quieren ver el mundo sino como una pura oscuridad y se olvidan que el Padre bueno de los cielos sigue amando al hombre y cuidando al mundo que creó y del que afirmó que era bueno (cinco veces aparece esta afirmación en Gén 1).

       A este respecto, me parece iluminadora la fantasía que escribe el padre Hiring: «En un gran congreso el demonio supremo habla así a todos sus muy amados e igualmente odiados diablos para conseguir la transformación de la Iglesia en un sacramento de pesimismo. Aprended la psicología moderna: ansiedad, angustia, tristeza, es ahora la consigna. Insistid piadosamente en la observancia de todos los mandamientos, salvo los del amor y la misericordia. No toleréis el sentido del humor, porque está vinculado a la humildad y podría resultar fatal. Colocad todos los días en el despacho del papa una larga relación de acontecimientos sombríos que sirvan de base a su información; haced lo mismo con los obispos, superiores religiosos y profesores. Sed intrépidos al combinar los diversos ingredientes piadosos, siempre que incluyáis el elemento básico y potentísimo del maloliente pesimismo»’.

        Delibes, en su novela La sombra del ciprés es alargada, hace un retrato-robot del pesimismo: «El pesimismo sólo nos deja ver las espinas en los rosales, la muerte en el hombre, la carne en el amor. Alimentados de pesimismo no vivimos la vida, la sufrimos. Todo lo malo de la vida se agiganta para el pesimista y además lo bueno se hace malo precisamente porque de todo escoge su fachada negativa. El alternarse lo bueno y lo malo de la vida no basta para enfangamos en el pesimismo».

       Contra el pesimismo, el hombre hoy tiene que vivir el gozo y la alegría de darse a los demás, de darse en detalles de ternura. La ternura es una forma entrañable y delicada de manifestar el cariño y el respeto que los demás nos merecen. Una persona que ama con ternura a los hombres es capaz de suscitar en ellos los mejores sentimientos y actitudes de alegría y de gozo.

       La ternura para con los demás exige aceptar a todos como son, comprender y no juzgar.

       Hay una película antigua que, por la manera de actuar el protagonista, me impactó. Me refiero a La torre sobre el gallinero de Vittorio de Calvino. Voy a relatar solamente una escena. Al vecino del piso de abajo no le dejaron dormir unos ruidos del piso de arriba. Y pensó: mañana subiré y le romperé la cara. Era un joven el que así pensaba y podría hacerlo. Pero fue por la mañana, al subir, cuando se enteró que el hijo de su vecino del piso de arriba había muerto aquella madrugada. Durante toda la noche el padre había paseado en sus brazos al niño gravemente enfermo para infundirle vida, para que no se le muriera. ¡Cómo cambió de actitud al enterarse de la realidad del hecho! Me impresiona el comprobar que nuestra interpretación de los hechos es, a menudo, equivocada. Haría falta conocerlo todo, todo, y todavía no sería suficiente para poder juzgar. Pocos textos bíblicos me han impactado tanto como: «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados» (Lc 6, 37), teniendo en cuenta que esta frase de Jesús es un doble pasivo divino, es decir que el sujeto es Dios: si no juzgamos, ni condena- ¡nos a los demás, Dios nunca nos condenará.

       Ante la gente que anda taciturna por las pequeñas cosas que ocurren en la Iglesia, y por los problemas grandes que vive el hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto al hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es el camino, la verdad y la vida! (Jn 14, 6)»6.

       La oración nos hace serenos, no angustiados; la cruz nos hace maduros, no agrios. El mundo espera de nosotros no grandes acciones, ni palabras elocuentes, sino que les mostremos en la alegría de nuestros rostros que Jesús es buena noticia, que sepamos sonreír.

       Jean Guitton, a quien acudió Mitterrand poco antes de morir para que le hablase de la vida después de la muerte, cuenta lo que en una ocasión le dijo un incrédulo: «Yo si tuviera fe, la tendría infinitamente más que usted. La aplicaría. Renunciaría al mundo. Entraría en el monasterio de Port-Royal. No estaría nunca triste. Pero usted está triste y no entra en Port-Royal. ¿De veras tiene esa fe?».

Esto nos trae a la memoria lo acaecido en uno de los viajes del papa Pablo VI. Había sufrido mucho por las consecuencias de algunas aplicaciones arbitrarias del concilio Vaticano II, por lo que se notaba que a veces al papa le costaba sonreír. Cuando Pablo VI fue a Uganda, al Congreso eucarístico internacional, una periodista de Kampala publicó en la prensa una carta abierta dirigida al papa: «Pablo VI, sonríe. Si no sonríes la gente de mi tierra dirá: ¿de qué le sirve al papa su fe, si no sabe sonreír?».

       La alegría es una obligación que el israelita tiene para con Dios. Es decirle que está contento con sus dones. Y en esta línea va la oración del judío piadoso, como va el Magnificat de la Virgen.

       Es también una obligación para con el prójimo. Nuestro deber es brindarle alegría: «Lleve uno la carga del otro y así cumplimos la ley de Cristo» (Gál 6, 2). Llevar la carga del prójimo es brindarle alegría, que a la vez redunda en provecho propio, como dice un proverbio chino: «Siempre queda un poco de fragancia en la mano que ofrece rosas». Conservar la alegría es saber repartirla. El mejor modo de repartir la alegría es sonreír. La sonrisa es el sol de las almas: Así como el sol disipa las nubes, la sonrisa amable y cordial hace desaparecer la tristeza y el pesimismo de las personas que conviven con nosotros. En la sonrisa damos a los demás lo mejor que tenemos y somos. Se ha dicho que una sonrisa cuesta poco y produce mucho. No empobrece a quien la da y enriquece a quien la recibe. Dura sólo un instante y perdura en el recuerdo eternamente. Es la señal externa de la amistad profunda. Nadie hay tan rico que pueda vivir sin ella y nadie tan pobre que no la conozca. Una sonrisa alivia el cansancio, renueva las fuerzas y es consuelo en la tristeza. Una sonrisa tiene valor desde el momento en que se da. Si crees que a ti la sonrisa no te aporta nada, sé generoso y da la tuya, pues nadietiene tanta necesidad de la sonrisa como quien no sabe sonreír.

       Es igualmente una obligación para con nosotros mismos, pues «corazón alegre hace buen cuerpo, la tristeza seca los huesos» (Prov 17, 22). Santo Tomás, comentando Flp 4, 1, dice que todo el que quiera progresar en la vida espiritual, necesita tener alegría. Por eso, «alegraos y perfeccionaos» (2 Cor 13, 11). Y eso porque sólo se hace bien aquello que se hace con alegría. Y, en Sal 119, 32 se le dice al Señor: «Correré por el camino de tus mandamientos, cuando ensanchares mi corazón». Y el esposo salta de alegría por montes y collados (Cant 2, 8).

Ya Aristóteles afirmó que el hombre no puede vivir largo tiempo sin alegría, y en nuestros días se ha dicho que el no alegrarse es el gran pecado del nuevo testamento. Paul Claudel ha podido escribir que entre la vida cristiana y la alegría hay una necesaria relación de esencia: enseñar que la única obligación en el mundo es la alegría porque la única obligación es el amor. Es natural que para ser bienaventurado en el dolor hace falta mucho amor, hace falta estar enamorado.

       A un cristiano le puede faltar todo, pero si está unido a Dios, no puede carecer de alegría. Con razón santo Tomás de Aquino observa con su agudeza lógica: «Al amor de caridad sigue necesariamente la alegría»7.

       El abad Macario, maestro de vida interior, en el yermo decía: «Las cosas de la gracia traen alegría».

       Bueno será tener en cuenta que la alegría no es una sola virtud. Es fruto de varias virtudes. Presupone amor y procede de él, ya que sin amor no hay alegría verdadera, o ésta es insípida y pasajera. Además se requiere poseer lo que se ama pues la alegría está en la posesión segura de la cosa amada. Por lo tanto, cuanto mayor es el amor y más íntima es la posesión de lo amado, más embriagadora es la alegría.

       De la alegría del corazón hay unos versículos deliciosos en el Eclesiástico (30, 21-25); ellos son objeto de nuestra meditación. «No dejes que la tristeza se apodere de ti, ni te atormentes en tus cavilaciones».

       Cuando la tristeza se apodera de nosotros, se enturbian los ojos de nuestra fe y no vemos a Jesús que camina con nosotros. Esto les sucedió a los discípulos de Emaús que «no conocieron a Jesús. Se pararon con aire entristecido» (Lc 24, 16.17). No se puede estar alegre si no se vive en la oración. «j,Sufre alguno de vosotros? Que ore» (Sant 5, 13).

       «La alegría del corazón es la vida del hombre. La tristeza perdió a muchos y no hay en ella utilidad» (Edo 30, 22.23). Igual que la alegría del corazón es la vida del hombre, la tristeza supone la muerte. Cuando la tristeza entra en el corazón, todo se oscurece (Mt 6, 25). Estar triste es como estar muerto. La vida vibrante de la primitiva comunidad cristiana, el hechizo que producía entre los paganos, el que ese testimonio fuese la causa mayor de las conversiones, estaba fundamentado en la alegría y sencillez del corazón y en el modo de cómo eran testigos de la resurrección del Señor (Hech 2, 46; 4, 33).

       San Agustín refleja también actitudes y acciones que motivan la alegría como signo distintivo de las comunidades de su tiempo: «Rezar juntos, pero también hablar y reír en común, intercambiar favores, leer libros juntos, bien escritos, estar bromeando juntos y juntos serios; estar a veces en desacuerdo sin animosidad, como se está a veces con uno mismo, y utilizar este raro desacuerdo para reforzar el acuerdo habitual; aprender algo unos de otros, o ensefíarlo unos a otros; echar de menos con pena a los ausentes, acoger a los que llegan con alegría y hacer manifestaciones de este tipo o de otro género, chispas del corazón de los que se aman y se atraen, expresadas en el rostro, en la lengua, en los ojos, en mil gestos de ternura; y cocinar los alimen-! tos del hogar en donde las almas se unan en conjunto y donde varios no son más que uno»8.

       Para hacer un estudio de la alegría en la Biblia habría que recorrer toda la historia de la salvación, de la que el antiguo testamento es una preparación que adquiere su dimensión plena con la venida de Jesús.

       Comencemos escuchando la petición que en un momento difícil en la historia del pueblo, le hacen Nehemías y Esdras: «Este día está consagrado a Yahvé vuestro Dios; no estéis tristes, ni lloréis. La alegría de Yahvé es vuestra fortaleza» (Neh 8, 9.10).

       Sólo quiero citar algunos textos más del profeta Isaías que sirven de preparación para la salvación-alegría que nos trae Jesucristo. «Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría» (9, 1.2). «Dad gritos de gozo y de júbilo moradores de Sión. ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!» (12, 6). «El espíritu del Señor Yahvé me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres, para vendar los corazones rotos, para consolar a todos lo que lloran, para darles aceite de alegría» (61, 1-3).

El nuevo testamento nos invita a la alegría

       El nuevo testamento se abre con una invitación a la alegría. Los momentos principales de la vida de Jesús están señalados por una invitación a la alegría. El ángel de la anunciación saluda a María con el «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1, 28). El ángel del nacimiento dice a los pastores: «Os anuncio una gran alegría que será para todo el pueblo» (Lc 2, 10). El ángel de la resurrección pide a las mujeres que vayan a decir a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos, y ellas fueron «con gran gozo» a dar la noticia (Mt 28, 7.8).

       Es provechoso contemplar a la persona de Jesús en su vida terrena y caer en la cuenta de cómo ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías, ya que «ha compartido en todo nuestra condición humana menos en el pecado»9, como se afirma en Heb 4, 15.

       Su sensibilidad aparece al apreciar toda esa suma de alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. Admira las aves del cielo que no siembran ni cosechan y el Padre celestial ‘las alimenta (Mt 6, 26), y los lirios del campo tan preciosos que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos (Mt 6, 28.29). Canta la alegría del sembrador y del segador (Jn 4, 36), la del hombre que halla un tesoro escondido (Mt 13, 44), y la del que compra una perla de gran valor (Mt 13, 46); la del pastor que encuentra la oveja perdida (Lc 15, 4-7), la de la mujer que halla una de sus arras de boda (Lc 15, 8-10), la del padre que recibe al hijo pródigo (Lc 15, 11-32); la alegría del que da el banquete a los pobres, a los cojos, a los ciegos (Lc 14, 13.14), y la del comensal que puede comer el banquete del Reino (Lc 14, 15), la alegría de los muchos que vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa (Mt 8, 11); la alegría de la mujer que acaba de parir un niño (Jn 16, 21).

       El mismo Jesús manifiesta alegría y ternura cuando se encuentra con los niños que están deseosos de acercarse a él y los abraza (Mc 10, 13-16), y con el joven rico que quiere tener en herencia la vida eterna y al que Cristo miró y amó (Mc 10, 17- 21), y con una familia de amigos, Lázaro, Marta y María, que le acogen en su casa (Lc 10, 38-42).

       Y todavía experimenta mayor alegría ante la muchedumbre que le sigue hasta quedarse tres días sin comer por escucharle (Mc 8, 2), ante la conversión de la mujer pecadora (Lc 7, 50), del publicano Zaqueo (Lc 19, 9.10), o ante la generosidad de aquella pobre viuda (Lc 21, 1-4). La compasión y ternura que en estas cosas experimenta Jesús es como el gozo entrañable de Dios ante los pobrecitos y necesitados. Es como la manifestación de una gran alegría ante los que le buscan, le necesitan y le siguen.

       Su alegría es todavía mayor hasta exultar de gozo al comprobar que a los más pequeños se les revelan los secretos del Reino, mientras se esconden a los sabios y prepotentes (Mt 11, 25).

       Una de las características del evangelio de san Lucas es el tema de la alegría. El término exultación y el verbo exultar son exclusivos suyos (1, 14.44.47; 10, 21; Hech 2, 26.46; 16, 34). Parece que de intento se pretende llenar el tercer evangelio de expresiones de alegría. Todo él está envuelto en serenidad gozosa. Los discípulos vuelven con gozo de su misión (10, 17). El mismo Señor les mueve a ello al manifestarles que sus nombres están escritos en el cielo (10, 20). Muchos pasajes aparecen sembrados de este gozo (7, 16; 13, 17; 17, 15; 18, 43; 19, 1737).

        El primer tomo de la obra de san Lucas se cierra con el gozo rebosante de los apóstoles por la gloria triunfante del Señor (24, 52). La nota de entusiasmo radiante y de alegre optimismo resuena aquí más que en ningún otro lugar del nuevo testamento.

San Juan, el discípulo que puso su cabeza sobre la sede del amor, sobre el corazón del Señor, después de hablar de lo que ha visto, ha contemplado y tocado con sus propias manos, nos pide que entremos en el gozo de la comunión fraterna con el Padre, con su spíritu y con su)lijo Jesucristo «para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 1-4).

El discípulo amado ha oído las palabras del Maestro. «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15, 11). Y en la oración sacerdotal ha escuchado al Señor: «Ahora me voy a ti y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17, 13).

       También valdría la pena espigar textos de san Pablo sobre la alegría, tomados de todas sus cartas. Ya en la primera carta pide:

       «Estad siempre alegres» (1 Tes 5, 16). Y, al final de su vida, mientras está prisionero, escribe a sus fieles más queridos: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna. Y la paz de Dios que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 4-7).

       Sólo un alma contemplativa como la del apóstol puede sentir- se enamorada del gozo y de la alegría hasta poder descubrir en el sufrimiento y en la cruz el secreto de su alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

       Jesucristo nos dice: «Bien, siervo bueno y fiel, en lo poco has sido fiel, al frente de mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25, 21.23).

Esta meditación es para entrar en la alegría de Jesús, en su gozo, en su felicidad. Toda nuestra vida ha de ser vivida desde la resurrección. Todo el evangelio es releído desde la resurrección, y desde ella es desde donde san Pablo plantea la conversión del cristiano. Sólo la resurrección nos llena de la verdadera alegría y nos hace criaturas nuevas, nos obliga a vivir como hombres nuevos. El apóstol afirma claramente su valor soteriológico (Rom 4, 25).

       El evangelio, la buena nueva que vivimos y predicamos ha de ser un mensaje de alegría, como el de María al visitar a Isabel (Lc 1, 40.4 1), como el de los ángeles al aparecerse a los pastores (Lc 2, 10), como el de Cristo en el sermón del monte (Mt 5, 1- 12; Lc 6, 20-23). Nosotros los cristianos, como Juan el Bautista, no somos como el novio que tiene a la novia, sino como el amigo del novio que le oye y se alegra mucho con su voz. «Esta es nuestra alegría que ha alcanzado su plenitud» (Jn 3, 29). La hemos alcanzado en la resurrección de Jesucristo que es la que hizo desbordar de gozo a los apóstoles. Los cristianos hemos de llevar impresos en nuestro rostro el signo de la alegría pascual, el signo del Resucitado.

       ¿Por qué no somos capaces de vivir esta alegría pascual? ¿cuáles son los obstáculos? Sin duda, el no haber puesto a Jesús en el primer lugar, en el centro de nuestra vida; el no haber aceptado a los demás como son y a nosotros con nuestras limitaciones; el no haber gustado a Dios en el silencio del desierto y el no haber sabido vivir para los demás a fondo perdido.

       Viviremos la perfecta alegría si sabemos que Dios, nuestro Padre, nos quiere más que la gallina a sus polluelos cuando los cobija bajo sus alas (Mt 23, 37), y que una madre puede llegar a traicionar a sus hijos, pero él jamás traicionará a los suyos, pues nos tiene tatuados en las palmas de sus manos (Is 49, 15. 16). El cuida con mimo hasta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza (Mt 10, 30; Lc 21, 18).

       Cuando la cruz se haga demasiado pesada, hay que ir con Jesús al huerto de los Olivos y dialogar intensamente con el Padre, saberse querido; buscar la compañía de los amigos y experimentar su cercanía y afecto, también nos puede ayudar. Pero sobre todo será la proximidad amorosa de nuestro Padre Dios la que nos fortalecerá y colmará de gozo.

       Al sentirse querido ya no cuenta ni la oscuridad ni el dolor. Los contemplativos irradian la alegría de su encuentro con Dios en profundidad interior; saborean la cruz: «lejos de mí el gloriar- me sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6, 14). Es la fecundidad gozosa del grano de trigo que se deshace para dar fruto (Jn 12, 24). Desde la cruz se comunica a los demás la alegría serena y profunda. Este fue el misterio de la alegría de Jesús y será el de la nuestra.

23ª MEDITACIÓN: LLAMADA A LA SANTIDAD

             “Sed santos, porque yo, Yahvé, soy santo”(Lev 19, 2).

             “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”(Mt 5, 48).

             “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”(Lc 6, 36).

       La santidad es el tema dominante en el libro del Levítico: «Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios soy santo» (19, 2). San Pablo ha escrito que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla purificándola en virtud de la palabra y presentarla resplandeciente sin mancha ni arruga: santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27).

       Ser Santos, más que un mandato es un privilegio, un regalo, una gracia. El santo es una criatura realizada. No serlo es un fracaso. A veces se pensó, falsamente, que la santidad era para una pequeña elite de personas que vivían en condiciones especiales.

       Dios es la santidad. El profeta Isaías oyó tres veces el grito de los serafines: santo, santo, santo (en hebreo kadosh) (6, 3).

       María al nombrar a Dios dice: «Su nombre es santo» (Lc 1, 49). Y la plegaria litúrgica proclama: «Santo eres en verdad, Padre, fuente de toda santidad».

       La Biblia habla de la santidad en indicativo, como algo ya realizado: sois santos. Es un don. Otras veces lo indica en imperativo: sed santos, como algo que hay que realizar. Es un deber.

       San Pablo nos pide: «Sed imitadores de Dios, como hijos muy amados, y vivid en el amor, como Cristo» (Ef 5, 1.2). La santidad consiste en imitar a Dios y a Jesucristo. El concilio Vaticano II pide que «con la ayuda de Dios, los cristianos conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron»1.

       Hace mucho tiempo que tengo entre mis libros uno del grafólogo italiano Girolamo Moretti2, que recoge el fruto de unos cuarenta años de investigación sobre la escritura de los santos, en el que llega a la conclusión de que la escritura de estas personas evidencia también sus inclinaciones naturales malas; después de muchas dudas y de numerosas consultas ante esa conclusión, tan en contra de cuanto nos decían los hagiógrafos que los pintaban santos desde la cuna, se decidió a publicar el trabajo de sus investigaciones. De las cincuenta y ocho escrituras de santos analizadas, sólo encontró tres en las que se manifestaba una bondad natural: en la de san Juan Berchmans, en la de santa Margarita María de Alacoque y en la de san Pío X. En los rasgos de las otras cincuenta y cinco escrituras estudiadas se descubren las malas inclinaciones de la naturaleza humana, Y, aunque la experiencia parece demostrar que se cambia poco en general, estos cincuenta y cinco ejemplos sirven para darnos ánimo, en estos días de ejercicios espirituales, al servirnos de ejemplo los que sin tener madera de santos, se hicieron santos.

       Sólo voy a citar algunos ejemplos estudiados por este eminente grafólogo. La escritura de san Francisco de Asís mostraba su inclinación a la vanidad; la de san Carlos Borromeo, a no respetar la letra de la ley; la de san Ignacio de Loyola, al egoísmo; la de santa Teresa de Jesús, a la sensualidad.

Puede ser que san Francisco de Asís tuviese la tendencia a la vanidad, pero de la bajeza de esa inclinación pasó a la altura del total olvido de sí mismo. Devolvió a su padre hasta el último vestido, para poder llamar plenamente padre a su Padre celestial; se vistió de sayal y se desposó con la dama pobreza. ¿Dio este paso solo, con sus propias fuerzas? ¡De ningún modo! Lo hizo sostenido por Cristo.

       Quizá san Carlos Borromeo tuvo propensión a no respetar la letra de la ley, pero desde esa baja tendencia, pasó a las alturas del amor a la ley de Dios y de la Iglesia. Fue uno de los más grandes ejecutores de las disposiciones del concilio de Trento. El Señor le dio fortaleza para poner en práctica las decisiones del concilio.

       Puede ser que san Ignacio de Loyola tuviese inclinación al egoísmo, pero desde la bajeza de esa actitud, pasó a la sublime dedicación total al servicio de los demás. Estaba muriéndose cuando no quiso llamar junto a él a sus hermanos de religión para no interrumpir su trabajo, pues estaban preparando el material para enviarlo a las misiones de la India. Sólo Jesucristo fue quien realizó este misterioso cambio en él.

       Tal vez santa Teresa de Jesús tendiese a la sensualidad, pero desde esa baja inclinación logró ser modelo de virginidad ayudando a muchas personas que se han consagrado al amor de Jesucristo. ¿Dio este paso sola, con sus propias fuerzas? ¡No! Lo hizo en virtud de la resurrección de Cristo.

       En virtud de la resurrección de Jesús, en estos días de experiencia de gracia, él ha creado en nosotros un hombre nuevo. ¡ Cómo impresiona el testimonio de Mitya en la novela de Dostoievski!: «Aliocha, en estos últimos tiempos he descubierto en mí un hombre nuevo, un hombre nuevo que ha resucitado en mi alma. Este hombre lo he llevado siempre oculto en el fondo de mí mismo, pero jamás hubiera tenido conciencia de él, si Dios no me hubiera enviado esta prueba. La vida es misteriosa y espantosa. Pero, ¡qué importa que tenga que manejar el pico aquí abajo, en la mina de Siberia, durante veinte años! Esto ya no me aterra. Tengo otro temor, que es ahora mi temor único, mi gran temor: temo que el hombre que ha resucitado en mí, me abandone».

             Cada uno llevamos en el fondo de nuestra alma ese hombre nuevo que ha resucitado. Hay que hacerle surgir del hondón de nuestro ser; sería terrible que nos abandonase. Ese hombre nuevo es el santo que siempre hemos deseado ser y en el que nos queremos convertir. Hay que despertarle y decir lo mismo que el ángel a la Iglesia de Efeso. Después de enumerar todas las cualidades de esa comunidad, le culpa porque ya no está impregnada de suficiente amor, de que de alguna manera se ha apagado. Ha perdido su primer enamoramiento (Ap 2, 1-7).

       Comentando este texto de los hermanos Karamazov con compañeros sacerdotes y con cristianos comprometidos, que siendo buenos, un día dieron el paso decisivo y se convirtieron, todos ünánimemente firman este testimonio, a todos les aterra la posibilidad de que les abandone el hombre que ha resucitado en ellos, es decir, tienen miedo de volver a la situación anterior y que les abandone el hombre nuevo, el santo, que en estos días de ejercicios espirituales ha resucitado en nosotros.

La vida de los santos, amasada de barro como la de un hombre cualquiera, se inició a partir de un encuentro con Cristo (Jn 1, 45). Después de encontrarle, ya toda su vida fue una búsqueda de enamorados en la que actualizaban la experiencia del primer encuentro. Esa búsqueda significaba que ya le habían encontrado, pues sólo los enamorados buscan de ese modo. Recordemos lo que dice la esposa del Cantar de los cantares: «Busqué y no le hallé», y después añade: «hallé al amado de mi alma» (3, 2.4).

       Los santos no nacieron santos, se hicieron santos. Este tema me ha preocupado desde siempre y por eso me dediqué a buscar textos en la Biblia en los que apareciese patente esta verdad; encontré varios: «El Señor fue quien, al principio, creó al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío. Si quieres guardarás los mandamientos. Ante los hombres está la vida y la muerte; lo que prefiera cada cual se le dará» (Edo 15, 14-17).

       El Deuteronomio, uno de los libros más bellos del antiguo testamento, cuenta que un día Moisés resumió a su pueblo los1 términos de la alianza con Yahvé, las obligaciones que imponía y los beneficios que aseguraba: «Yo invoco hoy por testigos / los cielos y a la tierra de que os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé, tu Dios, obedeciendo su voz y adhiriéndote a él, porque en eso está tu vida y tu perduración» (30, 19.20). La fe bíblica manifiesta cómo la aventura del vivir es una apuesta. Santos son los que han apostado por todo. Y no resulta difícil el camino de la santidad como explica el mismo Moisés: «Esta ley que hoy te prescribo no es muy difícil para ti ni es cosa que está lejos de ti. No está en los cielos... No está al otro lado de los mares... La tienes enteramente cerca de ti, la tienes en tu boca, en tu corazón, para poder cumplirla» (30, 11-14).

       El poder y la fuerza para cumplirla no estriban en nuestras cualidades, sino en nuestra debilidad puesta al servicio de Jesucristo: «Con sumo gusto me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo... pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9.10). «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El mayor obstáculo para corresponder a los ideales del evangelio no está en nuestra debilidad, sino en nuestra tacañería. Y es que las exigencias cristianas no se pueden rebajar, ya que nacen del amor y el amor sólo tiene una norma: darse sin medida. En esta línea de darse del todo iban ya las exigencias proféticas cuando hablan de aquello en que consiste la esencia-realidad del ser humano: «que practiques el derecho y la justicia, que ames con ternura y que camines humildemente con tu Dios» (Miq 6, 8).

       ¿Se puede cambiar?

       ¿La santidad es fácil o difícil? ¿se puede cambiar? Los santos cambiaron. En todos los cambios, aun en los más deseados, hay una especie de tristeza, pues al cambiar dejamos una parte de nosotros mismos, es como morir a una vida para entrar en otra.

       El hombre es un ser inacabado que se va haciendo a golpe de decisión, de voluntad. Es una estructura abierta, susceptible de cambio. Podemos crecer cada día en delicadeza, en sabiduría, bondad. Cada día podemos amar un poco más y hacer más felices a los demás.

Goethe afirmaba que «el hombre es siempre el mismo, pero nunca lo mismo». No podemos etiquetar a los demás y dejarles anclados en el pasado, como si fueran incapaces de cambiar.

       Muchas veces oigo decir que no es posible cambiar, que quienes de niños eran perezosos, egoístas, poco piadosos, siguen siéndolo siempre. Estamos negando que en esos años han ocurrido muchas cosas ¿Por qué negarles la capacidad de cambiar?

Por una parte, es verdad que la santidad no es cosa fácil. No se entiende que la muerte del yo, el desaparecer como el grano de trigo para dar fruto, el misterio que constriñe, la debilidad que se arrastra, la renuncia a la llamada de la tierra... sean cosa fácil.

       Aunque se sepa que la santidad está en la cotidianidad de las cosas sencillas y no en actos extraordinarios y heroicos, al hombre herido en la sustancia misma de su ser y mediatizado por su he\ rencia, entorno familiar y social, y por su propia historia, le cuesta ejecutar sencillamente bien lo que se ha de hacer. Sólo haciéndose niño en sentido bíblico le podría ser fácil, pero Bernanos4 ha escrito comentando la frase de Jesús: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos», que es una de las más duras y terribles que se encuentran en el evangelio (Mt 18, 3; Mc 1, 15; Lc 18, 17). Este texto expresa un requisito indispensable, una condición necesaria para alcanzar la salvación. Esta infancia espiritual, que exige Jesús, no es una simple recomendación o un método de espiritualidad, sino que es un verdadero mandamiento, fácil de tergiversar y difícil de cumplir, pero es la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos.

       Por otra parte también es verdad que se puede cambiar. Uno cambia cuando se enamora; siempre recuerdo lo que me sucedió con una joven que se confesaba conmigo con asiduidad. En cada confesión, a la vez que se acusaba de pequeñas cosas, me hablaba del problema de sus padres: que no los aceptaba como eran, que no los aguantaba, que quería huir de casa. Le hacía ver que eran buenos, aunque tuviesen opiniones distintas a las suyas, que la querían del todo y como a hija única se gastaban y desgastaban para dejarle un buen porvenir. Pasó mucho tiempo sin que fuese capaz de comprenderles y cambiar. Un día vino radiante, gozosa... y otro, y otro,..., había desaparecido el problema de sus padres. Al preguntarle por su cambio, contestó: tengo novio, estoy enamorada y mis padres son un encanto como me decía usted.

       Si nos enamoramos de Jesucristo cambiaremos del todo. La santidad es cosa fácil si se está enamorado. Entonces uno se las ingenia para actualizar la presencia de la persona amada, utilizando filacterias o recitando algún credo sencillo como escribe Dostoyevski: «A veces me envía Dios instantes de paz, y en ellos amo y siento que soy amado. Fue en estos momentos cuando compuse para mí mismo un credo, en el que todo resulta evidente y sagrado. Se trata de un credo muy sencillo: Creo que no existe nada más bello, más profundo, más atractivo, más viril y más perfecto que Cristo, y me digo a mí mismo con celoso amor, que no existe, ni puede existir. Más aún: si alguien me demuestra que Cristo está fuera de la verdad, y que ésta no se halla en él, prefiero quedarme con Cristo, antes que con la verdad»5.

       Para ser santo es necesario querer

       Para ser sabio, además de querer, hace falta trabajar, tener buena cabeza, libros, medios, profesores, tiempo; para ser rico, además de querer, es necesario que de algún modo, por medio del azar, lotería, herencia, etc, se incremente el dinero.

Para ser santo sólo hace falta un requisito: querer.

       En este sentido, como escribe Amado Nervo, cada uno somos el arquitecto de nuestro propio destino: «Porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino; que si extrajese las mieles o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas, cuando planté rosales coseché siempre rosas».

       Don Ricardo Gil, que me ayudó a pagar mi insignificante pensión en el Seminario ya que mis padres no podían hacerlo, y que era un hombre de Dios —gerente de una fábrica y murió siendo portero en una casa de religiosos—, en una carta que me escribió me decía: «Para llegar a ser santo, tres cosas son menester, santo Tomás dio en el blanco: querer, querer y querer».

       Es probable que yo no entendiese la filosofía de esos versos, pero pasando el tiempo, he comprendido la profundidad de su mensaje. No es suficiente querer cuando todo va viento en popa, hay que querer también cuando llega la oscuridad, el dolor y el sufrimiento, cuando nos cuesta aceptar nuestras propias miserias y las de los demás, y hay que seguir queriendo cuando parece que se oscurece el sol y se nubia la fe.

       Es suficiente con querer ya que contamos con el infinito amor de que nos colma el Señor.Pero hay que querer con toda el alma, como escribe san Agustín: «Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano y tanta es la prontitud que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí no la obedece.

       Manda, digo, que quiera —y no mandara si no quisiera—, y no obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere y en tanto no hace lo que manda, en cuanto no quiere. Luego no manda toda ella; y esta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuera plena no mandaría que fuese, porque ya lo sería»6.

       ¡Qué intrincado, profundo y precioso es este texto de san Agustín!: «No quiere totalmente... Tampoco manda toda ella»...

       El querer ser santos, el deseo y la búsqueda de Dios ha de ser irresistible porque nace del mismo Dios ya que ha sido él quien ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encon¡ trarle: «No escondas lejos de mi tu rostro» (Sal 143, 7); «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?» (Sal 42, 3); «Dios, tú mi Dios, yo te busco; sed de ti tiene mi alma; en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, sedienta, sin agua» (Sal 63, 2).

       El Catecismo de la Iglesia afirma: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar»7.

       El papa Juan Pablo II ha escrito: «Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado»8.

       Este deseo, esta búsqueda ardiente es necesaria estos días de ejercicios espirituales para conseguir una profunda experiencia de Dios. ¡ Cómo me conmocionó el relato que nos contó Tony de Mello, acerca de un labriego y de un santón en la India. El labriego le dijo al santón que estaba meditando bajo un árbol: «Quiero ver a Dios. Dime cómo puedo tener experiencia de él». El santón siguió su meditación sin contestarle. El labriego volvió al día siguiente, al otro, y al otro... con la misma petición. Al comprobar su insistencia le dijo el santón: Veo que eres un verdadero buscador de Dios. Esta tarde a las cuatro me meteré en el río para tomar un baño. Ven conmigo allí. Cuando llegó, el santón lo agarró por la cabeza, lo sumergió en el agua y lo tuvo así un buen rato. El pobre labriego hacía esfuerzos y por fin pudo sacar la cabeza del agua. El santón le pidió que al día siguiente fuera a verle bajo el árbol. Al verlo venir, le dijo: ¿Por qué luchabas con tanta fuerza, cuando tenía tu cabeza bajo el agua? Porque quería respirar, respondió. Me estaba muriendo. El santón sonriendo le dijo: «El día que tengas tantos deseos de ver a Dios, de experimentar a Dios, como tenías de respirar y de no ahogarte, ese día encontrarás y verás a Dios».

       Para encontrar a Dios, para experimentar a Dios y ser santos, lo hemos de desear ardientemente. Estos días son el tiempo fuerte y real en nuestra vida, para conseguirlo. Subrayo esto porque hoy encontramos en nuestra vida espiritual graves dificultades: inseguridad teológica, una serie de ideologías paganas que se van infiltrando... Que estos ejercicios sean una separación de la vida diaria para tomar distancias y reflexionar, ponernos en íntimo contacto con Dios, tomar nuevas energías, cargar las baterías y llegar a saber, por experiencia, lo que es hallar a Dios en todas las cosas y ser contemplativos en la acción.

       Caminar hacia la santidad

       Cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto hacia la tierra prometida, de vez en cuando se paraba y plantaba sus tiendas, bien porque se sentía cansado o porque le agradaba permanecer allí. La vida sedentaria mediante la construcción de ciudades y la acumulación de riquezas, le ha llevado a la idolatría, a instalarse en este mundo. Y esto no es bueno para el hombre. Al construir casas y rodearse de riquezas, deja de ser peregrino; las seguridades lo aprisionan y ya no puede caminar, volar hacia la ciudad eterna.

       Hay una leyenda preciosa y doctrinal acerca de un diálogo entre Matusalén y Yahvé. También el patriarca siente la tentación de instalarse y sueña con dejar la tienda de beduino y hacerse una casa. Antes, quiere saber el número de años que va a vivir en este mundo, por si merece la pena construírsela. Y esta es la pregunta que hace al Señor. Este le contesta que él será el hombre que vivirá más años sobre la tierra. Matusalén insiste ante Yahvé para que le revele el secreto y le diga el número exacto de años. Dios le contesta: vivirás novecientos sesenta y nueve años (Gén 5, 27). (Advierto que el número de años expresa no cantidad sino calidad, algo equivalente a bondad, santidad y cercanía de Dios). El patriarca antediluviano se queda pensativo y consciente de que todo pasa presto, responde: si sólo he de vivir novecientos sesenta y nueve años, entonces no merece la pena hacerse casa.

       Apegarse a los ídolos, instalarse entre los bienes terrenos puede ser un impedimento para seguir los caminos de Dios. Entonces llega la orden del Señor de reemprender el camino, de levantar las tiendas. Le dice a Moisés: «Prepárate para subir mañana temprano al monte Sinaí» (Ex 34, 2). «A la orden de Yahvé, toda la comunidad de los hijos de Israel partió del desierto Sin para continuar sus jornadas» (Ex 17, 1).

       Caminamos hacia la santidad, como Israel marchaba por el desierto hacia la tierra prometida. Ellos se detenían de vez en cuando, para después reanudar la marcha. Cuando se cansaban o encontraban comida o agua, paraban y plantaban sus tiendas. Pero cuando estaban metidos en sus cabañas llegaba la orden de Yahvé para que reanudasen el camino.

       En nuestro tender a la santidad, también nosotros advertimos en el hondón de nuestro ser una misteriosa llamada que nos viene del Señor y que nos manda levantar nuestra tienda y reemprender el camino en el seguimiento de Jesús. Es una llamada a la conversión. Yahvé en el antiguo testamento y Jesús resucitado ahora, como a las Iglesias de Asia menor, es quien nos habla a nosotros, gritando el mismo mensaje: «Metanóesón: convertíos, desperezaos, despertaos» (Ap 2, 5.16; 3, 3.19). «Hay que tener oídos para oír lo que el Espíritu dice a las iglesias» (3, 22): ¡convertíos, despertad! Eso ha de ser nuestra vida: tener un gran deseo de conversión. No se hace uno santo sin un gran deseo de serlo. Pero, ¿quién puede poseer ese gran deseo de santidad si el Espíritu santo no se lo infunde? Este deseo de santidad está dentro de los dones del Espíritu, por eso san Buenaventura escribía: «Esta sabiduría escondida y misteriosa nadie la conoce sino quien la recibe, nadie la recibe sino quien la desea y nadie la desea sino quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu santo enviado por Cristo»9.

       Ahora que nosotros nos encontramos en unos días de experiencia de gracia es cuando nos llega la llamada misteriosa del Señor para seguir caminando hacia la santidad. Es una invitación a desembarazarnos de nuestro orgullo y egoísmo, a compartir con los más desfavorecidos, a descubrir las verdaderas riquezas que Dios reserva a los pequeños, a los marginados, a los pobres.

       Como el Señor ordenó a Moisés, también a nosotros nos habla con ese imperativo de urgencia: «prepárate». Es un mandato y una cita para los que estamos en las estribaciones de la montaña.

       La venida del Señor, la cita para nuestro encuentro, será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo, pero el encuentro puede frustrarse si no acertamos con el camino de subida.

       Es ahora cuando, al reemprender el camino, percibimos en nuestro interior el mensaje que Jesucristo nos dirige, como lo hizo en otro tiempo a cuatro de los siete ángeles (obispos) de   las iglesias de Asia: «arrepiéntete» (2, 16; 3, 19...).

       El camino de la subida hacia la montaña de la santidad hay que realizarlo eliminando los obstáculos que impiden que aparezca en nosotros la santidad de Jesucristo. Para ser santos, para ser niños, para hacernos pobres, para que el Padre de los cielos nos revele sus secretos, nos sobran muchas cosas. «La pobreza como virtud, escribe José M. Cabodevilla, se parece más a la tarea de un escultor que a la de un pintor. Quiero decir, que no se trata de ir poniendo colores, de ir adquiriendo cualidades morales, tales como austeridad, desinterés..., más bien se trata de quitar material sobrante al bloque, de ir abandonando tantas pretendidas justificaciones, versiones acomodaticias, y también, por supuesto,de ir abandonando otras cosas visibles y tangibles. Se trata, talvez, de salvarnos de la misma manera que hay que salvarse enun naufragio: arrojando lastre»10.

       Es necesario podar la vid para que de fruto. La escultura de cía Miguel Angel es «el arte de quitar». De igual modo se alcanza la perfección. Hay que ir quitando los pedazos inútiles, las      tendencias pecaminosas. Un día este gran escultor florentino,  paseando por un jardín de Florencia vio un bloque de mármol abandonado medio cubierto de tierra. Se paró de golpe, como si hubiese visto a alguien y exclamó: «En este bloque está encerrado un ángel; voy a sacarlo fuera».

Dentro de nosotros está escondida la imagen de Dios. Y, la vamos descubriendo con la simplificación de nuestra vida y con el empobrecimiento, a través de la fe. Esta es la ley de oro, cuando se trata de seguimiento, de perfección, de santidad.

Seremos santos

       Es lo que el hombre debe ser. A veces, no nos atrevemos a utilizar la palabra santidad, no por pudor sino por cobardía. Somos cobardes. Hay que aceptar la realidad de nuestras deficiencias y de nuestras limitaciones, pero es necesario reconocer también nuestras posibilidades de evolucionar. Podemos cambiar. La aceptación no se puede confundir con la resignación. Existe una insatisfacción sana que se concreta en un proyecto real de perfeccionamiento para responder a las expectativas que los demás tienen de nosotros y que son idénticas a las que espera el Señor.

       La llamada a la santidad es para todos. Hay palabras de Jesús en las que se exige un radicalismo en el seguimiento, pero Jesús era un oriental y se servía de metáforas e imágenes, que no pueden ser interpretadas al pie de la letra; por ejemplo, el «deja quef los muertos entierren a los muertos» de Lc 9, 60, o «ninguno de vosotros puede ser discípulo mío si no renuncia a todo lo que posee» (Lc 14, 33). Con estas expresiones se pretende destacar un seguimiento sin vacilación, sin componendas, una entrega total. A través de estas frases extremas, se enseña que el seguimiento al Señor exigía un replanteamiento total de la vida, una opción por un mundo donde imperan valores nuevos.

       Muchos autores, han hablado de dos caminos, el de los preceptos y el de los consejos evangélicos. Según Hans Küng: «Los consejos evangélicos están destinados a todos. En el reino de los cielos no entra quien no cumple la justicia superior (la que es mayor), pues según Mateo, ésta se exige a todo el mundo»11.

       G. Theissen’2 da por supuesto que en las enseñanzas de Jesús «se dan normas más radicales junto a otras más mesuradas». Parecen detectarse diversos grados de exigencias en los evangelios. A los doce se les exige un seguimiento más comprometido. Según el grado de vinculación con la persona de Cristo, había que decidirse por unas normas u otras. Claro que esto, de ningún modo, va contra la vocación universal a la santidad. Esta llamada se realiza de formas muy diferentes según la situación de cada cristiano.

       En el antiguo testamento es Yahvé mismo quien pide a todo el pueblo: «Sed santos porque yo soy santo» (Lev 19, 2; 20, 7.26). El verdadero israelita ha de ser santo, porque lo es su Dios; el hombre ha sido creado a su imagen y semejanza (Gén 1, 26); por eso, como ha escrito san Gregorio Nacianceno: «Brilla en todos nosotros la imagen de Dios por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza estamos plasmados y hechos para que nos reconozcamos siempre como hechura suya»’3.

       Pero, en la plenitud de la revelación, en el nuevo testamento, no se pide el ser santos porque Dios lo es, sino algo incomprensible e inaudito, hay que ser santos como él lo es: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).

       San Pablo, lo exige muchas veces a los cristianos: «Presentaos santos e inmaculados e irreprensibles ante él» (Col 1, 22), «revestíos como elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12).

       «Nos eligió en él antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor» (Ef 1, 4), «a los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Pero el texto fundamental, como la última raíz de la santidad cristiana, lo trae ya el apóstol en su primer escrito: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4, 3).

       La Iglesia ha recogido en su doctrina de modo solemne y manifiesto, como uno de los signos de los tiempos, esta universal llamada a la santidad, a todos los seglares sin excepción.

       El concilio Vaticano II proclama la universal vocación a la santidad en la Iglesia’4. «Todos los fieles de cualquier estado y condición son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve aun en la sociedad terrena un nivel de vida más humano. Quedan invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado»’5.

       «Todos en la Iglesia comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto a los demás miembros de la Iglesia. El apóstol Pablo no se cansa en amonestar a todos los cristianos a que vivan ‘como conviene a los santos’» 16.

«Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con él realizada por el Espíritu»17.

El papa Juan Pablo II, en Bélgica, en la beatificación del padre Damián, afirmó que «la Iglesia contempla con alegría lo que Dios puede hacer a través de la fragilidad humana: es él quien nos otorga la santidad y es el hombre quien la recibe.

       ¡Dejaos plasmar con humildad y paciencia por el Espíritu santo! La santidad no es la perfección según los criterios humanos; no está reservada a un reducido número de personas excepcionales, es para todos, y es el Señor el que nos permite acceder a la santidad, cuando aceptamos colaborar con él a la salvación del mundo, a pesar de nuestro pecado y de nuestro temperamento, a veces, rebelde»’8.

       Y en el «mensaje de los Padres sinodales a los seglares», en el número 4, trata de la vocación a la santidad: «Todos estamos llamados a ser santos como el Padre que está en los cielos, según nuestra vocación específica. En nuestro tiempo, la sed de santidad crece siempre más en los corazones de los fieles cuando estos escuchan la llamada de Dios que los invita a vivir con Cristo y transformar el mundo.

El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos. El modelo de santidad de los fieles laicos tiene que incorporar la dimensión social en la transformación del mundo según el plan de Dios»’9.

       ¿Quiénes son los santos?

¡Cuánto bien nos hace su vida! Pero hay que tener en cuenta que estamos en una situación tal que decir que uno aspira a la santidad parece sinónimo de engreimiento y al que proclama que hay que ser santos, se le tacha de poseer una espiritualidad trasnochada y conservadora. Sin embargo, otra bien distinta es mi experiencia cuando está la Basílica del Pilar abarrotada de gente y les digo que hemos de ser santos y que seremos santos; aunque de momento hay alguien que se puede asustar, me voy dando cuenta de que acaban asintiendo y se ven rostros radiantes esperando serlo.

       San Pablo llama santos a todos los cristianos, a todos los que toman en serio vivir el evangelio. Santo no es el que hace cosas raras o extraordinarias, sino el que realiza las ordinarias extraordinariamente bien.

       Los santos son aquellos que se han metido hasta el cuello en los problemas de su época y han dejado la piel, y a veces la vida, en el empeño. El santo es alguien enamorado de Dios que carga con la cruz de sus pecados, y ayuda a llevar las cruces de los demás siguiendo a Jesucristo que cargó con la cruz más pesada de los pecados de todos los hombres.

       Ser santo es dar pasos decisivos para adecuar la propia voluntad a la divina; su vida es el mejor comentario del evangelio; es actualizar las palabras, los gestos y las acciones de Jesús. Se ha escrito que «deben penetrar en todas las dimensiones horizontales de la vida, pero como testigos de la dimensión vertical». Los santos son los grandes amigos de Dios. Su imitación nos lleva a colaborar con la obra de la creación en la que Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

       Dice san Bernardo: «Los santos, no necesitan nuestros honores ni les añade nada nuestra devoción. La veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta confieso que al pensar en ellos se enciende en mí un fuerte deseo»20. Lo mismo se subraya en el catecismo de la primitiva comunidad cristiana: «Busca cada día el rostro de los santos, que te ayudará a relativizar todo»2’.

       Me gusta mucho el verbo relativizar. Ya sé que se trata de una palabra ambigua. Algunos opinan que relativizar equivale a encubrir o disfrazar algo. Pero no se trata de ponerse unas gafas para ver azul lo que es negro, sino de quitarse las gafas para ver las cosas tal como son, para reducirlas a sus justas proporciones, a sus dimensiones exactas. La mente humana tiende a dar valor absoluto a lo que ve, a lo que está sucediendo. Carece de perspectiva para apreciar la realidad y la absolutiza: lo que sucede ahora, será siempre así.

       Mas, al relativizar, situamos los hechos en su verdadera dimensión. «Pasa presto la figura de este mundo» (1 Cor 7, 31); todo cambia, nada permanece siempre igual. Después de unos años sólo quedará el recuerdo o el silencio. Y el bien que hayamos hecho. La relativización es el medio eficaz para aliviar el dolor y acabar con el sufrimiento. En el último capítulo, «contemplación para alcanzar amor» y al final del mismo, traigo un comentario sugestivo sobre el «todo pasa presto», y lo titulo «segunda filacteria».

       Siempre me ha agradado esa adición de la Vulgata al texto original hebreo, cuando compara la paciencia de Tobías, en medio de sus adversidades, con la Job, en respuesta a los reproches de su mujer y de sus parientes: «No habléis así, pues somos hijos de los santos (y debemos seguir sus huellas) y esperamos aquella vida que ha de dar Dios a aquellos que nunca mudan de él su fe» (Tob 2, 18, en el texto de la Vulgata latina).

       De los santos hay que leer especialmente sus escritos autobiográficos, lo que ellos han contado de su propia vida; no lo que ingenua y desafortunadamente se ha escrito sobre ellos.

       En sus escritos autobiográficos se encuentra la manifestación de Dios a los pequeños. Ellos han entendido el evangelio mucho más que cuando nosotros nos ponemos a construir elucubraciones.

       A este respecto viene bien el ejemplo de lo acaecido con los manuscritos de Teresa de Lisieux. Hubo tachaduras y enmiendas. Se suprimió un párrafo donde la santa carmelita confesaba que nunca había logrado rezar un rosario completo sin distracciones. La madre priora tachó este párrafo que estaba en el original, pues juzgó impropio de un alma santa que se sintiese turbada por distracciones durante la oración. Se suprimió esa piadosa confidencia que hacía su virtud más ejemplar.

       También en su último escrito autobiográfico habla del sueño, durante la oración que era otro tormento que le acompañó hasta la muerte: «Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (desde hace siete años) durante la oración y la acción de gracias.

       Pues bien, no siento desolación. Pienso que los niñitos agradan a sus padres, lo mismo dormidos que despiertos. Pienso que para hacer sus operaciones, los médicos duermen a sus enfermos./ Pienso, en fin, que ‘el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo’ (Sal 103, 14)»22.

       Los santos son los que han sabido escuchar la palabra de Dios y la han hecho vida en el hondón de su corazón (Jn 6, 63). Al estilo del discípulo amado, han visto, contemplado y tocado con sus manos todo lo referente a la Palabra de la vida. Son los testigos de ese encuentro de experiencia con la Palabra, donde aparece la plena manifestación de Dios a los pequeños, manifestación que oculta a los sabios y a los prudentes (Lc 10, 21). Por eso han entendido los misterios del Reino mucho mejor que nosotros con todas nuestras elucubraciones. Santos son los que han vivido íntegramente el evangelio.

       «Si se quisiera resumir con pocas palabras la vida de tantos santos que en veinte siglos han seguido a Cristo incondicionalmente, se podía decir que se sintieron amados, enviados y acompañados por él. La ‘urgencia del amor de Cristo’ (2 Cor 5, 14) les fue unificando en su modo de pensar, valorar las cosas y adoptar actitudes. De la experiencia de vivir ‘en Cristo’ (Gál 2, 20), pasaban espontáneamente a comprometerse para ‘recapitular todas las cosas en Cristo’ (Ef 1, 10). Su vida era ‘tocada por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia’ (Vita consecrata, Exhortación apostólica de Juan Pablo II, 1996, 40)»23.

       Hombres de influencia tan trascendental en la espiritualidad de hoy, como Francisco de Asís, Teresa de Lisieux, Carlos de Foucauld, etc., alimentaron su vida y su apostolado, no solamente de la doctrina y la sustancia del evangelio, sino de la reflexión constante sobre los textos evangélicos «en su letra». Aceptaron el evangelio con su sencillez infantil, total, y pasaron su vida ahondando en la comprensión de todos sus matices.

       ¿Podemos nosotros hacer hoy lo mismo? Sí, precisamente es necesario, más que nunca, observar minuciosamente los textos, pero con una actitud humilde y receptiva, ante el ensanchamiento y profundización de las dimensiones del evangelio. Aquí, pueden coincidir los cristianos más sencillos y los eruditos mejor informados; es la verdadera y única forma de entrar en los evangelios, tomándolos por lo que son, recibiendo su testimonio.

       Al leer vidas de santos, hemos de preguntarnos con san Agustín, ¿lo que éstos hicieron no lo puedo hacer yo? Pero sucedeS que los hagiógrafos los han pintado a veces, como hemos indica- do antes, inaccesibles e inimitables; han puesto la santidad donde no está.

       Una monja cisterciense24 a su hermano, que va a escribir la vida de san Bernardo, le dice que cuide y no haga como los que interminablemente hablan de los milagros que obraron y que parecen proclamar que fueron santos a causa de aquellas maravillas. Es verdad que los milagros pueden mostrar al santo, pero no enseñan el modo cómo llegó a serlo. Lo que nos intriga no es el resultado del proceso, sino el proceso en sí. Hay que mostrar al hombre convirtiéndose en santo, no el santo ya hecho. Gustaría ver a un santo con una humanidad normal. ¡Cuánto daño han hecho esas hagiografías en las que lo sobrenatural consiste en lo antinatural!

       Exponga la vida interior de un hombre que llegó a ser santo: cómo combatía su egoísmo, su soberbia, su vanidad... Diga la verdad. Hable de un hombre de carne y hueso que fue venciendo sus miserias y entonces, sólo entonces, esa vida será para noso-,, tros un camino que nos conduzca a Dios.

       Elías, un gran profeta, un personaje tan popular en la tradición judía «no era sino un hombre de igual condición que nosotros» (Sant 5, 17). Al hablar de san Pablo, (a quien los biblistas acostumbran a llamar el primero después del único), suelo decir que era un santo pero con defectos.

       Los santos no son superhombres, sino simplemente hombres, amasados en el mismo barro que nosotros. Al anochecer, al hacer el examen del día, se sentían avergonzados de no haber amado del todo, de no haber realizado mejor las obras de ese día. Pero, sabían que eran los amados con predilección, cada uno se sentía el  discípulo más amado de Jesús (Jn 13, 23; 19, 26; 20, 2; 21, 7.20), el que recuesta su cabeza sobre el pecho del Maestro y le sigue y transparenta como un verdadero testigo (Jn 13, 25; 21, 20).

       Los santos son los testigos cualificados de la palabra de Dios. El Espíritu santo ha ido escribiendo en sus vidas el significado verdadero de la sagrada Escritura. Entre el evangelio escrito y la vida de los santos, no hay más diferencia que la que existe entre una partitura y su interpretación musical. Los santos son una exégesis viviente del seguimiento de Jesús. Son los que han vivido, en frase de san Ignacio, «el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle» (Ejercicios espirituales, n.° 104). En la vida de los santos vamos «descubriendo todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Cristo» (Col 2, 3). A través de la variedad de sus vidas, van manifestándonos los distintos aspectos de la vida del Señor. Ellos, de algún modo, van plasmando en sus vidas aquella verdad integral, completa, a la que Jesús afirma que nos llevará el Espíritu santo (Jn 16, 13).

       Y como el evangelio y Jesucristo se identifican, hasta literalmente dos veces en Marcos (8, 35; 10, 29), los cristianos han de asemejarse a su Maestro: vivir como él vivió. Así Cristo es ejempio a imitar en su humildad (Jn 13, 15). La caridad estará en amar como él amó (Jn 13, 34). Por eso san Pablo exhorta a vivir en el amor con Jesús (Ef 5, 2) y a tener sus mismos sentimientos (Flp 2, 5). Aquí el apóstol aconseja a sus tan queridos filipenses —son los predilectos de Pablo— que en sus relaciones con los hermanos se dejen guiar siempre por sentimientos, no de rivalidad, ni de vanagloria, sino de humildad y desinterés personal y les pone como modelo la conducta de Cristo Jesús tal como se describe en este himno litúrgico que él transcribe y que ellos conocerían por recitarlo en sus asambleas comunitarias.

       El cristiano imita a Jesucristo, no como un artista se esfuerza en reproducir los rasgos del modelo, ni siquiera como podría reproducir las actitudes que admira en los santos. Ellos son exteriores a nosotros. Jesucristo es más interior a nosotros que nosotros mismos. Como dice san Agustín: «Se ha convertido en vida de mi alma, vida de mi vida; más íntimo para mí que yo respecto a mí mismo. Recogernos es hallar la presencia de aquel que nos es más interior que todo secreto»25. No se trata de imitar los gestos externos de Jesús, sino principalmente sus sentimientos y sus actitudes. La imitación no es una repetición, sino que consiste en asimilar su estilo (Flp 2, 5), realizar en mi mundo y en mis circunstancias el mismo proyecto que Jesús y por los mismos motivos. No es una repetición servil de sus gestos, sino un actuar con fidelidad creadora, porque nuestro mundo y nuestros problemas no son los del tiempo de Jesús, aunque nuestro espíritu debe ser el de Cristo.

       Hay que sentirse habitados por él. Con Cristo formamos un solo ser (Gál 3, 28), estamos injertados en él (Rom 6, 5). El teólogo Cayetano saca de aquí estas conclusiones: «Por consiguien1 te, todas mis actitudes vitales: comprender, pensar, amar, alegrarse, entristecerse, desear, trabajar,... no son acciones del todo mías, sino que se derivan de Jesucristo en mí».

       Mi hermano Justo, como introducción a algunas de las 20 biografías de personas santas26, cita textos de Constantin Virgil Gheorghiu —que falleció el 22 de junio de 1992 en París—, sobre los santos, con los que quiero terminar esta meditación. Los santos, de alguna manera, han sobrepasado las leyes de la lógica. Lo simplemente razonable no vale para los santos: «Tratándose de amor, de fe y de caridad no se tiene derecho a ser razonable. Aquel que ama razonablemente no tiene bastante fe. Y el que ayuda a su prójimo con mesura, no le ayuda bastante. La razón es buena en matemáticas, en la diplomacia, en la administración y en todas las cosas pequeñas de la vida. Lo razonable mata todo lo que constituye la grandeza del hombre. no se puede ser sublime, o. alcanzar lo sublime, razonablemente»27.

       Textos impresionantes, para este mundo secularizado en el que vivimos, trae en muchos de sus libros. Los santos son los únicos personajes de utilidad pública. Sin la presencia de los santos, la humanidad no existiría. Haría tiempo que habría sido destruida como lo fueron Sodoma y Gomorra; esas ciudades fueron destruidas exclusivamente debido a que no habitaba en ellas ningún santo. Dios le dijo claramente a Abrahán que salvaría de la destrucción a esas dos ciudades si podía mostrarle un santo que viviese en ellas. Abrahán no lo encontró, y las ciudades fueron destruidas.

       La santidad es el único remedio contra los males de la tierra. Un escritor griego, Arístides de Atenas, no dudaba en afirmar que el mundo seguía existiendo gracias a la oración de los santos. Y Serapión decía que por sus oraciones la lluvia cae sobre la tierra, ésta se cubre de verdor y los árboles se cargan de frutos. La presencia de un santo a bordo de un barco lo salva del naufragio(Hech 27, 33.34). El día en que el número de santos en la tierra sea lo bastante numeroso no habrá ya hambre, ni in justicias, ni guerras.

       Los santos no hicieron cosas grandes sino que vivieron con autenticidad las pequeñas cosas de cada día. No fueron protagonistas de acciones extraordinarias sino que realizaron las ordinarias extraordinariamente bien. Comprendieron que la santidad está en la vida ordinaria, en las cosas pequeñas (Dt 30, 11-14; Rom 10, 8). El mismo Jesucristo canoniza las cosas pequeñas en la parábola de los talentos (Mt 25, 21.23) y en la de las minas (Lc 19, 17).

       Hay que descender de aquel pedestal donde se coloca la piedad fría y distante de los santos, hay que arraigarse en Cristo haciendo todo sencillamente como él lo hizo.

       Vida cristiana o vida santa equivale a vivir en gracia de Dios la vida cotidiana. Esperamos ansiosos las grandes circunstancias dela vida y dejamos pasar las diarias y triviales. La vida de los santos se escribe en prosa, no en verso; está hecha de la grisura de las ocupaciones habituales. La voluntad de Dios se encuentra en los sucesos más sencillos.

       Los discípulos de Jesucristo están encargados de crear luz y gozo en su derredor. No se puede trazar un camino prefabricado.

       Jesús nos marca la dirección. Se ha dicho que existe un mundo de virtudes amables, pero tan discretas que escapan a nuestros ojos. La caridad está hecha de tacto; percibe los deseos ajenos. El primer milagro nació de un gesto de la Virgen que adivinó una angustia. Hay que dejarse invadir por esta caridad inventiva y se transformará nuestro alrededor. La caridad es una fuerza revolucionaria. «Lo que otros esperan de nosotros, escribe Bernanos, es Dios quien lo espera». Estos comportamientos, sencillos y grandes a la vez, descansan en bases doctrinales seguras: Jesucristo, unión de oración y de vida, de caridad y acción, de perfección y presencia en el mundo. Este ha sido el camino de los santos.

24ª. MARÍA, LA VERDADERA DISCÍPULA DE SU HIJO

“Dijo María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra... Porque ha mirado la bajeza de su esclava, por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 38.48).

María guardaba todas estas cosas revoloteándolas en el corazón” (Lc 2, 19).

 

       María es una carta escrita por Dios. San Pablo dice a la comunidad de Corinto: «Vosotros sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Cor 3, 3).

       El apóstol afirma que esa carta «conocida y leída por todoQ los hombres» es la iglesia de Corinto en cuanto que ha escuchado la palabra de Dios y vive de ella. María es singularmente esa carta de Dios, pues ella es parte de la Iglesia en sentido particular y único, ya que no es un miembro como los otros, sino que es la figura y tipo de la Iglesia, como la ha llamado el concilio Vaticano II, aplicándole los textos de los santos Padres.

       La tradición ha hablado de la Virgen como de una tabla de cera sobre la cual Dios ha podido escribir libremente todo lo que ha querido. Orígenes1 enseña que María en su respuesta al ángel dice a Dios: «Aquí estoy, soy una tablilla encerada; escriba el Escritor lo que quiera; haga de mí aquello que él quiera». Para san Epifanio se trata de «un libro grande y nuevo», en el que sólo el Espíritu santo ha sido el escritor, y para la liturgia bizantina María es «el volumen en el que el Padre ha escrito su Verbo, su Palabra».

       Nosotros debemos leer esta carta del Padre escrita por el Espíritu santo.

       Es María de Nazaret quien nos dice a todos como san Pablo a los cristianos de Corinto: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11, 1).

       Si queremos ser cristianos, es decir, imitadores de Jesús, debemos mirar a la Virgen; es ella la persona que más perfectamente se le parece. Un Padre de la edad subapostólica escribió que las nazaretanas, cuando veían a María ir a por agua a la fuente, comentaban —invirtiendo el orden de la comparación, pues suele siempre aplicarse al hijo el parecido con la madre— y decían: «Nunca una madre se pareció tanto a su hijo». María es el espejo en donde mejor se transparenta el rostro del Señor.

       Al mirar las virtudes que María irradia, sentimos cercano el evangelio, la buena noticia. Su imagen, su dulzura, su pureza, nos mueven a seguir tras las huellas de Cristo (1 Pe 2, 21).

       Siempre María ha ejercido en la Iglesia una función modélica, inspiradora e impulsora.

       Como afirma el concilio Vaticano II: «María fue enriquecida, desde el primer instante de su concepción, con el resplandor de una santidad enteramente singular». Y, a la vez, creció en gracia y santidad al cooperar con los dones del Espíritu santo. Fue creciendo gradualmente en ese «hágase», actualizado por su fidelidad, para hacer siempre la voluntad de Dios, alimentada en la escucha y el estudio de la palabra del Señor. Ella, al igual que nosotros, tenía que cooperar a la gracia de Dios en el contexto de su vida diaria. Sería conmovedor penetrar en su corazón mientras revoloteaba los textos que servían de oración a las almas santas del antiguo testamento. Ella, a la vez que los meditaba, los hacía vida: «He buscado a Yahvé y me ha respondido; me ha librado de todos mis temores. Cuando el pobre grita, Yahvé escucha y le salva de todas sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él» (Sal 34, 5-9).

       Agrada pensar que en este clima de serenidad gozosa se iba fraguando la santidad de María. Antes que su Hijo predicase sobre la providencia amorosa del Padre bueno de los cielos (Mt 6, 25-34), ella experimentó la alegría y la paz por su abandono en la confianza amorosa del Padre celestial. Los Padres de la Iglesia griega llaman «parresía» a ese modo de vida propio del niño que se siente gozoso en el regazo de su padre, de su «abba». En ese modo de vida, se centra toda la santidad, toda la vida de María y su actitud en las situaciones del cotidiano acontecer.

       San Pablo, al describir su estado de ánimo, parece reflejar esta actitud de la Virgen: «Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 12.13).

       En mi último libro María de Nazaret, la verdadera discípula, la Virgen aparece como la imagen perfecta del cristiano, el modelo ideal para todos los hombres que quieran vivir el evangelio de Jesús.

       En esta meditación no sólo quiero hacer un estudio retrospectivo de la figura de María en el evangelio escrito y transmitido, sino realizar también una tarea prospectiva, dando a María el jf puesto clave en el evangelio que está por escribir, en este evan-/, gelio que los cristianos tenemos que plasmar en las páginas del mundo de hoy.

       Ella es la verdadera discípula, el modelo de todos los seguidores de Jesús. La vida cristiana tiene como norma última el seguimiento e imitación de Jesucristo. Y María fue la que le siguió de la manera más inmediata posible como pide san Ignacio en sus ejercicios espirituales. Ella fue la primera y más perfecta discípula, lo cual tiene un valor universal y permanente.

       En nuestros días, al intentar realizar una renovación mariológica se ha propuesto construir una mariología de la verdadera discípula: la que oye la palabra de Dios y la pone en práctica, incorporando la palabra a su vida. De ese modo se agranda el papel de María en la historia de la salvación, se hace modelo de los seguidores de Jesús, ya que todo cristiano debe ser discípulo. Dentro de esta renovación de la mariología se la ha propuesto también como la expresión concreta de la opción de Dios por los pobres. Al estudiar su tapeinosis veremos cómo María estuvo situada entre las capas sociales más bajas de su pueblo. Dios escoge para madre una mujer del pueblo, de una aldea desprestigiada en la Galilea de los gentiles.

María es maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos, es modelo para hacer de la propia vida una ofrenda a Dios, un culto al Señor y de ese culto un compromiso de vida. Y no es solamente un mero modelo, sino que ha de ser el alma que resida en cada uno de los fieles para glorificar a Dios. Es lo que pide san Ambrosio hablando a los cristianos de su tiempo: «Que el alma de María esté en cada uno para alabar al Señor, que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en Dios».

       Al afirmar que la Virgen es el modelo de los cristianos no nos referimos a algo extrínseco a nosotros, a un mero modelo exterior, como pueden ser lo santos, sino que queremos subrayar que su ejemplaridad forma en nosotros la imagen de su hijo, de la que ella es reflejo; va creando en nosotros la misma actitud que ella vivió. Es un modelo que nos ayuda a configurarnos con Jesucristo, con el mismo Jesús que ha sido formado en su vientre por el Espíritu santo, cuando el poder del Altísimo la cubrió con su sombra.

       Los santos Padres llaman a la verdadera discípula: «Toda santa e inmune de toda mancha o pecado, como plasmada por el Espíritu santo y hecha una nueva criatura».

       María, como la verdadera discípula, encarna las actitudes que siguen siendo válidas para el hombre de nuestro tiempo: el diálogo-oración con Dios, la entrega a los demás en un compromiso de vida, la sinceridad, la autenticidad, la aceptación gozosa de la voluntad de Dios.

       La vida de la madre se fue configurando cada vez más, con la misma vida del hijo, hasta convertirse en la verdadera discípula. Le acompañó en todos los misterios de la infancia, convivieron juntos los años oscuros, en los que experimentó la crudeza de la fe y cuando no comprendía la actuación del hijo (Lc 2, 50) iba meditando en su corazón las acciones y palabras de Jesús (Lc 2, 19.5 1). Elia fue la primera llamada y la discípula que le siguió con la mayor fidelidad. Compartió su dolor y escuchó palabras desgarradoras sobre la sensación de desamparo en la cruz (Jn 19). Aquí es donde la madre acabó de convertirse plenamente en la verdadera discípula. Pablo VI lo proclamó de modo maravilloso lioso: «En su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas pronunciadas por Cristo. Por lo cual toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo».

       Estudiando el misterio de María se puede constatar que ella nos proporciona un clima de serenidad y de contemplación y nos inmuniza frente a las preocupaciones excesivas. Sin el trato vital con la Señora, nuestra inteligencia fácilmente pierde el tacto y el sentido de la relatividad y serenidad intelectual que necesitamos.

       Un libro de mi hermano carmelita ayuda a mantener ese trato vital con la santísima Virgen y a establecer una comunicación filial y amorosa con ella.

Vocación y anunciación

       El relato de la anunciación (Lc 1, 26-3 8) es, junto con el prólogo del cuarto evangelio, el texto más importante del nuevo testamento sobre la encarnación y además él solo es el principal, el fundamental para la doctrina de la concepción virginal y de la maternidad divina de María. Como proclama la cuarta plegaria eucarística: «El cual (Jesucristo) se encarnó por obra del Espíritu santo, nació de María, la virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado».

       Aunque tradicionalmente a esta perícopa de Lucas se ha llamado «anunciación» ya que en ella se anuncia a María, de modo extraordinario, que será la madre del Mesías, después de los estudios bíblicos de Klemens Stock6 se suele llamar también «vocación», ya que, de modo singular, María es llamada a colaborar en el plano divino de la salvación.

       Los santos Padres han visto en el acto de obediencia de la Virgen el antitipo de la desobediencia de Eva. El «hágase» es la disponibilidad absoluta que hizo posible la realización del proyecto divino.

       Relatos de vocación hay bastantes en el antiguo testamento, pero, en concreto, es el de Gedeón (Jue 6, 11-24) el que más se aproxima al que narra san Lucas.

Parece ser, pues, un relato de vocación a la vez que es narración de un anuncio maravilloso. Quizá se trata de una síntesis de dos distintos géneros literarios.

Leamos pausadamente esta escena evangélica haciendo una breve síntesis. Vamos a comentar algunos textos que son doctrinalmente muy profundos.

       «El ángel le dijo a María: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».

Alégrate: Jaire, no es una traducción del saludo hebreo shabm, paz, sino que es la fonna tradicional del saludo en el mundo griego, después de Homero.

El «jaire» connota alegría, que es el tema tan subrayado en este capítulo (y. 14.4 1 .44.47.5 8...). Los Padres griegos comentan en términos de alegría esta expresión del saludo.

       Las palabras del ángel son una invitación a la alegría mesiánica, como una alusión a los saludos dirigidos en el antiguo testamento a la hija de Sión: «Alégrate, hija de Sión! ¡Da voces jubilosas, Israel! ¡Regocíjate con todo el corazón, hija de Jerusalén! El rey de Israel, Yahvé, está en medio de ti. No temas, Sión» (Sof 3, 14-16; Zac 9, 9; Jl 2, 21; Lam 4, 21).

       La hija de Sión, Jerusalén, después del destierro de Babilonia, es invitada al gozo, ya que Dios va a habitar en su templo, en medio de ella.

       «Excelsa hija de Sión» se llama a María en el concilio7 y con el nombre de arca de la alianza se le nombra en la tradición de la Iglesia.

       En las entrañas de la Virgen morará la sekináh, expresión que se usaba para designar a Yahvé. María, la nueva hija de Sión, recibe esta invitación a la alegría mientras que el Señor está dentro de ella.

       Llena de gracia: kejaritomene es el nombre nuevo que le da el ángel al saludarla. Es el primer título mariano de la tradición apostólica, y como todo nombre semítico, expresa lo que ella es: la transformada por la plenitud de la eficaz benevolencia gratuita de Dios. Kejaritomene es un verbo griego, en perfecto, que significa que la acción que se realizó en el pasado permanece en el presente: Tú que has estado y sigues estando llena de gracia. Antes del saludo del ángel, la Virgen fue lo que ahora es y será después.

       Sólo aquí y en la carta a los Efesios (1, 6) aparece este verbo jaritoo. Los verbos en oo, son causativos y manifiestan un cambio en la persona a la que se aplican. San Pablo en este texto se refiere a los cristianos que han sido transformados por el don de Dios. San Juan Crisóstomo, buen conocedor de su lengua griega, traduce Ef 1, 6: «Dios nos ha transformado por esta gracia maravillosa»8.

       El Señor contigo, sin verbo, como en el texto griego, parece ser una alusión o una traducción de la palabra hebrea Enmanuel, Dios con nosotros, que es el nombre con el que se designa al Mesías en la profecía de Isaías (7, 14). Después de invitar a María, a la nueva hija de Sión, a la alegría, fundamenta su alegría en el Enmanuel, en el Dios con María: «El Señor está contigo».

       La expresión «El Señor está contigo» no indica simplemente estar como mera presencia estática, sino que indica la presencia de un poder dinámico conferido por el Espíritu de Dios que desciende sobre la persona, «quedando invadida por el Espíritu de Yahvé y cambiada en otro ser» (1 Sam 10, 6), como sucedió a Saúl después de ser ungido por Samuel.

       Se refiere a la presencia dinámica de Dios, en apoyo del hombre, para realizar acciones difíciles, en circunstancias peculiarmente importantes que requieren la ayuda del Señor.

       Esta fórmula «El Señor está contigo» se usa en el antiguo testamento para manifestar la particular presencia divina en hombres sobre los que Dios tiene proyectos especiales o en personas que deben llevar a cabo misiones extraordinarias. Esta expresión pertenece a las narraciones de vocación: kiehye immak, «yo estaré contigo».

       Ahora Gabriel le dice a María, que Dios está con ella y se da cumplimiento a las profecías mesiánicas al ser ella la madre del Enmanuel, de Dios con nosotros.

       ¿ Cómo podrá ser esto pues no conozco varón?, es la pregunta de María ante la maternidad que le anuncia el ángel. No conocer varón equivale a no tener relaciones carnales con hombre alguno, es ser virgen.

Ella había aceptado los desposorios con José, pues otra cosa era imposible en el ambiente en que vivía. Desposándose seguía las costumbres de su tiempo y de su ambiente.

       Hoy podemos comprender que no es contradictorio el que María estuviera desposada y quisiera ser virgen, pues entonces las niñas judías eran desposadas por sus padres, normalmente sin su aquiescencia. Además, las desposaban muy jóvenes. Y los descubrimientos de Qumrán han puesto de manifiesto que en el tiempo del nuevo testamento, se daba entre los judíos el propósito de virginidad, pues había en Palestina unos cuatro mil esenios que la practicaban9 y que vivían dispersos en comunidades por todo el país. También en Egipto los judíos terapeutas practicaban la virginidad, tanto ellos como ellas’°.

       Los monjes de Qumrán vivían el celibato, lo afirma Flavio Josefo y Plinio el viejo: «Sin mujer alguna y renunciando a todo deleite venéreo, son un pueblo eterno a pesar de que nadie nace entre ellos»11. Filón nos ha dejado este testimonio: «Los esenios dan numerosas pruebas de amor a Dios: la castidad ininterrumpida y continua durante toda la vida»’2.

       Esta pregunta del y. 34 indica la propensión profunda de María hacia la virginidad. Ese hondo deseo que ella sentía de vivirla expresa la aspiración de su alma. Santo Tomás de Aquino’3 habla del deseo de virginidad de María al que le conducen las palabras del anuncio del ángel: «Alégrate de haber sido transformada por la gracia». La gracia es la que la coloca en esa tendencia íntima hacia la virginidad. Después se engendra el propósito gozoso de realizarla.

       En tiempos del antiguo testamento, el ideal de la castidad como medio para una unión más estrecha con Dios había penetrado en diversos grupos de Israel.

       También hay que tener en cuenta que María recibió dones especiales acordes a su destino y que ellos le abrían a una mayor intimidad con Yahvé.

Aunque María se acomodase a las costumbres de su ambiente de su hogar, desde el fondo de su corazón, desde lo más protundo de su ser, vivía en una perspectiva virginal.

       La Virgen, bajo la acción de la gracia, de la que estuvo llena ¡desde el principio, quiere vivir virginalmente, pero se tiene que acomodar a las costumbres de su época. La solución se la da el ángel: «El Espíritu santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», y al igual que la nube cubría el arca de la alianza (Ex 40, 34.35) en la que moraba Yahvé, María se convertirá en esa nueva arca de la alianza y llevará en su vientre al Hijo de Dios.

       La pregunta de María describe su deseo íntimo, su inclinación a la virginidad. Este deseo era efecto de su plenitud de gracia, de su transformación por la gracia. Por obra de esa gracia (y. 28), surgió en ella su más intensa orientación hacia Dios (y. 34), su disponibilidad total a lo que la palabra de Dios le confiase (y. 38).

       Hágase en mí es la aceptación de María. El tercer evangelista formula esta aceptación con el optativo griego genoito que expresa un deseo gozoso. No se trata de una simple aceptación de los planes de Dios y menos todavía de un sentimiento de resignación o de obligada sumisión. ¡Qué diferente del hágase (genezeto: Mt 26, 42) de Getsemaní, que es un imperativo pasivo, o del hágase del Padrenuestro (Mt 6, 10)!

Esta aceptación gozosa expresa el deseo de colaborar con la acción de Dios. A esa alegría la invitó Gabriel al comienzo de esta escena evangélica.

María, madre en la vida oculta del Señor

       El concilio Vaticano II, al insertar el tema de María en el documento sobre la Iglesia’4 ha subrayado que el misterio de María se encuentra inmerso en el misterio de Cristo y de la Iglesia; en el misterio de Cristo considerado como Cristo total, cabeza y miembros. María ocupa un puesto único y desempeña una tarea singular en los aspectos de este misterio.

       María es la esclava del Señor, pero también es su madre. Ella es el instrumento por el cual no sólo se ha realizado el nacimiento de Cristo Jesús, sino que también se ha hecho posible el nacimiento del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Como se afirma en el mismo documento conciliar: «Ella dio a luz al hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29), esto es, los fieles a cuya generación y educación cooperó con materno amor»’5.

       Con infinito amor materno había cooperado antes a la generación y educación de su hijo Jesús. Ella le dio todo lo natural, todo lo humano que necesita para que «aparezca como un hombre» (Flp 2, 7) —hebreo, galileo, nazaretano—. Todos sus cromosomas, Jesucristo los recibe a través de María; no sólo las/ii células, sino las actitudes, los gestos, todo lo que un niño toma de su madre, y que hace de él un hombre en sentido pleno.

       La aportación de María como madre de Jesucristo no consiste solamente en haberle dado su cuerpo sino en ayudarle a despertar su psiquismo humano; lo fue formando y educando. De ella recibió Jesús una herencia humana concreta con todos sus límites y posibilidades.

       Esta aportación se realiza sólo por María —ya que para la concepción de Jesús no hubo concurso de varón—, y sólo a través de ella, aportando su fisiología femenina, se forma, de modo misterioso, el ser de Jesús. No obstante, no debe considerarse en modo alguno que por ello la persona de Jesús tuvo signos de inmadurez o carencia de otros aspectos más viriles.

       Sabemos que la relación con la madre es condición fundamental e imprescindible para la formación de la personalidad del hijo, y esta relación debe pasar siempre por una fase infantil y una fase adulta.

       En la primera, se da una relación de dependencia total entre la madre y el hijo, relación por la cual la madre prolonga en su hijo toda su existencia, le ayuda en todo, lo previene todo, y ella misma se convierte en alimento gratuito y necesario para que el niño pueda subsistir. Cada vez más y más se insiste en valorar la importancia de la lactancia materna, y la cercanía y permanencia de los valores afectivos que la imagen de la madre imprime en el hijo, durante el periodo de la niñez, en todo el psiquismo humano.

       En la fase adulta el hijo debe salir de toda tutela, también de la materna, para realizar su identidad y crecer personalmente adquiriendo esas actitudes que le caracterizarán. Por tanto, en esta nueva etapa, el hijo no suprime los vínculos más íntimos con la madre pero naturalmente establece con ella una relación distinta.

       El padre J. M. Lagrange escribe: «Si se pudiera llevar hasta este punto el análisis del desarrollo humano de Jesús, diríamos que había en él, como en otros hijos, rasgos debidos a la influencia de su madre: su gracia, su finura exquisita, su dulzura indulgente»’ 6

       «Jesús, como afirma Schillebeeckx, tuvo que ser criado y educado por María y José. Esto es, indudablemente, un gran misterio, muy difícil de comprender para la mente humana. Sin embargo, hemos de afirmar el dogma de que Cristo fue verdadero ser humano y de que, como tal, tuvo que ser criado y educado (en el más estricto sentido de la palabra) por su madre. Las cualidades humanas y el carácter de Jesús fueron y se formaron influenciados por las virtudes de su madre. Fue una tarea cotidiana que llevaba consigo la formación humana del muchacho según iba creciendo de la niñez a la adolescencia y de la adolescencia al estado adulto. La manera concreta con que esto se fue efectuando es algo que queda oculto a nuestros ojos»’7.

       Habría que caer en la cuenta de que las dos veces que se habla del progreso de Jesús (Lc 2, 40.52), está relacionado con María, pues en esa época es cuando el hijo vive bajo la influencia de la madre. La huella materna se hace visible en Jesús.

Ella inicia a su hijo en el sentido y profundidad de la religión de Israel, como se afirma en la Cathechesi tradendae: «En su regazo, y luego escuchándola a lo largo de su vida oculta en Nazaret, este hijo ha sido formado por ella en el conocimiento humano de la Escritura y de la historia del designio de Dios sobre su pueblo, en la adoración al padre».

En esta etapa, la más larga de la vida de Jesús, su vida oculta, María, su madre, está junto a él, le acompaña silenciosamente’ haciéndole todas las cosas.

       Lo que Yahvé ha hecho con Israel, su niño mimado, lo hace ahora la Virgen con su niño querido. Actualiza en Jesús la acción de Dios con su pueblo: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole por los brazos. Con cuerdas humanas lo atraía, con lazos de amor, y era para él como el que alza a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 1.3.4).

       María le ha acompañado, le ha alimentado haciéndole crecer. Le enseñó a hablar al que es la palabra de Dios; le enseñó a re- zar al que es la oración del Padre. Es una constatación de la experiencia diaria que los rasgos de los padres se reconozcan en los hijos, pues ellos son quienes los crían y educan.

       Los rasgos físicos, las cualidades humanas de Jesús, recibieron una influencia decisiva de las virtudes de María. Cuando leemos que Jesús «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52) y que «pasó haciendo el bien» (Hech 10, 38), no podemos menos de pensar en la participación maternal y en que todas las obras del hijo quedaran afectadas por la tarea continua y el quehacer de la madre. La maternidad de María no fue solamente biológica; su papel fue inmensamente mayor, ya que ella era el instrumento del que Dios se sirvió para realizar el ser humano del Señor.

       Son varios los autores medievales que al comentar los cuidados maternales hacia Jesús, «lo envolvió en pañales y lo recostó en el pesebre» (Lc 2, 7), han puesto en evidencia la función educativa de José y el papel insustituible de María en cuanto madre en el desarrollo de la personalidad de su hijo. Bástenos con citar a Ruperto de Deutz, quien sirviéndose del texto: «La fragancia de tus vestidos es como la fragancia del Líbano» (Cant 4, 11), pone en boca de Jesús estas palabras dirigidas a su madre: «,Qué diré de aquellos pañales con que me envolviste y me recostaste en el pesebre? Esos pañales eran las primicias de todos los otros vestidos que tú has hecho a mi persona, con amor materno. Aunque yo fuese una pequeña criatura, ¡oh madre!, me serviste en todo de la manera que convenía a Dios».

       Pero María no sólo educó a Jesús, sino que también fue educada de modo misterioso por su Hijo divino. San Máximo el Confesor trae una página iluminadora acerca de este papel del Hijo: «El amable y dulce Señor le hizo conocer a su madre cuál era su verdadero Padre; y porque no lo consideraba solamente como hombre, sino como Dios encarnado, le dijo que la casa del Padre, que es el templo, le pertenece como todo lo que es del Padre es también del Hijo. El Señor enseñaba a los hombres. La santa madre se hace discípula de su dulce Hijo, porque ya no lo miraba de manera humana o como simple hombre, sino que lo servía con respeto como a Dios, y acogía sus palabras como palabras de Dios»20.

La creyente

       Ahora vamos a descubrir su personalidad, metiéndonos en el hondón de su ser. Es la mujer de la fe. Bienaventurada la que ha creído (le dice Isabel), no se trata de un elogio genérico a los que creen, como lo es el dirigido a Tomás: «Dichosos los que sin ver, crean» (Jn 20, 29), sino que aquí hace referencia a María que no ha dudado del poder de Dios que hace maravillas.

       Isabel no utiliza el pronombre de segunda persona referido a la Virgen, sino que emplea el participio aoristo griego con artículo «e pisteusasa», que viene a ser como un sobrenombre de María, a la que desde ahora se le llamará «la creyente». Alcance parecido tiene el participio aoristo con artículo que en el evangelio de san Juan (12, 2) se da a María, la hermana de Lázaro, e aleixasa, la que unge al Señor, la ungidora como si el hecho de ungir a Jesucristo constituyese su identidad. Con este título pasa- ría a la historia, pues «donde quiera que se proclame el evangelio se recordará lo que ha hecho esta mujer» (Mt 26, 13; Mc 14, 9).

       La fe de María era de una categoría tan especial, que la Iglesia la llamará siempre la creyente, la mujer de la fe. Lo que había sucedido a Zacarías e Isabel, tener hijos a pesar de la vejez y la esterilidad, había sucedido ya en el antiguo testamento (a Sara y Abrahán, a los padres de Samuel y de Sansón), pero concebir sin obra de varón era totalmente inaudito. Jesucristo al final )/dará forma universal a esta bienaventuranza y proclamará biena7 venturados a todos los que han seguido el ejemplo de su madre, a todos los que sin ver han creído.

       Toda la vida de María puede resumirse en esa bendición de Isabel: «Bienaventurada la que ha creído». Es la definición que sintetiza lo que fue su vida, desde el principio, hasta el día de su muerte. Entonces fue cuando pasó de la oscuridad a la luz pascual. El camino de la fe de la Virgen que es tipo de la Igle sia2’ es ejemplo para cada cristiano que es peregrino caminand por la fe hacia la casa del Padre. María tuvo que atravesar un4L especie de kenosis o de noche oscura, especialmente en el tiemp6 de la vida pública del Señor.

Su tapeinosis

       María está situada entre las capas sociales más bajas (Lc 2, 7-24) y entre los anawim, pobres de Yahvé (Sof 3, 12.13), esas personas profundamente religiosas que a través de pruebas y purificaciones consiguen una total disponibilidad a los designios divinos apoyándose sólo en Dios. El Magnificat demuestra que ella asimiló del modo más profundo el espíritu de esos pobres. La teología actual presenta a María como mujer evangélicamente pobre e inserta «entre los humildes y pobres del Señor»22, que están en situación deprimente y que no tienen influjo social, como se afirma en la descripción del nacimiento de su hijo (Lc 2, 1-20).

       Los pobres tienen una especial capacidad contemplativa y de1 agradecimiento; su corazón está mas sereno y abierto porque se ve libre de ambiciones y de ataduras. Viven gozosamente en! Dios, saborean su presencia y pueden, así, mirar en su luz un1 mundo que les pertenece.

        esta línea se encuentra el papel de María en la teo1ogía de la liberación; y en los documentos episcopales del CELAM, se afirma que el Magnificat es uno de los textos del nuevo testamento de contenido político liberador más intenso: «El porvenir de la historia va en la línea del pobre y del explotado: la liberación auténtica será la obra del oprimido mismo; en él, el Señor salva la historia».

       Cantar el Magnificat de nuestra Señora nos abre caminos de esperanza. Pero sólo si, con un corazón pobre como el suyo, es tamos abiertos a la acción del Todopoderoso y a la necesidad de los hombres.

       El Magnificat expresa un sentido liberador, típico del evangelio de san Lucas, que es el evangelio de los pobres, y nos asegura que el mismo Dios del Exodo seguirá actuando en favor delos oprimidos, ya que derriba de sus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes, y da pan a los hambrientos, mientras que despide vacíos a los ricos.

       Hay que descubrir el significado profundo y revolucionario, en el mejor de los sentidos, de este canto mariano, y ponerlo, con toda justicia, dentro del contexto de la teología de la libera ción integral.

       La liberación que canta María no es la que el hombre pregona con miras humanas, sino la que hace Dios que viene de lo más profundo y trasciende todo.

       Canta esta liberación en pasado (aoristo que tiene valor de futuro) y que aunque desde el punto de vista humano todavía no se ha realizado —Herodes permanece en su trono—, ya está hecha desde la óptica de Dios que trasciende el tiempo y asegura el porvenir.

       En el Magnificat, María se siente pobre, pequeña y, por tanto, amada por Dios. Está profundamente impregnada del espíritu de los pobres, de los que no tienen nada que esperar del mundo, de los que lo esperan todo de Dios y se abandonan a él. Al sentirse pobre y pequeña, en su misma experiencia, descubre el amor de Dios por los pobres, ya que ella es consciente de ser la amada de Yahvé.

       El Magnificat es el cántico de los pobres. Alaba a Yahvé, porque ha puesto los ojos en ella. Sabe que, aunque es la madre, la llena de gracia, lo es porque Dios ama a los pobres, y ella es la pobre esclava del Señor. No hay lugar para la vanagloria.

       Toda la razón de ser de la grandeza de la Virgen y de su lugar eminente en la Iglesia y en la historia de todos los tiempos, tiene su base en que «el Señor miró la bajeza de su esclava». Dios ha puesto sus ojos en la tapeinosis de su esclava: pequeñez ante Dios y ante sí, pequeñez social.

       Lutero, que tiene un extenso comentario al Magnificat, traduce el término tapeinosis por bajeza: «Dios ha mirado la bajeza de su esclava». Al final de ese precioso comentario lleno de amor y de admiración a la madre de Dios, pide al Señor que el cántico de la Virgen «no sólo brille y hable, sino que arda y viva en todos los corazones». Dios ha estado tan grande con María al hacerla su madre que entusiasmado escribe: «Llamándola madre de Dios, se comprende todo su honor. Ninguno puede decir de ella o decirle a ella cosa más grande, aunque tuviese tantas lenguas cuantas son las hojas de la hierba, las estrellas del cielo o la arena del mar. También nuestro corazón debe de reflexionar qué significa ser madre de Dios.

       Algunos han traducido tapeinosis por humildad. Mas en la presencia de Dios nadie puede gloriarse de una buena cualidad sin pecado y corrupción. Delante de Dios, sólo se puede uno gloriar de la bondad y gracia divina para con los indignos (Prov 25, 6.7).

       ¿Cómo se puede aplicar semejante presunción y soberbia a esta virgen pura y justa, al hacer que se sienta orgullosa delante de Dios, de su propia humildad, que es la virtud suprema, tanto que nadie se puede gloriar de ser humilde, sino quien sea sobre toda medida orgulloso.

       En el uso de la Escritura, esa expresión significa abajarse, anonadarse; por eso, en muchos pasajes de la Biblia a los fieles se les llama pobres, humillados, afligidos, gente abandonada, despreciados (Sal 116, 10); este vocablo no significa otra cosa que una condición despreciable, mezquina, baja, sin apariencia, la condición de los pobres, de los enfermos, de los hambrientos, de los sedientos, de los prisioneros, de los que sufren y mueren, como la condición de Job, en medio de sus tribulaciones; como la de David, cuando fue echado del trono; como la de Cristo, cargado con las miserias de todos los hombres.

       Traduzco esta palabra como bajeza o cosa mezquina, pues este es el pensamiento de María: Dios ha mirado a su pobre esclava, menospreciada, insignificante, sin apariencia, mientras podía haber encontrado reinas ricas, nobles, potentes, hijas de príncipes y grandes señores..., la hija de Anás y Caifás. Ella no se gloría de su virginidad ni de su humildad, mas sólo de la mirada divina; por eso el acento no hay que ponerlo en ella sino en Dios. No se alaba su bajeza, sino la mirada de Dios, como cuando un príncipe pone la mano sobre un mendigo, no se alaba la bajeza del pobre sino la bondad del príncipe»23.

       Así la Virgen, en el Magnificat, anticipa la predicación de las bienaventuranzas. Su humildad es el sello de su maravilloso equilibrio humano. Sabe que es un vaso de barro, lleno de tesoros (2 Cor 4, 7). No se declara la más indigna de las criaturas (las fórmulas exageradas nacen de un secreto orgullo), sino que con esa reserva en los sentimientos, que dice tan juiciosamente que insignificante es lo excesivo, su expresión es moderada y más bella: esclava del Señor y colmada de las maravillas por el Todopoderoso.

       Esclava del Señor es el nombre que la Virgen se da a sí misma, las dos únicas veces que se nombra (Lc 1, 38.48). El término esclava hay que entenderlo con sentido de entrega total a la voluntad del Señor, como exclusión de toda iniciativa personal, teniendo en cuenta que este vaciamiento de María no supone carecer de creatividad personal, sino que más bien es un enriquecimiento, al fusionarse su voluntad con la divina.

       El término esclava nada tiene que ver con nuestro concepto negativo de esclavitud, sino que describe la experiencia religiosa profunda en la que Dios se muestra todopoderoso y el hombre se goza de vivir entregado a él. María, al declararse esclava, acepta con absoluta disponibilidad el señorío y la realeza de Dios, evocando la actitud de Abigail, ante los mensajeros que David le envió para declararle su plan de casarse con ella: «Tu sierva es una esclava para lavar los pies de los siervos de mi señor» (1 Sam 25, 41). La que era elegida para ser esposa del rey, no duda en presentarse ante los enviados de su Señor con toda humildad.

       El término esclava en la sociedad de entonces, reducía la persona a cosa poseída. Cuando se usaba como significado bíblico religioso expresaba la situación del hombre ante Dios.

       María es la esclava del Señor, pertenece a él, y de modo libre y activo, acepta sus designios y su voluntad.

       En este nombre, el único que María se da a sí misma, tenemos la mejor definición de su identidad personal, y por decirlo en términos actuales, nos ofrece su carnet de identidad; con él manifiesta a Gabriel que pertenece a los pobres de Yahvé, que  ni se quejan de lo que les acaece, ni se resisten a la voluntad de Dios, sino que se abandonan a sus designios. Pertenece al pueblo de los anawim, que carecen de voluntad propia o intereses personales, siempre dispuestos a pronunciar el hágase, como nos pedirá su Hijo que hagamos en nuestra oración (Mt 6, 10) y como él mismo lo repetirá en la suya (Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42).

       A través de la historia de la salvación, Dios llama con frecuencia a los hombres para encargarles una misión especial y ellos aceptan, aunque, a veces, se resisten o protestan como Jeremías (1, 7; 20, 7). Pero ningún relato de vocación acaba con una fórmula tan expresiva de completa adhesión a la voluntad de Dios como ésta con la que María acoge los planes del Señor.

       Para que la maternidad de María sea plena se requiere su consentimiento, que no es posible sin un conocimiento previo. Esta doctrina la expresa santo Tomás de Aquino siguiendo a san Agustín: «Debía ser informada la Virgen por el ángel, porque la encarnación era cierto espiritual matrimonio entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana. Por eso en la anunciación se esperaba el consentimiento de la Virgen en lugar del de toda la naturaleza humana»24.

       Esta respuesta final al mensaje del ángel es la aceptación personal al plan de Dios. Esta actitud de fe profunda, permanente y gozosa, que se considera paradigmática por ser fundamental para todo cristiano, convierte a la Virgen en modelo perfecto de los auténticos seguidores de su hijo.

       Es verdad que la actitud de la Virgen parece pasiva. Sin embargo, las virtudes que se expresan con el nombre de «esclava»—como la humildad, la entrega, la obediencia, la disponibilidad al sacrificio y al servicio de los hermanos— sólo son posibles gracias a una elevada actitud espiritual que prescinde de los deseos personales. Por otra parte, esta actitud de pasividad no es algo puramente negativo, sino al contrario, una exigencia de la vida cristiana. Sólo quien se abandona a Dios puede ser acogido por él y recibir su gracia. En ese abandono se realiza el hombre como ser humano y cristiano. Ya desde el antiguo testamento el ser «siervos de Yahvé» ha tenido una importancia fundamental y se ha entendido como el vértice de todo comportamiento religioso delante de Dios. Esta expresión supone la pasiva disponibilidad unida a la más positiva actividad, el vacío más profundo acompañado de la mayor plenitud.

       María expresa disponibilidad para todo lo que a Yahvé le plazca, actualizando la actitud del salmista (Sal 40, 9), o mejor, la actitud del Mesías (Heb 10, 7). Estas palabras servirán a Jesús como lema durante toda su vida entre los hombres: «He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Palabra de sumisión total a la voluntad de Dios. La clave de la santidad de la Virgen, el secreto de su vida, lo proclamó en esta palabra (Lc 1, 38). El hacerse siervo de Dios, el ser esclavo de Yahvé, figura en el antiguo testamento como la síntesis de una vida dedicada a él. Al llamarse esclava de Yahvé, María declara que es propiedad suya, abierta por completa al misterio divino. Al autodefinirse esclava, descubre la hondura de su alma religiosa, como uno de los pobres de Yahvé, que, en su humillación, colocan toda su confianza en el Señor.

       Después de su reflexión (y. 29) y de su petición de explicación (y. 34), María profundiza su «hágase» incondicional, y de ese modo concluye el diálogo con el ángel.

       La grandeza de María está en su «hágase», en acoger incondicionalmente los designios de Dios. En esta palabra es donde mejor se transparenta el modelo del creyente: el que se abre para decir sí a Dios. Es la apertura incondicional y la acogida absoluta a la voluntad de Dios ofrecida al hombre. Voluntad, no siempre comprendida sino oscuramente presentida, y que, a veces, como narra el evangelio, será fuente de conflictos (Mt 1, 18-24) y de incomodidades (Lc 2, 4-7). Pero María se somete al plan del Señor y abraza con afecto positivo la Palabra que le viene de Dios.

       El Padre le entregó su Palabra hecha debilidad humana (Jn 1, 14), que ella guardará celosamente en su corazón (Lc 2, 19.51), capacitándola para aceptar silenciosamente situaciones que no comprende (Lc 2, 50), para abrirse al misterio de que Jesús llame madre y hermanos a todos los que escuchen su palabra (Mc 3, 34.35) y para permanecer firme junto a la cruz, donde el amor fiel llegaba hasta el extremo (Jn 13, 1; 19, 25).

       Esta palabra, más que de una virtud, nos habla de la santidad plena. María, porque creyó, se entregó y caminó incesantemente tras el rostro del Señor. Creer es estar dispuesto a partir siempre y, para llegar al encuentro de Dios como lo logró la Virgen, hay que atravesar el bosque de la dispersión, de la confusión, de la

oscuridad..., en un fiat irreversible.

       El hágase, (en latín «fiat», «genoito», optativo griego) es una adhesión activa, es una aceptación gozosa de la voluntad de Dios, único determinante en su obrar, como después lo será del obrar de su hijo (Sal 40, 8.9; Heb 10, 7). El término «esclava» hay que entenderlo con sentido de entrega total a la voluntad del Señor, como exclusión de toda iniciativa personal. Por eso los santos Padres hablan más de obediencia que de consentimiento.

       El sentido profundo de ese «hágase» de la Virgen viene de la palabra hebrea emuná, de la raíz amn que se puede pronunciar amén y que explica una certeza. Los judíos, como los cristianos, con esta expresión marcan la aquiescencia del fiel a la voluntad de Dios. Para algunos cristianos amén expresa un deseo, una esperanza, una aspiración y traducen «así sea». En tiempos de María —la experiencia religiosa era más inmediata y directa— amén expresaba una constatación y significaba «así es».

María no dice «fiat», que es palabra latina, ni «genoito», que es verbo griego, sino «amén», expresión hebrea. Dicha expresión se usaba en la liturgia como una respuesta de fe a la palabra de Dios. Al final de algunos salmos cuando en la Vulgata leemos «fiat, fiat» y en la versión de los LXX «genoito, genoito», en el texto hebreo dice «amén, amén»; con esta expresión el creyente indica fe, obediencia y sumisión a la voluntad de Dios. Es la actitud de Jesús: «Amén, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11, 26).

       «Amén» ya aparece como nombre divino en el texto de Is 65, 16, y con el mismo término se llama a Jesucristo en el Ap 3, 14. Con este mismo nombre se personifica aquí a la Virgen de Nazaret.

Dios no ofrece a la criatura, sino que, en cierto modo, impone: no se trata de una iniciativa de la Virgen, sino de su acatamiento. Pronuncia no un «sí», sino un «hágase», dando a entender que ya de parte de Dios está todo hecho. Pero hay libertad y crecimiento meritorio en la obediencia de María al conformar- se, sin poner condiciones, a la voluntad de Dios.

Los Padres han visto igualmente en este acto de obediencia e1 antitipo de la desobediencia de Eva, y con ello una restitución a1 primitivo orden de la creación. Con este «hágase» de humilde sc1ava del Señor comienzan los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 65, 17-25; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), el reino que no tendrá fin (Lc 1, 45).

María comprendió que todo lo que iba a suceder sería obra de la gracia, por eso dijo: «hágase en mí». Aceptando de este modo mostró su receptibilidad, su actitud completamente abierta y disponible.

El «hágase» es la disponibilidad absoluta que hizo posible la realización del proyecto divino. Es la máxima fidelidad ante el don mayor de la encarnación. Con su aceptación se cumplen las promesas mesiánicas. Es verdad que sólo se cumplen en Jesucristo, pero con la fiel colaboración de María. Y de este modo sucederá en el porvenir, siendo ella la Virgen de la esperanza en nuestro penoso caminar hacia el encuentro definitivo.

Hay que reconocer que al hombre moderno le cuesta mucho adoptar, aun cuando se trate de las relaciones con Dios, esta disponibilidad radical a la vez que esta confianza en la divinidad, sin poner condición alguna.

Esta obediencia activa, pobre, pero inteligente, de que da muestra la Señora en el momento de la anunciación, no la asume fácilmente el creyente de hoy, en sus circunstancias históricas, con la autenticidad que debiera y con la fidelidad exigida por el amor divino.

       Karl Jaspers dice que «la fidelidad es algo absoluto, en la medida que coge a todo el ser, o no es absolutamente nada».

       Y Salguero escribe que a María Dios no le ha propuesto solamente su voluntad, sino que se la ha impuesto en cierta manera. Por eso, acepta la palabra del ángel con deseo y alegría25.

María, modelo de vida activa y contemplativa

       A través del episodio de Betania quiero profundizar un poco más todavía en la persona de la Virgen como modelo de vida activa y contemplativa, de vida terrena y celestial. Escuchemos la descripción lucana: «Marta recibe a Jesús en su casa y está atareada en muchos quehaceres, mientras María sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta le dice: Señor ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?, dile que me eche una mano. Jesús le responde: Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas y hay necesidad de una sola. María ha elegido la mejor parte» (Lc 10, 3 8-42).

       Se ha interpretado mal este texto evangélico, oponiendo Marta, que personifica la vida activa, a María, que personifica la vida contemplativa y rebajando la actitud de la primera; mas, en el contexto inmediato anterior, la parábola del buen samaritano se refiere al hombre que ha puesto toda su energía al servicio del prójimo necesitado y es como una luz para enseñarnos que no hay

ningún desprestigio de la acción, de la actividad en el servicio a los demás. Ninguna dicotomía existe entre la escucha de la palabra de Dios y la entrega a los hermanos. Aunque hay una (enseñanza para mostrarnos que lo principal, la prioridad, está en \ la escucha de la palabra, en la contemplación, en estar a los pies el Maestro para cargar las baterías y después entregarnos a fondo perdido a servir a nuestros hermanos los hombres. En esta escena Jesús corrige nuestros activismos e inquietudes excesivas y nos enseña que primero hay que sentarse junto al Maestro, verle y \escucharle, y después anunciar al mundo la buena nueva.

       Mas también este anuncio del evangelio puede realizarse desde la contemplación. Tenemos en la santa de Lisieux un ejemplo tipo, pues la Iglesia ha declarado patrona de las misiones a quien no salió del convento. Impresiona cómo ella captó que lo principal estaba en el papel de María de Betania. Escribe que «los cristianos más fervorosos, los sacerdotes, juzgan que somos exageradas, que deberíamos servir con Marta, en lugar de consagrar a Jesús los vasos de nuestras vidas con los perfumes que en ellos están encerrados... Y, sin embargo, ¿qué importa que nuestros vasos se quiebren, si Jesús es consolado y el mundo, a pesar suyo, se ve obligado a sentir los perfumes que de ellos se desprenden y que sirven para purificar el aire envenenado que continuamente respira?»26.

       Sin embargo la auténtica vida cristiana es la síntesis entre la

vida activa de Marta y la contemplativa de María. Ciertamente María escogió la mejor parte pero esa mejor parte lo es de un todo y el todo es la vida. La verdadera contemplación es la que ve a Dios en las cosas, pero para ello hay que ver también las cosas, manejarlas, experimentarlas, vivirlas.

       Hay personas que se apartan de los hombres y permanecen a gusto solas para encontrar a Dios. Pero el que está bien ordenado, el que tiene a Dios de verdad, lo tiene en todo lugar, en la iglesia y en la calle. Nada puede desviar al hombre que posee de veras a Dios. El que tiene la intención pura solamente en Dios, nada le puede disipar, pues lleva a Dios consigo en todos sus trabajos, en todas partes, y entonces es Dios quien realiza toda la actividad. Hay que acostumbrar el espíritu para que viva con Dios en todo momento, con todas las cosas y aprenda a tenerlo presente en la intención, en el sentir y en el amor íntimo. Pero si no se tiene a Dios de verdad en nuestro interior, si hay que buscarlo fuera en otro lugar o en otra actividad, entonces cualquier cosa: la multitud, el bullicio.., puede ser un obstáculo o suponer un estorbo. Quien tiene a Dios íntimamente en su esencia, capta lo divino y Dios le brilla en todas las cosas sin tener que retirarse a la soledad. El hombre ha de estar penetrado e impregnado de Dios para que su presencia brille sin el menor esfuerzo.

La síntesis de las actitudes de María de Betania y de su hermana Marta se manifestó en plenitud en la vida de María de Nazaret.

       La Virgen se ve reflejada en el papel de María; naturalmente también en el de Marta.

       Nos quedamos perplejos ante la respuesta de Jesús a Marta. El no hubiese ido a Betania si esta mujer no anduviese solícita en atenderle y darle de comer. Todos experimentamos oleadas de admiración a favor de Marta. Si se hiciera lo que hace su hermana, no podríamos sentarnos nunca a la mesa. Es cómodo escoger la mejor parte dejando a los otros las tareas ingratas. Además, el Señor nos apremia para que seamos servidores de los demás, siguiendo su proceder, pues ni siquiera él vino a ser servido, sino a servir.

       Esta especie de censura a Marta, contenida en las palabras de Jesús, no es por el servicio que presta, sino por la tensión con que lo realiza. El Maestro nos pone en guardia contra la inquietud (Lc 18, 14; 12, 22-3 1). El valor supremo está en la palabra escuchada y predicada (Hech 6, 4). Pero aunque el reino de los cielos sea lo primero (Lc 12, 31), éste no nos dispensa del servicio a los hermanos.

Para iluminar esta doctrina, el cuarto evangelio nos presenta a Marta como al verdadero discípulo (11, 5, donde no trae ni el pombre de María). Para san Juan es ella la discípula por excelencia: la que sale a recibir a Jesús, la única que interviene en la escena de la resurrección de Lázaro, y la conocedora de que Jesús es el verdadero Hijo de Dios (11, 20.27.39).

       Estudiando el papel de Marta se nos agranda el de la Virgen, sus cuidados maternales para con su niño y sus delicadezas para con su hijo.

       Pero es el papel de María quien da al de la Virgen toda su profunda significación y nos ayuda a ahondar en su alma contemplativa.

       Para valorar esta escena, hemos de ponernos en el plano del amor. El amado espera del amante, más que un servicio, una mirada, una palabra, una atención. Ya puede uno matarse trabajando para que el amado no carezca de nada, si no se establece el diálogo, si no se «interrumpe, alguna vez, toda la actividad en beneficio de la contemplación», faltará lo esencial al amor; el trabajo, el servicio en favor de los demás es útil, pero única1 mente la mirada, el saber escuchar, el diálogo, ese intercambio de amor, es necesario. Jesús aprecia lo de Marta, pero prefiere el silencio, la escucha, la mirada de María; ella le ofrece lo mejor de sí misma.

       Eso es lo que realizamos en nuestros ratos de oración, contemplación, y como el servicio de Cristo pasa por el servicio de nuestros hermanos más pobres (Mt 25, 40), no hemos de olvidar que ellos esperan no sólo ser atendidos materialmente, sino que estemos atentos y les entreguemos nuestro tiempo y nuestro amor.

       Todo cristiano ha de actualizar a la vez el papel de Marta y de María.

       Es natural que la Virgen sobresalió como nadie en la actitud mística de María de Betania: es la que acepta la Palabra de Dios en plenitud (Lc 1, 38); la bienaventurada por haber creído (Lc 1, 45); es la contemplativa que escucha a su hijo y cuida todas las cosas en el corazón (Lc 2, 19.5 1); la que mejor cumple la voluntad de Dios (Mc 3, 35) y la que como nadie oye la palabra de Dios y la realiza (Lc 11, 28).

       Bueno será tener en cuenta que en esta escena no se trata de la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa, sino de la vida del cielo sobre la de la tierra, pues los Padres de la Iglesia vieron en María de Betania, sentada a los pies de Jesús, escuchando su palabra, el modelo del alma virginal y el símbolo de la vida celestial27.

       Que el episodio de Marta y María hace referencia a la vida celestial, se ha visto confirmado en la liturgia de la Iglesia cuando se leía en la festividad de la asunción este fragmento de Lucas.

       En el texto griego hay coincidencia doctrinal y literal entre Le 10, 38-42 y 1 Cor 7, 35, que son palabras de san Pablo para describir la actitud de la virgen cristiana. La Virgen está reflejada en ambos textos. Ella, por estar orientada hacia la virginidad y entregada a Dios, «vive ese trato familiar, sin distracción con el Señor». María de Nazaret es el prototipo de la vida cristiana. Es la que «sentada a los pies del Señor escucha sus palabras» (Le 10, 39) y la que fomentó «el trato asiduo con el Señor sin distracción» (1 Cor 7, 35).

El alma contemplativa de María

       Para acabar esta meditación, le vamos a pedir a María de Nazaret, la verdadera discípula, que nos ayude a vivir su intimidad en estos días de desierto y nos haga almas contemplativas.

       San Lucas debió haber conocido el alma contemplativa de la Virgen a través de la primitiva comunidad cristiana (Hech 1, 14), o mediante información de los que la conocían íntimamente, especialmente de Juan, el discípulo amado, a quien Jesús confió a su madre en la cruz. (Realmente hay muchas semejanzas y afinidades entre el tercero y cuarto evangelio). El tercer evangelista subraya el espíritu contemplativo de María dos veces.

       Esta frase (Le 2, 19.5 1), cuya fuente de información sólo puede ser de la Señora misma, revela la actitud religiosa de un alma mística. Esta actitud de intimidad, de desierto de la Virgen —desierto que es la interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación—, nos es necesaria para oír la voz de Dios, hoy más que nunca, tan absorbidos como estamos por la fascinación de lo exterior.

       El hombre, cada vez más disperso por el mundo que le rodea, necesita entrar dentro de su castillo interior cuando quiere comunicarse con Dios. Las almas contemplativas sienten un hambre insaciable de poseer, de asir, de abrazar la palabra de Dios que llevamos dentro, como una madre hace con el hijo que lleva en su vientre. María es el modelo arquetipo para todos los cristianos contemplativos que, en adoración y entrega, dan a luz a Jesucristo en los acontecimientos de la vida de cada día. En este sentido entendemos a los Padres griegos que gustaban de llamar a la Virgen uroborus, el seno de Dios. Para los teólogos bizantinos, Ma- rfa —también la Iglesia y cada cristiano—, son senos, recipientes que contienen al Incontenible. Esta doctrina del seno coincide con la cámara secreta de que habla Jesús en el sermón del monte (Mt 6, 6), que en lenguaje bfblico equivale a corazón y con palabras modernas llamamos «desierto ambulante interior».

       En el libro titulado Pustinia —palabra rusa que significa desierto, desierto del corazón—, la autora pasa de hablar de la mujer que lleva a su hijo en el vientre, a la que es templo donde habita Dios. «Tu vientre es una pustinia para el niño y tú lo llevas a donde quiera que vas. A donde vas, vas preñada de Cristo y llevas su presencia como llevarías la presencia del niño. La gente presta una especial atención a la persona embarazada. Le ofrecen un asiento o el lugar más confortable. Ella es un testimonio de vida. Ella es portadora de vida»28.

       En nuestro interior hay un aposento en donde Jesucristo y nosotros estamos íntimamente unidos.

       Los Padres de la Iglesia latina29 han aplicado a María el texto del salmo 45, 14 con la traducción de la Vulgata: «Toda la gloria-hermosura de la hija del rey está en el interior», ya que realmente «su vida estaba escondida con Cristo en Dios» (Col

3, 3).

       Detengamos todas nuestras actividades y entremos dentro de nosotros, donde habita Dios (Jn 14, 23); allí encontraremos un lugar bañado de un sol de verdad, de bondad y de belleza. Y, como María de Nazaret, recurriremos, a veces, al desierto ambulante que está dentro de nosotros mismos.

       En estos momentos de dispersión, de bullicio, de confusión, es necesario amar el «desierto» e ir allí para encontrarnos con Dios. Ir al desierto para que se instale este desierto ambulante en nuestro corazón y de ese modo poder transmitir a los hombres nuestra experiencia de Dios. Retirarnos a él, no como mera evasión, sino para encontrarnos con el Espíritu y para que nos cubra con su sombra como lo hizo con la Virgen, e igualmente para que en nosotros se engendre su Palabra.

       El desierto es considerado en la Biblia como lugar de cercanía divina, de transformación profunda del hombre. Nos serena y hace fuertes. Nos hace más sencillos y luminosos. Nos pone en contacto con la luz, con Jesucristo. Mirar el rostro y la actitud de un gran orante que viene del desierto. Moisés, tenía radiante la piel de su rostro después de bajar del monte (Ex 34, 39). ¡Cómo sería el rostro de la Virgen después de nueve meses de desierto llevando a Dios dentro, y después de más de treinta años viviendo en intimidad con el Señor!    Debemos realizar a «su estilo» lo que nos toca vivir a nosotros. Debemos acabar sus rasgos inacabados. Hacer de nuestra vida una respuesta a la esperanza de Dios y a la esperanza de los hombres. «Lo que los hombres esperan de nosotros —dice Bernanos—, es Dios quien lo espera».

       Después de la muerte de Jesús, el papel de la Virgen era distinto en la primitiva comunidad cristiana y lo es en la Iglesia actual. Mientras vivió su Hijo, María debía eclipsarse ante él. La fue conduciendo a una expropiación de su maternidad; pero desde pentecostés, la Virgen María viene a ser como el recuerdo vivo de Jesús. Los discípulos, al mirarla, al igual que nosotros ahora, encontraron los rasgos del rostro de su hijo. Es el ser que más se le ha parecido. Su corazón y su memoria han conservado todo 1 referente a él. Seguía y sigue siendo el principal testigo de la vida del Señor, de su muerte y de su resurrección. Fue el evangelio vivo para la primitiva comunidad y lo es para nosotros. Es la memoria más fiel de los discursos del Maestro.

25.  EL CIELO ES VER A DIOS

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”(Mt 5, 8).

“Ahora vemos como por medio de un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara”(1 Cor 13, 12).

“Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”(1 In 3, 2).

El cristiano, caminante hacia el cielo

       El cristiano es caminante hacia el cielo pero con sus raíces en la tierra. Debe ser testigo del evangelio, mas el evangelio no pertenece sólo al orden espiritual, ni es irrelevante para la situación material del mundo. El evangelio no es pura promesa de futuro, pues en ese caso no sería «la buena nueva».

       El cristiano enraizado en la tierra —como el ciprés—, sólo lo justo para levarse a la altura; y la Iglesia, si no son capaces de llevar a cabo instituciones cristianas, explícitamente identificadas como tales en el orden de la economía, de la política, de la cultura..., no son ni un cristiano vivo, ni una iglesia viva. Una Iglesia que se recluye exclusivamente en lo espiritual, lo moral, y lo místico... ha traicionado el evangelio y ha puesto la luz bajo el celemín. Estamos en el tiempo de las esperanzas, que harán patente en silencio y humildad, a quienes puedan ver con ojos limpios y buenos, que el reino de Dios está ya presente y que el corazón del hombre puede ser alumbrado y sanado desde el corazón de Dios, con las manos, los ojos y los pies de quienes hacia él trabajan, miran y caminan.

       Según el nuevo testamento los cristianos engendrados por el bautismo a la vida divina «no son de este mundo» (Jn 17, 16), sino que «su ciudad está en los cielos» (Flp 3, 20). Una de sus convicciones más arraigadas es que «habitando en el cuerpo, vivimos en el exilio lejos del Señor» (2 Cor 5, 6), como extranjeros (Heb 11, 13) o refugiados (Heb 6, 18). Su único anhelo es «ir a domiciliarse junto al Señor» (2 Cor 5, 8), porque él les ha asegurado que en la amplia mansión de su Padre hay muchas moradas, que les ha preparado un sitio y, que allí donde él esté, estarán ellos también (Jn 14, 2.3). El cristiano sabe que ahora el Señor «habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3, 17), pero su situación es análoga a la del ciego que siente la presencia del otro e incluso toca con sus manos a la persona amada, pero no puede verlo, ni contemplarlo. De ahí que la vida presente no pueda ser vista más que como una peregrinación. Los creyentes son peregrinos (Heb 11, 13; 1 Pe 2, 11). Ocho veces en el libro de los Hechos se llama a los cristianos los hombres del camino (9, 2; 18, 25.26; 19, 9.23; 22, 4; 24, 14.22).

       Nuestro politeuma, derecho de ciudadanía, es el cielo. Pero también habitantes de la tierra, con la obligación de tener en cuenta todo lo que en este mundo hay de verdadero, noble, justo, puro y amable (Flp 4, 8).

       El saberse amados por el Padre, que nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12), produce en algunos cristianos la inclinación de sentirse liberados en su condición de seres terrenos. El carácter escatológico de la religión cristiana, que subraya que todo es transitorio y pasajero, ha contribuido a alejar a los hombres de la lucha por transformar la tierra. Sin embargo, el cristianismo tiene una dinámica especial que proviene del mismo evangelio y que va en contra de dicha actitud. Pues el cristiano, aunque lleve en su misma alma esa nostalgia del cielo —heredada del pueblo hebreo, siempre insatisfecho y caminando por un éxodo hacia la tierra prometida—, es lo más opuesto al evasionismo que se funda en una fidelidad mal entendida en el pasado y, a veces, en una psicología miedosa y enfermiza; evasionismo que hay que rechazar, ya que aliena al hombre de su condición humana, y no le ayuda a madurar.

       El concilio Vaticano II exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evan- gélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales. Lo que el creyente lleva dentro de sí, cuando la fe ilumina su existencia de un modo pleno, es una incontenible fuerza que mueve montañas, que trasciende su vida cotidiana, en el campo familiar o profesional. Sin embargo, nuestro mismo ser de cristianos exige la visión de Dios cara a cara, después de la muerte. Esta nostalgia hacia el encuentro con el Padre y el sentido de transitoriedad de lo terreno, es fundamental en el cristianismo. Pero hay que conjugar la trascendencia y la encarnación; la nostalgia ha de ir encarnada a la realidad histórica vivida por Jesucristo; la evasión contradice la misma resurrección. El que acepta esta evasión como norma de vida, niega, en la práctica, que Jesucristo asumió en su resurrección toda la historia humana; no está abierto al diálogo con los hombres de su tiempo, y se encuentra perdido en medio de esta época, en la que se siente como un extraño. Su lenguaje se hace ininteligible para el hombre de hoy.

       Es la infidelidad de siempre, la que sufrieron las primeras comunidades cristianas. La espera del inminente retorno del Señor hizo que muchos cristianos olvidaran su ser de encarnados en este mundo. Es la tentación que nos acosa continuamente hasta hacernos pensar que la terrenidad es un mal al que hay que sustraerse en lo posible. Mas desde que Dios entró a formar parte de nuestra historia terrena, desde que la «Palabra se hizo carne» en esa condición humillante de kenosis y ocultamiento, y más, desde aquella gozosa mañana de pascua, la vida cristiana quedó convertida en camino, y el hombre en peregrino. Desde aquel momento, somos ciudadanos del cielo.

       El sacerdote escritor C. Virgil Gheorghiu, como buen griego ortodoxo, expone así esta doctrina: «Mis contemporáneos —los hombres de este siglo científico y materialista, que no pueden vivir sin medirlo todo, sin calcularlo todo, sin precisarlo todo—, se han esforzado en comprobar exactamente, científicamente, la dirección de mi vida, de mis pensamientos, de mis opiniones y de mis actos, como se establece para cada ciudadano. Para comprobar exactamente la dirección que sigue un ciudadano, emplean, naturalmente, la brújula. Desgraciadamente la aguja de la brújula no indica más que las direcciones de la tierra. Mis frontemporáneos han comprobado, brújula en mano, muy científicamente, que no me dirijo, ni a la derecha o al oeste, ni a la izquierda o al este, ni hacia delante ni hacia atrás. Entonces han llegado a la conclusión, científicamente, de que no tengo direcj ción. Que marcho hacia cualquier sitio, como el viento. Y eso (les ha parecido tan sospechoso y tan peligroso, que me han infingido terribles sufrimientos... La culpa es exclusivamente suya. Porque utilizan aparatos, como la brújula, que no señalan más que los puntos cardinales y nunca el cielo... Justamente es el cielo el punto de mi dirección. Podría renunciar al cielo, para dar gusto a mis contemporáneos, por exceso de bondad, pero no será así. Puedo ceder en todo, pero no en esto. Estoy invitado al cielo. Es la primera invitación que he recibido a través del icono de mi padre-sacerdote desde que he abierto los ojos. De todas las invitaciones que he recibido en mi vida, ésta es la única a la que quiero responder con mi presencia»2.

El cielo comienza ya en la tierra

       El cielo o comienza en la tierra o no comienza nunca. La bendición de Dios se inicia aquí y ahora, lo que significa que el mundo es dado al hombre como lugar de su felicidad. El cielo de la otra vida no puede ir en contra de esta bendición, no puede condenar la voluntad divina que quiere que el hombre sea humanamente feliz.

A un discípulo que vivía obsesionado por la idea de la vida después de la muerte le dijo el maestro: —,Por qué malgastas un solo momento pensando en la otra vida? —Pero ¿acaso es posible no hacerlo? —Sí. —,Y cómo? —Viviendo el cielo aquí y ahora. —j,Y dónde está el cielo? —Aquí y ahora mismo.

       Sería erróneo interpretar la escatología cristiana, separando el cielo del camino que Jesús siguió en su predicación y en su acción: Este camino es inseparable de su anuncio de gozo: «decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados» (Lc 7, 18-23). Los milagros de Jesús representan la noticia gozosa, anuncio del cielo.

       Las bienaventuranzas son el rasgo paradójico de este despertar esperanzado. En ellas Jesús proclama bienaventurados a los que humanamente están aplastados (Lc 6, 20-24). Todos estos son gente sin esperanza, pero el reino de los cielos ya está entre ellos. Unicamente los misericordiosos, los pacificadores, los mansos, los limpios (Mt 5, 7-11) son los que crean felicidad.

       Jesús no hace apología del dolor, no exhorta a amar la cruz, sino a cargar con ella, a ayudar a llevarla a los demás..., no invita a separar el cielo del trabajo por embellecer la tierra; no habrá cielo final si no es como una prolongación de este reino de los cielos que construimos aquí. Si existe un cielo final es porque ya lo anticipamos aquí haciendo que los hombres vivan la bendición de Dios, la bondad de todas las cosas que conforme Dios iba creando, proclamaba que eran buenas (Gén 1). El evangelio no reniega de nada de lo que con tanta insistencia subrayó el antiguo testamento, que sólo se interesó por la vida de la tierra al desconocer la vida de ultratumba.

Jesús no glorifica el hambre, ni las lágrimas.., sino que se rebela contra los que destruyen al hombre o le hacen sufrir. Llevó a la plenitud la doctrina del antiguo testamento. Dios no sonríe ante nuestra miseria, sino que se alegra de que luchemos contra la pobreza y la injusticia. Desear que los demás sean bienaventurados es una actitud evangélica. En la medida en que la fe en el cielo después de la muerte contribuyera a rechazar todo esfuerzo personal o social por crear felicidad, habría que considerar esa fe como no cristiana. No se puede separar el cielo de la tierra. Dicha separación estaría en favor de los poderosos y reduciría a los marginados a la resignación. Anularía la tensión entre un cielo en el horizonte futuro y un trabajo-riesgo en el mundo presente, y a la larga recluiría a los hombres en los límites cerrados del presente y anularía la grandeza creadora de la esperanza. La esperanza de una tierra prometida arrancó a Israel de la esclavitud de Egipto. La doctrina del nuevo testamento nos sitúa en esa tensión, no destierra el cielo de la tierra, sino que nos enseña el camino para ir hacia él, y establece las condiciones para alcanzarlo.

       No hay que separar el cielo de la tierra. Antes de la encarnación eran dos mundos separados. Pero Cristo ha colmado la distancia. Dios se ha encarnado. No podemos desencarnamos nosotros. En la tierra vamos construyendo el cielo, edificándolo ya aquí. El cielo es estar con Dios. No se debe contraponer el cielo a este mundo, hay que verlo como la plenitud de él. Es la potenciación de lo que ya experimentamos en la tierra. Al vivir cada bienaventuranza, ya, aunque de modo imperfecto y limitado, vivimos la realidad del cielo. En el tiempo vamos construyendo el cielo. El estar definitivamente con el Señor —la resurrección— no hará sino manifestar claramente lo que ya vivimos en esta vida escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3).

       De modo muy profundo, san Agustín expone estas ideas: «El ascendió al cielo sin alejarse de nosotros; nosotros estamos ya allí con él, aunque no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

       El fue exaltado sobre los cielos, pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que somos sus miembros, experimentamos.

Mientras estamos en la tierra, gracias a la fe, esperanza y caridad, descansamos ya con él en los cielos.

       Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí.

       No se alejó del cielo cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros cuando regresó hasta el cielo. Y esto en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo.

       Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también con él por la gracia. Así pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo. La unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de la cabeza»3.

       Con la ascensión, Jesucristo no se alejó sino que asumió una vida con la que realmente podía estar más cerca de nosotros; adquirió una eficacia infinita que le permitía estar en todas partes. San Pablo afirma que «subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia» (Ef 4, 10).

       A partir de la resurrección-ascensión no está ligado a ningún tiempo y lugar, sino que está presente en todos y en todas partes. Si cuando caminaba con sus discípulos estaba con ellos, ahora no está simplemente con nosotros, sino en nosotros, más íntimo a nosotros que nuestra propia intimidad.

       Cuando amamos a Jesucristo, él y el Padre vienen a nosotros y en nosotros establecen su morada. No se trata de una presencia cualquiera sino muy especial, la que se tiene en la morada donde se habita. El Padre y el Hijo tienen una morada que está en los que le aman. Mejor que decir que Jesucristo está en el cielo, es afirmar que el cielo está donde está Cristo y él está en el corazón de los suyos, por lo tanto nuestro cielo ya está en la tierra.

       El cielo no es un lugar, sino Dios mismo; no está sobre nosotros, sino en nosotros mismos, aunque no se identifique con nosotros.

En Jesús, el cielo está presente en la tierra y los ángeles bajan del cielo a la tierra (Jn 1, 51).

       Al rezar que todo se cumpla «en la tierra como en el cielo», «en la tierra a imagen del cielo» (Mt 6, 10), pedimos a Dios que la tierra sea lo que debe ser, según el plan divino: que el cielo comience ya aquí.

       El cielo y la tierra se unen de modo singular en las celebraciones litúrgicas en nuestras iglesias. Cuando el sacerdote oficia, este oficio se realiza simultáneamente en el cielo y en la tierra porque como dice san Simeón de Tesalónica: «Sólo hay una Iglesia en lo alto y aquí abajo. Con la diferencia de que en lo alto es sin velos ni símbolos, y aquí abajo por símbolos, porque estamos embarazados a este fardo de una carne sujeta a la corrupción» 4 y san Máximo el confesor dice: «Así en los oficios litúrgicos el mismo Dios es visible, y sus misterios no dejan de ser visibles a los que tienen ojos para ver»5.

       Los símbolos nos explican las realidades que no podemos expresar directamente por falta de medios. El primer símbolo de la Iglesia es su forma, que es la de un navío, dirigido siempre hacia el cielo. La forma de nave recuerda simbólicamente que la Iglesia no es algo terrenal, flota como una nave sobre la tierra.

Conmovedora la escena que describe Gheorghiu de la salida de los monjes de la iglesia: «Los monjes salieron de la iglesia y descendieron muy lentamente los escalones de piedra que llevaban al patio como si bajaran del cielo. Descendían en auténtica calidad de hijos de Dios por la sangre de Cristo que habían bebido en el santo cáliz. A pesar de bajar los escalones, ninguno de los frailes bajaba totalmente del cielo. La víspera habían entrado todos en la iglesia y vivido en el cielo, reconstruido y simbolizado en la tierra por la capilla durante más de doce horas. Más de doce horas de verdadera pennanencia en el cielo. Al caminar por las losas del patio, mientras bajaban los escalones de piedra, sus pasos eran vacilantes, faltos de firmeza. Semejante torpeza era lógica. También los marinos carecen de seguridad al andar cuando bajan a la tierra después de un largo viaje. Es muy comprensible que a los monjes les sucediera lo mismo al regresar del cielo. La casi imposibilidad de reanudar su contacto físico con la tierra después de la prolongada vigilia y de los oficios dominicales se notaba en todo cuanto hacían durante la jornada siguiente. Hablaban en voz baja, mostrábanse amables, sus movimientos eran pausados y tanto sus ojos como sus rostros parecían iluminados. Trasladaban a la tierra, al patio del monasterio, las costumbres del cielo, exactamente lo mismo que los viajeros precedentes de lejanos países llevan en sus expresiones verbales, en sus maneras, en su forma de vestir y en sus ojos, las huellas del sol, de la tierra, y de la vida misteriosa del país en que han vivido»6.

El cielo es estar con el Señor

       Estar siempre con el Señor es el ideal de san Pablo desde que conoció a Jesucristo. Es igualmente la meta puesta tan de relieve en el evangelio de san Juan.

       En el nuevo testamento, la vida eterna es estar con el Señor o estar con Cristo. En san Pablo son términos equivalentes: 1 Tes 4, 17: «Y estaremos siempre con el Señor»; Flp 1, 23: «Deseo partir y estar con Cristo». De las palabras de Jesús al buen ladrón en la cruz (Lc 23, 42.43) se desprende que lo importante no es estar en el paraíso o en el seno de Abrahán, como el mendigo de la parábola (Lc 16, 22-25), en cuyo caso hubiese dicho: allí estaremos juntos, sino que lo decisivo es «estar conmigo»; tomar hoy parte con él en su Reino.

       En la despedida de Jesús, en el cuarto evangelio, afirma: «Os llevaré conmigo para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14, 2.3), y en la oración con que cierra el discurso de la última cena pide al Padre que sus discípulos estén con él, donde él está (Jn 17, 24).

       San Pablo consuela a los tesalonicenses con la esperanza de que al final «saldremos al encuentro del Señor» y así estaremos siempre con él (1 Tes 4, 17). El apóstol prefiere la muerte, porque mientras vive en este cuerpo mortal está peregrinando lejos de! Señor, y por la muerte puede pasar a morar junto a él (2 Cor

5, 6-8). Desde ese punto de vista, para Pablo «la muerte es una ganancia», porque lo que él ansía es «estar con el Señor».

       Claro es que este deseo no suprime el horror natural a la muerte y Pablo optaría por el encuentro con Cristo sin ser despojado de su cuerpo, sino siendo transformado y «sobrevestido» por la gloria (2 Cor 5, 2-4). Pero lo decisivo no es eso, sino el «estar con Cristo», sea a través de la muerte o por la transformación directa en la gloria. Ese es el único bien del que ya nunca será privado: estar con Cristo. El sabe que la unión con el cuerpo terrestre es un obstáculo a la perfecta unión con el Señor, por eso acepta la experiencia dura de la muerte con tal de vivir con Cristo.

       Es verdad que todo justo ya está unido a Dios por la fe y por la caridad, pero aún está separado del Señor glorificado, como un viajero que está lejos de su patria. Aquí entra en juego una nueva metáfora (la del caminante peregrino) que reemplaza a la del vestido y a la de la tienda. No podemos a la vez habitar en el mundo terrestre y en el celeste. Mientras estamos en este cuerpo, estamos como desterrados lejos del Señor.

       Tan ardiente es el deseo de unirse al Señor, que el apóstol acepta con placer (eúdokoumen, mostramos satisfacción, preferimos) el despojarse del cuerpo terrestre. Son los mismos dulces afectos que expresa en su Carta a los filipenses (1, 21-25): «Para mí el vivir es Cristo, y el morir es una ganancia... teniendo el deseo de ser desatado y estar con Cristo, lo cual es, en verdad, mucho mejor».

       Pablo considera destierro vivir aquí lejos del Señor, no porque el alma esté encarcelada en el cuerpo —al modo platónico— sino porque el cristiano muerto y resucitado con Cristo no pertenece a este mundo, porque ya lo mejor de sí mismo está «con Cristo a la diestra de Dios» (Col 3, 1).

       El hombre exterior se desmorona día a día, y el interior se renueva al participar en los sufrimientos del Señor. Considera ganancia abandonar este cuerpo para ir con él, es decir, destruir este hombre exterior y perfeccionar el interior, el que sobrevive cuando desaparece la tienda terrestre, el que abandona el cuerpo va a habitar con el Señor.

       La muerte es una ganancia, pero no porque la muerte sea una liberación de las tribulaciones. Ellas son una gloria (2 Cor 4, 6). Se conoce el poder de la resurrección de Jesucristo por «la comunión en sus padecimientos».

       San Pablo acabará de identificarse con la muerte de Cristo y por eso tiene acceso ya a Cristo glorioso. Su ser y su vivir serán totalmente Cristo muerto y resucitado. Esta identificación mística es ya real, aunque deba esperar la plenitud en la resurrección gloriosa y comunitaria de la humanidad. Pero ya desde ahora podrá estar con Cristo su hombre interior y esto de un modo real.

       Esta paradoja de un triunfo a la vez presente y futuro expresa perfectamente la doctrina de san Pablo sobre la condición del cristiano y su escatología.No resulta fácil explicar el significado de «estar con Cristo». San Agustín escribe: «Dame un amante y entenderé lo que digo». El amor verdadero sólo se sacia y se satisface con la presencia, los sustitutivos son insuficientes.

       San Juan de la Cruz lo matizó y expresó gráficamente: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura» 7.

       La bienaventuranza del cielo no consiste en las cosas que allí se verán y se sabrán y se disfrutarán; ellas no son las que nos harán felices. La bienaventuranza del cielo es el «estar con», es el intercambio personal, el diálogo entre «yo» y «tu». En ella, el tú es Cristo. El cielo es «estar con Cristo».

       Dios ha creado al hombre para un encuentro pleno y definitivo con él, pues «el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma»8. Lo que llamamos cielo es lo definitivo, a manera de hogar, «habitación eterna en los cielos» (2 Cor 5, 1), «herencia incorruptible reservada en los cielos» (1 Pe 1, 4), «la ciudad futura» (Heb 13, 14).

       Y como enseña la doctrina de la Iglesia: «Vivir en el cielo es estar con Cristo (Flp 1, 23). Los elegidos viven en él, más aún, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre. Pues la vida es estar con Cristo; donde está

Cristo, allí está la vida, allí está el reino»9. El cielo es el fin último y la realidad de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de la dicha.

       Estar con Cristo como Cristo es, con «el Cristo total», el de la comunidad eclesial. El mismo Cristo quiere que estemos con todos los suyos (Jn 17, 24). «Que estén», en plural, indicando la Iglesia entera, la comunidad de los santos. En esa plenitud entran los seres queridos, que ya están junto a Dios y a quienes tanto añoramos. Ante la tristeza y dolor que manifiestan los que han perdido al esposo, a la madre, al hijo, les digo que poco a poco irán adquiriendo una nueva presencia —aunque misteriosa— de ellos y que notarán cómo les envían rayos de luz, esperanza y amor. Me gozo en transcribir, por coincidir con estos pensamientos, lo que Jacques Maritain les dijo en una charla a los Hermanitos de Carlos de Foucauld. Les describió con sencillez y profundidad la misteriosa y entrañable relación que nos une a cada uno con los seres queridos que nos han precedido en el reino eterno. «Hacía notar cómo los que están junto a Dios siguen interesándose en las realidades porque se han afanado en la vida terrena y que ahora contemplan a la luz de Dios. Con ellos (padres, parientes, amigos) podemos conversar y confiarles lo que nos preocupa, que preocupó también a ellos y por lo que trabajaron y sufrieron»’0.

       La muerte de los seres queridos, de los que amamos y de los que nos aman, más que una pérdida es un don. Nos ofrece la posibilidad de estar en comunión más plena con ellos. Nos posibilita para tener con ellos una mayor intimidad y, como el amor es más fuerte que la muerte, se continúan fortaleciendo los vínculos que van surgiendo entre los que siguen amándose.

       Como ya hemos meditado antes, sólo después que Jesús ascendió a los cielos, sus discípulos fueron capaces de comprender lo que el Maestro significaba para ellos. Después de la muerte del ser amado es cuando su espíritu se revela totalmente. Mientras vivían, todas sus capacidades de darse, de amar, estaban limitadas por sus necesidades y sufrimientos. Ahora, después dela muerte, libres todas esas limitaciones, nos pueden comunicar todo su ser entero y comenzamos a vivir una nueva comunión con ellos.

       La esperanza de san Pablo consiste en el anhelo de la «comunidad con el Señor». El piensa en una comunidad con Cristo y también con los cristianos resucitados. La frase, «seremos arrebatados al mismo tiempo con ellos» (1 Tes 4, 17), supone un reencuentro con los que ya se marcharon. La relación permanente con sus comunidades se expresa así: «Nos resucitará con Jesús y nos presentará a vosotros» (2 Cor 4, 14). «Presentar» es unapalabra tomada del ceremonial cortesano; Pablo la emplea casicon el mismo sentido cuando se compara a sí mismo con el que conduce a la esposa; él quiere «presentar como una casta virgen a Cristo» a la comunidad, en el momento de la parusía (2 Cor 11, 2).

       Aunque Jesús desmaterializó y desnacionalizó la escatología del judaísmo, lo característicamente nuevo en su doctrina sobre el cielo es su postura personal en el acontecimiento escatológico. La salvación, el cielo, es estar con él.

       La bienaventuranza celeste se describe como un banquete (Mt 22, 2-10; 25, 1-12), como el convite de bodas del Cordero con la esposa, que es la Iglesia (Ap 19, 7.9).

       Es curioso que Jesucristo represente, con frecuencia, la bienaventuranza celeste con la imagen del banquete y de las bodas. Nos quiere enseñar que cuanto hay de embriagador en los vinos selectos y en el gozo conyugal, se encuentra, y en grado infinito, en el cielo.

       El cielo es una fiesta luminosa donde se da la saciedad del amor, el éxtasis por el encuentro y la posesión de la belleza. ¡Si nos atraen la belleza y la bondad que Dios ha puesto en sus criaturas, cómo será la atracción que sentimos por el sumo bien y por la perfecta belleza! Será amar al Amor y saberse amados por él. El gozo se derramará a través de nuestra alma a nuestro cuerpo, a nuestra carne resucitada (1 Cor 15, 42-49), que participará de la dicha infinita de nuestras facultades espirituales.

San Pablo describió el hechizo de lo que nos está reservado en el cielo: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9). También san Agustín intentó sugerirlo: «Oh reino de la bienaventuranza eterna, donde la juventud nunca envejece, donde la belleza nunca se mancha, donde el amor nunca se apaga, donde la salud nunca se debilita, donde el gozo nunca decrece, donde la vida no conoce término!»11.

       El gozo de la vida eterna es el estar con él: «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Se trata de la bienaventuranza prometida al siervo fiel. Los nombres hebreos y arameos que expresan esta idea, no significan solamente alegría, sino la fiesta del gozo o más especialmente el banquete de bodas. Podemos dar aquí al gozo el sentido del banquete del gozo nupcial. Los siervos son así convidados al festín de la alegría que el Señor da eternamente a sus elegidos.

       En la concepción judaica del seno de Abrahán (seno, en griego kólpos, es la parte del pecho sobre la que reclina la cabeza el comensal vecino que come recostado) se afirma el gozo y la cercanía en el banquete con Abrahán. En el cielo la intimidad y el gozo está en relación con Jesucristo: «Entra en el gozo de tu Señor».

       Jesucristo nos habló del cielo en la mitad de sus predicaciones. El cielo es la casa de Dios, que es por tanto nuestra casa. La casa opulenta de las muchas mansiones donde el Señor se manifiesta como es, sin velos, donde se le podrá intuir con saciedad. La casa de la boda con el gran banquete del rey. La cena será presidida por Cristo y estaremos sentados en su misma mesa. Y Cristo nos tendrá a su lado porque hará con cada uno de nosotros pareja nupcial. Esta es la gran revelación del Apocalipsis. Cada uno de nosotros aparecerá con vestido de novia, resplandeciente de piedras preciosas y el banquete nupcial será eterno.

El cielo es ver a Dios cara a cara

       «Buscad su rostro sin descanso» es la petición que se hace en 1 Crón 16, 11, en el cántico de alabanza a Yahvé, y en Sal 105, 4 en la oración de alabanza a la fidelidad de Dios a su alianza. Cuando se desea ardientemente unirse a Dios se recurre a su rostro: «Busco tu rostro. No me ocultes tu rostro ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 27, 9; 42, 3). El rostro es la presencia viva de Dios, es su misma persona. La palabra persona se deriva del significado bíblico de rostro: prosopon.

       Desde siempre el hombre ha aspirado a contemplar la cara de Dios. «Déjame ver tu rostro», suplica Moisés (Ex 33, 18). Job lo daría todo a cambio de poder ver con sus ojos al Señor (19, 26). Una sola cosa ansía el salmista y es saciarse con la visión divina (Sal 17, 15). Felipe resumirá el anhelo de todos los discípulos de Jesús: «Muéstranos al Padre, Señor, y eso nos basta» (Jn 14, 8).

       A Dios no le podemos ver. Ver es siempre un acto de dominio. En cierto modo uno se posesiona de aquello que ve. ¿Cómo podría el hombre ver a Dios? Para demostrar esta imposibilidad, los bizantinos representaban en sus mosaicos la imagen del Pantócrator sobre un fondo de oro, justamente porque éste es el color que, a causa de su extraordinario brillo, soportan peor nuestros ojos. Por otra parte, el rostro divino aparece dotado de unos ojos enormes, lo que obedece a una intención muy deliberada; ante tales ojos, se invierte la relación normal entre la pintura y el espectador; éste, más que mirar, se siente mirado. A Dios no se le puede ver; es él quien ve. Ante él, la criatura ha de bajar los ojos, que es la regla de cortesía ante el superior. Sostener la mirada sería estar a su altura; hay que inclinarse y el que se inclina, ya no ve, solamente es visto, dominado por el otro. Dios es el que ve, pero a él no se le puede ver: «Dios es el que habita en una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver» (1 Tim 6, 16).

       En los relatos populares del antiguo Israel encontramos una concepción concreta de los panim, del rostro de Yahvé. AsS Jacob se admira de que pueda seguir vivo después de haber visto cara a cara al ser divino con el que ha luchado (Gén 32, 31). Al lugar del combate lo bautiza con el nombre de penuel: rostro de Dios. La misma impresión siente Gedeón al permanecer con vida después de haber visto al ángel de Yahvé (Jue 6, 22.23). Ni siquiera el elegido de Dios, el gran Moisés, pudo ver nunca los panim de Dios (Ex 33, 20): «Mi rostro no podrás verlo; porque no puede yerme el hombre y seguir viviendo». Por eso Moisés (Ex 3, 6), Elías (1 Re 19, 13) y hasta los mismos serafines (Is 6, 2), se cubren el rostro ante Dios. Es natural pues que en el antiguo testamento esté ausente el deseo de ver a Dios.

       Sin embargo, en el antiguo testamento se habla muchas veces de ver el rostro de Yahvé en un sentido metafórico.Frecuentemente esta expresión significa entrar en el Santuario. En general se usa en sentido cultual. Así, en las tres fiestas principales, tres veces al año, «los varones de Israel se presentarán delante de Yahvé» (Ex 23, 17), serán vistos por Dios —el texto masorético ha preferido usar el pasivo equivalente, como viene escrito en el Deuteronomio, «a ver el rostro de Yahvé» (31, 11)—. El levij ta, desterrado de Jerusalén, autor de los salmos 42 y 43, expresa su deseo ardiente de participar en las ceremonias del culto y de «llegar al altar de Dios, al Dios de mi alegría». «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?».

       Para el piadoso israelita «presentarse delante de Yahvé» (Ex 23, 17) era el más grande honor. Entendemos el quejido de Ezequías, enfermo, ante su muerte próxima: «No veré a Yahvé en la tierra de los vivos» (Is 38, 11).

       Ver a Yahvé tiene siempre en la Biblia un sentido litúrgico y contemplativo. El pueblo se sentía dichoso de participar en el culto. Era entonces cuando se ponía en relación y en diálogo con él; veía el rostro de Dios.

       Buscar el rostro de Yahvé se utiliza en casos de necesidad para buscar la ayuda divina y para que Dios ilumine sobre nosotros su rostro (por ejemplo, la bendición aarónica de Núm 6, 25s). Significa la instauración de relaciones íntimas entre Dios y el hombre. Este sentido tienen las expresiones: «Dios con Moisés habló cara a cara» (Ex 33, 11; Dt 34, lO) y «boca a boca habló con él» (Núm 12, 8). Se trata de una metáfora hiperbólica y para mayor abundancia se añade: «Como un hombre (habla) con su amigo» (Ex 33, 11).

       La promesa de una visión cara a cara de Dios en el cielo es exclusiva del nuevo testamento, y puesta en los labios de Jesucristo (Mt 5, 8). No se repite a la ligera, aunque se vuelva a pronunciar con gozo al final de los escritos apostólicos: «Le veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12); y sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque «le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Sólo los puros poseen el órgano adecuado para contemplar la faz de Dios.

       El puro ve a Dios, porque tiene claridad en el corazón, el ojo del espíritu. El limpio ve a Dios en su propia alma, en cuyas aguas transparentes se refleja la imagen divina; como los objetos se reflejan en las pupilas de los ojos; así queda prendida la imagen luminosa de Dios en los ojos del espíritu puro.

       A veces se encuentran almas que han sentido cómo Dios las miraba complacido y se han gozado ellas, igualmente, mirándole a su vez a él.

       Los limpios no sólo ven a Dios, sino que en ellos se ve a Dios. El ser puro, es un ser iluminado y Dios está en él. Es un reflejo divino. Es lógico, pues, que los que se ponen en contacto con un ser puro, vean en él a Dios. La limpieza es un testimonio de la presencia de Dios. Y la pureza perfecta (la nacida del Espíritu santo, la cristiana, la sobrenatural), unida inseparablemente a la caridad (la pureza «esplendor de la caridad»), es testimonio- revelación de Cristo, de su verdad (Jn 13, 35; 17, 2).

       San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, pone en boca de Jesús este impresionante mandato: «En vosotros mismos es donde me tendríais que ver, como ve un hombre su propio rostro en un espejo».

       Para el oriental, los ojos de todo hombre santo, transmiten salvación, limpian las almas, purifican a todos aquellos a quienes miran. El cruce de miradas con un santo es, para un hindú, casi lo que es el sacramento de la penitencia para los católicos. Casi una comunión. Algo del alma del santo se transmite al alma del pecador, purificándole.

       Para el beato Angélico: «Quien quiera pintar a Cristo, sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo».

       Esta visión de Dios en el limpio de corazón no es, sin duda, una visión estricta. Mientras somos peregrinos y caminantes se trata de la sensibilidad y agudeza del alma para descubrir a Dios, a través de las criaturas, de su especial inteligencia de los misterios de la fe, de su experiencia y su gusto de Dios. Cuando la pureza sea glorificada entonces se dará la perfecta visión.

       Nuestra fe concibe el cielo como la meta del proceso de divinización incoado ya aquf por la gracia. La visión de Dios en el nuevo testamento no tiene un sentido puramente intelectualista, sino mucho más denso. El rey de la corte oriental es inaccesible para la generalidad de sus súbditos; sólo los cortesanos pueden verlo tal cual es. Dicha visión solamente se realiza viviendo con él. Ver a Dios, en sentido bíblico, es sentarse a su mesa, gozar de su intimidad, compartir su vida, participar de su ser: «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). La visión engendra la semejanza; la vida eterna es divinización.

       «Le veremos tal cual es», «cara a cara». Esta será la verdadera visión y el cumplimiento de la bienaventuranza, pero antes de  alcanzar este término glorioso, se verifica un proceso gradual en la visión, a medida que la pureza va siendo más transparente, másclara, espejo más brillante de la gloria de Dios hasta llegar a ,—resplandecer como imagen de la luz de Dios: como dice san Pablo: «Nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el espíritu del Señor» (2 Cor 3, 18), y «para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6).

       Ver el rostro de Dios en su reino es participar de su gloria. Algunos ángeles ya tienen este privilegio (Mt 18, 10). Cuando se realice la venida final del Hijo del hombre y se aniquile el pecado (Rom 8, 18-27), Cristo aparecerá: «Todo ojo lo verá» (Ap 1, 7). Dios estará en su ciudad, sus siervos le servirán y verán su rostro (Ap 22, 4)... Mientras, «caminamos en la fe, no en la visión» (2 Cor 5, 1-8) y «lo amamos sin haberlo visto, y creemos en él sin verlo todavía» (1 Pe 1, 8)... Experimentarnos la espera ardiente de esta revelación de la gloria.

       Pero no hay que olvidar que la visión de Dios se realiza, aunque de manera limitada, ya aquí y ahora. La visión de Dios, de algún modo, se da ya al cristiano que trabaja por limpiar sus manos y su corazón. Por eso debemos lavar cada día los ojos del corazón para que podamos percibir la transparencia de Dios en cada uno de los hombres. «A Dios nadie lo ha visto jamás; si nos amamos los unos a los otros, Dios habita en nosotros» (1 Jn 4, 12).

       A Dios no lo podemos ver con los ojos de la carne, pero podemos experimentarlo en la realidad de nuestra vida, aunque envuelto en el claroscuro de la fe. La visión de Dios en la tierra es la experiencia de la gracia a través de la fe. Esa presencia de Dios que se experimenta en el hondón del espíritu, más allá del puro razonamiento y de la propia sensibilidad. Esta vivencia de la gracia es la experiencia de la visión de Dios, el fruto de la contemplación divina. El contemplativo es el que tiene la exper riencia viva de Dios, y a través de ella, vacía su corazón de los ídolos; purifica sus manos y su corazón, aprendiendo a gustar en el vacío la plenitud, en el ocaso la aurora, en la muerte la vida, en la renuncia el hallazgo.

       El contemplativo se introduce en lo invisible de Dios y gusta de su presencia. Descubre el plan de Dios y su paso por la historia en la actividad incesante del espíritu.

       Por la contemplación se pregustan los bienes eternos y se conocen los pensamientos y los caminos de Dios, tan lejanos y diferentes de los nuestros (Is 55, 8.9).

       Esta visión contemplativa de los misterios divinos, nos da equilibrio al ponernos en contacto íntimo con Jesucristo que es nuestra paz (Ef 2, 14); y como fruto de la limpieza de corazón y de la pobreza de espíritu, el Padre de los cielos nos da a saborear sus secretos (Mt 11, 25). Hemos de buscar todavía nuestra santificación personal: «Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Heb 12, 14). De este modo en este mundo visible participamos de los bienes escatológicos mvisibles del cielo, pero nuestra participación será definitiva al abandonar este mundo de sombras y penetrar en el mundo de las realidades celestes donde apareceremos con Cristo ante el rostro de Dios para siempre.

       A través de la experiencia de la oración, de la comunicación de la gracia, podemos iniciarnos en esta visión de Dios que será el privilegio de los justos en el cielo. La visión de Dios, el premio que se promete a la bienaventuranza de los limpios, no puede ser sólo exclusivamente futura, tiene que estar arraigada en esta vida, ya que la limpieza de corazón nos permite conocer, ya desde ahora, la experiencia de gracia, experiencia que nos posibilita la dicha futura de ver a Dios.

       San Pablo escribe que es oscura esta presencia, «como por medio de un espejo» (1 Cor 13, 12). Los espejos de entonces no eran como los de ahora que reflejan fielmente la imagen; aquellos, que eran metálicos y cóncavos, desfiguraban y presentaban borrosa la imagen recibida. Eran un trozo de metal pulido en el que se veía confusamente la imagen. Pero, el limpio de corazón ve a Dios en Cristo: «Quien me ve a mí ve a mi Padre» (Jn 14, 9), porque Cristo tiene la gloria del Padre (Jn 1, 14), que nos da a nosotros (Jn 17, 22.23).

       De ese modo, la faz de Dios del antiguo testamento, los panim de Yahvé, la encontramos en el rostro de Jesucristo. Debemos, por tanto, buscar el «conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6), de este Unigénito, «que es el resplandor de su gloria e impronta de su esencia» (Heb 1, 3). A través de él, los limpios de corazón verán a Dios y eso será la vida eterna; estos «verán su rostro y llevarán su nombre en la frente» (Ap 22, 4).

       San Juan de la Cruz ha vivido este misterio de transformación al escribir: «Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!»12, y de él nos deja un verdadero testimonio en su cántico espiritual:

       «Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían; por eso me adamabas, y en eso merecían los míos adorar lo que en ti veían.        No quieras despreciarme; que si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste»’3.

       ¡Ver a Dios! Expresión la más exacta de la eterna bienaventuranza, que consiste formalmente en la visión, en la unión, en la posesión amorosa y gozosa de Dios.

26ª.  CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZA AMOR: ENAMORARSE DE CRISTO

“Mi amado es para mi, y yo soy para mi amado”(Cant 2, 16).

“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que

Ama”(Jn 15, 13).

“Me amó y se entregó a sí mismo por mí”(Gál 2, 20).

       Al final del libro de los ejercicios espirituales pone san Ignacio de Loyola la contemplación para alcanzar amor, como la coronación de las meditaciones y como el camino para que de nuevo el ejercitante vuelva a su vida diaria. Los hagiógrafos de san Ignacio lo han descrito como el hombre que en cada acción o conversación sentía la presencia de Dios y tenía tal gusto para las cosas espirituales y facilidad para la contemplación, que era «contemplativo en la acción», cosa que el santo expresaría con las palabras: «Hay que encontrar a Dios en todas las cosas»’.

       A nosotros, también, la dinámica integral de estos días de retiro nos ha conducido a hallar a Dios en todas las cosas, y esta contemplación para alcanzar amor nos ofrece la pedagogía completa para ser contemplativos en la acción y nos introduce en la práctica diaria y sencilla de la misma. Es como un puente tendido que empalma la experiencia de gracia del retiro con la experiencia cotidiana de cada día, y es como una ayuda para adquirir una actitud ante la vida y las cosas, en la que sea posible mantener la vida nueva, según Dios, que se ha gozado en los ejercicios. «Es preciso encontrar a Dios en todas las cosas..., a él en todas amando y a todas en él».

       Para san Ignacio hay un doble movimiento: al encontrarnos con el mundo hay que descubrir en él a Dios y amarlo, y cuando nos encontramos con Dios, hay que amar en él a todo el mundo.

       La contemplación es fuente de conocimiento. Y el conocimiento es principio de amor. Y, a su vez, el amor es nueva fuente de conocimiento. San Gregorio de Nisa, decía que «el conocimiento se convierte en amor», y san Gregorio Magno añadía que «el amor mismo es conocimiento»2. Conocer de verdad a Cristo es amarle y amarle es la mejor manera de conocerle de verdad. Se podría decir, parafraseando a san Ignacio, de «contemplación para alcanzar conocimiento» y de «conocimiento para alcanzar amor» y de «amor para alcanzar nuevo conocimiento».

       No hay que huir del mundo para encontrar a Dios. Hay que ser contemplativos en la acción y toda ansia de Dios ha de compaginarse por una intensa preocupación y amor al mundo: hay que ser activos en la contemplación. Dios emerge en la densidad de las personas, de los acontecimientos, y ahí es donde quiere ser escuchado y amado. El mundo, los hombres y las cosas es la mediación obligada para el encuentro con Dios. No hay que huir del mundo, de los hombres, de la historia, para conseguir la paz del espíritu, el encuentro con Dios, sino que el mundo es el lugar donde Dios nos manifiesta su cercanía amorosa. La historia es el lugar teológico donde emerge el rostro y la voz de Dios. Es la lección que aparece en la vida pública de Jesús: el mundo no fue obstáculo para la contemplación del Padre; es más, fue el lugar de escucha de su voluntad.

       El encuentro con el hermano nos ayuda a ahondar en la amistad con Cristo. Jesús ha dejado su huella en cada persona, aunque para verla haya que soplar en las cenizas. Todo ha sido hecho por él, y en cada cosa ha dejado señales de su presencia, de que nos ama. Todo se va transformando en aroma u olor de Cristo (2 Cor 2, 15).

       Esta contemplación ignaciana es para recordar los beneficios recibidos de la creación y de la gracia, ya que Dios existe en todo lo que nos rodea y se nos da en todas las criaturas. Dios mantiene a los seres en su existencia —está en todo, como decía la filosofía y teología escolástica, por esencia, presencia y potencia— y trabaja para su conservación dándonos su amor, para que nosotros aprendamos a «amar y servir a su divina majestad en todas las cosas». Viendo la forma en que Dios se ha revelado al hombre a través de los tiempos, el hombre ha de encontrar el medio de colaborar en el plan divino para que el reinado de Dios sea una realidad en este mundo.

       Esta contemplación para alcanzar amor parece ser como un puente que une la experiencia de gracia de los ejercicios espirituales con la praxis de la vida diaria. Será como una luz y fuerza para que el ejercitante pueda seguir manteniendo el contacto con Dios en medio de todas sus ocupaciones. Existe el peligro de que al contacto con la vida real desaparezcan los buenos deseos y los propósitos de estos días. Sólo si ha habido una verdadera transformación, se puede garantizar la capacidad de transformar las realidades de la vida cotidiana a la que ahora vuelve el ejercitante.

       Y sería digno de tener en cuenta que aunque las obras suponen más que las palabras, habría que recordar que en un ambientede alumbrados y místicos, como el de san Ignacio, era necesario insistir, como hace él, «más en las obras que en las palabras»; pero en nuestro mundo de hoy, sometido a la idolatría de la eficacia y de la actividad, conviene también recordar que las obras las puede hacer un buen comerciante y que se pueden realizar sin nada de amor.

       Esta contemplación para alcanzar amor se sitúa al final del trayecto de los ejercicios y es como la entrada en la vida de un hombre nuevo, un hombre que ha de poner su amor más en las obras que en las palabras. Parece que nos encontramos en el clima de la primera carta de san Juan, plenitud de revelación en la practica del amor. Se pide para el ejercitante experiencia de tanto bien recibido para que en todo pueda amar y servir a Dios.

       Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. La fecundidad del amor de Dios engendra en nosotros el amor. Ante tanto don, hay que ofrecerse del todo: «La oblación de mayor estima y momento». «Tomad Señor y recibid todo...». Impresiona la repetición constante del adjetivo «todo».

       Esta contemplación también nos va a iluminar para dar solución a los problemas que se presentan a quienes viven con intensidad la vida cristiana estando en el mundo. Es un problema el estar abiertos al mundo y no ser absorbidos por él, entregarse al apostolado y no caer en el activismo. Con esta contemplación aprendemos a ver a Dios en todas las cosas, a darse a todas, mientras mantenemos el «estarse amando al Amado». Teilhard de Chardin ha escrito: «No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano viene a ser como un estorbo espiritual»3. Esta contemplación ignaciana puede ser la solución para este peligro. «En virtud de la creación y aún más de la encamación, nada es profano en la tierra para quien sabe ver»4.

       Dios llega a nosotros a través de las cosas creadas, y ellas nos manifiestan su amor, poniéndonos de ese modo en actitud de adoración al creador.

       La fascinación que sienten muchos cristianos por las místicas orientales, no creo se deba a la pérdida de espiritualidad o al exceso de materialismo en nuestro mundo occidental, sino a una falta de espiritualidad de los asuntos temporales. Al hombre de nuestras latitudes le es muy difícil encontrar a Dios entre los pucheros, como decía santa Teresa de Jesús.

       En las místicas orientales se considera a la secularidad como un mal en el camino hacia la trascendencia. En el cristianismo, sin embargo, la secularidad es ya el camino iluminado por Dios.

       San Ignacio, en esta contemplación para alcanzar amor, nos muestra la dimensión eminentemente secular de la mística cristiana y nos capacita para encontrar a Dios en la materialidad cotidiana de los pucheros.

       El místico oriental en su meditación se desinteresa de todo, anula sus apetencias y su propio yo para hundirse en el vacío. Nadie lo escucha, ni le responde. Considera su libertad e individualidad como un peso insoportable y se descarga de ellas desapareciendo en la nada.

       El cristiano sabe que Dios es libertad y por eso Dios no anula la libertad del hombre, antes bien la suscita en el encuentro con el amor. La meditación cristiana es eminentemente personal —Dios con el hombre— y no se repliega sobre sí misma, sino que desemboca en la entrega a los demás, según la expresión ignaciana, «más en las obras que en las palabras».

       En la dinámica de los ejercicios espirituales hay integración entre contemplación y acción. Cuanto más confiada y tierna es nuestra entrega a Dios, seremos más sensibles y bondadosos Con los que están más cerca del corazón de Dios. «Entregaremos cosas contempladas a los demás», en frase de santo Tomás d

Aquino, trabajando en la construcción del Reino entre los hombres. La entrega total en la contemplación empuja a la acción, una acción que implanta el reinado de Dios en el mundo. La entrega al Señor de todo nuestro ser, de todas nuestras posesiones y hasta de nuestra reputación, nos ayuda a estar abiertos a las auténticas mociones del Espíritu santo para trabajar por implantar la justicia con los más desfavorecidos.

Poner el amor más en las obras que en las palabras

       San Ignacio de Loyola pone una nota a esta contemplación y escribe: «Primero conviene advertir que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»5.

       Como «por la tarde te examinarán en el amor», dice san Juan de la Cruz, es bueno que al acabar estos ejercicios espirituales hagamos esta contemplación para alcanzar más amor, que es el sentido que tiene esta expresión del autor de los ejercicios: ejercitarnos para adquirir un amor mayor, teniendo en cuenta que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras. «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Ya en el antiguo testamento había dicho el Señor: «No os fiéis en palabras engañosas diciendo: ¡Templo de Yahvé! ¡templo de Yahvé! Eso no vale nada si no se traduce en la práctica en justicia y caridad» (Jer 7, 4).

       San Ignacio, impregnado en la doctrina del cuarto evangelio, insiste en el compromiso, en las obras, que han de patentizar el amor para que sea verdadero. «Amar y seguir, amar y servir», afirma. Es lo que ha enseñado Jesús: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «Amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). El Señor sabe que nuestra fidelidad en guardar sus mandamientos es la señal de que le amamos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que ama» (Jn 14, 21), «pues nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama» (Jn 13, 15). Es la doctrina del mismo discípulo amado: «El amor a Dios consiste en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3), quien concluye: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).

       Jesucristo ha llevado el amor a la plenitud, al hacerlo eminentemente realizador. Hay equivalencia entre amar y guardar los mandamientos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Y san Lucas en los sumarios del libro de los Hechos describe el testimonio de la vida de los cristianos, el hechizo que producían las obras que realizaban los primeros seguidores de Jesús (2, 42-47; 4, 32-35). En el sennón del monte nos pide el Señor que «brille nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16), palabras que están hoy, en el primer lugar, en la línea de los signos de los tiempos.

       Aunque el refrán: «obras son amores y no buenas razones» es cierto, es igualmente cierto que, a veces, las obras, solamente, resultan insuficientes y necesitamos también las buenas razones. «Creí y por eso hablé», dice san Pablo (2 Cor 4, 13).

Enamorarse de Jesucristo

       Hemos de usar las palabras para expresar nuestro amor. El alma enamorada quiere saberse y escuchar que es amada. Una vez leí un diálogo enternecedor entre Jesús y una niña. Después de comulgar le dice la niña: ¿Jesús me amas del todo? Como tardó en responder, la niña se entristeció pensando si le habría ofendido. Cuando, por fin, oyó la respuesta embriagadora, dijo:

       Ya lo sabía, pero ¡me gusta tanto oírtelo decir! Otro día fue Jesús quien hizo la pregunta. La niña tarda en responder pensando que, como el Señor sabe todo, podría ella haber hecho algo que no le agradase. Al fin le dice: sí Señor, del todo, más que a nadie. Lo sabía, añade Jesús, pero también a mí me gusta mucho oírtelo decir.

Este ejemplo es una maravillosa experiencia de gracia, es un diálogo de enamorados, expresado en un lenguaje de amor con todas las características que sólo ellos comprenden. El amor se da y se recibe en secreto; sacado de su intimidad, tal vez pierda algo de su originalidad y de su frescor tierno y gozoso.

       Todo el dinamismo de una infancia espiritual se refleja aquí en este diálogo entre Jesús y la niña, cuya transposición a la edad adulta que vive la advertencia de Jesús: «si no os hacéis como niños», tendría que hacerse con un espíritu de simplicidad y de alegría, unido a la mayor ciencia y a la más profunda inteligencia, pues como explicaba la hermanita Magdalena de Jesús:

       «Hay que ser maduro y viril para poder ser sin peligro totalmente niño. Hay que ser fuerte para poder ser infinitamente dulce y ser sabio para permitirse ser loco»6.

       La contemplación para alcanzar amor se parece a la mirada de ese niño que con la boca abierta se va empapando del mundo de los adultos; entiende muy poco de ese mundo, pero todo le fascina irresistiblemente. Es contemplar «afectándose mucho»,

«es hacerse presente a todas las cosas que hizo el mismo Señor». Es olvidarse de nosotros, e iniciar una relación de presencia, de comunión, de ensimismamiento para que la persona de Cristo se vaya introduciendo en nosotros. Se establece una relación de amistad, se suscita la atracción y la persona de Jesús nos seduce y nos enamora plenamente.

       Sigue san Ignacio diciendo: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado, lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, del amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro»7.

El amor verdadero, al ser «comunicación de las dos partes», consiste en el mutuo don y, por lo tanto, quiere igualdad, hace iguales.

       Buero Vallejo, en Casi un cuento de hadas, pone el ejemplo de dos enamorados para comprender lo que es capaz de hacer el amor verdadero. Riquet es un príncipe inteligente, pero feo. Leticia es una princesa bella, pero ignorante. Se enamoran, y el amor realiza lo demás. Hace que Riquet suscite y despierte la inteligencia de Leticia y que Leticia traspase su hermosura a Riquet. Si un esposo ama a su esposa, no necesita justificar sus ausencias, sus compromisos; ella comprende bien y aunque de sease una mayor presencia, sabe que no es la lejanía la que puede distanciarle del amado. Hay que releer el Cantar de los cantares para ver que no hay diferencia entre el amor apasionado de la esposa por el esposo y del alma por Dios; ambos sentimientos se expresan del mismo modo.

       Lo mismo que sucede en el amor humano, acaece a los que amamos a Jesucristo. ¿Acaso el amor no subsiste cuando uno de los dos está lejos?; puede llenarte de dulzura siempre que pienses en él, y hasta darte una sensación indecible con sólo recordarle.

       En este último día de retiro hay que enamorarse plenamente del Señor. El enamorado se siente encantado, polarizado por la persona que ama. No sólo su corazón, sino también su cabeza, todo su pensamiento y su atención va dirigida al amado. Hemos de dar pasos para que el amor a Jesús permanezca sobre cualquier otro, hasta el punto de considerar únicamente a él y su seguimiento como lo absoluto de nuestra vida.

       «El amor de enamoramiento, escribió Ortega y Gasset, se caracteriza por tener a la vez estos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser que nos produce ilusión íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos transplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. El enamorado se siente entregado totalmente al que ama»8.

       «El enamoramiento se produce cuando queda hipotecada la cabeza, cuando esa otra persona se instala de nuevo en nuestros pensamientos, pero no como una actividad más o menos fija sino que empezamos a no concebir la vida sin ella. Enamorarse consiste en no poder llevar a cabo nuestro proyecto personal sin meter dentro de él a esa otra persona»9.

       Los místicos han vivido esa ansia de amor a Dios del que habla san Juan de la Cruz: «Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan, y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo»’°.

       Hay que llegar a la fusión total. Hay que dejarse inundar por el amor y atrevemos a pedirle a Dios el amor ardoroso de la esposa del Cantar (1, 7; 3, 1.3.4). Busca a su amado. Su amor es más fuerte que la muerte: irresistible (8, 6.7). Hay un paralelismo con el ardor insaciable del sheol. Tan irresistible que el esposo lanza contra ella el arma toda de su amor (2, 4), y ella queda herida por esos dardos-saetas y como extenuada por sus ataques (2, 5; 2, 8: enferma de amor). Languidezco de amor es una traducción débil. El verbo hebreo evoca la idea de enfermedad y significa estar consumida, agotada; se puede traducir por «estoy herida y penetrada de tu amor», como en algunas versiones. Desfallecida se adormece en los brazos de su amado, y él, todo delicadeza, ordena que no se la despierte (2, 7; 3, 5; 8, 4).

       Aquí el término amor, ahab en hebreo, ágape en griego, no es algo abstracto, sino el mismo objeto amado, la persona más querida, y se puede traducir por mi amado, mi amor, mi encanto. La esposa introduce eros en el agape, con un acento de los místicos femeninos que asocian a su amor un elemento pasional, una intervención de su propio temperamento.

       Tenemos que amar a Jesucristo porque él nos lo pide, como hizo a Pedro en el lago. El ¿me amas? no sólo se dirige a Simón, sino a cada uno de nosotros, pues las palabras de Cristo no pasan (Mt 24, 35). Son eternas. Debemos amarle porque él nos ha amado primero (1 Jn 4, 19) y porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge, nos constriñe, como escribe el apóstol en uno de sus textos más luminosos y ardientes (2 Cor 5, 14-17). Aquí san Pablo nos revela la fuente secreta de la que saca energía e inspiración para toda su casi increíble actividad misionera. El pensamiento del amor de Cristo, testimoniado en la prueba suprema de su muerte (y. 14), es para él como un estímulo, o mejor, como una idea obsesiva que le obliga a anunciarlo a todos los hombres, «para que no vivan para sí mismos sino para aquél que por ellos murió y resucitó» (y. 15).

       San Pabló en el curso de su vida de apóstol frecuentemente se ve obligado a responder a los que le acusan de locura; aunque él comprende que se pasa en su entusiasmo y su celo por Cristo, por eso dice que «si perdimos el tino, si estamos fuera de sentido, es por Dios» (y. 13). Ya no vive para su propia vida; perdido en Dios, vive la vida de Cristo. Declara que, una vez conocido Jesucristo y visto su amor, es imposible guardar una medida humana, ni en el pensamiento, ni en la conducta.

       En estos versículos se da el amor de Cristo y el amor a Cristo (subjetivo y objetivo). Estas dos concepciones no se deben separar. El amor que Cristo nos da engendra el nuestro hacia él. Lo primero es su amor, lo nuestro es una respuesta. «6Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?», dice el Adeste fideles.

       El verbo sinejo, que utiliza san Pablo (y. 14), tiene una profunda densidad. Significa: a) quemar, como el ardor de la fiebre, provocando el fervor del amor; una fiebre ardiente que consume el alma, b) privación de libertad; el que ama está encadenado en su amor, no pudiendo pensar, amar y obrar sino en función del que ama, c) o tiene como un sentimiento de dolor y angustia. Como Jesús estaba oprimido por la perspectiva de la cruz, el amor del cristiano también está esencialmente unido a la cruz de la que se deriva.

       La libertad de Pablo no está encadenada, es el resultado de una libre elección; efecto de la fuerza incoercible del amor de Jesús en la cruz.

El cristiano que contempla ese amor no puede menos que unirse a Cristo, darle su vida, y estar encadenado a él.

       Además, él merece todo nuestro amor ya que reúne en sí toda la belleza, toda la santidad. La santidad de Jesús coincide con su belleza. En los evangelios se expresa su santidad con el nombre de belleza: «Todo lo ha hecho kalos: bellamente» (Mc 7, 37). Se define como el pastor, kalos: bello (Jn 10, 11). El Padre de los cielos tiene en él todas sus complacencias (Mc 1, 11; 9, 8).

       Hay que amar a Jesús porque el que lo ama es amado por el Padre (Jn 14, 21.23). Hay que amarlo para conocerlo (Jn 14, 21), y para conocerlo no sirve ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17) es quien lo revela, no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños (Mt 11, 25). Si no se le ama, aunque se cumplan todos los preceptos, incluso aunque se entregue el cuerpo a las llamas, de nada serviría (1 Cor 13, 3).

       El amar a Cristo no consiste en decir: «Señor, Señor..., sino en hacer la voluntad del Padre celestial» (Mt 7, 21). Es querer y buscar el bien del amado. Pero a Cristo resucitado no podemos desearle o proporcionarle algo que ya no tenga. Su único bien, su alimento es la voluntad de su Padre. El amor a Jesús consistirá en hacer con él la voluntad del Padre. Esto lo conseguiremos enamorándonos de Jesús. La esposa del Cantar le dice al esposo: «Ponme como sello sobre tu corazón» (8, 6). Pero también la esposa debe marcar a Cristo en su corazón no para impedir que ame al marido o a los hijos, sino para impedir que los ame en primer lugar o en lugar de él o sin él o fuera de él.

       Esta contemplación va a ser una buena ayuda para llegar a ser «contemplativos en la acción», para que los que buscamos a Dios seamos capaces de hallarlo en todas las cosas.

       Hay momentos en los que experimentamos a Dios y percibimos que esa experiencia no se puede confundir con otra alguna. Es una vivencia de su presencia amorosa (1 Jn 4, 10). Se percibe el paso de Dios en nuestra historia y en la de cada cosa que sucede, hasta descubrirlo cuando escribe derecho lo que nosotros hemos hecho torcido, percibiendo que puede hacer maravillas a través de nuestras miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia de Dios nos ilumina para buscarle y hallarle en todas las cosas y nos conduce a una visión de la vida, distinta en todos los aspectos.

       El encuentro con Dios a través de esta experiencia estremece y nos hace ver nuestra insignificancia e indigencia (Is 6, 1.2). Cuando caminamos hacia él, se aleja, por eso nuestro seguimiento ha de ser constante pues como escribe san Gregorio de Nisa: «Hallar a Dios es buscarlo incesantemente».

       En cada uno de los cuatro puntos de la contemplación ignaciana hay dos partes. En la primera, se manifiesta como nos ama Dios. En la segunda, cómo debemos corresponder al amor que Dios nos muestra.

       El autor de los ejercicios espirituales escribe: «El segundo preámbulo es pedir lo que quiero: será aquí pedir cognoscimiento interno de tanto bien recibido, para que yo enteramente reconosciendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». Suplica la gracia de valorar todo lo que ha recibido y de ser agradecido. La contemplación de tanto don le lleva no sólo a la adoración de Dios, sino a un servicio amoroso.

       «El primer puncto es traer a la memoria los beneficios rescibidos de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina»11.

En este primer punto todo es don: Lo que Dios nos ha dado y cómo desea «dárseme».    Nosotros también hemos de darnos a él y a los hombres, como una ofrenda sin límites: Hacer una oblación total. Estas contemplaciones le han llevado al conocimiento interno y, por eso, espontáneamente hará una ofrenda de sí a Dios «con mucho afecto». El «tomad y recibid» será la manera de hacer esta ofrenda.No se trata de privarse de lo que damos: entendimiento, yoluntad, libertad..., sino de dejarle usar a él de todas nuestras cosas, para que Dios realice todo en nosotros.

En la meditación del principio y fundamento ignaciano, se reflexiona con profundidad que «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios», aquí, en esta contemplación, después de haber recibido tanto bien, «puede en todo amar y servir a su divina majestad». De este modo se entrelaza el principio y el final de los ejercicios. Servir equivale a amar, a no ser que se separe el espíritu de la letra. La ley es la voluntad de Dios, y el amor es la adhesión religiosa a esa voluntad. El don del hombre se junta con el don de Dios. Otra cosa sería fariseísmo.

       Aunque, a través de la historia de Israel, la idea de la retribución divina haya sido un estimulante adecuado para la observancia de los mandamientos, y un freno contra las transgresiones, el verdadero israelita es el que actúa sin pensar en la retribución. Decían los hakamin, los sabios de Israel: «No seáis como el siervo que sirve al amo pensando en la retribución, sino como el siervo que trabaja para el amo sin pensar en el salario. Se cuenta que rabí S. Zalman exclamaba, a veces, en un momento de éxtasis: No quiero tu paraíso, ni tu mundo venidero. Eres tú, y sólo a ti, a quien quiero».

       Esta es la forma más alta de la observancia de los preceptos, la que está inspirada en el amor. Pues ya el judaísmo intuyó que ningún acto religioso se cumple íntegramente, sino por el consentimiento y la aspiración del alma. Olvidar que el amor es el fin de todos los mandamientos es traicionar el mismo decálogo.

Hay que «ponderar con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene». Esto equivale a reconocer el valor de los bienes temporales. Sin ellos, la vida y la salud no pueden sostenerse y es la vida el campo de batalla donde tenemos que alcanzar la victoria final. Estos bienes son vehículos que nos llevan a la patria, carruajes para el camino, consuelos para el desierto, comida para el mesón.

       San Agustín, a través de un ejemplo precioso, habla del valor de dichos bienes y hace una jerarquía de valores poniendo al Señor en el primer lugar como el don infinito. La esposa ama ordenadamente el anillo que le regaló el esposo cuando lo mira como recuerdo y señal de su amor; pero si se fascina por el brillo y hennosura de la joya, si se engríe por el valor de la prenda, si la luce para ser admirada, si con ella provoca la envidia de sus rivales, si al anillo aprecia y al esposo desprecia se comporta como una mujer necia, egoísta y ruin. «El esposo dio el anillo para ser amado en el anillo. Dios te ha dado los bienes para que lo ames. Si amas los bienes, si amas el mundo y menosprecias al creador, ¿no debe juzgarse adúltero tu amor?»’2.

       «El mismo Señor desea dárseme en quanto puede». Los regalos, los dones, son expresión del amor, pero el don del amor, por excelencia, es la persona. Dios en persona se nos ha dado: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2, 20). Nosotros debemos darnos a él del todo y darnos con él, en él y por él a todos. Podemos dar a los demás hasta lo que no tenemos, si buscamos la alegría donde está y hasta nos interesamos por los demás, mostrándoles ese fondo sereno que tenemos en el alma por debajo de las propias amarguras y dolores. Al hacerlo, comprobamos que cuando uno quiere dar la felicidad a los demás, la da aunque él no la tenga y que, al darla, también a él le crece en su interior. La felicidad, se ha dicho, es lo único que se puede dar sin tenerlo. Cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro; es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste parece ser el significado de la frase del Señor: Quien pierde su vida la gana (Mc 8, 35).

       «El segundo puncto mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud e imagen de su divina majestad»13.

       Después de reflexionar acerca de los beneficios que nos ha dado nuestro Dios: creación, redención y bienes particulares, se siente el alma muy afectada y no sólo porque nos ha dado cuanto tiene, sino porque se nos da el mismo Señor. Al habitar Dios en nosotros nos ha dado la vida.

       Habitar, verbo tan usado en el cuarto evangelio (menein), se refiere a la presencia de Dios, que es una presencia envolvente. El ejercicio de la presencia de Dios, que se pide al ejercitante, no es traerle a la memoria, sino abrirnos para que su presencia nos invada, nos asombre; consiste en sumergirse en el mar del misterio de Dios. Su presencia, sekiná se llama en la Biblia, nos envuelve, nos penetra, nos ama.

El salmo 139 me parece el mejor comentario a estos dos puntos ignacianos de esta contemplación para alcanzar amor.

       V. 1-3: El Señor nos sondea y nos conoce, penetra nuestros pensamientos y todas nuestras sendas le son familiares. Siempre está con nosotros, al salir de casa y al volver a ella. Mientras dormimos vela nuestro sueño. Cuida las andanzas de sus hijos y lleva nuestro nombre escrito en las palmas de sus manos.

       V. 4-12: Nuestras palabras, intenciones y proyectos se los sabe todos. Su saber nos sobrepasa y alcanza las zonas más profundas de nuestra intimidad. «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). No podemos evadirnos de su presencia, aunque alcanzara la estrella más distante de la galaxia más lejana. No hay distancias que puedan separarnos de él, ni oscuridad que nos oculte a su mirada.

       V. 13-16: el Señor está sustancialmente presente en mi ser entero. El ha creado nuestras entrañas y estaba presente cuando nos iba formando en el vientre materno. Glorifiquemos a Dios por habemos creado tan portentosamente. Nuestro ser es una maravilla, obra de sus dedos.

       El amor de Dios habita en nosotros haciéndonos su templo; él es el dulce huésped del alma. Y esta presencia tan viva de Dios en nosotros nos debe inundar de serenidad gozosa y de paz.

       «El tercer puncto nos enseña cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas».

       «En el cuarto puncto se nos pide mirar cómo todos los bienes y dones vienen de arriba». Es verdad que las criaturas no se pueden confundir con el bien absoluto, pero el contemplativo descubre el bello mensaje de cada una, la huella o imagen del creador.

       La contemplación de las cosas creadas llena el corazón de gozo, pero no lo atrapa, sino que provoca nostalgia y sed de Dios, como sucedió a san Francisco de Asís, quien lo proclamó en su bello cántico a las criaturas: «Loado seas por toda criatura, mi Señor.. Y, en especial, loado por el hermano sol... y por la hermana luna... y las estrellas claras... y por la hermana agua... y por la hermana tierra»...

       También san Juan de la Cruz cantó la belleza que Dios dejó a su paso por las cosas terrenas: «Pasó por estos sotos con presura y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura»’4.

Ofrenda y oblación de todo

       «El primer puncto acaba diciendo: Lo que yo debo de mi parte ofrescer hay que ofrescer y dar a la su divina majestad, es a saber todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofresce afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda milibertad, mi memoria, mi entendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».

       El «Tomad, Señor, y recibid» es uno de los fragmentos más preciosos de los ejercicios de san Ignacio. El ejercitante, al final de los ejercicios ha aprendido por experiencia que es bienaventurado cuando Dios le da su amor y su gracia; que eso le basta. Y él le entrega todo porque está enamorado del Señor que es la absoluta generosidad en el amor.

       Y, aunque esta oración aparezca en una especie de aventura radical, como una entrega arriesgada, el ejercitante experimenta la mayor alegría haciendo suyas las palabras del «Tomad, Señor, y recibid».

       Es la respuesta justa que hemos de dar con mucho afecto al ser conscientes de cómo Jesús nos ha colmado de bienes. Como se dijo antes, si el amor consiste en un intercambio mutuo de bienes, en esta contemplación se nos anima a ofrecer todo a Dios que nos lo ha dado todo. Se entrega todo al Señor porque ha comprendido que el amor y la gracia de Dios son más valiosos que cualquier otro don y porque está enamorado del que es con absoluta certeza el infinitamente generoso en el amor.

       Con el lenguaje moderno de un poeta, lleno de profunda espiritualidad y tierno calor humano, R. Tagore ilumina esta oblación ignaciana, esta entrega a Cristo: «Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizá no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuentay se pase el tiempo de la ofrenda.

       Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!»’5.

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad». Dios nos ha hecho libres, lo que implica un riesgo enorme pues podemos abusar, sin apenas darnos cuenta, de la libertad, pero el Señor nos ha dicho, como anticipándose a nuestros temores, que «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32).

       Nos ha creado para el amor y no existe, es imposible, un amor forzado, impuesto, pues el amor es lo más espontáneo del hombre. Nos ha hecho libres para que podamos amarle y nos exige «amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas».

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi memoria». ¿Qué importancia, Señor, tiene esa extraña y maravillosa capacidad de vencer al tiempo que es la memoria? El poder recordar toca casi lo maravilloso; el recuerdo es como un nuevo nacimiento; es volver a vivir lo que ya no existe; lo que se creía perdido u olvidado; es volver a tener tu intimidad —hecha de gozo o sufrimiento, de nostalgia o arrepentimiento—, es un encontrarse con la belleza, el amor, y en ocasiones sentirlo más vivo, más pleno que cuando fue presente. De ese modo se posee lo que fuimos y lo que somos ahora, enriqueciéndolo de forma inesperada. Se devuelve lo que fue nuestro, enriquecido en el tiempo. Consiguientemente, en tanto que somos recordadores podremos ser también, en cierta manera, recreadores o creadores. Mallea llama al recuerdo «el creador por antonomasia» y añade que «es mejor saber por el recuerdo que saber por la experiencia»’6.

       Al evocar lo acontecido, la memoria revivirá de nuevo el acontecimiento. Hacer memoria de algo es hacerlo presente. Recordar, del latín cor, significa traer al corazón, volverlo a pasar por el corazón.

       La contemplación para alcanzar amor es como un broche de oro en los ejercicios espirituales. Habla de traer a la memoria los beneficios recibidos, ponderándolo todo con mucho afecto. Hay que recordar esos favores del Señor. Su recuerdo invita a la gratitud y ésta contribuye a mantener vivo el recuerdo. Es necesario cultivar la memoria del corazón, debemos usar todas las capacidades: memoria, voluntad, entendimiento y emplearlas en amar y servir a tan gran Señor. Es la respuesta justa a tantos dones recibidos. Es la ofrenda de todo a Dios.

       El agradecimiento será la forma característica del amor de la criatura. En esta contemplación lo primero que se exige, antes que nada, es una agradecida evocación de los beneficios recibidos del Señor.

       El olvido engendra la ingratitud y ésta favorece el olvido, que es el pecado de omisión por excelencia. Marco, el ermitaño, decía que «el sheol, estancia subterránea de los muertos, y el averno, el infierno, no son otra cosa que la ignorancia y el olvido del corazón»’7.

       Señor, que siempre te tenga presente, que me envuelva tu presencia. Que tu memoria llene mi pasado y mi presente y mi futuro porque eres «aquél que era, que es y que va a venir» (Ap 4, 8), pues «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13, 8).

       Mi memoria quiero gastarla recordando tus maravillas: «Me acuerdo de los días de antaño, medito en todas tus acciones, pondero las obras de tus manos; hacia ti mis manos tiendo, mi alma es como una tierra que tiene sed de ti» (Sal 143, 5.6). Quiero obedecer a san Pablo que me dice: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (2 Tim 2, 8).

       «Tomad, Señor, y recibid mi entendimiento» que me diste para que te conozca: «Conocerte a ti, Dios único y verdadero y a tu enviado, a tu Hijo Jesucristo» (Jn 17, 3). Ya hemos penetrado en la profundidad del conocer bíblico, que nos introduce en la esfera de lo que se puede experimentar. Desborda el saber humano como se ha visto en otras meditaciones e introduce en una gran corriente de vida, de luz y de amor que brota en el corazón del Señor. El ya ha escrito su ley sobre nuestros corazones y ya no necesitamos que nadie nos enseñe (Jer 31, 34; 1 Jn 2, 27). Le devolvemos nuestro entendimiento ahora que le conocemos del todo. Antes sólo lo conocíamos de oídas, ahora perfectamente (Job 42, 5).

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad, todo mi haber y poseer». Que mi voluntad, como la tuya, Señor, sea hacer la del Padre. Que esa sea mi única comida (Jn 4, 34). Que sea una realidad la petición del Padrenuestro, buscando, como Jesiis, no nuestra propia voluntad, sino la del que nos ha enviado (Jn 5, 30), para tener la vida eterna y resucitar el último día (Jn 6, 39).

       No hay que ahondar mucho para saber cuál es su voluntad, la que nosotros hemos de realizar: tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús (Flp 2, 5), orientarse por el espíritu de las bienaventuranzas, nacer de nuevo para gozar del reino de Dios (Jn 3, 31); «no acomodarse al mundo presente, sino trasfor- marnos mediante la renovación de nuestra mente... cumpliendo la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2). Hay que abandonarse a los designios de Dios, aceptar sus caminos misteriosos, que exigen, a veces, la renuncia de nosotros mismos y de nuestros propios deseos, la entrega al Señor de nuestra propia voluntad. La entrega a Dios es un enriquecimiento, es la plenitud del amor, y cuando se ama se posee una fuerza superior, y como dice el Kempis: «No hay dolor en el amor».

       Entonces es cuando podemos rezar el «Tomad, Señor, y recibid» con verdadera alegría y libertad, no ensombrecida por el miedo, porque «el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4, 18).

       Ante el «todo es vuestro, todo es gracia», ha de surgir en nosotros un profundo y permanente agradecimiento.

       Nuestra humilde oración debe suplicar al Señor: para que se cumpla todo tu plan en mí, te doy mi voluntad. Apaga todo deseo de codicia, de poseer, de poder, de ambición, de vanidad, de placer. Te deseo a ti sobre todas las cosas, que sólo tú seas el objeto de mi voluntad. «Que con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu en la mañana te busco» (Is 26, 9). «Mi alma jadea en pos de ti, mi Dios.   Tiene mi alma sed de Dios, de Dios vivo» (SaI 42, 2.3). «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agostada, sin agua» (Sal 63, 2).

       Al acabar estos días de retiro, hemos de pedirle al Padre de los cielos, a Jesucristo, que nos envíen su Espíritu para conocer su voluntad. Le entregamos la nuestra para que su voluntad sea la norma y la fuerza de nuestra vida.

«Sólo su amor y gracia y con eso nos basta».

       Que nos cambie el corazón de piedra en uno de carne (Ez 36, 26) y que «cree un corazón puro, y renueve dentro de nosotros un spíritu firme» (Sal 51, 12). Que tu amor y tu gracia me basten, Señor, pues espero que «en la justicia contemplaré tu rostro y al despertar me hartaré de tu imagen» (Sal 17, 15).

       Al final de esta contemplación nos encontramos en un momento significativo de nuestra vida semejante al que se hallaba el patriarca Jacob cuando hizo la siguiente oración: «10h Dios de mi padre Abrahán y Dios de mi padre Isaac, que dijiste: vuelve a tu tierra y a tu patria que yo te colmaré de beneficios; qué pequeño soy yo para merecer toda la misericordia con que me has tratado!» (Gén 32, 10).

       Al acabar estos días en los que nos hemos sentido colmados de la ternura misericordiosa de Jesucristo, experimentemos la conciencia de nuestra pequeñez y un profundo agradecimiento como el que san Ignacio pide al ejercitante. Este desbordamiento de los dones del Espíritu conmociona nuestra alma para actualizar el estribillo hebreo dayenu, «habríamos tenido bastante», que se pronunciaba en el ritual judío de la pascua: «Si nos hubieras sacado de Egipto sin darnos tu ley en el Sinaí, habríamos tenido bastante... Si nos hubieras dado tu ley en el Sinaí, sin llevarnos a la tierra que mana leche y miel, habríamos tenido bastante»...

       Nos vamos llenando de admiración por los dones recibidos y nos sentimos desbordados porque Dios nos los sigue dando más y más de forma creciente en cada momento. Al ser conscientes de las experiencias de gracia de este retiro, ante cada una de ellas, repitamos el dayenu: sólo con uno de esos regalos «habríamos tenido bastante», con cualquiera nos bastaría.

       Al final de su vida, Iñigo López de Loyola, san Ignacio, dijo que cuando él lo deseaba, a cualquier hora, podía hallar a Dios. Para el santo, como acabamos de ver, Dios no sólo crea las cosas, sino que también habita en ellas y trabaja con ellas. Toda experiencia humana se puede convertir en un encuentro con Dios. Cada momento del día puede ser —si somos conscientes— un rato de oración. San Ignacio afirma que fácilmente podía hallar a Dios en todas las cosas.

       A él, que es el autor de los ejercicios espirituales, le pedimos nos consiga de Jesucristo este regalo: que también nosotros seamos capaces de experimentar esa presencia de Dios. A medida que damos pasos para conseguirlo, vamos sintiendo «que nuestro corazón está ardiendo mientras Jesús nos habla en el camino y nos explica las Escrituras» (Lc 24, 32). De este modo conseguimos el ideal ignaciano de hallar a Dios en todas las cosas y de ser contemplativos en la acción. Y es la contemplación para alcanzar amor la que nos va a introducir en la practica sencilla y diaria de la presencia de Dios.

27ª. ULTIMA MEDITACIÓN: FILACTERIAS

       Los ejercicios espirituales han sido una gracia del Señor. Las gracias de Dios no acaban en el tiempo, son eternas. Las gracias no son dones que terminan en sí mimos. No son meros objetos que entran en el alma; son dones vivos que no finalizan en esta vida. De ahí la fidelidad a estas gracias para que no se pierdan y fructifiquen siempre.

       El deber de ser fieles es imprescindible, aunque debía ser suficiente el amor, pero necesitamos los medios. Esos medios: filacterias, es decir, recuerdos, que no personifican la fidelidad pero la animan; son un reclamo continuo.

       Voy a dejaros tres recuerdos, tres filacterias (tefilin, en hebreo).

El primero, sintetizado en una palabra clásica y famosa de santa Teresa de Jesús: «Sólo Dios basta». ¿Por qué?, porque es Dios. Y, esto, no para hacer una renuncia, sino para naufragar en la abundancia; no con el pretexto de realizar un sacrificio, sino con el gozo del que sabe que lo posee todo. El «sólo Dios basta», es una expresión de sobreabundancia porque él es la razón de la abundancia, la plenitud, suficiencia, para colmar todo abismo de deseo, amor, luz. Cuando falte alguna cosa se dirá: no es verdad. Cuando haya momentos de gran vacío, diremos: sólo Dios basta y lo diremos sin amargura, sin disgusto, sin curiosidad, con confianza total.

Abandonemos a este «sólo Dios basta» nuestra mente ávida de saber y se nos introducirá en la más deliciosa felicidad; la voluntad y el corazón ávido de experiencias se llenarán de paz porque Dios sólo es amor, ternura, comunión.

       El segundo, ligado a un texto de san Pablo (1 Cor 7, 29-31): «Todo pasa presto». No es una pena que todo pase, sino una fortuna, una gracia. ¿Cómo sería la espera de Dios si algo no pasase? Al pasar todo, nos aproximamos a Dios, porque vamos abandonando cuanto nos habla de caducidad, y se ilumina nuestra esperanza.

       Habrá momentos en que convendrá tener este recuerdo: en situaciones de cruz, de desolación, de incomprensión, de fatiga y desaliento. Nos vendrá bien refugiarnos en este recuerdo, no con la actitud del soldado que huye de la lucha desanimado, sino con la del que con coraje se cubre de gloria porque todo pasa. Corriendo para conquistar la victoria, hemos de avanzar sin detenernos, recordando las palabras que Pemán pone en boca de san Francisco Javier a las señoras de la corte de Portugal: «Soy más amigo del viento, señora, que de la brisa y hay que hacer el bien aprisa que el mal no pierde momento».

       En algunas ocasiones estaremos tentados de apegamos a lo bello, a lo que nos agrada, a las satisfacciones. El «todo pasa», nos dará fuerza para resistir el encanto. Porque todo pasa entregaremos todo a Dios que no pasa, sin dejamos arrebatar nada. Y, si aparece nuestro egoísmo, nos diremos: también nosotros pasaremos; y cuando la lucha nos resulte difícil y dura, pensaremos: también esta circunstancia pasará.

       En la inmensa desolación, soledad, aridez, tendremos esta misma actitud y diremos: el desierto se convertirá en vergel.

       El tercer recuerdo o filacteria está ligado a otra frase de san Pablo: «Caminad en el amor» (Ef 5, 2). Que nuestro caminar sea en el amor. Si ese es el motivo todo será mérito y luego gloria. Nuestro motivo y empeño explícito, actual y exclusivo, será el amor. Cuando las obras no son hechas por amor, son caducas, no tendrán mérito ni gloria, ni nos darán la posesión de Dios. Hay que poner amor en todo porque «donde no hay amor, pon amor, y sacarás amor».

       Caminar en el amor es sobrenaturalizar todo en la caridad. Que la caridad sea la intención sobrenatural en todo. En sí basta la intención general, pero la psicología del hombre es tan frágil y efímera, que lo mejor es poner en las propias acciones una intención siempre viva, intensa, ardiente. Hay que ofrecer todo al Señor por un motivo de amor intenso: él mismo.

       Estos días hemos reflexionado en el beneficio que supone hacer de vez en cuando un parón y entrar dentro de nosotros donde está el Señor y decirle: Jesús mío estás en mí, yo te amo. De esta manera iremos actualizando la fidelidad al amor y no nos dejaremos arrastrar por otras solicitaciones; no podemos ser «almas que dan todo en un momento de entusiasmo y después \ poco a poco se enfrían»3. El no lo ha hecho así con nosotros y no merece ser tratado de ese modo. El es todo para el hombre, además de ser un hombre igual que nosotros, en todo excepto en el pecado (Heb 2, 17; 4, 15). Jesucristo es nuestro único camino, nuestra única verdad y nuestra única vida (Jn 14, 6).

       Por eso, nosotros, de ahora en adelante y siempre, seremos su perfume, su carta y el espejo en donde se transparente su rostro (2 Cor 2, 15; 3, 3.18). «Ya no viviremos nosotros, sino que Cristo vivirá en nosotros» (Gál 2, 20) y «nuestra vida producirá a Cristo Jesús» (Flp 1, 21).

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