I LA SANTA MISA Y EL SACERDOTE / CELEBRAR LA EUCARISTÍA " EN ESPÍRITU Y VERDAD "

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

  LA SANTA MISA Y EL SACERDOTE

MEDITACIONES

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

EDIBESA

MADRID. 2004 (1ª Edición)

Cuadro de portada: Misa de Martín de Tours Anónimo

Museo de Bellas Artes de Budapest

ALGUNOS DE MIS LIBROS PUBLICADOS SOBRE LA EUCARISTÍA

Este libro publicado en su primera edición en el 2004 por Edibesa y del cual he tomado  la mayor parte de estas meditaciones y homilías tenía esta dedicatoria que quiero repetir ahora:

       A Jesucristo Eucaristía, confidente y amigo desde mi infancia y juventud por el amor eucarístico de mis padres Fermín y Graciana.

       A mi seminario y  superiores que me enseñaron este camino de la Eucaristia y a mis queridos feligreses de la parrroquia de San Pedro de Plasencia, de los que he sido pastor y párroco durante cincuenta y dos años hasta mi jubilación, abriendo la Iglesia del Cristo de las Batallas a las 7 de la mañana, exponiendo al Señor a las 8, rezando a seguidas Laudes con grupo de 40-50 cristianos, dándoles la comunión a algunos antes de irse al trabajo, y quedanto el Señor Expuesto toda la mañaña hasta las 12, 30 en que se hacia la Reserva para celebrar sobre el altar la Santa Misa y por la tarde otra Eucaristía a las 7 tarde en el Cristo y a las 7,30 mi compañero sacerdote D. José en San Pedro, tres misas todos los día en mi Parroquia de dos mil quinientos habitantes y siete  Eucaristías los domingos y fiestas; todos los jueves: Exposición del Señor una hora antes de misa para orar y pedir por las vocaciones y santidad de los sacerdotes, a los que tanto valoro y recuerdo todos los días, ante Jesús Eucaristía y Adoración del Señor en la Santa Custodia. Todos los primeros viernes, de 5 a 7 de la tarde, antes de la misa,

1º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL SOBRE LA SANTA MISA

INTRODUCCIÓN

Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar: “Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

PRIMERA MEDITACIÓN DEL RETIRO

Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales.

Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[1].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

LA SAMARITANA

Cuando iba al pozo por agua,

a la vera del brocal,

hallé a mi dicha sentada.

- ¡Ay, samaritana mía,

si tú me dieras del agua,

que bebiste aquel día!         

Toma el cántaro y ve al pozo,

no me pidas a mí el agua,

que a la vera del brocal,

la Dicha sigue sentada.

(José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...” dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRITO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo. AMÉN.

SEGUNDA MEDITACIÓN DEL RETIRO

PRESENCIA DE CRISTO EN LA EUCARISTIA-MISA

Queridos hermanos sacerdotes: en esta meditación quiero hablaros de la presencia real del Señor resucitado en la Eucaristía como sacrificio-misa, que Él hace presente por medio del sacerdote. Todos los aspectos del misterio eucarístico “confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia real”. Creemos firmemente que bajo las especies eucarísticas está realmente presente el Señor. Esta es la fe de la Iglesia que hunde sus raíces en la misma Verdad revelada en la fuente de la Sagrada Escritura desde la institución de la Eucaristía por el Señor en el Jueves Santo primero de la historia.

En los relatos de la institución de la Eucaristía se nos indica que Jesús se da a sí mismo bajo las apariencias de pan y de vino como el nuevo sacrificio pascual (carne y sangre) para la comida. También en el cuarto evangelio se afirma esta presencia real sacramental de Cristo en la Eucaristía. Por voluntad del Padre es el mismo Jesús quien da a comer su carne y a beber su sangre: “Mi Padre es quien os da a vosotros el verdadero pan del cielo... El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. De los datos bíblicos brota la convicción de que Cristo se hace realmente presente en la Eucaristía para dar a sus discípulos, en las especies de pan y de vino su propio cuerpo y sangre como alimento y bebida.

Desde esta perspectiva de presencia y donación los apóstoles Juan y Pablo sacaron algunas consecuencias para la vida personal y comunitaria del creyente. San Juan insiste en la dimensión personal: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por Él. Así también, el que me coma vivirá por mí». San Pablo incide especialmente en la perspectiva comunitaria: “Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” .

       Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección”.

Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en la Iglesia y, en el contexto de éstas resalta la peculiaridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”.

       Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una vez realizada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad.

       Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies”.

Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes. La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”. Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía, sostenía: “En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación”.

El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente”. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Eucaristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento.

En efecto, como nos dice el Santo Padre, “después de la consagración, la Asamblea de los fieles, consciente de estar ante la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, hace esta aclamación: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo y, junto con Tomás, llena de maravilla, puede repetir: Señor mío y Dios mío (Jn.20,28)”). Por lo tanto, en la Eucaristía actualizamos todo el misterio pascual de Cristo: pasión, muerte y resurrección. Como exponermo a continuación.

TERCERA MEDITACIÓN DEL RETIRO

       VIVENCIAS Y SENTIMIENTOS DE LA SANTA MISA

Queridos hermanos sacerdotes: ¿Cúales son los sentimientos o vivencias principales que debemos tener todos nosotros los creyentes, especiamente los sacerdotes, cuando participamos en la Eucaristía-misa?

La eucaristía, tanto como misa, como comunión o como presencia de Cristo en el sagrario,  nos enseña y exige a todos los participantes recordar y vivir su vida, hacién­dola presente en nosotros, como él nos dijo: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en el Sagrario, o en la Hostia ofre­cida e inmolada en la santa misa o comida y asimilada por nosotros en la sagrada comunión, es decir, Cristo en la Eucaristía como misa, como comunión o presencia en el Sagrario, nos recuerda a todos nosotros y nos hace presente, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo amó al Padre y por amor al Padre y salvarnos a todos los hombres se hizo obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humani­dad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consid­eró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5–11).

¿Cúales son los sentimientos o vivencias que provoca y debemos tener todos nosotros, tanto sacerdotes como religiosas y cristianos cuando participamos en la misa?

1.- UN PRIMER SENTIMIENTO O VIVENCIA: YO TAMBIÉN QUIE­RO OBEDECER AL PADRE HASTA LA MUERTE.

Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucar­istía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambi­ciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego a Ti; Señor, ayúdame, lo espero confiada­mente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la pres­encia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

2. UN SEGUNDO SENTIMIENTO: SEÑOR, QUIE­RO  HACERME OFRENDA CONTIGO AL PADRE

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos junta­mente con ella» (la LG.5).

La presencia eucarística es la prolongación de esa ofren­da, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quie­ro hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo, quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas total­mente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil, necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vues­tro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3.- OTRO SENTIMIENTO: “ACORDAOS DE MI”

SEÑOR, QUIERO ACORDARME... Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarísti­ca, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo ñel evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuán­to me amas, cuánto nos deseas, nos regalas... “Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te reba­jas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado, yo, tan rutinario, tan limitado, siempre tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y yo la nada. Si es mi amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple cria­tura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 2. EN EL “ACORDAOS DE MÍ”..., ENTRA EL AMOR DE CRISTO A LOS HERMANOS

Debe entrar también el amor a los hermanos, –no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos–, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

Sí, Cristo, quiero acordarme ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

“Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavan­do los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Euca­ristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar, olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando... “Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso estoy aquí, comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

“Acordaos de mí...” El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continu­ación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la poten­cia del Espíritu Santo.

Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuan­do decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acord­aos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente. ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la cele­bración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarísti­ca cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 3.- LA EXPERIENCIA Y EL GOZO DE SER  SACERDOTE

       En el Año Sacerdotal que se prolongó hasta el 11 de junio de 2010, celebré gozosamente con mis compañeros de curso, ingresados en el seminario menor de Plasencia en octubre del 1948, nuestras bodas de oro sacerdotales, mis cincuenta años de sacerdote de Cristo.

       Y precisamente las celebramos el 11 de junio, día en que concluyó el Año Sacerdotal proclamado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150 aniversario de la muerte (dies natalis) de San Juan María Vianney.

       Ese día, cincuenta años atrás, en la Catedral placentina, fuimos consagrados sacerdotes todos los del curso por nuestro queridísimo obispo Juan Pedro Zarranz y Pueyo.

       Uno de esos días, en mi oración, hablando con Cristo, Sacerdote Único del Altísimo, le hice la siguiente pregunta: «Jesucristo, Eucaristía perfecta y Sacerdote Único del Altísimo, confidente y amigo del alma, nosotros te decimos todos los días lo que tú eres para nosotros; y veo que te agrada, porque nos lo demuestras con afectos y gozos que nos comunicas en ratos de oración, en el trabajo apostólico, sobre todo, en la santa misa; yo, ahora, en nombre de todos los sacerdotes, especialmente de mis condiscípulos, que este año hacemos las bodas de oro, te pregunto a Ti: ¿qué soy yo, qué somos nosotros, los sacerdotes para Ti?».

       Y así sentí su respuesta: «Vosotros, los sacerdotes, sois mi corazón y mi vida, mi amor y mi entrega total al Padre y a mis hermanos, los hombres; querido sacerdote, tú eres todo mi ser y existir en el tiempo, tú eres mi adoración y alabanza al Padre y puente eterno en mí de salvación, de la gracia y vida divina para nuestros hermanos, los hombres; tú eres mis manos y mis pies; tú eres mi vida y mi palabra, mi amor y mi ser y existir encarnado en tu humanidad

prestada».
       «Tú, querido sacerdote, eres y vives --seguía experimentando en la oración— mi sacerdocio encarnado y hecho vida en ti, en todos vosotros, en la humanidad y vida que me habéis entregado, en las manos y el corazón que me prestáis desde el día de vuestra ordenación, y por eso, sin ti, no puedo dar gloria al Padre ni salvar a los hombres en la realización histórica y actual de Salvación; sin vosotros, sacerdotes, no sé ni quiero ni puedo vivir, porque os he amado eternamente, os he elegido y sois presencia sacramental de mi persona y vida; os lo dije en la larga oración de despedida y ordenación sacerdotal de la Última Cena, llena de pasión de amor que luego se derramará en sacrificio: “... en aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.., yo soy la vid, vosotros, los sarmientos... a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer... En verdad, en verdad os digo que quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe a quien me ha enviado; “Haced esto en memoria mía”.

       «Te he soñado en el seno del Padre y te besé con un beso de Amor de Espíritu Santo, el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre; y el día 11 de junio del 1960, fuiste ungido y consagrado sacerdos in aeternum, porque fuiste injertado en el Único Sacerdote del Altísimo por la potencia de Amor del Espíritu Santo. Para eso te elegí y te llamé por tu nombre y te preferí entre millones de hombres que existirán; te necesito para ser feliz y hacer feliz al Padre, al Dios Trino y Uno, que te eligió entre millones de seres; eres un privilegiado; eres un cheque de salvación eterna para los hombres firmado con mi sangre en que te concedo todo lo que pides porque lo haces «in persona Christi» “in laudem gloriae eius” (Trinitatis).

       Sin tu humanidad prestada, amado sacerdote, yo no podría consagrar, ni perdonar ni bautizar... contigo y en ti quiero ejercer ante el Padre eternamente la alabanza de su gloria, serás mi sacerdote eternamente para la salvación de los hombres, lo seguirás ejerciendo como adoración y alabanza y glorificación eternamente en el cielo junto a mí “Cordero degollado ante el trono de Dios...”, eternamente intercediendo por ellos , como lo hacen ya los que os han precedido, cuyos nombres están para siempre inscritos con fuego del Dios Amor, Abrazo y Beso eterno de Dios Tri-Unidad, Amor de Espíritu Santo: «Tu es sacerdos in aeternum». «Queridos sacerdotes, os necesito. El Sacerdote Único del Altísimo os necesita»; así lo escucho con gozo en la asamblea santa reunida en torno a mí: «Tú necesitas mis manos, mi cansancio que a otros descansen, amor que quiera seguir amando».

CUARTA MEDITACIÓN DEL RETIRO

LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA

PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL  DE LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT que necesitaban ser repetidos continuamente. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad.

Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario y de toda su vida por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres.

La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» ( PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre  “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

       Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu». Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu.. y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...»[2].

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal. El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores» sino «consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella».  Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí...”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros,  su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por  un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabras de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre.

Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir.

Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a la oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o pensemos que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, al no sentir su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino. El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía perfecta. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecemos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajar en Cristo y como Cristo. El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, todo en Cristo y por Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...Para mí la vida es Cristo”.

Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La Eucaristía tiene como fin el que los sentimientos de Cristo en su ofrenda se encarnen en cada uno de los asistentes para encontrarnos preparados cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo, las persecuciones y envidias de la vida, nuestra propia crucifixión. La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: «Una pena entre dos es menos pena».

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...”  De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue  y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros.

Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre. Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

Y así se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino. Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan «por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén».

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros: 

«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

qué bien sé yo dó tiene su manida,

aunque es de noche.

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida

aunque es de noche.

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche». (S. Juan de la Cruz).

MEDITACIONES SOBRE LA SANTA MISA

PRIMERA MEDITACIÓN:

LA EUCARISTÍA COMO MISA-SACRIFICIO

«ÉSTE ES EL MISTERIO DE NUESTRA FE»

Queridos hermanos sacerdotes: Así proclamamos solemnemente a la Eucaristía después de la Consagración. Este grito aclamatorio es una invitación a orar, a pedir luz y gracia al Espíritu Santo, para comprender un poco la teología del misterio eucarístico. Sólo la fe iluminada y el amor encendido nos pueden poner en contacto con esta realidad en llamas que es Cristo resucitado y glorioso, celebrando para todos nosotros su triunfo sobre el pecado y la muerte que nos separaba de Dios y vencidos por su pasión, muerte y resurrección en la Eucaristía, en la que los presencializa sobre el altar y los ofrece al Padre por amor extremo, dando la vida en sacrificio, haciendo la Nueva y Eterna Alianza con Dios en su “cuerpo entregado y su sangre derramada”.

       La Eucaristía habría que estudiarla de rodillas, habría que celebrarla de rodillas, como yo sorprendí un día a una de mis feligresas que llevaba la comunión a los enfermos: me la encontré por la calle, la acompañé y me encontré con la sorpresa; me aclaró que los sacerdotes deben hacerlo de pie pero los seglares de rodillas, porque así lo hicieron Magdalena y aquella pecadora del banquete de Mateo... porque es Cristo en persona. Desde el convencimiento de que es y seguirá siendo un misterio, de que nos quedan muchos aspectos y realidades por captar y descubrir, vamos a decir algo de la Eucaristía como Eucaristía, como sacrificio desde la teología católica.

       Creer en la Eucaristía es creer en todo el evangelio, en Cristo entero y completo, en el Credo completo. Toda la teología católica está compendiada en la Eucaristía y puesta en acción: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados...”

       La celebración de la Eucaristía ha sido deseada por el mismo Jesús y entregada a la Iglesia. La víspera de la Pasión, mientras estaba a la mesa con sus discípulos, quiso que participaran vitalmente de su Pascua: en el atardecer tenso del Cenáculo, las palabras del Señor han sonado firmes y vibrantes. ¿Qué lengua de hombre o de ángel podrá comprender y alabar el designio, el misterio de amor de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Cómo no asombrarse del hecho de que Aquel, que es Dios, se ofrezca como alimento y bebida a quienes son sus mismas criaturas? Tanto abajamiento y humildad nos confunden. Nadie será capaz de explicar lo que ocurrió aquel primer Jueves Santo de la historia, lo que sigue ocurriendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un poco de pan y de vino. Sólo hay una palabra que lo toca un poco y manifiesta su asombro: «Mysterium fidei».

       La liturgia copta es más expresiva que la romana:   «Amén, es verdad, nosotros lo creemos. Creo, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, confusión o cambio. Creo que la divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. Él es quien se dió por nosotros en perdón de los pecados para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

       Y la verdad, hermanos, que para el hombre creyente no son posibles otras palabras. La Iglesia, en los Apóstoles, recibió el tesoro, los gestos, las palabras: “Haced esto en memoria mía”, pero no posee una plena explicación y comprensión del misterio, que ha de ser tocado y aceptado y poseído sólo por la fe: “Misterio de fe”.

       El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, apoyado sobre su corazón, quedó  marcado para siempre por la experiencia de esta hora. Lo que él vivió en aquellos momentos lo expresó en estas palabras: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor y de su vida, hasta el extremo del tiempo.       La Eucaristía, todo lo que ella contiene y significa es Amor infinito del Amado, de Jesucristo, al Padre y a los suyos. Es un hecho divino. Trasciende nuestras categorías humanas. Para captar y comprenderla un poco hay que captar y vivir otras verdades.

Hay que creer en Jesucristo, verdadero Dios, verdadero hombre y en todo lo que va desde su Encarnación hasta su muerte y resurrección porque la Eucaristía es creer y aceptar a Cristo entero y completo; la Eucaristía debe ser entendida desde el contexto de un Dios que me ama eternamente y no quiere vivir sin mí, que ha pronunciado mi nombre desde toda la eternidad y me ha dado la existencia para compartir conmigo una eternidad de gozo y amistad; que ha enviado a su propio Hijo para decirme todo en su Palabra, llena de Amor, de Espíritu Santo, y no sólo me ha  preferido a millones y millones de seres que no existirán y si yo existo es porque Él me ama, sino que me ha preferido a su propio Hijo, parece una blasfemia, pero es verdad, ahí están los hechos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él...”; el Padre ha hecho a su Hijo Amado carne del sacrificio redentor y de la Alianza  con el Dios Trino y Uno, alimento de vida divina, de resurrección y  vida eterna para todos los hombres. 

Por todo esto, la Eucaristía no es sólo el compendio de la fe, es también el compendio de todo el amor de Dios Trinidad a los hombres, de todo el amor que el Padre manifestó y proyectó para los hombres por su Hijo, y de todo el amor que el Hijo manifestó y realizó en obediencia y adoración al Padre, con amor extremo de Espíritu Santo,  hasta dar la vida, como víctima de la Nueva Alianza con los hombres.

La Eucaristía compendia todo el Amor Personal, Espíritu Santo, del Padre y del Hijo a los hombres. Se llama Eucaristía porque Cristo la instituyó en acción de gracias, dando alabanzas al Padre por todos los beneficios de la Redención concedidos y aceptados plenamente por el Padre mediante la resurrección y la vida nueva de plenitud filial realizados proféticamente en la Última Cena y consumados cruentamente el Viernes Santo y que ahora hacemos presente en cada Eucaristía.

       Dice el Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, 47: «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, vínculo de caridad, banquete pascual: en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera».

       Antes dije que la  Eucaristía compendia toda la vida   de Cristo, toda la teología católica. Quisiera ahora  recordar algunas cosas, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica. Quiero recordar que en la Eucaristía Cristo ofrece toda su vida al Padre y está presente todo entero y toda entera porque toda ella fue una ofrenda al Padre desde la Encarnación hasta su Ascensión a los cielos.

El Hijo de Dios“ha bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la voluntad del que le ha enviado” (Jn 6,38), “al entrar en el mundo, dice... He aquí que vengo para hacer tu voluntad.. En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Cristo” (Hbr 10,5-10). Desde el primer instante de su Encarnación, el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora:“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 12, 34).

       Este deseo de aceptar este designio de amor en obediencia al Padre anima toda su vida porque vino para ser ofrenda del sacrificio redentor: “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14,31). Y cuando llega su hora, la hora asignada por el Padre, dice:“Padre, líbrame de esta hora, pero si para esta hora he venido” (Jn 12,27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?(Jn 18,11). “Todo se ha cumplido”, dice en la cruz. Toda la vida de Cristo expresa su misión: “servir y dar su vida en rescate por muchos”. Jesús, al aceptar libremente en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, “los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), “porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y todo esto lo hizo presente y memorial en la Última Cena al decir: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros... esta es mi sangre que va a ser derramada por muchos..”

       El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la  Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación de  manos del Padre en su agonía de Getsemaní, haciéndose obediente hasta la muerte. Jesús ora: “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz…”(Mt 26,39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Pero al aceptar la voluntad del Padre, la muerte de Cristo es a la vez sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva, mediante el pacto de amistad o Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres por medio del “Cordero que quita el pecado del mundo” (cfr 1Cor. 11,25), que devuelve al hombre la comunión con Dios reconciliándole con Él “por la sangre derramada por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       El “amor hasta el extremo” (Jn 13,1) es el que confiere valor de redención y reparación, de expiación y satisfacción al sacrificio de Cristo. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas y le constituye cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. Y el Padre, resucitándolo para Él y para nosotros, demuestra que acepta el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre, que ya estamos salvados y que es verdad todo lo que dijo e hizo.

       Cristo Jesús había salido de Dios y a Dios volvía en la Nueva Pascua, una vez realizado el pacto o la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, que realizamos en cada Eucaristía. Por eso la Eucaristía es la Nueva y Definitiva Pascua y Alianza.

SEGUNDA MEDITACIÓN

LA PARTICIPACIÓN EN LA SANTA MISA

Hay muchas formas de participar en la santa Eucaristía, como sacrificio y comunión con Cristo, tanto por parte de la Iglesia, como del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora, en este libro, vamos a profundizar un poco en la participación  eucarística, que Cristo quiere y nos pide en este sacramento, y  por la que instituyó la Eucaristía.

       Cristo, en definitiva, no instituyó este sacramento para unas ceremonias y ritos correctos y bellos, llenos de simbolismos, sino de realidades maravillosas.Cristo sólo pretendió que  le comiéramos llenos de fe y de amor, y al comerle así, viviéramos su misma vida, con sus mismos afectos, sentimientos y actitudes de amor al Padre, de unión con  Él  y de entrega a los hombres, en el sacrificio de nuestra propia vida; Él solo pretendió y pretende de esta forma, hacernos totalmente felices y empezar el cielo, la amistad del cielo, en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está dentro de nosotros, o mejor, nosotros dentro de Él, de su Esencia Trinitaria, por el Hijo Amado.  

       En cada misa, Él vuelve a hacer presentes estos sentimientos, y hay que estar muy despiertos en la fe y en el amor, para vivirlos y sentirlos, porque allí están íntegros y completos, porque es el mismo Cristo y la misma Cena, con el mismo fuego, pasión y amor de Espíritu Santo por su Padre y por todos los hombres.    Es el mismo Cristo vivo, vivo y resucitado, el que se hace presente, el que se ofrece en sacrificio de amor y comida de comunión y permanece en presencia de amistad eternamente ofrecida a todos los hombres.

       En la misma celebración de la Cena lo expresó bien claro el Señor: “Tomad y comed… tomad y bebed…esta es  mi sangre derramada por vosotros…” Esta fue y sigue siendo la intención primera y la gracia primera que debemos pedir, cuando comulgamos y celebramos con Cristo  su Eucaristía, su acción de gracias al Padre por todos los beneficios de su muerte y resurrrección, en concreto, poder.

       Es esto lo que tanto Él desea: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi…”  acordaos de mi adoración al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida en esta Cena, que hace presente toda mi vida vivida y anticipa todo el misterio de mañana, Viernes Santo…

       Acordaós de mi amor y entrega por vosotros, de mis deseos de amistad, de mis manos temblorosas y llenas de emoción en esta noche santa, de mis deseos de que seamos uno y vivais mi propia vida en relación con el Padre y los hombres, nuestros hermanos… En cada misa, acordaos de todo esto. No nos olvidamos, Señor. Y eso es vivir la santa misa y la comunión con Cristo.

       Por eso es un feo muy grande y falta de delicadeza y amor al Señor, que no participemos con sintonía de amor en su sacrificio, en el único que ofreció y hace presente todos los días para nosotros, los hombres del siglo XXI, o que no comulguemos con su ilusión y sentimientos en ese pan, en que nos entrega toda su persona, todo su misterio completo, haciendo presentes todos sus dichos y hechos salvadores: Encarnación, Nacimiento, Palabra predicada con fuerza, sudoroso y polvoriento por aquellos caminos de Palestina,  Lázaro, María, adúltera, leproso… y finalmente su pasión, muerte, resurrección e intercesión permanente ante el Padre en gloria y triunfo definitivo: todo está presente en la Eucaristía. 

       Para esto quiso y quiere que comamos su pan, sus mismos sentimientos y actitudes de adoración al Padre en obediencia total hasta la muerte y de amor y entrega a los hermanos para su salvación; para esto viene lleno de ilusión y se hace presente con el mismo amor de la Última Cena;  es un feo que no comulguemos acordándonos de Él y de su sentimientos de amor o que meramente comamos el pan, pero no comulguemos con su  vida: “El que me coma vivirá por mí”… Con estas palabras quiere decirnos: quiero que comais mi carne y bebais mi sangre, porque, al que me coma, le ayudaré a vivir mi misma vida de adoración total al Padre y de entrega total a los hermanos, con amor extremo, hasta dar la vida: “yo en vosotros, vosotros en mí…las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida…”

       Esta participación, que la celebración misma y las palabras de Cristo nos piden, es una participación plena y profunda, auténticia, una participación “en Espíritu y Verdad”, que nosotros llamamos personal y espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo.

       Jesús quiere que vivamos con Él la santa Misa y la Comunión en unidad de sentimientos y actitudes en relación con el Padre, con Él y con los hombres, nuestros hermanos.       Para esto quiere que celebremos la Eucaristía y comamos su cuerpo, “para que vivamos por Él” y podamos ofrecernos con Él en adoración total a la voluntad del Padre, y poder sentir su presencia de amigo y hermano y su gozo y sus palabras de amor y su entrega, hasta llegar a la unión e identificación total con Él, para poder decir con San Pablo: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”; “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Dios que me amó y se entregó por mi”.

LA PARTICIPACIÓN RITUAL Y ESPIRITUAL  EN LA EUCARISTÍA

El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía, es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Según la Carta a los Hebreos, es completo en su eficacia y se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8),  no como los del AT, que necesitaban ser repetidos continuamente.

       Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros ahora vamos a profundizar un poco en esa participación  que Cristo quiere y la celebración eucarística nos pide y que nosotros llamamos personal y espiritual: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por  mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”

       Jesús quiere una participación “en Espíritu y en Verdad”, esto es, una participación pneumatológica, hecha en su mismo amor que es Espíritu Santo, en su misma Verdad que es El mismo, Verbo y Palabra del Padre pronunciada con ese mismo amor Personal de Espíritu Santo para salvación de todos los hombres; es el Espíritu y la Verdad que vienen a nosotros por los sacramentos, especialmente por la Eucaristía, y que viven en nosotros por participación de la gracia de ese mismo Amor y Verdad del Dios Trino y Uno, en el cual quiere sumergirnos, para que nos identifiquemos totalmente con Él y celebremos y vivamos la misa con Él, tal como Él la celebra, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere la celebración meramente ritual o externa.

       La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los  ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

       La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

       La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad.

       Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o devoción alguna, Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del Calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación “consciente y activa”, por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en Espíritu y en Verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres.

       La participación espiritual  nos llevará a una experiencia más personal del sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio. Y ésta  es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia:  “Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella” (LG 11);

“...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo” (PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9;cfr 2,4-5) (SC 14). “Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente” (SC 11). “...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llevarnos  a participar en plenitud de la espiritualidad, de los fines y frutos abundantes del misterio eucarístico, mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       El Papa Juan Pablo II en su última Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA nos dice: «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor: De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de  nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz, su sangre “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (EE.16).

       Y en el número siguiente y en relación con la  comunicación de su mismo Espíritu, añade el Papa: “Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe San Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu... Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo...» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

       La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la  Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones... para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo par cuantos participan de ellos» (Anáfora) (EE.17).

       Por eso, aunque el sacerdote cumpla todas sus obligaciones  rituales de representar a Cristo y actuar en su nombre, si no se identifica con su Espíritu  y se ofrece unido a Él como víctima y sacerdote, no cumple íntegramente su misión sacerdotal.

       El oficio sacerdotal en la Nueva Alianza  lleva consigo “tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús...”, porque es en el altar, en la celebración de la  Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia», donde fieles y  sacerdote deben asistir no como «extraños y meros espectadores” sino “consciente, activa y fructuosamente», «se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo», «ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con  ella». 

       Siendo Cristo vivo y resucitado el que se ofrece en la Eucaristía para la salvación y santificación de su Iglesia,  al decirnos “y cuantas veces hagáis esto acordaos de mí…”, nos pide que hagamos presente en cada uno de nosotros su emoción y amor por vosotros, su adoración al Padre, cumpliendo su voluntad con amor extremo hasta dar la vida en el momento cumbre de su vida y de la vida de la Iglesia.

       Por tanto el sacerdote tiene una doble misión: ofrecer en nombre de Cristo y juntamente participar en estas actitudes, ofreciéndose a sí mismo en su propio nombre y en nombre de los fieles, a quienes representa. En esto no hay desdoblamiento de la actividad sacerdotal. Cierto que las dos ofrendas son distintas; un sacerdote puede ofrecer  válidamente el sacrificio en nombre de Cristo, y sin embargo, personalmente puede encerrarse en su egoísmo y no hacerse ofrenda con Cristo. La ofrenda de Cristo  nos da ejemplo de cómo tenemos que ofrecer nuestra vida  al Padre juntamente con Él, no solamente por un mero formalismo ritual y mera pronunciación de las palabra de la Consagración.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo.

       Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre. Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir.

        Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a las oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos. En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a “acordarse” de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos.

       La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz..”, o leguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino.

       El Espíritu Santo, espíritu de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida.

       En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así,  los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es como la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía. El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

       La ofrenda de la Eucaristía debe brillar en todos los aspectos de la existencia cristiana, y difundir su espíritu de sacrificio libremente aceptado. En la ofrenda del pan y del vino disponemos nuestro cuerpo, espíritu y vida a ofrecernos con Cristo al Padre, en la Consagración, por obra y potencia del Espíritu Santo, quedamos consagrados, ya no nos pertenecemos, porque hemos sido consagrados, transformados en Cristo, en sus sentimientos y actitudes, y cuando salimos fuera, como ya no nos pertenecemos, tenemos que vivir esta consagración, es decir, vivir, amar y trabajr como Cristo.

       El cáliz que se levanta hacia el cielo debe suscitar promesas de entrega, propósitos de perdonar y olvidar las ofensas como Cristo, intentos de reconciliación, aceptación de la voluntad o permisión divina aunque nos sea dolorosa, movimientos de amor fraterno como Cristo.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”(Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber Emás que de Cristo y éste, crucificado...” “Para mí la vida es Cristo”.

       Así debemos vivir todos los que participamos de la santa Eucaristía. Este debe ser nuestro grito también al celebrarla. La celebración de la Eucaristía tiene como finalidad el que en cada uno de los asistentes se encarnen los sentimientos de Cristo en su ofrenda para que cuando vengan y sintamos en nosotros los sufrimientos y la persecuciones de nuestra propia pasión y muerte del yo nos  encontremos preparados a nuestra propia crucifixión de pecados.

       La Eucaristía nos invita a colocarnos dentro de la ofrenda de Cristo crucificado, de la corriente de amor de esta ofrenda; así la cruz se hará más soportable: “una pena entre dos es menos pena”.

       A través del pan y del vino, el discípulo se ofrece a sí mismo, dispuesto a que Cristo diga sobre su cuerpo y sobre su vida entera: “Esto es mi cuerpo entregado... ésta es mi sangre derramada...” De esta forma, el sacrificio de la Iglesia viene integrado en el mismo sacrificio de Cristo, “para completar lo que falta a la Pasión de Cristo” (1Col 1,24). Por medio del signo sacramental, el sacrificio de la Iglesia se identifica espiritualmente con el sacrificio de Cristo y llega a formar una sola ofrenda  por el mismo Santo Espíritu.

       El sacrificio de Cristo no concluye con su muerte, es eucarístico, acción de gracias por la vida nueva que nos  consigue y que viene del Padre,  por eso le da gracias al Padre ya en la Última Cena. Éste es el proceso que Jesús acepta, no quiere sólo “entregar su vida” sino también “tomarla de nuevo” en la resurrección para Él y para todos nosotros. Su humanidad y la nuestra deben entrar en un nuevo orden de relación con el Padre.

       Lo que en Él ya es gracia conseguida y aceptada por el Padre por su resurrección, en nosotros se convierte en don escatológico que se hace presente como gracia anticipada de Alianza, en esperanza cierta y segura de la Pascua definitiva en la Eucaristía celebrada.

       Y así  se juntan el sacerdocio y la Eucaristía del cielo y de la tierra y así Cristo, los peregrinos y los santos la celebramos juntos y unidos por el mismo Espíritu Santo, potencia salvadora y resucitadora de Dios Uno y Trino.

Y así la sacramentalidad de la Eucaristía mantiene siempre una relación estrecha de los celebrantes y participantes con la ofrenda existencial del Cristo glorioso y celeste, que abarca toda su vida, desde la Encarnación hasta la Ascensión a la derecha del Padre y tiende a comunicar al creyente el dinamismo de dicha ofrenda. Y así la Iglesia y los cristianos dan “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”

       Celebrada así, la Eucaristía se convierte no sólo en <culmen> de la vida cristiana, en la cima más elevada de la Iglesia junto a la Santísima Trinidad,  sino también en <fuente> de la misma vida trinitaria en nosotros:  

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

1.  Aquella eterna fonte está escondida,

     qué bien sé yo dó tiene su manida,

     aunque es de noche

11.  Aquesta eterna fonte está escondida

     en este vivo pan por darnos vida

       aunque es de noche.

12.  Aquí se está llamando a las criaturas,

       y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

       porque es de noche.

13.  Aquesta eterna fonte que deseo,

       en este pan de vida yo la veo

       aunque es de noche.     (San Juan de la Cruz)

TERCERA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, CENTRO Y CULMEN DE LA VIDA DE LA IGLESIA

QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES: En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de carácter programático, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”.

Desde la contemplación del rostro de Cristo se puede avanzar por la senda de la santidad mediante el arte de la oración. Este compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”.

No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor”. En efecto, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral.

La experiencia gozosa y profunda de la Eucaristía representa para nosotros un programa pastoral para vivir la fe cristiana en este momento histórico. Por este motivo, después de haber recibido con inmenso gozo, con toda la Iglesia, la primera Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, «Deus Caritas est», deseo entregaros estas meditaciones en las que  quiero mostrar las dimensiones fundamentales del misterio eucarístico cuya celebración es tan decisiva para nosotros sacerdotes, para la vida cristiana y para el ejercicio de la Caridad.

EL MISTERIO DE LA EUCARISTÍA

El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al hablar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el misterio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera”.

El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eucarístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el legado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe.

Es evidente que este misterio no puede ser entendido a partir de uno solo de sus aspectos. La Eucaristia debe ser contemplada principalmente como misa, comunión y presencia  en el Sagrario. De modo conciso deseo subrayar algunas dimensiones del único misterio eucarístico.El sacramento de la Eucaristía es la manifestación del amor fontal del Padre que envía a su Hijo y al Espíritu Santo para nuestra salvación.

En la celebración de la Santa Misa actualizamos la historia de la salvación donde actúan la Trinidad Santa. La institución de la Eucaristía nos conduce al Cenáculo donde se encuentra el Señor con sus discípulos. En efecto, “para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, (el Señor) instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo testamento”.

No se trata de un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino del “don por excelencia”. Con palabras que rezuman una intensa emoción Juan Pablo II, se preguntaba: “¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1), un amor que no conoce medida”.

El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”. 

La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe.

El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina”.

Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Inclinémonos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia.

Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar”. S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa”.

Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mismo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”. De hecho Él vino al mundo para ser luz: “Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en mí no siga en tinieblas”.

Cuando Judas sale del Cenáculo, para entregar a Jesús, el evangelista nota intencionadamente: “Era de noche”; el mismo Jesús al ser arrestado declara: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”.

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA.

El Magisterio de la Iglesia, ha expresado esta verdad de fe en diversas ocasiones. Los últimos Papas han hablado con fervor y repetidas veces sobre esta realidad. Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección” .

Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en la Iglesia y, en el contexto de éstas resalta la peculiaridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”.

       Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una vez realizada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad.

Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies”.

Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes. La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”. Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía, sostenía: “En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación”.

El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente”8. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Eucaristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento y de Pablo VI.

CUARTA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DEL ÚNICO SACRIFICIO DE CRISTO

Entre las denominaciones del misterio eucarístico se nombra el de ‘Santo Sacrificio’ porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, ‘sacrificio de alabanza’ (Hch.13,15), sacrifico espiritual, sacrifico puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza”.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge los diversos calificativos que la Sagrada Escritura da al Sacrificio de la Misa. a) En la Eucaristía se actualiza el mismo sacrificio de Cristo. La Eucaristía es verdadero sacrificio por ser memorial de la Pascua de Cristo. El carácter sacrificial de la Eucaristía nos lo recuerdan las mismas palabras de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros (Lc.22, 19-20)”.

Así pues, “en la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que ‘derramó por muchos... para la remisión de los pecados’ (Mt.26,28)”. En la Santa Misa se hace presente el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y gracias a él los hombres pueden acoger su fruto.

El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicitar esta verdad eucarística, nos remite a un texto básico del Concilio de Trento donde se describe con cierto detalle el carácter sacrificial de la Eucaristía: “Cristo, nuestro Dios y Señor (…) se ofreció a Dios Padre (…) una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no podía poner fin a su sacerdocio (Heb.7,24.27), en la última Cena, ‘la noche en que fue entregado’ (ICor.11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) (…) donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día”.

De esta forma, mediante la Eucaristía llega a los hombres de hoy la gracia de la reconciliación obtenida por Cristo de una vez para siempre. Así el sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son un único sacrificio, porque “Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes que se ofreció a sí misma entonces en la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer”

LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE LA IGLESIA

La Eucaristía es también sacrificio de la Iglesia, porque sus miembros se ofrecen a sí mismos junto con la Víctima divina. En la Eucaristía el sacrificio de Cristo lo ofrecemos en Él y con Él, lo presentamos ante el Padre y participamos en su misma actitud de sacrificio pascual y de auto-ofrenda. El sacrificio pascual se prolonga en la historia en el Cuerpo de Cristo. Es el sacrificio también de la comunidad unida a Cristo.

Con ello la Iglesia no pretende hacer una obra suya, meritoria. No se intenta hacer un nuevo sacrificio al lado del de Cristo. Al contrario, la Iglesia es y vive por el Espíritu del sacrificio de Cristo, acogiéndolo en la fe, desarrollando toda su virtualidad, asociándose activamente a él. La Iglesia es consciente de que sólo lo puede hacer “en memoria de él” y lo que ella hace tiene eficacia sólo “por él, con él y en él”.

Los creyentes aceptan profundamente el acontecimiento de la Cruz de Cristo y se dejan penetrar por su fuerza salvadora. La Iglesia es, vive y celebra el memorial del sacrificio pascual con su Señor y Esposo. Esto acontece sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero también se realiza en su vida entera.

Al sacrificio ritual le corresponde el sacrificio vivencial, espiritual, de la ofrenda de toda la vida. En este sentido se trata de vivir a fondo las exigencias eucarísticas del sacerdocio común de todos los bautizados. La vida de Cristo fue una entrega ofrecida al Padre por todos los hombres. Toda su vida fue una verdadera “diakonía” que culmina con su pasión y muerte en la Cruz. Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

La Iglesia que peregrina en este mundo, pastores y fieles, participa en la celebración del sacrificio eucarístico de Cristo: “Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal.

El Obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del Obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico”. La Iglesia celebra el santo Sacrificio de la Misa como comunidad jerárquica. Cada miembro participa activamente desde su misión concreta en la comunidad cristiana.

LA IGLESIA DEL CIELO SE UNE SIEMPRE A LA OFRENDA DE CRISTO.

En la celebración eucarística estamos en comunión “con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo”. Juan Pablo II nos invitaba a todos a entrar en la escuela de María, Mujer ‘eucarística” También se ofrece el sacrifico eucarístico “por los fieles difuntos que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados, para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo”.

Considero muy oportuno recordar aquella recomendación tan llena de fe de santa Mónica dirigida a san Agustín y a su hermano poco antes de fallecer: “Enterrad este cuerpo dondequiera, y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo muy de veras es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis”. Es muy consoladora la verdad de la comunión de los santos que no se rompe ni siquiera con la muerte: “La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales”.

En la Eucaristía actualizamos sacramentalmente la comunión entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo. En la celebración litúrgica alcanza su verdadera expresión el carácter sacrificial de la Eucaristía sobre todo en las anáforas. En ellas se une la anamnesis con la acción de gracias como sacrificio vivo y santo, a la vez que se afirma que la ofrenda de la Iglesia está unida a la víctima inmolada que nos reconcilia, y transforma nuestra vida en ofrenda permanente: “Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo (…), te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad (…). Que Él nos transforme en ofrenda permanente”.

En la santa Misa se ofrece el único sacrificio agradable por el que Cristo nos ha redimido, pero un sacrificio que el mismo Dios “ha preparado a su Iglesia”, para una salvación actual que se extiende a todos los hombres y también a los difuntos. En las diversas anáforas se destacan la dimensiones cristológica (“Dirige tu mirada, Padre santo, sobre esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su cuerpo y con sus sangre y, por este sacrificio nos abre el camino hacia ti”), pneumatológica sin la cual no hay Eucaristía (“santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu”)94 y eclesiológica del sacrificio eucarístico (“Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” ).

QUINTA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE CRISTO Y DEL SACERDOTE

La Eucaristia-misa hace presente todo el misterio salvador de Cristo por medio del sacerdote. Para esto la Eucaristía del domingo es lo primero y esencial para nosotros y la vida cristiana de los nuestros, por varias razones, pero especialmente, porque el «dies Domini» se manifiesta así también como «dies Ecclesiae».

Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración  dominical deba ser particularmente  destacada a nivel pastoral. Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia «ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía... para fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo…» (Dies Domini 35).

       Por eso, en mis predicaciones repito con frecuencia: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, o más breve: sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo. Y con los niños/as de Primera Comunión, después de explicárselo, les digo y exijo que lo digan ellos en sus casas con fuerza a sus padres: Sin misa del domingo, no hay primera comunión. Y así lo he cumplido en mi vida pastoral con los disgustos pertinentes, principalmente porque algunos se fueron a otras parroquias donde no…

Pues bien, este rato de oración quiere ser una ayuda para todos los que queremos celebrarestos misterios esenciales de nuestra fe, según el mandato de Cristo: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”. Acordaos, nos dice el Señor en cada misa, sobre todo del domingo, de que en la Eucaristía realizo la Nueva y Eterna Alianza de Dios con todos los hombres por mi sangre derramada que es la Nueva Pascua en mi muerte y resurrección que alcanza y anticipa la vuestra. Y nosotros con gozo recordamos y celebramos todos los domingos este mandato del Señor con toda su entrega y emoción y lo celebramos como memorial de su muerte y resurrección y de la nuestra. Celebramos nuestra resurreccion en Cristo glorioso ya y salvador nuestro.

       Y esto es lo primero que quiero deciros y que meditemos en esta oración. Esta es la intención de esta primera meditación. Quiero dar una explicación sencilla de estos conceptos teológicos-bíblicos-litúrgicos de la Eucaristía como Nueva Pascua y Nueva Alianza. Me gustaría que si alguna vez preguntasen a nuestros feligreses al salir de la Eucaristía dominical sobre el misterio que acaban de celebrar, en concreto, qué es la Eucaristía, no tuviéramos que sufrir los pastores por su silencio o respuestas poco adecuadas, que tal vez podrían echarnos en cara   la poca formación recibida en este sentido, porque nosotros, sin darnos cuenta y ser conscientes de esto, creemos que ellos lo saben como nosotros. Y si no lo saben es porque no los practican y no lo practican porque tal vez nosotros no lo predicamos porque no lo vivimos.  Que al menos esto no se produzca por falta de la predicación pertinente: “Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica...? Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo?”  (Rm 10, 14  y 17).

       Quiero terminar esta meditación añadiendo unas notas sobre el último documento publicado sobre la Eucaristía, esto es, la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina  de los Sacramentos Redemptionis Sacramentum,  abril 2004, sobre algunas normas que deben observarse o evitar acerca de la Santísima Eucaristía.

       La Instrucción Redemptionis Sacrametum es un documento que insiste en cuidar el sacramento de la Eucaristía en su conjunto. Ya lo advertía el Papa Juan Pablo II en su última Encíclica de sobre la Eucaristía: Ecclesia de eucharistia. Y esto me parece que se debe a una cierta sensibilidad eucarística en este momento del Pontificado de Juan Pablo II. 

       Esta Instrucción tiene como objetivo principal evitar los abusos actuales, que puedan darse y que deforman la naturaleza de la Eucaristía. Lo dice expresamente en el nº 4: «No se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia…»

       Quiero también reseñar especialmente la obligación de los Obispos diocesanos en favorecer el derecho de los fieles a visitar y adorar al Santísimo sacramento de la Eucaristía (n 139); es más, recomienda a los Obispos que en ciudades o núcleos urbanos importantes designe una Iglesia para la adoración perpetua.

       Y me parece muy oportuna esta última frase del nº 39,  que es también el lema de todo este libro sobre la Eucaristía: «También se debe recordar que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, verdaderamente, en profundizar en la palabra de Dios y en el misterio que se celebra». Y esto se consigue principalmente, como explicaré ampliamente en estas meditacones por la unión litúrgico-espiritual con Cristo en la celebración y comunión eucarística.

       La celebración de la Eucaristía, entre todos los actos litúrgico, es el que más nos ayuda a configurarnos con Cristo, a tener su mismos criterios y sentimientos, a entregarnos hasta el extremo a Dios y a los hermanos. Por eso, la Eucaristía es el sacramento que más y mejor provoca y realiza y mejora la conversión y asimilación de lo que celebramos y por tanto más plenamente nos une y santifica y nos transforma en lo que celebramos y comulgamos en actitudes de fe y amor; esta asimilación de los gestos y acciones litúrgicas se consiguen y adquieren especialmente mediante la oración y la unión con Cristo Sacerdote celebrante, esto es, mediante la celebración de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, título escogido para el libro.

Esto es lo que pretendo pastoralmente con estas meditaciones para mis hermanos sacerdotes: «Que los cristianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente» (SC 48); «Mas para asegurar esta plena eficacia es necesario que nosotros sacerdotes como los fieles nos acerquemos  a la Sagrada Liturgia Eucarística con recta disposición de ánimo, pongamos nuestro espíritu en consonancia con lo que celebramos identifícándonos con Cristo sacerdote y ofrenda y colaboremos así con la gracia divina…,vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente… (SC11).

       En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de carácter programático y muy trabajada por mí en algunos de mis libros, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”

       También el Sr. Obispo de Ourense, D. Luis Quinteiro Fiuza escribió una Carta Pastoral: LA EUCARISTÍA FUENTE DE VIDA ECLESIAL (2006) muy interesante y que citaré en alguna de estas meditaciones eucarístico-sacerdotales, cosa que no pude hacer en la edición de este libro porque lo publiqué dos años antes. Está claro que desde la contemplación del rostro de Cristo por la oración se puede avanzar por la senda de la santidad y de la eficacia apostólica porque como ya nos dijo y nos dice en la oración todos los días el Señor “sin mí no podéis hacer nada.”

Nuestro compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”. No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor”. En efecto, como antes dije, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral (EM 6).

El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al hablar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el misterio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera”.

El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eucarístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el legado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe.

El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”.

La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe. El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina”.

Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Inclinémonos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar”.

S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa”.

Los fieles cristianos, haciéndose eco de las palabras de Santo Tomás de Aquino, cantan frecuentemente: “En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; solamente se cree al oído con certeza. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues no hay nada más verdadero que la Palabra de la verdad”. Cristo en la Eucaristía está realmente presente y vivo y actúa con su Espíritu.

Pablo VI, después de alabar los notables esfuerzos de los teólogos, advierte con toda claridad que “toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros” 16. 3) Un misterio de Luz.

Juan Pablo II presentó el año de la Eucaristía siguiendo el icono de los dos discípulos de Emaús. El camino emprendido por estos dos discípulos es también el camino del hombre de hoy. En efecto, “En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios”.

Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mismo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”.

SEXTA MEDITACIÓN

LA MISA Y EL SACERDOTE

Queridos hermanos sacerdotes: El misterio eucarístico encierra en sí mismo una pluralidad de aspectos que os quero señalar brevemente. Recojo un texto de la Instrucción “Eucharisticum mysterium” que nos ofrece una admirable síntesis de los aspectos centrales de la Eucaristía: “Por eso la Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: ‘Haced esto en memoria mía’ (Lc.22,19); banquete sagrado, en el que, por la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga”.

LA IGLESIA HACE LA EUCARISTÍA

Jesucristo es el único sumo Sacerdote de la nueva Alianza. Él es el gran celebrante de la Eucaristía. A través del Espíritu Santo se hace presente de múltiples maneras en la celebración de la Eucaristía: en su Palabra y bajo las especies del pan y del vino, en la persona del sacerdote y en la propia comunidad que celebra. La Eucaristía tiene, por tanto, su origen en Cristo y es un don de Dios.

       Sin embargo, desde un punto visible y externo, la Eucaristía es el sacramento central de la Iglesia, en el que se manifiesta de modo especial la verdadera naturaleza, la estructura ministerial y la acción sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Es la Iglesia entera la que está de algún modo presente, como pueblo sacerdotal, ejerciendo su universal sacerdocio.

Así se reconoce en el Misal de Pablo VI, cuando se dice: “La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local y para cada uno de los fieles” .

TODA LA IGLESIA, COMO PUEBLO SACERDOTAL, PARTICIPA EN LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA.

El Concilio Vaticano II recordó de nuevo la doctrina del sacerdocio común, invitando a todos los fieles presentes en la celebración de la Eucaristía a participar en ella de forma consciente, piadosa y activa. Promover y facilitar esta participación de todos en la celebración eucarística es uno de nuestros grandes deseos como párrocos y sacerdotes de nuestras comunidades. Participación activa que no puede ser entendida de un modo meramente exterior y activista.

Al hablar del ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos, el Concilio describe la participación en la Eucaristía con estos términos que resume toda la riqueza de la Eucaristía para todos los participantes como pueblo de Dios sacerdotal: “Participando (los fieles) del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento”. Por eso siempres la participacion en la santa misa debe ser siempre tanto para el sacerdote como para todos los fieles una participacion consciente, piadosa y santificadora. 

 La participación en la santa Misa conlleva interrumpir la actividad y la rutina cotidianas para alabar la bondad de Dios, de la que vivimos y de la que tenemos experiencia día tras día y para darle gracias a Dios por habernos dado a Jesucristo como Camino, Verdad y Vida.

En la celebración eucarística tenemos también la oportunidad de descubrir lo que es esencial para nuestra vida, sobre aquello que nos sustenta y sostiene. En la Eucaristía tomamos conciencia de la fuente de la que nos alimentamos y del fin para el que vivimos. Está claro que no nos alimentamos de nosotros mismos, ni vivimos por nosotros mismos ni para nosotros mismos.

La celebración de la Eucaristía no debería ser un acto ceremonioso y triste, sino una fiesta alegre y viva. Todos los que en ella participan –niños, jóvenes, adultos y ancianos– deberían hacerlo con todas las dimensiones de la personalidad propia de cada uno en sus circunstancias porque el gozo en el Señor es nuestra fuerza.

El Apóstol Pablo nos insiste: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias”. La Eucaristía ha de ser una verdadera celebración festiva llena del gozo más auténtico. 

Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía ha de mantenerse el respeto ante el Dios santo y ante la presencia de nuestro Señor en el sacramento. Debe ser también un espacio para el silencio, la meditación, la adoración y el encuentro personal con Dios. En este sentido, la liturgia nunca es un medio para un fin, sino un fin en sí misma. Contribuye a la glorificación de Dios y, por eso mismo, a la salvación del ser humano. Es necesario redescubrir la riqueza de la Eucaristía y elucidar su sentido. La verdadera formación litúrgica, que llegue al fondo no sólo del entendimiento, sino del corazón, es imprescindible para una participación más provechosa en el don de la Eucaristía.

Son múltiples los ministerios que los fieles laicos pueden y deben asumir en la celebración eucarística. Todos ellos desempeñan un auténtico ministerio litúrgico que merecen nuestra gratitud y reconocimiento. Desde esta perspectiva, la Eucaristía es expresión de una Asamblea participativa.

Todo el pueblo de Dios es sujeto participativo de la acción litúrgica de la Iglesia. De ahí que “las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual” 161. Se trata, como ya dije, de una participación que actualiza el sacerdocio universal y que expresa la unidad en la diversidad de oficios y ministerios.

EUCARISTÍA Y EL MINISTERIO ORDENADO.

La acción eucarística de la Iglesia se expresa y ejerce de modo diferenciado, haciendo en ella cada uno todo y sólo aquello que le pertenece. No se debe caer, por tanto, ni en una confusión de funciones y ministerios, ni en una absorción de los mismos. Jesús no sólo llamó al pueblo en general. A los Doce los llamó y envió de un modo especial, confiándoles también la celebración de la Cena: “Haced esto en memoria mía” .

La Eucaristía manifiesta la participación y comunión de todo el Pueblo de Dios en su estructura jerárquica. Esta ordenación jerárquica se manifiesta sobre todo en la Eucaristía presidida por el Obispo, rodeado del presbiterio y con la actuación adecuada de todos los servicios y ministerios.

En la Eucaristía dominical, donde se reúne la Asamblea en un determinado lugar, se representa a la Iglesia entera en comunión con el Obispo y con las otras Iglesias. Juan Pablo II describe con cierta amplitud el tema de la apostolicidad de la Iglesia y de la Eucaristía. Me detendré en aquellos aspectos que muestran cómo la Eucaristía es esencialmente Apostólica.

Los Apóstoles están en íntima relación con la Eucaristía, porque Jesús les confió este Sacramento y ellos y sus sucesores lo trasmitieron hasta nosotros. “La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor”.

En un segundo sentido la Eucaristía es Apostólica, pues se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. Durante la bimilenaria historia del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio de la Iglesia ha ido precisando con sumo cuidado la doctrina sobre la Eucaristía. De este modo se ha salvaguardado la fe Apostólica en este Misterio tan excelso. “Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así».

En tercer lugar, la sucesión Apostólica necesariamente conlleva el sacramento del Orden. Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno. Más todavía, la sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral afecta esencialmente a la celebración eucarística. “En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles ‘participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real’, pero es el sacerdocio ordenado quien ‘realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” 169. 36. Ni el ministerio sacerdotal ni la Eucaristía pueden ser derivados ‘desde abajo’, a partir de la comunidad. Ambos superan radicalmente la potestad de la Asamblea.

Para la celebración eucarística es irrenunciable el ministerio del sacerdote ordenado. La Eucaristía, que se funda en la previa acción salvífica de Dios, es signo pleno de la permanente donación y condescendencia del Padre por Cristo en el Espíritu Santo. Este advenimiento de la salvación ‘desde fuera’ y ‘desde arriba’, cobra expresión simbólico-sacramental en el envío del sacerdote a la comunidad.

Es cierto que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la comunidad cristiana. Como cualquier otro cristiano depende a diario y siempre de nuevo del perdón y la misericordia de Dios, de su ayuda y de su gracia. Sin embargo, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal se halla frente a la comunidad como representante de Aquel que es Cabeza de la Iglesia y verdadero Celebrante primordial. En este sentido, el sacerdote ordenado “realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico”. El sacerdote actúa, entonces, “in persona Christi Capitis”.

La palabra autorizada de Juan Pablo II nos ofrecía el significado preciso de esta expresión: “in persona Christi quiere decir más que ‘en nombre’ o también, ‘en vez’ de Cristo. In ‘persona’: es decir, en la identificación específica, sacramental con el ‘sumo y eterno Sacerdote’, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie”. El ministerio del sacerdote ordenado “es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena”.

EL MINISTERIO SACERDOTAL ES CONSTITUTIVO PARA LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA.

La Asamblea que es convocada para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente un sacerdote ordenado que la presida. La función de presidir la Eucaristía no consiste sólo en realizar determinados ritos o en pronunciar ciertos textos, sino en actuar permanentemente “en la persona de Cristo”, a quien representa, y “en nombre de la Iglesia”, elevando al Padre la plegaria y la ofrenda del Pueblo santo, siendo instrumento dócil en las manos del Señor para la santificación de la comunidad eclesial. 

Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, lo es también del ministerio sacerdotal. La praxis de la celebración diaria de la Eucaristía tiene una importancia decisiva para la vida espiritual de los presbíteros. La Eucaristía “es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella”.

Son múltiples y variadas las actividades pastorales del presbítero. Hoy día existe en su vida un serio peligro de dispersión. La caridad pastoral debe ser el vínculo que dé unidad a toda la vida del presbítero. Esta caridad pastoral que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, halla su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía. “El alma sacerdotal ha de reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial”.

En consecuencia, “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera ‘sacrificial’ toda su existencia”.

En la celebración cotidiana de la Eucaristía el sacerdote encuentra la fuerza necesaria para afrontar, sin caer en la dispersión, los diversos quehaceres pastorales. “Cada jornada será así verdaderamente eucarística” . En este sentido, “el presbítero tiene que ser ante todo adorador y contemplativo de la Eucaristía a partir del mismo momento en que la celebra”.

SÉPTIMA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA

Queridos hermanos sacerdotes: Todos sabéis que la Eucaristía hace la Iglesia como dice el Vaticano II porque la relación entre el misterio de la Eucaristía y la Iglesia implica también el efecto de la Eucaristía en la Iglesia. La influencia de la Eucaristía es tal que puede decirse que la Iglesia es objeto de la Eucaristía o, con otras palabras, “la Eucaristía hace la Iglesia”. De esta forma la Iglesia es objeto principal de la Eucaristía que ella ‘hace’; es beneficiaria primera del acontecimiento que celebra. Mediante la Eucaristía “la Iglesia vive y crece continuamente”.

La significación de la Eucaristía para la vida de cada Iglesia particular es tal que “no se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, empezar toda la formación en el espíritu de comunidad”: Vaticano II.

A) En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Mientras peregrina en la tierra, la Iglesia está llamada a mantener y promover tanto la comunión con el Dios trinitario como la comunión entre los hombres.

La Eucaristía hace y significa a la Iglesia como comunión. No es casualidad que el término “comunión” sea uno de los nombres específicos del Santísimo Sacramento. Se llama “comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo”.

En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Se puede afirmar que la Eucaristía es el lugar más privilegiado de expresión, realización e identificación de la Iglesia, el momento decisivo de su crecimiento en verdadero Cuerpo de Cristo, al servicio de toda la humanidad. El misterio entero de la Iglesia, en su ser, su aparecer y sus signos más auténticos, se manifiesta de modo especial en la Eucaristía.

Como nos indica el Santo Padre, Benedicto XVI “la Eucaristía podría considerarse también como una ‘lente’ mediante la cual comprobar continuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pudiera conocer el amor de Dios y hallar en él plenitud de vida”. Por ser la persona de Cristo, la Eucaristía puede considerarse como fundamento y base de la Iglesia. Como enseña el Concilio de Trento, los otros sacramentos poseen la fuerza de santificar; en la Eucaristía, en cambio, está presente el mismo autor de la santificación.

Más todavía, enseña el Concilio Vaticano II : “En la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamentecon él”.

En la Eucaristía se actualiza el misterio pascual de Cristo. La Iglesia celebra en la Eucaristía el sacrificio mismo de Cristo, que es origen y fuente de la comunidad cristiana. Cristo es el redentor de la Iglesia, que se entregó por ella para acogerla como Esposa santa e inmaculada. Este amor hasta el extremo del Esposo a su Esposa se perpetúa hasta el final de los tiempos en la celebración eucarística. Compenetrándose plenamente con el misterio pascual, la Iglesia realiza en la Eucaristía la plenitud de su ser.

B) En la Eucaristía se va generando el misterio de la Iglesia. La Eucaristía es generadora de Iglesia que brota y nace cada día del misterio eucarístico como fuente inagotable de comunión. Es en la Eucaristía donde una multitud de seres humanos llegan a ser el Cuerpo de Cristo, al participar de su persona –de su Cuerpo y Sangre– e incorporarse a ella. La Eucaristía es “la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia”.

La Eucaristía a la vez que actualiza la obra de nuestra redención, representa y realiza la unidad de la Iglesia: “La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representado y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cfr.ICor.10,17).

Todos los hombres están llamados a esta unión en Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos”. La unión con Cristo conlleva la unión con los hermanos. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren el rostro del Resucitado al partir el pan, vuelven a Jerusalén junto a los demás: “En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás”.

En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos recuerda el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. No es posible permanecer unidos a la Vid verdadera, sino estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. En el misterio eucarístico tenemos la oportunidad de participar del único Pan de vida: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna... permanece en mí y yo en él”.

La participación en el único Pan y en la única Sangre nos hace un solo Cuerpo: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo”.

En el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. San Agustín comenta admirablemente el texto del Apóstol: “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis ‘amén (es decir, ‘sí’, ‘es verdad’) a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo

reafirmáis. Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero”.

 La reflexión cristiana que arranca sobre todo del mensaje paulino, ha utilizado constantemente la conocida comparación del pan formado por muchos granos de trigo, molidos, convertidos en harina, amasados por el agua del bautismo y cocidos por el fuego del Espíritu, para mostrar las raíces de la unidad de la Iglesia y para exhortar a los cristianos a la convivencia concorde y pacífica.

La Constitución “Lumen Gentium” sintetiza la doctrina paulina en los siguientes términos: “En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el cuerpo del Señor, que nos eleva a la comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, aunque muchos, somos un solo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan (ICor.10,17). Así todos somos miembros de su cuerpo (cfr.ICor.12,27) y cada uno miembro del otro (Rom.12,5)” .

Es evidente, nos indicaba Juan Pablo II que “la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión”. Las divisiones que puedan existir entre los fieles cristianos contradicen abiertamente las exigencias radicales de la Eucaristía. En la celebración eucarística el día del Señor ha de convertirse también en el día de la Iglesia: “Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad”.

En cada Eucaristía nos sentimos urgidos a reproducir entre nosotros aquel mismo ideal de comunión que animaba a los primeros cristianos. Aquella Iglesia, congregada en torno a los Apóstoles y convocada por la Palabra de Dios para la fracción del pan, vive en profundidad la comunión entre todos sus miembros.

El Santo Padre, Benedicto XVI nos habla de la Eucaristía como fuente de comunión con Cristo y entre nosotros con estas palabras: “En la Eucaristía, el Señor se nos da con su cuerpo, con su alma y su divinidad, y nosotros nos convertimos en una sola cosa con él y entre nosotros”.

OCTAVA MEDITACIÓN

EL SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA ES EL MISMO DE LA CRUZ, OFRECIDO DE UNA VEZ PARA SIEMPRE EN LA ÚLTIMA CENA

La carta a los Hebreos nos enseña que el sacrificio de Cristo en la cruz es único y definitivo sacrificio de expiación por los pecados. No hay otro. El problema está, como hemos dicho, en mostrar cómo un sacrificio que tuvo lugar hace dos mil años se hace presente aquí y ahora. Creo que la respuesta está en la misma carta. El sacrificio  de Cristo ha sido ofrecido“de una vez para siempre” (Hbr.10,11-14), y en esa única vez ha sido aceptado por el Padre y mantiene esa presencia única, definitiva y escatológica, que perdura de forma gloriosa en el cielo y se hace presente por la consagración en la tierra.

       El sacrificio, ya aceptado por el Padre, mediante la resurrección y ascensión y colocación a su derecha, en sacrificio celeste que perdura eternamente presentado por Cristo ante el Padre, hecho intercesión y ofrenda agradable, con las llagas ya gloriosas, es el que se hace presente sacramentalmente -«in  mysterio»- sobre el altar, no otro ni una representación del mismo, velado  sí por el pan y el vino y las leyes intramundanas, pero el mismo y único.

       Y es así cómo Jesús se presenta a nosotros y resucita para nosotros en la visibilidad de este sacramento. La Eucaristía es una forma permanente de aparición pascual, signo visible de las realidades invisibles, como lo ha expresado muy bien JUAN PABLO II en la Carta Apostólica DIES DOMINI, nº 75. Al resucitar a su Hijo, el Padre“hace habitar en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad...” (Col. 1,19;2,9) y realiza de este modo la salvación en totalidad escatológica, sin que tenga que añadirse nada en adelante para completarla. En la resurrección y en virtud de la muerte filial (Flp.2,8ss) es donde Cristo recibe el título de Señor (Rom.10,9ss): nombre de la omnipotencia escatológica.

       En la realidad escatológica, lo último ya está presente en la Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven Señor Jesús!». Por la Eucaristía viene el esjatón, el final, Cristo eterno y glorioso, consumado está viniendo... No puedo pararme por ahora más en este aspecto poco tratado. Por la Eucaristía se hace presente la escatología, el Cristo que juzga al hombre y la historia. La pascua es el día del Señorío, el de la revelación última, (Jn.8,28), el de la resurrección de los muertos (Rom.1,4), del juicio final (Fn.12,31), el de la salvación total: es el día del Señor, el último día. Todo esto hemos de tenerlo en cuenta si queremos captar el sentido pleno y total de la Eucaristía, memorial de la pascua de Cristo, que por su muerte y resurrección nos ha <pasado> ya al Padre y desde allí, por la celebración litúrgica, viene al lado de los suyos, y haciéndose presente como realidad y salvación escatológica, comunica a los creyentes los frutos últimos y definitivos ya conseguidos que son Él mismo: El mismo y único que nació, murió y resucitó, el cordero inmolado y glorioso ante el trono de Dios Trino y Uno: El Cristo glorioso y escatológico, el VIVIENTE del Apocalipsis, que nos dice en cada Eucaristía: “No temas nada. Yo soy el primero y el último. El Viviente. Estuve entre los muertos, pero ahora vivo para siempre” (Ap.1,18).

       Esto es lo que se hace presente en la Eucaristía.  ¿Cómo? Como memorial profético, en virtud del mandato: “Haced esto en memoria de mí”. La fe me asegura que Cristo está presente en la Eucaristía, como está en la cena, está en la cruz y está en el santuario celeste. Está realizando íntegramente todo su misterio de salvación y presencializándolo en el aquí y ahora, aunque no podemos explicarlo plenamente. Por la fe sé que está  y lo realiza ciertamente. Y esto es lo más importante. La fe lo ve, porque la fe es participación en el conocimiento que Dios tiene de sí y de las cosas, y aunque yo participo de ese conocimiento, no lo puedo ver como Él. Dios me desborda en todo, en el ver y comprender.

       La vivencia, el conocimiento místico, sin embargo, tiene su fuente de conocimiento en el amor. San Juan de la Cruz afirmará muchas veces que es una forma de conocer más plena que por vía del entendimiento, porque en la <noticia amorosa>, en la <sabiduría de amor>, la vivencia, tocando y haciéndose una realidad en llamas con el objeto amado, percibe mejor la realidad y sus latidos.

       Los verdaderos místicos son los exploradores que Moisés envió delante a explorar la tierra prometida, para que anticipándose en su contemplación, volvieran luego cargados de frutos para explicarnos su hermosura y animarnos a conseguirla.

       Es otra forma de conocer el objeto, también humana, lógica, espiritual. Dice San Juan de la Cruz: «...pues aunque a V.R. le falte el ejercicio de la teología escolástica con que se  entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, más juntamente se gustan» (CE.3).

       Por esto, el teólogo no puede habitar en dos mundos separados, cada uno de los cuales exija certezas contrarias en donde la afirmación de la fe no pueda ser aceptada por la razón. La teología es la luz de la fe que intenta extenderse al terreno de la razón, a fin de que el hombre se haga creyente por entero. La teología es un apostolado hacia dentro, con una misión hacia dentro: evangelizar la razón, llevándola a acoger el misterio ya presente en la Iglesia y en su corazón de creyente que también conoce por el amor.

       El conocimiento a los místicos les viene por el amor, que se pone en contacto directo, mediante la vivencia, con el objeto amado y no encuentra tantos límites como la razón para captarlo. “Deshacemos sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2Cor.10,4s). Dios, que resucita a Cristo por el poder y la gloria del Espíritu Santo, es el Señor de la teología católica.

       El señorío de Cristo no violenta a la inteligencia que razona, forzándola a acoger unas verdades ininteligibles. No la humilla sino que la salva de sus estrecheces, haciéndola humilde, capaz de Dios como María, que acoge la Palabra Dios sin comprenderla. La teología es esclava de la fe y de los fieles, no señora; no tiene que «dominar sobre la fe, sino contribuir al gozo» de los creyentes (Cf.2Cor. 1,24).

       DURRWELL nos dirá «que ante los propios misterios, la teología ha de ser modesta y llena de discreción. Sería un sacrilegio y una ingratitud empeñarse en desgarrar el velo bajo el que se revela el Señor, cuando es ya tan grande la condescendencia de aquel que se da a conocer de este modo.     Para seguir siendo discreta, la teología tendrá que imitar el respeto emocionado de los apóstoles ante la aparición del Resucitado en la orilla del lago: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres tú? Ya sabían que era el Señor” (Jn. 21,12). Por consiguiente, no buscará evidencias racionales para eludir la obligación de creer; no preguntará: ¿Es verdad lo que dice el Señor?, sino Señor, ayúdanos a comprender mejor lo que dices»  (cfr. o. c. pag. 13-20 ).

       La Eucaristía puede estudiarse desde fuera, partiendo de los elementos visibles que la constituyen o desde dentro, partiendo del misterio del que es sacramento-memorial. Aquí es donde vale el axioma: «lex orandi, lex credendi». Aquel que es para siempre la Palabra, Jesucristo, la biblioteca inagotable de la Iglesia, su archivo inviolable condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica.

       Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: «acordaos de mí», de mi amor por vosotros, de mis sentimientos, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, del pan en mis manos temblorosas...

       Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:“Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy”. Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel” (Ez. 3,1-3).

       La vivencia mística eucarística conoce por experiencia, viviéndola, lo que nosotros celebramos y explicamos en teología. Pero no con un conocimiento frío, teórico, sin vida, que muchas veces por no vivirse, llega incluso a olvidarse. El que quiera conocer verdaderamente a Dios ha de arrodillarse; el sacerdote, el teólogo, debe trabajar en estado de oración, debe hacer teología arrodillada.

       La Eucaristía es ese libro que hay que leer como San Pablo: a partir de Cristo pascual, que es el misterio escatológico. El Cristo de la fe. La teología de la Eucaristía es una teleología, un discurso a partir del fin. Es la plenitud escatológica de la Salvación que hace presente las realidades futuras, nos llena de vida eterna, y perdura en eterno presente del pasado y del futuro; no hay otro ni más sacrificio porque no hay más que un Cristo, que es Señor y la eternidad ya ha comenzado (cf. DURRWELL. o.c. 13-14).

       El sacerdote no hace presente el sacrificio de Cristo sino que hace presente a Cristo que ofrece su único y definitivo sacrificio que fue toda su vida, desde la Encarnación hasta la resurrección, pero que significó y realizó singularmente con pasión y muerte <gloriosa>, por estar dirigida a la resurrección. Al ser Cristo glorioso el que hace presente su resurrección, se hace presente el Cristo doloroso que ofrece su sacrificio ya celeste al Padre del cielo y en la tierra a su Iglesia por el pan y el vino consagrados.

       El sacrificio ha recibido ya la plenitud total de salvación y eficacia redentora por el Padre que ha acogido al Hijo desde el más allá y lo ha colmado de la gloria divina. Jesús había anunciado varias veces que su muerte estaba unida inseparablemente a su coronación gloriosa. El sacrificio debía ser afrontado solamente en la perspectiva de aquel final feliz. Por eso, el mensaje cristiano no puede separar nunca muerte y resurrección.

       Por eso debemos admitir cierta anticipación del estado glorioso del Salvador en el momento de la celebración de la Última Cena. Juan anticipó esta gloria en la misma muerte de Cristo en la cruz. Sólo el Cristo glorioso posee el poder de renovar la ofrenda de su cuerpo y de su sangre en sacrificio. Así se explica por qué la celebración de la Eucaristía no se realiza sólo en memoria de la pasión de Cristo, sino también en memoria de su resurrección y ascensión. Es Cristo resucitado el que baja al altar. Y como Salvador resucitado es como se ofrece como alimento y bebida en la comida eucarística. Así lo rezamos en la Plegarias Eucarísticas.

NOVENA MEDITACIÓN

CRISTO POR LA EUCARISTÍA HACE PRESENTE TODO SU MISTERIO SALVADOR

 “Haced esto en memoria de mí”. En la Eucaristía no se repite nada: ni los deseos de Cristo de dar su vida por nosotros, ni su sufrimiento ni su ofrenda, sino que se presencializa el mismo sacerdote y la misma víctima del Cenáculo, de la cruz y del cielo. Por muchas celebraciones que se hagan, nunca se repite el sacrificio, siempre es el mismo, porque no se representa otra vez sino que se presencializa el mismo y único sacrificio ofrecido de una vez para siempre. Puede haber muchas intenciones sacerdotales en la concelebración, tantas como sacerdotes, pero el sacrificio siempre es único y el mismo.

       Por lo tanto, la Eucaristía, por ser memorial <in mysterio> de la realidad de Cristo,  presencializa la misma y eterna pascua, la misma y eterna Alianza, la misma víctima, intenciones, deseos sacerdotales y sacrificiales, el único sacrificio de la cruz ya consumado y aceptado por el Padre porque le resucitó sentándolo a su derecha y es ya para siempre el cordero degollado y glorioso ante el trono de Dios, pura intercesión por nosotros y con el cual conectamos en cada Eucaristía.

       Es más, me atrevo a decir: si la vida de Cristo hombre nació en el seno de la Santísima Trinidad como proyecto salvador de los Tres a realizar por el Verbo: “Padre, sacrificios y ofrendas no quieres... aquí estoy para hacer tu voluntad...” (Hbr. 10,5) y se le dotó de un cuerpo humano:“...pero me has dado un cuerpo” (Ibid.) nacido de María, esa voluntad ha sido ya consumada pascualmente -mediante el paso definitivo al Padre, a los bienes escatológicos- esjatón pascual y ya no hay más novedad posible en el mismo seno del Dios Trino y Uno (según su proyecto) y el mismo fuego  de Espíritu Santo que lo sacó del seno trinitario, lo impulsó a encarnarse, lo manifestó como Hijo y lo llevó sudoroso y polvoriento por lo caminos de Palestina predicando la Buena Nueva de Salvación y Eternidad para todos los hombres hasta el testimonio martirial de su vida por ellos... “ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros…” al ser aceptada y recibida ya esa entrega personal de Jesucristo en el mismo seno del Amor Trinitario, por el mismo Espíritu Santo de donde había nacido, perdura ya eternamente como sacerdote y víctima ofrecida, aceptada y adorada ante el trono de Dios Trino y Uno, como afirma repetidamente la liturgia del Apocalipsis.

       Así pues, todo el misterio de Cristo, desde que nace como proyecto en el seno del Padre y se encarna en el seno de María: “La Palabraestaba junto a Dios... la Palabra se hizo carne” (Jn.1,1;14 ), con toda su vida encarnada, con sus ansias de amor y de entrega: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo...” (Lc.22,15), desde la Encarnación hasta la Ascensión, especialmente pasión, muerte y resurrección, es lo que se hace presente, al hacer el sacerdote por el Espíritu Santo la memoria de Cristo como Él quiso «recordarse y ser recordado» por <la memoria<z de su Iglesia, eternamente ante Dios y por la Eucaristía ante los hombres.

       Al hacerse presente todo el misterio de Cristo, cada celebrante o participante puede decir en la Eucaristía, con Santa Gertrudis, este texto que leí, cuando preparaba la charla, en la Liturgia de las Horas en el día de su memoria:

       «Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la  cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora...» (Libro 2,23,1.3.5.8.10: SCh 139,330-340) (Liturgia de la Horas, IV, pags. 1370-1373 )

       Y también, en clave de memorial, se puede rezar este texto de S. Brígida, tomado de la Liturgia de las Horas:

       «Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso y por amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión... Honor a Ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre... Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado ante Caifás... Gloria a Ti por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado de punzantes espinas... Alabanza a Ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado... Bendito seas Tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesucristo, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de la divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la Virgen» (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628,pp.408-410).

       Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”  No nos olvidamos, Señor.

       Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús “se recuerda” para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre.

       Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo-unión de la Trinidad y Eucaristía proclamada y exigida por el Papa en este año jubilar.

       He hablado de la Eucaristía, queridos amigos, en la medida en que he podido captarla y expresarla yo mismo como creyente, no sólo como teólogo. En definitiva, he tratado de expresarla en palabras humanas. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!» Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!».

       No me gustaría terminar este tema sin citar en versión breve el pasaje tan conmovedor y maravilloso de los Mártires de Abitinia (año 304), verdaderos mártires de la Eucaristía del domingo: «Fueron presentados al procónsul por los oficiales del tribunal. Se le informó que se trataba de un grupo de cristianos que habían sido sorprendidos celebrando una reunión de culto de sus misterios. El primero de los mártires torturados, Télica, gritó: Somos cristianos, por eso nos hemos reunido... Saturnino, lleno del Espíritu, le respondió: Hemos celebrado tranquilamente el día del Señor, porque la celebración del día del Señor no puede omitirse... Mientras atormentaban al sacerdote, saltó Emérito, un lector: ...nosotros no podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor «sine dominica non possumus» (Actas de los Mártires,  Ruiz Bueno, BAC 75, pp. 975-94).

       Quiero terminar esta sencilla lección teológica haciendo uso de la inclusión semítica en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

DÉCIMA MEDITACIÓN

LA  EUCARISTÍA NOS LLENA DE CRISTO Y SU GRACIA

       En la Eucaristía Cristo hace presente su adoración al Padre, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y los hombres, nuestros hermanos.La Eucaritía hace presente la ofrenda de Cristo al Padre en su pasión y muerte y resurrección para salvar a los hombres y es icono e imagen que debemos copiar e imitar en nuestra vida todos los participantes, sacerdotes y fieles, en la celebración de la santa Eucaristía, siguiendo sus mismas pisadas.

He rezado esta mañana el himno de  Laudes, 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Ella nos sirve de madre educadora de nuestra fe y modelo en la celebración del sacrificio de Cristo. Ella contemplaba y guardaba en su corazón todo lo que veía en su Hijo. 

       En cada Eucaristía el Señor nos repite a todos lo que dijo  a la Samaritana:“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”. La primera invitación del Señor es a conocer su amor, su entrega, su don, porque esto es el comienzo de toda amistad. Si no se conoce no se ama, no puede haber agradecimiento, ofrenda, alabanza, unión.. Es necesaria la meditación y la reflexión para conocer la verdad del misterio celebrado para así apreciarlo y poder luego desearlo y vivirlo.

Toda la Eucaristía tiene que ser orada,  dialogada con el Señor.  Sin oración personal la litúrgica no puede alcanzar toda su eficacia y plenitud.

Así es cómo el corazón humano se abre al amor divino, sin el cual nosotros  no podemos amar. El himno de Laudes de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, es el STABAT MATER. Y tiene bien marcados estos dos pasos que he anunciado: mirar y meditar:

La Madre piadosa estaba           ¡Oh cuán triste y aflicta

junto a la cruz y lloraba             se vio la madre bendita

mientras el Hijo pendía;            de tantos tormentos llena!

cuya alma, triste y llorosa,        Cuando triste contemplaba

traspasada y dolorosa,              y dolorosa miraba

fiero cuchillo tenía                    del Hijo amado las penas.

Y ¿cuál hombre no llorara,        Por los pecados del mundo

si a la Madre contemplara         vio a Jesús en tan profundo

de Cristo, en tanto dolor?         tormento la dulce Madre.

Y ¿quién no se entristeciera,     Vio morir al Hijo amado,

Madre piadosa, si os viera         que rindió desamparado

sujeta a tanto rigor?                el espíritu a su Padre.

Celebrar y participar en la Eucaristía  lleva consigo primero, como hemos dicho,  mirar y contemplar y meditar la cruz de Cristo, los sentimientos y actitudes de Cristo en  su pasión, muerte y resurrección, que se hacen presentes todos los días en la santa Eucaristía. Todos los días, la celebración de la santa Eucaristía hace que adoremos al Dios Santo y Único, que merece nuestra adoración y obediencia total, aunque nos haga pasar como a Cristo por la pasión y la muerte de nuestro “yo”, para llevarnos a la resurrección de la nueva vida por Él, con Él y en Él, entrando así plenamente en el misterio y proyecto de la Santísima Trinidad. Esta contemplación de la cruz  es el primer paso para poder celebrar la Eucaristía “en espíritu y verdad”, como Él nos lo dijo, cuando nos prometió este misterio.

       Dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina... externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fin de que  ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

       Cristo es la historia humana del Verbo encarnado, como salvación del hombre. El hombre Jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En virtud de su ser ontológico y existencial humano, su vida entera fue adoración existencial y cultual al Padre. Cristo realizó en toda su vida el culto supremo de adoración obedencial al Padre jamás ofrecido por hombre alguno. Con plena disponibilidad, como nos ha dicho la Carta a los Filipenses, estaba totalmente orientado hacia la voluntad del Padre, para cumplirla en adoración y obediencia total en la muerte en cruz.

       Toda su vida la consumió Cristo en obediencia total al Padre:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió”. Él vivió para realizar el proyecto que el Padre le había confiado, y siendo Dios se  hizo nada,“se anonadó”, se hizo criatura, se hizo “siervo” en la misma Encarnación, y toda su vida la vivió pendiente de los intereses del Padre,  por lo que  tuvo que sufrir muchas humillaciones durante su vida para terminar en la plenitud de su existencia, en plena juventud “haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Fue el Padre, no Jesús de Nazareth, el autor del proyecto de salvación:“Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). La Nueva Alianza fue  querida por el Padre y realizada en la sangre del Hijo en adoración obedencial.

       La adoración es una actitud religiosa del hombre frente al Dios grande e infinito, inscrita en el corazón de todo hombre, mediante la cual la criatura se vuelve agradecida hacia su Creador en manifestación de amor y dependencia total de Él: “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mt 4,10).

La adoración ocupa el lugar más alto de la vida, de la oración y del culto. Por eso, esta actitud religiosa es esencial para avanzar en la vida espiritual de unión e identificación con Cristo. En lenguaje bíblico la palabra y el concepto de adoración significa el culto debido a Dios, manifestado a través de ciertas acciones, especialmente  sacrificiales, por las cuales venimos a decir: Dios, Tú eres Dios, yo soy pura criatura, haz de mí lo que quieras.

Por adoración el hombre se ofrece a Dios en un acto de total sumisión y reconocimiento de su grandeza como Ser Supremo y lo significaba con la muerte de animales y ofrendas. El elemento principal de ella es la entrega interior del espíritu a Dios, significada a veces, con gestos externos. La palabra más adecuada para expresar este culto es latría, que significa propiamente este culto rendido solamente a Dios.

11ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS  POR EL ESPÍRITU SANTO EN LA DEBILIDAD DE LA CARNE.

El segundo paso, que sigue a la contemplación del sacrificio de Cristo, es la vivencia en nosotros de esas actitudes y sentimientos del Señor, que  son injertados en nuestra carne y existencia por la gracia sacramental de la celebración eucarística, especialmente, por la sagrada comunión.

Al contemplar la obediencia y los sufrimientos de Cristo, todos decimos: así tenemos  nosotros que  obedecer y amar y adorar al Padre, para cumplir y llevar a cabo el proyecto de amor que tiene sobre cada uno de  nosotros. Pero para esto necesitamos vivir y sufrir como Cristo. Y nosotros no podemos si Dios no nos da esa fuerza. Y esta fuerza y potencia nos la da Cristo por su carne llena de Espíritu  Santo, que nos lleva a sentir y vivir con Él y como Él.       Este segundo aspecto de identificación con los  sentimientos de Cristo crucificado lo refleja muy bien la segunda parte del STABAT MATER:

Hazme contigo llorar                 Virgen de vírgenes santa,

y de veras lastimar                     llore yo con ansias tantas

de sus penas mientras vivo;      que el llanto dulce me sea,

porque acompañar deseo          porque su pasión y muerte

en la cruz, donde le veo,          tenga en mi alma, de suerte

tu corazón compasivo.             que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore Haz que me ampare la muerte

y que en ella viva y more      de Cristo, cuando en tan fuerte

de mi fe y amor indicio               trance vida y alma estén,

porque me inflame y encienda    porque cuando quede en calma

y contigo me defienda                 el cuerpo, vaya mi alma

en el día del juicio.                   a su eterna gloria. Amén.

       La adoración es la suprema manifestación de la reverencia, del amor y del culto debidos al  Dios Supremo. Al ser lo último y más elevado de nuestro culto a Dios, la adoración unifica todos los caminos y todas las miradas y todas  las expresiones, comunitarias o personales,  que llevan  a Dios. La adoración es el último tramo de todos los caminos que conducen hasta Él, sean la Eucaristía, la oración personal o comunitaria, tanto de petición como de alabanza, las mortificaciones, sufrimientos, gozos, los trabajos. La nueva vida de amor y servicio inaugurada por Cristo y presencializada en cada Eucaristía me ayuda, me mete esta vida y este amor dentro de mí, aunque a veces sea con lágrimas y dolor.

       Por eso, toda nuestra vida debe ser un cuerpo y un espíritu, una vida y una sangre que están dispuestas a derramarse por hacer la voluntad del Padre, salvándonos y salvando así a los hermanos, los hombres. Cada Eucaristía me inyecta obediencia al Padre hasta la muerte, hasta la victimación del yo personal, de la soberbia, avaricia, egoísmo...dando muerte al hombre viejo que me empuja a preferirnos a Dios, a preferir nuestra voluntad a la suya:   “así completaré en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”

       Jesús había declarado que la prueba principal de su amor consiste en dar la vida por los que ama: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos.” Éste es el espíritu de caridad que animó el sacrificio de Cristo y se hace ahora presente en cada Eucaristía. Este amor animó toda la vida de Cristo, pero especialmente su pasión, muerte y resurrección y este amor viene a nosotros por la celebración eucarística: “El que me coma vivirá por mí”,(Jn 6,23).

       Esta Salvación por amor es permanente, porque su sacerdocio es eterno en contraposición al del AT Jesús posee un sacerdocio perpetuo y ejerce continuamente su ministerio sacerdotal: “estando siempre vivo para interceder en favor de aquellos que por él se acercan a Dios”. (Hbr 7,25)“Se ofreció de una vez para siempre” ( Hbr 7,8). Y de esta actitud de adoración al Padre nos hace Cristo partícipes en cada Eucaristía. Por ella nosotros también miramos al Padre en total sumisión a su voluntad y esta adoración la vivimos con Cristo sacramentalmente en la Eucaristía y luego existencialmente en nuestra vida. Esta actitud de adoración es fundamental en todo hombre que busca a Dios y Cristo es el mejor camino para llegar hasta el Padre. 

       Al decir “haced esto en memoria mía” el Señor nos quiere indicar a cada participante: acordaos de mi vida entregada al Padre por vosotros desde mi encarnación hasta lo último que ahora hago presente, de mi amor loco y apasionado al Padre y a todos los hombres, mis hermanos, hasta el fin de mis fuerzas y de los tiempos... de mi voz y mis manos emocionadas por el deseo de ser comido y vivir la misma vida... “Cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí...”Sí, Cristo, quiero acordarme ahora y vivir en cada Eucaristía tus mismos sentimientos, amores  y entrega total sin reservas.

EL ESPÍRITU SANTO, FUEGO Y POTENCIA CREADORA  DE LA EUCARISTÍA

Sólo la potencia y la fuerza del Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la Eucaristía, puede transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; sólo la potencia y el fuego de su Amor Personal Trinitario  puede transformar por dentro a los que comen este Cuerpo y esta Sangre; sólo Él puede hacer que nuestra participación sea verdadera y espiritual, según la fuerza y potencia de amor comunicada por Él, la misma  que llevó a Cristo a la obediencia y a la ofrenda total de su vida al Padre por este Amor Personal de Espíritu Santo del Hijo al Padre y del Padre al Hijo, aceptando su ofrenda mediante la resurrección.  Nosotros aquí y en el cielo no podemos entrar  en este amarse infinitamente del Dios Uno y Trino, si no es por la comunicación de su mismo Espíritu.

       Si el Espíritu Santo es el alma y vida y espíritu de Cristo, que realizó el misterio de la Encarnación, formándolo en el seno de la Virgen Madre, no queda lugar a dudas de que ese mismo amor le lleva a Cristo a ofrecerse al Padre en su pasión y muerte, y el mismo Espíritu Santo hace el misterio de la consagración del pan y del vino, y de la transformación en Cristo por ese mismo Espíritu de todos los que comen ese pan y ese vino. Es el Espíritu Santo el que inspira el proyecto del Padre, es el Espíritu Santo el que  mueve a Cristo a ofrecerse en el Consejo Trinitario ante el Padre: “Padre no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”, es el Espíritu Santo el que está presente en su bautismo de iniciación en el ministerio evangélico y le lleva lleno de fuego apostólico, sudoroso y polvoriento, por los caminos de Palestina, el que le movió a Cristo, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo,” a instituir la Eucaristía, llevándole a cumplir la voluntad del Padre, en adoración obedencial total hasta pasar por la pasión y la muerte en cruz, donde le entregó su espíritu al Padre en confianza y seguridad total de que aceptaría su sacrificio por el mismo Espíritu-Amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo resucitándolo de entre los muertos, para que todos tuviéramos vida eterna y fuéramos perdonados por el mismo Espíritu Misericordioso del Padre y del Hijo, que enviaría  porque Él se lo había pedido al Padre, que aceptó su ruego enviándolo en fuego y “verdad completa” en Pentecostés sobre los Apóstoles y la Iglesia, para llevarnos a todos hasta la verdad completa de la fe.  

       En el proyecto del Padre no todo estaba completo con la Encarnación y la pasión, muerte y resurrección del Señor, de hecho, incluso resucitado y viéndolo, los Apóstoles siguieron teniendo miedo; cuando vino el Espíritu Santo se acabaron los miedos y se abrieron todas las puertas y cerrojos y estaban tan convencidos que tenían gozo en dar la vida por Cristo. Sin el Espíritu de Cristo no hay Cristo, no hay Encarnación, no hay Iglesia; sin Espíritu Santo no hay santidad, no hay fuego, no hay “verdad completa”, no hay vivencia ni experiencia de lo que creemos o celebramos; sin Espíritu Santo, sin epíclesis, no hay Eucaristía.

       La Carta a los Hebreos, cuando describe este sacrificio, precisa que Cristo “por un Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14). A este Espíritu Eterno le pertenece hacer llegar al Padre la ofrenda del Hijo. Inspira la ofrenda, la hace nacer en el cuerpo y en el corazón de la Virgen, nuestra  Madre del alma, y ahora en la santa Eucaristía la hace llegar hasta el Padre, porque es el Don y el Amor de Dios en acción permanente. Ciertamente que es Cristo quien se ofrece, quien desea agradar al Padre, quien le obedece y se abandona a su voluntad paterna; es Él quien da la vida por los hombres pero todo esto lo hace por el Espíritu Santo, por Amor  Personal del Padre al Hijo, inspirándole el proyecto salvador, y del Hijo al Padre, aceptándolo y llevándolo a efecto en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida por Dios y por los hermanos.

       Por todo esto el Espíritu Santo desempeña un papel principal en la ofrenda eucarística; sin la invocación y la potencia del Espíritu Santo no hay Eucaristía. Cristo se ofrece ahora de nuevo al Padre, de la misma manera que se ofreció entonces por el mismo Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que presenta al Padre la ofrenda de amor del Hijo. Por Él, invocado en la epíclesis sobre la materia del sacrificio, se  consagra el pan y el vino. El Espíritu Santo es también quien inspira en el corazón de los participantes a Eucaristía las disposiciones de obediencia y amor esenciales para el sacrificio.

Es Él quien suscita en los fieles la identificación con los sentimientos victimales de la oblación de Cristo, porque todo don, como todo amor, se realiza bajo la influencia del Supremo Amor  y Supremo Don. Si San Pablo pudo decir que el Espíritu grita en nuestros corazones: “Abba, Padre” (Rom 8,15), también podemos decir que este Espíritu es quien en la Eucaristía renueva nuestro corazón de hijo y nos hace levantar los ojos y llamar al Padre cuando le ofrecemos nuestra ofrenda, porque sin el Espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

       Por medio del Espíritu Santo, la ofrenda de la Eucaristía entra plenamente en el intercambio de amor con la Santísima Trinidad. Por su medio la Eucaristía introduce a los cristianos en la unidad del Hijo y del Padre. Por medio suyo también se realiza el sacrificio en un nivel divino. Él es quien arrastra a las almas de los fieles hasta la generosidad de Cristo para hacerlas ofrenda agradable al Padre al estar tan identificadas con el Amado por su mismo Amor Personal, que el Padre no ve diferencia entre el Hijo y los hijos en el Hijo.

       Por tanto, el Espíritu Santo es quien diviniza el sacrifico. Él es quien lo <espiritualiza>, Él es quien  tiene que espiritualizar a toda la Iglesia, a los sacerdotes, a los fieles, al pan y al vino, llenándolos de su mismo Amor a toda  la comunidad cristiana reunida para celebrar la Eucaristía, los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús...” (Fil 2,5-11).

12ª  MEDITACIÓN

LA ADORACIÓN AL PADRE

Nuestra adoración a Dios es la que garantiza la pureza de nuestro encuentro con Él y la verdad del culto que le tributamos. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Él, como ante el ser que “es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía”, el hombre vive en la verdad y queda libre de toda sospecha y mentira, porque la vida es el supremo valor que tenemos y entregarla sólo se puede hacer por amor supremo. 

       Este sentido, esta actitud de adoración ante el Dios Grande hace verdadero al hombre, y lo centra y da sentido pleno a su ser y existir: por qué vivo, para qué vivo... reconoce que sólo Dios es Dios y el hombre es criatura. Se libera así de la soberbia de la vida, adoradora del propio <yo>, a quien damos culto idolátrico de la mañana a la noche: “Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por la cual viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía” (Col 3, 5-6).

       Frente al precepto bíblico“Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto”, el hombre de todos los tiempos lleva dentro de sí mismo el instinto de adorarse a sí mismo y  preferirse a Dios. Es la tendencia natural del pecado original. Todos, por el mero hecho de nacer, venimos al mundo con esa tendencia. Podemos decir que cada uno, dentro de sí mismo, lleva un ateo, unas raíces de rebelión contra Dios, que se manifiesta en preferirnos a Dios y darnos culto sobre el culto debido a Dios, que debe ser primero y absoluto.

Mientras la cosas nos van bien, no se rebela, aunque siempre está actuando y no somos muchas veces conscientes. Pero cuando tenemos sufrimientos y cruces, cuando nos visita la enfermedad o el fracaso, nos rebelamos contra Dios: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué a mí? En el fondo siempre nos estamos buscando a nosotros mismos. Por eso, cuando estoy dispuesto a ofrecer el sacrificio de mí mismo en el dolor y sufrimiento, en silencio y sin reflejos de gloria, prefiero a Dios sobre todo, y Él es el bien absoluto y primero. Y esta actitud prueba la verdad de mi fe y amor a Dios sobre todas las cosas.

       Jesús había dicho:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” (Jn 15,13). El sacrificio es una exigencia del amor. El supremo amor es el don de sí mismo, de la propia vida por el amado. El amor que pretendiese sólo la posesión del amado no sería verdadero. Por eso, la culminación del amor se encuentra en el sacrificio de la vida  y el sufrimiento moral, que producen las renuncias más íntimas, forman parte del amor auténtico y Dios es el único que puede solicitar hasta dar la vida.

       Cuando se ofrece una cosa, hay que renunciar a la posesión de la misma. Cuando  se ofrece la propia vida hay que renunciar a la soberanía sobre la propia existencia. Y este desprendimiento se expresa principalmente mediante el gesto cultual del sacrificio. Es la expresión material, visible, de una actitud del alma, por la cual el hombre se ofrece a sí mismo mediante la ofrenda de otra cosa. Para que sea verdadero tiene que partir del amor, hacerlo desde dentro.  Y esto es lo que  nos pide la celebración de la Eucaristía, unirnos al sacrificio de Cristo y hacernos con Él víctimas y ofrendas de suave olor a Dios con los sacrificios que comporta cumplir su voluntad en la relación con Él y con los hermanos.

       El cristiano, que asiste a la Eucaristía, tiene la alegría de saber que el sacrificio ofrecido sobre el altar, llega hasta Dios infaliblemente y obtiene la gracia por medio de Cristo. El Padre quiso que este sacrificio ofrecido una vez sobre el Gólgota mereciese toda la gracia para el hombre y quiere que siga renovándose todos los días sobre el altar bajo la forma ritual y sacramental de la Eucaristía. Gracias a la Eucaristía, la humanidad puede asociarse cada vez más voluntariamente al sacrificio del Salvador ratificando así su compromiso con el sacrifico de Cristo, en nombre de todos, en la cruz y sabiendo que su sacrificio en el de Cristo será siempre aceptado por el Padre.

       En la economía de la Nueva Alianza la adoración de Dios tiene como centro, origen y modelo el misterio pascual  de Cristo, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que por gracia de Dios gustase la muerte por  todos” (Hbr 2,9b), que constituye a su vez el centro del culto y de la vida cristiana. La adoración del Padre, el reconocimiento de su santidad, de su señorío absoluto sobre la propia vida y sobre el mundo, ha sido ciertamente el móvil, la razón propulsora de toda la existencia de Cristo Jesús. Por eso la Eucaristía se convierte en el supremo acto de adoración al Padre por el Espíritu, en la adoración más perfecta, única. En la Eucaristía está el “todo honor y toda gloria” que la Iglesia puede tributar a Dios, y que tiene que pasar  «por Cristo, con Él y en Él».

       La carta a los Hebreos pone en boca del Hijo de Dios,“al entrar en este mundo” las palabras del salmo 40,7-9, en las que Cristo expresa su voluntad de adhesión plena y radical al proyecto del Padre: “No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo... No te han agradado los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces dije: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad, como en el libro está escrito de mí” (Heb.10,5-7).    

Y esta actitud la vivió ya desde el comienzo de su vida apostólica, cuando se retira a la oración y a la soledad del desierto para prepararse a la misión que el Padre le ha confiado; ante el tentador, proclama sin ambages, que sólo Dios es digno de adoración verdadera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a  él sólo darás culto” (Mt.4, 10). Sólo Dios merece adoración[3].

LA OBEDIENCIA AL PADRE

Hemos subrayado que el valor del sacrificio de Cristo no reside en la materialidad de derramar sangre, sino en la  obediencia al Padre, en adoración total, hasta dar la vida, como el Padre ha dispuesto. En el evangelio de Juan encontramos una declaración de Jesús que arroja mucha luz  sobre esta actitud de sumisión a la voluntad del Padre, que inspira toda la Pasión: “Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla y poder tengo para tomarla otra vez; éste es el mandato que he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18). En esta adoración obedencial se realiza el sacrificio del Salvador.

       San Pablo ha expuesto muy concretamente en el himno cristológico de su Carta a los Filipenses, que ya hemos mencionado varias veces, el papel de la obediencia de Cristo Jesús en la Encarnación y Pasión :“Tened en vosotros estos sentimientos de Cristo Jesús...” Este Cristo humillado, despreciado, angustiado hasta la muerte en el Huerto de los Olivos: “sentaos aquí, mientras yo voy a orar... triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí mientras yo voy a orar”,   invocando al Padre, para que le libre de  ese cáliz que está a punto de beber: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero sino como tú quieres...”, por la fuerza de la oración se ha levantado decidido, dispuesto a obedecer y someterse totalmente al proyecto del Padre:“Levantaos, vamos; ya llega el que va a entregarme” (Mt 26,36-40). Cuando se levantó de su postración en el Huerto de los Olivos, el Salvador había renovado su sacrificio al Padre, ofrecido ya en la Cena. En su pasión y muerte no hizo más que cumplir lo que en esta obediencia había prometido y aceptado.

En la santa Eucaristía se hacen presentes todos estos sentimientos de Cristo, en los que nosotros podemos y debemos participar haciéndonos una ofrenda con Él. Los que asisten a Eucaristía deben hacer suyo el sacrificio de Cristo aceptando esta actitud fundamental de obediencia y ofrenda.

       Penetrar en el misterio de la Eucaristía es identificarse totalmente con el misterio de Cristo y someterse sin condiciones y sin reservas a una voluntad que puede conducirnos a la cruz; es aceptar obedecer a Dios hasta el heroísmo, ayudados por su gracia y su fuerza, que nos puede hacer sentir como a Pablo y a tantos santos de la Iglesia: “Me alegro con gozo en mis debilidades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo” “cuando soy más débil, entonces  hago vivir en mí la fuerza de Dios”  “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que amó y se entregó por mí”.

       Unidos a Cristo hacemos el don más completo de nosotros mismos en un verdadero señorío sobre todo nuestro ser y existir. De esta forma, en medio de nuestros sufrimientos y debilidades, terminaremos confiándonos totalmente al Padre: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”;  “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para  mí” (Gal 6,14)... “Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados...” (1Cor 1,23-24).

LA “HORA” DE CRISTO: FIDELIDAD AL PADRE, HASTA LA MUERTE

La fidelidad de toda la vida de Jesús al Padre y a la misión que le ha confiado (cf.Jn.17,4) tiene su momento culminante en la aceptación voluntaria de su pasión y muerte: “para que el mundo conozca que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha ordenado” (Jn.14,30.31).

       En efecto, Cristo no aceptó la muerte de forma pasiva, sino que consintió en ella con plena libertad (cfr Jn.10,17). La muerte para Cristo  es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios y de solidaridad con el hombre. Él tiene conciencia de que el Padre le pide que persevere hasta el extremo en la misión que le ha confiado. Y, como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y  acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

       En este proyecto entraba el que Cristo, a través del sufrimiento, conociese el valor  de la obediencia al Padre. Jesús aprende, pues, la obediencia filial mediante una educación dolorosa: la experiencia de la sumisión al Padre. Con su obediencia, Cristo se opuso a la desobediencia del primer hombre. (Cfr.Rom.5,19) y a la de los israelitas (3,4-7). “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hbr 5,7-8).

       La pasión de Cristo es presentada como una petición, como una ofrenda y como un sacrificio. Estos versículos evocan una ofrenda dramática y nos enseñan que cuando pedimos algo a Dios, si es de verdad, debe ir acompañada de nuestra ofrenda total como en el Cristo de la Pasión:“Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es la misma actitud que, cuando al final de su actividad pública, comprende que ha llegado “su hora”: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre. Y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte.

       “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia...”(Hbr 5,7-8). Estas palabras encierran el misterio más profundo de nuestra redención: Cristo fue escuchado porque aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. “el amor de Dios -escribe Juan- consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3; cfr. Jn 14,5.21). Aquí podemos captar mejor el significado de la Encarnación y la Redención, realizadas por obediencia al proyecto del Padre.

       Cristo, que es Hijo de Dios, no es celoso de su condición filial, al contrario, por amor a nosotros, se pone a nuestra altura humana, para hacerse verdaderamente solidario con nosotros en las pruebas. Vive una situación dramática, que le hace rezar y suplicar con “grandes gritos y lágrimas”. Aquí el autor se refiere a toda la pasión de Cristo, pero especialmente cuando en su agonía reza a su Padre: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26 36-47).

 Esta fidelidad al proyecto del Padre no le resultó fácil a Cristo sino costosa. En el Huerto de los Olivos confiesa el deseo más profundo de toda naturaleza humana: el deseo de no morir y menos de muerte cruel y violenta. En la narración de los Sinópticos: Mt.26,36-47; Mc.14,32-42 y Lc.22,40-45 aparece el profundo conflicto y la profunda lucha que se  produce en Jesús entre el instinto natural de vivir y la obediencia al Padre que le hace pasar por la muerte: “Aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer” (Heb.5,8).

       Humanamente, Jesús no puede comprender su muerte, que parece la negación misma de su obra de instauración del reino de Dios. El rechazo por parte de los hombres, el comportamiento de los mismos discípulos ante su agonía y pasión, sumergen a Cristo en una espantosa soledad; toca con sus propias manos la profundidad del fracaso más absurdo. Sin embargo, incluso ante la oscuridad más desoladora, Jesús sigue repitiendo la oración dirigida al Padre con inmensa angustia:“Padre si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya.” El himno cristológico de Filipenses de 2,6-11 evidencia esta obediencia radical: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

CRISTO LLAMA “SATANÁS” A PEDRO POR QUERERLE ALEJAR DEL PROYECTO DEL PADRE

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te lo ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo  a tí que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar. Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No quiera Dios que esto suceda. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”(Mt 16,16-25).

       En el evangelio que acabamos de leer está muy clara la intención de Mateo: demostrar que Jesús es el Mesías que cumple la voluntad del Padre. Pero su mesianismo no es de poder político, religioso, económico, es una mesianismo de amor y paz y amor entre Dios y los hombres; el reino de Dios que Él ha venido a predicar y realizar es un reino donde Dios debe ser el único Dios de nuestra vida, a quien debemos adorar y someternos con humildad a su voluntad, aunque ésta nos lleva a la muerte del “yo”.

       En el evangelio proclamado, Pedro tiene todavía una visión mesiánica de poder y gloria humana, a pesar de haber escuchado a Cristo hablar de su misión y de cómo la va a realizar en humillación y sufrimientos; de hecho, en la  narración de Marcos, después de la predicción de su partida, el Señor los sorprende hablando de primeros y segundos puestos en el reino, que lleva también a la madre de los Zebedeo a pedir un puesto importante para sus hijos Santiago y Juan.

       De pronto, ante las palabras de Pedro, que quiere  alejar de Cristo esa sospecha de tanto sufrimiento, Jesús tiene una reacción desproporcionada: “aléjate de mí, Satanás…” Como podemos observar, el cambio ha sido radical: Pedro pasa de ser bienaventurado a ser satanás, porque sin ser consciente Pedro ha querido alejar este sufrimiento y humillación, voluntad del Padre para Cristo.

       Nosotros, siguiendo este esquema del evangelista Mateo, vamos a confesar con Pedro: “Cristo,  tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Pero hemos de tener mucho cuidado de no confundir el mesianismo de Jesús con los falsos mesianismo de entonces y de siempre: políticos, temporales, de poder y gloria humana. El Mesías auténtico reina desde la cruz. Para no recibir como Pedro recriminaciones del Señor tengamos siempre en cuenta que para el Señor:

--  Todos los que le confesamos como Mesías, no  debemos  olvidar jamás su misión, si no queremos apartarnos de Él:  “El que quiere venirse conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...” El que quiera vivir su vida, la que le pide su yo, su egoísmo, su soberbia y vanidad, la perderá, pero el que pierda su vida en servir y darse a los demás la ganará.

- En el cristianismo la salvación y la redención pasan por cumplir la voluntad del Padre, como Cristo, pisando sus mismas huellas de dolor y sufrimiento y muerte para llegar a la resurrección y a una vida nueva, muriendo al yo y al pecado.

-- El dinero, el poder y el deseo de triunfo del yo carnal es la mayor tentación para la religión cristiana siempre. Por eso, no hay cristianismo sin cruz, sin muerte del yo que se prefiere a Dios y a su voluntad. 

-- Hay que matar el “ateo”, el “no serviré”, que llevamos todos dentro y que quiere adorarse a sí mismo más que a Dios.

13ª  MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO Y CRISTIANO.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de la Nueva Alianza, que tiene dos dimensiones esenciales: una vertical, hacia Dios, y otra, horizontal, de unión con los hombres. La Eucaristía lleva por tanto  amor a Dios y a los hermanos. El amor de Cristo llega a todos los hombres en la Eucaristía; participar, por tanto,  en verdad de la Eucaristía me lleva a amar a todos como Cristo los ha amado, hasta dar la vida.

       El culto cristiano consiste en transformar la propia vida por la caridad que viene de Dios y que siempre tiene el signo de la cruz de Cristo, esto es, la verticalidad del amor obedencial al Padre y la horizontalidad del amor gratuito a los hombres.“Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual vuestro” (Rom 12,1).

       Es paradójico que el evangelio de Juan que nos habla largamente de la Última Cena no relata la institución de la Eucaristía mientras que todos los sinópticos la describen con detalle. El cuarto evangelio, sin embargo, nos trae ampliamente desarrollada la escena del lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús, cosa que no hacen los otros evangelistas. Lógicamente S. Juan no pretende con esto negar la institución de la Eucaristía, porque era cosa bien conocida ya por la tradición primitiva y por el mismo S. Pablo, pero el cuarto evangelio no tiene la costumbre de repetir aquellos hechos y dichos, que ya son suficientemente conocidos por los otros Evangelios, porque los supone conocidos.

       San Juan había ya hablado largamente de la Eucaristía en el discurso sobre el pan de vida en el capítulo sexto: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (v 51). Por eso no insiste en este argumento en la Ultima Cena y nos narra, sin embargo, el lavatorio de los pies a los discípulos en el lugar que corresponde a la institución del sacramento eucarístico; en el lugar donde todos esperamos leer el relato de su institución, cuando hacemos referencia a la Última Cena, S. Juan nos narra el lavatorio de los pies y el mandato del amor fraterno. No cabe duda de que el evangelista Juan lo hizo conscientemente, porque ha tenido un motivo y pretende un fin determinado.

       La opinión de varios comentaristas modernos, desde el protestante francés Cullmann, hasta el anglicano Dodd, pasando por el católico P. Tillar y otros actuales es que el cuarto evangelio supone la institución de la Eucaristía y pasa a describirnos más específica y concretamente el fruto y finalidad y espíritu de la Eucaristía: la caridad fraterna. La hipótesis es interesante.

Todos sabemos que S. Juan es el evangelista místico, que, junto con S. Pablo, tiene experiencia y vivencia de los misterios de Cristo y más que los hechos y dichos externos nos quiere transmitir el espíritu y la interioridad de Cristo y la vivencia de sus misterios. Dios es amor y al amor se llega mejor y más profundamente por el fuego que por el conocimiento teórico y frío, porque éste se queda en el exterior pero el otro entra dentro y lo vive.

A Cristo como a su evangelio no se les comprende hasta que no se viven. Y esto es lo que hace el evangelista Juan: vive la Eucaristía y descubre que es amor extremo a Dios y a los hermanos. A través del lavatorio de los pies, podemos descubrir que para Juan, el efecto verdadero y propio de la Eucaristía, aunque no explícitamente expresado por él, pero que podemos intuir en la narración de este hecho, es hacer ver y comprender la actitud de humildad y humillación de Jesús, su entrega total de amor y caridad y servicio, realizados en la Eucaristía y que son también  simbolizados y repetidos en el lavatorio de los pies a los discípulos.

       Por lo tanto, las palabras referidas por los sinópticos: “Este es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí”, vendrían interpretadas y comentadas por estas otras palabras de Juan: “Os he dado ejemplo; haced lo que yo he hecho”. El amor fraterno es la gracia que la Eucaristía, memorial de la inmolación de Cristo por amor extremo a nosotros, debe dar y producir en nosotros.

Y por eso el sentido de este ejemplo que Cristo ha querido dar a sus discípulos en la escena del lavatorio de los pies encuentra el comentario explícito y concreto a seguidas del hecho, donde nos da el mandamiento nuevo del amor como Él nos ha amado: “Un precepto nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros” (Jn 13,34-35); “Éste es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 1413).

       ¿Por qué llama Jesús nuevo a este mandamiento? ¿No estaba ya mandado y era un deber el amor fraterno en el seno del judaísmo? En verdad la clave de la explicación, el elemento específico que hace del amor un precepto nuevo, se encuentra en las palabras “como yo os he amado”, en clara e implícita referencia a la institución de la Eucaristia.

Todo el capítulo trece de S. Juan pone explícitamente la vida y la muerte de Jesús bajo el signo de su amor extremo a los hombres cumpliendo el proyecto del Padre. Y así es como comienza el capítulo: “Antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…”

Como Jesús, también nosotros, debemos mantener siempre unidas estas dos dimensiones del amor, si queremos vivir de verdad la Nueva Alianza. Celebrar la Eucaristía es tener los mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega de Cristo a Dios y a los hombres, que Él hace presentes y vive en cada celebración eucarística, porque se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8) en este misterio. Jesús quiere meterlos dentro de nuestro espíritu por su mismo Espíritu,  invocado en la epíclesis sobre el pan y sobre la Iglesia y la asamblea, para que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria III).

       Esta misma doctrina, con diversos matices, vuelve Juan a proponernos en su primera Carta, bella y profunda. En algunos puntos completa su evangelio. En efecto, ella invita al cristiano a quitar de sí todo pecado, especialmente contra el amor fraterno, y vivir en conformidad con la voluntad de Dios a ejemplo del Maestro: a hacer lo que Él y como Él lo ha hecho: hay que dar la vida por los hermanos: “en esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; también nosotros tenemos que dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,13).

Aunque la carta no trata aquí directamente de un amor martirial, nos pide una entrega de amor que tiende de suyo a la entrega total de sí mismo. Y en este mismo sentido el texto más explícito y significativo es el siguiente: “Pero el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1Jn 2,5-6).

       Por la Eucaristía Cristo viene a nosotros, nos une a Él a sus sentimientos y actitudes, entre los cuales la caridad perfecta a Dios y a los hermanos es el principal y motor de toda su vida:  “Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado”, “Os he dado ejemplo, haced vosotros lo mismo”; Ahora bien, “quien permanece en él..,” quien está unido a Él, quien celebra la Eucaristía con Él, quien come su Cuerpo, come también su corazón, su amor, su entrega, sus mismos sentimientos de misericordia y perdón, su reaccionar siempre amando ante las ofensas... “debe andar como Él anduvo”.

       La primera dimensión es esencial: recibimos el amor que procede del Padre a través del corazón de Cristo, y, como dice S Juan, no podemos amar a Dios y a los hermanos si Dios no nos hace partícipe de su Amor Personal, Espíritu Santo: no podemos amar si primero Dios no nos ama: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados...” (1Jn 4,10)). Y así lo afirma en su evangelio: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).De aquí deriva el amor a los hermanos, el don y el servicio total de uno mismo a los hermanos, sin buscar recompensas, amando gratuitamente, como sólo Dios puede amar y nos ama y nosotros tenemos que aprender a amar en y por la Eucaristía.

       En la Eucaristía se hace presente la cruz de Cristo con ambas dimensiones, vertical y horizontal, en que fue clavado y por la que fuimos salvados. La vertical la vivió Cristo en una docilidad filial y total al Padre; la horizontal, en apertura completa a todos los hombres, aunque sean pecadores o indignos. En el centro de la cruz, para unir estas dos dimensiones está el corazón de Jesús traspasado por la lanza del amor crucificado.

 El fuego divino, que transformó esta muerte en sacrificio de alianza no ha sido otra cosa que el fuego de la caridad, el fuego del Espíritu Santo. Lo afirma S. Pablo en su carta a los Efesios: “Cristo nos ha amado (con amor de Espíritu Santo)y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios” (Ef 5,2). Y lo recalca la Carta a los Hebreos: “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros ...santifica a los inmundos...¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo como víctima sin defecto limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo! (Hbr 9, 13-14)

       Dice S. Agustín que el sacrificio sobre el altar de piedra va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en la Eucaristía demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda obra buena, en todo consejo bueno, en todos los esfuerzos por amar al hermano como Cristo; así es cómo la Eucaristía es alimento de mi vida personal, así es como Cristo quiere que el amor a Él y a los hermanos, la Eucaristía y la vida , el culto y servicio a Dios y el servicio a los hombres estén estrechamente unidos.

       La  Eucaristía acabará como signo cuando retorne Cristo para consumar la Pascua Gloriosa en un encuentro ya consumado y definitivo y bienaventurado de Dios con los hombres, que ha de progresar en profundidad y anchura toda la eternidad. Por eso en la Eucaristía la Iglesia mira siempre al futuro consumado, a la escatología, al final bienaventurado de todo y de todos en  el Amor de Dios Uno y Trino que nos llega en cada Eucaristía por el Hijo, Cristo Glorioso, que se hace presente  bajo los velos de los signos.

       Quisiera terminar este tema con el pasaje conclusivo de la carta a los Hebreos, que abundantemente venimos comentando: “El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,20-21).

       El autor pide que el Dios de la paz, el Dios de la alianza realice en nosotros lo que le agrada, lo que nos hace perfectos en el amor, que nos ha de venir necesariamente de Él. En la antigua alianza Dios prescribía lo que había que hacer mediante una ley externa. Pero eso fracasó. Ahora quiere inscribirla en el corazón de los hombres mediante su Espíritu: “Yo pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón...” (Jer 31,31-33). Y esto lo hace por Jesucristo Eucaristía, por su cuerpo comido y su sangre derramada  en amor de Espíritu Santo. 

       Sin el Espíritu de Cristo, si el Amor de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo, no podemos amar a los hermanos como Cristo, no podemos perdonar, no podemos cooperar a la salvación y la redención de los hombres: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15,4-5).

       Acojamos esta acción de Dios en nosotros por Jesucristo con amor y gratitud. Nosotros terminamos con el himno de alabanza dirigido a Dios por el autor de la carta a los Hebreos: “Por Él (Cristo)ofrezcamos de continuo a Dios un sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre....” “por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Hbr 13,15.21). Hagamos también nosotros nuestra ofrenda de alabanza al Padre por la Eucaristía, por medio de Cristo,  para  gloria  de  Dios y  salvación de los  hombres nuestros  hermanos.

14ª MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA NOS ENSEÑA  Y EMPUJA  AL  PERDÓN DE NUESTROS  ENEMIGOS

S. Juan ha puesto de manifiesto hasta qué punto el amor del Padre se ha manifestado en la cruz del Cristo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó)a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”. Y Pablo nos dice igualmente que Dios nos revela su Amor Personal, Amor de Espíritu Santo, a través de la muerte en cruz del Hijo Amado, que nos manifiesta su amor, muriendo por nosotros, que no éramos gratos a Él, sino pecadores: “Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Pues Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, a su tiempo murió por unos impíos. Porque a duras penas morirá uno por un justo, pues por el bueno uno se anime a morir. Más acredita Dios su amor para con nosotros, en que siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).El Padre nos muestra su amor entregando su Hijo a la muerte por nosotros y el Hijo nos revela su amor total y apasionado, dando su vida por nosotros, con amor extremo.

       Jesús ha sido el primero en poner en práctica este amor a los enemigos, impuesto a sus discípulos como mandamiento. En el Calvario manifiesta los sentimientos de indulgencia y perdón que quería tener para con sus adversarios. Pide al Padre misericordia para ellos e incluso fue la última petición que hizo a su Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Bajo este perdón expresamente declarado en favor de los que le daban muerte, había un amor más fundamental por todos a los que el pecado les convertía en enemigos de Dios, y que ahora recibían el abrazo del Padre por la Nueva Alianza sellada en su sangre: “Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

       Desde entonces, la Eucaristía, al hacer presente todos los hechos y dichos salvadores de Cristo, se presenta ante todos los participantes como un ejemplo de amor y perdón de los enemigos que nos invita a todos los cristianos a conformarnos y unirnos a los sentimientos de Cristo. La ofrenda de Cristo sobre el altar  es la expresión de un amor al prójimo que supera todas la barreras y diferencias, que sobrepasa cualquier hostilidad, que substituye la venganza por la piedad y que responde a las ofensas con una bondad mayor. Muestra que la caridad divina perdona siempre y exige del cristiano una caridad semejante: que reaccione ante las ofensas no odiando sino perdonando y amando siempre, llegando así hasta el amor a los enemigos con la fuerza de Cristo que ayuda nuestra debilidad. 

       El maestro había ya formulado la exigencia de caridad contenida en toda ofrenda:“Si cuando presentas tu ofrenda junto al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a presentar tu ofrenda” Mt 5,23-24). Estas palabras nos muestran las disposiciones que debe tener un cristiano cuando asiste consciente a Eucaristía. La disposición de caridad es por tanto condición impuesta por Dios para que la ofrenda le sea grata. En este ambiente de caridad fue instituida la Eucaristía y en este ambiente debe ser celebrada siempre y continuada con nuestra vida y testimonio en la calle y en la relación con los hombres “para que den gloria a vuestro Padre del cielo...”, Aen esto conocerán que sois discípulos míos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. San Juan no narra la institución de la Eucaristía, según algunos autores, porque el lavatorio de los pies y el precepto del amor mutuo expresan los efectos de la misma:“Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y  Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho... Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13, 12-14;17).

       La Eucaristía renueva esta dimensión del amor y tiende a ensanchar el corazón de los cristianos según las dimensiones del corazón del Padre y del Hijo. Así la Eucaristía es el lugar del amor a los pecadores, a los que nos odian, a los que nos hacen mal, porque el Padre y el Hijo lo hicieron por el amor del Espíritu Santo y lo renuevan en cada Eucaristía en la ofrenda sacrificial del Hijo aceptada por el Padre.

EL PADRE ME AMÓ MÁS EN LA SEGUNDA CREACIÓN POR EL HIJO MUERTO Y RESUCITADO

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”(1Jn 4,10).

Si existo, es que Dios me ama. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él,  en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3).

Si existo, es que Dios  me ha preferidoa millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido... Yo he sido preferido, tú has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Qué bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3).

Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano ¡Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado». (G. Marcel).

Si existo, yo valgo mucho, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre, valórate! Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad. Dios  crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

       Por eso, con qué respeto, con qué cariño tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

       Desde aquí se comprende mejor lo que valemos: Jesucristo, su persona y su palabra y su pasión y muerte y resurrección son los signos claros de lo que yo valgo para el Padre y para Cristo, de lo que el Padre y el Hijo me aman.

Si existo, es que estoy llamado a ser feliz, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fin del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14,2-4). “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

       Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn.4, 9-10).

15ª  MEDITACIÓN

 “Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”

En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados,  es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí” (Gal 2,19-20). 

       S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que  creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, por eso, el “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado, no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

       Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que...(traicionó)”  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y Cristo la dio por todos nosotros.

       Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad, entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

       Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os  amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza.

Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

       Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre me pregunto lo mismo: por qué, Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los dice antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

       Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre. Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección.

Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“Siendo Dios… se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado...”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  sólo amor...

       Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no se va a conmover ante el amor tan “lastimado” de Dios, de mi Cristo... tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así... no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Ti.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

       Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, siempre que viene a mi mente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que S. Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”. Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente sólo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz...”

Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él...  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo.. No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido… Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Ti... Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu hijo amado en el que tenías todas tus complacencias...

       Qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: “Me amó y se entregó por mí”; “No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

       Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor... Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

        Dios mío, no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto, Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serías infinitamente feliz? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? ¿Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Ti; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo comprendo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mí, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a S. Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a “desvariar”.

       Señor, dime qué soy yo para ti, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos:  “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres…se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre…toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

       Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te diste totalmente a Él y lo abrazaste y te  empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada. 

Señor, si Tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mis cargos y honores... solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi  corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso... hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.   

16ª MEDITACIÓN

LOS SACERDOTES SOMOS RESPONSABLES DE ETERNIDADES

       Hermano sacerdote, cuánto vale un hombre, cuánto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos, amén.

        Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros, sacerdotes, que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación trascendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana.

 Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

       Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros hermanos, olvidando su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y hasta un trozo de pan para buscarnos y salvarnos:“¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

       Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y nos envió por el mundo como prolongación sacramental de su persona y salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por ti y por mí y por todos los hombres.

Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que son para principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.“Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

       Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: “llevar las almas a Dios”, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

       La Iglesia tiene también dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión.

Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado... les acompañarán estos signos... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15).

       Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es su misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo). Gloria sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

       Dios me ama..., me ama..., me ama... y qué me importan entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de TODO, que es Él.

       Me gustaría terminar con unas palabras de S. Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: «Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo.

Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en Ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa.  Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

       «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis? ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

       Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

       «Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (Can B 28). Y comenta así esta canción S. Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algopor fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios»(Can 28, 3).

       Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos necesitados de tu salvación.

17ª  MEDITACIÓN

FINES DE LA EUCARISTÍA: “HACED ESTO EN MEMORIA MÍA”

Los fines y frutos de la Eucaristía son los mismos que Cristo obtuvo al dar su vida por nosotros en su pasión, muerte y resurrección: Adorar al Padre en obediencia total, dándole gracias por todos los beneficios de la Salvación de los hombres obtenidos por su sacrificio y aceptados por la resurrección del Hijo: fín eucarístico-latréutico-impetratorio-propiciatorio.

Lógicamente estos fines y los sentimientos y actitudes se entremezclan entre sí y se complementan. Ni qué decir tiene que si estos son los deseos y súplicas e intenciones de Cristo, también deben ser los nuestros al celebrar la Eucaristía y eso son los llamados frutos y fines de la Eucaristía: dar gracias y adorar al Padre por el sacrificio de su Hijo, ofrecernos y elevar nuestras peticiones de perdón y salvación por todos los hombres y pedir a Dios en Jesucristo por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo, de vivos y difuntos y el perdón de nuestros pecados:“Haced esto en memoria de mí”.

LA EUCARISTÍA: ACCIÓN DE GRACIAS

Este sentimiento litúrgico, hecho personal y sacerdotal, es tan fuerte en la celebración de la Eucaristía que ha pasado a ser uno de los nombres empleados para designarla, como nos dice el Catecismo de la Iglesia. Los evangelios sinópticos, lo mismo que Pablo, nos cuentan que antes de consagrar el pan, Jesús lo “bendijo” (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc22,19), y al consagrar el vino “dio gracias”. La bendición se pronunciaba sobre los alimentos con una fórmula de reconocimiento y alabanza  dirigida a Dios. Así se hacía en el pueblo judío.

       Nosotros, en la Eucaristía, damos con Cristo gracias al Padre porque aceptó el sacrificio de su Hijo como memorial de la Nueva y Eterna Alianza, celebrada en la Última Cena, y nos concedió por ella todos los dones y gracias de la Salvación. Esta acción de gracias está especialmente expresada en la liturgia de la Eucaristía por el prefacio y la PLEGARIA EUCARÍSTICA, parte esencial de la misma. Damos gracias al Padre por la acogida de la salvación de su Hijo, que se ofreció en muerte en cruz por sus hermanos los hombres y porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él”. No debiéramos olvidarlo nunca, para ser más agradecidos con este Padre tan bueno, que nos creó y nos recreó en el Hijo, y agradecer también a este Hijo, el Amado, que dio su vida por nosotros. 

       Dice el Catecismo de la Iglesia: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la  muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por sus beneficios...

La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptadoen Él»   (1359-1361).

       Cuando la Iglesia renueva sobre el altar la Cena del Señor, quiere hacerlo en contexto pascual, participando en los  sentimientos de adoración y acción de gracias al Padre por todos los beneficios del sacrificio del Hijo. Esta acción de gracias no sólo se expresa por las palabras de Jesús sino sobre todo por su vida, que se ofrece totalmente y es aceptada por el Padre por la resurrección.

       Por eso, el homenaje de gratitud se traduce en una ofrenda completa de sí mismo. Cristo se entrega a sí mismo para agradecer al Padre su proyecto salvador. Igual tenemos que ofrecernos nosotros al Padre,  dando gracias con palabras y con obras, con nuestra persona y vida, que son aceptadas siempre, porque en el Hijo ya hemos sido aceptados por el Padre. Celebrando la Eucaristía,  agradecidos, damos gracias de todo corazón al Padre, “por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”. 

LA EUCARISTÍA, OFRENDA PROPICIATORIA

El Concilio de Trento definió el valor propiciatorio de la Eucaristía contra los Reformadores que sostenían sólo el valor de alabanza y acción de gracias. Cristo, obedeciendo al proyecto del Padre, quiso hacer con su vida y con su muerte una Alianza nueva, que consiguiendo el perdón de todos los pecados, cuya hondura y gravedad sólo Él conocía, instaurase la paz y la unión definitiva entre Dios y los hombres. Con esta obediencia de Cristo quedan borradas y destruidas todas las desobediencia de Adán y de la humanidad entera y el Padre retira su condena, porque Cristo ha pagado el precio. Es la Redención objetiva en la cruz que tenemos que hacer nuestra por la Eucaristía, abriéndonos a su amor. El hombre, ayudado por el amor de Dios, debe cooperar a destruir el pecado en su vida y en la de los hermanos.

       En la consagración del vino el sacerdote menciona expresamente la sangre de Cristo “que será derramada para el perdón de los pecados”. El  mismo Jesús, según lo que nos dice el Evangelio de Mateo, anuncia en la Cena que el fin de su sacrificio era obtener el perdón de los pecados  para toda la humanidad. Cuando antes dice que el Hijo del hombre había venido para “dar su vida en rescate por muchos”, expresa el mismo aspecto del sacrificio. Por el sacrificio de la cruz, Cristo se entregó para libertarnos de la esclavitud del pecado.

       Es verdad que el pecado continúa haciendo estragos en el seno de la humanidad, esclavizando a las almas. “Todo aquel que comete el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34)). El pecado oscurece la inteligencia y la subordina a egoísmos; debilita la voluntad haciéndola esclava de pasiones degradantes; endurece el corazón atándole y haciéndole incapaz de amar. El pecador es menos hombre después de su pecado, es menos dueño de sí mismo y se siente encadenado a satisfacciones, a placeres que le seducen y le envilecen.

 Al comenzar la santa Eucaristía, tanto el sacerdote que celebra la Eucaristía como los fieles que participan tenemos conciencia de nuestras obras, pensamientos y acciones manchadas; por eso comenzamos pidiendo perdón. Por eso nos unimos a Cristo en la celebración de la Eucaristía en la que Él pide y se ofrece por los pecados del mundo y cuando comulgamos, participamos en el perdón de Dios comiendo la carne “del Cordero que quita el pecado del mundo”. Todos estamos llamados a hacernos ofrenda con Cristo por los pecados de los hermanos.

       San Pablo dice que Cristo “desposeyó de su poder a los Principados y a las Potestades, y los entregó como espectáculo al mundo, poniéndoles en su cortejo triunfal” (Col 1,15). La Eucaristía renueva esta victoria. Es lo que había anunciado Jesús ya antes de su Pasión: “Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí todas las cosas” (Jn 12,32).

       Por grande que sea el poder del pecado en el mundo, la Eucaristía es la fuerza infinita del amor y perdón de Dios. El sacrificio del amor de Cristo sobrepasa infinitamente las cobardías y maldades y egoísmos de nuestros pecados y de la humanidad. Cuando sufrimos en nosotros mismos el pecado y la debilidad de la carne y la soberbia de la vida y el orgullo que se rebela, la santa Eucaristía es un refugio seguro y una medicina que nos cura todas estas maldades y heridas. Para cada uno de nosotros Cristo sigue siendo “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” .El calvario es la cima de la Alianza: nos une y restablece siempre la amistad con Dios. Por eso es la fuente del perdón y de la misericordia y de toda gracia que nos llegan por los demás sacramentos.

VALOR  IMPETRATORIO DE LA EUCARISTÍA

La santa Eucaristía, «al ser fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia», al ser la fuente y el origen de toda gracia divina, se convierte por sí misma en el camino principal y esencial de toda gracia que viene de Dios a nosotros, porque el camino es Cristo. La Eucaristía es el medio más rápido y eficaz para obtener gracias: al poner ante los ojos del Padre celestial el sacrificio del Calvario, al ver al Amado ofrecer su vida por todos en obediencia a Él, lo predispone a la benevolencia más completa.

 Ninguna oración de súplica puede obtener un abogado y un defensor más poderoso y unas motivaciones más fuertes. Por eso, la santa Eucaristía es la mejor oración y ofrenda para obtener de Dios todo don y beneficio: es la mejor plegaria para pedir y obtener gracia y favores ante Dios.

       La causa de su valor propiciatorio es el amor infinito del Hijo al Padre manifestado en el sacrificio de su vida y del Padre al Hijo aceptándolo con amor infinito por ser el sacrificio del Amado, por el cual nos lo concede todo por la Nueva y Eterna Alianza de amistad en su sangre derramada. La Eucaristía es la oración más poderosa y el medio más eficaz para pedir y obtener toda gracia para vivos y difuntos, porque el Padre no puede resistirse a la súplica del Hijo, a su generosa ofrenda.

El mismo Cristo fue quien quiso que se lo pidiéramos todo al Padre por medio de Él: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo” (Jn 1624).

POR LOS VIVOS

A la Eucaristía se le ha reconocido desde siempre su valor impetratorio por los vivos y sus necesidades. De hecho siempre hubo Eucaristías de petición de gracias, las  “témporas”, por las cosechas, por el perdón, por la paz... Sin embargo, no puede decirse que todos los cristianos lo tengan en la conveniente estima.

Aparte de las Eucaristías que encargan celebrar por sus difuntos, muchos no se preocupan de confiar a la Eucaristía, por encima de sus propias peticiones,  las intenciones a las que conceden mayor importancia, tanto personales como familiares: pedir por el aumento de la fe personal o en los hijos, la paz entre las familias desunidas, por conseguir un mayor amor a Dios, para que sus hijos vuelvan al seno de la Iglesia, por la catequesis o grupos, por la unión de los matrimonios, por la salud de los enfermos, deprimidos, perseguidos..., conscientes de que Cristo puede, con su amor y ofrenda filial, obtener todo lo que nosotros no podemos obtener, 

       Todas nuestras inquietudes y preocupaciones se las podemos confiar a Cristo que se ofrece en el altar. Él nos ama y nos quiere ayudar porque somos sus amigos.“No hay mayor amigo que el que da la vida por los amigos”. Él da su vida por nosotros, por nuestras intenciones, gozos, problemas, inquietudes espirituales y materiales.

       Y por encima de todas necesidades personales, siempre tenemos que pedirle por la Iglesia, por la  extensión del Reino de Dios, como Él nos enseñó en el Padre nuestro. Esta es siempre la intención primera de Cristo en la Eucaristía, porque este es el proyecto del Padre, para esto se encarnó y murió, para que todos los hombres entren dentro de la Alianza y consigan los fines de su Encarnación y redención que la Eucaristía hace presente.

POR LOS DIFUNTOS

Y si la Iglesia reconoció el valor impetratorio y propiciatorio de la Eucaristía aplicada por los pecados y necesidades de los humanos, más presente estuvo siempre el sufragio por los difuntos, que se remonta al siglo II. Y la razón y el motivo siempre es el mismo: porque es Cristo el que las presenta y se ofrece Él mismo, expresamente, por los pecados de todos, vivos y difuntos. Cuando ofrecemos una Eucaristía por un difunto determinado se ofrecen por él especialmente los méritos de Cristo para disminución de la pena que padece por sus pecados.

Tenemos que decir que los difuntos del Purgatorio ya están salvados, pero necesitan purificarse totalmente de las  consecuencias de haberse preferido a sí mismo a Dios y las secuelas que esto ha tenido en la vida de los demás a los que hemos servido de escándalo y mal ejemplo para sus vidas.

 Nosotros tenemos la certeza de que las Eucaristías ofrecidas por ellos les ayudan a conseguir la plena identificación con Cristo muerto y resucitado y entrar así en gozo de la Stma. Trinidad. Si no conseguimos  aquí abajo la purgación plena de nuestro egoísmo, como ocurre en los santos, el purgatorio nos limpiará de toda impureza con fuego de Espíritu Santo. Y cuando el difunto por el que ofrecemos la Eucaristía ha conseguido la salvación, los frutos se aplican a otros difuntos, hasta que toda la Iglesia sea la esposa del Cordero.   

       No olvidemos que la Eucaristía hace presente la muerte y resurrección del Señor. Cristo es “o Kurios” sentado con pleno poder a la derecha del Padre. Tiene poder en el cielo y en la tierra, en este mundo y en la eternidad, porque nos hace presentes los bienes últimos, escatológicos. Por eso nosotros confiamos totalmente en Él y sabemos que su amor y su redención no terminan hasta que hayamos conseguido entrar plenamente en el Reino de Dios, en el Amor del Dios Uno y Trino.

       Independientemente del sufragio ofrecido por un difunto concreto, la Iglesia reza en la Eucaristía por todos los difuntos. Todas las almas del Purgatorio forman la comunidad purgante, que se beneficia en cada Eucaristía de la ofrenda expiatoria e impetratoria de Jesús sobre el altar, y de la oración y ofrenda de la Iglesia peregrina.

La Eucaristía es prenda de la gloria futura. Imprime a la Iglesia una tensión escatológica.

El pan y el vino eucarísticos están transidos del poder de la resurrección que empieza a obrar ya en nosotros: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día…el que coma de este pan vivirá para siempre” 326. A su vez, la Eucaristía es alimento del Pueblo peregrino327. Es fuente de esperanza activa y comprometida con la historia concreta.

El Concilio Vaticano II, tras indicar que la actividad humana encuentra su perfección en el misterio pascual y que es preciso entregarse al servicio temporal de los hombres, concluye: “El Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial” 328.

La comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía y así poder recorrer la historia con Cristo en su paso hacia el Padre. La Eucaristía es fuente de reconciliación y nos da fuerza para ir en busca de los ausentes.

18ª  MEDITACIÓN

SIN DOMINGO NO HAY CRISTIANISMO

Queridos hermanos sacerdotes: El título completo que puse a una Hoja Parroquial hace más de cincuenta años fue este: Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía y luego lo cambié: sin misa de domingo no hay cristianismo y expuse las razones que todos sabéis, porque este tema es frecuente en mis homilías y que paso a exponer un poco porque la Eucaristía dominical es para el pueblo cristiano la profesión de su fe y la celebración de su salvación.

       Por eso, disfruté mucho leyendo la Carta Apostólica que publicó el Papa Juan Pablo II sobre el DOMINGO: «DIES DOMINI». Yo hice un resumen breve para homilías y otro, pastoral y más amplio, para temas de los grupos parroquiales. Tomaré de ambos, pero antes quisiera decir lo que escribí en aquella Hoja Parroquial, tal cual, para que no pierda frescura.

       Sin domingo no hay cristianismo. El Domingo  nace de la Pascua. La Pascua es la Resurrección del Señor: fundamento de nuestra fe. El Domingo es la Pascua  semanal. La importancia que tiene el Triduo Pascual, -Jueves Santo, Viernes Santo y Pascua- en relación con el año litúrgico, la tiene el Domingo en relación al resto de la semana.

El domingo de Pascua de Resurrección es el primer domingo del año, la fiesta que da origen a todos los domingos y a todas las fiestas, el día más grande de la  historia, que recordamos y celebramos todos los domingos del año. Mirad cómo lo expresa el Vaticano II:<<La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día en que es llamado con razón «día del Señor, o domingo».

       <<En este día los fieles deben reunirse a fín de que escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden  la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1P.1,3)>>.

       Por esto, “ …el domingo es la fiesta primordial que debe    presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo  que sea también el día de alegría y de liberación del  trabajo... puesto que el domingo es el fundamento y el   núcleo del año litúrgico” (SC.106).

Aquí, en este texto, está toda la teología y espiritualidad del domingo. Jesús resucitó “el día primero de la semana”, esto es, el día siguiente al sábado, según el calendario judío; ese   día, por ser el más importante de su vida, se le llamó «día del Señor», en latín <dominica>, en español, domingo: ese es el día en que el Señor resucitó y celebró la Eucaristía con sus  discípulos, llenos de miedo, para animarles y fortalecerle en la fe.

A los ocho días volvió a aparecerse y celebró la Eucaristía y así varios domingos. Después subió al cielo y los Apóstoles y los cristianos siguieron llamándolo “día del Señor,” y celebrando la Eucaristía, como lo había hecho el Señor; y desde entonces celebramos la Eucaristía en el domingo: «Día en que Cristo resucitó y nos hizo partícipe de su resurrección», como rezamos en la Plegaria Eucarística II.

Es el Señor quién instituyó el domingo, no la Iglesia, y es Él quien quiere que todos sus discípulos nos reunamos en torno a Él para celebrar su pasión, muerte y resurrección mediante la Eucaristía, para hacer Iglesia, alimentar nuestras vidas con su presencia, con su palabra y con el pan de la vida eterna y dar las gracias y alabanzas y bendiciones a Dios por todas estas maravillas.

       La Eucaristía del domingo es el corazón de la Iglesia, es el cristianismo condensado, es Cristo compendiando en una acción sagrada toda su vida entregada y todos sus hechos salvadores, manifestando así su amor misericordioso a los hombres, por la sangre derramada y por su cuerpo entregado, aceptados por el Padre resucitándolo y poniéndole a su derecha en el cielo.

El domingo es la manifestación semanal, la parusía sacramental del mismo Jesús que se encarnó en el seno de María Virgen por el poder del Espíritu Santo, recorrió los caminos de Palestina predicando el reino de Dios y que con su pasión, muerte y resurrección se hace presente en cada Eucaristía, especialmente el domingo  renuevando el pacto y la alianza nueva y eterna de amor y de perdón del Padre Dios en favor de todos los hombres, liberándonos de todos nuestros pecados y esclavitudes y guiándonos con la palabra de la verdad.

       No debieran olvidar todo esto los que dicen ser católicos pero no practican su fe viviendo el domingo, porque su incoherencia e ignorancia quedaría superada si leyeran los evangelios y encontraran a Jesucristo resucitado celebrar la Eucaristía  con los apóstoles en su manifestación en el primer día de pascua, en el domingo primera de la historia, llamado así precisamente por esto. Creer es celebrar y dar gracias por la fe en el Resucitado, en el Viviente. Nosotros seguimos esta tradición santa, entregada por el Señor a los Apóstoles, reuniéndose en las casas y celebrando la Eucaristía cada ocho días. Y así, desde ellos, ha llegado hasta nosotros. Quien no celebra la Eucaristía el domingo no sabe de qué va el cristianismo, no es ni hace iglesia de Cristo.

       Y luego seguía en esta hoja parroquial haciendo una referencia a los padres de niños de primera comunión, que piden el sacramento para sus hijos: Si tú pides el sacramento de la Eucaristía para tu hijo, debes entrar primero en tu corazón con honradez y ver si tienes fe en la Eucaristía, en Jesucristo presente y celebrante principal del sacramento que pides y si tú vives tu fe cristiana participando todos los domingos en la asamblea Santa del Señor, donde Él parte para todos el pan de la palabra y de la Eucaristía, entonces puedes con honradez pedir este sacramento.

       Si vosotros, queridos padres, no tuvierais esta fe y esta práctica, estoy seguro de que podéis ser personas buenas y honradas, pero no podéis pedir un sacramento, la Eucaristía, la primera comunión de vuestro hijo, sencillamente porque no creéis en ella y no la celebráis cada domingo y no debes iniciar a tu hijo en una forma de vivir el cristianismo, el amor a Cristo, que no es coherente y que le llevará a un cristianismo sociológico, vacío y muerto. La experiencia demuestra que será la primera comunión del hijo y la última, porque al no venir y practicar sus padres ellos les imitarán.

LA MISA DEL DOMINGO Y LOS PADRES DE PRIMERA COMUNIÓN:

En una de mis hojas parroquiales, refiriéndome a la misa obligatoria de los niños todos los domingos, hacía una referencia a los padres de niños de primera comunión, que piden el sacramento para sus hijos: Si tú pides el sacramento de la Eucaristía para tu hijo, debes entrar primero en tu corazón con honradez y ver si tienes fe en la Eucaristía, en Jesucristo presente y celebrante principal del sacramento que pides y si tú vives tu fe cristiana participando todos los domingos en la asamblea Santa del Señor, donde Él parte para todos el pan de la palabra y de la Eucaristía, entonces puedes con honradez pedir este sacramento.

       Si vosotros, queridos padres, no tuvierais esta fe y esta práctica, estoy seguro de que podéis ser personas buenas y honradas, pero no podéis pedir un sacramento, la Eucaristía, la primera comunión de vuestro hijo, sencillamente porque no creéis en ella y no la celebráis cada domingo y no debes iniciar a tu hijo en una forma de vivir el cristianismo, el amor a Cristo, que no es coherente y que le llevará a un cristianismo sociológico, vacío y muerto. La experiencia demuestra que será la primera comunión del hijo y la última, porque al no venir y practicar sus padres ellos les imitarán.

Si tú entregas a tu hijo a la parroquia para que le forme y prepare para la Primera Comunión, si vosotros, padres, no fueseis buscando sólo o principalmente la fiesta en lo que tiene de social y externo, los regalos, los banquetes... como si fuera una boda, si cuando tú llevas a tu hijo a la parroquia fueras buscando lo que debe ser, que tu hijo conozca y ame más a Jesucristo, especialmente en este sacramento, cosa que a veces ni lo buscáis ni pensáis siquiera.... entonces comprenderíais que la mejor catequesis y preparación es la Eucaristía del domingo para vosotros y para vuestros hijos. Ya sabéis lo que hago repetir continuamente a vuestros hijos: «si tenemos padres cristianos, no necesitamos ni curas...» y esto es lo que está fallando ahora en las familias: los padres cristianos.

       Si un niño no ve rezar a sus padres, no los ve arrodillarse, no los ve en la iglesia los domingo en la Eucaristía, como su padre es el que más le quiere y desea para él lo mejor: el yudo, el inglés, el deporte, el ordenador... eso sí se lo busca y lo encuentra para él…, entonces, por lógica, la Eucaristía será abandonada en cuanto haga la Primera Comunión, por estas otras cosas más interesantes... que su padre practica.  Por eso, a los niños, desde el primer día de catequesis, les hago repetir y les explico una segunda afirmación que todos repiten muchas veces durante el año: «sin Eucaristía de domingo, no hay primera comunión», porque así lo hago en mi parroquia, de forma que los que no quieren o se van a los campos o fines de semana fuera... en mi parroquia no puedo prepararlos para un encuentro con el Señor que todos los domingos desprecian.  De aquí la tercera afirmación que repiten en Eucaristías y catequesis: «hacer la primera comunión es ser amigos de Jesús para siempre».La primera comunión no es un día, no es una fiesta, es el comienzo de una fiesta, de una amistad que debe durar toda la vida.

       Estas actitudes y comportamientos de los padres contrarios a la auténtica vida cristiana se convierten en un drama amargo y triste para los niños y para los sacerdotes, que tienen que educarlos en la verdadera fe de la Iglesia y por deber y conciencia deben exigir a los niños la Eucaristía del domingo como la mejor y principal forma de prepararse consciente y válidamente para la primera comunión.          

       El drama viene cuando los padres no practican ni quieren convertirse a la fe verdadera. Es la esquizofrenia: ¿como estar instruyendo a tu hijo en el misterio eucarístico, cómo decirle que Cristo es el Señor resucitado, el Dios infinito que nos ama y ha muerto por nosotros, para que tengamos vida buena y cristiana y para eso viene cada domingo y celebra la Eucaristía, alimentándonos con el evangelio y el pan de vida, para el cual se está preparando, y que Jesús le espera cada domingo y lo siente mucho si no está en Eucaristía con los otros niños para enseñarle cómo lo tienen que recibir y celebrar el día de su primera comunión ¿Cómo decirles que la Eucaristía del domingo es lo más grande de la Iglesia, lo que nos hace cristianos, discípulos y amigos de Jesús, nos hace su Iglesia, es el corazón de este cuerpo que somos todos, el centro y culmen y alimento de toda la vida cristiana y luego ve que sus padres no van a Eucaristía? ¿Cómo decirle al niño que estos dos o cuatro años de catequesis son para poder participar luego, como persona adulta para la Iglesia, en la Eucaristía de cada domingo que es el culmen y el centro de toda la vida cristiana y que sin Eucaristía de domingo no hay cristianismo si está viendo que sus padres no van a la Eucaristía los domingos? Repito: es la esquizofrenia religiosa, el desquiciamiento de toda su vida religiosa y el vacío de su vida cristiana. Así está la Iglesia en algunas épocas de su historia.

       “Eso no es comer la cena del Señor”habría que decir con S. Pablo. No se quejen luego de los regalos y de los trajes, porque esta forma de celebrar la Eucaristía es otro traje más llamativo, hecho a medida del consumismo de la fe. ¿Qué hacer? Pues lo que hizo Jesucristo, venir cada domingo y sentarse a la mesa con los que creen en Él y no se inventan una fe y un cristianismo a su medida consumista, y celebrar su muerte y resurrección, -su pascua-,  y en esta pascua ir poco a poco pasando a todos sus discípulos de la muerte a la vida nueva, del pecado a la gracia. Y como Jesucristo lo hizo y es el autor y garante de nuestra fe y de todos los sacramentos, no quiere cristianos sin domingo ni domingos  sin Eucaristía.

Así lo quiere Cristo: “Haced esto en memoria mía”; así lo sabemos y debemos predicarlo los sacerdotes y catequistas enviados para introducir en el misterio a los más pequeños del Reino, así debieran practicarlo los padres que piden el sacramento de la Eucaristía para sus hijos: «culmen y fuente de toda la vida cristiana»; ya me diréis qué vida cristiana en unos padres que no van a Eucaristía y en unos niños, que precisamente cuando se les está educando para el gran misterio de nuestra fe, ya están viendo y oyendo a sus padres que no hace falta ir a Eucaristía los domingos, que  harán la primera y última Comunión, y tan contentos sus padres con el consentimiento de  algunos hermanos sacerdotes que lo consienten...

 Sin Eucaristía de domingo todo lo demás es perder tiempo y traicionar el evangelio. Y el exigirlo es cooperar a que la Iglesia sea lo que Cristo quiere y para lo cual la instituyó y se encarnó y murió y resucitó. Que luego los niños y niñas dejan de venir a Eucaristía, porque sólo nos quedamos con aquellos cuyos padres practican, pues lo lamentamos y seguiremos rezando y trabajando en esta línea, pero serán menos, ya que algunos padres se van reenganchado y vuelven a la práctica dominical, y de todas formas habremos cumplido nuestra misión y el Señor hará lo que nosotros no podemos: hay que hacer lo que se pueda y lo que no, se compra hecho, esto es, se reza, se pide con lágrimas y todos los días ante el Señor por estos niños y por estos padres.

        He hablado de los niños y niñas de Primera Comunión y de sus padres y madres, porque las razones y los motivos son los mismos para todos los creyentes. Lo especifico más en ellos, para que se vea el origen, ya desde el principio, de la falta de estima por la Eucaristía en los cristianos, precisamente en el momento de iniciarse para el gran sacramento. Quiero terminar este apartado con un texto de Juan Pablo II en la carta que paso a exponer a continuación: «La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad... A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Eucaristía dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Eucaristía, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto”.

19ª  MEDITACIÓN

2º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL

PRIMERA MEDITACIÓN

LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA NUEVA PASCUA Y NUEVA ALIANZA EN CRISTO

Jesucristo es Dios hecho hombre, es la Revelación del Misterio de Dios en carne como la nuestra, es la realización del proyecto del Dios Trino en el Hijo, nacido de mujer por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, que es una encarnación continuada, es el resumen de todo este misterio de Dios revelado en Jesucristo, es el compendio sacramental de todo el misterio de Cristo y de la Historia de la Salvación.

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia: «La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama: Eucaristía, porque es acción de gracias a Dios... Banquete del Señor, porque se trata la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión... Fracción del pan… Asamblea eucarística... Memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo, Santo Sacrificio... Santa y divina liturgia... Comunión... Santa Eucaristía...» (1328-1332).

       El misterio redentor de Cristo, inaugurado en el seno de la Virgen y manifestado plenamente en la cruz, penetra toda la historia y consagra la humanidad de una generación a otra. Verdaderamente la Pascua de Jesús es un hecho  histórico de eficacia perenne: cada vez que celebramos la Eucaristía  obtenemos la gracia de la redención que brota de la muerte y resurrección del Señor hasta que vuelva. De hecho, da testimonio de que Dios está con nosotros, que para nosotros y para todos: «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, sigue ofreciéndose a la humanidad como fuente de gracia divina» (Prefacio II de Navidad).

       El misterio pascual nace en el corazón del Padre, que envía a su Hijo hecho obediente hasta la muerte y es resucitado por el Espíritu para nuestra justificación: la Eucaristía es obra de toda la Trinidad. La Eucaristía es la  Nueva Pascua instituida por Jesús en la Última Cena como memorial de su pasión, muerte y resurrección y dejada como memorial a su Iglesia: «Por eso, Señor, nosotros tus  siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (Plegaria I).

       La Pascua cristiana tiene su anticipo e imagen en la pascua hebrea. Es en el Antiguo Testamento, como hemos dicho, donde encontramos figuras y hechos, que la hacen más comprensible y que sirven de anticipo y marco al misterio eucarístico instituido por Cristo. MAX THURIAN[4] nos dirá, «que la Eucaristía sólo puede comprenderse en su significado profundo, si se la explica por la tradición litúrgica del Antiguo Testamento. Si se interpretase la comida eucarística, como un acto nuevo y totalmente independiente, no llegaríamos a sus raíces más profundas».

       Esto se comprueba cuando uno se adentra en el mundo espiritual propio del Nuevo Testamento. Toda la vida de Cristo, todos sus dichos y hechos salvadores no se pueden comprender en profundidad si se desconoce el mundo y los hechos salvadores del Antiguo Testamento. La irrupción del reinado de Dios en esta tierra abarca indisolublemente los dos mundos tan distintos al exterior como son el del Viejo y el del Nuevo Testamento.

Por eso, toda la tradición apostólica, patrística y eclesial ha relacionado siempre la Eucaristía con figuras e instituciones del Antiguo Testamento: Pascua, Alianza, Memorial... y ésta es la razón por la que comenzamos nuestra exposición con el estudio breve de estas tres realidades veterotestamentarias que le dan pié y fundamento, aunque superadas lógicamente por la realidad misma de la Eucaristía. 

       Nosotros queremos explicar fundamentalmente la santa Eucaristía tal como fue instituida por Cristo en la Última Cena, esto es, como Nueva Pascua y Nueva Alianza; así la realizó el Señor y así nos mandó celebrarla en su nombre y así la ha celebrado siempre la Iglesia, como memorial de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza en Cristo. Y los haremos este estudio desde una mirada y una teología eminentemente bíblica y espiritual.

Lo hago convencido de la importancia que la espiritualidad tiene para la comprensión de la verdad teológicamente estudiada, no sólo para su vivencia. «La Iglesia se ha sentido siempre apasionada por una Eucaristía comprendida, y su búsqueda, que prosigue desde hace siglos, no acabará mañana, ya que por muy penetrante que sea el pensamiento humano, no abarcará jamás la amplitud de este misterio»[5]. Para explicar mejor la Eucaristía como Pascua del Señor, podemos hacernos tres preguntas:

 Qué significó para el pueblo judío la Pascua y su celebración.

 Qué significó para Jesucristo.

 Qué debe significar para nosotros.

ANTIGUO TESTAMENTO: PASCUA HEBREA

EL SACRIFICIO Y LA CENA DEL CORDERO PASCUAL

La pascua hebrea, como acontecimiento histórico, comprende la noche de la cena del cordero y la salida de la esclavitud de Egipto, el paso por el Mar Rojo, la travesía del desierto, la Alianza en la falda del Monte Sinaí, el banquete sacrificial....La pascua judía, iniciada con la cena del cordero pascual y continuada con hechos extraordinarios como el maná, el agua viva brotada de la roca... es la institución veterotestamentaria que arroja más sentido y comprensión sobre el contenido, las palabras y los gestos de Cristo en la Última Cena.

        La pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto y de los hechos que la acompañaron. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel, en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo cumpliendo las promesas de Abrahán, para establecer con ellos una alianza que sellará su existencia como pueblo elegido.

       “Yahvé dijo a Moisés y a Arón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año… Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres… Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto… Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación: será una fiesta a perpetuidad”  (Ex.12,1-14).

       Los Padres de la Iglesia se preguntaban qué sangre tan  preciosa veía el Padre Dios en los dinteles de las puertas de los judíos para mandar a su ángel no castigarlos. Y respondían: «Veía la sangre de Cristo, veía la Eucaristía». 

En uno de los primeros textos pascuales de la Iglesia leemos estas palabras: «¡Oh misterio nuevo e inexpresable! La inmolación del cordero se convierte en salvación de Israel, la muerte del cordero en vida del pueblo y la sangre atemorizó al ángel. Respóndeme, ¿oh ángel, qué fue lo que te llenó de temor? Está claro: tú has visto el misterio del Señor cumpliéndose en el cordero, la vida del Señor en la inmolación del cordero, la figura del Señor en la muerte del cordero y por esto no has castigado a Israel»[6]. Y el PSEUDO HIPÓLITO exclama: «¿Cuál será la fuerza de la realidad cuando la simple figura de ella era causa de salvación?»[7]. Para los Padres y para la Iglesia está claro que desde la noche del éxodo Dios contemplaba ya la Eucaristía y pensaba en darnos el verdadero Cordero Salvador:“Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá plaga exterminadora...” (Ex.12,13).

             Todo esto lo cree y lo reza la liturgia de la Iglesia en uno de sus prefacios pascuales, con mayor expresividad en su versión latina: «...pascha nostrum inmolatus est Christus: qui oblatione sui corporis, antiqua sacrificia in crucis  veritate perfecit, et seipsum pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare y agnus exhibuit... «Cristo, nuestra pascua, (cordero pascual) ha sido inmolado. Porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».

NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO, NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

Entramos ya en el Nuevo Testamento. La Eucaristía es una maravilla que podría parecer increíble si no estuviera garantizada por la transmisión fiel de los evangelios y de Pablo. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico. Y lo primero será comprobar ciertamente que Cristo instituyó la Eucaristía en un contexto pascual, es más, la mayoría de los autores avalan que lo hizo en el marco de la cena pascual judía.

       Ateniéndonos a los sinópticos, Jesús celebró la Última Cena“el primer día de los Ázimos”, la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Sin embargo, según el evangelio de Juan (Jn.13, 1. 29; 18, 28), Jesús muere el día 14, pues ese día los corderos eran inmolados en el templo y, puesto el sol, se comía la cena pascual. Según S. Juan, Jesús adelantó la cena veinticuatro horas y los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 13 al 14. Lógicamente se han dado intentos de armonización entre los sinópticos y Juan, pero no podemos detenernos mucho tiempo en este aspecto. En lo que no hay duda ni discusión alguna es que la última cena se celebró en un marco y contexto pascuales. Es más, para los sinópticos es totalmente cierto que la Última Cena fue la cena pascual judía y que en ella Cristo instituyó la Eucaristía. “El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” (Mc.14,12).

       Los días de los panes sin levadura eran siete y el primero empezaba la tarde del día 14. En aquella tarde, entre la hora 15 y la puesta del sol, debía de sacrificarse el cordero en el templo (Mt.26,17). Las expresiones de Jesús: “preparar la pascua” “comer la pascua” lo confirman: “¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”  (Mc.14,14).  Mateo subraya que las directrices del Maestro se siguieron fielmente: “Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua”  ( Mt.26,19).  No sólo el término usado «pascua» indica indudablemente la cena pascual, sino el cuidado particular, con que Jesús da las instrucciones, confirma la naturaleza pascual de la comida, corroborada por el mismo testimonio de Jesús: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer...”(Lc.22,15).

       Hay además una convergencia de detalles en la misma celebración de la cena que avalan esta afirmación explícita de los evangelios. JOAQUÍN JEREMÍAS lo demuestra con una incomparable finura de análisis y con una irrefutable abundancia de pruebas, que sólo un especialista puede elaborar gracias a su meticulosa precisión, a veces demasiado sutil, y a su extraordinario conocimiento de fuentes rabínicas. He aquí un resumen:

-- Se menciona que la Última Cena tuvo lugar en Jerusalén y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a. C. había dejado de ser una fiesta doméstica para convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén.

-- Se utiliza un local prestado (Mc.14,13-15), según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales.

-- Jesús come en esta ocasión con los Doce; la celebración de la pascua exigía la presencia, al menos, de diez personas.

-- Tiene lugar al atardecer y recostados sobre la mesa, como se hacía en aquel tiempo, y no sentados.

-- El hecho de que Jesús parta el pan durante la cena, “mientras comían” Mc.14,18-22),  es significativo,  pues en una comida ordinaria se partía al principio.

-- El vino rojo era el propio de la cena pascual.

-- El himno que se canta (Mc.14,26;Mt.26,30) era el himno Hallel, que se recitaba en la cena pascual.

-- Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte integrante del rito pascual.

-- Al añadir el tema del memorial:“Haced esto en memoria mía”, especifica que la cena se celebraba en el ambiente pascual, y el Maestro se ha servido de él para instituir el nuevo rito como memorial de su sacrificio[8]. No hay que maravillarse, por tanto, de que ya en el siglo IV, Efrén el Sirio, aludiendo a las notas de la cena pascual de Cristo, entonara esta bienaventuranza: “Dichosa eres tú, oh noche última, porque en ti se ha cumplido la noche de Egipto. El Señor nuestro en ti ha comido la pequeña pascua y se convierte el mismo en la gran Pascua... He aquí la pascua que pasa y la Pascua que no pasa. He aquí la figura y he aquí su cumplimiento” (Himnos sobre  los ázimos)[9].

Para comprender mejor la institución de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo dentro de la pascua judía podríamos añadir el paralelismo entre los ritos de la pascua hebrea y los gestos de Jesús en esta noche:

-- El banquete se iniciaba con la bendición inicial: se llenaba el primer cáliz y, sobre él, el padre de familia, o el más anciano del grupo, recitaba la bendición o alabanza a Dios por la fiesta y todos bebían.

-- Después de lavarse las manos, se traían las hierbas o lechugas amargas y se mezclaban en la salsa. Se comía una parte. Entonces se traía el cordero con el pan ázimo, pero no se comía.

-- Se llenaba la segunda copa de vino y se explicaba el simbolismo de los alimentos: el cordero recordaba la liberación de Egipto; los ázimos, la prisa de la salida; las hierbas amargas, la amargura de Egipto.  Después se cantaba

la primera parte de Hallel (Salmo 112-113,8). Entonces todos  bebían.

-- Se lavaban de nuevo las manos y el padre de familia tomaba el pan y lo bendecía, lo partía y daba un trozo a cada uno de los presentes.

-- Después se comía el cordero con el pan ázimo y ya no se tomaba más alimento. Se lavaban de nuevo las manos.

-- Se llenaba luego la tercera copa, llamada de la bendición porque el padre recitaba la bendición sobre ella y se bebía.

-- Se llegaba así a la cuarta copa y se recitaba la segunda parte del Hallel (113,118). Se bebe esta copa y terminaba la cena pascual.

Este rito pascual fue seguido por Jesús en la Última Cena, como luego veremos. Y todo esto se hace presente en cada Eucaristía y Jesús “se recuerda” para la Stma. Trinidad, para Él y para nosotros, haciéndolo presente. Así es como Jesucristo, proyecto salvador de los hombres, sale del Padre por el Espíritu Santo y en la Eucaristía, vuelve a Él, como proyecto final escatológico logrado por el mismo Espíritu en el Hijo-hombre, y en ella y por ella participamos de la única e irreversible devolución del hombre y del  mundo al Padre, que Él, el Hijo eterno y, al mismo tiempo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre. Por eso, la Eucaristía es Cristo entero y completo, el evangelio entero y completo, la fe cristiana entera y completa. Nada del misterio de Cristo queda fuera de la Eucaristía. Ni siquiera el misterio de Dios Trino y Uno manifestado por el Padre enviando al Hijo movido por el Espíritu Santo, unión de la Trinidad y Eucaristía.

He hablado de la Eucaristía en la medida en que he podido captarla y expresarla como creyente, no sólo como teólogo. Hay otra forma mucho mejor de presentar la Eucaristía: es la que el sacerdote hace sencillamente cuando eleva el pan consagrado y el cáliz a la vista de la asamblea y solicita de ella la fe: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!» Y hay una manera mejor de acogerla: es la que practicamos cuando respondemos al sacerdote en la misma fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!»

       Quiero terminar esta sencilla lección teológica haciendo uso de la inclusión semítica en la que para subrayar la importancia de una afirmación, se repite al final del discurso: Hermanos y amigos: ¡Realmente grande es el misterio de nuestra fe!

¡QUÉ BELLEZA TAN GRANDE SER Y EXISTIR EN CRISTO, ÚNICO SACERDOTE DEL ALTÍSIMO!

       Queridos amigos:

       ¡Qué gozo ser sacerdote de Cristo! ¡Qué gozo saber que el Padre  nos soñó y nos creó para ser sacerdotes “in laudem gloriae eius”, para  alabanza de su gloria, en el Hijo amado y encarnado, Sacerdote Único del Altísimo, para una eternidad de felicidad pontifical con Él, como puentes entre el cielo y  la tierra, para llevar los dones y la gracia de Dios a los hombres y  llevar el amor y agradecimiento de los hombres hasta Dios,  en el mismo ser y existir sacerdotal del Hijo ya triunfante y glorioso, “Cordero degollado ante el trono de Dios”!

       ¡Qué gozo ser prolongación en el tiempo y en la eternidad, ante el trono del Padre, aclamado por los ancianos y los santos, del Hijo que, viendo al Padre entristecido por el pecado de Adán que nos impedía ser hijos y herederos de su misma felicidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”; y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos los hombres las puertas de la eternidad y felicidad con Dios, y fue consagrado y ungido  Sacerdote del Altísimo “por obra del Espíritu Santo” en el seno de María, Madre sacerdotal de Cristo, y nos escogió a nosotros para vivir y existir y actuar siempre en Él y como Él, para hacernos en Él y con Él canales de gracia y salvación para los hombres y de amistad y amor divino por ese mismo Beso y Abrazo de Espíritu Santo en la Trinidad Divina!

       ¡Que gozo más grande haber sido elegido, preferido entre millones de hombres para ser y existir en Él, porque Él pronunció mi nombre con amor divino de Espíritu Santo y en el día de mi ordenación sacerdotal me besó, me ungió, me consagró con su mismo Espíritu, Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y me unió y me identificó con su ser y existir sacerdotal por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, y se encarnó en mí y yo le presté mi humanidad para que siguiera amando, perdonando, consagrando, ya que Él resucitado y celeste, está fuera ya del tiempo y del espacio y necesita la humanidad supletoria de otros hombres para seguir salvando a nuestros hermanos, los hombres! El sacerdote es otro Cristo.

       ¡Qué gozo ser otro Cristo, presencia sacramental de Cristo, prolongación de su ser y existir sacerdotal, poseer su «exousia», poder actuar «in persona Christi», ser prolongación sacramental de su Salvación!

       Soy otro Cristo, sí, es verdad, humanidad prestada, corazón y vida prestada para siempre, pies y manos prestadas eternamente, también en el cielo, y lo quiero ser y me esforzaré de tal forma ya en la tierra, que el Padre no encuentre diferencias entre el Hijo y los hijos, entre el Hijo Sacerdote y los hijos sacerdotes.

       Quiero ser, como Él, un cheque de salvación eterna para mis hermanos los hombres firmado por el Padre en el mismo y Único Sacerdote, nacido de mi hermosa nazarena, Virgen bella, madre sacerdotal, María, Cristo Jesús, que rompió el cheque de la deuda que teníamos contraída desde nuestros primeros padres.

       En el sacramento del Orden, por la unción de Amor del Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos une a Jesucristo,  Único Sacerdote del Altísimo,  identificándonos en su mismo ser y existir sacerdotal, hasta tal punto que el Padre acepta nuestro sacrificio eucarístico, como realmente es, esto es, ofrecido por su Sacerdote Único identificado con los hijos sacerdotes y elegidos sacerdotes por el mismo Padre, que se siente complacido totalmente por este sacrificio porque no ve diferencias entre Cristo y los otros «cristos» que le han prestado su humanidad para que sea Él quien pueda seguir salvando, ya que es el único sacerdote, el único pontífice, con el cual nos identificamos, el único puente entre lo humano y lo divino, por donde nos vienen todos los bienes de la Salvación a los hombres, y por donde suben todas nuestras súplicas y alabanzas al Padre.

20ª MEDITACIÓN

MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”.

QUERIDOS HERMANOS SACERDOTES, hemos visto cómo la Iglesia hace la Eucaristía, pero también cómo la Eucaristía hace la Iglesia. Allí donde está la Eucaristía, allí está la Iglesia. Ahora bien, enseñaba Juan Pablo II, “si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia”. Al ser la Virgen el miembro humano más excelso de la Iglesia, es obvio que se puede hablar de ella como mujer “eucarística”.

En la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, Juan Pablo II, al hablar de la Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, incluyó entre los misterios de luz la “institución de la Eucaristía”. María puede guiarnos en la contemplación del rostro eucarístico de Cristo, porque tiene una relación muy estrecha con él:

“A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto a los Apóstoles, ‘concordes en la oración’ (cfr.Hech.1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, ‘asiduos en la fracción del pan’ (Hech.2,42)”.

A) MARÍA, MUJER EUCARÍSTICA EN TODAS LAS DIMENSIONES DE SU VIDA 

La relación de María con la Eucaristía se puede mostrar indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística en toda su vida. La Eucaristía es misterio de fe que supera totalmente la luz de nuestro entendimiento. Es necesaria la luz de la fe. María puede ser apoyo y guía en toda actitud creyente.

 En efecto, “María es la ‘Virgen oyente’, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina”. Ante la propuesta del Arcángel, la Virgen responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La Iglesia desde el día de la institución de la Eucaristía no dejó de cumplir el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras nos recuerdan aquellas de la Virgen que nos invitan a obedecer a su Hijo sin titubeos:“Haced lo que Él os diga”.

Juan Pablo II comentaba la relación entre ambas expresiones con estas palabras: “Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: ‘no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida”. A lo largo de su vida, la Virgen vivió una permanente actitud eucarística, incluso antes de la institución de este sacramento. En primer lugar “por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios”.

Con timidez humilde, pero con fe confiada, la Virgen pronuncia su “Sí». La Virgen nos muestra en su “Sí» un corazón generosamente obediente. La morada de un pecho casto se hace de repente templo de Dios. En la “comunión” de María gestante, Jesús vive en Ella día y noche durante nueve meses. Así pues, “María concibió en la encarnación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y de su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” . La Virgen “no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres”.

 Hemos de seguir las huellas de la fe de María: una fe generosa que se abre a la Palabra de Dios y que acoge la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.

En este sentido existe una notable analogía entre el “fiat” pronunciado por María en las palabras del ángel y el “amén” que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor 216. Después de su “fiat”, María sintió que el Verbo se hizo carne en su seno. Llena de Dios se pone en camino para visitar y ayudar a su parienta, Isabel. De esta forma se convierte en el Arca de la nueva Alianza.

Es la primera Custodia que preside la primera procesión del Corpus Christi. Juan Pablo II nos ofrecía un comentario de tinte eucarístico del encuentro de María con Isabel: “Cuando en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en ‘tabernáculo’ –el primer ‘tabernáculo’ de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como ‘irradiando’ su luz a través de los ojos y la voz de María”.

Más tarde, María al contemplar embelesada el rostro de su Hijo recién nacido, se convierte en modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística. María durante toda su vida hace suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. En la presentación del niño Jesús en el templo, Simeón y Ana representan a todas las gentes expectantes que salen al encuentro del Salvador. Jesús es reconocido como “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también como “signo de contradicción”

Precisamente la espada de dolor predicha a María, su Madre, profetiza otra oblación perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación a todos los pueblos. El anciano Simeón se dirige a María con estas palabras: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. Y a ti misma una espada te atravesará el alma”.

 En estos términos se describe la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo de Dios cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor. María ha de vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre. La profecía de Simeón se va cumpliendo y “María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la pasión”.

Las palabras de la institución de la Eucaristía “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros” tienen un eco especial en el corazón de María, pues “aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno!”.

En la Eucaristía Jesús se nos da como “Pan de vida” en la comunión. Este momento de la celebración eucarística tuvo en la vida de la Virgen una intensidad especial y única: “Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz”.

                                             ÍNDICE

1º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL SOBRE LA SANTA MISA………  ………5

PRIMERA MEDITACIÓN:LA EUCARISTÍA COMO MISA-SACRIFICIO…………28

2ª MEDITACIÓN: LA PARTICIPACIÓN EN LA SANTA MISA…………………..…32

3ª MEDITACIÓN:LA EUCARISTÍA CENTRO Y CULMEN DE  VIDA…………..41

4ª MEDITACIÓN: LA ESPIRITUALIDAD DE LA EUCARISTÍA……………………….45

5ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO DE CRISTO Y DEL SACERDOTE……………………………………………………………………………………………….48

6ª MEDITACIÓN: LA MISA Y EL SACERDOTE…………………..……………..……….53

7ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA……….……………...…….58

8ª MEDITACIÓN EL SACRIFICIO DE LA EUCARISTÍA ES LA

ÚLTIMA CENA......................................................…………………….…….61

9ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA HACE PRESENTE TODO

EL MISTERIO SALVADOR ………………………………………………………………………….65

10ª MEDITACIÓN: LA  EUCARISTÍA NOS LLENA DE LA GRACIA CRISTO.68

11ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA ES FUERZA Y SABIDURÍA DE DIOS

EN CARNE DÉBIL………………………………………………………………………………………70

12ª  MEDITACIÓN: LA ADORACIÓN AL PADRE………………………….………..74

13ª  MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA, FUENTE DEL AMOR FRATERNO……..81

14ª MEDITACIÓN: LA EUCARISTÍA NOS PIDE PERDONAR A  ENEMIGOS.85

15ª  MEDITACIÓN: “Y NOS ENVIÓ A SU HIJO…”………………………,,,………… 89

16ª MEDITACIÓN: EL SACERDOTE, RESPONSABLE DE ETERNIDADES..94

17ª  MEDITACIÓN: FINES DE LA EUCARISTÍA: “HACED ESTO…”………..98

18ª  MEDITACIÓN SIN DOMINGO NO HAY CRISTIANISMO……,………...104

19ª  2º RETIRO ESPIRITUAL SACERDOTAL ……………………………………………109

20ª MEDITACIÓN: MARÍA, MUJER “EUCARÍSTICA”…………….………………..117

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

DEDICO ESTE LIBRO A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y también a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio Eucarístico y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a  los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza Dios Trinidad.   

Parroquia de San Pedro.- Plasencia.- 1966-2018

PRÓLOGO

LA EUCARISTÍA COMO PASIÓN

Hayformulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.

Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.

A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.

En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.

Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misteriofontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.

Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos. Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.

Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia.

ADVERTENCIA

Las homilías y meditaciones de este libro están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio  siempre es el mismo para todos.

Por este motivo y otras razones me ha parecido oportuno publicarlo entero y completo, como lo editó hace años  EDIBESA.


[1] Santa Teresa, Camino, cap 35

[2] Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/Syr.182,55) (EE. 17).

[3] Cfr. CONCEPCIÓN GONZÁLEZ, La adoración eucarística,  Madrid, 1990

[4] MAX THURIAN, La Eucaristía, Memorial del Señor, Salamanca 1967  p.28.

[5] Cfr.  DURRWELL F.X, La Eucaristía, Sacramento Pascual, pg.11).

[6]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, ibidem, Ps. Hipólito, sobre la Pascua, 3; Sch.27, p. 121) 

[7]A. HAMMAN Y F. QUERÉ-JAULMES, El misterio de la Pascua, Melitón de Sardes, homilía de Pascua, 31.; Sch 123, p. 76.

[8] JOAQUÍN JEREMÍAS, o. c.  pg. 42-64.

[9]Cfr  U. NERI, o. c. p.90.

 

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