SACERDOS II. APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL. LA ORACION PERSONAL EN LA VIDA SACERDOTAL

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

A  JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a los hombres en todos los Sagrarios de la  Iglesia Y A TODOS MIS HERMANOS SACERDOTES, presencias sacramentales de Cristo con su misma entrega total al Padre y a los hombres, sus hermanos.

 Fotografía de portada: Juan Pablo II, en la ordenación sacerdotal que  presidió en Valencia, el 8 de noviembre de 1982

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

SACERDOS/2

APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

ORACIÓN, ESPIRITUALIDAD Y VOCACIONES  SACERDOTALES

2ª EDICIÓN

AÑO SACERDOTAL 2009-2010

 

©   EDIBESA

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      Tel. 91 345 19 92 – Fax: 91 350 50 99

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      ISBN: 84-8407-605-9

      Depósito Legal: CC-33-2006

      Impreso en España por Gráficas Romero, S.L.

      Jaraíz de la Vera (Cáceres)

PRÓLOGO

A principios del siglo XX, el Cardenal Mercier, entonces recién nombrado Arzobispo de Malinas (1908), sorprendió a toda la Diócesis invitando a los presbíteros a unos prolongados ejercicios espirituales dirigidos por él mismo. Más de cuatrocientos sacerdotes se congregaron durante cinco semanas para escuchar la voz de su Pastor y disponerse enardecidos a trabajar en su misión pastoral.

Se repitió esta experiencia varias veces a lo largo de su ministerio episcopal en aquella señera Iglesia de Bélgica, incluso en el verano de 1917, en plena guerra mundial. Rodeados por la miseria de todo tipo, el Pastor congregó a sus sacerdotes para infundir en ellos el aliento evangélico que los pudiera confortar, después de tantos dolores y angustias, y poder reconstruir en ellos a las comunidades de fieles destruidas por el horror, el caos y la muerte. Bien sabía él que para renovar al pueblo de Dios debía comenzar por sus pastores. Así lo manifiesta él en el hermoso libro La vida interior. Llamamiento a las almas sacerdotales. El Cardenal Mercier, como voz del Espíritu, ofrecía su gesto paterno y su palabra esperanzadora para revitalizar el corazón espiritual de sus hijos sacerdotes, y en ellos, el corazón espiritual de todos sus fieles.

A principios del siglo XXI, aparece la voz de otro pastor, —con minúsculas—, pero no por eso menos importante y audaz. Me refiero al sacerdote y amigo Gonzalo Aparicio Sánchez, que desde la cátedra de su ministerio parroquial en Plasencia y la prolífica publicación de sus libros retoma el testigo de los grandes padres sacerdotales para reavivar las ascuas espirituales de los actuales presbíteros. Quien le conoce sabe que su mirada y deseo están fijos en el Señor; su pensamiento y palabra en los sacerdotes. Continúa, por tanto, con su tesón la corriente multisecular de la Iglesia que llama a la conciencia de los sacerdotes para no olvidar nunca la gracia recibida en la ordenación; cuidar paternalmente de su ministerio afectado, claro está, por el caminar histórico y la entrega encarnada; e insiste, una vez más, en la necesidad de no olvidar nunca que el centro y la clave de la vida sacerdotal es la identificación a Jesucristo, Siervo y Maestro, Sacerdote y Ofrenda, Palabra y Profeta, Cordero pascual y Buen Pastor. Bien sabe él, como el Cardenal Mercier, que para revitalizar espiritualmente a la Iglesia de hoy es necesario comenzar también sanando el corazón espiritual de los presbíteros.

Quien se adentre en las páginas de estos escritos espirituales, máxime si es sacerdote, descubrirá el fuego apostólico de los verdaderos discípulos del Señor.

Muchas gracias, Gonzalo.

Disfruta, querido lector.

                       Aurelio García Macías

Rector del Seminario Mayor de Valladolid

Actualmente  Secretario de la S.C. de Liturgia.-  Roma

ADVERTENCIA

He titulado esta colección y a estos dos libros “SACERDOS”, porque mi sacerdocio y a mis hermanos, los sacerdotes, los tengo siempre presentes en mi mente y en mi corazón, en toda mi vida litúrgica, oracional y apostólica, ya que todo sacerdote es presencia sacramental de Cristo, y Cristo quiero que sea el centro y la razón de mi ser y existir.

En este sentido, puedo decir que escritos sacerdotales son todos los que he escrito, aunque no trate directamente temas sacerdotales.

Añado “APUNTES DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL”, porque ESPIRITUALIDAD es vida “según el Espíritu”, y ésta es mi forma de pensar, hablar y escribir; siempre lo hago o intento hacerlo para potenciar “la vida según el Espíritu de Dios”; por eso, escriba temas bíblicos, teológicos, morales…, lo hago mirando más al espíritu y al corazón que a lo puramente científico o racional.

Y son apuntes, porque quieren ser unas notas sencillas para vivir según el Espíritu. Pero el Santo, el Espíritu que nos ungió con su fuego, nos santifica con su gracia y busca nuestra mayor unión de amor con el Dios Uno y Trino.

El orden intencional es el mismo en este libro: trate lo que trate o hable o escriba, Cristo Sacerdote está en el horizonte, e identificados con Él, todos los sacerdotes del mundo; por esta razón, sea el tema que sea, intencionalmente siempre será sacerdotal, aunque no lo sea temáticamente; en segundo lugar, como todos los temas que trato son para vivir “la vida según su Espíritu”, resulta que todos estos escritos son espirituales y sacerdotales.

Y los he escrito por si pueden ayudar en su vida espiritual a los que los lean, sean sacerdotes o seglares.

PRIMERA PARTE

LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN SACERDOTAL

INTRODUCCIÓN

            En los años posteriores al Concilio Vaticano II, se ha escrito abundantemente sobre la crisis de identidad del sacerdote. Es fácil consultar la reseña de los diversos factores que la han motivado y de las variadas manifestaciones en las que se ha expresado[i]. Al respecto considero suficiente lo expuesto por el teólogo calvinista M. Thurian: “hace ya varios decenios que se plantea con más o menos insistencia la pregunta: el sacerdote, ¿quién es?, ¿qué es lo que le distingue básicamente del laico o de los otros ministros de la Iglesia ¿cuáles son sus funciones esenciales? ¿de dónde viene?”[ii].

            Aquí se enumeran en síntesis algunos puntos clave, que explicito. Primero, el Vaticano II ha mantenido el equilibrio entre las tres funciones del ministerio: la misión profética de proclamar y enseñar la palabra de Dios, el poder sacerdotal de celebrar los sacramentos, en especial de consagrar y ofrecer el sacrificio eucarístico, y la responsabilidad pastoral de dirigir el pueblo de Dios. Por consiguiente, según el concilio no se puede ni infravalorar ni privilegiar ninguno de los tres cometidos del ministerio (PO 4-6). Sin embargo, en algunos planteamientos teóricos y prácticos se ha subrayado más la función que la condición sacerdotal (en determinados proyectos la acentuación ha sido unilateral).

En ellos se detecta una innegable influencia de la teología protestante. Lutero escribió: “ministerium verbi facit sacerdotem et episcopum” (WA.VI 566,9).

La reforma mantiene solo el munus profético y la responsabilidad pastoral, dejando absolutamente al margen el poder sacerdotal. El ministerio es concebido sobre todo, como una función eclesial, sin que exista en él ningún tipo de fundamentación ontológica de origen sacramental.

            Y esto remite a un segundo elemento: el énfasis puesto en el sacerdocio común de los bautizados -que es un dato sustantivamente definitorio y exclusivo en la comprensión reformada- sin armonizarlo con el sacerdocio ordenado. La consecuencia ha sido, escribe el cardenal Kasper, que “el sacerdocio común  ha llegado a entenderse erróneamente como un cuestionamiento del sacerdocio ordenado. Pero el sacerdocio común no ha revalorizado a los laicos para devaluar al sacerdote”[1].

            De la convergencia de los elementos referidos ha derivado que en determinados ambientes y escritos teológico-pastorales se rechaza que el  ministerio sea ordenación (sacramento que implica consagración); es decir, se deja entre paréntesis, el tema de la sacramentalidad. El mismo M. Thurian constata “que se ha ido desdibujando poco a poco la dimensión sacerdotal del ministerio, su vertiente sacramental, eucarística y contemplativa”[2].

            Estos proyectos han suscitado la intervención del Magisterio de la Iglesia con documentos numerosos y muy ricos de contenido. Ya en 1992 sobresale la  Exhortación Pastores dabo vobis (PDV), que indica: “el conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir…. para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal” (n. 11). La Exhortación plantea esta identidad desde la sacramentalidad que es referida no solo al ministerio, sino fundamentalmente a la persona ordenada. En la misma línea la Congregación para el Clero publica en 1994 el “Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros”; su primer capítulo se titula “Identidad del presbítero”; Y en el reafirma que esta identidad se reconoce desde el sacramento que la fundamenta.

            Estos textos son netos, si bien con frecuencia se señala aún que reforzar esta identidad es una de las tareas más necesarias. Por ejemplo, en el Mensaje final del “Simposio internacional conmemorativo del XXX aniversario del decreto conciliar  Presbyterorum ordinis” (1995) se dice: “Con el fin de que el sacerdote pueda ser sal y levadura en las actuales circunstancias sociales y culturales, se considera oportuno recomendar una profundización de la identidad presbiteral.  Es la claridad y la constante conciencia de la propia identidad las que determinan el equilibrio de la vida sacerdotal y la fecundidad del ministerio pastoral”[3].

            Este es el objeto de la presente exposición: mostrar que “la sacramentalidad del ministerio es el rasgo más especifico de la identidad del (presbítero) sacerdote” (A. Vanhoye). Sacramentalidad que implica la síntesis armoniosa entre misión y consagración, sacerdocio y vivencia concreta del ministerio.

            En cuanto al vocabulario conviene indicar: al hilo de la renovación teológica del Vaticano II se estimó necesario superar la terminología sacerdotal, pues ésta prejuzgaría la comprensión del ministerio en una perspectiva prevalentemente cultual. Para evitar esta supuesta sacerdotalización se propuso usar el término presbítero (ya presente en el  N.T. y en la literatura posterior). Pero el mismo Vaticano II mantiene la simultaneidad de ambos vocablos, pues dedica un Decreto al ministerio y vida de los presbíteros (PO) y otro Decreto a la formación sacerdotal (OT) –notar que en PO se alternan los términos sacerdote y presbítero, aunque éste prevalece numéricamente-. De aquí la fluctuación de la terminología conciliar.

            En general hoy se mantiene la simultaneidad, aunque en documentos posconciliares del Magisterio se percibe un retorno creciente del lenguaje sacerdotal (Cf. Sínodo de 1971 y los textos de Juan Pablo II). Detrás de estas oscilaciones están las divergencias entre una orientación más marcadamente eclesiológica o cristológica del ministerio ordenado, así como el deseo de no reducirlo a su función cultual, o positivamente de integrar el conjunto de las funciones sacerdotales (los tria munera que el sacramento confiere). En suma, la expresión “ministerio ordenado” corresponde más a la dimensión de la Iglesia como realidad sacramental (institucional), mientras que la de “sacerdocio ministerial” corresponde más a la dimensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión. Dado que los dos aspectos son complementarios, aceptar el doble lenguaje parece la solución más adecuada. Con todo, recordar que el término sacerdote engloba tanto al obispo como al presbítero, a los ministros ordenados del clero secular y a los pertenecientes a congregaciones religiosas.

1.-.INSERCIÓN TRINITARIA DEL MINISTERIO ORDENADO

            La teología más reciente vincula el ministerio ordenado con el horizonte trinitario que caracteriza toda la reflexión cristiana actual (cf. CEC 234). PDV recoge de manera explicita esta perspectiva. Afirma: “la identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad” (n.12). En esta línea son netos los asertos del Directorio, ya citado: “la identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están relacionados esencialmente con las tres Personas Divinas” (I, 3). Y aún: “a causa de la consagración recibida con el Sacramento del Orden, el sacerdote es constituido en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo, y con el Espíritu Santo”. (Ibíd.).

            Este origen trinitario del ministerio está en coherencia con la Iglesia, que es “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (PDV, 12). La eclesiología trinitaria (LG 2-4; AG 2-4) plasma una visión trinitaria del ministerio: éste está radicado sacramentalmente en la Iglesia, misterio de comunión y de misión con Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

  1. 1.  DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA

            La primera referencia para situar y comprender el sacerdocio es la cristología. Según PDV, “la referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de la realidad sacerdotal” (12). Porque, “el sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo Cabeza y Pastor” (Ibid., 16).

            Como es sabido, solo la Carta a los Hebreos aplica el titulo de sacerdote a Cristo, pero en un sentido enteramente nuevo respecto del sacerdocio judío: mediante un procedimiento paradójico (empleo de terminología tradicional llena de contenidos nuevos) presenta una inteligencia radicalmente novedosa del sacerdocio y del sacrificio[4]. Contemplando la vida entera de Jesús, se percibe cómo su pasión y muerte representan el momento culminante de una historia iniciada en la Encarnación. La novedad de su sacerdocio y de su entrega sacrificial alcanza su manifestación máxima en la muerte, pero impregna de hecho el conjunto de su existencia histórica, en cuanto itinerario progresivo hasta la entrega definitiva. Por esto la existencia histórica de Jesús puede calificarse como una  “pro-existencia” ministerial-salvífica a favor de los demás.

            El sacerdocio de Jesús culmina ciertamente en la ofrenda de la propia vida; ésta es su sacrificio de consagración sacerdotal. Y como la ofrenda de su sacrificio es una y única para siempre, su sacerdocio es eterno. De este modo Jesús ha quedado constituido en mediador único, y en Sacerdote perfecto, en cuanto hermano de los hombres e Hijo de Dios. Por tanto, no hay más que un sacrificio y un sacerdocio y ambos se realizan en Jesucristo, Victima y Sacerdote en íntima e indisoluble unión. Pero Cristo ha comunicado a los creyentes en Él su consagración sacerdotal.

            La primera participación en la ofrenda sacrificial de Jesucristo acontece en el bautismo (Rm 6,3). De la fuente bautismal surge el pueblo sacerdotal (1 Pe 2,5). Unido a la ofrenda del Sumo y Eterno Sacerdote, el pueblo cristiano ofrece su vida y se  convierte en sacrificio espiritual agradable a Dios; esta ofrenda se actualiza en la liturgia. Pues, como indica el Concilio, “los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana” (LG 11).

            El sacerdote cristiano es elegido entre este pueblo sacerdotal (PO 2.3). ¿En qué consiste este nuevo sacerdocio, pues quién lo recibe ya posee en sí la impronta sacerdotal por el bautismo? Puesto que “toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal” (CEC 1546), entonces el sacerdocio ministerial implicará una configuración particular con Cristo Sacerdote y, por ello, un ejercicio asimismo particular de su sacerdocio. De aquí que la doctrina conciliar distinga netamente entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, que “difieren esencialmente y no sólo en grado”, aunque “se ordenan el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). Por tanto, la diversidad depende del modo de participación del sacerdocio de Cristo, y es esencial en el sentido que, “mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal…el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común” (CEC 1547). A este fin, el Concilio precisa que el sacerdocio ministerial “se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran a Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza” (PO 2).Por consiguiente hay un sacramento especial que confiere un carácter particular, en relación con el bautismo, que configura y asimila a Cristo, que habilita y capacita para la “representación” del mismo Cristo Sacerdote. Este sacerdocio de Cristo se realiza en el ordenado a través de la triple misión que se le confía: “los presbíteros….han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del N.T., a imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote para predicar el evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” (LG 28. cf. LG 10). Representar sacramentalmente la triple función de Cristo, profeta, pastor y sacerdote, en su unidad indisoluble, es la identidad específica del ministerio ordenado (cf. PO 1).

            Esta doctrina ha sido reiterada continuamente. Por ejemplo, en la Instrucción vaticana “Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes” (1997).  Se afirma en ella que la diferencia entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial no se encuentra en el sacerdocio de Cristo (el cuál permanece siempre único e indivisible) ni tampoco en la santidad (a la cual están llamados todos los fieles), sino en el “modo esencial de participación en el mismo y único sacerdocio de Cristo”.

            Asumir vitalmente esta condición de instrumentalidad salvífica es de suma importancia para los sacerdotes. La capacidad recibida para actuar sacramentalmente  “in persona Christi” no tiene por finalidad exaltar indebidamente la persona del ministro, ni sugerir la idea de una representación sustitutoria de Cristo. Garantiza más bien la precedencia divina y la centralidad de Cristo, poniendo de relieve que la eficacia de las actuaciones ministeriales radica últimamente en Cristo mismo.                                                                           

  1. DIMENSIÓN PNEUMATOLÓGICA

            Otra referencia esencial que ilumina la identidad del sacerdote es el Espíritu Santo. Es significativo que PDV exponga todo el capítulo II,  dedicado a la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial, bajo la guía de Lc 4, 18-21, en que Jesús aparece como ungido y enviado por el Espíritu para el cumplimiento de su misión. Por eso presenta también al Espíritu como el protagonista de la configuración con Cristo, del ejercicio ministerial y de la vida del sacerdote (PDV 15).

            Explicito esta perspectiva. Ya en el bautismo, mediante el santo crisma, el Espíritu nos une a Cristo y nos hace partícipes de su sacerdocio: “Dios….te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey” (RBN 154). En la ordenación sacerdotal el mismo signo del Espíritu nos configura a Cristo Sacerdote de un modo particular para poder obrar como en persona de Cristo Cabeza (PO 2).

            Por tanto, la acción del Espíritu en el ministro ordenado se concreta en dos dimensiones fundamentales. Según el  Catecismo, el Sacramento del Orden,  “configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento a Cristo a favor de su Iglesia” (n. 1581). Con otra formulación expone: “la gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, maestro y pastor, de quien el ordenado es constituido ministro” (n. 1585). Es la doctrina de la “Unción del Espíritu” o “carácter particular” que imprime en el ordenado no como una realidad estática, sino como una fuerza que le impulsa constantemente a la semejanza con Cristo Sacerdote; y esto para que su  “representación” sea efectivamente sacramental.

            Junto a esta acción configuradora del ser del sacerdote a imagen de Cristo, el Espíritu posibilita también su actuar como sacerdote. El Espíritu hace posible tanto el ejercicio del sacerdocio de Cristo participado por todos los bautizados, como el específico del ministerio ordenado. Si por el poder del Espíritu las palabras del Señor actualizan en cada celebración eucarística su entrega sacrificial en los dones consagrados, la misma energía divina hace actual la acción sacerdotal de Cristo en la persona del ministro. El Espíritu vitaliza todos los miembros de la Iglesia. Por esto también el sacerdote está radicado en la relación con el Espíritu. Es sacerdote de Cristo en la Iglesia y para la Iglesia, que es el ámbito de presencia sacramental del Espíritu. “El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo…ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia…” (CEC 1552).

            La persona que ha recibido la ordenación es alguien de quien el Espíritu se ha posesionado para ponerla totalmente al servicio de la misión de Cristo, que la Iglesia prolonga. Por eso la dimensión pneumatológica ayuda a comprender el ministerio en la perspectiva de la misión: la misión, que es originariamente un concepto trinitario (Dios Padre que envía a su Hijo y al Espíritu para la salvación, para realizar su filantropía) es también un concepto eclesiológico: la Iglesia existe para evangelizar. Pues bien, el ministerio está ordenado precisamente al servicio de la misión. Más allá de falsas alternativas entre misión y culto, sacramentalización y evangelización, el servicio a la misión puede considerarse como criterio de configuración concreta del ministerio[5].

            En cuanto a la vivencia personal, recordar que en la liturgia de ordenación la referencia al Espíritu es insistente (a propósito del obispo, del presbítero y del diácono): el don del Espíritu a los ordenados los capacita para ejercer el ministerio eclesial, de suerte que el hecho de ser ordenados equivale a ser investidos del Espíritu Santo y el ministerio ordenado puede en verdad considerarse como un don suyo, como un carisma  (cf. 1 Tim 4,14). El ministerio nos reenvía así al ámbito de lo recibido, de lo gratuito. No se trata de una delegación comunitaria; no hay tampoco ningún derecho personal al ministerio que pudiera reclamarse exigitivamente. Siempre se trata de un don personalmente inmerecido, pero que la Iglesia necesita y que debe acogerse con agradecimiento.

            Brevemente, la vinculación con el Espíritu es imprescindible no sólo para comprender la naturaleza teológica del ministerio, sino también para la espiritualidad de los sacerdotes, que son “instrumentos vivos del Espíritu”. Este ministerio implica ciertamente una configuración (ontológica) con Cristo en cuanto participación específica de su único sacerdocio, pero a la vez conlleva un proceso (espiritual) de asimilación en el que la fuerza del Espíritu convertirá en existencialmente sacerdote a aquel que ya lo es sacramentalmente por la ordenación.

  1. 3.-EN REFERENCIA A DIOS PADRE: LA “CARIDAD PASTORAL”

            Se vincula el ministerio con Dios Padre para indicar el sentido de una paternidad vivida y expresada en la “caridad pastoral”. Esta constituye una clave de lectura decisiva de PDV. En  este documento se usa para resumir el comportamiento propio de Cristo como Cabeza y Pastor de la Iglesia (n. 21); es el principio interior que anima y guía la vida espiritual del presbitero (n.23); es capaz de unificar dinámicamente sus múltiples actividades y la relación entre vida espiritual y ejercicio del ministerio (n. 24); constituye por eso como el alma del mismo (n. 48); y ha de conformar tanto la etapa previa al presbiterado como su desarrollo posterior (ns. 51, 57, 70).  Ya el Concilio había usado el concepto para referirse a las tareas episcopales  (LG 41), y para concretar aquello que es vínculo de perfección y de unidad en la vida y acción del presbítero (PO 14). Destaco esta afirmación. “Los presbiteros conseguirán la unidad de su vida asimilándose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado”.

            La caridad pastoral traducirá en la práctica lo que significa la sacramentalidad del ministerio, caracterizándolo al estilo de Dios, Padre y Pastor ya en el A.T., y de Jesucristo, el Buen Pastor del N.T. El ejercicio pastoral será así un “offitium amoris”, según la afirmación de S. Agustín: “que sea tarea de amor apacentar el rebaño del Señor”. De este modo habrá un nexo intrínseco entre la misión recibida  (apacentar el rebaño del Señor) y el amor como principio animador del ministerio pastoral. Por eso remitir a Dios Padre como origen fontal de toda la historia salvífica equivale a afirmar la precedencia de Dios en toda iniciativa ministerial.

            La referencia a Dios Padre ayuda además a superar las denominadas “eclesiologías de orfandad” en las que la Iglesia se hace a sí misma como resultado de los esfuerzos y planificaciones humanos y en las que se pretende fundamentar o, al menos, justificar el ministerio en factores sociológicos[6]. Pero se olvida que el arjé de la Iglesia es el “libérrimo y misterioso designio de la sabiduría y bondad del Padre eterno” (LG 2). De este designio derivan las misiones del Hijo y del Espíritu (LG 3-4) que realizan ese principio. Con estas misiones se conecta el ministerio apostólico. Por eso la plegaria de ordenación de los presbíteros del Pontifical romano comienza afirmando que Dios Padre, en su designio salvífico, dispuso diversos ministerios para edificar y cuidar a su pueblo a lo largo de la Historia de la Salvación[7]. De aquí que la estructura ministerial no surge como una estrategia humana, sino que deriva de la disposición divina y es necesaria para la Iglesia y constitutiva de ella.

            En resumen: la obra de la redención es una acción eminentemente trinitaria, pues en ella están implicadas las tres Divinas Personas. Puesto que el sacerdocio de Cristo consiste en la realización de esta obra, este sacerdocio nuevo está en su totalidad impregnado trinitariamente. Esto significa que la identidad y el ejercicio del sacerdocio ministerial, a semejanza del de Cristo, no puede entenderse sino desde el Padre que, en su voluntad salvífica, quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4), desde el Hijo que la realizó y desde el Espíritu Santo que la actualiza en la Iglesia mediante el ministerio apostólico.

2.- EL PREBÍTERIO: COMUNIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

En el decreto PO aparece el término presbyteri en plural y muy poco en singular. Este es un dato preciso: se pretende liberar al presbiterado del individualismo y recuperar su dimensión comunitaria. LG 28 y PO establecen el fundamento de esta visión comunitaria en el sacramento del Orden. Esto se efectúa en dos etapas (más lógicas que cronológicas) primero, se resalta el vínculo de consagración – misión entre todos los presbíteros y de éstos con los obispos; después se destaca con la recuperación del concepto de presbiterio, una particular consistencia de la comunión entre los presbíteros de una misma iglesia local y de éstos con su obispo.

Sobresalen estas afirmaciones:

  • “En virtud de la común sagrada ordenación y de la misión, todos los presbíteros están ligados entre sí por una íntima fraternidad” (LG 28).
  • “Todos los presbíteros, junto con los obispos, participan en tal grado del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige la comunión jerárquica de los presbíteros con el orden de los obispos” (PO 7).
  •  PO 8 retoma la misma perspectiva, pero limitándose a los presbíteros que “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, todos están unidos entre sí por una íntima fraternidad sacramental”.

En este contexto el concilio rehabilita la noción de presbiterio, que había caído teológicamente en desuso. Durante la elaboración de los textos algunos Padres propusieron insertar en los Documentos la mención explícita del presbiterio en el sentido (ya referido por San Ignacio de Antioquía, siglo II) de “senado” del obispo, su Consejo asesor.

Los textos promulgados recogen esa petición. LG 28 expone que los presbíteros “próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo, llamados al servicio del Pueblo de Dios, constituyen con su obispo un único presbiterio, si bien destinado a oficios diversos. En cada una de las comunidades locales de fieles ellos hacen, por así decir (quodam modo), presente al obispo al que están unidos confiada y animosamente, condividen en parten sus funciones y su solicitud y la ejercitan con entrega diaria”. El concilio, pues, habla del presbiterio como vínculo no sólo operativo o afectivo, sino propiamente sacramental.

La misma doctrina es propuesta sustancialmente en PO 7 (relaciones entre obispo y presbítero) y 8 (relaciones de los presbíteros entre sí). Aquí se expone que los presbíteros, “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, están todos unidos entre sí por íntima fraternidad sacramental; pero de modo especial forman un único presbiterio en la diócesis a cuyo servicio son asignados bajo el propio obispo”.

            Esta es la aportación del concilio. Sin embargo, los textos conciliares no precisan en que consiste la específica comunión entre los miembros de un mismo presbiterio respecto a la comunión entre todos los pertenecientes al orden del presbiterado. Para captar esta nota peculiar es preciso recurrir a la teología de la iglesia local.

            La doctrina del Vaticano II ha superado la idea que la referencia a la Iglesia afecte sólo al hacer del ministro ordenado, mientras que el ser sería absorbido por la relación con Cristo. Manteniendo la relación cristológico – trinitaria como fundante la eclesial, aunque subordinada, permanece esencial al ministerio. Porque la ordenación sacramental es para el ministerio en la Iglesia. El ser para la Iglesia, pueblo sacerdotal, es constitutivo del ministro ordenado hasta el punto que representa la forma de su misma santidad. Y aquí se impone la conexión ejercicio ministerial – iglesia local. Dado que el sacerdocio del presbítero conlleva una sustantiva referencia al sacerdocio pleno del obispo y éste, a su vez, a una concreta comunidad eucarística que es en plenitud la Iglesia de Dios (SC 41; LG 23 y 26; CD 11), aquel sacerdocio no se comprende sólo en referencia a la Iglesia universal, sino también a la iglesia local. Si el presbiterado está esencialmente al ministerio, entonces tiene una esencial referencia a una concreta iglesia local con su obispo y su presbiterio.

            Por tanto, la razón última de la comunión específica en el interior de un mismo presbiterio estriba en la entidad teológica de la iglesia local; entidad que constituye la Iglesia de Cristo en ese determinado lugar y tiempo. Y esto significa para el ministerio presbiteral que la pertenencia a una iglesia concreta entra en la definición del sacramento del Orden. Un presbítero no es ordenado y después insertado en una iglesia local con su presbiterio, sino que es ordenado en la iglesia local y dentro de su presbiterio[8] la connotación necesariamente “local” de su ministerio sella consecuentemente también la espiritualidad del presbítero.

3.- CONCLUSIÓN

            La sacramentalidad del ministerio expresa la precedencia de Dios Padre, de su designio salvador, en algo que nos viene dado, que es gratuito. Implica una vinculación originaria y fundante, histórica y teológica con Jesucristo, verdadero sacramento de Dios, el único mediador en la realidad de su condición divina y humana. Significa que este ministerio constituye un don del Espíritu Santo. Así aparece en conexión con el Dios trinitario, pues desconectado del mismo queda vacío de contenido teológico –tendría su explicación sólo en las necesidades comunitarias-

            El ministerio ordenado no es algo periférico: la especial unción del Espíritu, el carácter sacramental significa que el sacramento del Orden consiste en un carisma que afecta a la dimensión profunda de la persona ordenada, que Dios jamás retira, y que caracteriza su existencia. Es el inicio determinante de toda una historia vital. Por eso, en algunas teologías del ministerio se distingue entre la “sacramentalidad de la ordenación” o “consagración” y la “sacramentalidad de la existencia ordenada” (v.g. A. Ganoczy); esto es, el origen sacramental del ministerio y la índole sacramental de la persona y de la actividad ministerial. De este modo la espiritualidad resulta fundada radicalmente en la propia identidad sacerdotal y en la sucesiva vivencia concreta del ministerio.

                 El sacerdote es sacramento (signo e instrumento) de la mediación de Jesucristo en la comunidad eclesial. El don del Espíritu le ha configurado a Cristo y consecuentemente le ha capacitado para actuar “in persona Christi et in nomine Ecclesiae”. El sacerdote visibiliza sacramentalmente la actuación salvífica de Cristo, Cabeza de la comunidad, y actúa sacramentalmente también en representación de la Iglesia. Su ministerio será un signo sacramental vivo de la pro-existencia de Cristo. Pero no actúa aislado sino unido a la comunidad eclesial y para su edificación; su “caridad pastoral” exige que esté pendiente del cuidado y guía del pueblo de Dios a él encomendado. Esta es u razón de ser: porque “existe el sacerdocio ministerial únicamente para posibilitar el ejercicio del sacerdocio común” (A. Vanhoye; cf CEC 1552).

Estas son afirmaciones de validez permanente (aunque se vivan en una realización histórica muy determinada). El sacerdote necesita forjar fuertes convicciones acerca de su identidad y misión, de la bondad y grandeza del ministerio confiado. Ha de percibir con nitidez que el sacramento recibido es el origen fontal que posibilita, exige y especifica su espiritualidad. Ha de recordar que en los ritos explicativos de la ordenación el obispo dice al neopresbítero: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y configura tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Se subraya así la inseparabilidad entre la objetividad sacramental de su ministerio y la subjetividad existencial; dos dimensiones que no deben oponerse en la persona y actuación del sacerdote.

            Hay una hermosa expresión de la teología oriental (recogida en el Catecismo, 1142) que define al ministro como un “icono de Cristo Sacerdote”. En la compresión teológica del icono, la imagen se convierte en presencia sacramental de aquello que representa. Esta es una clave espiritual para ahondar en la inteligencia y la vivencia del ministerio ordenado. Si el sacerdote “representa” a Cristo se ha de esforzar por asemejarse a su modelo y manifestarse como tal ante la comunidad eclesial confiada.El concilio ha establecido que la caridad es el camino de perfección común a todo bautizado; todo cristiano está llamado a santificarse (LG cap. V) y su santificación se realiza en la caridad. El ministerio ordenado tiene un modo suyo específico de vivir la caridad, pues se santifica viviendo la caridad en la forma pastoral: “representando al Buen Pastor en el ejercicio mismo de la caridad pastoral los presbíteros encontraran el vínculo de la perfección sacerdotal que realizará la unidad en su vida y actividad” (PO 14. Cf. PDV 21-23). La caridad pastoral unifica el ejercicio del ministerio y la vida espiritual del ministro (ante las frecuentes tensiones entre apostolado y oración, actividad y contemplación), calificando esta espiritualidad como entrega estable y generosa a la iglesia local y favoreciendo la armonía entre los varios munera derivados del sacramento del Orden.

3.-LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

I

3.1.-LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

¡No todo vale! Necesitamos claridad[9]

Nos hacemos eco de una necesidad que se nos impone imperiosamente a los sacerdotes: la de buscar la claridad y vivir en ella. Los parones en la vida están relacionados con la pérdida de visión sobre metas, caminos y pasos que dar. ¿Quién se arriesga a dar un paso en total oscuridad? A los sacerdotes esta situación nos afecta desde una doble perspectiva: como personas y como presbíteros. Somos personas de la luz y necesitamos la claridad.

En el mismo momento en el que falta la claridad, se hace presente sin más la confusión, que, en nuestro caso, se manifiesta en el lenguaje, pasando a la mente hasta llegar a la misma vida; y es entonces cuando empieza a regir el “todo vale”. Salta a la vista la correlación que existe entre la confusión de lenguaje, la confusión de mente y la confusión de vida. El sacerdote debe salir de la confusión; nos corresponde vivir y actuar desde la claridad.

Pero podemos decir algo más. Tenemos que reconocer que no resulta tan fácil buscar la claridad, y actuar y vivir en ella; y cabe la posibilidad de situarse en la confusión, o porque, permaneciendo mucho tiempo en la oscuridad, se habitúe uno a ella y pierda la capacidad de vivir en la luz, o también porque interese en momentos concretos utilizar la confusión. De hecho, practicar la confusión es la forma más eficaz de asegurar la paralización de la vida personal y social. La utilización del “todo vale” lleva a la pérdida de definición y, consecuentemente, incapacita para la respuesta. La aplicación de lo que acabamos de decir podemos verla sin alejarnos de nuestro contexto.

“No todo vale” en la espiritualidad del sacerdote. No basta la referencia al Evangelio, ni el seguimiento a Jesucristo: se necesita seguirle como presbítero; no basta la referencia a la Iglesia, viviéndose miembro del Pueblo de Dios: se necesita vivirse presbítero en la comunidad eclesial; tampoco basta con que cada uno se acomode la espiritualidad que más le agrade, sino la que se deriva de la misma ordenación de presbítero.

“No todo vale” en la presentación que podemos hacer de la vida cristiana y de la comunidad en su relación con la Eucaristía. No basta la referencia optativa del cristiano, como si pudiera darse vida cristiana al margen de la Eucaristía, y que la participación en ella respondiera a una actitud devocional: tanto la vida cristiana como la comunidad necesitan la Eucaristía constitutivamente.

“No todo vale” en el momento de potenciar el laicado dentro de nuestras iglesias. No basta con fundamentar los ministerios laicales, abrirles a nuevos horizontes y motivar a los laicos a su corresponsabilidad eclesial —tarea que debe hacerse—; se necesita situarlos en su relación con el ministerio ordenado, del que no se puede dudar. La potenciación del laicado está presuponiendo hoy la promoción del sacerdocio ministerial. No existe garantía de la promoción del laicado si no incluye la relación adecuada con el sacerdocio ministerial.

“No todo vale” en la vida social. No basta con marcar los objetivos y no tener en cuenta los medios; se necesita que la verdad y los derechos más elementales del otro aparezcan como valores que se respetan. El “todo vale” para conseguir los propios objetivos está convirtiéndose en ley en nuestra sociedad.

“No todo vale”. Necesitamos claridad. ¿Dónde buscamos la luz?

3.2. EN LA ORACIÓN DE LA ORDENACIÓN SACERDOTAL.

¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con Él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?

Sí, quiero.

(Misa Crismal. Renovación de las promesas sacerdotales)

Queridos amigos: La reflexión teológica del Concilio Vaticano II sobre el sacramento del Orden suscitó un gran interés por descubrir y clarificar la identidad y misión específicas de cada uno de los ministros ordenados de la Iglesia, especialmente de los presbíteros.

Este interés se ha visto potenciado en los últimos años, por la publicación de importantes estudios teológicos, sobre el ministerio sacerdotal.

Solamente ateniéndonos a los más importantes documentos magisteriales nos encontraríamos con la Exhortación Apostólica Postsinodal de Juan Pablo II: “Pastores dabo vobis”, fruto del Sínodo de los Obispos de 1991; el Catecismo de la Iglesia Católica, 1992; las Catequesis de los miércoles del mismo Juan Pablo II sobre el Presbiterado y los Presbíteros del año 1993; el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación del Clero del 1994; las cartas del Papa todos los Jueves Santos, el Nuevo Código de Derecho Canónico, etc.

Entre todos estos documentos merece un lugar privilegiado la Nueva Oración de Ordenación del Presbítero del Pontifical Romano, cuya exposición voy a desarrollar en este artículo. En ella descubrimos el modelo de presbítero que la Iglesia nos propone en este texto de consagración sacerdotal, laboriosamente trabajado durante veinte años, que ahonda en la identidad y misión del presbítero.

Y desde el principio quiero dejar claro que para la parte litúrgica de este artículo me he servido abiertamente del trabajo de mi amigo D. Aurelio García, en su libro «El modelo de presbítero según la “prex ordinationis presbyterorum»[10].

Son varios los motivos que me han movido a escoger esta Oración. En primer lugar, porque es la forma del sacramento, son las palabras que realizan lo que significan; son, pues, las más autorizadas. Estoy seguro de que después de este breve estudio sobre la Oración de Ordenación comprenderemos y viviremos mejor nuestro propio ser sacerdotal, así como la Liturgia de las Órdenes Sagradas, en la que tantas veces participamos y de la que todo nuestro ser y actuar sacerdotal sale rejuvenecido y renovado.

Me ha movido también nuestra deficiente formación litúrgica, al menos, en los sacerdotes de mi generación. Sirva esta lección litúrgica como estímulo para nuestro estudio personal de la Liturgia, cumbre y meta de toda la vida de la Iglesia, en expresión del Vaticano II. La Liturgia es la mejor cátedra de enseñanza teológica para sentir “cum Ecclesia”. En el “depositum euchologicum” se recoge la doctrina de la Iglesia para la vida de los fieles porque contiene el “depositum fidei” reflexionado en la teología. De tal forma que vincula entre sí la liturgia y la teología.

La liturgia es ciertamente un “locus theologicus”, privilegiado, pero, sobre todo, es la fe creída, celebrada y vivida. La fuente litúrgica es el testimonio con el que una determinada Iglesia se autocomprende, vive y celebra su fe. Intencionadamente, pues, quiero hacer un estudio teológico-litúrgico sobre la espiritualidad sacerdotal, basándome en la ORACIÓN DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS, porque la teología litúrgica es teología profesada, rezada, celebrada y vivida en el corazón del misterio eclesial.

Lo hago también, porque en estos últimos años, los estudios relacionados con esta temática se han fijado más bien en la actividad apostólica para descubrir la espiritualidad propia del presbítero. Espiritualidad desde los ministerios. Y esto es verdad, pero antes del actuar sacerdotal está el ser sacerdotal. Por eso es necesaria la referencia a su raíz sacramental, al momento celebrativo y a la riqueza de la teología litúrgica contenida en los gestos y palabras de la celebración de este sacramento, cuando precisamente somos constituidos sacerdotes.

El presbítero debe vivir de cuanto proviene del sacramento del Orden, por el que es revestido de una realidad ontológico-existencial nueva. En este sentido el sacramento del Orden configura la vida del ministro ordenado. Así lo expresa la celebración del sacramento en su ritualidad y eucología, como veremos más adelante. La liturgia, (lex orandi), expresa los contenidos perennes de la revelatio, que se convierte en traditio (lex credendi) para vida de los fieles (lex vivendi).

“El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo Cabeza y Pastor... Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y que se compendian en su caridad pastoral”[11].

Basten estos textos de la Exhortación “Pastores dabo vobis” para descubrir, ya en la misma celebración litúrgica del sacramento, la fuente primera de su espiritualidad sacerdotal y confirmar la importancia del acontecimiento litúrgico-celebrativo para definir su espiritualidad.

En la nueva Oración de Ordenación, el presbítero es consagrado por el Espíritu para ser enviado. Aquí, como “in nuce”, está contenida toda su espiritualidad. Estos dos polos, ordenación y misión, sostienen todo su ser y actuar sacerdotal. El Padre, por el Espíritu, consagra y envía al Mesías y en Él y por Él, a los ministros de la Salvación[12]. Desde esta perspectiva vamos a analizar el momento celebrativo de la Ordenación de los Presbíteros. Al descubrir las notas esenciales de su “consagración” comprenderemos mejor su misión y ambas serán la fuente inagotable de vida según el Espíritu para los ministros ordenados.

Esta teología expresada en la nueva Oración evita así algunos términos de la tradición litúrgica anterior donde se concebía al presbiterado como poder y dignidad; ahora, al expresarlo en términos más bíblicos y apostólicos, los traduce en servicio y diaconía. Mientras en la Oración anterior las figuras eran todas del Antiguo Testamento, ahora el texto actual se centra más en las figuras del Nuevo Testamento, vinculándolas a Cristo. Tengo que advertir, sin embargo, que el texto de la Oración actual está más inspirado en Juan y en la Carta a los Hebreos que en la Tradición sinóptica y paulina.

Una de las grandes novedades, al concebir el ministerio presbiteral, es la unión entre culto y evangelización, sacerdocio y misión, expresada en el término único y nuevo de “sacerdocio apostólico”, que trata de zanjar la eterna polémica que pretendía reducir el ministerio presbiteral bien sólo a culto o bien sólo a evangelización. Es la primera vez que esta expresión aparece en un texto litúrgico. Aunque literalmente se refiera al sacerdocio de los Apóstoles, continuado en sus sucesores, los Obispos, y en el que participan los presbíteros, señala no sólo la dimensión sacerdotal del apostolado, sino también la dimensión apostólica del sacerdocio.

En la espiritualidad sacerdotal, si es vivida según el espíritu sacerdotal de Cristo, prolongado en nosotros los presbíteros, deben estar siempre unidas consagración y misión, liturgia y vida, apostolado y culto, ser y actuar sacerdotal.

Otra novedad importante es que, por vez primera en la tradición litúrgica del Rito Romano, se mencionan las funciones propias del ministerio presbiteral. Se habla del “ministerium verbi”, para designar el anuncio del Evangelio y la enseñanza de la fe católica; del “ministerium sacramentorum”, por el cual el presbítero recibe el encargo de administrar los sacramentos de la Iglesia y enumera el Bautismo, la Eucaristía, la Reconciliación y la Unción de los enfermos.

Sin embargo, para mí personalmente y por determinadas causas, que ahora no puedo detallar, una novedad que acojo y aplaudo plenamente, porque no había sido asumida en la primera reforma, aunque ya constaba en los documentos del Vaticano II y está presente en la tradición bíblica y litúrgica, es el “ministerium orationis”, “deprecator misericordiae Dei”, por el cual los sacerdotes ofrecen el “sacrificium laudis” y deben orar por la grey que se les ha confiado, a ejemplo de Cristo.

Nunca se ha hablado tan claro por parte de la Iglesia de este ministerio. Pero es que ahora se pone como fundamento de toda la liturgia y vida apostólica de la Iglesia, no solo de los sacerdotes sino de los mismos fieles. Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a El por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Al final de la Oración se hace mención, también nueva en la tradición litúrgica, a la realidad escatológica del Reino de Dios. La misión del sacerdote se integra dentro de la tensión escatológica que dirige a todos los pueblos, congregados en Cristo, hacia la consumación del Reino. La oración, como he dicho, es un precioso himno al ministerio presbiteral, conciliando lo más genuino de la tradición litúrgica y la doctrina teológica actual. Es una auténtica síntesis de la teología del presbiterado en el corazón del sacramento, que celebra a Cristo Maestro y Pastor, Apóstol y Sumo Sacerdote, Señor Muerto y Resucitado.

Pasemos ya a examinar esta Oración de Ordenación del Presbítero, que nos presenta al sacerdote como presencia mistérica de Cristo, prolongación sacramental de su Misión en la Palabra, Sacramento, Oración y Pastoreo en la Caridad Apostólica.

Antes de pasar a analizar la Oración, quiero todavía dar algunos detalles más de carácter litúrgico. La primera Constitución que aprobó el Vaticano II fue la “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia el 4 de diciembre de 1963. Fui testigo en Roma en razón de mis estudios universitarios. Y el primer libro publicado como fruto de la reforma fue el libro “De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi”[13]. Esta mención al título no es superflua. El hecho de que al poco tiempo de su publicación se inicie una revisión que culminó veintidós años después en una “editio typica altera”, 29 de junio de 1990, que es la que estamos estudiando, manifiesta el interés de la Iglesia por reflejar más adecuadamente en los libros litúrgicos su reflexión teológica sobre el sacramento del Orden.

Ya el mismo título de ambas refleja este avance teológico. Mientras el título en 1969 fue “De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi”, reflejando el modo de acceso a las Ordenes en la praxis habitual y tradicional de la Iglesia, ascendente y empleando el singular para las tres ordenaciones, la editio typica de 1990 se titula “De ordinatione episcopi, presbyterorum et diaconorum”, expresando un orden descendente y reflejando así las fuentes litúrgicas más antiguas de Oriente y Occidente y la Eclesiología expuesta en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, en la que se parte del Episcopado para comprender mejor el sacramento del Orden. Se emplea el singular para el Obispo y el plural para los presbíteros y diáconos, porque el nuevo libro de Ordinatione quiere situarse en medio de las Iglesias locales en las que la ordenación de presbíteros y diáconos suele ser plural, mientras que la ordenación episcopal, si la hay, suele ser individual.

4.- ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EMANANTE DE LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN

II

Hemos analizado la Oración en su composición externa; conviene ahora abordar el análisis de ciertos términos, que expresan los contenidos teológicos de la tradición litúrgica y de la reflexión teológica. El texto actual de la Oración de Ordenación mantiene gran parte de la antigua oración del Veronense, pero ha cambiado o asumido nueva terminología bíblica y litúrgica, que expresan aspectos nuevos de la espiritualidad presbiteral. Vamos a estudiar algunos de ellos.

4.1-. LOS TÉRMINOS MINISTER YMINISTERIO DE LA ORACIÓN, CONFIGURADORES DE LA ESPIRITUALIDAD PRESBITERAL

“... qui ad efformandum populum sacerdotalem... ministros Christi filii tui... disponis”.

La expresión “ministros de Cristo” es la primera nota de espiritualidad presbiteral que vamos a estudiar. “Minister” es un vocablo latino muy usado en la tradición litúrgica. Hoy día, ministro y ministerio evocan idea de grandeza. Sin embargo, en su origen no es así. Etimológicamente significa el que procura o da algo. Se opone a magister. El magister, del adverbio magis, es el superior que ejerce el magisterium ligado a la enseñanza y el minister, del adverbio minus, es el inferior que ejerce un servicio, un ministerium: es un servidor. El ministro es un subordinado, un ejecutor. Evoca la idea de subordinación al servicio de alguien. Su significado más preciso es el de servidor. El mismo Pablo se da a sí mismo este título de ministro de Dios (Rom 15,16), ministro de Cristo (Ef 3,7) y da este nombre a sus colaboradores en el ministerio.

A mediados del siglo III, en Roma y África, minister es sustituido en el vocabulario cristiano por diaconus, del griego diakonein: servir. Ya en la carta de Clemente aparece un giro que da la impresión de ser muy antiguo: epískopoi kai diákonoi que es traducido por episcopi et ministri, en latín. Y desde entonces empieza a usarse habitualmente diaconus como término técnico que sustituye a minister. Al ponerlo en la oración actual quiere renovar el sentido servicial del presbiterado huyendo un poco del extremo de poder o dignidad a que había llegado.

El presbítero debe ser considerado, pues, como un ministro elegido para un ministerio. Es un “servidor” elegido para un “servicio” que no puede transformarse en privilegio, honor o dignidad, sino un don y en una gracia. En el conjunto de todo el Ritual, el presbiterado sólo puede ser comprendido desde la clave del servicio. Se nos recuerda constantemente, en los versículos bíblicos tomados para las lecturas y antífonas, aquel claro mensaje de Cristo: “No he venido a ser servido sino a servir y dar la vida por todos” (Mc 10,45).

Los ministros de Cristo deben seguir los pasos del Maestro y vivir en esta dinámica constante del servicio; de tal forma que puedan presentarse ante el pueblo y exclamar como el Apóstol Pablo a los Corintios: “Somos siervos vuestros por Jesús” (2Cor 4,5). Esta es su misión y así se lo recuerda el Obispo cuando al final de la ordenación bendice a los nuevos presbíteros diciendo: «Que Dios os haga servidores y testigos en el mundo». Así lo testimonian las fuentes litúrgicas antiguas de la Iglesia y recientemente la reflexión teológica-litúrgica del Vaticano II acentuando la concepción y la misión del presbiterado desde la perspectiva servicial y no desde la de poder o privilegio.

4..2.- LOS TÉRMINOS “SACERDOTE Y APÓSTOL”.

El presbítero es un servidor de Cristo. Pero el texto de la Oración denomina a Cristo “Apostolus y Pontifex.” El título de apóstol referido a Cristo aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, concretamente en la Carta a los Hebreos 3,1. En esta misma carta también es llamado Sumo Sacerdote: Hb. 1,1-4. Los evangelios y las cartas paulinas no aplican jamás el término sacerdote a Jesús ni a los discípulos. Jesús no pertenecía a una familia sacerdotal, ni siquiera era de la tribu de Leví, lo cual impedía que pudiera ser sacerdote. Sólo el autor de la Carta a los Hebreos aplica a Jesús estos títulos: siete veces el término sacerdote y diez veces el de Sumo Sacerdote.

La razón está en que la Carta se dirige a cristianos convertidos del Judaísmo, bien formados en la Antigua Alianza, tal vez sacerdotes. Ante la nueva situación que viven, añoran sus tradiciones y el esplendor del culto levítico del que eran ministros. Desengañados de la nueva fe, a la que todavía no comprenden del todo y desconcertados por las dificultades e incluso persecuciones, sienten la tentación de abandonarla. La Carta les anima a perseverar. Para ello contrapone la Antigua Alianza a la Nueva, subrayando la superioridad de esta última: contrapone el antiguo culto levítico a la figura de Cristo, Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, superior al de Aarón, y su sacrificio único, que sustituye a todos los sacrificios ineficaces de la Antigua Alianza.

El autor necesita presentar a Cristo como sacerdote superior a todos los sacerdotes anteriormente existentes, no sólo como Sumo Sacerdote, sino único y Eterno Sacerdote.

El concepto sacerdote aplicado a Cristo está estrechamente vinculado al de Hijo. La oración nos recuerda que Cristo —el Hijo— ha sido enviado, es Apóstol del Padre: “Filium tuum in mundum misisti”.

La expresión Apostolus et Pontifex aplicada a Jesús es exclusiva de la Carta a los Hebreos y es la primera vez que aparece en un texto litúrgico de tal forma que su incorporación al texto de esta Prex Ordinationis constituye no sólo una novedad en la eucología de las ordenaciones, sino de la liturgia en general. Tan sólo se encuentran algunos testimonios de la tradición litúrgica que aplican a Jesucristo el término Pontífice o Sacerdote. El hecho de que haya un solo artículo para introducir estas dos palabras indica que esta expresión está concebida como un todo único en la que Apóstol va íntimamente relacionado con Sumo Sacerdote.

Cristo (Apóstol: anunciador del Padre; Sacerdote: santificador) hace partícipe de su misión a los Apóstoles y colaboradores, convirtiéndolos así en continuadores de su doble tarea de anuncio y santificación. Ambos aspectos son unificados en la original y novedosa expresión “apostolicum sacerdotium”, que ha sabido sintetizar magistralmente un denso contenido teológico. Este sacerdocio apostólico aparece como la misión de los obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales piden a Dios que les conceda unos ayudantes (adjutores) para realizarlo, como Dios concedió cooperadores (comites) a los Apóstoles. El presbítero, por tanto, es “apóstol” y “sacerdote”, que participa, por el sacramento del Orden y como cooperador necesario, en el sacerdocio apostólico encomendado a los obispos.

4.3.- .EL PRESBÍTERO COMO “COOPERADOR DEL OBISPO”.

Una de las afirmaciones más claras y precisas que acentúa la oración actual, a través de su terminología, tipología y estructura, es la concepción del presbítero como cooperador del Obispo. La gran novedad tipológica introducida es la referencia a los colaboradores de los Apóstoles, los cuales son presentados como tipo de los presbíteros respecto de los obispos. Esta tipología neotestamentaria es más adecuada que la veterotestamentaria para referirse a la cooperación que ejerce el ministerio presbiteral respecto al episcopal. La cooperación con el obispo supone una misión compartida y una ayuda necesaria. No es una cooperación entendida como mera delegación jurídica o una colaboración moral o una simple relación obedencial, sino que es una cooperación que se hace unión sacramental entre ambos.

Por el sacramento del Orden, los presbíteros están unidos a su obispo en íntima comunión sacramental, en un mismo sacerdocio, diversamente participado (PO 5,7),que hace de los presbíteros verdaderos hermanos y amigos de los obispos (LG 28). Esta particular relación de unión y dependencia entre ambos se manifiesta en el mismo diálogo entre obispo y ordenando durante la celebración del sacramento:

“¿Estáis dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándoos guiar por el Espíritu Santo?”.

El interrogatorio insiste en el hecho de que el presbítero es colaborador del ministerio episcopal y signo de esta aceptación es el gesto ritual, con que termina todo el rito de ordenación: El obispo da el ósculo de la paz al neopresbítero, significando con ello la aceptación del nuevo cooperador en su ministerio episcopal, como así se expresa también en las Observaciones Previas:

“El Obispo con el beso de paz pone en cierto modo el sello a la acogida de sus nuevos colaboradores en su ministerio; los presbíteros saludan con el beso de paz a los ordenados para el común ministerio en su Orden” (n° 113).

Sólo desde esta cooperación y unión sacramental puede comprenderse el contenido de la expresión “secundi meriti munus”, pésimamente traducida en castellano, no así en otras lenguas, por “sacerdocio de segundo grado”. Con ella no se quiere reducir al presbítero a un simple grado eclesiástico o a un “secundario” y ocasional ministerio sino que su servicio consiste en su ser sacerdotal, que sólo puede ser realizado cooperando con el ministerio episcopal. Subyace en esta expresión un aspecto de gran importancia teológica en nuestro días: el ministerio presbiteral se comprende en cooperación y unión al ministerio episcopal y, por tanto, vinculado al servicio de una Iglesia local.

5.- Realizando el sacerdocio apostólico (in apostolico sacerdotio fungendo...)

La participación del presbítero en el sacerdocio y misión de Cristo mediante el ministerio apostólico, se orienta a la formación y santificación del Pueblo de Dios. La oración actual ha querido responder a las insistentes peticiones que durante años manifestaban el deseo de explicitar más claramente en qué consistía esta cooperación, en el ejercicio de la cual el presbítero debe conseguir su santificación especial.

5.1º.- PREDICAR EL EVANGELIO (PRAEDICATOR EVANGELII).

La primera función del presbítero es el anuncio del Evangelio, por eso es considerado como ministro de la Palabra. Para comprender mejor esta función hay que relacionarla con la segunda pregunta hecha por el obispo a los ordenandos en la Promesa de los elegidos:

“¿Realizaréis el ministerio de la Palabra, preparando la predicación y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?”.

Se especifica que el ministerium verbi del presbítero se concreta en la predicación del Evangelio y en la enseñanza de la fe católica. La predicación de la Palabra pertenece a la misma esencia del ministerio apostólico, porque fue un encargo confiado por el mismo Jesucristo a los Apóstoles y en ellos a toda la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28,19). Los presbíteros, como ministros de Jesucristo y partícipes de la misión apostólica, son heraldos, voceros y pregoneros del Evangelio, al servicio de los hombres (P.O. 2). La oración actual, apoyada en esta tradición bíblica y litúrgica, indica como deber primero del presbítero el anuncio del Evangelio a todos los hombres. Hay una referencia explícita al Espíritu Santo como autor de santificación para que se vea que esta tarea no es meramente humana.

En la homilía que el Obispo dirige a los candidatos al presbiterado, establece una conexión entre el ministerio de la Palabra y la vida del presbítero, parafraseando aquellas palabras de la oración “Deus sanctificationum omnium” de la antigua liturgia galicana: “Convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

Dice así el Obispo: “Y vosotros, queridos hijos, que vais a ser ordenados presbíteros, debéis realizar, en la parte que os corresponde, la función de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Transmitid a todos la Palabra de Dios que habéis recibido con alegría. Y al meditar en la ley del Señor procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis”

Estas palabras son usadas también en la oración que acompaña a la entrega del Evangeliario en los ritos explicativos de la ordenación diaconal, cuando se dice: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado” (210).

a) El presbítero debe ser, por tanto, el primer creyente que lee, estudia y escucha esta Palabra6, para, viviéndola, poder testimoniarla con la propia vida. El presbítero es discípulo que escucha y cumple la Palabra. El presbítero corre el peligro de perder la condición de discípulo por la de maestro, al tener que presidir la asamblea. Su condición de discípulo y seguidor de la Palabra no es un requisito previo, como un título académico para ejercer una profesión. Es un elemento constitutivo del hombre de la Palabra. Ser transmisor de la Palabra incluye ser oyente. “Tamquam vobis ex hoc loco doctores sumus; sed sub illo uno magistro vobiscum condiscipuli sumus” (San Agustín, PL 47, 1669).

Me vienen ahora a la mente unos textos eucológicos de la misa de Santa María, discípula del Señor, en los que resuena en cierto modo la voz de Cristo, que, a la alabanza de aquella mujer anónima: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, respondió: “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). Dice así el prefacio:

“Cuya Madre, la gloriosa Virgen María, con razón es proclamada bienaventurada, porque mereció engendrar a tu Hijo en sus entrañas purísimas. Pero con mayor razón es proclamada aún más dichosa, porque, como discípula de la Palabra encarnada, buscó solícita tu voluntad y supo cumplirla fielmente”. Este prefacio es también como un eco de la frase de San Agustín al comentar aquel lugar del evangelio: “¿Quiénes son mis hermanos y mi madre…?” (Mc 3,33) «Ciertamente, cumplió Santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo» (Sermo 25,7: PL 46,937).

b) Como hombre de la Palabra el presbítero tiene como antecesor al profeta: la Palabra de Dios le estremece, le puede y le agarra por dentro, le doblega y le pone a su servicio (Jer 15, 16; 20,7-9).

c) El presbítero es un testigo traspasado por la experiencia del acontecimiento de una palabra que se ha dirigido a él con tal instancia que no puede sino transmitirla con su voz y con su vida. El presbítero profundiza y contempla la Palabra de Dios. El estudio asiduo de la Escritura pertenece a su espiritualidad, puesto que de allí le ha de venir la fuerza vital que alimenta su fe y la de los suyos.

d) No es dueño sino servidor de la Palabra. Ello requiere ofrecerla íntegra y fielmente, sin ponerla al servicio de ninguna ideología ni plataforma de las propias ideas. Esto conlleva no pocas veces e inevitablemente la cruz del predicador, porque le hace tomar dolorida conciencia de su propia incoherencia, despierta frecuentemente agresividad en los destinatarios y es otras veces acogida con indiferencia.

El presbítero debe ser discípulo permanente a los pies del Maestro: lectio divina, meditatio, oratio et contemplatio, para poder ser profeta de su Espíritu y Palabra, testigo traspasado por la experiencia de Dios y del ministerium Verbi.

5.2º.- DISPENSADOR DE LOS MISTERIOS DE DIOS

      (DISPENSATOR MYSTERIORUM DEI).       

El obispo prosigue, en segundo lugar, pidiendo al Padre que los ordenandos sean fieles administradores de los misterios de Dios. La finalidad de este servicio está dirigida a la santificación del pueblo de Dios. Así lo recuerda el obispo cuando en la Promesa de los elegidos les pregunta a los candidatos:

“¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?”

Aunque en esta pregunta sólo se indican dos de los sacramentos del ministerio presbiteral, la oración de ordenación amplía el número de ellos y menciona el bautismo, eucaristía, reconciliación y unción de los enfermos.

No podemos negar que el estudio de las fuentes litúrgicas revela que los ritos de la ordenación privilegian la misión litúrgico-sacramental y, en especial, la Eucaristía. Ello ha llevado consigo el inclinar hacia lo sacramental la misión presbiteral, prevaleciendo la dimensión sacerdotal y cultual sobre los demás ministerios. Así lo demuestra la tradición litúrgica oriental y occidental. El rito actual sigue concediendo un lugar privilegiado a la eucaristía, no sólo al mencionarla en la oración de ordenación, sino también en los ritos explicativos. Tanto la unción de las manos como la entrega del pan y del vino están relacionados con el sacrificio eucarístico. La oración que se dice al ungir las manos especifica que el presbítero es ungido para santificar al pueblo cristiano y ofrecer el sacrificio a Dios.

Mucho más explícita es la relación de la Eucaristía con el presbítero en la entrega del pan y del vino. Hay una clara alusión a la función de santificación y al sacrificio eucarístico en la oración que acompaña a esta entrega: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

Es el único signo que se le entrega. Subyace en este rito la teología antigua, particularmente medieval, en la que se concedía con el presbiterado el poder de consagrar, acentuando casi exclusivamente el aspecto sacerdotal de su ministerio, aspecto significado también en las vestiduras sacerdotales con las que es revestido el nuevo presbítero. Y en las Observaciones Previas del Ritual, refiriéndose a la relación de este gesto con la eucaristía, se dice: “Este ministerio se declara más ampliamente por medio de otro signo... por la entrega del pan y del vino en sus manos, se indica el deber de presidir la celebración eucarística y de seguir a Cristo crucificado” (113).

La eucaristía es el “centro y culmen de toda la vida de la Iglesia”, “raíz y quicio de la comunidad cristiana”, “meta y culmen de todo apostolado”, en palabras del Vaticano II. La espiritualidad de la Eucaristía debe llenar toda la vida del presbítero, haciendo de su vida una ofrenda con Cristo agradable al Padre. En el ofertorio se ofrece al Padre con los signos del pan y del vino; en la consagración queda consagrado, queda expropiado, y, al salir al mundo, debe vivir esa consagración eucarística; ya no se pertenece.

Toda esta espiritualidad eucarístico-sacerdotal de víctima y ofrenda con Cristo al Padre está maravillosamente expresada en la última promesa que el Obispo pide al ordenando:

“¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, y con Él consagraros para la salvación de los hombres?”

Los elegidos responden: Sí, quiero, con la gracia de Dios.

La acción de gracias al Padre y la epíclesis del Espíritu Santo se centran en las palabras de Cristo que instituyen la Eucaristía. Todo lo que el Señor ha hecho en favor de los hombres, en la creación y en la historia de la salvación, está ahí significado y actualizado en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, tras haber sido escuchadas las palabras de la institución. La invocación al Espíritu Santo para que realice las maravillas del Señor en la consagración del pan y del vino es escuchada con las palabras de la institución, que son promesa cierta que realizan los que significan, la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, la presencia real de la persona del Hijo crucificado y resucitado.

La presencia sacramental de Cristo es para la Iglesia el resumen de todas las maravillas de la creación y de la historia de la salvación; no se puede recibir en este mundo nada más grande y fuerte que el Cuerpo sacramental de Cristo, su presencia real con todas las riquezas de su Reino. Y como sólo se reciben estas realidades mistérica y sacramentalmente en la Misa, nosotros vivimos su esperanza y su espera con tensión y estímulo en la vida hacia la manifestación de Cristo y de su Reino en la gloria.

Pero la Iglesia peregrina ya reconoce en el misterio la presencia íntima de Cristo en el sacramento de su cuerpo y de su sangre, ya vive con alegría el reino que se esconde en ella, y puede, por tanto, aclamar a Cristo diciendo: “Este es el Misterio de la fe. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”[14].7

En tercer lugar, la Oración de Ordenación menciona el sacramento de la Reconciliación, que recibe toda la importancia en el rito actual de la liturgia romana, ya que antes no era mencionado y ahora se le recuerda tres veces. La primera, en el interrogatorio inicial; la segunda, en la plegaria de Ordenación; y la tercera, en la bendición final.

Al terminar con la expresión “aliviar a los enfermos” se menciona el sacramento de la Unción de Enfermos. La tradición litúrgica apenas habla de este sacramento en los textos eucológicos de la ordenación presbiteral, tan sólo es mencionado en el rito sirio-oriental.

El ministerio de los Sacramentos exige, pues, espiritualidad profunda en el que los administra, porque es Cristo quien bautiza, quien reconcilia, quien ofrece la Eucaristía..., por lo tanto debe ser signo claro y transparente de Cristo. Presta visibilidad y corporeidad a los gestos salvadores del Señor. Una prestación puramente externa, sin identificación e implicación interior, no recoge el alma de los gestos de Jesús. No se pueden hacer los gestos de Cristo sin el espíritu de Cristo. Ser símbolo de Cristo, especialmente en la Eucaristía, lleva a convertir la propia vida en “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros...”. Simbolizar a Cristo en la Reconciliación comporta identificarse con la misericordia de Jesús y encarnarla en las actitudes propias. Representarlo en el Bautismo entraña comprometerse en ese gesto de Jesús de engendrar y reengendrar a la comunidad. En la dinámica de los sacramentos el sacerdote queda implicado hasta su misma raíz. Esta identificación con Cristo en la celebración sacramental hace del presbítero un buscador infatigable de Jesús en la oración y el seguimiento... Sólo un profundo hábito de meditar los misterios de Cristo, el esfuerzo por imitarle y la oración incesante permitirán al sacerdote ser símbolo viviente de Jesús.

5. 3º.- DEPRECATOR MISERICORDIAE DEI: IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

La Oración de Ordenación pide en tercer lugar que los presbíteros imploren la misericordia de Dios por el pueblo a ellos encomendado y por todo el mundo[15]. Para comprender mejor su contenido hay que relacionarlo con la nueva pregunta que se ha añadido en la actual edición:

“¿Estáis dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?”

La tercera función necesaria del presbítero es ser orante. Al igual que los Apóstoles, a imitación del Maestro, el presbítero debe dedicarse asiduamente a la oración, tal como mandó el Señor (Hech 6,4). La oración del presbítero es una oración apostólica, porque es una misión encomendada sacramentalmente.

No se refiere exclusivamente al rezo de la Liturgia de las Horas, como aparece en la Homilía, sino que se trata de un principio amplio de la espiritualidad sacerdotal desarrollado por el Vaticano II: los presbíteros son hombres y maestros de oración[16].

Al ser constituidos sacramentalmente en pastores del Pueblo de Dios, oran al Padre por el pueblo a ellos encomendado y por todos los hombres. Es una función intercesora y pastoral, además de una misión encomendada por la Iglesia, que manifiesta su naturaleza orante. El presbítero ora en nombre de la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia, haciendo de su oración una ofrenda de alabanza y acción de gracias a Dios Padre.

Es verdad que el sacerdote está al servicio de la Palabra y de la comunidad, pero es también, y sobre todo, hombre de oración y de contemplación, en comunión con Cristo sacerdote al que reproduce en su ofrenda y en su intercesión incesante por los hombres. Esta dimensión oracional del ministerio es esencial para vivir su identidad y espiritualidad sacerdotal.

No se puede afirmar más rotunda y claramente esta dimensión esencial en todo sacerdote mejor que lo hace Juan Pablo II en la NMI, dirigiéndose a toda la Iglesia[17].

N° 32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí como yo en vosotros” (Jn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cf Sacrosanctum Concilium 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

Nº 33.- Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tiene que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición. Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral. Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración”.

Sería interesante hablar largamente del sacerdote como gran intercesor. Es un motivo que da inmenso valor a toda la liturgia que vivimos y la sostiene en su fatiga. Muchas veces me pregunto: ¿cómo puede un sacerdote o un obispo ser verdaderamente intercesor por las muchísimas personas que le confían sus intenciones, por las muchísimas causas ante las cuales debería estar como Moisés orando en la cima del monte? (cfr. Ex 32,11).

Como sacerdote, quisiera recordar en mi oración, al Papa, a todos los obispos, a los diáconos, a los consagrados y consagradas, uno a uno, a todos los seminaristas, a todos los fieles, a todos los que se encomiendan a mis oraciones, a todas las comunidades parroquiales, a los pecadores, a las personas que sufren, a las personas que están buscando, al mundo entero; ¿cómo hacerlo? Me consuela entonces el espléndido texto de San Pablo: “Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad” (Rom 8,26-27).

Confiándome al Espíritu, me abandono al ritmo de la Liturgia de las Horas, así como al dinamismo poderoso de la liturgia eucarística, pensando en tantas personas por las que quisiera orar, porque sé que el Espíritu está activo en cada una de ellas y sé que Cristo resucitado pronuncia sus nombres dentro de mí y así intercedo por mi pueblo según los designios de Dios.

Los santos vivieron con singular intensidad esta mediación intercesora, identificándose totalmente con los sentimientos de Cristo. Valga como ejemplo este maravilloso texto de San Juan de Ávila:

“El sacerdote en el altar representa, en la misa, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón que quien le imita en el oficio lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndolo delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda, honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo; y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos” (Tratado del Sacerdocio).

La identidad fundamental del sacerdote católico radica básicamente en haber sido elegido por Dios y por la Iglesia para entregar su vida a la comunión con Cristo, sacerdote e intercesor, primero, mediante el sacrificio eucarístico; luego, con la liturgia de las Horas y la oración contemplativa; para servir a Cristo profeta proclamando y enseñando la palabra de Dios; para reunir la comunidad eclesial en nombre de Cristo Pastor por la fuerza del Espíritu Santo. Cuando el carácter sacerdotal del presbítero mantiene el equilibrio de las tres funciones esenciales de su ministerio, su espiritualidad lo define y marca específicamente como hombre del sacrificio eucarístico, de la oración litúrgica y contemplativa.

En el memorial del sacrificio, el sacerdote recuerda la pasión y la resurrección del Señor, presenta al Padre el único sacrificio del Hijo como oración por excelencia; tan es así, que la Iglesia no puede dar verdaderamente gracias ni interceder si no es por medio de Jesucristo crucificado y resucitado, Único y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Por eso la santa Misa es fundamentalmente PLEGARIA EUCARÍSTICA.

“El sacerdocio perfecto y definitivo de Cristo se consuma, pues, en dos momentos: en el sacrificio de la cruz, ofrenda total de sí mismo, y en la intercesión en el cielo, memorial perpetuo de su sacrificio por la salvación y santificación de los hombres; el sacerdocio cristiano, en comunión con Cristo, es un compromiso a sacrificar toda la vida y a interceder fervientemente por los hombres. Tanto en la oración como en la vida el cristiano ofrece su cuerpo en sacrificio vivo y santo. Los sacerdotes son signos e instrumentos del sacerdocio único y perfecto de Cristo al servicio de sus hermanos, que llega hasta el sacrificio generoso de toda su vida, y también en su oración de intercesión, que pone ante Dios a todos los que le han sido confiados para que se salven y santifiquen.

Juan atribuye a cada uno de los episodios de la crucifixión un profundo significado teológico. Para él, Cristo consuma en la cruz el sacrificio del cordero pascual, con cuya sangre había marcado las puertas de las casas de los israelitas para liberarlos. Cristo es el nuevo y definitivo Cordero Pascual, cuya sangre liberará a los hombres. Juan dice que fue crucificado el día de la preparación de la Pascua, es decir, el día en que se prepara la cena pascual, que debe celebrarse tras la puesta del sol. Jesús se inmolará en la cruz en el preciso momento en que el cordero pascual era inmolado en el templo para la cena litúrgica de la Pascua. Cristo ejerce su ministerio de pastor entregándose al sacrificio, como el cordero pascual que quita el pecado del mundo. Su ministerio es esencialmente sacrificio y servicio.

Pilatos hace que se ponga un letrero en la cruz: “Jesús de Nazaret, el rey de los judíos” (Jn 19,19). Sin saberlo se convierte en instrumento de la palabra divina. A quien ya ha presentado como “hombre” y luego como “rey” lo presenta ahora en el letrero en su humanidad y en su realeza.

El ministerio real de Cristo solo puede fundarse en la humillación, en el sufrimiento, en el sacrificio de la pasión y de la cruz. Es el Mesías-Rey sólo porque es Siervo sufriente; sólo es Pastor porque se inmola como Cordero Pascual.

En otro episodio de su crucifixión (Jn 19,23), se presenta a Jesús en su ministerio sacerdotal. La alusión a la túnica sin costura, que los soldados sortean, sugiere la túnica del sumo sacerdote judío, que no debía tener costura. Con este detalle de vestuario, el evangelista presenta a Cristo como el verdadero y definitivo sumo Sacerdote del pueblo, que realiza la expiación perfecta y perenne. En la cruz, Cristo es el Sumo Sacerdote eterno que se ofrece como Cordero Pascual. Sacerdocio y sacrificio son una sola y única realidad.

Cristo cumple así las profecías; es a la vez Cordero, Rey y Sumo Sacerdote. En el sacrificio de la cruz reúne su ministerio profético, su ministerio sacerdotal y su ministerio real. Como profeta perfecto consuma la palabra divina inmolándose en un sacrificio definitivo, siendo a la vez sacerdote eterno y víctima redentora; entregando su vida como Cordero Pascual, basa su autoridad real de Pastor. En la cruz Cristo es al mismo tiempo Profeta fiel, sacerdote sacrificado y Rey obediente. El ministerio de la Iglesia sólo es auténtico cuando es signo e instrumento de este Profeta, de este Sacerdote y de este Rey crucificado y resucitado[18]. La doctrina de la participación del ministerio eclesial en el de Cristo Profeta, Sacerdote y Rey, crucificado y resucitado, la ha manifestado con claridad el Concilio Vaticano II: “Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Heb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus discípulos el espíritu prometido por el Padre” (cf. Hch 2, 33)[19]. “Porque los presbíteros, por la sagrada ordenación y misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se edifica incesantemente aquí en la tierra, como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo”[20].

5 .4º.- LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS EN LA ÚLTIMA CENA.

El Evangelio de Juan nos transmite la extensa oración de Jesús llamada con acierto “oración sacerdotal.” En ella Jesús aparece como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, en la función propia del gran sacerdote de la Antigua Alianza. Este entraba en el “Santo de los Santos” del templo, lugar de la presencia misteriosa del Señor, hacía la aspersión con la sangre del sacrificio por los pecados, orando por él mismo, por los sacerdotes y por todo el pueblo, y una sola vez al año pronunciaba el nombre impronunciable del “Yo soy el que soy”.

En la plegaria sacerdotal, Cristo se pone en presencia del Padre y le pide que le glorifique “con la gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera” (Jn 17,5). En efecto, “la hora” ha llegado, la hora de la cruz, de la resurrección y del retorno a la gloria del Padre, la hora de la entrada en el “Santo de los Santos”, lugar de la gloria por la intercesión del Sumo Sacerdote (cfr Jn 17,1-5).

Después de haber orado por Él, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, Jesús ora por los que el Padre ha elegido y le ha confiado, los discípulos del primer momento, los apóstoles, sacerdotes de la Nueva Alianza, a quienes les ha revelado el Nombre de Dios, el misterio de la vida trinitaria. Y esta revelación le ha llevado a reconocer de verdad que Cristo Jesús ha salido de Dios y han creído que Dios lo ha enviado (Jn 17,8). Jesús ora por los apóstoles, no por el mundo; su oración sacerdotal se centra en los que son sacerdotes con Él, porque el Padre se los ha confiado; esos sacerdotes son de Dios y se le han dado a Cristo porque el Padre y el Hijo tienen todo en común. Y Jesús, el Cristo, es glorificado en los Apóstoles, que continúan su misión en el mundo (Jn 17,9ss). El Hijo vuelve al Padre y deja en el mundo a los suyos; y pide que el Padre les mantenga en su nombre, en comunión con Él, en la verdad de su Palabra, para que sean una sola cosa como la Trinidad. (Jn 17,11) Ahora el Hijo se va al Padre, pero estando todavía en el mundo comienza ya su ministerio de intercesión: ora largamente en la Última Cena para que los apóstoles “tengan la plenitud de mi alegría.” (Jn 17,13).

La oración se vuelve luego invocación para que el Padre consagre a los apóstoles: “Conságralos en la verdad. Tu Palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me consagro enteramente a tí para que ellos se consagren enteramente a ti por medios de la verdad” (Jn l7,l7-19). El verbo “consagrar”: «Hagiazein», que aquí se repite tres veces, tiene otros significados complementarios: separar para Dios, consagrar a Dios, ofrecer en sacrificio a Dios, santificar.

Jesús pide al Padre que consagre a los apóstoles por la Palabra de la Verdad: que pronuncie sobre ellos su nombre para consagrarlos al servicio, al ministerio de la Palabra, al sacerdocio de la Nueva Alianza. Cristo ya los ha enviado como misioneros al mundo para que continúen su misión de enviado del Padre. Y Jesús se ofrece en sacrificio por ellos, los ofrece al Padre como un bien adquirido en su ministerio, para que sean santificados por la verdad de la palabra de Dios, para que sean una ofrenda santificada por el Espíritu Santo (Rom 15,16).

Igual que en el día de la expiación el sumo sacerdote oraba por la santificación de los sacerdotes asociados a su ministerio, también Cristo intercede por los sacerdotes de la Nueva Alianza y pide al Padre que los consagre para que, como Él, sean enviados a llevar al mundo la palabra de la verdad: “Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra” (Jn 17,20-26). Después de haber orado por Él, y por su vuelta al Padre y de haber pedido para los apóstoles, sacerdotes de la Nueva Alianza, su consagración en la Palabra de la verdad (Jn l7,6-19), Jesús, como gran sacerdote, ora por todo el pueblo de Dios. Y lo que pide fundamentalmente es la unidad de todos los miembros del pueblo de Dios, la unidad de la Iglesia, para que sea signo de la comunión trinitaria en el mundo y de este modo el mundo crea en la encarnación y en el amor de Dios a todos los hombres (Jn  17,23).

Ésta es la misma idea que contiene la Carta a los Hebreos. A quienes tienen nostalgia del antiguo culto levítico, que quizás fueron sacerdotes judíos, buenos conocedores de la liturgia, el apóstol Pablo quiere consolarlos con la certeza de que el nuevo sacerdocio de Cristo, Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos (Hb 3,l) es superior al antiguo y es definitivo[21]. “Nadie puede arrogarse esta dignidad del sacerdocio sino aquel al que Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. Así también Cristo no se apropió de la gloria de ser sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: “Tu eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Hb 5,4ss).El sacerdocio según el orden de Melquisedec es superior al sacerdocio levítico porque viene directamente de Dios. Cristo ofreció en la cruz el sacrificio de su sufrimiento por la salvación de los que creen y hace memoria de ellos ante el Padre, en el “Santo de los Santos celeste”, donde intercede para siempre por nosotros (Cfr. Hb 9,12.24). Como el sumo sacerdote el día de la expiación, Él también traspasó el velo del templo para llevar allí la memoria de su sacrificio como intercesión perpetua, fundada en la redención eterna que nos ha conseguido (Hb 9,11ss).

El sacerdocio de Cristo es, pues, único e inmutable. Él es el “ministro” (leitourgós) del santuario y de la verdadera tienda de la presencia erigida por el Señor, y no por el hombre (Hb 8,2). Él ofreció un único sacrifico entregando su sangre de una vez por todas para salvar a los que creen en Él. Ya no es preciso, pues, ofrecer los sacrificios de la Antigua Alianza, porque han sido asumidos y consumados en el único sacrificio de la cruz. Solo queda, por tanto, el memorial perpetuo del único sacrificio que Cristo ofrece al Padre por nosotros (Hb 9,24).

Por consiguiente, es imposible que haya un sacerdocio que no sea participación del único sacerdocio de Cristo. Sólo cabe la ofrenda cuando se participa en el único sacrificio de Cristo. No hay más mediación que el memorial de esta única ofrenda consumada ante el rostro del Padre por la intercesión de Cristo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía se une a Cristo, su Sumo Sacerdote; realiza el memorial de la cruz y está en comunión con el memorial que ofrece el Resucitado, siempre vivo para interceder por nosotros.

El sacerdote de la Nueva Alianza, pues, ministro del único sacerdocio de Cristo, realiza el memorial de su único sacrificio e intercede junto con nuestro Sumo Sacerdote, que presenta al Padre el memorial perpetuo de la cruz para nuestra salvación eterna”[22].

“Este vínculo entre sacerdocio ministerial y sacerdocio eucarístico es un elemento permanente de la tradición de la Iglesia. La Reforma protestante lo minimizó o contestó fundándose en una peculiar interpretación del Nuevo Testamento. Quizá el diálogo ecuménico se ha puesto de parte de esta contestación. De hecho algunos exegetas modernos, que reducen su interpretación a los textos del Nuevo Testamento parecen apoyar una concepción no sacerdotal del ministerio cristiano”[23]. “El sacerdote y el laico se distinguen no porque el primero sea espiritual o moralmente superior al segundo, sino por la llamada que Dios les ha hecho, por los carismas de Espíritu Santo que los ha configurado a Cristo y preparado para sus funciones específicas en la Iglesia: unos como profetas de la Palabra, sacerdotes de la Eucaristía y pastores de la Iglesia; los otros, como testigos del Evangelio en el mundo, como “piedras vivas vais construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios”, como sacerdocio real” (lPe 2,5,9).

La diferencia entre el sacerdocio ministerial de los sacerdotes y el sacerdocio real de los fieles no es sólo una diferencia de grado en la estructura de la Iglesia, sino una diferencia esencial en relación con Dios, una diferencia en su configuración con Cristo, una diferencia en los carismas del Espíritu Santo para el servicio en la Iglesia. A esta diferencia la tradición la ha llamado “carácter”, sello indeleble que marca profundamente y que lleva consigo los frutos del Espíritu.

Hay un carácter bautismal que tiene todo cristiano por el bautismo y la confirmación y que le convierte en fiel testigo de Cristo hasta el sacrificio, en un fiel adorador del Dios vivo, en un miembro activo de la Iglesia; y hay también un carácter sacerdotal que recibe el sacerdote al ser ordenado por el obispo, que le configura con Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, para llevar a cabo una misión y prestar un servicio en la Iglesia y que le otorga una espiritualidad específica en su comunión con Cristo.

El sacramento del orden configura al sacerdote con la persona de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor. La ordenación sacerdotal, mediante la imposición de las manos del obispo, crea una “ligazón ontológica específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor” (PDV 11).

Esta configuración ontológica es de naturaleza trinitaria: “es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión cristiana en tensión misionera, donde se manifiesta toda la identidad cristiana, y por tanto, también, la identidad específica del sacerdote y de su ministerio. En efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo”(PDV 12).

La verdadera identidad del sacerdote reside en que participa específicamente del sacerdocio de Cristo, en que es una prolongación del mismo Cristo, Sumo y Único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza: el sacerdote es una imagen viva y nítida de Cristo sacerdote, “una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor” (PDV 12-15).

Por tanto los ministros son embajadores de Cristo, como si Dios nos exhortase por medio de ellos: “En nombre de Cristo os suplicamos: reconciliaos con Dios” (2Cor 5,18-20). El ministerio tiene por tanto carácter sacramental; no es la palabra de alguien que llama a reconciliarse, sino que es Dios mismo el que, en Cristo y por la palabra del ministro, reconcilia a los hombres con Él: “Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una “potestad espiritual” que es participación de la autoridad por la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia”(PDV 21).

El sacerdote, pues, representa a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; se sitúa, por tanto, en la Iglesia y antela Iglesia. Es un signo de trascendencia y libertad de la Palabra ante la comunidad eclesial. Proclama la Palabra de Dios en la Iglesia y ante la Iglesia y representa la libertad de Cristo, no la personal. Así pues, por su naturaleza y por su misión sacramental, el sacerdote es signo del primado absoluto y de la total gratuidad de la gracia que el resucitado dona a la Iglesia. A través del sacerdocio ministerial, la Iglesia es consciente de que no es sino fruto de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo.

“Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo Cabeza y Pastor, han sido puestos, con su ministerio, al frente de la Iglesia, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación, Él, que es “el Salvador del Cuerpo” (Ef 5, 23).

“El profesor A. Gounelle ha afirmado que, para la Reforma, la tarea principal del ministerio es anunciar el Evangelio, predicarlo y explicarlo, sin ninguna connotación sacrificial. Este es un punto muy importante en la diferencia entre católicos y protestantes sobre la doctrina del ministerio. Para la Iglesia católica, el sacerdote (obispo o presbítero) tiene un carácter sacerdotal que se ejerce principalmente en la Eucaristía, mientras que para las tradiciones protestantes el ministro ordenado no tiene en absoluto esta propiedad ni esta función sacerdotal, participando solamente en el munus profético y pastoral de Cristo mediante la proclamación de la Palabra y la dirección de la comunidad eclesial...”[24]

“En su función sacerdotal de oración, el sacerdote en la comunidad es un signo de Cristo, Sumo sacerdote e intercesor. Lleva ante el Padre, por medio del Hijo y en comunión con los santos reunidos por el Espíritu, la alabanza y la súplica por las personas de que es responsable, sean o no cristianas.

La figura del sumo sacerdote de la Antigua Alianza puede iluminar la función sacerdotal de la oración: “Cada vez que entre en el santuario, Aarón llevará sobre su pecho, en el hosen de la decisión, el nombre de los hijos de Israel, como memorial eterno ante el Señor” (Ex 28,29).

El hosen (pectoral) estaba adornado con doce piedras esculpidas a modo de sellos, y cada una tenía el nombre de una de las doce tribus del pueblo de Israel. Así, cuando el sumo sacerdote entraba en el santuario, llevaba en su corazón una piedra por cada tribu, que ponía ante el Señor esperando su bendición. He aquí un precioso símbolo de la intercesión sacerdotal. Es verdad que sólo Cristo ha realizado la acción del sumo sacerdote de entrar en el santuario del cielo para presentar al Padre la intercesión perpetua que es su sacrificio único; pero en la Iglesia los sacerdotes son los signos de Cristo intercesor, y unidos a su sacerdocio participan de este sacerdocio de oración y de intercesión por los miembros del pueblo de Dios y por los hombres que les han sido confiados.

Por lo tanto se les puede aplicar indirectamente por medio de Cristo la imagen del sumo sacerdote que lleva sobre sus hombros las pesadas piedras esculpidas con el nombre de los hijos de Israel como memorial ante el Señor, una oración que pide al Señor que se acuerde de sus fieles.

Cuando reza el oficio litúrgico, el ministro jamás está solo. Si le es imposible celebrarlo en comunidad, su alabanza, su intercesión y su meditación se hacen en nombre de todos y por todos; y aquí reside el cometido más alto de su ministerio, que es dar voz y corazón a la aspiración consciente de la Iglesia ante su Señor, a la aspiración consciente de la creación ante su Creador. Los salmos son una parte importante de este oficio. En comunión con Cristo, que también los rezó, el ministro expresa la alabanza de las criaturas y de la Iglesia; se pone en lugar de los que sufren en su cuerpo o en su alma para expresar con ellos su súplica.

La gran diversidad espiritual de los salmos logra que el ministro pueda hacerse todo para todos en su oración sacerdotal. Siempre han sido una parte esencial del oficio, porque permiten rezar como nadie sabría hacerlo. Sin ellos, la oración sería demasiado individualista e interesada; con ellos el corazón se ensancha para que quepa en él todo el mundo, todas las necesidades de los hombres y sobre todo el amor de Cristo, que rezó por ellos y les dio sentido definitivo con su muerte y resurrección.

En una época en que el sacerdocio ministerial tiene que renovarse en lo que tiene de específico y tiene que adaptarse santamente a las circunstancias del mundo moderno, el oficio supone para los sacerdotes un refrigerio para su vida interior que les ayuda a profundizar en su acción ministerial”[25].

La celebración eucarística es, pues, el compendio de todo el ministerio del sacerdote: servicio de la Palabra, servicio de la presencia de Cristo, servicio de la autoridad del Espíritu. En su preparación diaria para celebrar la Eucaristía, el sacerdote puede decir con el salmista:

“Tú, Señor, eres mi copa y el lote de mi heredad,

mi destino está en tus manos.

Me ha tocado un lote delicioso,

¡qué hermosa es mi heredad!..

Me enseñarás la senda de la vida

me llenará de gozo en tu presencia,

de felicidad eterna a tu derecha” (Salmo 5,5ss).

5.5º.- TODA LA VIDA DE ORACIÓN DEL SACERDOTE TIENE SU FUENTE, SU LUZ Y SU FUERZA EN LA OFRENDA DE LA EUCARISTÍA[26].

Todos estos aspectos de la oración como apostolado, entrega, amor... están espléndidamente expresados en el Responsorio breve de las II Vísperas del Común de Pastores, que reza así: “Éste es el que ama a sus hermanos: el que ora mucho por su pueblo: el que entregó su vida por sus hermanos... el que ora mucho por su pueblo”.

AUSENCIA: Causa cierta sorpresa, al analizar la actual Oración de Ordenación presbiteral no encontrar una clara referencia al ministerio de gobierno, al pastoreo, a la guía del pueblo de Dios como manifestación más explícita del triple munus propio del ministerio episcopal, del cual, en obediencia al Obispo, participa el presbítero, tal como aparece en la tradición litúrgica y la teología actual de la Iglesia, expresada con claridad por el Vaticano II.

Aunque se perciben algunas referencias indirectas en la tipología que se presenta, no se menciona expresamente al especificar las funciones propias del ministerio presbiteral como sí lo hacen las Observaciones Generales Previas, en la homilía o en la Promesa de los elegidos, cuando el Obispo pregunta al candidato si está dispuesto a cooperar con el obispo “apacentando el rebaño del Señor”.

6.-  “AD EFFORMANDUM POPULUM SACERDOTALEM”

En el texto de la oración de ordenación de los presbíteros, el ministerium verbi y el ministerium sacramentorum unido al ministerium orationis, propios del ministerio presbiteral, tienen como finalidad la formación del Pueblo de Dios.

Una vez que hemos visto la dimensión constitutivo- existencial del presbítero y las funciones por las que se realiza ministerialmente, vamos a ver ahora la finalidad que Dios pretende conseguir mediante la colaboración de sus presbíteros: la formación de un pueblo sacerdotal.

6.1º.- UN PUEBLO SACERDOTAL.

La Iglesia es concebida como pueblo de Dios (LG 9). Todo este pueblo único de Dios es un pueblo sacerdotal (1Pe 2,9). Cristo, Señor y Pontífice, tomado de entre los hombres, hizo de su pueblo un reino de sacerdotes para Dios Padre (Hb 5,1-3; Ap 1,6; 5,10). Es un pueblo sacerdotal porque todos sus miembros participan del sacerdocio de Cristo por el Bautismo, formando un pueblo sacerdotal y una nación santa.

El Espíritu Santo suscita en su Iglesia diversidad de carismas y ministerios dirigidos al servicio de Dios y del pueblo sacerdotal. Entre éstos está el sacerdocio apostólico o ministerial que es un servicio para formar, dirigir, animar y unificar el pueblo sacerdotal. Este sacerdocio, por el Sacramento del Orden, participa del triple munus de Cristo para animar el sacerdocio común o bautismal. Este sacerdocio apostólico es propio de los presbíteros en colaboración con el Obispo.

El sacerdocio ministerial sólo tiene sentido en relación al sacerdocio común de los fieles y ambos son esenciales en la Iglesia. El presbítero surge y nace en un contexto eclesial creando un vínculo sacramental entre el presbítero y la Iglesia, concretada en su Iglesia Local. No sólo nace sino que se realiza en y para edificar la Iglesia, pueblo sacerdotal. En el rito de Ordenación es la Iglesia local la que hace la petición al Obispo local para que le ordene sacerdote; el candidato es un miembro de la Iglesia local y se le ordena un servicio en esa Iglesia. Es presbítero en la Iglesia, pertenece a ella.

“Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su «estar en una Iglesia particular» constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral como su vida espiritual” (PDV 31).

6. 2º.- FORTALECIDO POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD.

El Espíritu de Cristo es la fuerza dinamizadora que fortalece al presbítero con su presencia para realizar su ministerio. El nuevo Ritual de Órdenes concede una importancia especial al Espíritu Santo. Así lo atestiguan las referencias teológicas, tanto en las Observaciones Generales Previas como en los gestos y eucología de la celebración litúrgica de este sacramento, especialmente en el gesto de la imposición de las manos y la oración de ordenación.

La ordenación sagrada se confiere por la imposición de las manos del Obispo y la Plegaria con la que bendice a Dios e invoca el don del Espíritu Santo, para el cumplimiento del ministerio. Pues, por la tradición, principalmente expresada en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, está claro que, por la imposición de las manos y la Plegaria de la Ordenación, se confiere el don del Espíritu Santo y se imprime el carácter sagrado, de tal manera que los Obispos, presbíteros y los diáconos, cada uno a su modo, quedan configurados con Cristo(OGP 6).

Por el sacramento del Orden, Dios renueva en el presbítero el Espíritu de Santidad, que hace santa su vida, garantiza la Comunión con Dios, renueva su interior y le fortalece para santificarse y poder santificar, formando a Cristo Cabeza y Pastor en su ser y existir como lo hizo en el seno de María. El Espíritu Santo es el principio dinámico y vitalizador del ministerio presbiteral y sólo con su gracia fructifica el anuncio del Evangelio en el corazón de los hombres. Los sacramentos manifiestan, en sus gestos y palabras, la presencia y la acción salvadora de Cristo por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que actúa y se da en el Sacramento del Orden, es origen configurador, fuente y llamada que capacita, dinamiza la santidad presbiteral y apostólica, que nace y se desarrolla por el Sacramento del Orden. Por eso, el sacerdote es y debe ser “hombre de Espíritu”, recibido por la imposición de las manos y llamado a santificar y santificarse.

6. 3º.- HACIA LA CONSUMACIÓN DEL REINO.

La finalidad del ministerio presbiteral es formar un pueblo sacerdotal, que se transformará en un único pueblo que llegará a la plenitud en el Reino de Dios. La Iglesia tiene como fin dilatar y extender el Reino Dios aquí en la tierra hasta el final de los tiempos. Este Reino de Dios es el punto final de toda la Historia de la Salvación. Cristo, después de congregar todas las naciones, sometida la creación entera y recapituladas todas las cosas en Él, entregará a Dios Padre “un reino eterno y universal”, como proclama el Prefacio propio de la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo: “Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del Universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.., para que consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”. El ministerio presbiteral es un ministerio esencialmente escatológico dirigido hacia el “éschaton “final, un servicio presente del Reino Futuro.

CONCLUSIÓN: IMITA LO QUE CONMEMORAS...

La liturgia de la ordenación de los presbíteros contiene una antigua oración que acompaña la entrega del cáliz y la patena al neopresbítero y que termina con estas hermosas palabras, ya mencionadas anteriormente, que resumen toda la espiritualidad sacerdotal:

“Considera lo que realizas

e imita lo que conmemoras,

y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

Dios quiera que estas palabras resuenen siempre en la vida de sus presbíteros como eco de la liturgia de la ordenación. La Iglesia nos pide en esta oración que seamos conscientes de lo que celebramos en ese momento para vivirlo luego durante toda la vida. Vive durante toda la vida lo que un día celebraste en tu ordenación. El momento celebrativo de la ordenación se convierte para los presbíteros en el momento fontal de su espiritualidad y de su ministerio por la unción del Espíritu Santo, que les configura a Cristo y a su misión salvadora, para construir el Pueblo santo de Dios para la consumación de la Historia de la Salvación.

La ordenación es ya el inicio de la misión; y la misión no es más que prolongar durante toda la vida la unión gozosa que el Señor dispuso, por manos del Obispo, en la ordenación presbiteral. El nuevo Ritual de Ordenación es un precioso instrumento que la Iglesia pone en nuestras manos no sólo para celebrar dignamente este sacramento sino también para meditar y aclamar el insondable misterio de amor que Dios realizó en nuestra vida por la ordenación presbiteral.

Aquí se fundamenta su espiritualidad, su grandeza y a la vez pequeñez, el todo y la nada del ser y existir sacerdotal, condensado magistralmente en aquellas preciosas palabras, atribuidas a San Agustín, que yo vi y leí muchas veces, sin entenderlas, en un cuadro de la sacristía de mi pueblo, Jaraíz de la Vera, cuando aún era monaguillo, y que más tarde pude traducirlas siendo seminarista:

“O sacerdos, tu qui es?

Non es a te, quia de nihilo.

Non es ad te, quia mediator ad Deum.

Non es tibi, quia sponsus Ecclesiae.

Non es tuus, quia servus omnium.

Non es tu, quia Deus es.

Quid ergo es?

Nihil et omnia, o sacerdos”.

SEGUNDA  PARTE

 

EL SACERDOTE, DISCÍPULO Y MAESTRO DE ORACIÓN

1.-NECESIDAD  DE  LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA SER Y EXISTIR EN CRISTO

 

Queridos hermanos sacerdotes, todos necesitamos de la oración diaria ante Jesús en el Sagrario de tu parroquia, esperándote siempre, lleno de amor a los hombres, necesitamos del desierto diario de silencio y oración en nuestras vidas. Hasta el mismo Cristo lo necesitó y no lo hizo para darnos ejemplo. Los evangelios nos aseguran que Cristo se retiraba por las noches a orar: “Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo” (Mt 14,23); también nos dicen cómo se retiró a orar al comienzo de su vida pública para descubrir y poder vencer las falsas concepciones del Reino de Dios, que sus contemporáneos tenían en relación con el Mesías prometido y con su mensaje; necesitó la soledad y el silencio de las criaturas para orar y predicar el Reino de Dios, para no retroceder y acobardarse ante las dificultades, para no desviarse por la tentación de mesianismos puramente terrenos, consumistas y temporalistas, a los que el mundo quiere siempre reducirlo todo, hasta el mismo evangelio y el Reino de Dios sobre la tierra.

La Iglesia y los cristianos tendremos siempre esa tentación. Por eso necesitamos rezar bien el tercero de los misterios luminosos del santo Rosario: La predicación del reino de Dios por la conversión.

Nosotros y todos los seguidores de Cristo siempre necesitaremos de la soledad y del desierto para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos, y de esta forma, lejos de influencias mundanas de criterios y concepciones falsas, poder descubrir las verdaderas razones de nuestro vivir cristiano y tener el gozo de encontrarnos a solas con Él, con el Eterno, el Infinito, el Trascendente y perdernos por algún tiempo en la inmensidad del Absoluto.

Para la mentalidad bíblica el desierto nunca es un término, sino un lugar de paso, como en el caso de Elías: “Y levantándose, comió y bebió; y con la fuerza de aquel manjar caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Orbe” (1Re 19,8).

El desierto fue el camino del éxodo del pueblo judío desde la esclavitud hasta la libertad de la tierra prometida: “Acuérdate, Israel, del camino que Yavéh te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yavéh. Tus vestidos no se gastaron sobre ti, ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que Yavéh, tu Dios, te corrige a la manera como un padre lo hace con su hijo. Guarda los mandamientos de Yavéh, tu Dios, sigue sus caminos y profésale temor” (Ex 18,2-6).

En la vida de Jesús el desierto es un período de preparación inmediata a su ministerio público: “Al punto el Espíritu lo empujó hacia el desierto. Y estuvo en él durante cuarenta días, siendo tentado por Satanás, y vivía entre las fieras, pero los ángeles le servían” (Mc 1,12).

Es también una evasión frente al acoso de las turbas: “Y Él les dijo: “Venid también vosotros a un lugar apartado en el desierto, y descansad un poco” (Mc 6,31). Es un ambiente propicio para la oración: “Una vez que despidió al pueblo, subió al monte a solas para orar” (Mt 14,23); y para la meditación prolongada: “Por aquellos días fue Jesús a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6,12).

El desierto, en fin, es un manantial donde saciar la sed de verse a solas con el Padre: “Quedaos aquí mientras voy a orar... Y adelantándose El un poco, cayó en tierra y rogaba: ¡Abba, Padre!” (Mc 14,32-35). Si Jesús y los profetas y los hombres de Dios se retiraron con frecuencia al desierto para descubrir y seguir su voluntad, es lógico que nosotros también lo hagamos.

Retirarse al desierto no es sólo ir allí materialmente. Para muchos podría ser un lujo. Se trata de hacer un poco de desierto en la propia vida. Hacer el desiertointerior significa retirarse a solas con Dios en la oración personal, habituarse a la autonomía personal, a encerrarse con los propios pensamientos y sentimientos, sin testigos ajenos, para meditar, reflexionar, discernir, potenciar y seguir al Señor.

Hacer el desierto significa dedicar periódicamente tiempo largo a la oración; significa subir a una montaña solitaria; significa levantarse de noche (en noches sanjuanistas purificatorias de fe y amor) para orar. En fin, hacer el desierto no significa otra cosa que obedecer a Dios. Porque existe un mandamiento —sin duda el más olvidado, especialmente por quienes se dicen «comprometidos», por los militantes, los sacerdotes y también los obispos…— que nos manda interrumpir el trabajo, desprendernos de nuestros compromisos y aceptar cierta inactividad en beneficio de la contemplación, que es mejor trabajo y apostolado.

No temáis que la comunidad sufra algún daño a causa de vuestro aislamiento momentáneo. No temáis que disminuya vuestro amor por el prójimo; sino todo lo contrario, al aumentar vuestra relación y amor personal con Dios, como todo amor verdadero a Dios pasa por el amor a los hermanos, ya se encargará Dios mismo de que revisemos y potenciemos nuestro amor a los hermanos y todo nuestro apostolado. Sólo un amor intenso y personal a Dios puede sostener y conservar la caridad a los hermanos en toda su frescura y lozanía divinas.

Por eso negar el desierto implica negar la dimensión espiritual, el contacto con Dios, la necesidad de la oración personal prolongada, el trato cara a cara con Dios y con nosotros mismos sin otras mediaciones, la dimensión vertical de la existencia propiamente cristiana.

La gran conquista hecha en nuestros días por la comunidad y el cristianismo comunitario en la vida cristiana, a saber, la superación del individualismo litúrgico y oracional precedente, el gozo de orar en común en el marco de una liturgia renovada, no puede ser en detrimento de la oración personal que debe ser fuente, marco y jugo transformador de toda gracia y experiencia y celebración litúrgica y comunitaria.

La oración y la experiencia personal de Dios es la única que puede llevarnos a la plena madurez de la unión con Dios, a la santidad, la vivencia de lo que celebramos y vivimos en la liturgia, a la contemplación de los misterios celebrados. No quisiera, por último, que la obediencia a esta palabra de Jesús “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt18,20), nos hiciese olvidar esta otra palabra también suya: “Cuando ores entra en tu habitación y, habiendo cerrado la puerta, ora a tu Padre que está presente en el secreto” (Mi 6,6), potenciadas con su mismo comportamiento, especialmente en aquellos momentos de su vida, en que, para realizar mejor las obras del Padre y amar más y mejor a los hermanos, se retira por las noches o en medio de la multitud, al desierto de la oración.

La oración es el único camino que nos puede llevar por la purificación de las virtudes sobrenaturales de la fe, el amor y la esperanza hasta la experiencia de Dios que tanto necesita la Iglesia de siempre y el mundo. La Iglesia necesita testigos actuales de lo que cree y predica y celebra: la Eucaristía, Cristo viviendo  y actuando ahora en nosotros. Y el único camino, el mejor es Cristo conocido y amado en diálogo-oración de amor y si es ante el Sagrario, mejor, es cielo anticipado en la tierra.

2.- NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA SEGUIR A CRISTO EN SU VIDA Y APOSTOLADO

          Si queremos ser y existir en Cristo tenemos que orar dia y noche como Él lo hacía para poder predicar y actuar como Él, como sacerdotes continuadore de su ser y existir sacerdotal.

He formulado así este apartado, porque seguimos con un concepto anticuado y parcial de apostolado, que hace que sea inútil tanto trabajo y acciones llamadas apostólicas, porque el “sin mí no podéis hacer nada”, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos, o “venid vosotros a un sitio aparte”, no cuenta para nada o casi nada, y sólo programamos acciones y más acciones, sin mirar el espíritu con el que tenemos que hacerlas, que es el mismo espíritu de Cristo, del cual yo soy sacramento y transparencia.

Para hacer las acciones verdaderamente apostólicas, que son acciones de Cristo, necesitamos a Cristo, el espíritu de Cristo, los sentimientos de Cristo, de los cuales yo sacerdote tengo que ser humanidad supletoria, pero el fuego y los sentimientos son los suyos; la humanidad es mía y el espíritu es el de Cristo, el Espíritu Santo; y la fuente principal para tener su misma vida y su mismo Espíritu Santo es la oración y la Eucaristía, la oración eucarística; beber de este espíritu, de esta fuente, es la oración; lo ha dicho y realizado en su vida Cristo; lo ha dicho infinidad de veces el Papa Juan Pablo II; lo han dicho y testimoniado todos los santos, todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán y nada… seguimos con un concepto rancio y anticuado de apostolado de pensar que apostolados son principalmente acciones y de esto es de lo que se habla únicamente en las reuniones y programaciones, en los grupos, entre los sacerdotes; pocos se atreven a insistir en el alma, corazón y espíritu de todo apostolado que es la oración.

El cristiano, sobre todo si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración, discípulo y maestro de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, que cito repetidas veces en este libro. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levanta muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En la oración de Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de oración y conversión permanente, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús. Por la oración, que nos hace encontrarnos con Él y con su palabra y Evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque “¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle?” (Is 40,3). “Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el Papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo: o descubres al Señor en la Eucaristía y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a Él o no quieres convertirte a Él y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta duro estar delante de Él sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que Él te pide o enseña desde la oración y desde su misma presencia eucarística; igualmente la santa Misa no tendrá vida y sentido espiritual para nosotros, si no queremos ofrecernos con Él en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu fuego y santidad evangélica. No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y ésta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así también a los organigramas y acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, muchas veces acciones puramente humanas, vacías del Espíritu de Cristo: “Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con San Pablo: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI.

Y lamento enormemente cómo esto se sigue ignorando en Sínodos diocesanos y reuniones arciprestales y pastorales, donde seguimos con un concepto rancio de apostolado, anticuado, identificado con actividades con los hermanos más que en la actividad primera y esencial con Dios, para recibir su Espíritu, la fuerza y la vida de todo lo que hagamos; y esta actividad primera con Dios se llama oración, encuentro con Él, “contemplata aliis tradere” (predicar lo que habéis contemplado), “venid vosotros a un sitio aparte, “para hablar a los hombres de Dios, primero es hablar con Dios”, que debe ser el fundamento de todos los apostolados cristianos, porque nos une directamente con la fuente de todo apostolado, que es Cristo. Hacia Él tienen que ir dirigidos todos nuestros pasos, cosa imposible si no oramos nosotros. Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado.

Hay muchos apostolados sin Cristo, aunque se guarden las formas; y para empezar bien, para orar, es absolutamente necesario vivir en conversión continua. Ya he repetido que para mí estos tres verbos: amar, orar y convertirse se conjugan exactamente igual; sin conversión, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo en el corazón y en la vida. Así es cómo definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no sé a dónde las queremos llevar muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos, y he visto algunos programas de apostolado donde no aparece ni el nombre de Jesucristo, santidad...

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, porque no podremos llegar a una amistad sincera y vivencial con Él y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado.

Cristo no lo pudo decir más claro, pero en las programaciones pastorales se ignora con mucha frecuencia: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn 15,1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que Él quiere y para la que te ha llamado. Pero eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a Él con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por Él. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles, obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo o creerlo como si fuera verdad o predicar las verdades cristianas como si se tratase de un sistema filosófico, pero no personas vivas con las cuales se habla y se convive y es verdad que nos llenan y nos hacen felices. El cristianismo como verdad de fe vale para salvarse, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, como llama ardiente en su corazón, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho “llama de amor viva”, y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

“María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo interior que por lo exterior, y así lo fue conociendo, “concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo”.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”; “Para mí la vida es Cristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios los sabe” (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que hablen encendidamente de Dios, del Padre, del Espíritu Santo, de la persona de Cristo, del Sagrario, de la oración, de su presencia y misterio, y los escritos espirituales verdaderos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón en todo al superior de turno y silenciar todos sus fallos, aunque la vida apostólica no avance, el seminario esté bajo mínimos y los sacerdotes ni hablen ni entiendan de santidad y perfección en el amor a Dios.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del evangelio. Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se puede contatar en la Iglesia y en las diócesis, y de esto se resiente luego la Iglesia.

“La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que Él sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical), no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien los es todo.

Porque orar es disponerme a que Él me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con Él. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante Dios. Cuanto menos sea yo desde mí mismo, desde mi voluntad de poder, tanto más seré yo mismo de Él y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu”26.

3.- CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II: “NOVO MILLENNIO INEUNTE

 LA ORACIÓN, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO: 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, en Sínodos, reuniones pastorales, Congresos y Convenciones… sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en ellas toda la eficacia y la solución de los problemas apostólicos sin tener en el horizonte y en la base y en la ejecución el nuevo concepto del apostolado perfecto y total, que es llevar las almas a Dios directamente, y para eso el camino más recto es la oración; la oración nuestra personal, para preparar y llevar a efecto la de los evangelizandos; y la de los que “apostolizamos”, porque si en nuestros apostolados con ellos les llevamos directamente a la oración, les hemos llevado directamente al final de todo apostolado y al sentido último de toda nuestra acción apostólica, porque les hemos hecho encontrarse directamente con Dios, sin necesidad de tantas acciones intermedias, que nos pasamos años y años con ellas, con este esquema, con estas notas que me mandan cada año, y no llegamos al final de todo, a que se encuentren directamente con Cristo, a que oren personalmente, a que dialoguen todos los días con Dios, con lo cual está todo solucionado, quiero decir, se ha escogido el camino único y verdadero del encuentro con Dios, que habrá que recorrer luego cada uno y que cuesta esfuerzo y tiempo, pero por lo menos no anda uno “extraviado” toda la vida cristiana o apostólica.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho—, es la oración: “Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama.”

Cristo se manifiesta y lo encontramos en la oración, cosa que no logramos con nuestras reuniones muchas veces. La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, — acciones apostólicas, en las que Dios no está presente y es buscado, tantas catequesis, predicaciones, reuniones que nunca llegan hasta Él, se quedan siempre en eternos apostolados de preparación para el encuentro.

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol.

Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del Apostolado, del nuevo dinamismo que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración, cuanto más elevada mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios, poniendo los números pertinentes, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante:

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21).

Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- “Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientesde la Iglesia.”

LA ORACIÓN

32.- “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas”.

33.- “La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con forma de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

Primacía de la gracia

38.- “En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

Escucha de la Palabra

39.- “No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia”.

Anuncio de la Palabra

40.- “Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo”.

4.-LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA, POBREZA DE LO QUE PREDICA Y CELEBRA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: “Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche”. Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas... Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia, es su seminario y los sacerdotes. Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona… y cuando es un compromiso más, cuando no han llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre diócesis limítrofes, entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños aunque sea en diócesis hermanas! Y es la misma gente... Y estamos al lado, pero muchas de estas cosas nos pasan por ser diócesis pequeñas. Y no quiero ahondar en la herida pero hace años que ya se acabó aquello de parroquias de entrada, promoción, término...

Estando estudiando en Roma, recuerdo por lo expresiva y gráfica una frase que no he olvidado en la vida. Se habían inundado unos barrios romanos, el Papa Pablo VI fue a visitarlos y en una pancarta grande tenían escrito sus habitantes, más como aclaración resignada que como protesta: TODO NOS PASA A LOS POBRES.

Señor ¿también tenías esto presente, cuando dijiste a tu Iglesia, que los pequeños tenían que ser los preferidos? Me gustaría que este deseo tuyo se realizara con más frecuencia, no digo siempre, pero más veces; es que cuando uno lleva años y años en una diócesis pequeña... si la quieres, es mucho lo que se sufre. Hermanos, perdonad mi dureza. Casi todos los obispos nos dieron las gracias al marcharse a otras diócesis porque aquí aprendieron a ser obispos... Es que somos diócesis de entrada.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo.

4.-IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ANTE EL SAGRARIO PARA EL MINISTERIO  SACERDOTAL Y PARROQUIAL

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetras las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.

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Jesu, dulcis memoria,

dans vera cordis gaudia:

sed super mel et omnia,

ejus dulcis praesentia.

Nil canitur suavius,

nil auditur jucundius,

nil cogitatur dulcius,

quan Jesus Dei Filius.

Jesu spes paenitentibus,

quam pius est petentibus,

quam bonus te querentibus,

sed quid invenientibus.

Nec lingua valet dicere,

nic littera exprimere:

expertus potest credere,

quid sit Jesum diligere.

Sis Jesu nostrum gaudium,

qui es futurus praemium:

sit nostra in te gloria,

per cuncta saecula. Amen.

“¡Oh Jesús, dulce recuerdo siempre en mi memoria, que das los verdaderos gozos del corazón! Tu presencia es más dulce que la miel y que todas las cosas.

No se puede cantar nada más suave, ni oir nada con más júbilo, ni pensar nada más dulce, que Jesús, el Hijo de Dios.

Jesús, Tú eres la esperanza para los arrepentidos, qué generoso para los que te suplican, cuán bueno para todos los que te buscan y qué decir para los que te encuentran. Ni la lengua sabe decir ni la letra puede expresar lo que es amar a Jesús; sólo puede saberlo el que lo experimenta.

Jesús, que seas Tú siempre nuestro gozo, nuestro último premio; que seas Tú nuestra gloria por todos los siglos. Amén.

ADORO TE DEVOTE

1.  Adoro te devote, látens Déitas,

Quae sub his figúris vere látitas,

Tíbi se cor meum totum subjicit,

Quia te contémplans totum déficit.

2. Vísus, táctus, gústus in te fállitur,

Sed audítu sólo tuto créditur

Crédo quidquid dixit Déi Fílius:

Nil hoc vérbo veritátis vérius.

 

3.  In crúce latébat sóla Déitas,

At hic látet simul et humánitas

Ambo tamen crédens atque cónfitens,

Péto quod petívit látro paénitens.

 

4. Plágas, sicut Thómas, non intúeor

Déum tamen méum te confiteor

Fac me tíbi semper magis crédere,

in te spem habére, te dilígere.

 

5. O memoriále mórtis Dómini,

Pánis vivus vítam praéstans hómini,

Praésta méae ménti de te vívere,

Et te illí semper dúlce sápere.

 

6.  Píe pellicáne Jésu Dómine,

Me immundum múnda túo sánguine,

Cújus úna stilla sálvum fácere

Tótum múndum posset ab ómni scélere.

 

7.  Jesu, quem velatum nunc aspicio,

Quando fiat illud quod tan sitio:

Ut te revelata cernens facie,

Visu sim beatus tuae gloriae.

Amen

(Versión castellana)

1.  Te adoro con fervor, deidad oculta,

que estás bajo estas formas econdida;

a ti mi corazón se rinde entero,

y desfallece todo si te mira.

 

2. Se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto.

     Mas tu palabra engendra fe rendida;

     cuanto el Hijo de Dios ha dicho, creo;

     pues no hay en verdad cual la verdad divina.

 

3. En la cruz la deidad estaba oculta,

     aquí la humanidad yace escondida;

     y ambas cosas creyendo y confesando,

     imploro yo lo que imploraba Dimas.

 

4. No veo, como vio Tomás, tus llagas,

     mas por su Dios te aclama el alma mía:

     haz que siempre, Señor, en ti yo crea,

     que espere en ti, que te ame sin medida.

 

5. Oh memorial de la pasión de Cristo,

     oh pan vivo que al hombre das la vida:

     concede que de ti viva mi alma,

     y guste de tus célicas delicias.

 

6. Jesús mío, pelícano piadoso,

     con tu sangre mi pecho impuro limpia,

     que de tal sangre una gotica puede

     todo el mundo salvar de su malicia.

 

7.  Jesús, a quien ahora miro oculto,

     cumple, Señor, lo que mi pecho ansía:

     que a cara descubierta contemplándote,

     por siempre goce de tu clara vista. Amén.

 

También puedes rezar: “Sagrado banquete en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura...” siempre despacio y meditando e interiorizando sus conceptos, contándole tu vida de ayer y lo que piensas hacer hoy, suplicando, pidiendo perdón y ayuda... “Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar, celebrar y participar del tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos siempre en nosotros los frutos de tu Redención. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen”.

5.- Te repito que aunque lleves años y años haciendo oración, el tener un esquema propio y fijo de oración facilita mucho el comienzo de la misma; luego tú lo vas rellenando de tus propias ideas, sentimientos, peticiones, sanas distracciones, pero sabes siempre dónde volver y retomar el diálogo con el Señor, para no dudar continuamente en los comienzos o al medio o al final, para saber cómo hay que comenzar siempre, porque, al principio, el simple estar en su presencia, el simple mirar o contemplar es difícil por muchos motivos y se necesitan ayudas para estar ocupados y no distraerse.

Puedes valerte de jaculatorias, versículos breves de las Horas, oraciones litúrgicas o hechas por otros y que a tí te gusten o te digan algo. Finalmente y siempre, como cuarta invocación, oración o encuentro fijo, la invocación a la Virgen, nuestra madre y modelo en la fe y en la oración y en el amor y en todo, con antífonas preciosas según los tiempos litúrgicos, sobre todo en latín, que puedes traducir, o cantos o súplicas populares: “Ave maris Stella”; “Ave, regina coelorum”; “Alma redemptoris Mater”; “O gloriosa Virginum”; “Salve, mater misericordiae”; “Sub tuum presidium”; “Virgo Dei Genitrix”.

En castellano tienes el rezo del Angelus; “Oh Señora mía, oh Madre mía”...

             PIROPO A LA VIRGEN

                        ¡Salve

                        María,

                        Hermosa nazarena,

                        Virgen bella,

                        Madre sacerdotal,

                    Madre del alma

                        Cuánto me quieres

                        Cuánto te quiero

                        Gracias por haberme dado a tu Hijo,

                        Gracias por haberme llevado hasta Él,

                        Y gracias también por querer ser mi   

                     Madre,

                        Mi Madre y mi Modelo.

                        Gracias!

 

ANGELUS

                        El ángel del Señor anunció a María.

                        Y concibió por obra del Espíritu Santo

                        (Dios te salve, Maria…)

He aquí la esclava del Señor.

                        Hágase en mí según tu palabra.

                        Y el Hijo de Dios se hizo hombre.

                        Y habitó entre nosotros

                        Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.

                        Para que seamos dignos de alcanzar las

                        promesas de Jesucristo.

Oremos: Te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas; para que los que hemos conocido, por el anuncio del ángel, la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, por su pasión y su cruz, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

REGINA COELI, LAETARE (Pascua)

Alégrate, Reina del cielo, aleluya;

Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya;

Ha resucitado como dijo, aleluya;

Ruega por nosotros a Dios, aleluya;

Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya;

Porque ha resucitado el Señor verdaderamente,

aleluya.

Oremos: Oh Dios, que te has dignado alegrarnos por la resurrección de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, te pedimos, nos concedas, por la intercesión de su Madre, la Virgen María, alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

CONSAGRACIÓN A LA VIRGEN

¡Oh Señora mía! ¡Oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Tí, y en prueba de mi filial afecto, te consagro en este día, mis ojos, mis oidos, mi lengua, mi corazón; en una palabra: todo mi ser; ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.

5.- BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico. Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, “tratando a solas”, trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”[27]. La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración».

7.- CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DE SANTIAGO.

Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

8..- LA EUCARISTIA ES VIDA SACERDOTAL DE CRISTO EN NOSOTROS.

Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción

9..- GRANDEZA DEL SACERDOCIO.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[28].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

               LA SAMARITANA

Cuando iba al pozo por agua,

a la vera del brocal,

hallé a mi dicha sentada.

- ¡Ay, samaritana mía,

si tú me dieras del agua,

que bebiste aquel día!

- Toma el cántaro y ve al pozo,

no me pidas a mí el agua,

que a la vera del brocal,

la Dicha sigue sentada.(José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida!

Te añoro más cada día y me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.

¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú.

Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

 Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, Espíritu Santo. AMÉN.

10.-ITINERARIO DE LA ORACIÓN PERSONAL: LECTURA, MEDITACIÓN, ORACIÓN  Y CONTEMPLACIÓN

A.-  ORACIÓN

Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar, puede servirte la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo, hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que a ti, personalmente, te dice Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas... Pero por la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld... he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura, aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es querer conocer,amar y convertirse a Dios y que estos tres vebos siempre deben estar unidos y si falla uno, fallan los otros dos, por eso amar es orar, y que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

La oración nunca será un camino difícil sino costoso, porque exige conversión permanene de vida, es sacrificado, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino a seguir es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a nosotros antes que a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empiece a hacerse personal, a creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente, y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla sólo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia, no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también para toda la vida en una vida no santa, en  lejanía de la experienci de Dios, que nos impiden la unión total y transformadora en Él, esto es, impiden la oración contemplativa y unitiva, que nos llevaría a la santidad y al encuentro pleno y permanente con el Señor, y en negativo nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a la mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre y no conocemos por un encuentro y diálogo diario personal y amoroso con Él?

Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y menos llenas y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas y la salvación eterna, el “sólo una cosa es necesaria, la salvación eterna” no es buscada como motor principal de todo apostolado; son acciones de un “sacerdocio puramente técnico y profesional”, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid...”

B.- ORAR ES QUERER AMAR A DIOS.

La oración, desde el primer día y kilómetro, tiene que ser y es amor a Dios, querer amar a Dios: “Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”. Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre, porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos, lleguen las noches de fe, esperanza y caridad, las terribles purificaciones de las virtudes teologales que nos unen directamente con Dios y que Dios quiere purificarnos para disponernos a una unión total, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas, lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores..., cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia, y quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo: resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran más teóricas que vivenciales, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos a nosotros mismos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo con tu amor, y el alma, para eso, debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser... entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos echar mano de exégesis o psicologías... entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú sólo quieres que me fíe y me apoye en Tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, sólo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión, ni la misma liturgia ni los evangelios dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la “duda metódica” puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mí...

En estas etapas, ordinariamente intermitentes, que pueden durar meses y años, porque el alma no podría resistirla muchos años seguidos, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, va entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en Él sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos, ilusiones, esperanzas y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia.. que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias, pero llenas de amor de Dios, nos dirá que la contemplación, la oración vivencial, la experiencia de Dios ... “es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo es ésta contemplación infusa”( N II, 5, 1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno!¡qué soledad! ¡Dios mío! ¿pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y vivamos de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él. Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por Él. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él, creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo? Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

C.- ORAR Y CONVERTIRSE DEBEN ESTÁR SIEMPRE UNIDOS EN EL CAMINO DE LA ORACIÓN

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno, ni esencial, ni puede llenar... entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento, memoria y voluntad.

“Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida”(S I, 2,1).

Es buscar razones y no ver nada, porque Dios quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea Él, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y disponerlo, como el madero por el fuego, para una unión más perfecta, más pura: antes de arder y convertirse en llama, el madero, dice San Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Santísima. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros; además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe; por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia... de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de nuestros afectos carnales que quieren preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza, cuando llegue la hora de morir a mi yo que tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti, échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión, la mentira, la envidia, la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar contigo a una fe luminosa, encendida, a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación, más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

D.- ORACIÓN, CONVERSIÓN Y AMAR A DIOS SE CONJUGAN IGUAL

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios.

San Juan de la Cruz es el maestro: “Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace”(N II, 5,41).

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros ídolos adorados de vanidad, soberbia, amor propio, estimación... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de Él. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo:“Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde San Pablo y San Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual se ha publicado un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos, en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que Él no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...” En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, y esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre, Cristo Glorioso y Celeste es la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: “Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión”.

Cuando una persona lee a San Juan de la Cruz, si no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche... y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo y aburre, porque asustan tanta negación, tanta cruz, tanto vacío, ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Por eso aconsejo empezar por el Cántico Espiritual y Llama de amor viva, aunque no se entiendan, pero inflaman. Es más, San Juan, desde el principio de sus obras, nos quiere hablar de la unión con Dios, pero como está tan convencido de que ésta solo llega después de la conversión y la purificación, pues resulta que, sin querer, por estar totalmente convencido de la conversión y purgaciones voluntarias primero y luego pasivas, nos las describe largo y tendido en la Subida al Monte Carmelo y las Noches. Así que cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por la oración, que nos llena de Dios, de Cristo, de la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: “De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de Él recibe”.

“Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser”.

“Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues Él en Sí siempre se es Él mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que Él le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

“Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación”.

“Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella” ( Ll B. 78-80).

11.-UN POSIBLE CAMINO CONCRETO DE ORACIÓN PERSONAL SACERDOTAL

Queridos hermanos: Lo he repetido muchas veces: amar, orar y convertirse se conjugan igual; lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar y quiero convertirme; me canso orar, me he cansado de amar y convertirme; me he cansado de convertirme , me he cansadode orar, es que me he cansado antes de amar.

 La oración, antes que consideración y meditación y todolo demás que queramos, es amor, querer amar. Ese es su puntode arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y, si se medita, es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: “Y sabed queeste negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar esel fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditaciónsosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más largay sin pesadumbre49. Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter” (Plática 3ª).

            Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejormaestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangeliopresente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: Atodo ejercicio de la parte espiritual y de la partesensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquieramanera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dioscomo habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración ytrato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor”50.

49. Audi, Filia, 75.

50. Can B 28,9.

Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere a ungrado más elevado de oración que la meditación, pero hacia ahíapunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque unono sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismoorante y los directores de grupos de oración, que a veces creenque si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas,

no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden ose realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, nohay oración.

San Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide porlas revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos dehumildad en las personas que la tienen y este era su criterio paradistinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sinotratar de amistad... con aquel que sabemos que nos ama”. Tresnotas de la amistad aparecen en esta definición tan breve de Sta. Teresa.

1.- Yo aconsejaría empezar la oración saludando al Señor, o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: Enel nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me hadado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que meamó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario y lo tengoaquí, ahora presente, con todo su ser divino y humano. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y laayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tuVerbo, tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo; ábreme el corazón ymete tu Espíritu, tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo;

ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia sacerdotal proclamará tu alabanza, “la alabanza de tu gloria”, que Tú existesy nos amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santoestá realizando ahora esta tarea en mi alma y en mi vida paraGloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

“Te sancta Trinitas unaque poscimus, sic nos tu visita sicut te colimus, per tua semita duc nos quod tendimus, ad lucemque inhabitas”.

Es muy importante tener un esquema fijo de oración y unahora fija todos los días, a la misma hora, siempre que no pasenada extraordinario; porque si lo dejas a la improvisación opara cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca.

El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Serásiempre “trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. Como hemos comenzadoen el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

2.- Empezamos la oración dialogando, hablando con Dios Padre, o con Cristo, o con el Espíritu o con la Virgen del tema o cosas que te preocupan y llevas en ese momento en tu corazón; de las necesidades de los hermanos, de pedir fuerza o luz,

en fín, empiezas hablando de lo que tienes en tu corazón en esemomento y te ocupa y preocupa. Terminado esto, empezamos,

con el esquema fijo, si hay tiempo, porque lo dicho anteriormente te ha ocupado todo el tiempo, pues ya has hecho tu oración, ya has tenido el encuentro diario con Dios y contigomismo necesario para seguir viviendo espiritualmente. Pero si lo primero te ha llevado diez minutos, ¿qué hacerahora? Para eso es muy importante esto que te digo de tener unesquema fijo de oración diaria.

Pues bien, empezamos con el esquema fijo. Para esto es muy importante que al principio te ayudes de algunas oracioneshechas por otros, que te ayuden, y siempre las mismas, inclusopara toda tu vida, pero que puedes cambiar a los comienzos, hasta que te vayas quedando con las que mas te dicen y te gustan, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar.

El primer encuentro en nuestra oración tiene que ser conla Santísima Trinidad, Principio y Fin de todas las cosas. Ycomo el Padre es el Primero y Principio, para no dudar y hastaencontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio ymeditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchasideas y sentimientos. Tú la vas orando, y si, al hacerlo, el Señorte inspira ideas, sentimientos nuevos y distintos, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban estos sentimientos, tú continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad, y esta es laventaja, porque de otro modo uno se pierde y no tiene orden nicontinuidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otrospensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas alSeñor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla paraluego rezarla ante Jesús Eucaristía: 

3.- HAZTE TU PROPIO CAMINO MIRANDO AL SEÑOR

Y una vez, que al cabo de unos años, te has hecho tu propio esquema oracional, escogiendo las oraciones que más te gustan o te mueven, ya no lo dejes. Todos los días igual, queserá distinto siempre, porque el Señor siempre es original y tedice e inspira nuevas ideas y sentimientos. Pero el camino, elcauce por donde vienen, que sea siempre el mismo. El que túhas elegido y a ti te va mejor.

Repito que es conveniente tener y empezar siemprecon un esquema oracional elemental, como camino de diálogo y encuentro con Dios, que debes recorrer y orar todos los días,

al cual y en cada una de las partes, puedes y debes ir añadiendotodos los pensamientos y deseos que te inspire el Señor, parándote en ellos, sin prisas, de tal modo que si se termina el tiempode oración y no has cumplido todo el esquema ordinario, nopasa nada.

Pero es necesario y es una ayuda para toda tu vidatener un esquema oracional para no estar indeciso o perderte entu oración diaria. Porque ir a la oración todos los días a pechodescubierto, o como dicen algunos, permanecer en quietud ysimple mirada, eso supone mucho camino andado, mucha oración y mucha purificación de sentido realizada. Y a mi pareceresto no es ordinario en los comienzos ni en etapas intermediasy tampoco es fácil. Si lo tienes ya, es un don de Dios, porque yasupone estar bastante poseído por el amor de Cristo.

 Importantísimo, esencial: a continuación de todo esto que hemos dicho, tiene que hacerse revisión de vida ante el Señor; examen y revisión fija todos los días y para toda la vida, detres o cuatro materias esenciales para tu vida cristiana y evangélica: soberbia, caridad fraterna, control de la ira, castidad... para tu unión, santidad o encuentro con Cristo, para amar aDios sobre todas las cosas, especialmente sobre el amor que nostenemos a nosotros mismos, porque nos estamos prefiriendo aDios en cada paso y haciendo nuestra voluntad. Y siempre quediga revisión de vida, estoy diciendo también petición de gracia, de luz, de fuerza para hacerla y vivirla, descubrir los peligros y las causas principales de las caídas, el comportamientocon las personas... Donde hay pecado consentido, aunque seavenial, no puede estar en plenitud el amor de Dios y el conocimiento de su amor: “En esto sabemos que conocemos a Cristo: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y laverdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En estoconocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn 2,3-6).

Todos los días y a todas horas y en toda oración, hay querevisarse de la soberbia, pecado original, causa y principio detodos los pecados, que es este amor que me tengo a mí mismo,

me quiero más que a Dios y a todos los hombres, revisar susmanifestaciones diversas en amor propio, vanidad, ira... etc;

después de la soberbia, la caridad, el amor fraterno en sus diversas manifestaciones; negativa: no pensar mal, no hablar mal, no hacer mal, no criticar, no hacer daño de palabra ni de obra, no despreciar a nadie; positiva: pensar bien de todos, hablarbien y hacer el bien a todos, reaccionar perdonando ante lasofensas (amando es santidad consumada) generosidad...etc.

            No olvidar jamás que el amor a Dios pasa por el amor alos hermanos, porque así lo ha querido Él: “Y nosotros tenemos    de Él este precepto: que quien ama a Dios ame también a suhermano” (1Jn 4,2). Por favor, no olvides esto y todos los díasexamínate dos o tres veces de este capítulo. En esto Cristo esmuy sensible y exigente: “Perdona las ofensas a tu prójimo yse te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede unhombre guardar rencor a otro y pedir salud a Dios? No tienecompasión de su semejante, ¿y pide perdón de suspecados?”(Ecl 37,33-34). Nosotros también podemos con lagracia de Dios. Él lo hace con nosotros y puede darnos sufuerza: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, sicada cual no perdona de corazón a su hermano”. Lo tenemosmandado por el Padre y por Él mismo: “Amarás al Señor... y alprójimo como a tí mismo”, “éste es mi mandamiento, que osaméis unos a otros como yo os he amado”.

            Olvidar estos mandamientos del Señor es matar la oración incipiente, no avanzar o dejarla para siempre. San Juan, el apóstol místico, por penetrar y conocer a Dios por el amor, por el conocimiento de amor, nos lo dice muy claro: “Carísimos, amé-

monos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todoel que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no amano conoce a Dios, porque Dios es amor... A Dios nunca le vionadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permaneceen nosotros y su amor es en nosotros perfecto” (1Jn 4, 7-8; 12).

Repito una vez más y todas las que sean necesarias: paraamar a Dios hay que amar a los hermanos y para vivir la caridad fraterna, hay que matar el amor propio, el amor desordenado a uno mismo. Y esto es una cruz que hay que tomar al coger el camino de la oración, que es camino de amor a Dios y, enDios y por Dios, a los hermanos. Luego hay que revisar ese defecto más personal, que todos tenemos y que, por estar tan identificados con él, no es fácil descubrirlo, porque siempre hay excusas fáciles, -es que soy así- pero hacemos daño con él a loshermanos. Es fácil descubrirlo, cuando personas que te quieren, coincidan en decirte y en insistir en alguno concreto, por allí vala cosa ...

Esta oración-revisión-conversión tiene que durar ya todala vida, porque santidad es igual a conversión permanente. Siuno quiere “amar y servir”, hacer de la propia vida una ofrendaagradable a Dios y esto es el cristianismo, si uno quiere mantener activo ese amor y no de puro nombre, hay que orar todos losdías para convertirse del amor a uno mismo y a las criaturas alamor de Dios. Si quiero orar, es porque quiero amar a Dios sobre todas las cosas. Si vivo en pecado, aunque sea venial consentido, ni el amor ni el conocimiento verdadero de Dios puedeestar en mí, como lo dice muy claro San Juan: “Y todo el quetiene en Él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. El quecomete pecado traspasa la ley, porque el pecado es transgresión de la ley. ... Todo el que permanece en Él no peca, y todoel que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 3,3-6).

            Cuando uno no quiere convertirse o amar a Dios, o secansa de hacerlo, entonces ya no necesita de la oración, ni de laeucaristía, ni de la gracia, ni de Cristo, ni de Dios. El amor aDios negativamente consiste en no ofenderle, no pecar: “Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pecado” (1Jn 5,3). Para mí que esta es la causaprincipal por lo que se deja este camino de la oración y de lasantidad. Por eso, muchos no hacen oración o les aburre o lescansa y terminan dejándola.

            La oración hay que concebirla como un deber, como trabajo, absolutamente necesario para llegar a amar a Dios, quehay que hacer, te guste o no te guste, haga calor o frío, estés inspirado o aburrido, como tienes que trabajar en tu profesión ocomer o estudiar, porque si no lo haces, te mueres o te suspenden. No valen las excusas de ningún tipo para no hacerla. Si nolo haces, por la causa que sea, serás un mediocre espiritualmente. Por eso te ayudará tener un esquema fijo, una hora fija, un templo fijo, si es posible, siempre a la misma hora, porque, si la dejas para cuando tengas tiempo, no lo tendrás nunca.

            Todo esto hay que hacerlo despacio, y pensando y meditando todo lo que se te ocurra, hablándole al Señor de tus problemas, de tu vida, pidiendo luz y gracia sobre lo que tienes quehacer, sin desanimarte jamás... y si un día estás inspirado, te paras y te quedas con cualquier oración o revisión todo el tiempoque quieras... eso es oración, eso es trato de amistad con el Señor, una forma, por lo menos, aunque te parezca que no hacesnada o casi nada, incluso que estás perdiendo el tiempo.

            -Después de esta revisión, un capítulo que no puede faltar todos los días es la oración de intercesión, las peticiones, acordarse de los problemas de la Iglesia, de las necesidades delos hermanos, la santidad, la falta de vocaciones, el seminario, tu parroquia, los niños, los jóvenes, los matrimonios, tu familia, amigos...

4.- SIGAMOS CAMINANDO

Ya hemos terminado las oraciones introductorias, larevisión de vida, el pedir luz, fuerzas, gracias del Señor para nosotros y los demás, y ahora, ¿qué? Pues ahora lo que más teayude a encontrarte con Cristo, a dialogar más con Él Y paraesto, como te decía antes, EL EVANGELIO, las palabras y hechos salvadores de Jesús es el mejor camino; también los buenos libros, los salmos..., libertad absoluta, no se le pueden imponer caminos al amor, a los que quieren amar, a los que aman.

Haz lo que te pida el corazón: “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Amando y metiéndolo todo en su corazón fue como nuestra Madre fue comprendiendo lo que acontecía en torno a Jesúsy a ella y que racionalmente la desbordaba. Pero amando uno se identifica con el objeto amado aunque le duela y le haga sufrir. No olvides lo que te he repetidoy repetiré más veces en este libro: la oración es querer amar aDios, no digo amar sino querer amar, que eso es ya amor; porque, al principio, el alma está muy flaca y no tiene fuerzas nisabe amar a Dios, sólo sabe amarse a sí misma, y si sólo intentamos tocarlo con el entendimiento, no llegamos de verdadhasta Él: “Y porque la pasión receptiva del entendimiento solopuede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente, y esto nopuede sin estar purgado, antes que lo esté, siente el alma menosveces el toque de la inteligencia que el de la pasión de amor” (NII,13,3). Aunque San Juan de la Cruz se refiere a una oraciónelevada, vale para los grados inferiores también. Por eso, siempre hay que caminar hacia el amor, es lo más importante, lo definitivo.

“De donde es de notar que, en tanto que el alma no llegaa este estado de unión de amor, le conviene ejercitar el amor asíen la vida activa como en la contemplativa...porque es más precioso delante de él y de el alma un poquito de este puro amor ymás provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hacenada, que todas esas otras obras juntas” (CB 28,2). ¡Ojo! Queno lo digo yo, lo dice San Juan de la Cruz, para mí el que mássabe o uno de los que más sabe de estas cosas de oración y delamor a Dios y a los hermanos y vida cristiana y evolución de lagracia.

La oración conviene hacerla siempre a la mismahora, hora fija de la mañana o tarde, cuando te venga mejor, pero hora fija, como te he dicho, porque si lo dejas para cuandotengas tiempo, nunca lo tendrás; hay que hacerla todos los días, haga frío o calor, esté uno seco o fervoroso, esté en pecado o engracia, tengas tiempo o no, porque para Dios siempre hay que tenerlo, porque Él siempre lo ha tenido y lo tiene para nosotros.

Él debe ser lo primero y lo absoluto de nuestra vida y esto lohacemos realidad todos los días dedicándole este tiempo de oración, que es amarle sobre todas las cosas. Y esto que te he dicho, hay que hacerlo siempre, aunqueuno llegue a la suprema unión con Dios, hasta el éxtasis, porque nunca hay que fiarse del propio yo, que se busca siempre así mismo, se tiene un cariño inmenso, por lo cual hay que tenermucho cuidado y vigilarlo todos los días. La hora y el tiempode oración, que sean fijos y determinados: un cuarto de hora,

luego veinte minutos, luego veinticinco, media hora... hasta llegar a la hora o a los tres cuartos; pero sin volver atrás, aunquete cueste o te aburras, todo es amor, todo es cuestión de quereramar y si quieres amar, ya estás amando, ya estás haciendo oración, aunque tengas distracciones, ya pasarán, porque Dios te ama más.   

Si eres fiel a este rato de diálogo y oración con el Señor, pronto llegarás a cierto nivel o estar con Él, donde todo te serámás fácil, en que te sentirás bien. Y si sigues avanzando, luegoincluso no necesitarás de libros ni de ayudas para encontrartecon Él, ya no necesitarás leer el evangelio o libro alguno, porque el diálogo te saldrá espontáneo y largo y afectuoso y ya nose acaba nunca, se ha pasado de la oración discursiva a la afectiva y luego de ésta pasará, mejor, el Espíritu de Dios te llevaráhasta la oración contemplativa.

En esta oración, el Verbo de Dios llenará de luz y salvación y ternura tu corazón y tu alma y todas tus facultades, porque ha empezado a comunicarse personalmente por su presencia y vivencia más íntimas y no eres tú el que tienes que pensarlo o descubrirlo sino que Él ya se te da y ofrece sin necesitar la ayuda de tus raciocinios o afectos para andar este camino.

Y empiezan las ansias de verle, amarle, poseerle más y mas...

“Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, miraque la dolencia de amor ya no se cura, sino con la presencia yla figura” (C 11).

Desde esta vivencia, cada día más profunda, irás descubriendo que tú eres sagrario, que tú estás habitado, que los Tres te aman y viven su misma vida trinitaria dentro de tí y te hacenpartícipe por gracia de su misma vida de Amor del Padre al Hijoy del Hijo al Padre, que es Volcán de Espíritu Santo eternamente echando fuego y renovándose en un ser eterno de ser ensí y por sí mismo beso y abrazo entre los Tres, sin mengua nicansancio alguno, porque tu has empezado a ser, mejor dicho,

siempre lo has sido, pero ahora Dios quiere que seas conscientede su Presencia en tu alma, sagrario de Dios, templo de lamisma Trinidad, dándote experiencia de Sí mismo y metiéndoteen el círculo del amor trinitario, en cuanto es posible en estavida.

Y en este momento, por su presencia de amor, tú eres eltemplo nuevo de la nueva alianza, la nueva casa de oración habitada por la Santísima. Trinidad, porque el Verbo, por el pan deeucaristía, te habita, y la Presencia Eucarística te ha llevado a laComunión Trinitaria por una comunión eucarística continuaday permanente de amor en los Tres y por los Tres; tú ya eres Trinidad por participación, en cuanto es posible y esto te desborda,

te extasía, te saca de tí mismo, de tus moldes y capacidades deentender y amar y gozar y esto me parece que se llama éxtasis;

y entonces ya... “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobreel amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado, entre lasazucenas olvidado” (C 8).

Porque a estas alturas, la contemplación de Dios te impidemeditar, porque es mucho lo que Él quiere decirte y tú tienesque escuchar del Verbo de Dios, aprender de la Palabra eternallena de Amor, con la que el Padre se dice eternamente a SíMismo en canción y silabeo gustoso y eterno de Amor de Espíritu Santo en el Hijo que ahora la canta para tí; ahora que ya estás preparado, después de largos años de purificación y adecuación de las facultades sensitivas, intelectivas y volitivas, que tehan dispuesto para la intimidad divina, sin imperfecciones oimpurezas o limitaciones, ahora la oración es presencia permanente de diálogo y presencia de Dios:

 “Bien sé que tres en sola una agua viva

residen, y una de otra se deriva,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche” (La fonte 10 y 11)

Él te hablará sin palabras y tú le responderás sin moverlos labios: simplemente te sentirás habitado, amado, sentirás suVerdad hecha Fuego de Amor en tu corazón, en fe luminosa, en“noticia amorosa”, sentirás que Dios te ama y tú, al sentirteamado por el Infinito, repito, no solo creerlo, sino sentirlo, vivirlo, experimentarlo, pero de verdad, no por pura imaginación o ilusión, ya no tengo que decirte nada, porque lo demás ya noexiste; ¿qué tiene que ver todo lo presente con lo que nos esperay que ya ha empezado a hacerse presente en ti? Ante este descubrimiento, lleno de luz y de gozo y de plenitud divina, —lopresente ya no existe y ha empezado la eternidad— te habrásdescubierto también en Dios eternamente pronunciado en suPalabra y escrito en su corazón por el fuego de su mismo Espíritu de Amor Personal.

“Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

todacienciatrascendiendo

Yo no supe dónde entraba,pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

todacienciatrascendiendo.Y si lo queréis oir,

consiste esta summa cienciaen un subido sentirde la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,toda ciencia trascendiendo”

(Entréme donde no supe, 1 y10).

Te sentirás palabra del Padre en la Palabra, dicha conAmor Personal del Padre, que es Espíritu Santo. Descubrirásque si existes, es que Dios te ama, y te ha preferido a millonesy millones de seres que no existirán nunca, y ha pensado en típara una eternidad de gozo; por eso tu vida es más que estavida, más que este tiempo, tu vida es un misterio que solo se explica y se puede vivir desde Dios. En este grado de oración, elcielo está ya dentro de ti, porque el cielo es Dios y Dios estádentro de ti; Él te llena y te habita, siempre estaba por la gracia, pero ahora lo sientes, te sientes habitado por los Tres, por laSantísima Trinidad: “Si alguno me ama, mi Padre le amará yvendremos a él y haremos morada en él”. “¿No sabéis que soistemplos de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?

No son poesías, es el evangelio en esas partes que no conocemos porque no las vivimos o que no se comprenden hastaque no se viven. Aquí no valen títulos ni teologías ni doctorados..., es terreno sagrado, hay que descalzarse, porque Dios norevela su intimidad a cualquiera sino a sus amigos, como a Moisés.

Anímate a hacer tu oración todos los días, si es posibleante el sagrario, no es por nada, es que allí Él lleva dos mil añosesperándote. Y aunque está en más sitios, aquí está más singularmente presente, esperándote. Además, al hacerlo ante el sagrario, estás demostrando que crees no sólo esa parte del evangelio que está meditando sino todo el evangelio, que tienes presente en Cristo Eucaristía; demuestras simplemente con tu presencia ante el Sagrario que le amas concretamente y que tienespresente y crees todo el misterio de Dios, todo lo que Cristo hadicho y ha hecho, porque está presente Él mismo, todo entero,

todo su evangelio, todos sus misterios, en Jesucristo Eucaristía.

“Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma enel más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya siquieres, rompe la tela de este dulce encuentro” (Ll.1).

¡Qué bien reflejan estos versos de San Juan de la Cruz eldeseo de muchas almas, —yo las tengo en mi parroquia—, almas que desean el encuentro transformante con Cristo. Al contemplar esta unión que Dios tiene preparada para todos, exclama el Santo: “¡Oh almas criadas para estas grandezas y paraellas llamadas! ¿Qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? Vuestraspretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias ¡Ohmiserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tangran luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, noviendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáismiserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!” (C 39,7).

            ¿Podría extenderse esta queja del santo Doctor hasta nosotros, cristianos injertados en Cristo, sacerdotes, religiosos yobispos de la Iglesia de Dios? ¿Tendría sentido esta queja deldoctor místico entre los que han sido elegidos para conducir alpueblo santo de Dios? ¿Deben ser hombres de oración experimentada esos guías y montañeros elegidos en los seminarios, noviciados, casas de formación para dirigir a los más jóvenesen la escalada de la santidad y de la vida de oración? ¿Vivimosen oración y conversión permanente?

            Estas preguntas, por favor, no son una acusación contranadie, son unos interrogantes para que tendamos siempre hacialas cumbres maravillosas de unión plena con Dios para las cuales hemos sido creados y llamados a la fe en Cristo, Hijo yVerbo de Dios, por la potencia del Espíritu Santo.

12.- PARA SER MAESTROS VERDADEROS DE ORACIÓN, PRIMERO HAY QUE PRACTICARLA Y VIVIRLA.

¿Y si nos hiciéramos un examen sobre oración personal: inicio, progresos, grados y vivencias principales decada etapa... los que tenemos que dirigir almas hasta el encuentro con Cristo? Lo primero será entrar dentro de nosotros mismos y preguntarnos: ¿Verdaderamente yo hago oración todos los días? ¿Me levanto pensando en este encuentro gozoso con Cristo? ¿Qué camino llevo recorrido, cuáles son mis experiencias principales desde que empecé en mi seminario, noviciado o parroquia, desde mi infancia hasta ahora? Después de veinte, treinta, cuarenta años de oración... ¿cómo es mi oración, mi encuentrocon Dios, mi experiencia de amistad personal con Cristo? ¿Latengo? ¿No he llegado a tenerla? Porque de esto dependeráluego, como hemos dicho, poder ser guías para otros en este camino de encuentro personal y oracional con Cristo.

En alguna ocasión y dado el clima de confianza lo he probado con mis alumnos del último curso de Estudios Eclesiásticos, próximos ya a la confesión y dirección de almas, despuésde tratar estos temas de la oración y vida espiritual, a un nivelpuramente teórico: Descríbeme las etapas de la oración y quéprácticas y medios principales de devociones, conversión, sacramentos, formas de oración se dan en cada una? Una personaquiere comenzar la vida espiritual, otra sigue pero hace tiempoque no sabe qué le pasa, pero cree que no avanza, ¿qué le aconsejarías? Otra desea ardientemente al Señor, pero por otra partesiente sequedad, desierto, ¿me podríais decir qué es lo que lepuede pasar, dónde se encuentra en su vida espiritual, podríaishacer un plan de vida para cada uno? ¿Qué es la oración afectiva, simple mirada, la contemplación y experiencia mística? Site encuentras un alma en estado de conversión, qué oración, quéprácticas, qué caminos le indicarías... si dice que no es capaz deorar y antes lo hacía, si te dice que se le caen de las manos loslibros para orar, hasta el mismo evangelio, pero quiere orar, túqué le aconsejarías, ¿está muy abajo o muy arriba en el caminode la oración...? Si te dice que antes sentía al Señor y ahora secansa y se aburre, incluso tiene crisis de fe, y lleva así meses yhasta años, que quiere dejar la oración por otras prácticas de acción o piadosas..., porque tiene la sensación de que está perdiendo el tiempo, vosotros, qué consejos le daríais...?

San Juan de la Cruz habla de los despistados y del dañoque hacían algunos directores de almas en su tiempo y por esose animó a escribir sus escritos: “... por no querer, o no saber ono las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios...

por no haber acomodándose ellas a Dios, dejándose poner libremente en el puro y cierto camino de la unión...”; “...porque algunos confesores y padres espirituales, por no tener luz y experiencia de estos caminos antes suelen impedir y dañar a semejantes almas que ayudarlas al camino” (Prólogo, 3 y 4).

Por cierto y es sintomático, que San Juan de la Cruz, quequiere hablarnos del camino de la oración, tanto en la Subidacomo en la Noche, sin embargo, en estas dos obras se pasa todoel tiempo hablando principalmente de purificaciones y purgaciones, de vacíos y de las nadas en los sentidos del cuerpo y enlas potencias y facultades del entendimiento, memoria y voluntad, que ha de producirse en el alma para que Dios pueda unirsea ella; para San Juan de la Cruz, a mayor unión, mayor purificación-limpieza-vacío- noche de sentidos y de espíritu, activa ypasiva... para poder llenarse sólo de Dios. Está tan convencidode que para poder tener oración, lo fundamental es la noche, esto es, la conversión, que espontáneamente describe la necesidad y los modos de la misma, activa y pasiva, porque esta es la mejor forma de prepararse o hacer oración en los comienzos, almedio y también al final de este proceso. Para San Juan de laCruz, por tanto, la oración y la progresión en la misma exige laconversión total y permanente del alma hacia Dios.

Es pena grande y daño inmenso para la Iglesia, incalculable perjuicio también para el apostolado, que en muchos seminarios, noviciados, casas de formación, parroquias... no se hable con la insistencia y el entusiasmo debidos de esta realidad,

que no se vean serios ejemplos, que no tengamos maestros deoración experimentados, montañeros de este camino, que puedan dirigir y enseñar y animar a otros; cuántos movimientos apostólicos, catequesis de jóvenes o adultos, grupos de adultos, matrimonios, que se vienen abajo, se deshacen o permanecentoda la vida aburridos y anquilosados por no tener espacios deoración, por no haber descubierto su importancia, y aunque aveces tengan espacios que llaman así, no tienen que ver nadacon la oración verdadera y todo esto por carecer de guías de lamontaña de la oración, de la perfección y de la santidad.

En principio, todo sacerdote, religioso/a, todo cristiano oapóstol o catequista responsable de Iglesia tenía que ser maestro de oración, por su misma vocación y misión; tenía que serhombre de oración para tener amistad con Jesús y poder dirigira los demás hasta este encuentro. Sin embargo, todos sabemostambién que esto muchas veces no es así. Y si no practicamosni vivimos la oración personal, tú me dirás cómo podremos dirigir a los demás, qué podremos saber y enseñar sobre ella, quéentusiasmo y testimonio y convencimiento podremos infundiren nuestras parroquias, seminarios, noviciados o casas de formación. Así que ni lo intentamos.

Últimamente Juan Pablo II, en la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte”, ha vuelto arepetir e insistir en la necesidad de la oración y de escuelas deformación en esta materia tanto en parroquias como centros deformación. Este es el encargo principal que hemos recibido lossacerdotes. Todas las parroquias tenían que ser escuelas de oración, porque la misión esencial para la que hemos sido enviados es para dar a conocer y amar a Jesucristo y la oración es elcamino y la puerta. Por eso, todos los grupos tenían que saber orar para amar verdaderamente a Jesucristo, tanto en los gruposde catequesis, cáritas, pastoral sanitaria, liturgia, aunque algunos fueran más específicamente grupos de oración.

Sin oración, nos quedamos sin identidad cristiana y sinespíritu en el apostolado y en la Iglesia. Todo queda reducidomuchas veces a su aspecto exterior y visible, olvidando lo interior y el alma de todo apostolado, el orar “en Espíritu y Verdad”, reducidos muchas veces a tareas puramente humanitarias, como si fuéramos una ONG, activistas de una ideología, pero faltos de vivencia de Dios, de Espíritu Santo, de evangelio, de conocimiento vivencial de lo que hacemos o predicamos.

Por este motivo, muchos llamados a ser guías del pueblode Dios, en su marcha hasta la tierra prometida, nos hacen perder dirección, fuerzas, tiempo y metas verdaderas, nos hacenquedarnos para siempre en el llano y no son capaces de conducirnos hasta la cima del Tabor, para ver a Cristo transfigurado ybajar luego al llano para trabajar, convencidos e inflamados deque Cristo existe y es verdad, de que todo el evangelio y la fe yel encuentro existen y son verdad.

Por no escuchar a Cristo cuando nos sigue invitando, comohizo en Palestina: “Venid vosotros a un sitio aparte”, “llamó alos que quiso para estar con El y enviarlos a predicar”, “tomando a Pedro, Santiago y Juan subió a un monte a orar” (Lc 9,28), vamos al trabajo apostólico vacíos de El, desprovistos de su fuego y entusiasmo y por eso no podemos contagiarlo, comunicarlo, para contagiarlo a los que nos escuchan y poder hacer seguidores suyos, primero hay que conocerlo y amarlo y sentirlo por la oración diaria y conversión permanente.. “Marta andaba afanada en los muchos cuidados del servicio y acercándose, dijo: Señor ¿no tepreocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Díle, pues, que me ayude. Respondió el Señor y le dijo: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Jn 12,40. 42).

Todo cristiano, todo catequista, todo apóstol, toda madre cristiana, pero, sobre todos, todo sacerdote debe ser hombre de oración: “A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos“Abba, Padre”, los presbíteros deben entregarse a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una oración favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de lavida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos enoyentes atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de laLiturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramentode la penitencia y, sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico.” (Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, 1971).

Qué carencias más importantes se siguen luego en la vidapersonal y apostólica de los responsables de la evangelización,

de los bautizados y ordenados en Cristo, si no saben infundir confe viva el conocimiento y seguimiento de Cristo, de hacerle presente, creíble y admirado, por no estar ellos personal y suficientemente formados en este camino, por lo menos hasta ciertasetapas. Por eso, al no estar formados y curtidos en este sendero, al no sentir el atractivo de Cristo, tampoco pueden luego guiar alos demás, aunque sea su cometido y ministerio principal.

¡Qué responsabilidad tan grande, especialmente en lospastores de la Diócesis y de la Iglesia, en los superiores religiosos y párrocos, que somos los formadores y directores espirituales de las parroquias y de los seguidores de Cristo... ¡Qué ignorancia tan frecuente de estas realidades a la hora de tener queelegir los formadores de los seminarios y noviciados! ¡Quédaño si no se tiene en cuenta la suficiente personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral para estos cargos! ¡Cuántodaño se puede hacer a la Iglesia, daño irreparable, por ser causaa su vez de una cadena interminable de otros daños, que se siguen para la diócesis, que se van empobreciendo en todo! Institutos y órdenes religiosas, congregaciones que llegan a perderel carisma propio de la orden, debido a una mala formación espiritual en los elegidos del Señor.

Qué prisas por trabajar y hacer cosas que se ven, por hacer bajar al llano de la vida apostólica a los seminaristas o novicios, para que empiecen la misión, cuando lo verdaderamenteimportante en esa etapa es estar con Jesús para ser luego enviados a predicar. Lo primero en el tiempo y en la misión es estar con el Señor, formarse bien en el estudio, el silencio, en la vidacomunitaria, adquiriendo una fuerte personalidad evangélica, teológica, espiritual y pastoral, para luego poder comunicárselocon entusiasmo a la gente.

Primero es el estar con Él; luego, si hay que bajar al llanopara trabajar, bajaremos hasta que llegue el Tabor definitivo,

pero qué diferencia, habiéndolo aprendido así y confirmado conlos mismos superiores, en el mismo seminario o noviciado; quédifícil aprenderlo luego, por las ocupaciones pastorales, por lasprisas y faltas de silencio, a no ser que haya gracia especial delSeñor, puesto que el tiempo oportuno fueron el desierto y silencio de estos centros de formación espiritual, teológica, pastoral,

humana...

Es verdad, sin embargo, que el apostolado y la vida sacerdotal no va a ser totalmente inútil por carecer de esta formación,  pero perderá muchísima eficacia y no dará la gloria a Dios queÉl se merece, y no hará tanto bien a los hermanos como ellosnecesitan, ya que estamos tratando de eternidades y aquí todoes grave y trascendente. Hay que sacrificarse más, hay que sersantos para cumplir la tarea encomendada. Este es el fin principal de nuestro ministerio y misión. “He bajado del cielo, nopara hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió...

Esta es la voluntad del que me envió: que no pierda nada de loque me dio sino que lo resucite en el último día.” (Jn 6,38-40).

            Y San Pablo da razón de su tarea evangelizadora: “Todo lo he sacrificado y lo tengo por basura, a fín de ganar a Cristo y encontrarme con El, no teniendo una justicia propia, sino logradapor la fe en Cristo y que procede de Dios y está enraizada enla fe” (Flp 3,8-9). “Por eso lo soporto todo por amor a los elegidos, para que consigan la salvación que nos trae Cristo Jesús y la salvación eterna.” (2Tim 2,10).

Ha llegado a mis manos el discurso que el Papa Juan Pablo II dirigió al capítulo general de los Servitas, reunidos en laprimavera del 2002. Entresaco algunos párrafos: “Sentir la exigencia de buscar el reino de Dios ya es un don, que debe seracogido con espíritu agradecido. En realidad, es siempre Diosel que nos sale al encuentro primero, ya que ha sido el primero en amarnos (cfr 1Jn 4,10). Es consolador buscar a Dios, peroal mismo tiempo exigente; supone hacer renuncias y tomar opciones radicales. ¿Cómo repercute esto entre vosotros, en elcontexto histórico actual? Supone ciertamente acentuar la dimensión contemplativa, intensificar la oración personal, revalorizar el silencio del corazón, sin llegar nunca a contraponerla contemplación a la acción, la oración en la celda a las celebraciones litúrgicas, la necesaria “fuga” del mundo a la presencia junto al que sufre... La experiencia demuestra que sólodesde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa yeficaz acción apostólica... Vuestra oración comunitaria sea talque la oración personal prepare y prolongue la celebración litúrgica”.

Queridos hermanos, tenemos que “orar sin intermisión”

como nos dice San Pablo (2Ts 5,17), pues sólo el Señor puededar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajemos, como Élya nos dijo: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). LosApóstoles, convencidos de esto por los consejos del Señor y porsu propia experiencia apostólica, al constituir los primeros diáconos, dijeron: “...así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra” (Hch 6,4) (SC. 86).

Lo primero es: “el Señor llamó a los que quiso para estar con El y enviarlos a predicar...”, “María ha escogido la mejor parte...”. Y por lo que yo he visto en los santos y en todoslos que han seguido a Cristo a través de los siglos, canonizados o no, éste es el único camino: ni un sólo santo, que no haya sidoeucarístico, que no haya hecho largos ratos de oración ante elSeñor Eucaristía, pero ni uno solo, luego habrán sido avanzados o retrógrados, ricos o pobres, activos o contemplativos, de laenseñanza o de la caridad, laicos o curas, profetas, misioneroso padres de familia, lo que sea..., pero ni uno solo que no fuerahombre de oración, especialmente eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca... Nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más Biblia ni más grupos de formación que el sagrario. Allí lo aprendieron todo y así nos lo enseñaron.

Por eso es muy importante que nos preocupemos de “estas cosas”, porque como queda dicho, lo que no se vive, terminaolvidándose y podemos constatarlo personalmente, incluso tratándose de verdades teológicas. La oración eucarística es lafuente que mana y corre siempre llena de estas verdades y vivencias, aunque sea muchas veces a oscuras y sin sentir nada.

El Concilio Vaticano II habla repetidas veces sobre la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y ennuestra vida personal: “...los demás sacramentos, al igual quetodos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado,

están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues enla sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de laIglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo...Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de todaevangelización... (Los sacerdotes) les enseñan, igualmente, aparticipar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma queexciten también en ellos una oración sincera; los llevan comode la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, quehan de actualizar durante toda la vida en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno... La casa de oración en quese celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotrosen el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración” (PO 5).

Pues bien, teniendo presente todo esto y lo que llevamosdicho en este capítulo, ya me diréis qué interés puedo yo tenerpor Jesucristo y su causa, si Cristo personalmente me aburre;

cómo entusiasmar a las gentes con Él si yo personalmente nosiento entusiasmo por Él, y para esto, la oración es totalmentenecesaria, porque es fuente y termómetro indicativo; para lograr que los hombres y mujeres conozcan y amen y se enamoren de Jesucristo, que lo sigan y lo busquen, nosotros hemos dedarles ejemplo y buscarlo en la oración, que, si es ante CristoEucaristía, tiene una fuerza y plenitud mayor. De Cristo y porel canal de la oración hemos de recibir el espíritu y el entusiasmo de nuestro apostolado: “vosotros sois mis amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Pedro, me amas más que estos... apacienta mis ovejas; Pedro, me amas...” por tres veces le sometió a un examen de amor antes de ponerle al frente de su Iglesia. Y Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. Y cuando tenemos el espíritu de Cristo, entonces: “El que a vosotros escucha, a míme escucha...”; “Yo en vosotros y vosotros en mí”; “...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Podremos hacer las acciones de Cristo, predicar las palabras de Cristo, pero no podremos transmitir su espíritu, si no lotenemos. Somos sarmientos, canales del Amor y Salvación deDios, del Espíritu Santo de Dios. Para eso necesitamos el espíritu, el alma, el corazón, la adoración que Cristo sentía por su Padre para poder ser su prolongación. Para ser verdaderamente presencia sacramental de Cristo, de su persona y apostolado, necesitamos sus mismos sentimientos y actitudes. Y no le demos vueltas, a Cristo, a su evangelio sólo se les comprendecuando se viven; y si no, fijaos qué diferencia existe, qué distinta manera de hablar y actuar, cuando tienes que hablar o defender un tema que vives o te muerde el alma, la vida y la estima tuya o de los tuyos ... o por el contrario, cuando se trata deun asunto de otros, de un tema que te han contado o has leído, pero que, en definitiva, no lo necesitas para vivir o realizarte.

La mayor tentación del mundo materialista actual y desiempre, en lo que se unen y se esfuerzan todos los poderososdel “mundo”, es demostrar que Dios ya no es necesario, que sepuede vivir y ser felices sin Él. Y, por otra parte, tenemos todolo contrario, que constituye una prueba de fe y un argumento enfavor nuestro, y es que hoy día hemos llenado con el consumismo nuestras vidas y nuestros hogares de todo y ahora resultaque nos falta todo, porque nos falta Dios, que es el TODO DETODOS...

            El materialismo y el consumismo reinante destruyennuestra identidad cristiana, nos destruye como Iglesia e hijos deDios. Ahora equipamos a nuestros hijos y juventud de todo: inglés, judo, trabajo, dinero, piso, sexo, masters de todo... y ahoraresulta que les falta todo, que se sienten vacíos... porque lesfalta Dios. Cómo ayudar a los hombres de ahora a salir de ese vacío existencial y proponerles comomedio y remedio que se acerquen a Dios, al Dios amigo y cercano que es Cristo Eucaristía, si nosotros mismos no lo hacemos ni lo hemos experimentado... si nunca nos ven orar en laIglesia o delante del sagrario, y esto ya es norma y comportamiento ordinario en nuestra vida sacerdotal, cristiana, pastoral, militante, catequista...

Queridos hermanos, por qué no empezar desde hoymismo, desde ahora mismo... parémonos delante del sagrario, mirémosle a Cristo con afecto, hagamos bien la genuflexión, sipodemos, que no es un trasto más de la iglesia, que es el Señor, que es nuestro Salvador, el centro y corazón de la parroquia, detu grupo, de tu comunidad, de tu vida cristiana... ¿Lo es, o no loes? ¿O lo es sólo teóricamente? ¿Cómo acordarte, cómo predicar esto, si no lo vives? Ayúdales a los tuyos con tu vida, con tuejemplo, con tu comportamiento... “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? Nosirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.

Algunos sacerdotes, religiosos y seglares apóstoles dudande la eficacia del Evangelio y hablan muy decepcionados de sustrabajos apostólicos. Eslógico y una prueba, pero en negativo, de lo que estoy diciendo. Me duele por ellos y por todos, por la Iglesia. Su vida no ha sido inútil, porque todos somos canales de gracia, más o menos anchos, pero canales de gracia como igualmente tenemos que ser luz de Cristo primero para poder iluminar a los hermanos: “Vosotros sois la luz del mundo... alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y dengloria al Padre que está en el cielo”

13- UN POSIBLE CAMINO CONCRETO DE ORACIÓN PERSONAL SACERDOTAL

Queridos hermanos: Lo he repetido muchas veces y lo repetiré todas las veces que sean necesarias: quiero amar, quiero orar; me canso de amar, me he cansado de orar; me he cansado de orar, es que me he cansado antes de amar.

La oración, antes que consideración y meditación y todo lo demás que queramos, es amor, querer amar. Ese es su punto de arranque, aunque no se note ni uno sea consciente al principio. Y, si se medita, es para sacar amor del pozo, de la fuente, que puede ser el evangelio, un libro, tu corazón, pero si es el Sagrario, es lo mejor de todo. Dice S. Juan de Ávila: “Y sabed que este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fín del pensar. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiereis y más larga y sin pesadumbre[29]. Aunque el entendimiento obre poco o nada, la voluntad obra con gran viveza y ama fortiter” (Plática 3ª).

Y para todo esto, Jesucristo en el Sagrario es el mejor maestro, el mejor libro, toda una biblioteca, todo el evangelio presente, toda la teología hecha vida. Por eso nos dice el Doctor Místico: Atodo ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquiera manera que sea, siempre le causa más amor y regalo de Dios como habemos dicho; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios, que antes solía tener en consideraciones y modos, ya todo es ejercicio de amor”[30].

Bien es verdad que el Santo Doctor aquí se refiere a un grado más elevado de oración que la meditación, pero hacia ahí apunta la oración por sí misma, desde el principio, aunque uno no sea consciente de ello, pero conviene que lo sepa el mismo orante y los directores de grupos de oración, que a veces creen que si no se habla o leen reflexiones o se dicen cosas bonitas, no se ha orado; es más, quieren medir la altura de oración según las frases bonitas que se digan...o que si no se aprenden o se realizan técnicas de relajación o métodos de reflexión, no hay oración.

San Juan de la Cruz nos dirá que la oración no se mide por las revelaciones, ni locuciones ni éxtasis sino por los frutos de humildad en las personas que la tienen y este era su criterio para distinguir a los verdaderos y falsos orantes. Y ya sabemos la definición teresiana de oración... “que no es otra cosa oración sino tratar de amistad... con aquel que sabemos que nos ama”. Tres notas de la amistad aparecen en esta definición  de Sta. Teresa.

1.- Yo aconsejaría empezar la oración saludando al Señor, o como se dice ordinariamente, poniéndonos en presencia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En el nombre del Padre que me soñó para una eternidad con Él, me ha dado la existencia, me da la vida esta mañana. Del Hijo que me amó hasta entregar su vida por mí, me quiso como amigo y sigue dándose en cada eucaristía, en cada sagrario y lo tengo aquí, ahora presente, con todo su ser divino y humano. Del Espíritu Santo que me santifica, me trae el amor y la gracia y la ayuda de mi Dios: Señor, ábreme la mente y mete en ella tu Verbo, tu Luz y tu Verdad, que es tu Hijo; ábreme el corazón y mete tu Espíritu, tu Fuego y Amor, que es tu Espíritu Santo; ábreme los labios y toda mi vida y mi existencia sacerdotal proclamará tu alabanza, “la alabanza de tu gloria”, que Tú existes y nos amas, que tu Hijo ha resucitado y me ha llamado a la eternidad feliz contigo y que el Amor, tu Amor, el Espíritu Santo está realizando ahora esta tarea en mi alma y en mi vida para Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

“Te sancta Trinitas unaque poscimus, sic nos tu visita sicut te colimus, per tua semita duc nos quod tendimus, ad lucem que inhabitas”.

Es muy importante tener un esquema fijo de oración y una hora fija todos los días, a la misma hora, siempre que no pase nada extraordinario; porque si lo dejas a la improvisación o para cuando tengas tiempo, a lo mejor no tienes tiempo nunca. El esquema de tu oración lo irás haciendo con lo años. Será siempre “trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. Como hemos comenzado en el nombre del Padre, podemos empezar el diálogo con Él.

2.- Empezamos la oración dialogando, hablando con Dios Padre, o con Cristo, o con el Espíritu o con la Virgen del tema o temas que te preocupan y llevas en ese momento en tu corazón; de las necesidades de los hermanos, de pedir fuerza o luz, en fín, empiezas hablando de lo que tienes en tu corazón en ese momento y te ocupa y preocupa. Terminado esto, empezamos, con el esquema fijo, si hay tiempo, porque lo dicho anteriormente te ha ocupado todo el tiempo, pues ya has hecho tu oración, ya has tenido el encuentro diario con Dios y contigo mismo necesario para seguir viviendo espiritualmente.

Pero si lo primero te ha llevado diez minutos, ¿qué hacer ahora? Para eso es muy importante esto que te digo de tener un esquema fijo de oración diaria.

Pues bien, empezamos con el esquema fijo. Para esto es muy importante que al principio te ayudes de algunas oraciones hechas por otros, que te ayuden, y siempre las mismas, incluso para toda tu vida, pero que puedes cambiar a los comienzos, hasta que te vayas quedando con las que mas te dicen y te gustan, según el Señor te inspire y vayas descubriendo en tu caminar.

El primer encuentro en nuestra oración tiene que ser con la Santísima Trinidad, Principio y Fin de todas las cosas. Y como el Padre es el Primero y Principio, para no dudar y hasta encontrar otra oración que te inspire más, yo haría despacio y meditando y orando la oración de Sor Isabel de la Santísima Trinidad que a mí me gusta mucho, porque me inspira muchas ideas y sentimientos. Tú la vas orando, y si, al hacerlo, el Señor te inspira ideas, sentimientos nuevos y distintos, tú te paras, dialogas con el Señor… y, cuando se acaban estos sentimientos, tú continúas con la Plegaria a la Santísima Trinidad, y esta es la ventaja, porque de otro modo uno se pierde y no tiene orden ni continuidad. El fruto o el éxito no está en orarla toda seguida, sino parando, mirando al Sagrario, “distrayéndote” en otros pensamientos, revisando tu vida, dialogando de otras cosas al Señor. La pongo aquí, para que te sea más fácil copiarla para luego rezarla ante Jesús Eucaristía:

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Oh Díos mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierta en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea mas que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñada para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz. Oh amado astro mío, fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

Oh fuego abrasador, espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

Y vos, oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

Oh mis tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en vos, hasta que vaya a contemplaros en vuestra luz, en el abismo de  vuestras grandezas. (Sor Isabel de la Stma Trinidad, 21-11- 1904)

3º.- Cuando has terminado esta Plegaria a la Santísima Trinidad, es obligación invocar al Espíritu Santo, maestro espiritual y artífice de nuestro encuentro con Dios, porque Él es el Amor, el que nos tiene que dirigir a la unión con Dios en el misterio de Trinidad. Por eso, para empezar la oración de cada día y siempre me gusta la Secuencia del Espíritu Santo, me dice más en latín, pero que tú la puede cambiar según tus gustos, eres tú el que haces oración: Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.

TERCERA  PARTE

EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL DE LA IGLESIA, DE LAS DIÓCESIS Y DE LOS SACERDOTES

1.-DESPUÉS DEL SAGRARIO, LA PRESENCIA DE CRISTO QUE MÁS HAY QUE CUIDAR EN LA TIERRA ES LA DEL SEMINARIO

Para mí, el lugar más importante de la presencia de Cristo en la tierra, el que más hay que mirar y cuidar y orar, después del Sagrario, es la presencia de Cristo en los Seminarios. Así lo he sentido toda mi vida. Después del cuidado y amor que se debe dar a Cristo Eucaristía, como presencia amiga, en el Sagrario, donde más se debe cuidar y cultivar esta presencia de amistad con Cristo es en el seminario, en el corazón de los seminaristas; hay que procurar con la oración y la piedad y la liturgia y la vida santa de la Iglesia Diocesana que haya seminario y Cristo sea el centro y el corazón del Seminario, que Jesucristo Eucaristía llegue vivencialmente al corazón de todos los que lo habitan, que antes de salir del Seminario los seminaristas hayan llegado a metas de oración, donde el Hijo Amado del Padre, que les ha llamado a ser sacramento de su presencia y salvación en el mundo, llegue verdaderamente a ser amigo y confidente de todos los seminaristas; y para eso necesitamos obispos, sacerdotes y superiores experimentados en oración, vida y santidad, de tal forma que puedan conducirlos hasta esta meta, la esencial de su estancia en el Seminario.

Todo sacerdote, por lo que más debe interesarse y rezar ante el Señor todos los días, es por su Seminario; lo que más debe preocuparle y ocuparle, hasta donde pueda y le dejen, es su Seminario; debe orar con intensidad y cuidar de que su Seminario sea cuidado, visitado y querido, como debe, por los que debe y están obligados en razón de su misión. Y todo esto y más que pudiera decir, por razón de una coherencia: porque todo creyente y todo sacerdote debe amar a Jesucristo con todo su corazón y con toda su alma. Ahora bien, Jesús Eucaristía y el Sacerdocio están muy unidos en Cristo, son una misma realidad desde el Jueves Santo, mejor, desde su Encarnación. Y en el Seminario es donde se forman los sacerdotes. Por eso, sacerdocio y Seminario, Cristo Eucaristía y Cristo Sacerdote y Seminario deben estar siempre unidos.

Se acentúa este amor y cuidado en estos tiempos de ateísmo y secularismo; sin quererlo, espontáneamente, nuestra mirada se dirige a los seminarios, donde tienen que formarse los futuros sacerdotes. Porque no quisiéramos tener que lamentar que, por falta de orientación y espiritualidad seria y verdadera, en la que tal vez no fueron formados por carecer de formadores apropiados u obispos que no se preocuparon como era su obligación por lo más importante de la diócesis que es el seminario, pueda ocurrir en los tiempos que estamos y próximos que vienen, que se produzcan secularizaciones entre los sacerdotes, especialmente jóvenes.

Y la causa principal, aunque puede haber otras, ahora y siempre será que no fueron formados en la oración y la vida de santidad y experiencia de Cristo para estos tiempos laicistas, que ni creen en Dios ni en un celibato, que sin Dios no tiene sentido, máxime cuando la misma virtud de la castidad tampoco existe como virtud humana; todo lo contrario, en medios y teles y demás se exhiben toda clase de medios y formas que antes las llamábamos vicios y pecados.

No se tuvo en cuenta ni se tiene todavía lo suficiente la personalidad espiritual, teológica, humana y pastoral de los formadores. Y las consecuencias hay que pagarlas necesariamente, ahora que el ambiente no protege, porque ha dejado de ser cristiano, es más, ha dejado de ser hasta humano; estamos por debajo de los animales en muchas cosas: abortos, eutanasia, “violencia del género”, puro eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: crímenes de padres que matan a sus esposas y madres incluso con sus hijos, y pásmate, madres y esposas que matan a sus esposos y padres con su hijos, los hijos nacidos de su amor y vientre…¡ni los animales! ¿a quién van a querer luego estos hombres y mujeres? Así estamos. Pero claro, así tenemos que estar preparados y convencidos de Dios y de su Evangelio los que tenemos que luchar contra todo esto, que también nos infecta con su lluvia ácida a todos, especialmente a nuestra carne y nuestro hombre de pecado que todos llevamos dentro.

Oficial y públicamente, todos los días, en las parroquias se debe rezar por las vocaciones. Me alegra ver cómo en muchas parroquias, esté o no presente el sacerdote, se reza por el Seminario y las Vocaciones; en algunas se reza textualmente: Por la santidad de la Iglesia, especialmente por la santidad de los Obispos, de los sacerdotes y seminaristas, por nuestro seminario y sus vocaciones… En las parroquias deben celebrarse los jueves eucarísticos y sacerdotales. Es una alegría ver cómo en muchas se tiene la Hora Santa por los sacerdotes y seminaristas todos los jueves.

Lo más importante de una diócesis es el Seminario. De él dependen el número y la santidad de sus sacerdotes, que luego serán Cardenales, Obispos y Papas. Por eso, de los sacerdotes, depende fundamentalmente la Iglesia, y por voluntad de Cristo. De ahí la necesidad de cuidarlos. Pero me he dado cuenta, que esto no depende de las palabras, ni siquiera de las palabras que yo estoy diciendo, sino que tiene que nacer de un convencimiento interior, no de una temporada y circunstancias determinadas que pasan, ni siquiera depende de que se ocupe un cargo en él o fuera de él, mi experiencia me dice que tiene que salir del corazón, más concreto, del corazón de Cristo Eucaristía comunicado a sus amigos de verdad que lo adoran, le visitan todos los días y hacen oración en su presencia. De ahí el título que he puesto: EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL DE LA IGLESIA, DE LA DIÓCESIS Y DEL SACERDOTE.

Todos debemos implicarnos en su marcha, interior y espiritualmente, pero, especialmente, los sacerdotes; y con prudencia, porque esto no se entiende fácilmente. Y a sufrir por el reino de Dios, si es necesario, porque los que piensan y hablan así en estos tiempos de secularismo,...

En esta materia, con sólo recoger lo más importante de todo lo predicado y escrito por Juan Pablo II durante su pontificado, habría para un libro denso y profundo. En la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis que he tratado en este libro, nos dice Juan Pablo II:

“La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo, que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. El se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación». «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios. (PDV 12)”

Todos debemos implicarnos. Sobre la Pastoral Vocacional dice un autor actual: “Sin embargo, la impresión que causa la observación de cierta praxis respecto de este tema no permite afirmar que la Pastoral Vocacional, salvo honrosas excepciones, obtenga tan alta consideración.

Se tiene la impresión de que la Pastoral Vocacional no termina de hallar el espacio que le corresponde en el conjunto de la actividad pastoral diocesana ni logra alcanzar el grado necesario de concienciación y de empatía para ser asumida como responsabilidad que atañe a todos y como tarea permanente en la vida de las comunidades eclesiales. Parece que se halla reducida a dos o tres campañas anuales, organizadas en torno a determinadas jornadas, y a algunas actividades puntuales, promovidas y realizadas por el Secretariado o Delegación de Pastoral Diocesana.

Debemos constatar, por otra parte, aunque sea doloroso, que los resultados computables de la actividad de la Pastoral Vocacional no permiten afirmar, desde parámetros humanos, que tal actividad tenga la fecundidad la eficacia y el éxito deseables[31]”.

Y este mismo autor, más adelante en su artículo, añade:

“Es por eso por lo que nos parece importantísimo pensar y buscar medios y recursos para conseguir poner nuestras diócesis en clave vocacional. Me atrevo a sugerir algunos de esos medios y recursos:

1. Convencernos de que la Pastoral Vocacional ha de ser un “compromiso coral de toda la Iglesia”. Así lo formulaba en 1996 el Papa Juan Pablo II en la exhortación “Vita Consecrata’: “Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la Iglesia. Se requiere, por tanto, la colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como es propio de un servicio que forma parte integrante de la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad vocacional de cada instituto”[32].

Al escribir sobre el Seminario y las Vocaciones, tan solo pretendo recordar esta necesidad, esencial de la Iglesia, de tener muchos y santos sacerdotes y atizar un poco la llama de esta urgencia apostólica encendida en el corazón de todo consagrado; sólo pretendo soplar un poco, por medio de estas líneas, escritas con todo mi amor al Seminario y a los sacerdotes, que esta llama vocacional no se apague, quiero avivarla más en mi y en mis hermanos, en la parte que a cada uno de nosotros nos corresponde dentro de la viña del Señor.

La Pastoral Vocacional es un gozo, una necesidad, una tarea, un empeño, una oración permanente al “dueño de la mies, para que envíe obreros a su mies”. Repito que sólo pretendo avivar la relación y la unión afectiva y apostólica con el seminario y las vocaciones; quiero y pido que ninguno de nosotros se olvide de rezar todos los días por la santidad de la Iglesia, especialmente de los obispos, sacerdotes y seminaristas, y por nuestro seminario y sus vocaciones. A mí me gustaría amar tanto a mi seminario, que cuando la gente me mire o piense en mí, sólo o principalmente viera en mí: Seminario, Vocaciones y Sacerdocio.

Queridos hermanos: Es imposible estar gozoso de una realidad y no querer comunicarla y contagiar de ella a los que nos rodean y amamos; es imposible sentirse agradecido a Dios por este don del sacerdocio, sentirlo en el alma como predilección y regalo, pero sentirlo de verdad, y no tratar de contagiar este gozo y entusiasmo a los que nos rodean, sobre todo los que tratamos a niños, jóvenes y familias.

2.- LAS VOCACIONES AL SACERDOCIO

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Las palabras que Jesús dijo a los Apóstoles son emblemáticas y no sólo se refieren a los Doce, sino también a todas las generaciones de personas que Jesús ha llamado a lo largo de los siglos. Se refieren, en sentido personal, a algunos, que hemos sentido esta predilección del Señor, al llamarnos por nuestro propio nombre a ser otro Cristo, prolongación de su amor y salvación a todos los hombres. Estoy hablando de la vocación sacerdotal, pero, al mismo tiempo, pienso también en las vocaciones a la vida consagrada, tanto masculina como femenina.

Las vocaciones son una cuestión fundamental para la Iglesia, para las dilocesis, para la fe, para el porvenir de la fe en este mundo. Toda vocación es un don de Dios, según las palabras de Jesús: “Yo os he elegido”. Se trata de una elección de Jesús, que afecta siempre a una persona; y esta persona vive en un ambiente determinado: familia, sociedad, civilización, Iglesia.

La vocación es un don, pero también es la respuesta a ese don. Y esa respuesta de cada uno de nosotros, de los que hemos sido llamados por Dios, predestinados, depende de muchas circunstancias; depende de la madurez interior de la persona; depende de su colaboración con la gracia de Dios. Depende de saber colaborar, saber escuchar, saber seguir.

Conocemos muy bien lo que dijo Jesús en el Evangelio a un joven: “Sígueme”. Cuando se sigue, la vocación se madura, la vocación se realiza, la vocación se encarna en la persona. Y eso contribuye al bien de la persona y de la comunidad. La comunidad, por su parte, también debe saber responder a estas vocaciones que nacen en sus diversos ambientes. Nacen en la familia, que debe saber colaborar con la vocación. Qué importante, a veces determinante, tener madres sacerdotales. Antes había muchas madres sacerdotales, madres que deseaban tener un hijo sacerdote. Eso que tantas veces hemos oído: las madres, las parroquias, los cristianos convencidos son como los semilleros de tabaco y pimiento de nuestra tierra extremeña de la Vera; allí nacen y se cultivan las semillas y desde allí se trasplantan a los campos. La semilla de la vocación nace ordinariamente en el corazón de las madres eucarísticas y piadosas y desde allí se transplantan a los hijos, a la parroquia, a la Iglesia.

La vocación, la respuesta a la vocación, depende en un grado muy elevado del testimonio de toda la com unidad, de la familia, de la parroquia. Las personas colaboran al crecimiento de las vocaciones. Sobre todo los sacerdotes atraen con su ejemplo a los jóvenes y facilitan la respuesta a esa invitación de Jesús: “Sígueme”. Los que han recibido la vocación deben saber dar ejemplo de cómo se debe seguir.

En la parroquia se ve cada vez más claro que al crecimiento de las vocaciones, a la labor vocacional, contribuyen de manera especial los movimientos y las asociaciones. Uno de los movimientos, o más bien de las asociaciones, que es típica de las parroquias, es el de los acólitos, de los que ayudan en las ceremonias. Eso sirve mucho a las futuras vocaciones. Así ha sucedido en el pasado. Muchos sacerdotes fueron antes acólitos.

Debemos orar para que se cumplan las palabras de Jesús: “La mies es mucha, y los obreros, pocos” (Lc l0,2). Se trata de una gran verdad: la mies es siempre mucha, y los obreros son siempre pocos, de manera especial en Europa, en España. El mandato de Jesús de orar por las vocaciones se dirige a todos, nos exige a todos sin excepción, pero especialmente a los sacerdotes, que tenemos que sembrar y dirigir esta oración en nuestra comunidad, en nuestra parroquia. A todos, sin excepción, nos corresponde especialmente el deber de la oración por las vocaciones. Si nos sentimos involucrados en la obra redentora de Cristo y de la Iglesia, debemos orar por las vocaciones. “La mies es mucha y los obreros, poco, rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”.

3-REFLEXIÓN EXAMEN DE PASTORAL VOCACIONAL, TAREA IMPRESCINDIBLE DE NUESTRO MINISTERIO SACERDOTAL

Para tratar el tema de las vocaciones, es previo hablar del clima vocacional. Así como en el nacimiento y desarrollo de las plantas tiene una importancia máxima todos los antecedentes y concomitantes que denominamos comúnmente con el nombre de «clima», de igual manera podemos trasladar este vocablo al campo vocacional para designar todos los factores necesarios para que la vocación surja y se desarrolle. Se trata de factores humanos, sacerdotales, ambientales, sobre todo, de la temperatura espiritual necesaria de nuestra parte para que las vocaciones surjan y se potencien en nuestro alrededor.

Con esto no queremos ni mucho menos olvidar que la oración fundamentalmente es un don de Dios. Es una llamada específica y particular dentro de otra llamada más general a la fe. Es lo que hemos de tener presente, tan real para nosotros, como que nos hemos reunido en oración en torno al dueño de la mies para pedirle que siga llamando obreros que trabajen en su mies. La fe y las gracias serán siempre los componentes básicos de quienes son intermediarios de esta llamada y de quienes son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada. Con estos presupuestos por delante, quiero ahora recordaros algunos elementos que juzgo mas creadores de un clima vocacionante en el ámbito de una comunidad parroquial, incluso diocesana.

Desde luego que no voy a enumerarlos todos, simplemente señalo los que considero más indispensables, empezando desde nosotros mismos, desde nuestro propio ser y obrar sacerdotal, desde nuestra propia realidad y vivencia de llamados y consagrados.

4.-PARA SUSCITAR VOCACIONES, HAY QUE TENER CONCIENCIA Y  GOZO DE HABER SIDO LLAMADO

Lo primero que quiero deciros es que, a mi parecer, las vocaciones se descubren y se potencian si nosotros, todos los sacerdotes diocesanos, nos sentimos y nos vemos a nosotros mismos como seres fundamentalmente vocacionados, privilegiados, llamados por Dios. Y no es la principal señal de esto, el hecho de que nos preocupe la escasez de vocaciones, incluso el hecho de que nos planteemos con seriedad este problema: ¿Por qué? Pues sencillamente, porque el origen de esta preocupación por las vocaciones puede responder primariamente a inquietudes por la mera supervivencia del grupo, o de las obras o tareas que hay que seguir realizando o del agobio actual y permanente… Se tiene miedo, en el fondo, a que una vejez amenazante y sola, o a un futuro empobrecido e inseguro.

Todo esto, a mi juicio, no puede ser nunca la base principal de un grupo o de una persona que quiera llevar adelante la tarea de suscitar y acompañar vocaciones. Con esta mentalidad inspiradora no encontrará las palabras y los medios más eficaces para suscitar o descubrir vocacionados.

El clero, la diócesis, el sacerdote ha de sustentar la raíz de su esfuerzo para convocar y añadir nuevos llamados al sacerdocio o a la vida religiosa en la convicción profunda de que nosotros y ellos somos sujetos privilegiadamente llamados y agraciados con este don.

Si no se tiene esta vivencia, si no se mantiene este gozo interior, esta conciencia fresca y agradecida de haber sido privilegiados por la llamada del Señor, será muy difícil suscitar vocaciones.

Sin sentirse elegidos, agraciados y agradecidos al don, sin estimarlo de verdad sobre todos los dones de vocaciones posibles, auténticamente, con encendido amor, será difícil contagiar, convocar, potenciar vocaciones.

¿Y si lanzásemos ahora al aire, para nosotros, para el clero diocesano, incluso para los que ocupan cargos importantes en nuestros seminarios de España o del mundo entero, esta pregunta? ¿Nos sentimos privilegiados por el don del sacerdocio católico? ¿Nos sentimos gozosos y agradecidos auténticamente a Dios? ¿Tuve y tengo esta vivencia? ¿La he perdido?

En la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, PASTORES DABO VOBIS, que luego citaré largamente, vienen estas palabras que me parecen muy oportunas para el momento presente: “Por eso, el Obispo ha de procurar que se confíe la pastoral juvenil y vocacional a sacerdotes y personas capaces de transmitir, con entusiasmo y con el ejemplo de su vida, el amor a Jesús. Su cometido es acompañar a los jóvenes mediante una relación personal de amistad y, si es posible, de dirección espiritual, para ayudarlos a percibir los signos de la llamada de Dios y buscar la fuerza necesaria para corresponder a ella con la gracia de los Sacramentos y la vida de oración, que es ante todo escuchar a Dios que habla”.

En el DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, de la Congregación para el Clero, —ya he dicho que si empiezo a sacar documentos del Pontificado de Juan Pablo II, no termino—, publicado en el año 1994, en el número 32, dice: “Cada sacerdote reservará una atención esmerada a la pastoral vocacional. No dejará de incentivar la oración por las vocaciones y se prodigará en la catequesis. Ha de esforzarse, también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo género. Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal, hagan descubrir los talentos y sepa individuar la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo. Deben estar integrados a la pastoral orgánica y ordinaria, porque constituyen elementos imprescindibles de esta labor, entre otros: la conciencia clara de la propia identidad, la coherencia de vida, la alegría sincera y el ardor misionero.

El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto sincero con el seminario, cuna de la propia vocación y palestra de aprendizaje de la primera experiencia de vida comunitaria. Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral» que cada presbítero —secundando la gracia del Espíritu Santo— se preocupe de suscitar al menos una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio[33].

Por eso, en este tema de las vocaciones hemos de ser sinceros y prudentes, para no descargar la culpa de la falta de vocaciones sobre la organización o la pastoral vocacional; esta falla en sus raíces si nos cuenta con sacerdotes gozosos de su vocación en la diócesis, sobre todo, si los mismos dirigentes no lo están. Y esto se nota a la legua, hasta en los obispos, muchas veces olvidados de esta pastoral vocacional, creyendo que con poner unos responsables ya está todo arreglado: hay que visitar el seminario todas las semanas, hablar y animar a los seminaristas, celebrar y orar con ellos, es el ministerio esencial de la Iglesia diocesana y la tarea más importante de la diócesis: el seminario y las vocaciones. Y no bastan palabras, se necesitan hechos que salen espontáneos, cuando uno vive el sacerdocio, el amor a Cristo.

Mi pensamiento es éste: agradecimiento al don recibido como base de toda promoción o pastoral vocacional que se siente espoleada aún más por las necesidades y la escasez de sacerdotes, pero que seguirá siendo la base fundamental de la pastoral vocacional, aunque tuviéramos muchas vocaciones, por hablar de algún modo.

Y desde esta base hay que interpretar el recordatorio de Jesús: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Mirad los campos, ya están maduros, se necesitan brazos, la cosecha es maravillosa en niños, jóvenes y adultos, qué felices deben sentirse los llamados a la fiesta de la recolección.

Todos los sacerdotes estamos obligados a llamar, y debemos hacerlo desde la certeza de que el Señor bendecirá nuestro trabajo, desde la esperanza del fruto, hecho desde el gozo de haber sido seleccionado, y de aquí surge el interés por las vocaciones, la oración permanente por ellas, la invitación en el momento oportuno… Si no tenemos esta vivencia, hay que orar, recobrarla con la gracia de Dios, especialmente los que trabajan más específicamente en este campo, aunque nos compete a todos.

No se puede ir a un joven e invitarle principalmente desde la escasez de vocaciones, diciendo que el seminario está vacío y los sacerdotes son mayores; no irá ningún joven en estas condiciones. Pero si tú, a quien veas o creas que puede tener este don de Dios, le dices: ser sacerdote es lo mejor que me ha acontecido en la vida; te lo digo con toda sinceridad, es un privilegio ser sacerdote, quiero que lo pienses por si el Señor te llama, Cristo se volcará sobre ti con su presencia y su gracia, serás capaz, y te llenará de sus dones como yo lo siento; si el Señor te llama, es que puedes, ven, vivirás una aventura de amor y de experiencias misteriosas en la experiencia del Dios vivo ya aquí abajo en la tierra.

Y ahora, querido hermano sacerdote, dime con toda sinceridad: en tu vida todavía no se te ha acercado alguna vez algún niño, algún joven que te diga: Yo quiero ser como tu.

5.-INTERÉS Y CULTIVO DE LAS VOCACIONES: ORACIÓN Y ACCIÓN

El interés por las vocaciones nos llevará en primer lugar a orar por las vocaciones, cumpliendo el mandato de Cristo. Pero hay que notar desde el principio que el interés por las vocaciones aprovecha no solo a los llamados, a los seminaristas, sino también a los que oran por ellos, porque el Señor les recompensa con gozos y vivencias personales muy dulces en relaciones de amistad personal y en su ser y existir sacerdotal.

Hace bien al orante porque cumple con algo mandado y querido por Jesús y, sobre todo, porque potencia o rectifica su propia vocación. Si yo oro por las vocaciones, es que estoy contento con mi sacerdocio. Si yo no estoy contento, si yo vivo en la duda o perplejidad, si me siento tal vez frustrado, no puedo orar, no seré capaz de orar por las vocaciones, porque si no se vive en gratitud el don recibido, esta oración es difícil, no sale de dentro, del corazón, será impuesta, lo cual no es malo, pero no es lo mejor y se practica poco porque se olvida pronto. El entusiasmo y la oración por las vocaciones salen del corazón, no de los cargos que se ocupen; ni siquiera porque sea nombrado para alguna misión del seminario o sacerdotal, ahora me surge espontáneamente mi interés por el seminario o las vocaciones; el amor no lo dan los nombramientos, es fruto de oración personal con Cristo, de amistad personal y agradecida, de vivencia sacerdotal.

Orar es amar, dialogar, interesarse por una persona. Amo mucho mi sacerdocio, oro mucho por los sacerdotes. Amo poco, oro poco. He dejado de amar mi sacerdocio, he dejado de orar e interesarme verdaderamente por el seminario y las vocaciones, independientemente del cargo que ocupe.

Al orar por las vocaciones, además de suscitarlas, dos son los frutos que producirá esta oración en el sacerdote: potenciar la propia vocación, revitalizar su ser y existir sacerdotal, reencontrar el fervor de los mejores años de su vida. Porque si uno se pone de rodillas todos los jueves, jueves sacerdotales y eucarísticos, para pedir por las vocaciones y los sacerdotes, tarde o temprano el Señor le recompensará con el propio gozo sacerdotal, si lo hubiera perdido y le ayudará a vivir su sacerdocio en plenitud, amén de ayudar a todos los hermanos y seminaristas y vocaciones.

Por eso, una sana pastoral vocacional personal y parroquial, le mantiene a uno en forma sacerdotal. Desde el interés oracional por las vocaciones, por el seminario, uno potencia o reconstruye el propio proyecto vocacional. Trabajar en este campo, hablar de estas cosas, dirigirse en este tono a jóvenes, a niños, seminaristas… le estimula a uno con el ideal sacerdotal. Y todo esto es muy necesario, muy santificador, muy estimulante porque así todo sacerdote se convierte en un promotor nato de vocacionados.

Rezar por las vocaciones tiene que ayudarnos a tener una conciencia más teológica, más vivencial de nuestro ser y existir y obrar en el mundo y en la Iglesia; debe llevarnos a las fuentes de nuestra vida sacerdotal, a renovar nuestras energías de vidas consagradas a la misión, a reencontrarnos con la mística de nuestro sacerdocio, que, hecha desde la verdad y la humildad, sin violencia ni presiones de ningún tipo, nos capacitará para ofrecer un modelo de existencia sacerdotal estimulante e interpelante para otros, especialmente niños y jóvenes. Y habrá un nuevo amanecer de vocaciones en este mundo ateo y materialista, que destruye todo semillero y clima vocacional. Pero nosotros no nos desanimamos, porque el poder de Dios es más fuerte que el poder del mundo, y los jóvenes descubrirán el gozo de ser sacerdote y el desierto florecerá. Lo ha prometido el Señor. Es Palabra de Dios. Recemos mucho por las vocaciones.

Cuando un sacerdote vive su vocación, su cualidad de haber sido elegido y privilegiado sobre millones y millones de seres que no fueron llamados, yo creo que no encontrará muchas dificultades, cuando se presente la ocasión y la oportunidad convenientes, para verbalizar su propia vocación, para narrar su propio itinerario de llamada y respuesta al Señor, de expresar ante cualquiera el camino de su vocación al sacerdocio, desde el comienzo hasta la ordenación sagrada.

Por verbalizar entendemos que un sacerdote sepa dar razón de sí y del por qué de su vida consagrada a todo aquel que se lo pida. Incluso aunque no se lo pidan. Será como una síntesis, una memoria, una biografía de su vocación.

Creo que Juan Pablo II nos ha dado un ejemplo de esto a cada paso, sobre todo, en sus encuentros con los jóvenes ¡Cómo los cuidaba y cómo en el fondo siempre llamaba! Esta verbalización es evangelio de Cristo, es buena noticia del Señor que nos llamó, es anuncio de salvación para el mundo. El que anuncia así su propia vocación está llamando, está invitando a seguir esos pasos; está testimoniando, es montañero que indica el camino cierto y seguro y gozoso, está profetizando lo que anuncia, como la palabra sacramental, que realiza lo que dice, el proyecto sacerdotal realizado.

En concreto, doy gracias a Dios, desde aquí como todos los días desde la oración, desde la predicación o desde los encuentros con personas cristianas, de haber sido llamado, de ser sacerdote. Gracias, Señor. Tú me has convencido. Tú me has seducido. Te amo y sólo quiero vivir para Ti. Es una gozada ser íntimo, ser Tú, prestarte mi pobre humanidad para que sigas obrando tu Salvación. Yo fui llamado desde niño. Mejor, mi madre era madre sacerdotal. Y me transmitió la llamada de Cristo, ese Cristo que ella comulgaba y visitaba todos los días en el Sagrario. En mi primera Comunión respondí a la llamada. No he tenido dificultades en mi vocación, sí en ser santo sacerdote. Pero todavía sigo luchando. Y estoy muy ilusionado. Me encanta ser sacerdote, ser otro Cristo; me encanta, aunque yo no acierte muchas veces a realizarlo, pero “creí y me he fiado de Él”, sólo Él puede fabricarlo.

Mirar cómo expresa todo esto Pablo VI en uno de sus discursos:

“Dios es libre siempre de llamar a quien quiere y cuando quiere, según la extraordinaria riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús (Ef 2,7). Pero habitualmente Él llama a través de nosotros y de nuestra palabra. Por lo tanto, no tengáis miedo en llamar. Introducíos en medio de los jóvenes. Id personalmente al encuentro y llamad. Los corazones de muchos jóvenes y menos jóvenes están dispuestos a escucharos. Están en búsqueda de descubrir una llamada que valga para consagrar su vida a Cristo. Él los ha puesto en sintonía con la llamada suya y la vuestra. Nosotros debemos llamar”.

Me gustaría que estas reflexiones nos ayudaran a todos a plantearnos con verdad y en profundidad el programa de pastoral vocacional en nuestra propia vida y en nuestra parroquia y crear así un clima vocacional que, a la vez que busca y acompaña a los vocacionados, santifica a los que llaman, a los vocacionantes.

Decía un Obispo alemán: “Qué fuerza espiritual se introduciría en una Diócesis si el Obispo invitase y convenciese a cada sacerdote para que todos hicieran media hora de oración eucarística y sacerdotal todos los días.”

6.-YO SOY LA PUERTA DE LAS OVEJAS

(Homilía del Papa Juan Pablo II al Congreso Internacional de Vocaciones)

“En el domingo IV de Pascua contemplamos a Cristo resucitado que dice de sí mismo: “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10,7). Él se llama también a sí mismo “Yo soy la puerta de las ovejas”. También se llama a sí mismo el buen Pastor; de esta forma, Jesús completa, en cierto sentido, esta verdad, dándola una nueva dimensión: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas sino que salta por otra parte, éste es ladrón y bandido; pero el que entre por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz y él va llamando por el nombre a las ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños” (Jn 10,1-5).

Jesús, pues, es la puerta del aprisco. Al atribuirse este título, Jesús se presenta a sí mismo como el camino obligado para entrar pacíficamente en la comunidad de los redimidos: efectivamente, Él es el único mediador por medio del cual Dios se comunica a los hombres y los hombres tienen acceso a Dios. Quien no entre por esta puerta es “ladrón y bandido”.

Con todo, se pasa a través de esta puerta siguiéndole a Él, que es el verdadero Pastor. Mirad bien y comenta San Agustín “que Cristo, nuestro Señor es la puerta y el Pastor: la puerta, abriéndose en la revelación; y pastor, entrando él mismo”.

Y ciertamente, hermanos, ha comunicado también a sus miembros las prerrogativa de pastor; y así es pastor Pedro, y Pablo es pastor, y pastores son los otros apóstoles y pastores los buenos obispos y sacerdotes. Pero ninguno de nosotros se atreve a llamarse puerta. Cristo se ha reservado solamente para Él ser la puerta “a través de la cual entran las ovejas”

LA PASTORAL VOCACIONAL

Esta imagen de Cristo que como “único buen Pastor” es al mismo tiempo “la puerta” de las ovejas” debe estar ante los ojos de todos nosotros. Debéis detenerla ante los ojos, de modo particular vosotros, queridos hermanos míos, que concelebráis conmigo esta Santa Misa, con la que se inaugura el Congreso Internacional de Vocaciones.

Este Congreso desarrolla la Pastoral Vocacional en las Iglesias Particulares. Se propone mejorar la mediación de la Iglesia local en orden a las vocaciones. El deseo, avalado por la oración común, es que se convierta también en el punto de partida para un nuevo impulso a favor de la Pastoral Vocacional. En cada una de las Iglesias Particulares, parroquias, etc.

El problema de las vocaciones sacerdotales y también de las religiosas, tanto femeninas como masculinas, es, lo diré abiertamente, el problema fundamental de la Iglesia. Es una comprobación de su vitalidad espiritual y es la condición misma de esta vitalidad. Es la condición de su misión y de su desarrollo. Es necesario, pues, considerar este problema en cada una de sus reales dimensiones, si nuestra actividad en el sector del florecimiento de las vocaciones quiere ser apropiado y eficaz.

LAS VOCACIONES SON LA COMPROBACIÓN

DE LA VITALIDAD DE LA IGLESIA

La vida engendra vida. No por casualidad el decreto sobre la formación sacerdotal, al tratar del deber de incrementar las vocaciones, subraya que la “comunidad cristiana está obligada a realizar esta tarea, ante todo, con una vida plenamente cristiana” (OT 2). Lo mismo que un terreno demuestra la riqueza de su propio “humus” vital con la lozanía y el vigor de las mies que en él se desarrolla (la referencia a la parábola evangélica del sembrado es aquí espontánea: (Cf. Mt 13,3-32) así una comunidad eclesial da prueba de su vigor y de su madurez con la floración de las vocaciones que llegan a ser realidad en ella.

Las vocaciones son también la condición de vitalidad de la Iglesia. No hay duda de que ésta depende del conjunto de los miembros de cada comunidad, del “apostolado común”, en particular, del apostolado de los laicos.

Sin embargo, es igualmente cierto que para el desarrollo de este apostolado es indispensable precisamente el ministerio sacerdotal. Por lo demás, esto lo saben muy bien los mismos laicos. El apostolado auténtico de los laicos se basa sobre el ministerio sacerdotal y, a su vez, manifiesta la propia autenticidad logrando, entre otras cosas, hacer brotar nueva vocaciones en el propio ambiente.

Podemos preguntarnos por qué las cosas están así. Tocamos aquí la dimensión fundamental del problema, es decir, de la condición misma de la Iglesia tal como ha sido plasmada por Cristo en el misterio pascual y como se plasma constantemente bajo la acción del Espíritu Santo.

Para reconstruir en la conciencia o profundizar en ella, la convicción acerca de la importancia de las vocaciones hay que remontarse a las raíces mismas de una sana Eclesiología, tal como ha sido presentada por el Vaticano II. El problema de las vocaciones, el problema de su florecimiento pertenece de modo orgánico a esa gran tarea que se puede llamar «la realización del Vaticano II».

LUZ QUE NOS VIENE DE LA

ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II

Las vocaciones sacerdotales son comprobación y, al mismo tiempo, condición de la vitalidad de la Iglesia, ante todo, porque esa vitalidad encuentra su fuente incesante en la Eucaristía, como centro y vértice de toda evangelización. Y de la vida sacramental plena. De aquí brota la necesidad indispensable de la presencia del ministro ordenado que esté precisamente en disposición de celebrar la Eucaristía.

Y luego ¿qué decir de los otros sacramentos mediante los cuales se aumenta la vida de la comunidad cristiana? ¿Quién administraría el sacramento de la Penitencia si faltase el sacerdote? Y este sacramento es el medio establecido por Cristo para la renovación del alma y para su interacción activa en el contexto vital de la comunidad.

¿Quién atendería el servicio de la Palabra? Y, sin embargo, en la economía actual de la Salvación “la fe es por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom 10,17).

Están luego las vocaciones a la vida consagrada. Ellas son la comprobación, y, a la vez, la condición de la vitalidad de la Iglesia, porque es vitalidad debe encontrar, por la voluntad de Cristo, su expresión en radical testimonio evangélico del Reino de Dios en medio de todo lo que es temporal.

SERVICIO A LA COMUNIDAD ECLESIAL

El problema de las vocaciones no deja de ser, queridos hermanos, un problema por el que tengo mucho interés, de modo muy especial. Estoy convencido de que, a pesar de todas las circunstancias que forman parte de la crisis espiritual existente en toda la civilización contemporánea, el Espíritu Santo no deja de actuar en las almas. Más aún, actúa todavía con mayor intensidad. Precisamente de aquí nacen también para la Iglesia de hoy perspectivas favorables en cuanto a vocaciones con tal de que ella trate de ser auténticamente fiel a Cristo, con tal de que espere ilimitadamente en el poder de su redención y trate de hacer todo lo posible para “tener derecho” a esta confianza.

Servir a la comunidad del pueblo de Dios en la Iglesia significa cuidar las diversas vocaciones y los carismas en lo que le es específico y trabajar a fin de que se complete recíprocamente, igual que cada uno de los miembros en el organismo (1Cor 12,12).

Podemos mirar confiadamente hacia el futuro de las vocaciones, podemos contar con la eficacia de nuestros esfuerzos, si alejamos de nosotros de modo consciente y decisivo esa “particular tentación eclesiológica” de nuestro tiempo. Me refiero a las propuestas que tienden a “laicizar” el ministerio y la vida sacerdotal, a sustituir a los ministros sacramentales por otros “ministerios”, juzgando que responden mejor a las exigencias pastorales de hoy, y también privan a la vocación religiosa del carácter de testimonio profético del Reino, orientándola exclusivamente hacia funciones de animación social e incluso de compromiso directamente político.

Esta tentación también afecta a la Eclesiología como se expresó lúcidamente Pablo VI, hablando a la Asamblea Episcopal Italiana:

“En este punto lo que nos aflige es la suposición más o menos difundida en ciertas mentalidades de que se puede prescindir de la Iglesia tal como es, de su doctrina, de su constitución, de su origen histórico, evangélico y hagiográfico, y que se pueda crear e inventar una nueva Iglesia según determinados esquemas ideológicos y sociológicos, también ellos mutables y no garantizados por exigencias eclesiales intrínsecas. Así vemos a veces cómo lo que alteran y debilitan a la Iglesia en este punto no son tanto sus enemigos de fuera, sino algunos de sus hijos de dentro, que pretenden ser sus libres fautores”.

FUTURO DEL PUEBLO DE DIOS

¡Cristo es la puerta de las ovejas! ¡Que todos los esfuerzos de la Iglesia, que todas las oraciones de esta asamblea eucarística de hoy vuelvan a confirmar esta verdad que le dan eficacia plena! ¡Que entren a través de esta puerta nuevas generaciones de Pastores de la Iglesia! ¡Nuevas generaciones de administradores de los misterios de Dios! (1Cor 4,1). Siempre nuevas generaciones de hombres y mujeres que con toda su vida, mediante la pobreza, la castidad y la obediencia libremente aceptadas y profesadas, den testimonio del Reino, que no es de este mundo y que no pasa jamás.

Que Cristo, puerta de las ovejas, se abra ampliamente hacia el futuro del pueblo de Dios en toda la tierra. Y que acepte todo lo que según nuestras débiles fuerzas, pero apoyados en la inmensidad de su gracia, tratamos de hacer para despertar vocaciones.

Que interceda por nosotros, con estas iniciativas, la humilde Sierva del Señor, María, que es el modelo más perfecto de todos los llamados. Ella, que a la llamada de lo alto, respondió: “Heme aquí, hágase en mi según tu palabra” (Cf Lc 1,38).

7.- CARTA A LOS JÓVENES SOBRE LA VOCACIÓN

QUERIDOS JÓVENES: Hoy todos halagan a los jóvenes; todos, a la misma hora que os escamotean el presente, os aseguran que vosotros sois el futuro. Lo hacen porque necesitan vuestros votos, vuestra fuerza, vuestra juventud.

La Iglesia también os necesita. Pero no os necesita para triunfar, para mandar, para ser ella fuerte o para tener llenos sus templos. Os necesita para existir. Porque, asombrosamente, y aunque el mundo os diga lo contrario, una Iglesia vieja no es la Iglesia de Cristo. Vuestros valores, lo mejor de vosotros, surge de la misma raíz que los valores cristianos.

No tememos vuestras exigencias, porque nunca nos pediréis más de lo que exige la fe; no nos intranquiliza vuestro radicalismo: nunca seréis más radicales de lo que fue y es Cristo.

Por eso, me atrevo a ofreceros el sacerdocio como camino de vida, más apto que nunca, para un joven de hoy.

Es claro que al ofreceros el sacerdocio no estoy pidiendo que os parezcáis a nosotros. Os estoy pidiendo que os parezcáis a Cristo, que os atreváis a seguirlo, que aspiréis a tanta libertad como la que Él vivió, que pongáis la meta de vuestras vidas en algo tan ambicioso como lo que Él se propuso: la instauración de un mundo radicalmente superior a éste en que vivimos, el reino de Dios en la tierra, que es a la vez el reino del hombre realizado enteramente.

No es el sacerdocio huida de nada, sino un amor a todo, una radical presencia en medio de la humanidad sin otra discriminación que la de hacerse a favor de los más pobres y necesitados. En el nombre de Cristo os pedimos que nos ayudéis a ensanchar el mundo, a derrotar el egoísmo, a arrinconar la violencia y el odio, a hacer un mundo más humano y cristiano que el que nosotros hemos hecho.

No se trata de ser menos hombre, sino de ser más hombres. Servir más. El sacerdocio pide compromisos totales: no pide que alguien sea “un poco sacerdote”, que se le de a Cristo y a los hermanos “un trozo de vida”. Pide la vida entera, pide la renuncia radical a todos esos valores que parecen ser la sustancia de este mundo en que vivimos: el consumismo, el sexo, el pasotismo, el poder, el dinero, la moda superficial y pasajera, el dominio.

El sacerdocio auténtico pide un servicio incondicional al hombre tal y como Cristo lo realizó hasta la muerte. Pide y exige un amor apasionado, una renuncia incluso a la carne, no porque se la desprecie, sino para ponerlo todo al servicio del amor y amistad a cuantos nos rodean.

No os estoy invitando a ser menos hombres, sino a ser más hombres. A servir más. Nadie os obligará a apostar por la mentira, caminaréis hacia una esperanza que nunca os defrauda y ayudaréis a vuestros hermanos.

Afortunadamente pasó el tiempo en que un sacerdote era o parecía un “notable social”. Hoy un sacerdote auténtico sólo es notable porque trabaja más, porque se entrega sin condiciones, porque ama sin fronteras.

Si venís al sacerdocio ahora, no llegaréis al triunfo humano y al éxito económico, seréis incluso motivo para las ironías de los listos de este mundo.

Caminareis hacia una esperanza que nunca os defraudará y ayudaréis a vuestros hermanos, los hombres, a encontrar un amor que no declina.

Atreveos a conseguir vosotros mismos lo que muchos de nosotros no fuimos capaces de hacer.

Atreveos y ser dignos, ser dignos de vuestra juventud. Porque lo sepáis o no, lo queráis o no, lo mejor de esa juventud vuestra es aquello en lo que participa de la eterna juventud de Cristo.

Jesús no ha querido que sean ángeles sino hombres, jóvenes como vosotros, los que siembren esta hambre de eternidad y Dios en el mundo, los que extiendan el evangelio y la salvación por la tierra entera, el reino de Dios entre los hombre del mundo entero, donde Dios sea lo primero y lo absoluto de nuestra vida, todos los hombres, hermanos, y hacer entre todos una mesa muy grande, muy grande en el mundo, donde todos se sienten, pero especialmente los más pobres, los que nunca son invitados o atendidos.

Necesitamos ahora y siempre vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. La Salvación ya está realizada; el perdón ya está conseguido, necesitamos pastores para tantas ovejas y muchos brazos para tanta cosecha, para segar las mieses maduras. Necesitamos vocaciones consagradas a la misión: “Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”.

Es tan grande la tarea, tan maravillosa la predilección de Dios por haberos escogido... Busquemos más trabajadores. Es deseo de Cristo. El reino de Dios es hacer de todos los hombres una única familia, donde Dios sea el único Padre de todos. Para cumplir este mandato de Cristo, nosotros, los sacerdotes, debemos revisar algunas cosas. Vamos a reflexionar sobre ellas

8.- EL SACERDOTE, SEMBRADOR Y CULTIVADOR Y RECOLECTOR DE  DE ETERNIDADES

Queridos hermanos, especialmente mis hermanos sacerdotes a los que me dirijo más principalmente en este libro, todo lo que digo de Jesucristo en el Sagrario, vale y con más razón de Jesucristo Eucaristía en la Misa y Comunión. Pero como a estas realidades maravillosas de Cristo ya me he referido en otros libros, aquí en este me voy a referir a los sentimientos de Cristo Jesús presente en todos los Sagrarios de la tierra y voy a hablar ampliamente del encuentro con Él  y lo que aprendemos de Él en rato de oración ante el Sagrario.

¿Creemos o no creemos? ¿Cómo decir que creemos en la presencia de Cristo, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, presente en nuestros Sagrarios, en el Sagrario de tu parroquia, y no vas todos los días un rato a visitarlo, a estar con Él y hablarle y pedirle y amarlo? ¿Pero que tú crees que ahí está Dios y dices que le amas y eres obispo diocesano o sacerdote o cristiano fervoroso? Pero ¿qué fe y amor es el tuyo?

Y si dices que crees en Él, en su presencia en el Sagrario, cómo luego tu vida y el comportamiento que tienes con Él demuestran que no lo crees de verdad, que es pura palabra o tema de predicación o teología o catecismo teórico, pero no amor y vida, es una fe muerta o teología que no se vive, y si está muerta, entonces no tienes relación de vida y amor  con Jesús en el Sagrario o con Cristo Eucaristía en la misa… y entonces, qué apostolado puede ser el tuyo, ya que Jesús desde el Sagrario o en la santa misa o en tu oración ante Él te repite: “Sin mí, no podéis hacer nada”?

Querido hermano, perdona que te lo diga: tu fe es una fe teórica, aprendida en el catecismo, si eres cristiano o estudiada en teologia, si eres cura, pero no está vivida y sentida, porque no es vida de tu vida.

El Señor Jesús, sin embargo, aún sabiendo y conociendo todo esto, se quedó con nosotros por amor loco en todos los Sagrarios de la  tierra; ahí está, vivo y con amor extremo, en el Sagrario de tu parroquia y en todos los Sagrarios del mundo, con el mismo amor que le trajo a la tierra y a dar su vida por nosotros y a estar con nosotros para siempre ahí, en el Sagrario, con los brazos abiertos, esperándote siempre, desde siglos, y él es Dios… pero ¿creemos o no creemos…? ¿Dios y hombre, esperándome ahí en el Sagrario? Y lo es y lo tiene todo, menos tu amor, si tú no se lo das, creyendo y acercándote a Él, haciendo actos de fe, esperanza y amor en su presencia, ya que  para eso se quedó en un trozo de pan, siendo Dios ¡qué locura de amor incomprensible de Jesús para con sus hermanos, los hombres!  Incomprensible también sabiendo el comportamiento y la respuesta que muchos de los creyentes iban a tener con Él presente en todos los Sagrarios de la tierra.

 Él, toda su vida y su muerte y resurrección, todo lo hizo y lo sigue haciendo por amor extremo a nosotros, los hombres…–¿pero  qué le puedo dar yo al Señor Jesucristo que Él  no tenga?-- y todo, desde su Encarnación hasta  subir al cielo, todo lo hizo por ayudarte y hacerte feliz eternamente.

Querido creyente, Cristo, con su vida, muerte y resurrección y con su presencia en el Sagrario, te está diciendo a voces que  te ama apasionadamente y que tu vida es más que esta vida y Él, pan de vida eterna, es el alimento y camino para esa eternidad de gozo eterno con el Padre y el Espíritu de Amor con Él y todos los nuestros y todos los hombres.

Esta es nuestra tarea esencial y principal y el gozo y la razón de la fe cristiana y del sacerdocio de Cristo: la salvación eterna, a la cual hay que ordenar y orientar y surbordinar todas las demás actividades y apostolados y todo lo temporal, todo debe estar subordinado y orientado hacia Dios, hacia la eternidad con Él, por la cual vino el Hijo, y se encarnó y murió y resucitó y subió al cielo y está en todos los Sagrarios de la tierra para llevarnos con El al Padre y vivir eternamente en su mismo Amor de Espíritu Santo. Esto es para lo que existimos y vivimos y hemos sido salvados por Jesucristo y para esto permanece en todos los Sagrarios del mundo.

Porque Jesús, en el Sagrario de tu parroquia y del mundo, es siempre Dios amigo y salvador, que  quiere ser y empieza a ser tu cielo en la tierra con su presencia sacramental: un Dios amigo de los hombres esperando nuestra compañía y amor ¿qué más ha podido hacer que no lo haya hecho? ¿Lo crees o no lo crees? Y tú, cristiano o sacerdote u obispo, cómo respondes a tanto amor ¿Por qué no hablas con más frecuencia a tus sacerdotes o feligreses de mi presencia eucarística? ¿Es que…?

Querido hermano, cristiano o sacerdote, no seas ingrato: cree, ama y vísita y abraza todos los días a tu Dios y Amigo Jesucristo, porque Él tiene siempre los brazos abiertos para amarte y ayudarte; ya verás qué pronto sentirás su amor y presencia; comúlgalo con más hambre, no te conformes con comerlo solo, porque Él, por ti primero se hizo hombre como tú, y luego un poco de pan para entrar dentro de

ti y alimentarte de su amor y presencia y vida eterna. Qué locura del Amor divino, del mismo Amor de Espíritu Santo Trinitario que consagra el pan en el Cuerpo de Cristo para que podamos comerlo con hambre de Dios, de lo eterno?

¡Cristo del Sagrario! te pregunto ¿Y tú eres Dios, y lo tienes todo y viniste en mi busca y te quedaste ahí por amor a nosotros, a todos los hombres; pero tú eres Dios amando así a los hombres…en la soledad de muchos Sagrarios arrinconados y olvidados, esperándome para abrazarme y decirme desde el Sagrario: te quiero y vengo a buscarte y te estoy esperando siempre, desde toda la eternidad en que soñé contigo, esperándote para hablar y encontrarme contigo y ayudarte en tu camino hacia la eternidad, y luego, en la misa, doy mi vida por ti, y en la comunión, quiero entrar dentro ti para alimentarte de mi amor y salvacion, para llenarte de mi misma vida y sentimientos, porque soy pan de vida eterna?  ¿Y luego permanezo en el Sagrario, en el pan consagrado, esperándote siempre para seguir amándote y ayudándote?

Todos los católicos auténticos sabemos y creemos que Tú eres Jesús de Nazaret, hombre y Dios verdadero, que viniste por amor loco y apasionado a salvarnos y a decirnos que nos amas eternamente y quisiste morir entre dolores de pasión y crucifixión por nosotros, por todos los hombres, para resucitar y resucitarnos y  hacernos partícipes de tu mismo gozo eterno y trinitario en el cielo con el Padre y el Espíritu Santo, porque el Padre nos ha soñado para una eternidad de gozo con Él y Tú, viendo que el hombre había pecado y perdido el camino del cielo por el pecado de Adán le dijiste: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” de salvarlos a todos y traerlos al gozo trinitario del cielo contigo.

Y el Padre se entusiasmó tanto contigo, su Palabra y Proyecto de Salvación con su mismo Amor del Espíritu Santo,  que luego, cuando te vió realizando este proyecto en tu pasión y muerte, no tuvo compasión de Ti, Cristo, y lo siento, porque te quejaste: ¿“Dios mio, Dios mío, por qué me has abandonado”?  Pero es que el Padre, que llevaba siglos y siglos esperando para el cielo a todos sus hijos, los hombres, porque soñó y los creó para eso, estaba tan entusiasmado con este proyecto, que Tú, al verlo destrozado, por esto viniste y te encarnaste y predicaste y lo realizaste y te quedaste para siempre entre nosotros en el Sagrario para realizarlo… el Padre estaba tan entusiasmado con los hijos nuevos que iba a adquirir con tu muerte y resurrección… tanto, tanto…que te abandonó en Getsemaní: “ Padre si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya…”, y luego en la Cruz: “ Dios mío, Diós mío, por qué me has abandonado”, tanto, tanto deseaba el Padre nuestra salvación que te dejó solo en la Cruz para que así pudieras morir de verdad como hombre y porque solo miraba a sus hijos, a todos los hombres, toda la humanidad,  y  estaba tan entusiasmado el Padre… con los brazos abiertos para abrazar a todos los hombres, sus hijos, por los que el hijo Jesús moría…que te dejó solo y abandonado… ¡qué misterios, qué misterios de amor del Padre y del Hijo-hijo,  y qué locuras de amor nos espera al contemplarlo un poco en la tierra por la oración contemplativa ante el Sagrario, pero, sobre todo, luego para siempre, en el cielo!

El cielo es ver y sentir y comprobar que Dios existe, y no ama y nos espera y nos añora para explicarnos eternamente, siempre y para siempre, que nos ha amado en su Hijo hasta dar la vida y que nos ha conseguido que vivamos su misma vida Trinitaria y Eterna e Infinta ya para siempre, para siempre en el cielo. ¡Qué gozo ser católico, ser cristiano, haberte conocido y amado, Jesús del alma y de mi vida!

            Yo solo soy sacerdote por esto y para esto, para sembrar y cultivar la eternidad de gozo de todos los hombres, especialmente mis feligreses, que empieza ya aquí abajo en ratos de Sagrario, aunque reconozco que antes  y durante mi vida tengo que purificarme de tanto yo y pecado que son una barrera para ver y contemplar todo esto como lo santos ya en el cielo y como todos los místicos, en la tierra,  los que limpiaron su corazón de tanto yo y llegaron a estas alturas.

Y ahora me pregunto: ¿Y yo, que soy sacerdote, obispo, cardenal, religoso/a  o cristiano… y creo y medito todo esto,  correspondo, estoy correspondiendo a tanto amor en ratos de oración y visita ante tu presencia permanente de amor y salvación ante el Sagrario? Me pregunto, ante todo este misterio y vida de amor tuyo, me pregunto si yo no te miro admirado y con amor apasionado a Tí, que me estás esperando siempre con los brazos abiertos en el Sagrario, cuando entro en la iglesia, y yo, cristiano, sobre todo, sacerdote y obispo o religioso o…ni te saludo ni te hablo y paso de largo ante tu presencia, y no me quedo un rato contigo porque siempre tengo prisa, porque… y yo, a lo mejor, ese día u otro, tengo que hablar de ti a mi gente, a mis sacerdotes, hablar de tu amor y presencia y entusiasmar a mis feligreses  contigo…, y yo, ni te miro ni ni te saludo ni… ¿y yo creo en tu presencia?

            Termino citando un texto del Vaticanos II, aunque luego en el libro, lo encontraréis más amplio todo:  “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía… la Eucaristía es centro y culmen de toda la vida cristiana… los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan (PO. 5b). Y la Eucaristía es Cristo como misa, comunión y sagrario, dando su vida por nosotros y aliméntándonos de su mismo amor y entrega a Dios y a los hermanos y permaneciendo lleno de amor y de vida por nosotros en  todos los Sagrarios de la tierra.

9.- EXORTACIÓN APOSTÓLICA: “PASTORES DABO VOBIS”

CAPÍTULO IV

VENID Y LO VERÉIS

LA VOCACIÓN SACERDOTAL EN LA PASTORAL DE LA IGLESIA. BUSCAR, SEGUIR, PERMANECER

34. «Venid y lo veréis» (Jn1,39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación.

Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo: “¡Este es el cordero de Dios!” Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos contestaron: “Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?” El les respondió: “Venid y lo veréis”. Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)” » (Jn 1,35-42).

Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el « misterio » de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo, en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana, contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt19,21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia», la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular, de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la llamada “cura de almas” ordinaria, de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión.

La dimensión vocacional es esencial y connatural en la pastoral de la Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica».

Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

LA IGLESIA Y EL DON DE LA VOCACIÓN

35.Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, Él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef1,3-5).

Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente».

La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf. Rom 11,33-33),llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia, sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.

Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Esta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona » de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: «La vocación de cada sacerdote presbítero existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete».

EL DIÁLOGO VOCACIONAL

INICIATIVA DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE

36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que, responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3,13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el «seguir» a Jesús. Este es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.

Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor me habló así: “Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones”» (Jr 1,4-3).Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4.5).La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y déis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal». De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 3,4ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama.

«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3,13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Y ellos, al instante, dejaron, las redes y le siguieron» (Mt 4,19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4,21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8,34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama,

Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se cualifica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama— esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales. Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema… Es la voz humilde y penetrante de Cristo que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio».

La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: “No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”» (Hbr 10,7).

En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.

37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc10,22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.

Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse en total pasividad. Pero no es éste el rostro de Dios que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con El, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la vocación no puede ser ni percibida, ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.

También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.

En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles.

El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos.

De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros— así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo.

TODOS SOMOS RESPONSABLES DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES

41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.

Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana». Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo, que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación». «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios». La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicionada a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional.

Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente “como iglesia doméstica” (Lumen Gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen “como un primer seminario” (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia». En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal».

También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.

En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad. Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal —empezando por la parroquia— para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusividad a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular) pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia», debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

INDICE

Prólogo …………………………………………………………………………………...………...…5

Introducción ………………………………............................................................................….…….7

PRIMERA PARTE

LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN SACERDOTAL

INTRODUCCIÓN…………………………………………..…………………………….……………..….. 8

1.-.INSERCIÓN TRINITARIA  DEL MINISTERIO ORDENADO……………………..………….….....11

2.- EL PREBÍTERIO: COMUNIÓN DE LOS PRESBÍTEROS.....................................................................18

3.-  I ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN………….……..26

4.-II  ESPIRITUALIDAD DEL PRESBÍTERO EN LA ORACIÓN DE ORDENACIÓN,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,34

5.- 5.- Realizando el sacerdocio apostólico …………………………….........................35

6.-  “AD EFFORMANDUM POPULUM SACERDOTALEM”…………………………………………54

SEGUNDA  PARTE

EL SACERDOTE, DISCÍPULO Y MAESTRO DE ORACIÓN

1.-NECESIDAD  DE  LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE  PARA SER Y EXISTIR EN CRISTO… 59

2.- NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE…………………………………………… 62

3.- CARTA APOSTÓLICA “NOVO MILLENNIO INEUNTE………………………………………….. 70

4.--IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA ………………………………………..….… 85

5.-BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN ……………………………………………………………92

6.- LA EUCARISTÍA ES VIDA DE CRISTO SACERDOTE EN EL SACERDOTE………………….. 94

7.- CLAUSURA DEL CONGRESO INTERNACIONAL DE SANTIAGO…………………….……….98

8.- LA EUCARISTÍA ES VIDA DE CRISTO EN NOSOTROS……………………………….……….100

9.- GRANDEZA DEL SACERDOCIO………………………………………………………………… 102

10.- ITINERARIO DE ORACIÓN PERSONAL………………………………………………………. 107

11.-UN POSIBLE CAMINO DE ORACIÓN SACERDOTAL …………………………………………119

12.-PARA SER MAESTROS DE ORACIÓN,  VIVIRLA…………………………………,,………..… 132

13.-UN CAMINO POSIBLE DE ORACIÓN SACERDOTAL………………………………,,,……….. 142

TERCERA  PARTE

EL SEMINARIO Y LAS VOCACIONES, APOSTOLADO ESENCIAL  DE LA IGLESIA

1.-DESPUÉS DEL SAGRARIO, LA PRESENCIA DE CRISTO EN EL  SEMINARIO…………,,…….. 146

2.- LAS VOCACIONES AL SACERDOCIO……………………..….................................................,,,,,,,,. 151

3-LA PASTORAL VOCACIONAL, TAREA   DE NUESTRO MINISTERIO SACERDOTAL………… 153

4.-PARA SUSCITAR VOCACIONES, HAY QUE TENER EL. GOZO DE SER SACERDOTE………...153

5.-INTERÉS Y CULTIVO DE LAS VOCACIONES:ORACIÓN Y ACCIÓN…………………………… 157

6.-YO SOY LA PUERTA DE LAS OVEJAS (Homilía del Papa

    Juan Pablo II al Congreso Internacional de Vocaciones)…………......................................................... 160

7.- CARTA A LOS JÓVENES SOBRE LA VOCACIÓN………………………………………………….165

8.- EL SACERDOTE SEMBRADOR DE VOCACIONES   ………………………………………..,,,,,,,,,, 167

9.- EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL “PASTORES DABO VOBIS” JUAN PABLO II. 172


[1]W. Kasper, El sacerdote, servidor de la alegría, Salamanca 2008, 30.

[2]M. Thurian, o. c., 15-16.

[3]En Ecclesia n. 2763, 1995, 24.

[4]En este sentido Cf. el estudio clásico y fundamental de A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el N.T., Salamanca 1984.

[5]7 Cf. Comisión episcopal del Clero, “Sacerdotes para evangelizar”, Madrid 1987.

[6]Cf. L. Boff, Eclesiogénesis, Santander 1986; J. I. González Faus, Hombres de la comunidad, Santander 1989; y algunos escritos de E. Drewermann.

[7]Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, Barcelona 1998, 127.

[8]La Incardinación expresa este vínculo irrompible fundado sobre el sacramento mismo: CD 28; PDV 31 y 74. Cf. CIC. 265. No tendría sentido, precisamente por la naturaleza ministerial del Orden una especie de “ordenación absoluta” sin referencia a una determinada iglesia local.

[9]Editorial de la Revista Sacerdotal SURGE, marzo-junio 2003

[10]AURELIO GARCÍA, El modelo de presbítero según la “prex ordinationis presbyterorum, Toledo 1995

[11]PDV 15.

[12]Cfr PDV 24.

[13]“De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi, Editio typica, 15 agosto 1968, que entró en vigor el 6 de abril del 1969.

[14]Cfr MAX THURIAN, La identidad sacerdotal, Madrid 1968, pag 58-60

[15]Cfr PO 5.

[16]Cfr LG 28 y PO 2,5

[17]JUAN PABLO II; Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte

[18]MAX THURIAN, o.c. pags 75-76

[19]LG 5

[20]PO 10

[21]Cfr HERMANN STRATHMANN, La Epístola a los Hebreos, Madrid 1971, pag 114-140.

[22]Cfr MAX THURIAN, o.c. pags  79-81

[23]Cfr MAX THURIAN, o.c. pags 15-16

[24]Cfr MAX THURIAN, o.c. pag12-13.

[25]Cfr ibiden, págs 69-70

[26]Cfr ibiden, pag 68

[27]Libro de la Vida, cap 8. nº2

[28]Santa Teresa, Camino, cap 35

[29]Audi, Filia 75

[30]Can B 28,9.

[31]J. M. ARRIETA, Poner la Diócesis en clave vocacional, Surge sep-octub 2005, págs 446-7).

[32]Ibiden, pag 452.

[33]Cfr. DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS, Congregación del Clero, Roma 1994,

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