RETIROS ESPIRITUALES BUENOS DE AUTORES

RETIROS ESPIRITUALES BUENOS DE AUTORES (27)

Jueves, 05 Mayo 2022 11:01

Vocaciones-sacer sigloXXI CEE-2012

Escrito por

 

VOCACIONes sACERDOTALES

Del SIGLO XXI

 

Hacia una renovada pastoral de las vocaciones al sacerdocio ministerial

(Documento de la CEE aprobado en su XCIX Asamblea Plenaria el 26 de abril de 2012)

 

Sumario

Introducción

1. El encuentro con Cristo

2. La llamada al sacerdocio

3. Lugares de llamada y propuestas para la acción pastoral

Final: una llamada a la esperanza

 

 

Introducción

La Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid del 16 al 21 de agosto de 2011 fue un momento especial de gracia y amor de Dios para nuestras diócesis. El Santo Padre Benedicto XVI nos ofreció un conjunto de enseñanzas en relación a la pastoral con los jóvenes. También nos dejó orientaciones para la formación de los futuros sacerdotes, especialmente en la homilía de la santa Misa con los seminaristas celebrada en la catedral de Santa María la Real de la Almudena. Asimismo, en diferentes momentos se ha referido al tema de la vocación.

El domingo 21 de agosto mantuvo un encuentro con los vo­luntarios de la JMJ en el que les planteó con toda claridad la cuestión de la vocación: «Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la gran­deza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud” (Mc 10, 45)»[1].

La noche anterior, en la vigilia de oración con los jóvenes, en el aeródromo de Cuatro Vientos, les había dicho: «En esta vigilia de oración, os invito a pedir a Dios que os ayude a descubrir vues­tra vocación en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en ella con alegría y fidelidad. Vale la pena acoger en nuestro interior la llamada de Cristo y seguir con valentía y generosidad el camino que él nos proponga. A muchos, el Señor los llama al matrimonio (…). A otros, en cambio, Cristo los llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada. Qué hermoso es saber que Jesús te busca, se fija en ti y con su voz inconfundible te dice también a ti: “¡Sígueme!” (cf. Mc 2, 14)»[2].

Tenemos presente también que el día 4 de noviembre de 2011 se cumplieron los setenta años del motu proprio Cum nobis, con el que el venerable papa Pío XII instituyó la Pontificia Obra para las Vocaciones Sacerdotales. Con ocasión de este aniversario, tuvo lugar en Roma un Congreso internacional en el que se com­partieron las iniciativas vocacionales más significativas y se su­brayó la conveniencia de presentar con mayor claridad la figura del sacerdocio ministerial[3]. Asimismo, la Congregación para la Educación Católica ha publicado el 25 de marzo del 2012 un do­cumento titulado Orientaciones pastorales para la promoción de las vocaciones al ministerio sacerdotal[4].

Así pues, en continuidad con el impulso renovador que supuso el Año Sacerdotal[5] en nuestros presbiterios, teniendo en cuenta las aportaciones de los recientes documentos y congresos sobre pastoral vocacional, a partir de la dinamización que la JMJ ha pro­ducido en la pastoral juvenil de nuestras diócesis, y con ocasión del doctorado de san Juan de Ávila, los obispos de las Iglesias que peregrinan en España ofrecen al pueblo cristiano este docu­mento con la finalidad de propiciar la oración por las vocaciones, reflexionar sobre el trabajo de promoción vocacional, compartir tanto las dificultades como las esperanzas de quienes trabajan en el ámbito de la pastoral vocacional, y, finalmente, ofrecer algunas propuestas pastorales.

Nos mueve a ello la preocupación que causa tanto a los pasto­res como a las comunidades eclesiales el descenso progresivo de las vocaciones sacerdotales que tiene lugar en Occidente en las últimas décadas. Por ello, no podemos eludir algunas preguntas que están presentes en el ambiente: ¿nos hallamos en un «invier­no vocacional» del todo irrecuperable en Occidente? ¿El descen­so vocacional es un «signo de los tiempos»? ¿Falta coordinación con la pastoral familiar y la pastoral juvenil? ¿Nos falta pericia en la pastoral vocacional? ¿Nos falta oración y confianza en Dios?

A este respecto, evocando la parábola del sembrador, el papa Benedicto XVI afirmaba que la tierra donde se debe sembrar la semilla de la vocación es principalmente el corazón de todo hom­bre, pero en modo particular de los jóvenes, a los que se presta servicio de escucha y acompañamiento. El corazón de estos jóve­nes, añadía el Santo Padre, es «un corazón a menudo confuso y desorientado y, sin embargo, capaz de contener en sí mismo im­pensables energías de donación; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida gastada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que viene del haber encontrado el mayor tesoro de la existencia»[6].

¿Cuáles son las causas de esta confusión o desorientación que pueden afectar a un joven de hoy? Y, al mismo tiempo, ¿cómo podemos despertar en él esas energías de donación que posee en sí mismo y la capacidad de seguir con totalidad y certeza a Je­sús? Sin duda, aquí reside el núcleo de la cuestión que nos ocupa. Nuestra reflexión constará de tres partes: en primer lugar analiza­remos algunos rasgos característicos del contexto socio-cultural y también consideraremos cómo se debe preparar la tierra para que pueda dar fruto; en segundo lugar, trataremos de la llamada al sa­cerdocio; por último, reflexionaremos sobre los lugares y ámbitos de llamada y algunas propuestas de pastoral vocacional.

1. El encuentro con Cristo

En este primer capítulo analizaremos algunas características del contexto socio-cultural; después presentaremos el objetivo fundamental de la pastoral juvenil, que no es otro que propiciar el encuentro con Cristo; seguidamente, nos centraremos en los dos grandes criterios de acción propuestos especialmente por el Santo Padre Benedicto XVI para acercar a los jóvenes a Dios y para enseñarles la amistad con Jesucristo.

1.1. Contexto sociocultural actual

En líneas generales podemos afirmar que nos encontramos in­mersos en un proceso de secularización aparentemente imparable y en un contexto cultural y social condicionado por fuertes co­rrientes de pensamiento laicista que pretenden excluir a Dios de la vida de las personas y de los pueblos, e intentan que la fe y la práctica de la religión se consideren como un hecho meramente privado, sin relevancia alguna en la vida social. Por otra parte, en nuestra sociedad no pocas personas tienen una idea de Dios equivocada y confusa, y una concepción incompleta sobre el ser humano y su relación con Dios. La consecuencia es que se pue­den acabar imponiendo planteamientos desviados y falsos sobre la verdadera naturaleza de la vocación, que dificultan enorme­mente su acogida y su comprensión[7].

Dicho proceso de secularización, unido al fenómeno de la glo­balización, ha producido una serie de cambios profundos en los diversos campos de nuestra sociedad. Actualmente constatamos una crisis en la transmisión de cultura, tradiciones, valores, etc., y también en la transmisión de la fe. Esta crisis va asociada a los cambios que se han producido en la institución familiar. La apa­rición de una cultura consumista, secularizada y materialista, que erosiona los cimientos tradicionales de la familia y desprecia mu­chos de los valores que hasta ahora habían sostenido las relacio­nes entre los pueblos y las sociedades. La familia, institución que ayuda al sujeto en su correcto proceso de inserción en la sociedad, se encuentra hoy con serias dificultades para mantener vivo uno de sus roles principales: la transmisión de valores y tradiciones.

El presente cambio cultural va logrando que se desvanezca la concepción integral del ser humano, es decir, su relación con el mundo, con los demás seres humanos y con Dios. El resulta­do es «un hombre débil, sin fuerza de voluntad para comprome­terse, celoso de su independencia, pero que considera difíciles las relaciones humanas básicas como la amistad, la confianza, la fidelidad a los vínculos personales»[8]. Un hombre falto de consis­tencia, fragmentado y «líquido». En este sentido, somos testigos de la primacía de la subjetividad y del individualismo, que des­embocan frecuentemente en la despreocupación por el bien co­mún para dar paso a la realización inmediata de los deseos de los individuos, a la creación de nuevos y, muchas veces, arbitrarios derechos individuales[9].

En consecuencia, podemos decir que la capacidad de corres­ponder a la llamada de Dios queda en cierta medida debilitada por ciertas corrientes de la cultura actual que propugnan la libertad sin compromiso, el afecto sin amor y la autonomía sin respon­sabilidad. De esta forma, los jóvenes pueden vivir eternamente indecisos ante la disparidad de ofertas y quedar sumidos en la indiferencia ante la cantidad de informaciones que les llegan, sin una formación adecuada para que puedan ser procesadas. Son los verdaderos espejismos de nuestra sociedad que reducen la felici­dad al instinto, las virtudes a habilidades, los valores a estrategias, y que dificultan enormemente escuchar la voz de Dios.

 

Nuevas oportunidades

Pero no todo es negativo. También podemos reseñar aspectos po­sitivos de la sociedad en general y del mundo juvenil en particular. Por encima de todo, es preciso que sepamos descubrir los puntos de encuentro con los jóvenes actuales, detectar sus aspiraciones más profundas para poder aprovechar todas las oportunidades, todas las posibilidades de activar la generosidad de sus corazones[10]. Se pue­den enumerar algunos elementos que servirán de ayuda para revita­lizar nuestra pastoral juvenil y vocacional.

Como punto de partida, se debe tener muy presente que la ju­ventud «es la edad en la que la vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus potencialidades, impulsando la búsque­da de metas más altas que den sentido a la misma»[11]. Es la riqueza de contener el proyecto completo de la vida futura, de descubrir, de programar, de elegir, de prever y de tomar las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro tanto en lo personal como en la dimensión social. Esa riqueza inherente a la juventud no tiene por qué alejar al hombre de Cristo. Al contrario, debe conducir al joven hasta Jesús para formularle las preguntas fundamentales sobre la vida y su sentido, sobre el proyecto de vida y la vida eterna, como hace el joven rico del Evangelio (cf.Lc 18, 18-23). La juventud es una riqueza que se manifiesta en estas preguntas que se hace todo ser humano, sobre todo en su etapa de juventud[12].

En segundo lugar, podemos afirmar que en la actualidad se da un mayor respeto a la persona humana y a su dignidad, y en líneas generales tiene lugar una mayor sensibilidad por la promoción de los derechos humanos, aunque se den dolorosas excepciones en temas fundamentales que afectan a la vida y a la familia. Este hecho permite nuevas posibilidades de evangelización porque fa­cilita una propuesta antropológica, teológica y espiritual que la Iglesia está llamada a poner al servicio de nuestra sociedad y de la cultura, y, más en concreto, al servicio de nuestra pastoral con los jóvenes. La Iglesia propone unos principios que se fundamentan en el amor a Dios y el respeto absoluto a la persona y a la vida hu­mana. Este respeto incondicional a la persona se convierte en un testimonio nuevo y eficaz, que es capaz de crear una cultura de la vida. Este camino, a su vez, nos permite entrar en el diálogo sobre la cuestión de la conciencia y de la experiencia del ser humano, de su búsqueda del sentido de la vida y de su capacidad de abrirse a la trascendencia.

Otra oportunidad que podemos señalar es el deseo de libertad personal propio de la condición juvenil. Los jóvenes tienen como un sentido innato de la verdad, y la verdad debe servir para la li­bertad. A la vez, los jóvenes tienen también un espontáneo anhelo de libertad. Pero es preciso recordarles que ser verdaderamente libres es saber usar la propia libertad en la verdad. Ser verdadera­mente libres no significa hacer todo aquello que me gusta o tengo ganas de hacer, porque la libertad contiene en sí el criterio de la verdad, más aún, la disciplina de la verdad. Ser verdaderamente libres, en definitiva, significa usar la propia libertad para lo que es un bien verdadero[13]. El mensaje del Evangelio, la Palabra de Dios, posee una fuerza infinita de liberación porque es portador de la verdad.

En cuarto lugar, reparemos en el valor que los jóvenes dan a la coherencia de vida, al testimonio, componente esencial en la auténtica vivencia de la fe. Aquí encontramos posibilidades de in­cidir en una sociedad que está saturada de mensajes, pero a la vez está ávida de testimonios creíbles. Las doctrinas se transmiten a través de mensajes que expresan verdades, pero el testimonio de vida es el mejor medio para transmitir formas de conducta, valores y actitudes. Un testimonio de vida personal y también comunitario auténticamente cristiano será el camino mejor para tender puentes con los jóvenes de hoy, que valoran especialmente la autenticidad y la sinceridad.

Por último, vale la pena tener en cuenta también la experien­cia del voluntariado, tan extendida hoy entre el mundo juvenil, que se manifiesta en múltiples campañas de ayuda al Tercer y Cuarto Mundo. También se va generalizando en los jóvenes la participación en iniciativas de defensa de la naturaleza y el medio ambiente. Crece entre ellos la conciencia de que la sostenibilidad es responsabilidad de todos y que la conservación del planeta se convierte en una cuestión cada vez más urgente. El mismo papa Benedicto XVI ha valorado de forma muy positiva el fenómeno del voluntariado como camino de un compromiso asumido según los criterios de una ética cristiana. Según él, es «una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar disponi­bles para dar no solo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la anticultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino que (…) se manifiesta como cultura de la vida»[14].

 

1.2. Llamados al encuentro con Cristo

Según el relato del Génesis, «al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1, 1), llamando a las criaturas para que del no-ser, vinieran a la existencia. También el hombre fue creado de esta manera: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Por tanto, podemos afirmar que la primera vocación es la llamada a la existencia, a la vida. Ahora bien, el ser humano será objeto de una vocación especial: dialogar con el Creador, colaborar con él, poner nombre a las cosas creadas, vivir en una profunda y amistosa relación con Dios. En definitiva, es llamado a vivir en comunión con Dios.

El deseo natural de Dios está inscrito en el corazón del hombre por la sencilla razón de que este ha sido creado por Dios y para Dios. Por eso, solo en Dios puede apagar su sed de trascendencia, solo en Dios puede encontrar la verdad, el bien, la felicidad y el sosiego que anhela su corazón. La constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II lo expresa bellamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hom­bre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo con­serva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»[15].

Esta referencia, este deseo, se halla en lo profundo del corazón humano. Dios crea por amor y el sentido de la vida del ser huma­no consiste en ser amado por Dios y por los demás, y en corres­ponder a ese amor amando a Dios y a los demás. Esta es la gran verdad de la vida, la que llena de sentido, de felicidad y plenitud toda existencia[16]. De ahí la inquietud de buscar a Dios, el anhelo interior que conduce hasta el encuentro del Señor. De ahí que solo en el Señor se pueda hallar el descanso y la paz. San Agustín resumirá magistralmente ese camino de búsqueda y encuentro, de inquietud y de hallazgo: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti»[17].

El amor de Dios ha sido manifestado a lo largo de la Historia de la Salvación, y al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envía a su Hijo porque quiere salvar a todos los hombres y hacerlos hi­jos suyos por adopción (cf.Gál 4, 4-5). El Hijo eterno del Padre se ha encarnado, ha asumido la naturaleza humana haciéndose en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. El ser humano es elevado a la dignidad de hijo de Dios por Cristo y en Cristo. Él es el centro del cosmos y de la historia, el Redentor del hombre y del mundo, de todo el género humano y de cada persona[18]. Cada persona es objeto de la entrega y del amor de Cristo, a todos los ha reconciliado con el Padre.

 

El comienzo de la vida cristiana

La persona de Jesucristo es el centro de la vida y de la misión de la Iglesia, es la esencia del cristianismo. La vida cristiana co­mienza después de un encuentro personal con Él. El papa Bene­dicto XVI, en la introducción de su encíclica Dios es amor, lo resume magistralmente: «No se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acon­tecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[19]. Cristo sale al encuen­tro de todo ser humano para presentarse como Camino, Verdad y Vida, para saciar su sed de felicidad, para llenar de sentido su existencia.

Los destinatarios de la pastoral juvenil son los jóvenes con­cretos en su situación concreta, y la finalidad de dicha pastoral es que lleguen a vivir la vida nueva en Cristo[20]. Por eso hemos de propiciar el encuentro con Cristo que les cambie el corazón, la experiencia profunda de fe que renueve radicalmente sus vidas y les lleve a un compromiso de totalidad. Este, en definitiva, es el plan de Dios para todos sus hijos, aunque aquí nos referimos más concretamente al ámbito de los jóvenes.

Para poder evangelizar al joven de hoy es preciso conocer su realidad personal y la situación en que se encuentra en relación a la fe y la religión. Actualmente nos encontramos con una gran diversidad de personas y de situaciones que exige a su vez una gran variedad de itinerarios y de pedagogía. Solo así podremos ofrecer una propuesta personalizada y con sentido. Entre el punto de partida y el de llegada está el acompañamiento personal para discernir en cada momento según los ritmos de maduración y los procesos concretos, conscientes de que todos son llamados a vivir la madurez de la fe y a la participación en la comunidad cristiana. También es necesario conocer la realidad de la sociedad en que vive el joven y cómo condiciona su vida. Es lo que hemos inten­tado hacer en el apartado precedente.

1.3. Alentar la esperanza en los jóvenes

La cuestión de la esperanza es un elemento antropológico fun­damental de la pastoral juvenil y vocacional porque está en el centro de la vida humana y porque en la actualidad ha adquiri­do una particular relevancia. Sin duda constituye uno de los ejes doctrinales y pastorales del pontificado de Benedicto XVI. Su segunda encíclica, Spe salvi[21], está dedicada al tema de la espe­ranza, apuntando a lo esencial del corazón humano, en una época marcada entre otras cosas por una manifiesta crisis de esperanza debido a las dificultades acuciantes del momento presente, y des­pués de constatar que no se han cumplido las expectativas forja­das a partir de los avances de la ciencia y de la técnica o de las grandes revoluciones de la historia reciente.

Estos tiempos de desesperanza afectan particularmente a la edad juvenil. Un importante número de jóvenes vive en la sospecha y desconfianza ante los que rigen la sociedad y sus instituciones y a la vez en la desesperanza respecto a los cambios que necesita la sociedad, sumergida en crisis políticas, económicas, financieras, y también de valores. En algunos casos el descontento se canaliza a través de protestas no exentas de violencia. En otros casos cabe el peligro de desembocar en una especie de letargo colectivo, de que se instalen en la evasión consumista al comprobar que las expecta­tivas de futuro se desvanecen por la imposibilidad de encontrar un empleo estable, de formar una familia, de llevar a término proyec­tos personales, etc. En ambos casos se renunciaría a la insatisfac­ción e inconformismo creativos tan propios de la condición juvenil y que mantienen la tensión de los más altos ideales.

En esta tesitura, el Mensaje que el Santo Padre ofreció a los jóvenes del mundo con ocasión de la XXIV Jornada Mundial de la Juventud[22], el año 2009, recordando el encuentro de Sydney y en camino hacia el de Madrid, está centrado en el tema de la esperanza y contiene unas pistas muy iluminadoras a partir de una cita de la primera carta de san Pablo a Timoteo: «Hemos puesto la esperanza en el Dios vivo» (1 Tim 4, 10). Podemos señalar cuatro jalones de un itinerario para reavivar la esperanza en los jóvenes. Como punto de partida, la consideración de que la juventud es tiempo de esperanza; seguidamente, la búsqueda y encuentro de una gran esperanza que llene la vida: Cristo; en tercer lugar, el aprendizaje, el ejercicio y el crecimiento de la esperanza; por último, la llamada a ser testigos de esperanza en el mundo.

En primer lugar, por tanto, la cuestión de la esperanza está en el centro de la vida humana. El ser humano tiene necesidad de esperanza, pero no de cualquier esperanza pasajera, sino de una esperanza creíble y duradera, que resista el embate de las dificultades. La juventud es tiempo de esperanzas, porque mira hacia el futuro con expectativas y porque tiene toda una vida por delante. La juventud es el tiempo en que se formulan las grandes preguntas sobre el sentido de la vida; es el tiempo en el que se van fraguando y se toman las decisiones que serán determinantes para el resto de la vida. Ahora bien, ¿dónde encontrar la llama de la esperanza y cómo mantenerla viva en el corazón?[23]

El ser humano, en busca de esperanza

El ser humano busca constantemente la esperanza y se pre­gunta dónde la podrá hallar, quién se la puede ofrecer. Según el Santo Padre, la ciencia, la técnica, la política, la economía o cual­quier otro recurso material por sí solos no son capaces de ofrecer la gran esperanza a la que todo ser humano aspira. Por otra parte, la experiencia humana en general nos enseña que muchas espe­ranzas que se conciben a lo largo de la vida, cuando llega el mo­mento de verse cumplidas, no acaban de saciar la sed de sentido y de felicidad del corazón. Eso sucede porque la gran esperanza solo puede estar en Dios. La gran esperanza no es una idea, o un sentimiento o un valor, es una persona viva: Jesucristo[24].

La vida cristiana es un camino, una peregrinación y también una escuela de aprendizaje y de ejercitación de la esperanza. La oración, el encuentro con Dios, el diálogo con Él, la conciencia de que Él siempre escucha, siempre comprende, siempre ayuda, es la primera fuente de esperanza. También la esperanza se nutre de la Palabra de Dios y de la participación frecuente en los sacramen­tos. El actuar y el sufrir son asimismo lugares de aprendizaje. Por­que la esperanza cristiana es activa, transformadora del mundo, bajo la mirada amorosa de Dios. Y lo mismo el sufrir, el aceptar la realidad de la vida en lo que tiene de doloroso. La esperanza se nutre del saber sufrir y del sufrir por los demás[25].

La consecuencia lógica de la vida en Cristo que va aprendien­do, ejercitando y creciendo en la esperanza, es que el joven se convierte en un testigo de esperanza en medio del mundo. Si el Señor Jesús se ha convertido en el fundamento de su existencia, si ha colmado sus expectativas vitales, no es extraño que pro­ponga «con coraje y humildad el valor universal de Cristo, como salvador de todos los hombres y fuente de esperanza para nuestra vida»[26], tal como el Papa señalaba a los jóvenes en la memorable vigilia de oración en el aeródromo de Cuatro Vientos.

Por tanto, para reavivar la esperanza de los jóvenes, es preciso que la pastoral juvenil y vocacional se dirija a todos ellos, a los más próximos y a los que están alejados, y se oriente a devolverles el entusiasmo por encontrar el verdadero sentido de su vida, por desarrollar todas sus potencialidades, por mirar hacia el futuro y trabajar con un proyecto de vida centrado en Cristo. De esta for­ma podrán llegar a fructificar las inmensas energías de donación que sin duda están presentes en lo profundo de sus corazones.

Reanimar la esperanza en los jóvenes significa también abrir­les a un futuro lleno de promesas y posibilidades y especialmente ayudarles a superar el miedo a las decisiones definitivas. El futuro se comienza a construir mediante las elecciones que se hacen en el presente. Es preciso que elijan aquellas promesas y opciones que abren realmente al futuro, incluso cuando estas acarrean re­nuncias. Si el camino que lleva hacia el futuro se hace sin Dios, lleva a la oscuridad, al gran vacío existencial. Por eso, la opción fundamental del joven debe construirse sobre el fundamento fir­me que es nuestro Señor Jesucristo[27].

La fuerza del Espíritu que Dios ha puesto en cada persona, en cada joven, proyecta hacia el futuro y ayuda a vencer el miedo a tomar grandes decisiones. El Dios que nos ha amado y nos sigue amando es la gran esperanza, la gran fuerza del hombre, que re­siste a pesar de todas las desilusiones[28]. Es muy importante que se sepa presentar a las nuevas generaciones la certeza de esta prome­sa como algo por lo que vale la pena gastar la propia vida. Nues­tro acompañamiento y nuestro testimonio vivo de esperanza serán los instrumentos que les ayuden a ver que la Iglesia no les deja solos ante los desafíos de la vida, ni ante sus decisiones absolutas.

1.4. Educar a los jóvenes en la fe

La segunda propuesta de acción del papa Benedicto XVI para la pastoral juvenil se relaciona con la educación en la fe. Es una cuestión que le preocupa vivamente, hasta el punto de hablar de «emergencia educativa» o de calificar dicha educación como una tarea cada vez más difícil[29]. Ahora bien, se trata de una prioridad pastoral de la Iglesia y además es un elemento imprescindible para conocer a Dios, conocerse a sí mismo, conocer el ambien­te que rodea al joven, profundizar en la fe para poder dar razón de la propia fe y de la esperanza. Esta formación ha de estar en conexión con el joven y con su compromiso apostólico y en ella han de estar presentes los elementos más genuinos de la fe y de la tradición cristiana[30].

Es una tarea particularmente difícil en la actualidad por dife­rentes razones, todas ellas consecuencia de las corrientes de pen­samiento laicista que transcurren en nuestra cultura secularizada. Desde el agnosticismo, que se propone apagar el sentido religioso inscrito en lo profundo del ser humano, hasta el relativismo, que erosiona las certezas más hondas[31]. Las dificultades son un desa­fío y un estímulo para los jóvenes, que han de aplicarse en una formación amplia y profunda que les sirva para respuesta a las interpelaciones que reciban. Por otra parte, la educación en la fe tiene una finalidad en sí misma: crecer en conocimiento y amor de Cristo. No se puede amar, no se puede entrar en amistad con alguien a quien no se conoce.

El joven está llamado a construir la propia vida sobre Cristo, como recordaba el lema de la JMJ de Madrid, a edificar la vida sobre el cimiento firme que es Cristo. Él es el Redentor de todo el género humano y de cada persona concreta de la historia. En Él y por Él Dios se ha revelado plenamente a la humanidad; por Él y en Él hemos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios. Él ha abierto para nosotros el camino hacia Dios, para que podamos alcanzar la vida plena. Cristo es la roca firme sobre la que edificar la vida. Al edificar la vida sobre Cristo, se proyecta su luz sobre la humanidad, porque la vida se fundamenta en la verdad[32].

La cuestión de la verdad ha de ocupar un lugar central en la tarea de educación de la fe de los jóvenes. Como señalaba el beato Juan Pablo II, «la fe y la razón son como las dos alas con las cua­les el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la ver­dad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conocién­dolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo»[33]. Actualmente, no pocos jóvenes encuentran dificul­tades para discernir la verdad. Hoy día se repite con frecuencia la pregunta del escéptico Pilato: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pues bien, en definitiva, la verdad no es un misterio inescrutable, la verdad es una persona: Jesucristo[34].

Cristo es el Señor de la creación y de la historia, todo fue crea­do por Él y para Él y todo se mantiene en Él (cf.Col 1, 16-17). Por eso, si el diálogo entre la fe y la razón se realiza con rigor y honestidad, brinda la posibilidad de percibir el carácter razonable de la fe en Dios y de descubrir que la realización de las aspiracio­nes humanas se encuentra en Cristo. En consecuencia, en la tarea de educación en la fe no se debe tener miedo de confrontar la fe con los avances del conocimiento humano, al contrario, es preci­so promover una «pastoral de la inteligencia», de la cultura, de la persona, que responda a todos los interrogantes. Los jóvenes, por su parte, han de avanzar con decisión y confianza en su camino de búsqueda de la verdad[35].

Fundamentos de la educación en la fe

La formación de los jóvenes requiere una sólida base doctrinal y espiritual para crecer auténticamente en el conocimiento de la Verdad-Cristo y en la coherencia de la fe. Se fundamenta en el contacto vivo con la Palabra de Dios y en las indicaciones de la Iglesia, que orienta en el discernimiento de la verdad de Cristo, por medio de la Tradición viva y el Magisterio[36]. La importancia de esta educación en la fe se hace cada vez más urgente en una época marcada por un horizonte relativista, caracterizado por la orfandad de referencias, en el que se hace cada vez más difícil ha­blar de convicciones y certezas. En esta situación, hay que man­tener como objetivos generales en la educación: la búsqueda de la verdad y el bien, del sentido de las cosas y de la vida, así como la aspiración a la excelencia.

La educación en la fe no consiste en un simple adoctrinamien­to intelectual. En este sentido, no puede prescindir ni de la vida espiritual, ni tampoco sería completa sin la acción apostólica. La vida espiritual busca la unión con Cristo a través de la oración, como encuentro y diálogo personal en la fe con Dios; a la luz de la meditación de la Palabra de Dios, que ilumina, interpela y transforma. La Iglesia vive y celebra el encuentro entre Cristo re­sucitado y los hombres a través de los sacramentos, que son acon­tecimientos en los que la gracia llega al corazón de la persona y a la historia por medio de palabras y gestos realizados según dis­puso el Señor. Los siete sacramentos acompañan la vida humana desde el inicio hasta el tránsito a la vida eterna. En este camino, la Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia[37].

La educación en la fe comporta también la acción apostóli­ca, que es consecuencia del Bautismo y la Confirmación, conse­cuencia del envío misionero de Jesús. Una acción que ha de estar orientada a colaborar en la construcción del Reino de Dios y a ser fermento evangélico en los diferentes ambientes reconociendo y sirviendo al Señor en los pobres y enfermos, en toda persona ne­cesitada. Una acción que se lleva a cabo a través del testimonio de una palabra convencida y convincente y de una vida coherente que convierte al joven en un testigo fiel, en un mensajero de la Buena Nueva que manifiesta, en toda su existencia, una vivencia gozosa y esperanzada.

El Santo Padre Benedicto XVI en la carta apostólica Porta fidei invita a los creyentes de todas las edades a reflexionar sobre la fe, a redescubrir sus contenidos, a vivirla como experiencia de un amor que se recibe y se comunica, a transmitirla mediante un testimonio coherente[38]. Es un proceso de vida cristiana en el que el joven va madurando en la formación, la vivencia de la fe y el testimonio de vida. A la vez, en ese proceso de crecimiento de la vida de fe, ha de ir descubriendo y viviendo la propia vocación y misión. Uno de los objetivos de la formación de los jóvenes es ayudarles a descubrir la propia vocación desde una actitud de disponibilidad y también ayudarles a realizar la misión encomendada[39].

2. La llamada al sacerdocio

Como decíamos en el capítulo anterior, el objetivo fundamen­tal de la pastoral de juventud consiste en propiciar en el joven un encuentro con Cristo que transforme su vida, que le haga des­cubrir en Cristo la plenitud de sentido de su existencia. Por otra parte, la pastoral de juventud tiene que ayudar a cada joven a plantear la vida como vocación, a descubrir su vocación concreta y a responder a la llamada de Dios con generosidad. En este ca­pítulo trataremos de la universal y común vocación a la santidad y al apostolado que brotan del Bautismo y de la Confirmación. Después, sin olvidar que dicha vocación se especifica en diversas vocaciones laicales y de especial consagración, nos centraremos en la llamada al ministerio sacerdotal.

2.1. La llamada a la vida en Cristo

La llamada a la vida en Cristo es personal y está inscrita en un proyecto que Dios tiene para cada ser humano. Todo comienza con una iniciativa y una llamada de Cristo a la puerta del corazón del hombre: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). Es la manifestación en el tiempo de un designio eterno. Es una llamada a realizar la propia vida en comunión con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, y, en consecuencia, la suprema realización personal y comunitaria del ser humano. La mediación ordinaria de esta llamada es el Bautismo.

La vida cristiana comienza en el sacramento del Bautismo. Por el Bautismo somos incorporados al Pueblo de Dios, somos cons­tituidos hijos del Padre, miembros del Cuerpo de Cristo, templos del Espíritu Santo: miembros de la Iglesia «congregada en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»[40]. El Bau­tismo produce en nosotros una nueva vida y nos hace partícipes de la misión del Señor. La vocación que el cristiano recibe en el Bautismo consiste en vivir plenamente su condición de hijo de Dios y en ser testigo de Jesucristo. Todas las vocaciones especí­ficas a las que el Señor llama tienen su origen en esta vocación bautismal.

El concilio Vaticano II, al recordar al Pueblo de Dios la uni­versal vocación a la santidad, la fundamenta en la consagración bautismal: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En conse­cuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y per­feccionen en su vida la santificación que recibieron»[41].

El beato Juan Pablo II afirma en la exhortación postsinodal Christifideles laici que «la vocación a la santidad hunde sus raí­ces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía»[42], y destaca, además, que la vocación a la santidad «constituye un componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal»[43].

Mediante los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, el fiel es ungido, consagrado, constituido en templo espiritual y puede repetir de alguna manera las palabras de Jesús: «El Espíritu del Se­ñor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2)[44]. Desde el momento del Bautismo se empieza a participar de la misión del Pueblo de Dios. Esta dimensión apostólica del Bautismo se mani­fiesta de manera más plena en la Confirmación, por la cual los cris­tianos «se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras»[45].

Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la santidad y al apostolado: los sacerdotes, los diáconos, los miem­bros de la vida consagrada y los fieles laicos; a su vez, todos participan en la misión de la Iglesia con carismas y ministerios diversos y complementarios. Los diferentes estados de vida es­tán relacionados entre sí y ordenados mutuamente. El sacerdocio ministerial representa la garantía de la presencia sacramental de Cristo Redentor a lo largo de la historia. El diaconado hace pre­sente a Cristo como el servidor de la comunidad de los creyentes. Los miembros de la vida consagrada testifican en el mundo la índole escatológica de la Iglesia y ponen de manifiesto la prima­cía de Dios y de los valores evangélicos. Los laicos contribuyen a la transformación del mundo desde dentro, como el fermento, mediante el ejercicio de sus propias tareas, manifestando a Cristo con su palabra y testimonio. El matrimonio es la vocación del mayor número de fieles laicos, que están llamados a ser testigos del amor de Cristo en el mundo[46].

De esta forma, el cristianismo aparece como la comunicación del amor que viene de Dios a los hombres y mujeres de este mun­do. No en vano Jesús, después del discurso de despedida a los Apóstoles, concluyó así su oración por los suyos: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17, 26).

Dimensión eclesial y comunitaria

La llamada de Dios es personal. Dios llama a cada uno por su nombre, pero quiere salvar y santificar a todos y cada uno no de forma aislada, sino constituyendo una comunidad de llamados, un pueblo[47]. La Iglesia es el pueblo que Dios reúne en el mundo entero. La Iglesia de Dios existe y se realiza en las comunidades locales como asamblea litúrgica, sobre todo en la celebración de la Eucaristía. Su origen no está en la voluntad humana, sino en un designio nacido en el corazón del Padre.

La Iglesia es preparada en la Antigua Alianza e instituida por Cristo Jesús y manifestada por el Espíritu Santo[48]. Al Hijo es a quien corresponde realizar el plan de salvación del Padre, en la plenitud de los tiempos. Para cumplir la voluntad del Padre, Cris­to inauguró el Reino de los cielos en la tierra. El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño» que Jesús convoca en torno suyo. El Señor la dotará de una estructura con la elección de los Doce y de Pedro como su Primado. Ellos y los demás dis­cípulos participan en la misión de Cristo.

La Iglesia es santa, y todos sus miembros están llamados a la santidad. En el marco de esa llamada universal, el Señor elige luego a personas que a través del ministerio sacerdotal cuiden de su pueblo y que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios[49]. Toda vocación nace, se alimenta y se desarrolla en la Iglesia y a ella está vinculada también por el destino y la misión. La pastoral juvenil tiene como finalidad úl­tima ayudar a que los jóvenes entren por el camino de la vida de oración y del diálogo personal y profundo con el Señor que les ha de ayudar a escuchar su llamada y a tomar decisiones en las que queda afectada toda la existencia. La dimensión vocacional es parte integrante de la pastoral juvenil, más aún, podemos decir que el espacio natural y vital de la pastoral vocacional es la pasto­ral juvenil, y que la pastoral juvenil solo es completa si incorpora en su proyecto la pastoral vocacional[50].

Por esta razón las comunidades diocesanas y parroquiales es­tán llamadas a reforzar el compromiso en favor de las vocaciones al sacerdocio ministerial[51]. Solo las comunidades cristianas vivas saben acoger con prontitud las vocaciones y después acompañar­las en su desarrollo. En definitiva, «la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde esta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios»[52]. La comunidad cris­tiana será el ámbito que facilitará el encuentro del joven con Je­sús, que acompañará el proceso educativo de su respuesta, que le ayudará a corresponder a la llamada de Dios. La parroquia tradi­cionalmente es el lugar por excelencia de experiencia comunitaria y de anuncio del evangelio de la vocación. También los diferentes movimientos y nuevas realidades eclesiales constituyen un ámbi­to privilegiado para la experiencia de comunidad cristiana.

 

2.2. La vocación sacerdotal

La vocación al sacerdocio ministerial comienza por un en­cuentro con el Señor, que llama a dejarlo todo y a seguirle, que quiere que su llamada se prolongue en una vida de amistad con él y una participación en su misión que compromete toda la exis­tencia. La vocación es un misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirle compartiendo vida y misión. Como expresaba el Santo Padre Benedicto XVI, «la vo­cación no es fruto de ningún proyecto humano o de una hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios, una iniciativa misteriosa e inefable del Señor, que entra en la vida de una persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino (cf. Jn 15, 9.16)»[53].

El significado de la vocación lo encontramos en la respues­ta que Jesús da a Juan y Andrés, discípulos de Juan el Bautista, cuando le preguntan dónde vivía. «Venid y veréis» (Jn 1, 39), les responde el Maestro. Dios es quien tiene la iniciativa, quien lla­ma; y toda vocación cristiana es un don suyo que tiene lugar en la Iglesia y mediante la Iglesia, que es el lugar en que las vocaciones se generan y educan. La vocación cristiana en todas sus formas es un don destinado al crecimiento del Reino de Dios en el mundo, a la edificación de la Iglesia. La vocación sacerdotal se ordena a estos fines de un modo específico, a través del sacramento del Orden, con una configuración peculiar con Jesucristo[54].

La historia de toda vocación sacerdotal comienza con un diálo­go en el que la iniciativa parte de Dios y la respuesta corresponde al hombre. El don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre son los dos elementos fundamentales de la vocación. Así lo encontramos siempre en las escenas vocacionales descritas en la Sagrada Escritura. Y así continúa a lo largo de la historia de la Iglesia en todas las vocaciones. Las palabras de Jesús a los Após­toles, «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), reflejan esa primacía de la gracia de la vocación, de la elección eterna en Cristo (cf. Ef 1, 4-5)[55].

Es imposible describir las fases y los episodios de cada voca­ción, porque la vocación es personal, diversa e intransferible en cada persona. Dios llama a cada uno según su voluntad de amor y con un gran respeto por la libertad que tiene el sujeto para abrir la puerta al Señor a fin de que se adentre en el interior del que es llamado. Los caminos del Señor pueden tomar la forma de des­cabalgar súbitamente a Pablo del caballo que le conducía por la vida, o tomar la forma de una suave y persistente inclinación en el ánimo que experimenta el llamado desde su infancia. En todo caso, las biografías de los sacerdotes santos pueden ilustrarnos acerca de los momentos decisivos de su vocación.

Lo que sí podemos es fijar nuestra mirada en las vocaciones de los apóstoles narradas por los evangelios. Según narra el evange­lio de san Marcos (3, 13-15), «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios». San Lucas, por su parte, subraya la oración previa de Jesús: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró Apóstoles» (Lc 6, 12-13).

El papa Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, subra­ya que «la elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. Así, la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en él. También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt9, 38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por Él mismo para este servicio»[56].

Jesús les llama a estar con Él, a ser sus compañeros, a formar con Él una comunidad de vida. Estar con Jesús equivale a seguirle ya que Él tiene palabras de Vida eterna; escucharle en todas y cada una de sus palabras; imitarle, con la inspiración y la interpretación que da el Espíritu al seguimiento de la Palabra que es Jesús mismo. Estar con Él para que lo puedan conocer, para que puedan penetrar el misterio de su vida, de su unión con el Padre. Por eso les procura una formación más amplia y profunda que al resto de los discípu­los, comparte con ellos la vida diaria y están siempre presentes en los momentos más trascendentales, les enseña a rezar, responde a sus interrogantes, y los va preparando para que sean partícipes de su misión.

El objetivo de la llamada es doble: la comunión con Él y la participación en su misión. Por eso los enviará a predicar con poder para arrojar los demonios «y curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10, 1). Los envía a anunciar el Evangelio, a llevar su mensaje por todo el mundo, a ser testigos suyos ante los hom­bres. No son meros repetidores de una doctrina aprendida, sino comunicadores de su palabra, de los misterios del Reino, de Cris­to mismo. Los envía para que den testimonio ante los hombres de lo que han visto y oído, de lo que han experimentado. Los envía a llevar la salvación a los confines de la tierra.

Tal como relata san Marcos, Jesús «llamó a los que quiso». La llamada es una decisión del Señor. Se trata ante todo de un don, de una gracia de Dios. No es un derecho del hombre, ni el resultado de un proyecto personal. Por eso no cabe ningún tipo de manipulacio­nes que pudieran inclinar la balanza de la decisión en una dirección concreta. También debe quedar excluido todo planteamiento del sacerdocio como posible camino de promoción social o de modus vivendi. El sacerdocio es un don de Dios que ha de producir una respuesta de gratitud y confianza por parte de la persona llamada, y una esperanza firme en la fidelidad de Dios[57].

La gracia de la llamada y la libertad en la respuesta no se opo­nen ni se contradicen. No se podría considerar una respuesta posi­tiva como válida si no se da desde la libertad, que es una condición esencial para la vocación. Vemos en los relatos evangélicos que hay ocasiones en que se da una respuesta negativa a la llamada de Jesús, como en el caso significativo del joven rico, debido a las exigencias que comporta el seguimiento (cf. Mt 19, 16-26). En este caso es debido a las ataduras de la riqueza. En otros casos puede ser debido a condicionamientos sociales y culturales[58].

También puede darse el caso de personas que tienen buena vo­luntad y quieren seguir ese camino, pero no es esa la voluntad de Dios, que tiene dispuesto un camino diferente para ellas. En el Evangelio encontramos un caso típico de esta situación en el en­demoniado que es curado por Jesús en el territorio de los gerase­nos (cf. Mt5, 1-20). Pide al Maestro formar parte de aquel grupo de los que estaban más próximos a Él, pero Jesús le encomienda una misión diferente: volver a casa con los suyos y anunciarles que el Señor ha tenido misericordia de él y le ha curado.

Cuando entran en conjunción las dos voluntades se realiza el ideal. La voluntad de Dios que llama y la del hombre que respon­de positivamente desde su libertad. Este es el modelo, el ejemplo que encontramos en la llamada de los cuatro primeros discípulos (cf. Mt 4, 18-21). La respuesta de Pedro, Andrés, Santiago y Juan será inmediata: dejando redes, barcas y familia, siguen a Jesús. Esa es la respuesta que antes dieron los profetas y todos los lla­mados a alguna misión en el Antiguo Testamento, después los apóstoles y discípulos en el Nuevo Testamento y también es la respuesta que se da en el tiempo de la historia de la Iglesia hasta la consumación de los siglos.

 

2.3. El camino de las mediaciones

La vocación sacerdotal es una relación que se establece entre Dios y el hombre en lo interior de la conciencia, en lo profundo del corazón, a partir de una llamada que provoca una respuesta. Es un misterio inefable que se realiza en la Iglesia, que está pre­sente y operante en toda vocación. El camino habitual en toda vocación es que el Señor se sirva de la mediación de la Iglesia a través de personas que suscitan, acompañan en el proceso y ayu­dan al candidato en el discernimiento[59].

El beato Juan Pablo II nos ofrece en Pastores dabo vobis un criterio orientador al poner como ejemplo a Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús, que después de encontrarse con el Maestro explica a su hermano Simón lo que le había sucedido y más tarde lo lleva junto a Jesús. Posterior­mente el Señor llamará a Simón diciéndole: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)» (Jn 1, 42). La iniciativa de la llamada es de Jesús, que llama a Simón e incluso le da un nuevo nombre. Ahora bien, Andrés ha aportado su colaboración, ha propiciado el encuentro de su hermano con el Maestro[60].

El núcleo de la pastoral vocacional de la Iglesia, la clave, el método a seguir, encuentra su inspiración en esta acción que lleva a cabo Andrés con su hermano Pedro de «llevarlo a Jesús». Esta es la forma con la que la Iglesia cuida del nacimiento y crecimien­to de las vocaciones ejerciendo las responsabilidades propias de su ministerio. La Iglesia tiene el derecho y el deber de promo­ver el nacimiento de las vocaciones sacerdotales y de discernir la autenticidad de las mismas, y después, de acompañarlas en el proceso de maduración a través de la oración y la vida sacramen­tal; a través del anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.

En la tarea de la pastoral vocacional todos somos responsa­bles[61]. La responsabilidad recae en la comunidad eclesial, en todos los estamentos y ámbitos del Pueblo de Dios. El primer responsable es el obispo, que está llamado a promover y coordi­nar las iniciativas pertinentes. Los presbíteros han de colaborar con entrega, con un testimonio explícito de su sacerdocio y con celo evangelizador. Los miembros de la vida consagrada apor­tarán un testimonio de vida que pone de manifiesto la primacía de Dios a través de la vivencia de los consejos evangélicos. Los fieles laicos tienen una gran importancia, especialmente los ca­tequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil. También hay que implicar a los numerosos gru­pos, movimientos y asociaciones de fieles laicos. Por último, es preciso promover grupos vocacionales cuyos miembros ofrez­can la oración y la cruz de cada día, así como el apoyo moral y los recursos materiales.

La familia cristiana tiene confiada una responsabilidad parti­cular, puesto que constituye como un «primer Seminario»[62]. Ac­tualmente la institución familiar atraviesa no pocas dificultades, pero la Iglesia sigue confiando en su capacidad educativa y de transmitir aquellos valores que capacitan al sujeto para plantear su existencia desde la relación con Dios. El futuro de las voca­ciones se forja, en primer lugar, en la familia. Para ello es una condición imprescindible que la familia cristiana esté abierta a la vida, cumpliendo generosamente el servicio a la vida que le corresponde y aplicándose con dedicación y esmero en la tarea de educar a los hijos en la fe. La presencia y cercanía del sacerdote en este proceso será de gran ayuda y a la vez será un referente en el ámbito vocacional.

 

El discernimiento vocacional

El discernimiento es necesario para descubrir la voluntad de Dios a través de los signos presentes en el camino de la vida. Hay que analizarlos a partir de la oración y la reflexión com­partida, en un contexto comunitario-eclesial, desde la plena li­bertad personal, y desde la recta intención por parte de todos. Para que esta mediación sea realmente eficaz se debe superar la posible tentación de presionar a la persona para que siga nuestra voluntad en lugar de ayudarle a descubrir la voluntad de Dios. A la vez, es preciso evitar el peligro del extremo opuesto, el de excluir cualquier tipo de propuesta vocacional por miedo a con­dicionar su libertad.

A lo largo del proceso de discernimiento no hay que esperar manifestaciones extraordinarias o acontecimientos espectacula­res, más bien hay que estar atentos a los signos de vocación que tienen lugar en medio de la vida cotidiana para percibir el de­signio divino. La voz del Señor se suele expresar de dos modos, uno interior y otro exterior. El modo interior es el de la gracia, el del Espíritu Santo, el del Señor que llama en la profundidad insondable del alma humana, que atrae en lo más hondo del co­razón. El modo exterior es el visible, el comunitario, el eclesial, el de las mediaciones humanas que el Señor ha querido y ha instituido en la Iglesia[63].

 

3. Lugares de llamada y propuestas para la acción pastoral

En la Vigilia de oración con los sacerdotes, durante los actos de clausura del Año Sacerdotal, el papa Benedicto XVI afirma­ba: «En el mundo de hoy casi parece excluido que madure una vocación sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los que se muestre la belleza de la fe, en los que se vea que este es un modelo de vida, ‘el’ modelo de vida y, por tanto, ayudarles a encontrar movimientos, o la parroquia u otros contextos, donde realmente estén rodeados de fe, de amor a Dios, y así puedan estar abiertos a fin de que la vocación de Dios llegue y les ayude»[64]. Ciertamente, la situación es muy difícil, pero el Espíritu sopla donde quiere y no se puede apagar su voz. Nuestra tarea consistirá en colaborar humildemente a través de la promo­ción y del acompañamiento de las vocaciones. En este capítu­lo presentaremos en primer lugar algunos lugares de llamada y después también concretaremos diferentes propuestas de pastoral vocacional. Finalmente, subrayaremos la fuerza y la importancia del testimonio sacerdotal.

3.1. Lugares y ambientes propicios para la llamada

En primer lugar enumeraremos algunos lugares y ambientes que tradicionalmente se han considerado fundamentales para la promoción de las vocaciones. A la vez, será preciso hacer gala de creatividad evangélica para descubrir nuevas posibilidades que nos permitan propuestas nuevas en un tema tan vital para la vida de la Iglesia.

3.1.1. Parroquia y comunidades cristianas

La celebración litúrgica y la vida de oración

La celebración litúrgica tiene una función muy importante en la pastoral vocacional. Es la fuente de donde mana toda la fuerza de la Iglesia y la cumbre a la cual tiende toda su actividad. Impul­sa a los fieles a vivir con intensidad su fe, a actuar con la caridad de Cristo y a buscar su voluntad. Por eso es una gran escuela de la respuesta a la llamada de Dios. Las celebraciones litúrgicas, especialmente las eucarísticas, sitúan al creyente en comunica­ción con el misterio de la Pascua, descubren el verdadero rostro de Dios, y también manifiestan el rostro de la Iglesia. La grandeza del misterio celebrado, su fuerza y su capacidad transformadora, son lugar de encuentro y de llamada. Por eso es tan importante celebrar con dignidad y esmero, y ayudar a los jóvenes a vivir las celebraciones con profundidad en el seno de la comunidad cristiana[65].

La oración personal, en especial la meditación de la Palabra de Dios, constituye asimismo un espacio privilegiado para que el joven pueda descubrir el sentido profundo de su vida, la verdad de su ser y la voluntad de Dios. «Por eso es necesario educar, es­pecialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad»[66]. Por otra parte, la primera y fundamental actividad de pastoral vocacional es justamente la oración por las vocaciones. De ahí que toda la Iglesia diocesana ha de rezar incesantemente por las vocaciones, particularmente las comunidades de vida contemplativa y los enfermos[67].

La predicación y la enseñanza

La Iglesia debe llevar a cabo un anuncio claro y directo sobre el misterio de la vocación en general, fomentando una cultura de la vocación, de modo que todos los jóvenes lleguen a plantearse la propia vida como una vocación. También le corresponde anun­ciar la grandeza y la belleza del sacerdocio ministerial, su necesi­dad para el Pueblo de Dios y para el mundo de hoy, así como para el futuro de la nueva evangelización. Por eso se hace necesaria en el ámbito del ejercicio de su misión profética y de educación de la fe una presentación de la importancia del ministerio sacerdotal explícita y sin ambigüedades.

Si se silencia el evangelio de la vocación, no se anuncia la Buena Nueva completa, porque la vocación forma parte del contenido de la evangelización. La invitación al seguimiento y el envío misionero son parte integrante de la Palabra de Dios que es dirigida a los hombres. Y en este sentido, además de la Palabra anunciada a todos, entra en juego la palabra dirigida a cada uno en particular. Jesús llamó a todos a la conversión y a la salvación, y también llamó a algunos a un seguimiento en radicalidad y totalidad. Es, pues, necesario el anuncio expreso, personal y comunitario, de la Palabra, de la que forma parte el evangelio de la vocación.

Si la fe nace de la escucha de la Palabra de Dios (cf. Rom 10, 17), lo mismo se puede decir de la vocación. Por eso, las personas que intervienen a lo largo del proceso educativo, especialmente los sacerdotes, han de proponer con toda normalidad la vocación al presbiterado a aquellos jóvenes en los que se aprecian los do­nes y las cualidades necesarias. Ha de ser una propuesta clara y concreta, que si se hace con la palabra adecuada y en el mo­mento oportuno, puede llegar a ser determinante, y a provocar en ellos una respuesta generosa y comprometida. También es muy importante que la propuesta vaya acompañada por un testimonio sacerdotal de gozo y entrega, capaz de generar interrogantes y de conducir a decisiones definitivas[68].

 

La acción caritativa y social

La Iglesia es una comunidad de amor, de caridad. La cari­dad de la Iglesia es una manifestación del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El amor hacia los necesitados y las ac­ciones consecuentes para remediar sus males constituyen una tarea esencial para la Iglesia, forman parte de su naturaleza más profunda, porque la actividad de la Iglesia en todos sus miem­bros ha de ser expresión del amor de Dios. Un amor recibido, compartido, que busca el bien propio y el de la comunidad cris­tiana y que se proyecta buscando el bien de todo ser humano necesitado. Este ámbito de la acción caritativa y social de la Iglesia es, ciertamente, un lugar propicio para el encuentro con el Señor, para escuchar su llamada y para que florezcan autén­ticas vocaciones.

En esta dimensión esencial de la pastoral de la Iglesia, encon­tramos un punto de convergencia con el mundo del voluntariado. Como ya hemos dicho previamente, al hablar de las posibilida­des que el contexto actual presenta a la pastoral vocacional, los jóvenes de hoy muestran una particular sensibilidad respecto a las personas que padecen cualquier tipo de necesidad y pobre­za en los países del Tercer Mundo, así como en las diferentes exclusiones y pobrezas que se padecen también en el Cuarto Mundo. Muchos de ellos se comprometen en tareas de servicio a través de diferentes voluntariados.

En una sociedad que se caracteriza por el materialismo y el consumismo, en la que casi todo se puede conseguir con dine­ro, el hecho de que los jóvenes entren por la vía del servicio desinteresado, que vivan la pedagogía de la gratuidad, es un motivo de esperanza y un camino adecuado para el encuentro con Cristo a través de los pobres, de los necesitados, de los que sufren. Muchos jóvenes han encontrado por este camino sentido a sus vidas, y se han encontrado consigo mismos, con los demás y con Dios. El servicio desinteresado a través del voluntariado, motivado evangélicamente y alimentado desde la oración, ofrece enormes posibilidades para que el joven des­cubra el servicio de la caridad y se abra a un compromiso de especial consagración.

 

Grupos, asociaciones y movimientos

Dirigiéndose a los seminaristas, el papa Benedicto XVI les decía que la vocación sacerdotal «a menudo surge en las comu­nidades, especialmente en los movimientos, que propician un en­cuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe»[69]. El Papa no duda en afirmar, por ello, que «los movimientos son una cosa magnífica». Al mismo tiempo, siempre en relación a ellos, continúa diciendo que «se han de valorar según su apertura a la común realidad ca­tólica, a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en definitiva, una sola»[70].

De las palabras del Santo Padre es fácil entender el aprecio y el interés que la pastoral vocacional ha de tener hacia las diversas asociaciones y movimientos de la Iglesia, por ser «un campo par­ticularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y ambientes propicios de oferta y crecimiento espiritual»[71]. Ellos han ejercido una influencia decisiva en la opción vocacional de muchos jóvenes y, por tanto, «deben ser sentidos y vividos como un regalo del espíritu que anima la institución eclesial y está a su servicio»[72].

Este último punto es del todo imprescindible. Los agentes de la pastoral vocacional deben contar con todas las asociaciones y movimientos juveniles de la Iglesia, sin ningún tipo de restriccio­nes. No sería lícito cerrar las puertas de un proceso vocacional a un joven por la única razón de pertenecer a uno de estos movi­mientos o asociaciones, ni tampoco apartarlos o invitarles a cortar con «el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional»[73]. Aunque sí que es necesario advertir que tales asociaciones y mo­vimientos deben trabajar en común respeto y colaboración since­ra al servicio de la Iglesia universal y diocesana, y confiar en los cauces que ofrecen las diócesis para el fomento de las vocaciones y la formación de los futuros sacerdotes.

 

La dirección espiritual

La dirección o acompañamiento espiritual ocupa un «lugar» indispensable en la pastoral vocacional. Se trata, ante todo, de un diálogo en la fe, un diálogo espiritual, en el seno de la Igle­sia, para descubrir la voluntad de Dios y seguirla, y para crecer incesantemente en el proceso de santificación personal. También es muy importante para descubrir la vocación específica. Por eso es necesario seguir recuperando la gran tradición del acompaña­miento espiritual individual por parte de los sacerdotes, en el ám­bito de la pastoral juvenil y vocacional. Una tarea nada fácil pero que ha dado siempre frutos preciosos en la vida de la Iglesia, y que es especialmente importante en el campo vocacional[74].

En este camino de acompañamiento tiene lugar una relación interpersonal de las dos personas que intervienen en el proceso, más la relación de ambas con Dios, que ilumina y está presente a lo largo de todo el camino. Se trata de ayudar al sujeto a eliminar los obstáculos, facilitar la vivencia de su relación de fe en Dios y ayudarle a descubrir su vocación específica. Como destacaba el cardenal Montini, «es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de gra­ve responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe»[75].

Recientemente el Santo Padre Benedicto XVI ha vuelto a re­cordar la importancia de esta práctica para todo cristiano, y es­pecialmente para los que han recibido la llamada a una especial consagración[76]. La dirección espiritual es un ámbito propicio y una ayuda conveniente para llevar a cabo la tarea de discerni­miento que con tanta frecuencia se debe realizar a lo largo de la vida, en primer lugar, para tomar decisiones menores en la vida corriente, y especialmente para las grandes decisiones en el cami­no de la vida cristiana y de la vocación personal específica.

 

3.1.2. La familia

Es necesario cuidar el ámbito familiar del joven, con el fin de recuperarlo como su primer lugar de educación en la fe. El trabajo por las familias y con las familias favorece el nacimiento y la consolidación de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. En este sentido, el papa Benedicto XVI explicaba cómo los padres pueden ser generadores de vocaciones: «cuando se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándoles y orientándoles en el descubrimiento del plan de amor de Dios, preparan ese fértil terreno espiritual en el que florecen y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada»[77].

Actualmente nos encontramos con unas dificultades nuevas que están presentes en el interior mismo de las familias cris­tianas. No es fácil que broten vocaciones al sacerdocio en un ambiente de secularización y consumismo como el nuestro. Por eso, la primera tarea consiste en ayudar a los padres a superar los condicionamientos y presiones de la cultura dominante. En una sociedad que ha perdido en buena parte el sentido religioso, resulta un tanto extraño el hecho de la vocación sacerdotal, que implica la realidad de un Dios que llama y de una persona que responde con un compromiso definitivo. La influencia negativa de la secularización afecta a la misma concepción del matrimo­nio y de la familia. Si la vocación matrimonial se resiente, tam­bién lo hace la familia como lugar de educación vocacional.

Una característica de nuestro tiempo es el descenso alarmante de la natalidad, que amenaza el futuro mismo de nuestras socie­dades europeas y que influye lógicamente en el descenso de voca­ciones. También se ha de tener en cuenta que la valoración social del ministerio sacerdotal no es la misma que en otras épocas, y este factor no deja de influir en las mismas familias y en el apo­yo que estas han de ofrecer a los candidatos, que queda bastante debilitado. Ahora bien, estas dificultades han de ser asumidas con realismo y esperanza, de tal modo que se conviertan en oportuni­dades para el trabajo de pastoral vocacional, y, sin duda, servirán para también purificar la intención de los candidatos y asegurar una mayor autenticidad.

La familia es el ámbito primero y natural de la pastoral vo­cacional. La llamada de un hijo al sacerdocio es signo de la fe­cundidad espiritual con que Dios bendice la familia cristiana. Es preciso potenciar la cultura de la vida y la cultura de la vocación para que vayan impregnando el ámbito familiar, para que los ma­trimonios acojan generosamente el don de la vida y valoren la vocación sacerdotal de un hijo como el mayor regalo de Dios. Así sucede cuando la familia mantiene su identidad, es ella mis­ma, es auténticamente una Iglesia doméstica. Los padres están llamados a educar a sus hijos en la fe y en la disponibilidad y seguimiento de la llamada de Dios. De esta forma, la familia se convierte en el primer seminario donde pueden germinar las se­millas de vocación[78].

3.1.3. Instituciones de educación y ámbitos formativos

El seminario mayor

El seminario mayor es una comunidad educativa, un ámbito espiritual que favorece y asegura un proceso formativo, de mane­ra que los candidatos puedan llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo[79]. Su identidad profunda y su sentido es continuar en la Iglesia la experiencia de formación que el Señor realizó con los doce Apóstoles. La vida en el semi­nario es una escuela de seguimiento de Cristo, un tiempo privi­legiado para dejarse educar por Él con la finalidad de aprender a dar la vida por Dios y por los hermanos. En dicha comunidad ha de reinar la amistad, el clima de familia, la caridad que alimenta el sentido de comunión con el obispo y con la Iglesia.

El significado original y específico de la formación de los can­didatos al sacerdocio es vivir en el seguimiento de Cristo, dejarse educar por Él para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la guía del Espíritu Santo; dejarse configurar con Cristo, Buen Pas­tor. En definitiva, formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta que compromete toda la existencia a la pregunta de Cristo: «¿Me amas?» (Jn 21, 15). Una respuesta que no es otra que la entrega total de la vida. El fundamento de la vocación sa­cerdotal es el diálogo de amor, la mirada de amor que tiene lugar entre el Señor y la persona que recibe su llamada[80].

Los seminaristas tienen un lugar muy importante en la pro­moción vocacional por la fuerza que tiene su testimonio de seguimiento de la llamada del Señor ante los otros jóvenes. El se­minario ha de convertirse en el corazón de la pastoral vocacional mediante contactos, invitaciones, cursillos, días de puertas abier­tas u otras actividades en las que puedan participar los candidatos y aquellos que manifiesten inquietud vocacional. De este modo, se convierte en un verdadero estímulo y ofrece la oportunidad de un conocimiento más cercano del mundo vocacional a la juven­tud, de manera que pueda ofrecer un testimonio significativo en el ámbito de la pastoral juvenil, y una colaboración eficaz en la pastoral vocacional[81].

El seminario menor y otras formas de acompañamiento

La primera manifestación de la vocación nace normalmente en la pre-adolescencia o en los primeros años de la juventud. A través del seminario menor, la Iglesia toma bajo su cuidado los primeros brotes de vocación sacerdotal sembrados en los cora­zones de los niños y adolescentes. Actualmente estos seminarios continúan desarrollando una preciosa labor educativa en muchas diócesis, favoreciendo su formación humana y espiritual y acom­pañando su proceso vocacional hasta el seminario mayor[82]. En este sentido, es necesario que se conceda al seminario menor la importancia que merece en la vida de la diócesis, en la que debe estar insertado vitalmente[83].

El concilio Vaticano II, en el Decreto conciliar Optatam to­tius, sobre la formación sacerdotal señala que: «En los seminarios menores, erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación, los alumnos se han de preparar por una formación religiosa peculiar, sobre todo por una dirección espiritual conveniente, para seguir a Cristo Redentor con generosidad de alma y pureza de corazón. Su género de vida, bajo la dirección paternal de los superiores con la oportuna cooperación de los padres, sea la que conviene a la edad, espíritu y evolución de los adolescentes y conforme en su totalidad a las normas de la sana psicología, sin olvidar la adecuada experiencia segura de las cosas humanas y la relación con la propia familia»[84].

Donde no cabe posibilidad de establecer el seminario menor en sentido estricto se pueden contemplar otras posibilidades para el acompañamiento de los primeros brotes de vocación sacerdotal a través de grupos vocacionales, que pueden ofrecer un ambiente comunitario y una guía sistemática en el crecimiento y madura­ción de la vocación[85].

Los colegios diocesanos y las escuelas católicas

Los colegios diocesanos y las escuelas católicas constituyen otro de los ambientes en donde puede crecer la semilla vocacional.

Es de gran importancia que los proyectos educativos sean equi­librados y completos y que los educadores cristianos sepan va­lorar el crecimiento espiritual, integrar la fe en la vida y orientar a los niños y los jóvenes en su opción de vida. Los educadores, además de competencia y preparación, deben tener un firme sen­tido de pertenencia eclesial. El cuidado especial de las clases de religión y de otras actividades de carácter religioso, así como un programa de actividades extraescolares, en donde se promueva la dimensión vocacional, pueden ser momentos verdaderamente oportunos y fecundos.

Es muy importante la presencia del sacerdote en los colegios, con la clase de religión, en las actividades lúdicas de los jóvenes, etc. Es necesario que cada escuela católica tenga al menos un director espiritual, y asimismo sería de gran valor incorporar la figura del promotor vocacional. Su función debería estar coor­dinada con los sacerdotes de las parroquias cercanas, o con los delegados de la pastoral vocacional diocesana.

 

Otros ambientes

Finalmente, vemos la necesidad de mencionar otros ambien­tes donde la pastoral vocacional puede encontrar un buen terreno para la siembra del evangelio de la vocación. Clubes infantiles y juveniles donde desarrollar actividades lúdicas y deportivas en conexión con aquellas más formativas en la fe y en la vocación. Se trata de ambientes que suponen un auténtico desafío para el trabajo vocacional y que se deben abordar con audacia y convic­ción. En todos ellos ha estado siempre muy presente la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia.

Nos referimos también al ámbito universitario y al mundo de la cultura. La evangelización de la cultura y la inculturación de la fe implican un diálogo de búsqueda de la verdad. El beato Juan Pablo II señalaba que «la síntesis entre cultura y fe no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe que no es plenamente acogida, completa­mente pensada o fielmente vivida»[86]. En el encuentro del papa Benedicto XVI con profesores universitarios jóvenes les recordó que «la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana»[87]. Este es el mejor camino para una pastoral universitaria seria e inte­gral, en una clave que se conecta muy fácilmente con la pastoral vocacional.

3.1.4. Eventos diocesanos, nacionales e internacionales

Las múltiples actividades pastorales que tienen como prota­gonista principal el mundo de los jóvenes se pueden convertir en una excelente oportunidad para sembrar la semilla de la vocación.

Desde los eventos organizados a nivel diocesano, como son las peregrinaciones, campamentos y encuentros, hasta aquellos de mayor magnitud, como pueden ser las Jornadas Mundiales de la Juventud, son momentos que suscitan en el joven una apertura sincera a los valores trascendentes, crece en ellos el deseo de una relación intensa con el Señor y también el sentido de pertenencia a la Iglesia. Se experimenta, comunitaria y personalmente, la ale­gría de ser discípulo de Cristo y miembro de su Cuerpo, la Iglesia. La celebración de la reciente JMJ en Madrid lo ha vuelto a poner de manifiesto.

La existencia de una revista vocacional, o de una publicación periódica que informe a toda la diócesis sobre la vida del semina­rio, podría ser un buen instrumento, no solo para que la vocación al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada estuviera presente en el resto de pastorales de la diócesis –ofreciendo, por ejem­plo, algunos materiales para trabajar en los diversos campos de la pastoral–, sino también para que sean conocidas las actividades específicas y aquellos eventos más importantes relacionados con la pastoral de las vocaciones.

3.2. Algunas propuestas pastorales

Aunque hemos ido ofreciendo diferentes pautas pastorales al hablar de los ambientes y lugares propicios para sembrar la semi­lla de la vocación, nos proponemos ahora enumerar algunos con­sejos prácticos y líneas de acción que, a la luz de cuanto hemos ido exponiendo, pueden ayudar a renovar nuestra pastoral juvenil y vocacional.

Oración

La principal actividad de la pastoral vocacional de la Iglesia es la oración, que reconoce que las vocaciones son don de Dios y como tal se lo pide. La Iglesia pide al Dueño de la mies que envíe obreros a los sembrados. Cuando en 1963 el papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, y no simplemente la «Jornada de las Vocaciones», subrayó, pre­cisamente, que la Iglesia no es la fuente de las vocaciones, sino que su tarea fundamental es orar por las vocaciones, como don de Dios que son. En la oración se manifiesta fundamentalmente la solicitud del Pueblo de Dios por las vocaciones. Se ha de alentar a los fieles a tener la humildad, la confianza, la valentía de rezar con insistencia por las vocaciones, de llamar al corazón de Dios para que nos dé sacerdotes[88].

Tiene especial importancia la celebración del Día del Semina­rio, en la fiesta de San José o en una fecha próxima a esta fiesta. Esta celebración tiene una gran importancia en orden a la sen­sibilización vocacional de cada diócesis. Es recomendable que el obispo pueda, en una carta o en una comunicación pastoral, exponer a su comunidad diocesana la realidad y las necesidades vocacionales, de su seminario, etc. También son recomendables iniciativas que acerquen la comunidad diocesana al seminario. En este sentido, diversas iniciativas pueden concretar esta solicitud:

Jueves vocacionales en las parroquias.

Grupos de oración por las vocaciones.

Introducir una petición vocacional en las preces parroquia­les cada domingo.

Cadena de oración por las vocaciones.

Actividades varias y encuentros de oración en el seminario abiertos a los alumnos de las escuelas católicas: Vísperas y exposición del Santísimo los domingos, etc.

Vigilias mensuales, semanas vocacionales, festival de la can­ción vocacional, promoción del mensaje del Santo Padre con ocasión de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, convivencias, Día del Buen Pastor...

Palabra de Dios

En el marco de la pastoral vocacional, desde el diálogo con Dios, que ha tenido a bien revelarse por Cristo, Palabra hecha carne, resulta imprescindible el recurso frecuente a la Palabra de Dios, ya que «mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra [Dios] genera un camino de esperanza hacia la plenitud de la vida [...]; puede trazar una senda que pasa por Jesús, “camino” y “puerta”, a través de su cruz, que es plenitud de amor»[89]. En este punto podría ser muy válido para la pastoral juvenil y vocacional la elaboración de materiales que presenten pasajes y personajes bí­blicos en clave vocacional.

En la exhortación apostólica Verbum Domini el Santo Padre destaca que Cristo, Palabra de Dios entre nosotros, «llama a cada uno personalmente, manifestando así que la vida misma es vo­cación en relación con Dios. Esto quiere decir que, cuanto más ahondemos en nuestra relación personal con el Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la santidad median­te opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia. En esta perspectiva, se entiende la invitación del Sínodo a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir según los diversos estados de vida»[90].

Vida sacramental

La participación activa en la vida sacramental, como verda­dero baño de gracia que recibe el cristiano, es otro de los pilares para una adecuada pastoral juvenil y vocacional.

Los sacramentos alimentan la vida de fe en sus diferentes eta­pas, pues a través de ellos Cristo Salvador se hace presente de manera eficaz en todos los momentos y situaciones de nuestra vida. Los sacramentos fortalecen la fe, la esperanza y el amor, es­tán ordenados a la santificación de las personas y a la edificación de la Iglesia. Los siete sacramentos acompañan la vida humana desde el inicio hasta el tránsito final. En este camino, la Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia.

Resulta significativo comprobar la importancia que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han otorgado al sacramento de la Reconciliación entre los jóvenes. Lo plantean en estrecha co­nexión con la necesidad de la conversión, para renovar los cora­zones y las conciencias, si se quiere vivir la vida en Cristo. Esto implica la presencia de sacerdotes preparados y disponibles para esta tarea, como pedía Juan Pablo II: «Ante la pérdida tan exten­dida del sentido del pecado y la creciente mentalidad caracteriza­da por el relativismo y el subjetivismo en campo moral, es preciso que en cada comunidad eclesial se imparta una seria formación de las conciencias»[91].

Catequesis

Debemos subrayar la importancia de la catequesis y del cami­no de los mandamientos, para recibir el bien y seguir el impulso interior de la gracia[92]. En este punto se aprecia la necesaria cola­boración que debe existir entre la pastoral catequética, la pastoral infantil y juvenil y la pastoral vocacional. Es preciso introducir y desarrollar la cuestión de la vocación en los temarios de las cate­quesis de las distintas edades, particularmente en la catequesis de Confirmación. Podemos afirmar que, en cierto modo, la pastoral vocacional o es mistagógica o no es tal pastoral. Ha de tener la ca­pacidad de mostrar y ofrecer la «mística» que acompaña y alum­bra el vivir cotidiano de la fe, en ese dinamismo que es propio del verdadero camino de perfección.

Por otro lado, el ritmo de la catequesis sacramental ayuda a ma­durar en la relación con Cristo y a crecer en amistad con Él de acuerdo a la edad. Es preciso iniciar a los niños y adolescentes en la vida de oración, en la relación personal con el Señor, a través de elementos mistagógicos, con la pedagogía apropiada para cada edad. En el itinerario catequético es muy importante la presencia del sacerdote, el acompañamiento que ofrece en el proceso de ma­duración de la fe, su contacto con las familias y los niños, su testi­monio personal.

En el ámbito educativo, además de intensificar la pastoral vocacional, resulta conveniente definir cada vez mejor la pro­puesta formativa general, de modo que se garantice una prepa­ración humana, intelectual y espiritual que esté a la altura de los nuevos desafíos que la situación actual plantea a la Iglesia, en general, y a la respuesta de cada sujeto a la llamada de Dios, en particular[93]. Esta propuesta formativa ha de ser llevada a cabo desde la comunión eclesial y desde una efectiva coordinación que propicie en las personas y en los ambientes una nueva cul­tura vocacional.

Perspectiva de la pastoral con jóvenes: llamada a la santidad

La llamada a la santidad debe ser el punto de partida y el obje­tivo prioritario de toda pastoral con los jóvenes. Los jóvenes ne­cesitan un ideal de altura que comprometa toda su existencia. No hay que tener miedo a los planteamientos de exigencia en la vida espiritual, en la formación y en el compromiso. Con ese objetivo  se debe trabajar la oración personal, lugar donde se expresa con­tinuamente por parte de Dios esta llamada y su concreción en la vocación particular, la contemplación y el silencio. Sobre todo, se recomienda enseñar la forma común de oración de la Iglesia, es decir, la liturgia. Hemos de buscar que nuestras comunidades se conviertan en «escuelas de oración», con presencia y participación activa de los jóvenes.

En esta misma línea, destacamos la importancia de presentar el testimonio histórico de los santos como estímulo para identifi­carse con unos valores que no coinciden con los «héroes» ni los «triunfadores» de la cultura dominante. Los santos son un testi­monio real de que es posible vivir centrado solo en Cristo, y que Cristo es capaz de dar sentido y fundamento radical a nuestra vida.

Ellos son la verdadera interpretación de la Escritura, ya que han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del Evangelio.

Plantear la vida como vocación

La pastoral vocacional es un elemento unificador de la pastoral en general, en el sentido de que ayuda a cada persona a descubrir la llamada de Dios, a dar una respuesta, y, en consecuencia, a encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. En consecuencia, debe estar en relación con todas las demás dimensiones de la pas­toral, sobre todo con la pastoral de la infancia y juventud y con la familiar. Por eso es necesaria una fecunda colaboración pastoral con el ámbito juvenil y con las familias, de tal manera que los padres sean los primeros educadores vocacionales[94]. Es necesario implicar a todas las realidades de la diócesis: parroquias, comuni­dades, delegaciones, grupos, movimientos y todos los miembros de la comunidad diocesana.

Para llevar a cabo todo este apasionante trabajo de sembrar en los jóvenes la pasión por la persona de Jesucristo y por los grandes ideales del Evangelio es de vital importancia la asis­tencia de sacerdotes que promuevan la formación espiritual y el apostolado entre los jóvenes. A la vez, es necesario que se acompañe personalmente y en grupos vocacionales a los niños y jóvenes que muestren brotes de vocación. Preseminarios que ofrezcan reflexión, formación, convivencia, que sean un espacio y un tiempo adecuado para el discernimiento.

Es necesario también trabajar a fondo el sentido de pertenen­cia cordial a la Iglesia y el amor a la Iglesia, que es la familia de Cristo. No pueden surgir vocaciones allí donde no se vive un espíritu auténticamente eclesial. De esta forma, se debe intentar integrar a los jóvenes en la parroquia, en los movimientos y en la vida de la diócesis, promoviendo todo tipo de actividades de apostolado juvenil y asociaciones de jóvenes.

Monaguillos

Una auténtica pastoral vocacional no puede prescindir del trabajo con los monaguillos. Por ello, en colaboración con el seminario, se recomienda la organización de encuentros y jor­nadas de convivencia en las que se vaya preparando el terreno para la posible respuesta vocacional. Los niños que se dedican al servicio del altar ya están mostrando de hecho una inclinación a las cosas sagradas y al servicio del templo. Es preciso ayudar­les a superar el peligro de caer en la rutina, en la superficialidad. Es importante ayudarles a entrar en el misterio, a familiarizarse con las cosas santas, a vivir las celebraciones con recogimiento y devoción, a avanzar por el camino de una auténtica amistad con el Señor.

El beato Juan Pablo II, en la carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo del año 2004, ofrece unas recomendaciones que apuntan a lo esencial: «El grupo de acólitos, atendidos por voso­tros dentro de la comunidad parroquial, puede seguir un itinerario valioso de crecimiento cristiano, formando como una especie de pre-seminario (…). Vuestro testimonio cuenta más que cualquier otro medio o subsidio. En la regularidad de las celebraciones do­minicales y diarias, los acólitos se encuentran con vosotros, en vuestras manos ven “realizarse” la Eucaristía, en vuestro rostro leen el reflejo del Misterio, en vuestro corazón intuyen la llamada de un amor más grande. Sed para ellos padres, maestros y testigos de piedad eucarística y santidad de vida»[95].

Actividades lúdico-deportivas

La organización de actividades de orden lúdico-deportivas que estimulen las relaciones sanas, la convivencia, el respeto mutuo, el sacrificio, etc., en armonía con momentos de reflexión sobre las cuestiones de la fe y la vida espiritual, pueden dar origen a momentos propicios para la siembra vocacional.

En este mismo orden, pueden ser sugerentes aquellas activi­dades que a través del mundo de la cultura (cine-fórums, visitas a museos, conciertos de música, literatura, conferencias, etc…) buscan despertar la sensibilidad por la belleza y educan a no me­dir la realidad según criterios utilitaristas.

Delegación de pastoral vocacional

El primer responsable de la pastoral vocacional en la diócesis es el obispo, que habitualmente nombra un delegado para que atienda más directamente este ámbito pastoral. Ahora bien, si, como hemos visto, la pastoral vocacional es un elemento trans­versal de toda la pastoral, si viene a ser como un elemento uni­ficador de la misma[96], no puede quedar relegada a una tarea de interés menor, o en la que reparamos cuando somos acuciados por las urgencias del momento. Es preciso que se le otorgue la relevancia que le corresponde por sí misma, que se dediquen los recursos humanos y materiales necesarios, que impliquemos en ella a toda la comunidad diocesana, y sobre todo, que ocupe un lugar preferente de interés por parte de los Pastores.

A la delegación de pastoral vocacional le corresponde promo­ver la oración personal y comunitaria por las vocaciones, con­cienciar a todos los fieles y comunidades, potenciar las acciones pastorales, formar agentes de pastoral vocacional, elaborar mate­riales formativos, coordinarse con otras delegaciones diocesanas, así como con los responsables de la pastoral vocacional de los Institutos de vida religiosa, consagrada y misionera, presentes en la diócesis. También ha de promover la dimensión vocacional y la cultura vocacional en las familias, parroquias y comunidades, movimientos y asociaciones de Iglesia, a través de encuentros, retiros, y todo tipo de actividades[97]. Todo ello desde la vivencia de una profunda comunión eclesial.

Plan Diocesano de pastoral vocacional

En cada diócesis se debe elaborar y aplicar un Plan Diocesa­no de pastoral vocacional (PDPV) que promueva las vocaciones sacerdotales y religiosas a todos los niveles: en la diócesis, en la parroquia, en la familia, en las escuelas católicas y demás orga­nizaciones de la Iglesia, como pueden ser las universidades cató­licas y otros centros formativos. No se trata únicamente de que cada creyente descubra y asuma su propia responsabilidad en la Iglesia, sino también de que hay algunos que dedican su vida a la Iglesia. En efecto, dicho PDVD deberá mostrar a las familias y a las comunidades cristianas la belleza de una vida totalmente dedicada a Cristo y a la Iglesia.

El PDPV ha de reflejar la realidad sociocultural de cada mo­mento y los desafíos que presenta; los principios de la teología de la vocación como marco y fundamento doctrinal; los campos de acción, las acciones pastorales, la organización, los objetivos y los medios para alcanzarlos, las líneas de acción y la estrategia. Por otra parte, ha de definir con claridad quiénes son los agentes de animación vocacional y sus cometidos, así como los itinera­rios formativos y el acompañamiento necesario de los candidatos. También ha de servir para difundir la cultura de la vocación y para la organización de eventos vocacionales y la participación en eventos de otros ámbitos pastorales.

Centro Diocesano de pastoral vocacional

El Centro Diocesano de pastoral vocacional (CDPV) es el es­pacio propio de dinamización de la pastoral vocacional en cada diócesis, integrado normalmente en la delegación diocesana de pastoral vocacional. Anima, coordina y promueve las activida­des de orientación vocacional bajo la guía y responsabilidad del obispo. Ha de ser un organismo de comunión y coordinación, y en consecuencia, alberga en su interior todas las especificidades vocacionales: ministerios ordenados, vida consagrada, laicado, laicos consagrados y nuevas formas de vida religiosa. Asimis­mo, en su estructura y funcionamiento es conveniente que in­tegre una representación de los diferentes ámbitos diocesanos territoriales y sectoriales y que mantenga con ellos una fluida colaboración.

Entre sus principales objetivos cabe señalar: la orientación vocacional en general, que consta de acogida de los candidatos, acompañamiento en los procesos y discernimiento para la elec­ción; también debe ofrecer encuentros de oración, de reflexión y de formación; por otra parte, ha de trabajar para que la pastoral vocacional vaya convirtiéndose en la perspectiva unitaria de la pastoral en general; del mismo modo, le corresponde fomentar la cultura vocacional y difundirla a través de publicaciones y de los diferentes medios posibles; finalmente, debe atender la formación de los agentes de pastoral vocacional, proveerlos de los conve­nientes instrumentos de trabajo y coordinar su tarea.

Centro Nacional de pastoral vocacional

Es muy importante y conveniente la creación de un Centro Na­cional de pastoral vocacional, un lugar específico de servicio de la Conferencia Episcopal Española a la animación de la pastoral de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración. Podría llegar a ser un lugar privilegiado de estudio y reflexión sobre la teología de la vocación, sobre los documentos específicos del Magiste­rio y las aplicaciones pastorales correspondientes. También sería un espacio de reflexión sobre la situación sociocultural de cada momento y sobre los «signos de los tiempos», de forma que se convirtiera en un auténtico «laboratorio de la vocación» en que se pusieran en común las aportaciones y experiencias más fructífe­ras de las distintas diócesis y ámbitos. A la vez, sería el organismo principal para coordinar los centros diocesanos vocacionales, y otras organizaciones vocacionales, ya sean de las congregaciones religiosas, institutos seculares y misioneros, u otras instituciones eclesiales.

3.3. La fuerza del testimonio

Jesús resucitado encargó a los Apóstoles «predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42). Los Apóstoles aparecen en el libro de los Hechos como los testigos de la vida, Pasión, muerte y Resurrección de Jesucristo. Este anuncio, realizado por testigos, consiste en proclamar la salvación de Dios, que penetra y renueva el corazón, que transforma la historia personal y la historia de la humanidad. Una proclamación que se lleva a cabo a través de un testimonio de palabra y de vida.

Importancia del testimonio en el anuncio del Evangelio

El siervo de Dios Pablo VI destacará con rotundidad la impor­tancia del testimonio de vida en la evangelización: «Para la Igle­sia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comu­nión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites»[98]. En la Audiencia General del miércoles dos de octubre de 1974 ya avanzó una idea que mantiene toda su vigencia: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros; o si escucha a los maestros, es por lo que tienen de testigos»[99].

El beato Juan Pablo II reforzará la misma idea al señalar que el testimonio es la primera forma de evangelización. La vida misma del evangelizador, del sacerdote, del consagrado, de la familia cristiana, de la comunidad cristiana, a través de la sencillez, de la coherencia, de la caridad con los que sufren, con los más pobres y necesitados, desde el seguimiento y la imitación de Cristo, se convierte en la mayor acción evangelizadora y en el mensaje más directo. Porque el hombre de hoy cree mucho más en los hechos de vida que en las teorías, y entiende mejor las experiencias que las doctrinas[100].

La pastoral vocacional es responsabilidad de todos y todos nos hemos de aplicar en el descubrimiento de los lugares y ambientes propicios para la llamada, así como en la eficacia de las propues­tas y en la creatividad para abrir nuevos caminos. Ahora bien, es preciso subrayar la importancia de la figura del sacerdote como un elemento transversal en este trabajo vocacional. No en vano el Santo Padre Benedicto XVI quiso dedicar el Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del año 2010 al tema del testimonio, en el marco de la celebración del Año Sacer­dotal y subrayando que la fecundidad de la pastoral vocacional depende fundamentalmente de la gracia de Dios, pero también es de gran valor el testimonio de vida de los sacerdotes[101].

El valor del testimonio en el evangelio de la vocación

Para llevar a cabo una renovada pastoral de las vocaciones sacerdotales es fundamental que los sacerdotes vivan con radi­calidad su ministerio, ofreciendo un testimonio que exprese las actitudes profundas de quien vive configurado con Cristo y que también se haga visible a través de aquellos signos que manifies­tan su identidad. De esta manera podrán suscitar en los jóvenes el deseo de entregar su vida al Señor y a los hermanos[102].

1. Sacerdotes enamorados de Jesucristo, que viven la confi­guración con él como el centro que unifica todo su ministerio y toda su existencia. Hombres de Dios, oyentes de la Palabra, que se entregan a la oración y que son maestros de oración. Que viven la centralidad de la Eucaristía en su vida y en su acción pastoral. Que en la celebración eucarística expresan su unión con Cristo e intensifican dicha unión, ofrecen su vida al Padre y reci­ben la gracia para renovar e impulsar su ministerio, se encuentran con los hermanos y alimentan su caridad pastoral para entregarse a todos, especialmente a los más pobres y pequeños, a los más desfavorecidos.

2. Sacerdotes fieles a su misión. Conscientes de la predilección que el Señor ha mostrado con ellos. Que han respondido genero­samente a su llamada, han seguido su voz y han empeñado su vida en el sagrado ministerio, en ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre y de la cual les ha hecho partícipes[103]. Sa­cerdotes que son un «grano de trigo», que renuncian a sí mismos para hacer la voluntad del Padre, que saben vivir ocultos entre el clamor y el ruido, que renuncian a la búsqueda de aquella visibili­dad y grandeza de imagen que a menudo se convierten en criterio e incluso en objetivo de vida de tantas personas del mundo de hoy y que fascinan a muchos jóvenes[104].

3. Sacerdotes que hacen de su existencia una ofrenda agrada­ble al Padre, un don total de sí mismos a Dios y a los hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que cumple la voluntad del Padre dando su vida en la cruz para la salvación del mundo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10, 45). Los sacerdotes viven en medio de la sociedad haciendo del servicio a Dios y a los demás el eje central de su existencia, viven la actitud de servicio aceptando la voluntad de Dios, ofreciendo su vida en totalidad, gastándose y desgastándose por los hermanos, especialmente por los más pobres y pequeños.

4. Sacerdotes que sean verdaderos hombres de comunión, que vivan el misterio de la unión con Dios y con los hermanos como un don divino, fruto del misterio pascual, desde la diver­sidad de carismas que supone un enriquecimiento y una com­plementariedad dentro de una unidad en la que todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad de la Iglesia; pero asimismo desde el convencimiento de que la unidad es la condi­ción indispensable para ser creíbles en la presentación del men­saje cristiano, en el anuncio del Evangelio de Jesucristo. Por eso procuran curar las heridas, tender puentes de diálogo, promover el perdón en las relaciones humanas, hacer de cada parroquia, de cada comunidad cristiana, una casa y escuela de comunión.

5. Sacerdotes llenos de celo por la evangelización del mundo. Celo por la gloria de Dios y por la salvación de las personas que les han sido encomendadas, que impregne toda su existencia has­ta llegar a olvidarse de sí mismos. Que estrenan cada día el don de su sacerdocio y fundamentan su trabajo pastoral en la fe y en la esperanza como único planteamiento valido y realista de verdad, más allá de las dificultades constatadas o de la cruda realidad. Que vivan una actitud de insatisfacción sincera, de inconformis­mo esperanzado, que no se abandonan jamás a la inercia o a la rutina, convencidos de que la sacudida de la gracia es capaz de transformar la existencia de sus coetáneos.

6. Sacerdotes que vivan en radicalidad evangélica, como apóstoles de Cristo y servidores de los hombres y enrelación amorosa con el tiempo, el lugar y las personas a las que han sido enviados. Conscientes de que es preciso vivir el momento presente, sin nostalgias de pasado o de futuro, porque Dios da en cada tiempo la gracia para superar las dificultades y para poder cumplir la misión encomendada. Conscientes asimismo de que están llamados a dar un fruto abundante y duradero desde una vida configurada a la cruz del Señor[105].

7. Sacerdotes que contemplen con temor y temblor y a la vez experimenten confiadamente la grandeza y labelleza del ministe­rio sacerdotal. Conscientes de que no detentan un oficio más, sino que, a pesar de ser vasijas de barro, son portadores del ministerio más grande: cambiar la situación de la vida de las personas pro­nunciando en nombre de Cristo las palabras de la absolución; ha­cer presente al Señor mismo al pronunciar sus palabras de acción de gracias sobre las ofrendas del pan y el vino; imitar al Señor en su amor para con todos hasta el extremo, desde la verdad y el bien, en disponibilidad, austeridad y obediencia, como la expre­sión más grande del amor a Jesucristo, como la forma más bella de realizar la vida humana[106].

8. Sacerdotes que sean hombres de alegría y esperanza, que transmiten el gozo de una vida plena, la felicidad del ser­vicio a Dios y a los hermanos. La historia de cada vocación suele ir unida al testimonio de un sacerdote que vive con ale­gría su vocación y es capaz con su palabra y su ejemplo de despertar interrogantes y suscitar decisiones que se convertirán en compromisos definitivos[107]. Un sacerdocio que ocupa las veinticuatro horas del día, que llena todos los espacios vitales, y que desde la profunda vivencia interior se manifiesta también externamente a través de los signos que la Iglesia propone. Así lo vivieron el santo Cura de Ars y san Juan de Ávila, y tantos otros sacerdotes santos que cambiaron el corazón de la gente no tanto por sus dotes humanas, ni por una estrategia de su volun­tad, sino por el contagio, por la comunicación, por el testimonio de su amistad con Cristo, de un amor apasionado que llenaba totalmente sus vidas.

Final: una llamada a la esperanza

Jesús llamó a los Doce «para que estuvieran con él y para en­viarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A lo largo de la historia sigue llamando a hombres concretos para que participen de su sagrada misión. Él es el Señor de la mies y el Señor de las vocaciones. En la tarea de pastoral vocacional será preciso reavivar el don del sa­cerdocio que hemos recibido, renovar la gracia de la llamada del Señor, la fascinación por su palabra, por sus gestos, por su per­sona. Nuestra aspiración será colaborar con Jesús en la difusión del Reino de Dios, llevar al mundo el mensaje del Evangelio, ad­ministrar los misterios de la salvación como humildes servidores que buscan el bien del Pueblo de Dios[108].

Nos hallamos en un tiempo apasionante para vivir el sacerdo­cio y para trabajar en la promoción de las vocaciones sacerdota­les. Para ello es necesario mantener clara y manifiesta la identidad sacerdotal y ofrecer a nuestros contemporáneos el testimonio de que somos hombres de Dios, amigos del Señor Jesús, que aman a la Iglesia, que se entregan hasta dar la vida por la salvación de los hombres. Maestros de oración que dan respuesta a los inte­rrogantes del hombre de hoy, aspirando siempre a la santidad y ofreciendo un testimonio de una alegría incesante.

Constatamos que en buena parte de nuestra sociedad se ha perdido el sentido de Dios y tiene lugar una especie de sequía vocacional progresiva y aparentemente irremediable. Pero más allá de las apariencias tenemos una certeza clara: la iniciativa es de Dios, que continúa llamando, y la Iglesia tiene capacidad de suscitar, acompañar y ayudar a discernir en la respuesta. En nuestras Iglesias locales, «especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por “otras voces” y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede pare­cer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debe­ría de asumir conscientemente el compromiso de promover las vocaciones»[109].

Para ello hay que salir al encuentro de los niños y de los jó­venes, responder a sus expectativas, a sus problemas e inseguri­dades, dialogar con ellos proponiéndoles un ideal de altura que comprometa toda la existencia, una elección que comprometa toda su vida. Nuestra tarea consistirá en sembrar, en anunciar el evangelio de la vocación. Una siembra oportuna y confiada, abo­nada con la oración personal y con la oración de toda la Iglesia. Después vendrá el acompañamiento lleno de paciencia y de res­peto. Por último, ayudar a discernir, a descubrir la voluntad de Dios en la vida de la persona concreta, de tal manera que dé una respuesta positiva a la llamada de Dios.

Es la hora de la fe, la hora de la confianza en el Señor que nos envía mar adentro a seguir echando las redes en la tarea ineludible de la pastoral vocacional. Pidamos que los jóvenes estén abiertos al proyecto que Dios tiene para ellos y sean receptivos a su llama­da. María, Madre de gracia, de amor y de misericordia, Madre de los sacerdotes, nos guiará en el camino. Ella será siempre consue­lo, esperanza y causa de nuestra alegría. A su intercesión maternal nos acogemos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Índice

Sumario

Introducción

1. El encuentro con Cristo

1.1. Contexto sociocultural actual
       Nuevas oportunidades

1.2. Llamados al encuentro con Cristo
       El comienzo de la vida cristiana

1.3. Alentar la esperanza en los jóvenes
       El ser humano, en busca de esperanza

1.4. Educar a los jóvenes en la fe
       Fundamentos de la educación en la fe

2. La llamada al sacerdocio
 

2.1. La llamada a la vida en Cristo
       Dimensión eclesial y comunitaria
2.2. La vocación sacerdotal
2.3. El camino de las mediaciones
      El discernimiento vocacional

3. Lugares de llamada y propuestas para la acción pastoral

 3.1. Lugares y ambientes propicios para la llamada
       3.1.1. Parroquia y comunidades cristianas
       3.1.2. La familia
       3.1.3. Instituciones de educación y ámbitos formativos
       3.1.4. Eventos diocesanos, nacionales e internacionales

 3.2. Algunas propuestas pastorales
      Oración
      Palabra de Dios
      Vida sacramental
      Catequesis
      Perspectiva de la pastoral con jóvenes: llamada a la santidad
      Plantear la vida como vocación
      Monaguillos
      Actividades lúdico-deportivas
      Delegación de pastoral vocacional
      Plan Diocesano de pastoral vocacional
      Centro Diocesano de pastoral vocacional
      Centro Nacional de pastoral vocacional
 

3.3. La fuerza del testimonio
      Importancia del testimonio en el anuncio del Evangelio
      El valor del testimonio en el evangelio de la vocación
      Final: una llamada a la esperanza

 

Jueves, 05 Mayo 2022 11:00

santa misa retiro Baur

Escrito por

RETIRO BAUR

 

XIV

 

LA SANTA MISA

 

Ideal del sacrificio eucarístico

 

                                                «Me acercaré al altar de Dios.» Ps 42, 4


Centro y compendio de la vida y la piedad cristianas es la celebración o, mejor dicho, la concelebración del sacrificio eucarístico, que «el sumo sacerdote, Jesucristo, instituyó y es renovado en la Iglesia constantemente por sus ministros»(enc. Mediator Dei, t1.° 841).

Es, pues, importantísimo que todo cristiano tenga una idea justa del santo sacrificio y de su colaboración en él. Hubo tiempo en que, si dejamos a un lado lqs círculos de los teólogos especializados, se creyó vulgarmente que la santa misa no tenía ya una significación litúrgica. Todas las ceremonias y detalles de su celebración se explicaban más bien alegóricamente: cada una se tomaba como escena cualquiera de la vida y de la pasión de Cristo. La santa misa vino a ser una figuración retrospectiva e histórica de los misterios de la vida y la muerte de Jesús.

Esta interpretación alegórica dominó como idea popular de la misa todo el período comprendido entre los siglos IX y principios del XVI. Es en este tiempo cuando se recapacita en la explicación profunda de la misa ante la urgencia de consideraciones teológico-dogmáticas, y viene a considerarse como el sacrificio de alabanza y de acción de gracias de la Iglesia, es decir, de la comunidad celebrante.

La lucha de la Iglesia contra el protestantismo lleva consigo el que, después del Concilio de Trento (1545-1563), se haya hecho hincapié en el sacrificio y en el carácter Sacrificial de la Muerte de Cristo, así como en el de la misa como sacrificio de expiación. Poco a poco se fue superando la estrechez de miras en el modo de considerar la misa, especialmente en los últimos años, gracias al llamado movimiento de renovación litúrgica de nuestro siglo y la encíclica Mediator Dei de S.S. Pío xii.

¿Qué pretende la celebración de la misa? Quiere hacernos practicar ese acto de entrega, acatamiento, homenaje y adoración al Dios Trino y Uno que Cristo nuestro Señor realizó ante el Padre durante toda su vida terrena y particularmente en su muerte en la cruz, en forma de sacrificio, del único perfecto sacrificio. El Señor nos incluye en este acto suyo de adoración y de entrega a Dios, para que tributemos con Él y por Él a la santísima Trinidad el obsequio, homenaje y entrega de que sólo Él es capaz: obsequio, homenaje y entrega, adoración y glorificación tales que excedan infinitamente cualquier acto semejante que por nuestra propia cuenta podamos realizar. Es una gracia inestimable la que nos ha sido regalada al ser convidados a la concelebración de la santa misa. El santo sacrificio es la conmemoración de la pasión y muerte del Señor. «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor II, 26).

En el centro de la institución por el Señor n la última cena se hallan los sufrimientos de su muerte, cuyo recuerdo debe ser mantenido constantemente en la Iglesia por medio del sacrificio eucarístico y como realizado ante nuestros ojos por Él. De este modo cada misa nos transporta a la cruz en la que nuestro Señor y Salvador se entregó con muerte cruenta por nosotros, personalmente por cada uno de nosotros. «Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Y asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20).

En la celebración de la santa misa hacemos revivir el recuerdo de tantas atrocidades como el Hijo de Dios hecho hombre soportó interior y exteriormente, en el alma y en el cuerpo, especialmente al ser clavado cruelmente en la cruz y quedar colgado de ella durante tres horas en la agonía más amarga.

Contemplando su pasión y muerte reconocemos en Él la expresión y confirmación de su entrega amorosa al Padre y de su perfectísima obediencia
«Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Phil 2, 8); reconocemos la manifestación de su amor por nosotros, por cada uno de nosotros en particular, que supera todos nuestros cálculos y todas nuestras medidas ese amor sublime que le hizo entregarse por nosotros — por mí — para expiar en nuestro lugar, para alcanzarnos el perdón de los pecados y hacernos hijos de Dios, objeto del amor del Padre. «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20).Al considerar en la celebración de la santa misa su pasión y su muerte, reconocemos que la salvación nos ha venido por la muerte de Cristo en la cruz: por ella se nos han abierto los cielos y la eterna participación de la vida y de los bienes divinos.

En la concelebración del santo sacrificio contemplamos el acto de adoración, de homenaje supremo, de maravillosa glorificación del Trino rendido por el Hijo de Dios hecho hombre: tan excelsos, que sólo son dignos de Él; tan exhaustivos, que toda otra adoración, glorificación y homenaje a Dios ha de unirse a ellos, si es que quieren ser atendidos. Porque «en Él, con Él y por Él es dado a Dios Padre todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos» (Canon de la misa).

Con la memoria de la pasión y muerte de Cristo está estrechamente enlazada, según el espíritu de la liturgia, la de su resurrección y ascensión gloriosas, que se fundan en su pasión y en su muerte y forman con éstas un todo compacto. Mas la celebración eucarística subraya especialmente la muerte en cruz del Señor, ya que en ella Cristo es significado y representado en estado de víctima» (Mediator Dei, 8g) y «las especies eucarísticas (pan y vino) simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre» (ibid.).
La celebración eucarística, que se desarrolla en el altar, es todavía más: es un sacrificio, es ofrenda de un sacrificio. El Señor ofreció por primera vez
este sacrificio en la última cena en Jerusalén y encargó su celebración a la Iglesia, diciendo: «Haced esto en memoria mía» (Mc 14, 22-24; 1 Cor II, 24, 25). (La misa es memorial, Vaticano II)

El Concilio de Trento explica y acentúa, frente a la herejía de los protestantes, el carácter sacrificial de la misa: «Cristo, sacerdote eterno según el orden de Melquisedec» (Ps 109,4), quiso dejar en su última cena a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible. Por esto debía conservarse el recuerdo del sacrificio cruento realizado en l cruz hasta el fin de los tiempos y convertírsenos en poder salvífico para el perdón de los pecados que diariamente cometemos. Cristo ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino» (ses. 2, cap. i).

«El augusto sacrificio del altar no es, pues, una mera y simple conmemoración de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, sino que es un sacrificio propiamente dicho, en el cual, inmolándose incruentamente el sumo sacerdote, hace lo que entonces en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre como víctima gratísima» (enc. Mediator Dei, núm. 67).

Naturalmente, no derrama ya su sangre, ni sufre como en la cruz, pero «la sabiduría divina ha encontrado un medio admirable para hacer manifiesto el sacrificio de Cristo por signos externos que son símbolos de su muerte», ya que «las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. Así la demostración de su muerte real en el Calvario se repite en todos los sacrificios del altar, porque por medio de símbolos distintos se significa y demuestra que Jesucristo está en estado de víctima» (Mediator Dei, 89).

La celebración del sacrificio eucarístico es el ofrecimiento de un sacrificio en el que Cristo realiza misteriosamente por su inmolación incruenta lo mismo que en la cruz: se ofrece a sí mismo al Padre como víctima agradable a sus ojos. Así, pues, el sacrificio de la santa misa es el sacrificio de la propia ofrenda, el auto-sacrificio de Cristo: el mismo Señor es la víctima que es ofrecida a Dios en la santa misa; sólo ella puede satisfacer al santo Dios. Sobre el altar consagra Jesús a su Padre toda su vida, su sangre, su corazón, con todos sus sentimientos de obsequio y amor, adoración y alabanza, con el fin de pedir todo lo que ha orado desde el primer momento de su entrada en este mundo, todo lo que ha trabajado y sufrido: Cristo es la víctima y la hostia «pura, santa, inmaculada», en la que ((el Padre tiene sus complacencias».

El sumo sacerdote que ofrece el sacrificio es también «el mismo sacerdote que se inmoló a sí mismo en otro tiempo sobre la cruz» (Conc. de Trento): Cristo celebra en el altar su santo sacrificio con manos limpias y corazón puro. El hombre que ejerce como sacerdote es sólo su instrumento, su órgano; Cristo ofrece por medio de él, y es el verdadero sacerdote en el altar.

El está presente bajo las especies consagradas de pan y de vino y «se ofrece al Padre como en la cruz, si bien no en forma cruenta. En las especies consagradas de pan y de vino, por las que está representado en estado de víctima» (Mediator Dei, 89), expresa a su Padre la total entrega que le indujo a aceptar la cruz y que mantiene siempre.

En estos principios se basa la dignidad excelsa de la santa misa: es un único y mismo sacrificio con el de Cristo en la cruz, un obsequio de infinito valor para el Padre. Por eso el valor de la santa misa, en cuanto que es sacrificio que Cristo hace de sí mismo al Padre, es ilimitado e infinito en cuanto a adoración, glorificación, acción de gracias, expiación y petición dignas de Dios.

Al participar en la celebración de la santa misa, podemos y debemos. satisfacer nuestro ardiente deseo de adorar, glorificar, alabar, dar gracias y expiar y entregarnos a Dios con todo nuestro amor; lo podemos porque «en Él, con Él y por Él (con Cristo) le es dado todo honor y gloria» (canon de la misa).

El sacrificio de la misa es también el sacrificio de la Iglesia.
Cristo no conoce sólo el sacrificio eucarístico, sino que lo ofrece como cabeza de su Iglesia, en la unión más íntima y vital con ella. Todos los que son miembro de la Iglesia, en el cielo, en la tierra, e incluso las almas del purgatorio, se reúnen en torno al sumo sacerdote, Cristo, y ofrecen juntos el sacrificio en el que Él se entrega al Padre. Por medio del sacerdote celebrante es toda la Iglesia la que eleva el cuerpo y la sangre de Cristo víctima. ((Nosotros, tus siervos (los sacerdotes), y tu pueblo santo (la Iglesia) ofrecemos a tu excelsa majestad una hostia santa, pura, inmaculada» (oración después de la consagración).

Todos podemos y debemos unirnos íntimamente con Cristo, sumo sacerdote, y «ofrecer el sacrificio con Él y por Él, santificándonos con Él» (Mediator- Dei, 79). Al inmolarse Cristo, se inmola la Iglesia, se inmolan todos los que concelebran el santo sacrificio de la misa: quedamos todos juntamente sacrificados e inmolados a Dios. La Iglesia entera se inmola como víctima en el cielo y en la tierra juntamente con Cristo, a quien sacrifica en la santa misa, y el sacrificio de Cristo en la cruz se convierte en el sacrificio de la Iglesia, en nuestro propio sacrificio.

En la concelebración de la santa misa nos incluimos y nos acogemos al sacrificio que Cristo ofreció en la cruz para consacrificarnos y «concrucificarnos» con Él. «La celebración de la santa misa tiende a reproducir en nosotros, por medio del misterio de la cruz, la imagen del divino Salvador, según la palabra del Apóstol: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, mas ya no soy yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20),y así nos convertimos en víctimas para la mayor glorificación de Dios Padre)) (Mediator Dei, 125). «Es, pues, absolutamente necesario que entremos en íntimo contacto con el sumo sacerdote, ofreciendo con Él y por Él, santificándonos con Él» (ibid. 79).

El profundo sentido y la más íntima significación de la celebración eucarística es, pues, que, en la santa misa, la Iglesia y nosotros mismos nos ofrecemos como víctimas con Cristo crucificado, en santa unidad de sacrificio, en un mismo espíritu, en una misma voluntad y un mismo acto. Mas sólo podremos participar en el sacrificio de Cristo en cuanto aceptemos y preservemos en nosotros su espíritu Sacrificial, su espíritu de obediencia a los deseos de Dios, de humildad, de entrega ilimitada al Padre, de adoración, de glorificación, su amor vehemente y sacrificado a las almas, su odio a todo pecado, su determinación y disposición constante de expiación, mortificación y penitencia. Sólo así nos es posible manifestar a la excelsa majestad del Dios Trino el tributo de una adoración digna de Él y hacernos participantes en las gracias de la redención.

La condición esencial para que podamos ofrecer justamente la víctima, que es Cristo, en la concelebración de la santa misa, es que nos ofrezcamos nosotros mismos y nos hagamos una sola e idéntica víctima ofrecida con Cristo al Padre, y con el mismo espíritu con que ]l se ofreció en la cruz y ahora se ofrece continuamente en el altar: esto es lo decisivo.

Concelebrar la santa misa significa y exige algo más que el mero reflexionar piadosamente sobre los textos del misal y sobre las ceremonias y símbolos sagrados; significa y exige algo más que deleitarse en la contemplación de las majestuosas funciones litúrgicas, en el profundo canto coral o  en las armonías del órgano.

Hay que ofrecerse con Cristo en muerte mística interior, tal real como misteriosa, a semejanza de lo que sucede en la transustanciación de las especies: del pan y del vino del sacrificio: son consagrados, dejando de ser lo que antes eran; mueren, por así decirlo, y se convierten en algo nuevo: el cuerpo y la sangre de Cristo.

Algo semejante debe ocurrir en nosotros siempre que asistimos al santo sacrificio de la misa: el pan y el vino son nuestro ejemplo: debemos, como ellos, dejar de ser el hombre de ayer — el hombre de la infidelidad, de la falta de autodominio, el hombre que rehúye el sacrificio, el hombre de deseos desordenados, pasiones, inclinaciones y hábitos perversos, el hombre de los apegos absurdos, de la preocupación desmedida por lo terreno, del amor propio desordenado y del egoísmo —.

Queremos y debemos ser víctimas ofrecidas, consagradas a Dios, convirtiéndonos a Él con todo nuestro modo de pensar, sentir y aspirar, en unión con el sentido sacrificial de Cristo y de su entrega total y amorosa como víctima.

Demos gracias a Dios por disponer de un sacrificio «puro, santo, inmaculado». Démosle gracias porque podemos ofrecerle diariamente esta víctima infinitamente excelsa: el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Con esta víctima tributamos a Dios una glorificación, homenaje, adoración y alabanza realmente dignas de Él.

Salgamos de la santa misa con la consciente convicción de que hemos sido ofrecidos e inmolados con Cristo a Dios. Animados por esta conciencia, vayamos al encuentro de las ocupaciones diarias y de- mostremos en la vida práctica, en el trato con los hombres, en las obligaciones profesionales, que hemos adquirido en la concelebración de la santa misa fuerzas y arrojo para ser más mortificados, más pacientes, más entregados al trabajo y al amor.

Nuestro sacrificio no se limita al corto tiempo de la celebración de la santa misa, sino que debe durar todo el día. Lasanta misa sigue obrando encuentra su mejor expresión práctica en la alegre y amorosa aceptación de todos los sacrificios y preocupciones que el Señor querrá enviarnos durante el día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA SANTA MISA

(Continuación)

 

«Me acercaré al altar de Dios.» Ps 14, 4


La realización de la idea de sacrificio en nuestra asistencia a la santa misa


 Si la misaes el sacrificio de Cristo, de la Iglesia y el nuestro propio, el sacrificio en el que ofrecemos a Cristo y a nosotros mismos al Padre, surge una pregunta importantísima: ¿cómo hay que asistir a la santa misa? Porque de la recta inteligencia del santo sacrificio dependen nuestra oración y nuestra vida cristiana: la misa es realmente el centro y vértice de la piedad cristiana.
Muchos no saben qué deben hacer mientras se celebra la santa misa; intentan entonces ocupar el tiempo en alguna «devoción» o en determinadas oraciones: hacen la meditación, algunos sacerdotes rezan el breviario, otras personas emplean el tiempo en otras cosas. Y no se dan cuenta de que, como bautizados, son llamados a concelebrar la santa misa: ofrecer a Cristo y en Él y con Él a nosotros mismos al Padre, entregarnos con Él a Dios.

        El gran mérito de la llamada renovación litúrgica de este siglo consiste en que desde el principio tomó como objetivo principal de su aspiración el fomento y la comprensión profunda de la celebración del sacrificio eucarístico, ya que no podía olvidar que «el misterio de la santísima eucaristía, instituida por el sumo sacerdote, Jesucristo, y renovada constantemente por sus ministros, en fuerza de su propia voluntad, es como el compendio y el centro de la vida cristiana» (Mediator Dei, 84).

De esto se deduce que para nosotros, los cristianos, tiene una importancia decisiva que aprendamos el modo de asistir y concelebrar debidamente el santo sacrificio, lo cual lograremos solamente cuando nos asimilemos el espíritu de sacrificio con el que el Señor se ofrece en la cruz y nos dejemos penetrar por él enteramente. Asistimos a la santa misa
para ofrecer a Cristo al Padre, y con Él y por Él ofrecernos nosotros mismos, de forma que «nos convertimos en víctimas juntamente con Cristo» (Mediator Dei, ‘25).Para lo cual es necesario que «tengamos los mismos sentimientos que tenía Cristo Jesús  y que reproduzcamos en nosotros mismos, en cuanto
lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el Redentor cuando hacía el sacrificio de sí mismo en la cruz» (ibid. 101).

¿Cómo podremos asimilarnos este espíritu sacrificial dé Cristo y reproducir sus mismas disposiciones sacrificiales de la cruz? Sólo si tomamos, de corazón, parte, interna y externamente, en la acción que se verifica en el altar.

La participación externa puede realizarse de diversas maneras. Bien estará siempre que usemos el misal y nos unamos de este modo a las oraciones y sentimientos de la Iglesia; que tomemos parte en la llamada misa de comunidad, o en misas dialogadas, cantadas, etc. Mas estas formas de participación externa nunca son esenciales: lo esencial consiste fundamentalmente en que asistamos a la santa misa con la íntima intención de ofrecernos y de inmolamos con Cristo, que ésta es la manera más perfecta de «concelebrar» la santa misa.

Así pues, decisiva es, ante todo, la participación interior en el santo sacrificio.

Esta participación interior no requiere esencialmente la penetración del sentido de los textos litúrgicos, símbolos o ceremonias, o el entender perfectamente las fases de evolución del año litúrgico y el proceso de formación de las fiestas particulares o de los ciclos festivos; ni siquiera requiere la meditación de los pensamientos propios de la fiesta contenidos en las oraciones, epístola, evangelio y otros fragmentos bíblicos propios del día.

Todos estos conocimientos son muy buenos, sin duda alguna, y conviene que se posean del mejor modo posible; mas nunca forman lo que podemos llamar la alta ciencia de la participación interior y de la asistencia espiritual de la santa misa.

 La participación interior es, esencialmente, cuestión de voluntad: de una disposición y estado de ánimo sacrificiales, mayores cada día, de un propósito de la voluntad cada día más decidido y fortificado, más determinado a la perfecta entrega en manos de Dios, a su adoración y su servicio, al cumplimiento de sus mandamientos y de su voluntad, al humilde y amoroso abandono en los brazos de la providencia divina con todo lo que ella, para nosotros, disponga y permita.

Esta es la gran tarea a la que nos obliga la asistencia al santo sacrificio. De que nos empeñemos seriamente en calcar cada vez más profundamente en nosotros el espíritu sacrificial que vemos en Cristo crucificado y en avivar ese mismo espíritu durante la celebración de la santa misa, depende nuestra posibilidad de participar debida y respetuosamente en ella: para mayor bien nuestro y mayor gloria de Dios. En esta penosa y constante tarea consiste, en cierto modo, la única preparación remota aceptable, habitual en nosotros, que nos dispone a la asistencia interior a la santa misa: una preparación que comprende toda nuestra vida, con sus preocupaciones, sacrificios, luchas y dificultades.

Pero esta preparación, que debe preceder nuestra asistencia al santo sacrificio, debe ser vivificada continuamente en la misma asistencia. A este fin debemos ordenar lo que se llama «misa de los catecúmenos» o premisa, con sus oraciones y lecturas, en la que ocupa un lugar preeminente la recitación de algunas oraciones y de la confesión de las culpas para obtener la total remisión de los pecados.

Siguen luego nueve exclamaciones de misericordia a Cristo en el «Kyrie eleison» y la oración de la Iglesia. Nuestro espíritu de oblación tiene aún mejor ocasión para ser reanimado en el ofertorio, en el que reproducimos espiritualmente lo que los fieles de los primeros siglos realizaban visiblemente acercándose al altar y depositando allí sus ofrendas: vino, pan, dinero, víveres, etc., como expresión de su común voluntad sacrificial.

También nosotros reproducimos esta escena espiritualmente y deponemos nuestros dones en el altar: nuestro corazón, nuestro yo, nuestro arrepentimiento, nuestro estado de ánimo, nuestro ardiente deseo de vivir en el Señor, de darle hoy todo, de aceptarlo todo de buena voluntad y dejarnos guiar humildemente en todo por la suya. Somos «la gota de agua» que el sacerdote vierte en el cáliz, identificándonos con la víctima, que es Cristo. Los religiosos deben renovar el sacrificio total de sí mismos que hicieron en la hora de gracia de su profesión, y deben confirmarlo con nuevo ardor, con nueva determinación de unirse al sacrificio de Cristo sobre la cruz y el altar.

El canto del prefacio nos une al coro exultante y bullicioso de los ángeles, cantando con ellos el «santo, santo, santo». Nos ponemos a continuación en comunión con los santos y bienaventurados del cielo, y así, «estando en comunión», nos prepararnos a asimilar la voluntad de sacrificio que se palpa en el sagrado momento de la consagración. Como en otro tiempo sobre la víctima de Salomón se abrió el cielo y descendió fuego que consumió su dones, así también se abren los ciclos sobre los nuestros de pan y de vino, desciende un fuego santo que se posesiona de ellos, los transforma y los presenta ante el trono de Dios. Este fuego del cielo es el mismo Cristo, nuestro Señor, sumo sacerdote y víctima al mismo tiempo.

En el momento de la consagración se realiza «la inmolación incruenta por medio de la cual, una vez pronunciadas las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en el altar en estado de víctima. Con lo cual, «al poner sobre el altar la víctima divina, el sacerdote la presenta al Padre como oblación
a su gloria» (Mediator Dei, 112-113).

Uniéndonos al sacerdote celebrante, ofrecemos al Padre a Cristo, nuestra víctima, la misma víctima que se ofreció en la cruz; a su sacratísimo corazón, con todo su amor, su entrega, su veneración, su alabanza, su acción de gracias, sus méritos y satisfacciones, su intercesión para lograrnos el perdón y la gracia. En memoria de la sagrada pasión, de la resurrección de entre los muertos y de la gloriosa ascensión de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ofrecemos a tu excelsa majestad una hostia pura, santa e inmaculada: el pan santo de la vida eterna y el cáliz de perpetua salud», es decir, a Cristo, que está presente, como sumo sacerdote y como víctima, sobre el altar en el mismo estado de inmolación en que en otro tiempo estuvo una sola vez sobre la cruz.

Ofrecemos al Padre esta víctima santa como un don nuestro, como una propiedad nuestra, como un perfecto complemento de nuestras obras y nuestra oración, de nuestro amor y de nuestro sufrimiento, de suyo insuficientes, como una oración y una acción de gracias, una satisfacción, adoración y glorificación nuestras. Pronunciamos en estos sagrados momentos un doble SÍ de nuestra voluntad.

En primer lugar, el SÍ agradecido a lo que se verifica misteriosamente en el altar: Cristo se ofrece como lo hizo en la cruz; el sí alegre a todo lo que Él incluye en este ofrecimiento, valorado y encerrado en su sacratísimo corazón : su entrega generosa, su amor, su oración, su acción de gracias, su alabanza, satisfacción y expiación por nuestros pecados, sus méritos para lograrnos fuerza y gracia para nosotros y para todos nuestros seres queridos; el agradecido, porque podemos ofrecer al Padre el santísimo corazón de Cristo con todas sus infinitas riquezas y así suplir nuestra pobreza. Bendito el que ha venido en la consagración en el nombre del Señor:. Hosanna in excelsis».

Y un segundo SÍ, el de nuestra voluntad de ser inmolados: queremos vernos elevados sobre lo terreno y lo caduco en estos santos momentos; queremos ofrecernos a Dios y ser cosa suya, que lo vivamos total y absolutamente, no según nuestra propia voluntad y nuestro sacrificio, sino en unión con la disposición sacrificial de nuestro Señor y Salvador en la cruz. Lo que hacemos de forma incruenta en la concelebración litúrgica de la Santa misa, hay que realizarlo de forma cruenta; en una auténtica inmolación, a través de toda la jornada, con un SÍ serio y eficaz a las palabras del Señor: «El
que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).

En la asistencia a la santa misa se trata de algo profundamente serio: de los fundamentos de la existencia cristiana, de un interno conmorir misterioso, más eficaz, con el Señor crucificado. Se trata de que con una entrega total elijamos de nuevo cada día el camino de la cruz y pronunciemos un desinteresado SÍ a las fatigas, sufrimientos y amarguras que nos imponen el día de hoy y la preocupación por el futuro, con sentimientos de humilde y universal obediencia, idénticos a los de Cristo crucificado: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Phil 2, 5). Convertidos en víctimas junto a Cristo clavado en cruz, digamos también con Él: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Joh 4, 24), pues «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Este SÍ es incluido en la recitación del padrenuestro, que expresamos en la más íntima unión de espíritu, corazón y voluntad con el Señor, quien lo reza en este momento con nosotros y con toda la Iglesia celestial y terrena.

La santa comunión pertenece a la integridad del santo sacrificio. La concelebración de la misa está  vinculada a la «sagrada cena del Señor» (1Cor II, 20),«en la que comemos el pan del Señor y bebemos  su cáliz» (1Cor II,22).Es el banquete en que «anunciamos la muerte del Señor» (1Cor II, 26) y en el que se reúne la comunidad que lo celebra. La comunión de los santos con el Señor y entre sí tiene que encarnarse y profundizarse en este banquete.  Puesto que el banquete eucarístico pertenece a la integridad del santo sacrificio, el que concelebra el sacrificio debe también tomar parte en la mesa del Señor, debe comulgar.

En la sagrada comunión viene a nuestra alma Cristo en persona, Cristo víctima; la llena y penetra de su voluntad y espíritu de sacrificio y de entrega al Padre, fortaleciéndonos para la dura realidad de la jornada y para la inmolación cruenta que cada día se exige de nosotros, y que la inmolación litúrgica, y como tal incruenta, de nosotros en la santa misa, deberá manifestarse en la vida práctica en nuestro trabajo profesional, en nuestras relaciones, en nuestra actitud, digna de quien se ha convertido en víctima agradable a Dios en el santo sacrificio del altar, junto con Cristo crucificado.

La exclamación del diácono o del sacerdote en las misas sencillas, Ite Missa est, significa algo más que un simple «podéis marcharos»: representa un encargo y una recomendación: la misión de entrar en el trabajo o la ocupación diarios con ánimo de total entrega a Dios y a su voluntad, sus mandamientos, designios y disposiciones.

Es particular designio del Señor, que se ha inmoladocon infinito amor por nosotros, los hombres, en la cruz, el derramar en nuestra alma, mediante la sagrada comunión, el resplandor y la fuerza de su caridad, y hacer que nos juntemos los cristianos en santa comunión de mesa y vida, como hermanos y hermanas, en unidad interna e indivisible, formando un solo cuerpo y una sola, alma.

De este modo la comunión es cada día para nosotros una invitación a la caridad como la pide el Apóstol: «La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1Cor 13,4-7); una invitación a la caridad, de la que dice el Señor: «Este es mi precepto que os améis unos a otros, como yo os he amado. Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto» (Ioh i,12-16); el fruto de la caridad cristiana que se olvida de sí, que sirve, que ayuda. Sólo con la fuerza de su amor, que nos comunica en la comunión, podemos cumplir este precepto.

La sagrada comunión debe servir también para que nos identifiquemos cada día más profundamente con el Señor, ofrecido en la cruz y en el santo sacrificio de la misa. «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, ymuerte de cruz» (Phil 2, 5-8).

Pío XII explica así esta expresión del Apóstol: «exige de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, en cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el Redentor cuando hacía el sacrificio de sí mismo: la humilde sumisión de espíritu, la adoración, el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina majestad de Dios; exige, además, que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima la abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios
pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, de tal forma que podamos decir con san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Mediator Dei, 101).

De este modo, la recepción de la sagrada comunión prolonga la parte precedente del santo sacrificio: se trata, en todo caso, de la última esencia de nuestro ser de cristianos, que es la unión con Cristo y la semejanza con su muerte (Rom 6, 8). Un cristianismo que no exige sacrificio y no se acerca continuamente a la cruz, intentando asemejarse al Crucificado, no es auténtico cristianismo.

Terminará el sacrificio eucarístico, pero nosotros podremos hacer que perpetúe ininterrumpidamente su poder y eficacia: lo que hemos vivido en la función litúrgica deberá ser mantenido en nuestra vida y encontrar su prolongación en un sincero de la voluntad, dispuesta al sacrificio, y la realización generosa de todo lo que nos proponga el día con sus exigencias e imposiciones; un continuo ofertorio en el que vivimos durante toda la jornada nuestra asistencia a la santa misa. Así, el día viene a ser un cántico de acción de gracias, práctico y eficaz, en virtud de nuestra asistencia al santo sacrificio,
y será al mismo tiempo la mejor preparación para la misa del día siguiente.

Una asistencia a la santa misa, debidamente entendida, no debe quedar sin influencia sobre el conjunto de la vida cristiana. No, porque la misa es el centro de la piedad y de la vida del cristiano, que la penetra y va convirtiendo cada día más en lo que realmente es y debe ser: una vida de unión estrecha con el espíritu sacrificial de Cristo, un conmorir con Él, una auténtica imitación del Señor: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt i6, 24).

¿No es realmente algo grande y sublime el poder asistir a la celebración de la santa misa siempre que queramos? ¡Cómo debemos dar gracias!

¿No es una riqueza y una gracia sin igual el que tengamos un sumo sacerdote, Cristo, y que por su bondad dispongamos de sacerdotes que tienen el poder, recibido en su ordenación, de ofrecer el santo sacrificio, y que nosotros, los cristianos, podamos concelebrar y podamos unirnos al sacrificio de Cristo?

¡Qué gratitud debemos también al sacerdote, que sube diariamente con nosotros y por nosotros al altar y nos da ocasión de poder unirnos al sacrificio del Señor y de su Iglesia, ofreciendo así al Dios santo una adoración, una acción de gracias y una gloria dignas de Él!

Jueves, 05 Mayo 2022 11:00

Sagrario Madre Trinidad

Escrito por

Carta n° 22 Rocca di Papa, 8-9-2008

Amadísimos hijos en el costado abierto de Cristo: Después de haberos manifestado en la carta anterior lo que Dios me hizo vivir el 18 de octubre de 1962, especialmente ante el Gran Momento de la Consagración, te pido, cualquiera que seas dentro de la Iglesia, y más si has tenido la predilección de ser de La Obra de la Iglesia, que respondas con tu don al Don divino, ejerciendo tu sacerdocio como Dios espera de ti, según tu específica vocación.


Y te ruego y te insisto que busques grandes ratos de oración para ser glorificador del Infinito, y antorcha que brilla en este mundo de corrupción que nos invade; siendo pararrayos que, con los brazos en cruz, aplaques la ira divina, que está muy colmada; y, por amor a la gloria de su Nombre, Dios necesita reparación.
Al día siguiente, 19 de octubre de 1962, dicté un escrito, especialmente para los sacerdotes: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR»; después, otro para todos: ((ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR», de los cuales os voy a transcribir a continuación, hijos amadísimos, grandes fragmentos en esta carta: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR» ((Siento necesidad de volver a hablar de ese Gran Momento de la Consagración, en el cual toda la Majestad infinita en su poderío eterno se derrama tan abundantemente, por la palabra del sacerdote, sobre el altar, que es el mismo Verbo Encarnado el que, haciéndose Pan, mora entre nosotros.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, realización plena de aquel otro, que en el Antiguo Testamento se efectuó cuando la gloria de Yahvé descansó en el templo de Jerusalén... En el Antiguo Testamento, figura del Nuevo, y como representación del gran Sacrificio de la Misa, se ofrecían víctimas sin mancha, para que, subiendo hasta el acatamiento de la Majestad soberana, fueran aceptas a Dios, y así la bendición de Yahvé cayera sobre su Pueblo, perdonando los pecados de los israelitas.

De vez en cuando el sacerdote entraba en el Sancta Sanctórum, donde sólo él podía introducirse para celebrar aquel sacrificio de alabanza, reparación, petición e impetración, que hacía acepto al Pueblo ante la Majestad soberana de Yahvé.

Dios recibía aquel sacrificio por ser representación de este otro, en el cual la Víctima ofrecida ante el acatamiento de la Majestad infinita es esa misma Majestad, que, para nuestra salvación, se hizo carne tomando figura de esclavo, y que, en este Sacramento del Altar, se nos da a comer y a beber en el gran misterio de la Eucaristía mediante las palabras sacrosantas de la Consagración, en las cuales el sacerdote repite aquellas mismas palabras que Jesús pronunció en la noche de la Cena para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, donde el Sancta Sanctórum de la Eterna Trinidad, en aquel secreto indecible de señorío infinito y de virginidad eterna, se abre ante las palabras de un hombre, para dejar paso a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que, ante el llamamiento del sacerdote de Cristo, se hace Pan.

¡Oh misterio terrible de la Consagración...!, en el cual todo el Cielo, en expectación, adora atónito y reverente al Verbo de la Vida, que, saliendo presuroso del seno del Padre, salta al altar para hacerse Pan y Vino...

¡Está la Majestad Infinita en su esplendor eterno esperando que el sacerdote, reproducción viva del Eterno y Único Sacerdote, abra su boca en llamamiento del Verbo de la Vida, para abrir el Sancta Sanctórum de su eterna Trinidad y darnos a la segunda Persona, que “siempre mora en el Seno del Padre” (cfr. Jn 1, 18b), en comida y en bebida...! ¡Oh sacerdote de Cristo...! ¿Cuándo hubo padre tan padre que pudiera darnos como tú, para nuestro sustento, en comida y en bebida la misma Vida Encarnada...? ¿Cómo pudiste soñar, criatura creada por el Infinito, ser ungida con predilección eterna por el mismo Infinito para hacerte pueblo escogido y porción predilecta del rebaño del Buen Pastor...? ¿De dónde a ti tener el mismo poder que sólo Dios posee de perdonar los pecados...? ¿Cuál será tu dignidad de sacerdote, cuando tú eres el mismo Jesús en el momento de la absolución, de tal forma que tú mismo, con la autoridad divina, perdonas todas mis debilidades...?
¡Ay sacerdote de Cristo, dador de lo Sagrado..!, en ti fueron depositados “todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3b) de Dios para salvación del hombre.

Sacerdote de Cristo, yo te venero porque en todos los momentos de tu vida en los cuales ejerces tu sacerdocio es tal tu dignidad, que el Cielo está abierto a tu mandato para cumplir tu voluntad, dando, por medio de ti, la vida eterna a todas las almas.

¡Ay si yo no tuviera el Sacramento de la Penitencia, y no pudiera ser absuelta de mis pecados...! En él toda mi alma, bañada con la gracia de la remisión, se encuentra felicísima y dichosísima, porque experimenta que la Sangre divina del Cordero ha sido derramada sobre sus pecados, siendo absuelta ante la palabra del sacerdote, que en nombre de Dios la perdona.

¿Y todavía, sacerdote de Cristo, andas buscando a veces tesoros humanos. .? ¿Y todavía tú, que eres el depositario del tesoro divino, y que tienes en tus manos toda la riqueza infinita, te arrastras bajo el polvo de tu miseria, buscando esta riqueza de muerte que nuestras almas pecadoras hambrean por no saber de Dios...? ¡Tú que eres, con Pedro, el depositario de las llaves del Reino de los Cielos, y que tienes en tus manos ese tesoro precioso y esa margarita escondida de la gracia, que por ti se nos da a todas las almas...!
Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio. En el Bautismo me abres las puertas del Reino de los Cielos, quitándome la mancha del pecado original, con lo cual mi alma queda hecha hija de Dios y heredera de su gloria.
¿Puede haber imperio como el tuyo, ante el cual los demonios se someten...? ¿No ves que todo el Cielo espera tu palabra para derramar- se abundantemente sobre la tierra? Tan abundantemente, que hasta el mismo Dios infinito, haciéndose Pan por tu medio, vive oculto en la Eucaristía mientras duren los siglos, para que tú le des a todos sus hijos para su sustento... Sacerdote de Cristo, yo te venero, y te pido implorantemente que vivas tu sacerdocio; que sea toda tu alma una respuesta de amor al gran don de tu consagración; ¡que no juegues con tu Hostia, que profanas al Verbo de la Vida!; que seas pequeño, y que, ante tu dignidad, te retornes al Amor Infinito en entrega total e incondicional para que obre en ti, por ti y a través tuya según su voluntad, sobre ti y sobre las almas; que encuentre Él, al mirarte, el descanso para el cual te hizo sacerdote, ungiéndote por encima de todos los hombres.

Si eres sacerdote, vive tu sacerdocio siendo Cristo y descanso para Él, buscando solamente ese “tesoro escondido” que Dios por tu medio quiere comunicar a todas las almas.
Eres el padre de la humanidad, que espera de ti el alimento de vida para su salvación y tu retorno incondicional al Amor, y que, como maestro y guía, le enseñes el camino de la vida eterna y de la correspondencia al Amor...

Sacerdote de Cristo, lo que tú seas serán tus hijos: esa porción que del rebaño del Buen Pastor te fue encomendada. Retórnate en don al Bien Amado; entrégate sin reservas a la acción santificadora del Espíritu Santo, déjate hacer por las manos del Sacerdote Eterno, siendo todo tú para Él un beso de descanso y de amor en retorno de tu sacerdocio. iDile que sí...! Y cuando tú, por las palabras de la Consagración, entres allí, en ese secreto escondido de la Trinidad augusta, sé todo tú don de amor al Amor, que espera tu palabra para darte a su Verbo; recibe al Verbo de la Vida en tus manos, y entrégate a Él en su seno para que, en la comunicación del Espíritu Santo, seas uno con Él; y todas las almas, atraídas al olor de tus perfumes, corriendo tras de ti, nos introduzcamos en la cámara nupcial, amparadas y protegidas por la hermosura de tu rostro, que es ante Yahvé “más suave que el vino” (Ct 1, 2b) por tu sacerdocio.

“Llévanos tras de ti” (Ct 1, 4a), sacerdote de Cristo. Llévanos tras de ti e introdúcenos en el festín divino, para que el Amor Eterno, al vernos introducidos por ti en su seno, levante sobre nuestras almas bandera de amor.

Llévanos tras de ti, introdúcenos en la cámara nupcial, porque son los amores de Dios “más suaves que el vino”, y mi alma enamorada necesita descansar en el pecho del Amado, que es como “racimito de mirra”(Ct 1, 13a) y oloroso para mí...

Anda, sacerdote de Cristo, dame a Dios; dame ese Pan sagrado de vida eterna que tú has transubstanciado; dámelo, para que, embriagada en el mosto divino, yo desfallezca de amor, y pueda también llevar tras de mí legiones de almas que, mediante tu palabra, se llenen de vida divina y puedan participar eternamente de la felicidad del Infinito...

Anda, retórnate al Amor, date en respuesta a su don. No seas tacaño, dile que sí. Sé para Él el descanso que de tu sacerdocio Él esperaba. Y así, siendo para Él todo tú retorno de amor, le hagas a Dios un cielo en tu alma donde Él descanse y, a través de ti, se dé a todas las almas.

Anda, sacerdote de Cristo, responde al Amor con tu don a su don sobre ti al hacerte sacerdote...
Anda, ¡responde al Amor!)). Y ahora, hijos amadísimos, vamos a ensanchar nuestras almas, ante los horizontes inmensos que Dios abre para todos sus hijos por medio de la oración, para llenarnos de vida, dar gloria a Dios, responderle, repararle, amarle.., e irradiar esa misma vida divina a todos los hombres:
«ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR» ((Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; estate “entre el vestíbulo y el altar” (Ji 2, 17), siendo mediador entre el Cielo y la tierra; llena tu misión de ser padre de todas las almas, sabiendo que el Señor te llamó ante todo “para estar con Él” (Mc 3, 14).
“Entre el vestíbulo y el altar” oren los sacerdotes, no sea que, habiendo sido escogidos para dar gloria a Dios y vida a los hombres, por su pobre vida de oración sean infecundos, no llenen su vocación, y vengan a convertirse en piedra de escándalo de esas mismas almas que les están encomendadas.
Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; implora ante el Infinito gracias de vida abundante para todas aquellas almas que el Señor ha querido concederte.
¿Has calado en la hondura profunda de tu sacerdocio, sabiendo que la eficacia del mismo está en la intimidad y unión que tú tengas con aquel Sumo y Eterno Sacerdote que, escogiéndote para continuar su misión, te pide morar en el Seno del Padre, y desde allí, mediante esa intimidad con lo divino, dar vida abundante para que los hombres vivan de su Padre Dios...? Tu sacerdocio te ha sido concedido especialmente para estar “entre el vestíbulo y el altar”, siendo glorificador del Amor Infinito, e irradiar este mismo Amor a todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los sacerdotes del Señor. Sea su día una misa ininterrumpida que, ante la mirada divina, los haga vivir en esa postura que han de tener al pie del altar; sean glorificadores de Dios, adórenle en representación de todos sus hermanos, y, metiéndose en la intimidad del Sumo y Eterno Sacerdote, cojan el tesoro infinito de vida eterna que las almas les piden por su sacerdocio.

Sacerdote, sé mediador e intercesor, especialmente, “entre el vestíbulo y el altar”; el que recibas en ti el amor divino para comunicarlo a tus hermanos, y el que, como buen padre, te entregues por esos mismos hermanos, recibiendo en ti la expiación que por sus culpas necesitan ante el Señor, para que, a fuerza de llorar tú y victimarte por ellos, puedas llegar a presentar sus almas “como una casta virgen” (2 Cor 11, 2b), para desposarlas con Cristo.

Si tú, ungido y predestinado por el Amor Infinito para ejercer tu sacerdocio estando “entre el vestíbulo y el altar”, entre Dios y los hombres, no oras, ¿quién lo hará...?
Si no has aprendido todavía el secreto de la familiaridad con el Sumo y Eterno Sacerdote, ¿qué esperas...?
Si tú no amas al Amor Infinito como Él necesita, ¿qué haces...?, ¿en qué ocupas tu

vida sacerdotal...?

¿No sabes que has sido ungido, especialmente, para estar “entre el vestíbulo y el altar” recibiendo y dando amor...?

¿Dónde irá el Señor para encontrar amor, consuelo, comprensión, descanso e intimidad de amigo y de hermano. . . ?».


JUEVES SANTO

La soledad te envolvía, eres el Amor, que vives la tristeza te anegaba, abrasándote en tus llamas, y mi alma no sabía y de tanto amor morías, ni mi espíritu calaba sin encontrar quien te amara por qué de pena morías, como Tú te merecías si en Ti la Gloria llevabas, ni como Tú desearas. Pero un lamento salido ¡Oh, cuánto sufrí aquel día del hondón de tus entrañas que a mi alma te quejabas! me manifestó el secreto ¡Si yo, al menos, fuera amor que yo tanto deseaba: que a tu amor me retornara...!
3-4-1969 «iAy sacerdote de Cristo, que quizá no has calado aún tu sacerdocio, que estás inconsciente ante la realidad divina que en tu alma se obra, y que vives sin saber, y, aún peor, sin preocuparte de cómo has de vivir tu sacerdocio...!
“Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes del Señor”, sabiendo que Cristo es el Mediador infinito, cuya postura principal fue siempre ejercer su sacerdocio y estar en actitud de víctima.

Oren en unión con Cristo, e identificados con Él, vivan su sacerdocio, y como Aarón, puestos con el incensario ante la presencia del Infinito, sostengan la justicia divina, y hagan subir hacia Dios inciensos de oración caldeada en el amor que, aplacando su ira, salve al pueblo del castigo que por sus pecados merece.
Tú que dices que tienes sed de almas, que necesitas dar gloria a Dios, ¿has calado en la eficacia de la vida de oración...? ¿No sabes que “el Señor lleva al alma a la soledad para hablarle a su corazón” (cfr. Os 2, 16b)...? El Infinito Amor te escogió con predilección eterna para que fueras el confidente de su corazón y supieras los profundos y recónditos secretos del alma de Cristo, donde se encierra la plenitud de la Divinidad.
Sacerdote de Cristo, ¿has calado profundamente en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote...?
¿Has profundizado ese secreto íntimo del desconocimiento de Dios, que victimaba el alma santísima del Verbo de la Vida, y has escuchado alguna vez en el secreto de la oración el cántico infinito del Hijo del Padre, que, en canción sangrienta de amor y dolor, te expresó a ti la tragedia dolorosa de su alma. . . ?».
SUFRÍA EN SILENCIO...

Jesús sufría en silencio, Y, cuando yo entraba en Él, y en silencio se quejaba, en silencio me quedaba,
y en silencio me pedía penetrando la tragedia que yo entrara en su silencio que en su silencio se daba... y en su silencio le amara. ¡Oh, cuánto dice el silencio, cuando en silencio nos habla... 3-4-1969
«“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los ungidos del Señor... Si las vírgenes del Señor, ejerciendo su sacerdocio místico, deben llegar a todas las almas de todos los tiempos, comunicándoles con su irradiación vida divina a todas ellas, ¿qué has de hacer tú. ..? ¿Tampoco tú sabes orar...?
Tu principal misión es ésa... Si no oras, ¿cómo entrarás en intimidad con el Verbo divino y recibirás la misión que quiso comunicarte cuando se encarnó, para que, a través tuya, las almas tuvieran vida...?
Entra dentro de ti, sé sincero y procura ser fiel... En secreto, responde al Amor, que te pide que tú, al menos, le conozcas, que sepas de su intimidad, que recibas su secreto. Si el Señor pudiera decir de ti: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido!” (Jn 17, 25a), pero éste sí te conoció, por eso le he manifestado mi nombre y se lo manifestaré aún más...

Siento necesidad de pedir a todas las almas consagradas que vivan su sacerdocio, llenándose de vida divina; para que, haciéndose en ellas una fuente de aguas vivificantes, comuniquen vida eterna a todos los hombres.

El Señor quiere que todas sus almas consagradas sean fuente de aguas vivas en las que pueda beber todo el que tenga sed de Dios. Han de poder decir con Jesús: “El que tenga sed, que venga a mí y beba, y el que tenga hambre, que venga a mí y coma” (Jn 7, 37b; cfr. 6, 35), porque “entre el vestíbulo y el altar”, llenándome de vida divina, se ha hecho en mí una “fuente que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14b).

Sacerdote de Cristo, ¿qué te pedirá a ti el Señor...? A ti; no pienses en los demás; a ti...
Has de saber que, si no vives tu sacerdocio, eres como el mayordomo del Evangelio, que, escondiendo su talento, fue infecundo...

Vive tu sacerdocio, aprende a orar si aún no has calado el secreto de la oración.
En cada momento Dios se es en tu alma la Infinita Palabra, y esa misma Palabra divina quiere comunicarte su secreto de amor. Pero si tú, por tu poco espíritu de oración, no sabes escucharle, ¿cómo podrás después comunicarle a los demás..

Sacerdote, ora..., ora..., jora para que vivas tu sacerdocio!, para que tengas experiencia de que Dios te oye, para que seas omnipotente ante el Infinito, para que te llenes de su vida y entres en el misterio profundo del alma de Cristo, en el océano virginal del alma de María y en la riqueza infinita de tu Iglesia Santa; y así des vida en abundancia como Jesús de ti lo desea, y todo el que se te acerque quede vivificado.

¿Cómo has de orar tú, miembro de La Obra de la Iglesia...? ¿De qué calibre ha de ser tu oración ante la majestad del Infinito...? ¿Qué gracias has de arrancar del pecho del Altísimo...? ¿Cómo has de profundizarte en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote,..? ¡Qué hondo es el misterio de tu vocación...! ¿Tú tampoco has calado en este gran secreto...? Pero a ti al menos, hijo querido, puedo hablarte con toda confianza, y decirte: ¡No defraudes al Amor Infinito...! Ejerce tu sacerdocio, ama por los que no aman, ora por los que no oran, ofrécete por los que no se ofrecen, llénate de vida divina por los que, por no orar, están vacíos.., Sea tu sacerdocio tan íntimamente vivido, que no haya deseo ni petición de gracia que de ti salga que no sea inmediatamente escuchada por el Sumo y Eterno Sacerdote.
Vive sólo y exclusivamente para Dios, aparta de ti todo lo que no sea Él, entrégate a vivir tu Misa.
lOra, ora, ora! en postura sacerdotal, que Dios necesita de tu oración e intimidad para, por tu medio, hacer vivir a todas las almas su sacerdocio dentro del seno de la Iglesia...

Mira, hijo querido, no puede expresar la lengua lo que el alma siente... Hoy siento miedo de decirte la hondura de tu vocación, porque soy pequeña, y temo a los grandotes... ¡Soy muy cobarde, y me dan miedo...! Yo sólo me entiendo con los pequeños.

Al menos tú, hijo mío, recibe hoy la confidencia de mi alma. Mira, lo que tú seas, serán aquellos que te están encomendados; lo que tú vivas, vivirán ellos; porque Dios te ha hecho padre de almas, miembro vivificante de los miembros vivificantes de nuestra Iglesia Santa...

Tú al menos no te confundas: ora día y noche “entre el vestíbulo y el altar”, ejerce tu sacerdocio, recibe la palabra divina que el Sumo y Eterno Sacerdote dice a tu alma para que, con Él, llenes tu misión.
Pesa sobre ti una gran responsabilidad. No des a las almas ideas aprendidas en el estudio frío de la teología. Ya sabes que “el que se apoye en el pecho de Cristo será predicador de lo divino”(Evagrio del Ponto); apoya tu cabeza en el pecho del Verbo Encamado, dile que te enseñe a vivir tu sacerdocio, que te dé su íntimo secreto sacerdotal, que te profundice en un hondo espíritu de oración, dándote corazón de padre para que comuniques vida; pero, ante todo, insiste para que te descubra su secreto, y así seas tú el consuelo del Unigénito del Padre».

MIS RATOS DE SAGRARIO

Son mis ratos de Sagrario los presuntos del Eterno, mis alegrías de gloria,
mis apetencias de Cielo... Son mis ratos de Sagrario donde, en penares de duelo, lloro con mi Dios penante, recojo sus desconsuelos, apercibo sus martirios, y me consumo en sus fuegos...

Son mis ratos de Sagrario donde mi espíritu abierto recibe la omnipotencia de los Poderes Inmensos; donde me siento fecunda, donde abarco el Universo, donde llego a todas partes, para llenar la misión de mi espíritu sediento dándole almas a Dios

por mi misión como Eco de la Santa Madre Iglesia, sumergida en su misterio.
En mis ratos de Sagrario, penetrada del Inmenso, ejerzo mi sacerdocio
con el Sacerdote Eterno, e irradio por todo el mundo las canciones de mi Verbo siendo madre universal en el compendio del tiempo. Son mis ratos de Sagrario añoranzas en tormento por no encontrar al que ansío tras la luz de su misterio...

Son mis ratos de Sagrario, en claridades de Cielo, o en oscuridades tristes, los que llenan las cavernas torturantes de mi pecho. Son mis ratos de Sagrario, envuelta por el silencio y penetrada en la hondura del coeterno misterio, los que me hacen gritar en mis nostalgias de Cielo y en mi añorante añorar: ¡Gloria de Dios! ¡Sólo eso! 9-5-1972

((A la palabra “oración” se le ha dado una sequedad parecida a la frase “vivir de fe”. Por eso, lo que hoy quiero comunicaros al pediros que viváis vuestro sacerdocio oficial o místico “entre el vestíbulo y el altar” no es precisamente que vayáis al Sagrario con un libro de meditación, sino que os pongáis sobre el pecho de Cristo a beber vuestro sacerdocio, y, ahondándoos en ese divino costado, leáis en el Libro abierto, que el Verbo quiere deletrearos.

Recuerda, hijo querido, aquel Libro de los siete sellos que sólo el Cordero pudo abrir. Apóyate en el costado divino del Maestro, y serás teólogo e Iglesia viva, aprendiendo la ciencia divina del Amor. Pero has de saber que sólo el Cordero podrá descubrirte, por la herida de su costado, en el Libro abierto que Él es, los secretos divinos que encierra.

Por eso, no busques, si puedes, un libro para entenderte con Dios. Al Amor le estorban las criaturas para comunicársete. La criatura libro es un medio del que tú has de valerte para recoger tu alma. Pero en el momento que sientas en ti o apercibas ese deseo de silencio, esa suavidad que te pide descansar en el pecho divino, ese calor de lo eterno que te invita a estarte amando al Amado, eso que te deja en una desgana de todo lo que no sea estarte con Dios sin decir nada, saboreando una verdad o recogido ante una idea, pero sin pensar, sin reflexionar; descansa tranquilo, que tu oración es buena.

El alma sabe que está con Dios porque siente en sí algo inefable que, por secreto, misterioso y oculto, no puede darle forma, ese “no sé qué”, que, por no poderse decir, yo no sabré explicarte, pero que el alma de oración bien lo sabe.

Estate mirando al Sagrario con amor; dile un sí silencioso y prolongado; mírale, que Él te mira; ámale, que te ama; espérale, que te espera... Todo esto, y muchas más cosas que yo aquí no te diré, es oración, y gran oración.

Cuida, porque muchas veces el enemigo engaña al alma cuando Dios le va metiendo en su paz silenciosa, haciéndole ver que eso es pérdida de tiempo, y apartándola así de esta intimidad que, mediante la oración de silencio, el mismo Dios quiere comunicarle. “Llevaré al alma a la soledad, y allí hablaré a su corazón”.
Vete a la soledad del Sagrario, no a leer ni a estarte dando vueltas en una meditación que, a veces, más que unirte con Dios te fatiga, sino a escuchar; ¡que en esa soledad el Verbo divino está hablando a tu alma..]
Vete solo, si puedes, sin criaturas, a leer en el Libro abierto de la Eterna Sabiduría y a escuchar el concierto infinito que, en silencio, en paz, en amor y en intimidad, el Verbo quiere cantarte.
No olvides que “la voz de tu Amado” (Ct 2, 8a) “es como miríadas y miríadas de citaristas” (cfr. Ap 5, 11) que quieren entonar su concierto a tu alma sacerdotal...

Tú que sientes necesidad de ser feliz, de amar y ser amado, de armonías, de conciertos, de hermosuras, de bondad y sabiduría, acércate al concierto eterno del engendrar divino, y apercibirás, sin criaturas de acá, aquella generación eterna, que, en el fuego del Espíritu Santo, es Canción de amor infinito, que, en infinitudes de músicas, de conciertos y de armonías de ser, en Sabiduría cantora y en Expresión substancial, El que Es quiere comunicar a tu alma-Iglesia, ante el contacto eterno de su Beso amoroso.
Hijo de mi alma-Iglesia, pregonero del Amor Infinito, mensajero de la Paz, cantor del infinito Amor, ungido para descubrir las riquezas del ser de Dios..., escucha, apercibe en silencio, que Jesús, el Verbo divino, quiere hablarte hoy; en este “hoy”, que es cada momento de tu vida, porque necesita comunicarte su divina Palabra, para que tú puedas, viviendo tu vocación, llenarte de su vida y ser predicador de lo divino.
Aprende la Palabra de la Sabiduría eterna para que sepas lo que has de decir, y di a los hombres lo que, en la intimidad con el Amor, aprendiste.

Por eso, porque Dios te pide vivir tu sacerdocio, oficial o místico, en una plenitud inconcebible, hoy te digo: Vive tu vocación, ora en postración ante el altar, llora con gemidos que sean inenarrables... Ora; pero no olvides de dar a la palabra oración la intimidad, el calor y la vida que ésta tiene.
Cuando yo te digo que ores, te pido que ames, que te estés con el Amor, que le consueles, que le regales, que le escuches, que le preguntes su secreto, y que lo aprendas, para que no tengas más remedio que comunicarlo.

Jesús encuentra pocas almas en quien poder descansar, y por eso está fatigado el Amor... Tú que le conoces, ¿cómo podrás ya guardar su secreto...? Comunícale a los hombres.
El Espíritu Santo está haciendo evolucionar a las almas en su vida de oración. Él quiere ser nuestro Libro abierto donde todos vayamos a leer; ese Libro divino que sólo el Cordero de Dios nos puede abrir.
Seamos conscientes de nuestra filiación divina, profundicemos en nuestro cristianismo, vivamos nuestro ser de Iglesia, y entonces, ante las realidades que se obran en el seno de la Trinidad, en el alma de Cristo, de María, en el seno de nuestra Iglesia Santa y en nuestra propia alma, sabremos de oración.
Alma-Iglesia, cualquiera que seas, y aún más si eres sacerdote, hoy te pido que me soportes unos momentos, porque la necesidad que siento de que te llenes de vida es tal, que vivo en una muerte continua; porque, a pesar de tanto como llevo escrito, siento en mí tal llenura para comunicártela, que sé que no podré decirte nunca todo lo que en mi alma he recibido del Sumo y Eterno Sacerdote para que te lo comunique.

Perdóname si te insisto: Sé que la fecundidad de tu vida depende del grado de intimidad que tengas con el Señor; porque he aprendido, apoyada en el pecho de Cristo, que la sabiduría amorosa no está en los libros. Por eso me siento llamada a decirte incansablemente que hagas oración.
Mi alma desearía volar hasta los últimos confines de la tierra, y caer desplomada de tanto clamar a todos ¡que hagan oración, para que vivan felices dando gloria a Dios y siendo fecundos.
Pero oración de estar amando al Señor, de estar recibiendo la Palabra viva que el Verbo vino a comunicarnos, de estar consolando al Amor Eterno, que te da su amor y te pide tu respuesta...
Aprende a orar, y no olvides que la eficacia de tu vida está “entre el vestíbulo y el altar” orando ante el Infinito, en contacto ininterrumpido con el Sumo y Eterno Sacerdote; siendo así irradiación de la vida divina para todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes y vírgenes del Señor”, y todo aquel que se sienta Iglesia, porque, después de veinte siglos, podría decir Jesús como en los últimos días de su vida: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido”; “ni te conocen a Ti, ni me conocen a mí!” (cfr. Jn 8, 19b), porque gran parte de los míos no saben ejercer su sacerdocio, orando para alcanzar la vida divina para todas las almas...
Cristiano, cualquiera que seas, ivive tu Sacerdocio!, para que pueda decir Jesús: “Padre santo, Yo te he conocido, y éstos han conocido que Yo salí de Ti. Yo les di a conocer tu Nombre, y se lo daré a conocer aún más.,.” (cfr. Jn 17, 25b. 8b. 26a).

¡Orad...! ¡Orad, para que seáis fieles, deis vida a las almas, y “no caigáis en tentación” (Mc 14, 38a)!».
LAS PUERTAS DEL CIELO

Busco a Dios del modo extraño que se nos da en el destierro: en alegrías de gloria, o en soledades de invierno... ¡Pero no importa al que ama con nostalgias del Eterno esperar día tras día,
cuando sabe que un sagrario es la puerta de los Cielos! Por eso busco en mi vida, en mis noches y en mis duelos, en mis torturas de muerte, en mi martirio incruento, en mi espera prolongada
y en la noche del invierno, cuando me cubre la helada, cuando me ataca el infierno, ¡tras las puertas del sagrario las lumbreras de los Cielos...! ¡Qué me importa que no sienta ante mi sagrario abierto, si la antorcha de la fe, como luciente lucero, me dice que ese Pan es la gloria del Eterno...?!

Por eso, busca, hijo mío, con incansables desvelos, con agonías de muerte
y aun con torturas en duelos, largos ratos de Sagrario, aunque tan solo apercibas, en tu penar lastimero dentro de la oscuridad, la tragedia del Dios muerto... ¡Busca ratos de Sagrario, sin buscar más que al Eterno, sin esperar más que a Él; sabiendo, por la esperanza, que, al fin, se abrirán los cielos...!
¡No te canses, hijo mío, que el amor no conoce el desaliento! Por eso, ora incansable ante tu sagrario abierto, donde el Señor se ha quedado en un pequeño Sustento, para que tú le buscaras
con esperanzas en fuego; y en el hondón de tu alma, donde Dios mora de asiento.

lOra incansable, hijo mío, jOra incansable, hijo mío, que mi corazón, herido para que gustes el Cielo! por las voces del Eterno, Y ora incansable, hijo mío, hoy te lo pide amoroso dándole a Jesús consuelo. con mis clamores en celo...! 9-5-1972 Antes de terminar esta carta con cuanto te acabo de decir, hijo queridísimo, miembro vivo y vivificante de La Obra de la Iglesia, te sigo pidiendo, incluso implorando, que busques las aguas del cristalino arroyo, para que en la oración apercibas de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré» (Mt 11, 28), y aplacará vuestra sed, y os llenará de la vida eterna, que se nos da a raudales por las manos del sacerdote en el Nuevo Testamento.

Te pido que seas alma de oración, que busca incansablemente grandes ratos para estar junto a Jesús Sacramentado, y viviendo interiormente todo el día en intimidad con las divinas Personas, que, por la gracia, viven su vida en ti, para que tú vivas tu vida en Dios y con Dios.
¿Qué más podría decirte después de cuanto te acabo de manifestar para que seas feliz, des gloria a Dios y vida a las almas, llenando tu vocación de predilección eterna que Dios te ha dado en el seno de la Santa Madre Iglesia para que le manifiestes, tan sólo por ser Iglesia Católica, Apostólica y bajo la Sede de Pedro?


Esperando en este día le des ese consuelo a mi alma, se despide tu Madre

Jueves, 05 Mayo 2022 10:59

sacerdotes oración Congre Clero

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Campaña de la Santa Sede de adoración y «maternidad» por los sacerdotes lanzada por la Congregación para el Clero

 

CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 10 diciembre 2007 (ZENIT.org).-  La Congregación vaticana para el Clero ha lanzado una campaña de adoración eucarística y de «maternidad» por la santidad de los sacerdotes del mundo.

La iniciativa ha sido convocada con una carta fechada el 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción, firmada por el cardenal Cláudio Hummes y por el arzobispo Mauro Piacenza, respectivamente prefecto y secretario de la Congregación.

La campaña, según la misiva, quiere crear «un movimiento espiritual que, haciendo tomar cada vez más conciencia del vínculo ontológico entre Eucaristía y sacerdocio y de la especial maternidad de María hacia todos los sacerdotes, haga nacer una cadena de adoración perpetua, para la reparación de las faltas y para la santificación de los clérigos».

En particular, la iniciativa propone a «las almas femeninas consagradas» que, siguiendo el ejemplo de María, adopten «espiritualmente a sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, la oración y la penitencia».

La iniciativa pretende «encomendar a María, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los sacerdotes, suscitando en la Iglesia un movimiento de oración, que ponga al centro la adoración eucarística continuada durante las veinticuatro horas».

La iniciativa busca que, «en cada rincón de la tierra siempre se eleve a Dios, incesantemente, una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, plegaria y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal».

La carta se dirige a todos los obispos diocesanos para que las diócesis que lo deseen se unan a esta campaña, encargando a un sacerdote que dé seguimiento y los lugares y modalidades escogidos para la adoración.

Puede leerse la carta, una nota explicativa, y subsidios sobre el significado de la maternidad espiritual de sacerdotes en: www.clerus.org/pregate

 

Por Jesús Colina

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nota explicativa para incrementar en Diócesis (parroquias, rectorías, capillas, monasterios, conventos, seminarios)  la práctica de la adoración eucarística continuada[1][1] en favor de todos los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales

 

En la Exhortación Apostólica "Sacramentum Caritatis", el Santo Padre Benedictus XVI ha concretado la perenne enseñanza de la Iglesia sobre la centralidad de la adoración eucarística en la vida eclesial, en una llamada operativa para la adoración perpetua dirigida a todos los Pastores, Obispos y Sacerdotes, y al Pueblo de Dios: "juntamente con la Asamblea Sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria. (194)A tal propósito, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto, que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía. (Sacramentum Caritatis, 67)

Para favorecer la llamada del Santo Padre, la Congregación para el Clero, en su solicitud para los Presbiterios, propone:

 

  1. 1.      que en cada Diócesis se encargue a un sacerdote que se dedique íntegramente - dentro de lo posible - al específico ministerio de promoción de la adoración eucarística y a la coordinación de este importante servicio en la Diócesis. Dedicándose generosamente a tal ministerio él mismo tendrá la posibilidad de vivir esta particular dimensión de vida litúrgica, teológica, espiritual y pastoral, posiblemente en un lugar oportunamente reservado a tal objetivo, identificado por el mismo Obispo, donde los fieles podrán beneficiarse de la adoración eucarística perpetua. Así como existen Santuarios marianos, con rectores asignados a un particular ministerio adaptado a las exigencias específicas, de la misma manera podrán existir "Santuarios eucarísticos" con sacerdotes responsables, que irradien y promuevan el especial amor de la Iglesia por la Santa Eucaristía, dignamente celebrada y continuamente adorada. Un tal ministerio, al interno del presbiterio, les recordará a todos los sacerdotes diocesanos, como ha dicho Benedictus XVI, que "precisamente en la Eucaristía radica el secreto de su santificación. (…) el presbítero ante todo debe adorar y contemplar la Eucaristía" (Ángelus del 18 de septiembre de 2005);
  2. 2.      que se indiquen lugares específicos que puedan ser reservados especialmente a la adoración eucarística continuada. Con tal objetivo que sean animados los sacerdotes, los rectores y los capellanes a introducir en sus comunidades la práctica de la adoración eucarística, ya sea personal que comunitaria, según las posibilidades de cada uno y con un esfuerzo colectivo de incremento de la vida de oración. Que no dejen de ser involucradas en esta práctica todas las fuerzas vivas, a partir de los niños que se preparan para la Primera Comunión;
  3. 3.      que las Diócesis interesadas en tal proyecto puedan buscar subsidios apropiados para organizar la adoración eucarística continuada en el Seminario, en las Parroquias, en las Rectorías, en los Oratorios, en los Santuarios, en los Monasterios, en los Conventos. La Divina Providenciatambién ayudará a encontrar bienhechores que contribuyan en adecuadas obras para poner en practica este proyecto de renovación eucarística de las Iglesias particulares, como por ejemplo: construcciones o adaptaciones de un lugar de culto para la adoración, al interior de un gran edificio de culto; la adquisición de un solemne ostensorio o un noble paramento litúrgico; la subvención de material litúrgico-pastoral-espiritual para tal promoción;
  4. 4.      que las iniciativas finalizadas al Clero local, sobre todo aquellas relativas a la formación permanente del mismo, estén siempre impregnadas por un clima eucarístico, que será justamente favorecido por un congruo tiempo dedicado a la adoración del Santísimo Sacramento, de modo que ella misma se vuelva, junto a la Santa Misa, la fuerza propulsora de cada empeño individual y comunitario; 
  5. 5.      que las modalidades para la adoración eucarística en los distintos lugares, puedan ser diferentes, según las posibilidades concretas. Por ejemplo:  
  6. ·        adoración eucarística perpetua durante las 24 horas;
  7. ·        adoración eucarística continuada desde las primeras horas de la mañana hasta  la noche;
  8. ·        adoración eucarística desde las ….. horas hasta las ….horas de cada día;
  9. ·        adoración eucarística desde las ….. horas hasta las ….horas de uno o más día de la semana;
  10. ·        adoración eucarística en particulares circunstancias como fiestas o solemnidades.

La Congregaciónpara el Clero expresa su gratitud a los Ordinarios que serán animadores de tal proyecto, y que ayudarán a renovar espiritualmente al Clero y al pueblo de Dios en sus Iglesias particulares.

Con el objetivo de poder seguir de cerca el desarrollo de cuanto deseado por el Santo Padre, se solicita a los Ordinarios, interesados a tal iniciativa, señalar a este Dicasterio los puntos relativos a la adoración eucarística continuada en su Diócesis, sobre todo indicando cuáles sacerdotes y lugares han sido señalados en este importante apostolado eucarístico.

La Congregaciónpara el Clero queda a vuestra disposición para eventuales o ulteriores explicaciones en materia, donde sea necesario.

Ciudad del Vaticano, el 8 de diciembre de 2007

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

 

CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

 

ADORACIÓN, REPARACIÓN,

MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA LOS SACERDOTES

 

 

 

Responsable de la publicación: 

S.E.R Mons. Mauro Piacenza,

Arzobispo titular de Vittoriana, 

Secretario de la Congregación para el Clero 

 

 

Congregación para el Clero 

Piazza Pio XII, 3 - 00193 Roma 

TEL. 06 698 84151 - 06 698 84178 

Fax 06 698 84845 

 

 

 

CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

Carta que la Congregación envía con el objetivo de promover la adoración eucarística  en reparación y para la santificación del Clero: 

 

 

 

Excelencia Reverendísima,

 

Son realmente muchas las cosas por hacer para el verdadero bien del Clero y para la fecundidad del ministerio pastoral en las actuales circunstancias pero justamente por esto, aún con el firme propósito de afrontar tales desafíos sin eludir dificultades y fatigas, con la conciencia que el actuar es consecuencia del ser y que el alma de cada apostolado es la intimidad divina, se quiere partir de un movimiento espiritual que, haciendo tomar cada vez más conciencia del vínculo ontológica entre Eucaristía y Sacerdocio y de la especial maternidad de María hacia todos los Sacerdotes, haga nacer una cadena de adoración perpetua, para la reparación de las faltas y para la santificación de los clérigos y un inicio de compromiso de las almas femeninas consagradas para que, sobre la tipología de la Santísima Virgen María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote y Socia de su obra de Redención, quieran adoptar espiritualmente a sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, la oración y la penitencia.

 

Según el dato constante de la Tradición, el misterio y la realidad de la Iglesia no se reducen a la estructura jerárquica, a la liturgia, a los sacramentos y a los ordenamientos jurídicos. En efecto la naturaleza íntima de la Iglesia y el origen primario de su eficacia santificadora, hay que buscarlos en la mística unión con Cristo. Según la doctrina y la propia estructura de la constitución dogmática Lumen Gentium, tal unión no puede imaginarse separada de la Madre del Verbo Encarnado y que Jesús ha querido unida íntimamente a Sí para la salvación de todo el género humano.

Entonces no es casual que el mismo día que fue promulgada la constitución dogmática sobre la Iglesia - el 21 de noviembre de 1964 -, Pablo VI proclamó a María "Madre de la Iglesia”, es decir, madre de todos los fieles y de todos los pastores. Y el Concilio Vaticano II - refiriéndose a la Santísima Virgen - así se expresa: “…Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la Cruz, cooperó en la obra del Salvador en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia. “(LG n. 61). Sin nada añadir o sacar a la única mediación de Cristo, la siempre Virgen es reconocida e invocada, en la Iglesia, con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora; Ella es el modelo del amor materno que tiene que animar a quienes cooperan, a través de la misión apostólica de la Iglesia, en la regeneración de toda la humanidad (Cf. LG n. 65).

A la luz de estas enseñanzas que forman parte de la eclesiología del Concilio Vaticano II, los fieles, dirigiendo  la mirada a María - ejemplo fúlgido de cada virtud – están llamados a imitar a la primera discípula, la madre, a quien, en Juan - a los pies de la cruz (Cf. Jn 19, 25-27) - fue confiado cada discípulo, así, convirtiéndose en sus hijos, aprenden de Ella el verdadero sentido de la vida en Cristo. De tal modo - y justamente a partir del lugar ocupado y del rol desarrollado por la Santísima Virgen, en la historia de la salvación - se entiende, de modo todo particular, confiarle a María, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los Sacerdotes, suscitando, en la Iglesia, un movimiento de oración, que ponga al centro, la adoración eucarística continuada durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, siempre se eleve a Dios, incesantemente, una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, ruego y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente - a nivel del Cuerpo Místico - con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados al único Sumo y Eterno Sacerdote, para que sirvan siempre mejor a Él y a los hermanos como a quienes que, al mismo tiempo, están "en" la Iglesia pero, también, "de frente" a la Iglesia teniendo las funciones de Cristo y, representándolo como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia (Cf. PdV n. 16)

  

Se solicita, por lo tanto, a todo los Ordinarios diocesanos que, de modo particular, advierten la especificidad y la insustituibilidad del ministerio ordenado en la vida de la Iglesia, junto a la urgencia de una acción común en favor del sacerdocio ministerial, que sean parte activa y promuevan - en los diferentes sectores del pueblo de Dios confiados a ellos - verdaderos cenáculos en los cuales clérigos, religiosos y laico, se dediquen, unidos entre ellos, y con espíritu de verdadera comunión, a la oración, bajo forma de adoración eucarística continuada, también en espíritu de genuina y real reparación y purificación. Se adjunta con esta finalidad un librito con la intención de comprender mejor la índole de la iniciativa y un módulo que pedimos por cortesía enviarlo nuevamente a esta Congregación, debidamente recopilado si ustedes desean -  como esperamos - adherir en espíritu de fe al proyecto aquí presentado.

 

¡Que María, Madre del único, Eterno y Sumo Sacerdote, bendiga esta iniciativa e interceda, delante de Dios, pidiendo una auténtica renovación de la vida sacerdotal a partir del único modelo posible: Jesucristo, Buen Pastor!

 

Le doy homenaje cordialmente en el Vínculo de la communio eclesial con sentimientos de intenso afecto colegial

 

                                                    Cláudio Card. Hummes

                                                   Prefecto

 

 

Mauro Piacenza

Secretario

 

Ciudad del Vaticano, el 8 de diciembre de 2007

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María

 

 

 

(foto di Benedictus XVI)

 

© L’Osservatore Romano 

 

 

 

“¡ROGAD, PUES, AL DUEÑO DE LA MIES QUE MANDE OBREROS!”

 

“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!”. Eso significa:  la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan:  “Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y transformarse en perenne comunión divina de alegría y de amor.
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies!” quiere decir también:  no podemos ‘producir’ vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole:  “Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que Quien lo descubre debe transmitirlo!”.

 

Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón orante brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su “sí”. Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, El cual hará después su parte. En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que Él, según su voluntad, suscite en ellos el “sí”, la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de este la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan:  la luz de Dios y el amor de Dios.

  

Benedictus XVI

 

Encuentro con los sacerdotes y los diáconos en Freising, el 14 de septiembre de 2006

 

 

MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA LOS SACERDOTES

 

La vocación a ser madre espiritual para los sacerdotes es demasiado poco conocida, escasamente comprendida y, por tanto, poco vivida a pesar de su vital

y fundamental importancia. Esta vocación a menudo está escondida, invisible al ojo humano, pero apunta a transmitir vida espiritual. De esto estaba convencido el Papa Juan Pablo II: por ello quiso en el Vaticano un monasterio de clausura donde se pudiera rezar por sus intenciones como sumo Pontífice.

 

 "¡Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a mi madre! ".

 San Agustín

 

Independientemente de la edad y del estado civil, todas las mujeres pueden convertirse en madre espiritual de un sacerdote y no solamente las madres de familia. También es posible para una enferma, para una joven soltera o para una viuda. De modo particular esto vale para las misioneras y las religiosas que ofrecen toda su vida a Dios para la santificación de la humanidad. Juan Pablo II agradeció incluso a una niña por su ayuda materna: “Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento” (13 de mayo de 2000). 

 

Cada sacerdote está precedido por una madre, que frecuentemente también es una madre de vida espiritual para sus hijos.  Giuseppe Sarto, por ejemplo, el futuro Papa Pío X, apenas consagrado obispo, fue a encontrar a su madre de setenta años. Ella besó con respeto el anillo del hijo y al improviso, haciéndose meditativa, indicó su pobre alianza nupcial de plata: "Sí, Peppo pero tú ahora no lo usarías, si yo primero no llevaría esta alianza nupcial". Justamente San Pío X confirmaba con su experiencia: “¡Cada vocación  sacerdotal proviene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre!”.  Nos lo demuestra muy bien la vida de Santa Mónica. San Agustín, su hijo, que a la edad de diecinueve años, estudiante en Cartago, había perdido la fe, ha escrito en sus 'Confesiones': 

“... Tú has tendido tu mano desde lo alto y has sacado mi alma de estas densas tinieblas, ya que mi madre, tu fiel, lloraba sobre mí más que cuanto lloran las madres la muerta física de los hijos … sin embargo aquella viuda casta, devota, morigerada, de las que tú prefieres, hecha más animosa por la esperanza, pero no por ello menos fácil al llanto, no dejaba de llorar delante de ti, en todas las horas de oración”. Después de la conversión, él dijo con gratitud: “Mi santa madre, tu sierva, nunca me abandonó. Ella me dio a luz con la carne a esta vida temporal y con el corazón a la vida eterna. Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo  a mi Madre!”. 

Durante sus discusiones filosóficas, San Agustín quiso siempre consigo a su madre; ella escuchaba cuidadosamente, a veces intervenía delicadamente con su opinión o, con maravilla de los expertos presentes, daba también respuestas a cuestiones abiertas. ¡Por ello no sorprende que San Agustín se declarara su 'discípulo en filosofía'!.

 

 

El Sueño De Un Cardenal

 

 El cardenal Nicola Cusano (1401-1464), obispo de Bressanone (Brixen), no fue sólo un gran político de la Iglesia, famoso legado papal y reformador de la vida espiritual del clero y del pueblo del siglo XV, sino también un hombre de silencio y contemplación. En un “sueño” le fue mostrada

aquella realidad espiritual que todavía vale hoy para todos los sacerdotes y para todos los hombres:

el poder del abandono, de la oración y del sacrificio de las madres espirituales en el secreto de los conventos.

   

 Manos y corazones que se sacrifican

 

   “... Entrando en una iglesia pequeña y muy antigua, adornada con mosaicos y frescos de los primeros siglos, al cardenal se le manifestó una visión desmesurada.  Millares de religiosas rezaban en la pequeña iglesia. Ellas eran tan delgadas y unidas que todas tenían lugar, a pesar que la comunidad era numerosa. Las religiosas rezaban y el cardenal nunca había visto rezar tan intensamente.  Ellas no estaban arrodilladas, sino derechas en pie, la mirada fija no lejana, pero sobre un punto cercano a él, pero no visible a sus ojos. Sus brazos estaban abiertos y las manos dirigidas hacia lo alto, en una posición de ofrenda.” 

Lo increíble de esta visión es el hecho que estas religiosas en sus pobres y sutiles manos tenían hombres y mujeres, emperadores y reyes, ciudades y naciones. A veces las manos se estrechaban alrededor de una ciudad; otras veces de una nación, reconocible por las banderas nacionales, se extendía sobre un muro de brazos que la sostenía. También en estos casos, alrededor de cada persona orante se extendía un halo de  silencio y de discreción. Pero la mayor parte  de las religiosas sostenían en la mano un sólo hermano o hermana. 

En las manos de una joven y delgada religiosa, casi una niña, el cardenal Nicola vio  al papa. Se comprendía cuánto la carga pesaba sobre ella, pero su rostro brillaba de alegría. En las manos de una anciana religiosa estaba él mismo, Nicola Cusano, obispo de Bressanone y cardenal de la Iglesia romana. Él se reconoció claramente con sus arrugas y con los defectos de su alma y su vida. Observaba todo con ojos muy abiertos y asustados, pero el susto fue sustituido enseguida por una indescriptible beatitud. 

La guía, que se encontraba a su lado, le susurró:  “¡Veis cómo, a pesar de sus pecados, son tenidos y sostenidos los pecadores que no han dejado de amar a Dios!”. El cardenal preguntó:  “¿Qué sucede entonces  a los que no aman más?”. Al improviso, siempre junto a su guía, se encontró en la cripta de la iglesia, donde rezaban otras millares de religiosas. 

 

Mientras aquellas vistas en precedencia sostenían a las personas con sus manos, estas en la cripta las sostenían con los corazones. Estaban profundamente involucradas, porque se trataba del destino eterno de las almas.  “Veis, Eminencia”, dijo la guía: “así son tenidos los que han dejado de amar. A veces sucede que se calientan con el calor de los corazones que se consuman por ellos pero no siempre. A veces, en la hora de la muerte, pasan de las manos de quienes todavía los quieren salvar a aquellas del Juez divino, con quien luego tienen que justificarse también por el sacrificio ofrecido por ellos. Ningún sacrificio queda sin fruto, pero quien no acoge el fruto ofrecido a él, madura el fruto de la ruina.” 

El cardenal miró fijamente a las mujeres víctimas voluntarias.  Él había siempre sabido de su existencia. Pero nunca le había sido tan claro qué significaran ellas para la Iglesia, para el mundo, para los pueblos y para cada persona; sólo ahora lo comprendía con consternación. Él se inclinó profundamente delante de las mártires del amor.

 

 

            Desde 550 Säben fue durante 500 años la sede episcopal de la diócesis de Bressanone.

Desde 1685, es decir desde hace más que 300 años, el castillo episcopal se ha convertido en un monasterio, en donde hasta hoy una comunidad de Religiosas Benedictinas vive la maternidad espiritual,  rezando y consagrándose a Dios, precisamente como el cardenal Nicola Cusano había visto en su sueño.

 

ELIZA VAUGHAN

 

  Es una verdad evangélica que las vocaciones sacerdotales tienen que ser pedidas

con la oración. Jesús lo subraya en el Evangelio cuando dice: “¡La mies es abundante, pero los obreros son pocos! “¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!”.

(Mt 9,37-38).

Nos ofrece al respecto un ejemplo particularmente significativo la inglesa Eliza Vaughan, madre de familia y mujer dotada de espíritu sacerdotal, que rezó mucho por las vocaciones.

   

Eliza provenía de una familia protestante, la de los Rolls, que fundó sucesivamente la famosa industria automovilística Rolls-Royce, pero desde joven, durante su permanencia y educación en Francia, quedó muy impresionada por el ejemplar compromiso de la Iglesia católica con los pobres. 

En el verano del 1830, después de su matrimonio con el coronel John Francis Vaughan, Eliza, a pesar de la fuerte resistencia por parte de sus parientes, se convirtió al catolicismo.  Había tomado esta decisión con convicción y no sólo porque había entrado a formar parte de una conocida familia inglesa de tradición católica.  Los antepasados Vaughan, durante la persecución de los católicos ingleses bajo el reino de Isabel I (1558-1603), habían aceptado la expropiación de los bienes y la cárcel en lugar de renunciar a su fe. 

Courtfield, la residencia originaria de la familia del esposo, durante las décadas del terror, se volvió un centro de refugio para sacerdotes perseguidos, un lugar donde en secreto era celebrada la Santa Misa. Desde entonces pasaron casi tres siglos, pero nada cambió en el espíritu católico de la familia. 

 

  Convencida de la potencia de la oración silenciosa

y fiel, Eliza Vaughan dedicaba cada día una hora a la adoración en la capilla doméstica,

rezando por las vocaciones en su familia. Volviéndose madre de seis sacerdotes y cuatro religiosas, fue atendida abundantemente. Muerta en 1853, Mamá Vaughan fue enterrada en Courtfield,

en la propiedad de familia tan amada por ella.

 

Hoy Courtfield es un centro para ejercicios espirituales de la diócesis inglesa de Cardiff.

Inspirándose en la santa vida de Eliza, en 1954, la Capilla Doméstica fue consagrada por el obispo como “Santuario de Nuestra Señora de las vocaciones”,

título que fue confirmado en el 2000.

 

 

 

DEMOS NUESTROS HIJOS A DIOS

   

Convertida en lo profundo del corazón, plena de celo, Eliza propuso al marido dar sus hijos a Dios. Esta mujer de elevadas virtudes rezaba cada día durante una hora delante del Santísimo Sacramento en la Capilla de la residencia de Courtfield, pidiéndole a Dios una familia numerosa y muchas vocaciones religiosas entre sus hijos. ¡Fue atendida! Tuvo 14 hijos  y murió poco después del nacimiento del último hijo en 1853. De los 13 hijos que vivieron, entre los cuales ocho eran varones, seis se ordenaron sacerdotes:  dos en órdenes religiosas, un sacerdote diocesano, uno obispo, un arzobispo y un cardenal. De las cinco hijas, cuatro fueron consagradas religiosas. ¡Qué bendición para la familia y cuáles efectos para toda Inglaterra! 

Todos los hijos de la familia Vaughan tuvieron una infancia feliz, porque en la educación su santa madre poseía la capacidad de unir de manera natural la vida espiritual y las obligaciones religiosas con las diversiones y la alegría.  Por voluntad de la madre, formaban parte de la vida cotidiana la oración y la Santa Misa en la capilla doméstica, como también la música, el deporte, el teatro no profesional, la equitación y los juegos. Los hijos no se aburrían cuando la madre les contaba la vida de los santos que lentamente se volvieron para ellos íntimos amigos. Eliza se hacía acompañar por los hijos también durante las visitas a los vecinos enfermos y a los que sufrían, para que pudieran en estas ocasiones aprender a ser generosos, a realizar sacrificios, a donar a los pobres sus ahorros o los juguetes. 

  Ella murió poco después del nacimiento del decimocuarto hijo, John. Dos meses después de su muerte, el coronel Vaughan, convencido que ella había sido un don de la Providencia, escribió en una carta: "Hoy, durante la adoración, agradecí al Señor, porque pude devolver a Él mi amada esposa. Le abrí mi corazón con gratitud por haberme donado Eliza como modelo y guía, a ella me une todavía un vínculo espiritual inseparable.  ¡Qué consuelo maravilloso y cuánta gracia me transmite! Todavía la veo como siempre la vi delante de Santísimo con su pura y humana gentileza que le iluminaba el rostro durante la oración." 

 

 

 

OBREROS EN LA VIÑA DEL SEÑOR

 

 

Las numerosas vocaciones en el matrimonio Vaughan son realmente una insólita herencia en la historia de Gran Bretaña y una bendición que provenía sobre todo de la madre Eliza. 

Cuando Herbert, el hijo mayor, a dieciséis años anunció a sus padres de quería ser sacerdote, las reacciones fueron diferentes. La madre, que había rezado mucho por esto,   

sonrió y dijo: “Hijo mío, lo sabía desde hace tiempo”. El padre en cambio necesitó un poco de tiempo para aceptar el anuncio, porque justamente sobre el hijo mayor, el heredero de la casa, había repuesto muchas esperanzas y había pensado para él una brillante carrera militar.  Cómo hubiera podido imaginar que Herbert un día habría llegado a ser arzobispo de Westminster, fundador de los Misioneros de Millhill y  luego cardenal?

 

Pero también el padre se convenció pronto y escribió a un amigo: “Si Dios quiere a Herbert para sí, pueden tener también a todos los otros”. Pero Reginaldo se casó, como también Francis Baynham, que heredó la propiedad de familia.  Dios llamó también a otros nueve hijos de los Vaughan. Roger, el segundo, fue nombrado prior de los Benedictinos y más tarde el muy querido arzobispo de Sydney, en Australia, donde hizo construir la catedral. Kenelm se consagró como cisterciense y más tarde sacerdote diocesano. Giuseppe, el cuarto hijo de los Vaughan, fue benedictino como su hermano Roger y fundador de una nueva abadía. 

Bernardo, quizás el más vivaz de todos, que amaba mucho la danza y el deporte y que tomaba parte en todas las diversiones, se hizo jesuita. Se dicen que el día anterior a su ingreso en la orden, participó en un baile y le dijo a su pareja: “Éste que hago con usted es mi último baile porque me convertiré en jesuita!”. Sorprendida, la joven exclamó: “¡Pero por favor!  Justo usted que ama tanto el mundo y baila maravillosamente quiere convertirse en jesuita?”. La respuesta, si bien interpretable de varios modos, es muy bonita: “Justamente por esto me dono a Dios!.” 

John, el más joven, fue ordenado sacerdote por el hermano Herbert y más tarde fue obispo de Salford en Inglaterra. De las cinco hijas de la familia, cuatro se consagraron religiosas. Gladis entró en la orden de la Visitación, Teresa fue religiosa de la Misericordia, Claire religiosa clarisa y Mary priora de las Agustinas. También Margareta, la quinta hija de los Vaughan, hubiera querido ser una religiosa, si bien no le fue posible por la frágil salud. Pero también ella vivió en casa como consagrada  y transcurrió  los últimos años de su vida en un monasterio. 

 

 

Herbert Vaughan tenía dieciséis años cuando en el verano, durante un retiro espiritual,  decidió ser sacerdote.

Fue ordenado en Roma  a la edad de 22 años y más tarde fue nombrado obispo de Salford en Inglaterra y fundó los Misioneros de Millhill, que obran hoy en todo el mundo. En fin, fue nombrado Cardenal  y fue el tercer Arzobispo de Westminster.  En su blasón estaba escrito: “¡Amar y servir!”.  Su programa era enunciado en el dicho: “El amor tiene que ser la raíz de donde florece todo mi servicio.” 

 

BEATA MARIA DELUIL MARTINY (1841-1884)

 

Hace 120 años, en algunas revelaciones privadas, Jesús inició a confiar a personas consagradas en los monasterios y en el mundo Su plan para la renovación del sacerdocio. A algunas madres espirituales Él confió la llamada 'obra para los sacerdotes'. Una de las precursoras de esta obra es la beata Maria Deluil Martiny. De este gran íntimo deseo suyo, ella dijo: “¡Ofrecerse para las almas es bello y grande! ¡Pero ofrecerse para las almas de los sacerdotes... es tan bello y grande que se debería tener mil vidas y mil corazones!... ¡Daría con gusto mi vida sólo para que Cristo pudiera encontrar en los sacerdotes lo que se espera de ellos! ¡También la daría con gusto aun si uno solo pudiera realiza perfectamente el plan divino sobre él!”. Efectivamente, a sólo 43 años, ella selló con el martirio su maternidad espiritual. Sus últimas palabras fueron: “Es por la obra, la obra para los sacerdotes!". 

 

  

SIERVA DE DIOS LOUISE MARGUERITE CLARET DE LA TOUCHE (1868-1915)

 

Jesús preparó durante  largos años también a la Sierva de Dios Louise Marguerite Claret de la Touque al apostolado para la renovación del sacerdocio. Ella cuenta que el 5 de junio de 1902, durante una adoración, se le apareció el Señor. 

"Yo le había rezado por nuestro pequeño noviciado y le había suplicado de darme algunas almas que habría podido plasmar para Él. Él me respondió: ‘Te daré almas de hombres’. Quedé en silencio porque no comprendí sus palabras. Jesús añadió: ‘Te daré almas de sacerdotes’. Aún más sorprendida por estas palabras, le pregunté: ‘Mi Jesús, como lo harás?’. Luego Él me explicó la obra que estaba por preparar y que hubiera tenido que calentar el mundo con el amor. Jesús siguió explicando su plan y por ello quiso dirigirse a los sacerdotes: ‘Como hace 1900 años pude renovar  el mundo con doce hombres - ellos eran sacerdotes – así también hoy podría renovar el mundo con doce sacerdotes, pero deberán ser sacerdotes santos’. Luego el Señor mostró a Louise Marguerite la obra en concreto. “Es una unión de sacerdotes, una obra que comprende todo el mundo”, ella escribió. “Si el sacerdote quiere realizar su misión y proclamar la misericordia de Dios, debería en primer lugar él mismo estar invadido por el Corazón de Jesús y debería ser iluminado  por el amor de Su Espíritu. Los sacerdotes deberían cultivar la unión entre ellos, ser un corazón y un alma, y nunca obstaculizarse entre ellos”. 

 

Louise Marguerite describió con fórmulas tan buenas el sacerdocio en su libro “El corazón de Jesús y el sacerdocio”, que algunos sacerdotes han creído que era obra de un cohermano.  Un jesuita declaró:  “No sé quién escribió el libro, pero una cosa sé de preciso, no es la obra de una mujer!”. 

 

 

LU MONFERRATO

 

 

Fuimos al pequeño pueblo de Lu en el Norte de Italia, una localidad que cuenta con pocos 

miles de habitantes y que se encuentra en una región rural a 90 km al este de Turín. Este pequeño pueblo hubiera quedado desconocido si en 1881 algunas madres de familia no hubieran tomado una decisión que tuvo 'grandes repercusiones.' 

 

Muchas de estas madres tenían en el corazón  el deseo de ver a uno de sus hijos ordenarse sacerdote o una de sus hijas comprometerse totalmente al servicio del Señor. Comenzaron pues a reunirse todos los martes para la adoración del Santísimo Sacramento, bajo la guía de su párroco, Monseñor Alessandro Canora, y a rezar por las vocaciones. Todos los primeros domingos del mes recibían la comunión con esta intención. Después de la Misa todas las madres rezaban juntas para pedir vocaciones sacerdotales.  Gracias a la oración plena de confianza de estas madres y a la apertura de corazón de estos padres, las familias vivían en un clima de paz, serenidad y devoción alegre que permitió a sus hijos discernir con mayor facilidad su llamada. 

 

  Esta foto es única en la historia de la Iglesia católica. Desde el 1 al 4 de septiembre de 1946  una gran parte de los 323 sacerdotes, religiosos y religiosas provenientes de Lu se encontraron en su pueblo.

 

Este encuentro tuvo resonancia en todo el mundo.

 

 

Cuando el Señor dijo: “Muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mt 22,14) hay que comprenderlo de este modo: muchos serán llamados, pero poco responderán. Nadie hubiera pensado que el Señor hubiera atendido tan abundantemente la oración de estas madres. 

De este pequeño pueblo surgieron  323 vocaciones a la vida consagrada (¡trescientos veintitrés!): 152 sacerdotes (y religiosos) y 171 religiosas miembros de 41 congregaciones. En algunas familias había hasta tres o cuatro vocaciones. El ejemplo más conocido es la familia Rinaldi. El Señor llamó a siete hijos de esta familia. Dos hijas se consagraron como religiosas salesianas y enviadas a San Domingo, fueron valientes pioneras y misioneras. Entre los varones, cinco fueron sacerdotes salesianos. 

El más conocido de los cinco hermanos, Filippo Rinaldi, fue el tercer sucesor de don Bosco, beatificado por Juan Pablo II el 29 de abril de 1990. De hecho, muchos jóvenes entraron con los salesianos. No es una casualidad porque don Bosco en su vida fue cuatro veces  a Lu. El santo participó en la primera Misa de Filippo Rinaldi, su hijo espiritual, en su pueblo nativo.  A Filippo le gustaba mucho recordar la fe de las familias de Lu: “Una fe que hacía decir a nuestros padres: el Señor nos donó hijos y si Él los llama nosotros no podemos ciertamente decir que no!”. 

Luigi Borghina y Pietro Rota vivieron la espiritualidad de don Bosco de modo tan fiel que fueron llamados uno “el don Bosco de Brasil” y el otro “el don Bosco de la Valtellina”. También Mons. Evasio Colli, Arzobispo de Parma, provenía de Lu (Alessandria). De él dijo Juan XXIII: “Él tendría que haber sido papa, y no yo. Tenía todo para llegar a ser un gran papa.” 

 

Cada 10 años, todos los sacerdotes y las religiosas que todavía están vivos se reúnen en su pueblo de origen llegando desde todo el mundo. Padre Mario Meda, que fue por muchos años párroco de Lu, dice como este encuentro es en realidad una verdadera fiesta, una fiesta de agradecimiento a Dios por haber hecho grandes cosas en Lu. 

 

   

La oración que las madres de familia recitaban en Lu era breve, simple y profunda:

 

“¡Señor, haz que uno de mis hijos llegue a ser sacerdote!

Yo misma quiero vivir como buena cristiana

y quiero conducir a mis hijos hacia el bien para obtener la gracia de poder ofrecerte, Señor, un sacerdote santo. Amén.”

 

 

BEATA ALESSANDRINA DA COSTA

(1904-1955)

 

También el ejemplo de la vida de Alessandrina da Costa, beatificada el 25 de abril del 2004, demuestra de manera impresionante la fuerza trasformadora y los efectos visibles del sacrificio de una joven enferma y abandonada. 

En 1941 Alessandrina escribió a su padre espiritual, Padre Mariano Pinho, que Jesús le había dirigido este pedido: “Hija mía, en Lisboa vive un sacerdote que corre el riesgo de condenarse por la eternidad; él me ofende de modo grave. Llama a tu padre espiritual y pídele el permiso para que yo te haga sufrir durante la pasión de modo particular por aquella alma”. 

Recibido el permiso, Alessandrina sufrió muchísimo. Sentía el peso de los pecados de aquel sacerdote que no quería saber más nada de Dios y estaba por dañarse. La pobrecita vivía en su cuerpo el estado infernal en que se encontraba el sacerdote y suplicaba: “¡No al infierno, no! Me ofrezco en holocausto por él hasta cuando Tú lo quieras!”. Ella sintió hasta el nombre y el apellido del sacerdote. 

P. Pinho quiso entonces indagar con el cardenal de Lisboa si en aquel momento existía un sacerdote que le causaba aflicciones. El cardenal le confirmó con sinceridad que efectivamente había un sacerdote que le daba muchas preocupaciones; cuando le reveló el nombre, era justamente el mismo que Jesús había nombrado a Alessandrina. Algunos meses después le fue referido a P. Pinho por parte de un amigo-sacerdote, Padre Davide Novais, un acontecimiento particular. Padre Davide había apenas realizado un curso de ejercicios espirituales en Fátima, en el cual también había participado un señor reservado que había sido notado por todos por su comportamiento ejemplar. Aquel hombre, la última tarde de los ejercicios, sufrió un ataque de corazón; después de llamar a un sacerdote, pudo confesarse y recibir la Santísima Comunión. Poco después murió, reconciliado con Dios. Se descubrió que aquel señor, vestido de laico, era un sacerdote y  era precisamente aquella persona por quien Alessandrina había tanto luchado . 

 

 

SIERVA DE DIOS

CONSOLATA BETRONE

(1903-1946)

 

Los sacrificios y las oraciones de una madre espiritual de sacerdotes favorecen particularmente  a los consagrados que se perdieron o han abandonado su vocación. Jesús, en su Iglesia, ha llamado a ésta vocación a innumerables mujeres orantes, como por ejemplo Sor Consolata Betrone, Clarisa Capuchina de Turín. Jesús le dijo: “Tu tarea en la vida es dedicarte a tus hermanos. Consolata, también tú serás un buen pastor y tienes que ir a buscar a los hermanos extraviados para reconducírmelos”. Consolata ofreció todo por ellos, “sus hermanos” sacerdotes y consagrados, que tenían necesidades espirituales. En la cocina, durante el trabajo, rezaba continuamente su oración del corazón:  “Jesús, María, Os amo, salváis almas!”. 

Cambió conscientemente cada mínimo servicio y cada deber en sacrificio. Jesús le dijo con respecto a esto: “Éstas son acciones insignificantes, pero como tú me las ofreces con tanto amor, concedo a ellas un valor desmedido y las transformo en gracias de conversión que descienden sobre los hermanos infelices”. 

 

A menudo en el convento eran señalados por teléfono o por escrito casos concretos de los cuales Consolata se hacía cargo en el sufrimiento. A veces sufría por semanas o meses aridez, abandono, sentido de inutilidad, oscuridad, soledad, dudas y por los estados pecaminosos de los sacerdotes. Una vez, durante estas luchas interiores, le escribió a su padre espiritual: “¡Cuánto me cuestan los hermanos!”. Pero Jesús le hizo la grandiosa promesa: “Consolata, no es sólo un hermano que reconducirás a Dios sino a todos. Te lo prometo, me regalarás a los hermanos, uno después de un!”. ¡Así fue! Recondujo a un sacerdocio rico en gracia a todos los sacerdotes confiados a ella. Muchos de estos casos fueron documentados con exactitud. 

 

 

BERTHE PETIT (1870-1943)

 

 

Berthe Petit es una gran mística belga, un alma de expiación poco conocida. Jesús le indicó claramente el sacerdote por el cual ella debía renunciar a sus proyectos personales

y también se lo hizo encontrar.

 

 

EL 'PRECIO' POR UN SACERDOTE SANTO

 

Desde cuando era una joven de quince años, Berthe durante cada Santa Misa rezaba por el celebrante: “Jesús mío, haz que Tu sacerdote no te de aflicciones!”. Cuando tenía diecisiete años, sus padres perdieron todo su patrimonio por una fianza; el 8 de diciembre de 1888, su director espiritual dijo a Berthe que su vocación no era el monasterio, sino permanecer en casa y cuidar a sus padres. De mala gana la joven aceptó el sacrificio; pero le pidió a la Virgen ser mediadora para que, en el lugar de su vocación religiosa, Jesús llamara un sacerdote diligente y santo. “¡Usted será atendida!”: le confirmó el padre espiritual. 

Lo que ella no podía prever, ocurrió 16 días después: un joven jurista de 22 años, el Dr. Louis Decorsant, estaba rezando delante de una estatua de la Madre de los Dolores. Al improviso e inesperadamente, él tuvo la certeza que su vocación no era la de casarse con la joven que amaba y ejercer la profesión de escribano. Comprendió claramente que Dios lo llamaba al sacerdocio. Esta llamada fue tan clara e insistente que él no titubeó ni siquiera por un instante en  dejar todo. Después de los estudios en Roma, donde había completado su doctorado, fue ordenado sacerdote en 1893. Berthe tenía entonces 22 años. 

En el mismo año, el joven sacerdote de 27 años concelebró durante la Santa Misa de medianoche en un suburbio de París. Este hecho tiene su importancia porque a la misma hora Berthe, participando en la Santa Misa de medianoche en otra parroquia, prometió solemnemente al Señor: “Jesús, quisiera ser un holocausto para los sacerdotes, para todos los sacerdotes, pero en particular para el sacerdote de mi vida”. 

 

Cuando fue expuesto el Santísimo, la joven vio al improviso una gran cruz con  Jesús y a sus pies María y Juan. Ella escuchó las siguientes palabras:  “Tu sacrificio fue aceptado, tu súplica atendida. He aquí  tu sacerdote.... Un día lo conocerás”. Berthe vio que los rasgos del rostro de Juan habían asumido aquellos de un sacerdote  para ella desconocido.  Se trataba del reverendo Decorsant, pero ella lo encontró solamente en 1908, es decir quince años después, y reconoció su rostro. 

 

 

EL ENCUENTRO QUERIDO

POR DIOS

 

 

Berthe estaba en Lourdes en peregrinaje. Allí la Virgen le confirmó: “Verás al sacerdote que has pedido a Dios hace veinte años. Sucederá dentro de poco”. Ella se encontraba con una amiga en la estación de Austerlitz en París en un tres que se dirigía a Lourdes, cuando un sacerdote subió en su compartimiento para ocupar un lugar para una enferma. Era el reverendo Decorsant.  Sus rasgos eran aquellos que Berthe había visto en el rostro de San Juan quince años antes, por lo tanto era aquella persona por la cual ya había ofrecido tantas oraciones y sufrimientos físicos. Después de intercambiar algunas palabras de cortesía, el sacerdote descendió del tren. Exactamente un mes más  tarde, el mismo reverendo Decorsant fue en peregrinaje a Lourdes para confiarle a la Virgen su futuro sacerdotal.  Cargado con los equipajes, encontró nuevamente a Berthe y a su amiga. Reconociendo a las dos mujeres, las invitó a la Santa Misa. Mientras Padre Decorsant  elevaba la hostia, Jesús dijo a Berthe en su interior: “Éste es el sacerdote por el cual acepté tu sacrificio”. Después de la liturgia, ella supo que ‘el sacerdote de su vida’, como lo habría llamado sucesivamente, estaba alojado en su misma pensión. 

 

   

UNA TAREA EN COMÚN

 

 

Berthe reveló al Padre Decorsant su vida espiritual y su misión para la consagración  al Corazón Inmaculado y Doloroso de María. Él por su parte comprendió que esta alma preciosa le había sido confiada por Dios. Aceptó un lugar en Bélgica y se convirtió para Berthe Petit en un santo director espiritual y en un apoyo incansable para la realización de su misión. Como era un excelente teólogo fue el intermediario ideal con la jerarquía eclesiástica  de Roma. 

Durante 24 años, es decir hasta la muerte, acompañó a Berthe, quien como alma de expiación a menudo estaba enferma y sufría particularmente por los sacerdotes que habían dejado su vocación. 

 

VENERABLE CONCHITA DE MÉXICO (1862-1937)

 

 María Concepción Cabrera de Armida, Conchita, esposa y madre de numerosos hijos,

es una de las santas modernas, que Jesús durante años preparó a una maternidad espiritual  para los sacerdotes. En el futuro, ella será de gran importancia para la Iglesia universal.

 

   

  (foto de Conchita)                                                               (foto del hijo)

 

Conchita, joven viuda                                               El hijo Manuel 

 

 

Jesús, una vez explicó a Conchita: “Hay  almas que han recibido la unción a través de la ordenación sacerdotal. Pero hay… también almas sacerdotales que tienen una vocación sin tener la dignidad o la ordenación sacerdotal.  Ellos se ofrecen en unión conmigo.... Estas almas ayudan espiritualmente a la Iglesia de manera poderosa. Tú serás madre de un gran número de hijos espirituales, pero ellos costarán a tu corazón como mil mártires. Ofrécete como holocausto para los sacerdotes, únete a mi sacrificio para obtener gracias para ellos” ... "Quisiera volver a este mundo ... en mis sacerdotes. Quisiera renovar el mundo, revelándome en ellos y dar un impulso fuerte a mi Iglesia, derramando el Espíritu Santo sobre mis sacerdotes como en una nueva Pentecostés”. 

“La Iglesia y el mundo necesitan una nueva Pentecostés, una Pentecostés sacerdotal, interior”.

Cuando era joven Conchita rezaba a menudo delante del Santísimo: “Señor, me siento incapaz de amarte, por ello quisiera casarse. Dóname muchos hijos de manera que ellos te amen más de cuanto yo soy capaz”. De su matrimonio particularmente feliz nacieron nueve hijos, dos mujeres y siete varones. Ella los consagró a todos a la Virgen: “Te los dono completamente como hijos tus. Tú sabes que yo no los sé educar, conozco demasiado poco qué quiere decir ser madre, pero Tú, Tú lo sabes”. Conchita asistió a la muerte de cuatro de sus hijos, que tuvieron todos una muerte santa. 

Conchita fue concretamente madre espiritual para el sacerdocio de uno de sus hijos; de él ella escribió: “Manuel nació en la misma hora en que murió Padre José Camacho.

Cuando supe la noticia, recé a Dios que mi hijo pudiera reemplazar a este sacerdote en el altar… Desde el momento en que el pequeño Manuel inició a hablar, hemos rezado juntos para la gran gracia de la vocación al sacerdocio.... El día de su Primera Comunión y en todas las fiestas principales renové la súplica... A la edad de diecisiete años entró en la Compañía de Jesús”. 

En 1906 desde España donde se encontraba, Manuel (nacido en 1889, su tercer hijo) le comunicó su decisión de ordenarse sacerdote y ella le escribió:  “¡Dónate al Señor con todo el corazón sin negarte nunca!  ¡Olvida las criaturas y sobre todo olvídate de ti mismo! No puedo imaginarme un consagrado que no sea un santo. No es posible donarse a Dios  a medias. ¡Trata de ser generoso con Él!”. 

En 1914 Conchita encontró a Manuel en España por última vez, porque él no regresó jamás a México. En aquel tiempo el hijo le escribió: “Mi querida, pequeña mamá, me has indicado el camino. Tuve la suerte, desde pequeño, de escuchar de tus labios la doctrina saludable y exigente de la cruz. Ahora quisiera ponerla en obra”. También la madre probó 

el dolor de la renuncia:  “Llevé tu carta delante del tabernáculo y dije al Señor que acepto con toda mi alma este sacrificio. El día siguiente puse la carta sobre mi pecho mientras recibía la Santa Comunión, para renovar el sacrificio total”. 

 

 

MAMÁ, ENSÉÑAME A SER SACERDOTE

 

El 23 de julio de 1922, una semana antes de la  ordenación sacerdotal, Manuel que tenía treinta años escribió a su madre: “¡Mamá, enséñame a ser sacerdote! Háblame de la alegría inmensa de poder celebrar la Santa Misa. Entrego todo en tus manos como tú me has custodiado sobre tu pecho cuando era niño y me has enseñado a pronunciar los hermosos nombres de Jesús y María, para introducirme en este misterio. Me siento de veras un niño que te pide oraciones y sacrificios.... Apenas sea ordenado sacerdote, te enviaré mi bendición y después acogeré de rodillas la tuya”. 

Cuando Manuel fue ordenado sacerdote, el 31 de julio de 1922 en Barcelona, Conchita se levantó para participar espiritualmente en la ordenación; a causa de la diferencia de horario en México era de noche. Ella se conmovió profundamente: “¡Soy madre de un sacerdote!... ¡Puedo solamente llorar y agradecer! Invito a todo el cielo a agradecer en mi lugar, porque me siento incapaz por mi miseria”. Diez años después escribió al hijo: “No logro imaginarme un sacerdote que no sea Jesús y aún menos cuando forma parte de la Compañía de Jesús. Rezo por ti para que tu transformación en Cristo, desde el momento de la celebración, se realice de modo que tu seas Jesús de día y de noche” (17 de mayo de 1932) “¿qué haríamos sin la cruz? La vida sin dolores que unen, santifican, purifican y obtienen gracias, sería insoportable” (10 de junio de 1932). Padre Manuel murió 

a 66 años en olor de santidad. 

   

El Señor hizo comprender a Conchita en función de su apostolado: “Te confío todavía otro martirio: tú sufrirás lo que los sacerdotes hacen en mi contra. Tú vivirás y ofrecerás por su infidelidad y miseria”. Esta maternidad espiritual para la santificación de los sacerdotes  y de la Iglesia la consumió completamente. Conchita murió en 1937 a 75 años. 

 

 

MI SACERDOCIO Y UNA DESCONOCIDA

 

EL BARÓN WILHELM EMMANUEL KETTELER (1811-1877)

 

Todos nosotros debemos lo que somos y nuestra vocación  a las oraciones y a los sacrificios ajenos. En el caso del conocido obispo Ketteler,  un personaje excelente del episcopado alemán del Ochocientos y una de las figuras de relieve entre los fundadores de la sociología católica, la bienhechora fue una religiosa conversa, la última y la más pobre religiosa de su convento.

   

En 1869 se encontraron juntos un obispo de una diócesis de Alemania y un huésped suyo, el  Obispo Ketteler de Münster. Durante la conversación, el obispo diocesano subrayaba las múltiples obras benéficas de su huésped.  Pero el obispo Ketteler explicaba a su interlocutor: “Todo lo que con la ayuda de Dios alcancé, se lo debo a la oración y al sacrificio de una persona que no conozco. Puedo decir solamente que alguien ofreció su vida a Dios en sacrificio por mí y a esto debo el hecho de ser sacerdote”. Y continuó: “En un primer momento no me sentía destinado al sacerdocio. Había realizado mis exámenes de habilitación en Abogacía y apuntaba a hacer carrera cuanto antes para obtener en el mundo un lugar importante y tener honores, consideración y dinero.  Pero un acontecimiento extraordinario me lo impidió y dirigió mi vida en otra dirección. 

Una tarde, mientras me encontraba solo en mi habitación, me entregué a mis sueños ambiciosos y a los planes para el futuro. No sé que me sucedió, si estaba despierto o dormido: ¿lo que veía era la realidad o se trataba de un sueño? Una cosa sé: vi lo que fue luego  la causa de la transformación de mi vida. Claro y neto, Cristo estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado Corazón. Delante de Él se encontraba una religiosa arrodillada que levantaba las manos en posición de imploración. De la boca de Jesús escuché las siguientes palabras: '¡Ella reza incesantemente por ti!'. Veía claramente la figura del orante, su fisonomía se imprimió tan fuertemente en mí que todavía hoy la tengo delante de mis ojos. Ella me parecía una simple conversa. Su vestido era pobre y ordinario, sus manos enrojecidas y callosas por el trabajo pesado. Cualquier cosa haya sido, un sueño o no, para mí fue extraordinario porque quedé impresionado profundamente y desde aquel momento decidí consagrarme completamente a Dios en el servicio sacerdotal. 

Me aparté en un monasterio para los ejercicios espirituales y discutí de todo esto con mi confesor. Inicié los estudios de teología a treinta años. Todo el resto usted ya lo conoce. Si ahora usted piensa que algo bueno ocurre a través mío, sepa de quien es el verdadero mérito: de aquella religiosa que rezó por mí, quizás sin conocerme.  Estoy convencido que por mi alguien rezó y reza todavía en secreto y que sin aquella oración no podría alcanzar la meta que Dios me ha destinado”. “¿Sabe quién es que reza por usted y dónde?”: preguntó el obispo diocesano. “No, puedo sólo cotidianamente pedir a Dios que la bendiga, si  todavía vive, y que devuelva mil veces lo que hizo por mí”. 

 

 

LA HERMANA DEL ESTABLO

 

 

El día siguiente, el obispo Ketteler fue a visitar un convento de religiosas en una ciudad cercana y celebró para ellas la Santa Misa en la capilla. Casi al final de la distribución de la Santísima Comunión, llegando a la última fila, su mirada se fijó en una religiosa.  Su rostro palideció, él quedó inmóvil, luego se recuperó y dio la Comunión a la religiosa que nada había notado y estaba devotamente de rodillas. Después concluyó serenamente la liturgia. 

Para el desayuno llegó también al convento el obispo diocesano del día anterior. El obispo Ketteler pidió a la madre superiora de presentarle a todas las religiosas, quienes llegaron en poco tiempo. Los dos obispos se acercaron y Ketteler las saludaba observándolas, pero parecía claramente no encontrar lo que buscaba. En voz baja se dirige a la madre superiora: “¿Estas son todas las religiosas?”. Ella mirando al grupo, respondió: “¡Excelencia, las hice llamar a todas, pero efectivamente falta una!”. “¿Por qué no vino?”. La madre respondió: “Ella se ocupa del establo, y lo hace de un modo tan ejemplar que en su celo a veces se olvida las otras cosas”. “Deseo conocer a esta religiosa”, dijo el obispo. Después de poco tiempo, llegó la religiosa. Él palideció de nuevo y después de haber dirigido algunas palabras a todas las religiosas, pidió permanecer sólo con ella. 

“¿Usted me conoce?”: preguntó. “¡Excelencia, yo no lo he visto nunca!”. “¿Pero usted rezó y ofreció buenas obras por mí?”: quería saber Ketteler. “No soy consciente de ello, porque no sabía de la existencia de Vuestra Gracia”.

El obispo permaneció algunos instantes inmóvil y en silencio, luego continuó con otras preguntas. “¿Cuáles son las devociones que más ama y que practica con más frecuencia?”. “La veneración al Sagrado Corazón”, contestó la religiosa. “¡Parece que usted tiene el trabajo más pesado en el convento!”: continuó. “¡Ay no, Vuestra Gracia! Ciertamente no puedo desconocer que a veces me repugna”. “¿Entonces qué hace cuando está agobiada por la tentación?”. “Tomé la costumbre de afrontar por amor a Dios con alegría y celo todas las tareas que me cuestan mucho y después las ofrezco por un alma del mundo. Será el buen Dios quien elegirá a quien dar Su gracia, yo no lo quiero saber. También ofrezco la hora de adoración de la noche, desde las veinte a las veintiuno, por esta intención.” “¿Cómo le surdió la idea de ofrecer todo esto por un alma?”. “Es una costumbre que ya tenía cuando todavía vivía en el mundo. En la escuela el párroco nos enseñó que se debería rezar por los demás como se hace por los propios parientes. Además añadía: 

'Sería necesario rezar mucho por los que corren el peligro de perderse por la eternidad. Pero como sólo Dios sabe quien tiene mayor necesidad, lo mejor sería ofrecer las oraciones al Sagrado Corazón de Jesús, confiando en Su sabiduría y omnisciencia'. Así hice, y siempre pensé que Dios encuentra el alma justa”.

 

  

DÍA DEL CUMPLEAÑOS Y DÍA DE LA CONVERSIÓN

 

“¿Cuántos años tiene?”: le preguntó Ketteler. “Treinta y tres años, Excelencia.” El obispo, perturbado, se interrumpió por un instante, luego preguntó: “¿Cuándo  nació?”. La religiosa refirió el día de su nacimiento. El obispo entonces hizo una exclamación: se trataba precisamente  del día de su conversión! Él la había visto exactamente así, delante de sí como se encontraba en aquel momento. “¿Usted no sabe si sus oraciones y sus sacrificios tuvieron éxito?”. “No, Vuestra Gracia”. “¿Y no lo quiere saber?”. “El buen Dios sabe que cuando se hace algo bueno, esto es suficiente”, fue la simple respuesta. El obispo estaba muy impresionado: “¡Por amor a Dios, entonces continúe con esta obra!”. 

La religiosa se arrodilló frente a él y le pidió su bendición. El obispo levantó solemnemente las manos y con profunda conmoción dijo: “Con mis poderes episcopales, bendigo su alma, sus manos y el trabajo que cumplen, bendigo sus oraciones y sus sacrificios, su dominio de sí y su obediencia. La bendigo especialmente para su última hora y ruego a Dios que la asista con Su consuelo”. “Amén”, respondió serena la religiosa y se alejó. 

 

 

UNA ENSEÑANZA PARA TODA LA VIDA

 

El obispo se sintió turbado profundamente, se acercó a la ventana  para mirar afuera, tratando de recobrar su equilibrio. Más tarde se despidió de la madre superiora para regresar a la casa de su amigo y cohermano. A él le confió: “Ahora encontré a quien debo mi vocación.  Es la última y la más pobre conversa del convento. Nunca podré suficientemente dar gracias a Dios por Su misericordia, porque aquella religiosa reza por mí desde casi veinte años. Pero Dios ya en antelación había acogido su oración y también había previsto que el día de su nacimiento coincidiera con el de mi conversión; sucesivamente Dios acogió las oraciones y las obras buenas de aquella religiosa. 

¡Cuál enseñanza y admonición para mí! Si un día tuviera la tentación de jactarme por eventuales éxitos y por mis obras delante de los hombres, debería tener presente que todo me proviene de la gracia de la oración y del sacrificio de una pobre sierva del establo de un convento. Y si un trabajo insignificante me parece de poco valor, tengo que reflexionar que lo que aquella sierva, con obediencia humilde hacia Dios, hace y ofrece en sacrificio con dominio de sí tiene un tal valor delante a Dios, a tal punto que sus obras han creado un obispo para la Iglesia!”.

 

(foto)

 

El obispo Wilhelm Emmanuel Ketteler 

 

 

SANTA TERESA DE LISIEUX

(1873-1897)

 

Teresa tenía sólo 14 años cuando, durante un peregrinaje a Roma, comprendió su vocación de madre espiritual para los sacerdotes. En su autobiografía escribe como, después de haber conocido en Italia a muchos santos sacerdotes, había también comprendido que, a pesar de su sublime dignidad, ellos permanecían hombres débiles y frágiles. “Si santos sacerdotes... muestran con su comportamiento que tienen necesidad extrema de oraciones, qué tendríamos que decir de aquellos que son tibios” (A 157). En una de sus cartas animaba a la hermana Celina: “Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes... recemos, suframos por ellos y, en el último día, Jesús será agradecido” (LT 94). 

 

En la vida de Teresa, doctora de la Iglesia, hay un episodio conmovedor que demuestra su celo por las almas y especialmente por los misioneros. Ya estaba muy enferma y caminaba sólo con mucho esfuerzo, por ello el médico le había ordenado que hiciera todos los días, por media hora, un paseo en el jardín. Si bien no creyendo en la utilidad de este ejercicio, ella lo realizaba fielmente cada día.  Una vez una hermana que la acompañaba, viendo los grandes sufrimientos que le proporcionaba el caminar, le dijo: “¿Pero sor Teresa, por qué hace todo este esfuerzo si le procura más sufrimientos que alivio?”. Y contestó la santa: “Sabe hermana, estoy pensando que quizás justamente en este momento un misionero en un país lejano se siente muy cansado y desmoralizado, por ello ofrezco mis fatigas por él”. 

Dios demostró haber acogido el deseo de Teresa de ofrecer su vida por los sacerdotes, cuando la madre superiora le confió dos nombres de seminaristas, que habían pedido ayuda espiritual  a una carmelita. Uno era el Abate Maurice Bellière, que pocos días después de la muerte de Teresa recibió el hábito de “Padre Blanco” y se hizo sacerdote y misionero. El otro era Padre Adolphe Roulland, que la santa acompañó con sus oraciones y sacrificios hasta la ordenación sacerdotal y luego, de modo especial como misionero en China. 

 

BEATO CARDENAL CLEMENS AUGUST VON GALEN

(1878-1946)

 

El 13 de septiembre de 1933, a 55 años, el párroco Clemens von Galen fue nombrado obispo de  Münster por el Papa Pío XI.  Conforme  a su lema de no dejarse influenciar “ni por la alabanza, ni por el miedo”, protestó públicamente en contra de las medidas terroristas  de la Gestapo y denunció al Estado que había dañado los derechos de la Iglesia y de los creyentes. En 1946, el Papa Pío XII nombró cardenal al obispo de Münster por sus méritos y por el extraordinario coraje en el profesar la fe. Cuando entró como pastor de Münster, el obispo Galen hizo imprimir una imagen con el siguiente escrito: 

“Soy el decimotercero hijo de nuestra familia y agradeceré eternamente a mi madre por haber tenido el coraje de decir sí a Dios también por este decimotercero niño.  Sin este ‘sí’ de mi madre ahora yo no sería sacerdote y obispo”.

 

   

 

VENERABLE PAPA JUAN PABLO I

(1912-1978)

 

“ME LO ENSEÑÓ MI MADRE”

 

Juan Pablo I inició su última Audiencia general en septiembre de 1978 rezando el acto de caridad. 

“'Dios mío, te amo con todo el corazón más que a cualquier cosa, porque eres bien infinito y nuestra eterna felicidad; y por amor hacia ti amo al próximo como a mi mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, que yo te ame siempre más’. 

Es una famosa oración con las palabras de la Biblia.  Me la enseñó mi madre. Continuo a rezarla muchas veces al día”. 

   

Pronunció estas palabras sobre su madre con un tono de voz tan tierno que los presentes en la sala de la audiencia respondieron con un aplauso impetuoso. Entre ellos, una joven mujer dijo con lágrimas en los ojos: “¡Como es conmovedor que el papa hable de su madre! Ahora entiendo mejor cuál influencia podemos tener las madres sobre nuestros hijos”. 

 

 

 “¡SENOR, DANOS DE NUEVO SACERDOTES!”

 

Durante la persecución comunista, Anna Stang padeció muchos sufrimientos y,

como muchas otras mujeres en sus mismas condiciones,

ofreció todo por los sacerdotes. En la vejez, se convirtió ella misma en una persona con espíritu sacerdotal.

 

 

“¡NOSOTROS NOS QUEDAMOS SIN PASTORES!”

 

Anna nació en 1909 en la parte alemana del río Volga en una numerosa familia católica. Era sólo una alumna de nueve años, cuando experimentó el inicio de la persecución; escribió: 

“... 1918, en segundo grado, al inicio de las lecciones todavía rezábamos el Padre Nuestro. Un año después ya estaba prohibido y el párroco no tenía más el permiso de entrar en la escuela. 

Se comenzaba a reír de nosotros cristianos, no se respetaban más a los sacerdotes y los seminarios fueron destruíos”.

Cuando tenía once años, Anna perdió al padre y a algunos hermanos y hermanas por  una epidemia de cólera. Poco tiempo después, también murió la mamá y ella, que había apenas cumplido diecisiete años, se hizo cargo de los hermanos y las hermanas más pequeños. No sólo no tuvo más a los padres, sino “… también nuestro párroco murió en aquel período y muchos sacerdotes fueron arrestados. ¡De este modo nos quedamos sin pastores! Éste fue un golpe duro. La iglesia en la parroquia vecina todavía estaba abierta, pero también allí no había más un sacerdote. Los fieles nos reuníamos lo mismo para rezar, pero sin el pastor la iglesia estaba abandonada.  Lloraba y no podía calmarme.  Cuántos cantos, cuantas oraciones la habían colmado y ahora parecía todo como muerto”.

En la escuela de este profundo sufrimiento espiritual, desde entonces Anna inició a rezar de modo particular por los sacerdotes y los misioneros.  “¡Señor, dónanos de nuevo un sacerdote, dónanos la Santísima Comunión!  Ofrezco todo con gusto por amor hacia Ti, oh sagradísimo Corazón de Jesús!”.

 

 

 

(foto)

Anna Stang, a la derecha, con su amiga Vittoria. 

 

Anna ofreció por los sacerdotes todos los sufrimientos sucesivos, especialmente cuando en 1938 en una noche su hermano y su esposo – estaba felizmente casada desde hacía siete años – fueron arrestados y nunca más regresaron. 

 

 

LE HAN CONFIADO EL SERVICIO SACERDOTAL

 

En 1942, Anna, joven viuda, fue deportada a Kazakistan, junto a sus tres hijos. “Fue duro afrontar el frío invierno, pero luego llegó la primavera. En aquel período lloré mucho, pero también recé muchísimo. Tuve siempre la impresión que alguien me tenía la mano.  En la ciudad de Syrjanowsk encontré algunas mujeres de fe católica. Nos reuníamos a escondidas los domingos y en los días de fiesta para cantar y rezar el rosario. Yo suplicaba a menudo: María, nuestra querida madre, mira como somos pobres. ¡Dónanos de nuevo sacerdotes, maestros y pastores!”. 

Desde 1965 la violencia de la persecución disminuyó y Anna pudo ir una vez al año a la capital de Kirghizistan, donde se encontraba un sacerdote católico en exilio. “Cuando en Biskek fue construida nada menos que una iglesia, fuimos con Vittoria, una conocida mía, para participar en la Santa Misa. El viaje fue largo, más que 1000  kilómetros, pero para nosotros fue una gran alegría. ¡Por más de 20 años no habíamos visto un sacerdote ni un confesionario! El pastor de aquella ciudad era anciano y por más de diez años había sido encarcelado a causa de su fe. Mientras me encontraba allí, me confiaron las llaves de la iglesia, así pude hacer largas horas de adoración. Nunca habría pensado de poder estar tan cerca del tabernáculo. Plena de alegría, me arrodillé y lo besé”. 

 

Antes de partir, Anna tuvo el permiso de llevar la Santa Comunión a los católicos más ancianos de su ciudad, que nunca hubieran podido ir personalmente. “A pedido del sacerdote, durante treinta años en mi ciudad bauticé a niños y adultos, preparé las parejas al sacramento del matrimonio y oficié funerales, hasta cuando, por problemas de salud, no pude más desarrollar este servicio”. 

 

 

¡ORACIONES ESCONDIDAS... PARA QUE LLEGARA UN SACERDOTE!

 

No se puede imaginar la gratitud de Anna, cuando en 1995 encontró por primera vez un sacerdote misionero.  Lloró de alegría y conmovida exclamó: “Llegó Jesús, el Sumo Sacerdote!”. Rezaba desde hacía décadas para que llegara un sacerdote a su ciudad, pero alcanzando 86 años había casi perdido la esperanza de ver con sus ojos la realización de  este deseo profundo. 

La Santa Misa fue celebrada en su casa y esta mujer maravillosa con ánimo sacerdotal pudo recibir la Santa Comunión: por todo el día Anna no comió más nada, queriendo expresar así su profundo respeto y su alegría. 

 

 

UNA VIDA OFRECIDA POR EL PAPA

Y LA IGLESIA

 

 

En el sentido más verdadero, justamente en el corazón del Vaticano, a la sombra de la cúpula de San Pedro, se encuentra un convento consagrado a la “Mater Ecclesiae”, a la Madre de la Iglesia.  El edificio simple, usado en precedencia para distintos finalidades, hace algunos años fue reestructurado para adecuarlo a las necesidades de una orden contemplativa.  El mismo Papa Juan Pablo II hizo que este convento de clausura fuera inaugurado el 13 de mayo de 1994, el día de la Virgen de Fátima; aquí las religiosas habrían consagrado su vida por las necesidades del San Padre y de la Iglesia. 

Esta tarea es confiada cada cinco años a una orden contemplativa diferente. La primera comunidad internacional estaba formada por Clarisas provenientes de seis países (Italia, Canadá, Ruanda, Filipinas, Bosnia y Nicaragua). Su lugar luego fue tomado por las Carmelitas, que han continuado a rezar y a ofrecer su vida por las intenciones del papa.  Desde el 7 de octubre del 2004, fiesta de la Virgen del Rosario, se encuentran en el monasterio siete Hermanas Benedictinas de cuatro nacionalidades. Una filipina, una estadounidense, dos francés y tres italianas. 

 

 

(foto) 

Encuentro con el Santo Padre Juan Pablo II en su biblioteca privada, el 23 de diciembre de 2004. 

   

Con esta fundación, Juan Pablo II mostraba a la opinión pública mundial, sin palabras, pero de modo muy claro, cuánto la escondida vida contemplativa sea importante e indispensable, también en nuestra época moderna y frenética, y cuál valor le atribuye a la oración en el silencio y sacrificio escondido. Si él deseaba tener en sus cercanías a religiosas de clausura para que rezaran por él  y por su pontificado, esto también revela la profunda convicción que la fecundidad de su ministerio de pastor universal y el éxito espiritual de su inmensa obra, provinieran en primera línea, de la oración y del sacrificio de otros. 

También el Papa Benedictus XVI tiene la misma profunda convicción. Dos veces fue a celebrar la Santa Misa en el convento de “sus religiosas”, agradeciéndoles por la oferta de su vida por él. Las palabras que él dirigió el 15 de septiembre de 2007 a las Clarisas de Castelgandolfo, vale tranquilamente también para las religiosas de clausura del Vaticano: “He aquí pues, queridas hermanas, lo que el papa espera de vosotras: que seáis antorchas ardientes de amor, ‘manos unidas’ que velan en oración incesante, desapegadas totalmente del mundo, para sostener el ministerio de  aquel que Jesús llamó para conducir su Iglesia”. La Providencia dispuso realmente muy bien que, bajo el pontificado de un papa que tanto aprecia a San Benito, puedan serle cercanas de modo especial justamente las Hermanas Benedictinas. 

 

 

UNA VIDA MARIANA COTIDIANA

 

No es una casualidad que el San Padre haya elegido órdenes femeninas para esta tarea. 

En la historia de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios, siempre fueron las mujeres a acompañar y a sostener, con la oración y el sacrificio, el camino de los  apóstoles y de los sacerdotes en su actividad misionera. Por esto las órdenes contemplativas consideran a su carisma “la imitación y la contemplación de Maria”. Madre M. Sofía Cicchetti, actual priora del monasterio, define la vida de su comunidad como una

 

 (foto)

Madre M. Sofía Cicchetti ofrece al Santo Padre un accesorio para la Santa Misa bordado a mano por las religiosas. La vida mariana cotidiana: “Nada es extraordinario aquí. Nuestra vida contemplativa y claustral se puede comprender sólo a la luz de la fe y del amor a Dios. En esta nuestra sociedad consumista, hedonista, parece que casi han desaparecido ya sea el sentido de la belleza y del estupor delante de las grandes obras que Dios cumple en el mundo y en la vida de cada hombre y cada mujer, que la adoración hacia el misterio de Su amorosa presencia entre nosotros.  En el contexto del mundo de hoy, nuestra vida separada del mundo, pero no indiferente a este, podría parecer absurda e inútil. Sin embargo podemos alegremente testimoniar que no es una pérdida dar el tiempo para Dios sólo. Recuerda a todos proféticamente una verdad fundamental: la humanidad, para ser auténtica y plenamente ella misma, tiene que anclarse en Dios y vivir en el tiempo la dimensión del amor de Dios. Queremos ser como muchos ‘Moisés’ que, con los brazos alzados y el corazón dilatado por un amor universal pero muy concreto, interceden por el bien y la salvación del mundo, convirtiéndose, así en ‘colaboradoras en el misterio de la Redención’ (Cf. Verbi Sponsa, 3). 

Nuestra tarea no se basa tanto en el ‘hacer’ cuanto en el ‘ser’ nueva humanidad. A la luz de todo esto podemos decir que nuestra vida es vida plena de sentido, no es para nada desperdicio o derroche, ni cerrazón o fuga del mundo sino alegre donación a Dios - Amor y a todos los hermanos sin exclusión, y aquí en el ‘Mater Ecclesiae’ de modo particular para el papa y sus colaboradores”. 

Sor Chiara - Cristiana, madre superiora de las Clarisas de la primera comunidad en el centro del Vaticano, dijo: “Cuando llegué aquí encontré la vocación en mi vocación: dar la vida por el Santo Padre como Clarisa. Así fue para todas las otras hermanas”.

Madre M. Sofía confirma: “Nosotras como Benedictinas estamos intensamente unidas a la Iglesia universal y por lo tanto sentimos un gran amor por el papa dondequiera que estemos. Seguramente el haber sido llamadas tan cerca de él - también físicamente - en este monasterio ‘original’ hizo profundizar aún más el amor hacia él. Tratamos de trasmitirlo también en nuestros monasterios de origen. 

Nosotras sabemos que estamos llamadas a ser madres espirituales en nuestra vida escondida y en el silencio. Entre nuestros hijos espirituales tienen un lugar privilegiado los sacerdotes y los seminaristas y cuantos se dirigen a nosotras pidiendo ayuda para su vida y su ministerio sacerdotal, en las pruebas o desesperaciones del camino.  Nuestra vida quiere ser ‘testimonio de la fecundidad apostólica de la vida contemplativa, a imitación de María Santísima, que en el misterio de la Iglesia se presenta de modo eminente y singular como virgen y madre’” (Cf. LG 63).



[1][1] Por “adoración eucarística continuada” se entiende no solamente la adoración sin interrupciones durante las 24 hs, sino también la adoración continuada desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas horas de la noche. Esta última, de hecho será más factible para los sacerdotes y los fieles de las pequeñas comunidades. Obviamente y allí donde el número de files es mayor y exista la disponibilidad, se podrá evaluar la posibilidad de exponer la Eucaristía sin interrupciones.

Jueves, 05 Mayo 2022 10:59

sacerdotes Mensaje obispos 1

Escrito por
Mensaje de los obispos españoles a los sacerdotes
Con motivo del Año Sacerdotal

MADRID, lunes 14 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el mensaje hecho público hoy por la Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, dirigido a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal.

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XCIV Asamblea Plenaria

Madrid, 27 de noviembre de 2009/14 de diciembre de 2009

 

Queridos hermanos sacerdotes:

Reunidos en Asamblea Plenaria en el Año Sacerdotal, los obispos os recordamos en nuestra oración y damos gracias a Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es regalo del Señor, y por vuestra tarea, respuesta en fidelidad. Una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de vuestra vida y con la dedicación de cada uno al anuncio del Evangelio, a la edificación de la Iglesia en la administración de los Sacramentos y al servicio permanente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Damos gracias al Señor, porque seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia del tiempo.

Esperamos que este Año Sacerdotal produzca abundantes frutos en consonancia con los objetivos propuestos por el Papa Benedicto XVI: «Promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»; «favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio»; «para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea» (1).

En nuestra Asamblea hemos reflexionado y dialogado sobre la vida y el ministerio de los presbíteros en España, deseosos de seguir buscando juntos, con la ayuda del Espíritu Santo, las actuaciones pastorales necesarias que respondan a las diversas situaciones que nos afectan a los obispos y presbíteros como pastores de la Iglesia.

Más que una enseñanza completa sobre nuestro ministerio, queremos ofreceros un mensaje de esperanza con la invitación a que volváis de nuevo a la abundante doctrina sobre el sacerdocio que nos ofrecen el Concilio, el Magisterio Pontificio y los documentos de la Conferencia Episcopal. Os invitamos a leerlos y meditarlos de nuevo y, sobre todo, a llevarlos a la vida.

1. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14)

Estamos convencidos, y también vosotros, de que nuestra vida y ministerio se fundamentan en nuestra relación personal e íntima con Cristo, que nos hace partícipes de su sacerdocio. Esta vinculación Jesús la sitúa en el ámbito de la amistad: «Vosotros sois mis amigos», nos dice.

Hoy escuchamos estas mismas palabras. La iniciativa partió de Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad como entiende nuestra vocación. Llamó a los apóstoles «para estar con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero fue «estar con Él», convivir con Él, para conocerle de cerca, no de oídas. Él les abrió el corazón. Como amigo, nada les ocultó. Ellos pudieron conocer, incluso, su debilidad, su cansancio, su sed, su sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo en su agonía... Conocerle a Él, en esta experiencia de amistad, supera todo conocimiento, afirma san Pablo (cf. Flp 3, 8-9).

Esta amistad, nacida de Jesús y ofrecida gratuitamente, es un don valioso y espléndido. Es una experiencia deseada y generadora de «vida y vida abundante». Lo primero es conocerle y amarle personalmente. El conocimiento y el amor nos hacen testigos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, […] os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 3-5).

El Señor nos envía a «ser sus testigos». En la Evangeliinuntiandi leemos que el mundo de hoy atiende más a los testigos que a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos (2). Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles confesarán después de la Pascua: «Somos testigos» (Hch 3, 15). También nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes salgamos a su encuentro diciendo «somos testigos», «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos». La fuente de este anuncio está en la intimidad con Jesús: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible» (3).

El Santo Padre, en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, nos invita a «perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él». Una clave fundamental para vivir este Año Sacerdotal ha de ser «renovar el carisma recibido», lo que implica «fortalecer la amistad con el amigo». En la homilía de la Misa Crismal de 2006, nos decía el Papa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos… Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo».

El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración, «el monte de la oración». «Sólo así se desarrolla la amistad…». Queridos sacerdotes: «sólo así podremos desempeñar nuestro ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los hombres». La expresión del Papa es rotunda: la oración del sacerdote es acción prioritaria de su ministerio. «El sacerdote debe ser, ante todo, un hombre de oración», como lo fue Jesús. Esta oración sacerdotal nuestra es, a la vez, una de las fuentes de santificación de nuestro pueblo. Lo expresamos mediante la Liturgia de las Horas que se nos encomendó el día de nuestra ordenación diaconal. Esto fue lo que vivió el santo Cura de Ars con las largas horas de oración que hacía ante el sagrario de su parroquia.

«Amistad significa también comunión de pensamiento y de voluntad» (4). El poder de la amistad es unitivo. Los primeros cristianos hablaban de «tener los sentimientos de Cristo», que se asimilan con el trato, la escucha, el amor. Nos acreditamos como sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión compartida.

Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez, perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo.

Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7); reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María, nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo obras grandes.

Queridos sacerdotes: el Año Sacerdotal es una ocasión propicia para agradecer, profundizar y dar testimonio de nuestra amistad con Jesús, y repetir con el salmista: «Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16). Y no olvidemos que la satisfacción y alegría por el ministerio sacerdotal es una clave fundamental de la pastoral vocacional...

2. «Se la carga sobre los hombros, muy contento» (Lc 15, 5)

Los mismos que fueron llamados para «estar con Él» fueron «enviados a predicar». La misión apostólica es constitutiva de la vocación. Nuestra misión es la del propio Jesús: «Como el Padre me envió, así os envío yo»; y ha de llevarse a cabo como lo hizo Jesús: «Yo soy el buen pastor».

La imagen del «buen pastor», recordada y admirada en las primeras comunidades en referencia a Cristo Resucitado y presente en medio de su Iglesia, sirvió también para identificar a los que en nombre de Cristo cuidaban de la comunidad cristiana: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28).

La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. Buscar es hoy especialmente necesario. Desde el seno del Padre, el Señor vino a buscar a la humanidad perdida (5). La parábola del buen pastor da fe de ello y en la parábola del buen samaritano el hombre apaleado en el camino representa a la humanidad caída, ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta. Él vino a buscar a los alejados y a ofrecerles el amor de Dios. Vino a buscar la oveja perdida y, compadecido, se la echó al hombro lleno de alegría, como narra san Lucas. Buscó a los dos de Emaús, la misma tarde de Pascua. Buscó a los apóstoles en su miedo y desilusión y les regaló el soplo del Espíritu Santo. También hoy Jesús sale cada día a buscarnos y no deja de enviarnos la fuerza de su Espíritu, principal agente de la evangelización (6).

Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles decrecen. Las palabras «también tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16) siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto, siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros países.

Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente, para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad, además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide «conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de «nueva evangelización» y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos. Asimismo, ha de unir esfuerzos con los distintos carismas de la vida consagrada. De todo ello nos habla el Papa en su Carta del Año Sacerdotal.

Pedía el Señor, por otra parte, que el Padre no nos saque del mundo. Los sacerdotes, como el propio Cristo, estamos en el mundo y somos para el mundo, sin ser del mundo. Así lo pidió Jesús al Padre en la última cena con los apóstoles. La Iglesia está plantada en el mundo y es para los hombres, pero no es del mundo. Así somos los pastores. Y aprendemos de Jesús que: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 4, 16-17). Esta misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a los que lloran.

Sabemos que somos instrumento sacramental de la acción salvadora de Cristo, y en consecuencia hemos de ser con nuestra vida transparencia del amor de Dios que salva al mundo amando a los hermanos. La respuesta diaria de Dios a un mundo alejado, de espaldas a su amor, es seguir enviando a su Hijo Único para salvarlo. Esto se realiza de modo pleno en la celebración de la Eucaristía, en la que el Hijo se ofrece al Padre por la salvación del mundo. Testigos excepcionales de ello somos los sacerdotes, no sólo con la celebración litúrgica, sino haciendo de nuestra vida, «por Cristo, con Él y Él», una ofrenda permanente. Dice el Papa, citando al santo Cura de Ars: «Siempre que celebraba tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: ¡cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!» (7).

Queremos compartir con vosotros que el corazón del sacerdote que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra perfección en ser «misericordiosos», como el Padre lo es. Y comentaba el Papa Juan Pablo II que «fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad» (8). Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Nosotros hemos de recibir frecuentemente en este sacramento el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del Padre misericordioso.

Dice san Juan que Cristo murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Él es el Pastor que dio la vida para reunir el rebaño. El sacerdote, que prolonga la misión de Cristo, tiene también la misión esencial de «reunir», es decir, ser ministro de comunión, hasta dar la vida si es preciso. La fidelidad al Buen Pastor nos sitúa en la expresión suprema de la amistad: dar la vida, ¡cuánto más el prestigio o una situación cualquiera! Dar la vida como a diario hacéis, porque «el discípulo no es más que su maestro».

¡Cuántas veces, como sacerdotes, tenemos que llevar la cruz en el ministerio! Bendita Cruz de Cristo, que siempre estará presente en nuestras vidas. Llevando la cruz participamos de un modo especial en el ministerio.

Hoy suena igualmente con fuerza la oración de Jesús: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Hasta cinco veces aparece esta petición en la oración sacerdotal. La pasión por la unidad es necesaria en la vida de un presbítero, si no quiere renunciar a su identidad de pastor. Pasión por la unidad y por la comunión con el obispo, también con los hermanos presbíteros, con los laicos y con las personas de vida consagrada. Pasión por la unidad y por la comunión de toda la Iglesia diocesana y de la Iglesia entera bajo la guía del Sucesor de Pedro, evitando toda desafección y alejamiento. Servir hoy a la comunión es una señal clara de nuestra fidelidad a Cristo, Buen Pastor.

Estamos llamados a vivir todo esto en el ejercicio de la caridad pastoral, la virtud que anima y guía la vida espiritual y ministerial del sacerdote. Con ella imitamos a Cristo, el Buen Pastor, con ella le somos fieles y con ella unificamos nuestra vida, amenazada de dispersión. Gracias a la caridad pastoral nuestro ministerio, más allá de un conjunto de tareas, se convierte en fuente privilegiada de nuestra santificación personal.

3. Queridos sacerdotes: «Cristo nos necesita»

«Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina», decía el santo Cura de Ars. Benedicto XVI, recogiendo esta cita en su Carta con motivo del Año Sacerdotal, subraya: «Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana».

Como sacerdotes, y con nuestros sacerdotes, queremos cantar, con humildad pero a la vez con voz potente, como María, nuestro propio Magníficat. El testimonio de la vida entregada de la inmensa mayoría de los sacerdotes es un motivo de alegría para la Iglesia y una fuerza evangelizadora en nuestras diócesis y cada una de sus comunidades, donde se admira y se reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Ellos son también un regalo para el mundo, aunque a veces no se les reconozca. Verdaderamente, vosotros, los sacerdotes, sois importantes no sólo por lo que hacéis, sino, sobre todo, por lo que sois. Por eso queremos recordar con afecto entrañable y gratitud sincera a los sacerdotes ancianos y enfermos que siguen ofreciendo con amor su vida al Señor. ¡Ánimo a todos! La gracia de Cristo nos precede y acompaña siempre. Él va delante de nosotros.

En este momento, con satisfacción, traemos a nuestra memoria y a nuestro corazón, y hacemos nuestras las palabras de Juan Pablo II en Pastores dabo vobis: «Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia, los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida. Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios. El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo» (9).

«Ahí tienes a tu Madre». Desde la Cruz, Jesús nos entregó a María, discípula perfecta y Madre de la unidad, indicándole al discípulo amado: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Cada discípulo está invitado a «recibirla en su casa». Invocamos a María, Madre de los sacerdotes, con esta bella oración conclusiva de Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis:

«Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión,

lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz,

exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo,

acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio,

protégelos en su formación

y acompaña a tus hijos en su vida y ministerio,

oh, Madre de los sacerdotes. Amén».

Queridos hermanos sacerdotes, queremos concluir este mensaje con la invitación que el Papa nos hace al final de su Carta para el Año Sacerdotal: Dejaos conquistar por Cristo. Recibid el saludo afectuoso y fraterno en el Señor de vuestros obispos.

NOTAS:

(1) Cf. Benedicto XVI, Carta para la Convocatoria del Año Sacerdotal (16 de junio de 2009), y Discurso a la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009).

(2) Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41.

(3) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 76.

(4) Benedicto XVI, Homilía de la Misa Crismal de 2006.

(5) Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 7.

(6) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 75.

(7) Benedicto XVI, Carta para el Año Sacerdotal.

(8) Benedicto XVI, Homilía en la consagración del Santuario de la Divina Misericordia (17 de agosto de 2002).

(9) Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, 4.

 

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:57

sacerdocio, retiros, yeyo

Escrito por

COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO

(Retiros Espirituales posibles para sacerdotes de este trabajo de D. Aurelio García)

“REAVIVA EL CARISMA QUE HAY EN TI”(2 Tm 1,6)

ATENCIÓN

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ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN: Reaviva el carisma que hay en ti.

 

1.- YO OS HE ELEGIDO

 

2.- FORTALECIDO POR EL ESPÍRITU SANTO

 

3.-MINISTRO DE JESUCRISTO

 

4.- REALIZANDO EL SACERDOCIO APOSTÓLICO

 

5.- MINISTRO DE LA PALABRA

 

6.- DISPENSADOR DE LOS MISTERIOS DE DIOS

 

7.- IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS

 

8.- YO OS ENVÍO

 

CONCLUSIÓN: Es Cristo quien vive en mí.

 

 

 

 

 


 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

“REAVIVA EL CARISMA QUE HAY EN TI” (2 Tm 1,6)

 

 

            Esta hermosa expresión tomada de la segunda Carta a Timoteo, puede servirnos de introducción a estos esquemas o sugerencias elaborados con la intención de ser una ayuda y un estímulo para los retiros espirituales de los sacerdotes. No andamos muy sobrados de vida espiritual en los momentos presentes. Por eso, ante las dificultades internas y externas a las que nos enfrentamos, hemos de reaccionar con decisión y valentía para recuperar el amor primero de nuestra respuesta a la llamada vocacional, que un día, cercano o lejano, nos dirigió el mismo Cristo por mediación de la Iglesia.

            Este el sentido de la recomendación que Pablo dirige a su discípulo Timoteo en la perícopa citada. Timoteo es uno de sus más fieles discípulos en la organización y gobierno de las comunidades cristianas fundadas por Pablo. Como delegado de Pablo, Timoteo ha experimentado ya el peso de la responsabilidad pastoral de las Iglesias. La urgencia de la misión, la atención a las apremiantes necesidades, la multiplicidad de actividades y el agobio de las dificultades pueden desgastar poco a poco la vida del apóstol y provocar la merma de su entrega. Pablo, consciente de este riesgo, escribe a Timoteo, no sólo para solucionar cuestiones eclesiales, sino para ofrecerle también algunas recomendaciones personales que atañen a su vida espiritual y apostólica.

            Por un lado, le recuerda la imposición de manos que recibió de los presbíteros como una bendición y consagración pública para una misión especial: “No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan” (1 Tm 4,14-16). El gesto de la imposición de manos evoca en nosotros el gesto de la ordenación sacerdotal, inicio del ministerio. Al igual que Timoteo, los ministros ordenados reciben, mediante el gesto epiclético de la imposición de manos, el don del Espíritu Santo como la transmisión de una gracia, un poder, una bendición que capacita al ordenado para realizar una misión específica. Como veremos en las diversas meditaciones, el presbítero es ungido con el mismo Espíritu de Jesucristo para ser enviados a la misma misión de Jesucristo.

            Pero Pablo no sólo le exhorta a recordar el carisma recibido por medio de la imposición de manos; sino que le recomienda también “re-avivar” ese carisma recibido: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Tm 1,6). Reavivar significa volver a encender el fuego del don divino recibido, no perder la novedad propia del don de Dios, vivirlo en su frescor y belleza originaria.

Y esta es la recomendación que nos hace también a nosotros, sacerdotes. El desgaste del ministerio puede debilitar la fuerza del don recibido el día de nuestra ordenación. Y sin darnos cuenta vamos debilitándonos en nuestra respuesta de amor al Señor y en nuestra entrega de pastores. Es necesario volver al amor primero. Y para ello, se nos ofrecen estas ayudas como un pretexto para pararnos, retirarnos como Jesús en el silencio de la oración y escucha de la voluntad del Padre, y disponernos para servir más y mejor.

Necesitamos renovar nuestra vida espiritual para afrontar con novedad nuestro ministerio pastoral. Necesitamos reanimar la búsqueda de un continuo encuentro personal con Cristo en la escucha de la Palabra, en la celebración sentida de los sacramentos, en el ministerio de la oración… Necesitamos actualizar la fuerza del Espíritu recibido en nuestra ordenación para vivir en plenitud la hermosa misión apostólica que realizamos.

Esta es la finalidad del presente material, que te invito a acoger con disposición de hermano. Pero antes de iniciar su lectura, me gustaría señalar algunas claves que facilitarán su comprensión.

            En primer lugar, aprovechando que estamos celebrando en este curso pastoral 2008-2009 el “año paulino”, no podemos olvidar la figura y magisterio de san Pablo, verdadero modelo de toda vocación apostólica. Al inicio de cada tema se proponen algunos textos breves como ayuda para la oración, vinculados al tema de cada meditación. Es una sencilla presencia testimonial en recuerdo del gran apóstol de Jesucristo.

            En segundo lugar, las diversas charlas parten siempre de textos bíblicos del Nuevo Testamento y se completan con algunas consideraciones en torno al ministerio presbiteral. Se inspiran, sobre todo, en la riqueza teológica de la liturgia de ordenación, considerada en ocasiones como una ceremonia litúrgica “que fue” pero que no tiene ya nada que aportarnos. Craso error. Recordar y profundizar en los textos y gestos de la ordenación presbiteral nos ayudará a reavivar las grandes claves espirituales de nuestra vida y ministerio. Particular importancia merece la Plegaria de ordenación de los presbíteros. Hemos puesto su texto completo al inicio de esta publicación como recurso para su lectura y consulta.

            En tercer lugar, la estructura de los retiros se divide en tres partes. Comienza con una breve oración “paulina” como ya hemos señalado; aunque tal vez fuera más recomendable comenzar con el rezo de alguna parte de la Liturgia de las Horas: Laudes, vísperas o la Hora Intermedia, dependiendo del momento del encuentro o reflexión. Sigue la meditación propiamente dicha. Y se concluye con unos puntos para la reflexión que pueden ayudar a profundizar en los temas tratados.

            Lo que vas a encontrar en estos retiros no son conferencias o lecciones magistrales; sino algunas sugerencias que pueden ayudarnos a comprender y vivir mejor nuestro ministerio presbiteral. En medio del activismo imparable que nos acosa tantas veces, hemos de dedicar tiempo para el Señor y para nosotros mismos en vistas al mejor servicio del pueblo de Dios. ¡Qué bien lo expresaba san Carlo Borromeo cuando aconsejaba a los eclesiásticos de su diócesis cuidarse para cuidar a los demás: “No olvides por eso el cuidado de ti mismo y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presentes a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100,1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16,14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás.”


 

 

 

ORACIÓN

DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

 

 


Asístenos Señor, Padre Santo,

Dios todopoderoso y eterno,

autor de la dignidad humana

y dispensador de todo don y gracia;

por ti progresan tus criaturas

y por ti se consolidan todas las cosas.

Para formar el pueblo sacerdotal,

tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo

en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo.

 

Ya en la primera Alianza aumentaron los oficios,

instituidos con signos sagrados.

Cuando pusiste a Moisés y Aarón al frente de tu pueblo,

para gobernarlo y santificarlo,

les elegiste colaboradores,

subordinados en orden y dignidad,

que les acompañaran y secundaran.

 

Así, en el desierto,

diste parte del espíritu de Moisés,

comunicándolo a los setenta varones prudentes con los cuales gobernó más fácilmente a tu pueblo.

Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón de la abundante plenitud otorgada a su padre, para que un número suficiente de sacerdotes ofreciera, según la ley, los sacrificios, sombra de los bienes futuros.

 

Finalmente, cuando llegó la plenitud de los tiempos, enviaste al mundo, Padre santo, a tu Hijo, Jesús, Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos.

Él, movido por el Espíritu Santo,

se ofreció a ti como sacrificio sin mancha,

y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad,

los hizo partícipes de su misión;

a ellos, a su vez, les diste colaboradores

para anunciar y realizar por el mundo entero

la obra de la salvación.

 

También ahora, Señor, te pedimos nos concedas,

como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores

que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico.

 


TE PEDIMOS, PADRE TODOPODEROSO,

QUE CONFIERAS A ESTOS SIERVOS TUYOS

LA DIGNIDAD DEL PRESBITERADO;

RENUEVA EN SUS CORAZONES EL ESPÍRITU DE SANTIDAD;

RECIBAN DE TI EL SEGUNDO GRADO

DEL MINISTERIO SACERDOTAL

Y SEAN, CON SU CONDUCTA, EJEMPLO DE VIDA.

 

Sean honrados colaboradores del orden de los obispos,

para que por su predicación,

y con la gracia del Espíritu Santo,

la Palabra del Evangelio

dé fruto en el corazón de los hombres

y llegue hasta los confines del orbe.

 

Sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios,

para que tu pueblo se renueve

con el baño del nuevo nacimiento,

y se alimente de tu altar;

para que los pecadores sean reconciliados

y sean confortados los enfermos.

 

Que en comunión con nosotros, Señor,

imploren tu misericordia

por el pueblo que se les confía

y a favor del mundo entero.

 

Así todas las naciones, congregadas en Cristo,

formarán un único pueblo tuyo

que alcanzará su plenitud en tu Reino.

 

Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,

que vive y reina contigo

en la unidad del Espíritu Santo

y es Dios por los siglos de los siglos.

 

 


1

 

YO OS HE ELEGIDO

 

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

 

Canto: CLN nº 407

 

Tú has venido a la orilla,

no has buscado ni a sabios ni a ricos,

tan sólo quieres que yo te siga.

 

SEÑOR, ME HAS MIRADO A LOS OJOS

SONRIENDO HAS DICHO MI NOMBRE

EN LA ARENA  HE DEJADO MI BARCA

JUNTO A TI BUSCARÉ OTRO MAR.

 

Tú necesitas mis manos,

Mi cansancio que a otros descanse,

Amor que quiera seguir amando

 

 

Lectura breve: 1 Tm 1,12-17.

 

“Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de siglos. Amén”.

 

 

Preces:

Ya que Cristo escucha y salva a cuantos en él se refugian, acudamos a él, diciendo:

Te alabamos, Señor, esperamos en ti.

 

- Te damos gracias, Señor, por el gran amor con que nos amaste; continúa mostrándote con nosotros rico en misericordia.

 

- Tú, que con el Padre, sigues actuando siempre en el mundo, renueva todas las cosas con la fuerza de tu Espíritu.

 

- Abre nuestros ojos y los de nuestros hermanos para que podamos contemplar hoy tus maravillas.

 

- Ya que nos llamas hoy a tu servicio, haznos buenos administradores de tu múltiple gracia a favor de nuestros hermanos.

 

Padrenuestro

 

 

 

 

 


- Apóstol por voluntad de Dios.

 

Encuentro: atrapado por el amor de Cristo desde el encuentro dialogal y oracional con el Señor resucitado en el camino de Damasco. En el camino de Damasco “fue alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3,12). Experiencia de encuentro con Cristo, ha visto y sentido a Cristo más que si le hubiera visto con sus propios ojos de carne, lo ha experimentado como revelación de amor en el Espíritu Santo. Por eso se consideró siempre como apóstol total de Cristo y no envidiaba a los apóstoles que convivieron con él. Lo amó más que muchos de ellos. Pablo no conoció al Cristo histórico, sino al glorioso y resucitado, igual que nosotros.

En Damasco comenzó este encuentro, camino personal de amistad con Cristo resucitado que tuvo que recorrer Pablo durante toda su vida, como todo apóstol.

“Dios tuvo a bien revelar a su Hijo en mí”. Experiencia que revela y transforma

El encuentro con Cristo le hace apóstol de Cristo.

 

- Conversión-vocación. Pabo no interpretó su experiencia como una conversión, sino como una revelación que Dios le hizo (Ga 1,15-16).

Vocación: Todos hemos sido llamados como Pablo para ser apóstoles y sacerdotes

Su conversión no es resultado de pensamiento o reflexión personal sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible e inesperada. Cambio. Lo que era ganancia lo estimó pérdida (Flp 3,7-10)

 

Primero es encontrarse con Cristo y hablar con Él y luego salir a predicar y hablar de Él a las gentes. Primero es contemplar a Cristo y luego comunicar esa experiencia de amor en la predicación y trabajos apostólicos. La caridad pastoral, las acciones de Cristo no se pueden hacer, realizar sin el amor de Cristo, sin el Espíritu de Cristo.

Vocación a la amistad y apostolado.

 

Experiencia amorosa personal con Cristo renovada todos los días por la oración y la eucaristía. “Para mi la vida es Cristo”. La verdadera vida de Pablo comienza con la convicción de ser amado por Cristo, que había salido a su encuentro precisamente cuando él lo odiaba, practicando con él el amor predicado por Cristo a todos los hombres, especialmente a los enemigos. Desde este momento Pablo lo ama como Señor de su vida: Para mi la vida es Cristo (Flp 1,21). Cristificación de su vida. Primero el amor de Cristo que lo empuja hacia los demás (2 Cor5,14) y luego el amor hacia los demás que lo empuja hacia Cristo

 

El punto central: Me amó y se entregó por mí (Ga 2,20).

 

Se asocia a la misión redentora de Cristo que ha de llegar a todas las gentes (Ef 3,8ss). El estilo misionero de Pablo comienza con una opción y decisión fundamental de seguir a Cristo incondicionalmente.

Lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo de modo que nuestra identidad se caracterice en la comunión con Cristo.

 

 


TEXTO BÍBLICO: Mc 3,7-20

 

“Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Como había curado a muchos, todos cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, a Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le entregó.

De vuelta a casa, se aglomeró otra vez la muchedumbre, de modo que no podían comer. Sus parientes, al enterarse, fueron a hacerse cargo de él, pues pensaban que estaba fuera de sí”

 

1.- La llamada de los Doce

 

            Este texto del evangelio de Marcos encierra un gran significado vocacional para todo aquel que prolonga la misión de Jesús en el misterio apostólico y sacerdotal. Estamos habituados a meditar el núcleo de este relato; pero conviene también contextualizarlo con el antes y el después de la llamada a los Doce. Hay expresiones de denso significado para todos nosotros, que pueden ayudarnos a redescubrir el profundo sentido de la llamada que el Señor nos ha hecho a cada uno de nosotros.

            En primer lugar, conviene subrayar que Jesús busca el retiro después de una intensa actividad. Va con sus discípulos hacia el lago de Galilea con la intención de buscar momentos de intimidad, de silencio y descanso para todos ellos.         

Una multitud, una gran muchedumbre de diversos lugares, va tras él, siguiendo sus pasos e impidiendo su propósito. ¿Cuál es la reacción de Jesús? Él… que está cansado, que necesita el reposo del cuerpo y del espíritu, que busca un tiempo de intimidad con sus discípulos y amigos… siente compasión por todos ellos. La mirada del Pastor descubre en aquella muchedumbre las dolencias del corazón humano: “los vio cansados y agobiados como ovejas que no tienen pastor”. Acudían a él porque, tras las curaciones realizadas ya, se había extendido su fama y buscaban la curación de todas sus dolencias. Querían tocarle para encontrar en él el manantial de la salud física, psíquica y espiritual. Jesús los atiende y escucha, se para con ellos y les habla.

Y desde la playa sube a lo más alto del monte para orar, como en los momentos importantes de su vida. Desde el ámbito de la realidad humana asciende al monte buscando la voluntad divina. El monte es el lugar de la oración, de la soledad y del silencio, del encuentro de Jesús con el Padre.

            Muchas veces también nuestro ministerio sacerdotal se siente desbordado por la cantidad de actividades programadas, por la atención a las personas y la diversidad  de necesidades que hemos de afrontar y resolver. Estamos dominados por la  urgencia de la inmediatez y no encontramos tiempo de oración y descanso en medio de nuestra jornada.

            Sin embargo, el ejemplo de Jesús nos recuerda que tras la atención a la gran muchedumbre que le seguía y que no ignoró, “subió al monte” para orar; buscó el tiempo y el lugar apropiados para su encuentro con el Padre en soledad y recogimiento. Nos enseña, de este modo, a no descuidar en nuestro activo y, a veces, cansado ministerio sacerdotal, los momentos de descanso espiritual y reposo fraterno necesarios para escuchar la llamada y la voz de Jesús.

 

Llamó a los que él quiso.

 

En el clima orante y silente del monte, Jesús madura la decisión de llamar a los discípulos para instituir el grupo de los Doce. Fue Él quien eligió a los Doce, no los Doce quien le elige a Él. Llama a los que él quiere, no a quien lo desea. Este dato es muy importante para comprender y vivir nuestro ministerio sacerdotal. El ministerio presbiteral se fundamenta en una iniciativa de Dios. Nadie puede reclamar derecho alguno al sacerdocio, ni elegirlo como si fuera una profesión o un oficio. El sacerdocio no es el resultado de una mera decisión personal ni siquiera de una comunidad cristiana concreta. Nadie tiene autoridad para legitimar a alguien a “hacer las veces del Señor”, a representar sacramentalmente a Cristo, a actualizar eficazmente sus mismos gestos salvadores. Somos elegidos por Él, y existe una voluntad de Dios sobre mí. Nuestra vida y ministerio sacerdotal serán plenos en la medida que nos unifiquemos con la voluntad de Dios para nosotros, que es la verdad más profunda de nuestro ser.

            El grupo de los Doce representa al nuevo pueblo de Dios restaurado por Jesús en la inauguración de los nuevos tiempos mesiánicos. Los doce apóstoles están llamados a ser los jefes de las doce tribus del nuevo Israel, es decir, los que cuiden del nuevo pueblo de Dios inaugurado por Cristo: la Iglesia. El ministerio de los Doce vive en el colegio de los obispos, que prolongan la misión apostólica.

 

Para que estuvieran con él.

 

La escueta descripción de Marcos señala inmediatamente la finalidad de la llamada: para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar.

Jesús llama al  grupo de los Doce para que permanezcan a su lado, para estar con Él, para conocerle; y posteriormente los envía a predicar y a realizar la obra de la redención. Primero les llama a un trato de amistad íntima con Él, para que puedan ser testigos de su vida y mensaje. Los apóstoles son los observadores primarios de sus palabras y gestos mesiánicos; por eso serán los testigos autorizados para comunicar a los demás lo que ellos mismos han experimentado en su trato íntimo con Jesús.

“Estar con Él” es el requerimiento básico de toda vocación apostólica, no sólo en la etapa inicial de preparación a la ordenación sagrada, sino que ha de estar presente a lo largo de toda la vida ministerial. “Estar con Él” y escucharle es la tarea y misión fundamental de nuestra vida apostólica. Necesitamos aprender a “estar con Él”, en íntima comunión de amor con Él, no sólo en los tiempos oportunos, también en los tiempos difíciles. “Estar con Él” presupone el deseo de perseverar en su amistad, cuidarla cada día y profundizar en ella. Bien sabemos que esto no se consigue con la mera buena voluntad de todos; necesitamos una “determinada determinación” para romper con el ritmo atrapante de nuestra actividad, para ejercitarnos con la disciplina y el método, sin los cuales el hombre no conseguirá nada verdaderamente grande, tampoco en la vida interior. La Iglesia y el mundo necesita sacerdotes maduros y profundos (“santos”, escuchamos decir en muchas ocasiones) para ser llamados y enviados.

Sólo el que está junto a Jesús, puede ser su enviado; y sólo el que es enviado por Jesús, está a su lado.

 

Para enviarlos a predicar

 

La finalidad última de la llamada y de la amistad con Jesús es la misión. Los Doce son enviados a predicar la Buena Noticia del Evangelio; y están dotados de la autoridad (exouxia) necesaria para vencer todo tipo de mal, para expulsar los “demonios”, que atormentan y esclavizan al hombre. Se conjugan en esta misión palabras y gestos, predicación y potestad, palabra y sacramento, que son el cimiento del servicio sacerdotal. Los sacerdotes, continuando la misión entregada por Jesús a los apóstoles, prolongan y actualizan las mismas palabras y los mismos gestos salvadores de Jesús, dirigidos a la humanidad de todos los tiempos. Este es el sentido de su misión apostólica: continuar la obra redentora de Jesucristo; y el sentido de nuestra misión sacerdotal. Sin olvidar que el protagonista de esta historia no somos nosotros, sino el Señor.

Para ser conscientes de ello, hemos de estar muy unidos a Él, escucharle constantemente a Él y ser conscientes de su presencia viva: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La misión no es nuestra, es suya. Nosotros somos pobres siervos y humildes trabajadores en la viña del Señor.

 

 

2. – “Yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16)

 

            Para comprender las claves esenciales de nuestro ministerio conviene recordar constantemente la bella liturgia de la ordenación presbiteral. En sus gestos y textos se condensa de manera extraordinaria las claves fundamentales de la espiritualidad presbiteral.

 

Acercaos

            Cuando el sacerdote designado proclama en alta voz Acercaos los que vais a ser ordenados…, hemos de ver en estas palabras la llamada de la Iglesia al candidato que va a ser ordenado. No es el ordenando el que hace una petición personal en público. Es Dios mismo quien le llama a través de la Iglesia. A través del lenguaje ritual de la liturgia se expresa nuevamente que es Dios quien elige y llama: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). La vocación sacerdotal no es algo propio; es una elección del Señor.

            El obispo, que en la sucesión apostólica preside la Iglesia reunida y tiene el carisma del discernimiento, hace la comprometida pregunta que a todos nos sobrecoge, porque somos conscientes de nuestra miseria y poquedad: ¿Sabes si son dignos? No pregunta por una dignidad de honor o poder. No se trata de noblezas o privilegios. Simplemente quiere asegurarse ante el pueblo de Dios allí presente, que la vida del candidato se corresponde con el ministerio al que es llamado: representar sacramentalmente a Jesucristo. Esta pregunta ritual ya ha sido contestada por el pueblo en los informes previos a la ordenación, pero permanece como testimonio ritual de la aceptación del pueblo de Dios a sus ministros. Ha sido presentado por el pueblo de Dios ante su obispo para ser examinado en su conducta de vida. El candidato a la ordenación no se presenta, es llamado.

 

¡Estoy dispuesto!

 

Ante la llamada sacramental que Dios le hace, ha de manifestar su respuesta libre y personal como aquellos doce apóstoles a Cristo. La expresión Adsum!, ¡presente!, ¡aquí estoy! es la respuesta del que se muestra disponible a la llamada de Jesús, del que está dispuesto a estar con Él, del que está preparado para ser enviado por Él. Más allá de una fórmula burocrática, es la profesión pública de una disposición interior, que se va confirmando progresivamente en el interrogatorio posterior: ¡Sí, estoy dispuesto! La respuesta del presbítero a la llamada de Dios, recibida por medio de la Iglesia, es la disponibilidad, que nace de un corazón libre y humilde. Manifestarse así ante el pueblo de Dios allí convocado y presidido por el Obispo, revela la actitud básica de todo presbítero, no sólo en la ordenación, sino en el servicio presbiteral al que es llamado.

 

3. - El ministerio presbiteral en el designio de Dios

 

            En la liturgia que comentamos ocupa un lugar central la Plegaria de Ordenación de los presbíteros. En ella, el Obispo se dirige a Dios Padre para invocar el Santo Espíritu sobre cada uno de los candidatos. Pero en esta venerable plegaria de la Iglesia se expresa también la convicción de que es Dios Padre quien nos llama al ministerio presbiteral; más aún, es Él quien ha previsto en su designio salvífico la existencia de este ministerio para bien de su pueblo.

            Dios Padre es considerado la fuente y el origen de todo cuanto existe. Es el omnipotente y el omnisciente. El omnipotente, porque es el Creador y el Dueño de cuanto existe; también la fuente y el origen de los diversos ministerios. El omnisciente, porque en su presciencia divina crea y distribuye los ministerios existentes en la historia de la salvación a favor de su pueblo. Tal vez nos pueda sorprender esta afirmación, pero Dios Padre aparece en esta magna oración de la Iglesia como el autor y el distribuidor del ministerios.

            Comprendido así, el ministerio presbiteral no es fruto de la casualidad o, incluso, resultado del simple devenir histórico de la Iglesia. Es un servicio querido por Dios para cuidar de su pueblo. Dios ha querido que existiese el servicioel oficio  sacerdotal en Pelperegrinar históricoa lo largo de la Historia de la Salvación. Ya en la Primera Alianza, Dios dispuso hombres dedicados al pueblo para realizar la función sacerdotal, los cuales eran sombra del sacerdocio de la Nueva Alianza. AparecenMoisés y Aarón como figuras elegidas por Dios para gobernar y santificar a su pueblo, y Dios es el que transmite su misión alos setenta varones colaboradores de Moisés y alos hijos de Aarón. Todo es obra de Dios. Es Él también quienenvía al mundo a su propio Hijo, Apóstol y Sumo sacerdote (Hb 3,1). Y este stenuevo sacerdocio, inaugurado por Cristo, se continúa en los Apóstoles y posteriormente en sus colaboradores,vinculados a la obra de loslos obispos y presbíteros.Apóstoles por voluntad divina.

            Dios Padre aparece, por tanto,como quien dispone la existencia de los diversos ministros y el distribuidor de todos los carismas para la edificación de su pueblo En primer lugar, el presbítero es, pues, un hombre llamado, elegido y dispuesto por Dios para formar parte de su designio divino y colaborar en su obra salvadora.

Desde esta convicción espiritual de la Iglesia, la elección y llamada al ministerio presbiteral se debe a una disposición de la voluntad divina. No podemos comprender su sentido y existencia desde los puros razonamientos humanos o históricos, siempre tan empíricos y utilitaristas. El ministerio presbiteral es un misterio que nos trasciende.

La tradición bizantina da especial importancia a la proclamación inicial del rito de ordenación en el que se afirma que es la gracia divina quien designa al candidato: “La gracia divina que siempre sana lo que esta enfermo y suple lo que falta elige a N., diácono amadísimo de Dios, como presbítero. Oremos pues por él para que descienda sobre él la gracia del Todosanto Espíritu”.

En este hermoso texto, presente en la mayor parte de las liturgias orientales, se afirma la convicción eclesial de que es Dios mismo quien elige, llama y designa al candidato a la ordenación presbiteral. Es la “gracia divina” quien elige; pero también quien sana las debilidades y quien suple las deficiencias del elegido. Dios Padre conoce bien nuestra masa, es consciente de las imperfecciones de sus criaturas… por eso, sana y completa, por medio del Espíritu Santo derramado en la persona del candidato, lo que va a necesitar en su ministerio. Si comprendiéramos así nuestra vocación presbiteral… amaríamos más la grandeza del servicio al que el Señor nos llama y descubriríamos que la única respuesta a este magnífico don es la disponibilidad y la fidelidad. La disponibilidad al Señor para servir a su pueblo, siendo fieles a la vocación recibida. Una vocación se desmorona cuando se abandona el deseo de ser fiel a la promesa de amor hecha en libertad; una vocación se debilita cuando se pierde el hábito de escuchar la llamada de Dios en la oración, desplazada por el hacer; una vocación muere cuando se abandona la exigencia de vida con uno mismo, la gracia de la confesión personal y del perdón, cuando nos instalamos en la comodidad del pecado; una vocación desaparece cuando no existe ya el deseo de vivir nuestro ministerio con aquella actitud del inicio, aquel amor primero con el que respondimos a la llamada de Dios y de la Iglesia el día de nuestra ordenación presbiteral: ¡Sí, estoy dispuesto!

Para recordarnos esta actitud y disposición esenciales en la vida sacerdotal, la liturgia de la eucaristía pone todos los días en nuestros labios aquella hermosa oración procedente del misal de san Pío V dirigida a Cristo, que recita el sacerdote en singular y en silencio, pidiendo purificación y fidelidad como preparación a la comunión de los dones eucarísticos: “Señor Jesucristo, hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti”.

            No olvidemos nunca estas significativas palabras. ¡Que ellas sean la mejor respuesta diaria al don de la llamada y elección que Dios ha hecho de nosotros: jamás permitas que me separe de ti!

 

 

 

 

 

 

 

 


PISTAS PARA EL TRABAJO

 

 

1 - ¿Soy consciente que he sido llamado al ministerio presbiteral por pura gracia de Dios?

 

2 - ¿Cuál ha sido el recorrido de mi ministerio hasta el día de hoy? Evoca las etapas de tu ministerio, los momentos más significativos, las personas más representativas, etc.

 

3 - ¿Cómo me encuentro en este momento de mi vida presbiteral?

 

4 - ¿Qué aspectos debo cuidar más para seguir siendo fiel a la vocación recibida?

 

5 - ¿Dedico tiempo para “estar con Él”, para buscar momentos de retiro y oración?

 

6 - ¿Perdura en mí la actitud de disponibilidad que manifesté ante la Iglesia el día de mi ordenación?

 

 

 

 

PARA ORAR

 

 

 

 

Vuestra soy, para vos nací:

¿Qué mandáis hacer de mí?

 

Vuestra soy, pues me criasteis;

Vuestra, pues me redimisteis;

Vuestra, pues que me sufristeis;

Vuestra, pues que me llamasteis;

Vuestra, porque me esperasteis;

Vuestra, pues no me perdí;

¿qué mandáis hacer de mí?

 

Veis aquí mi corazón,

Yo le pongo en vuestra palma:

Mi cuerpo, mi vida y alma,

Mis entrañas y afición.

Dulce Esposo y Redención,

Pues por vuestra me ofrecí:

¿qué mandáis hacer de mí?

 

Dadme muerte, dadme vida,

Dad salud o enfermedad,

Honra o deshonra me dad,

Dadme guerra o paz crecida,

Flaqueza o fuerza cumplida,

Que a todo digo que sí:

¿qué queréis hacer de mí?

 

Dadme riqueza o pobreza,

Dad consuelo o desconsuelo,

Dadme alegría o tristeza,

Dadme infierno o dadme cielo,

Vida dulce, sol sin velo,

Pues del todo me rendí:

¿qué mandáis hacer de mí?

 

Si queréis que esté holgando,

Quiero por amor holgar;

Si me mandáis trabajar,

Morir quiero trabajando:

Decid dónde, cómo y cuándo,

Decid, dulce Amor, decid:

¿Qué mandáis hacer de mí

 


2

FORTALECIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO

 

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

 

 

 

Canto: CLN nº 251

 

 

Veni, Creator Spiritus,

mentes tuorum visita.

Imple superna gratia

quae tu creasti pectora

 

Qui diceris Paraclitus,

Altissimi donum Dei,

fons vivus, ignis, caritas,

et spiritalis unctio.

 

Tu septiformis munere,

Dextrae Dei digitus,

tu rite promissum Patris,

sermone ditans guttura.

 

Accende lumen sensibus,

infunde amorem cordibus,

infirma nostri corporis,

virtute firmans perpeti.

 

Hostem repellas longius,

pacemque dones protinus,

ductore sic te praevio,

vitemus omne noxium.

 

Per te sciamus da Patrem,

noscamus atque Filium,

te utriusque Spiritum

credamus omni tempore.

 

 

Ven Espíritu creador;

visita las almas de tus fieles.

Llena de la divina gracia los corazones

que Tú mismo has creado.

 

Tú eres nuestro consuelo,

don de Dios altísimo,

fuente viva, fuego,

caridad y espiritual unción.

 

Tú derramas sobre nosotros los siete dones;

Tú el dedo de la mano de Dios,

Tú el prometido del Padre,

pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.

 

Enciende con tu luz nuestros sentidos,

infunde tu amor en nuestros corazones

y con tu perpetuo auxilio,

fortalece nuestra frágil carne.

 

Aleja de nosotros al enemigo,

danos pronto tu paz,

siendo Tú mismo nuestro guía

evitaremos todo lo que es nocivo.

 

Por Ti conozcamos al Padre

y también al Hijo

y que en Ti, que eres el Espíritu de ambos,

creamos en todo tiempo.

 

 

 

 

Lectura breve: Rom 8,14-17.

“Porque cuantos se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para caer de nuevo en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de adopción filial que nos hace exclamar: ¡Abba!, ¡Padre! El mismo Espíritu testifica, unido a nuestro espíritu, que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también herederos: Herederos de Dios y coherederos de Cristo, con tal que padezcamos con él para ser glorificados con él”.

 

 

Preces:

            Oremos a Cristo, el Señor, que ha congregado a su Iglesia por el Espíritu Santo, y digámosle:

            Renueva, Señor, la faz de la tierra.

 

- Señor Jesús, que, elevado en la cruz, hiciste que manaran torrentes de agua viva de tu costado, envíanos tu Espíritu Santo, fuente de vida.

 

- Tú que, glorificado por la diestra de Dios, derramaste sobre tus discípulos el Espíritu, envía este mismo Espíritu al mundo para que cree un mundo nuevo.

 

- Tú que por el Espíritu Santo diste a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, destruye el pecado en el mundo.

 

- Tú que prometiste darnos el Espíritu Santo para que nos lo enseñara todo y nos fuera recordando todo lo que nos habías dicho, envíanos este Espíritu para que ilumine nuestra fe.

 

- Tú que prometiste enviarnos el Espíritu de la verdad para que diera testimonio de ti, envíanos este Espíritu para que nos haga tus testigos fieles.

 

Padrenuestro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


TEXTO BÍBLICO: Lucas 4,16-21

 

“Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque él me ha ungido.

Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres,

para anunciar a los cautivos la libertad,

y a los ciegos, la vista.

Para dar libertad a los oprimidos;

para anunciar el año de gracia del Señor.

Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.”

 

            Este hermoso texto del evangelio de Lucas nos relata el inicio del ministerio público de Jesús y el comienzo de su predicación evangélica. Tras los treinta años de anonimato en Nazaret, el bautismo realizado por su primo Juan en el río Jordán y los cuarenta días de prueba y tentación en el desierto, Jesús vuelve a su tierra, a Galilea “por la fuerza del Espíritu”. Parece que todo lo anterior es presentado como una larga preparación de Jesús antes de comenzar su misión mesiánica entre los suyos. Y Jesús aparece al inicio de su misión “lleno de Espíritu Santo” (Lc 4,1), conducido y guiado “por la fuerza del Espíritu”.

            Era sábado cuando Jesús vuelve a Nazaret; y acompañando a los suyos entra en la sinagoga para el servicio cultual acostumbrado. Tras la lectura continua de la Torá, le invitan a hacer la lectura variable de los profetas. Y es él quien pide el rollo del profeta Isaías para elegir intencionadamente el texto que proclama en alta voz ante los congregados. Fijémonos en dos expresiones que pueden ayudarnos a comprender el valor de este relato y la enseñanza que Jesús quiere transmitir a sus paisanos.

 

- El Espíritu del Señor…  me ha ungido

 

            Jesús primeramente proclama el texto y posteriormente lo explica. Estos versículos del profeta Isaías, proclamados desde siglos en las sinagogas y conocidos por todos los judíos, hablan del futuro Mesías enviado por Dios al pueblo de Israel. El Mesías esperado contará con el favor de Dios para llevar la salvación a su pueblo. Será ungido con la gracia de Yahvé para realizar acciones maravillosas: liberar a los cautivos, dar la vista a los ciegos, anunciar la Buena Noticia a los pobres y proclamar un jubileo, un año de redención para todo el pueblo. Son las señales que hablan de la irrupción de la era mesiánica en Israel.

            No es casual que, antes de iniciar su ministerio público, Jesús haya sido bautizado (Mt 3,13-17). Juan, el Precursor y Bautista, consciente de la identidad del que se acerca, se extraña del bautismo de Jesús. Pero, Jesús le dice que es necesario cumplir la voluntad de Dios (“Conviene que así cumplamos toda justicia”) y asume este gesto como la preparación última para la era mesiánica. Es el tiempo de la nueva justicia. Jesús cumple e inaugura la nueva ley.

            Se abrieron los cielos, que son morada de Dios, y desciende el Espíritu sobre él. El Espíritu que aleteaba en la creación aparece al inicio de la nueva creación. Es el que unge a Jesús para guiar su misión mesiánica. Así lo recuerda Pedro en la mañana de Pentecostés al referirse a este dato: “como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él” (Hc 10,38). El Espíritu que dirigía a los profetas es el mismo que va a dirigir la misión de Jesús, y posteriormente los comienzos de la Iglesia. El mismo Espíritu que actuó en su nacimiento, lo acompañará toda la vida. El Espíritu desciende sobre Jesús para ungirlo, para capacitarlo y fortalecerlo con los dones necesarios para inaugurar la nueva creación: “Reposará sobre él el espíritu de Yaveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yaveh” (Is 11,2). Este Espíritu septiforme del que habla el profeta confiere al Mesías las virtudes elementales de los antepasados: la sabiduría, ciencia e inteligencia de Salomón; el consejo y la fortaleza que caracterizó a David; el temor de Yaveh de los patriarcas y profetas… Jesús aparece como el Mesías prometido y esperado, el Cristo, el Ungido de Dios.

            Pero también aparece como el Hijo amado. Se abrieron los cielos y se escucha la voz del Padre que confirma la identidad mesiánica de Jesús: Este es mi Hijo amado, mi predilecto, en quien me complazco. Esta expresión evoca las palabras de Isaías, que presentan al futuro Mesías como Siervo: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él” (Is 42,1). Sorprende que Lucas haya sustituido el término Siervo, que emplea Isaías, por el término Hijo. Es evidente que quiere subrayar el carácter filial del Mesías. Pero no hay oposición entre ambos términos. Jesús es el Siervo y el Hijo. Confluyen en él la servidumbre y la filiación. Se puede ser Siervo e Hijo; más todavía, para ser Hijo hay que estar dispuesto a ser Siervo. Este será el mensaje de su vida, que nos transmite a todos nosotros, especialmente sacerdotes.

El bautismo es la presentación pública de Jesús como el Mesías, el Cristo, el Ungido; el Hijo ungido por el Espíritu para ser el Mesías enviado a anunciar y realizar la salvación a los hombres.

 

2 - El Espíritu del Señor… me ha enviado

           

El sentido de la unción con el don del Espíritu es la capacitación para realizar la misión encomendada por el Padre. Jesús inicia su misión conducido “por la fuerza del Espíritu”. La finalidad de la unción es la misión.

Isaías afirmaba también que “el profeta ha recibido de parte de Dios un mensaje y una misión de consolación” (Is 61,1-2). El mensaje y la misión de Jesús consisten en un ministerio de gracia y misericordia, particularmente con los más desfavorecidos y marginados de aquella injusta sociedad judía, prototipo de todas las sociedades históricas. Lucas resalta que el Espíritu capacita a Jesús para anunciar la misericordia entrañable de Dios, no sólo por medio de las palabras, sino también por medio de los signos salvadores que llevan el amor predilecto de Dios hacia todos los desheredados de la tierra. Y esta misión de gracia y misericordia de Jesús es prolongada por sus apóstoles de todos los tiempos hasta el día de hoy.

“¡Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso!” Esta bienaventuranza, dirigida a todos los discípulos de Cristo, resuena en el corazón de todo apóstol como una llamada especial a vivir el ministerio como una misión de gracia y consolación entre aquellos que se nos ha confiado y con todos los que nos encontramos a lo largo de la vida.

También los apóstoles fueron ungidos para ser enviados. El día de Pentecostés, cuando estaban con las puertas cerradas en el Cenáculo, confusos por la muerte de Jesús y atemorizados ante la persecución de los judíos, recibieron el don y la fuerza del Espíritu. El libro de los Hechos de los Apóstoles relata cómo Pedro y los demás apóstoles, tras la unción del Espíritu, salen decididos del Cenáculo y van a la plaza más pública de Jerusalén a anunciar la verdad que han experimentado: la muerte y la resurrección de Jesús, el misterio pascual de Jesús, centro del kerygma apostólico primitivo. Habían sido testigos de la resurrección de Jesús, que se había aparecido a ellos en varias ocasiones; pero les faltaba la fuerza de su Espíritu que los capacita para iniciar la misión encomendada por su Maestro. Al igual que Jesús, los apóstoles son ungidos con la fuerza del Santo Espíritu y son enviados a continuar su misma misión de gracia y misericordia para con todos.

 

3 - El Espíritu del Señor nos ha ungido y nos ha enviado

 

También nosotros somos ungidos para ser enviados. Nuestro ministerio presbiteral sólo se entiende a la luz del ministerio mesiánico de Jesucristo, prolongado en el ministerio de los apóstoles. Sin esta referencia, estaremos perdidos y confusos.

            En la liturgia de la ordenación hay un gesto esencial que nos recuerda el don del Espíritu Santo sobre el ordenando. El obispo impone sus manos sobre la cabeza del candidato en silencio, y tras él todos los demás presbíteros presentes. En el caso del diácono es solamente el obispo que preside; en la ordenación episcopal son todos los obispos presentes. Este gesto epiclético manifiesta que hay una transmisión del Espíritu. Por la imposición de las manos del obispo sobre la cabeza del ordenando y la plegaria de la Iglesia se confiere la gracia del Espíritu Santo necesaria para el ejercicio del ministerio presbiteral. Por tanto, también el presbítero es ungido por el Espíritu de Dios y capacitado para la misión que le encomienda.

            El texto de la Plegaria de la ordenación de los presbíteros enriquece y complementa este gesto ritual expresando los motivos de tal invocación y donación del Espíritu: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sean, con su conducta, ejemplo de vida”.

            Dios Padre, que dispuso la existencia de ministros ordenados para la edificación de la Iglesia, es el principio fontal del presbiterado. Es Él quien elige a los presbíteros y quien, por la fuerza de su Espíritu, los convierte en ministros ligados sacramentalmente a Jesucristo para ser servidores y continuadores del sacerdocio apostólico. Por medio del Espíritu recibido en el sacramento del Orden, los presbíteros son configurados a Cristo, Apóstol y Sumo Sacerdote, de forma que participan ministerialmente de su consagración y misión.

El obispo invoca el don del Espíritu Santo para que descienda sobre el candidato como una donación gratuita por parte de Dios Padre. Se afirma, de este modo, el carácter carismático del ministerio presbiteral para expresar que es un carisma particular del Espíritu, un don espiritual al servicio del Pueblo de Dios, y no simplemente una función sociológica.

A lo largo de toda la oración, el candidato está arrodillado en silencio, expresando con esta actitud su disposición humilde y su unión orante con el obispo para suplicar el don del Espíritu sobre él. Ya había recibido anteriormente el Espíritu como don personal y permanente en lainiciación cristiana; ahora lo recibe de nuevo con el fin de ser capacitado para participar del sacerdocio ministerial de Cristo Cabeza y Pastor,y santificar su vida. Por eso, se pide que renueve en él el Espíritu de santidad.

Este Espíritu de santidad recibido en el sacramento del Orden garantiza la presencia del Espíritu de Dios en la vida y en el ministerio el presbítero. Tal presencia no es mero don estático, sino fuente dinámica y vitalizadora que actúa en el presbítero y, por medio de él, santifica a la Iglesia y a todos los hombres en su peregrinar histórico hacia la plenitud del Reino de Dios.Sólo con la gracia del Espíritu Santo fructifica el anuncio del Evangelio en el corazón de los hombres; y gracias a la fuerza del Espíritu, los sacramentos actualizan y comunican la salvación ofertada por Dios en Cristo.

La dignidad del presbiterado a la que se alude la Plegaria, no re refiere a la dignidad de un honor o privilegio, sino que se trata de una dignidad sacramental. El sentido primigenio del término dignitas hacía referencia al antiguo cursus gradual de las órdenes sagradas y, por tanto, al sentido de promoción que adquirían. Sin embargo la dignidad del presbiterado se fundamenta en la llamada de Dios y en el don del Espíritu recibido por medio de la ordenación. Es el Espíritu de Dios quien elige, capacita, santifica y perfecciona la pequeñez del siervo llamado al ministerio presbiteral. La invocación del Espíritu condiciona la vida del presbítero, no sólo en la celebración litúrgica de la ordenación, sino en toda su misión presbiteral. Su ministerio es epifanía de la epíclesis central de la ordenación. Toda su vida y todo su ministerio es epiclética. Al estar colmado del Espíritu de Dios, el presbítero se convierte en recipiente del Espíritu Santo (vas Spiritus Sancti) y difusor de ese mismo Espíritu y de sus dones.Como personaconsagrada”, “santificadapor el Espíritu, inicia a partir de la ordenación un nuevo estado de vida.Por eso se suplica que el don del Espíritu convierta suvida en una vida santa. Es laconsecuencia del donprecedente. El don del Espíritu suscitala santidad de vida en el presbítero, porque es la gratiaque lo capacita y fortalece para santificar su vida y para realizar la misión santificadora a él encomendada.

El presbítero ha recibido el mismo Espíritu de Jesús y ha sido enviado a su misma misión. El don recibido gratuitamente, por pura generosidad del Padre, le capacita para vivir su ministerio. Para realizar esta misión, no puede confiar en sus solas fuerzas humanas, sino que ha de dejarse conducir –como Jesús- por la fuerza del Espíritu.

¡Ven, Espíritu divino!,

guía nuestro ministerio presbiteral,

fortalece nuestras debilidades

alienta nuestra fe

para seguir prolongando en medio del mundo

la historia de salvación de Dios con los hombres.

 


PISTAS PARA EL TRABAJO

 

1 - ¿Soy consciente de que he recibido el don del Espíritu Santo el día de la ordenación para ser enviado al ministerio presbiteral que me encomiendan?

 

2 - Cuando siento el peso de las debilidades personales y de las dificultades pastorales, ¿siento la fuerza del Espíritu que viene en ayuda de mi debilidad?

 

3 - He sido enviado por el Padre para realizar su proyecto de salvación sobre el mundo. ¿Cómo puedo hacer de mi ministerio presbiteral una misión de gracia y misericordia? ¿A qué personas debo atender más? ¿Quiénes son los más necesitados de la gracia de Dios donde me encuentro?

 

 

 

 

 

PARA ORAR

 

 

 

Ven, Espíritu divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3

MINISTROS DE JESUCRISTO

 

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

 

Canto: CLN nº 717

 

EL SEÑOR ES MI FUERZA,

MI ROCA Y SALVACIÓN

 

Tú me guías por sendas de justicia,

me enseñas la verdad.

Tú me das el valor para la lucha,

sin miedo avanzaré

 

Iluminas las sombras de mi vida,

al mundo das la luz.

Aunque pase por valles de tinieblas, yo nunca temeré

 

 

Lectura breve: Col 1, 24-29.

 

“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora en sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo. Por esto precisamente me afano, luchando con la fuerza de Cristo que actúa poderosamente en mí”.

 

 

Preces:

            Adoremos, hermanos, a Cristo, el Dios santo, y pidiéndole que nos enseñe a servirle con santidad y justicia en su presencia todos nuestros días, aclamémoslo, diciendo:

 

Haznos fieles servidores tuyos

 

- Señor Jesús, probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado, compadécete de nuestras debilidades.

 

- Señor Jesús, que a todos nos llamas a la perfección del amor, danos el progresar por caminos de santidad.

 

- Señor Jesús, que quieres que seamos la sal de la tierra y la luz del mundo, ilumina nuestras vidas con tu propia luz.

 

- Señor Jesús, que viniste al mundo para servir, y no para que te sirvieran, haz que sepamos servirte a ti y a nuestros hermanos con humildad.

 

- Señor Jesús, reflejo de la gloria del padre e impronta de su ser, haz que en la gloria contemplemos tu rostro.

 

 

Padrenuestro

 

 

 

 

 

 

 

TEXTO BÍBLICO: Marcos 10, 35-45

 

“Se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Les preguntó: ¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar? Contestaron: Lo somos. Jesús les dijo: El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.

Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen.

Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.”

 

 

1 – Servir y dar la vida

 

            Constituye un dato significativo de los evangelios sinópticos el triple anuncio de la pasión. Después de experimentar las dificultades de su misión mesiánica, Jesús anticipa y descubre a sus discípulos el misterio más secreto de su corazón: su pasión, muerte y resurrección. La subida a Jerusalén adquiere desde entonces un tono desconcertante para sus seguidores. En este contexto se sitúa el hermoso relato que acabamos de proclamar. Hay tres tipo de personajes y tres enseñanzas muy oportunas para todo cristiano.

 

Queremos que hagas lo que te vamos a decir.

           

En primer lugar, encontramos a los hermanos Santiago y Juan que se acercan a Jesús para hacerle una petición: Queremos que hagas lo que te vamos a decir. En el evangelio de Mateo es la madre de los Zebedeos, quien hace la petición a Jesús; en Marcos son los dos hermanos. En ambos pasajes, la petición y la enseñanza es la misma.

            Jesús acaba de hacer partícipes a sus discípulos del secreto más profundo de su corazón, abre su corazón para compartir con ellos la pena más profunda: Va a morir. Y en vez de encontrar el apoyo y consuelo de los discípulos, descubre las reacciones imprevistas del corazón humano.

            Santiago y Juan, los dos apóstoles íntimos del Señor, se acercan para pedirle una recompensa. Ante la terrible noticia, no piensan en Jesús; sólo piensan en ellos mismos y en la manera de resolver su situación, despreocupándose de la suerte de Cristo y de los demás discípulos. Exigen privilegios, honores humanos y distinción de los demás. Ciertamente son del grupo de los Doce, pero ellos se sienten más cercanos al Señor y exigen retribuciones por encima de los demás.

            La reacción de los dos hermanos se llama ambición, fruto de la soberbia del corazón humano. La ambición es una búsqueda desordenada de gloria, dominación o grandezas. Nunca se harta de honores. Siempre busca el ser y tener más… que el otro. Por eso, quien la sufre siempre se compara con los demás, estando siempre insatisfecho, sin valorar lo que tiene. La ambición es perniciosa porque desprecia y mata.

            Cuando Jesús escucha sorprendido la petición prepotente de los hermanos, exclama: No sabéis lo que pedís. Incluso al proseguir en el diálogo les vuelve a preguntar: ¿Soy capaces de…? Y aquellos atrevidos discípulos no dudan en contestar: ¡Lo somos! Santiago y Juan tienen una alta consideración de sí mismos, pero es un autoconocimiento poco realista. No se sabe si es valentía o ingenuidad lo que les embarga en este momento. Ciertamente fueron capaces de beber el cáliz del martirio, pero Jesús aprovecha para decirles a ellos, y en ellos a los discípulos de todos los tiempos, que su misión no entiende de prebendas y honores al estilo humano. No es misión suya la recompensa de nadie, ni el premio de nada. Esto es tarea del Padre al final de los tiempos.

            La soberbia de Santiago y Juan se ha manifestado en forma de ambición. También nosotros podemos ser tentados de creernos con derechos por encima de los demás, y exigir al Señor que colme nuestras expectativas humanas de honores y grandezas de todo tipo. La ambición nos lleva a compararnos con los demás, a sentirnos superiores y merecedores del honor de la gente, y no nos damos cuenta que este sentimiento connatural al hombre debe ser combatido por la vida espiritual para que no arruine nuestro ministerio pastoral.

 

Se indignaron

Los otros diez discípulos, al oír lo que pedían los dos hermanos, se indignaron contra Santiago y Juan. ¿Por qué? Porque también ellos deseaban esos puestos de honor y gloria junto a Jesús. La indignación es el fruto de una no adaptación de la realidad a nuestros propios criterios. El enfado y la ira siempre procuran la descalificación del otro por medio de la crítica. En el fondo, todos ansiaban lo mismo, todos estaban afectados por el mismo pecado: la soberbia. Sin embargo, los otros diez discípulos se indignaron por la envidia.

La envidia se manifiesta como una pena desordenada por la felicidad del otro y un deseo del fracaso de los demás. El envidioso siente fastidio por el bien del prójimo, se aflige por la prosperidad ajena, y esta situación le lleva a instalarse en la tristeza continua, en la murmuración constante, que desemboca en un desasosiego permanente. Tarde o temprano la envidia conduce inevitablemente a la destrucción y a la muerte. Así se nos relata en la Biblia, la envidia fue la causa del primer homicidio: Caín mató a Abel por envidia. El impío odia al justo y se comporta como su enemigo, aún siendo su hermano. Donde está la envidia, está la muerte.

Es importante conocer este proceso para no dejarnos dominar por este sentimiento inicial de envidia ante los demás. También el presbítero puede ser tentado por el pecado de la envidia en su vida y ministerio pastoral. Hay momentos en los que comprobamos que hermanos nuestros son apetecidos y preferidos para cargos y ministerios que, tal vez, hubiésemos deseado nosotros. En otras ocasiones experimentamos el olvido de nuestros dirigentes e, incluso, la incomprensión y el rechazo sin saber el porqué. En todos estos casos, hemos de poner nuestra mirada, no en los otros, sino en el Señor. En Él encontramos la respuesta a nuestros sentimientos encontrados y el modelo a seguir en nuestra vida presbiteral. ¿Qué buscó Él? ¿Cómo vivió Él? Ese es nuestro camino a seguir. Su vida fue ciertamente una kénosis total, un abajamiento de los propios criterios humanos hasta ponerse por debajo de todos en radical ultimidad: “A pesar de su condición divina… se despojó de su rango… se rebajó” (Flp 2,6-8). Esta es la solución al pecado de envidia que, sin una profunda vida espiritual de oración y entrega, va minando la grandeza de nuestra vocación sacerdotal.

Recuerdo las reflexiones del filósofo existencialista alemán Martin Buber, expuestas en su libro “Yo y Tú”. Desde los principios puramente filosóficos, examinaba la conducta humana y concluía con el siguiente proceso que podemos sintetizar en cuatro pasos. Advertía que una persona (“Yo”) era consciente de su propia identidad cuando se contrastaba con otra (“Tú”). Este proceso social inevitable es la base de toda socialización, pero también del conocimiento de uno mismo. Cuando se encuentra el yo y el tú, el siguiente paso es “o yo o tú”. Surge instintivamente un sentimiento de rivalidad natural entre ambos; que da paso al tercer momento “ni yo ni tú”. Es decir, el ser humano que permanece en la rivalidad se autodestruye. El enfrentamiento es el principio de la aniquilación personal y ajena. Y aquí es donde se sitúa la envidia, fuente constante de malestar personal y de destrucción del otro. El famoso filósofo citado concluía afirmando que la vida humana exige la relación “yo y tú”. No es un gran descubrimiento de la ciencia humana. El evangelio lleva ya más dos mil años predicando el amor fraterno como base de la conducta entre los humanos. No lo olvidemos la envidia destruye y mata.

           

Reuniéndolos

           

Pero sigamos con el texto. Jesús es consciente que la ambición y la envidia, pecados que residen en el corazón de sus discípulos, los destruye y los impide asumir la misión evangélica para la cual están siendo preparando. El pasaje evangélico indica de forma esquemática uno de los datos más significativos del ministerio público de Jesús con sus discípulos: Jesús, reuniéndolos… Jesús “re-une” a sus discípulos. Si los une, quiere decir que estaban divididos. Ciertamente, estaban desunidos por la rivalidad. Pero Jesús concluye el pasaje reuniéndolos de nuevo a todos. Aprovecha el momento para enseñar una nueva lección, que, como maestro, dirige a todo discípulo suyo. Los jefes que gobiernan los pueblos tiranizan y oprimen a la gente, se aprovechan de sus propios ciudadanos. Vosotros no seáis así. Y proclama una de las máximas más elocuentes de todo el evangelio: El que quiera ser grande, sea servidor; el que quiera ser primero, sea el último y siervo de todos. Porque, el Hijo del hombre “no ha venido a ser servido sino a servir”.

            La misión de Jesús se define, no en categorías de honor, sino como un servicio. La misión de Jesús consiste en servir, y no en ser servido. Si el ministerio presbiteral prolonga la misión de Cristo es claro que nuestra actitud interior y exterior ha de ser el servicio.

 

 

2. – Ministerio de “re-presentación”

 

La Plegaria de ordenación de los presbíteros define al presbítero como un ministro de Jesucristo. Al designar al presbítero como un ministro de Cristo se retoma la conocida expresión paulina, tan apreciada por la tradición litúrgica: “ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1). El término latino minister denomina a quien realiza un ministerium, y procede de minus, que se traduce por el menor, el que es menos, el servidor. En contraposición a magister, que denomina a quien ejerce un magisterium, y procede de magis, que significa el mayor, el que es más, el superior o el maestro. La tradición litúrgica  ha privilegiado los términos minister y ministerium para aplicarlos a las personas que realizaban un servicio en la Iglesia, sobre todo, litúrgico. El presbítero es considerado un servidor de Jesucristo, que prolonga la misma misión de Jesucristo, encomendada a los Apóstoles, continuada por los Obispos y, en colaboración necesaria con ellos, realizada también por los presbíteros (LG 28).

La ordenación presbiteral configura al candidato con Cristo para vivir en comunión con Él. La expresión “configurado con Cristo” es una expresión muy querida y usada por el magisterio eclesiástico actual. El sacramento del Orden configura al sacerdote con la persona de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, por eso participa en su función profética, sacerdotal y pastoral. Obra, por tanto, in persona Christi, es decir, en la persona de Cristo, como embajador de Cristo, como si Dios hablara y actuara por medio de él (2 Cor 5,20). El presbítero está configurado a Cristo por el sacramento del Orden para ser representación  sacramental de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. No es un simple representante de la Iglesia en el mundo, sino el representante de Cristo ante la Iglesia. Junto con la Palabra y los sacramentos, el sacerdocio pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia.

            El presbítero es un servidor, que ejerce el ministerio de la representación sacramental de Jesucristo en favor del pueblo de Dios. Este servicio de “representación” propio del ministerio sacerdotal es necesario y constitutivo de toda celebración litúrgica. No hace las veces de Cristo o lo representa como si éste estuviese ausente; sino como el signo de Cristo presente y operante. El presbítero se convierte en signo sacramental de Cristo presente por el don del Espíritu Santo recibido en la ordenación. De este modo puede representar sacramentalmente a Jesucristo y a su Cuerpo, la Iglesia.

 

En comunión con Cristo

Por tanto, si representa a Cristo ha de estar en comunión de vida y misión con Jesucristo. Esto es lo que significa la tradicional expresión teológica: “in persona Christi Capitis”. Si los sacerdotes son embajadores de Cristo, sus palabras son pronunciadas con la misma eficacia que las palabras de Cristo, y sus gestos sacramentales son realizados con la misma eficacia que los signos de Jesús. Este es el fundamento de la naturaleza sacramental del sacerdocio cristiano vinculado, por el sacramento del Orden, a la persona del sacerdote.

La Constitución SacrosanctumConcilium afirma que Cristo está presente en la persona del ministro que preside la celebración litúrgica (SC 7), y el decreto Presbyterorum Ordinis declara que los presbíteros están identificados con Cristo Sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de Cristo Cabeza (PO 2). La doctrina conciliar recuerda que Cristo ha querido servirse de la mediación de los ministros ordenados para realizar su obra santificadora. Él es el verdadero sacerdote de toda celebración; y ha querido visibilizar su acción salvadora por el ministerio de quienes han recibido una configuración especial con Él en el sacramento del Orden. Él es quien bautiza; Él es quien perdona, etc. a través del ministerio sacerdotal. Por tanto, el sacerdote es signo sacramental de Jesucristo, quien hace las veces de Cristo, quien ocupa el lugar de Cristo, quien personifica a Cristo. Son diversas expresiones empleadas en los documentos magisteriales actuales para indicar la misma realidad.

El presbítero no habla ni actúa a título personal; es signo eficaz de la presencia de Cristo, porque está capacitado por el Espíritu Santo para realizar lo mismo que Jesús hizo y encargó a sus discípulos que hicieran en memoria de él. Así aparece en algunas expresiones litúrgicas, especialmente en algunos momentos en los que el sacerdote  habla en primera persona. El  ejemplo más claro son las palabras de la consagración eucarística. El presbítero dice: “Esto es mi Cuerpo… mi Sangre…” El posesivo “mi” no se refiere al sacerdote que lo pronuncia, sino a Cristo. Sin embargo, el presbítero, que hace presente a Cristo y ocupa el lugar que ocupó un día Cristo, le presta su voz y toda su persona para que pueda continuar actualizando el misterio de la salvación.

 

En comunión con la Iglesia

 

Precisamente porque representa a Cristo Cabeza, el presbítero está llamado a representar a su Cuerpo: la Iglesia, especialmente en la celebración litúrgica. Se complementan mutuamente el ministro que preside, signo de Cristo, y la asamblea litúrgica, signo de la Iglesia. El presbítero, por tanto, visibiliza sacramentalmente la presencia de Cristo, Cabeza de la comunidad, y actúa sacramentalmente también en nombre de todo el Pueblo santo, en nombre y representación de la Iglesia.

            La asamblea litúrgica es el primer signo o “sacramento” de la presencia de Cristo en su Iglesia (Mt 18,20). El presbítero “hace las veces de Cristo” encarnado en el seno de la Iglesia. Es miembro de la comunidad eclesial y ejerce una misión sacramental recibida en ella. Por la ordenación, el presbítero representa a la Iglesia, habla y actúa en su nombre –“in nomine Ecclesiae”. No actúa aislado sino unido a la comunidad eclesial y para su edificación. Su condición pastoral le hace estar pendiente del cuidado y guía del pueblo a él confiado; su condición profética le urge a anunciar el Evangelio entre los suyos y custodiar la enseñanza de la Iglesia; su condición sacerdotal le capacita para representar a su pueblo en la oración y el sacrificio ofrecidos al Padre.

            No es una simple delegación jurídica de la comunidad eclesial, es una configuración sacramental a Cristo, por el Espíritu Santo recibido en el sacramento del Orden, y una capacitación sacramental para representar a su Cuerpo, la Iglesia, en la liturgia. De nuevo, quien representa sacramentalmente a Cristo ha de realizar lo que quiso Cristo, conforme a su libre y divina voluntad. Quién está puesto al servicio de su Iglesia, ha de realizar lo que quiere la Iglesia. Es una intención evidente e imprescindible en todo presbítero.

            El presbítero es llamado por Dios al humilde servicio de la representación sacramental de Jesucristo y de su Cuerpo, la Iglesia. Para realizar esta misión es necesario que el presbítero sea consciente de su condición de siervo y servidor. Son dos acepciones diferentes que reclaman un mismo significado. El presbítero se define como siervo ante Dios. Contrasta la humildad y pequeñez del siervo frente a la grandeza de Dios y la dignidad del sacramento recibido. Esto es lo quiere expresar la postración en el suelo durante el canto de las letanías de los santos. Pero la ordenación presbiteral hace del siervo un ministro al frente de un ministerio, un servidor para un servicio y una misión. El presbítero no puede olvidar la enseñanza de Jesús a sus discípulos: “no he venido a ser servido, sino a servir”. Esta ha de ser la lógica que inspire la llamada al ministerio y su entrega de vida. Sin olvidar que la condición vital para el servicio es la humildad del siervo.

            Me parece oportuno concluir esta reflexión con las letanías que el cardenal español Merry del Val rezaba todos los días después de la comunión. Él, que estaba llamado a ocupar altos cargos de responsabilidad en la Iglesia y que estuvo revestido de todos los honores eclesiásticos posibles, estaba convencido que el principio vital del servicio sacerdotal era la humildad. Por eso la pedía a Dios diariamente.

 

“Oh Jesús manso y humilde de corazón, ¡óyeme!

 

Del deseo de ser estimado…                        

Del deseo de ser amado…

Del deseo de ser elogiado…

Del deseo de los honores…

Del deseo de ser ensalzado…

Del deseo de ser preferido…

Del deseo de ser consultado…

Del deseo de ser aprobado…

Del temor de ser humillado…

Del temor de ser despreciado…

Del temor de sufrir repulsa…

Del temor de ser calumniado…

Del temor de ser olvidado…

Del temor de ser ridiculizado…

Del temor de ser injuriado…

Del temor de ser sospechoso… ¡Líbrame Jesús!

 

Que otros sean más estimados que yo…      

Que otros sean más amados que yo…

Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo mengüe…

Que otros sean empleados en cargos, y se prescinda de mí…

Que otros sean ensalzados, y yo no…

Que otros sean preferidos a mí en todo…

Que otros sean más santos que yo, con tal que yo lo sea cuanto pueda…

 

¡Jesús concédeme la gracia de desearlo!

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

 

- ¿Me siento unido a Jesucristo en mi vida presbiteral? ¿Siento instrumento de Jesucristo o protagonista de mi ministerio pastoral?

 

- ¿Soy tentado por alguna ambición concreta? ¿Tengo envidia de alguien? ¿Busco librarme de los sentimientos adversos que pueda tener contra alguien?

 

- ¿Vivo como un siervo de Jesucristo y un servidor de los hombres?

 

- ¿Qué predomina en mi vida la soberbia o la humildad? ¿Cómo puedo crecer en mi conciencia de servidor enviado para representar a Jesucristo y a la Iglesia?

 

- ¿Me siento en comunión con la Iglesia? ¿Contagio el amor a la Iglesia?

 

 

 

PARA ORAR

 

Tomad, Señor, y recibid

toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento,

y toda mi voluntad,

todo mi haber y poseer.

Vos me lo disteis,

a Vos, Señor, lo torno.

Todo es vuestro,

disponed a toda vuestra voluntad.

Dadme vuestro amor y gracia,

que esta me basta.

 

(San Ignacio de Loyola)

 

 

4

REALIZANDO EL SACERDOCIO APOSTÓLICO

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

 

 

Canto: CLN nº 401

 

PUEBLO DE REYES, ASAMBLEA SANTA,

PUEBLO SACERDOTAL, ¡BENDICE A TU SEÑOR!

 

Te cantamos, Pastor, que nos conduces al Reino,

te alabamos, reúne a tus ovejas en un redil.

Te cantamos, oh Cristo, manantial de la gracia,

te alabamos, oh fuente de agua viva que apaga nuestra sed.

 

Lectura breve: Rm 15, 14-19.

 

“Por mi parte, estoy persuadido, hermanos míos, de que también vosotros estáis llenos de buenas disposiciones, henchidos de todo conocimiento y capacitados también para amonestaros unos a otros. Sin embargo, en algunos pasajes de esta carta os he escrito con cierto atrevimiento, como para recordaros lo que sin duda no habéis olvidado. Pero lo he hecho en virtud de la misión que Dios me ha confiado: ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para hacer de los gentiles una ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo.

            Tengo motivos, pues, para sentirme orgulloso ante Dios en nombre de Cristo Jesús. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí para conseguir que los gentiles reconozcan a Dios. Y lo he realizado de palabra y de obra, con el concurso de señales y prodigios y de la fuerza del Espíritu de Dios, de modo que he podido dar cumplimiento al Evangelio de Cristo”

 

 

Preces:

            Alabemos a Jesucristo, fuente de salvación eterna para todos los hombres, y pidámosle con humildad:

            Señor, óyenos.

 

- Jesús, Hijo de Dios vivo, guíanos hacia la luz de tu verdad.

- Cristo, palabra de Dios, que estás junto al Padre desde siempre y por siempre, consagra a tu Iglesia en la unidad.

 

- Jesús, ungido por el Padre con la fuerza del Espíritu Santo, consagra a tu Iglesia en la santidad.

- Cristo, sumo sacerdote del nuevo Testamento, comunica a los sacerdotes tu santidad, para gloria del Padre.

 

- Cristo, sabiduría de Dios, paz y reconciliación nuestra, haz que nos mantengamos todos unánimes y concordes en tu Iglesia.

 

- Cristo, sacerdote eterno, glorificador del Padre, haz que sepamos ofrecernos contigo, para alabanza de la gloria eterna.

           

 

Padrenuestro

 

 

 

TEXTO BÍBLICO: Jn 21, 1-22

 

 

“Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

            Simón Pedro dice: Me voy a pescar. Ellos contestan: Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No. Él les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: es el Señor.

            Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron a la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: Traed de los peces que acabáis de coger.

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: Apacienta mis corderos.

Por segunda vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: Pastorea mis ovejas.

Por tercera vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.

Dicho esto, añadió: Sígueme.

Pedro entonces, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto quería (el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te va a entregar?). Al verlo, Pedro dice a Jesús: Señor, y éste ¿qué? Jesús le contesta: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.”

 

 

1 – La caridad del pastor

 

Los exegetas dividen el evangelio de Juan en tres partes: el prólogo, el libro de los signos y el libro de la gloria. Este texto pertenece al libro de la gloria (20-21), donde se relata el encuentro de los discípulos con el Cristo Resucitado.

            El relato evangélico nos sitúa en el lago de Genesaret, el mar de Galilea, punto de partida de su predicación mesiánica y lugar de encuentro de los primeros discípulos con Jesús. Allí le conocieron. Allí escucharon la voz de su llamada: “Venid y lo veréis”. Desde entonces, el lago es el protagonista principal de la enseñanza y de la misión de Jesús, el centro de sus operaciones, salidas y trabajo.

            Jesús y sus discípulos vuelven a encontrarse junto al lago. Será el lugar de la nueva llamada a sus discípulos. Esta vez han cambiado las circunstancias. El Cristo pascual aparece como un desconocido vagabundo al borde de la playa. Los discípulos aparecen juntos, de vuelta al único trabajo que conocen desde su infancia: la pesca en el lago. Sin embargo, aunque conocen el arte de la pesca y la geografía del lago, no tienen éxito. La larga pesca nocturna no ha servido de nada, no han pescado nada.

Y al escuchar las recomendaciones de aquel desconocido, que desde la playa les indica el lugar oportuno para la pesca, tal vez se sorprendieran, pero obedecieron. ¿Qué sabía aquel personaje dónde había pesca en aquel lago tan conocido para ellos? La sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron la red repleta de peces. ¿Quién era aquel individuo que sabía más que ellos? Los discípulos no sabían que era Jesús. Es el amigo íntimo de Jesús quien confirma la sospecha y le reconoce primero: ¡Es el Señor! Perplejos por la inimaginable sorpresa, nadie se atreve a preguntarle, pero todos tienen la fuerte convicción de que es Jesús.

            Tras una sucesión de imperativos: Traed, venid, comed… los discípulos se reúnen con Jesús en una comida pascual, que evoca la eucaristía, y confirma en ellos la certeza del Cristo vivo y resucitado

            También nosotros, los presbíteros, nos sentimos, a veces, como aquellos discípulos pescando en el lago, sin resultado alguno. Nuestro esfuerzo parece que no produce fruto. A pesar del tiempo dedicado, no hay resultados. Y permanecemos, como ellos, cerrados a cualquier indicación del que pueda saber más que nosotros, incluso a Jesús mismo, porque creemos que nosotros sabemos más que nadie en el arte de la pastoral. Hay que escuchar las indicaciones de Jesús para volver donde Él nos diga y cuando Él nos diga. Entonces, nuestro esfuerzo dará su fruto: La red estaba tan llena de peces que no podían arrastra a tierra.

 

¿Me amas?

            El centro del relato lo ocupa el diálogo entre Jesús y Pedro. Es una experiencia de amor y perdón. Pedro ha traicionado a Jesús por debilidad, fragilidad y miedo. Pero el Señor no le recrimina ni rechaza; simplemente le ama y perdona. Ante la triple negación se impone la triple profesión de amor de Pedro a Jesús. Quien le ha negado ahora le confiesa. Y muestra así su disposición para asumir de nuevo el ministerio que Jesús le había encomendado: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16,18).

Lo único que le pide Jesús a Pedro es la confirmación de su amor: ¿Me amas? El amor está unido al seguimiento y misión de Cristo. Te amo (Amo te) - Apacienta mis ovejas (Pasce oves meas). La misión presupone el amor. El amor es la condición necesaria para el seguimiento de Cristo y el servicio del ministerio apostólico al pueblo de Dios. Esta es la caridad pastoral, que define el ministerio sacerdotal: el amor inconfundible del buen pastor. Lo que Jesús está manifestando a Pedro es que, al fin y al cabo, el ministerio es cuestión de amor. El amor es el presupuesto indispensable para el ministerio presbiteral.

La respuesta precipitada del impetuoso Pedro al principio, termina siendo una humilde y realista confesión de amor: Tú, Señor, lo sabes todo, tú me conoces por dentro y por fuera, tú bien sabes que te quiero. Esta debería de ser también la actitud y la respuesta del presbítero ante la misión que se le confía. Sin el amor a Jesús no puede haber amor a la Iglesia y a la comunidad cristiana a la que somos enviados.

 

Apacienta mis ovejas

 

Todos hemos escuchado interpretaciones preciosas de este emotivo pasaje evangélico, siempre novedoso, cuando se lee en la oración o se proclama en la liturgia. Siempre hay aspectos nuevos, que ayudan a comprender nuestro ministerio apostólico a la luz del hermoso diálogo entre Jesús y Pedro.

Apacentar la grey del Señor supone la entrega cotidiana de la propia vida al servicio de la Iglesia hasta el martirio. El buen pastor que ama a sus ovejas da la vida por sus ovejas. El apóstol recibe una llamada a gastarse y desgastarse hasta el último momento “por ellos”, por los que le son encomendados. ¿Cómo se puede hacer de la propia vida ministerial un servicio de entrega amorosa a los demás? Sólo si estamos unidos a Jesucristo; si amamos y nos sentimos amados por Él. El amor de Cristo es la fuerza de nuestro ministerio. Apoyados en Cristo podremos llevar el peso de nuestro ministerio, que supera las fuerzas humanas. ¡Firmes en el Señor!

El contenido central de este pasaje es la llamada de Pedro a la misión después de Pascua: Apacentar a la Iglesia y anunciar el misterio de Jesucristo. Pedro es testigo de la vida y misterio revelado en Jesús. Él, que era discípulo, se ha convertido ahora en apóstol. El relato enseña que la experiencia del Cristo resucitado es presupuesto básico para el inicio de la misión apostólica. Quien no es testigo del Cristo Resucitado no puede anunciarlo al mundo.

 

¡Tú, sígueme!

Es la última palabra que dirige Jesús resucitado al discípulo elegido para apacentar sus ovejas. Junto al mandato de apacentar el rebaño, Jesús anuncia a Pedro su martirio. Estas palabras recuerdan el diálogo tenido entre ambos en la última cena: “Adonde yo voy, tú no puedes seguir ahora, me seguirás más tarde” (Jn 13,36). Ha llegado ya “ese más tarde”. Apacentando el rebaño del Señor, Pedro entra en el misterio pascual. Cristo ha vivido el suyo, ahora le toca a Pedro.

Sin embargo, cuando Jesús profetiza a Pedro su muerte martirial, aparece de nuevo su genio impetuoso. Esta noticia le desconcierta. ¿Por qué él? Y es significativa la pregunta que hace por el apóstol Juan, que camina junto a ellos: ¿Y éste qué? Pedro se compara a los demás, no acepta la especificidad de su seguimiento a Cristo y de su vocación apostólica. Los presbíteros hemos de aprender que cada uno de nosotros recorre un camino diferente, aunque todos compartamos la misma misión. Siempre tenemos excusas para compararnos a los demás y, a veces nos cuesta, aceptar la particularidad de las circunstancias de nuestro ministerio.

Jesús recrimina esta reacción de Pedro: ¿Qué te importa a ti lo que hagan o vivan otros? Y matiza con rotundidad la actitud fundamental del ministerio apostólico y el mensaje final de este relato: Tú, sígueme. La motivación primera y última de todo apóstol es el seguimiento de amor a Jesús. Esta es también la condición básica para asumir el ministerio pastoral, como entrega de la propia vida para el servicio de la Iglesia y de toda la humanidad. Ante las posibles excusas y comparaciones, que asaltan y paralizan la vida ministerial, el Señor nos enseña que nuestra única preocupación ha de ser el seguimiento de Cristo, la unión a Cristo, el amor a Cristo. Es la garantía para que la vida pastoral no esté desorientada.

El seguimiento de Jesús es la característica primaria de todo discípulo. Tanto Pedro como Juan aparecen al final de este relato como discípulos y apóstoles que siguen al Señor. Pedro es la representación de Jesús; Juan es el amigo íntimo del Señor. En ambos se manifiesta un  doble aspecto del ministerio sacerdotal: la representación sacramental de Jesucristo y la amistad espiritual con Jesucristo. Ambos se interrelacionan y complementan de tal forma que, no se puede ser representación, sin ser amigo íntimo del Señor. El Señor nos llama al seguimiento de amor, siendo amigos íntimos del Hijo, para representar al Señor en nuestro ministerio como pastores que dan la vida por su pueblo.

 

2 – El sacerdocio apostólico

 

La liturgia de ordenación subraya la participación especial del ministerio presbiteral en el sacerdocio y misión de Cristo.

            Cristo es denominado en la Plegaria de ordenación como Apóstol y Sumo Sacerdote (Heb 3,1). Siguiendo su etimología bíblica, el término Apóstol significa enviado. La Plegaria de ordenación menciona a Moisés y Aarón como enviados de Dios para regir y santificar a su pueblo. Éstos son simples hombres; Jesús es el Hijo de Dios, Palabra y revelación del Padre. Su misión es anunciar el Reino de Dios, el Evangelio de la salvación, que es Él mismo: su persona, sus obras y sus palabras. Jesús es el Apóstol y la Palabra del Padre; en Él se identifican Palabra y Enviado. Cristo es denominado también como Sumo Sacerdote (Pontifex). Al ofrecerse a sí mismo al Padre, se convierte en Víctima y Sacerdote. En Él se identifican la ofrenda y el Sacerdocio. Nadie duda de su Sacerdocio único e irrepetible.

            Jesús hizo partícipes de su misión a los Apóstoles, que se convierten en los continuadores de su misión de anuncio del evangelio y santificación de los hombres. Ambos aspectos presentados separadamente en la definición de Cristo son unificados en la novedosa expresión “sacerdocio apostólico”, que aparece, por primera vez, en un texto litúrgico de la Iglesia: “También ahora, Señor, te pedimos nos concedas, como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico”.

             Los dos aspectos con los que la oración define a Cristo, -Apóstol y Sumo sacerdote-, son aplicados también a los apóstoles y a sus sucesores los obispos en el ejercicio del sacerdocio apostólico; que se prolongan también en el ministerio de los colaboradores de los Apóstoles y en los presbíteros.

            El obispo, conscientes de su fragilidad y limitación para realizar la tarea del ministerio encomendado, pide a Dios Padre le conceda ayudantes, al igual que Dios concedió cooperadores a los Apóstoles. Por el sacramento del Orden, el presbítero es “habilitado” para continuar la misión de Cristo. Su participación en la misión de Cristo Apóstol y Enviado del Padre hace del presbítero un enviado de Cristo con la misión de anunciar a Cristo, Palabra del Padre revelada en el Evangelio. De tal forma que el presbítero, configurado sacramentalmente a Cristo Apóstol, es un apóstol del Apóstol.

            El presbítero es configurado también a Cristo Sumo Sacerdote. De esta forma se convierte en sacerdote del Nuevo Testamento. Cristo es constituido Sumo Sacerdote por su obediencia filial al Padre y por su solidaridad con los hombres. Es Sacerdote y Víctima. De igual forma, el presbítero es sacerdote que ofrece en su sacrificio la única ofrenda agradable al Padre, que es Cristo, y se ofrece a sí mismo obedeciendo filialmente al Padre y asociando en sí a la humanidad. El sacerdocio ministerial del presbítero deriva de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. El presbítero es sacerdote del Sumo Sacerdote.

            El presbítero es, por tanto, “apóstol” y “sacerdote” que participa, por el sacramento del Orden y como cooperador necesario, en el sacerdocio apostólico encomendado a los obispos.

 

3 - Cooperadores del Orden episcopal

 

            Una de las afirmaciones más claras y precisas que acentúa la actual liturgia de ordenación presbiteral es la concepción del presbítero como cooperador del obispo. No se trata de una simple cooperación laboral o moral, ni de una mera delegación jurídica o simple acto de obediencia, sino de una cooperación sacerdotal que establece una unión sacramental entre ambos. No en vano las expresiones que se emplean en el texto de la Plegaria de ordenación refuerzan este carácter de cooperación entendida como unión (cooperadores, sean con nosotros, junto con nosotros…). Se emplea el plural para expresar la noción colegial del episcopado. El obispo habla como miembro del orden episcopal.

            Por el sacramento del Orden los presbíteros están unidos a su obispo en íntima comunión sacramental, en un mismo sacerdocio diversamente participado, que hace de los presbíteros verdaderos hermanos y amigos de los obispos.Los presbíteros están unidos al obispo en la dignidad sacerdotal, que los obispos poseen en plenitud. Pero los obispos necesitan de los presbíteros para el ejercicio de las funciones ministeriales propias de su sacerdocio apostólico.

            La unión y cooperación con el Orden episcopal se pone de manifiesto en la ritualidad y en las fórmulas textuales de la ordenación. Su ritualidad más evidente es el gesto de la imposición de manos. El obispo invoca el don del Santo Espíritu en la plegaria de ordenación y es el primero en imponer las manos sobre la cabeza del candidato, prolongada posteriormente por la imposición de manos de los presbíteros presentes. El presbítero es ordenado por el obispo.

            En cuanto a los textos más referenciales de esta vinculación, cabe citar la primera de las preguntas que el obispo dirige al ordenando en el interrogatorio previo a la ordenación:

¿Estáis dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal con el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándoos guiar por el Espíritu Santo?

            Se insiste en la consideración del presbítero como cooperador del Orden episcopal para apacentar el rebaño del Señor, guiado por el Espíritu Santo. Antes de ser ordenado, acepta y se compromete a ser un fiel cooperador del Orden Episcopal; expresada, también, en el gesto ritual con el que finaliza el rito de la ordenación: El obispo da el ósculo de paz al neopresbítero significando con ello la aceptación del nuevo cooperador en su ministerio episcopal.

            Sólo desde esta cooperación y unión sacramental se comprende el contenido de la expresión: segundo grado del ministerio sacerdotal. Con ella no se quiere reducir al presbítero a un simple grado eclesiástico o a un “secundario” ministerio, sino que su grado y servicio consisten en su ser ministerial, que sólo puede ejercerse cooperando “subordinadamente” con el obispo. Subyace en esta expresión un aspecto de gran importancia teológica en nuestros días: el ministerio presbiteral sólo tiene sentido en cooperación y unión con el ministerio episcopal.

            La elección del candidato es obra de Dios; sin embargo es el obispo el que discierne y confirma quién es el elegido de Dios. En palabras tomadas de la tradición bizantina, el obispo designa ritualmente al designado por la gracia divina. Es el obispo quien asume la responsabilidad eclesial de confirmar la elección divina del candidato.

            El obispo es también el ministro que administra este sacramento. La mediación episcopal se expresa en el gesto común de la imposición de manos y la oración que acompaña a este gesto ritual. El ministerio episcopal aparece como mediación sacramental necesaria para la existencia del presbiterado, y el ministerio presbiteral se ordena en vistas a la cooperación con el orden episcopal. Se advierte una cierta lógica que parte de la mediación sacramental en vistas a la cooperación ministerial.

            Esta nota de mediación sacramental que atribuimos al obispo no debe interpretarse en clave de posesión o dominio de la gracia. El don espiritual recibido en la ordenación presbiteral no procede “del”, sino que acontece “mediante” el obispo. No se trata de un matiz de procedencia posesiva, sino de causa instrumental. Ciertamente esta gracia del Espíritu donada en la ordenación presbiteral no acontece sin la intervención o mediación del obispo.

            Por la ordenación, el ministerio presbiteral se inserta en la misión episcopal; se convierte en un cooperador necesario en su misión episcopal. Ser cooperador del orden episcopal significa que comparten la misma misión, aunque sea de forma secundaria o subordinada. La relación entre ambos no puede limitarse a un cumplimiento o imposición jurídica. Los ritos de ordenación denotan la intimidad existente entre ambos ministerios: su unión sacramental ha de ser comunión vital en su ministerio sacerdotal.

            La finalidad de la mutua colaboración es el buen servicio y guía del pueblo de Dios: buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor. El ministerio presbiteral se ordena al crecimiento y edificación de la Iglesia. Las funciones presbiterales están al servicio de los fieles y el presbítero no puede ignorar este sentido eclesial de su ministerio. Es un elegido de entre el pueblo de Dios para servir al pueblo de Dios, como canta el Prefacio I de las Ordenaciones: Cristo, “con  amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

Como receptor de la gracia divina en la ordenación, sabe que no es un don para sí mismo, sino que lo ha recibido en vistas a su misión pastoral para bien del pueblo. El no es el dueño ni el destinatario exclusivo de la gracia, sino el administrador de la Palabra de Dios y de los sacramentos a favor del pueblo santo. Él no recibe esta misión a título personal ni individualmente, sino que lo acoge en una Iglesia y en un presbiterio, presididos por un Obispo. La cooperación del presbítero con el Obispo garantiza la inserción de su ministerio en la misión de Cristo, encomendada a los Apóstoles y continuada por los obispos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

1 - ¿Soy consciente que el principio que debe primar en mi ministerio es la caridad pastoral? ¿Cómo pastor que soy, quiero y valoro a las personas a las que he sido enviado? ¿Hago acepción de personas?

 

2 - ¿Afronto las dificultades y las alegrías del ministerio como un aspecto connatural al seguimiento de Jesucristo, sin que afecten a mi disponibilidad y entrega?

 

3 - ¿Estoy dispuesto a aceptar los sufrimientos causados por la misión pastoral? ¿Qué es lo que más me cuesta?

 

 4 - ¿Vivo en comunión con el Obispo y con el presbiterio del que formo parte? ¿Me siento en comunión en la misma misión que compartimos todos o prefiero hacer la misión por mi cuenta?

 

 

PARA ORAR

 

 

Padre mío,

me abandono a ti,

haz de mi lo que quieras.

Lo que hagas de mí

te lo agradezco.

Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad

se cumpla en mi

y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi alma en tus manos.

Te la doy, Dios mío,

con todo el amor de mi corazón,

porque te amo

y porque para mí

amarte es darme,

entregarme en tus manos

sin medida,

con infinita confianza,

porque tú eres mi Padre.

 

(Beato Carlo de Foucauld)

 

 

 

 

 

 

 

5

MINISTROS DE LA PALABRA

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

 

Canto:

 

TU PALABRA ME DA VIDA,

CONFIO EN TI, SEÑOR.

TU PALABRA ES ETERNA,

EN ELLA ESPERARÉ.

 

Dichoso el que con vida intachable,

camina en la ley del Señor,

dichoso el que guardando sus preceptos,

lo busca de todo corazón.

 

 

Lectura breve: 1 Cor 9, 16-23.

 

“Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de vanagloria. Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa; y si lo hiciera forzado, al fin y al cabo es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, mi recompensa consiste en predicar el Evangelio gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere su proclamación.

            Efectivamente, a pesar de sentirme libre respecto de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Me he hecho judío con los judíos, para ganar a los judíos… Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos para salvar a algunos al precio que sea. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo”.

 

 

Preces:

            Invoquemos a nuestro Salvador, que, al destruir la muerte, iluminó la vida por medio del Evangelio, y digámosle humildemente:

            Confirma a tu Iglesia en la fe y en la caridad.

 

- Por la única Iglesia de Jesucristo, para que se una en el amor. Oremos

- Por los pastores dedicados al ministerio de la evangelización. Oremos

- Por los misioneros que anuncian la Buena Noticia de la salvación. Oremos

- Por los cristianos que dan testimonio de su fe. Oremos

- Por los que aún no han oído hablar de Jesús. Oremos

- Por todos los que cooperan en la tarea evangelizadora de la Iglesia.

 

Padrenuestro

 

 

 

 

TEXTO BÍBLICO

 

1.- Primer discurso de Pedro: Hc 2,14-41

 

“Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: "Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta:

“Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. "Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio; porque dice de él David: Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha, para que no vacile. Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción. Me has hecho conocer caminos de vida, me llenarás de gozo con tu rostro. "Hermanos, permitidme que os diga con toda libertad cómo el patriarca David murió y fue sepultado y su tumba permanece entre nosotros hasta el presente. Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado con juramento que se sentaría en su trono un descendiente de su sangre, vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción.

A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pues David no subió a los cielos y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado." Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro." Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: "Salvaos de esta generación perversa."Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas.”

 

Hasta que no llega el día de Pentecostés, los discípulos tienen la mente cerrada a las enseñanzas y promesas de su Maestro. Están paralizados por el miedo. Pero al recibir la fuerza del Espíritu, probablemente recordaron aquellas palabras suyas: Recibiréis el Espíritu… y os capacitará para ser discípulos míos hasta el confín de la tierra… (Hc 2,38; Jn 20,22). Así fue. Pedro, lleno del Espíritu y cabeza del colegio apostólico, se dirige a sus adversarios (judíos y todos…), y tiene el valor suficiente para anunciar  a Jesucristo, muerto y resucitado, sin temor alguno.

 

Escuchad esta Palabra

 

            El libro de los Hechos recoge el discurso que inaugura la misión apostólica de Pedro. Como judío que se dirige a judíos, recurre a las profecías bíblicas de Joel, Isaías, David y los Salmos para explicar que esas antiguas promesas hablaban y se han cumplido en Jesús. El centro de su discurso es Jesús, hombre acreditado por Dios entre nosotros y considerado el Cristo. “Vosotros le matasteis… Dios le resucitó”. Este es el centro de la predicación apostólica primitiva. “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”. Pedro y los demás apóstoles con él, se presentan como testigos de este acontecimiento.

 

¿Qué hemos de hacer, hermanos?

La vehemencia y el convencimiento del discurso de Pedro provoca las primeras reacciones en los desconcertados oyentes: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro es contundente. Llama a la conversión de todos, al cambio de vida, a conformar los propios criterios y actitudes con los criterios del Evangelio y los sentimientos de Jesucristo. La aceptación de la Palabra proclamada, provoca el cambio de vida necesario que conduce a la fe, y se ratifica en el bautismo. La fe nace de la escucha de la Palabra de Dios. Y los que acogieron su Palabra fueron bautizados. El primer fruto de la predicación de Pedro es el crecimiento de la Iglesia.

 

            Algo parecido ocurrió al apóstol Pablo en su primer discurso. Veámoslo, para armonizar y completar algunas ideas.

 

2.- Primer discurso de Pablo: Hc 13,13-52

 

            “Pablo y sus compañeros… llegaron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Después de la lectura de la Ley y los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad. Pablo se levantó, hizo señal con la mano y dijo:

            Israelitas y cuantos teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo durante su destierro en la tierra de Egipto y los sacó con su brazo extendido. Y durante unos cuarenta años los rodeó de cuidados en el desierto; después, habiendo exterminado siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra, por unos cuatrocientos cincuenta años. Después de esto les dio jueces hasta el profeta Samuel. Luego pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. Depuso a éste y les suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera. De la descendencia de éste, Dios, según la Promesa, ha suscitado para Israel un Salvador, Jesús.

            Juan predicó como precursor, ante su venida, un bautismo de conversión a todo el pueblo de Israel. Al final de su carrera, Juan decía: "Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies.

            "Hermanos, hijos de la raza de Abraham, y cuantos entre vosotros temen a Dios: a vosotros ha sido enviada esta Palabra de salvación. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras de los profetas que se leen cada sábado; y sin hallar en él ningún motivo de muerte pidieron a Pilato que le hiciera morir. Y cuando hubieron cumplido todo lo que referente a él estaba escrito, le bajaron del madero, y le pusieron en el sepulcro. Pero Dios le resucitó de entre los muertos. El se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo.

            "También nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Y que le resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción, lo tiene declarado: Os daré las cosas santas de David, las verdaderas. Por eso dice también en otro lugar: No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio aquel a quien Dios resucitó, no experimentó la corrupción.

            "Tened, pues, entendido, hermanos, que por medio de éste os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por la Ley de Moisés la obtiene por él todo el que cree. Cuidad, pues, de que no sobrevenga lo que dijeron los Profetas: Mirad, los que despreciáis, asombraos y desapareced, porque en vuestros días yo voy a realizar una obra, que no creeréis aunque os la cuenten."

            Al salir les rogaban que les hablasen sobre estas cosas el siguiente sábado. Disuelta la reunión, muchos judíos y prosélitos que adoraban a Dios siguieron a Pablo y a Bernabé; éstos conversaban con ellos y les persuadían a perseverar fieles a la gracia de Dios. El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía. Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: "Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como la luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra." Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna. Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos incitaron a mujeres distinguidas que adoraban a Dios, y a los principales de la ciudad; promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio. Estos sacudieron contra ellos el polvo de sus pies y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo.”

 

 

            El texto proclamado tiene la importancia de ser el primer discurso del apóstol Pablo, tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles. Es el discurso inaugural de su misión entre los judíos. Pablo y sus compañeros se encuentran en Antioquia de Pisidia, y participan del culto sinagogal de los sábados. Pablo es invitado a hacer la exhortación al pueblo, tras la doble lectura de la Torá y los Profetas. Y él, lleno del Espíritu Santo, anuncia el mensaje de salvación revelado en Jesucristo.

           

            A vosotros ha sido enviada la palabra de salvación

            Pablo comienza haciendo una síntesis introductoria de la historia de salvación que Dios ha hecho con el pueblo de Israel. Es un buen conocedor de la historia del pueblo de Israel, y la presenta como el anuncio de una promesa, como la preparación a la venida de Cristo. La segunda parte de su discurso proclama el kerygma de la predicación apostólica: Jesús, muerto y resucitado es el Mesías esperado. Su conocimiento de las santas Escrituras le permite citar textos conocidos por los judíos para corroborar su mensaje. Jesús es el condenado a muerte por el pueblo y resucitado a la vida por Dios. Anuncia esta Nueva Noticia para suscitar la conversión de los presentes y la adhesión de fe a Jesucristo, el Mesías prometido, anunciado y esperado por el pueblo de Israel. Sólo Cristo puede ofrecer la salvación a los judíos: “por medio de él os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por la Ley de Moisés, la obtiene por él todo el que cree”. Pablo, fariseo y buen conocedor de la Ley, se presenta ante ellos como testigo de la salvación ofrecida por Cristo Resucitado.

 

            Nos volvemos a los gentiles

            Tras la intervención de Pablo se produce una primera reacción de desconcierto en el pueblo. En muchos de ellos hay una inminente aceptación y seguimiento de la Palabra anunciada, tanto en judíos como en prosélitos. Dios había tocado su corazón por medio de la palabra y el testimonio de Pablo.

            Sin embargo, ante la multitud congregada al sábado siguiente en la sinagoga para escuchar de nuevo a Pablo, surge la envidia de los judíos, que sienten amenaza su situación religiosa y social en la ciudad. Insultan y contradicen a Pablo en público hasta el punto de promover una persecución contra ellos para expulsarlos de sus territorios.

            Sólo los gentiles, los no judíos, están dispuestos a escuchar a aquellos apóstoles, que predican a Jesucristo con valentía, y están dispuestos a sufrir con gozo toda clase de padecimientos. Es entonces cuando Pablo ve claro que su misión se dirige a los gentiles. La predicación de la fe se dirige prioritariamente a los judíos; pero, ante su negativa, se dirige a los gentiles, que acogen esta decisión con alegría y fe. “Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región”.

           

            En los dos relatos anteriores, Pedro y Pablo se presentan ante nosotros como modelos del apóstol que sigue a Jesús. Pedro se dirige a los judíos, Pablo a los gentiles, pero ambos anuncian a Cristo. El testimonio de Pedro y de Pablo es una referencia para la vida presbiteral. El presbítero ha recibido también el don del Espíritu en la ordenación, que le capacita para anunciar el misterio de Jesucristo ante todos, sin excluir a nadie. Es llamado por Dios para llevar la alegría del Evangelio a los que no saben qué hacer en la vida. Como Pedro y Pablo ha de tener en el centro de su predicación a Jesucristo. A veces, estamos cansados de predicar muchas cosas, pero en ocasiones se nos olvida anunciar a Jesucristo. No consiste la predicación en muchas palabras, sino en transmitir la Palabra de Dios cumplida en Jesucristo, que es palabra de salvación para todos los hombres. En el centro de nuestro discurso ha de estar Cristo, punto central de las sagradas Escrituras y de la historia de la salvación.

            Y la Palabra es más creíble cuando está avalada por el testimonio de vida del que anuncia. La fuerza convincente de Pedro y de Pablo impacta a los oyentes y los conduce a la fe en el Cristo muerto y resucitado que predican.

 

3.- La Palabra de Dios en el ministerio presbiteral

 

            Ya hemos señalado que Jesús es la Palabra revelada por Dios Padre y dirigida para ser escuchada por todos los hombres: “¡Este es mi Hijo, escuchadle!” (Lc 9,35). La voz del Padre, que se oyó en el bautismo de Jesús, perdura en la Iglesia como una recomendación divina siempre actual y una justificación para llevar la palabra de Jesucristo a todos los hombres. Sólo podrá ser escuchado Cristo si se anuncia su mensaje; y para anunciar el mensaje se necesitan voceros que presten este servicio.

            La proclamación de la Palabra pertenece a la esencia del ministerio apostólico, porque fue un encargo confiado por el mismo Jesucristo a los Apóstoles, y en ellos a toda la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28,19). El mismo Pablo exhortaba a su discípulo Timoteo a proclamar la Palabra y desempeñar el ministerio de la evangelización (2 Tm 4,2-5) a tiempo y a destiempo.

            Es significativo que en el rito de la ordenación de los presbíteros, después de manifestar la disponibilidad a cooperar en la misión apostólica confiada al colegio episcopal, el obispo pregunta a los candidatos:

            ¿Realizaréis el ministerio de la palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?

            Se especifica que el presbítero es ungido y enviado a anunciar el Evangelio a toda la creación y llevar a los hombres a la comunión con Dios. Según estas palabras el ministerium verbi del presbítero comprende la predicación del Evangelio y la enseñanza de la fe, “digna y sabiamente.

 

Anunciar el Evangelio

            Los presbíteros, como ministros de Jesucristo, participan de la misión profética de Cristo y de la misión evangelizadora de los Apóstoles. Se convierten así en heraldos y pregoneros del Evangelio al servicio de los hombres.

            Así lo afirma la tradición litúrgica de la Iglesia oriental y occidental, cuando en las plegarias de ordenación de los presbíteros consideran el anuncio del Evangelio como tarea prioritaria del presbítero. La invocación de la Plegaria de ordenación del rito romano no olvida esta misión presbiteral: “Sean honrados colaboradores del orden de los Obispos, para que por su predicación y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres y llegue hasta los confines del orbe”.

            Estas palabras, apoyadas en la tradición bíblica y litúrgica, indican como misión primera del presbítero el anuncio del Evangelio, dirigido a todos los hombres, no sólo al pueblo cristiano. Se caracteriza por su universalidad. El anuncio del Evangelio suscita la fe y, por medio de ella, los hombres son atraídos hacia Cristo. No depende exclusivamente de la valía humana del evangelizador, sino que fructifica por la gracia del Espíritu Santo. Y este anuncio del evangelio es el principio de la vida de la Iglesia. La Palabra suscita, nutre, alimenta y edifica la Iglesia como Pueblo de Dios

            Anunciar el Evangelio no consiste únicamente en la transmisión intelectual de un mensaje, sino que es “poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16). El anuncio autorizado del presbítero está configurado como un ministerio que surge del sacramento del Orden y que se ejercita con la autoridad de Cristo. Es un ministerio sacramental, porque “a quien vosotros oye, a mi me oye” (Lc 10,16).

            El anuncio del evangelio que impregna la actividad misionera de la Iglesia, se continúa también sacramentalmente en la proclamación de la Palabra Dios en la liturgia, porque, cuando se proclaman la Escritura en la liturgia, Dios mismo habla a su pueblo. En el corazón de la celebración litúrgica acontece el misterio de la actualización de la Palabra de Dios para su pueblo. Por eso, es una Palabra siempre viva y eficaz, siempre reveladora para quien la escucha como Palabra de salvación.

            Y el anuncio del Evangelio se complemente y madura con la enseñanza y maduración en la fe.

 

            Educar en la fe

            El ministerio de la Palabra incluye la enseñanza de la fe, que clarifica y madura el primer anuncio a través de la catequesis y la instrucción cristiana. Cuando el obispo se dirige a los que van a ser ordenados presbíteros les recuerda que van a participar en la misión evangelizadora de Cristo Maestro, continuada por los Apóstoles y obispos. Además, establece una conexión entre el ministerio de la Palabra y su vida personal, parafraseando aquellas preciosas palabras de la oración Deus sanctificationum omnium de la antigua liturgia galicana: “Convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

            En estas palabras se expresa un aspecto de la espiritualidad presbiteral: la Palabra de Dios complica la vida del presbítero. El ministerio evangelizador del presbítero no puede comprenderse como una mera tarea funcional. Por su ministerio ordenado, en el que ha recibido el Espíritu de santidad, el presbítero se convierte en garante oficial y cualificado de la Palabra. No es el dueño de la Palabra, sino su servidor y administrador. No es el único interpretador de esta Palabra, sino un ministro partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia ante el pueblo de Dios. Su enseñanza y educación no consiste en repetir de memoria la doctrina revelada, sino en formar la inteligencia y la conciencia de los creyentes para que puedan vivir de forma coherente las exigencias de la vocación bautismal.

 

4 -El presbítero, primer creyente de la Palabra de Dios

 

            El presbítero, para ser verdadero ministro del Evangelio, tiene que vivir en familiaridad personal con la Palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura. Decía el papa Pablo VI que: “precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado”. Debe ser el primer creyente que lee, estudia y escucha esta Palabra, para dar testimonio de ella digna y sabiamente.Porque el ministro que anuncia la Palabra debe ser al mismo tiempo testigo que la vive y testimonia con su vida a los demás, en la predicación, en la enseñanza e, incluso, en la conversación personal.

            Qué actuales y valiosas resultan las recomendaciones de Pablo a su discípulo Timoteo: “Medita estas cosas, ocúpate en ellas, a fin de que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Atiende a ti y a la enseñanza, pues haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te oigan” (1 Tm 4,15-16). La meditación y ocupación a la que se refiere se concreta en el estudio diligente y la lectura orante de la Sagrada Escritura, en la preparación diaria de los textos bíblicos proclamados en la liturgia e inspiradores del ministerio de la homilía, el rezo de la liturgia de las Horas y la lectio divina. El presbítero está llamado por su propio ministerio a no descuidar el trato asiduo y cordial con la Sagrada Escritura, porque es la referencia objetiva para escuchar constantemente la llamada del Señor y donde descubrir la voluntad de Dios para su pueblo. Así lo expresa la hermosa oración que acompaña el gesto de la entrega del Evangeliario al nuevo diácono: “Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero. Convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”.

            Quisiera terminar esta reflexión con una elocuente y expresiva anécdota, citada ya en numerosos escritos de tono espiritual. Me parece elocuente para referirla a todos los que ejercen el ministerio de la Palabra en la vida de la Iglesia. No se trata de comunicar palabras simplemente, sino de evocar el misterio profundo que anunciamos.

 

“Al final de una cena en un castillo inglés, un famoso actor de teatro entretenía a los huéspedes declamado textos de Skakespeare. Luego se ofreció a que le pidieran algún “bis”. Un sacerdote muy tímido preguntó al actor si conocía el salmo 22. El actor respondió: Sí, lo conozco y estoy dispuesto a recitarlo con la condición que después lo recite usted también. El sacerdote se sintió un poco incómodo pero accedió a la propuesta. El actor hizo una bellísima interpretación, con una dicción perfecta, de “El Señor es mi pastor, nada me falta…” Los huéspedes aplaudieron vivamente. Luego llegó el turno del sacerdote, que se levantó y recitó las mismas palabras del salmo 22. Esta vez, cuando terminó, no hubo aplausos, sólo un profundo silencio y lágrimas en algún rostro. El actor se mantuvo en silencio unos instantes, luego se levantó y dijo: Señoras y señores, espero que se hayan dado cuenta de lo que ha ocurrido esta noche. Yo conocía el Salmo, pero este hombre conoce al Pastor.”

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

 

1 - ¿Dedico tiempo a escuchar la Palabra de Dios en la oración, la lectura espiritual o el estudio?

 

2 - ¿Es Cristo el centro de mi anuncio o prefiero otros temas más seculares? ¿Qué imagen transmito de Jesús?

 

3 - En los momentos de riesgo y dificultad, ¿anuncio o callo la verdad del Evangelio? ¿Estoy dispuesto a afrontar las reacciones adversas por causa del Evangelio? ¿Me da vergüenza anunciar a Jesucristo? ¿Tengo miedo de denunciar las injusticias humanas?

 

4 - ¿Siento la urgencia de la evangelización? ¿Cómo transmito la fe?

 

5 - ¿Me considero responsable de la fe de mi comunidad? ¿Qué hago para educar en la fe a los que sirvo?

 

 

PARA ORAR

 

“Te bendecimos y alabamos, oh Dios,

porque, según el designio inefable de tu misericordia,

enviaste a tu Hijo al mundo,

para librar a los hombres,

con la efusión de su sangre,

de la cautividad del pecado,

y llenarlos de los dones del Espíritu Santo.

Él, después de haber vencido a la muerte,

antes de subir a ti, Padre,

envió a los apóstoles

como dispensadores de su amor y su poder,

para que anunciaran al mundo entero el Evangelio de la vida

y purificaran a los creyentes con el baño del bautismo salvador.

Te pedimos ahora, Señor,

que dirijas tu mirada bondadosa

sobre estos siervos tuyos

que, fortalecidos por el signo de la cruz,

enviamos como mensajeros de salvación y de paz.

Con el poder de tu brazo, guía, Señor, sus pasos,

fortalécelos con la fuerza de tu gracia,

para que el cansancio no los venza.

Que sus palabras sean un eco de las palabras de Cristo

para que sus oyentes presten oído al Evangelio.

Dígnate, Padre, infundir en sus corazones el Espíritu Santo

para que, hechos todo para todos,

atraigan a muchos hacia ti,

que te alaben sin cesar en la santa Iglesia.”

 

(Bendicional. Bendición de los que son enviados a anunciar el Evangelio.)

 

 

6

DISPENSADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS

Ministro de los Sacramentos

 

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

Canto: CLN nº O27

 

COMIENDO DEL MISMO PAN,

BEBIENDO DEL MISMO VINO,
QUERIENDO EN EL MISMO AMOR

SELLAMOS TU ALIANZA CRISTO.

 

La noche de su Pasión cogió el pan entre sus manos
y dijo: "Tomad, comed, esto es mi cuerpo entregado".

 

La noche de su pasión tomo el cáliz en sus manos
y dijo: "Tomad, bebed es la sangre que derramo".

 

La noche de su pasión nos dio el Señor su mandato:
"Amaos unos a otros lo mismo que yo os amo".

 

 

Lectura breve:

“Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo, tomó el cáliz después de cenar y dijo: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 23-25)

 

 

Preces:

            Cristo nos invita a todos a su cena, en la cual entrega su cuerpo y su sangre para la vida del mundo. Digámosle:

            Cristo, pan celestial, danos la vida eterna

 

- Cristo, Hijo de Dios vivo, que mandaste celebrar la cena eucarística en memoria tuya, enriquece a tu Iglesia con la constante celebración de tus misterios.

 

- Cristo, sacerdote único del Altísimo, que encomendaste a los sacerdotes ofrecer tu sacramento, haz que su vida sea fiel reflejo de lo que celebran sacramentalmente.

 

- Cristo, altísimo rey de paz y de justicia, que consagraste el pan y el vino como signo de tu propia oblación, haz que sepamos ofrecernos contigo.

 

- Cristo, verdadero adorador del Padre, cuya ofrenda pura ofrece la Iglesia del oriente al poniente, junta en la unidad de tu cuerpo a los que alimentas con un mismo pan.

 

Padrenuestro

 

 

 

 

 

TEXTO BÍBLICO

 

 

 

1 – Cuerpo entregado y Sangre derramada… por vosotros: Lucas 22,14-20

 

            “Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros, antes e padecer; porque os digo que ya no volveré a comerla hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.

            Tomó luego una copa, dio gracias y dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros, porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.

            Tomó luego pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros.”

 

 

            El relato de la última Cena se nos describe en los evangelios sinópticos. Todos ellos  coinciden en los gestos y palabras fundamentales de Jesús, en el contexto previo a su pasión y muerte. El pasaje de Lucas que hemos proclamado introduce unas palabras explicativas de Jesús que ayudan a comprender los gestos posteriores. Sólo Él sabe que ha llegado la hora de su entrega. Los apóstoles son ajenos e inconscientes del acontecimiento que presencian. Las palabras de Jesús son presentadas por Lucas como una enseñanza a modo de despedida: ya no volveré a comer (la pascua). Es la última.

            Posteriormente señala la novedad de los gestos de Jesús en el antiguo ritual de la Cena pascual judía. Tomó pan… dio gracias… lo partió…y se lo dio. Esta sucesión de gestos con el pan, -de evidente calado eucarístico-, adquiere un significado nuevo por las palabras que la acompañan: Este es mi Cuerpo derramado por vosotros. Jesús identifica el pan ofrecido con su propio Cuerpo entregado. Posteriormente, al tomar la copa y pronunciar la bendición sobre ella repite palabras de similar significado: Esta es mi Sangre derramada por vosotros. Jesús identifica el vino a su propia vida derramada. Y en ambos gestos repite “por vosotros” para vincularlos a un sentido de expiación o redención sacrificial.

            Pero hay algo más, Jesús recomienda a los discípulos presentes: Haced esto en recuerdo mío. Reciben un mandato de conmemorar sus mismos gestos y sus mismas palabras sin saber exactamente el porqué. Jesús anticipa en el ritual de la Cena su “entrega” que llegará a su culment en la cruz. Ofrece su Cuerpo y su Sangre, su vida entera, en sacrificio a Dios Padre para la salvación de todos. La misión de Cristo se consuma en la ofrenda de su propia vida, en obediencia a la voluntad del Padre, no para bien de sí mismo ni para provecho propio, sino “por vosotros”.

            Desde entonces, los apóstoles cumplieron la misión. Celebraron la eucaristía y la transmitieron cumpliendo el mandato del Señor: Haced esto en memoria mía. Los gestos y palabras que el presbítero realiza en la eucaristía son los gestos y las palabras del mismo Cristo, en los que se actualiza su misterio pascual y se ofrece a todos los hombres y mujeres de la historia la posibilidad de unirse a Él.

            Los evangelios sinópticos no aportan ningún dato más sobre la última Cena de Jesús. Los estudiosos se han preguntado a lo largo de la historia por qué el evangelio de Juan no relata este significativo pasaje. Sin embargo, el evangelista Juan sí describe el gesto posterior a la Cena: el lavatorio de los pies. Y en este relato amplía el sentido ofrecido por Jesús en la institución de la eucaristía, y profundiza en los sentimientos con los que Jesús vivió estos momentos.

2 – Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo: Juan 13,1-15.

 

            “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

            Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y tomando una toalla, se la ciñe: luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.

            Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. Simón Pedro le dijo: Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: Uno que se ha bañado no necesita lavarse más los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: No todos estáis limpios.

            Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.”

 

 

            Con este pasaje comienza el libro de la Gloria, tercera y última parte del evangelio de Juan. Se acerca la pascua, y Jesús sabe que es la última pascua. Es la hora escogida por el Padre; la hora de la consumación gloriosa del amor; la hora en la exaltación del Hijo en el madero de la cruz; la hora de la exaltación del Hijo del Hombre. Es “su” pascua, la hora de pasar de este mundo al Padre. 

            En la breve introducción al relato del lavatorio de los pies, aparece la expresión “los amó hasta el extremo”, que puede ser el resumen de todo el evangelio de Juan. Para él, la vida y muerte de Jesús ha sido un gesto de amor consumado hasta la muerte.

            Jesús preside la mesa pascual en la que se mostrará a sus discípulos como el sacerdote y la víctima que se ofrece a sí mismo en los signos del pan y el vino, como anticipo de su sacrificio en la cruz. La eucaristía actualiza el misterio de una entrega redentora. Jesús sabe que ya le ha entregado Dios Padre, al enviarle al mundo; ya le han entregado los hermanos (Judas); ahora tiene que entregarse Él. Y este es el sentimiento con el que celebra Jesús la cena y lava los pies.

            Juan relata que Jesús se levanta de la cena y se pone a lavar los pies a los discípulos. Este gesto escandaliza a Pedro y a todos los demás, porque es una función de esclavos. Pero Jesús transforma este gesto repudiable por la sociedad, en un gesto que expresa el vaciamiento de sí mismo, el humilde servicio que está dispuesto a pasar incluso por la humillación y por la muerte. Jesús se pone en el lugar de los esclavos y Pedro no lo entiende: No me lavarás los pies jamás. A Pedro le escandaliza este gesto; le escandaliza la humillación del amor, la servidumbre del Ungido. No comprende el espíritu del Maestro, se excluye de toda comunión con él, de toda participación en su misión: No tienes parte conmigo. Pedro reacciona y se deja lavar los pies, porque quiere a Jesús; pero no entiende. El Señor sabe que lo comprenderá más tarde. ¿Cuándo? En la cruz.

            Jesús vuelve a la mesa como el Señor sentado a la presidencia y como el Maestro que pregunta a sus discípulos: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Quiere asegurarse de que han aprendido bien la lección. Ciertamente Jesús es Señor y Maestro… pero también Siervo y Servidor. Con este gesto quiere dar una lección ejemplar para que sus discípulos sean reconocidos por los mismos sentimientos y acciones de su Maestro: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”. Quien preside la mesa de la eucaristía ha de estar dispuesto también a servir a los hermanos con humildad. Nadie puede sentarse a presidir la eucaristía si no está dispuesto a entregar su vida, a ofrecerse a sí mismo  en el servicio de una humilde caridad.

            La meditación de estos pasajes evangélicos nos insta a vivir el ministerio sacerdotal como un supremo servicio de amor: servir y amar hasta el extremo. Es una urgente llamada a todos los sacerdotes para vivir el ministerio con los mismos sentimientos de Jesús; para celebrar la eucaristía y todos los demás signos sacramentales con los sentimientos de servicio, humildad y entrega de Cristo.

 

 

2.- Administrador de los sacramentos

 

            En la Plegaria de ordenación que hace el Obispo sobre los candidatos pide a Dios Padre que los futuros presbíteros sean fieles administradores de los misterios de Dios. Ya hemos señalado el origen bíblico de esta expresión con la que se denomina el ministerio litúrgico ejercido en la administración de los sacramentos propios de su ministerio presbiteral (1 Cor 4,1).  El presbítero es considerado un administrador o dispensador, no el dueño o poseedor de los dones administrados. Estos dones son misterios “de Dios”, porque pertenecen a Dios. La finalidad del servicio presbiteral está dirigida a la santificación del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos propios y ordinarios del ministerio presbiteral.

            Esta alusión al servicio sacramental del presbítero, evoca la pregunta que el obispo le hace al inicio del rito de ordenación: ¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?

            El presbítero debe celebrar los misterios de Cristo con una doble finalidad: la alabanza de Dios y la santificación del pueblo cristiano. Y se hace una pregunta explícita sobre dos sacramentos, la Eucaristía y la Reconciliación, que debe celebrar piadosa y fielmente.

            Los sacramentos ligados al ministerio presbiteral en la Plegaria de ordenación son cuatro: el bautismo, la eucaristía, la reconciliación y la Unción de los enfermos: “Sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios, para que tu pueblo se renueve con el baño del nuevo nacimiento y se alimente de tu altar; para que los pecadores sean reconciliados y sean confortados los enfermos.

            El primero en ser mencionado es el Bautismo. Se pide a Dios que su pueblo sea renovado por el baño del nuevo nacimiento (Tit 3,5-6). El bautismo es el primer sacramento de la iniciación cristiana, que introduce a los hombres en el Pueblo de Dios y renueva constantemente la Iglesia. Si el presbítero tiene como finalidad la formación de un pueblo sacerdotal, la administración del bautismo es esencial en su ministerio.

            El segundo sacramento mencionado es la Eucaristía. Por medio de ella se nutre y alimenta el Pueblo de Dios. Como veremos más adelante, la eucaristía ha sido siempre el sacramento por excelencia del ministerio presbiteral.

            En tercer lugar, se menciona el sacramento de la Reconciliación, por medio del cual son reconciliados los pecadores. El presbítero es un ministro de la misericordia divina, que reconcilia a los hombres con Dios y con la Iglesia, -como la propia fórmula del sacramento manifiesta-, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo. Pero el presbítero es también beneficiario de este sacramento haciéndose testigo de la misericordia entrañable de Dios por los pecadores.

            En último lugar, se menciona el sacramento de la Unciónde los enfermos. La unción con el óleo bendecido alivia la enfermedad y el dolor de los enfermos. La mención de este sacramento en la plegaria misma de ordenación recuerda al presbítero que, como ministro de Cristo, ha de servir también a los enfermos con los medios dispuestos por Él mismo, especialmente con el sacramento propio de la enfermedad. Su ministerio es una misión de consolación y misericordia para los que sufren, que son el rostro sufriente de Jesús.

 

 

3.-Centralidad de la eucaristía

            Todos los sacramentos son importantes para el presbíteros. Sin embargo hay una especial relación entre el sacerdocio y la eucaristía. Decía el papa Juan Pablo II que “en la Última Cena hemos nacido como sacerdotes… Hemos nacido de la Eucaristía.”

 

            Haced esto

            Si es importante la celebración de la eucaristía para la vivencia espiritual de todo cristiano, qué decir para aquellos que tienen que “re-presentar” sacramentalmente al mismo Jesús y actualizar su misterio pascual a través de las palabras y gestos salvíficos de la liturgia. Hay una íntima relación entre la celebración de la eucaristía y el ministro que la preside.

            Como afirman los documentos eclesiales “... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan. Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO 5). Efectivamente, la eucaristía aparece como el culmen al que se ordena toda la actividad de la Iglesia. Es la meta a la que tiende toda la tarea evangelizadora y el centro de la misión santificadora de la Iglesia. Se convierte en el sacramento de los sacramentos, porque Cristo se hace presente verdadera, real y substancialmente en las especies del pan y del vino, actualizando el misterio de nuestra Redención para vivificarnos con su mismo Cuerpo y Sangre. Se convierten en alimento y aliento, en fuerza santificadora para los creyentes configurados a Cristo por la comunión, y dispuestos a compartir su misma misión y destino. La comunidad cristiana se “eucaristiza” con su participación en la eucaristía, que es fuente espiritual para la vida cristiana, de donde mana el compromiso y la entrega connaturales a toda opción crística, personal y comunitaria.

            Por ser el centro de la misión evangelizadora y santificadora de la Iglesia, la eucaristía es también el centro de la vida y ministerio de los presbíteros; ha sido siempre el sacramento por excelencia del ministerio presbiteral.

            La liturgia de la ordenación de los presbíteros subraya esta verdad común del sacerdocio católico. En el escrutinio que el obispo hace a los candidatos, pregunta: “¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?

            Y posteriormente en la Plegaria de ordenación, el obispo suplica a Dios Padre que “sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios, para que tu pueblo… se alimente de tu altar”.

            Posteriormente, los ritos explanativos con los que finaliza el rito de la ordenación subrayan el carácter eucarístico del presbiterado en dos signos: la unción de las manos con el santo crisma, y la entrega de la patena y el cáliz con el pan y el vino. La oración que acompaña la unción de las manos especifica que el presbítero es ungido para santificar el pueblo cristiano y ofrecer el sacrificio a Dios: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y pàra ofrecer a Dios el sacrificio.” Mucho más explícita es la relación de la eucaristía con el presbítero en la entrega del pan y del vino: “ Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.” Es el único signo que se le entrega. Se acentúa este aspecto sacerdotal del ministerio presbiteral con las vestiduras sacerdotales que recibe el recién ordenado.

            Por el sacramento del Orden recibido, el presbítero se convierte en el presidente de la Eucaristía para ofrecer el sacrificio de Cristo y, unido al sacrificio de Cristo, ofrecerse a sí mismo. Así, pues, la celebración de la eucaristía exige, también, en el presbítero la actititud oferente de su propia vida y ministerio, porque es la expresión máxima de su servicio sagrado.

           

            “Ser ofrenda existencial permanente”

            El presbítero celebra la eucaristía representando sacramentalmente a Jesucristo, “haciendo las veces de Cristo”, ocupando el lugar que ocupó un día Jesús y poniendo en sus labios las mismas palabras del Señor. Como presidente de la eucaristía, el presbítero puede limitarse a realizar mecánica y miméticamente esta acción ritual exigida por las rúbricas litúrgicas. Sin embargo, si “representa” a Cristo, está llamado a vivir con los mismos sentimientos de Jesucristo. Esta es una de las claves de la espiritualidad presbiteral: no limitarse a ejecutar ritos, sino a vivir el misterio que celebra.

            ¿Y cuáles fueron los sentimientos de Cristo actualizados en la celebración eucarísticas? Ya lo hemos indicado al inicio. Podemos contestar fácilmente que los sentimientos de toda su vida: la entrega de su vida para cumplir la voluntad del Padre en favor de los hombres. ¡Qué bien lo resumen los capítulos “sacerdotales” del evangelio de Juan (Jn 17) o el texto hímnico de la Carta a los Filipenses (2,6-11)! Celebrar la eucaristía significa estar dispuestos a vivir y actualizar en nosotros el misterio de Cristo, es decir, hacer de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios Padre en favor de los hombres: Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, oramos en la Plegaria eucarística III; para hacer de nuestra vida “un sacrificio viviente, santo y acepto a Dios”, tal como afirma Pablo en su Carta a los Romanos (12,1). El presbítero, por tanto, y toda la asamblea unida a él, se unen a la ofrenda eucarística de Cristo al Padre unificados por el Santo Espíritu. Celebrar la eucaristía supone para el presbítero estar dispuesto a gastarse y desgastarse por Cristo en servicio de amor a los hermanos.

 

            Hacer de la eucaristía la gran oración presbiteral.

            Jesucristo es el único medidor y gran intercesor ante el Padre. La Iglesia se une en la eucaristía al sacrificio y a la ofrenda que Jesucristo dirige al Padre por todos nosotros. El presbítero ora “por Cristo, con Él y en Él” al Padre presentándole su misma ofrenda. Se covierte así en la gran oración de aquel que preside la eucaristía “in persona Christi Capitis”. Una consecuencia lógica y práctica de este principio es la necesidad de que el presbítero conozca los textos eucológicos de la eucaristía con los que se une a la oración de Cristo y de la Iglesia.

            Y la oración de la eucaristía se prolonga en la adoración eucarística. La Iglesia prosigue invitando a la adoración eucarística fuera de la misa como una de las formas de culto más loables de la tradición católica. La eucaristía actualiza sacramentalmente el misterio de nuestra redención, es celebración del Misterio. La adoración eucarística prolonga un momento particular de la celebración eucarística: la adoración posterior a la consagración del pan y del vino. La Iglesia prolonga este  momento como continuación de la celebración eucarística para afirmar la fe en la presencia viva, real y sacramental del Señor en el pan eucarístico y favorecer la oración de adoración prolongada junto al Señor entregado por nosotros. 

            El presbítero no puede olvidar el culto eucarístico en medio de su comunidad, porque es un medio precioso para fomentar el amor al Señor y al sacramento de la eucaristía. La adoración eucarística ayuda, no sólo a la comunidad de los fieles, sino principalmente al presbítero. Si es un hombre de oración tendrá pasión por la eucaristía.

            Terminemos esta reflexión evocando un precioso signo de la ordenación presbiteral en la liturgia bizantina. Después de las palabras de la epíclesis, tras la consagración de los santos dones, el obispo llama al nuevo presbítero y le entrega una parte del santo pan consagrado, diciéndole las siguientes palabras:Recibe esta prenda y consérvala hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo por quien te será reclamado.

La,be th.n parakataqh,khn tau,thn( kai. fu,laxon auvth.n e[wj th/j parousi,aj tou/ Kuri,ou h``mw/n vIhsou/ Cristou/( o[te par vauvtou/ me,lleij avpaitei/sqai auvtEl nuevo presbítero recibe el santo pan besando la mano del obispo y vuelve a ocupar el primer puesto al lado derecho del altar. Allí, apoya sus manos sobre el altar y recita interiormente la aclamación Kyrie, eleison y el salmo 50. Perdura en esta posición y actitud penitencial hasta el momento previo a la aclamación Lo santo para los santos.Es entonces cuando el neopresbítero devuelve el pan al obispo, para que lo ponga en la patena, y comulga el primero entre los presbíteros, recibiendo el santo pan y la santa sangre del obispo ordenante. Con este gesto se significa que el presbítero, no sólo es el celebrante y presidente de la eucaristía, sino el garante y custodio de este misterio en el ejercicio de su ministerio presbiteral hasta el final de su vida. La actitud de humildad con la que acoge y sostiene el pan eucaristizado es muestra de piedad y amor sacerdotales a la presencia sacramental de Jesucristo. Y desde el inicio de su ministerio presbiteral se le recuerda de la responsabilidad que se ha depositado en él y que él mismo ha adquirido. Se le ha entregado el tesoro más grande de la Iglesia, la presencia vida del Señor: la eucaristía. Y al final de su vida, cuando se encuentre cara a cara con el Señor, recibirá la recompensa por la buena administración ejercida en su ministerio.

 

 

 

 

 

 

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

 

1 - ¿Siento que el Señor comunica su salvación a los hombres en la celebración de los sacramentos? ¿Cómo vivo personalmente la celebración de los sacramentos?

 

2 - ¿Me siento “re-presentación” sacramental de Jesucristo cuando celebro la liturgia?

 

3 - ¿Celebra la eucaristía como celebración central del ministerio pastoral? ¿Ayudo a vivirlo así a los demás? ¿La vivo con los sentimientos de ofrenda y humildad que requiere la celebración de este misterio o como una actividad más del día?

 

4 - ¿Tengo momentos de oración y adoración eucarísticas?

 

5 - ¿Me confieso regularmente y, a su vez, estoy disponible para que los fieles puedan celebrar este sacramente con facilidad? ¿Tengo que reconciliarme con alguien? ¿Ayudo a los demás a reconciliarse?

 

6 - ¿Visito y atiendo espiritualmente a los enfermos? ¿Educo a los fieles para comprender y celebrar el sacramento de la Unción de los enfermos? ¿Acompaño y oro por los que sufren?

 

 

 

PARA ORAR

 

 

 

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, purifícame.

Pasión de Cristo, confórtame.

Oh Buen Jesús, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a ti,

Para que con tus santos te alabe

Por los siglos de los siglos. Amén.

 

(San Ignacio de Loyola)

 

 

 

7

IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

El ministerio de la Oración

 

 

ORACIÓN INICIAL

 

Canto: CLN nº 403

 

JUNTOS COMO HERMANOS

MIEMBROS DE UNA IGLESIA

VAMOS CAMINANDO

AL ENCUENTRO DEL SEÑOR

 

Unidos al rezar,

unidos en una canción,

viviremos nuestra fe

con la ayuda del Señor

 

 

 

Lectura breve: (Fil 1,3-11.

 

“Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que quien inició en vosotros la obra buena, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús. Y es justo que yo sienta así de todos vosotros, pues os llevo en mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia, tanto en mis cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”.

 

Preces:

 

            Dios nos ama y sabe lo que nos hace falta; aclamemos, pues, su poder y su bondad, abriendo, gozosos, nuestros corazones a la alabanza:

 

            Te alabamos, Señor, y confiamos en ti.

 

- Da, Señor, a tus fieles el espíritu de oración y de alabanza, para que en toda ocasión te demos gracias.

 

- Haznos dóciles a la predicación de los apóstoles, y sumisos a la verdad de nuestra fe.

 

- Concédenos un corazón humilde, para que seamos sumisos unos a otros con respeto cristiano.

 

- Tú que amas a los justos, haz justicia a los oprimidos.

 

- Ayúdanos para que resistamos en la tentación, aguantemos en la tribulación y te demos gracias en la prosperidad

 

Padrenuestro

 

 

 

 

TEXTO BÍBLICO: Jn 17

 

“Así habló Jesús, y alzando los ojos al cielo, dijo: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Peroahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos."

 

1 – La oración sacerdotal de Jesús

 

Tras el lavatorio de los pies y la traición de Judas, Juan dedica en su evangelio varios capítulos a las despedidas de Jesús. Son largas pláticas donde reagrupa enseñanzas de toda su misión. Jesús explica por última vez a los discípulos lo que será la vida de la Iglesia después de Pascua, y recomienda apoyarse en la fe (capítulo 14), permanecer en Cristo (c. 15), confiar en el Espíritu (c. 16) y orar al Padre (c. 17).

            El capítulo 17 del evangelio de Juan es un texto sobradamente conocido y meditado por todos los sacerdotes. Se le ha denominado la oración sacerdotal de Jesús. ¿Por qué? Porque todo él está impregnado de la intercesión de Jesús por los suyos ante el Padre. Jesús descubre en ella las disposiciones de su corazón al llegar la hora de cumplir su sacrificio. Tras la cena pascual y antes de desencadenarse los acontecimientos de su pasión, Jesús es consciente del momento que está viviendo, ora al Padre e intercede por sus discípulos amados.

            Es un texto referencial para el ministerio presbiteral, porque nos enseña a orar como Cristo ante el Padre, con sus mismos sentimientos y por sus mismas intenciones. El mismo gesto de alzar los ojos al cielo expresa la actitud de Jesús en coloquio último con su Padre. ¡Llega la hora! ¡Ha llegado la hora! ¡Ya está aquí! Termina su ministerio magisterial y comienza el fin. Es la hora de la glorificación del Hijo, la hora de la glorificación del Padre, la hora de la “vida eterna” entregada a los suyos.

           

Padre… yo te he glorificado.

            Para el evangelista es muy importante la glorificación del Hijo y del Padre en esta hora última de la consumación del amor. Jesús glorifica al Padre en la tierra llevando a cabo la obra que le encomendó realizar; es decir, cumpliendo su misión en obediencia a la voluntad del Padre. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Ha sido una misión de anuncio de la salvación a los hombres: “He manifestado tu Nombre a los hombres”, “las palabras que tú me diste se las he dado a ellos”; pero también realizando los gestos salvadores que inauguran la presencia del Reino de Dios en la tierra de los hombres: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,5).

Y el Padre glorifica a Jesús en su misterio pascual. La muerte en cruz es la hora de su elevación y glorificación; la humillación suprema del Hijo ungido; cuando se revela la trascendente grandeza del enviado, venido al mundo para dar vida a los que por la fe reciben su mensaje de salvación. Jesús acepta voluntariamente su pasión y muerte; en absoluta fidelidad a los designios del Padre. Y Dios Padre lo resucitó de la muerte. Toda la misión del Hijo se ordena a esta obra de salvación, que es manifestación suprema del amor del Padre al mundo.

 

Por ellos ruego

En estos momentos últimos de pasión, Jesús ora por la comunidad de sus discípulos: por los que tú me has dado, porque son tuyos. No piensa únicamente en él, sino en los suyos. Es un testimonio más de su sincero amor y comunión para con ellos. Intercede ante su Padre para que cuide de ellos, que continúan en el mundo como prolongación de su presencia viva y de su misión salvífica; para que los guarde del mal; para que resistan el odio del mundo con alegría; para que sean santificados en la verdad de la fe, venciendo la confusión del error.

Jesús es consciente de que envía a sus discípulos al mismo mundo que le rechaza a Él. Pide al Padre que cuide de ellos mientras dure su peregrinar por el mundo y que posteriormente estén junto a Él: “Donde esté yo estén también conmigo”.

No ruega sólo por los Doce, sino por todos aquellos que por medio de su palabra creerán en Jesús; es decir, ruega por los creyentes de todos los tiempos, que acogen la predicación evangélica y se adhieren a la fe en Jesucristo.

            La oración de Jesús es modelo también de la plegaria de todo apóstol, de todo sacerdote, de todo presbítero. Es una plegaria que intercede también ante Dios Padre por “los suyos”, por aquellos hombres y mujeres que encuentra en medio de su ministerio pastoral, creyentes o no creyentes.

 

Por ellos me santifico a mí mismo

            Pero junto a la oración “por ellos”, hay otra impresionante expresión de Jesús en su plegaria sacerdotal: por ellos me consagro, por ellos me entrego, por ellos me sacrifico… para que sean santificados en la verdad. Jesús manifiesta de este modo que está dispuesto conscientemente a ofrecer su vida para la salvación de todos los suyos. Se “consagra a sí mismo” por el sacrificio de su propia vida, y ejerce de este modo su mediación intercesora y sacerdotal. La entrega de Cristo es una ofrenda de amor cuya finalidad no es un bien o aprovechamiento personal, sino “por ellos”, para ellos, “por vosotros”: “No hay amor más grande, que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).

            El sacrificio de Cristo en la cruz es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios en comunión con los hombres. Como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

            Su intercesión va acompañada de la ofrenda de su propia vida: “Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tú voluntad” (Mt 26,42); “Ahora mi alma se siente turbada, ¿y qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Mas para esto he venido yo a esta hora, Padre glorifica tu nombre (Jn 12, 26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre, y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte. Esta es también la actitud que caracteriza la oración sacerdotal de los presbíteros: orar a Dios con la ofrenda total de la vida, en obediencia filial al Padre, por amor a los hombres. La obediencia y la fidelidad de Cristo a la misión del Padre garantiza la eficacia de su oración.

            El ministerio presbiteral se presenta, por tanto, como una ofrenda existencial de la propia vida, como una intercesión sacerdotal constante, como una liturgia viva, ofrecida al Padre como el mejor culto de alabanza.

 

Para que sean perfectamente uno.

            Finalmente Jesús alude repetidas veces a la finalidad de su entrega y oración: “para que sean uno”. Jesús desvela el misterio divino de la unidad existente entre el Padre y el Hijo. Jesús busca la unidad de sus discípulos con Él, y la unidad de todos los suyos entre sí. De modo que Él se presenta como el mediador que garantiza la comunión de sus discípulos con el Padre: Yo en ellos y tú en mí.

Más aún, el testimonio de la unidad en la fe y en el amor de sus discípulos condiciona el fruto de la predicación evangélica y la adhesión a la fe de los evangelizados. La desunión de los creyentes en Cristo es obstáculo y escándalo para la fe. Jesús pide al Padre la comunión de los suyos para que el mundo conozca el misterio del amor de Dios y crean en él: Padre que sean uno para que el mundo crea.

 

2 – La oración apostólica del presbítero

 

            La tercera y última de las funciones del presbítero mencionadas en la Plegaria de ordenación es el ministerium orationis. Se pide que los presbíteros, unidos al orden episcopal, imploren la misericordia de Dios por el pueblo a ellos encomendado y por todo el mundo. El contenido de este párrafo está tomado casi literalmente del Decreto Presbyterorum Ordinis, que habla de los presbíteros como ministros de los Sacramentos y hace una mención especial al rezo de la Liturgia de las Horas. Para comprender mejor su contenido lo relacionamos con la novedosa pregunta añadida en la actual edición: ¿Estáis dispuestos a invocar la misericordia divinacon nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?Y posteriormente se dice en la Plegaria de ordenación: Que en comunión con nosotros, Señor, imploren tu misericordia por el pueblo que se les confía y en favor del mundo entero.

            La oración presbiteral implora la misericordia de Dios por el pueblo a ellos confiado y por todo el mundo. No ora solamente por el Pueblo de Dios, sino por toda la humanidad. Su oración conlleva un marcado carácter de universalidad: por todos los hombres.

            Se potencia de este modo la figura orante del presbítero, que siguiendo el mandato del Señor y a ejemplo de los Apóstoles, se dedica asiduamente a la oración (Hc6,4). Al ser constituido sacramentalmente en pastor del Pueblo de Dios ora al Padre por el pueblo a ell encomendado y por todos los hombres. Es una función intercesora y pastoral. Es, también, una misión encomendada por la Iglesia que manifiesta la naturaleza de la Iglesia en oración. El presbítero ora en nombre de la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia, haciendo de su oración una ofrenda de alabanza y acción de gracias a Dios Padre.

La oración forma parte de la misión presbiteral encomendada por la Iglesia desde el mismo momento de su ordenación. Así aparece también en la ordenación de los diáconos y obispos. La oración, por tanto, está vinculada sacramentalmente al ministerio presbiteral. Y puede expresarse de muy diversas formas: desde la oración personal hasta la oración litúrgica.

La oración no puede convertirse en un deber ministerial, sino en un aspecto esencial de la vocación bautismal y presbiteral, que busca la alabanza de Dios y la intercesión por el mundo. La oración del presbítero a Dios Padre es parte de su ministerio pastoral. Por tanto, no puede vivirla como algo oneroso y extraño, sino como un aspecto de su dimensión sacerdotal y un medio de santificación personal.

La plegaria del presbítero no puede ser ajena a su realidad pastoral. Como ministro que representa a Cristo en medio de sus fieles, ha de sentir en su corazón de Buen Pastor la vida de aquellos a quien sirve. La oración presbiteral es reflejo de su caridad pastoral; en ella se expresa el amor del Buen Pastor por todos los hombres. La oración del presbítero ha de estar marcada por la realidad pastoral y social en la que vive. ¡Qué bien lo expresa el responsorio de las II Vísperas del Común de Pastores, refiriéndose al ministerio sacerdotal: Este es el que ama mucho a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo.

La oración es parte integrante de la misión pastoral del presbítero. El ministerio pastoral se convierte, por tanto, en fuente espiritual. La oración y el apostolado del presbítero no son actividades distintas e independientes, sino dimensiones de una misma realidad. El presbítero ha de fundamentar su vida espiritual en el ejercicio de su ministerio.

El presbítero ora tambiénen favor del mundo entero. Es decir, la oración del presbítero es una oración abierta y universal (católica), porque no se circunscribe al ámbito exclusivo de los bautizados en Cristo, sino que abarca a todos los hombres. Es una oración apostólica, porque refleja la caridad del Pastor Bueno que ama a todos y ora al Padre en favor de su pueblo y de todo el mundo. Esta dimensión cósmica hace de la oración presbiteral una alabanza universal a Dios por la universal salvación de todos los pueblos y manifiesta también la dimensión pública de su ministerio.

 

3 – La oración litúrgica: Liturgia de las Horas

 

El ministerium orationis del presbítero se manifiesta principalmente en la Eucaristía, cumbre y fuente de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. En ella, el presbítero, junto con la asamblea de fieles congregados, se inserta vital y sacramentalmente en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos y en la oración de la Iglesia. Por eso, recordaba el Concilio Vaticano II que el mismo misterio actualizado en la celebración eucarística se prolonga a lo largo del día en la celebración de la Liturgia de las Horas.

            La Liturgia de las Horas es comprendida como la actualización del misterio pascual de Jesucristo en forma de plegaria y circunscrita al ritmo temporal de la jornada: Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo (PO 5). Esta lógica pascual se manifiesta, sobre todo, en las dos Horas principales, consideradas el doble quicio de la oración diurna. Las Laudes, como oración de la mañana conmemoran la resurrección del Señor y nuestra resurrección con él; las Vísperas, como oración de la tarde, evocan la entrega de Jesucristo en la cruz y la nuestra, como sacrificium laudis ofrecido a Dios Padre.

La Liturgiade las Horas, por ser la oración de la Iglesia, es la fuente de la que brota y en la que se fundamenta la oración del presbítero, que culmina en la celebración eucarística; yun complemento necesario del sacrificio eucarístico, que se extiende y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres.

            Esta encomienda sacramental que la Iglesia confía al presbítero el mismo día de su ordenación, no es exclusiva de este ministerio ordenado. Tiene matices particulares en la vida presbiteral, pero pertenece a todo el pueblo de Dios. Ciertamente la historia de la Iglesia, especialmente en el segundo milenio, ha vinculado la oración de las Horas al oficio clerical y monástico, convirtiendo la plegaria que pertenece a la Iglesia en una obligación exclusiva de los ministros ordenados y quienes han recibido este mandato eclesial. Sin embargo, para el presbítero, la Liturgia de las Horas no puede reducirse a una norma legal u oración privada. Hay que comprenderla en clave sacramental y ministerial, porque es parte de su misión presbiteral encomendada por Cristo y por la Iglesia en la ordenación. Si la Liturgia de las Horas incumbe a toda la Iglesia orante, máxime a quien la representa sacramentalmente.

            El magisterio eclesial afirma que Cristo, no sólo es el principal autor de la oración de su Iglesia, sino que se hace presente cuando la Iglesia reunida celebra la liturgia. Él mismo ora por la voz de su Iglesia. La liturgia es signo sacramental de la plegaria sacerdotal del mismo Cristo. Tanto la eucaristía como la Liturgia de las Horas están en la misma línea de sacramentalidad. Ambas brotan del sacerdocio de Cristo, prolongado por la Iglesia que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio Divino (SC 83).

El presbítero ora no sólo como miembro del Cuerpo eclesial, sino también como ministro ordenado que ejerce la misión sacerdotal de Jesucristo (in persona Christi Capitis). Es parte de su munus sanctificandi. Aunque pertenece a todos los bautizados, es particularmente confiada a aquellos que tienen la misión de guía y presidencia del pueblo de Dios. La Iglesia encarga y urge la celebración de la Liturgia de las Horas a la jerarquía ministerial como un modo de asegurar la oración de Cristo. Así que el presbítero celebra la Liturgia de las Horas en representación de la Madre Iglesia (in nomine Ecclesiae). No hay que interpretar esta expresión exclusivamente en sentido jurídico, sino que se trata de una verdadera expresión teológica. El presbítero asume el ministerio de la oración no como una obligación legalista, sino como una dimensión de su propia vocación pastoral. La Iglesia le pide hacer aquello que su pueblo no hace, para que la función de toda la comunidad sea desempeñada de manera segura y constante al menos por ellos y la oración de Cristo se continúe en la Iglesia sin interrupción.

Es interesante recordar al presbítero que la oración pertenece y es parte de su ministerio pastoral. A veces piensa que su misión se limita a la evangelización y a la celebración de los sacramentos; y considera la oración como una cuestión privada que atañe exclusivamente a su persona. Y, ciertamente, su oración tiene una dimensión pública y personal. Sin embargo, el presbítero está llamado, como Pastor del pueblo de Dios, no sólo a presidir la oración litúrgica unido a su comunidad de fieles, sino también a ser maestro de oración para sus fieles. Quiero recordar aquí, unas interesantes palabras del Papa Juan Pablo II dirigidas a los sacerdotes en una de sus cartas escritas con ocasión del Jueves Santo (1999): Precisamente por su vínculo indisoluble con el sacerdocio de Cristo, el presbítero es el maestro de la oración y los fieles pueden dirigir legítimamente a él la misma petición hecha un día por los discípulos a Jesús: “Enséñanos a orar”... Es precisamente en esta perspectiva que exhorto a cada sacerdote a cumplir con confianza y valentía su cometido de guía de la comunidad en la oración cristiana auténtica. Es un cometido del cual no le es lícito abdicar, aunque las dificultades derivadas de la mentalidad secularizada a veces lo pueden hacer laborioso.

 

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

1 - ¿Dedico tiempo a la oración personal de forma regular a lo largo de la jornada? ¿Soy fiel al compromiso de celebrar la Liturgia de las horas?

 

2 - ¿Doy gracias a Dios por las alegrías y sufrimientos del ministerio pastoral?

 

3 - ¿Oro especialmente por las personas que me han sido confiadas? ¿Imploro la misericordia de Dios por todos los hombres? ¿Estoy atento a las necesidades del mundo actual y, en particular, a las necesidades de los más cercanos?

 

4 - ¿Preveo en la organización de mi tiempo algunos de días de retiro y ejercicios espirituales? ¿Busco la ayuda de la dirección espiritual?

 

5 - ¿Valoro la oración como parte del ministerio pastoral confiado?

 

 

 

 

 

 

PARA ORAR

 

“Señor, mi Dios,

enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte,

dónde y cómo encontrarte.

Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré estando ausente?

Si estas por todas partes, ¿cómo no descubro tu presencia?

Cierto es que habitas en una claridad inaccesible…

¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella?

¿Con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré?

Me creaste para verte,

y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado…

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca.

Porque no puedo ir en tu busca

a menos que tú me enseñes.

Y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas.

Deseando te buscaré, buscando te desearé.

Amándote te hallaré, y hallándote te amaré.”

 

(San Anselmo)

 

 

8

YO OS ENVÍO

 

 

 

ORACIÓN INICIAL

Canto:

 

Sois la semilla que ha de crecer,

sois la estrella que ha de brillar,

sois levadura, sois grano de sal,

antorcha que ha de alumbrar.

Sois la mañana que vuelve a nacer,

sois espiga que empieza a granar.

Sois aguijón y caricia a la vez,

testigos que voy a enviar.

 

ID, AMIGOS, POR EL MUNDO, ANUNCIANDO EL AMOR,

MENSAJEROS DE LA VIDA, DE LA PAZ Y EL PERDÓN.

SED, AMIGOS, LOS TESTIGOS DE MI RESURRECCIÓN.

ID LLEVANDO MI PRESENCIA. ¡CON VOSOTROS ESTOY!

 

 

 

Lectura breve: Ef 1,3-10.

 

“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en la persona de Cristo

con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,

para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,

por pura iniciativa suya, a ser sus hijos,

para que la gloria de su gracia,

que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,

redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,

hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.

El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia

ha sido un derroche para con nosotros,

dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo

cuando llegase el momento culminante:

recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” .

 

Preces:

            Hermanos, edificados sobre el cimiento de los apóstoles, oremos al Padre por su pueblo santo diciendo:

 

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia

 

- Padre santo, que quisiste que tu Hijo, resucitado de entre los muertos, se manifestara en primer lugar a los apóstoles, haz que también nosotros seamos testigos de Cristo hasta los confines del mundo.

 

- Padre santo, que enviaste a tu Hijo al mundo para dar la Buena Noticia a los pobres, haz que sepamos proclamar el Evangelio a todas las criaturas.

 

- Tú que enviaste a tu Hijo a sembrar la semilla de la palabra, danos también a nosotros sembrar tu semilla con nuestro trabajo, para que, alegres, demos fruto con nuestra perseverancia.

 

- Tú que enviaste a tu Hijo para que reconciliara el mundo contigo, haz que también nosotros cooperemos a la reconciliación de los hombres.

 

 

 

 

Padrenuestro

 

 

 

 

TEXTO BÍBLICO

 

“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos. Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La Paz a vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.

Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no creeré.

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas y dijo: La paz con vosotros. Luego se dirigió a Tomás: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío. Replicó Jesús: Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.” (Jn 20, 19-30)

 

 

 

1 - Dichosos los que crean

 

            Es interesante la referencia que se hace al domingo en los relatos pascuales de la primera comunidad apostólica. Las apariciones del Resucitado acontecen regularmente el primer día de la semana judía y cada ocho días, para recordar el día santo de la resurrección del Señor. El relato proclamado describe al grupo de los Apóstoles encerrados en el Cenáculo y ofuscados por el miedo y la inseguridad. Se describe una comunidad triste y desorientada. Tenían miedo a los judíos. Las puertas cerradas son signo de la debilidad interior que paraliza el corazón de la comunidad.

En este contexto, Jesús se hace presente en medio de ellos y se manifiesta resucitado. El saludo pascual del Cristo Resucitado es siempre el mismo y repetido varias veces: La paz con vosotros. Ese es el deseo de Jesús para los suyos: paz. Inmediatamente el corazón compungido de los discípulos se alegra al ver al Señor. Son los frutos de la pascua: la alegría y la paz. E inmediatamente les dirige su mensaje: Yo os envío, y los capacita para la misión con la fuerza de su Espíritu.

            La escena aumenta su dramatismo cuando se nos advierte de la ausencia de Tomás y de su comprensible incredulidad ante el testimonio de los hermanos: Hemos visto al Señor. Los discípulos dan ya testimonio experiencial de Cristo Resucitado. Los que no habían creído a las mujeres intentan ahora convencer a Tomás. Pero no lo logran.

            Tomás desconfía del testimonio unánime de los hermanos. No puede admitir la posibilidad del Resucitado. Está cerrado a la novedad del misterio anunciado por Jesús. Pone condiciones: Si no lo veo con mis propios ojos y lo compruebo personalmente, no lo creeré. Representa al hombre escéptico de todos los tiempos con problemas de fe, y no es fácil admitir lo extraordinario en mentes tan racionalistas como las de Tomás. Muchos de los primeros cristianos padecían la angustia de la duda provocada por la fragilidad de la propia fe o la oposición de la filosofía dominante, o incluso por las contradicciones internas de la propia comunidad cristiana.

            Sin embargo, Jesucristo conoce muy bien el corazón humano. No pacta con mediocridades ni con las modas del momento. Conoce nuestras dudas y torpezas; por eso nos invita a la confianza. Sólo el evangelio puede curar nuestras dudas y preocupaciones, como sanó la incredulidad soberbia de Tomás. El encuentro con el Resucitado transformó la duda en confesión de fe; al escéptico en apóstol; al incrédulo en creyente: ¡Señor mío y Dios mío! La duda no puede ahogar la posibilidad de la fe. Qué bien lo entendió el Cardenal Newman cuando afirmaba: “La fe es la capacidad de soportar las dudas”.

            El reproche de Jesús a Tomás puede valer también para nosotros, presbíteros: “¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?... No seas incrédulo, sino creyente”. El Señor nos invita a la fe y a la confianza en él. Incluso en medio de las dificultades posibles de nuestro ministerio o en la vida personal de cada ser humano, el Señor nos dice que la solución no pasa por exigir señales, sino en creer en Jesús: “¡Dichosos los que crean sin haber visto!” Es la última bienaventuranza de Jesús recogida en el evangelio de Juan: la bienaventuranza de la fe. Creer significa vivir; y la vida es cuestión de fe. Así termina la primera conclusión del evangelio de Juan: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30).

Esta es la finalidad del evangelio de Juan: para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida. Juan concluye la narración sobre la vida de Jesús llamando a la fe de sus discípulos como condición indispensable para que haya vida en ellos. El que cree en Jesucristo vive; y el que vive de Jesucristo, cree.

            Tomás exige la demostración empírica de la existencia del Resucitado. Al igual que él, muchos creyentes piden señales a Dios para convencer la fe vacilante o salir de la estéril obstinación. Buscan apoyaturas donde asentar las creencias. Pero el mensaje evidente de este pasaje evangélico advierte que el ver no es condición indispensable para la fe cristiana. Cuando Pedro y Juan corren hacia el sepulcro vacío, contemplan la misma realidad; sin embargo, uno cree en la resurrección de Jesús y el otro permanece en la duda. No es necesario “ver” apariciones de Cristo, ni milagros espectaculares. La fe no depende de visiones. “Ver” no es indispensable para “creer”; sino que apoyándonos en este relato evangélico tendríamos que decir lo contrario: si no lo “creo” no lo “veo”.

            Sólo desde la fe podemos ver la presencia del Resucitado entre nosotros, actuando también hoy en nuestra historia. El camino de la fe pascual no es el de las pruebas sensibles o los hechos extraordinarios. Se apoya en el testimonio vivo de la comunidad creyente. Por tanto, el mensaje final de este relato es una llamada a la fe. Nuestra fe se fundamenta en la convicción de los apóstoles, porque es apostólica.

El pasaje de Tomás nos enseña a todos, también al presbítero, que la condición básica del seguimiento cristiano y de la vida ministerial es la fe en Jesucristo. Somos testigos del Señor Resucitado. Unidos a él podremos superar la tentación de la duda y transformarla en confesión adorante de su presencia viva entre nosotros. La dureza de corazón nos hace incrédulos. La confianza en Él nos hace testigos. Como aquellos discípulos, hemos de suplicar al Señor: ¡Auméntanos la fe! para poder llevar tu palabra de vida y salvación a todos los hombres y mujeres de la tierra.

 

2 - Id por todo el mundo

 

“Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su cerrazón de mente, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Luego les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.

            Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.

            Ellos salieron a predicar por todas partes. El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban.” (Mc 16, 14-20)

 

            Parece que este texto es una continuación de la experiencia relatada por Juan en el pasaje bíblico anterior. Los discípulos están sentados a la mesa. Es una referencia evidente a la mesa de la eucaristía, que está presente en el centro de los grandes momentos de la Iglesia primitiva. La misión de los apóstoles comienza en y desde la mesa de la eucaristía. La misión del presbítero se inicia desde la mesa eucarística de la ordenación. Desde allí, desde ese acontecimiento sacramental es enviado a iniciar la misión.

            El evangelista Marcos indica insiste también en su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído el anuncio de la resurrección del Señor. Es curioso que desde la experiencia de su incredulidad personal, tras el encuentro con el Cristo Resucitado- son enviados a evangelizar la incredulidad de los incrédulos. Saben a quien se dirigen, porque ellos mismos lo han experimentado.

            Y, aún siendo Jesús consciente de la situación de sus discípulos, los envía a prolongar su misión de salvación por todo el mundo y por toda la historia: Id por todo el mundo, proclamad la Buena Noticia, haced discípulos a todas las gentes, a todas las naciones, empezando por Jerusalén hasta llegar a los límites de la tierra. Jesús habla de una misión universal y cósmica, que han de realizar los discípulos de todos los tiempos. La misión presbiteral se inserta en esta corriente de salvación que prolonga la palabra y los signos de Jesús hasta el final de los tiempos: Proclamad la Buena Noticia…        Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…imponed las manos sobre los enfermos…

Ellos salieron a predicar por todas partes. Los apóstoles acogen el encargo recibido e inician la novedosa misión de anuncio y testimonio de Cristo para ser fermento y alma del mundo, como afirma la Carta a Diogneto. Y el Señor colaboraba con ellos. Es una expresión preciosa para indicar la mutua implicación entre Dios y los apóstoles, entre el esfuerzo humano y la gracia divina, de la misión encomendada. Los presbíteros hemos de recordar que la misión no es nuestra, no la hacemos nosotros, no somos los dueños. Es el Señor quien colabora con nosotros, para que nosotros podamos colaborar con Él. No olvidemos que somos colaboradores y cooperadores suyos; y que Él siempre está con nosotros: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

            El Señor nos envía, por tanto, a realizar nuestra vocación apostólica para edificar la iglesia, en el corazón del mundo, viviendo en santidad nuestro ministerio presbiteral.

 

3 - Para edificar la Iglesia

            La Plegaria de ordenación de los presbíteros señala que la finalidad última del presbiterado es la formación del pueblo de Dios, denominado en este texto como pueblo sacerdotal. Por un lado, es pueblo sacerdotal porque sus miembros son sacerdotes. Se trata del sacerdocio común o bautismal por el que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo formando un pueblo sacerdotal y una nación santa. Por otro lado, está el sacerdocio ministerial, fruto del Espíritu Santo, que suscita en la Iglesia diversidad de carismas y ministerios dirigidos al servicio de Dios para formar, dirigir, animar y unificar su pueblo.

            El presbítero recibe el sacerdocio ministerial como un don particular que le capacita para cooperar con el Orden episcopal y ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que le ha sido conferido. Las funciones ministeriales del presbítero están destinadas a la formación y el crecimiento del Pueblo de Dios. Así pues, el sacerdocio ministerial sólo tiene sentido en relación al sacerdocio común de los fieles. Y ambos son esenciales en la Iglesia. La Iglesia no puede vivir sin el sacerdocio ministerial y el sacerdocio apostólico no puede conferirse sin la Iglesia. La dimensión eclesial es constitutiva del ministerio presbiteral y el ministerio presbiteral es constitutivo de la Iglesia.

            Esta dimensión recuerda al presbítero que Dios nos convoca en un pueblo de llamados (1 Cor 1,1-2), y que nuestra llamada no supone ruptura sino comunión con el pueblo de Dios al que servimos. La llamada presbiteral es también comunitaria y colegial, porque nos llama en un presbiterio. No olvidemos la expresión utilizada en el evangelio para referirse a la  comunidad apostólica: “los hizo Doce”. Nuestra vocación no es individual, sino colegial, tal como se expresa en la imposición de manos que tras el obispo hace el presbiterio en el rito de la ordenación, y posteriormente el ósculo que ofrecen al recién incorporado al colegio presbiteral. La dimensión colegial de nuestro ministerio presbiteral es constitutiva, no accidental. El presbítero ha de aprender a vivir y amar a su presbiterio. Somos portadores de la misma gracia y vocación; y esto ha de llevarnos también a sentirnos hermanos, responsables unos de otros.

 

4 - En el corazón del mundo

 

            La llamada de Dios nos envía al mundo y nos sitúa en el mundo. El mismo Jesús suplicaba al Padre antes de su pasión: “No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal”. Insertos proféticamente en el mundo, los presbíteros correrán el mismo riesgo del Maestro. Bien sabía Jesús las dificultades a las que se exponían sus discípulos, cuando suplica al Padre por ellos.  

            La misión del presbítero, como la de todo apóstol de Cristo, se expone también al rechazo y oposición de este mundo. Mejor dicho, la misión del apóstol de Jesús se debate siempre entre la seducción y la persecución de este mundo. Primeramente la gente te seduce con halagos y alabanzas para ganarte a sus criterios, para usarte a su antojo y manipularte según el propio interés. Pero si te opones con razones propias y contradices lo más mínimo sus planteamientos, pasas inmediatamente a ser perseguido. Desde entonces te conviertes en el enemigo más peligroso y buscarán aniquilarte por todos los medios posibles. Es decir, ha comenzado tu pasión, tu personal abandono y martirio, como muchos hermanos nuestros a lo largo de la historia.

            La misión y finalidad del ministerio presbiteral es formar un pueblo sacerdotal que se transformará en un único pueblo al llegar la plenitud del Reino de Dios. La misión del presbítero se inserta en el proceso salvífico que conduce a todos los hombres y a todos los pueblos hacia el único pueblo de Dios. Por esta razón, se afirma que el ministerio presbiteral es un ministerio eclesial y universal. Aunque está sacramentalmente ligado a la Iglesia, no se agota en ella porque se dirige, también, a todos los hombres. El anuncio del Evangelio tiene como destinataria toda la humanidad; refleja la esencia católica de la Iglesia y del presbítero.

            La misión presbiteral aparece también como un ministerio de unidad. La plegaria de ordenación de los presbíteros presupone un proceso histórico por el que todos los pueblos, congregados en Cristo, llegarán a formar el único pueblo de Dios, que se realizará plenamente en el Reino: “Así todas las naciones, congregadas en Cristo, formarán un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu Reino”. El presbítero se inserta en esta dinámica como ministro de unidad para conducir, por medio de Cristo y guiado por su Espíritu, a todos los hombres hacia el Padre. Se presenta al presbítero desde su ministerio ejercido en la Iglesia, que peregrina hacia el Reino. Es un ministerio de unidad, al servicio de la Iglesia y de la humanidad, ordenado al plan divino de salvación, por el que Cristo congregará en sí a todos los pueblos en un único pueblo, para ofrecérselo a Dios Padre en el Reino eterno.

El ministerio presbiteral se inserta en la historia de la salvación para cumplir el designio salvífico dispuesto por Dios para los hombres.

  La ordenación presbiteral del rito bizantino, habla de un encuentro personal del presbítero con Jesucristo al final de los tiempos, en el que valorará el ejercicio de su ministerio. Este futuro encuentro individual y personal con Cristo supone una llamada a la entrega y responsabilidad presentes. En la Plegaria de ordenación romana, el ministerio presbiteral se inserta en el dinamismo progresivo de salvación que congrega a toda la humanidad en un único pueblo, y lo conduce hacia la plenitud del Reino de Dios. Se describe este momento en clave escatológica colectiva y universal. La misión del presbítero excede el ámbito eclesial para descubrirse universal (católica) y es un factor activo en el proceso de unidad cósmica, que congrega a todos los pueblos en Cristo.

           

5 - Viviendo en santidad

La misión del presbítero exige también la conducta ejemplar en su vida personal y en su tarea ministerial.

La ordenación supone para el presbítero una llamada a ser ejemplo existencial con su conducta y comportamiento de vida en la misión recibida. Si el candidato accede a la ordenación es porque el juicio de la Iglesia le ha considerado “digno” de este ministerio; su conducta ha sido calificada de irreprensible y su fe inconmovible, hasta el punto de ser considerado “agradable a Dios en todo”, como expresan los textos bizantinos. Desciende sobre él la gracia del Espíritu Santo para colmarlo con su fuerza santificadora y perfeccionar sus deficiencias; se renueva en él el Espíritu de santidad para santificarlo y poder santificar en el ejercicio de su ministerio. El don del Espíritu exige respuesta vital a la gracia concedida, que se traduce en un comportamiento digno de la vocación a la que ha sido llamado y del don sacramental recibido en la ordenación presbiteral.

La ordenación supone también una llamada al testimonio ministerial; es decir, el ejercicio del propio ministerio exige en el presbítero una conducta acorde a la dignidad sacramental del presbiterado. El Espíritu Santo recibido en la ordenación, no sólo es santificación personal del presbítero, sino también fuerza y aliento para cumplir su ministerio, actualizando la obra de la redención entre los hombres. Es el Espíritu Santo el que fecunda su ministerio; el que hace fructificar, en el corazón de los hombres, la Palabra de Dios predicada por el presbítero; el que actualiza y comunica la obra de Dios en los sacramentos. El Espíritu está presente en toda la historia de la salvación, también en toda la vida y ministerio presbiteral, para garantizar con su fuerza la santificación prometida por Dios a su Pueblo.

Esta ha de ser la conducta requerida para “la buena administración del propio orden”, como afirma la tradición bizantina, por la que será juzgado el presbítero al final de los tiempos. Se solicita de éste el comportamiento ejemplar de una vida santa, no como una imposición externa, sino como la respuesta lógica a la llamada del Señor a un servicio de amor que aliente la fe y la esperanza del pueblo de Dios peregrino en este mundo.

 

 

PISTAS PARA EL TRABAJO

 

1 - ¿Me siento enviado de Jesucristo allí donde vivo? ¿Soy consciente que participo de la misión de Jesucristo?

 

2 - ¿Doy testimonio de fe, de alegría y de esperanza con la actitud de mi vida a los demás? ¿Sufro las dudas? ¿Me siento entristecido por la situación histórica actual?

 

3 - ¿Cómo es la comunicación con mi comunidad: abierta, sincera…? ¿Comparto la vida con ellos o me aíslo?

 

4 - ¿Cómo es mi comunicación con los demás sacerdotes: confiada, afectuosa, fraterna, distante…? ¿Por qué?

 

5 - ¿Soy consciente que el Señor acompaña nuestra misión apostólica hasta el final del mundo?

 

PARA ORAR

 

 

CRISTO

 

es el fundamento, no el edificio;

es la viña, no los sarmientos;

es el esposo, no la esposa;

s el pastor, no las ovejas;

es el camino, no los viajeros;

es el templo, no los moradores;

es el primogénito, no los hermanos;

es el heredero, no los coherederos;

es la vida, no los vivientes;

es la resurrección, no los resucitados;

es la luz, no los iluminados.

 

(Juan Crisóstomo)

 

 

 

 

 

 

 

RENOVACIÓN DE LAS PROMESAS SACERDOTALES

en la Misa Crismal

 

 

 

Obispo: Hijos amadísimos: En esta conmemoración anual del día en que Cristo confirió su sacerdocio a los Apóstoles y a nosotros, ¿queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro obispo y ante el pueblo de Dios?

 

Sacerdotes: Sí, quiero.

 

Obispo: ¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?

 

Sacerdotes: Sí, quiero.

 

Obispo: ¿Deseáis permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, Cabeza y Pastor, sin pretender los bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas?

 

Sacerdotes: Sí, quiero.

 

Obispo: Y ahora vosotros, hijos muy queridos, orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones: que sean ministros fieles de Cristo, Sumo Sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación.

Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

 

Obispo: Y rezad también por mí, para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona, y sea imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo Sacerdote, Buen Pastor, Maestro y Siervo de todos.

 

Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

 

Obispo: El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna.

 

CONCLUSIÓN

 

Es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)

 

 

            La personalidad y la enseñanza de san Pablo es muy rica y casi podríamos decir inagotable. A lo largo de este año surgen publicaciones de todo tipo que muestran la multiforme riqueza del Apóstol.

Sin embargo, deseo subrayar uno de los aspectos que, en mi opinión, ocupa un puesto central en su vida. Está formulado en una expresión de la Carta a los Gálatas, pero su contenido es repetido en infinidad de ocasiones por todos los escritos paulinos: “Estoy crucificado con Cristo, pero no soy yo, es Cristo quien viven en mí, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó hasta dar la vida por mí…” (Ga 2,19-20). La experiencia descrita en estas breves palabras es la de un apóstol y un místico. Tal vez estamos muy acostumbrados a subrayar el carácter misionero y evangelizador de san Pablo; no se si se ha descubierto tanto su dimensión espiritual y mística. Pablo llega a unas profundidades del misterio de Cristo que se identifica con Él, hasta el punto de olvidarse de sí mismo. Ya no es Pablo, es Cristo en Pablo. ¡Qué experiencia de configuración con Cristo!

            Los presbíteros, como ya hemos señalado, son configurados a Cristo por el sacramento del Orden. No dudamos de esta realidad sacramental, pero, muchas veces, permanece como una formulación teológica sin incidencia alguna en la vida personal de los presbíteros. El sacramento del orden nos hace sacramento de su presencia para que el Resucitado pueda seguir predicando, salvando y amando a su pueblo por medio nuestro. No somos nosotros, es Cristo por medio nuestro.

            Esta realidad objetiva sacramental debe convertirse en el presbítero en un acicate para conformar su vida con el misterio que representa. La vida espiritual trata de configurar nuestros criterios y sentimientos humanos con los de Cristo muerto y resucitado. Cuando lo intentamos, somos consciente de la distancia existente entre el deseo y la posibilidad. Es entonces cuando sentimos el peso de nuestra debilidad y flaqueza. También la prueba del sufrimiento que nos purifica, cuando amamos y perdonamos como Cristo en los momentos de cruz.

Somos frágiles vasijas de barro. Sin embargo Dios busca nuestra debilidad para mostrar en nosotros la grandeza de la salvación. Así no podremos atribuirnos nosotros el éxito y los frutos de la misión. Somos pobres siervos inútiles. Pero Dios busca nuestra ignorancia para mostrar en nosotros su sabiduría. Esta es la lógica de Dios cumplida en Pablo.

            Por eso, la única respuesta posible es la fe en Jesucristo como agradecimiento a Dios por la llamada y el don confiados: "La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20).

Pablo ya no vive para sí mismo, sino que vive de Cristo, con Cristo y para Cristo. Ya no busca realizarse a sí mismo, -como escuchamos tantas veces en nuestras conversaciones-; él busca ser uno con Cristo: Mi vida es Cristo (Flp 1,21).

            Quisiera terminar estas reflexiones con esta urgente llamada a la vida espiritual de los presbíteros. Me gustaría que transformaran nuestra vida presbiteral cotidiana hasta el punto de vivir la fe, la confianza, la alegría y la esperanza de Pablo. "Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?" (Rm 8, 31). ¡Para qué lamentarnos tanto! Si nuestra vida está apoyada en Cristo, unida a Cristo, configurada a Cristo… ¿Por qué temer? Todo lo podemos en Jesucristo. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Él es la fuente de nuestra fuerza y energía.

            Termino con las alentadoras palabras dirigidas por el Papa Benedicto XVI en la convocación del Año paulino: “Queridos hermanos y hermanas: como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo”. Yo añadiría algo más: Necesita presbíteros como tú, que estén dispuestos a entregar su vida en el ministerio encomendado, comunicando a la humanidad la salvación ofrecida por Dios Padre en Jesucristo.

            ¡Que María, la Virgen Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes, nos acompañe y aliente en esta hermosa vocación al ministerio presbiteral!

Jueves, 05 Mayo 2022 10:52

retiro sacerdotal sobre la PDV

Escrito por

TOMADO DE LA “PASTORES DABO VOBIS”

 

 « La madurez humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad 132
La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo
45.
La misma formación humana, si viene desarrollada en el contexto de una antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual. Todo hombre, creado por Dios y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado « por el agua y el Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser « hijo en el 1-lijo ». En este designio eficaz de Dios está el fundamento de la dimensión constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida también por la simple razón: el hombre está abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un corazón que está inquieto hasta que no descanse en el Señor.’33
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida como rela132 Propositio 22.
133 cf. s. AGUSTÍN, Confes., 1, 1: CSEL 33, 1.

CiÓfl y comunión con Dios. Según la revelación y la experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la « novedad » evangélica. En efecto, « es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud fffial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual » .
Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos los fieles, pero que requiere ser estructurada según los significados y características que derivan de la identidad del presbítero y de su ministerio. Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la misma manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman - que « sin la formación espiritual, la formación pas-/ toral estaría privada de fundamento »‘ y que la for.j mación espiritual constituye « un elemento de má! xima importancia en la educación sacerdotal ». 13
134 SÍNoDO DE LOS OBispos,
Vifi Asam. Gen. Ord. LJrmación de los sacerdotes en las circunstancias actuales Instrumentuxn laboris , 30.
Propositio 22.
136 Propositio 23.

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El contenido esencial de la formación espiri. tual, dentro del itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, está expresado en el decreto concffiar Optatam totius: « La formación espiritual.., debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su 1-lijo Jesucristo en el Espfritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada or- ¡ denación, habitúense a unirse a El, como amigos, con el consorcio íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles. Enséfleseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y veneren con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al discípulo ».137
46. El texto concffiar merece una meditación detenida y amorosa, de la que fácilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio.
Se requiere ante todo, el valor y la exigencia de « vivir íntimamente unidos » a Jesucristo. La unión con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo
137 Decreto sobre la formación sacerdotal Opiatam totius, 8.

y alimentada con la Eucaristía, exige que sea expresada en la vida de cada día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la Santísima Trinidad, o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la « novedad » del creyente: una novedad que abarca ci ser y el actuar. Constituye el « misterio » de la existencia cristiana que está bajo el influjo del Espfritu; en consecuencia, debe encarnar el « ethos » de la vida del cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con la alegoría de la vid y los sarmientos: « Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada »
(Jn 15, 1. 4-5).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y religiosos, y el hombre —a pesar de toda apariencia contraria— sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser considerada como una religión entre tantas o quedar reducida a una pura ética social al servicio del hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante novedad en la historia: es « misterio »; es el acontecimiento del Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo acogen el « poder de hacerse hijos de Dios » (Jn 1, 12); es el

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anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios con el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás este anuncio sorprendente y gratificante, si, a través de una adecuada formación espiritual, logran el conocimiento profundo y la
este « misterio » (cf.
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta una pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus apóstoles: « No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer » (Jn 15, 15).
El texto concffiar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la búsqueda de Jesús. « Enséñeseles a buscar a Cristo ». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de la espiritualidad cristiana que encuentra su aplicación específica precisamente en el contexto de la vocación de los apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros discípulos, muestra el lugar que ocupa esta « búsqueda ». Es el mismo Jesús el que pregunta: « ¿Qué buscáis? » Y los dos responden: « Rabbí... ¿Dónde vives? » Sigue el evangelista: « Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día » (Jn 1, 37-39). En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada por esta búsqueda: por ella y por el « encuentro » con el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión con El. También en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta « búsqueda », pues es inagotable el misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así como también deberá continuar este « encontrar » al Maestro, para poder mostrarlo a los demás, y mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás una « experiencia » de vida, una experiencia que vale seguido por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe el evangelista Juan, « se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” —que quiere decir Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así tambíén Simón es llamado —como apóstol— al seguimiento de Cristo: « Jesús, al verlo, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas” —que quiere decir, “Pedro”—» (Jn 1,42).
Pero ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? « Maestro, ¿dónde vives? » El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los « más pequeños ». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio.

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‘ 47. Elemento esencial de la formación espirimal es la lectura meditada y orante de la Palabra de Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y seguirse la propia vocación; y también cumplirse la propia misión, hasta tal punto que toda la existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la Palabra de Dios que llama al hombre, y el

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principio de la palabra del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra de Dios facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido de apartarse del mal para adherirse al bien, sino también en el sentido de alimentar en el corazón ios pensamientos de Dios, de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y valoración de losf hombres y de las cosas, de ios acontecimientos problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la Pala-j bra de Dios tal como es, pues hace encontrar Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace en contrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad qu a la vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6). Se tra de leer las « escrituras » escuchando las « pal - bras », la « Palabra » de Dios, como nos recuer el Concilio: « La Sagrada Escritura contiene la P - labra de Dios, y en cuanto inspirada es realment Palabra de Dios ».‘ Y el mismo Concilio: « En es ta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,
138 Const. dogm. sobre la divina riveladón Dei Vei’bam, 24.

17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cf. Ex 33, 11;Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía » 139
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado especifico en el ministerio profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una condición imprescindible, principalmente en el contexto de la « nueva evangelización », a la que hoy la Iglesia está llamada. El Concilio exhorta: « Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse “predicadores vacíos de la palabra, que no la escucha por dentro” (SAN AGUSTIN, Serm. 179, 1:
PL 38, 966) »140
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oración, que constituye sin duda un valor y una exigencia primarios de la formación espiritual. Esta debe llevar a los candidatos al sacerdocio a conocer y experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del 1-lijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de la misión del sacerdote es el de ser « maestro de oración ». Pero el sacerdote solamente po-
139 Ibid., 2.
140 Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 25.

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drá formar a ios demás en la escuela de Jesús orante, si él mismo se ha formado y continúa formándose en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: « El sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote “misericordioso y fiel en lo que toca a Dios” (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que ios acoge, que los escucha con gusto y les muestra una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia El. Es preciso, pues, que el sacerdote esté formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra sociedad, un elemento pedagógico necesario para la oración es la educación al significado humano profundo y al valor religioso del silencio, como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar por ella (cf. 1 Re 19, llss.).
48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es « la cumbre y la fuente » de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para la
Angelus (4 marzo 1990), 2-3: L’Osservatore Romano, 5-6 marzo 1990.

formación espiritual de todo cristiano, y en especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educación litúrgica, en el sentido pleno de una inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las decisiones, opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia » que hace « nueva » la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espfritu santo y santificador en los sacramentos; igualmente la « ley nueva », que debe ser guía y norma de la existencia del cristiano, está escrita por los sacramentos en el « corazón nuevo ». Y es ley de caridad para con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre, significada y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta participación « plena, consciente y activa »142 en las celebraciones sacramentales, gracias al don y acción de aquella « caridad pastoral » que constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa resurrección, « sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad »,143
142 CONC. ECUM. VAT.
II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosantum concilium, 14.
°
S. AGuSTÍN, In lohannis Evangelium Tractalus 26, 13: 1. c., 266.

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banquete pascual en el que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura ». ‘Ahora bien, los sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa: 145 su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la máxima concreción deseo repetir que « es necesario que los seminaristas participen diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración eucarística como el momento esencial de su jornada, al que participar.n activamente sin contentarse nunca con una asistencia meramente habitual. Fórrnese también a los aspirantes al sacerdocio según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante
LITURGIA DR LAS HORAs, Antífona al « Magnificat de las segundas Vísperas en la Solemnidad del S. Cuerpo y Sangre de Cristo.
‘‘ Cf. CONC. ECUM. VAr. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbytero,,., ord#gs 13.

132

Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas ».146
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación espiritual, la belleza y la alegría del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de autojustificación, se corre el riesgo de perder el « sentido del pecado » y, en consecuencia, la alegría consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios « rico en misericordia » (Ef 2, 4), urge educar a ios futuros presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su pienit.ud en el sacramento de la Reconcffiación. De aquí provienen el significado de la ascesis y de la disciplina interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente difíciles para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación social, incluso en los países donde las condiciones de vida son más pobres y la situación de los jóvenes más austera. Por esta razón, pero sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo buen Pastor— « la donación radical de sí mismo » propia del sacerdote, los Padres sinodales
Angelus (1julio 1990), 3: L’Osservatore Romano 2-3 julio 1990.

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señalan que « es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia y hedonismo ».147
49. La formación espiritual comporta también buscar a Cristo en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios, vida de oración y contemplación. Pero del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace precisamente la exigencia indeclinable del encuentro con el prójimo, de la propia entrega a los demás, en el set-vicio humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto a todos como programa de vida en el lavatorio de los pies a los apóstoles: « Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros » (Jn 13, 15).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida también por la vida comunitaria seguida en la preparación al sacerdocio, representa una condición irrenunciable para quien está llamado a hacerse epifanía y transparencia del buen Pastor.que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo este aspecto la formación espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión pastoral o caritativa intrínseca , y puede servirse útilmente de una justa
—profunda y tierna, a la vez— devoción al Corazón
147 Propositio 23.

de Cristo, como han indicado los raurc
do: « Formar a los futuros sacerdotes en la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida »148
Por tanto el sacerdote es el hombre de la caridad, y está llamado a educar a los demás en la imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jii 15, 12). Pero esto exige que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seña formación de la caridad, en particular del amor preferencia1 por los « pobres », en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y al amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por amor, encuentra su lugar en la formación espiritual del futuro sacerdote la educación de la obediencia, del celibato y de la pobreza •149 En este sentido invitaba el Concilio:
« Entiendan cOn toda claridad los alumnoS que su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueSeles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte

148 Ibid.
149 Cf. Ibid.

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que se flablttien a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen y a asemejarse a Cristo crucificado ».
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y por tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que determina todas las relaciones humanas y lleva a experjmen.. tar y manifestar un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno ».‘‘
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas características de las cuales ellos, « renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al Señor con un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Le 20, 36) y tienen a mano una ayuda importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal » 152 En este sentido el celibato
‘° Decreto sobre la formación sacerdot Optatam bIjas, 9.
S.
CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio fundamenta1 institUtionis sacerdí3taljç (6 enero 1970), 1. c., 34.
152 CONC. ECUM. VAT. II, Decreto sobre la formación sacerdot Opatatam totius, 10.
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sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma jurídica, ni como una condición totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don que « no todos entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Espfritu lleva consigo también la gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal deberá asegurarse la conciencia del « don precioso de Dios », “ que llevará a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos cristianos a vivir en plenitud el « gran sacramento » del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia
153 Ibid.

137

aai como su tidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los esposos.t54
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la castidad en el celibato: « Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y ofrezcan ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de máxima importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario,, o sea, en su programa de formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positíva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodísciplina, como también en la aceptación de la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello los seminaristas
t54 Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo (8 abril 1979): Insegnarnenti IIjl (1979), 841-862.

deben conocer bien la doctrina del Concilio V att- cano II, la encíclica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la formación del celibato sacerdotal, publicada por la Congregación para la Educación Católica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la amistad, comprensión y colaboración »
Formación intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter especifico, se relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en efecto, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión.”6
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su justificación específica en la naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva
‘“ Propositio 24.
CONC. EcuM. VAT. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 15.

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¡ evangelización a la que el Señor llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. « Si todo cristiano
—afirman los Padres sinodales— debe estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho más los candidatos al sacerdocio y los presbíteros deben cuidar diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación y en la actividad pastoral, dado que, para la salvación de los hermanos y hermanas, deben buscar un conocimiento más profundo de los misterios divinos ».‘ Además, la situación actual, marcada gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad de la razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los problemas y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y tecnológicos, exige un excelente nivel de formación intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en ese contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las legítimas exigencias de la razón humana. Afiádase además, que el actual fenómeno del pluralismo, acentuado más que nunca en el ámbito no sólo de la sociedad humana sino también de la misma comunidad eclesial, requiere una aptitud especial para el discernimiento crítico:
es un motivo ulterior que demuestra la necesidad de una formación intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia « pastoral » de la formación in157 Propositio 26.

telectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extr’inseco y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a través del estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad múltiple y unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio 158 y propuesta nuevamente por el Instrumentum labons del Sínodo con las siguientes palabras: « Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la formación intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocionística y llegar a aquella inteligencia del corazón que sabe “ver” primero y es capaz después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos ».159
52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio de la filosofra, que lleva a un conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no sólo por la relación que existe entre los argumen158 Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totias, 16.
159 La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales « Instrumentum laboris », 39.

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Jueves, 05 Mayo 2022 10:52

retiro JESUCRISTO

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JESUCRISTO: ¿POR QUÉ AMAR  A JESUCRISTO?

(Es de un autor, pero ya no recuerdo la fuente)

 

       Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad; lo que corresponde, en parte, a la distinción más común entre el amor «eros» y «apagé», entre amor de búsqueda y amor de donación.

       El amor de concupiscencia, dice S. Tomás, es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), esto es, cuando se ama alguna cosa, entendiendo por «cosa» no solo un bien material o espiritual, sino también una persona, cuando ésta es reducida a cosa e instrumentalizada como objeto de posesión y disfrute.

       El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (Aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona (S. Th. I-II, 27,1).

       La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta primera que debemos hacernos sobre la persona de Jesús, sobre su divinidad, es ésta ¿Crees? La pregunta segunda que debemos hacernos nos la dirige Él personalmente: ¿Me amas?

       Existe un examen de Cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos: El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder al sacerdocio o una Licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida  eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: ¿Crees? ¿Me amas? ¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?

       San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguien no ama al Señor, sea anatema, sea condenado” (1Cor 16, 22) y el Señor del que habla es el Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: Contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de Cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra  aquellos que no aman a Jesucristo.

Esta tarde queremos preguntarnos y responder, con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre viene en nuestra ayuda, si le invocamos como lo hacemos ahora en silencio y personalmente, mientras meditamos y nos preguntamos dentro de nosotros: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?

 

 

I.  ¿POR QUÉ AMAR A JESUCRISTO?

 

1.1 Porque Él es Dios y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos las puertas de la amistad eterna con nuestro Dios Trino y Uno.

 

1.2 El segundo motivo para amar a Jesucristo y el más sencillo, es que Él mismo nos lo pide. En la última aparición del resucitado, recordada y descrita en el evangelio de san Juan, en un determinado momento, Jesús redirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21. 16).

Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma  más elevada del amor, la del agape o la de caridad, y en una el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien.

       «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor» (Sentencia 57); y así vemos que ocurrió también a los Apóstoles: al final de su  vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados de amor. Y sólo de amor; no fueron examinados de conocimientos bíblicos, de sacrificios, de liturgia, de sagrada Biblia.

       Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio tampoco ésta “¿me amas?” va dirigida tan sólo al que la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De lo contrario, el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene las palabras “que no pasarán” (Mt 24, 35), las palabras  de Salvación dirigidas a todos los hombres de todas las épocas.

       Por eso, quien conoce a Jesucristo y escucha estas palabras de Cristo dirigidas a Pedro, sabe que van dirigidas a todos los creyentes , que nos sentimos interpelados por ellas lo  mismo que Pedro ¿Me amas?

Y a esta pregunta hay que responder personal e individualmente, porque de pronto nos aísla de todos, nos pone en una situación única y se dirige a cada uno. No se puede responder por medio de otras personas o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto.

Fijaos bien, queridos hermanos, que hasta ese momento la escena se presenta muy animada y concurrida: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todos desaparecen de la escena, se quedan sólo los dos: Cristo y Pedro.

Desaparece todo: la charla, el pescado; la barca queda fuera de escena. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: ¿Me amas?

Es una pregunta a la que ningún otro puede responder por él y a la que él no puede responde en nombre de todos como hizo en otras ocasiones del evangelio, sino que debe hacerlo en nombre personal y propio, responder de sí mismo y por sí mismo.

Y, en efecto, se nota como Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las dos primeras respuestas, inmediatas, pero rutinarias y superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todos el saber de su pasado peronal, e incuso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21, 17)

Por tanto, la primera razón que yo pondría para responder a la primera pregunta que nos hacemos, de por qué debemos amar a Jesús, es: Porque Él mismo nos lo pide.

Ahora bien, quizás antes de responder debemos pensar quién nos lo pide. Me lo pide Jesús que lo tiene todo, porque es Dios, que no tiene necesidad de mi, qué le puedo yo dar que Él no tenga, es Dios. Entonces por qué me lo pide: porque lo tiene todo, menos mi fe y confianza en Él, menos mi amor, si yo no se lo doy. Luego me lo pide por amor, para amarme más, para poder entregarse más a mí, me lo pide, porque quiere vivir en amistad conmigo y empezar ya una amistad eterna, que no acabará nunca.

 

1.3. Una tercera razón o motivo para amar a Jesús sería: Porque “Él nos amó primero”.

En esto ponía san Juan la esencia de Dios: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y entregó a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.

Esto era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). “El amor de Cristo, decía también, nos apremia –charitas Dei urget nos--, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con Él (2Cor 5,14).

El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia-urget nos”, o como se puede traducir también, “nos empuja por todas parte”, “nos urge dentro”.

Se trata de esa ley bien conocida por ser innata, por la que el amor «a ningún amado amar perdona» (Dante ), es decir, no permite no corresponder con amor a quien es amado.

¿Cómo no amar a quien nos amó primero y tanto? «Sic nos amantem, quis non redamaret» (Adeste fideles) cantamos en la Navidad. El amor no se paga más que con amor. Otra moneda, otro precio no es el adecuado. ¿Por qué hemos de ser tan duros con Jesús? Si Él nos amó primero y totalmente, cómo no corresponderle?

¡Qué misterio tan inabarcable, tan profundo, tan inexplicable, el misterio del Dios de los católicos, del único Dios, pero digo de los católicos, porque a nosotros, por su Hijo, nos ha sido revelado en mayor plenitud que a los judíos o mahometanos, porque todas las religiones tiene rastro de Dios.

Nuestro Dios nos pide amor en libertad, desde la libertad, no por obligación. Esto es lo grande. Se rebaja a pedir el amor de su criatura pero no la obliga. Y esa criatura responde: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman», como nos enseñó el ángel en Fátima, en nombre de la Virgen.

 

 

1.4. Debemos amar a Cristo porque el cristianismo esencialmente es una Persona, Jesucristo, antes que verdades y mensaje y celebraciones.

 

       La religión cristiana esencial y primariamente es una persona, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, antes que conocimientos y cosas sobre Él. Cristiano quiere decir que cree y acepta y ama a Jesucristo. El cristianismo es tener una relación y amistad personal con Él, tratar de amar como Cristo, pensar y amar como Él. Y en toda relación la amistad debe ser mutua. La amistad existe no cuando uno ama, sino cuando los dos aman y se aman. Entonces, si partimos de la base que ya hemos establecido, de que Él nos ama y nos ama primero, es lógico que nosotros respondamos con amor, si queremos ser cristianos, es decir, amigos de Jesús.

       Por otra parte, un cristianismo sin amistad con Cristo, es el mayor absurdo que pueda darse. Porque a nadie se le obliga a ser cristiano. Es libre. La libertad viene de la voluntad de optar y comprometerse por Cristo, todo lo cual nos está hablando de amor y correspondencia de amistad..

Sólo quien ama a Cristo puede ser cristiano auténtico y coherente. Si tú quieres serlo, has de amarlo. Lo absurdo del cristianismo es que muchos se consideran cristianos, sin conocer y amar personalmente a Cristo. Es un cristianismo sin Cristo. Un cristianismo de verdades y sacramentos, pero sin personas divinas, sin Cristo, sin relación y amistad personal con Él, no es cristianismo, no es religión que nos religa y une a Él personalmente, es un absurdo, es puro subjetivismo humano, inventad por el hombre.

 

1. 5 Debemos amar a Cristo porque merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor, es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra?

Por eso, a quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

(Poner aquí lo de la primera comunión)

 

1.6 Debemos amar a Jesucristo para conocerlo y gozarnos con su amor en plenitud. A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que no hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos. Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos , sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos” (Mt 25, 11).

 

1.8 Debemos amar a Jesucristo porque Él es el único Salvador de los hombres.

 

 

1.9 Debemos amar a Jesucristo porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24).

       Esto quiere decir que no se puede ser cristiano enserio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimientos de su voluntad por amor; nada le parece imposible al que ama.

 

 

4. Debemos amar a Cristo porque Él se quedó para eso en el Sagrario en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

 

II QUÉ SIGNIFICA AMAR A JESUCRISTO

 

Esta pregunta ¿qué significa amar a Jesucristo? Puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a Cristo.

En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos ha da el mismo Jesús en el evangelio. No consiste en decir “Señor, Señor sino en hacer la voluntad del Padre y en  guardar su palabra” (Mt 7, 21). Cuando se trata de personas «querer» significa buscar el bien del amado, dearle y procurarle cosas buenas.

Pero ¿qué bien podemos darle a Jesús resucitado, Dios infinito, que Él no tenga? Querer en el caso de Cristo significa algo diferente. El «bien de Jesús» más aún su “alimento” es la voluntad de su Padre. Por eso, amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con El la voluntad del Padre. Hacerla cada día más plenamente, cada vez con más alegría: “Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y en otro pasaje evangélico más amplio nos dice: “Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”.

Para Jesucristo todas las cualidades más bellas del amor se compendian en este acto que es hacer la voluntad del Padre, cumplir sus mandamientos. Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como la hecho Él, que no nos ha amado sólo por propia iniciativa sino porque ese es el proyecto del Padre, para eso nos ha soñado y creado el Padre por amor cuando nuestros padre más nos quisieron, y para eso existimos; y todo esto, no sólo de palabras o sueños, sino con obras, con hechos. Y ¡qué hechos, Dios mío! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

¿Qué significa amar a Jesucristo? Para nosotros, amar a Jesucristo, Hijo de Dios, significa también no sólo amarle como hombre, sino como Dios, sin diferencia cualitativa. Es más, esta es la forma que el amor a Dios ha asumido después de la Encarnación. El amor a Cristo es el amor a Dios mismo. Por eso Jesús ha dicho: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” . Como se ve es amor al Dios Trinitario: “Quien me odia a mí, odia también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios.

He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del >Padre. Cristo es Dios como el Padre. No debe ser amado en un sentido secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios Padre. En una palabra, el ideal más alto para  un cristiano es el de amar a Jesucristo.

Pero Jesús también es hombre. Es nuestro prójimo: “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Por eso, debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo.

«¡Para esto me he hecho hombre visible! –hace decir san Buenaventura al Verbo de Dios-, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti, mientras estaba en mi divinidad. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú también a mí» (Vitis mystica, 24).

Por eso, lo que yo he pretendido decir es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel inferior o en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre. Cosa que santa Teresa sintió la necesidad de expresar, reaccionando contra la tendencia presente en su tiempo y en determinados ambientes espirituales, donde amar la humanidad de Jesucristo se consideraba más imperfecto que amar su divinidad. Según la santa no hay estado espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la divinidad o en la esencia divina. La santa explica cómo una mala interpretación de la contemplación la había alejado durante algún tiempo de la humanidad del Salvador y cómo, en cambio, el progreso en la contemplación la había vuelto a conducir a ella definitivamente (Vida, 22,1ss).

 

 

III ¿CÓMO CULTIVAR EL AMOR » JESUCRISTO?

 

Soy consciente de que todo lo que he dicho respondiendo a la pregunta, qué significa amar a Jesucristo, es nada en comparación con lo que se podría haber dicho y que sólo los santos pueden decir en plenitud sobre este tema. Un himno de la Liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús, dice: «Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer, lo que es amar a Jesús» (Himno Iesu dulcis memoria).

Lo nuestro no es sino recoger las migajas que caen de la palabra y escritos del evangelio y de los santos, que son lo que  atesoran gran experiencia de amor a Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia de Cristo, de Dios, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesús. Por ejemplo, a Pablo: “para mi la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo, y éste crucificado... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, “deseo liberarse del cuerpo para estar con Cristo” (Fil 1,23); o san Ignacio de Antioquia, que de camino hacia el martirio, escribía: «Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar cn él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí» (los Romanos 2,1; 5,1; 6,1).

Pero se puede amar a Jesucristo ahora que el Verbo de la Vida no está visible para nosotros, no le podemos ver, tocar ni contemplar con nuestros ojos de carne?

San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su Ascensión, a los sacramentos de la Iglesia» (Discurso 2 sobre la Ascensión). A través de la Eucaristía, que es memorial, no puro recuerdo, sino misterio que hace presente a Cristo total, desde que nace hasta que sube a la derecha del Padre; en la Eucaristía no encontramos con el mismo Cristo de Palestina, pero ya glorificado y se alimenta el amor a Cristo porque en ella, por la sagrada comunión, se realiza inefablemente la unión con Él. Él es una persona viva, viva y existente, no difunta.

Hay infinitos modos y caminos para amar a Jesús. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Puede ser su Palabra leída, meditada, interiorizada. Puede ser el diálogo con el amigo, entre dos personas que se aman. Puede ser sobre todo la Liturgia, la Eucaristía, el oficio de Lectura.. En todo caso siempre es necesaria la Unción del Espíritu Santo, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a Él-

Yo voy a habar de uno que considero esencial. La oración personal, sobre todo eucarística, que según santa Teresa «oración mental... no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». (Ver mis temas).

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier forma de seguimiento, es hacer de Él es gran ideal de su vida, el héroe del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de Él a todos los demás. No hay vocación más bella que esta. Marca a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. Un sello indeleble de sangre.

 

 

JESUCRISTO

(Para iniciar una charla sobre Jesucristo. Está copiado e Mons. Egea. Pero ya no recuerdo el libro)

 

No es fácil hablar de Jesucristo. Porque Jesucristo rompe todos nuestros esquemas mentales, no es una persona que se estudie,

 

y oído, si quiere que su doctrina sea aceptada. El apóstol no es un profesional que transmite lo aprendido, sino un testigo, un enamorado que dice fielmente cuanto ha presenciado.

       Para hablar de Jesucristo es necesario haberle visto y haber vivido con él; haber asimilado su humildad, su bondad, a fin de que los hombres, que lo ignoran, lo reconozcan a través de su parecido con él.

       Estos días de ejercicios espirituales, no son para leer libros, ni para adquirir ideas nuevas, sino para encontramos con Jesucristo y para profundizar nuestra intimidad con él. Hay que consagrarle todo nuestro tiempo, ofrendarle todo nuestro amor, derrochar a sus pies todo el tesoro del precioso ungüento de nuestra vida, como hizo la pecadora perdonada (Lc 7, 37.38) y María la hermana de Lázaro y de Marta (Jn 12, 3), porque a los pobres los tenemos cada día con nosotros, y Jesús quiere ser amado especial y personalmente por cada uno de sus discípulos, además de recibir el amor que debemos otorgarle en el prójimo y en los pobres. Por eso, al igual que a Pedro, antes de confiarnos el cuidado de los hermanos, nos somete a prueba y nos pregunta: ¿me amas?

       Es necesario tener un encuentro personal con él, en el que nos sintamos llamados por nuestro nombre, y sólo de ese modo podremos comunicar algo vital, la buena nueva. Para que nuestro mensaje sea creíble, hemos de anunciar lo que hemos visto.

       En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto; si expone solamente cuanto sabe de oídas, no sirve su testimonio. Ananías le dice a Saulo: “Has de ser testigo ante los hombres de lo que has visto” (Hech 22, 15). Es lo mismo que le ratifica el Señor: “Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto, como de las que te manifestaré” (Hech 26, 16).

       ¡Qué fascinación tan profunda se siente al leer el prólogo de la primera carta de san Juan!: “Lo que hemos visto con nuestros ojos..., lo que contemplamos..., y nosotros hemos visto y testificamos...”. Al oír semejantes palabras se produce en nosotros un deseo profundo. Soñamos con la posibilidad de encontrar físicamente a Jesús, de verle, de tocarle, de escucharle. ¿Es posible, hoy, para nosotros, repetir la experiencia que tuvieron los primeros testigos? Nosotros no podemos ver y tocar como ellos hicieron, pero mediante su testimonio podemos alcanzar la comunión con el Padre y con el Hijo. Dice san Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 3).

       Los primeros testigos descubrieron el misterio dentro de la historia humana de Jesús. San Juan escribe que ellos vieron y tocaron la misma vida eterna: “Lo que hemos visto y tocado acerca de la Palabra de la vida»; descubrieron otra realidad que estaba escondida, que no se podía ver, ni tocar, pero que se les manifestó, a través de aquellas experiencias sensibles, que aquel hombre «era la Palabra que estaba en Dios” (Jn 1, 1) y “que se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros y hemos visto su gloria como del Unigénito del Padre” (Jn 1, 14).

       Juan y los primeros discípulos nos anuncian lo que han visto para que vivamos en comunión con ellos. Así se transmite el hecho cristiano. Los testigos inmediatos lo comunican a los de la segunda generación y después ellos a nosotros. A los de la segunda generación les dice que también ellos han conocido al que es desde el principio: 1 Jn 2, 13; 3, 11).

       Para Juan los que reciben el mensaje cristiano, participan de la experiencia de los discípulos inmediatos, aunque no estuvieron presentes en los hechos. A nosotros se nos permite volver a vivir aquellas primeras experiencias, las que recibieron, hace casi dos mil años, los primeros seguidores de Jesús.

       Al igual que Pedro y Juan que vieron a Jesús y convivieron con él, los cristianos comprometidos, los santos de nuestros días, son hombres que están en contacto directo con Jesucristo y son tan contemplativos como pudieran serlo sus apóstoles de hace veinte siglos.

       En estos ejercicios espirituales hay que lograr ser almas de oración, almas contemplativas; debemos dedicar mucho tiempo a la conversación personal, al diálogo íntimo con el Señor. No estamos aquí para aprender teología, sino para vivir una experiencia de gracia, una experiencia de Dios.

       El cristiano de nuestros días ya no se entusiasma con hacer una renovación y modernización en las estructuras de la Iglesia, como algunos soñaron después del Vaticano II, sino que busca a Dios, tiene hambre de Dios. Y nosotros, aunque dispongamos de todos los medios modernos, si carecemos de la experiencia directa y personal de Dios, no seremos verdaderos evangelizadores. Si no tenemos a Dios, no podremos darlo a los demás.

       En un congreso internacional de laicos en Roma, pudimos escuchar testimonios impresionantes. Un hindú nos habló de los misioneros que les envía occidente: «He oído hablar mucho en estos últimos años sobre la liturgia alemana, del catecismo holandés, sobre nuevos caminos teológicos, sobre esto o aquello. Pero, no he oído nada sobre Jesucristo, sobre la oración y la contemplación. ¿Por qué nos enviáis misioneros interesados en tantas cosas, pero que no nos muestran el rostro de Cristo?».

       Aquel hindú nos enseñaba lo que ahora nos pide el papa Juan Pablo II: que nuestra misión evangelizadora no sea solamente un programa de bienestar social o económico. Nuestro anuncio evangélico es la persona de Jesús: «El reino de Dios no es un concepto, o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible».

       Para que nuestra predicación sea eficaz, hemos de hablar desde nuestra propia experiencia religiosa mostrando a los hombres el camino que nosotros hemos recorrido, sin limitarnos a enseñar lo que hemos aprendido en los libros.

       San Juan describe en su evangelio (12, 20-28) una escena singular que se actualiza frecuentemente en nuestros días. Unos griegos se dirigen a Felipe, el de Betsaida, y le ruegan: “Queremos ver a Jesús”. Es lo que quieren los hombres de hoy: que les revelemos con mayor claridad el rostro de Cristo.

       Ante el proceso de secularización que se nos ha echado encima, hay muchos que creen que los hombres rechazan a Dios. Sin embargo, este aparente abandono de Dios está purificando su imagen. Dios deja de ser la solución mágica para todos los problemas y va mostrando su verdadero rostro. Un Dios que interpela, que exige y, a veces, hasta deja al hombre en aparente abandono, sin respuesta. Un Dios que libera, que fascina y asombra. El materialismo no ha podido sofocar estos interrogantes profundos del hombre que siente ansias de trascendencia.

       Pero es igualmente cierto que nuestra fe encuentra hoy más dificultades que nunca. Se halla sacudida y a la intemperie de todos los vientos, y ya no es una fuerza como la que animaba a los primeros cristianos, comprometidos por completo, a nivel individual y comunitario; sino que es más bien, así dice Charles Moeller, «como una frágil luz, en la noche, a la que hay que cuidar y proteger de toda amenaza, para que siga alumbrando».

       Es una crisis de crecimiento que puede ser dramática, si quien la experimenta no la conoce. Es preciso proyectar luz sobre ella para que deje de presentarse como un fantasma atemorizante. No hay que tener miedo; nos hace fuertes la resurrección de Jesucristo, que madura en la Iglesia, como una primavera en la muerte aparente del invierno.

       Nuestras vidas, tan poco cristianas en general, han velado, mejor que revelado el rostro de Dios. Las teologías de la muerte de Dios son, muchas veces, una reacción contra el Dios que nos hemos formado. Ellas nos hacen pensar en los primeros cristianos a quienes se acusaba de ateos por no adorar a los dioses paganos, cuando ellos decían con san Justino: «Nosotros somos ateos de esos dioses».

       Se ha abusado del nombre de Dios y, en lugar de proclamar su bondad-santidad, se ha presentado su caricatura, engendrando el ateísmo, como ha reconocido claramente el concilio: «En esta génesis del ateísmo, pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».

       Hemos de estar muy atentos para comprender lo que está sucediendo en este tiempo nuestro de cambios vertiginosos. El acontecer del mundo se halla bajo el signo del tiempo venidero. Es una transformación formidable la que estamos viviendo, y hay que estar en el mundo, sin ser del mundo (Jn 17, 14-16). Alternar como si no se alternase (1 Cor 7, 29.31). Esto, no interpretado en sentido pesimista, ni como la actitud estoica de la apatía, sino porque el tiempo pasa. “No os acomodéis al mundo presente sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2).

       Muchas cosas se renuevan y lo que satisfacía a los hombres de antes, hoy suena a falso. Muchos se apartan de la Iglesia, porque no encuentran solución a sus problemas, sobre todo materiales: enfermedades, muertes, fracasos... no iban buscando a Dios sino a sus intereses en Dios, que Dios les sirva… que Dios se ponga a su servicio.

       Por una parte, hay una exigencia nueva y urgente de conformar la fe con la palabra de Dios, según el evangelio; de que exista verdadero compromiso con las realidades terrestres, evadidos como estamos, a veces, en una niebla ilusoria.

       Y, por otra, se critica y se pone en tela de juicio la misma fe; vivimos un momento de confusión aunque no de desesperanza.

       En estos días de retiro, nos damos cuenta de que el gran enemigo de Dios es nuestro propio yo con sus afecciones desordenadas. San Ignacio insiste en que «los ejercicios espirituales son para vencerse el hombre a sí mismo, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea».

 

       Vivir íntegramente el evangelio

 

       Hemos de vivir íntegramente el evangelio. Hay una peligrosa tendencia a mutilarlo, reteniendo sólo determinados aspectos del mismo. «No cedáis a la tentación, frecuente en nuestros días, de elegir, entre las páginas del evangelio, las que corresponden a vuestras preocupaciones o a las exigencias de vuestra acción. Debemos volver constantemente a todo el evangelio, precisamente cuando más o menos conscientemente hay tendencia a pasar por alto las páginas que nos molestan. El mensaje de Jesús no consiente ser reducido a detalles. Las palabras del evangelio no se nos han entregado para ilustrar nuestras acciones personales, sino para cambiarnos el corazón».

       Existe hoy una gran sensibilidad para la vertiente de la caridad, del amor al prójimo. Se habla mucho de opción por los pobres, pero se olvida que el evangelio, además de orientar hacia el prójimo, es también, en primer lugar, un llamamiento a la vida de unión con Dios: a la oración y a la adoración. Por eso, no hay que olvidar que el hombre se realiza más plenamente en todas sus dimensiones, si no renuncia a esta de la adoración, oración e intimidad con Dios. Jesucristo se ha dado totalmente a los hombres, de tal manera que se ha podido decir de él que es un «ser para los demás». Pero primordialmente estuvo siempre abierto al Padre y desde aquí, a los demás. Primer mandamiento.

       Al subrayar sólo un aspecto, se nos da un evangelio incompleto. De los dos mandamientos básicos, se recuerda el segundo y se olvida el primero. Es falsa esta pretendida fidelidad al evangelio, dado que el evangelio consiste fundamentalmente en los dos que forman un único precepto. Y para cumplir el primero, la oración personal, el encuentro de amor con Él todos los días es lo principal. Y desde aquí, como hacía el Hijo, ha de salir y fundamentarse toda la vida y actividad. Nada podrá sustituir a la oración profunda y personal, a la unión con Dios; descuidarla, es un grave peligro para el hombre, para la Iglesia. Sólo la superficialidad y la ligereza de algunos ha contribuido a crear, a veces, un clima en el que fuera posible imaginar una vida auténticamente cristiana sin la oración.

       La postura correcta se da cuando el creyente es fiel a Dios y al hombre, al evangelio y a la historia. De lo contrario, se mutila el mensaje evangélico. No es auténtico. Se puede profundizar cada aspecto, hasta descubrir el otro. Es más, uno de los dos extremos, bien vivido, nos debe conducir indefectiblemente al otro.

 

“Queremos ver a Jesús”.

(López Melús)

 

       Lo que aquellos griegos dijeron a Felipe, lo gritan hoy los hombres frente a la Iglesia. Quieren que la Iglesia, que nosotros, los cristianos, seamos el signo de la presencia de Jesús.

       ¿En nuestra vida, en nuestras costumbres, en nuestros gestos transparentamos a Cristo? Es lo único que desean ver y encontrar los que nos abordan y se acercan a nosotros.

       El grito “queremos ver a Jesús” brota del corazón de los hombres en cada rincón de la tierra. Los hombres esperan que les anunciemos un Dios presente en nuestras vidas. Pero eso solamente lo podemos realizar a partir de nuestra propia experiencia de encuentro con Cristo. Es lo que pide Pablo VI: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible».

       El grito de “queremos ver a Jesús” se va apagando donde los hombres no encuentran transparencia de una vida coherente con el evangelio. Necesitan el contacto de quienes viven del encuentro: “hemos encontrado a Jesús de Nazaret” (Jn 1, 45) y de la visión de Jesucristo: “hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Como acaba de escribir Juan Pablo II: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Heb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)». El mismo Papa afirma que los seguidores de Jesús están llamados a «transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima»”.

       Lo que escribió san Agustín: «Dios ha creado el hombre para él y por eso está inquieto nuestro corazón hasta que no descanse en él», se subraya en la doctrina actual de la Iglesia: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

       Como la tierra reseca ansía la lluvia para hacerse fecunda, “así, Dios mío, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63, 2). El Padre de los cielos ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encontrarle: “Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 3).

       Hace falta encontrarnos con Jesucristo, adquirir una vivencia de fe. La fe provoca un vuelco a la existencia. Antes, todo giraba en torno a uno mismo; ahora con el nacimiento de la fe, todo comienza a girar en torno a Jesucristo, que se ha adueñado de nuestra persona y de nuestra vida.

       Al hablar de la fe, una cosa es creer que Jesús es el Hijo de Dios y otra es creer en él. “No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). Creer en él significa tener confianza y sobre esa confianza construir nuestra propia vida. Esa confianza total en Cristo debe ocupar el puesto de toda seguridad humana. Siempre hay que ir dando pasos en esa fe en Cristo Jesús. Nunca se acaba de progresar en ella. Confiar cada vez más, abandonarse en él hasta hacer de nuestra fe en Jesús la razón de nuestra vida, como escribe san Pablo de sí mismo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). La fe especialmente en el evangelio de san Juan, se concentra en la persona de Jesucristo y se revela en toda su plenitud. Creer es escucharle, escuchar su voz y sus palabras (5, 24; 6, 45; 10, 27); ser su discípulo (8, 31), permanecer en él, en su palabra o en su amor (6, 56; 15, 7.9).

       La fe no es un simple acto, es ante todo una actitud. El signo de que ha surgido la fe es que todo no sigue igual, sino que todo va cambiando: la vida va configurándose según el evangelio. El hombre nuevo estrena una vida nueva, más generosa, más desinteresada, más humana, más fraternal. Jesús, en el evangelio, siempre hace al oyente la misma interpelación: «Sígueme».

       El mensaje de Jesucristo es un camino; es una vida. Ante las exigencias de la fe se impone la fidelidad, que se traduce en la vida. La fe incide en la totalidad de la persona. Por eso, para el creyente, la pregunta fundamental será la que los judíos hicieron a los apóstoles el primer día de pentecostés, después de haber oído, con el corazón compungido, la predicación de Pedro: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hech 2, 37). Es la pregunta por la acción. A esta pregunta fundamental Pedro contestó: “Convertíos” (2, 38); es decir: cambiad de vida, sed distintos, sed nuevos (Mc 1, 15). El creyente lo es en la medida en que va captando el aire, el espíritu, el estilo de Jesús, y lo lleva a su vida para que ésta sea imagen, eco, reflejo, transparencia de Jesús. Creer en Jesús es ir trasladando a nuestra vida los rasgos que configuraban la suya.

       Lo más valioso que tenemos los cristianos es nuestra fe en Cristo. Este es nuestro gran tesoro. Por eso, esta es nuestra misión cada día: Agradecer nuestra fe, celebrar nuestra fe, disfrutar nuestra fe, alimentar nuestra fe y, sobre todo, vivir nuestra fe. Viviéndola, podemos contagiarla a los demás.

       Siempre impresionan mucho los testimonios de los que no tienen fe y desearían tener ese don. Un moderno escritor argüía agudamente: «Si yo tuviera fe, si pudiera creer que Dios existe, sería perpetuamente feliz. No podría interesarme ya en otra cosa que no fuese Dios. Me sentiría rodeado de ternura y protección. Si tuviera fe en Dios, si mi vida no fuese más que la demora de su encuentro con él, aunque esta vida fuese dolorosa, sería suave como la larga espera de la mujer amada, de cuya llegada se está absolutamente seguro. Si tuviera fe, nada me importaría. Si tuviera fe me parece que yo sería naturalmente bueno con todo el mundo»... Una fe auténtica y viva debería transformar nuestra vida y obligarnos a hacer una nueva jerarquía de valores.

Los cristianos eso es lo que necesitamos: ir creciendo en el conocimiento del Señor (2 Pe 3, 18). Esta es la tarea de nuestra vida (Jn 17, 3).

       Es aleccionador comprobar cómo, en el nuevo testamento, los grupos cristianos son invitados constantemente a animarse mutuamente por medio de la palabra y las buenas obras, en la fe y en el amor a Jesús. Los textos son muy numerosos; recordemos dos de la Carta a los hebreos (3, 13; 10, 25). Naturalmente, nuestras palabras tienen que ser auténticas, expresión fiel de lo que sentimos por dentro. San Pablo decía: “Creemos y por eso hablamos” (2 Cor 4, 13).

       Leyendo a san Pablo uno siente nostalgia por aquellas reuniones que celebraban los primeros cristianos, tan animadas, tan espontáneas, tan exultantes, tan llenas de vida, en las que unos a otros se animaban en la fe en Jesús por medio de la palabra.

 

       El cristiano, carta de Cristo

 

       El santo, al imitar a Jesucristo, no se convierte en una copia auténtica. Sigue siendo enteramente hombre con su originalidad, novedad, con su capacidad y sus debilidades, pero Dios aparece en él con fuertes destellos.

       No hay un molde en el evangelio por el que el Maestro trate de uniformar a todos. Cristo acepta a cada uno tal como es, y lo hace rendir precisamente con su temperamento, cualidades y hasta con sus defectos. Misteriosamente sigue siendo válida la frase de san Pablo a los colosenses: “Suplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo en su cuerpo que es la Iglesia” (1, 24).

       La santidad de Jesucristo es multiforme, y la participan caracteres tan diversos como Pedro y Juan, Felipe y Santiago, Pablo y... La gracia no destruye la naturaleza. Ninguna de sus tendencias naturales ha sido sacrificada; en lugar de neutralizarlas, son orientadas a su centro, Cristo. La santidad no es destrucción, sino plenitud y perfección.

       San Pablo, escribiendo a los corintios les dice: “Vosotros sois la carta de Cristo” (2 Cor 3, 3). En nuestro diario vivir, jornada tras jornada, vamos escribiendo esta carta; y los demás, contemplando nuestras obras, la pueden ir leyendo.

       Esta es la gran gloria y la gran responsabilidad de los creyentes: ser para los demás carta de Cristo; podemos y debemos serlo para todos. Viéndonos, tienen que captar el aire, el espíritu, el estilo de Cristo. Al encontrarse con nosotros, han de poder percibir, a través de nuestras obras y palabras, un eco de cómo era y de cómo vivía Jesús.

       Viviendo el evangelio visibilizamos a Jesucristo, lo hacemos creíble y atractivo para los demás; así todos pueden vislumbrar e intuir en nuestra manera de actuar, de vivir, de reaccionar, el estilo de Jesús, ese espíritu que animó e inspiró su vida. Sería una suerte para ellos encontrarse con nosotros, si nuestra vida fuera una viva, clara y radiante transparencia de la del Maestro.

       Pablo en la misma Carta a los corintios, les dice que deben ser el perfume de Cristo (2, 15) y como un maravilloso espejo en el que se refleje la gloria del Señor (3, 18). Este es el verdadero seguimiento y equivale a “revestirse del Señor” (Rom 13, 14), que es una manera fuerte de indicar que en el seguimiento hemos de actualizar a Jesús hasta poder decir: “Mi vida produce a Cristo Jesús”, que parece ser la mejor traducción de Flp 1, 21. Ya en el camino de Damasco se reveló como presente y viviente en los cristianos (Hech 9, 25). Continuamente y de muchas manera describe su fusión vital con él: convivir con Cristo y conmorir con él (Rom 6, 8; 2 Tim 2, 11); estar concrucificados y consepultados con el Señor (Rom 6, 4.8; Col 2, 12); conresucitados y conglorificados con él (Rom 8, 17; Col 2, 18); consentarse y conreinar con Cristo (1 Cor 4, 8; Ef 2, 6). Somos coherederos (Ef 3, 6) todos los que el Padre predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29).

       El cristiano, al seguir a Jesucristo de la manera más perfecta, reproduce su vida, de modo que lo hace creíble y visible  (Col 1, 24).

       Como consecuencia del seguimiento del Señor y de su unión personal con él, sus discípulos no pretenden tener morada fija (Mt 8, 20; Lc 9, 58), ya que deben estar siempre a disposición de los demás para gastarse y desgastarse por todos (2 Cor 12, 15). Esta disponibilidad hay que entenderla, no sólo respecto de las cosas exteriores y materiales, sino sobre todo del propio tiempo, de las cualidades personales y de los dones que cada uno posee.

       Nuestra personalidad no estará en nuestros talentos o circunstancias, sino en que Jesucristo, a través de nosotros, ame al Padre y a los hermanos. Por eso, al orar, es como si prestásemos a Jesucristo nuestros labios y nuestro corazón, para que él pueda continuar su plegaria aquí en la tierra, ya que “se ha hecho nuestra sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1, 30).

       Dios nos ha elegido para ser en su presencia santos e inmaculados (Ef 1, 4.5), semejantes a su imagen (Rom 8, 29); entonces tendrá igualmente sus complacencias en nosotros (Mc 1, 11). El camino nos lo marca san Pablo como a su discípulo: “Que nuestro progreso sea a todos patente” (1 Tim 4, 15), hasta “presentar los rasgos de Cristo, pintados en el lienzo de nuestra vida” (Gál 3, 1).

       Mientras haya hombres en el mundo, el recuerdo de Jesús de Nazaret será punzante, luminoso y liberador, seguirá acompañándoles, acosándoles, inquietándoles. Jesús de Nazaret no es un personaje del pasado, sino que es de ayer, de hoy y de mañana (Heb 13, 8). Por eso, Jesucristo nunca se ha marchado, porque está en medio de nosotros hasta la consumación de la historia. El lo prometió: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

       Después de 20 siglos, el cristianismo no vive de la nostalgia del pasado, sino que anuncia, celebra y vive una presencia. Jesús está en medio de nosotros, está en las personas buenas, limpias, justas, bondadosas, religiosas. Está en los santos. Pero también está, y de una forma especial, en el pobre, en el marginado, en el drogadicto, en el preso, en los pecadores... En ellos queremos ver y descubrir a Jesús. A través de todos ellos vemos y nos encontramos al Señor.

 

 

26 CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR

 

       “Mi amado es para mi, y yo soy para mi amado” (Cant 2, 16).

       “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama” (Jn 15, 13).

       “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”(Gál 2, 20).

 

       Al final del libro de los ejercicios espirituales pone san Ignacio de Loyola la contemplación para alcanzar amor, como la co1 ronación de las meditaciones y como el camino para que de nuevo el ejercitante vuelva a su vida diaria. Los hagiógrafos de san Ignacio lo han descrito como el hombre que en cada acción o conversación sentía la presencia de Dios y tenía tal gusto para las cosas espirituales y facilidad para la contemplación, que era «contemplativo en la acción», cosa que el santo expresaría con las palabras: «Hay que encontrar a Dios en todas las cosas».

       A nosotros, también, la dinámica integral de estos días de retiro nos ha conducido a hallar a Dios en todas las cosas, y esta contemplación para alcanzar amor nos ofrece la pedagogía completa para ser contemplativos en la acción y nos introduce en la práctica diaria y sencilla de la misma. Es como un puente tendido que empalma la experiencia de gracia del retiro con la experiencia cotidiana de cada día, y es como una ayuda para adquirir una actitud ante la vida y las cosas, en la que sea posible mantener la vida nueva, según Dios, que se ha gozado en los ejercicios. «Es preciso encontrar a Dios en todas las cosas..., a él en todas amando y a todas en él».

       Para san Ignacio hay un doble movimiento: al encontrarnos con el mundo hay que descubrir en él a Dios y amarlo, y cuando nos encontramos con Dios, hay que amar en él a todo el mundo.

       La contemplación es fuente de conocimiento. Y el conocimiento es principio de amor. Y, a su vez, el amor es nueva fuente de conocimiento. San Gregorio de Nisa, decía que «el conocimiento se convierte en amor», y san Gregorio Magno añadía que «el amor mismo es conocimiento»2. Conocer de verdad a Cristo es amarle y amarle es la mejor manera de conocerle de verdad. Se podría decir, parafraseando a san Ignacio, de «contemplación para alcanzar conocimiento» y de «conocimiento para alcanzar amor» y de «amor para alcanzar nuevo conocimiento».

       No hay que huir del mundo para encontrar a Dios. Hay que ser contemplativos en la acción y toda ansia de Dios ha de compaginarse por una intensa preocupación y amor al mundo: hay que ser activos en la contemplación. Dios emerge en la densidad de las personas, de los acontecimientos, y ahí es donde quiere ser escuchado y amado. El mundo, los hombre y las cosas es la mediación obligada para el encuentro con Dios. No hay que huir del mundo, de los hombres, de la historia, para conseguir la paz del espíritu, el encuentro con Dios, sino que el mundo es el lugar donde Dios nos manifiesta su cercanía amorosa. La historia es el lugar teológico donde emerge el rostro y la voz de Dios. Es la lección que aparece en la vida pública de Jesús: el mundo no fue obstáculo para la contemplación del Padre; es más, fue el lugar de escucha de su voluntad.

       El encuentro con el hermano nos ayuda a ahondar en la amistad con Cristo. Jesús ha dejado su huella en cada persona, aunque para verla haya que soplar en las cenizas. Todo ha sido hecho por él, y en cada cosa ha dejado señales de su presencia, de que nos ama. Todo se va transformando en aroma u olor de Cristo (2 Cor 2, 15).

       Esta contemplación ignaciana es para recordar los beneficios recibidos de la creación y de la gracia, ya que Dios existe en todo lo que nos rodea y se nos da en todas las criaturas. Dios mantiene a los seres en su existencia —está en todo, como decía la filosofía y teología escolástica, por esencia, presencia y potencia— y trabaja para su conservación dándonos su amor, para que nosotros aprendamos a «amar y servir a su divina majestad en todas las cosas». Viendo la forma en que Dios se ha revelado al hombre a través de los tiempos, el hombre ha de encontrar el medio de colaborar en el plan divino para que el reinado de Dios sea una realidad en este mundo.

       Esta contemplación para alcanzar amor parece ser como un puente que une la experiencia de gracia de los ejercicios espirituales con la praxis de la vida diaria. Será como una luz y fuerza para que el ejercitante pueda seguir manteniendo el contacto con Dios en medio de todas sus ocupaciones. Existe el peligro de que al contacto con la vida real desaparezcan los buenos deseos y los propósitos de estos días. Sólo si ha habido una verdadera transformación, se puede garantizar la capacidad de transformar las realidades de la vida cotidiana a la que ahora vuelve el ejercitante.

       Y sería digno de tener en cuenta que aunque las obras suponen más que las palabras, habría que recordar que en un ambientede alumbrados y místicos, como el de san Ignacio, era necesario insistir, como hace él, «más en las obras que en las palabras»; pero en nuestro mundo de hoy, sometido a la idolatría de la eficacia y de la actividad, conviene también recordar que las obras las puede hacer un buen comerciante y que se pueden realizar sin nada de amor.

       Esta contemplación para alcanzar amor se sitúa al final del trayecto de los ejercicios y es como la entrada en la vida de un hombre nuevo, un hombre que ha de poner su amor más en las obras que en las palabras. Parece que nos encontramos en el clima de la primera carta de san Juan, plenitud de revelación en la practica del amor. Se pide para el ejercitante experiencia de tanto bien recibido para que en todo pueda amar y servir a Dios.

       Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. La fecundidad del amor de Dios engendra en nosotros el amor. Ante tanto don, hay que ofrecerse del todo: «La oblación de mayor estima y momento». «Tomad Señor y recibid todo...». Impresiona la repetición constante del adjetivo «todo».

       Esta contemplación también nos va a iluminar para dar solución a los problemas que se presentan a quienes viven con intensidad la vida cristiana estando en el mundo. Es un problema el estar abiertos al mundo y no ser absorbidos por él, entregarse al apostolado y no caer en el activismo. Con esta contemplación aprendemos a ver a Dios en todas las cosas, a darse a todas, mientras mantenemos el «estarse amando al Amado». Teilhard de Chardin ha escrito: «No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano viene a ser como un estorbo espiritual»3. Esta contemplación ignaciana puede ser la solución para este peligro. «En virtud de la creación y aún más de la encamación, nada es profano en la tierra para quien sabe ver».

       Dios llega a nosotros a través de las cosas creadas, y ellas nos manifiestan su amor, poniéndonos de ese modo en actitud de adoración al creador.

       La fascinación que sienten muchos cristianos por las místicas orientales, no creo se deba a la pérdida de espiritualidad o al exceso de materialismo en nuestro mundo occidental, sino a una falta de espiritualidad de los asuntos temporales. Al hombre de nuestras latitudes le es muy difícil encontrar a Dios entre los pucheros, como decía santa Teresa de Jesús.

       En las místicas orientales se considera a la secularidad como un mal en el camino hacia la trascendencia. En el cristianismo, sin embargo, la secularidad es ya el camino iluminado por Dios.

       San Ignacio, en esta contemplación para alcanzar amor, nos muestra la dimensión eminentemente secular de la mística cristiana y nos capacita para encontrar a Dios en la materialidad cotidiana de los pucheros.

       El místico oriental en su meditación se desinteresa de todo, anula sus apetencias y su propio yo para hundirse en el vacío. Nadie lo escucha, ni le responde. Considera su libertad e individualidad como un peso insoportable y se descarga de ellas desapareciendo en la nada.

       El cristiano sabe que Dios es libertad y por eso Dios no anula la libertad del hombre, antes bien la suscita en el encuentro con el amor. La meditación cristiana es eminentemente personal —Dios con el hombre— y no se repliega sobre sí misma, sino que desemboca en la entrega a los demás, según la expresión ignaciana, «más en las obras que en las palabras».

       En la dinámica de los ejercicios espirituales hay integración entre contemplación y acción. Cuanto más confiada y tierna es nuestra entrega a Dios, seremos más sensibles y bondadosos con los que están más cerca del corazón de Dios. «Entregaremos las cosas contempladas a los demás», en frase de santo Tomás de Aquino, trabajando en la construcción del Reino entre los hombres. La entrega total en la contemplación empuja a la acción,  una acción que implanta el reinado de Dios en el mundo. La entrega al Señor de todo nuestro ser, de todas nuestras posesiones y hasta de nuestra reputación, nos ayuda a estar abiertos a las auténticas mociones del Espíritu santo para trabajar por implantar la justicia con los más desfavorecidos.

 

Poner el amor más en las obras que en las palabras

 

       San Ignacio de Loyola pone una nota a esta contemplación y escribe: «Primero conviene advertir que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»5.

Como «por la tarde te examinarán en el amor», dice san Juan de la Cruz, es bueno que al acabar estos ejercicios espirituales hagamos esta contemplación para alcanzar más amor, que es el sentido que tiene esta expresión del autor de los ejercicios: ejercitarnos para adquirir un amor mayor, teniendo en cuenta que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras. «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Ya en el antiguo testamento había dicho el Señor: «No os fiéis en palabras engañosas diciendo: ¡Templo de Yahvé! ¡templo de Yahvé! Eso no vale nada si no se traduce en la práctica en justicia y caridad» (Jer 7, 4).

       San Ignacio, impregnado en la doctrina del cuarto evangelio, insiste en el compromiso, en las obras, que han de patentizar el amor para que sea verdadero. «Amar y seguir, amar y servir», afirma. Es lo que ha enseñado Jesús: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «Amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). El Señor sabe que nuestra fidelidad en guardar sus mandamientos es la señal de que le amamos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que ama» (Jn 14, 21), «pues nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama» (Jn 13, 15). Es la doctrina del mismo discípulo amado: «El amor a Dios consiste en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3), quien concluye: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).

       Jesucristo ha llevado el amor a la plenitud, al hacerlo eminentemente realizador. Hay equivalencia entre amar y guardar los mandamientos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Y san Lucas en los sumarios del libro de los Hechos describe el testimonio de la vida de los cristianos, el hechizo que producían las obras que realizaban los primeros seguidores de Jesús (2, 42-47; 4, 32-35). En el sennón del monte nos pide el Señor que «brille nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16), palabras que están hoy, en el primer lugar, en la línea de los signos de los tiempos.

       Aunque el refrán: «obras son amores y no buenas razones» es cierto, es igualmente cierto que, a veces, las obras, solamente, resultan insuficientes y necesitamos también las buenas razones. «Creí y por eso hablé», dice san Pablo (2 Cor 4, 13).

 

Enamorarse de Jesucristo

 

       Hemos de usar las palabras para expresar nuestro amor. El alma enamorada quiere saberse y escuchar que es amada. Una vez leí un diálogo enternecedor entre Jesús y una niña. Después de comulgar le dice la niña: ¿Jesús me amas del todo? Como tardó en responder, la niña se entristeció pensando si le habría ofendido. Cuando, por fin, oyó la respuesta embriagadora, dijo: Ya lo sabía, pero ¡me gusta tanto oírtelo decir! Otro día fue Jesús quien hizo la pregunta. La niña tarda en responder pensando que, como el Señor sabe todo, podría ella haber hecho algo que no le agradase. Al fin le dice: sí Señor, del todo, más que a nadie. Lo sabía, añade Jesús, pero también a mí me gusta mucho oírtelo decir.

       Este ejemplo es una maravillosa experiencia de gracia, es un diálogo de enamorados, expresado en un lenguaje de amor con todas las características que sólo ellos comprenden. El amor se da y se recibe en secreto; sacado de su intimidad, tal vez pierda algo de su originalidad y de su frescor tierno y gozoso.

       Todo el dinamismo de una infancia espiritual se refleja aquí en este diálogo entre Jesús y la niña, cuya transposición a la edad adulta que vive la advertencia de Jesús: «si no os hacéis como niños», tendría que hacerse con un espíritu de simplicidad y de alegría, unido a la mayor ciencia y a la más profunda inteligencia, pues como explicaba la hermanita Magdalena de Jesús: «Hay que ser maduro y viril para poder ser sin peligro totalmente niño. Hay que ser fuerte para poder ser infinitamente dulce y ser sabio para permitirse ser loco».

       La contemplación para alcanzar amor se parece a la mirada de ese niño que con la boca abierta se va empapando del mundo de los adultos; entiende muy poco de ese mundo, pero todo le fascina irresistiblemente. Es contemplar «afectándose mucho»,

«es hacerse presente a todas las cosas que hizo el mismo Señor».

       Es olvidarse de nosotros, e iniciar una relación de presencia, de comunión, de ensimismamiento para que la persona de Cristo se vaya introduciendo en nosotros. Se establece una relación de amistad, se suscita la atracción y la persona de Jesús nos seduce y nos enamora plenamente.

       Sigue san Ignacio diciendo: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado, lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, del amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro»7.

       El amor verdadero, al ser «comunicación de las dos partes», consiste en el mutuo don y, por lo tanto, quiere igualdad, hace iguales.

       Buero Vallejo, en Casi un cuento de hadas, pone el ejemplo de dos enamorados para comprender lo que es capaz de hacer el amor verdadero. Riquet es un príncipe inteligente, pero feo. Leticia es una princesa bella, pero ignorante. Se enamoran, y el amor realiza lo demás. Hace que Riquet suscite y despierte la inteligencia de Leticia y que Leticia traspase su hermosura a Riquet. Si un esposo ama a su esposa, no necesita justificar sus ausencias, sus compromisos; ella comprende bien y aunque de sease una mayor presencia, sabe que no es la lejanía la que puede distanciarle del amado. Hay que releer el Cantar de los cantares para ver que no hay diferencia entre el amor apasionado de la esposa por el esposo y del alma por Dios; ambos sentimientos se expresan del mismo modo.

       Lo mismo que sucede en el amor humano, acaece a los que amamos a Jesucristo. ¿Acaso el amor no subsiste cuando uno de los dos está lejos?; puede llenarte de dulzura siempre que pienses en él, y hasta darte una sensación indecible con sólo recordarle.

       En este último día de retiro hay que enamorarse plenamente del Señor. El enamorado se siente encantado, polarizado por la persona que ama. No sólo su corazón, sino también su cabeza, todo su pensamiento y su atención va dirigida al amado. Hemos de dar pasos para que el amor a Jesús permanezca sobre cualquier otro, hasta el punto de considerar únicamente a él y su seguimiento como lo absoluto de nuestra vida.

       «El amor de enamoramiento, escribió Ortega y Gasset, se caracteriza por tener a la vez estos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser que nos produce ilusión íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos transplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. El enamorado se siente entregado totalmente al que ama»8.

       «El enamoramiento se produce cuando queda hipotecada la cabeza, cuando esa otra persona se instala de nuevo en nuestros pensamientos, pero no como una actividad más o menos fija sino que empezamos a no concebir la vida sin ella. Enamorarse consiste en no poder llevar a cabo nuestro proyecto personal sin meter dentro de él a esa otra persona»9.

       Los místicos han vivido esa ansia de amor a Dios del que habla san Juan de la Cruz: «Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan, y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo»’°.

Hay que llegar a la fusión total. Hay que dejarse inundar por el amor y atrevemos a pedirle a Dios el amor ardoroso de la esposa del Cantar (1, 7; 3, 1.3.4). Busca a su amado. Su amor es más fuerte que la muerte: irresistible (8, 6.7). Hay un paralelismo con el ardor insaciable del sheol. Tan irresistible que el esposo lanza contra ella el arma toda de su amor (2, 4), y ella queda herida por esos dardos-saetas y como extenuada por sus ataques (2, 5; 2, 8: enferma de amor). Languidezco de amor es una traducción débil. El verbo hebreo evoca la idea de enfermedad y significa estar consumida, agotada; se puede traducir por «estoy herida y penetrada de tu amor», como en algunas versiones. Desfallecida se adormece en los brazos de su amado, y él, todo delicadeza, ordena que no se la despierte (2, 7; 3, 5; 8, 4).

       Aquí el término amor, ahab en hebreo, ágape en griego, no es algo abstracto, sino el mismo objeto amado, la persona más querida, y se puede traducir por mi amado, mi amor, mi encanto. La esposa introduce eros en el agape, con un acento de los místicos femeninos que asocian a su amor un elemento pasional, una intervención de su propio temperamento.

       Tenemos que amar a Jesucristo porque él nos lo pide, como hizo a Pedro en el lago. El ¿me amas? no sólo se dirige a Simón, sino a cada uno de nosotros, pues las palabras de Cristo no pasan (Mt 24, 35). Son eternas. Debemos amarle porque él nos ha amado primero (1 Jn 4, 19) y porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge, nos constriñe, como escribe el apóstol en uno de sus textos más luminosos y ardientes (2 Cor 5, 14-17). Aquí san Pablo nos revela la fuente secreta de la que saca energía e inspiración para toda su casi increíble actividad misionera. El pensamiento del amor de Cristo, testimoniado en la prueba suprema de su muerte (y. 14), es para él como un estímulo, o mejor, como una idea obsesiva que le obliga a anunciarlo a todos los hombres, «para que no vivan para sí mismos sino para aquél que por ellos murió y resucitó» (y. 15).

       San Pabló en el curso de su vida de apóstol frecuentemente se ve obligado a responder a los que le acusan de locura; aunque él comprende que se pasa en su entusiasmo y su celo por Cristo, por eso dice que «si perdimos el tino, si estamos fuera de sentido, es por Dios» (y. 13). Ya no vive para su propia vida; perdido en Dios, vive la vida de Cristo. Declara que, una vez conocido Jesucristo y visto su amor, es imposible guardar una medida humana, ni en el pensamiento, ni en la conducta.

       En estos versículos se da el amor de Cristo y el amor a Cristo (subjetivo y objetivo). Estas dos concepciones no se deben separar. El amor que Cristo nos da engendra el nuestro hacia él. Lo primero es su amor, lo nuestro es una respuesta. «6Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?», dice el Adeste fideles.

       El verbo sinejo, que utiliza san Pablo (y. 14), tiene una profunda densidad. Significa: a) quemar, como el ardor de la fiebre, provocando el fervor del amor; una fiebre ardiente que consume el alma, b) privación de libertad; el que ama está encadenado en su amor, no pudiendo pensar, amar y obrar sino en función del que ama, c) o tiene como un sentimiento de dolor y angustia. Como Jesús estaba oprimido por la perspectiva de la cruz, el amor del cristiano también está esencialmente unido a la cruz de la que se deriva.

       La libertad de Pablo no está encadenada, es el resultado de una libre elección; efecto de la fuerza incoercible del amor de Jesús en la cruz.

El cristiano que contempla ese amor no puede menos que unirse a Cristo, darle su vida, y estar encadenado a él.

       Además, él merece todo nuestro amor ya que reúne en sí toda la belleza, toda la santidad. La santidad de Jesús coincide con su belleza. En los evangelios se expresa su santidad con el nombre de belleza: «Todo lo ha hecho kalos: bellamente» (Mc 7, 37). Se define como el pastor, kalos: bello (Jn 10, 11). El Padre de los cielos tiene en él todas sus complacencias (Mc 1, 11; 9, 8).

       Hay que amar a Jesús porque el que lo ama es amado por el Padre (Jn 14, 21.23). Hay que amarlo para conocerlo (Jn 14, 21), y para conocerlo no sirve ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17) es quien lo revela, no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños (Mt 11, 25). Si no se le ama, aunque se cumplan todos los preceptos, incluso aunque se entregue el cuerpo a las llamas, de nada serviría (1 Cor 13, 3).

       El amar a Cristo no consiste en decir: «Señor, Señor..., sino en hacer la voluntad del Padre celestial» (Mt 7, 21). Es querer y buscar el bien del amado. Pero a Cristo resucitado no podemos desearle o proporcionarle algo que ya no tenga. Su único bien, su alimento es la voluntad de su Padre. El amor a Jesús consistirá en hacer con él la voluntad del Padre. Esto lo conseguiremos enamorándonos de Jesús. La esposa del Cantar le dice al esposo: «Ponme como sello sobre tu corazón» (8, 6). Pero también la esposa debe marcar a Cristo en su corazón no para impedir que ame al marido o a los hijos, sino para impedir que los ame en primer lugar o en lugar de él o sin él o fuera de él.

       Esta contemplación va a ser una buena ayuda para llegar a ser «contemplativos en la acción», para que los que buscamos a Dios seamos capaces de hallarlo en todas las cosas.

       Hay momentos en los que experimentamos a Dios y percibimos que esa experiencia no se puede confundir con otra alguna. Es una vivencia de su presencia amorosa (1 Jn 4, 10). Se percibe el paso de Dios en nuestra historia y en la de cada cosa que sucede, hasta descubrirlo cuando escribe derecho lo que nosotros hemos hecho torcido, percibiendo que puede hacer maravillas a través de nuestras miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia de Dios nos ilumina para buscarle y hallarle en todas las cosas y nos conduce a una visión de la vida, distinta en todos los aspectos.

       El encuentro con Dios a través de esta experiencia estremece y nos hace ver nuestra insignificancia e indigencia (Is 6, 1.2). Cuando caminamos hacia él, se aleja, por eso nuestro seguimiento ha de ser constante pues como escribe san Gregorio de Nisa: «Hallar a Dios es buscarlo incesantemente».

       En cada uno de los cuatro puntos de la contemplación ignaciana hay dos partes. En la primera, se manifiesta como nos ama Dios. En la segunda, cómo debemos corresponder al amor que Dios nos muestra.

       El autor de los ejercicios espirituales escribe: «El segundo preámbulo es pedir lo que quiero: será aquí pedir cognoscimiento interno de tanto bien recibido, para que yo enteramente reconosciendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». Suplica la gracia de valorar todo lo que ha recibido y de ser agradecido. La contemplación de tanto don le lleva no sólo a la adoración de Dios, sino a un servicio amoroso.

       «El primer puncto es traer a la memoria los beneficios rescibidos de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina»11.

En este primer punto todo es don: Lo que Dios nos ha dado y cómo desea «dárseme». Nosotros también hemos de darnos a él y a los hombres, como una ofrenda sin límites: Hacer una oblación total. Estas contemplaciones le han llevado al conocimiento interno y, por eso, espontáneamente hará una ofrenda de sí a Dios «con mucho afecto». El «tomad y recibid» será la manera de hacer esta ofrenda.

       No se trata de privarse de lo que damos: entendimiento, yoluntad, libertad..., sino de dejarle usar a él de todas nuestras cosas, para que Dios realice todo en nosotros.

       En la meditación del principio y fundamento ignaciano, se reflexiona con profundidad que «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios», aquí, en esta contemplación, después de haber recibido tanto bien, «puede en todo amar y servir a su divina majestad». De este modo se entrelaza el principio y el final de los ejercicios. Servir equivale a amar, a no ser que se separe el espíritu de la letra. La ley es la voluntad de Dios, y el amor es la adhesión religiosa a esa voluntad. El don del hombre se junta con el don de Dios. Otra cosa sería fariseísmo.

       Aunque, a través de la historia de Israel, la idea de la retribución divina haya sido un estimulante adecuado para la observancia de los mandamientos, y un freno contra las transgresiones, el verdadero israelita es el que actúa sin pensar en la retribución. Decían los hakamin, los sabios de Israel: «No seáis como el siervo que sirve al amo pensando en la retribución, sino como el siervo que trabaja para el amo sin pensar en el salario. Se cuenta que rabí S. Zalman exclamaba, a veces, en un momento de éxtasis: No quiero tu paraíso, ni tu mundo venidero. Eres tú, y sólo a ti, a quien quiero».

       Esta es la forma más alta de la observancia de los preceptos, la que está inspirada en el amor. Pues ya el judaísmo intuyó que ningún acto religioso se cumple íntegramente, sino por el consentimiento y la aspiración del alma. Olvidar que el amor es el fin de todos los mandamientos es traicionar el mismo decálogo.

       Hay que «ponderar con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene». Esto equivale a reconocer el valor de los bienes temporales. Sin ellos, la vida y la salud no pueden sostenerse y es la vida el campo de batalla donde tenemos que alcanzar la victoria final. Estos bienes son vehículos que nos llevan a la patria, carruajes para el camino, consuelos para el desierto, comida para el mesón.

       San Agustín, a través de un ejemplo precioso, habla del valor de dichos bienes y hace una jerarquía de valores poniendo al Señor en el primer lugar como el don infinito. La esposa ama ordenadamente el anillo que le regaló el esposo cuando lo mira como recuerdo y señal de su amor; pero si se fascina por el brillo y hennosura de la joya, si se engríe por el valor de la prenda, si la luce para ser admirada, si con ella provoca la envidia de sus rivales, si al anillo aprecia y al esposo desprecia se comporta como una mujer necia, egoísta y ruin. «El esposo dio el anillo para ser amado en el anillo. Dios te ha dado los bienes para que lo ames. Si amas los bienes, si amas el mundo y menosprecias al creador, ¿no debe juzgarse adúltero tu amor?».

       «El mismo Señor desea dárseme en quanto puede». Los regalos, los dones, son expresión del amor, pero el don del amor, por excelencia, es la persona. Dios en persona se nos ha dado: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2, 20). Nosotros debemos darnos a él del todo y darnos con él, en él y por él a todos. Podemos dar a los demás hasta lo que no tenemos, si buscamos la alegría donde está y hasta nos interesamos por los demás, mostrándoles ese fondo sereno que tenemos en el alma por debajo de las propias amarguras y dolores. Al hacerlo, comprobamos que cuando uno quiere dar la felicidad a los demás, la da aunque él no la tenga y que, al darla, también a él le crece en su interior. La felicidad, se ha dicho, es lo único que se puede dar sin tenerlo. Cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro; es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste parece ser el significado de la frase del Señor: Quien pierde su vida la gana (Mc 8, 35).

       «El segundo puncto mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud e imagen de su divina majestad»13.

       Después de reflexionar acerca de los beneficios que nos ha dado nuestro Dios: creación, redención y bienes particulares, se siente el alma muy afectada y no sólo porque nos ha dado cuanto tiene, sino porque se nos da el mismo Señor. Al habitar Dios en nosotros nos ha dado la vida.

       Habitar, verbo tan usado en el cuarto evangelio (menein), se refiere a la presencia de Dios, que es una presencia envolvente. El ejercicio de la presencia de Dios, que se pide al ejercitante, no es traerle a la memoria, sino abrirnos para que su presencia nos invada, nos asombre; consiste en sumergirse en el mar del misterio de Dios. Su presencia, sekiná se llama en la Biblia, nos envuelve, nos penetra, nos ama.

El salmo 139 me parece el mejor comentario a estos dos puntos ignacianos de esta contemplación para alcanzar amor.

       V. 1-3: El Señor nos sondea y nos conoce, penetra nuestros pensamientos y todas nuestras sendas le son familiares. Siempre está con nosotros, al salir de casa y al volver a ella. Mientras dormimos vela nuestro sueño. Cuida las andanzas de sus hijos y lleva nuestro nombre escrito en las palmas de sus manos.

       V. 4-12: Nuestras palabras, intenciones y proyectos se los sabe todos. Su saber nos sobrepasa y alcanza las zonas más profundas de nuestra intimidad. «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). No podemos evadirnos de su presencia, aunque alcanzara la estrella más distante de la galaxia más lejana. No hay distancias que puedan separarnos de él, ni oscuridad que nos oculte a su mirada.

       V. 13-16: el Señor está sustancialmente presente en mi ser entero. El ha creado nuestras entrañas y estaba presente cuando nos iba formando en el vientre materno. Glorifiquemos a Dios por habemos creado tan portentosamente. Nuestro ser es una maravilla, obra de sus dedos.

       El amor de Dios habita en nosotros haciéndonos su templo; él es el dulce huésped del alma. Y esta presencia tan viva de Dios en nosotros nos debe inundar de serenidad gozosa y de paz.

       «El tercer puncto nos enseña cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas».

       «En el cuarto puncto se nos pide mirar cómo todos los bienes y dones vienen de arriba». Es verdad que las criaturas no se pueden confundir con el bien absoluto, pero el contemplativo descubre el bello mensaje de cada una, la huella o imagen del creador.

       La contemplación de las cosas creadas llena el corazón de gozo, pero no lo atrapa, sino que provoca nostalgia y sed de Dios, como sucedió a san Francisco de Asís, quien lo proclamó en su bello cántico a las criaturas: «Loado seas por toda criatura, mi Señor.. Y, en especial, loado por el hermano sol... y por la hermana luna... y las estrellas claras... y por la hermana agua... y por la hermana tierra»...

También san Juan de la Cruz cantó la belleza que Dios dejó a su paso por las cosas terrenas: «Pasó por estos sotos con presura y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura»’4.

 

Ofrenda y oblación de todo

 

       «El primer puncto acaba diciendo: Lo que yo debo de mi parte ofrescer hay que ofrescer y dar a la su divina majestad, es a saber todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofresce afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda milibertad, mi memoria, mi entendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».

       El «Tomad, Señor, y recibid» es uno de los fragmentos más preciosos de los ejercicios de san Ignacio. El ejercitante, al final de los ejercicios ha aprendido por experiencia que es bienaventurado cuando Dios le da su amor y su gracia; que eso le basta. Y él le entrega todo porque está enamorado del Señor que es la absoluta generosidad en el amor.

       Y, aunque esta oración aparezca en una especie de aventura radical, como una entrega arriesgada, el ejercitante experimenta la mayor alegría haciendo suyas las palabras del «Tomad, Señor, y recibid».

       Es la respuesta justa que hemos de dar con mucho afecto al ser conscientes de cómo Jesús nos ha colmado de bienes. Como se dijo antes, si el amor consiste en un intercambio mutuo de bienes, en esta contemplación se nos anima a ofrecer todo a Dios que nos lo ha dado todo. Se entrega todo al Señor porque ha comprendido que el amor y la gracia de Dios son más valiosos que cualquier otro don y porque está enamorado del que es con absoluta certeza el infinitamente generoso en el amor.

       Con el lenguaje moderno de un poeta, lleno de profunda espiritualidad y tierno calor humano, R. Tagore ilumina esta oblación ignaciana, esta entrega a Cristo: «Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizá no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuenta y se pase el tiempo de la ofrenda.

       Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!»’5.

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad». Dios nos ha hecho libres, lo que implica un riesgo enorme pues podemos abusar, sin apenas darnos cuenta, de la libertad, pero el Señor nos ha dicho, como anticipándose a nuestros temores, que «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32).

       Nos ha creado para el amor y no existe, es imposible, un amor forzado, impuesto, pues el amor es lo más espontáneo del hombre. Nos ha hecho libres para que podamos amarle y nos exige «amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas».

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi memoria». ¿Qué importancia, Señor, tiene esa extraña y maravillosa capacidad de vencer al tiempo que es la memoria? El poder recordar toca casi lo maravilloso; el recuerdo es como un nuevo nacimiento; es volver a vivir lo que ya no existe; lo que se creía perdido u olvidado; es volver a tener tu intimidad —hecha de gozo o sufrimiento, de nostalgia o arrepentimiento—, es un encontrarse con la belleza, el amor, y en ocasiones sentirlo más vivo, más pleno que cuando fue presente. De ese modo se posee lo que fuimos y lo que somos ahora, enriqueciéndolo de forma inesperada. Se devuelve lo que fue nuestro, enriquecido en el tiempo. Consiguientemente, en tanto que somos recordadores podremos ser también, en cierta manera, recreadores o creadores. Mallea llama al recuerdo «el creador por antonomasia» y añade que «es mejor saber por el recuerdo que saber por la experiencia»’6.

       Al evocar lo acontecido, la memoria revivirá de nuevo el acontecimiento. Hacer memoria de algo es hacerlo presente. Recordar, del latín cor, significa traer al corazón, volverlo a pasar por el corazón.

       La contemplación para alcanzar amor es como un broche de oro en los ejercicios espirituales. Habla de traer a la memoria los beneficios recibidos, ponderándolo todo con mucho afecto. Hay que recordar esos favores del Señor. Su recuerdo invita a la gratitud y ésta contribuye a mantener vivo el recuerdo. Es necesario cultivar la memoria del corazón, debemos usar todas las capacidades: memoria, voluntad, entendimiento y emplearlas en amar y servir a tan gran Señor. Es la respuesta justa a tantos dones recibidos. Es la ofrenda de todo a Dios.

       El agradecimiento será la forma característica del amor de la criatura. En esta contemplación lo primero que se exige, antes que nada, es una agradecida evocación de los beneficios recibidos del Señor.

       El olvido engendra la ingratitud y ésta favorece el olvido, que es el pecado de omisión por excelencia. Marco, el ermitaño, decía que «el sheol, estancia subterránea de los muertos, y el averno, el infierno, no son otra cosa que la ignorancia y el olvido del corazón»’7.

       Señor, que siempre te tenga presente, que me envuelva tu presencia. Que tu memoria llene mi pasado y mi presente y mi futuro porque eres «aquél que era, que es y que va a venir» (Ap 4, 8), pues «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13, 8).

       Mi memoria quiero gastarla recordando tus maravillas: «Me acuerdo de los días de antaño, medito en todas tus acciones, pondero las obras de tus manos; hacia ti mis manos tiendo, mi alma es como una tierra que tiene sed de ti» (Sal 143, 5.6). Quiero obedecer a san Pablo que me dice: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (2 Tim 2, 8).

       «Tomad, Señor, y recibid mi entendimiento» que me diste para que te conozca: «Conocerte a ti, Dios único y verdadero y a tu enviado, a tu Hijo Jesucristo» (Jn 17, 3). Ya hemos penetrado en la profundidad del conocer bíblico, que nos introduce en la esfera de lo que se puede experimentar. Desborda el saber humano como se ha visto en otras meditaciones e introduce en una gran corriente de vida, de luz y de amor que brota en el corazón del Señor. El ya ha escrito su ley sobre nuestros corazones y ya no necesitamos que nadie nos enseñe (Jer 31, 34; 1 Jn 2, 27). Le devolvemos nuestro entendimiento ahora que le conocemos del todo. Antes sólo lo conocíamos de oídas, ahora perfectamente (Job 42, 5).

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad, todo mi haber y poseer». Que mi voluntad, como la tuya, Señor, sea hacer la del Padre. Que esa sea mi única comida (Jn 4, 34). Que sea una realidad la petición del Padrenuestro, buscando, como Jesiis, no nuestra propia voluntad, sino la del que nos ha enviado (Jn 5, 30), para tener la vida eterna y resucitar el último día (Jn 6, 39).

       No hay que ahondar mucho para saber cuál es su voluntad, la que nosotros hemos de realizar: tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús (Flp 2, 5), orientarse por el espíritu de las bienaventuranzas, nacer de nuevo para gozar del reino de Dios (Jn 3, 31); «no acomodarse al mundo presente, sino trasfor- marnos mediante la renovación de nuestra mente... cumpliendo la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2). Hay que abandonarse a los designios de Dios, aceptar sus caminos misteriosos, que exigen, a veces, la renuncia de nosotros mismos y de nuestros propios deseos, la entrega al Señor de nuestra propia voluntad. La entrega a Dios es un enriquecimiento, es la plenitud del amor, y cuando se ama se posee una fuerza superior, y como dice el Kempis: «No hay dolor en el amor».

       Entonces es cuando podemos rezar el «Tomad, Señor, y recibid» con verdadera alegría y libertad, no ensombrecida por el miedo, porque «el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4, 18).

       Ante el «todo es vuestro, todo es gracia», ha de surgir en nosotros un profundo y permanente agradecimiento.

       Nuestra humilde oración debe suplicar al Señor: para que se cumpla todo tu plan en mí, te doy mi voluntad. Apaga todo deseo de codicia, de poseer, de poder, de ambición, de vanidad, de placer. Te deseo a ti sobre todas las cosas, que sólo tú seas el objeto de mi voluntad. «Que con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu en la mañana te busco» (Is 26, 9). «Mi alma jadea en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, de Dios vivo» (SaI 42, 2.3). «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agostada, sin agua» (Sal 63, 2).

       Al acabar estos días de retiro, hemos de pedirle al Padre de los cielos, a Jesucristo, que nos envíen su Espíritu para conocer su voluntad. Le entregamos la nuestra para que su voluntad sea la norma y la fuerza de nuestra vida.

«Sólo su amor y gracia y con eso nos basta».

       Que nos cambie el corazón de piedra en uno de carne (Ez 36, 26) y que «cree un corazón puro, y renueve dentro de nosotros un spíritu firme» (Sal 51, 12). Que tu amor y tu gracia me basten, Señor, pues espero que «en la justicia contemplaré tu rostro y al despertar me hartaré de tu imagen» (Sal 17, 15).

       Al final de esta contemplación nos encontramos en un momento significativo de nuestra vida semejante al que se hallaba el patriarca Jacob cuando hizo la siguiente oración: «10h Dios de mi padre Abrahán y Dios de mi padre Isaac, que dijiste: vuelve a tu tierra y a tu patria que yo te colmaré de beneficios; qué pequeño soy yo para merecer toda la misericordia con que me has tratado!» (Gén 32, 10).

       Al acabar estos días en los que nos hemos sentido colmados de la ternura misericordiosa de Jesucristo, experimentemos la conciencia de nuestra pequeñez y un profundo agradecimiento como el que san Ignacio pide al ejercitante. Este desbordamiento de los dones del Espíritu conmociona nuestra alma para actualizar el estribillo hebreo dayenu, «habríamos tenido bastante», que se pronunciaba en el ritual judío de la pascua: «Si nos hubieras sacado de Egipto sin darnos tu ley en el Sinaí, habríamos tenido bastante... Si nos hubieras dado tu ley en el Sinaí, sin llevarnos a la tierra que mana leche y miel, habríamos tenido bastante»...

       Nos vamos llenando de admiración por los dones recibidos y nos sentimos desbordados porque Dios nos los sigue dando más y más de forma creciente en cada momento. Al ser conscientes de las experiencias de gracia de este retiro, ante cada una de ellas, repitamos el dayenu: sólo con uno de esos regalos «habríamos tenido bastante», con cualquiera nos bastaría.

       Al final de su vida, Iñigo López de Loyola, san Ignacio, dijo que cuando él lo deseaba, a cualquier hora, podía hallar a Dios. Para el santo, como acabamos de ver, Dios no sólo crea las cosas, sino que también habita en ellas y trabaja con ellas. Toda experiencia humana se puede convertir en un encuentro con Dios. Cada momento del día puede ser —si somos conscientes— un rato de oración. San Ignacio afirma que fácilmente podía hallar a Dios en todas las cosas.

       A él, que es el autor de los ejercicios espirituales, le pedimos nos consiga de Jesucristo este regalo: que también nosotros seamos capaces de experimentar esa presencia de Dios. A medida que damos pasos para conseguirlo, vamos sintiendo «que nuestro corazón está ardiendo mientras Jesús nos habla en el camino y nos explica las Escrituras» (Lc 24, 32). De este modo conseguimos el ideal ignaciano de hallar a Dios en todas las cosas y de ser contemplativos en la acción. Y es la contemplación para alcanzar amor la que nos va a introducir en la practica sencilla y diaria de la presencia de Dios.

 

Jueves, 05 Mayo 2022 10:51

Retiro de JEAN GALOT A

Escrito por

JEAN GALOT: EL CORAZÓN DEL PADRE

 

Tengo que identificar todos los libros míos publicados, para poner lo que he añadido, para eso, ver total de páginas, analizar, y luego reemplazarlos a todos los antiguos

 

Para añadir al pregón de la semana santa o a la meditación 2ª de los ejercicios “tanto amó… que entregó:

(pag. 50-52)

 

Finalmente, hay una tercera dificultad que acompaña el drama de la redención. En este drama nos impresiona, además, el amor que demuestra nuestro Salvador: dando su vida por nosotros, nos ha mostrado un amor que llega hasta el final. Nadie puede negar que en el sacrificio del Calvario hay un don total, un heroísmo supremo. El Cristo que sufre y que muere por nosotros no dejará de conmovernos y de convencernos. Su interés por nuestra suerte, su solidaridad

Para añadir al pregón de la semana santa o a la meditación 2ª de los ejercicios “tanto amó… que entregó:

(pag. 50-52)

 

Finalmente, hay una tercera dificultad que acompaña el drama de la redención. En este drama nos impresiona, además, el amor que demuestra nuestro Salvador: dando su vida por nosotros, nos ha mostrado un amor que llega hasta el final. Nadie puede negar que en el sacrificio del Calvario hay un don total, un heroísmo supremo. El Cristo que sufre y que muere por nosotros no dejará de conmovernos y de convencernos. Su interés por nuestra suerte, su solidaridad con nuestra miseria humana se nos presenta de forma irrecusable. Pero percibimos con menos claridad un amor semejante por parte del Padre.

¿No hay quizás una manifestación de cólera, de venganza, por parte del Padre, que se abate sobre el pecado, y por esa razón castiga a Cristo? No podemos olvidar el impresionante retrato que Bossuet hace de la venganza divina descargada sobre el Gólgota. Con términos muy duros describe “la extrema desolación en la que el hombre Jesús fue aplastado bajo los golpes repetidos y multiplicados de la venganza divina” (Sermon pour le Vendredi Sciint, en Euvres oratories, París, Lebarg—Levesque 1916, III, p. 388.). Después de citar la palabra que Dios pronuncia en la Escritura: “Mía es la venganza”, añade: “Era preciso, pues, hermanos míos, q venciese a su Hijo con todas sus fuerzas; y puesto que había puesto en Él nuestros pecados, debía dirigir a Él también toda su venganza. Y lo hizo; no lo dudéis, cristianos”. Lo hizo de tal manera que “no contento con haberlo dejado en manos de sus enemigos, Él mismo quiso ponerse de parte de éstos, y lo destrozó y lo magulló con los golpes de su mano todopoderosa” (ibíd., p. 385).

Y este gran orador se apoya en san Pablo, en quien encuentra “la idea terrible” de Jesucristo convertido en pecado por nosotros y hecho, por nosotros, maldición. “Helo ahí, maldito de Dios”. Por eso Dios mira a su Hijo “como un pecador y marcha contra Él con toda la artillería de su justicia. Dios mío, ¿por qué veo frente a mí ese rostro con que me echáis en cara tantos reproches? Rostro de mi Padre, ¿dónde estás? Rostro dulce y paternal, no veo ninguno de tus rasgos; no veo más que un Dios irritado: Deiis, deus meus! ¡Oh bondad y misericordia! ¡qué lejos estáis ahora! Deus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?” (Ibíd., p. 387).

Esta pieza oratoria que nos presenta la maldición de Dios abatién¡ dose sobre Cristo y penetrando hasta el fondo de su alma es de tal naturaleza que nos produce cierto escalofrío. ¿Cómo podría así transmitirnos una idea atractiva del Padre? ¡Traza una oposición tan grande entre su forma de actuar y la de Cristo! Mientras en Cristo todo es amoi; ofreciéndose por nosotros a los peores sufrimientos, la actitud del Padre se parece demasiado a la de la crueldad para no suscitar resistencia en nosotros. Ante conductas tan divergentes no podríamos decir “de tal padre, tal hijo”. Hay un enorme contraste entre la dulzura del Hijo y la cólera del Padre; si la primera nos atrae y nos seduce, la segunda no puede sino desasosegarnos. El hecho de que el Padre sea todopoderoso y que no tenga que rendir cuentas a nadie de sus actos, no basta para que lleguemos a comprender y aceptar que, en un acceso de furia llegue a matar a Jesús. La objeción contra el corazón del Padre, ¿acaso no está formulada en las palabras que Bossuet pone en boca de Cristo: “Rostro de ini Padre, ¿dónde estás? Rostro dulce y paternal, no veo ninguno de tus rasgos; no veo más que a un Dios irritado”? ¿Cómo puede haber perdido el Padre, de pronto, su rostro paternal y perderlo frente a su Hijo amado?

Únicamente en nombre de la justicia —como hacernos muchas veces— se puede intentar defender la conducta del Padre en el drama sangriento del Calvario. Se dice que Dios no es solamente bondad y misericordia, y que está obligado ante sí mismo a actuar según los principios de la justicia. Y la justicia exigía una sanción para el pecado de los hombres. Era preciso ejecutar esta sentencia; y fue sobre Cristo sobre quien recayó su ejecución. De este modo el suplicio del Gólgota era el resultado de una reconciliación entre la misericordia divina, que quería perdonar a los hombres, y la justicia divina, que no podría conceder ese perdón sino mediante un castigo de la falta cometida.

Pero la dificultad no se resuelve por ese camino. En primer lugar, no se entiende bien cómo puede darse el nombre de justicia a la decisión de descargar sobre un inocente la sanción que debía caer sobre los culpables. Si la justicia exige un castigo del pecado, lo exige exclu

1sivamente para aquel que lo ha cometido y prohibe que se traslade este castigo a otro. Si el suplicio infligido a Cristo era un acto de justicia, ¿no es una monstruosidad? No solamente no reconoceríamos en ello la bondad del Padre, sino que tampoco veríamos su equidad.

En la obra redentora deberían aparecer al mismo tiempo la justicia y la bondad del Padre. Una vez que se hubiese aclarado cómo su acción no lesiona la justicia, quedaría por explicar cómo puede ser el fruto de su amoi A primera vista, tenemos la impresión de todo lo contrario. Incluso si no atribuimos al Padre ningún rasgo de cólera ni de venganza, deberíamos reconocer un papel que consiste en reclamar una reparación o una satisfacción por la ofensa cometida contra él. Este papel nos parece menos atractivo que el de Cristo: mientras que el Hijo se ofrece y se entrega hasta el fin para satisfacer a su Padre y para salvar a los hombres, el Padre parece pensar más en sí mismo exigiendo un homenaje a su propia persona, un sacrificio en su honor. De este modo el Padre se nos presenta bajo un aspecto que no es el del amor, en contraste con el Hijo.

Éstas son las dificultades que nos plantea el drama del pecado y de la redención. Todo esto deja su huella dentro del alma, y puede tener como efecto una apreciación menos favorable de la bondad del Padre, al aparecer éste más bien como un ser frío y temible. Aunque nos inclinemos ante Él y aceptemos su voluntad, nos cuesta trabajo reconocer su amor paternal; incluso si lo consideramos como Padre, lo miramos como un Padre severo, que inflige castigos y mantenemos la impresión fundamental de que el Padre nos ama menos que el Hijo.

Antes de responder a estas dificultades, digamos ya que, en realidad, el drama del pecado y de la redención, cuando se llega a comprender en todo su conjunto, se revela como una auténtica comprobación del amor del Padre, y que el corazón del Padre se nos descubre en esto animado exclusivamente por la bondad. No puede haber allí inferioridad del Padre frente al Hijo: si todo es amor en Cristo que nos rescata, igualmente es todo amor en el Padre que nos salva por medio de su Hijo.

La paternidad de Dios, la fe y la vida eterna e íntima de la Trinidad comunicada por el Espíritu Santo  a  todos los hombres y inhabitación por amor de la Trinidad:

(pag 97-113)

 

1,18), nos concedía un nuevo nacimiento. Para hacerse más íntegramente Padre nuestro, nos elevaba a la altura de su ser divino. Si Cristo resucitado hace alusión, ante todo, a esta nueva paternidad, una de las razones de este hecho es que amaba al Padre por encima de todas las demás cosas. Ansiaba, pues, darnos a conocer la dicha que teníamos al ser hijos suyos. A los que intentasen ahondar en el sentido de sus palabras, quería indicarles el gozo que experimentaría el Padre al ensanchar su amor paternal e introducir la inmensa familia humana en la familia divina. En efecto, todo el gozo de la resurrección, nacido en la mañana de Pascua y destinado a propagarse por el mundo a través de los tiempos, había salido del corazón del Padre. El Padre prodigaba su alegría cuando prodigaba su amor.
Pero si Cristo centra todo su primer mensaje en la indicación de la nueva paternidad de la que se benefician ahora su discípulos, es también porque este privilegio implicaba a los demás. La filiación respecto al Padre es el privilegio más fundamental, el que transciende al alma humana en su más honda realidad. Somos hijos del Padre en lo más pro- fundo de nosotros mismos, y esta filiación se encuentra en el origen y en la base de nuestra vida sobrenatural de cristianos. En esta filiación, el Padre nos ha dacio todo lo demás. Esta novedad, oficialmente
estrenada la mañana de Pascua, contenía todas las demás. Con esa nue-! va dignidad de hijos se relaciona todo lo que hay de bello y de grande ¿ en nuestra vida, todas las gracias que transforman nuestra existencia, la nobleza de nuestro destino y las alegrías que la acompañan. Todo descansa en nuestra índole de hijos, que nos abre, sin condiciones, los! tesoros del amor del Padre. Con la resurrección de Jesús, el universo ha cambiado de fisonomía, porque los hombres han recibido definitivamente su fisonomía de hijos.
Cuando elevemos nuestro reconocimiento a Cristo glorioso, que nos  ha merecido con sus sufrimientos la dicha de esta filiación, no debemos olvidar dirigirnos hacia el corazón del Padre, fuente primigenia de nuestro nuevo estado. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre—escribía san. Juan—, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (lJn 3,1).

Lo que ha salido a plena luz desde el día de Pascua es este amor,  esta predilección por la que el Padre “nos predestinó a reproducir la  imagen de su Hijo, para que fuera Él primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Cristo resucitado vuelve a los hombres como hermano mayor, como hermano que va a imprimir en nosotros su pare- ciclo, que no es otro que el del Padre. Porque Cristo es la “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). De modo que al darnos a Cristo, y al grabar en nosotros su imagen, el Padre nos comunicaba sus propios rasgos.
Su paternidad integral era una donación completa de Sí mismo. El Padre nos enriquecía con todo lo que poseía; nos hacía, en cierta manera, llegar a ser lo que era Él, haciéndonos partícipes de su vida divina. Llegaba hasta hacernos reflejar su rostro paternal, hasta a hacer resplandecer la sublimidad de su rostro divino en la debilidad de nuestro ser humano. Cuando Cristo pronunció, destinándolas a sus discípulos, las palabras: “Mi Padre y vuestro Padre”, veía ya en realidad, con su mirada espiritual, cómo llevaban en su rostro humano el reflejo de la faz del Padre. En ellos contemplaba ese rostro que tan bien conocía. Y lo contemplaba imprimiéndolo en ellos de una manera invisible. Así que cuando decía: “Mi Padre y vuestro Padre”, lo hacía con una secreta admiración, reconociendo en ellos a su Padre y al de ellos. En el fondo, esta admiración debería ser nuestra: deberíamos reconocer, con los ojos de la fe, el retrato del Padre en cada uno de nuestros hermanos y participal; sin cesar, de la alegría que experimentó Cristo resucitado al encontrar en sus discípulos el asombroso parecido del rostro paterno. Los dones de la vida íntima y de la luz
Desde que quiso asumir, respecto a los hombres, una paternidad integral, el Padre permanece inclinado sobre nosotros para dispensarnos todos los beneficios. Porque esta paternidad, eficazmente instituida a raíz del triunfo glorioso del Hijo de Dios, es un don que se perpetúa y se ejerce continuamente. En cada instante el Padre sostiene y renueva este don; sti amor paternal nos envuelve continuamente y nos coima con sus atenciones y favores.

Sin interrupción, hace brotar en nosotros una vida filial, revelando todos sus aspectos. “Dios nos ha dado vida eterna”, nos dice san Juan, añadiendo que esta vida se encuentra en su Hijo (1 Jii 5,11). Por esta vida eterna pertenecemos a un mundo superior. El Padre de los cielos nos hace vivir en el mundo celestial que es el suyo. Ciertamente se trata de una vida interior escondida, de la que sólo tenemos conciencia imperfecta y cuyo alcance no acabamos de comprender. Pero es una vida que oculta los más altos esplendores.
San Pablo emplea expresiones fuertes y atrevidas para describir estos esplendores secretos, y no deja de relacionarlos con el amor desbordante del Padre. Después de haber esbozado el cuadro de la humanidad abandonada a la aberración del pecado, declara: “Dios, rico
en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (por gracia habéis siclo salvados) y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, con el fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2,4-7). De este modo, llevamos ya en nosotros la resurrección y ascensión de Cristo: “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20). En la que llamamos vida de la gracia está inclLlido todo un mundo celestial. Difícilmente podemos calcular lo que esto significa. El curso exterior de nuestra vida terrena es bien poca cosa al lado de esta vida superior que anima el fondo de nuestro sei En nuestra frágil existencia carnal, tan expuesta a los avatares de los acontecimientos, se despliega ya una vida inmutable de una grandeza insospechada. Es la vida filial, por la cual el Padre nos ha admitido a su intimidad y nos ha hecho morar en ella.
San Pablo, que comprendía la inmensidad de este don, se daba cuenta de que era imposible percibir su valor sin una especial iluminación de lo alto. Y pedía al Padre la luz necesaria para reconocer y apreciar los beneficios con que nos colmó. “Que el Dios de nuestro Señorjesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo perfectamente, iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por Él, cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos y cuál la soberana grandeza cte su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que des‘legó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos” (EfI,17-20).
El Padre, inclinado sobre nosotros, es, pues, el Padre que obra en nosotros con todo su poder para, también en nosotros, realizar maravillas, ya que nos ha dejado su herencia: su Reino. Nos ha colocado ya en este Reino, que es el “Reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13). Porque en Cristo hemos siclo hechos igualmente “hijos de su amor”, hijos amadísimos del Padre. Este Reino se nos ha dado cabalmente como el corazón mismo del Padre. Ésta era la generosidad paterna que Cristo había admirado tan l)rofufldamente antes de que san Pablo se extasiase delante de ella: “No temas, peqLleño rebaño —les había dicho a sus discípulos—, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc 12,32). En la aparente insignificancia del grupo de sus fieles, Jesús discernía la grandeza de este Reino y la grandeza del amor del Padre, que se lo había destinado, lo cual justificaba la exclusión de todo temor.
Para el Padre, dar el Reino era dar todo lo que poseía. Y entre los bienes con que nos enriquece, entre estos tesoros de que gusta hablar san Pablo, sugiriendo que se trata de riquezas inagotables e inconmesu rabIes, está el don de la luz. El Padre que es “Padre de la gloria”, es decir, Padre de todo el esplendor de la vida divina que nos comunica, es el “Padre de las luces” (St 1,17), que ilumina nuestra alma. Es Él quien, según la palabra del Apóstol, nos llena del “espíritu de sabiduría y revelación”. Es Él quien “ilumina los ojos de nuestro corazón”. Con gesto paternal abre los ojos de sus hijos. Mientras que un padre humano debe limitarse a dejar hacer a la naturaleza y a recoger las primeras miradas y los primeros chispazos de conciencia de su hijo, el Padre del cielo suscita una mirada sobrenatural. Su acción va hasta el “corazón”, hasta la raíz más profunda del espíritu, produciendo en él una luz que lo hace capaz de alcanzar a Dios. Incomparablemente mejor que los padres que enseñan a sus hijos a conocer el mundo, el Padre celestial introduce a sus hijos en el conocimiento del mundo divino. Y hace que su inteligencia despierte a las realidades supraterrestres.
Es Él quien eleva a los discípulos de Cristo al nivel de las verdades de la fe. Se podría pensar que basta oír la enseñanza de Jesús para admitirla sin más y adherirse a ella. Que basta ver actuar a Cristo, sobre todo cuando realiza sus milagros, para reconocer en ellos a un personaje divino. Los mismos discípulos habrían estado tentados de pensar que creían espontáneamente en Cristo y que aceptaban su doctrina por una simple convicción natural.Jesús les hace comprender que todo acto de fe en Él proviene de una acción del Padre, de la secreta revelación que opera en el espíritu humano. Cuando en el camino de Cesarea, Pedro hace su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”,Jesús atribuye su origen al Padre: “Bienaventurado eres Simón, hijo deJonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). Según esta declaración, se ve en qué consiste la bienaventuranza de Pedro: no en el hecho de que acabe de realizar un acto de fe, sino sobre todo en la procedencia de este acto, la revelación del Padre. Es el Padre quien había iluminado su pensamiento y hablaba por su boca.
Es más notable todavía la exclamación de Jesús ante el espectáculo de unas personas sencillas, poco instruidas y de humilde condición, que le hacen una demostración de su fe, según relata san Mateo (Mt, 11,25). En seguida se comprende a quién se refiere Jesús; no a esas personas humanas a quienes se dirige, sino al Padre. Responde, pues, al Padre que le ha hablado a través del sentimiento de fe de esas pobres gentes. Subraya san Lucas que esta respuesta la pronunció transportado de gozo. Cristo se estremece, vibra en todo su ser, porque en esta fe de gentes del pueblo ha hallado, de una manera maravillosa, al Padre y su intervención: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se

las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10,21).
En consecuencia, lo más importante a los ojos de Jesús es que esta fe es la obra del Padre. Ésta es la razón de su alegría. Y afirma solemnemente: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27). Un hombre no podría, con su sola inteligencia, reconocer a Jesús como Hijo de Dios. Los tenidos por sabios, los inteligentes, acaban de demostrar que eran incapaces de ello. Por el contrario, gentes de inteligencia mediana acaban de conseguirlo para que sea evidente que la fe en Cristo no resulta de una perspicacia o de un saber mayores, ni de una educación más elevada de las facultades naturales. La facilidad de reflexión y raciocinio de que dan prueba los filósofos, la finura de intuición de los que consiguen inmediatamente analizar una situación y resolver la clave de un problema, no habrían podido descubrir lo que era auténticamente Cristo. Para descubrirlo había que recibir, por participación, el conocimiento mismo que el Padre tenía de su Hijo. Y este conocimiento divino que el Padre había comunicado a estas gentes sencillas brillaba en ellos a través de su adhesión de fe.

 
La palabra de Jesús nos hace sospechar toda la grandeza de la fe, porcue nos invita a situarnos en el verdadero punto de vista: el del Padre. La fe en Cristo es participación de la contemplación eterna con que el Padre mira a su Hijo y se complace en Él. También aquí se ve el cuidado del Padre por darnos lo más posible. Cuando nos inunda de luz, es la luz de su propio conocimiento divino. En la oscuridad de nuestras miras terrenas, llega a asociarnos a su mirada luminosa, enseñándonos a contemplar a su Hijo como Él mismo lo ve. Cada acto de fe es una nueva implantación en un espíritu humano de este SLlblime conocimiento del Padre.
Esta revelación otorgada por el Padre está precedida y acompañada de una atracción que es también de origen celeste y paterno: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jo 6,44), declara Jesús. En efecto, no conocemos bien y con profundidad más que lo que deseamos conocer; es indispensable un cierto gusto para que podarnos asimilar la luz que se nos da. Este gusto está suscitado y desarrollado en nosotros por el Padre. Aquí se vislumbra un trabajo íntimo por el que el Padre eleva nuestras aspiraciones y las dirige a fines sobrenaturales. A toda esta obra con la que el Padre nos presenta a su Hijo desde el exterior, haciéndolo nacer y vivir en Palestina y transmitiéndonos su memoria a lo largo de las páginas de la Escritura y en la enseñanza de la Iglesia, corresponde un inmenso y continuo trabajo en el interior de las almas para hacerles comprender eso invisible que se encuentra en Cristo. El Padre orienta los espíritus hacia su Hijo, en orden a una revelación hecha no solamente por la venida al mundo de la Palabra encarnada, sino también por una luz enraízada en lo más profundo de ellos mismos. Así, todas las verdades que poseemos por la fe y, sobre todo la verdad central de la divinidad de nuestro Salvador, son únicamente don del Padre.


El clon del Espíritu Santo


Los dones de la luz y la vida nos fueron concedidos en un don más fundamental: el clon del Espíritu Santo. Cristo nos anunció el envío del Espíritu Santo como el clon supremo que coronaría toda la obra de la redención realizada por el Padre. “Os conviene que yo me vaya —no dudó en decirles a sus discípulos— porque, si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” Un 16,7). La presencia del Espíritu Santo debía, pues, compensar la partida de Cristo. O, más exactamente, esta presencia debía conservarnos todo lo que Cristo había aportado a la humanidad. Es el Espíritu Santo quien tiene por misión establecer el Reino de Cristo entre los hombres. Él hace vivir a Cristo en el alma de los cristiano. Es sobre todo Él, que guarda la verdad enseñada por Cristo, quien la vitaliza, en cierto modo, a nuestros ojos, porque es Él quien nos hace penetrar en su verdadero significado: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” Un 14,26). En el Espíritu Santo poseeremos, pues, todos los bienes de nuestra salvación y nuestra santificación.

En el envío solemne del Espíritu Santo que se efectuó en Pentecostés y, más todavía, en el envío continuado en el interior de las almas, hay que reconocer un don que lleva la impronta del Padre. Cristo mismo ha insistido sobre el origen paterno de la venida del Espíritu Santo; ha declarad o que el Espíritu Santo “procede del Padre” Un 14,26) y será enviado por el Padre. Lo llama “la promesa del Padre” (HcIi 1,4).
Es el Espíritu Santo quien, donado como fruto de toda la Redención, constituye el don supremo del Padre. Con Él nos comunica el Padre el fondo de la vida divina. Dios es amor y, precisamente, el Espíritu Santo es la persona divina que expresa el amor divino. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre y este mismo amor se concreta en una tercera 1 persona divina: la persona del Espíritu Santo. Esta persona es el don mutuo de las otras dos. Por eso, cuando se nos dona esta persona, recibimos el don del Padre y del Hijo. O, dicho de otra forma, y por emplear un lenguaje más humano, son los corazones del Padre y del Hijo los que se nos donan en el Espíritu Santo, puesto que es el amor mismo de las otras dos personas. Ahora se comprende que el envío del Espíritu Santo es el don en que más íntegramente se ha empeñado el corazón del Padre. Con Él se nos daba en una efusión de amor, con el que nos donaba a su Hijo en la insondable intimidad que lo unía con Él. Enviarnos el Espíritu Santo era, por así decirlo, arrancarse el corazón y dárnoslo en propiedad.
Debernos, pues, reconocer en el Espíritu Santo el mismo amor del ¡ Padre que viene a nosotros. Esta violencia con que descendió sobre los discípulos en Pentecostés, apoderándose de sus almas y metarnorfoseándolas, no era otra que la violencia del amor del Padre, esta “extraordinaria grandeza del poder” del Padre que, según expresión de san Pablo, ejerce sobre los creyentes. Ella pone de relieve todo un aspecto de este amor paternal, que no es solamente ternura afectuosa, sino también soberana y eficaz energía. Su omnipotencia la emplea el Padre en su amor, amor que se despliega con una fuerza prodigiosa. Esta fuerza divina no duda en trastornar la tranquilidad humana, en aguijonear a las almas en que trabaja, como vemos que sucede en el Ce-

náculo en el momento de Pentecostés; viene con repentino estrépito a arrancar a los discípulos de su vida escondida de hombres atemorizados. Sin embargo, es una fuerza que no se ejerce contra los hombres para quebrantarlos ni aplastarlos, sino en su favor, para sostenerlos y galvanizarlos. Es una fuerza que los derriba, pero que realmente les es dada, que pasa sobre ellos y los domina. En adelante los hijos se ven parapetados tras la fuerza del Padre.
Por eso san Pablo declara que es por gracia del Padre, que nos comunica “su Espíritu”, por lo que recibimos fuerza y energía para nuestra vida espiritual, para lo que llama “el hombre interior”. Que el Padre nos “conceda, según la riqueza de su gloria —dice a los Efesios— que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ef3, 16). Y este don lo ve el Apóstol como la manifestación particular de la paternidad divina, pues antes de expresar este deseo escribía: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (3, 14). El don del Espíritu Santo es el don del Padre a los que constituyen su familia. Y es, más especialmente, un don de fuerza, porque el Padre representa y posee la fuerza soberana de donde nace todo lo que existe. Por su Espíritu, el Padre nos comunica, en cierta manera, su propiedad de Ser Todopoderoso.
A esta comunicación de fuerza aludía Cristo cuando animaba a sus discípulos a no temer a sus perseguidores. La energía y la luz les serían infundidas al mismo tiempo a aquellos cristianos entregados a los tribunales: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,19-20). Para percibir todo el alcance de esta afirmación hay que recordar el primitivo valor de la palabra “espíritu”, que significaba “soplo”, “hálito”. Sobre las palabras de los cristianos que comparecen ante sus jueces vendrá el soplo mismo del Padre: es su respiración, que medirá sus frases y les dará contenido. Y este soplo tendrá un carácter paternal, pues Jesús tiene cuidado de decir, no simplemente “el Espíritu del Padre”, sino “el Espíritu

de vuestro Padre”, para dejar bien claro que el soplo que saldrá de la boca de sus discípulos estará dotado del poder del Padre, de un Padre que les pertenece y les dona cuanto posee. A través de esto vemos hasta qué punto se mezcla la vida del Padre con la de sus hijos: ¿qué mayor intimidad que la del soplo divino que viene a animar la respiración y el lenguaje humano? El hecho de que el Espíritu Santo sea una persona distinta del Padre no impide, pues, esta intimidad, ni marca ningún alejamiento de Él; soplo y respiración del Padre nos traen la vida profunda del Padre, el lenguaje del Padre y el poder irresistible de este lenguaje.
La predicción de Jesús se realiza en san Esteban, lleno de tal potencia maravillosa que sus adversarios no pudieron resistir al Espíritu que hablaba en él (HcIi 6,10). San Pablo también tendrá esta experiencia, por ejemplo, cuando anuncie a los Corintios “el misterio de Dios”, el plan de Redención obrado por el Padre; comprobará que el mismo Padre traspasa su poder a esta predicación, por la fuerza persuasiva del Espíritu Santo (1 Co 2,1-5), que tantas conversiones arrastrará.
De que el don del Espíritu Santo sea específicamente paterno, tenemos un indicio en la declaración de Cristo —tal como nos la transmite san Lucas— sobre la manera en que el Padre escucha nuestras peticiones. Jesús ha tomado como ejemplo a un padre humano; por muy malo que sea,jamás este padre dará una piedra al hijo que le pide pan, ni una serpiente en lugar de un pescado, ni un escorpión en vez de un huevo. Y concluye: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13). En la liberalidad del Padre celestial respecto a nosotros, el Espíritu Santo representa, pues, eso que en la generosidad de un padre humano son las cosas buenas que no se niegan jamás a los hijos. Es el don que atestigua más vivamente
¡ la solicitud y afecto paternales. Aquél en quien se encierran todos los bienes distribuidos por el Padre celestial. El don por el que prueba que es nuestro Padre.

Como este don del Espíritu Santo es el don más característico del corazón del Padre, más que con su fuerza nos enriquece, ante todo, con su amor. “El amor de Dios —escribe san Pablo— ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Se trata del amor redentor, el amor que Dios nos ha demostrado con el sacrificio de la cruz: aun cuando éramos sus enemigos por el pecado, envió a Cristo a morir por nosotros (Rom 5,8). Este amor no se ha quedado en nuestro exterior: ha penetrado en nosotros y, con él, toda la vida divina (cfr. Roin 5, 10). Por el Espíritu Santo que nos ha sido ciado, el amor del Padre, que se había manifestado fuera de nosotros, públicamente, por el sacrificio de Cristo ha penetrado en nuestros corazones y ha venido a ser posesión nuestra. El Apóstol ve en él la garantía para afirmar que “la esperanza no falla” (Rom 5,5); los cristianos no podrían ser defraudados en su esperanza, porque el amor que el Padre les ha demostrado con la obra de la Redención no es algo externo a ellos mismos. Podría decirse que se han convertido en señores de este amor que nadie les podrá arrebatar ni será sofocado por ningún tipo de dificultades.


Entregado como propiedad a los cristianos por el Espíritu Santo, este amor del Padre los hace vivir con los mismos sentimientos: los impulsa a amar a los hombres corno el Padre los ama. Excita en los corazones el “carisma” de la caridad, el mayor y más elevado de los carismas o dones divinos, el que domina y resume todos los demás, el que da valor a una vida humana y permanece, definitivamente, hasta el más allá (cfr. ¡ Co ¡3, ¡ss.). Así, el amor del Padre invade toda la psicología humana, impregna a los cristianos de esta generosidad total que el Padre ha tenido hacia ellos para que ellos, a su vez, puedan volcarla en el prójimo. Todo lo que ha habido de prodigioso y extraordinario en el amor del Padre cuando entregó a su Hijo en sacrificio por nosotros está actuando, a cada instante, en el corazón de los cristianos para producir en ellos un amor prodigioso hacia sus hermanos. La caridad cristiana tiene por medida la inmensidad del corazón del Padre y es animada siempre por la persona divina del Espíritu Santo, es decir,

por lo que hay de más amor en el amor, por el amor personificado del PadreydelHijo.
Por eso puede decir san Pablo que la caridad no conoce límites: “Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” y “no pasará jamás” (1 Co 13,7-8). Lleva en síla infinitud del corazón del Padre, lo mismo que su eternidad. Infinitud y etrni _que han bajado al corazón de los discípulos de Cristo. Así se explican las maravillas secretas que la caridad hace realizar a los cristianos más humildes en la penumbra de su existencia cotidiana. Así se explica la grandiosa epopeya de la caridad de la Iglesia que se perpetúa por el mundo a través de los siglos. Caridad que ha suscitado, suscita y suscitará siem1)1-e una gran diversidad de instituciones y obras, un despliegue sumamente variado de entregas al servicio del prójimo. En esta abundancia y variedad de rasgos de amor humano, en los que no es raro el heroísmo, se extiende la anchura sin límites del amor del Padre, infundido en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo. Eso es lo que da grandeza al menor acto de caridad; que compendia la benevolencia paternal de Dios por los hombres.

 

La inhabitación del Padre en las almas


Por el sacrificio de Cristo se obró la reconciliación de los hombres con Dios. Desde entonces, según la expresión de san Pablo, tenernos “acceso al Padre” (Ef2, 18); es decir, que podemos considerarnos de su casa, como sus familiares, y que, por consiguiente, podemos recurrir y dirigirnos a Él en nuestras necesidades y contar con su apoyo. El Padre nos ofrece su intimidad y se pone a nuestra disposición; podemos atrevemos a decírselo todo, tener con Él la audacia que se suele tener con las personas a las que se conoce bien y de las que no se debe esperar otra cosa que favores y simpatía. Las relaciones con el Padre deben estar gobernadas por la confianza, puesto que el acceso a Él es total (Ef3, 12). Hay una atmósfera nueva, diferente de la del Antiguo Testamento, donde el temor —sin excluir tampoco el amor— desempeñaba un papel más importante en las relaciones de los judíos con Yahvéh.

San Juan, para caracterizar las relaciones de intimidad con el Padre, se sirve de una expresión fuerte y expresiva: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (liii 4,16). Apoya esta afirma[ ción en el principio de que “Dios es amor”; así pues, permanecer en
el amor es permanecer en Dios. Ya hemos visto cómo la presencia de la caridad en nuestros corazones entrañaba una presencia del amor del Padre. Consciente de esta verdad, san Juan considera nuestra cercanía con el Padre como algo más profundo que un simple acceso a Él en calidad de familiares. El que permanece en la caridad no sólo permanece junto al Padre, como un hijo en su casa, sino en Él. Su morada es el Ser mismo de Dios. Es diferente “vivir en alguien”. En este último caso, la intimidad está situada en lo más profundo del ser; es una condición vital. Vivir en Dios es encontrar en Él el manantial de su vida.


Esta permanencia en Dios significa que en Él se encuentra también el reposo. El término “permanecer” evoca calma y tranquilidad: se ha instalado en Dios de una manera estable, por encima de todo el flujo y reflujo de las contingencias terrenas. Comienza la estabilidad de la vida eterna. Esta estabilidad no es sólo superior a todas las sacudidas exteriores que conmueven la existencia humana, y a sus pruebas y trastornos; resiste, asimismo, todos los torbellinos y cambios psicológicos y las crisis de las situaciones afectivas, con tal que se continúe en la caridad. No es necesario, de ningún modo, sentir que se permanece en Dios; es imposible que se mantenga continuamente este sentimiento, porque viene y desaparece. Pero la realidad de la permanencia indica precisamente una intimidad que persiste objetivamente, sean cuales sean las impresiones subjetivas que se puedan tener.
Ésta es la intimidad que Cristo había querido conservar con sus discípulos. Antes de dejarlos, les había pedido permanecer en su amor para permanecer no sólo con Él, sino en Él. “Permaneced en mi amor” U 15,9) —les había dicho—, “Permaneced en mí como yo en vosotros” U 15,4). Y es esta misma intimidad la que debe unirnos al Padre, puesto que se trata de permanecer, por la caridad, en el Padre. Intimidad que es recíproca, ya que a su vez Dios permanece en nosotros.

La reciprocidad por la que el Padre permanece en nosotros cuan- do nosotros permanecemos en Él tiene algo de asombroso. Se concibe fácilmente que permanezcamos en Dios, pues Dios es el Ser infinitamente inmenso, que todo lo puede contener y rodear. Habitar en Él es habitar en un abismo que nos viene ancho en todas direcciones. Entusiasma pensar que el Padre nos recibe como huéspedes en la inmensidad de su Ser divino y que, en vez de perdernos en esta inmensidad o empequeñecernos en sus dimensiones, gocemos de la intimidad de su amor paterno. Pero nos consuela todavía más pensar que Dios permanece en nosotros. Es algo inesperado. Que Dios nos contenga es algo que se puede comprender, pero que contengamos a Dios en nosotros mismos es realmente sorprendente. Hay que admirarse de que en la Jequeñez humana pueda caber la grandeza divina. Y no es menos admirable que el Padre quiera habitar en sus criaturas sin juzgar como favor suficiente el que sus criaturas habiten en Él. Sólo el fervor de un amor paternal sin límites podía inducirlo a residir de manera continua en seres tan inferiores a Él y hechos íntegramente por su mano.
El Padre no se contenta con donamos el Espíritu Santo, con el que ¡ —como ya hemos advertido— nos entrega su amor, dándonos, por así decirlo, su corazón en prenda. No se limita, por este mismo Espíritu Santo, a hacer que “Cristo habite en nuestros corazones” (Ef3, 17). Sino que viene Él mismo en persona, con su Espíritu y su Hijo, a habitar en nosotros.Jesús había anunciado a sus discípulos que la comunidad de las personas divinas vendría a establecerse en ellos. Del Espíritu Santo había dicho: “mora en vosotros y en vosotros está” U 14, ¡7). Y había añadido esta bella predicción, refiriéndose al Padre y a Sí mismo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” U’ 14,23). Con esta promesa iba mucho más allá de lo que había sido presentado en el Antiguo Testamento como el favor supremo concedido a Abraham: la visita que tres hombres le habían hecho en el encinar de Mambré, y que significaba una aparición del mismo Yahvéh (Gii 18, 1 \ ss). El patriarca había corrido a su encuentro tan pronto como los divisó. Les había ofrecido descanso y se había puesto a su servicio dándoles de comer. Eso fue un primer símbolo de este acto de Dios que lleva su benevolencia hasta venir a buscar descanso entre los hombres; a recibir de ellos humildes homenajes y servicios, a participar de una comida humana como señal de comunidad de vida. En esta visita de tres personajes aún innominados hay un misterio que, con la perspectiva del Nuevo Testamento, nos parece indicar ya la intención de las tres personas divinas de venir a habitar entre los hombres. No es más que una primera figura, bien imperfecta, pues se trata de una visita pasajera, de un encuentro esporádico. La realidad sobrepasa con creces a la imagen: consiste en un encuentro que se produce invisiblemente en las profundidades del alma y en una visita que se convierte en inhabitación perpetua. En vez de tres personajes todavía sin nombre, recibimos en nosotros a las tres divinas personas que Cristo nos ha revelado.
Es significativo que, como fundamento de esta venida de la TrinicIad a nosotros,Jesús cite el amor del Padre; “Mi Padre lo amará y vendremos a él” Un 14,23). Es siempre este amor paternal lo que guía las relaciones de Dios con nosotros. Todo tiene su origen en el corazón del Padre. Aqui, sin embargo, este amor del Padre no aparece corno la Tidcjue precede a todas las demás, pues se da corno respuesta a la caridad de los hombres; para beneficiarse de este amor hay que amar por anticipado a Cristo y cumplir sus mandamientos. ¿Hay alguna contradicción entre esto y la primacía absoluta del amor del Padre, que
—como ya hemos subrayado— se dirige primero a nosotros, con una generosidad completamente gratuita y con independencia de nuestros méritos, por puro favor divino? En absoluto. Porque este primer amor permanece; pero, para cumplir su designio en cada alma individual, tiene necesidad de una libre colaboración por parte de esta alma. El amor del Padre no nos apremia a seguirlo ni nos encadena a Él por la fuerza. Precisamente porque es amor evita avasallarnos, privarnos de nuestra espontaneidad y de la posesión de nosotros mismos. Tiene la delicadeza de respetar cuidadosamente nuestra libertad. Por eso el Padre

sólo viene a establecer su morada en nosotros después de nuestro consentimiento y buena voluntad. Cuando un hombre se encuentra en buena disposición, un nuevo amor —si se puede decir así— viene a reforzar el primer amor que el Padre le tenía, y por este nuevo amor el Padre empieza a habitar en el alma. Y entonces puede realizar el proyecto, que había foijado con anterioridad en su corazón, de llevar en él su amor hasta la plenitud. j.
El Padre no quiere, pus, entrar en un alma más que cuando las puertas se abren por sí mismas. No las fuerza. Pero una vez que ha entrado, acogido por una voluntad que se ofrece libremente a Él, ¡con qué complacencia lo hace! Su corazón paternal se goza en venir a descansar en el corazón del hombre. Podemos vislumbrar por el Evangelio el gozo que debía experimentar Cristo cuando al atardecer, después de una jornada fatigosa, se iba a reposar a Betania, en compañía de Lázaro, de Marta y María. Por el elogio de la actitud de María, llena de solicitud por su presencia, ha mostrado de qué modo deseaba ser recibido, no solamente en aquella casa, sino también en el corazón de los que habitaban en ella. El Padre no pone menos diligencia en venir a los corazones que se le abren y en colmarlos con su presencia reconfortante.
Su entrada en el alma la hace con tanta delicadeza que fácilmente pasa desapercibida. El Padre no es de esos huéspedes inoportunos que imponen su presencia como un peso, y menos todavía se presenta como un personaje cuya importancia provoca tensión por sí misma. Nosotros lo llevamos en nuestro interior sin ponernos a dudar de ello, sin experimentar ninguna molestia ni estorbo. Es Él quien amolda su presencia a la forma de nuestra existencia, quien acepta seguir el ritmo de nuestra vida para transformarla en algo mejor por esa intimidad con Él. Lo hace tan bien y se adapta tan completamente a nosotros que tenemos dificultad en convencernos de que Él, el Ser todopoderoso, habita verdaderamente en nosotros. Permanece en nosotros en el silencio, pudiéndose revelar, si quisiera, en un deslumbramiento de su luz o en la demostración impresionante de su soberanía. Es el silencio de la bondad, que se pone a disposición del otro sin hacerse notar. El silencio del amor que se hace todo en todos.


Aunque esta presencia amante del Padre pueda prolongarse sin hacerse reconocer ni sentir, coloca al alma en una atmósfera nueva. Cuando desciende al fondo del corazón humano, funda en él un asilo de paz, de dicha secreta, a veces apenas perceptible, pero cierta. El Padre no puede penetrar en un alma y vivir en ella sin llevarle algo del gozo del cielo.
Hace respirar la paz de su amistad. Esta paz, regalo de la Redención, que manifiesta el pacto establecido entre Dios y los hombres. Ésta era la paz que los judíos se deseaban al saludarse. San Pablo la menciona al principio de sus cartas corno un don esencial que viene del Padre y de Cristo: ‘Gracia y paz de parte de Dios Padre nuestro, y de Jesucristo Nuestro Señor” (1 Co 1,3; 2 Co 2, etc.). En el alma en que el amor divino ha triunfado, la paz ha sustituido al tormento interior, a la profunda escisión prodLicida en el hombre por el pecado. Al separar al hombre de su Creador y al hijo de su Padre, el pecado abre una brecha en la misma alma, una insatisfacción fundamental, una perturbadora iiiquietud. Con la gracia que suprime el estado de pecado sobreviene, por el contrario, una satisfacción que aleja las causas de la turbación. Este apaciguamiento recibe su amplitud del hecho de la presencia del Padre, que da fe del acuerdo del hombre con Dios y consiguientemente, de su acuerdo consigo mismo. La permanencia amistosa del Padre hace paladear este acuerdo y que el alma se sienta completamente a gusto. Este placer se encuentra, discreta pero realmente, en el sentimiento de una buena conciencia. Se sabe qué papel puede desempeñar este sentimiento en la alegría de una vida humana. No hay que perder de vista que está sustentado y estimulado por la inhabitación del Padre en el alma. Así, lejos de pesar o molestar, esta presencia del Padre sirve de alivio, de feliz descanso.
La inhabitación del Padre en el alma bien dispuesta es una de esas verdades que deberían cautivar nuestra existencia. Y lo conseguiría si nos persuadiésemos más íntimamente de lo que nos enseña la fe y cayésemos en la cuenta de su excelencia. El Padre está mucho más cer can

a nosotros, mucho más mezclado en nuestra existencia de lo que odeios sospechar. Vive en nuestra compañía mucho más que nosotros en la suya. La felicidad esencial que nos ofrece debería dilatarnos mucho más vivamente. ¡Qué gozo poseer en nosotros al Padre! Poseer al Padre en la expresión que emplea san Juan: “Quien confiesa al Hijo,
rosee también al Padre” (iJo 2,23; cfr. 2Jn 9). Dejándose poseer por nosotros, ¡qué dimensiones confiere el Padre a nuestra alma!.

 

 

 

 

María delegada por el Padre como Padre-Madre de la humanidad

 

 

El don de María

 

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad cii comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —deiiiasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió dariios una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es coiiio nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, Liii testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre. Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que iios ha ofrecido el Padre. En su rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.
Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como cii uno maternal. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. Eii efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos pateriiidad y maternidad. El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.


Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es como si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran esconclidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo ciue este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.
Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan como gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

r Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia, Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15). Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos: “iHijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Go 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada. Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel supenor, tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papel de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso. El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atrac 7

tiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que coima el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecicio como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina. Él, ciue poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal.


Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de ciar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad. Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos.


Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Ella es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.


Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante. Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Ella, por tanto, nos ha dacio a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.
La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad dei Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano.
Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor iel Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad. En la Madre Dolorosa, que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor pa-
ternal que ha llegado hasta el fin.


No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María tina indulgencia, una bondad y una mise- rico rdia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese crite1 rio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bon dad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus - relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hom- bre puchera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.


Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de lajusticia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual. El Padre actúa con cada uno de nosotros corno con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente
bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María,  lleno de dulzura y suavidad. 

Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene! de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de sul acogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía. Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros. Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidacles del corazón del Padre. La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre.

 

 

Para la meditación Si existo, es que Dios me ama

El don de la Iglesia


De la misma manera que constituyó a María como imagen de su corazón paternal, el Padre ha querido imprimir profundamente la marca de su paternidad en la Iglesia. Ha querido que la Iglesia se nos presente como una madre. Para que sus hijos gozasen de un ambiente que sea la traducción humana de la atmósfera que crean los padres en un hogam; ha decidido que la vida cristiana no se desenvolviese simplemente en almas individualmente aisladas, sino en una comunidad, y que esta comunidad implicase un auténtico ambiente materno. Así, el don de la Iglesia a los hombres aparece como una manifestación característica de un amor paternal que desea expresarse en formas concretas.


La Iglesia ha sido reconocida como una madre desde los primeros siglos del cristianismo, porque se veía en ella la gestadora de la fe en las almas. De hecho, esta comunicación de la fe es parte de la comunicación, más abundante, de la vida de la gracia. Por los Sacramentos, y sobre todo por el Bautismo, la Iglesia hace surgir y desarrollar la vida divina en las almas. En el momento del bautismo, especialmente, toma la figura de quien da nacimiento al nuevo cristiano. Y, en consecuencia, tiene el encargo de fomentar, por todos los medios, esta vida que ha transmitido: encargo maternal que cumple poniendo a disposición de los fieles, además de los sacramentos, un vastísimo conjunto de elementos que ayudan a la santificación y permiten un florecimiento espiritual: la proclamación de la verdad por el magisterio y el esclarecimiento progresivo de esta verdad, a través de todo un trabajo de investigaciones y de precisión realizado por la Teología. Trabajo que constituye un auténtico patrimonio de la Iglesia; el gobierno jerárquico de leyes y de instituciones y un cuadro viviente de orientación de las actividades; la distribución de tesoros de gracias por la solidaridad comunitaria y el ejercicio de una misión educadora por medio de la cual la Iglesia se preocupa de elevar el nivel espiritual y moral de los pueblos y de la humanidad entera. La Iglesia desempeña verdaderamente un papel de madre, que consiste en hacer brotar la vida de la gracia, en protegerla, en favorecer y guiar su desarrollo.

Si el término de función maternal es el que mejor expresa la misión de la Iglesia, es porque la Iglesia ha siclo formada por el Padre a su propia imagen, como María, para representar ante los hombres su paternidad. Muy a menudo corremos el peligro de olvidarlo y admiramos la providencia maternal de la Iglesia sin pensar que es una efusión del corazón del Padre, que su cualidad de madre es una afirmación de esta pa-ternidad divina, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef3, 15).

En la Iglesia misma hay muchas manifestaciones particulares de su actividad que llevan más especialmente el sello de la paternidad celeste que desea imprimirse en ella. Es sabido que una de las características esenciales del gobierno de la Iglesia es su aspecto paternal. Su jerarquía está establecida por medio de un sistema de administración, es verdad, pero sin que esta tarea pueda ser únicamente tratada como labor administrativa realizada por funcionarios: debe llevar el sello de la solicitud paternal. La autoridad de los que tienen un puesto de gobierno es la de los pastores; quiere eso decir que tienen por misión conducir un rebaño cuyas ovejas aman y conocen. Así sucede con el Papa, que ostenta el hermoso título de Pastor de todos los fieles. Los amplísimos poderes con que ha sido investido, si hubieran sido conferidos a una sociedad puramente humana entrañarían grandes peligros de absolutismo, tiranía y arbitrariedad; pero, precisamente porque están incluidos en una misión pastoral y paternal de orden superioi se realizan en un espíritu diametralmente opuesto al de un tirano caprichoso. Es el suyo el espíritu de un poder muy amplio que emplea todos sus recursos al servicio de aquéllos por los que existe, y que traduce sim fuerza en una benevolencia fundamental. Es una imagen asombrosa de la autoriclad del Padre celestial, cuya omnipotencia hubiera podido afianzarse por mecho de una soberanía tiránica, pero que ha escogido, por el contrario, concentrarse en un amor más benevolente.
/ Así sucede también con todos aquellos que han recibido alguna par- t Íticipación en el cargo pastoral del supremo Pontífice, y que no deben usar de los poderes con que están revestidos si no es para dejar traslucir la paternidad divina de la cual son mensajeros. Por eso, los sacerdotes no son sólo los representantes de Cristo en la tierra, sino también los representantes del Padre. Especialmente cuando dan la abso-\ lución al fiel que viene a confesar sus pecados, tienen un gesto cminentemente paternal: el de una misericordia que acoge, perdona y cura. Cuando se inclinan sobre todas las angustias humanas, dirigiéndose a su encuentro para intentar socorrerlas, ¿no representan ante los hombres al Padre celestial continuamente inclinado sobre ellos? La cura de las almas que pastorean les exige mostrar en la medida posible, en su comportamiento personal, la solicitud activa y generosa del Padre respecto a sus hijos. Su apostolado debe ejercitarse, pues, bajo el signo del amor paternal.
Además, que así es como Cristo había entendido su propia misión de Pastoi Ha querido ser Buen Pastor, como el Padre había sido ya anunciado que era el Pastor del pueblo judío (Ez 34). Y su amor era una réplica del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Un 15,9). También se oye resonar en las palabras de Jesús la nota de un afecto paternal: es el afecto que nos dirige de parte del Padre: “Hijos míos”, les dice a sus discípulos (Mc 10,24). “iÁnimo, hija!”, le dice a la mujer atemorizada y temblorosa que se presenta a Él después de haber tocado su manto y obtenido su curación (Mt 9,22). En el mismo tono se dirige al paralítico cuando quiere otorgarle la remisión de los pecados: “jÁnimo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt9,2).Juntas van la acción yla palabra del Padre, que perdona. ¡Cómo se revela esta solicitud paternal en el cuidado que pone Cristo en velar sobre sus discípulos con toda suerte de atenciones! Aunque vive en extrema pobreza y sencillez, no deja que le falte nada al grupo de SUS fieles y provee a todas sus necesidades como lo haría un padre o una madre. En el momento de la Pasión, los discípulos podrán confesar que así fue realmente durante la vida pública de SLI Maestro (Lc 22,35-36).
Incluso con los que se le resisten ejerce este afecto paternal, que Cristo expresa de modo tan conmovedor increpando a la ciudad santa: “Uerusalén,Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que

le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23, 37). En este apóstrofe grandioso e íntimo a la vez, ¿no se deja ver el deseo del Padre de realizar la unidad de sus hijos en torno a Sí, que se traduce en toda su vivacidad, con un profundo respeto a las libertades que no se quiere forzar, ni siquiera con una ternura demasiado acaparadora?
Continuadora de Cristo, la Iglesia se sitúa directamente en la prolongación de este cuidado paternal de congregar en la unidad a los hijos del Padre, ‘corno la gallina recoge a sus pollos bajo las alas”. Lo que Jesús había intentado hacer, en nombre del Padre, por la reunión del pueblo elegido, la Iglesia se ha encargado de realizarlo progresivamente en todos los pueblos y en todos los hombres. Por ella, el Padre extiende las alas de su protección paternal sobre la humanidad, fusionándola con el calor de su amor.
Como testigos de este amor, hay que citar, además de todos aquéllos que han siclo nombrados pastores del alma, a los innumerables realizadores de la obra educadora de la Iglesia. Hemos estereotipado la misión educadora encomendada a la Iglesia, que corresponde también a un papel maternal. A ella consagran sus vidas un gran número de hombres y mujeres, todos aquellos que se dedican a la formación cristiana de la juventud. La primera nobleza de esta vocación consiste en la semejanza que tiene con la paternidad misma de Dios. Estos hombres y mujeres deben ser considerados, ante todo, como un don del Padre a  la humanidad, un don profundamente paternal. Por el hecho de su actividad, asumen una paternidad o maternidad de orden moral y espiritual. En ellos y por ellos el Padre celestial modela el espíritu, el corazón
y el carácter de sus hijos, los abre a una vida divina más ancha y espaciosa afincándolos en ella sólidamente, y graba en ellos los principios de una conducta moral que responda a su condición de hijos de Dios.
 ¡Grandeza de los educadores y educadoras, a quienes el Padre ha confiado sus propias responsabilidades paternales y a los que desea prestar su propio rostro de Padre, de una bondad firme, activa e incansable!

Ésta es también la paternidad que se revela en todos aquellos que, en la Iglesia, se dedican a consolar las miserias humanas. La Iglesia jamás ha carecido de miembros que lleven su mensaje de caridad evangélica a los pobres, a los enfermos y a todos aquellos que sufren o tienen

necesidad de socorro. En la abigarrada multiplicidad de obras en las que se organiza esta ayuda al prójimo, en la generosidad de estas existencias humanas cuyas energías íntegras se consagran a aligerar las cargas de los demás, tenemos que reconocer al Padre de los cielos, continuamente inclinado sobre los hombres, prodigándoles su simpatía misericordiosa. Cuando un enfermo admira a la religiosa que lo atiende con entrega maternal, es el corazón del Padre lo que encuentra en ella. El leproso que llama “mano de Dios” a la mano de la hermana misionera que cura sus llagas, ha rozado esta verdad. ¡Cuántos hombres rebeldes a la religión han llegado a convencerse de la existencia de Dios porque han sido testigos de la entrega totalmente sacrificada de una religiosa! Su intuición es exacta, pues es verdaderamente a Dios a quien descubren en esta maravillosa generosidad e, incluso, lo que hay de más profundo en Dios: un corazón paternal. En esta entrega descubren, al mismo tiempo, a la Iglesia con su verdadero rostro: el rostro de una madre llena de bondad.

sobre todo, que vayamos a sacar siempre más del abismo de su amor, que tornemos cada vez con mayor avidez lo que nos ha dado. Quiere cine los hombres tomen de nuevo y sin cesar en el acto del sacrificio, por medio de los sacerdotes, a ese Hijo suyo cuyos brazos Él mismo extendió sobre la cruz. El Padre que había aspirado a darnos a su Hijo como prenda decisiva de su afecto paternal, ambiciona hacer pasar este don más plenamente a la humanidad. Pretende agrandar su generosidad en cada una de nuestras eucaristías de la tierra, ser más totalmente nuestro dándonos como propio una vez más a su Hijo.
Si la Eucaristía, en su aspecto de sacrificio, constituye el don primordial del Padre, implica igualmente este don en la comunión y en la presencia real. En la comunión, bajo su aspecto de alimento distribuido a los fieles, se manifiesta la solicitud del Padre que se preocupa de sustentar la vida del alma en sus hijos. Porque es al padre de familia a quien incumbe normalmente la tarea (le alimentar a los suyos. Es él quien da el pan a sus hijos. Al enseñarnos a orar al Padre, Cristo nos hace decir: “Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy” (Mt 6,11). Y cuando anunció la institución de la Eucaristía, después (le haber tenido el detalle paternal de saciar de pan a las multitudes que le escuchaban, no dejó de declarar que el pan eucarístico sería dado por el Padre celestial, directamente por Él, mientras el maná del desierto había sido dado por medio (le Moisés. A los judíos que pedían un prodigio comparable al maná, Cristo responde que el Padre va a realizar un prodigio superior, pues es el verdadero pan que va a ser repartido a los hombres, el que alimenta la vida espiritual: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” Un 6,32-33). Por el pan eucarístico, Cristo promete comunicar la vida del Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí” (Iii 6,57). Así pues, es el Padre quien alimenta; más aún, alimenta con su propia vida, transmitida por su Hijo. El que primero distribuye la comunión es, por tanto, el Padre: (le Él, inclinado sobre cada fiel, desciende

el pan del cielo, el Cuerpo del Señor depositado sobre cada comulgante. En este instante, de lo más profundo de Sí mismo, el Padre nos entrega su vida divina. De este don del Padre es de donde saca el fiel las fuerzas necesarias para no desfallecer en el camino, para llevar una vida cristiana digna de su calidad de hijo. Don paternal; paternal también la presencia real de Cristo, prolongada indefinidamente en nuestros tabernáculos. Si Cristo vino a nosotros en virtud (le la voluntad del Padre la vez primera, permanece entre nosotros bajo las apariencias de pan por esta misma voluntad. El Padre ha querido que guardásemos para siempre a su Hijo encarnado y que la presencia con la que Cristo había regocijado a los primeros discípu los siga envolviéndonos, presidiendo nuestra vida.
Con esto, el Padre acaba y realiza plenamente lo que había inaugurado en el Antiguo Testamento, cuando dio a los judíos en prenda de su alianza la presencia divina. Esta presencia perpetua en el Templo de Jerusalén era considerada por el pueblo elegido como la realidad central del culto. Era el privilegio más extraordinario que este pueblo podía poseer: la presencia concreta, en este enclave terrestre, de un Dios tan elevado y tan poderoso. El Padre, para dar continuidad a esta presencia especial (le que gozaba el templo, quiso una presencia divina que fuese dada de manera más substancial por la presencia corporal del Verbo Encarnado, y que se multiplicase en innumerables lugares. En el centro de cada iglesia reina esta presencia eucarística, de tal manera que el que allí entra se siente siempre acogido por alguien. La capilla más modesta en que se conserve el Santísimo Sacramento encierra una presencia divina incomparablemente superior a la que contenía el único templo de Jerusalén. Es el Padre quien ha multiplicado su amor y perpetúa el don de su Hijo. Por eso el tabernáculo de nuestras iglesias debe ser tenido como señal de su acogida paternal.

Esta meditación está muy bien para cuando hable del pecado, en la tercera meditación de los Ejercicios, porque trata del pecado del hijo pródigo:El perdón concedido a los pecadores

En el perdón concedido a los pecadores se revela la generosidad sin límites del corazón del Padre. Cuando considerarnos la reacción delPadre ante el pecado de Adán y Eva, advertirnos lo que tenía de sublime y de incomprensible: a los que osaron, en cierta manera, parangonarse con Él, despreciando su mandato y deseando ser como Dios, el Padre no duda en prometerles una dignidad más alta de la que poseían, dándoles a u propio Hijo para establecerlos con Él como hijos suyos. El Padre ama más a los que lo han herido con su pecado. Les da todavía más. Y esta magnanimidad, desplegada donde no se esperaba más que castigo y venganza, da prueba de una bondad que sobrepasa todas las normas de la bondad humana, de una benevolencia de profundidades infinitas. ¿Por qué ha querido con afecto paternal más profundo y apremiante a los que se habían rebelado contra Él? No hay que buscar jus-j tificación alguna, sino tan sólo adorar el misterio.
Este misterio tan reconfortante se reproduce en las relaciones del Padre con cada pecador en particular. Frente a nuestras faltas individuales, existe un drama redentor que renueva el que se produjo en respuesta al pecado de Adán. Así se comprende que el Padre, inquebrantablemente fiel en su amor y decidido a no retirar jamás el don que ha hecho de su corazón, adopte ante cada hombre la actitud que ha adoptado globalmente con la humanidad entera en el momento en que resolvió salvarla del l)ecadO, De modo que el Padre testimonia aún mayor amor a cada pecador; lejos de responder a las ofensas actuales con la venganza, no hace sino abrir de par en par su corazón para acoger a los culpables cuando manifiestan pruebas de arrepentimiento.
Felizmente poseernos, para comprender bien esta actitud del Padre, una descripción hecha por el mismo Jesús. En la más bella de las parábolas, la del hijo pródigo, nos ha descrito —con palabras sumamente sencillas, pero extremadamente sugestivas— la verdad más misteriosa y conmovedora de todas: la efusión de amor paternal calurosamente ofrecida al pecador arrepentido. En los trazos de esta historia, exteriormente trivial, nos hace ver el fondo del corazón del Padre.
Ya en el principio de la historia nos damos cuenta del significado exacto del pecado. El pecado no se nos describe como la rebelión de un esclavo contra su señor, sino como el ultraje de un hijo que quiere

abandonar a su padre y liberarse de su tutela paterna. Cristo nos da con ello una preciosa indicación: el pecado debe ser considerado siempre como una falta cometida en las relaciones de un hijo con su padre. Y eso es lo que causa su gravedad, su carácter trágico; porque una ofensa hecha a un padre es mucho más grave que un ultraje dirigido contra un amo. El verdadero sentido del pecado no se calibra con exactitucl sinE en el contexto de un amor filial que ha sido traicionado.


La petición del hijo menor expresa bien este renegar del amor filial: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15,12). Es como si dijese a su padre: “Lo que me interesa no es tu afecto paterna! ni tu compañía, sino tu fortuna. Dame mi parte y me marcho”. Ésa es la verdadera intención que supone el pecado: reclama el derecho de ser dueño absoluto de los bienes que Dios otorga, de poseer- los y utilizarlos a su capricho, con plena independencia. El pecado se comete siempre por hacer uso de ciertos bienes que vienen del Padre celestial, bienes que ha creado para ponerlos a nuestra disposición. El pecador se apodera de estos bienes y en vez de usarlos conforme a la voluntad del Padre, y en su casa, se sirve de ellos según su propia fantasía, lejos de la casa paterna. Y vuelve así contra el Creador, contra el Padre, lo que había recibido de Él: los bienes de este mundo que sustrae con su avidez; su cuerpo, del que abusa con la sensualidad; su alma, a la que avasalla con su egoísmo y orgullo. El pecado lleva consigo, pues, la triste ingratitud de oponerse a su bienhechor con el uso de los beneficios de que ha sido colmado.


A la petición del hijo pequeño no da el padre respuesta alguna. Este silencio no impide que haya sentido vivamente la injuria hecha a su cariño. Pues ningún padre podría escuchar sin un gemido a su hijo pidiéndole una parte de su fortuna para alejarse definitivamente de su afecto. Pero aquí el Padre quiere ser generoso y oculta su pena, reprimiéndola en el secreto de su corazón. ¿Qué sabernos de todo lo que oculta el silencio de! Padre celestial ante los pecados del mundo? Por cada transgresión, el Padre es alcanzado en su corazón paternal. Pero nada se deja traslucir. Nada nos ha revelado el Padre de cómo siente nues 128

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tras ingratitudes y faltas de delicadeza. Se calla obstinadamente sobre lo que pasa entonces en su corazón paternal; ignoramos hasta dónde penetra la ofensa. Sólo el sacrificio de Cristo sobre la cruz nos permite entrever que 110 se trata de un rasguño superficial y que la ofensa se ha sentido vivamente. Con gran delicadeza, el Padre celestial no revela su dolor cuando sus hijos menores quieren llevarse la parte de fortuna que les corresponde. Cuando nos enseña la gravedad de nuestros pecados, lo hace poniéndose en nuestro punto de vista; se olvida de Sí mismo para no ver más que el daño que nos hacemos a nosotros mismos con nuestras faltas y los peligros a que 0S exponemos. Nuestro bien es lo único que persigue y, sin decirnos hasta qué punto ha sido decepcionado o herido por nuestra actitud, nos advierte de las peligrosas consecuencias que nos amenazan si persistimos en nuestros errores.
Cristo añade en la parábola que el padre procedió al reparto reclamado por su hijo menor. ¿No resulta admirable esta generosidad que, de hecho, va a permitir a un joven desaprensivo dilapidar toda su fortuna? Si tenía interés en el bien real de su hijo, ¿no hubiera debido el padre rehusar su demanda, protegiéndolo contra él mismo y ahorrándole todos los sinsabores de una aventura cuyo desgraciado final se podía prever? Satisfacer este capricho de su hijo, ¿no era hacerle un flaco favor? La realidad es que la conducta del padre se justifica por la intención de no restringir la libertad del hijo. Lo que desea es el cariño de su hijo, y un afecto humano no se obtiene por la fuerza. El padre quiere en su casa a un hijo, HO a un esclavo. Si actualmente su hijo no quiere darle libremente su amor, él no quiere hacer violencia ni presionar este amor, y prefiere dejarlo en libertad, esperando que un día esta libertad lo devolverá a él.
Ésta es la conducta del Padre celestial. No rehusa entregar a los hombres los bienes de la tierra cuando quieren abusar, ni los obliga a permanecer con Él, en su amistad, si desean separarse de ella. El Padre dota a los hombres de su libertad y la respeta profundamente, porque desea por parte de ellos un afecto y una adhesión que no sean de encargo. Les deja la posibilidad de optar entre la amistad y la separación, espe rand

que, incluso si escogiesen momentaneamente marcharse, al final volverán y le profesarán un amor espontáneo. Su honor de Padre consiste en no estar rodeado de esclavos, sino de hijos que quieren permanecer con Él libremente. Ya hemos notado qué gran prueba de verdadero amor es este respeto a la libertad humana. Por nuestro bien, el Padre se expone voluntariamente a un riesgo: el riesgo de ser abandonado, despreciado en su amor y verse pospuesto por sus hijos a los deleznables placeres terrenos.
El hijo menor no deja de aprovechar la libertad y la fortuna que le han sido concedidas. En pocas palabras, con una descripción rápida, Cristo esboza la degradación a que conduce el pecado. El joven había partido, con la bolsa bien repleta, prometiéndose toda suerte de placeres. La realidad le guarda muy pronto una cruel desilusión. Se ve conclenado a aceptar el oficio que para un judío debía ser el más abyecto: el de guardar cerdos; y llega a tal grado de miseria que ansía coi er el alimento de estos animales. Así, el pecado no cumple las promesas con las que en un principio atrae, y en vez de colmar los deseos que ha atizado, no hace más qLIe engañar su hambre y acentuarla. Aclemás, clespoja de sus bienes al que se ha dejado seducir, lo arrastra a una profunda angustia, engendra la vergüenza y el hastío. Cuando se había creído gustar la embriaguez de la libertad, se cae en una envilecedora esclavitud.
El hijo pródigo, que de ello tuvo amarga experiencia, compara su situación con la que gozan los servidores de su padre. Comienza a darse cuenta de la felicidad, de la libertad y cJe la abundancia que poseía en la casa de su padre, ventajas que no había estimado en su justo valor hasta el momento presente. “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, yyo me estoy muriendo de hambre . En esta comprobación, ¡qué elogio encontramos del bienestar espiritual que el Padre prodiga a los que permanecen junto a Él! Es el bienestar de aquellos que viven en su amistad y en una abundancia que satisface al alma. Nadie mejor que los santos pueden atestiguar esta abundancia de gracias y favores que mantienen al alma en disposiciones cJe iaz y gozo gratificantes. Cristianos de vida aparentemente ordinaria pueden dar fe de que no se está en ninguna parte mejor que en la amistad del Padre celestial. Y cuando pierde esta situación, el pecador cae en la cuenta de su valor.
Aquí se ceba un drama interior que es el drama efectivo de tantos hombres en este mundo: el drama de aquellos a quienes la experiencia ha mostrado lo triste, vacío y degradante que es el pecado, y que
sólo la vida en armonía con el Padre celestial puede satisfacer y colmar un corazón humano. Pero todavía queda la valentía de volver. Falta un esfuerzo cuya dificultad se exagera con frecuencia. El hijo menor de que nos habla la parábola se decide a dar el paso decisivo. Al haberlo  perdido todo, comprende que no le queda más que ofrecer su humildad y eso es lo ciue se propone presentar a su padre, ya que cuenta con volver a su casa a título de servidor: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátarne como a uno de tus servidores”.
 Su camino de retorno debió de estar jalonado de incertidumbre. ¿Qué recibimiento le iban a hacer? Si hubiéramos tenido que acabar nosotros la narración comenzada por Cristo, e imaginar el desenlace de la parábola, seguramente lo habríamos descrito de distinta manera ¿No
 habríamos tenido buen cuidado de mostrar en Dios alJuez que hace reconocer a uno su equivocación con la evidencia de su luz divina, que reprueba el mal y lo sanciona? Y en caso de atenernos a la reacción que hubiera tenido un padre humano con ocasión de la vuelta de su hijo perdido, ¿no habríamos equilibrado la bondad con una sabia pruden cia? El padre habría podido recibir a su hijo pequeño con benevolen cia, pero haciéndole comprender, a la vez, la pena que le había producU. do su conducta. Para que no pudiera olvidar la lección recibida y no se sintiera tentado de volver a las andadas, el padre habría podido dife
nr su perdón definitivo, tener al hijo durante algún tiempo en casa a su servicio antes de devolverle todos sus privilegios de hijo. Así, el mu- chacho habría dado prueba de que su arrepentimiento era sincero y de que estaba realmente decidido a cambiar la conducta. Y se habría ganado el perdón demostrando que se comportaba como un buen hijo.

El desenlace que Cristo pone ante nuestros ojos sobrepasa todo lo imaginable. En lugar de esperar que su hijo venga a él para pedirle perdón por la ofensa cometida, es el padre quien corre a su encuentro, completamente conmovido de la miseria de su hijo. Cuando su hijo pequeño pronuncia la fi-ase que había preparado de antemano para este momento difícil, lo interrumpe y no precisamente para hacerle reproches. No desea que se prolongue la conversación sobre un pasado que avergüenza a su hijo; y mientras éste acaba de llarnarse indigno de llevar todavía el título de hijo, él quiere rehabilitarlo al punto en esta dignidad: ordena que se le traiga el mejor vestido, el anillo y el calzado que caracterizaban a los dueños de una casa. Al momento hace desaparecer los harapos y otras reliquias de su degeneración y le restituye sus privilegios de hijo. Todavía no es bastante: organiza un festín de lo más solemne, ya que hace inmolar el ternero cebado, siendo así que en los banquetes ordinarios se contentaban con un cabrito o un cordero. El padre está radiante de gozo, de un gozo tal que anhela comunicarlo a todos. Todos deben festejarlo. No hay más que una idea en su cabeza: “Mi hijo, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Releyendo la descripción de esta maravi-llosa acogida, ¿qué otra cosa se puede ver en ella más que bondad, la bonciad de un corazón paterno? Si hubiéramos tenido que ser los locutores de esta acogida, habríamos impuesto, corno restricciones a tanta generosidad, límites de justicia y prudencia. Cristo nos muestra que el Padre supera todas nuestras estrecheces y que es puro Amor cuando recibe a su hijo pródigo.
Esta acogida de pura bondad paternal es la que se repite continuamente en las relaciones de Dios con los hombres. La parábola del hijo pródigo se cumple cada vez que un pecador se arrepiente de sus culpas. El Padre socorre sin cesar a su hijo arrepentido, pues aguardaba con impaciencia el instante del arrepentimiento. Se prohíbe a Sí mismo forzar la puerta de un corazón; pero cuando un corazón se le abre libremente con buena disposición se apresura a penetrar en él, movido por su inmenso cariño. Hace desaparecer sin tardanza la angustia

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133 y la vergüenza producidas por el pecado y reintegra al arrepentido todos sus privilegios de hijo, lo hace gozar desde el primer momento de la amistad divina más completa. Antes de perdonar no impone un tiempo de prueba en el que se debería demostrar una buena conducta y fidelidad a las resoluciones tomadas: desde que el pecador tiene voluntad de cambiar de vida y de renunciar al pecado, obtiene un perdón total.


El perdón es definitivo. Y como vemos por la parábola, el Padre celestial no tiene ningún deseo de volver sobre los hechos del pasado, 1 de insistir sobre ellos o refrescarlos para hacer subir a la superficie la vergüenza que los acompañaba. El Padre es el primero en querer enterrar para siempre el recuerdo de las faltas que perdona: esas faltas están verdaderamente borradas. Sería una sinrazón representar al Padre celestial como si tuviese en depósito todos los pecados que hemos cometido en nuestra vida para hacernos ver su horror en el momento en que comparezcamos ante Él a la hora de la muerte. Si así fuera, su perdón no sería completo. Precisamente el Padre ha querido suprimir toda la angustia y la vergiienza de nuestros pecados; no será Él, pues, quien quiera reavivarlos. Las ofensas que ya hemos lamentado y cuyo perdón hemos suplicado, están definitivamente perdidas en el abismo de su corazón paternal. Y si debe subsistir un recuerdo de ellas, no puede ser más que aquel que nos mueva a acción de gracias por la reconciliación concedida y, por consiguiente, no de vergüenza y disgusto, sino de gozo y liberación.
Al restituir una verdadera inocencia y una profunda pureza en un alma que se había mancillado, el Padre devuelve a su hijo instantáneamente todo su afecto paternal y se propone obrar en lo sucesivo como si nada hubiera pasado. Lejos de dirigirle un reproche en su presencia, no tiene más que una idea al hallar al hijo pródigo: el gozo pa- ¡ terno de haber recuperado vivo al que había estado muerto para Él.


Este gozo es inmenso, como manifiesta el banquete del ternero cebado. Cristo ha subrayado expresamente la alegría que se suscita en torno al pecador: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7). El cuadro dejúbilo del padre del hijo pródigo, como el del pastor que encuentra la oveja perdida, es de los más impresionantes. Más todavía que la restitución de la inocencia al culpable de ayer, este júbilo parece una maravilla. La aventura que normalmente hubiera debido desembocar en amargas consecuencias, concluye en un regocijo general: el del Padre y el del cielo entero; gozo que se comunica al hijo perdonado. ¿No es un privilegio asombroso el que se le ha concedido al pecador arrepentido: poder causar al Padre celestial este gozo tan intenso? Cuanto más gravemente había sido sentida su ofensa por el Padre, tanto más desbordante se hace la dicha que entraña su retorno. Cuando el penitente recibe la absolución del sacerdote, sabe que no tiene que temer un rostro severo de Dios ni que vaya a incurrir en reproches. Sabe que no es acogido más qtie por un amor paternal y lleno de gozo. Él mismo lo siente, y la felicidad que experimenta no es sino el destello, en su alma, del gozo de todo el cielo y del gozo del corazón de un Padre.


La acogida de nuestras oraciones


Una de las funciones específicamente paternas consiste en la acogida de nuestras peticiones. Cristo nos ha recomendado que dirijamos al Padre las oraciones de súplica, asegurándonos que serán escuchadas. Y ha insistido sobre el hecho de que esta acogida es propia de un corazón paternal: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7-11).
Con esto, Cristo responde a un temor que inquieta muy a menudo a los hombres en sus relaciones con Dios. Los hombres son muy prontos a dudar de la eficacia de sus oraciones. Vacilan en hacer peticiones porque temen que resulten inútiles. E incluso experimentan con facilidad una desconfianza respecto a Dios, como si la audacia por la que le dirigen una petición se expusiera a ser castigada con la realización del suceso contrario al que piden, por el mal opuesto precisamente al bien que ellos desean. Si hubiera que analizar las secretas implicaciones de esta desconfianza, encontraríamos un resto del viejo sentimiento de que Dios está celoso de su poder y no permite a los hombres que se entrometan en su gobierno con peticiones; que tiene envidia de la felicidad de los hombres, de lo que ellos tienen o desearían tener, y que, por consiguiente, para abajarlos, está dispuesto a contradecir sus aspiraciones.
¿Y nos vamos a admirar de que Cristo reaccione tan vivamente contra esta desconfianza humana, tan injuriosa contra la bondad del Padre? Hace observar que atribuimos al Padre celestial disposiciones que no se encontrarían en ningún padre humano, por malo que sea. Y añade, tomando como ejemplo la bondad de un padre humano, que la generosidad del Padre celestial es incomparablemente superior. Las palabras empleadas por Jesús a propósito de padres humanos: “por malos que seáis” (o, según la traducción más común, “siendo malos”), no deben hacernos pensar que Cristo tenga una idea mezquina del hombre o de la paternidad humana. San Juan Crisóstomo escribe a propósito de esta expresión: “No lo decía con intención de difamar a la naturaleza humana, ni declarar malo al género humano, sino que, en comparación de su bondad, llama mala incluso a la ternura paternal. ¡Tan grande es el exceso de su amor por los hombres!” (ui Mat. PL. 57. 313, citado por Lagrange, S. Mattliiew, p. 149). En efecto, lo que Cristo ha querido juzgar aquí no es la bondad paternal humana, sino únicamente el amor del Padre celestial, amor cuya infinita superioridad sobre toda bondad humana ha querido recordar.


Aunque, a decir verdad, no es a la bondad de un padre humano a la que expresamente se le llama mala o perversa, ni siquiera en comparación con la bondad divina. Cristo dice “por malos que seáis”, para poner el ejemplo más desfavorable: el de un hombre perverso. Un

malvado no dará a sti hijo una piedra en lugar de un pan. Tendrá la suficiente bondad paternal, por muy malo que sea, para dar a su hijo las buenas cosas que reclama. Entonces, si hay este mínimo de bondad en un hombre malo, ¡cuál no será la bondad de Aquel que no puede tener en Sí ni mal ni maldad!, ¡qué nivel alcanzará esta bondad en un Padre que no es más que Amor!

Si la generosidad del Padre de los cielos en la concesión de las peticiones sobrepasa con mucho toda bondad humana, tenemos que hacer notar ciue no resulta simplemente de un sentimiento de benevolencia y de indulgencia paternal, sino que tiene su raíz en la disposición más fundamental adoptada por el Padre en el drama de la Redención. Un padre humano puede satisfacer la petición de su hijo por un reflejo, por un gesto instintivo de bondad. En el caso del Padre celestial, la respuesta a nuestras peticiones proviene siempre de la decisión irrevocable que ha tomado respecto a los hombres pecadores al procurarles la salvación. Todas las liberalidades divinas han procedido de la liberalidad primordial que nos ha merecido nuestro Salvador. Tenemos que recordar la expresión de san Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él, graciosamente, todas las cosas?” (Rom 8, 32). Del don de Cristo se siguen infaliblemente todos los otros favores. Por eso,Jesús declara a us discípulos que todo lo que ellos pidan al Padre en su nombre les será concedido; y concedido en su nombre:
“En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Iii 16,23; cfr. 15,16). Cuando los cristianos le dirigen una súplica, el Padre oye en su voz la voz de su Hijo Único, irresistible para Él. Y cuando concede el favor pedido, renueva en cierta manera el don de su Hijo, pues su generosidad de cada instante no es diferente de aquélla con la que nos envió a Cristo.


Nosotros participamos, pues, del poder que Cristo ejerce sobre el corazón del Padre. Muchas veces apenas nos atrevemos a creer que, mediante nuestras súplicas, somos realmente capaces de ejercer una influencia sobre la acción del Padre en el mundo y en nuestras vidas.

Esta verdad nos parece excesiva, pues con dificultad acomodamos nuestro pensamiento al exceso divino de este amor paternal. Nos parece exorbitante que el Todopoderoso se someta realmente a uno de nuestros deseos y nos deje intervenir eficazmente en el gobierno de los acontecimientos terrestres, gobierno que le pertenece corno propio. El Padre del cielo no teme darnos este poder extraordinario, ni mucho menos soporta que pongamos en duda ese don que nos ha sido concedido. Corno es Todopoderoso, tiene la suprema libertad de satisfacer nuestros menores deseos y de dejarnos intervenir en su acción aquí abajo. Y como nos ama, nos ha dado un auténtico poder sobre su corazón paternal. Ha decidido que no se resistiría ante nuestras peticiones filiales, y no tiene más que un deseo: que usemos abundantemente de este maravilloso poder que nos ha sido definitivamente concedido.


Advirtamos que si el Padre pone tanta diligencia en escuchar nuestras oraciones es porque Él es el primero en querer darnos lo que le pedimos. Mucho antes de que le formulemos nuestra petición ya ha pensado en nuestras necesidades, en nuestras preocupaciones y deseos, y aspira a colmarlos. Su deseo es, incluso, más ferviente que el nuestro. El Padre busca inundarnos con sus liberalidades. Si escucha nuestras peticiones es en función del principio general que ha adoptado en sus relaciones con nosotros; principio del respeto a nuestra libertad.


El Padre no quiere coaccionar a los hombres para que reciban sus dones. Prefiere solicitar nuestra libre colaboración, de tal modo que estos dones sean bien acogidos y empleados y, también, para que se establezca entre nosotros y el Padre un trato de confianza filial. Nuestra labor es expresarnos con espontaneidad, exponer al Padre celestial el objeto cte nuestros deseos e instancias. Nuestra labor es participar así, humildemente, pero con toda la dignidad de hijos, en el gobierno de nuestra vida y del mundo, en la forma en que el Padre nos invita.
Cuando una de nuestras peticiones llega al Padre topa, pues, con un deseo todavía más ardiente por su parte de dispensarnos ese bien.

ll Padre es siempre nuestro aliado; jamás un adversario al que haya que convencer. Y sabemos por las declaraciones de Cristo que no debemos temer importunar al Padre, ni por la audacia de nuestras pretensiones ni por la insistencia testaruda de nuestras oraciones. Jesús nos ha recomendado esta audacia y perseverancia; lejos de disgustar al Padre celestial, le son agradables y concurren a un otorgamiento más liberal. Basta releer la parábola del amigo importuno para ver cómo nos ha siclo aconsejado importunar al Padre con la promesa de triunfar por esta misma importunidad. El Padre desea que se llame a la puerta cte su corazón paternal para que esta puerta pueda abrirse de una forma más evidente.
Si tenemos dificultad en creer en este inmenso poder que se nos ha concedido sobre el corazón del Padre, todavía nos cuesta más creer que, en cualquier caso, nuestras peticiones son escuchadas. Nos parece evidente, según nuestra experiencia y los hechos palpables y verificabIes, que ciertas peticiones reciben satisfacción, mientras que otras no tienen el final que se esperaba. Sucede también que encontramos en nuestro camino lo contrario de lo que habíamos pedido. ¿No es temerario, en estas condiciones, afirmar que toda petición es escuchada?
Sin embargo, éste es el principio enérgicamente afirmado por Cristo: “Pedid, y se os ciará.., porque el que pide, recibe”. Ningún límite está previsto. La fe nos obliga, pues, a sostener que ni una sola de nuestras peticiones se quedará sin efecto. Pero es posible que este efecto, que se produce en todos los casos, no se pueda captar por la experiencia, y que tampoco sea el bien sobre el que se ha hecho concreta, expresamente, nuestra oración. Cristo nos asegura que el Padre de los cielos no deja de dar buenas cosas a los que se las piden. No da, por consiguiente, más que cosas buenas. Nosotros, por el contrario, estamos expuestos, a consecuencia de las debilidades e imprevisiones de nuestra sabiduría humana, a reclamar cosas que ni son buenas ni útiles para nosotros ni para otros, o que, incluso, son positivamente peligrosas o malas. Lo mismo que un padre de familia no satisface una petición de su hijo si sabe que su efecto será perjudicial, el Padre del cielo no

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está dispuesto a peijudicarnos concediéndonos deseos insensatos. Nos protege contra nosotros mismos y ésa es también una señal de su boncIad. Cuando no recibimos exactamente lo que habíamos pedido, tenemos que creer que es una manifestación de amor del Padre celestial, y persuadirnos de que nos ha escuchado de otra manera, concediéndonos un bien mejoi Él, que conoce a fondo nuestras aspiraciones, sabe colmarlas en lo que tienen de más esencial, incluso cuando están imperfectamente formuladas. Cuando su paternal bondad le impide tomar al pie de la letra una de nuestras peticiones, responde teniendo en cuenta la intención profunda que en ella se expresaba y nos satisface en esa línea. Así, iuinca nos es rehusada una “cosa buena”; en este campo no hay límites a la concesión de nuestras oraciones.


Es también significativa la razón que da Cristo de este asentimiento, el fin último que persigue el Padre. “Pedid —decía Jesús—y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” U 16,24). Lo declaraba en el momento en que, por sus sufrimientos, iba a merecer para sus discípu¡los el gozo definitivo. Este gozo que estaba orientado a dar la Redención, quiere consumarlo el Padre y llevarlo a cabo, aceptando las sú plicas de sus hijos. Su felicidad paternal consiste en distribuir el gozo a manos llenas.

 

 

Meditación sobre el Padre Nuestro

 

Cuando se piensa en todo lo que encierra este título de “Padre nuestro”, advertimos que ahí se halla incluido todo: todas las intenciones divinas sobre este mundo, todo el destino de la humanidad y de cada uno de nosotros. “Padre nuestro” es el punto de partida y el término supremo. Estas dos palabras afirman el designio primordial por el que el Padre celestial decidió tomarnos como hijos. Y cada vez que nosotros pronunciamos estas palabras, en cierto modo estamos conmemorando aquella intención primera de pura generosidad que brotó del corazón de Dios Padre con fuerza soberana y que, al realizarse, arrastró con- sigo toda la dignidad actual de nuestra existencia. El apelativo “Padre nuestro” hace, pues, alusión a esa energía procedente de la eternidad para elevarnos a la categoría de hijos.
Esa expresión evoca el acto de la creación con que el Padre nos dio el ser y el cuidado minucioso que ha puesto al disponer todas las cosas en el universo para nuestro bien, puesto que quería enriquecer a toda costa a los que amaba como hijos suyos con toda ternura. Sobre todo, sugiere el drama entero de la Redención, ya que el Padre no fue oficialmente nuestro Padre hasta después de la Resurrección de Cristo, una vez culminado del sacrificio del Calvario. Decir la palabra “Padre” es recordarle al Padre celestial el precio que pagó para rescatamos y librarnos de la servidumbre del pecado, el don sublime de su Hijo en el que su amor se excedió. Y es pedirle que considere en nosotros, no nuestra debilidad y nuestras limitaciones humanas, sino el rostro de Cristo entregado por nosotros. De forma que en la expresión “Abbá, Padre” no solamente se escucha la voz de Cristo, sino que también se ve su rostro de Redentor, transparentado en el nuestro y de cuyos labios brota ese grito.


Por último, el título “Padre nuestro” resume todo el programa del futuro, el estadio final al que deberá llegar la humanidad. Pues la inmensa empresa de salvación está ordenada al más amplio y profundo establecimiento de la paternidad divina sobre los hombres. El trabajo de santificación operado en nosotros por el Espíritu Santo tiene por objeto hacer de nosotros, lo más íntegramente posible, hijos del Padre en su Hijo que es Jesucristo. O, lo que es lo mismo, hacer avanzar en nuestras almas, en la mayor medida posible, el señorío y el reino de la paternidad divina. La verdadera historia de nuestra vida puede resumirse en el desarrollo y profundización de nuestra filiación divina; en la historia de la humanidad es lo único que importa. Es hacia lo que apuntan todos los acontecimientos tal como se desarrollan ante la mirada de Dios y son dirigidos por su providencia.
Al final, según la expresión de san Pablo, Cristo, que habrá sometido a Sí todas las cosas, entregará su Reino al Padre, “para que Dios sea todo en todo” (1 Co ¡5,24-28). No hay que entender esta entrega de la soberanía de Cristo al Padre como un simple gesto externo que se cumplirá al final de los tiempos, pues su objeto es hacer que Dios sea \ todo en todos y, por consiguiente, que la soberanía del Padre se instaure en el interior de los seres. Éste es el fin que Cristo persigue constantemente; al unirnos a Él y asimilarnos con Él, nos da un alma filial. Un alma que se abre cada vez con mayor amplitud al amor del Padre, este “Padre del cual proceden todas las cosas y para el cual somos” (1 Co 8,6). Poco a poco, el Padre se hace todo en todos, El apelativo “Padre nuestro”, entendido en un sentido más pleno, anuncia esta toma de posesión total de la humanidad por el Padre y por su amoi:


Este apelativo subraya, al mismo tiempo, el aspecto comunitario de esta venida del Padre al interior de las almas. En efecto, es significativo que Jesús nos haya recomendado la expresión “Padre nuestro” antes que la de “Padre mío”. La paternidad celeste se establece y manifiesta respecto a cada uno de nosotros. Y el amor del Padre para cada uno no es menor que si se aplicase a una sola persona; en cierto modo, se puede decir que cada uno es amado con tanto cariño corno ¡ si fuese único. Pero es amado más, incluso, pues es amado en una co- munidad en donde el afecto desplegado sobre todos resulta más provechoso para cada uno de sus miembros. En su plan inicial, lo que Dios Padre quería y deseaba era precisamente una comunidad de hijos. El Padre aspiraba a constituir una inmensa familia que tendría su primera fuerza de cohesión en su único amor paternal. Por eso nues tr

respuesta debe ser comunitaria. No decimos “Padre nuestro” simplemente porque somos muchos los que tenemos un mismo padre, sino porque esta única paternidad establece entre nosotros un vínculo es- trecho y sólido, y porque nos agrupa, indiscutiblemente, en una comunidad de amor.


De modo que este apelativo, que está afirmando nuestra creación, nuestra redención y nuestro destino final, es a su vez testimonio de la caridad que une a cuantos lo pronuncian. Indica una disposición fundamental de benevolencia hacia el prójimo, de entendimiento con él. Toda división entre los hombres, en cierto modo, falsea la expresión “Padre nuestro”, porque se opone a la unidad que implica un amor paterno universal. Muchas veces la oración que nos enseñó Jesús suscíta un examen de conciencia sobre nuestra postura con respecto a la caridad y a propósito del perdón de las ofensas, que pedimos en la misma medida en que lo practicarnos. Pero la exigencia del amor mutuo se encuentra ya contenida en las palabras “Padre nuestro”, de modo que no podernos comenzar la oración y pronunciarla con sinceridad si no es desde una actitud fraternal hacia el prójimo.
Así pues, con una mirada común hacia el Padre estamos testimoniando la comunidad actual de los hombres y de los cristianos, comiinidad que se ha realizado ya y a la que queremos contribuir con nuestro esfuerzo; y testimoniamos también la comunidad ideal, la que se
realizará perfectamente en la consumación de los tiempos, en un \ mundo nuevo, cuando el amor paternal haya tomado enteramente posesión de la humanidad. Decir “Padre nuestro” es aspirar a esta comunidad ideal, a este Reino total del amor. Es también expresar la verdad enaltecedora de que el Padre nos pertenece ya. Lo llamamos “nuestro” no sólo porque ha tomado ya posesión de nuestro ser y desea poseernos en plenitud, sino porque quiere dejarse poseer por nosotros: porque sólo nos toma dándosenos primero. El Padre celestial ha querido, verdaderamente, entregarse a nosotros, abandonarse a nosotros. Nuestra mayor desgracia sería despreciar este don, por el cual el Padre se nos dona con todo lo que posee. Este don tan inmenso no entra en nosotros si nosotros no lo recibirnos. Y corno el Padre conoce nuestra pequeñez y nuestra pobre capacidad de acogida, nos ha dado la de SU Hijo, para que podarnos acogerlo en plenitud. Mediante la gracia nos ha dado los brazos y el corazón de Cristo, para / que seamos capaces de recibirlo con todas las riquezas paternales. Ésos son los brazos que le tendernos y el corazón que le ofrecernos cuan- 1 do nos dirigirnos a Él llarnándolo “Padre nuestro”. Por este ensancha- miento de nosotros mismos, debido a la presencia de Cristo en no. sotros, tenernos el gozo de poseer al Padre. “Nuestro Padre” es el Padre/ que nos pertenece y que nos pertenece definitivamente.
“Ante todo, Tú!” Cuando Cristo nos enseñó a oral; no nos invitó sólo a repetir el nombre del Padre. Nos enseñó lo que debíamos decir al Padre levantando la vista a Él. Es curioso comprobar que el contenido de esta oración supone que, ante todo, pensamos en Dios antes de pensar en nosotros mismos. Las tres prirneras peticiones del “Padre nuestro” podrían re sumirs en esta breve fórmula: “ante todo, Tú!”. Lo que hay que de sear ante todo, es que el Padre sea conocido y honrado. Que su Reino se establezca aquí abajo. Que su voluntad se cumpla en la tierra.


Las primeras palabras del diálogo que sostenemos con el Padre con cierne a su persona y a su obra. Apenas hemos pronunciado este apela tiv tan hermoso de “Padre nuestro” y ya hemos olvidado todo lo demás y a nosotros mismos, para pensar únicamente en Él. Es a Él a quien que remo contemplar, es en Él en quien querernos fijar nuestra mirada y
nuestro anhelo. Nos encontramos acuciados y hostigados por multi tu de deseos y cuidados de nuestra vida cotidiana, de cuya tiranía es caparno para situarnos en un nivel superior donde sólo cuenta la pre send divina.


La petición “santificado sea tu nombre”, por la que desearnos que el Padre sea venerado y su santidad reconocida, expresa el movimiento de adoración con que el alma se prosterna ante un Dios santo, de una santidad y perfección que la sobrepasan totalmente. Dios es un ser incomparablemente mayor que todos los demás, sin posible equiparación con ellos, de modo que nuestro homenaje, por muy profundo que sea, no logra corresponder a su grandeza. Aun siendo conscientes de esta impotencia para honrar adecuadamente la santidad divina, al pronunciar las palabras que nos enseñó Cristo afirmamos nuestro deseo de que surja de la humanidad un impulso de adoración más completo y un ímpetu de alabanza más viva.


Al intentar situarnos ante Dios solo y ante su infinita majestad, podríamos tener un sentimiento de anonadamiento de nuestras fuerzas, tan miserables ante la omnipotencia divina; anonadamiento de nuestra inteligencia, tan débil y tan desconcertada por el inefable misterio del ser divino; anonadamiento de nuestro valor moral, tan negativo y tan ridículo fiente a la santidad sin límites; anonadamiento de todo nuesti-o ser ante un creador que nos ha sacado de la nada. Pero este sentimiento de pequeñez nos hace levantar la vista a un Dios que se nos presenta como Padre. Y cuando decirnos “santificado sea tu nombre”, es el nombre de nuestro Padre el que deseamos oír pronunciar con respeto y veneración. La adoración debe ser dirigida al Padre. Por eso debe estar inspirada por el amor. La única veneración conveniente es una veneración filial.


Así como una adoración movida por el temor servil oprimiría y deprimiría nuestra alma, la adoración filial la esponja en una humildad más espontáneamente consentida, más deliberadamente admitida. Nos complacemos más en reconocer el dominio soberano del Padre porque es Padre. En el himno del Gloria que se reza en la Misa se destaca bien este afán por venerar al Padre en todo su esplendor. Es significativa esta fórmula de alabanza: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Generalmente, cuando se dan las gracias, es por un beneficio recibido. Aquí el agradecimiento está dirigido al Padre, no precisamente por los beneficios con que nos ha colmado, sino simplemente por la gloria que posee. El mayor beneficio es el hecho de que el Padre exista, con toda su perfección. En ciei-ta manera, evitamos poner los ojos en nosotros mismos para poder admirar y alabar más esta perfección deslumbradora del Padre. El ímpetu de reconocimiento, al no invocar como motivo ninguna otra cosa más que la gloria de Dios Padre, sobrepasa, en cierto modo, los límites de un reconocimiento humano, y la alabanza se dirige al infinito mismo de Dios. Es una acción de gracias que se identifica con la adoración, y que anima esta adoración con el calor del agradecimiento. En ella se traduce el fervor de afirmar que el Padre es nuestra mayor dicha: ¡Ante todo, Tú!


En este ímpetu tenemos el gozo de sobrepasar todos los horizontes humanos. No hay nada más sublime, no hay nada mejor para romper las cadenas de nuestro egoísmo que esta voluntad de volver la mirada al Padre por Él mismo, de alegrarse de su existencia y de su presencia exclusivamente porque es Él. Salimos de los cálculos de nuestra actividad, de todas las miras de nuestro interés y nos detenemos ante el nombre y la gloria del Padre, es decir, ante su persona. Pedimos que ésta sea la actitud de todos los hombres y que toda la humanidad acabe por detenerse, por inclinarse ante Él, en una enamorada alabanza y en un entusiasmo filial. Que sólo Él pueda fascinar y atraer definitivamente nuestras miradas humanas.
Y para que la persona del Padre se imponga más categóricamente a nuestra veneración, le pedimos inmediatamente: venga a nosotros tu Reino”. El Reino de Dios es lo que Cristo tuvo como objetivo en su venida a nosotros: todos sus esfuerzos estaban dirigidos al establecimiento de este Reino. Con ello pretendía que Dios poseyese aquí abajo la sociedad humana, que no hubiera sobre la tierra otra ciudad que la ciudad de Dios. A ejemplo de Cristo, también deseamos nosotros que ese Reino, instaurado por Él a costa de tan grandes sufrimientos, se implante y se difunda todavía más por la expansión de la Iglesia. Es la empresa del Padre sobre nuestro mundo, que debe crecer sin cesar.
Hemos de comprender, sobre todo, que esta expansión de la Iglesia es un desbordamiento de la soberanía del Padre, un establecimiento más amplio del poder de su amor paternal. Su Reino es un reino de hi jos y debemos desear su crecimiento no simplemente como criaturas que quieren reconocer el poder de su Creador y Maestro, sino como hijos que aspiran al ensanchamiento del reinado de su Padre.


Para que este Reino se instaure profundamente en las almas, Cristo
nos manda añadir: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
(1 Es el deseo más esencial según la palabra misma del Salvador, que de clarab vivir y alimentarse del cumplimiento de la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Un 4,34). La tercera petición es más decisiva que las dos primeras, porque es la que da efectividad a ambas. Es el culmen de una gradación. Para que el nombre del Padre sea santificado, tiene que venir su Reino: si la vene ració se quedase en una mera alabanza pronunciada por la boca de los hombres correría el riesgo de ser una actitud superficial. Para que sea completa tiene que indicar un verdadero establecimiento de la soberanía del Padre sobre las almas, una implantación de su poder en
la sociedad humana. El Padre no quiere ser uno de esos monarcas cuyo
poder se reduce a una gloria externa: Él quiere reinar efectivamente,
como Padre, sobre la humanidad. Y para que este reinado sea efecti y debe entrañar la ejecución de su voluntad divina sobre la tierra. Mientras el Padre no gobierne la voluntad de los hombres, se le escapará la parte más preciosa de su creación y su Reino no penetrará íntima ment en las almas. La empresa del Padre en las voluntades humanas ¡
es el hecho interior que está reclamando su soberanía. Su señorío más
auténtico es el triunfo de su voluntad sobre la nuestra.


Éste es el triunfo que anhelamos con nuestros deseos, sabiendo que
es el objetivo más difTcil de alcanzar. Supone nuestro desprendimien t más completo. Al pedir que el nombre del Padre sea santificado, ya habíamos querido despojarnos de nosotros mismos para pensar sólo en la veneración de su persona. Habíamos dejado de lado nuestros pen samiento y nuestras preocupaciones para concentrar nuestra mirada únicamente en el Padre. La petición de la venida del Reino suponía un mayor desprendimiento: con ella pedimos la renuncia a cualquier otro ideal y que el fin de nuestra vida sea colaborar en la extensión del Reino del Padre. En la petición “hágase tu voluntad” aceptamos la suprema

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desnudez. El Padre nos ha dado nuestra libertad, a la que nos sentirnos vivamente aferrados. Esta libertad, este secreto imperio soba nosotros mismos, es lo que ponernos ahora a su disposición. Con eso le entregarnos el fondo de nuestro ser.
En esta cesión de nuestra voluntad consiste, precisamente, el drama de la existencia humana. Cristo nos lo mostró en el instante más angustioso de su vida, en su agonía, cuando el cumplimiento de su misión redentora se impuso en aquella oración: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esta oración, que contenía la oleada de tristeza, de horror y de hastío, se pronunciaba al precio de un combate durísimo. Tenía un carácter heroico, pero era el acto decisivo del Salvadoi Los momentos más esenciales de toda vida humana son aquéllos en los que se plantea la cuestión de la conformidad con una voluntad divina que parece dura y cruel. Aceptar y dar el sí puede costar una lucha interior terrible. En esos momentos hay que acordarse, corno hizo Cristo, de que esta voluntad divina, tan dura en apariencia, es, en realidad, una voluntad paterna que, tras su decisión, esconde un profundo amor. Así es mucho más fácil decir en esos casos: “lAnte todo, Tú!”. Todos los que en el mundo repiten las palabras “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” piden este valor para su prójimo en peligro, y la imploran para ellos mismos cuando sobrevenga la hora de la prueba.
Ésa es la adoración completa debida al Padre: la de una libertad que se abandona filialmente a Él y le reconoce pleno dominio sobre sí misma. De este modo la oración que nos enseñó el Señor nos ayuda a encarnar esta actitud de espíritu que responde a una de nuestras más profundas aspiraciones, que es la de perder nuestro pensamiento y nuestra voluntad en los del Padre.
“L4bbá, Padre!” (Así empieza el padre nuestro pero lo ponto aquí porque pega mejor)

La respuesta al Padre que se inclina amorosamente hacia nosotros debe ser un sentimiento filial. Los primeros cristianos lo entendieron muy bien, y ponían un especial fervor al invocarlo así: “L4bbá, Padre!”. “Abbá” era la palabra que había empleado Cristo para dirigírse su Padre. Lo sabemos por la oración más impresionante que jamás se ha

pronunciado, la angustiosa oración de Getsemaní: “Abbá, Padre, todo te es posible...” (Mc ¡4,36). En estas palabras Cristo expresaba todo su

afecto filial con toda su capacidad de ternura y de intimidad, puesto que ‘abbá” era el término que se empleaba entre los judíos cuando un niño se dirigía a su padre. Los discípulos de Jesús se sorprendieron y maravillaron de ver que el Maestro empleaba una expresión que suponía tanta familiaridad con el Padre celestial. Era insólito poder dingirse a Dios como ‘Padre”. Y hacerlo no con un sentido vago y lejano y con una deferencia solemne, sino con el sentido más real que puede tener y con el abandono afectuoso de un hijo respecto a su padre. Y como querían imitar a Cristo y tenían conciencia de vivir de su vida, se apresuraron a poner en sus labios este término. Incluso para poder repetirlo con los labios de Jesús, lo conservaron cuidadosamente en su forma aramea —“abbá”— y, sabiendo que se habían convertido en hijos suyos, se dirigían también ellos así al Padre celestial.

Podernos imaginar el entusiasmo que ponían en pronunciar estas dos /sílabas, pues san Pablo nos dice que era un grito, una palabra que bro ta con especial fuerza: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios —escribía a los Romanos (8, 14-15)— son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ‘iAbbó, Padre!”. Este grito, que nacía de las profundidades del corazón cristiano, era el testimonio de su adopción por el Padre y de su cualidad de hijos.


También es el Espíritu Santo quien lanza este grito, pues habita en las almas para realizar y mantener en ellas la filiación divina: “La prueba de que sois hijos —decía el apóstol a los Gálatas— es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: L4bbcí, Padre!” (Go 4,6) Nada puede mostrar mejor lo sublime de este grito:
es la obra misma del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo o, más exactamente aún, del Espíritu del Hijo. Es Cristo, corno Hijo del Padre, quien hace resonar de nuevo, por su Espíritu, la palabra que dirigía al Padre durante el tiempo que estuvo en la tierra. Y esta palabra sigue estando acompañada de toda la emoción que suscitaba en Jesús.
Los primeros cristianos se daban cuenta de que eso era un privilegio, tina auténtica audacia. Pero también sabían que respondía a un de- seo formal de su Maestro. Recordaban que Cristo había prescrito a sus discípulos comenzar su oración con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”.Jesús no había aconsejado emplear otro título para dirigirse al Padre. Y mientras otros multiplicaban los calificativos honoríficos cuando se dirigían a Dios para granjearse su benevolencia, Cristo había recomendado un único tratamiento, porque era el que podía hacer mayor honor al Padre celestial y el que más vivamente atraía su favor. No hay alabanza más deseable para Él que la de su cualidad de Padre, en la que se encuentra toda la grandeza de su corazón divino. Pronunciar el nombre de Padre es invocar todo su afecto paternal. Podríamos decir que es la palabra mágica para ser escuchado, entendiendo por “magia” la maravilla de poder invocar el amor del Padre de un modo que no pueda rechazarnos.

Cristo, místico y poeta: Jesús vive totalmente en su vida la filiación, todo lo vive bajo la perspectiva de mirar y cumplir la voluntad del Padre a quien ve en la naturaleza, en los pájaros, en los lirios, visión mística y poética y en perspectiva de su muerte

La perspectiva filial En el momento privilegiado de la oración, nuestra mirada se eleva al Padre. Pero esta mirada no debe existir únicamente cuando nos dirigirnos a Dios según la fórmula que nos enseñó Cristo y que Él mismo pronuncia en nosotros. Debe mantenerse a lo largo de nuestra vida,

pues ésta ha de estar orientada toda ella hacia el Padre, dándoi todas las ocasiones una perspectiva filial.


De esta mirada que descubre en todo al Padre celestial y que considera el conjunto y el detalle de la realidad a la luz paterna, nos dejó Cristo buen ejemplo. Espontáneamente Jesús encontraba al Padre en las cosas más pequeñas. No hace falta traer a la memoria la agudeza con que descubría el amor del Padre en las flores más humildes. “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen —decía a sus discípulos, para enseñarles a mirar como no lo habían hecho hasta entonces—; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pLido vestir como LiflO de ellos” (Mt 6,28-29).
Cristo escogió expresamente las flores más vulgares de los campos, esas que brotan con tanta profusión y constituyen un espectáculo tan corriente que nunca se nos ocurre admirarlas, pues las contemplamos con ojos distraídos. A los ojos de Jesús, una cosa tan normal ponía de relieve la solicitud divina, que había procurado su vestido a las flores. En su sencilla corola, en la que los hombres tan poco reparan, el Hijo reconocía las maravillas del trabajo delicado de su Padre, maravillas que sobrepasan todas las que los hombres crean con sus manos.


Igual ocurre con los pájaros. Cristo percibía la bondad paternal que los mantiene gratuitamente y les suministra el alimento: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). En la naturaleza Cristo fijaba inmediatamente su mirada sobre el Padre que actuaba en ella. Nos mostraba que para comprender el Liniverso y los seres que lo constituyen hay que ir más allá de sus apariencias sensibles y llegar a descubrir la acción de Dios. Nos indicaba el verdadero enfoque de la ciencia humana, que debe abrirse a la mística. Porque una vez que ha estudiado las leyes y la constitución de los seres materiales y ha sacado a la luz la admirable organización que los rige, le queda todavía por dar un paso esencial, subir un peldaño más, que no es ya el del sabio, sino el del creyente, y que consiste en reconocer, en lo que se ha estudiado, la obra de una sabiduría superior y el don de una bondad sin límites. Si dejamos de dar ese paso que va más allá del alcance de la observación y las mediciones de los instrumentos científicos, nos quedaremos privados de lograr la verdad fundamental que se oculta tras el velo de lo palpable y experimental. Al declarar que el Padre celestial alimenta a los pajarillos, Cristo nos ha manifestado una verdad más profunda que todas las verdades estrictamente científicas que hemos descubierto o que se podrán todavía descubrir sobre los pájaros. Porque es una verdad que nos descubre la fuente primera de la existencia de los pájaros, de su naturaleza y de su actividad. Y es a esta fuente primera —el corazón del Padre— a la que quería unir la mirada de sus discípulos para que pudiesen salir de su obsesión en las cosas sensibles y orientarse cada vez más hacia el Creador con un impulso espiritual.


Además de fijar así la orientación que completa y sobi-epasa la experiencia ordinaria de nuestros sentidos y las elucubraciones de la ciencia, Cristo manifestaba también el auténtico sentido de la poesía. Con sus palabras daba testimonio de que había captado lenamente la belleza poética allí donde la habríamos dejado pasar desapercibida: en el espectáculo cotidiano de unas flores y unos pájaros vulgares. Si Él sentía y expresaba con tanta intensidad esta poesía, era porque no se limitaba a una impresión de la armonía sensible y porque encontraba en las flores más comunes una sublimidad que sólo es accesible a los ojos del alma: la mano divina que se ocupa constantemente de darles su forma y desplegar su belleza. La poesía recibe todo su sentido cuando comprende este influjo divino y atisba el infinito detrás de las cosas.


Sin embargo, hay que notar que esta mirada mística sobre la naturaleza, tal como la tenía Cristo y tal como debemos esforzarnos por conseguirla tras Él, no se reduce a discernir la divina acción creadora en los seres. Es todavía poco descubrir a Dios en ellos. Hay que descubrir al Padre. Efectivamente, es al Padre como tal, con 5U amor paternal, a quien Jesús descubre en las flores y en los pájaros. ¿No es propio de un padre proporcionar vestido y alimento? El vestido de los lirios del campo y el alimento de los pájaros aparecían, pues, como muestras de un cariño verdaderamente paternal. Era precisamente este cariño generoso, difundido sobre los seres cuidados con más mimo, lo que Cristo contemplaba y admiraba. Más aún, como se advierte por sus expresiones, Jesús reconocía en estos seres un testimonio del amor que el Padre tiene a los hombres. El Padre que cuida de los lirios de los campos y de las aves del cielo, es menos Padre suyo que nuestro: “vuestro Padre celestial las alimenta”, dijo el Maestro a sus discípulos. En el alimento y vestido que se les regala, veía el símbolo y la prueba de lo que se concede a los hombres. La solicitud paternal se ejerce sobre todos los seres con vista a los hombres, pues sólo ellos son los hijos y el Padre hace confluir todo el universo hacia esta filiación.


En la naturaleza hay que descubrir, por tanto, un amor paternal que se dirige a nosotros, hay que descifrar este lenguaje misterioso de todas las cosas a través de las cuales el Padre desvela el afecto que nos ha dedicado. La auténtica visión del mundo es la que se sitúa en la perspectiva filial (le Cristo y palpa en todos los seres el corazón del Padre. El universo debe presentarse a nosotros como el desarrollo (le un amor paternal que inscribe su bondad por doquier. En cada una de las cosas, como en el conjunto de todas ellas, nuestra mirada filial puede hallar esa intención amorosa y maravillarse de ella.

 

LA MUERTE DE CRISTO Y LA NUESTRA

 

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión (le su existencia. En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las

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etapas de su cumplimiento. Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (HcIi 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.


Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Iii 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.
Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amarnos al Padre que nos lo da. Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial dejesús es en la mirada que tiene sobre su muerte. No es una mirada triste y ¡ deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter

pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonai Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jo 13,1). Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jo 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! (Jo 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amárais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jo 14,28). A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí. Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprencleríamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para ftstaurar definitivamentey cot1sLIma uestra intimidadfilialconEl
Finalmente, esta perspectiva iilial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre tío 17,11).Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.


Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.

 

 

LA VIDA CRISTIANA DEBE SER UNA VIDA FILIAL DE CARIÑO Y CONFIANZA EN EL PADRE, COMO LA DE CRISTO, EL HIJO AMADO Y CONFIADO TOTALMENTE EN EL AMOR DEL PADRE ETERNO

 

La vida filial La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre. En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimarnente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo. San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (lJn 3,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es,

por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: ‘Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (lJn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.


Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conclucta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la cari-
dad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: ‘Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley corno una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.
Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.
Cristo no ha dejarlo de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se dé la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).


Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así:
la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma
mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —seiin el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, el uto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre ,uecle dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenemos (llC notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa I)ilra nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitacla simpatía que nos profesa y para premiar” lo que ha visto en lo secreto?


Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su vercIad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nues¡ tra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia 1ara permitirnos una conducta reprensible. En lugar de disctitir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.
Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el priicip1o tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estamos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (ui 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim. Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tornar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad deben acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísirno favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde la profundidades del corazón. ¡ En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse única-
¡ mente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusiva-
mente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre
¡ (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.
Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga ‘Señoi; Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 721). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido
una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23).


Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento in o hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones ItI lormalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripiones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mtndamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. I)escaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” (Jo 17,9).
La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.


Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir.
Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (un 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, corno un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.

Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, como el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea verdaderamente tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continLiamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él.


Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre.
“Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra mora- cia está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él. Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor. Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jo 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor, que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.
Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía es- ¡ condidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (rol 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en / este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su ¡ corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él. 1


Reconocimiento y confianza


La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones.

Intre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos ti entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardeel de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los I)eneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20). De hecho, si consideramos el transcurso de nuesIra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro cIes- tino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.
Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquéllos a los que había hecho bien, y apreció las gracia dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón. Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo R’ atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal.


Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo. La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. ¡Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza fi-ha!. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16). Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar cii nosotros.
Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que nos dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros. Mientras una desconfianza puede herirnos profrmndamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más. Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.


En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.
Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que no sea la persona amada. Es un des-

Prendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el cue se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien hemos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos adheriremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro. Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.
Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia. Por este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mirada terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas.


Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa. Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando experimentamos el abismo de ini- seria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuesa mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.
Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía sanJuan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio 1...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temol; porque el temor mira al castigo; quien terne no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jo 4, 16-18).
El tránsito al más allá no se nos debe aparecei; pues, con trazos temibies. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos como Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, des- de que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito de su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porclue va a alcanzar la cima del amor.
De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios 1jasaclos, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y de la suprema confianza en la hora postrera, pasaremos a un reconocimiento más intenso todavía, más definitivo, cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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