Jueves, 05 Mayo 2022 10:52

retiro JESUCRISTO

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JESUCRISTO: ¿POR QUÉ AMAR  A JESUCRISTO?

(Es de un autor, pero ya no recuerdo la fuente)

 

       Santo Tomás distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad; lo que corresponde, en parte, a la distinción más común entre el amor «eros» y «apagé», entre amor de búsqueda y amor de donación.

       El amor de concupiscencia, dice S. Tomás, es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), esto es, cuando se ama alguna cosa, entendiendo por «cosa» no solo un bien material o espiritual, sino también una persona, cuando ésta es reducida a cosa e instrumentalizada como objeto de posesión y disfrute.

       El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (Aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona (S. Th. I-II, 27,1).

       La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta primera que debemos hacernos sobre la persona de Jesús, sobre su divinidad, es ésta ¿Crees? La pregunta segunda que debemos hacernos nos la dirige Él personalmente: ¿Me amas?

       Existe un examen de Cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos: El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder al sacerdocio o una Licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida  eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: ¿Crees? ¿Me amas? ¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?

       San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguien no ama al Señor, sea anatema, sea condenado” (1Cor 16, 22) y el Señor del que habla es el Señor Jesucristo.

A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: Contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de Cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra  aquellos que no aman a Jesucristo.

Esta tarde queremos preguntarnos y responder, con la ayuda del Espíritu Santo, que siempre viene en nuestra ayuda, si le invocamos como lo hacemos ahora en silencio y personalmente, mientras meditamos y nos preguntamos dentro de nosotros: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?

 

 

I.  ¿POR QUÉ AMAR A JESUCRISTO?

 

1.1 Porque Él es Dios y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos las puertas de la amistad eterna con nuestro Dios Trino y Uno.

 

1.2 El segundo motivo para amar a Jesucristo y el más sencillo, es que Él mismo nos lo pide. En la última aparición del resucitado, recordada y descrita en el evangelio de san Juan, en un determinado momento, Jesús redirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21. 16).

Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma  más elevada del amor, la del agape o la de caridad, y en una el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien.

       «Al final de la vida, dice san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor» (Sentencia 57); y así vemos que ocurrió también a los Apóstoles: al final de su  vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados de amor. Y sólo de amor; no fueron examinados de conocimientos bíblicos, de sacrificios, de liturgia, de sagrada Biblia.

       Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio tampoco ésta “¿me amas?” va dirigida tan sólo al que la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De lo contrario, el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene las palabras “que no pasarán” (Mt 24, 35), las palabras  de Salvación dirigidas a todos los hombres de todas las épocas.

       Por eso, quien conoce a Jesucristo y escucha estas palabras de Cristo dirigidas a Pedro, sabe que van dirigidas a todos los creyentes , que nos sentimos interpelados por ellas lo  mismo que Pedro ¿Me amas?

Y a esta pregunta hay que responder personal e individualmente, porque de pronto nos aísla de todos, nos pone en una situación única y se dirige a cada uno. No se puede responder por medio de otras personas o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto.

Fijaos bien, queridos hermanos, que hasta ese momento la escena se presenta muy animada y concurrida: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todos desaparecen de la escena, se quedan sólo los dos: Cristo y Pedro.

Desaparece todo: la charla, el pescado; la barca queda fuera de escena. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: ¿Me amas?

Es una pregunta a la que ningún otro puede responder por él y a la que él no puede responde en nombre de todos como hizo en otras ocasiones del evangelio, sino que debe hacerlo en nombre personal y propio, responder de sí mismo y por sí mismo.

Y, en efecto, se nota como Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las dos primeras respuestas, inmediatas, pero rutinarias y superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todos el saber de su pasado peronal, e incuso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21, 17)

Por tanto, la primera razón que yo pondría para responder a la primera pregunta que nos hacemos, de por qué debemos amar a Jesús, es: Porque Él mismo nos lo pide.

Ahora bien, quizás antes de responder debemos pensar quién nos lo pide. Me lo pide Jesús que lo tiene todo, porque es Dios, que no tiene necesidad de mi, qué le puedo yo dar que Él no tenga, es Dios. Entonces por qué me lo pide: porque lo tiene todo, menos mi fe y confianza en Él, menos mi amor, si yo no se lo doy. Luego me lo pide por amor, para amarme más, para poder entregarse más a mí, me lo pide, porque quiere vivir en amistad conmigo y empezar ya una amistad eterna, que no acabará nunca.

 

1.3. Una tercera razón o motivo para amar a Jesús sería: Porque “Él nos amó primero”.

En esto ponía san Juan la esencia de Dios: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y entregó a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.

Esto era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). “El amor de Cristo, decía también, nos apremia –charitas Dei urget nos--, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con Él (2Cor 5,14).

El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia-urget nos”, o como se puede traducir también, “nos empuja por todas parte”, “nos urge dentro”.

Se trata de esa ley bien conocida por ser innata, por la que el amor «a ningún amado amar perdona» (Dante ), es decir, no permite no corresponder con amor a quien es amado.

¿Cómo no amar a quien nos amó primero y tanto? «Sic nos amantem, quis non redamaret» (Adeste fideles) cantamos en la Navidad. El amor no se paga más que con amor. Otra moneda, otro precio no es el adecuado. ¿Por qué hemos de ser tan duros con Jesús? Si Él nos amó primero y totalmente, cómo no corresponderle?

¡Qué misterio tan inabarcable, tan profundo, tan inexplicable, el misterio del Dios de los católicos, del único Dios, pero digo de los católicos, porque a nosotros, por su Hijo, nos ha sido revelado en mayor plenitud que a los judíos o mahometanos, porque todas las religiones tiene rastro de Dios.

Nuestro Dios nos pide amor en libertad, desde la libertad, no por obligación. Esto es lo grande. Se rebaja a pedir el amor de su criatura pero no la obliga. Y esa criatura responde: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo; te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman», como nos enseñó el ángel en Fátima, en nombre de la Virgen.

 

 

1.4. Debemos amar a Cristo porque el cristianismo esencialmente es una Persona, Jesucristo, antes que verdades y mensaje y celebraciones.

 

       La religión cristiana esencial y primariamente es una persona, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, antes que conocimientos y cosas sobre Él. Cristiano quiere decir que cree y acepta y ama a Jesucristo. El cristianismo es tener una relación y amistad personal con Él, tratar de amar como Cristo, pensar y amar como Él. Y en toda relación la amistad debe ser mutua. La amistad existe no cuando uno ama, sino cuando los dos aman y se aman. Entonces, si partimos de la base que ya hemos establecido, de que Él nos ama y nos ama primero, es lógico que nosotros respondamos con amor, si queremos ser cristianos, es decir, amigos de Jesús.

       Por otra parte, un cristianismo sin amistad con Cristo, es el mayor absurdo que pueda darse. Porque a nadie se le obliga a ser cristiano. Es libre. La libertad viene de la voluntad de optar y comprometerse por Cristo, todo lo cual nos está hablando de amor y correspondencia de amistad..

Sólo quien ama a Cristo puede ser cristiano auténtico y coherente. Si tú quieres serlo, has de amarlo. Lo absurdo del cristianismo es que muchos se consideran cristianos, sin conocer y amar personalmente a Cristo. Es un cristianismo sin Cristo. Un cristianismo de verdades y sacramentos, pero sin personas divinas, sin Cristo, sin relación y amistad personal con Él, no es cristianismo, no es religión que nos religa y une a Él personalmente, es un absurdo, es puro subjetivismo humano, inventad por el hombre.

 

1. 5 Debemos amar a Cristo porque merece ser amado, es digno de nuestro amor, nos ha ganado con su amor, es amable por sí mismo y por sus obras, por lo que ha hecho por nosotros. Reúne en sí toda la belleza y hermosura de la creación, del hombre, del amor, de la vida, de la santidad, de toda belleza y perfección.

Nuestro corazón necesita algo grande para amar. Cristo es lo más grande y bello y maravilloso y fiel y grandioso y amable que existe y puede existir; nadie ni nada fuera de él puede amarnos y llenarnos de sentido de la vida y felicidad como Él. Atrae todo el amor del Padre: “Este es mi hijo muy amado, en el que me complazco”. Es el “esplendor de la gloria del Padre”, reflejo de su ser infinito. Si el Padre eterno e infinito se complace en Él, y Jesucristo colma y satisface plenamente la capacidad infinita de amar del Padre Dios ¿cómo no colmará la nuestra?

Por eso, a quien ama a Jesucristo, a su Hijo, el Padre le ama con amor de Espíritu Santo, esto es, con el mismo amor con que Dios se ama, que es el Amor persona divina, el mismo Amor con que Dios le ama: “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a Él y haremos morada en él”; “Al que me ama, mi Padre le amará”; “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado”. (Jn 14. 21.23; 16, 27).

(Poner aquí lo de la primera comunión)

 

1.6 Debemos amar a Jesucristo para conocerlo y gozarnos con su amor en plenitud. A Cristo no se le conoce hasta que no se le ama. El amor es el que no hace penetrar en  su misterio. Le conocemos en la medida en que le amamos. Y esto tiene que ver mucho con la oración que es conocimiento de amor y por amor. Las verdades no se comprenden hasta que no se viven. Mediante el amor, por contacto y conocimiento por afecto y encuentro y contacto de unión, que nos une a la persona amada y nos hace descubrir su intimidad, podemos conocer en plenitud, más que por el conocimiento frío y abstracto del entendimiento. Las madres conocen a los hijos por amor, incluso en sus males y enfermedades de cuerpo y alma. Los místicos conocen más y mejor que los teólogos. Pentecostés. Cristo se había manifestado a los apóstoles por la palabra y los milagros y su vida, pero siguieron con miedo y las puertas cerradas y no le predicaron y eso que le habían visto morir por amor extremo al Padre y a los hombres, como ampliamente le había dicho en la Última Cena. Sin embargo, cuando en Pentecostés conocen a Cristo hecho fuego de Amor de Espíritu Santo, entonces ya no pueden callarlo y lo predican abierta y plenamente y llegan a conocerlo de verdad.

La oración afectiva es  como el fuego que nos alumbra y nos da calor a la vez; da conocimiento de amor; es como dice san Juan de la Cruz el madero encendido, que alumbra y da calor y amor;  amor que nos pone en contacto con la persona amada. San Agustín: no se entra en la verdad, sino por la caridad.

La experiencia constante de todos los santos y los creyentes nos confirman esta verdad. Sin amor verdadero, sin amistad con Cristo, sin amor de Espíritu Santo, no llegamos a conocer plenamente a Cristo. El Jesús que se llega a conocer con los mas brillantes y agudos análisis cristológicos, no es el Cristo completo, la “verdad completa” de Cristo. Esto les pasó a los Apóstoles, y eso que habían visto todos sus milagros y escuchado todas sus predicaciones.

Al verdadero y fascinante y seductor y “más bello entre los hombres” no lo “revelan ni la carne ni la sangre”, esto es, la inteligencia y los sentidos y la investigación de los hombres, sino “El Padre que está en los cielo... Él nos lo ha dado a conocer” (Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos , sino a los que le buscan sinceramente. El Padre no se lo revela “a los sabios y entendidos de este mundo, sino a los sencillos” (Mt 25, 11).

 

1.8 Debemos amar a Jesucristo porque Él es el único Salvador de los hombres.

 

 

1.9 Debemos amar a Jesucristo porque queremos vivir, amar y ser felices con Él eternamente. Sólo amándolo a Él, podemos vivir su vida, su evangelio, su palabra y poner en práctica sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” “El que no me ama, no guarda mi doctrina” (Jn 14, 15. 24).

       Esto quiere decir que no se puede ser cristiano enserio, no se pueden cumplir sus exigencias radicales y evangélicas sin un verdadero amor a Jesucristo, que con su amor hecho gracia y fuerza divina, nos ayudará a cumplir con sus mandamientos con perfección. Sin amor a Cristo falta la fuerza  para actuar y obedecer. Por el contrario, quien ama, vuela en el cumplimientos de su voluntad por amor; nada le parece imposible al que ama.

 

 

4. Debemos amar a Cristo porque Él se quedó para eso en el Sagrario en amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres.

 

II QUÉ SIGNIFICA AMAR A JESUCRISTO

 

Esta pregunta ¿qué significa amar a Jesucristo? Puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a Cristo.

En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos ha da el mismo Jesús en el evangelio. No consiste en decir “Señor, Señor sino en hacer la voluntad del Padre y en  guardar su palabra” (Mt 7, 21). Cuando se trata de personas «querer» significa buscar el bien del amado, dearle y procurarle cosas buenas.

Pero ¿qué bien podemos darle a Jesús resucitado, Dios infinito, que Él no tenga? Querer en el caso de Cristo significa algo diferente. El «bien de Jesús» más aún su “alimento” es la voluntad de su Padre. Por eso, amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con El la voluntad del Padre. Hacerla cada día más plenamente, cada vez con más alegría: “Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo, dice Jesús, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Y en otro pasaje evangélico más amplio nos dice: “Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día”.

Para Jesucristo todas las cualidades más bellas del amor se compendian en este acto que es hacer la voluntad del Padre, cumplir sus mandamientos. Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como la hecho Él, que no nos ha amado sólo por propia iniciativa sino porque ese es el proyecto del Padre, para eso nos ha soñado y creado el Padre por amor cuando nuestros padre más nos quisieron, y para eso existimos; y todo esto, no sólo de palabras o sueños, sino con obras, con hechos. Y ¡qué hechos, Dios mío! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

¿Qué significa amar a Jesucristo? Para nosotros, amar a Jesucristo, Hijo de Dios, significa también no sólo amarle como hombre, sino como Dios, sin diferencia cualitativa. Es más, esta es la forma que el amor a Dios ha asumido después de la Encarnación. El amor a Cristo es el amor a Dios mismo. Por eso Jesús ha dicho: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” . Como se ve es amor al Dios Trinitario: “Quien me odia a mí, odia también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios.

He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del >Padre. Cristo es Dios como el Padre. No debe ser amado en un sentido secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios Padre. En una palabra, el ideal más alto para  un cristiano es el de amar a Jesucristo.

Pero Jesús también es hombre. Es nuestro prójimo: “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). Por eso, debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo.

«¡Para esto me he hecho hombre visible! –hace decir san Buenaventura al Verbo de Dios-, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti, mientras estaba en mi divinidad. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú también a mí» (Vitis mystica, 24).

Por eso, lo que yo he pretendido decir es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel inferior o en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre. Cosa que santa Teresa sintió la necesidad de expresar, reaccionando contra la tendencia presente en su tiempo y en determinados ambientes espirituales, donde amar la humanidad de Jesucristo se consideraba más imperfecto que amar su divinidad. Según la santa no hay estado espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la divinidad o en la esencia divina. La santa explica cómo una mala interpretación de la contemplación la había alejado durante algún tiempo de la humanidad del Salvador y cómo, en cambio, el progreso en la contemplación la había vuelto a conducir a ella definitivamente (Vida, 22,1ss).

 

 

III ¿CÓMO CULTIVAR EL AMOR » JESUCRISTO?

 

Soy consciente de que todo lo que he dicho respondiendo a la pregunta, qué significa amar a Jesucristo, es nada en comparación con lo que se podría haber dicho y que sólo los santos pueden decir en plenitud sobre este tema. Un himno de la Liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús, dice: «Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer, lo que es amar a Jesús» (Himno Iesu dulcis memoria).

Lo nuestro no es sino recoger las migajas que caen de la palabra y escritos del evangelio y de los santos, que son lo que  atesoran gran experiencia de amor a Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia de Cristo, de Dios, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesús. Por ejemplo, a Pablo: “para mi la vida es Cristo... no quiero saber más que mi Cristo, y éste crucificado... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”, “deseo liberarse del cuerpo para estar con Cristo” (Fil 1,23); o san Ignacio de Antioquia, que de camino hacia el martirio, escribía: «Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar cn él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí» (los Romanos 2,1; 5,1; 6,1).

Pero se puede amar a Jesucristo ahora que el Verbo de la Vida no está visible para nosotros, no le podemos ver, tocar ni contemplar con nuestros ojos de carne?

San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su Ascensión, a los sacramentos de la Iglesia» (Discurso 2 sobre la Ascensión). A través de la Eucaristía, que es memorial, no puro recuerdo, sino misterio que hace presente a Cristo total, desde que nace hasta que sube a la derecha del Padre; en la Eucaristía no encontramos con el mismo Cristo de Palestina, pero ya glorificado y se alimenta el amor a Cristo porque en ella, por la sagrada comunión, se realiza inefablemente la unión con Él. Él es una persona viva, viva y existente, no difunta.

Hay infinitos modos y caminos para amar a Jesús. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Puede ser su Palabra leída, meditada, interiorizada. Puede ser el diálogo con el amigo, entre dos personas que se aman. Puede ser sobre todo la Liturgia, la Eucaristía, el oficio de Lectura.. En todo caso siempre es necesaria la Unción del Espíritu Santo, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a Él-

Yo voy a habar de uno que considero esencial. La oración personal, sobre todo eucarística, que según santa Teresa «oración mental... no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». (Ver mis temas).

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier forma de seguimiento, es hacer de Él es gran ideal de su vida, el héroe del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de Él a todos los demás. No hay vocación más bella que esta. Marca a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. Un sello indeleble de sangre.

 

 

JESUCRISTO

(Para iniciar una charla sobre Jesucristo. Está copiado e Mons. Egea. Pero ya no recuerdo el libro)

 

No es fácil hablar de Jesucristo. Porque Jesucristo rompe todos nuestros esquemas mentales, no es una persona que se estudie,

 

y oído, si quiere que su doctrina sea aceptada. El apóstol no es un profesional que transmite lo aprendido, sino un testigo, un enamorado que dice fielmente cuanto ha presenciado.

       Para hablar de Jesucristo es necesario haberle visto y haber vivido con él; haber asimilado su humildad, su bondad, a fin de que los hombres, que lo ignoran, lo reconozcan a través de su parecido con él.

       Estos días de ejercicios espirituales, no son para leer libros, ni para adquirir ideas nuevas, sino para encontramos con Jesucristo y para profundizar nuestra intimidad con él. Hay que consagrarle todo nuestro tiempo, ofrendarle todo nuestro amor, derrochar a sus pies todo el tesoro del precioso ungüento de nuestra vida, como hizo la pecadora perdonada (Lc 7, 37.38) y María la hermana de Lázaro y de Marta (Jn 12, 3), porque a los pobres los tenemos cada día con nosotros, y Jesús quiere ser amado especial y personalmente por cada uno de sus discípulos, además de recibir el amor que debemos otorgarle en el prójimo y en los pobres. Por eso, al igual que a Pedro, antes de confiarnos el cuidado de los hermanos, nos somete a prueba y nos pregunta: ¿me amas?

       Es necesario tener un encuentro personal con él, en el que nos sintamos llamados por nuestro nombre, y sólo de ese modo podremos comunicar algo vital, la buena nueva. Para que nuestro mensaje sea creíble, hemos de anunciar lo que hemos visto.

       En un juicio, al declarar un testigo, para que su testimonio sea convincente, ha de atestiguar lo que él ha visto; si expone solamente cuanto sabe de oídas, no sirve su testimonio. Ananías le dice a Saulo: “Has de ser testigo ante los hombres de lo que has visto” (Hech 22, 15). Es lo mismo que le ratifica el Señor: “Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto, como de las que te manifestaré” (Hech 26, 16).

       ¡Qué fascinación tan profunda se siente al leer el prólogo de la primera carta de san Juan!: “Lo que hemos visto con nuestros ojos..., lo que contemplamos..., y nosotros hemos visto y testificamos...”. Al oír semejantes palabras se produce en nosotros un deseo profundo. Soñamos con la posibilidad de encontrar físicamente a Jesús, de verle, de tocarle, de escucharle. ¿Es posible, hoy, para nosotros, repetir la experiencia que tuvieron los primeros testigos? Nosotros no podemos ver y tocar como ellos hicieron, pero mediante su testimonio podemos alcanzar la comunión con el Padre y con el Hijo. Dice san Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 3).

       Los primeros testigos descubrieron el misterio dentro de la historia humana de Jesús. San Juan escribe que ellos vieron y tocaron la misma vida eterna: “Lo que hemos visto y tocado acerca de la Palabra de la vida»; descubrieron otra realidad que estaba escondida, que no se podía ver, ni tocar, pero que se les manifestó, a través de aquellas experiencias sensibles, que aquel hombre «era la Palabra que estaba en Dios” (Jn 1, 1) y “que se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros y hemos visto su gloria como del Unigénito del Padre” (Jn 1, 14).

       Juan y los primeros discípulos nos anuncian lo que han visto para que vivamos en comunión con ellos. Así se transmite el hecho cristiano. Los testigos inmediatos lo comunican a los de la segunda generación y después ellos a nosotros. A los de la segunda generación les dice que también ellos han conocido al que es desde el principio: 1 Jn 2, 13; 3, 11).

       Para Juan los que reciben el mensaje cristiano, participan de la experiencia de los discípulos inmediatos, aunque no estuvieron presentes en los hechos. A nosotros se nos permite volver a vivir aquellas primeras experiencias, las que recibieron, hace casi dos mil años, los primeros seguidores de Jesús.

       Al igual que Pedro y Juan que vieron a Jesús y convivieron con él, los cristianos comprometidos, los santos de nuestros días, son hombres que están en contacto directo con Jesucristo y son tan contemplativos como pudieran serlo sus apóstoles de hace veinte siglos.

       En estos ejercicios espirituales hay que lograr ser almas de oración, almas contemplativas; debemos dedicar mucho tiempo a la conversación personal, al diálogo íntimo con el Señor. No estamos aquí para aprender teología, sino para vivir una experiencia de gracia, una experiencia de Dios.

       El cristiano de nuestros días ya no se entusiasma con hacer una renovación y modernización en las estructuras de la Iglesia, como algunos soñaron después del Vaticano II, sino que busca a Dios, tiene hambre de Dios. Y nosotros, aunque dispongamos de todos los medios modernos, si carecemos de la experiencia directa y personal de Dios, no seremos verdaderos evangelizadores. Si no tenemos a Dios, no podremos darlo a los demás.

       En un congreso internacional de laicos en Roma, pudimos escuchar testimonios impresionantes. Un hindú nos habló de los misioneros que les envía occidente: «He oído hablar mucho en estos últimos años sobre la liturgia alemana, del catecismo holandés, sobre nuevos caminos teológicos, sobre esto o aquello. Pero, no he oído nada sobre Jesucristo, sobre la oración y la contemplación. ¿Por qué nos enviáis misioneros interesados en tantas cosas, pero que no nos muestran el rostro de Cristo?».

       Aquel hindú nos enseñaba lo que ahora nos pide el papa Juan Pablo II: que nuestra misión evangelizadora no sea solamente un programa de bienestar social o económico. Nuestro anuncio evangélico es la persona de Jesús: «El reino de Dios no es un concepto, o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible».

       Para que nuestra predicación sea eficaz, hemos de hablar desde nuestra propia experiencia religiosa mostrando a los hombres el camino que nosotros hemos recorrido, sin limitarnos a enseñar lo que hemos aprendido en los libros.

       San Juan describe en su evangelio (12, 20-28) una escena singular que se actualiza frecuentemente en nuestros días. Unos griegos se dirigen a Felipe, el de Betsaida, y le ruegan: “Queremos ver a Jesús”. Es lo que quieren los hombres de hoy: que les revelemos con mayor claridad el rostro de Cristo.

       Ante el proceso de secularización que se nos ha echado encima, hay muchos que creen que los hombres rechazan a Dios. Sin embargo, este aparente abandono de Dios está purificando su imagen. Dios deja de ser la solución mágica para todos los problemas y va mostrando su verdadero rostro. Un Dios que interpela, que exige y, a veces, hasta deja al hombre en aparente abandono, sin respuesta. Un Dios que libera, que fascina y asombra. El materialismo no ha podido sofocar estos interrogantes profundos del hombre que siente ansias de trascendencia.

       Pero es igualmente cierto que nuestra fe encuentra hoy más dificultades que nunca. Se halla sacudida y a la intemperie de todos los vientos, y ya no es una fuerza como la que animaba a los primeros cristianos, comprometidos por completo, a nivel individual y comunitario; sino que es más bien, así dice Charles Moeller, «como una frágil luz, en la noche, a la que hay que cuidar y proteger de toda amenaza, para que siga alumbrando».

       Es una crisis de crecimiento que puede ser dramática, si quien la experimenta no la conoce. Es preciso proyectar luz sobre ella para que deje de presentarse como un fantasma atemorizante. No hay que tener miedo; nos hace fuertes la resurrección de Jesucristo, que madura en la Iglesia, como una primavera en la muerte aparente del invierno.

       Nuestras vidas, tan poco cristianas en general, han velado, mejor que revelado el rostro de Dios. Las teologías de la muerte de Dios son, muchas veces, una reacción contra el Dios que nos hemos formado. Ellas nos hacen pensar en los primeros cristianos a quienes se acusaba de ateos por no adorar a los dioses paganos, cuando ellos decían con san Justino: «Nosotros somos ateos de esos dioses».

       Se ha abusado del nombre de Dios y, en lugar de proclamar su bondad-santidad, se ha presentado su caricatura, engendrando el ateísmo, como ha reconocido claramente el concilio: «En esta génesis del ateísmo, pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».

       Hemos de estar muy atentos para comprender lo que está sucediendo en este tiempo nuestro de cambios vertiginosos. El acontecer del mundo se halla bajo el signo del tiempo venidero. Es una transformación formidable la que estamos viviendo, y hay que estar en el mundo, sin ser del mundo (Jn 17, 14-16). Alternar como si no se alternase (1 Cor 7, 29.31). Esto, no interpretado en sentido pesimista, ni como la actitud estoica de la apatía, sino porque el tiempo pasa. “No os acomodéis al mundo presente sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12, 2).

       Muchas cosas se renuevan y lo que satisfacía a los hombres de antes, hoy suena a falso. Muchos se apartan de la Iglesia, porque no encuentran solución a sus problemas, sobre todo materiales: enfermedades, muertes, fracasos... no iban buscando a Dios sino a sus intereses en Dios, que Dios les sirva… que Dios se ponga a su servicio.

       Por una parte, hay una exigencia nueva y urgente de conformar la fe con la palabra de Dios, según el evangelio; de que exista verdadero compromiso con las realidades terrestres, evadidos como estamos, a veces, en una niebla ilusoria.

       Y, por otra, se critica y se pone en tela de juicio la misma fe; vivimos un momento de confusión aunque no de desesperanza.

       En estos días de retiro, nos damos cuenta de que el gran enemigo de Dios es nuestro propio yo con sus afecciones desordenadas. San Ignacio insiste en que «los ejercicios espirituales son para vencerse el hombre a sí mismo, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea».

 

       Vivir íntegramente el evangelio

 

       Hemos de vivir íntegramente el evangelio. Hay una peligrosa tendencia a mutilarlo, reteniendo sólo determinados aspectos del mismo. «No cedáis a la tentación, frecuente en nuestros días, de elegir, entre las páginas del evangelio, las que corresponden a vuestras preocupaciones o a las exigencias de vuestra acción. Debemos volver constantemente a todo el evangelio, precisamente cuando más o menos conscientemente hay tendencia a pasar por alto las páginas que nos molestan. El mensaje de Jesús no consiente ser reducido a detalles. Las palabras del evangelio no se nos han entregado para ilustrar nuestras acciones personales, sino para cambiarnos el corazón».

       Existe hoy una gran sensibilidad para la vertiente de la caridad, del amor al prójimo. Se habla mucho de opción por los pobres, pero se olvida que el evangelio, además de orientar hacia el prójimo, es también, en primer lugar, un llamamiento a la vida de unión con Dios: a la oración y a la adoración. Por eso, no hay que olvidar que el hombre se realiza más plenamente en todas sus dimensiones, si no renuncia a esta de la adoración, oración e intimidad con Dios. Jesucristo se ha dado totalmente a los hombres, de tal manera que se ha podido decir de él que es un «ser para los demás». Pero primordialmente estuvo siempre abierto al Padre y desde aquí, a los demás. Primer mandamiento.

       Al subrayar sólo un aspecto, se nos da un evangelio incompleto. De los dos mandamientos básicos, se recuerda el segundo y se olvida el primero. Es falsa esta pretendida fidelidad al evangelio, dado que el evangelio consiste fundamentalmente en los dos que forman un único precepto. Y para cumplir el primero, la oración personal, el encuentro de amor con Él todos los días es lo principal. Y desde aquí, como hacía el Hijo, ha de salir y fundamentarse toda la vida y actividad. Nada podrá sustituir a la oración profunda y personal, a la unión con Dios; descuidarla, es un grave peligro para el hombre, para la Iglesia. Sólo la superficialidad y la ligereza de algunos ha contribuido a crear, a veces, un clima en el que fuera posible imaginar una vida auténticamente cristiana sin la oración.

       La postura correcta se da cuando el creyente es fiel a Dios y al hombre, al evangelio y a la historia. De lo contrario, se mutila el mensaje evangélico. No es auténtico. Se puede profundizar cada aspecto, hasta descubrir el otro. Es más, uno de los dos extremos, bien vivido, nos debe conducir indefectiblemente al otro.

 

“Queremos ver a Jesús”.

(López Melús)

 

       Lo que aquellos griegos dijeron a Felipe, lo gritan hoy los hombres frente a la Iglesia. Quieren que la Iglesia, que nosotros, los cristianos, seamos el signo de la presencia de Jesús.

       ¿En nuestra vida, en nuestras costumbres, en nuestros gestos transparentamos a Cristo? Es lo único que desean ver y encontrar los que nos abordan y se acercan a nosotros.

       El grito “queremos ver a Jesús” brota del corazón de los hombres en cada rincón de la tierra. Los hombres esperan que les anunciemos un Dios presente en nuestras vidas. Pero eso solamente lo podemos realizar a partir de nuestra propia experiencia de encuentro con Cristo. Es lo que pide Pablo VI: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible».

       El grito de “queremos ver a Jesús” se va apagando donde los hombres no encuentran transparencia de una vida coherente con el evangelio. Necesitan el contacto de quienes viven del encuentro: “hemos encontrado a Jesús de Nazaret” (Jn 1, 45) y de la visión de Jesucristo: “hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Como acaba de escribir Juan Pablo II: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), “resplandor de su gloria” (Heb 1, 3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)». El mismo Papa afirma que los seguidores de Jesús están llamados a «transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima»”.

       Lo que escribió san Agustín: «Dios ha creado el hombre para él y por eso está inquieto nuestro corazón hasta que no descanse en él», se subraya en la doctrina actual de la Iglesia: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

       Como la tierra reseca ansía la lluvia para hacerse fecunda, “así, Dios mío, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63, 2). El Padre de los cielos ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y encontrarle: “Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 3).

       Hace falta encontrarnos con Jesucristo, adquirir una vivencia de fe. La fe provoca un vuelco a la existencia. Antes, todo giraba en torno a uno mismo; ahora con el nacimiento de la fe, todo comienza a girar en torno a Jesucristo, que se ha adueñado de nuestra persona y de nuestra vida.

       Al hablar de la fe, una cosa es creer que Jesús es el Hijo de Dios y otra es creer en él. “No se turbe vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). Creer en él significa tener confianza y sobre esa confianza construir nuestra propia vida. Esa confianza total en Cristo debe ocupar el puesto de toda seguridad humana. Siempre hay que ir dando pasos en esa fe en Cristo Jesús. Nunca se acaba de progresar en ella. Confiar cada vez más, abandonarse en él hasta hacer de nuestra fe en Jesús la razón de nuestra vida, como escribe san Pablo de sí mismo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). La fe especialmente en el evangelio de san Juan, se concentra en la persona de Jesucristo y se revela en toda su plenitud. Creer es escucharle, escuchar su voz y sus palabras (5, 24; 6, 45; 10, 27); ser su discípulo (8, 31), permanecer en él, en su palabra o en su amor (6, 56; 15, 7.9).

       La fe no es un simple acto, es ante todo una actitud. El signo de que ha surgido la fe es que todo no sigue igual, sino que todo va cambiando: la vida va configurándose según el evangelio. El hombre nuevo estrena una vida nueva, más generosa, más desinteresada, más humana, más fraternal. Jesús, en el evangelio, siempre hace al oyente la misma interpelación: «Sígueme».

       El mensaje de Jesucristo es un camino; es una vida. Ante las exigencias de la fe se impone la fidelidad, que se traduce en la vida. La fe incide en la totalidad de la persona. Por eso, para el creyente, la pregunta fundamental será la que los judíos hicieron a los apóstoles el primer día de pentecostés, después de haber oído, con el corazón compungido, la predicación de Pedro: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hech 2, 37). Es la pregunta por la acción. A esta pregunta fundamental Pedro contestó: “Convertíos” (2, 38); es decir: cambiad de vida, sed distintos, sed nuevos (Mc 1, 15). El creyente lo es en la medida en que va captando el aire, el espíritu, el estilo de Jesús, y lo lleva a su vida para que ésta sea imagen, eco, reflejo, transparencia de Jesús. Creer en Jesús es ir trasladando a nuestra vida los rasgos que configuraban la suya.

       Lo más valioso que tenemos los cristianos es nuestra fe en Cristo. Este es nuestro gran tesoro. Por eso, esta es nuestra misión cada día: Agradecer nuestra fe, celebrar nuestra fe, disfrutar nuestra fe, alimentar nuestra fe y, sobre todo, vivir nuestra fe. Viviéndola, podemos contagiarla a los demás.

       Siempre impresionan mucho los testimonios de los que no tienen fe y desearían tener ese don. Un moderno escritor argüía agudamente: «Si yo tuviera fe, si pudiera creer que Dios existe, sería perpetuamente feliz. No podría interesarme ya en otra cosa que no fuese Dios. Me sentiría rodeado de ternura y protección. Si tuviera fe en Dios, si mi vida no fuese más que la demora de su encuentro con él, aunque esta vida fuese dolorosa, sería suave como la larga espera de la mujer amada, de cuya llegada se está absolutamente seguro. Si tuviera fe, nada me importaría. Si tuviera fe me parece que yo sería naturalmente bueno con todo el mundo»... Una fe auténtica y viva debería transformar nuestra vida y obligarnos a hacer una nueva jerarquía de valores.

Los cristianos eso es lo que necesitamos: ir creciendo en el conocimiento del Señor (2 Pe 3, 18). Esta es la tarea de nuestra vida (Jn 17, 3).

       Es aleccionador comprobar cómo, en el nuevo testamento, los grupos cristianos son invitados constantemente a animarse mutuamente por medio de la palabra y las buenas obras, en la fe y en el amor a Jesús. Los textos son muy numerosos; recordemos dos de la Carta a los hebreos (3, 13; 10, 25). Naturalmente, nuestras palabras tienen que ser auténticas, expresión fiel de lo que sentimos por dentro. San Pablo decía: “Creemos y por eso hablamos” (2 Cor 4, 13).

       Leyendo a san Pablo uno siente nostalgia por aquellas reuniones que celebraban los primeros cristianos, tan animadas, tan espontáneas, tan exultantes, tan llenas de vida, en las que unos a otros se animaban en la fe en Jesús por medio de la palabra.

 

       El cristiano, carta de Cristo

 

       El santo, al imitar a Jesucristo, no se convierte en una copia auténtica. Sigue siendo enteramente hombre con su originalidad, novedad, con su capacidad y sus debilidades, pero Dios aparece en él con fuertes destellos.

       No hay un molde en el evangelio por el que el Maestro trate de uniformar a todos. Cristo acepta a cada uno tal como es, y lo hace rendir precisamente con su temperamento, cualidades y hasta con sus defectos. Misteriosamente sigue siendo válida la frase de san Pablo a los colosenses: “Suplo en mí lo que falta a la pasión de Cristo en su cuerpo que es la Iglesia” (1, 24).

       La santidad de Jesucristo es multiforme, y la participan caracteres tan diversos como Pedro y Juan, Felipe y Santiago, Pablo y... La gracia no destruye la naturaleza. Ninguna de sus tendencias naturales ha sido sacrificada; en lugar de neutralizarlas, son orientadas a su centro, Cristo. La santidad no es destrucción, sino plenitud y perfección.

       San Pablo, escribiendo a los corintios les dice: “Vosotros sois la carta de Cristo” (2 Cor 3, 3). En nuestro diario vivir, jornada tras jornada, vamos escribiendo esta carta; y los demás, contemplando nuestras obras, la pueden ir leyendo.

       Esta es la gran gloria y la gran responsabilidad de los creyentes: ser para los demás carta de Cristo; podemos y debemos serlo para todos. Viéndonos, tienen que captar el aire, el espíritu, el estilo de Cristo. Al encontrarse con nosotros, han de poder percibir, a través de nuestras obras y palabras, un eco de cómo era y de cómo vivía Jesús.

       Viviendo el evangelio visibilizamos a Jesucristo, lo hacemos creíble y atractivo para los demás; así todos pueden vislumbrar e intuir en nuestra manera de actuar, de vivir, de reaccionar, el estilo de Jesús, ese espíritu que animó e inspiró su vida. Sería una suerte para ellos encontrarse con nosotros, si nuestra vida fuera una viva, clara y radiante transparencia de la del Maestro.

       Pablo en la misma Carta a los corintios, les dice que deben ser el perfume de Cristo (2, 15) y como un maravilloso espejo en el que se refleje la gloria del Señor (3, 18). Este es el verdadero seguimiento y equivale a “revestirse del Señor” (Rom 13, 14), que es una manera fuerte de indicar que en el seguimiento hemos de actualizar a Jesús hasta poder decir: “Mi vida produce a Cristo Jesús”, que parece ser la mejor traducción de Flp 1, 21. Ya en el camino de Damasco se reveló como presente y viviente en los cristianos (Hech 9, 25). Continuamente y de muchas manera describe su fusión vital con él: convivir con Cristo y conmorir con él (Rom 6, 8; 2 Tim 2, 11); estar concrucificados y consepultados con el Señor (Rom 6, 4.8; Col 2, 12); conresucitados y conglorificados con él (Rom 8, 17; Col 2, 18); consentarse y conreinar con Cristo (1 Cor 4, 8; Ef 2, 6). Somos coherederos (Ef 3, 6) todos los que el Padre predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29).

       El cristiano, al seguir a Jesucristo de la manera más perfecta, reproduce su vida, de modo que lo hace creíble y visible  (Col 1, 24).

       Como consecuencia del seguimiento del Señor y de su unión personal con él, sus discípulos no pretenden tener morada fija (Mt 8, 20; Lc 9, 58), ya que deben estar siempre a disposición de los demás para gastarse y desgastarse por todos (2 Cor 12, 15). Esta disponibilidad hay que entenderla, no sólo respecto de las cosas exteriores y materiales, sino sobre todo del propio tiempo, de las cualidades personales y de los dones que cada uno posee.

       Nuestra personalidad no estará en nuestros talentos o circunstancias, sino en que Jesucristo, a través de nosotros, ame al Padre y a los hermanos. Por eso, al orar, es como si prestásemos a Jesucristo nuestros labios y nuestro corazón, para que él pueda continuar su plegaria aquí en la tierra, ya que “se ha hecho nuestra sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1, 30).

       Dios nos ha elegido para ser en su presencia santos e inmaculados (Ef 1, 4.5), semejantes a su imagen (Rom 8, 29); entonces tendrá igualmente sus complacencias en nosotros (Mc 1, 11). El camino nos lo marca san Pablo como a su discípulo: “Que nuestro progreso sea a todos patente” (1 Tim 4, 15), hasta “presentar los rasgos de Cristo, pintados en el lienzo de nuestra vida” (Gál 3, 1).

       Mientras haya hombres en el mundo, el recuerdo de Jesús de Nazaret será punzante, luminoso y liberador, seguirá acompañándoles, acosándoles, inquietándoles. Jesús de Nazaret no es un personaje del pasado, sino que es de ayer, de hoy y de mañana (Heb 13, 8). Por eso, Jesucristo nunca se ha marchado, porque está en medio de nosotros hasta la consumación de la historia. El lo prometió: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

       Después de 20 siglos, el cristianismo no vive de la nostalgia del pasado, sino que anuncia, celebra y vive una presencia. Jesús está en medio de nosotros, está en las personas buenas, limpias, justas, bondadosas, religiosas. Está en los santos. Pero también está, y de una forma especial, en el pobre, en el marginado, en el drogadicto, en el preso, en los pecadores... En ellos queremos ver y descubrir a Jesús. A través de todos ellos vemos y nos encontramos al Señor.

 

 

26 CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR

 

       “Mi amado es para mi, y yo soy para mi amado” (Cant 2, 16).

       “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama” (Jn 15, 13).

       “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”(Gál 2, 20).

 

       Al final del libro de los ejercicios espirituales pone san Ignacio de Loyola la contemplación para alcanzar amor, como la co1 ronación de las meditaciones y como el camino para que de nuevo el ejercitante vuelva a su vida diaria. Los hagiógrafos de san Ignacio lo han descrito como el hombre que en cada acción o conversación sentía la presencia de Dios y tenía tal gusto para las cosas espirituales y facilidad para la contemplación, que era «contemplativo en la acción», cosa que el santo expresaría con las palabras: «Hay que encontrar a Dios en todas las cosas».

       A nosotros, también, la dinámica integral de estos días de retiro nos ha conducido a hallar a Dios en todas las cosas, y esta contemplación para alcanzar amor nos ofrece la pedagogía completa para ser contemplativos en la acción y nos introduce en la práctica diaria y sencilla de la misma. Es como un puente tendido que empalma la experiencia de gracia del retiro con la experiencia cotidiana de cada día, y es como una ayuda para adquirir una actitud ante la vida y las cosas, en la que sea posible mantener la vida nueva, según Dios, que se ha gozado en los ejercicios. «Es preciso encontrar a Dios en todas las cosas..., a él en todas amando y a todas en él».

       Para san Ignacio hay un doble movimiento: al encontrarnos con el mundo hay que descubrir en él a Dios y amarlo, y cuando nos encontramos con Dios, hay que amar en él a todo el mundo.

       La contemplación es fuente de conocimiento. Y el conocimiento es principio de amor. Y, a su vez, el amor es nueva fuente de conocimiento. San Gregorio de Nisa, decía que «el conocimiento se convierte en amor», y san Gregorio Magno añadía que «el amor mismo es conocimiento»2. Conocer de verdad a Cristo es amarle y amarle es la mejor manera de conocerle de verdad. Se podría decir, parafraseando a san Ignacio, de «contemplación para alcanzar conocimiento» y de «conocimiento para alcanzar amor» y de «amor para alcanzar nuevo conocimiento».

       No hay que huir del mundo para encontrar a Dios. Hay que ser contemplativos en la acción y toda ansia de Dios ha de compaginarse por una intensa preocupación y amor al mundo: hay que ser activos en la contemplación. Dios emerge en la densidad de las personas, de los acontecimientos, y ahí es donde quiere ser escuchado y amado. El mundo, los hombre y las cosas es la mediación obligada para el encuentro con Dios. No hay que huir del mundo, de los hombres, de la historia, para conseguir la paz del espíritu, el encuentro con Dios, sino que el mundo es el lugar donde Dios nos manifiesta su cercanía amorosa. La historia es el lugar teológico donde emerge el rostro y la voz de Dios. Es la lección que aparece en la vida pública de Jesús: el mundo no fue obstáculo para la contemplación del Padre; es más, fue el lugar de escucha de su voluntad.

       El encuentro con el hermano nos ayuda a ahondar en la amistad con Cristo. Jesús ha dejado su huella en cada persona, aunque para verla haya que soplar en las cenizas. Todo ha sido hecho por él, y en cada cosa ha dejado señales de su presencia, de que nos ama. Todo se va transformando en aroma u olor de Cristo (2 Cor 2, 15).

       Esta contemplación ignaciana es para recordar los beneficios recibidos de la creación y de la gracia, ya que Dios existe en todo lo que nos rodea y se nos da en todas las criaturas. Dios mantiene a los seres en su existencia —está en todo, como decía la filosofía y teología escolástica, por esencia, presencia y potencia— y trabaja para su conservación dándonos su amor, para que nosotros aprendamos a «amar y servir a su divina majestad en todas las cosas». Viendo la forma en que Dios se ha revelado al hombre a través de los tiempos, el hombre ha de encontrar el medio de colaborar en el plan divino para que el reinado de Dios sea una realidad en este mundo.

       Esta contemplación para alcanzar amor parece ser como un puente que une la experiencia de gracia de los ejercicios espirituales con la praxis de la vida diaria. Será como una luz y fuerza para que el ejercitante pueda seguir manteniendo el contacto con Dios en medio de todas sus ocupaciones. Existe el peligro de que al contacto con la vida real desaparezcan los buenos deseos y los propósitos de estos días. Sólo si ha habido una verdadera transformación, se puede garantizar la capacidad de transformar las realidades de la vida cotidiana a la que ahora vuelve el ejercitante.

       Y sería digno de tener en cuenta que aunque las obras suponen más que las palabras, habría que recordar que en un ambientede alumbrados y místicos, como el de san Ignacio, era necesario insistir, como hace él, «más en las obras que en las palabras»; pero en nuestro mundo de hoy, sometido a la idolatría de la eficacia y de la actividad, conviene también recordar que las obras las puede hacer un buen comerciante y que se pueden realizar sin nada de amor.

       Esta contemplación para alcanzar amor se sitúa al final del trayecto de los ejercicios y es como la entrada en la vida de un hombre nuevo, un hombre que ha de poner su amor más en las obras que en las palabras. Parece que nos encontramos en el clima de la primera carta de san Juan, plenitud de revelación en la practica del amor. Se pide para el ejercitante experiencia de tanto bien recibido para que en todo pueda amar y servir a Dios.

       Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. La fecundidad del amor de Dios engendra en nosotros el amor. Ante tanto don, hay que ofrecerse del todo: «La oblación de mayor estima y momento». «Tomad Señor y recibid todo...». Impresiona la repetición constante del adjetivo «todo».

       Esta contemplación también nos va a iluminar para dar solución a los problemas que se presentan a quienes viven con intensidad la vida cristiana estando en el mundo. Es un problema el estar abiertos al mundo y no ser absorbidos por él, entregarse al apostolado y no caer en el activismo. Con esta contemplación aprendemos a ver a Dios en todas las cosas, a darse a todas, mientras mantenemos el «estarse amando al Amado». Teilhard de Chardin ha escrito: «No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano viene a ser como un estorbo espiritual»3. Esta contemplación ignaciana puede ser la solución para este peligro. «En virtud de la creación y aún más de la encamación, nada es profano en la tierra para quien sabe ver».

       Dios llega a nosotros a través de las cosas creadas, y ellas nos manifiestan su amor, poniéndonos de ese modo en actitud de adoración al creador.

       La fascinación que sienten muchos cristianos por las místicas orientales, no creo se deba a la pérdida de espiritualidad o al exceso de materialismo en nuestro mundo occidental, sino a una falta de espiritualidad de los asuntos temporales. Al hombre de nuestras latitudes le es muy difícil encontrar a Dios entre los pucheros, como decía santa Teresa de Jesús.

       En las místicas orientales se considera a la secularidad como un mal en el camino hacia la trascendencia. En el cristianismo, sin embargo, la secularidad es ya el camino iluminado por Dios.

       San Ignacio, en esta contemplación para alcanzar amor, nos muestra la dimensión eminentemente secular de la mística cristiana y nos capacita para encontrar a Dios en la materialidad cotidiana de los pucheros.

       El místico oriental en su meditación se desinteresa de todo, anula sus apetencias y su propio yo para hundirse en el vacío. Nadie lo escucha, ni le responde. Considera su libertad e individualidad como un peso insoportable y se descarga de ellas desapareciendo en la nada.

       El cristiano sabe que Dios es libertad y por eso Dios no anula la libertad del hombre, antes bien la suscita en el encuentro con el amor. La meditación cristiana es eminentemente personal —Dios con el hombre— y no se repliega sobre sí misma, sino que desemboca en la entrega a los demás, según la expresión ignaciana, «más en las obras que en las palabras».

       En la dinámica de los ejercicios espirituales hay integración entre contemplación y acción. Cuanto más confiada y tierna es nuestra entrega a Dios, seremos más sensibles y bondadosos con los que están más cerca del corazón de Dios. «Entregaremos las cosas contempladas a los demás», en frase de santo Tomás de Aquino, trabajando en la construcción del Reino entre los hombres. La entrega total en la contemplación empuja a la acción,  una acción que implanta el reinado de Dios en el mundo. La entrega al Señor de todo nuestro ser, de todas nuestras posesiones y hasta de nuestra reputación, nos ayuda a estar abiertos a las auténticas mociones del Espíritu santo para trabajar por implantar la justicia con los más desfavorecidos.

 

Poner el amor más en las obras que en las palabras

 

       San Ignacio de Loyola pone una nota a esta contemplación y escribe: «Primero conviene advertir que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»5.

Como «por la tarde te examinarán en el amor», dice san Juan de la Cruz, es bueno que al acabar estos ejercicios espirituales hagamos esta contemplación para alcanzar más amor, que es el sentido que tiene esta expresión del autor de los ejercicios: ejercitarnos para adquirir un amor mayor, teniendo en cuenta que el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras. «No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Ya en el antiguo testamento había dicho el Señor: «No os fiéis en palabras engañosas diciendo: ¡Templo de Yahvé! ¡templo de Yahvé! Eso no vale nada si no se traduce en la práctica en justicia y caridad» (Jer 7, 4).

       San Ignacio, impregnado en la doctrina del cuarto evangelio, insiste en el compromiso, en las obras, que han de patentizar el amor para que sea verdadero. «Amar y seguir, amar y servir», afirma. Es lo que ha enseñado Jesús: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «Amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). El Señor sabe que nuestra fidelidad en guardar sus mandamientos es la señal de que le amamos: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que ama» (Jn 14, 21), «pues nadie tiene mayor amor que el que da su vida por el que ama» (Jn 13, 15). Es la doctrina del mismo discípulo amado: «El amor a Dios consiste en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3), quien concluye: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18).

       Jesucristo ha llevado el amor a la plenitud, al hacerlo eminentemente realizador. Hay equivalencia entre amar y guardar los mandamientos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Y san Lucas en los sumarios del libro de los Hechos describe el testimonio de la vida de los cristianos, el hechizo que producían las obras que realizaban los primeros seguidores de Jesús (2, 42-47; 4, 32-35). En el sennón del monte nos pide el Señor que «brille nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16), palabras que están hoy, en el primer lugar, en la línea de los signos de los tiempos.

       Aunque el refrán: «obras son amores y no buenas razones» es cierto, es igualmente cierto que, a veces, las obras, solamente, resultan insuficientes y necesitamos también las buenas razones. «Creí y por eso hablé», dice san Pablo (2 Cor 4, 13).

 

Enamorarse de Jesucristo

 

       Hemos de usar las palabras para expresar nuestro amor. El alma enamorada quiere saberse y escuchar que es amada. Una vez leí un diálogo enternecedor entre Jesús y una niña. Después de comulgar le dice la niña: ¿Jesús me amas del todo? Como tardó en responder, la niña se entristeció pensando si le habría ofendido. Cuando, por fin, oyó la respuesta embriagadora, dijo: Ya lo sabía, pero ¡me gusta tanto oírtelo decir! Otro día fue Jesús quien hizo la pregunta. La niña tarda en responder pensando que, como el Señor sabe todo, podría ella haber hecho algo que no le agradase. Al fin le dice: sí Señor, del todo, más que a nadie. Lo sabía, añade Jesús, pero también a mí me gusta mucho oírtelo decir.

       Este ejemplo es una maravillosa experiencia de gracia, es un diálogo de enamorados, expresado en un lenguaje de amor con todas las características que sólo ellos comprenden. El amor se da y se recibe en secreto; sacado de su intimidad, tal vez pierda algo de su originalidad y de su frescor tierno y gozoso.

       Todo el dinamismo de una infancia espiritual se refleja aquí en este diálogo entre Jesús y la niña, cuya transposición a la edad adulta que vive la advertencia de Jesús: «si no os hacéis como niños», tendría que hacerse con un espíritu de simplicidad y de alegría, unido a la mayor ciencia y a la más profunda inteligencia, pues como explicaba la hermanita Magdalena de Jesús: «Hay que ser maduro y viril para poder ser sin peligro totalmente niño. Hay que ser fuerte para poder ser infinitamente dulce y ser sabio para permitirse ser loco».

       La contemplación para alcanzar amor se parece a la mirada de ese niño que con la boca abierta se va empapando del mundo de los adultos; entiende muy poco de ese mundo, pero todo le fascina irresistiblemente. Es contemplar «afectándose mucho»,

«es hacerse presente a todas las cosas que hizo el mismo Señor».

       Es olvidarse de nosotros, e iniciar una relación de presencia, de comunión, de ensimismamiento para que la persona de Cristo se vaya introduciendo en nosotros. Se establece una relación de amistad, se suscita la atracción y la persona de Jesús nos seduce y nos enamora plenamente.

       Sigue san Ignacio diciendo: «El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado, lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, del amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro»7.

       El amor verdadero, al ser «comunicación de las dos partes», consiste en el mutuo don y, por lo tanto, quiere igualdad, hace iguales.

       Buero Vallejo, en Casi un cuento de hadas, pone el ejemplo de dos enamorados para comprender lo que es capaz de hacer el amor verdadero. Riquet es un príncipe inteligente, pero feo. Leticia es una princesa bella, pero ignorante. Se enamoran, y el amor realiza lo demás. Hace que Riquet suscite y despierte la inteligencia de Leticia y que Leticia traspase su hermosura a Riquet. Si un esposo ama a su esposa, no necesita justificar sus ausencias, sus compromisos; ella comprende bien y aunque de sease una mayor presencia, sabe que no es la lejanía la que puede distanciarle del amado. Hay que releer el Cantar de los cantares para ver que no hay diferencia entre el amor apasionado de la esposa por el esposo y del alma por Dios; ambos sentimientos se expresan del mismo modo.

       Lo mismo que sucede en el amor humano, acaece a los que amamos a Jesucristo. ¿Acaso el amor no subsiste cuando uno de los dos está lejos?; puede llenarte de dulzura siempre que pienses en él, y hasta darte una sensación indecible con sólo recordarle.

       En este último día de retiro hay que enamorarse plenamente del Señor. El enamorado se siente encantado, polarizado por la persona que ama. No sólo su corazón, sino también su cabeza, todo su pensamiento y su atención va dirigida al amado. Hemos de dar pasos para que el amor a Jesús permanezca sobre cualquier otro, hasta el punto de considerar únicamente a él y su seguimiento como lo absoluto de nuestra vida.

       «El amor de enamoramiento, escribió Ortega y Gasset, se caracteriza por tener a la vez estos ingredientes: el sentirse encantado por otro ser que nos produce ilusión íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos transplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. El enamorado se siente entregado totalmente al que ama»8.

       «El enamoramiento se produce cuando queda hipotecada la cabeza, cuando esa otra persona se instala de nuevo en nuestros pensamientos, pero no como una actividad más o menos fija sino que empezamos a no concebir la vida sin ella. Enamorarse consiste en no poder llevar a cabo nuestro proyecto personal sin meter dentro de él a esa otra persona»9.

       Los místicos han vivido esa ansia de amor a Dios del que habla san Juan de la Cruz: «Y todos cuantos vagan, de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan, y déjame muriendo un no sé qué que quedan balbuciendo»’°.

Hay que llegar a la fusión total. Hay que dejarse inundar por el amor y atrevemos a pedirle a Dios el amor ardoroso de la esposa del Cantar (1, 7; 3, 1.3.4). Busca a su amado. Su amor es más fuerte que la muerte: irresistible (8, 6.7). Hay un paralelismo con el ardor insaciable del sheol. Tan irresistible que el esposo lanza contra ella el arma toda de su amor (2, 4), y ella queda herida por esos dardos-saetas y como extenuada por sus ataques (2, 5; 2, 8: enferma de amor). Languidezco de amor es una traducción débil. El verbo hebreo evoca la idea de enfermedad y significa estar consumida, agotada; se puede traducir por «estoy herida y penetrada de tu amor», como en algunas versiones. Desfallecida se adormece en los brazos de su amado, y él, todo delicadeza, ordena que no se la despierte (2, 7; 3, 5; 8, 4).

       Aquí el término amor, ahab en hebreo, ágape en griego, no es algo abstracto, sino el mismo objeto amado, la persona más querida, y se puede traducir por mi amado, mi amor, mi encanto. La esposa introduce eros en el agape, con un acento de los místicos femeninos que asocian a su amor un elemento pasional, una intervención de su propio temperamento.

       Tenemos que amar a Jesucristo porque él nos lo pide, como hizo a Pedro en el lago. El ¿me amas? no sólo se dirige a Simón, sino a cada uno de nosotros, pues las palabras de Cristo no pasan (Mt 24, 35). Son eternas. Debemos amarle porque él nos ha amado primero (1 Jn 4, 19) y porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge, nos constriñe, como escribe el apóstol en uno de sus textos más luminosos y ardientes (2 Cor 5, 14-17). Aquí san Pablo nos revela la fuente secreta de la que saca energía e inspiración para toda su casi increíble actividad misionera. El pensamiento del amor de Cristo, testimoniado en la prueba suprema de su muerte (y. 14), es para él como un estímulo, o mejor, como una idea obsesiva que le obliga a anunciarlo a todos los hombres, «para que no vivan para sí mismos sino para aquél que por ellos murió y resucitó» (y. 15).

       San Pabló en el curso de su vida de apóstol frecuentemente se ve obligado a responder a los que le acusan de locura; aunque él comprende que se pasa en su entusiasmo y su celo por Cristo, por eso dice que «si perdimos el tino, si estamos fuera de sentido, es por Dios» (y. 13). Ya no vive para su propia vida; perdido en Dios, vive la vida de Cristo. Declara que, una vez conocido Jesucristo y visto su amor, es imposible guardar una medida humana, ni en el pensamiento, ni en la conducta.

       En estos versículos se da el amor de Cristo y el amor a Cristo (subjetivo y objetivo). Estas dos concepciones no se deben separar. El amor que Cristo nos da engendra el nuestro hacia él. Lo primero es su amor, lo nuestro es una respuesta. «6Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?», dice el Adeste fideles.

       El verbo sinejo, que utiliza san Pablo (y. 14), tiene una profunda densidad. Significa: a) quemar, como el ardor de la fiebre, provocando el fervor del amor; una fiebre ardiente que consume el alma, b) privación de libertad; el que ama está encadenado en su amor, no pudiendo pensar, amar y obrar sino en función del que ama, c) o tiene como un sentimiento de dolor y angustia. Como Jesús estaba oprimido por la perspectiva de la cruz, el amor del cristiano también está esencialmente unido a la cruz de la que se deriva.

       La libertad de Pablo no está encadenada, es el resultado de una libre elección; efecto de la fuerza incoercible del amor de Jesús en la cruz.

El cristiano que contempla ese amor no puede menos que unirse a Cristo, darle su vida, y estar encadenado a él.

       Además, él merece todo nuestro amor ya que reúne en sí toda la belleza, toda la santidad. La santidad de Jesús coincide con su belleza. En los evangelios se expresa su santidad con el nombre de belleza: «Todo lo ha hecho kalos: bellamente» (Mc 7, 37). Se define como el pastor, kalos: bello (Jn 10, 11). El Padre de los cielos tiene en él todas sus complacencias (Mc 1, 11; 9, 8).

       Hay que amar a Jesús porque el que lo ama es amado por el Padre (Jn 14, 21.23). Hay que amarlo para conocerlo (Jn 14, 21), y para conocerlo no sirve ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos (Mt 16, 17) es quien lo revela, no a los sabios y prudentes, sino a los pequeños (Mt 11, 25). Si no se le ama, aunque se cumplan todos los preceptos, incluso aunque se entregue el cuerpo a las llamas, de nada serviría (1 Cor 13, 3).

       El amar a Cristo no consiste en decir: «Señor, Señor..., sino en hacer la voluntad del Padre celestial» (Mt 7, 21). Es querer y buscar el bien del amado. Pero a Cristo resucitado no podemos desearle o proporcionarle algo que ya no tenga. Su único bien, su alimento es la voluntad de su Padre. El amor a Jesús consistirá en hacer con él la voluntad del Padre. Esto lo conseguiremos enamorándonos de Jesús. La esposa del Cantar le dice al esposo: «Ponme como sello sobre tu corazón» (8, 6). Pero también la esposa debe marcar a Cristo en su corazón no para impedir que ame al marido o a los hijos, sino para impedir que los ame en primer lugar o en lugar de él o sin él o fuera de él.

       Esta contemplación va a ser una buena ayuda para llegar a ser «contemplativos en la acción», para que los que buscamos a Dios seamos capaces de hallarlo en todas las cosas.

       Hay momentos en los que experimentamos a Dios y percibimos que esa experiencia no se puede confundir con otra alguna. Es una vivencia de su presencia amorosa (1 Jn 4, 10). Se percibe el paso de Dios en nuestra historia y en la de cada cosa que sucede, hasta descubrirlo cuando escribe derecho lo que nosotros hemos hecho torcido, percibiendo que puede hacer maravillas a través de nuestras miserias (2 Cor 12, 9). Esta experiencia de Dios nos ilumina para buscarle y hallarle en todas las cosas y nos conduce a una visión de la vida, distinta en todos los aspectos.

       El encuentro con Dios a través de esta experiencia estremece y nos hace ver nuestra insignificancia e indigencia (Is 6, 1.2). Cuando caminamos hacia él, se aleja, por eso nuestro seguimiento ha de ser constante pues como escribe san Gregorio de Nisa: «Hallar a Dios es buscarlo incesantemente».

       En cada uno de los cuatro puntos de la contemplación ignaciana hay dos partes. En la primera, se manifiesta como nos ama Dios. En la segunda, cómo debemos corresponder al amor que Dios nos muestra.

       El autor de los ejercicios espirituales escribe: «El segundo preámbulo es pedir lo que quiero: será aquí pedir cognoscimiento interno de tanto bien recibido, para que yo enteramente reconosciendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». Suplica la gracia de valorar todo lo que ha recibido y de ser agradecido. La contemplación de tanto don le lleva no sólo a la adoración de Dios, sino a un servicio amoroso.

       «El primer puncto es traer a la memoria los beneficios rescibidos de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene, y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina»11.

En este primer punto todo es don: Lo que Dios nos ha dado y cómo desea «dárseme». Nosotros también hemos de darnos a él y a los hombres, como una ofrenda sin límites: Hacer una oblación total. Estas contemplaciones le han llevado al conocimiento interno y, por eso, espontáneamente hará una ofrenda de sí a Dios «con mucho afecto». El «tomad y recibid» será la manera de hacer esta ofrenda.

       No se trata de privarse de lo que damos: entendimiento, yoluntad, libertad..., sino de dejarle usar a él de todas nuestras cosas, para que Dios realice todo en nosotros.

       En la meditación del principio y fundamento ignaciano, se reflexiona con profundidad que «el hombre ha sido creado para amar y servir a Dios», aquí, en esta contemplación, después de haber recibido tanto bien, «puede en todo amar y servir a su divina majestad». De este modo se entrelaza el principio y el final de los ejercicios. Servir equivale a amar, a no ser que se separe el espíritu de la letra. La ley es la voluntad de Dios, y el amor es la adhesión religiosa a esa voluntad. El don del hombre se junta con el don de Dios. Otra cosa sería fariseísmo.

       Aunque, a través de la historia de Israel, la idea de la retribución divina haya sido un estimulante adecuado para la observancia de los mandamientos, y un freno contra las transgresiones, el verdadero israelita es el que actúa sin pensar en la retribución. Decían los hakamin, los sabios de Israel: «No seáis como el siervo que sirve al amo pensando en la retribución, sino como el siervo que trabaja para el amo sin pensar en el salario. Se cuenta que rabí S. Zalman exclamaba, a veces, en un momento de éxtasis: No quiero tu paraíso, ni tu mundo venidero. Eres tú, y sólo a ti, a quien quiero».

       Esta es la forma más alta de la observancia de los preceptos, la que está inspirada en el amor. Pues ya el judaísmo intuyó que ningún acto religioso se cumple íntegramente, sino por el consentimiento y la aspiración del alma. Olvidar que el amor es el fin de todos los mandamientos es traicionar el mismo decálogo.

       Hay que «ponderar con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene». Esto equivale a reconocer el valor de los bienes temporales. Sin ellos, la vida y la salud no pueden sostenerse y es la vida el campo de batalla donde tenemos que alcanzar la victoria final. Estos bienes son vehículos que nos llevan a la patria, carruajes para el camino, consuelos para el desierto, comida para el mesón.

       San Agustín, a través de un ejemplo precioso, habla del valor de dichos bienes y hace una jerarquía de valores poniendo al Señor en el primer lugar como el don infinito. La esposa ama ordenadamente el anillo que le regaló el esposo cuando lo mira como recuerdo y señal de su amor; pero si se fascina por el brillo y hennosura de la joya, si se engríe por el valor de la prenda, si la luce para ser admirada, si con ella provoca la envidia de sus rivales, si al anillo aprecia y al esposo desprecia se comporta como una mujer necia, egoísta y ruin. «El esposo dio el anillo para ser amado en el anillo. Dios te ha dado los bienes para que lo ames. Si amas los bienes, si amas el mundo y menosprecias al creador, ¿no debe juzgarse adúltero tu amor?».

       «El mismo Señor desea dárseme en quanto puede». Los regalos, los dones, son expresión del amor, pero el don del amor, por excelencia, es la persona. Dios en persona se nos ha dado: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2, 20). Nosotros debemos darnos a él del todo y darnos con él, en él y por él a todos. Podemos dar a los demás hasta lo que no tenemos, si buscamos la alegría donde está y hasta nos interesamos por los demás, mostrándoles ese fondo sereno que tenemos en el alma por debajo de las propias amarguras y dolores. Al hacerlo, comprobamos que cuando uno quiere dar la felicidad a los demás, la da aunque él no la tenga y que, al darla, también a él le crece en su interior. La felicidad, se ha dicho, es lo único que se puede dar sin tenerlo. Cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro; es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste parece ser el significado de la frase del Señor: Quien pierde su vida la gana (Mc 8, 35).

       «El segundo puncto mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud e imagen de su divina majestad»13.

       Después de reflexionar acerca de los beneficios que nos ha dado nuestro Dios: creación, redención y bienes particulares, se siente el alma muy afectada y no sólo porque nos ha dado cuanto tiene, sino porque se nos da el mismo Señor. Al habitar Dios en nosotros nos ha dado la vida.

       Habitar, verbo tan usado en el cuarto evangelio (menein), se refiere a la presencia de Dios, que es una presencia envolvente. El ejercicio de la presencia de Dios, que se pide al ejercitante, no es traerle a la memoria, sino abrirnos para que su presencia nos invada, nos asombre; consiste en sumergirse en el mar del misterio de Dios. Su presencia, sekiná se llama en la Biblia, nos envuelve, nos penetra, nos ama.

El salmo 139 me parece el mejor comentario a estos dos puntos ignacianos de esta contemplación para alcanzar amor.

       V. 1-3: El Señor nos sondea y nos conoce, penetra nuestros pensamientos y todas nuestras sendas le son familiares. Siempre está con nosotros, al salir de casa y al volver a ella. Mientras dormimos vela nuestro sueño. Cuida las andanzas de sus hijos y lleva nuestro nombre escrito en las palmas de sus manos.

       V. 4-12: Nuestras palabras, intenciones y proyectos se los sabe todos. Su saber nos sobrepasa y alcanza las zonas más profundas de nuestra intimidad. «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). No podemos evadirnos de su presencia, aunque alcanzara la estrella más distante de la galaxia más lejana. No hay distancias que puedan separarnos de él, ni oscuridad que nos oculte a su mirada.

       V. 13-16: el Señor está sustancialmente presente en mi ser entero. El ha creado nuestras entrañas y estaba presente cuando nos iba formando en el vientre materno. Glorifiquemos a Dios por habemos creado tan portentosamente. Nuestro ser es una maravilla, obra de sus dedos.

       El amor de Dios habita en nosotros haciéndonos su templo; él es el dulce huésped del alma. Y esta presencia tan viva de Dios en nosotros nos debe inundar de serenidad gozosa y de paz.

       «El tercer puncto nos enseña cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas».

       «En el cuarto puncto se nos pide mirar cómo todos los bienes y dones vienen de arriba». Es verdad que las criaturas no se pueden confundir con el bien absoluto, pero el contemplativo descubre el bello mensaje de cada una, la huella o imagen del creador.

       La contemplación de las cosas creadas llena el corazón de gozo, pero no lo atrapa, sino que provoca nostalgia y sed de Dios, como sucedió a san Francisco de Asís, quien lo proclamó en su bello cántico a las criaturas: «Loado seas por toda criatura, mi Señor.. Y, en especial, loado por el hermano sol... y por la hermana luna... y las estrellas claras... y por la hermana agua... y por la hermana tierra»...

También san Juan de la Cruz cantó la belleza que Dios dejó a su paso por las cosas terrenas: «Pasó por estos sotos con presura y, yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura»’4.

 

Ofrenda y oblación de todo

 

       «El primer puncto acaba diciendo: Lo que yo debo de mi parte ofrescer hay que ofrescer y dar a la su divina majestad, es a saber todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofresce afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda milibertad, mi memoria, mi entendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».

       El «Tomad, Señor, y recibid» es uno de los fragmentos más preciosos de los ejercicios de san Ignacio. El ejercitante, al final de los ejercicios ha aprendido por experiencia que es bienaventurado cuando Dios le da su amor y su gracia; que eso le basta. Y él le entrega todo porque está enamorado del Señor que es la absoluta generosidad en el amor.

       Y, aunque esta oración aparezca en una especie de aventura radical, como una entrega arriesgada, el ejercitante experimenta la mayor alegría haciendo suyas las palabras del «Tomad, Señor, y recibid».

       Es la respuesta justa que hemos de dar con mucho afecto al ser conscientes de cómo Jesús nos ha colmado de bienes. Como se dijo antes, si el amor consiste en un intercambio mutuo de bienes, en esta contemplación se nos anima a ofrecer todo a Dios que nos lo ha dado todo. Se entrega todo al Señor porque ha comprendido que el amor y la gracia de Dios son más valiosos que cualquier otro don y porque está enamorado del que es con absoluta certeza el infinitamente generoso en el amor.

       Con el lenguaje moderno de un poeta, lleno de profunda espiritualidad y tierno calor humano, R. Tagore ilumina esta oblación ignaciana, esta entrega a Cristo: «Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizá no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuenta y se pase el tiempo de la ofrenda.

       Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!»’5.

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad». Dios nos ha hecho libres, lo que implica un riesgo enorme pues podemos abusar, sin apenas darnos cuenta, de la libertad, pero el Señor nos ha dicho, como anticipándose a nuestros temores, que «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32).

       Nos ha creado para el amor y no existe, es imposible, un amor forzado, impuesto, pues el amor es lo más espontáneo del hombre. Nos ha hecho libres para que podamos amarle y nos exige «amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas».

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi memoria». ¿Qué importancia, Señor, tiene esa extraña y maravillosa capacidad de vencer al tiempo que es la memoria? El poder recordar toca casi lo maravilloso; el recuerdo es como un nuevo nacimiento; es volver a vivir lo que ya no existe; lo que se creía perdido u olvidado; es volver a tener tu intimidad —hecha de gozo o sufrimiento, de nostalgia o arrepentimiento—, es un encontrarse con la belleza, el amor, y en ocasiones sentirlo más vivo, más pleno que cuando fue presente. De ese modo se posee lo que fuimos y lo que somos ahora, enriqueciéndolo de forma inesperada. Se devuelve lo que fue nuestro, enriquecido en el tiempo. Consiguientemente, en tanto que somos recordadores podremos ser también, en cierta manera, recreadores o creadores. Mallea llama al recuerdo «el creador por antonomasia» y añade que «es mejor saber por el recuerdo que saber por la experiencia»’6.

       Al evocar lo acontecido, la memoria revivirá de nuevo el acontecimiento. Hacer memoria de algo es hacerlo presente. Recordar, del latín cor, significa traer al corazón, volverlo a pasar por el corazón.

       La contemplación para alcanzar amor es como un broche de oro en los ejercicios espirituales. Habla de traer a la memoria los beneficios recibidos, ponderándolo todo con mucho afecto. Hay que recordar esos favores del Señor. Su recuerdo invita a la gratitud y ésta contribuye a mantener vivo el recuerdo. Es necesario cultivar la memoria del corazón, debemos usar todas las capacidades: memoria, voluntad, entendimiento y emplearlas en amar y servir a tan gran Señor. Es la respuesta justa a tantos dones recibidos. Es la ofrenda de todo a Dios.

       El agradecimiento será la forma característica del amor de la criatura. En esta contemplación lo primero que se exige, antes que nada, es una agradecida evocación de los beneficios recibidos del Señor.

       El olvido engendra la ingratitud y ésta favorece el olvido, que es el pecado de omisión por excelencia. Marco, el ermitaño, decía que «el sheol, estancia subterránea de los muertos, y el averno, el infierno, no son otra cosa que la ignorancia y el olvido del corazón»’7.

       Señor, que siempre te tenga presente, que me envuelva tu presencia. Que tu memoria llene mi pasado y mi presente y mi futuro porque eres «aquél que era, que es y que va a venir» (Ap 4, 8), pues «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13, 8).

       Mi memoria quiero gastarla recordando tus maravillas: «Me acuerdo de los días de antaño, medito en todas tus acciones, pondero las obras de tus manos; hacia ti mis manos tiendo, mi alma es como una tierra que tiene sed de ti» (Sal 143, 5.6). Quiero obedecer a san Pablo que me dice: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (2 Tim 2, 8).

       «Tomad, Señor, y recibid mi entendimiento» que me diste para que te conozca: «Conocerte a ti, Dios único y verdadero y a tu enviado, a tu Hijo Jesucristo» (Jn 17, 3). Ya hemos penetrado en la profundidad del conocer bíblico, que nos introduce en la esfera de lo que se puede experimentar. Desborda el saber humano como se ha visto en otras meditaciones e introduce en una gran corriente de vida, de luz y de amor que brota en el corazón del Señor. El ya ha escrito su ley sobre nuestros corazones y ya no necesitamos que nadie nos enseñe (Jer 31, 34; 1 Jn 2, 27). Le devolvemos nuestro entendimiento ahora que le conocemos del todo. Antes sólo lo conocíamos de oídas, ahora perfectamente (Job 42, 5).

       «Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad, todo mi haber y poseer». Que mi voluntad, como la tuya, Señor, sea hacer la del Padre. Que esa sea mi única comida (Jn 4, 34). Que sea una realidad la petición del Padrenuestro, buscando, como Jesiis, no nuestra propia voluntad, sino la del que nos ha enviado (Jn 5, 30), para tener la vida eterna y resucitar el último día (Jn 6, 39).

       No hay que ahondar mucho para saber cuál es su voluntad, la que nosotros hemos de realizar: tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo Jesús (Flp 2, 5), orientarse por el espíritu de las bienaventuranzas, nacer de nuevo para gozar del reino de Dios (Jn 3, 31); «no acomodarse al mundo presente, sino trasfor- marnos mediante la renovación de nuestra mente... cumpliendo la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2). Hay que abandonarse a los designios de Dios, aceptar sus caminos misteriosos, que exigen, a veces, la renuncia de nosotros mismos y de nuestros propios deseos, la entrega al Señor de nuestra propia voluntad. La entrega a Dios es un enriquecimiento, es la plenitud del amor, y cuando se ama se posee una fuerza superior, y como dice el Kempis: «No hay dolor en el amor».

       Entonces es cuando podemos rezar el «Tomad, Señor, y recibid» con verdadera alegría y libertad, no ensombrecida por el miedo, porque «el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4, 18).

       Ante el «todo es vuestro, todo es gracia», ha de surgir en nosotros un profundo y permanente agradecimiento.

       Nuestra humilde oración debe suplicar al Señor: para que se cumpla todo tu plan en mí, te doy mi voluntad. Apaga todo deseo de codicia, de poseer, de poder, de ambición, de vanidad, de placer. Te deseo a ti sobre todas las cosas, que sólo tú seas el objeto de mi voluntad. «Que con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu en la mañana te busco» (Is 26, 9). «Mi alma jadea en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, de Dios vivo» (SaI 42, 2.3). «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agostada, sin agua» (Sal 63, 2).

       Al acabar estos días de retiro, hemos de pedirle al Padre de los cielos, a Jesucristo, que nos envíen su Espíritu para conocer su voluntad. Le entregamos la nuestra para que su voluntad sea la norma y la fuerza de nuestra vida.

«Sólo su amor y gracia y con eso nos basta».

       Que nos cambie el corazón de piedra en uno de carne (Ez 36, 26) y que «cree un corazón puro, y renueve dentro de nosotros un spíritu firme» (Sal 51, 12). Que tu amor y tu gracia me basten, Señor, pues espero que «en la justicia contemplaré tu rostro y al despertar me hartaré de tu imagen» (Sal 17, 15).

       Al final de esta contemplación nos encontramos en un momento significativo de nuestra vida semejante al que se hallaba el patriarca Jacob cuando hizo la siguiente oración: «10h Dios de mi padre Abrahán y Dios de mi padre Isaac, que dijiste: vuelve a tu tierra y a tu patria que yo te colmaré de beneficios; qué pequeño soy yo para merecer toda la misericordia con que me has tratado!» (Gén 32, 10).

       Al acabar estos días en los que nos hemos sentido colmados de la ternura misericordiosa de Jesucristo, experimentemos la conciencia de nuestra pequeñez y un profundo agradecimiento como el que san Ignacio pide al ejercitante. Este desbordamiento de los dones del Espíritu conmociona nuestra alma para actualizar el estribillo hebreo dayenu, «habríamos tenido bastante», que se pronunciaba en el ritual judío de la pascua: «Si nos hubieras sacado de Egipto sin darnos tu ley en el Sinaí, habríamos tenido bastante... Si nos hubieras dado tu ley en el Sinaí, sin llevarnos a la tierra que mana leche y miel, habríamos tenido bastante»...

       Nos vamos llenando de admiración por los dones recibidos y nos sentimos desbordados porque Dios nos los sigue dando más y más de forma creciente en cada momento. Al ser conscientes de las experiencias de gracia de este retiro, ante cada una de ellas, repitamos el dayenu: sólo con uno de esos regalos «habríamos tenido bastante», con cualquiera nos bastaría.

       Al final de su vida, Iñigo López de Loyola, san Ignacio, dijo que cuando él lo deseaba, a cualquier hora, podía hallar a Dios. Para el santo, como acabamos de ver, Dios no sólo crea las cosas, sino que también habita en ellas y trabaja con ellas. Toda experiencia humana se puede convertir en un encuentro con Dios. Cada momento del día puede ser —si somos conscientes— un rato de oración. San Ignacio afirma que fácilmente podía hallar a Dios en todas las cosas.

       A él, que es el autor de los ejercicios espirituales, le pedimos nos consiga de Jesucristo este regalo: que también nosotros seamos capaces de experimentar esa presencia de Dios. A medida que damos pasos para conseguirlo, vamos sintiendo «que nuestro corazón está ardiendo mientras Jesús nos habla en el camino y nos explica las Escrituras» (Lc 24, 32). De este modo conseguimos el ideal ignaciano de hallar a Dios en todas las cosas y de ser contemplativos en la acción. Y es la contemplación para alcanzar amor la que nos va a introducir en la practica sencilla y diaria de la presencia de Dios.

 

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