Jueves, 05 Mayo 2022 10:51

Retiro de JEAN GALOT A

Escrito por
Valora este artículo
(0 votos)

JEAN GALOT: EL CORAZÓN DEL PADRE

 

Tengo que identificar todos los libros míos publicados, para poner lo que he añadido, para eso, ver total de páginas, analizar, y luego reemplazarlos a todos los antiguos

 

Para añadir al pregón de la semana santa o a la meditación 2ª de los ejercicios “tanto amó… que entregó:

(pag. 50-52)

 

Finalmente, hay una tercera dificultad que acompaña el drama de la redención. En este drama nos impresiona, además, el amor que demuestra nuestro Salvador: dando su vida por nosotros, nos ha mostrado un amor que llega hasta el final. Nadie puede negar que en el sacrificio del Calvario hay un don total, un heroísmo supremo. El Cristo que sufre y que muere por nosotros no dejará de conmovernos y de convencernos. Su interés por nuestra suerte, su solidaridad

Para añadir al pregón de la semana santa o a la meditación 2ª de los ejercicios “tanto amó… que entregó:

(pag. 50-52)

 

Finalmente, hay una tercera dificultad que acompaña el drama de la redención. En este drama nos impresiona, además, el amor que demuestra nuestro Salvador: dando su vida por nosotros, nos ha mostrado un amor que llega hasta el final. Nadie puede negar que en el sacrificio del Calvario hay un don total, un heroísmo supremo. El Cristo que sufre y que muere por nosotros no dejará de conmovernos y de convencernos. Su interés por nuestra suerte, su solidaridad con nuestra miseria humana se nos presenta de forma irrecusable. Pero percibimos con menos claridad un amor semejante por parte del Padre.

¿No hay quizás una manifestación de cólera, de venganza, por parte del Padre, que se abate sobre el pecado, y por esa razón castiga a Cristo? No podemos olvidar el impresionante retrato que Bossuet hace de la venganza divina descargada sobre el Gólgota. Con términos muy duros describe “la extrema desolación en la que el hombre Jesús fue aplastado bajo los golpes repetidos y multiplicados de la venganza divina” (Sermon pour le Vendredi Sciint, en Euvres oratories, París, Lebarg—Levesque 1916, III, p. 388.). Después de citar la palabra que Dios pronuncia en la Escritura: “Mía es la venganza”, añade: “Era preciso, pues, hermanos míos, q venciese a su Hijo con todas sus fuerzas; y puesto que había puesto en Él nuestros pecados, debía dirigir a Él también toda su venganza. Y lo hizo; no lo dudéis, cristianos”. Lo hizo de tal manera que “no contento con haberlo dejado en manos de sus enemigos, Él mismo quiso ponerse de parte de éstos, y lo destrozó y lo magulló con los golpes de su mano todopoderosa” (ibíd., p. 385).

Y este gran orador se apoya en san Pablo, en quien encuentra “la idea terrible” de Jesucristo convertido en pecado por nosotros y hecho, por nosotros, maldición. “Helo ahí, maldito de Dios”. Por eso Dios mira a su Hijo “como un pecador y marcha contra Él con toda la artillería de su justicia. Dios mío, ¿por qué veo frente a mí ese rostro con que me echáis en cara tantos reproches? Rostro de mi Padre, ¿dónde estás? Rostro dulce y paternal, no veo ninguno de tus rasgos; no veo más que un Dios irritado: Deiis, deus meus! ¡Oh bondad y misericordia! ¡qué lejos estáis ahora! Deus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?” (Ibíd., p. 387).

Esta pieza oratoria que nos presenta la maldición de Dios abatién¡ dose sobre Cristo y penetrando hasta el fondo de su alma es de tal naturaleza que nos produce cierto escalofrío. ¿Cómo podría así transmitirnos una idea atractiva del Padre? ¡Traza una oposición tan grande entre su forma de actuar y la de Cristo! Mientras en Cristo todo es amoi; ofreciéndose por nosotros a los peores sufrimientos, la actitud del Padre se parece demasiado a la de la crueldad para no suscitar resistencia en nosotros. Ante conductas tan divergentes no podríamos decir “de tal padre, tal hijo”. Hay un enorme contraste entre la dulzura del Hijo y la cólera del Padre; si la primera nos atrae y nos seduce, la segunda no puede sino desasosegarnos. El hecho de que el Padre sea todopoderoso y que no tenga que rendir cuentas a nadie de sus actos, no basta para que lleguemos a comprender y aceptar que, en un acceso de furia llegue a matar a Jesús. La objeción contra el corazón del Padre, ¿acaso no está formulada en las palabras que Bossuet pone en boca de Cristo: “Rostro de ini Padre, ¿dónde estás? Rostro dulce y paternal, no veo ninguno de tus rasgos; no veo más que a un Dios irritado”? ¿Cómo puede haber perdido el Padre, de pronto, su rostro paternal y perderlo frente a su Hijo amado?

Únicamente en nombre de la justicia —como hacernos muchas veces— se puede intentar defender la conducta del Padre en el drama sangriento del Calvario. Se dice que Dios no es solamente bondad y misericordia, y que está obligado ante sí mismo a actuar según los principios de la justicia. Y la justicia exigía una sanción para el pecado de los hombres. Era preciso ejecutar esta sentencia; y fue sobre Cristo sobre quien recayó su ejecución. De este modo el suplicio del Gólgota era el resultado de una reconciliación entre la misericordia divina, que quería perdonar a los hombres, y la justicia divina, que no podría conceder ese perdón sino mediante un castigo de la falta cometida.

Pero la dificultad no se resuelve por ese camino. En primer lugar, no se entiende bien cómo puede darse el nombre de justicia a la decisión de descargar sobre un inocente la sanción que debía caer sobre los culpables. Si la justicia exige un castigo del pecado, lo exige exclu

1sivamente para aquel que lo ha cometido y prohibe que se traslade este castigo a otro. Si el suplicio infligido a Cristo era un acto de justicia, ¿no es una monstruosidad? No solamente no reconoceríamos en ello la bondad del Padre, sino que tampoco veríamos su equidad.

En la obra redentora deberían aparecer al mismo tiempo la justicia y la bondad del Padre. Una vez que se hubiese aclarado cómo su acción no lesiona la justicia, quedaría por explicar cómo puede ser el fruto de su amoi A primera vista, tenemos la impresión de todo lo contrario. Incluso si no atribuimos al Padre ningún rasgo de cólera ni de venganza, deberíamos reconocer un papel que consiste en reclamar una reparación o una satisfacción por la ofensa cometida contra él. Este papel nos parece menos atractivo que el de Cristo: mientras que el Hijo se ofrece y se entrega hasta el fin para satisfacer a su Padre y para salvar a los hombres, el Padre parece pensar más en sí mismo exigiendo un homenaje a su propia persona, un sacrificio en su honor. De este modo el Padre se nos presenta bajo un aspecto que no es el del amor, en contraste con el Hijo.

Éstas son las dificultades que nos plantea el drama del pecado y de la redención. Todo esto deja su huella dentro del alma, y puede tener como efecto una apreciación menos favorable de la bondad del Padre, al aparecer éste más bien como un ser frío y temible. Aunque nos inclinemos ante Él y aceptemos su voluntad, nos cuesta trabajo reconocer su amor paternal; incluso si lo consideramos como Padre, lo miramos como un Padre severo, que inflige castigos y mantenemos la impresión fundamental de que el Padre nos ama menos que el Hijo.

Antes de responder a estas dificultades, digamos ya que, en realidad, el drama del pecado y de la redención, cuando se llega a comprender en todo su conjunto, se revela como una auténtica comprobación del amor del Padre, y que el corazón del Padre se nos descubre en esto animado exclusivamente por la bondad. No puede haber allí inferioridad del Padre frente al Hijo: si todo es amor en Cristo que nos rescata, igualmente es todo amor en el Padre que nos salva por medio de su Hijo.

La paternidad de Dios, la fe y la vida eterna e íntima de la Trinidad comunicada por el Espíritu Santo  a  todos los hombres y inhabitación por amor de la Trinidad:

(pag 97-113)

 

1,18), nos concedía un nuevo nacimiento. Para hacerse más íntegramente Padre nuestro, nos elevaba a la altura de su ser divino. Si Cristo resucitado hace alusión, ante todo, a esta nueva paternidad, una de las razones de este hecho es que amaba al Padre por encima de todas las demás cosas. Ansiaba, pues, darnos a conocer la dicha que teníamos al ser hijos suyos. A los que intentasen ahondar en el sentido de sus palabras, quería indicarles el gozo que experimentaría el Padre al ensanchar su amor paternal e introducir la inmensa familia humana en la familia divina. En efecto, todo el gozo de la resurrección, nacido en la mañana de Pascua y destinado a propagarse por el mundo a través de los tiempos, había salido del corazón del Padre. El Padre prodigaba su alegría cuando prodigaba su amor.
Pero si Cristo centra todo su primer mensaje en la indicación de la nueva paternidad de la que se benefician ahora su discípulos, es también porque este privilegio implicaba a los demás. La filiación respecto al Padre es el privilegio más fundamental, el que transciende al alma humana en su más honda realidad. Somos hijos del Padre en lo más pro- fundo de nosotros mismos, y esta filiación se encuentra en el origen y en la base de nuestra vida sobrenatural de cristianos. En esta filiación, el Padre nos ha dacio todo lo demás. Esta novedad, oficialmente
estrenada la mañana de Pascua, contenía todas las demás. Con esa nue-! va dignidad de hijos se relaciona todo lo que hay de bello y de grande ¿ en nuestra vida, todas las gracias que transforman nuestra existencia, la nobleza de nuestro destino y las alegrías que la acompañan. Todo descansa en nuestra índole de hijos, que nos abre, sin condiciones, los! tesoros del amor del Padre. Con la resurrección de Jesús, el universo ha cambiado de fisonomía, porque los hombres han recibido definitivamente su fisonomía de hijos.
Cuando elevemos nuestro reconocimiento a Cristo glorioso, que nos  ha merecido con sus sufrimientos la dicha de esta filiación, no debemos olvidar dirigirnos hacia el corazón del Padre, fuente primigenia de nuestro nuevo estado. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre—escribía san. Juan—, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (lJn 3,1).

Lo que ha salido a plena luz desde el día de Pascua es este amor,  esta predilección por la que el Padre “nos predestinó a reproducir la  imagen de su Hijo, para que fuera Él primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Cristo resucitado vuelve a los hombres como hermano mayor, como hermano que va a imprimir en nosotros su pare- ciclo, que no es otro que el del Padre. Porque Cristo es la “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). De modo que al darnos a Cristo, y al grabar en nosotros su imagen, el Padre nos comunicaba sus propios rasgos.
Su paternidad integral era una donación completa de Sí mismo. El Padre nos enriquecía con todo lo que poseía; nos hacía, en cierta manera, llegar a ser lo que era Él, haciéndonos partícipes de su vida divina. Llegaba hasta hacernos reflejar su rostro paternal, hasta a hacer resplandecer la sublimidad de su rostro divino en la debilidad de nuestro ser humano. Cuando Cristo pronunció, destinándolas a sus discípulos, las palabras: “Mi Padre y vuestro Padre”, veía ya en realidad, con su mirada espiritual, cómo llevaban en su rostro humano el reflejo de la faz del Padre. En ellos contemplaba ese rostro que tan bien conocía. Y lo contemplaba imprimiéndolo en ellos de una manera invisible. Así que cuando decía: “Mi Padre y vuestro Padre”, lo hacía con una secreta admiración, reconociendo en ellos a su Padre y al de ellos. En el fondo, esta admiración debería ser nuestra: deberíamos reconocer, con los ojos de la fe, el retrato del Padre en cada uno de nuestros hermanos y participal; sin cesar, de la alegría que experimentó Cristo resucitado al encontrar en sus discípulos el asombroso parecido del rostro paterno. Los dones de la vida íntima y de la luz
Desde que quiso asumir, respecto a los hombres, una paternidad integral, el Padre permanece inclinado sobre nosotros para dispensarnos todos los beneficios. Porque esta paternidad, eficazmente instituida a raíz del triunfo glorioso del Hijo de Dios, es un don que se perpetúa y se ejerce continuamente. En cada instante el Padre sostiene y renueva este don; sti amor paternal nos envuelve continuamente y nos coima con sus atenciones y favores.

Sin interrupción, hace brotar en nosotros una vida filial, revelando todos sus aspectos. “Dios nos ha dado vida eterna”, nos dice san Juan, añadiendo que esta vida se encuentra en su Hijo (1 Jii 5,11). Por esta vida eterna pertenecemos a un mundo superior. El Padre de los cielos nos hace vivir en el mundo celestial que es el suyo. Ciertamente se trata de una vida interior escondida, de la que sólo tenemos conciencia imperfecta y cuyo alcance no acabamos de comprender. Pero es una vida que oculta los más altos esplendores.
San Pablo emplea expresiones fuertes y atrevidas para describir estos esplendores secretos, y no deja de relacionarlos con el amor desbordante del Padre. Después de haber esbozado el cuadro de la humanidad abandonada a la aberración del pecado, declara: “Dios, rico
en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (por gracia habéis siclo salvados) y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, con el fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2,4-7). De este modo, llevamos ya en nosotros la resurrección y ascensión de Cristo: “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20). En la que llamamos vida de la gracia está inclLlido todo un mundo celestial. Difícilmente podemos calcular lo que esto significa. El curso exterior de nuestra vida terrena es bien poca cosa al lado de esta vida superior que anima el fondo de nuestro sei En nuestra frágil existencia carnal, tan expuesta a los avatares de los acontecimientos, se despliega ya una vida inmutable de una grandeza insospechada. Es la vida filial, por la cual el Padre nos ha admitido a su intimidad y nos ha hecho morar en ella.
San Pablo, que comprendía la inmensidad de este don, se daba cuenta de que era imposible percibir su valor sin una especial iluminación de lo alto. Y pedía al Padre la luz necesaria para reconocer y apreciar los beneficios con que nos colmó. “Que el Dios de nuestro Señorjesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo perfectamente, iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por Él, cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos y cuál la soberana grandeza cte su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que des‘legó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos” (EfI,17-20).
El Padre, inclinado sobre nosotros, es, pues, el Padre que obra en nosotros con todo su poder para, también en nosotros, realizar maravillas, ya que nos ha dejado su herencia: su Reino. Nos ha colocado ya en este Reino, que es el “Reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13). Porque en Cristo hemos siclo hechos igualmente “hijos de su amor”, hijos amadísimos del Padre. Este Reino se nos ha dado cabalmente como el corazón mismo del Padre. Ésta era la generosidad paterna que Cristo había admirado tan l)rofufldamente antes de que san Pablo se extasiase delante de ella: “No temas, peqLleño rebaño —les había dicho a sus discípulos—, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc 12,32). En la aparente insignificancia del grupo de sus fieles, Jesús discernía la grandeza de este Reino y la grandeza del amor del Padre, que se lo había destinado, lo cual justificaba la exclusión de todo temor.
Para el Padre, dar el Reino era dar todo lo que poseía. Y entre los bienes con que nos enriquece, entre estos tesoros de que gusta hablar san Pablo, sugiriendo que se trata de riquezas inagotables e inconmesu rabIes, está el don de la luz. El Padre que es “Padre de la gloria”, es decir, Padre de todo el esplendor de la vida divina que nos comunica, es el “Padre de las luces” (St 1,17), que ilumina nuestra alma. Es Él quien, según la palabra del Apóstol, nos llena del “espíritu de sabiduría y revelación”. Es Él quien “ilumina los ojos de nuestro corazón”. Con gesto paternal abre los ojos de sus hijos. Mientras que un padre humano debe limitarse a dejar hacer a la naturaleza y a recoger las primeras miradas y los primeros chispazos de conciencia de su hijo, el Padre del cielo suscita una mirada sobrenatural. Su acción va hasta el “corazón”, hasta la raíz más profunda del espíritu, produciendo en él una luz que lo hace capaz de alcanzar a Dios. Incomparablemente mejor que los padres que enseñan a sus hijos a conocer el mundo, el Padre celestial introduce a sus hijos en el conocimiento del mundo divino. Y hace que su inteligencia despierte a las realidades supraterrestres.
Es Él quien eleva a los discípulos de Cristo al nivel de las verdades de la fe. Se podría pensar que basta oír la enseñanza de Jesús para admitirla sin más y adherirse a ella. Que basta ver actuar a Cristo, sobre todo cuando realiza sus milagros, para reconocer en ellos a un personaje divino. Los mismos discípulos habrían estado tentados de pensar que creían espontáneamente en Cristo y que aceptaban su doctrina por una simple convicción natural.Jesús les hace comprender que todo acto de fe en Él proviene de una acción del Padre, de la secreta revelación que opera en el espíritu humano. Cuando en el camino de Cesarea, Pedro hace su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”,Jesús atribuye su origen al Padre: “Bienaventurado eres Simón, hijo deJonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17). Según esta declaración, se ve en qué consiste la bienaventuranza de Pedro: no en el hecho de que acabe de realizar un acto de fe, sino sobre todo en la procedencia de este acto, la revelación del Padre. Es el Padre quien había iluminado su pensamiento y hablaba por su boca.
Es más notable todavía la exclamación de Jesús ante el espectáculo de unas personas sencillas, poco instruidas y de humilde condición, que le hacen una demostración de su fe, según relata san Mateo (Mt, 11,25). En seguida se comprende a quién se refiere Jesús; no a esas personas humanas a quienes se dirige, sino al Padre. Responde, pues, al Padre que le ha hablado a través del sentimiento de fe de esas pobres gentes. Subraya san Lucas que esta respuesta la pronunció transportado de gozo. Cristo se estremece, vibra en todo su ser, porque en esta fe de gentes del pueblo ha hallado, de una manera maravillosa, al Padre y su intervención: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se

las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10,21).
En consecuencia, lo más importante a los ojos de Jesús es que esta fe es la obra del Padre. Ésta es la razón de su alegría. Y afirma solemnemente: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27). Un hombre no podría, con su sola inteligencia, reconocer a Jesús como Hijo de Dios. Los tenidos por sabios, los inteligentes, acaban de demostrar que eran incapaces de ello. Por el contrario, gentes de inteligencia mediana acaban de conseguirlo para que sea evidente que la fe en Cristo no resulta de una perspicacia o de un saber mayores, ni de una educación más elevada de las facultades naturales. La facilidad de reflexión y raciocinio de que dan prueba los filósofos, la finura de intuición de los que consiguen inmediatamente analizar una situación y resolver la clave de un problema, no habrían podido descubrir lo que era auténticamente Cristo. Para descubrirlo había que recibir, por participación, el conocimiento mismo que el Padre tenía de su Hijo. Y este conocimiento divino que el Padre había comunicado a estas gentes sencillas brillaba en ellos a través de su adhesión de fe.

 
La palabra de Jesús nos hace sospechar toda la grandeza de la fe, porcue nos invita a situarnos en el verdadero punto de vista: el del Padre. La fe en Cristo es participación de la contemplación eterna con que el Padre mira a su Hijo y se complace en Él. También aquí se ve el cuidado del Padre por darnos lo más posible. Cuando nos inunda de luz, es la luz de su propio conocimiento divino. En la oscuridad de nuestras miras terrenas, llega a asociarnos a su mirada luminosa, enseñándonos a contemplar a su Hijo como Él mismo lo ve. Cada acto de fe es una nueva implantación en un espíritu humano de este SLlblime conocimiento del Padre.
Esta revelación otorgada por el Padre está precedida y acompañada de una atracción que es también de origen celeste y paterno: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jo 6,44), declara Jesús. En efecto, no conocemos bien y con profundidad más que lo que deseamos conocer; es indispensable un cierto gusto para que podarnos asimilar la luz que se nos da. Este gusto está suscitado y desarrollado en nosotros por el Padre. Aquí se vislumbra un trabajo íntimo por el que el Padre eleva nuestras aspiraciones y las dirige a fines sobrenaturales. A toda esta obra con la que el Padre nos presenta a su Hijo desde el exterior, haciéndolo nacer y vivir en Palestina y transmitiéndonos su memoria a lo largo de las páginas de la Escritura y en la enseñanza de la Iglesia, corresponde un inmenso y continuo trabajo en el interior de las almas para hacerles comprender eso invisible que se encuentra en Cristo. El Padre orienta los espíritus hacia su Hijo, en orden a una revelación hecha no solamente por la venida al mundo de la Palabra encarnada, sino también por una luz enraízada en lo más profundo de ellos mismos. Así, todas las verdades que poseemos por la fe y, sobre todo la verdad central de la divinidad de nuestro Salvador, son únicamente don del Padre.


El clon del Espíritu Santo


Los dones de la luz y la vida nos fueron concedidos en un don más fundamental: el clon del Espíritu Santo. Cristo nos anunció el envío del Espíritu Santo como el clon supremo que coronaría toda la obra de la redención realizada por el Padre. “Os conviene que yo me vaya —no dudó en decirles a sus discípulos— porque, si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” Un 16,7). La presencia del Espíritu Santo debía, pues, compensar la partida de Cristo. O, más exactamente, esta presencia debía conservarnos todo lo que Cristo había aportado a la humanidad. Es el Espíritu Santo quien tiene por misión establecer el Reino de Cristo entre los hombres. Él hace vivir a Cristo en el alma de los cristiano. Es sobre todo Él, que guarda la verdad enseñada por Cristo, quien la vitaliza, en cierto modo, a nuestros ojos, porque es Él quien nos hace penetrar en su verdadero significado: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” Un 14,26). En el Espíritu Santo poseeremos, pues, todos los bienes de nuestra salvación y nuestra santificación.

En el envío solemne del Espíritu Santo que se efectuó en Pentecostés y, más todavía, en el envío continuado en el interior de las almas, hay que reconocer un don que lleva la impronta del Padre. Cristo mismo ha insistido sobre el origen paterno de la venida del Espíritu Santo; ha declarad o que el Espíritu Santo “procede del Padre” Un 14,26) y será enviado por el Padre. Lo llama “la promesa del Padre” (HcIi 1,4).
Es el Espíritu Santo quien, donado como fruto de toda la Redención, constituye el don supremo del Padre. Con Él nos comunica el Padre el fondo de la vida divina. Dios es amor y, precisamente, el Espíritu Santo es la persona divina que expresa el amor divino. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre y este mismo amor se concreta en una tercera 1 persona divina: la persona del Espíritu Santo. Esta persona es el don mutuo de las otras dos. Por eso, cuando se nos dona esta persona, recibimos el don del Padre y del Hijo. O, dicho de otra forma, y por emplear un lenguaje más humano, son los corazones del Padre y del Hijo los que se nos donan en el Espíritu Santo, puesto que es el amor mismo de las otras dos personas. Ahora se comprende que el envío del Espíritu Santo es el don en que más íntegramente se ha empeñado el corazón del Padre. Con Él se nos daba en una efusión de amor, con el que nos donaba a su Hijo en la insondable intimidad que lo unía con Él. Enviarnos el Espíritu Santo era, por así decirlo, arrancarse el corazón y dárnoslo en propiedad.
Debernos, pues, reconocer en el Espíritu Santo el mismo amor del ¡ Padre que viene a nosotros. Esta violencia con que descendió sobre los discípulos en Pentecostés, apoderándose de sus almas y metarnorfoseándolas, no era otra que la violencia del amor del Padre, esta “extraordinaria grandeza del poder” del Padre que, según expresión de san Pablo, ejerce sobre los creyentes. Ella pone de relieve todo un aspecto de este amor paternal, que no es solamente ternura afectuosa, sino también soberana y eficaz energía. Su omnipotencia la emplea el Padre en su amor, amor que se despliega con una fuerza prodigiosa. Esta fuerza divina no duda en trastornar la tranquilidad humana, en aguijonear a las almas en que trabaja, como vemos que sucede en el Ce-

náculo en el momento de Pentecostés; viene con repentino estrépito a arrancar a los discípulos de su vida escondida de hombres atemorizados. Sin embargo, es una fuerza que no se ejerce contra los hombres para quebrantarlos ni aplastarlos, sino en su favor, para sostenerlos y galvanizarlos. Es una fuerza que los derriba, pero que realmente les es dada, que pasa sobre ellos y los domina. En adelante los hijos se ven parapetados tras la fuerza del Padre.
Por eso san Pablo declara que es por gracia del Padre, que nos comunica “su Espíritu”, por lo que recibimos fuerza y energía para nuestra vida espiritual, para lo que llama “el hombre interior”. Que el Padre nos “conceda, según la riqueza de su gloria —dice a los Efesios— que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ef3, 16). Y este don lo ve el Apóstol como la manifestación particular de la paternidad divina, pues antes de expresar este deseo escribía: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (3, 14). El don del Espíritu Santo es el don del Padre a los que constituyen su familia. Y es, más especialmente, un don de fuerza, porque el Padre representa y posee la fuerza soberana de donde nace todo lo que existe. Por su Espíritu, el Padre nos comunica, en cierta manera, su propiedad de Ser Todopoderoso.
A esta comunicación de fuerza aludía Cristo cuando animaba a sus discípulos a no temer a sus perseguidores. La energía y la luz les serían infundidas al mismo tiempo a aquellos cristianos entregados a los tribunales: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,19-20). Para percibir todo el alcance de esta afirmación hay que recordar el primitivo valor de la palabra “espíritu”, que significaba “soplo”, “hálito”. Sobre las palabras de los cristianos que comparecen ante sus jueces vendrá el soplo mismo del Padre: es su respiración, que medirá sus frases y les dará contenido. Y este soplo tendrá un carácter paternal, pues Jesús tiene cuidado de decir, no simplemente “el Espíritu del Padre”, sino “el Espíritu

de vuestro Padre”, para dejar bien claro que el soplo que saldrá de la boca de sus discípulos estará dotado del poder del Padre, de un Padre que les pertenece y les dona cuanto posee. A través de esto vemos hasta qué punto se mezcla la vida del Padre con la de sus hijos: ¿qué mayor intimidad que la del soplo divino que viene a animar la respiración y el lenguaje humano? El hecho de que el Espíritu Santo sea una persona distinta del Padre no impide, pues, esta intimidad, ni marca ningún alejamiento de Él; soplo y respiración del Padre nos traen la vida profunda del Padre, el lenguaje del Padre y el poder irresistible de este lenguaje.
La predicción de Jesús se realiza en san Esteban, lleno de tal potencia maravillosa que sus adversarios no pudieron resistir al Espíritu que hablaba en él (HcIi 6,10). San Pablo también tendrá esta experiencia, por ejemplo, cuando anuncie a los Corintios “el misterio de Dios”, el plan de Redención obrado por el Padre; comprobará que el mismo Padre traspasa su poder a esta predicación, por la fuerza persuasiva del Espíritu Santo (1 Co 2,1-5), que tantas conversiones arrastrará.
De que el don del Espíritu Santo sea específicamente paterno, tenemos un indicio en la declaración de Cristo —tal como nos la transmite san Lucas— sobre la manera en que el Padre escucha nuestras peticiones. Jesús ha tomado como ejemplo a un padre humano; por muy malo que sea,jamás este padre dará una piedra al hijo que le pide pan, ni una serpiente en lugar de un pescado, ni un escorpión en vez de un huevo. Y concluye: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13). En la liberalidad del Padre celestial respecto a nosotros, el Espíritu Santo representa, pues, eso que en la generosidad de un padre humano son las cosas buenas que no se niegan jamás a los hijos. Es el don que atestigua más vivamente
¡ la solicitud y afecto paternales. Aquél en quien se encierran todos los bienes distribuidos por el Padre celestial. El don por el que prueba que es nuestro Padre.

Como este don del Espíritu Santo es el don más característico del corazón del Padre, más que con su fuerza nos enriquece, ante todo, con su amor. “El amor de Dios —escribe san Pablo— ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Se trata del amor redentor, el amor que Dios nos ha demostrado con el sacrificio de la cruz: aun cuando éramos sus enemigos por el pecado, envió a Cristo a morir por nosotros (Rom 5,8). Este amor no se ha quedado en nuestro exterior: ha penetrado en nosotros y, con él, toda la vida divina (cfr. Roin 5, 10). Por el Espíritu Santo que nos ha sido ciado, el amor del Padre, que se había manifestado fuera de nosotros, públicamente, por el sacrificio de Cristo ha penetrado en nuestros corazones y ha venido a ser posesión nuestra. El Apóstol ve en él la garantía para afirmar que “la esperanza no falla” (Rom 5,5); los cristianos no podrían ser defraudados en su esperanza, porque el amor que el Padre les ha demostrado con la obra de la Redención no es algo externo a ellos mismos. Podría decirse que se han convertido en señores de este amor que nadie les podrá arrebatar ni será sofocado por ningún tipo de dificultades.


Entregado como propiedad a los cristianos por el Espíritu Santo, este amor del Padre los hace vivir con los mismos sentimientos: los impulsa a amar a los hombres corno el Padre los ama. Excita en los corazones el “carisma” de la caridad, el mayor y más elevado de los carismas o dones divinos, el que domina y resume todos los demás, el que da valor a una vida humana y permanece, definitivamente, hasta el más allá (cfr. ¡ Co ¡3, ¡ss.). Así, el amor del Padre invade toda la psicología humana, impregna a los cristianos de esta generosidad total que el Padre ha tenido hacia ellos para que ellos, a su vez, puedan volcarla en el prójimo. Todo lo que ha habido de prodigioso y extraordinario en el amor del Padre cuando entregó a su Hijo en sacrificio por nosotros está actuando, a cada instante, en el corazón de los cristianos para producir en ellos un amor prodigioso hacia sus hermanos. La caridad cristiana tiene por medida la inmensidad del corazón del Padre y es animada siempre por la persona divina del Espíritu Santo, es decir,

por lo que hay de más amor en el amor, por el amor personificado del PadreydelHijo.
Por eso puede decir san Pablo que la caridad no conoce límites: “Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” y “no pasará jamás” (1 Co 13,7-8). Lleva en síla infinitud del corazón del Padre, lo mismo que su eternidad. Infinitud y etrni _que han bajado al corazón de los discípulos de Cristo. Así se explican las maravillas secretas que la caridad hace realizar a los cristianos más humildes en la penumbra de su existencia cotidiana. Así se explica la grandiosa epopeya de la caridad de la Iglesia que se perpetúa por el mundo a través de los siglos. Caridad que ha suscitado, suscita y suscitará siem1)1-e una gran diversidad de instituciones y obras, un despliegue sumamente variado de entregas al servicio del prójimo. En esta abundancia y variedad de rasgos de amor humano, en los que no es raro el heroísmo, se extiende la anchura sin límites del amor del Padre, infundido en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo. Eso es lo que da grandeza al menor acto de caridad; que compendia la benevolencia paternal de Dios por los hombres.

 

La inhabitación del Padre en las almas


Por el sacrificio de Cristo se obró la reconciliación de los hombres con Dios. Desde entonces, según la expresión de san Pablo, tenernos “acceso al Padre” (Ef2, 18); es decir, que podemos considerarnos de su casa, como sus familiares, y que, por consiguiente, podemos recurrir y dirigirnos a Él en nuestras necesidades y contar con su apoyo. El Padre nos ofrece su intimidad y se pone a nuestra disposición; podemos atrevemos a decírselo todo, tener con Él la audacia que se suele tener con las personas a las que se conoce bien y de las que no se debe esperar otra cosa que favores y simpatía. Las relaciones con el Padre deben estar gobernadas por la confianza, puesto que el acceso a Él es total (Ef3, 12). Hay una atmósfera nueva, diferente de la del Antiguo Testamento, donde el temor —sin excluir tampoco el amor— desempeñaba un papel más importante en las relaciones de los judíos con Yahvéh.

San Juan, para caracterizar las relaciones de intimidad con el Padre, se sirve de una expresión fuerte y expresiva: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (liii 4,16). Apoya esta afirma[ ción en el principio de que “Dios es amor”; así pues, permanecer en
el amor es permanecer en Dios. Ya hemos visto cómo la presencia de la caridad en nuestros corazones entrañaba una presencia del amor del Padre. Consciente de esta verdad, san Juan considera nuestra cercanía con el Padre como algo más profundo que un simple acceso a Él en calidad de familiares. El que permanece en la caridad no sólo permanece junto al Padre, como un hijo en su casa, sino en Él. Su morada es el Ser mismo de Dios. Es diferente “vivir en alguien”. En este último caso, la intimidad está situada en lo más profundo del ser; es una condición vital. Vivir en Dios es encontrar en Él el manantial de su vida.


Esta permanencia en Dios significa que en Él se encuentra también el reposo. El término “permanecer” evoca calma y tranquilidad: se ha instalado en Dios de una manera estable, por encima de todo el flujo y reflujo de las contingencias terrenas. Comienza la estabilidad de la vida eterna. Esta estabilidad no es sólo superior a todas las sacudidas exteriores que conmueven la existencia humana, y a sus pruebas y trastornos; resiste, asimismo, todos los torbellinos y cambios psicológicos y las crisis de las situaciones afectivas, con tal que se continúe en la caridad. No es necesario, de ningún modo, sentir que se permanece en Dios; es imposible que se mantenga continuamente este sentimiento, porque viene y desaparece. Pero la realidad de la permanencia indica precisamente una intimidad que persiste objetivamente, sean cuales sean las impresiones subjetivas que se puedan tener.
Ésta es la intimidad que Cristo había querido conservar con sus discípulos. Antes de dejarlos, les había pedido permanecer en su amor para permanecer no sólo con Él, sino en Él. “Permaneced en mi amor” U 15,9) —les había dicho—, “Permaneced en mí como yo en vosotros” U 15,4). Y es esta misma intimidad la que debe unirnos al Padre, puesto que se trata de permanecer, por la caridad, en el Padre. Intimidad que es recíproca, ya que a su vez Dios permanece en nosotros.

La reciprocidad por la que el Padre permanece en nosotros cuan- do nosotros permanecemos en Él tiene algo de asombroso. Se concibe fácilmente que permanezcamos en Dios, pues Dios es el Ser infinitamente inmenso, que todo lo puede contener y rodear. Habitar en Él es habitar en un abismo que nos viene ancho en todas direcciones. Entusiasma pensar que el Padre nos recibe como huéspedes en la inmensidad de su Ser divino y que, en vez de perdernos en esta inmensidad o empequeñecernos en sus dimensiones, gocemos de la intimidad de su amor paterno. Pero nos consuela todavía más pensar que Dios permanece en nosotros. Es algo inesperado. Que Dios nos contenga es algo que se puede comprender, pero que contengamos a Dios en nosotros mismos es realmente sorprendente. Hay que admirarse de que en la Jequeñez humana pueda caber la grandeza divina. Y no es menos admirable que el Padre quiera habitar en sus criaturas sin juzgar como favor suficiente el que sus criaturas habiten en Él. Sólo el fervor de un amor paternal sin límites podía inducirlo a residir de manera continua en seres tan inferiores a Él y hechos íntegramente por su mano.
El Padre no se contenta con donamos el Espíritu Santo, con el que ¡ —como ya hemos advertido— nos entrega su amor, dándonos, por así decirlo, su corazón en prenda. No se limita, por este mismo Espíritu Santo, a hacer que “Cristo habite en nuestros corazones” (Ef3, 17). Sino que viene Él mismo en persona, con su Espíritu y su Hijo, a habitar en nosotros.Jesús había anunciado a sus discípulos que la comunidad de las personas divinas vendría a establecerse en ellos. Del Espíritu Santo había dicho: “mora en vosotros y en vosotros está” U 14, ¡7). Y había añadido esta bella predicción, refiriéndose al Padre y a Sí mismo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” U’ 14,23). Con esta promesa iba mucho más allá de lo que había sido presentado en el Antiguo Testamento como el favor supremo concedido a Abraham: la visita que tres hombres le habían hecho en el encinar de Mambré, y que significaba una aparición del mismo Yahvéh (Gii 18, 1 \ ss). El patriarca había corrido a su encuentro tan pronto como los divisó. Les había ofrecido descanso y se había puesto a su servicio dándoles de comer. Eso fue un primer símbolo de este acto de Dios que lleva su benevolencia hasta venir a buscar descanso entre los hombres; a recibir de ellos humildes homenajes y servicios, a participar de una comida humana como señal de comunidad de vida. En esta visita de tres personajes aún innominados hay un misterio que, con la perspectiva del Nuevo Testamento, nos parece indicar ya la intención de las tres personas divinas de venir a habitar entre los hombres. No es más que una primera figura, bien imperfecta, pues se trata de una visita pasajera, de un encuentro esporádico. La realidad sobrepasa con creces a la imagen: consiste en un encuentro que se produce invisiblemente en las profundidades del alma y en una visita que se convierte en inhabitación perpetua. En vez de tres personajes todavía sin nombre, recibimos en nosotros a las tres divinas personas que Cristo nos ha revelado.
Es significativo que, como fundamento de esta venida de la TrinicIad a nosotros,Jesús cite el amor del Padre; “Mi Padre lo amará y vendremos a él” Un 14,23). Es siempre este amor paternal lo que guía las relaciones de Dios con nosotros. Todo tiene su origen en el corazón del Padre. Aqui, sin embargo, este amor del Padre no aparece corno la Tidcjue precede a todas las demás, pues se da corno respuesta a la caridad de los hombres; para beneficiarse de este amor hay que amar por anticipado a Cristo y cumplir sus mandamientos. ¿Hay alguna contradicción entre esto y la primacía absoluta del amor del Padre, que
—como ya hemos subrayado— se dirige primero a nosotros, con una generosidad completamente gratuita y con independencia de nuestros méritos, por puro favor divino? En absoluto. Porque este primer amor permanece; pero, para cumplir su designio en cada alma individual, tiene necesidad de una libre colaboración por parte de esta alma. El amor del Padre no nos apremia a seguirlo ni nos encadena a Él por la fuerza. Precisamente porque es amor evita avasallarnos, privarnos de nuestra espontaneidad y de la posesión de nosotros mismos. Tiene la delicadeza de respetar cuidadosamente nuestra libertad. Por eso el Padre

sólo viene a establecer su morada en nosotros después de nuestro consentimiento y buena voluntad. Cuando un hombre se encuentra en buena disposición, un nuevo amor —si se puede decir así— viene a reforzar el primer amor que el Padre le tenía, y por este nuevo amor el Padre empieza a habitar en el alma. Y entonces puede realizar el proyecto, que había foijado con anterioridad en su corazón, de llevar en él su amor hasta la plenitud. j.
El Padre no quiere, pus, entrar en un alma más que cuando las puertas se abren por sí mismas. No las fuerza. Pero una vez que ha entrado, acogido por una voluntad que se ofrece libremente a Él, ¡con qué complacencia lo hace! Su corazón paternal se goza en venir a descansar en el corazón del hombre. Podemos vislumbrar por el Evangelio el gozo que debía experimentar Cristo cuando al atardecer, después de una jornada fatigosa, se iba a reposar a Betania, en compañía de Lázaro, de Marta y María. Por el elogio de la actitud de María, llena de solicitud por su presencia, ha mostrado de qué modo deseaba ser recibido, no solamente en aquella casa, sino también en el corazón de los que habitaban en ella. El Padre no pone menos diligencia en venir a los corazones que se le abren y en colmarlos con su presencia reconfortante.
Su entrada en el alma la hace con tanta delicadeza que fácilmente pasa desapercibida. El Padre no es de esos huéspedes inoportunos que imponen su presencia como un peso, y menos todavía se presenta como un personaje cuya importancia provoca tensión por sí misma. Nosotros lo llevamos en nuestro interior sin ponernos a dudar de ello, sin experimentar ninguna molestia ni estorbo. Es Él quien amolda su presencia a la forma de nuestra existencia, quien acepta seguir el ritmo de nuestra vida para transformarla en algo mejor por esa intimidad con Él. Lo hace tan bien y se adapta tan completamente a nosotros que tenemos dificultad en convencernos de que Él, el Ser todopoderoso, habita verdaderamente en nosotros. Permanece en nosotros en el silencio, pudiéndose revelar, si quisiera, en un deslumbramiento de su luz o en la demostración impresionante de su soberanía. Es el silencio de la bondad, que se pone a disposición del otro sin hacerse notar. El silencio del amor que se hace todo en todos.


Aunque esta presencia amante del Padre pueda prolongarse sin hacerse reconocer ni sentir, coloca al alma en una atmósfera nueva. Cuando desciende al fondo del corazón humano, funda en él un asilo de paz, de dicha secreta, a veces apenas perceptible, pero cierta. El Padre no puede penetrar en un alma y vivir en ella sin llevarle algo del gozo del cielo.
Hace respirar la paz de su amistad. Esta paz, regalo de la Redención, que manifiesta el pacto establecido entre Dios y los hombres. Ésta era la paz que los judíos se deseaban al saludarse. San Pablo la menciona al principio de sus cartas corno un don esencial que viene del Padre y de Cristo: ‘Gracia y paz de parte de Dios Padre nuestro, y de Jesucristo Nuestro Señor” (1 Co 1,3; 2 Co 2, etc.). En el alma en que el amor divino ha triunfado, la paz ha sustituido al tormento interior, a la profunda escisión prodLicida en el hombre por el pecado. Al separar al hombre de su Creador y al hijo de su Padre, el pecado abre una brecha en la misma alma, una insatisfacción fundamental, una perturbadora iiiquietud. Con la gracia que suprime el estado de pecado sobreviene, por el contrario, una satisfacción que aleja las causas de la turbación. Este apaciguamiento recibe su amplitud del hecho de la presencia del Padre, que da fe del acuerdo del hombre con Dios y consiguientemente, de su acuerdo consigo mismo. La permanencia amistosa del Padre hace paladear este acuerdo y que el alma se sienta completamente a gusto. Este placer se encuentra, discreta pero realmente, en el sentimiento de una buena conciencia. Se sabe qué papel puede desempeñar este sentimiento en la alegría de una vida humana. No hay que perder de vista que está sustentado y estimulado por la inhabitación del Padre en el alma. Así, lejos de pesar o molestar, esta presencia del Padre sirve de alivio, de feliz descanso.
La inhabitación del Padre en el alma bien dispuesta es una de esas verdades que deberían cautivar nuestra existencia. Y lo conseguiría si nos persuadiésemos más íntimamente de lo que nos enseña la fe y cayésemos en la cuenta de su excelencia. El Padre está mucho más cer can

a nosotros, mucho más mezclado en nuestra existencia de lo que odeios sospechar. Vive en nuestra compañía mucho más que nosotros en la suya. La felicidad esencial que nos ofrece debería dilatarnos mucho más vivamente. ¡Qué gozo poseer en nosotros al Padre! Poseer al Padre en la expresión que emplea san Juan: “Quien confiesa al Hijo,
rosee también al Padre” (iJo 2,23; cfr. 2Jn 9). Dejándose poseer por nosotros, ¡qué dimensiones confiere el Padre a nuestra alma!.

 

 

 

 

María delegada por el Padre como Padre-Madre de la humanidad

 

 

El don de María

 

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad cii comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —deiiiasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió dariios una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es coiiio nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, Liii testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre. Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que iios ha ofrecido el Padre. En su rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.
Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como cii uno maternal. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. Eii efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos pateriiidad y maternidad. El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.


Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es como si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran esconclidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo ciue este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.
Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan como gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

r Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia, Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15). Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos: “iHijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Go 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada. Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel supenor, tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papel de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso. El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atrac 7

tiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que coima el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecicio como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina. Él, ciue poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal.


Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de ciar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad. Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos.


Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Ella es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.


Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante. Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Ella, por tanto, nos ha dacio a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.
La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad dei Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano.
Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor iel Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad. En la Madre Dolorosa, que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor pa-
ternal que ha llegado hasta el fin.


No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María tina indulgencia, una bondad y una mise- rico rdia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese crite1 rio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bon dad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus - relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hom- bre puchera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.


Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de lajusticia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual. El Padre actúa con cada uno de nosotros corno con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente
bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María,  lleno de dulzura y suavidad. 

Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene! de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de sul acogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía. Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros. Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidacles del corazón del Padre. La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre.

 

 

Para la meditación Si existo, es que Dios me ama

El don de la Iglesia


De la misma manera que constituyó a María como imagen de su corazón paternal, el Padre ha querido imprimir profundamente la marca de su paternidad en la Iglesia. Ha querido que la Iglesia se nos presente como una madre. Para que sus hijos gozasen de un ambiente que sea la traducción humana de la atmósfera que crean los padres en un hogam; ha decidido que la vida cristiana no se desenvolviese simplemente en almas individualmente aisladas, sino en una comunidad, y que esta comunidad implicase un auténtico ambiente materno. Así, el don de la Iglesia a los hombres aparece como una manifestación característica de un amor paternal que desea expresarse en formas concretas.


La Iglesia ha sido reconocida como una madre desde los primeros siglos del cristianismo, porque se veía en ella la gestadora de la fe en las almas. De hecho, esta comunicación de la fe es parte de la comunicación, más abundante, de la vida de la gracia. Por los Sacramentos, y sobre todo por el Bautismo, la Iglesia hace surgir y desarrollar la vida divina en las almas. En el momento del bautismo, especialmente, toma la figura de quien da nacimiento al nuevo cristiano. Y, en consecuencia, tiene el encargo de fomentar, por todos los medios, esta vida que ha transmitido: encargo maternal que cumple poniendo a disposición de los fieles, además de los sacramentos, un vastísimo conjunto de elementos que ayudan a la santificación y permiten un florecimiento espiritual: la proclamación de la verdad por el magisterio y el esclarecimiento progresivo de esta verdad, a través de todo un trabajo de investigaciones y de precisión realizado por la Teología. Trabajo que constituye un auténtico patrimonio de la Iglesia; el gobierno jerárquico de leyes y de instituciones y un cuadro viviente de orientación de las actividades; la distribución de tesoros de gracias por la solidaridad comunitaria y el ejercicio de una misión educadora por medio de la cual la Iglesia se preocupa de elevar el nivel espiritual y moral de los pueblos y de la humanidad entera. La Iglesia desempeña verdaderamente un papel de madre, que consiste en hacer brotar la vida de la gracia, en protegerla, en favorecer y guiar su desarrollo.

Si el término de función maternal es el que mejor expresa la misión de la Iglesia, es porque la Iglesia ha siclo formada por el Padre a su propia imagen, como María, para representar ante los hombres su paternidad. Muy a menudo corremos el peligro de olvidarlo y admiramos la providencia maternal de la Iglesia sin pensar que es una efusión del corazón del Padre, que su cualidad de madre es una afirmación de esta pa-ternidad divina, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef3, 15).

En la Iglesia misma hay muchas manifestaciones particulares de su actividad que llevan más especialmente el sello de la paternidad celeste que desea imprimirse en ella. Es sabido que una de las características esenciales del gobierno de la Iglesia es su aspecto paternal. Su jerarquía está establecida por medio de un sistema de administración, es verdad, pero sin que esta tarea pueda ser únicamente tratada como labor administrativa realizada por funcionarios: debe llevar el sello de la solicitud paternal. La autoridad de los que tienen un puesto de gobierno es la de los pastores; quiere eso decir que tienen por misión conducir un rebaño cuyas ovejas aman y conocen. Así sucede con el Papa, que ostenta el hermoso título de Pastor de todos los fieles. Los amplísimos poderes con que ha sido investido, si hubieran sido conferidos a una sociedad puramente humana entrañarían grandes peligros de absolutismo, tiranía y arbitrariedad; pero, precisamente porque están incluidos en una misión pastoral y paternal de orden superioi se realizan en un espíritu diametralmente opuesto al de un tirano caprichoso. Es el suyo el espíritu de un poder muy amplio que emplea todos sus recursos al servicio de aquéllos por los que existe, y que traduce sim fuerza en una benevolencia fundamental. Es una imagen asombrosa de la autoriclad del Padre celestial, cuya omnipotencia hubiera podido afianzarse por mecho de una soberanía tiránica, pero que ha escogido, por el contrario, concentrarse en un amor más benevolente.
/ Así sucede también con todos aquellos que han recibido alguna par- t Íticipación en el cargo pastoral del supremo Pontífice, y que no deben usar de los poderes con que están revestidos si no es para dejar traslucir la paternidad divina de la cual son mensajeros. Por eso, los sacerdotes no son sólo los representantes de Cristo en la tierra, sino también los representantes del Padre. Especialmente cuando dan la abso-\ lución al fiel que viene a confesar sus pecados, tienen un gesto cminentemente paternal: el de una misericordia que acoge, perdona y cura. Cuando se inclinan sobre todas las angustias humanas, dirigiéndose a su encuentro para intentar socorrerlas, ¿no representan ante los hombres al Padre celestial continuamente inclinado sobre ellos? La cura de las almas que pastorean les exige mostrar en la medida posible, en su comportamiento personal, la solicitud activa y generosa del Padre respecto a sus hijos. Su apostolado debe ejercitarse, pues, bajo el signo del amor paternal.
Además, que así es como Cristo había entendido su propia misión de Pastoi Ha querido ser Buen Pastor, como el Padre había sido ya anunciado que era el Pastor del pueblo judío (Ez 34). Y su amor era una réplica del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Un 15,9). También se oye resonar en las palabras de Jesús la nota de un afecto paternal: es el afecto que nos dirige de parte del Padre: “Hijos míos”, les dice a sus discípulos (Mc 10,24). “iÁnimo, hija!”, le dice a la mujer atemorizada y temblorosa que se presenta a Él después de haber tocado su manto y obtenido su curación (Mt 9,22). En el mismo tono se dirige al paralítico cuando quiere otorgarle la remisión de los pecados: “jÁnimo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt9,2).Juntas van la acción yla palabra del Padre, que perdona. ¡Cómo se revela esta solicitud paternal en el cuidado que pone Cristo en velar sobre sus discípulos con toda suerte de atenciones! Aunque vive en extrema pobreza y sencillez, no deja que le falte nada al grupo de SUS fieles y provee a todas sus necesidades como lo haría un padre o una madre. En el momento de la Pasión, los discípulos podrán confesar que así fue realmente durante la vida pública de SLI Maestro (Lc 22,35-36).
Incluso con los que se le resisten ejerce este afecto paternal, que Cristo expresa de modo tan conmovedor increpando a la ciudad santa: “Uerusalén,Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que

le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23, 37). En este apóstrofe grandioso e íntimo a la vez, ¿no se deja ver el deseo del Padre de realizar la unidad de sus hijos en torno a Sí, que se traduce en toda su vivacidad, con un profundo respeto a las libertades que no se quiere forzar, ni siquiera con una ternura demasiado acaparadora?
Continuadora de Cristo, la Iglesia se sitúa directamente en la prolongación de este cuidado paternal de congregar en la unidad a los hijos del Padre, ‘corno la gallina recoge a sus pollos bajo las alas”. Lo que Jesús había intentado hacer, en nombre del Padre, por la reunión del pueblo elegido, la Iglesia se ha encargado de realizarlo progresivamente en todos los pueblos y en todos los hombres. Por ella, el Padre extiende las alas de su protección paternal sobre la humanidad, fusionándola con el calor de su amor.
Como testigos de este amor, hay que citar, además de todos aquéllos que han siclo nombrados pastores del alma, a los innumerables realizadores de la obra educadora de la Iglesia. Hemos estereotipado la misión educadora encomendada a la Iglesia, que corresponde también a un papel maternal. A ella consagran sus vidas un gran número de hombres y mujeres, todos aquellos que se dedican a la formación cristiana de la juventud. La primera nobleza de esta vocación consiste en la semejanza que tiene con la paternidad misma de Dios. Estos hombres y mujeres deben ser considerados, ante todo, como un don del Padre a  la humanidad, un don profundamente paternal. Por el hecho de su actividad, asumen una paternidad o maternidad de orden moral y espiritual. En ellos y por ellos el Padre celestial modela el espíritu, el corazón
y el carácter de sus hijos, los abre a una vida divina más ancha y espaciosa afincándolos en ella sólidamente, y graba en ellos los principios de una conducta moral que responda a su condición de hijos de Dios.
 ¡Grandeza de los educadores y educadoras, a quienes el Padre ha confiado sus propias responsabilidades paternales y a los que desea prestar su propio rostro de Padre, de una bondad firme, activa e incansable!

Ésta es también la paternidad que se revela en todos aquellos que, en la Iglesia, se dedican a consolar las miserias humanas. La Iglesia jamás ha carecido de miembros que lleven su mensaje de caridad evangélica a los pobres, a los enfermos y a todos aquellos que sufren o tienen

necesidad de socorro. En la abigarrada multiplicidad de obras en las que se organiza esta ayuda al prójimo, en la generosidad de estas existencias humanas cuyas energías íntegras se consagran a aligerar las cargas de los demás, tenemos que reconocer al Padre de los cielos, continuamente inclinado sobre los hombres, prodigándoles su simpatía misericordiosa. Cuando un enfermo admira a la religiosa que lo atiende con entrega maternal, es el corazón del Padre lo que encuentra en ella. El leproso que llama “mano de Dios” a la mano de la hermana misionera que cura sus llagas, ha rozado esta verdad. ¡Cuántos hombres rebeldes a la religión han llegado a convencerse de la existencia de Dios porque han sido testigos de la entrega totalmente sacrificada de una religiosa! Su intuición es exacta, pues es verdaderamente a Dios a quien descubren en esta maravillosa generosidad e, incluso, lo que hay de más profundo en Dios: un corazón paternal. En esta entrega descubren, al mismo tiempo, a la Iglesia con su verdadero rostro: el rostro de una madre llena de bondad.

sobre todo, que vayamos a sacar siempre más del abismo de su amor, que tornemos cada vez con mayor avidez lo que nos ha dado. Quiere cine los hombres tomen de nuevo y sin cesar en el acto del sacrificio, por medio de los sacerdotes, a ese Hijo suyo cuyos brazos Él mismo extendió sobre la cruz. El Padre que había aspirado a darnos a su Hijo como prenda decisiva de su afecto paternal, ambiciona hacer pasar este don más plenamente a la humanidad. Pretende agrandar su generosidad en cada una de nuestras eucaristías de la tierra, ser más totalmente nuestro dándonos como propio una vez más a su Hijo.
Si la Eucaristía, en su aspecto de sacrificio, constituye el don primordial del Padre, implica igualmente este don en la comunión y en la presencia real. En la comunión, bajo su aspecto de alimento distribuido a los fieles, se manifiesta la solicitud del Padre que se preocupa de sustentar la vida del alma en sus hijos. Porque es al padre de familia a quien incumbe normalmente la tarea (le alimentar a los suyos. Es él quien da el pan a sus hijos. Al enseñarnos a orar al Padre, Cristo nos hace decir: “Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy” (Mt 6,11). Y cuando anunció la institución de la Eucaristía, después (le haber tenido el detalle paternal de saciar de pan a las multitudes que le escuchaban, no dejó de declarar que el pan eucarístico sería dado por el Padre celestial, directamente por Él, mientras el maná del desierto había sido dado por medio (le Moisés. A los judíos que pedían un prodigio comparable al maná, Cristo responde que el Padre va a realizar un prodigio superior, pues es el verdadero pan que va a ser repartido a los hombres, el que alimenta la vida espiritual: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” Un 6,32-33). Por el pan eucarístico, Cristo promete comunicar la vida del Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí” (Iii 6,57). Así pues, es el Padre quien alimenta; más aún, alimenta con su propia vida, transmitida por su Hijo. El que primero distribuye la comunión es, por tanto, el Padre: (le Él, inclinado sobre cada fiel, desciende

el pan del cielo, el Cuerpo del Señor depositado sobre cada comulgante. En este instante, de lo más profundo de Sí mismo, el Padre nos entrega su vida divina. De este don del Padre es de donde saca el fiel las fuerzas necesarias para no desfallecer en el camino, para llevar una vida cristiana digna de su calidad de hijo. Don paternal; paternal también la presencia real de Cristo, prolongada indefinidamente en nuestros tabernáculos. Si Cristo vino a nosotros en virtud (le la voluntad del Padre la vez primera, permanece entre nosotros bajo las apariencias de pan por esta misma voluntad. El Padre ha querido que guardásemos para siempre a su Hijo encarnado y que la presencia con la que Cristo había regocijado a los primeros discípu los siga envolviéndonos, presidiendo nuestra vida.
Con esto, el Padre acaba y realiza plenamente lo que había inaugurado en el Antiguo Testamento, cuando dio a los judíos en prenda de su alianza la presencia divina. Esta presencia perpetua en el Templo de Jerusalén era considerada por el pueblo elegido como la realidad central del culto. Era el privilegio más extraordinario que este pueblo podía poseer: la presencia concreta, en este enclave terrestre, de un Dios tan elevado y tan poderoso. El Padre, para dar continuidad a esta presencia especial (le que gozaba el templo, quiso una presencia divina que fuese dada de manera más substancial por la presencia corporal del Verbo Encarnado, y que se multiplicase en innumerables lugares. En el centro de cada iglesia reina esta presencia eucarística, de tal manera que el que allí entra se siente siempre acogido por alguien. La capilla más modesta en que se conserve el Santísimo Sacramento encierra una presencia divina incomparablemente superior a la que contenía el único templo de Jerusalén. Es el Padre quien ha multiplicado su amor y perpetúa el don de su Hijo. Por eso el tabernáculo de nuestras iglesias debe ser tenido como señal de su acogida paternal.

Esta meditación está muy bien para cuando hable del pecado, en la tercera meditación de los Ejercicios, porque trata del pecado del hijo pródigo:El perdón concedido a los pecadores

En el perdón concedido a los pecadores se revela la generosidad sin límites del corazón del Padre. Cuando considerarnos la reacción delPadre ante el pecado de Adán y Eva, advertirnos lo que tenía de sublime y de incomprensible: a los que osaron, en cierta manera, parangonarse con Él, despreciando su mandato y deseando ser como Dios, el Padre no duda en prometerles una dignidad más alta de la que poseían, dándoles a u propio Hijo para establecerlos con Él como hijos suyos. El Padre ama más a los que lo han herido con su pecado. Les da todavía más. Y esta magnanimidad, desplegada donde no se esperaba más que castigo y venganza, da prueba de una bondad que sobrepasa todas las normas de la bondad humana, de una benevolencia de profundidades infinitas. ¿Por qué ha querido con afecto paternal más profundo y apremiante a los que se habían rebelado contra Él? No hay que buscar jus-j tificación alguna, sino tan sólo adorar el misterio.
Este misterio tan reconfortante se reproduce en las relaciones del Padre con cada pecador en particular. Frente a nuestras faltas individuales, existe un drama redentor que renueva el que se produjo en respuesta al pecado de Adán. Así se comprende que el Padre, inquebrantablemente fiel en su amor y decidido a no retirar jamás el don que ha hecho de su corazón, adopte ante cada hombre la actitud que ha adoptado globalmente con la humanidad entera en el momento en que resolvió salvarla del l)ecadO, De modo que el Padre testimonia aún mayor amor a cada pecador; lejos de responder a las ofensas actuales con la venganza, no hace sino abrir de par en par su corazón para acoger a los culpables cuando manifiestan pruebas de arrepentimiento.
Felizmente poseernos, para comprender bien esta actitud del Padre, una descripción hecha por el mismo Jesús. En la más bella de las parábolas, la del hijo pródigo, nos ha descrito —con palabras sumamente sencillas, pero extremadamente sugestivas— la verdad más misteriosa y conmovedora de todas: la efusión de amor paternal calurosamente ofrecida al pecador arrepentido. En los trazos de esta historia, exteriormente trivial, nos hace ver el fondo del corazón del Padre.
Ya en el principio de la historia nos damos cuenta del significado exacto del pecado. El pecado no se nos describe como la rebelión de un esclavo contra su señor, sino como el ultraje de un hijo que quiere

abandonar a su padre y liberarse de su tutela paterna. Cristo nos da con ello una preciosa indicación: el pecado debe ser considerado siempre como una falta cometida en las relaciones de un hijo con su padre. Y eso es lo que causa su gravedad, su carácter trágico; porque una ofensa hecha a un padre es mucho más grave que un ultraje dirigido contra un amo. El verdadero sentido del pecado no se calibra con exactitucl sinE en el contexto de un amor filial que ha sido traicionado.


La petición del hijo menor expresa bien este renegar del amor filial: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15,12). Es como si dijese a su padre: “Lo que me interesa no es tu afecto paterna! ni tu compañía, sino tu fortuna. Dame mi parte y me marcho”. Ésa es la verdadera intención que supone el pecado: reclama el derecho de ser dueño absoluto de los bienes que Dios otorga, de poseer- los y utilizarlos a su capricho, con plena independencia. El pecado se comete siempre por hacer uso de ciertos bienes que vienen del Padre celestial, bienes que ha creado para ponerlos a nuestra disposición. El pecador se apodera de estos bienes y en vez de usarlos conforme a la voluntad del Padre, y en su casa, se sirve de ellos según su propia fantasía, lejos de la casa paterna. Y vuelve así contra el Creador, contra el Padre, lo que había recibido de Él: los bienes de este mundo que sustrae con su avidez; su cuerpo, del que abusa con la sensualidad; su alma, a la que avasalla con su egoísmo y orgullo. El pecado lleva consigo, pues, la triste ingratitud de oponerse a su bienhechor con el uso de los beneficios de que ha sido colmado.


A la petición del hijo pequeño no da el padre respuesta alguna. Este silencio no impide que haya sentido vivamente la injuria hecha a su cariño. Pues ningún padre podría escuchar sin un gemido a su hijo pidiéndole una parte de su fortuna para alejarse definitivamente de su afecto. Pero aquí el Padre quiere ser generoso y oculta su pena, reprimiéndola en el secreto de su corazón. ¿Qué sabernos de todo lo que oculta el silencio de! Padre celestial ante los pecados del mundo? Por cada transgresión, el Padre es alcanzado en su corazón paternal. Pero nada se deja traslucir. Nada nos ha revelado el Padre de cómo siente nues 128

129

tras ingratitudes y faltas de delicadeza. Se calla obstinadamente sobre lo que pasa entonces en su corazón paternal; ignoramos hasta dónde penetra la ofensa. Sólo el sacrificio de Cristo sobre la cruz nos permite entrever que 110 se trata de un rasguño superficial y que la ofensa se ha sentido vivamente. Con gran delicadeza, el Padre celestial no revela su dolor cuando sus hijos menores quieren llevarse la parte de fortuna que les corresponde. Cuando nos enseña la gravedad de nuestros pecados, lo hace poniéndose en nuestro punto de vista; se olvida de Sí mismo para no ver más que el daño que nos hacemos a nosotros mismos con nuestras faltas y los peligros a que 0S exponemos. Nuestro bien es lo único que persigue y, sin decirnos hasta qué punto ha sido decepcionado o herido por nuestra actitud, nos advierte de las peligrosas consecuencias que nos amenazan si persistimos en nuestros errores.
Cristo añade en la parábola que el padre procedió al reparto reclamado por su hijo menor. ¿No resulta admirable esta generosidad que, de hecho, va a permitir a un joven desaprensivo dilapidar toda su fortuna? Si tenía interés en el bien real de su hijo, ¿no hubiera debido el padre rehusar su demanda, protegiéndolo contra él mismo y ahorrándole todos los sinsabores de una aventura cuyo desgraciado final se podía prever? Satisfacer este capricho de su hijo, ¿no era hacerle un flaco favor? La realidad es que la conducta del padre se justifica por la intención de no restringir la libertad del hijo. Lo que desea es el cariño de su hijo, y un afecto humano no se obtiene por la fuerza. El padre quiere en su casa a un hijo, HO a un esclavo. Si actualmente su hijo no quiere darle libremente su amor, él no quiere hacer violencia ni presionar este amor, y prefiere dejarlo en libertad, esperando que un día esta libertad lo devolverá a él.
Ésta es la conducta del Padre celestial. No rehusa entregar a los hombres los bienes de la tierra cuando quieren abusar, ni los obliga a permanecer con Él, en su amistad, si desean separarse de ella. El Padre dota a los hombres de su libertad y la respeta profundamente, porque desea por parte de ellos un afecto y una adhesión que no sean de encargo. Les deja la posibilidad de optar entre la amistad y la separación, espe rand

que, incluso si escogiesen momentaneamente marcharse, al final volverán y le profesarán un amor espontáneo. Su honor de Padre consiste en no estar rodeado de esclavos, sino de hijos que quieren permanecer con Él libremente. Ya hemos notado qué gran prueba de verdadero amor es este respeto a la libertad humana. Por nuestro bien, el Padre se expone voluntariamente a un riesgo: el riesgo de ser abandonado, despreciado en su amor y verse pospuesto por sus hijos a los deleznables placeres terrenos.
El hijo menor no deja de aprovechar la libertad y la fortuna que le han sido concedidas. En pocas palabras, con una descripción rápida, Cristo esboza la degradación a que conduce el pecado. El joven había partido, con la bolsa bien repleta, prometiéndose toda suerte de placeres. La realidad le guarda muy pronto una cruel desilusión. Se ve conclenado a aceptar el oficio que para un judío debía ser el más abyecto: el de guardar cerdos; y llega a tal grado de miseria que ansía coi er el alimento de estos animales. Así, el pecado no cumple las promesas con las que en un principio atrae, y en vez de colmar los deseos que ha atizado, no hace más qLIe engañar su hambre y acentuarla. Aclemás, clespoja de sus bienes al que se ha dejado seducir, lo arrastra a una profunda angustia, engendra la vergüenza y el hastío. Cuando se había creído gustar la embriaguez de la libertad, se cae en una envilecedora esclavitud.
El hijo pródigo, que de ello tuvo amarga experiencia, compara su situación con la que gozan los servidores de su padre. Comienza a darse cuenta de la felicidad, de la libertad y cJe la abundancia que poseía en la casa de su padre, ventajas que no había estimado en su justo valor hasta el momento presente. “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, yyo me estoy muriendo de hambre . En esta comprobación, ¡qué elogio encontramos del bienestar espiritual que el Padre prodiga a los que permanecen junto a Él! Es el bienestar de aquellos que viven en su amistad y en una abundancia que satisface al alma. Nadie mejor que los santos pueden atestiguar esta abundancia de gracias y favores que mantienen al alma en disposiciones cJe iaz y gozo gratificantes. Cristianos de vida aparentemente ordinaria pueden dar fe de que no se está en ninguna parte mejor que en la amistad del Padre celestial. Y cuando pierde esta situación, el pecador cae en la cuenta de su valor.
Aquí se ceba un drama interior que es el drama efectivo de tantos hombres en este mundo: el drama de aquellos a quienes la experiencia ha mostrado lo triste, vacío y degradante que es el pecado, y que
sólo la vida en armonía con el Padre celestial puede satisfacer y colmar un corazón humano. Pero todavía queda la valentía de volver. Falta un esfuerzo cuya dificultad se exagera con frecuencia. El hijo menor de que nos habla la parábola se decide a dar el paso decisivo. Al haberlo  perdido todo, comprende que no le queda más que ofrecer su humildad y eso es lo ciue se propone presentar a su padre, ya que cuenta con volver a su casa a título de servidor: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátarne como a uno de tus servidores”.
 Su camino de retorno debió de estar jalonado de incertidumbre. ¿Qué recibimiento le iban a hacer? Si hubiéramos tenido que acabar nosotros la narración comenzada por Cristo, e imaginar el desenlace de la parábola, seguramente lo habríamos descrito de distinta manera ¿No
 habríamos tenido buen cuidado de mostrar en Dios alJuez que hace reconocer a uno su equivocación con la evidencia de su luz divina, que reprueba el mal y lo sanciona? Y en caso de atenernos a la reacción que hubiera tenido un padre humano con ocasión de la vuelta de su hijo perdido, ¿no habríamos equilibrado la bondad con una sabia pruden cia? El padre habría podido recibir a su hijo pequeño con benevolen cia, pero haciéndole comprender, a la vez, la pena que le había producU. do su conducta. Para que no pudiera olvidar la lección recibida y no se sintiera tentado de volver a las andadas, el padre habría podido dife
nr su perdón definitivo, tener al hijo durante algún tiempo en casa a su servicio antes de devolverle todos sus privilegios de hijo. Así, el mu- chacho habría dado prueba de que su arrepentimiento era sincero y de que estaba realmente decidido a cambiar la conducta. Y se habría ganado el perdón demostrando que se comportaba como un buen hijo.

El desenlace que Cristo pone ante nuestros ojos sobrepasa todo lo imaginable. En lugar de esperar que su hijo venga a él para pedirle perdón por la ofensa cometida, es el padre quien corre a su encuentro, completamente conmovido de la miseria de su hijo. Cuando su hijo pequeño pronuncia la fi-ase que había preparado de antemano para este momento difícil, lo interrumpe y no precisamente para hacerle reproches. No desea que se prolongue la conversación sobre un pasado que avergüenza a su hijo; y mientras éste acaba de llarnarse indigno de llevar todavía el título de hijo, él quiere rehabilitarlo al punto en esta dignidad: ordena que se le traiga el mejor vestido, el anillo y el calzado que caracterizaban a los dueños de una casa. Al momento hace desaparecer los harapos y otras reliquias de su degeneración y le restituye sus privilegios de hijo. Todavía no es bastante: organiza un festín de lo más solemne, ya que hace inmolar el ternero cebado, siendo así que en los banquetes ordinarios se contentaban con un cabrito o un cordero. El padre está radiante de gozo, de un gozo tal que anhela comunicarlo a todos. Todos deben festejarlo. No hay más que una idea en su cabeza: “Mi hijo, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Releyendo la descripción de esta maravi-llosa acogida, ¿qué otra cosa se puede ver en ella más que bondad, la bonciad de un corazón paterno? Si hubiéramos tenido que ser los locutores de esta acogida, habríamos impuesto, corno restricciones a tanta generosidad, límites de justicia y prudencia. Cristo nos muestra que el Padre supera todas nuestras estrecheces y que es puro Amor cuando recibe a su hijo pródigo.
Esta acogida de pura bondad paternal es la que se repite continuamente en las relaciones de Dios con los hombres. La parábola del hijo pródigo se cumple cada vez que un pecador se arrepiente de sus culpas. El Padre socorre sin cesar a su hijo arrepentido, pues aguardaba con impaciencia el instante del arrepentimiento. Se prohíbe a Sí mismo forzar la puerta de un corazón; pero cuando un corazón se le abre libremente con buena disposición se apresura a penetrar en él, movido por su inmenso cariño. Hace desaparecer sin tardanza la angustia

 132

133 y la vergüenza producidas por el pecado y reintegra al arrepentido todos sus privilegios de hijo, lo hace gozar desde el primer momento de la amistad divina más completa. Antes de perdonar no impone un tiempo de prueba en el que se debería demostrar una buena conducta y fidelidad a las resoluciones tomadas: desde que el pecador tiene voluntad de cambiar de vida y de renunciar al pecado, obtiene un perdón total.


El perdón es definitivo. Y como vemos por la parábola, el Padre celestial no tiene ningún deseo de volver sobre los hechos del pasado, 1 de insistir sobre ellos o refrescarlos para hacer subir a la superficie la vergüenza que los acompañaba. El Padre es el primero en querer enterrar para siempre el recuerdo de las faltas que perdona: esas faltas están verdaderamente borradas. Sería una sinrazón representar al Padre celestial como si tuviese en depósito todos los pecados que hemos cometido en nuestra vida para hacernos ver su horror en el momento en que comparezcamos ante Él a la hora de la muerte. Si así fuera, su perdón no sería completo. Precisamente el Padre ha querido suprimir toda la angustia y la vergiienza de nuestros pecados; no será Él, pues, quien quiera reavivarlos. Las ofensas que ya hemos lamentado y cuyo perdón hemos suplicado, están definitivamente perdidas en el abismo de su corazón paternal. Y si debe subsistir un recuerdo de ellas, no puede ser más que aquel que nos mueva a acción de gracias por la reconciliación concedida y, por consiguiente, no de vergüenza y disgusto, sino de gozo y liberación.
Al restituir una verdadera inocencia y una profunda pureza en un alma que se había mancillado, el Padre devuelve a su hijo instantáneamente todo su afecto paternal y se propone obrar en lo sucesivo como si nada hubiera pasado. Lejos de dirigirle un reproche en su presencia, no tiene más que una idea al hallar al hijo pródigo: el gozo pa- ¡ terno de haber recuperado vivo al que había estado muerto para Él.


Este gozo es inmenso, como manifiesta el banquete del ternero cebado. Cristo ha subrayado expresamente la alegría que se suscita en torno al pecador: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7). El cuadro dejúbilo del padre del hijo pródigo, como el del pastor que encuentra la oveja perdida, es de los más impresionantes. Más todavía que la restitución de la inocencia al culpable de ayer, este júbilo parece una maravilla. La aventura que normalmente hubiera debido desembocar en amargas consecuencias, concluye en un regocijo general: el del Padre y el del cielo entero; gozo que se comunica al hijo perdonado. ¿No es un privilegio asombroso el que se le ha concedido al pecador arrepentido: poder causar al Padre celestial este gozo tan intenso? Cuanto más gravemente había sido sentida su ofensa por el Padre, tanto más desbordante se hace la dicha que entraña su retorno. Cuando el penitente recibe la absolución del sacerdote, sabe que no tiene que temer un rostro severo de Dios ni que vaya a incurrir en reproches. Sabe que no es acogido más qtie por un amor paternal y lleno de gozo. Él mismo lo siente, y la felicidad que experimenta no es sino el destello, en su alma, del gozo de todo el cielo y del gozo del corazón de un Padre.


La acogida de nuestras oraciones


Una de las funciones específicamente paternas consiste en la acogida de nuestras peticiones. Cristo nos ha recomendado que dirijamos al Padre las oraciones de súplica, asegurándonos que serán escuchadas. Y ha insistido sobre el hecho de que esta acogida es propia de un corazón paternal: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7-11).
Con esto, Cristo responde a un temor que inquieta muy a menudo a los hombres en sus relaciones con Dios. Los hombres son muy prontos a dudar de la eficacia de sus oraciones. Vacilan en hacer peticiones porque temen que resulten inútiles. E incluso experimentan con facilidad una desconfianza respecto a Dios, como si la audacia por la que le dirigen una petición se expusiera a ser castigada con la realización del suceso contrario al que piden, por el mal opuesto precisamente al bien que ellos desean. Si hubiera que analizar las secretas implicaciones de esta desconfianza, encontraríamos un resto del viejo sentimiento de que Dios está celoso de su poder y no permite a los hombres que se entrometan en su gobierno con peticiones; que tiene envidia de la felicidad de los hombres, de lo que ellos tienen o desearían tener, y que, por consiguiente, para abajarlos, está dispuesto a contradecir sus aspiraciones.
¿Y nos vamos a admirar de que Cristo reaccione tan vivamente contra esta desconfianza humana, tan injuriosa contra la bondad del Padre? Hace observar que atribuimos al Padre celestial disposiciones que no se encontrarían en ningún padre humano, por malo que sea. Y añade, tomando como ejemplo la bondad de un padre humano, que la generosidad del Padre celestial es incomparablemente superior. Las palabras empleadas por Jesús a propósito de padres humanos: “por malos que seáis” (o, según la traducción más común, “siendo malos”), no deben hacernos pensar que Cristo tenga una idea mezquina del hombre o de la paternidad humana. San Juan Crisóstomo escribe a propósito de esta expresión: “No lo decía con intención de difamar a la naturaleza humana, ni declarar malo al género humano, sino que, en comparación de su bondad, llama mala incluso a la ternura paternal. ¡Tan grande es el exceso de su amor por los hombres!” (ui Mat. PL. 57. 313, citado por Lagrange, S. Mattliiew, p. 149). En efecto, lo que Cristo ha querido juzgar aquí no es la bondad paternal humana, sino únicamente el amor del Padre celestial, amor cuya infinita superioridad sobre toda bondad humana ha querido recordar.


Aunque, a decir verdad, no es a la bondad de un padre humano a la que expresamente se le llama mala o perversa, ni siquiera en comparación con la bondad divina. Cristo dice “por malos que seáis”, para poner el ejemplo más desfavorable: el de un hombre perverso. Un

malvado no dará a sti hijo una piedra en lugar de un pan. Tendrá la suficiente bondad paternal, por muy malo que sea, para dar a su hijo las buenas cosas que reclama. Entonces, si hay este mínimo de bondad en un hombre malo, ¡cuál no será la bondad de Aquel que no puede tener en Sí ni mal ni maldad!, ¡qué nivel alcanzará esta bondad en un Padre que no es más que Amor!

Si la generosidad del Padre de los cielos en la concesión de las peticiones sobrepasa con mucho toda bondad humana, tenemos que hacer notar ciue no resulta simplemente de un sentimiento de benevolencia y de indulgencia paternal, sino que tiene su raíz en la disposición más fundamental adoptada por el Padre en el drama de la Redención. Un padre humano puede satisfacer la petición de su hijo por un reflejo, por un gesto instintivo de bondad. En el caso del Padre celestial, la respuesta a nuestras peticiones proviene siempre de la decisión irrevocable que ha tomado respecto a los hombres pecadores al procurarles la salvación. Todas las liberalidades divinas han procedido de la liberalidad primordial que nos ha merecido nuestro Salvador. Tenemos que recordar la expresión de san Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él, graciosamente, todas las cosas?” (Rom 8, 32). Del don de Cristo se siguen infaliblemente todos los otros favores. Por eso,Jesús declara a us discípulos que todo lo que ellos pidan al Padre en su nombre les será concedido; y concedido en su nombre:
“En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Iii 16,23; cfr. 15,16). Cuando los cristianos le dirigen una súplica, el Padre oye en su voz la voz de su Hijo Único, irresistible para Él. Y cuando concede el favor pedido, renueva en cierta manera el don de su Hijo, pues su generosidad de cada instante no es diferente de aquélla con la que nos envió a Cristo.


Nosotros participamos, pues, del poder que Cristo ejerce sobre el corazón del Padre. Muchas veces apenas nos atrevemos a creer que, mediante nuestras súplicas, somos realmente capaces de ejercer una influencia sobre la acción del Padre en el mundo y en nuestras vidas.

Esta verdad nos parece excesiva, pues con dificultad acomodamos nuestro pensamiento al exceso divino de este amor paternal. Nos parece exorbitante que el Todopoderoso se someta realmente a uno de nuestros deseos y nos deje intervenir eficazmente en el gobierno de los acontecimientos terrestres, gobierno que le pertenece corno propio. El Padre del cielo no teme darnos este poder extraordinario, ni mucho menos soporta que pongamos en duda ese don que nos ha sido concedido. Corno es Todopoderoso, tiene la suprema libertad de satisfacer nuestros menores deseos y de dejarnos intervenir en su acción aquí abajo. Y como nos ama, nos ha dado un auténtico poder sobre su corazón paternal. Ha decidido que no se resistiría ante nuestras peticiones filiales, y no tiene más que un deseo: que usemos abundantemente de este maravilloso poder que nos ha sido definitivamente concedido.


Advirtamos que si el Padre pone tanta diligencia en escuchar nuestras oraciones es porque Él es el primero en querer darnos lo que le pedimos. Mucho antes de que le formulemos nuestra petición ya ha pensado en nuestras necesidades, en nuestras preocupaciones y deseos, y aspira a colmarlos. Su deseo es, incluso, más ferviente que el nuestro. El Padre busca inundarnos con sus liberalidades. Si escucha nuestras peticiones es en función del principio general que ha adoptado en sus relaciones con nosotros; principio del respeto a nuestra libertad.


El Padre no quiere coaccionar a los hombres para que reciban sus dones. Prefiere solicitar nuestra libre colaboración, de tal modo que estos dones sean bien acogidos y empleados y, también, para que se establezca entre nosotros y el Padre un trato de confianza filial. Nuestra labor es expresarnos con espontaneidad, exponer al Padre celestial el objeto cte nuestros deseos e instancias. Nuestra labor es participar así, humildemente, pero con toda la dignidad de hijos, en el gobierno de nuestra vida y del mundo, en la forma en que el Padre nos invita.
Cuando una de nuestras peticiones llega al Padre topa, pues, con un deseo todavía más ardiente por su parte de dispensarnos ese bien.

ll Padre es siempre nuestro aliado; jamás un adversario al que haya que convencer. Y sabemos por las declaraciones de Cristo que no debemos temer importunar al Padre, ni por la audacia de nuestras pretensiones ni por la insistencia testaruda de nuestras oraciones. Jesús nos ha recomendado esta audacia y perseverancia; lejos de disgustar al Padre celestial, le son agradables y concurren a un otorgamiento más liberal. Basta releer la parábola del amigo importuno para ver cómo nos ha siclo aconsejado importunar al Padre con la promesa de triunfar por esta misma importunidad. El Padre desea que se llame a la puerta cte su corazón paternal para que esta puerta pueda abrirse de una forma más evidente.
Si tenemos dificultad en creer en este inmenso poder que se nos ha concedido sobre el corazón del Padre, todavía nos cuesta más creer que, en cualquier caso, nuestras peticiones son escuchadas. Nos parece evidente, según nuestra experiencia y los hechos palpables y verificabIes, que ciertas peticiones reciben satisfacción, mientras que otras no tienen el final que se esperaba. Sucede también que encontramos en nuestro camino lo contrario de lo que habíamos pedido. ¿No es temerario, en estas condiciones, afirmar que toda petición es escuchada?
Sin embargo, éste es el principio enérgicamente afirmado por Cristo: “Pedid, y se os ciará.., porque el que pide, recibe”. Ningún límite está previsto. La fe nos obliga, pues, a sostener que ni una sola de nuestras peticiones se quedará sin efecto. Pero es posible que este efecto, que se produce en todos los casos, no se pueda captar por la experiencia, y que tampoco sea el bien sobre el que se ha hecho concreta, expresamente, nuestra oración. Cristo nos asegura que el Padre de los cielos no deja de dar buenas cosas a los que se las piden. No da, por consiguiente, más que cosas buenas. Nosotros, por el contrario, estamos expuestos, a consecuencia de las debilidades e imprevisiones de nuestra sabiduría humana, a reclamar cosas que ni son buenas ni útiles para nosotros ni para otros, o que, incluso, son positivamente peligrosas o malas. Lo mismo que un padre de familia no satisface una petición de su hijo si sabe que su efecto será perjudicial, el Padre del cielo no

138

139

está dispuesto a peijudicarnos concediéndonos deseos insensatos. Nos protege contra nosotros mismos y ésa es también una señal de su boncIad. Cuando no recibimos exactamente lo que habíamos pedido, tenemos que creer que es una manifestación de amor del Padre celestial, y persuadirnos de que nos ha escuchado de otra manera, concediéndonos un bien mejoi Él, que conoce a fondo nuestras aspiraciones, sabe colmarlas en lo que tienen de más esencial, incluso cuando están imperfectamente formuladas. Cuando su paternal bondad le impide tomar al pie de la letra una de nuestras peticiones, responde teniendo en cuenta la intención profunda que en ella se expresaba y nos satisface en esa línea. Así, iuinca nos es rehusada una “cosa buena”; en este campo no hay límites a la concesión de nuestras oraciones.


Es también significativa la razón que da Cristo de este asentimiento, el fin último que persigue el Padre. “Pedid —decía Jesús—y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” U 16,24). Lo declaraba en el momento en que, por sus sufrimientos, iba a merecer para sus discípu¡los el gozo definitivo. Este gozo que estaba orientado a dar la Redención, quiere consumarlo el Padre y llevarlo a cabo, aceptando las sú plicas de sus hijos. Su felicidad paternal consiste en distribuir el gozo a manos llenas.

 

 

Meditación sobre el Padre Nuestro

 

Cuando se piensa en todo lo que encierra este título de “Padre nuestro”, advertimos que ahí se halla incluido todo: todas las intenciones divinas sobre este mundo, todo el destino de la humanidad y de cada uno de nosotros. “Padre nuestro” es el punto de partida y el término supremo. Estas dos palabras afirman el designio primordial por el que el Padre celestial decidió tomarnos como hijos. Y cada vez que nosotros pronunciamos estas palabras, en cierto modo estamos conmemorando aquella intención primera de pura generosidad que brotó del corazón de Dios Padre con fuerza soberana y que, al realizarse, arrastró con- sigo toda la dignidad actual de nuestra existencia. El apelativo “Padre nuestro” hace, pues, alusión a esa energía procedente de la eternidad para elevarnos a la categoría de hijos.
Esa expresión evoca el acto de la creación con que el Padre nos dio el ser y el cuidado minucioso que ha puesto al disponer todas las cosas en el universo para nuestro bien, puesto que quería enriquecer a toda costa a los que amaba como hijos suyos con toda ternura. Sobre todo, sugiere el drama entero de la Redención, ya que el Padre no fue oficialmente nuestro Padre hasta después de la Resurrección de Cristo, una vez culminado del sacrificio del Calvario. Decir la palabra “Padre” es recordarle al Padre celestial el precio que pagó para rescatamos y librarnos de la servidumbre del pecado, el don sublime de su Hijo en el que su amor se excedió. Y es pedirle que considere en nosotros, no nuestra debilidad y nuestras limitaciones humanas, sino el rostro de Cristo entregado por nosotros. De forma que en la expresión “Abbá, Padre” no solamente se escucha la voz de Cristo, sino que también se ve su rostro de Redentor, transparentado en el nuestro y de cuyos labios brota ese grito.


Por último, el título “Padre nuestro” resume todo el programa del futuro, el estadio final al que deberá llegar la humanidad. Pues la inmensa empresa de salvación está ordenada al más amplio y profundo establecimiento de la paternidad divina sobre los hombres. El trabajo de santificación operado en nosotros por el Espíritu Santo tiene por objeto hacer de nosotros, lo más íntegramente posible, hijos del Padre en su Hijo que es Jesucristo. O, lo que es lo mismo, hacer avanzar en nuestras almas, en la mayor medida posible, el señorío y el reino de la paternidad divina. La verdadera historia de nuestra vida puede resumirse en el desarrollo y profundización de nuestra filiación divina; en la historia de la humanidad es lo único que importa. Es hacia lo que apuntan todos los acontecimientos tal como se desarrollan ante la mirada de Dios y son dirigidos por su providencia.
Al final, según la expresión de san Pablo, Cristo, que habrá sometido a Sí todas las cosas, entregará su Reino al Padre, “para que Dios sea todo en todo” (1 Co ¡5,24-28). No hay que entender esta entrega de la soberanía de Cristo al Padre como un simple gesto externo que se cumplirá al final de los tiempos, pues su objeto es hacer que Dios sea \ todo en todos y, por consiguiente, que la soberanía del Padre se instaure en el interior de los seres. Éste es el fin que Cristo persigue constantemente; al unirnos a Él y asimilarnos con Él, nos da un alma filial. Un alma que se abre cada vez con mayor amplitud al amor del Padre, este “Padre del cual proceden todas las cosas y para el cual somos” (1 Co 8,6). Poco a poco, el Padre se hace todo en todos, El apelativo “Padre nuestro”, entendido en un sentido más pleno, anuncia esta toma de posesión total de la humanidad por el Padre y por su amoi:


Este apelativo subraya, al mismo tiempo, el aspecto comunitario de esta venida del Padre al interior de las almas. En efecto, es significativo que Jesús nos haya recomendado la expresión “Padre nuestro” antes que la de “Padre mío”. La paternidad celeste se establece y manifiesta respecto a cada uno de nosotros. Y el amor del Padre para cada uno no es menor que si se aplicase a una sola persona; en cierto modo, se puede decir que cada uno es amado con tanto cariño corno ¡ si fuese único. Pero es amado más, incluso, pues es amado en una co- munidad en donde el afecto desplegado sobre todos resulta más provechoso para cada uno de sus miembros. En su plan inicial, lo que Dios Padre quería y deseaba era precisamente una comunidad de hijos. El Padre aspiraba a constituir una inmensa familia que tendría su primera fuerza de cohesión en su único amor paternal. Por eso nues tr

respuesta debe ser comunitaria. No decimos “Padre nuestro” simplemente porque somos muchos los que tenemos un mismo padre, sino porque esta única paternidad establece entre nosotros un vínculo es- trecho y sólido, y porque nos agrupa, indiscutiblemente, en una comunidad de amor.


De modo que este apelativo, que está afirmando nuestra creación, nuestra redención y nuestro destino final, es a su vez testimonio de la caridad que une a cuantos lo pronuncian. Indica una disposición fundamental de benevolencia hacia el prójimo, de entendimiento con él. Toda división entre los hombres, en cierto modo, falsea la expresión “Padre nuestro”, porque se opone a la unidad que implica un amor paterno universal. Muchas veces la oración que nos enseñó Jesús suscíta un examen de conciencia sobre nuestra postura con respecto a la caridad y a propósito del perdón de las ofensas, que pedimos en la misma medida en que lo practicarnos. Pero la exigencia del amor mutuo se encuentra ya contenida en las palabras “Padre nuestro”, de modo que no podernos comenzar la oración y pronunciarla con sinceridad si no es desde una actitud fraternal hacia el prójimo.
Así pues, con una mirada común hacia el Padre estamos testimoniando la comunidad actual de los hombres y de los cristianos, comiinidad que se ha realizado ya y a la que queremos contribuir con nuestro esfuerzo; y testimoniamos también la comunidad ideal, la que se
realizará perfectamente en la consumación de los tiempos, en un \ mundo nuevo, cuando el amor paternal haya tomado enteramente posesión de la humanidad. Decir “Padre nuestro” es aspirar a esta comunidad ideal, a este Reino total del amor. Es también expresar la verdad enaltecedora de que el Padre nos pertenece ya. Lo llamamos “nuestro” no sólo porque ha tomado ya posesión de nuestro ser y desea poseernos en plenitud, sino porque quiere dejarse poseer por nosotros: porque sólo nos toma dándosenos primero. El Padre celestial ha querido, verdaderamente, entregarse a nosotros, abandonarse a nosotros. Nuestra mayor desgracia sería despreciar este don, por el cual el Padre se nos dona con todo lo que posee. Este don tan inmenso no entra en nosotros si nosotros no lo recibirnos. Y corno el Padre conoce nuestra pequeñez y nuestra pobre capacidad de acogida, nos ha dado la de SU Hijo, para que podarnos acogerlo en plenitud. Mediante la gracia nos ha dado los brazos y el corazón de Cristo, para / que seamos capaces de recibirlo con todas las riquezas paternales. Ésos son los brazos que le tendernos y el corazón que le ofrecernos cuan- 1 do nos dirigirnos a Él llarnándolo “Padre nuestro”. Por este ensancha- miento de nosotros mismos, debido a la presencia de Cristo en no. sotros, tenernos el gozo de poseer al Padre. “Nuestro Padre” es el Padre/ que nos pertenece y que nos pertenece definitivamente.
“Ante todo, Tú!” Cuando Cristo nos enseñó a oral; no nos invitó sólo a repetir el nombre del Padre. Nos enseñó lo que debíamos decir al Padre levantando la vista a Él. Es curioso comprobar que el contenido de esta oración supone que, ante todo, pensamos en Dios antes de pensar en nosotros mismos. Las tres prirneras peticiones del “Padre nuestro” podrían re sumirs en esta breve fórmula: “ante todo, Tú!”. Lo que hay que de sear ante todo, es que el Padre sea conocido y honrado. Que su Reino se establezca aquí abajo. Que su voluntad se cumpla en la tierra.


Las primeras palabras del diálogo que sostenemos con el Padre con cierne a su persona y a su obra. Apenas hemos pronunciado este apela tiv tan hermoso de “Padre nuestro” y ya hemos olvidado todo lo demás y a nosotros mismos, para pensar únicamente en Él. Es a Él a quien que remo contemplar, es en Él en quien querernos fijar nuestra mirada y
nuestro anhelo. Nos encontramos acuciados y hostigados por multi tu de deseos y cuidados de nuestra vida cotidiana, de cuya tiranía es caparno para situarnos en un nivel superior donde sólo cuenta la pre send divina.


La petición “santificado sea tu nombre”, por la que desearnos que el Padre sea venerado y su santidad reconocida, expresa el movimiento de adoración con que el alma se prosterna ante un Dios santo, de una santidad y perfección que la sobrepasan totalmente. Dios es un ser incomparablemente mayor que todos los demás, sin posible equiparación con ellos, de modo que nuestro homenaje, por muy profundo que sea, no logra corresponder a su grandeza. Aun siendo conscientes de esta impotencia para honrar adecuadamente la santidad divina, al pronunciar las palabras que nos enseñó Cristo afirmamos nuestro deseo de que surja de la humanidad un impulso de adoración más completo y un ímpetu de alabanza más viva.


Al intentar situarnos ante Dios solo y ante su infinita majestad, podríamos tener un sentimiento de anonadamiento de nuestras fuerzas, tan miserables ante la omnipotencia divina; anonadamiento de nuestra inteligencia, tan débil y tan desconcertada por el inefable misterio del ser divino; anonadamiento de nuestro valor moral, tan negativo y tan ridículo fiente a la santidad sin límites; anonadamiento de todo nuesti-o ser ante un creador que nos ha sacado de la nada. Pero este sentimiento de pequeñez nos hace levantar la vista a un Dios que se nos presenta como Padre. Y cuando decirnos “santificado sea tu nombre”, es el nombre de nuestro Padre el que deseamos oír pronunciar con respeto y veneración. La adoración debe ser dirigida al Padre. Por eso debe estar inspirada por el amor. La única veneración conveniente es una veneración filial.


Así como una adoración movida por el temor servil oprimiría y deprimiría nuestra alma, la adoración filial la esponja en una humildad más espontáneamente consentida, más deliberadamente admitida. Nos complacemos más en reconocer el dominio soberano del Padre porque es Padre. En el himno del Gloria que se reza en la Misa se destaca bien este afán por venerar al Padre en todo su esplendor. Es significativa esta fórmula de alabanza: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Generalmente, cuando se dan las gracias, es por un beneficio recibido. Aquí el agradecimiento está dirigido al Padre, no precisamente por los beneficios con que nos ha colmado, sino simplemente por la gloria que posee. El mayor beneficio es el hecho de que el Padre exista, con toda su perfección. En ciei-ta manera, evitamos poner los ojos en nosotros mismos para poder admirar y alabar más esta perfección deslumbradora del Padre. El ímpetu de reconocimiento, al no invocar como motivo ninguna otra cosa más que la gloria de Dios Padre, sobrepasa, en cierto modo, los límites de un reconocimiento humano, y la alabanza se dirige al infinito mismo de Dios. Es una acción de gracias que se identifica con la adoración, y que anima esta adoración con el calor del agradecimiento. En ella se traduce el fervor de afirmar que el Padre es nuestra mayor dicha: ¡Ante todo, Tú!


En este ímpetu tenemos el gozo de sobrepasar todos los horizontes humanos. No hay nada más sublime, no hay nada mejor para romper las cadenas de nuestro egoísmo que esta voluntad de volver la mirada al Padre por Él mismo, de alegrarse de su existencia y de su presencia exclusivamente porque es Él. Salimos de los cálculos de nuestra actividad, de todas las miras de nuestro interés y nos detenemos ante el nombre y la gloria del Padre, es decir, ante su persona. Pedimos que ésta sea la actitud de todos los hombres y que toda la humanidad acabe por detenerse, por inclinarse ante Él, en una enamorada alabanza y en un entusiasmo filial. Que sólo Él pueda fascinar y atraer definitivamente nuestras miradas humanas.
Y para que la persona del Padre se imponga más categóricamente a nuestra veneración, le pedimos inmediatamente: venga a nosotros tu Reino”. El Reino de Dios es lo que Cristo tuvo como objetivo en su venida a nosotros: todos sus esfuerzos estaban dirigidos al establecimiento de este Reino. Con ello pretendía que Dios poseyese aquí abajo la sociedad humana, que no hubiera sobre la tierra otra ciudad que la ciudad de Dios. A ejemplo de Cristo, también deseamos nosotros que ese Reino, instaurado por Él a costa de tan grandes sufrimientos, se implante y se difunda todavía más por la expansión de la Iglesia. Es la empresa del Padre sobre nuestro mundo, que debe crecer sin cesar.
Hemos de comprender, sobre todo, que esta expansión de la Iglesia es un desbordamiento de la soberanía del Padre, un establecimiento más amplio del poder de su amor paternal. Su Reino es un reino de hi jos y debemos desear su crecimiento no simplemente como criaturas que quieren reconocer el poder de su Creador y Maestro, sino como hijos que aspiran al ensanchamiento del reinado de su Padre.


Para que este Reino se instaure profundamente en las almas, Cristo
nos manda añadir: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
(1 Es el deseo más esencial según la palabra misma del Salvador, que de clarab vivir y alimentarse del cumplimiento de la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Un 4,34). La tercera petición es más decisiva que las dos primeras, porque es la que da efectividad a ambas. Es el culmen de una gradación. Para que el nombre del Padre sea santificado, tiene que venir su Reino: si la vene ració se quedase en una mera alabanza pronunciada por la boca de los hombres correría el riesgo de ser una actitud superficial. Para que sea completa tiene que indicar un verdadero establecimiento de la soberanía del Padre sobre las almas, una implantación de su poder en
la sociedad humana. El Padre no quiere ser uno de esos monarcas cuyo
poder se reduce a una gloria externa: Él quiere reinar efectivamente,
como Padre, sobre la humanidad. Y para que este reinado sea efecti y debe entrañar la ejecución de su voluntad divina sobre la tierra. Mientras el Padre no gobierne la voluntad de los hombres, se le escapará la parte más preciosa de su creación y su Reino no penetrará íntima ment en las almas. La empresa del Padre en las voluntades humanas ¡
es el hecho interior que está reclamando su soberanía. Su señorío más
auténtico es el triunfo de su voluntad sobre la nuestra.


Éste es el triunfo que anhelamos con nuestros deseos, sabiendo que
es el objetivo más difTcil de alcanzar. Supone nuestro desprendimien t más completo. Al pedir que el nombre del Padre sea santificado, ya habíamos querido despojarnos de nosotros mismos para pensar sólo en la veneración de su persona. Habíamos dejado de lado nuestros pen samiento y nuestras preocupaciones para concentrar nuestra mirada únicamente en el Padre. La petición de la venida del Reino suponía un mayor desprendimiento: con ella pedimos la renuncia a cualquier otro ideal y que el fin de nuestra vida sea colaborar en la extensión del Reino del Padre. En la petición “hágase tu voluntad” aceptamos la suprema

161

desnudez. El Padre nos ha dado nuestra libertad, a la que nos sentirnos vivamente aferrados. Esta libertad, este secreto imperio soba nosotros mismos, es lo que ponernos ahora a su disposición. Con eso le entregarnos el fondo de nuestro ser.
En esta cesión de nuestra voluntad consiste, precisamente, el drama de la existencia humana. Cristo nos lo mostró en el instante más angustioso de su vida, en su agonía, cuando el cumplimiento de su misión redentora se impuso en aquella oración: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esta oración, que contenía la oleada de tristeza, de horror y de hastío, se pronunciaba al precio de un combate durísimo. Tenía un carácter heroico, pero era el acto decisivo del Salvadoi Los momentos más esenciales de toda vida humana son aquéllos en los que se plantea la cuestión de la conformidad con una voluntad divina que parece dura y cruel. Aceptar y dar el sí puede costar una lucha interior terrible. En esos momentos hay que acordarse, corno hizo Cristo, de que esta voluntad divina, tan dura en apariencia, es, en realidad, una voluntad paterna que, tras su decisión, esconde un profundo amor. Así es mucho más fácil decir en esos casos: “lAnte todo, Tú!”. Todos los que en el mundo repiten las palabras “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” piden este valor para su prójimo en peligro, y la imploran para ellos mismos cuando sobrevenga la hora de la prueba.
Ésa es la adoración completa debida al Padre: la de una libertad que se abandona filialmente a Él y le reconoce pleno dominio sobre sí misma. De este modo la oración que nos enseñó el Señor nos ayuda a encarnar esta actitud de espíritu que responde a una de nuestras más profundas aspiraciones, que es la de perder nuestro pensamiento y nuestra voluntad en los del Padre.
“L4bbá, Padre!” (Así empieza el padre nuestro pero lo ponto aquí porque pega mejor)

La respuesta al Padre que se inclina amorosamente hacia nosotros debe ser un sentimiento filial. Los primeros cristianos lo entendieron muy bien, y ponían un especial fervor al invocarlo así: “L4bbá, Padre!”. “Abbá” era la palabra que había empleado Cristo para dirigírse su Padre. Lo sabemos por la oración más impresionante que jamás se ha

pronunciado, la angustiosa oración de Getsemaní: “Abbá, Padre, todo te es posible...” (Mc ¡4,36). En estas palabras Cristo expresaba todo su

afecto filial con toda su capacidad de ternura y de intimidad, puesto que ‘abbá” era el término que se empleaba entre los judíos cuando un niño se dirigía a su padre. Los discípulos de Jesús se sorprendieron y maravillaron de ver que el Maestro empleaba una expresión que suponía tanta familiaridad con el Padre celestial. Era insólito poder dingirse a Dios como ‘Padre”. Y hacerlo no con un sentido vago y lejano y con una deferencia solemne, sino con el sentido más real que puede tener y con el abandono afectuoso de un hijo respecto a su padre. Y como querían imitar a Cristo y tenían conciencia de vivir de su vida, se apresuraron a poner en sus labios este término. Incluso para poder repetirlo con los labios de Jesús, lo conservaron cuidadosamente en su forma aramea —“abbá”— y, sabiendo que se habían convertido en hijos suyos, se dirigían también ellos así al Padre celestial.

Podernos imaginar el entusiasmo que ponían en pronunciar estas dos /sílabas, pues san Pablo nos dice que era un grito, una palabra que bro ta con especial fuerza: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios —escribía a los Romanos (8, 14-15)— son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ‘iAbbó, Padre!”. Este grito, que nacía de las profundidades del corazón cristiano, era el testimonio de su adopción por el Padre y de su cualidad de hijos.


También es el Espíritu Santo quien lanza este grito, pues habita en las almas para realizar y mantener en ellas la filiación divina: “La prueba de que sois hijos —decía el apóstol a los Gálatas— es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: L4bbcí, Padre!” (Go 4,6) Nada puede mostrar mejor lo sublime de este grito:
es la obra misma del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo o, más exactamente aún, del Espíritu del Hijo. Es Cristo, corno Hijo del Padre, quien hace resonar de nuevo, por su Espíritu, la palabra que dirigía al Padre durante el tiempo que estuvo en la tierra. Y esta palabra sigue estando acompañada de toda la emoción que suscitaba en Jesús.
Los primeros cristianos se daban cuenta de que eso era un privilegio, tina auténtica audacia. Pero también sabían que respondía a un de- seo formal de su Maestro. Recordaban que Cristo había prescrito a sus discípulos comenzar su oración con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”.Jesús no había aconsejado emplear otro título para dirigirse al Padre. Y mientras otros multiplicaban los calificativos honoríficos cuando se dirigían a Dios para granjearse su benevolencia, Cristo había recomendado un único tratamiento, porque era el que podía hacer mayor honor al Padre celestial y el que más vivamente atraía su favor. No hay alabanza más deseable para Él que la de su cualidad de Padre, en la que se encuentra toda la grandeza de su corazón divino. Pronunciar el nombre de Padre es invocar todo su afecto paternal. Podríamos decir que es la palabra mágica para ser escuchado, entendiendo por “magia” la maravilla de poder invocar el amor del Padre de un modo que no pueda rechazarnos.

Cristo, místico y poeta: Jesús vive totalmente en su vida la filiación, todo lo vive bajo la perspectiva de mirar y cumplir la voluntad del Padre a quien ve en la naturaleza, en los pájaros, en los lirios, visión mística y poética y en perspectiva de su muerte

La perspectiva filial En el momento privilegiado de la oración, nuestra mirada se eleva al Padre. Pero esta mirada no debe existir únicamente cuando nos dirigirnos a Dios según la fórmula que nos enseñó Cristo y que Él mismo pronuncia en nosotros. Debe mantenerse a lo largo de nuestra vida,

pues ésta ha de estar orientada toda ella hacia el Padre, dándoi todas las ocasiones una perspectiva filial.


De esta mirada que descubre en todo al Padre celestial y que considera el conjunto y el detalle de la realidad a la luz paterna, nos dejó Cristo buen ejemplo. Espontáneamente Jesús encontraba al Padre en las cosas más pequeñas. No hace falta traer a la memoria la agudeza con que descubría el amor del Padre en las flores más humildes. “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen —decía a sus discípulos, para enseñarles a mirar como no lo habían hecho hasta entonces—; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pLido vestir como LiflO de ellos” (Mt 6,28-29).
Cristo escogió expresamente las flores más vulgares de los campos, esas que brotan con tanta profusión y constituyen un espectáculo tan corriente que nunca se nos ocurre admirarlas, pues las contemplamos con ojos distraídos. A los ojos de Jesús, una cosa tan normal ponía de relieve la solicitud divina, que había procurado su vestido a las flores. En su sencilla corola, en la que los hombres tan poco reparan, el Hijo reconocía las maravillas del trabajo delicado de su Padre, maravillas que sobrepasan todas las que los hombres crean con sus manos.


Igual ocurre con los pájaros. Cristo percibía la bondad paternal que los mantiene gratuitamente y les suministra el alimento: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). En la naturaleza Cristo fijaba inmediatamente su mirada sobre el Padre que actuaba en ella. Nos mostraba que para comprender el Liniverso y los seres que lo constituyen hay que ir más allá de sus apariencias sensibles y llegar a descubrir la acción de Dios. Nos indicaba el verdadero enfoque de la ciencia humana, que debe abrirse a la mística. Porque una vez que ha estudiado las leyes y la constitución de los seres materiales y ha sacado a la luz la admirable organización que los rige, le queda todavía por dar un paso esencial, subir un peldaño más, que no es ya el del sabio, sino el del creyente, y que consiste en reconocer, en lo que se ha estudiado, la obra de una sabiduría superior y el don de una bondad sin límites. Si dejamos de dar ese paso que va más allá del alcance de la observación y las mediciones de los instrumentos científicos, nos quedaremos privados de lograr la verdad fundamental que se oculta tras el velo de lo palpable y experimental. Al declarar que el Padre celestial alimenta a los pajarillos, Cristo nos ha manifestado una verdad más profunda que todas las verdades estrictamente científicas que hemos descubierto o que se podrán todavía descubrir sobre los pájaros. Porque es una verdad que nos descubre la fuente primera de la existencia de los pájaros, de su naturaleza y de su actividad. Y es a esta fuente primera —el corazón del Padre— a la que quería unir la mirada de sus discípulos para que pudiesen salir de su obsesión en las cosas sensibles y orientarse cada vez más hacia el Creador con un impulso espiritual.


Además de fijar así la orientación que completa y sobi-epasa la experiencia ordinaria de nuestros sentidos y las elucubraciones de la ciencia, Cristo manifestaba también el auténtico sentido de la poesía. Con sus palabras daba testimonio de que había captado lenamente la belleza poética allí donde la habríamos dejado pasar desapercibida: en el espectáculo cotidiano de unas flores y unos pájaros vulgares. Si Él sentía y expresaba con tanta intensidad esta poesía, era porque no se limitaba a una impresión de la armonía sensible y porque encontraba en las flores más comunes una sublimidad que sólo es accesible a los ojos del alma: la mano divina que se ocupa constantemente de darles su forma y desplegar su belleza. La poesía recibe todo su sentido cuando comprende este influjo divino y atisba el infinito detrás de las cosas.


Sin embargo, hay que notar que esta mirada mística sobre la naturaleza, tal como la tenía Cristo y tal como debemos esforzarnos por conseguirla tras Él, no se reduce a discernir la divina acción creadora en los seres. Es todavía poco descubrir a Dios en ellos. Hay que descubrir al Padre. Efectivamente, es al Padre como tal, con 5U amor paternal, a quien Jesús descubre en las flores y en los pájaros. ¿No es propio de un padre proporcionar vestido y alimento? El vestido de los lirios del campo y el alimento de los pájaros aparecían, pues, como muestras de un cariño verdaderamente paternal. Era precisamente este cariño generoso, difundido sobre los seres cuidados con más mimo, lo que Cristo contemplaba y admiraba. Más aún, como se advierte por sus expresiones, Jesús reconocía en estos seres un testimonio del amor que el Padre tiene a los hombres. El Padre que cuida de los lirios de los campos y de las aves del cielo, es menos Padre suyo que nuestro: “vuestro Padre celestial las alimenta”, dijo el Maestro a sus discípulos. En el alimento y vestido que se les regala, veía el símbolo y la prueba de lo que se concede a los hombres. La solicitud paternal se ejerce sobre todos los seres con vista a los hombres, pues sólo ellos son los hijos y el Padre hace confluir todo el universo hacia esta filiación.


En la naturaleza hay que descubrir, por tanto, un amor paternal que se dirige a nosotros, hay que descifrar este lenguaje misterioso de todas las cosas a través de las cuales el Padre desvela el afecto que nos ha dedicado. La auténtica visión del mundo es la que se sitúa en la perspectiva filial (le Cristo y palpa en todos los seres el corazón del Padre. El universo debe presentarse a nosotros como el desarrollo (le un amor paternal que inscribe su bondad por doquier. En cada una de las cosas, como en el conjunto de todas ellas, nuestra mirada filial puede hallar esa intención amorosa y maravillarse de ella.

 

LA MUERTE DE CRISTO Y LA NUESTRA

 

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión (le su existencia. En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las

164

165

etapas de su cumplimiento. Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (HcIi 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.


Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Iii 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.
Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amarnos al Padre que nos lo da. Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial dejesús es en la mirada que tiene sobre su muerte. No es una mirada triste y ¡ deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter

pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonai Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jo 13,1). Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jo 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! (Jo 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amárais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jo 14,28). A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí. Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprencleríamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para ftstaurar definitivamentey cot1sLIma uestra intimidadfilialconEl
Finalmente, esta perspectiva iilial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre tío 17,11).Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.


Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.

 

 

LA VIDA CRISTIANA DEBE SER UNA VIDA FILIAL DE CARIÑO Y CONFIANZA EN EL PADRE, COMO LA DE CRISTO, EL HIJO AMADO Y CONFIADO TOTALMENTE EN EL AMOR DEL PADRE ETERNO

 

La vida filial La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre. En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimarnente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo. San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (lJn 3,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es,

por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: ‘Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (lJn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.


Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conclucta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la cari-
dad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: ‘Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley corno una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.
Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.
Cristo no ha dejarlo de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se dé la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).


Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así:
la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma
mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —seiin el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, el uto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre ,uecle dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenemos (llC notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa I)ilra nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitacla simpatía que nos profesa y para premiar” lo que ha visto en lo secreto?


Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su vercIad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nues¡ tra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia 1ara permitirnos una conducta reprensible. En lugar de disctitir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.
Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el priicip1o tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estamos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (ui 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim. Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tornar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad deben acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísirno favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde la profundidades del corazón. ¡ En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse única-
¡ mente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusiva-
mente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre
¡ (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.
Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga ‘Señoi; Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 721). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido
una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23).


Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento in o hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones ItI lormalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripiones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mtndamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. I)escaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” (Jo 17,9).
La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.


Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir.
Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (un 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, corno un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.

Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, como el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea verdaderamente tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continLiamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él.


Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre.
“Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra mora- cia está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él. Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor. Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jo 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor, que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.
Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía es- ¡ condidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (rol 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en / este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su ¡ corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él. 1


Reconocimiento y confianza


La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones.

Intre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos ti entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardeel de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los I)eneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20). De hecho, si consideramos el transcurso de nuesIra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro cIes- tino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.
Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquéllos a los que había hecho bien, y apreció las gracia dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón. Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo R’ atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal.


Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo. La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. ¡Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza fi-ha!. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16). Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar cii nosotros.
Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que nos dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros. Mientras una desconfianza puede herirnos profrmndamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más. Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.


En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.
Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que no sea la persona amada. Es un des-

Prendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el cue se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien hemos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos adheriremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro. Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.
Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia. Por este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mirada terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas.


Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa. Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando experimentamos el abismo de ini- seria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuesa mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.
Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía sanJuan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio 1...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temol; porque el temor mira al castigo; quien terne no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jo 4, 16-18).
El tránsito al más allá no se nos debe aparecei; pues, con trazos temibies. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos como Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, des- de que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito de su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porclue va a alcanzar la cima del amor.
De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios 1jasaclos, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y de la suprema confianza en la hora postrera, pasaremos a un reconocimiento más intenso todavía, más definitivo, cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Visto 238 veces

Deja un comentario

Asegúrate de llenar la información requerida marcada con (*). No está permitido el Código HTML. Tu dirección de correo NO será publicada.