Jueves, 05 Mayo 2022 10:49

La perspectiva filial

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La perspectiva filial


            En el momento privilegiado de la oración, nuestra mirada se eleva al Padre. Pero esta mirada no debe existir únicamente cuando nos dirigimos a Dios según la fórmula que nos enseñó Cristo y que Él mismo pronuncia en nosotros. Debe mantenerse a lo largo de nuestra vida, pues ésta ha de estar orientada toda ella hacia el Padre, dándonos en todas las ocasiones una perspectiva filial.

De esta mirada que descubre en todo al Padre celestial y que considera el conjunto y el detalle de la realidad a la luz paterna, nos dejó Cristo buen ejemplo. Espontáneamente Jesús encontraba al Padre en las cosas más pequeñas. No hace falta traer a la memoria la agudeza con que descubría el amor del Padre en las flores más humildes. “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen —decía a sus discípulos, para enseñarles a mirar como no lo habían hecho hasta entonces—; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pudo vestir como uno de ellos” (Mt 6,28-29).

Cristo escogió expresamente las flores más vulgares de los campos, esas que bi-otan con tanta profusión y constituyen un espectáculo tan corriente que nunca se nos ocurre admirarlas, pues las contemplamos con ojos distraídos. A los ojos de Jesús, una cosa tan normal ponía de relieve la solicitud divina, que había procurado su vestido a las flores. En su sencilla corola, en la que los hombres tan poco reparan, el Hijo reconocía las maravillas del trabajo delicado de su Padre, maravillas que sobrepasan todas las que los hombres crean con sus manos.

Igual ocurre con los pájaros. Cristo percibía la bondad paternal que los mantiene gratuitamente y les suministra el alimento: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). En la naturaleza Cristo fijaba inmediatamente su mirada sobre el Padre que actuaba en ella. Nos mostraba que para comprender el universo y los seres que lo constituyen hay que ir más allá de sus apariencias sensibles y llegar a descubrir la acción de Dios. Nos indicaba el verdadero enfoque de la ciencia humana, que debe abrirse a la mística.

Porque una vez que ha estudiado las leyes y la constitución de los seres materiales y ha sacado a la luz la admirable organización que los rige, le queda todavía por dar un paso esencial, subir un peldaño más, que no es ya el del sabio, sino el del creyente, y que consiste en reconocer, en lo que se ha estudiado, la obra de una sabiduría superior y el don de una bondad sin límites. Si dejamos de dar ese paso que va más allá del alcance de la observación y las mediciones de los instrumentos científicos, nos quedaremos privados de lograr la verdad fundamental que se oculta tras el velo de lo palpable y experimental.

Al declarar que el Padre celestial alimenta a los pajarillos, Cristo nos ha manifestado una verdad más profunda que todas las verdades estrictamente científicas que hemos descubierto o que se podrán todavía descubrir sobre los pájaros. Porque es una verdad que nos descubre la fuente primera de la existencia de los pájaros, de su naturaleza y de su actividad. Y es a esta fuente primera —el corazón del Padre— a la que quería unir la mirada de sus discípulos para que pudiesen salir de su obsesión en las cosas sensibles y orientarse cada vez más hacia el Creador con un impulso espiritual.

Además de fijar así la orientación que completa y sobrepasa la experiencia ordinaria de nuestros sentidos y las elucubraciones de la ciencia, Cristo manifestaba también el auténtico sentido de la poesía. Con sus palabras daba testimonio de que había captado plenamente la belleza poética allí donde la habríamos dejado pasar desapercibida: en el espectáculo cotidiano de unas flores y unos pájaros vulgares.

Si Él sentía y expresaba con tanta intensidad esta poesía, era porque no se limitaba a una impresión de la armonía sensible y porque encontraba en las flores más comunes una sublimidad que sólo es accesible a los ojos del alma: la mano divina que se ocupa constantemente de darles su forma y desplegar su belleza. La poesía recibe todo su sentido cuando comprende este influjo divino y atisba el infinito detrás de las cosas.

Sin embargo, hay que notar que esta mirada mística sobre la naturaleza, tal como la tenía Cristo y tal como debemos esforzarnos por conseguirla tras Él, no se reduce a discernir la divina acción creadora en los seres. Es todavía poco descubrir a Dios en ellos. Hay que descubrir al Padre. Efectivamente, es al Padre como tal, con su amor paternal, a quien Jesús descubre en las flores y en los pájaros. ¿No es propio de un padre proporcionar vestido y alimento? El vestido de los lirios del campo y el alimento de los pájaros aparecían, pues, como muestras de un cariño verdaderamente paternal.

Era precisamente este cariño generoso, difundido sobre los seres cuidados con más mimo, lo que Cristo contemplaba y admiraba. Más aún, como se advierte por sus expresiones, Jesús reconocía en estos seres un testimonio del amor que el Padre tiene a los hombres. El Padre que cuida de los lirios de los campos y de las aves del cielo, es menos Padre suyo que nuestro: “vuestro Padre celestial las alimenta”, dijo el Maestro a sus discípulos. En el alimento y vestido que se les regala, veía el símbolo y la prueba de lo que se concede a los hombres.

La solicitud paternal se ejerce sobre todos los seres con vista a los hombres, pues sólo ellos son los hijos y el Padre hace confluir todo el universo hacia esta filiación. En la naturaleza hay que descubrir; por tanto, un amor paternal que se dirige a nosotros, hay que descifrar este lenguaje misterioso de todas las cosas a través de las cuales el Padre desvela el afecto que nos ha dedicado. La auténtica visión del mundo es la que se sitúa en la perspectiva filial de Cristo y palpa en todos los seres el corazón del Padre. El universo debe presentarse a nosotros como el desarrollo de un amor paternal que inscribe su bondad por doquier. En cada una de las cosas, corno en el conjunto de todas ellas, nuestra mirada filial puede hallar esa intención amorosa y maravillarse de ella.

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión de su existencia.

En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las etapas de su cumplimiento.

Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (Hch 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.

Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Jn 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.

Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amamos al Padre que nos lo da.

Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial de Jesús es en la mirada que tiene sobre su muerte. No es una mirada triste y deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonar. Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1).

Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” Un 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! Un 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre” Un 14,28). A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí. Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprenderíamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para instaurar definitivamente y co consumar nuestra intimidad filial con Él.

Finalmente, esta perspectiva filial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre Un 17,1 1).

Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.

Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.

 


La vida filial


              La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre.

En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimamente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo.

San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (1 Jn13,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es, por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: “Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16).

Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.

Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conducta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la caridad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley como una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.

Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.

Cristo no ha dejado de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: ‘Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se cié la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).

Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así: la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —según el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, porque el fruto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre puede dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenernos que notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa para nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitada simpatía que nos profesa y para “premiar” lo que ha visto en lo secreto?

Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su verdad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nuestra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia para permitirnos una conducta reprensible. En lugar de discutir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.

Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el principio tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estarnos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (Iii 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim.

Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tomar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad debe acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísimo favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde las profundidades del corazón.

En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse únicamente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusivamente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.

Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23).

Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento interno hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones del formalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripciones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mandamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. Deseaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” Un 17,9).

La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.

Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir.

Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (1Jn 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, como un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.
Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, corno el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea verdaderamente tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continuamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él.

Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre. “Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra morada está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él.

Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor, Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor; que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.
Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía escondidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en ¡ este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su  corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se) desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él.

 


Reconocimiento y confianza


               La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones.

             Entre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos su entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardecer de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los beneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20).

De hecho, si consideramos el transcurso de nuestra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro destino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.

Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquéllos a los que había hecho bien, y apreció las gracia dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón.

Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo que atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal. Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo.

La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza filial. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16).

Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar en nosotros. Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que iios dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros.

Mientras una desconfianza puede herirnos profundamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más.

Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.

En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.

Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que iio sea la persona amada. Es un desprendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el que se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien lic- mos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos adheriremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro.

Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.

Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia.

Este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mira- cia terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas.

Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa.

Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando experimentamos el abismo de miseria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuestra mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.

Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía san Juan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio [...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor; porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1J 14,16-18).

El tránsito al más allá no se nos debe aparecer; pues, con trazos temibles. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos corno Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, desde que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito tic su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porque va a alcanzar la cima del amor.

De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios pasados, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y de la suprema confianza en la hora postrera, pasaremos a un reconocimiento más intenso todavía, más definitivo, cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir.

 

 

 

 

 

 

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