Jueves, 05 Mayo 2022 10:49

Meditación del Padre Nuestro

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Meditación sobre el Padre Nuestro

 

 

Cuando se piensa en todo lo que encierra este título de “Padre nuestro”, advertimos que ahí se halla incluido todo: todas las intenciones divinas sobre este mundo, todo el destino de la humanidad y de cada uno de nosotros. “Padre nuestro” es el punto de partida y el término supremo. Estas dos palabras afirman el designio primordial por el que el Padre celestial decidió tomarnos como hijos. Y cada vez que nosotros pronunciamos estas palabras, en cierto modo estamos conmemorando aquella intención primera de pura generosidad que brotó del corazón de Dios Padre con fuerza soberana y que, al realizarse, arrastró con- sigo toda la dignidad actual de nuestra existencia. El apelativo “Padre nuestro” hace, pues, alusión a esa energía procedente de la eternidad para elevarnos a la categoría de hijos.
Esa expresión evoca el acto de la creación con que el Padre nos dio el ser y el cuidado minucioso que ha puesto al disponer todas las cosas en el universo para nuestro bien, puesto que quería enriquecer a toda costa a los que amaba como hijos suyos con toda ternura. Sobre todo, sugiere el drama entero de la Redención, ya que el Padre no fue oficialmente nuestro Padre hasta después de la Resurrección de Cristo, una vez culminado del sacrificio del Calvario. Decir la palabra “Padre” es recordarle al Padre celestial el precio que pagó para rescatamos y librarnos de la servidumbre del pecado, el don sublime de su Hijo en el que su amor se excedió. Y es pedirle que considere en nosotros, no nuestra debilidad y nuestras limitaciones humanas, sino el rostro de Cristo entregado por nosotros. De forma que en la expresión “Abbá, Padre” no solamente se escucha la voz de Cristo, sino que también se ve su rostro de Redentor, transparentado en el nuestro y de cuyos labios brota ese grito.
Por último, el título “Padre nuestro” resume todo el programa del futuro, el estadio final al que deberá llegar la humanidad. Pues la inmensa empresa de salvación está ordenada al más amplio y profundo establecimiento de la paternidad divina sobre los hombres. El trabajo de santificación operado en nosotros por el Espíritu Santo tiene por objeto hacer de nosotros, lo más íntegramente posible, hijos del Padre

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en su Hijo que es Jesucristo. O, lo que es lo mismo, hacer avanzar en nuestras almas, en la mayor medida posible, el señorío y el reino de la paternidad divina. La verdadera historia de nuestra vida puede resumirse en el desarrollo y profundización de nuestra filiación divina; en la historia de la humanidad es lo único que importa. Es hacia lo que apuntan todos los acontecimientos tal como se desarrollan ante la mirada de Dios y son dirigidos por su providencia.

Al final, según la expresión de san Pablo, Cristo, que habrá sometido a Sí todas las cosas, entregará su Reino al Padre, “para que Dios sea todo en todo” (1 Co ¡5,24-28). No hay que entender esta entrega de la soberanía de Cristo al Padre como un simple gesto externo que se cumplirá al final de los tiempos, pues su objeto es hacer que Dios sea \ todo en todos y, por consiguiente, que la soberanía del Padre se instaure en el interior de los seres. Éste es el fin que Cristo persigue constantemente; al unirnos a Él y asimilarnos con Él, nos da un alma filial. Un alma que se abre cada vez con mayor amplitud al amor del Padre, este “Padre del cual proceden todas las cosas y para el cual somos” (1 Co 8,6). Poco a poco, el Padre se hace todo en todos, El apelativo “Padre nuestro”, entendido en un sentido más pleno, anuncia esta toma de posesión total de la humanidad por el Padre y por su amor.

Este apelativo subraya, al mismo tiempo, el aspecto comunitario de esta venida del Padre al interior de las almas. En efecto, es significativo que Jesús nos haya recomendado la expresión “Padre nuestro” antes que la de “Padre mío”. La paternidad celeste se establece y manifiesta respecto a cada uno de nosotros. Y el amor del Padre para cada uno no es menor que si se aplicase a una sola persona; en cierto modo, se puede decir que cada uno es amado con tanto cariño corno ¡ si fuese único. Pero es amado más, incluso, pues es amado en una co- munidad en donde el afecto desplegado sobre todos resulta más provechoso para cada uno de sus miembros. En su plan inicial, lo que Dios Padre quería y deseaba era precisamente una comunidad de hijos. El Padre aspiraba a constituir una inmensa familia que tendría su primera fuerza de cohesión en su único amor paternal. Por eso nues tr

respuesta debe ser comunitaria. No decimos “Padre nuestro” simplemente porque somos muchos los que tenemos un mismo padre, sino porque esta única paternidad establece entre nosotros un vínculo es- trecho y sólido, y porque nos agrupa, indiscutiblemente, en una comunidad de amor.

De modo que este apelativo, que está afirmando nuestra creación, nuestra redención y nuestro destino final, es a su vez testimonio de la caridad que une a cuantos lo pronuncian. Indica una disposición fundamental de benevolencia hacia el prójimo, de entendimiento con él. Toda división entre los hombres, en cierto modo, falsea la expresión “Padre nuestro”, porque se opone a la unidad que implica un amor paterno universal. Muchas veces la oración que nos enseñó Jesús suscíta un examen de conciencia sobre nuestra postura con respecto a la caridad y a propósito del perdón de las ofensas, que pedimos en la misma medida en que lo practicarnos. Pero la exigencia del amor mutuo se encuentra ya contenida en las palabras “Padre nuestro”, de modo que no podernos comenzar la oración y pronunciarla con sinceridad si no es desde una actitud fraternal hacia el prójimo.

Así pues, con una mirada común hacia el Padre estamos testimoniando la comunidad actual de los hombres y de los cristianos, comiinidad que se ha realizado ya y a la que queremos contribuir con nuestro esfuerzo; y testimoniamos también la comunidad ideal, la que se realizará perfectamente en la consumación de los tiempos, en un \ mundo nuevo, cuando el amor paternal haya tomado enteramente posesión de la humanidad. Decir “Padre nuestro” es aspirar a esta comunidad ideal, a este Reino total del amor. Es también expresar la verdad enaltecedora de que el Padre nos pertenece ya.

Lo llamamos “nuestro” no sólo porque ha tomado ya posesión de nuestro ser y desea poseernos en plenitud, sino porque quiere dejarse poseer por nosotros: porque sólo nos toma dándosenos primero. El Padre celestial ha querido, verdaderamente, entregarse a nosotros, abandonarse a nosotros. Nuestra mayor desgracia sería despreciar este don, por el cual el Padre se nos dona con todo lo que posee. Este don tan

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inmenso no entra en nosotros si nosotros no lo recibirnos. Y corno el Padre conoce nuestra pequeñez y nuestra pobre capacidad de acogida, nos ha dado la de SU Hijo, para que podarnos acogerlo en plenitud. Mediante la gracia nos ha dado los brazos y el corazón de Cristo, para / que seamos capaces de recibirlo con todas las riquezas paternales. Ésos son los brazos que le tendernos y el corazón que le ofrecernos cuan- 1 do nos dirigirnos a Él llarnándolo “Padre nuestro”. Por este ensancha- miento de nosotros mismos, debido a la presencia de Cristo en no. sotros, tenernos el gozo de poseer al Padre. “Nuestro Padre” es el Padre/ que nos pertenece y que nos pertenece definitivamente.
“Ante todo, Tú!”
Cuando Cristo nos enseñó a oral; no nos invitó sólo a repetir el nombre del Padre. Nos enseñó lo que debíamos decir al Padre levantando la vista a Él. Es curioso comprobar que el contenido de esta oración
supone que, ante todo, pensamos en Dios antes de pensar en nosotros
mismos. Las tres primeras peticiones del “Padre nuestro” podrían re sumirs en esta breve fórmula: “ante todo, Tú!”. Lo que hay que de sear ante todo, es que el Padre sea conocido y honrado. Que su Reino
se establezca aquí abajo. Que su voluntad se cumpla en la tierra.
Las primeras palabras del diálogo que sostenemos con el Padre con cierne a su persona y a su obra. Apenas hemos pronunciado este apela tiv tan hermoso de “Padre nuestro” y ya hemos olvidado todo lo demás
y a nosotros mismos, para pensar únicamente en Él. Es a Él a quien que remo contemplar, es en Él en quien querernos fijar nuestra mirada y
nuestro anhelo. Nos encontramos acuciados y hostigados por multi tu de deseos y cuidados de nuestra vida cotidiana, de cuya tiranía es caparno para situarnos en un nivel superior donde sólo cuenta la pre send divina.
La petición “santificado sea tu nombre”, por la que desearnos que
el Padre sea venerado y su santidad reconocida, expresa el movimiento de adoración con que el alma se prosterna ante un Dios santo, de
una santidad y perfección que la sobrepasan totalmente. Dios es un ser

incomparablemente mayor que todos los demás, sin posible equiparación con ellos, de modo que nuestro homenaje, por muy profundo que sea, no logra corresponder a su grandeza. Aun siendo conscientes de esta impotencia para honrar adecuadamente la santidad divina, al pronunciar las palabras que nos enseñó Cristo afirmamos nuestro deseo de que surja de la humanidad un impulso de adoración más completo y un ímpetu de alabanza más viva.

Al intentar situarnos ante Dios solo y ante su infinita majestad, podríamos tener un sentimiento de anonadamiento de nuestras fuerzas, tan miserables ante la omnipotencia divina; anonadamiento de nuestra inteligencia, tan débil y tan desconcertada por el inefable misterio del ser divino; anonadamiento de nuestro valor moral, tan negativo y tan ridículo fiente a la santidad sin límites; anonadamiento de todo nuesti-o ser ante un creador que nos ha sacado de la nada. Pero este sentimiento de pequeñez nos hace levantar la vista a un Dios que se nos presenta como Padre. Y cuando decirnos “santificado sea tu nombre”, es el nombre de nuestro Padre el que deseamos oír pronunciar con respeto y veneración. La adoración debe ser dirigida al Padre. Por eso debe estar inspirada por el amor. La única veneración conveniente es una veneración filial.
Así como una adoración movida por el temor servil oprimiría y deprimiría nuestra alma, la adoración filial la esponja en una humildad más espontáneamente consentida, más deliberadamente admitida. Nos complacemos más en reconocer el dominio soberano del Padre porque es Padre. En el himno del Gloria que se reza en la Misa se destaca bien este afán por venerar al Padre en todo su esplendor. Es significativa esta fórmula de alabanza: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Generalmente, cuando se dan las gracias, es por un beneficio recibido. Aquí el agradecimiento está dirigido al Padre, no precisamente por los beneficios con que nos ha colmado, sino simplemente por la gloria que posee. El mayor beneficio es el hecho de que el Padre exista, con toda su perfección. En ciei-ta manera, evitamos poner los ojos en nosotros mismos para poder admirar y alabar más esta perfección

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deslumbradora del Padre. El ímpetu de reconocimiento, al no invocar como motivo ninguna otra cosa más que la gloria de Dios Padre, sobrepasa, en cierto modo, los límites de un reconocimiento humano, y la alabanza se dirige al infinito mismo de Dios. Es una acción de gracias que se identifica con la adoración, y que anima esta adoración con el calor del agradecimiento. En ella se traduce el fervor de afirmar que el Padre es nuestra mayor dicha: ¡Ante todo, Tú! En este ímpetu tenemos el gozo de sobrepasar todos los horizontes humanos. No hay nada más sublime, no hay nada mejor para romper las cadenas de nuestro egoísmo que esta voluntad de volver la mirada al Padre por Él mismo, de alegrarse de su existencia y de su presencia exclusivamente porque es Él. Salimos de los cálculos de nuestra actividad, de todas las miras de nuestro interés y nos detenemos ante el nombre y la gloria del Padre, es decir, ante su persona. Pedimos que ésta sea la actitud de todos los hombres y que toda la humanidad acabe por detenerse, por inclinarse ante Él, en una enamorada alabanza y en un entusiasmo filial. Que sólo Él pueda fascinar y atraer definitivamente nuestras miradas humanas.


Y para que la persona del Padre se imponga más categóricamente a nuestra veneración, le pedimos inmediatamente: venga a nosotros tu Reino”. El Reino de Dios es lo que Cristo tuvo como objetivo en su venida a nosotros: todos sus esfuerzos estaban dirigidos al establecimiento de este Reino. Con ello pretendía que Dios poseyese aquí abajo la sociedad humana, que no hubiera sobre la tierra otra ciudad que la ciudad de Dios. A ejemplo de Cristo, también deseamos nosotros que ese Reino, instaurado por Él a costa de tan grandes sufrimientos, se implante y se difunda todavía más por la expansión de la Iglesia. Es la empresa del Padre sobre nuestro mundo, que debe crecer sin cesar.


Hemos de comprender, sobre todo, que esta expansión de la Iglesia es un desbordamiento de la soberanía del Padre, un establecimiento más amplio del poder de su amor paternal. Su Reino es un reino de hi jos y debemos desear su crecimiento no simplemente como criaturas que quieren reconocer el poder de su Creador y Maestro, sino como
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hijos que aspiran al ensanchamiento del reinado de su Padre.
Para que este Reino se instaure profundamente en las almas, Cristo
nos manda añadir: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
(1 Es el deseo más esencial según la palabra misma del Salvador, que de clarab vivir y alimentarse del cumplimiento de la voluntad del Padre:
“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo
su obra” Un 4,34).
La tercera petición es más decisiva que las dos primeras, porque es
la que da efectividad a ambas. Es el culmen de una gradación. Para que
el nombre del Padre sea santificado, tiene que venir su Reino: si la vene ració se quedase en una mera alabanza pronunciada por la boca de
los hombres correría el riesgo de ser una actitud superficial. Para que
sea completa tiene que indicar un verdadero establecimiento de la
soberanía del Padre sobre las almas, una implantación de su poder en
la sociedad humana. El Padre no quiere ser uno de esos monarcas cuyo
poder se reduce a una gloria externa: Él quiere reinar efectivamente,
como Padre, sobre la humanidad. Y para que este reinado sea efecti y debe entrañar la ejecución de su voluntad divina sobre la tierra. Mientras el Padre no gobierne la voluntad de los hombres, se le escapará la parte más preciosa de su creación y su Reino no penetrará íntima ment en las almas. La empresa del Padre en las voluntades humanas ¡
es el hecho interior que está reclamando su soberanía. Su señorío más
auténtico es el triunfo de su voluntad sobre la nuestra.
Éste es el triunfo que anhelamos con nuestros deseos, sabiendo que
es el objetivo más difTcil de alcanzar. Supone nuestro desprendimien t más completo. Al pedir que el nombre del Padre sea santificado, ya
habíamos querido despojarnos de nosotros mismos para pensar sólo
en la veneración de su persona. Habíamos dejado de lado nuestros pen samiento y nuestras preocupaciones para concentrar nuestra mirada
únicamente en el Padre. La petición de la venida del Reino suponía un
mayor desprendimiento: con ella pedimos la renuncia a cualquier otro
ideal y que el fin de nuestra vida sea colaborar en la extensión del Reino
del Padre. En la petición “hágase tu voluntad” aceptamos la suprema

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desnudez. El Padre nos ha dado nuestra libertad, a la que nos sentirnos vivamente aferrados. Esta libertad, este secreto imperio soba nosotros mismos, es lo que ponernos ahora a su disposición. Con eso le entregarnos el fondo de nuestro ser.
En esta cesión de nuestra voluntad consiste, precisamente, el drama de la existencia humana. Cristo nos lo mostró en el instante más angustioso de su vida, en su agonía, cuando el cumplimiento de su misión redentora se impuso en aquella oración: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esta oración, que contenía la oleada de tristeza, de horror y de hastío, se pronunciaba al precio de un combate durísimo. Tenía un carácter heroico, pero era el acto decisivo del Salvadoi Los momentos más esenciales de toda vida humana son aquéllos en los que se plantea la cuestión de la conformidad con una voluntad divina que parece dura y cruel. Aceptar y dar el sí puede costar una lucha interior terrible. En esos momentos hay que acordarse, corno hizo Cristo, de que esta voluntad divina, tan dura en apariencia, es, en realidad, una voluntad paterna que, tras su decisión, esconde un profundo amor. Así es mucho más fácil decir en esos casos: “lAnte todo, Tú!”. Todos los que en el mundo repiten las palabras “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” piden este valor para su prójimo en peligro, y la imploran para ellos mismos cuando sobrevenga la hora de la prueba.
Ésa es la adoración completa debida al Padre: la de una libertad que se abandona filialmente a Él y le reconoce pleno dominio sobre sí misma. De este modo la oración que nos enseñó el Señor nos ayuda a encarnar esta actitud de espíritu que responde a una de nuestras más profundas aspiraciones, que es la de perder nuestro pensamiento y nuestra voluntad en los del Padre.

“L4bbá, Padre!” (Así empieza el padre nuestro pero lo ponto aquí porque pega mejor)

La respuesta al Padre que se inclina amorosamente hacia nosotros debe ser un sentimiento filial. Los primeros cristianos lo entendieron muy bien, y ponían un especial fervor al invocarlo así: “L4bbá, Padre!”. “Abbá” era la palabra que había empleado Cristo para dirigírse su Padre. Lo sabemos por la oración más impresionante que jamás se ha

pronunciado, la angustiosa oración de Getsemaní: “Abbá, Padre, todo te es posible...” (Mc ¡4,36). En estas palabras Cristo expresaba todo su

afecto filial con toda su capacidad de ternura y de intimidad, puesto que ‘abbá” era el término que se empleaba entre los judíos cuando un niño se dirigía a su padre. Los discípulos de Jesús se sorprendieron y maravillaron de ver que el Maestro empleaba una expresión que suponía tanta familiaridad con el Padre celestial. Era insólito poder dingirse a Dios como ‘Padre”. Y hacerlo no con un sentido vago y lejano y con una deferencia solemne, sino con el sentido más real que puede tener y con el abandono afectuoso de un hijo respecto a su padre. Y como querían imitar a Cristo y tenían conciencia de vivir de su vida, se apresuraron a poner en sus labios este término. Incluso para poder repetirlo con los labios de Jesús, lo conservaron cuidadosamente en su forma aramea —“abbá”— y, sabiendo que se habían convertido en hijos suyos, se dirigían también ellos así al Padre celestial.

Podernos imaginar el entusiasmo que ponían en pronunciar estas dos /sílabas, pues san Pablo nos dice que era un grito, una palabra que bro ta con especial fuerza: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios —escribía a los Romanos (8, 14-15)— son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ‘iAbbó, Padre!”. Este grito, que nacía de las profundidades del corazón cristiano, era el testimonio de su adopción por el Padre y de su cualidad de hijos.
También es el Espíritu Santo quien lanza este grito, pues habita en las almas para realizar y mantener en ellas la filiación divina: “La prueba de que sois hijos —decía el apóstol a los Gálatas— es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: L4bbcí, Padre!” (Go 4,6) Nada puede mostrar mejor lo sublime de este grito:
es la obra misma del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo o, más exactamente aún, del Espíritu del Hijo. Es Cristo, corno Hijo del Padre, quien hace resonar de nuevo, por su Espíritu, la palabra que dirigía al Padre durante el tiempo que estuvo en la tierra. Y esta palabra sigue estando acompañada de toda la emoción que suscitaba en Jesús.
Los primeros cristianos se daban cuenta de que eso era un privilegio, tina auténtica audacia. Pero también sabían que respondía a un de- seo formal de su Maestro. Recordaban que Cristo había prescrito a sus discípulos comenzar su oración con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”.Jesús no había aconsejado emplear otro título para dirigirse al Padre. Y mientras otros multiplicaban los calificativos honoríficos cuando se dirigían a Dios para granjearse su benevolencia, Cristo había recomendado un único tratamiento, porque era el que podía hacer mayor honor al Padre celestial y el que más vivamente atraía su favor. No hay alabanza más deseable para Él que la de su cualidad de Padre, en la que se encuentra toda la grandeza de su corazón divino. Pronunciar el nombre de Padre es invocar todo su afecto paternal. Podríamos decir que es la palabra mágica para ser escuchado, entendiendo por “magia” la maravilla de poder invocar el amor del Padre de un modo que no pueda rechazarnos.

Cristo, místico y poeta: Jesús vive totalmente en su vida la filiación, todo lo vive bajo la perspectiva de mirar y cumplir la voluntad del Padre a quien ve en la naturaleza, en los pájaros, en los lirios, visión mística y poética y en perspectiva de su muerte

La perspectiva filial En el momento privilegiado de la oración, nuestra mirada se eleva al Padre. Pero esta mirada no debe existir únicamente cuando nos dirigirnos a Dios según la fórmula que nos enseñó Cristo y que Él mismo pronuncia en nosotros. Debe mantenerse a lo largo de nuestra vida,

pues ésta ha de estar orientada toda ella hacia el Padre, dándoi todas las ocasiones una perspectiva filial.


De esta mirada que descubre en todo al Padre celestial y que considera el conjunto y el detalle de la realidad a la luz paterna, nos dejó Cristo buen ejemplo. Espontáneamente Jesús encontraba al Padre en las cosas más pequeñas. No hace falta traer a la memoria la agudeza con que descubría el amor del Padre en las flores más humildes. “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen —decía a sus discípulos, para enseñarles a mirar como no lo habían hecho hasta entonces—; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pLido vestir como LiflO de ellos” (Mt 6,28-29).


Cristo escogió expresamente las flores más vulgares de los campos, esas que brotan con tanta profusión y constituyen un espectáculo tan corriente que nunca se nos ocurre admirarlas, pues las contemplamos con ojos distraídos. A los ojos de Jesús, una cosa tan normal ponía de relieve la solicitud divina, que había procurado su vestido a las flores. En su sencilla corola, en la que los hombres tan poco reparan, el Hijo reconocía las maravillas del trabajo delicado de su Padre, maravillas que sobrepasan todas las que los hombres crean con sus manos.


Igual ocurre con los pájaros. Cristo percibía la bondad paternal que los mantiene gratuitamente y les suministra el alimento: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). En la naturaleza Cristo fijaba inmediatamente su mirada sobre el Padre que actuaba en ella. Nos mostraba que para comprender el Liniverso y los seres que lo constituyen hay que ir más allá de sus apariencias sensibles y llegar a descubrir la acción de Dios. Nos indicaba el verdadero enfoque de la ciencia humana, que debe abrirse a la mística. Porque una vez que ha estudiado las leyes y la constitución de los seres materiales y ha sacado a la luz la admirable organización que los rige, le queda todavía por dar un paso esencial, subir un peldaño más, que no es ya el del sabio, sino el del creyente, y que consiste en reconocer, en lo que se ha estudiado, la obra de una sabiduría superior y el don de una bondad sin límites. Si dejamos de dar ese paso que va más allá del alcance de la observación y las mediciones de los instrumentos científicos, nos quedaremos privados de lograr la verdad fundamental que se oculta tras el velo de lo palpable y experimental. Al declarar que el Padre celestial alimenta a los pajarillos, Cristo nos ha manifestado una verdad más profunda que todas las verdades estrictamente científicas que hemos descubierto o que se podrán todavía descubrir sobre los pájaros. Porque es una verdad que nos descubre la fuente primera de la existencia de los pájaros, de su naturaleza y de su actividad. Y es a esta fuente primera —el corazón del Padre— a la que quería unir la mirada de sus discípulos para que pudiesen salir de su obsesión en las cosas sensibles y orientarse cada vez más hacia el Creador con un impulso espiritual.


Además de fijar así la orientación que completa y sobi-epasa la experiencia ordinaria de nuestros sentidos y las elucubraciones de la ciencia, Cristo manifestaba también el auténtico sentido de la poesía. Con sus palabras daba testimonio de que había captado lenamente la belleza poética allí donde la habríamos dejado pasar desapercibida: en el espectáculo cotidiano de unas flores y unos pájaros vulgares. Si Él sentía y expresaba con tanta intensidad esta poesía, era porque no se limitaba a una impresión de la armonía sensible y porque encontraba en las flores más comunes una sublimidad que sólo es accesible a los ojos del alma: la mano divina que se ocupa constantemente de darles su forma y desplegar su belleza. La poesía recibe todo su sentido cuando comprende este influjo divino y atisba el infinito detrás de las cosas.
Sin embargo, hay que notar que esta mirada mística sobre la naturaleza, tal como la tenía Cristo y tal como debemos esforzarnos por conseguirla tras Él, no se reduce a discernir la divina acción creadora en los seres. Es todavía poco descubrir a Dios en ellos. Hay que descubrir al Padre. Efectivamente, es al Padre como tal, con 5U amor paternal, a quien Jesús descubre en las flores y en los pájaros. ¿No es propio de un padre proporcionar vestido y alimento? El vestido de los lirios

del campo y el alimento de los pájaros aparecían, pues, como muestras de un cariño verdaderamente paternal. Era precisamente este cariño generoso, difundido sobre los seres cuidados con más mimo, lo que Cristo contemplaba y admiraba. Más aún, como se advierte por sus expresiones, Jesús reconocía en estos seres un testimonio del amor que el Padre tiene a los hombres. El Padre que cuida de los lirios de los campos y de las aves del cielo, es menos Padre suyo que nuestro: “vuestro Padre celestial las alimenta”, dijo el Maestro a sus discípulos. En el alimento y vestido que se les regala, veía el símbolo y la prueba de lo que se concede a los hombres. La solicitud paternal se ejerce sobre todos los seres con vista a los hombres, pues sólo ellos son los hijos y el Padre hace confluir todo el universo hacia esta filiación.

En la naturaleza hay que descubrir, por tanto, un amor paternal que se dirige a nosotros, hay que descifrar este lenguaje misterioso de todas las cosas a través de las cuales el Padre desvela el afecto que nos ha dedicado.

La auténtica visión del mundo es la que se sitúa en la perspectiva filial (le Cristo y palpa en todos los seres el corazón del Padre. El universo debe presentarse a nosotros como el desarrollo (le un amor paternal que inscribe su bondad por doquier. En cada una de las cosas, como en el conjunto de todas ellas, nuestra mirada filial puede hallar esa intención amorosa y maravillarse de ella.

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